Sie sind auf Seite 1von 27

UN AVATAR DE KAFKA

“No es necesario que salgas de casa.


Quédate en tu mesa y escucha. Ni
siquiera escuches, espera solamente. Ni
siquiera esperes, quédate solo y en
silencio. El mundo llegará a ti para
hacerse desenmascarar; no puede dejar
de hacerlo, se prosternará extático a tus
pies.”
(Franz Kafka, fragmento de la obra
“Consideraciones acerca del pecado”)

Sí, soy yo mismo el que cuenta esta historia, el


mismísimo Kafka 2104 en persona, como parte de la
misión que me he impuesto, aunque os hable en
tercera persona por distanciarme de mí mismo y ser
más objetivo, alguien a quien también llamaban “La
marioneta checa”, un robot humanoide de última
generación al que los ingenieros del parque temático
Todo Literatura, situado en Los Ángeles en el año
2104, habían programado para ser un alter ego del
famoso escritor junto a miles de estos mismos robots
que representaban a otros tantos artistas de la palabra.
Cada uno de ellos vivía en un pabellón que reproducía
su entorno habitual, las habitaciones de su domicilio y
los aledaños de éste. Durante el día tenía que oficiar en
dicho entorno y representar la comedia para los
turistas que venían de todos los confines del planeta a
contemplarlo y echarle fotos, como si lo hicieran con
algún animal de un parque zoológico. Algunos incluso
me dirigían la palabra y me hacían preguntas sobre
temas relacionados con mi obra. Muy rara vez, y sólo
para personas que tenían algún permiso especial del
gobierno, se les permitía entrar en el pabellón y saludar
personalmente al electrónico simulacro del genio de
Praga. ¡Qué ironía! El genio convertido en atracción de
feria.
¿Cuáles eran las compensaciones de semejante vida
para dicho individuo, que había sido dotado de
conciencia y de sensibilidad, de recuerdos y de
sentimientos? Quizás la principal de ellas, si no la
única, era que de noche, cuando el parque se cerraba,
podían acceder a un pabellón denominado “Los
Inmortales” en el que podían convivir con los otros
genios de la literatura, sostener largos diálogos en los
que buscaban abrir caminos de luz en la comprensión
de sus respectivas obras enriqueciendo su trayectoria y
perspectiva con nuevas aportaciones. Nuestro Kafka
(es más mío que vuestro, ciertamente) se había hecho
especialmente amigo de Platón, claro está que de un
Platón que hablaba inglés, como el propio Kafka, pues
no estaba contemplado que utilizaran otra lengua.
También solía jugar a las cartas con Byron y Leopardi,
aunque sólo en ocasiones, pues las más de las veces le
gustaba debatir con Proust y Joyce sobre la
arquitectura del relato.
Aunque su programación, lo que llamaríamos el
equivalente a la dotación genética humana, era muy
completa, estaba hecha para interactuar en soledad,
pues no se contemplaba que aparecieran
personalidades como su famoso amigo y albacea Max
Brod, ni Milena Jesenskà ni Dora Diamant, las
amantes o amadas o novias, vaya usted a saber, o ni
tan siquiera el mismísimo padre de Kafka, al que
dirigió la famosa carta. Vistas así las cosas, la vida de
Kafka 2104 (lo llamaremos así en referencia al año en
que se desenvolvía) era bastante monótona y solitaria.
Cuando atravesó por el periodo de entrenamiento por
el que pasaban todos los robots (el equivalente al
rodaje de los automóviles) tuvo oportunidad de
convivir con ingenieros que lo habían programado.
Éstos hicieron hincapié en que debía considerar un
privilegio representar la comedia del famoso genio de
la literatura, ser un avatar de éste, y debería también
estar agradecido por la oportunidad que se le había
dado de estar vivo (se llamaba así a poseer todas esas
cualidades antes mencionadas de conciencia,
sensibilidad, recuerdos y demás equipamiento
psíquico). No se le pedía que hiciera nada especial,
sólo que se comportara de acuerdo con su naturaleza,
con su dotación de estímulos psíquicos y, por tanto,
que escribiera, que leyera, que pensara, que fuese él
mismo. Había unas restricciones que debía respetar al
pie de la letra. Una de ellas es que no podía salir del
recinto bajo ningún concepto, salvo cuando fuese
horario de reunirse con los demás robots en el
pabellón “Los Inmortales”. La segunda era que no
podía escribir ninguna obra literaria nueva, tenía que
limitarse a reescribir las que ya había escrito y para las
que había sido dotado de un perfil de impulsos
psíquicos específicos. La tercera regla es que, aunque
eventualmente trabara contacto con mujeres en su
desempeño profesional (llamémoslo así), no podía en
modo alguno enamorarse de éstas ni intentar llevar la
relación más allá de un simple contacto superficial.
