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LAS HIJAS DEL AGUA

relato mitológico

“Estaba la pájara pinta sentadita en el verde limón…”

Era en el territorio de los silencios, en el limbo de las palabras apenas pronunciadas. A veces era

así, entraba él al asalto, en ciega acometida, hurgando vastedad de deslindes nocturnos. Tantas veces

ellas dos –las dos esposas mudas de este monstruo altivo- se perdían en lo hondo de los pozos, sumisas

al llamado de su hambre, para aderezarle los manjares más abismales, preludios de temblores en

vísperas de gozo.

Criaturas conyugales, cedían a su deseo infinito, aprestaban las prietas carnes para las ceremonias

de la confusión y se desgranaban en ramilletes de abrazos y caricias cuando aquella mole las ablandaba

al fin. Acabados los éxtasis fugaces, con sus palabras las conminaba a que le indicaran gestualmente

los misterios del ser. Porque en el abandono se mostraban como sacerdotisas y consejeras juiciosas,

puntas de lanza de una edad prohibida.

Sólo el divinizado gigante sabía de contrapuntos cuando las comparaba a otras dos, solares y

calladas, animales de llano, sus hermanas, las que esquivaban sus insinuaciones incestuosas…

Partícipes con él de un padre común, deseaban en secreto a su joven y fuerte señor, aunque leyes más

sagradas que las leyes les prohibieran hablarle y tener el más mínimo roce con él.

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Aquel dios engañoso que en los pliegues del tiempo guardaba seis mujeres, podía permitirse en

concesión a la fábula, defecar a otras dos hermanas, las terceras, siempre presas en su vientre en los

tiempos de la buena cosecha, como cuentan los indios, y efímeras sibilas en la adversidad. Bajo las

hórridas amenazas de un diluvio que acabaría desintegrándolas (que así las sonsacaba aquel fiero

energúmeno, sabiendo que era puro excremento la materia mítica de que estaban hechas aquellas

mujercitas sabias) persuadía a las dos arrojadas –que de su vientre las lanzaba con grandes esfuerzos,

como en ciclópeo parto- y ponían a su alcance lo más oscuro de los siglos venideros, designios sin

rostro y prebendas de aturdido nigromante. Bufonas y chistosas, eludían sus compromisos y, a la

primera ocasión, retornaban a su letargo de la buena fortuna, metamorfoseadas en charcos de agua

tibia y frutas del trópico.

II

“Con el pico picaba la hoja, con el pico picaba la flor…”

¿Qué mujer no es de algún modo acuática y frutal? El amo pretendía saciar su sed en las
humildes hijas de la llanura, promesas de mar y espuma en los días más tórridos o simplemente refugio

contra el inacabable desierto de las horas sucediéndose. Menuditas, graciosillas, sus dulces siluetas de

estatuas versallescas se debatían entre la concreción de las formaciones calcáreas y la languidez

deletérea de las medusas oceánicas.

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En el precario panteón de las divinidades aisladas, aquel dios reseco, proclive a la disolución y al

desaliento, había resuelto ser padre y madre de sí mismo, cancerbero de su jardín privado y gárgola

gongorina o calderoniana de ocultos laberintos. Quizá aquel sultán de fuego aspiraba al dominio de un

harén de náyades tranquilas.

III

“¡Ay que no! ¿Cuándo vendrá mi amor?...”

El propio demiurgo –dicen los aborígenes- se fabricó antaño, cuando el tiempo era un niño, y para
curar su insufrible soledad, todas esas hermanas e hijas adoptivas que le disputaban las presentes

superficies, parejas opuestas en el doble y aún bífido principio de todas las trinidades femeninas.

Aquellas que lo enloquecen, lactantes que se nutren de jugo de salmón crudo diluido en agua de

lluvia, fueron moldeadas en la fantasmagoría de la posesión inquietante, hasta que, ya crecidas, el

altivo zeus de ignotas berberías las desdeña y las desea a un tiempo. Eso tiene la belleza, que atrae a la

barbarie, que no en vano mantiene la hermosura su amenaza inconsútil, domesticando polifemos,

doblegando la cerviz de algún loco orlando enamorado ante el soplo angelical de las angélicas de

turno. “Mis mujeres”, les dice, en vez de “mis hijas”. Ellas, las ofendidas dueñas de la extensión,

abandonan el campo y se refugian en lo hermético del horizonte, se doblan en olvido y aguardan

nuevas albas hasta fingir perdón. Horizontes son labios que no encuentran amante. Como peces las

escurridizas huyen ante el menor asedio, inalcanzables en el jabón asmático y desleído del deseo

amoroso.