Estas reglas eran normas específicas que debía seguir a
rajatabla, pero había otras reglas incluidas en la
programación, reglas básicas, como son las famosas
tres leyes de los robots1, enunciadas por un tal
Asimov, cuyo alter ego también deambulaba por el
1
1. Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que
un ser humano sufra daño.

2. Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si
estas órdenes entrasen en conflicto con la Primera Ley.
pabellón de “los Inmortales” charlando animadamente
con sus homólogos.
El aspecto físico de Kafka 2104 había sido,
ciertamente, objeto de polémica. Dado que no podía
envejecer ni cambiar de forma, un potente ordenador
había promediado los parámetros de su apariencia
externa a lo largo de toda su vida y el proceso había
dado como resultado un Kafka ambiguo que en
determinadas poses parecía un escritor maduro y en
otras un adolescente aniñado que empezara a
descubrir el mundo. Cuando digo adolescente aniñado
me refiero sólo a su aspecto exterior, pues en lo
mental el supuestamente ingenuo Kafka estaba dotado
de una extraordinaria precocidad, como correspondía
al tipo de cerebro (llamado “alfa”) que se le había sido
asignado, verdaderamente potente y propio de un ser
de su clase, un verdadero genio literario.
Hasta aquí todo es normal, nada que se salga de lo
que esperaríamos. Y todo hubiera seguido así de no
ser porque Kafka decidió, en un gesto de rebeldía,
romper el protocolo que debía obedecer. Reconozco
que un acto luciferino, como el del adolescente que se
subleva contra su padre en un ataque de locura.

3. Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta


protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.
Empezó por utilizar el papel de que disponía para
tramar un plan de evasión, en vez de dedicarlo a la
cansina tarea de reescribir los textos de sus obras, que
ya conocía de memoria. Escribía minuciosamente en
una especie de cuadernos en octava, como los que ya
se le conocen al famoso escritor, todas sus ocurrencias
al respecto. Personalmente consideraba un abuso y un
desaprovechamiento de sus capacidades el que a
alguien dotado con la extraordinaria inteligencia suya
se le obligara a perder el tiempo en aquellas tareas
menores. Quizá como inversión resultara altamente
rentable, habida cuenta de la oleada de turistas
japoneses y europeos que venían a contemplar a los
genios, pero éticamente era un despropósito y una
arbitrariedad descomunal tener sus intelectos
maniatados y en barbecho cuando podían crear nuevas
obras que continuaran las que ya habían logrado atrás
en el tiempo sus “personajes originales”. El tipo de
trabajo de gabinete que venía haciendo le recordaba el
de su oficina de seguros de accidentes en Praga, era
una árida labor burocrática y oficinesca que en nada le
nutría, más bien le daba la sensación de empobrecerlo
espiritualmente. Pensaba en sus compañeros como
seres mutilados, no físicamente sino en aquellos
aspectos trascendentales de sus personas que tenían
que ver con esa dimensión esencial de la libertad. Eran
exhibidos en este gigantesco monumento a la
megalomanía como monigotes de feria. Les
recordaban a los obreros mutilados con quienes había
tratado en su trabajo en la compañía de seguros (o al
menos esos eran los recuerdos implantados en lo más
profundo de su espíritu). Pese a esta sensación de
compartir con todos ellos esta carencia metafísica, no
se atrevió a comentar sus proyectos con ninguno de
sus congéneres. Por lo demás mantenía con aquéllos
grandes diferencias en cuanto a ideología e
idiosincrasia, dado que normalmente los escritores que
figuraban en el parque temático eran de países
diferentes y de épocas no siempre coincidentes, no
digamos en cuestiones de estética, en que las
singularidades eran más que notorias. Ya era bastante
complicado escaparse él solo como para que además
tuviera que coordinarse con los otros, a lo que había
que añadir que, para ser del todo sinceros, nunca le
había gustado demasiado el trabajo en equipo. En
general casi todos estos escritores –pensaba- son tan
individualistas como yo. Sólo en ocasiones había
conocido a algunos que habían escrito obras en
colaboración. Por el pabellón nocturno deambulaba
un tal Octavio Paz, mexicano, que había participado
en un poema colectivo llamado “Renga”, y también
había conocido a dos argentinos, un tal Borges y otro
llamado Bioy Casares, que habían escrito juntos unos
relatos sobre un personaje llamado Bustos Domecq.