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IV

“Me arrodillo a los pies de mi amante, firme y constante…”

Con las sobrenaturales cocineras de las pozas se consuela, a veces incapaces de un lenguaje,
presas de los ciclos lunares, de alternancias de cantos y silencios. Al arriba envían, desde la tiniebla,

sus viandas plutónicas densas de tabasco y pimienta de cayena, del aliento que inflama y la savia

volcánica. La tierra madre, la de los siete úteros, da a luz continuamente los manjares sangrientos,

hasta que exhausto de batir mandíbulas el semidiós se abandona a los eróticos juegos con sus esposas

legítimas, las retozonas noches encarnadas.

Cuando lo oscuro es ya tibio y venenoso, incandescente fluir de los oleaginosos perfumes egipcios,

acariciadora cercanía del delirio, el jayán aborrece los manjares secretos, declina invitaciones de las

diosas más dóciles y exige de sus “hijas” viandas y placeres. Obedecerán con desgana las almas de la

llanura, y servirán terribles alimentos, muy cargados de especias y bromatológicos ardores, al padre

insaciable que todo lo devora. Quizá entonces menudeen las alusiones deshonestas, entre insólitas

proposiciones de matrimonio; en vano las claras y fresquitas hijas del día son acorraladas con

promesas de caliginosos regalos, inútilmente este gallo las conmina a imposibles uniones. En la poza

estancada las aguas moribundas rezuman sus miasmas; los ríos de salmón que remonta y trucha

bullidora son ahora sólo accesibles a las lamias de la llanura y el gigante conoce la sed.

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V

“Dame una mano, dame la otra, dame un besito y métete a monja…”

Las hermanas defecadas serán amenazadas de destrucción por un agua celeste y diluvial si no
revelan el emplazamiento de la fuente en el desierto, el crudo lugar donde se abrevan las hienas hasta

cesar en gritos y acechanzas. ¡Oh, que todo un dios tenga que suplicar a sus díscolas criaturas! No

habrá orgullo más herido que aquel. Cederán a la mala memoria de aquel Contenedor infatigable, serán

devoradas de nuevo hasta morar en las angostas curvas e intersticios: la piedad de lo informe las

cubrirá hasta los días de insomnio. La lasitud del saciado les concederá oportuna tregua. Porque

también para ellas existe la renovación. Si algún día, empero, no revelan sus secretos un temporal

disolverá sus cuerpos en el fango, y aquel barro, así abonado, generará abominables marañas de

cicutas, selvas de adormideras, dalias y pensamientos. Así las más venenosas formas se engendran en

las entrañas de la tierra.

VI

“Daremos la vuelta entera y después la media vuelta…”

Alguna vez el obeso patriarca, vergüenza y desolación de todos los panteones antiguos, ridículo
remedo del Portador del rayo, violará a sus pupilas, y las celosas amantes de las charcas proferirán

alaridos, serán presa otra vez de una locura ciega, naufragarán en llantos de ondinas. El azar, en su

cielo de falsas coincidencias, congregará un rebaño de nubes asustadas y tronará en lo eterno, en la

sublimidad del gran firmamento, del “dies irae”, contra el Gran Infractor. Esta ley incumplida

arrastrará un castigo, o el aún más tremendo eslabón de su perpetua inminencia: ¡Qué terrible es la

espera del suceso nefasto!

Una siesta de siglos seguirá a las ofensas; las ultrajadas habrán de complacerse, a contracorazón, en

remendar su orgullo. Puede que, al final, quizás lleguen a amarlo por tanto atrevimiento. En las
mitologías antiguas las mujeres, las mismas diosas incluso, son criaturas marginadas, una concesión de

los titanes forjadores de universos a la debilidad y a la dulzura, el principio o la raíz de la corrupción y

de todas las caídas, originales o no. Nadie imagina un cambio en la alta serie de estaciones astrales.

Cuando el dios se canse de este paisaje infernal, cambiará los disfraces.

© Juan Francisco Cañones

Castelló

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