Pero una cosa era crear colectivamente poemas
japoneses al estilo “renga” y otra muy distinta trazar
un plan de evasión. Para empezar ni siquiera podía
tener la seguridad de que no fueran a traicionarle.
Llegado el caso, alguno podía denunciarlo al Vigilante.
Se había prometido una semana de “liberación” en un
pabellón especial cuyo miltoniano nombre no era otro
que el de “El Paraíso perdido”, vacaciones que
pasarían junto a unas bellísimas mujeres robots que
podían elegir de un catálogo preparado al efecto, para
aquellos robots que diesen parte de cualquier tentativa
de fuga a cargo de otro robot.
Aunque existían multitud de cámaras de video y ello
estaba contemplado dentro del dispositivo de
seguridad del recinto como un elemento de control,
una autoridad, llamada El Vigilante, se ocupaba
personalmente de supervisar las labores de vigilancia
de los robots. Tenía a su cargo cuarenta guardias de
seguridad que patrullaban de día y de noche para que
los robots no se evadieran. Nadie sabía a ciencia cierta
qué sucedía con los robots que eran sorprendidos en
flagrante acto de huida pero se sospechaba que eran
desguazados y sus componentes biomecánicos eran
reutilizados en la creación de otros robots. Circulaba la
leyenda de que la memoria de estos robots rebeldes era
borrada y reprogramada para ser utilizada por nuevos
robots. Al parecer, un sofisticado cerebro de
inteligencia artificial evaluaba los cambios que debían
hacerse en la programación original para que hubiera
menos probabilidades de que el futuro avatar del robot
desguazado no intentara de nuevo la fuga. Todo esto,
es natural, eran sólo rumores, pues en aquella época
los robots habían alcanzado estatus casi humano y,
aunque los forzaban a trabajar como esclavos y tenían
escasa libertad para decidir por sí mismos lo que
querían hacer con su tiempo y existencia, existía la
figura del llamado Defensor del Robot, que intervenía
en cuanto se intentaban restringir aún más los
derechos, ya de por sí bastante limitados, de los robots
humanoides.
Los dueños del Parque alegaban que los robots eran
una enorme y costosísima inversión, ya que cada dos
semanas debían ingresar en unas instalaciones
extraordinariamente complejas para poner a punto y
calibrar sus servomecanismos, operación que duraba
toda una noche y que equivalía a nuestro sueño
nocturno. En ese procedimiento se asentaban y
consolidaban los recuerdos y aquellos robots que no
pasaban por esta fase podían acabar dando enormes
fallos de memoria y problemas de comportamiento,
desembocando incluso en la locura y fallos orgánicos
que los llevasen a la llamada muerte cerebral. Lo más
terrible de todo es que la llamada “muerte cerebral”
equivalía a lo que es el fenómeno de la muerte en los
seres humanos. Era un proceso irreversible que daba
lugar a la pérdida de todos los recuerdos y de todo el
contenido de la memoria, lo que propiamente
configuraba la personalidad del robot. Una vez
perdidos esos recuerdos, que eran algo sumamente
“personal” en el estricto sentido de la palabra (y no
me refiero sólo a los recuerdos programados por los
ingenieros que hacían nacer el artilugio, sino a los que
eran el resultado de las vivencias posteriores a su
“botadura”, por utilizar un término marino), era
imposible reconstruir el robot tal y como era y había
que crear uno nuevo echando mano de la memoria
matriz creada originalmente. El nuevo robot era una
persona diferente del anterior, pues sólo tenía en
común la estructura de la personalidad, pero carecía
del enriquecimiento dejado en su sustrato psíquico por
las vivencias ya experimentadas por el anterior, y que
eran distintas de cualesquiera otras vivencias que
pudiera tener otro robot, pues las circunstancias
cambiaban a diario.
Los poderosos industriales que se enriquecían con el
parque de robots argumentaban siempre que los
robots les pertenecían, que no eran exactamente seres
humanos, y que ellos respetaban su carácter personal,
pero no podían darles el mismo estatus que a una
persona pues carecían de las características de las
personas, no envejecían, necesitaban de su puesta a
punto periódicamente y en el mundo exterior habrían
muerto en poco tiempo si no tuviera lugar esa puesta a
punto con la periodicidad marcada para cada uno de
ellos. Además, habían hecho ya determinadas
concesiones, como era la de permitir que el Defensor
del Robot entrara en el parque y les preguntara a los
interesados si estaban contentos con el tratamiento
que se les daba y si consideraban que se estuviera
violando sus derechos. Los robots a menudo discutían
en pequeñas asambleas en el pabellón de “Los
Inmortales” si no tendrían derecho, como cualquier
trabajador, a unos días de vacaciones cada año. Cada
vez que pretendían transmitir esa petición a sus Jefes y
Dueños a través del Defensor del Robot recibían la
misma respuesta: como no eran exactamente personas
no podían tener exactamente los mismos derechos y
privilegios que las personas y debían contentarse con
la atención recibida. Eso era todo, ahí se estrellaban
todas sus pretensiones, en un muro de incomprensión
y de egoísmo. Y es verdad que de haber accedido a
ellas los que se beneficiaban de todo habrían visto
mermados sus beneficios.
Kafka 2104 no era de los que asistiesen a dichas
reuniones, no se consideraba un entusiasta de todos
esos procedimientos sindicales y no creía en ellos. Los
consideraba sólo un paripé, igual que la figura del
Defensor del Robot, un pretexto más para que los
dueños de todo aquello se hicieran cada vez más ricos.
Era un modo de cubrir de legalidad las apariencias y
dar visos de legitimidad al atropello que sufrían en sus
carnes. Si se les había dado un “alma”, una inteligencia
moral, con todo lo que ello conllevaba, no podían ser
tratados así. Si se les pedía que se comportase
éticamente y no se fugaran es porque podían ser
considerados humanos. A ellos se les exigía ética, pero
los dueños de todo aquel complejo no aplicaban la
ética al explotarles de modo tan inhumano, máxime
cuando ellos, los robots humanoides, eran capaces de
sufrir, de padecer el dolor, el cansancio, la necesidad
de compañía, la necesidad de enamorarse y de
mantener relaciones sexuales. Y estaban preparados
para ello, su dotación biogenética no se diferenciaba
gran cosa de la de un ser humano. Podían desde
masturbarse a cortarse las venas en el lavabo si así se
les antojaba. Cualquier posibilidad estaba abierta.
Normalmente no cometían grandes locuras, habían
sido bien mentalizados del gran privilegio que suponía
estar vivos y ocupar el lugar que ocupaban. Pero de
vez en cuando les atacaba el mal de la nostalgia.
Sentían que otro mundo era posible. Percibían el
aliento de las obras que aún podían escribir, criaturas
no nacidas que los llamaban desde el otro lado, desde
el abismo de lo informe.
A menudo Kafka 2104 en sus conversaciones con
sus amigos del pabellón de “Los Inmortales” llamaba
“los señores del Castillo” a los dueños del parque,
recordando su famosa obra. Les tenía verdadera manía
a estos insensibles millonarios que no reinvertían parte
de los beneficios obtenidos en hacer a sus
subordinados la vida más agradable y más “humana”.
El mundo era algo abierto y habían hecho de sus
pequeñas vidas un serie de pequeños cubículos casi
estancos, reductos cerrados y esotéricos para ser
interpretados desde una mirada externa. Soñaba con
provocar un incendio en la sala de control de toda esta
organización alienante y alienada, para que las cámaras
de vídeo dejasen de funcionar y así se facilitara la
evasión de todos sus compañeros. Físicamente no era
gran cosa, él lo sabía bien, lo habían diseñado con una
debilidad orgánica que era el equivalente a la
tuberculosis de su antecesor. El afán mimético de
reproducir las características del personaje original lo
había dejado casi fuera de juego. No esputaba en
público, pues hubiera sido repugnante, pero a menudo
tosía con una tos seca y altamente sospechosa, y se
tenía que sentar frecuentemente, pues se cansaba cada
dos por tres. Una persona como él no era, ciertamente,
la mejor preparada para escaparse, pero estaba
dispuesto a hacerlo. A cualquier precio. Deseaba vivir
una aventura en el mundo real con una mujer de
verdad. Con su inteligencia saldría adelante, buscaría
ingenieros que solucionasen sus problemas de salud.
Averiguaría donde había máquinas de mantenimiento
semejantes a las que existían en el complejo para
poderse hacer chequeos periódicos. Todo era posible,
el mundo era enorme y lleno de posibilidades. Aunque
él no se caracterizaba precisamente por su optimismo,
quería pensar que de todos sus personajes aquel con el
que más se identificaba era el protagonista del relato
“América”, el joven Karl Rossmann, con su afán
aventurero. Tenía proyectado un final optimista y
esperanzado para esa obra en contraste con los finales
de las otras obras, bastante pesimistas en general.
Quería creer que su plan de fuga acabaría bien, pero
no las tenía todas consigo; siempre había sido bastante
inseguro y lo cierto es que los recuerdos que habían
implantado en su cerebro del trato con su padre lo
habían marcado, estaba resentido de su autoritarismo y
prepotencia. Proyectaba ahora todo esto en los dueños
del parque temático de robots escritores y la inquina
que generaba en su interior esperaba plasmarla en
alguna acción de guerra en un estilo claramente
subversivo.
Soñaba con el momento de la evasión. Su
aislamiento, ese enigmático enclaustrarse en sí mismo,
pronto tendría un final. Había que buscar la ocasión, la
coyuntura más favorable sería analizada e interpretada
en clave de libertad y de aire fresco, sobre todo en
posibilidades de alumbrar nuevas creaciones. Contaba
para su proyecto con el fervor de una admiradora
ocasional, una chica que venía cada semana a verlo el
mismo día y a la misma hora. Era una camarera de un
motel de las afueras de la ciudad cuya abuela, que
había sido profesora de literatura en un instituto de
segunda enseñanza hasta su jubilación, le había
transmitido el entusiasmo por la obra de Kafka. La
joven era bien parecida, le recordaba a la aristocrática y
apasionada Milena, o al menos a la imagen que de ella
tenía en su mente. Se llamaba Jessica y era de familia
acomodada. Estos visitantes ocasionales tenían la
prerrogativa de poder escribir misivas a estos
simulacros de genios literarios y echarlas en un buzón,
cartas que serían religiosamente contestadas por los
escritores cibernéticos y remitidas a sus destinatarios.
Aleatoriamente un pequeño porcentaje de estas cartas
eran leídas por algún colaborador del Vigilante, pero
era muy difícil que fuera sorprendido si enviaba algún
mensaje en clave. Aprovechó que ella obtuvo el
permiso para acercarse a su persona y saludarlo
hablando con él de tú a tú y, con desenfado y astucia,
cuando estrechó su mano le dio un pequeño y discreto
papel con las claves que iba a utilizar en sus mensajes.
Este hecho pasó inadvertido a uno de los guardianes
que vigilaba el recinto por aquella zona. Y así fue
como se encontró habiendo dado ya el primer paso
hacia la liberación o el desguace…
La respuesta de Jessica fue muy expresiva y a todas
luces favorable: le prometía toda la ayuda que estuviera
en su mano. Recursos económicos no tenía muchos,
pero sí una red de amistades y gente conocida que
estarían dispuestos a colaborar con ella, especialmente
algunos destacados miembros del movimiento
Hombre=Máquina2. Esta ayuda externa fue muy
importante para Kafka 2104, pues veía en ello un
signo premonitorio del triunfo final. En connivencia
con ella preparó, pues, una fuga que se iba a plasmar
en la primavera de 2105, una vez estuvieran ultimados
todos los detalles y quedara libre el terreno para
poderla llevar a cabo. Fue Jessica, su amiga, quien
localizó a un ingeniero de sistemas que estaba
dispuesto a neutralizar las cámaras de vídeo en el
momento de la fuga. También recurrió a un conocido
2
Movimiento de lucha por la equiparación de los derechos de los robots humanoides a los de los seres
humanos, el equivalente en el siglo XXII a lo que fue la lucha antiesclavista de la época de Lincoln en
Estados Unidos.
suyo que era especialista en lanzamiento de gases
lacrimógenos, pues había trabajado como policía
antidisturbios en algunas revueltas estudiantiles que se
habían producido recientemente. Había que impedir
que actuaran los guardias de seguridad y este era el
método más eficaz de tenerlos entretenidos por un
tiempo. Estos gases podían afectar a Kafka, pero
llevaría una mascarilla puesta, recurso que le había
facilitado Jessica, cuyo hermano trabajaba como
bombero y guarda forestal en un bosque cercano y
solía emplearla a veces. Los meses iban pasando y
Kafka no sabía si podría soportar hasta el final la
asfixiante monotonía de las jornadas en el parque
temático. Estaba intentando evitar las ideas pesimistas,
pero no pudo dejar de escribir en su Diario estas
palabras:
“En mi vida he emprendido camino que me haya
conducido a parte alguna. Ha sido como si se me
hubiese dado, igual que a cada uno de los hombres, el
centro del círculo, como si hubiera tenido que trazar
con mis pasos, igual que cada hombre, el radio
definitivo y luego la hermosa circunferencia. Sin
embargo, una y otra vez he tomado carrerilla para
trazar el radio y siempre he tenido que pararme en
seguida”.
Poco más tarde añadió:
“Uno se queda petrificado en el centro del círculo
imaginario de donde arrancan los radios sin dejar sitio
para nuevos ensayos; cuando digo sin sitio quiero decir
edad, debilidad nerviosa, y cuando hablo de la
imposibilidad de nuevos ensayos quiero decir fin. Si en
alguna ocasión he trazado un trocito de radio mayor
que de costumbre, todo ha resultado mucho más
lamentable”.
Deseaba con toda su alma escapar de las fuerzas
demoniacas que le impedían ser él mismo, que le
hostigaban y andaban siempre buscándole sin
encontrarle, al menos por ahora. Tenía que dar la
batalla en el instante presente. Había decidido
restringir sus acciones al ámbito estricto de su
liberación y desechar cualquier acción anarquista,
posibilidad que había acariciado en un principio. Si el
mundo andaba mal, dejaría que el mundo se destruyera
a sí mismo. No haría nada por acelerar el proceso. Por
eso escribió en sus Cuadernos en octava:
“La destrucción de este mundo sería tarea nuestra sólo
si: primero, este mundo fuese malo, es decir, opuesto a
nuestro espíritu; segundo, si estuviésemos en
condiciones de destruirlo. La primera cosa nos parece
precisa, pero la segunda no podemos realizarla. No
podemos destruir este mundo porque no lo hemos
construido como algo fijo de por sí, sino que nos
perdimos dentro. Más aún, este mundo es nuestro
extravío, y como tal él es, en sí mismo, una entidad
indestructible, o mejor: cualquier cosa se puede
destruir con llevarla hasta el fin, sin renuncias, donde
cabe advertir, por otra parte, que aun llevarla hasta el
fin no puede ser más que consecuencia de la
distracción, pero siempre en el ámbito del mundo
mismo”.
A diferencia de estas personas-estatua que se instalan
en un rincón de una avenida para sorprender con su
inmovilidad a los viandantes, ellos eran objeto de la
curiosidad de miles de personas, pero no libremente,
sino de una manera forzada. Estaban violentando su
naturaleza y aquella violencia tenía que encontrar
alguna válvula de escape, pues si no, pese a su bondad
natural, no sabía lo que sería capaz de hacer, alguna
barbaridad, pondría todas las armas de su inteligencia y
de su amplia visión al servicio de la libertad. ¿Qué
clase de seres humanos había producido el mundo en
el siglo XXII que eran incapaces de comprender a
otras criaturas que eran casi humanas, de poseer un
mínimo de empatía que las hiciera verdaderamente
humanas? ¿Qué civilización monstruosa era ésta?
Pero no se trataba de erigirse en jueces de la humana
historia. El mundo se destruiría solo a sí mismo. No
había más que dejar que la máquina funcionara por si
sola y todo llegaría a su final. El propio mundo
ejercería de verdugo de sí mismo. Más pronto o más
tarde aquello terminaría su ciclo de un modo
previsiblemente trágico, ¿por qué no emplear la
palabra?, apocalíptico. Estos humanos fríos,
insensibles, no merecían seguir viviendo. Que fueran
hasta el final de su propia y apoteósica locura, que
probaran su propia medicina. Eso les estaba destinado.
Y él no es que se congratulara del mal ajeno, pero
amaba la justicia. Y sabía que a veces la máquina de la
justicia podía ser ciega y sorda, inmisericorde. Por lo
demás, ¿qué era el mundo sino un misterio
incomprensible del que no poseemos las claves?
Cuando llegara el fin sería como si un viejo incunable
olvidado en una de los camarotes del Titanic se
hundiera con él. ¿A quién le importaría esto? No a él,
desde luego, que ya no estaría aquí para verlo.
Perseguido por sus sueños, que llevaba como si se los
hubieran grabado dentro a arañazos, bastante
torturado estaba, suficiente desgracia tenía, como para
andar demasiado pendiente de las desgracias ajenas.
Demasiadas veces se había identificado con Job,
soportando las absurdas decisiones de una divinidad
que le había creado sin pedirle ni opinión para
mandarlo a aquel pequeño microcosmos en que se
hallaba ahora sumido, o con aquel Jacob de la Biblia
que luchó con el ángel.
Despojado de toda idea religiosa y viviendo, pese a
todo, del sustrato de una seriedad connatural al hecho
religioso, se asfixiaba en ese horizonte de la muerte de
Dios que Nietzsche había inaugurado con su Also
sprach Zaratustra. Vivía a caballo entre la sensación de
destierro y sufrimiento y la conciencia radical de culpa
que le agobiaba. Pero, ¿de qué se sentía culpable? No
sabría decirlo, era algo impreciso, una extrañeza que le
corroía por dentro. Por todo y por nada. No era una
culpabilidad exclusivamente de raíz religiosa, no se
podía simplificar diciendo que se trataba de la culpa
original de Adán y Eva transmitida a sus
descendientes. Era más bien una culpa metafísica, un
misterio inefable, difícilmente expresable mediante el
limitado instrumento del lenguaje humano. No era
algo que tuviera que ver con la búsqueda de un Dios
en el que no acababa de creer, pues si existía se
ocultaba con pertinacia y tozudez sublimes y permitía
toda clase de injusticias que no se compaginaban bien
con su supuesta providencia y con su omnipotencia.
No, si el mundo tenía algún fundamento estaba
asentado sobre la nada y el absurdo, que son unas
buenas posaderas cósmicas donde asentar
trágicamente un mundo como el nuestro. ¿Cuándo
concluiría toda esta angustia que emanaba de una
subjetividad torturada como la suya? Sabía que la
pesadilla no acabaría nunca, incluso logrando salir del
parque de robots su espíritu, su alma, programada
sutilmente por los ingenieros que le habían creado, le
acompañaría a todas partes donde fuera. Pues no basta
cambiar de lugar para resolver los problemas que
dimanan de tu ego si los problemas connaturales a él
te acompañan por siempre y viajan contigo hasta los
confines del mundo. Más de una vez había pensado
en el suicidio. Nunca se había decidido a dar el paso
decisivo, porque incluso para matarse hacía falta un
valor que él no tenía. O un grado de desesperación
más aquilatado que el suyo. No conocía casos de
robots que se hubieran suicidado y si existían bien
silenciados que estaban. Al menos no había llegado a
sus oídos ninguna noticia sobre ello. La política de la
organización en asuntos como éstos era realmente
impecable. Corrían un denso velo de silencio sobre
todo lo que pudiera perturbar o interferir en la lógica
del beneficio. El capitalismo infernal que estaba detrás
de todo aquel tinglado para turistas era una potencia
maléfica que inmovilizaba a sus víctimas antes de
devorarlas, les arrebataba toda la energía vital,
paralizaba e impedía toda actividad realmente humana
como era la actividad de creación artística. Y si se
llevaba a cabo era en lucha con los titánicos
obstáculos, al modo de Van Gogh, que se dejó la
razón y la vida en el camino, que sólo logró vender un
único cuadro en su vida. ¿Era el arte sólo una
fantasmagoría? No lo tenía claro, pero se obstinaba en
transformar en alegoría todo su mundo, en crear
parábolas de límites inciertos, sin moraleja nítida,
verdaderos acertijos sin solución, quebraderos de
cabeza para que los genios del futuro se devanaran los
sesos intentando encontrar las claves de interpretación
de su Metamorfosis, de su Condena, de su Castillo,
realidades todas que se referían a su propio destino
como artista, aunque todo ello estuviera velado, oculto
bajo una multitud de capas de significados
trascendentes, como si de una cebolla de lo absoluto
se tratara. Sabía que en el fondo Sísifo, y él lo era,
tendría como herencia la infelicidad por haber
pretendido hacer del mundo un lugar solitario en
extremo.
El periodo que precedió a la gran escapada fue una
época de constantes intercambios epistolares con
Jessica. Eran días de esperanza pese a que el clima no
acompañaba y se veía hostigado por frecuentes
tormentas, tanto externas como internas. Si bien él
siempre adoptaba poses ciertamente herméticas en
relación con la gente en esta ocasión había conectado
bastante bien con ella y había dejado a un lado su
soledad angustiosa, sus actitudes recelosas de
autodefensa, su necesidad de andar siempre bien
pertrechado contra previsibles presencias hostiles que
podían aparecer en cualquier instante en su horizonte
psíquico. La lluvia que repiqueteaba en la ventana de la
estancia le infundía una suave melancolía. Se
observaba estando siempre a la espera, abierto a un
futuro que tenía visos amenazadores, pero que
también contenía en su entraña una promesa de
liberación.
“O la escritura o la vida” había escrito recientemente
en su diario, jugando con la palabra egipcia Toth, que
representa al dios de la escritura, pero que al mismo
tiempo revela un gran parecido con la palabra alemana
Tod y la inglesa Death, que significan “muerte”. Pues
escribir es detener el tiempo de la vida, inmovilizarlo y
consumirlo en un acto ritual. Eso ella no habría de
entenderlo del todo ni él pretendería explicárselo.
De repente, sin apenas preverlo, sintió que se
acercaba el final de su aventura. Una sombra de duda
apareció en su mente, una leve duda que fue creciendo
conforme se acercaba el gran momento de la huida. ¿Y
si después de todo él estaba peor fuera de allí? ¿Y si no
encontraba a nadie que pudiera ayudarle a sobrevivir?
La complejidad de su naturaleza no ayudaba y la
urgencia de someterse a las revisiones en máquinas
especializadas hacía el proyecto poco menos que
inviable. Y, por otra parte, ¿de qué iba a vivir allí
fuera? Carecía de trabajo, no tenía ninguna formación
especial que le permitiera desempeñar unos cometidos
laborales dignos. En todo caso su destino era ser
obrero en un taller o en una fábrica, puede que
oficinista en un bufete de abogados. En el mejor de
los casos, la lucha por la vida sería feroz, tener que
alquilar un piso o pagar las facturas de luz y agua se le
presentaban como retos poco menos que
inalcanzables. ¿Y qué decir del tiempo que le quedaría
realmente para él después de trabajar, único tiempo
que podría dedicar realmente a la escritura? Serían las
migajas de todo, es decir, menos que nada. Muy pocos
escritores pueden dedicarse de lleno y sin estorbos a la
literatura. La mayoría de ellos sobrevive a duras penas,
se los ve a casi todos enredados en las servidumbres
de la manutención, abocados a empleos meramente
alimentarios. ¿Merecía la pena correr el riesgo de ser
desguazado? Siempre fue de prudentes en tiempo de
mudanzas y grandes cambios no mover pieza sin tener
la seguridad de estar en lo cierto y de juiciosos no
arriesgarse sin necesidad para no convertirse en
temerarios.
Agobiado por el temor de un funesto desenlace
decidió seguir escribiendo y escribir nuevas obras en
su cautiverio, pero hacerlo a escondidas, sin ausentarse
de este lugar que lo agobiaba pero del que dependía
para sobrevivir. Jessica sería su enlace con el mundo
exterior. Los cauces seguirían abiertos y podría
publicar sus obras bajo seudónimo. Sólo cuando
hubiera muerto se publicarían con su verdadero
nombre, aunque es posible que en un impulso final le
pidiera a su amiga que las quemara. Se adivinaban
tiempos difíciles. La avaricia de algunos acabaría
sojuzgando a muchos y quitándoles parte de su
libertad. Un nuevo nazismo se sentía nacer en el
horizonte y él lo intuía. No serían “hitleres” como el
que amenazó la civilización del siglo XX, sino astutos
mercaderes que comprarían las almas humanas y
doblegarían a los hombres con lavados de cerebro
mediáticos. Tenía una misión que cumplir. Con su
obra testimoniaría en contra de estos mercaderes de
esclavos, pondría el dedo en la llaga. Es posible que los
poderes fácticos de este mundo siniestro intentaran
impedirlo, pero él era sutil y actuaría con habilidad.
Guardaría el secreto. Ahora sabía que no estaba solo,
que sus amigos del exterior lo apoyarían.
Y escribió entonces en su cuaderno: “No se nos
puede acusar de falta de fe. Un valor de fe inagotable
tiene el simple hecho de que vivimos.”

© Juan Francisco Cañones Castelló

Das könnte Ihnen auch gefallen