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UNA NACIÓN PARA EL DESIERTO ARGENTINO
Desde Sarmiento en 1883 hasta Pedro Henríquez Ureña en 1938 afirmaban la excepcionalidad
del proceso histórico argentino. La Argentina vivió en la segunda mitad del siglo XIX una etapa
de progreso muy rápido. La excepcionalidad argentina radica en que sólo allí iba a parecer
realizada una aspiración muy compartida y muy constantemente frustrada en el resto de
Hispanoamérica: el progreso argentino es la encarnación en el cuerpo de la nación de lo que
comenzó por ser un proyecto formulado en los escritos de algunos argentinos cuya única arma
política era su clarividencia.
El problema radica en que esa etapa no tiene nada de la serena y tenaz industriocidad que se
esperaba de una cuyo cometido es construir una nación de acuerdo con planes preciso en torno
a los cuales se ha reunido ya un consenso sustancial. [La hipótesis central de Halperin en este
trabajo es que Caseros no inició una etapa de paz, ni tampoco marcó el surgimiento de un Estado
ni una nación sino que por el contrario abre la etapa final de su construcción. Al contrario de lo
sostenido por otros autores, tanto Estado como nación, en 1853, luego de promulgada la
Constitución, son tareas aún por realizar. Es decir la caída de Rosas no soluciona a priori nada]
Esta etapa –iniciada después de Caseros– se abre con la conquista de Buenos Aires como
desenlace de una guerra civil, se cierra casi treinta años después con otra conquista de Buenos
Aires; en ese tiempo caben otros dos choques armados entre el país y su primera provincia, dos
alzamientos de importancia en el Interior, algunos esbozos adicionales de guerra civil y la más
larga y costosa guerra internacional nunca afrontada por el país.
Entre quienes comenzaron la exploración retrospectiva de esa etapa, la tendencia que primero
dominó, fue la de achacar todas esas discordias a causas frívolas y anecdóticas. En otra versión
menos frecuente se lo tendía a explicar a partir de rivalidades personales y de grupo.
Otra sostuvo que el supuesto consenso nunca existió y las luchas que llenaron esos años de
historia expresaron enfrentamientos radicales en la definición del futuro nacional. Esta es la
interpretación revisionista. Aunque su trabajo está afectado por el deseo de llegar rápidamente
a conclusiones preestablecidas, el punto de vista revisionista presenta la ventaja de llamar la
atención sobre el hecho obvio de que, esa definición de un proyecto para una Argentina futura,
se daba en un contexto ideológico marcado por la crisis del liberalismo que sigue a 1848 y en
uno internacional caracterizado por una expansión del centro capitalista hacia la periferia. [Esta
afirmación podría ser cuestionada ya que algunos autores sostienen que el proceso de expansión del
capitalismo en términos de centro y periferia, se da recién a partir de la Segunda Revolución
Industrial, en torno a 1870] Si la acción de Rosas en la consolidación de la personalidad
internacional del nuevo país deja un legado permanente, su afirmación de la unidad interna
basada en la hegemonía porteña no sobrevive a su derrota en 1852. Quienes creían poder
recibir en herencia un Estado central al que era preciso dotar de una definición institucional,
pero que podía ser utilizado para construir una nueva nación, van a tener que aprender que
antes que ésta –o junto con ella– es preciso construir el Estado. En 1880 recién, esta etapa de
creación de una realidad nueva, puede considerarse cerrada.
La herencia de la generación de 1837
Su concepción del progreso nacional será el punto de llegada de un largo examen de conciencia
sobre la posición de la elite letrada posrevolucionaria, emprendido en una hora crítica del
desarrollo político del país.
En 1837 hace dos años que Rosas ha llegado al poder por segunda vez, ahora como indisputado
jefe de la provincia de Buenos Aires y de la facción federal. Es entonces cuando un grupo de
jóvenes provenientes de las elites letradas de Buenos Aires y el Interior se proclaman destinados
a tomar el relevo de la clase política que ha guiado al país desde la revolución de Independencia
hasta la catastrófica tentativa de organización unitaria de 18241827. Que esa clase política ha
fracasado parece evidente; la medida de ese fracaso está dada por el triunfo de los toscos jefes
federales. Frente a ese grupo unitario raleado por la derrota, el que ha tomado a su cargo el
reemplazo se autodefine como la Nueva Generación.
Esa Nueva Generación en esta primera etapa de actuación política, parece considerar la
hegemonía de la clase letrada como el elemento básico del orden político al que aspira. El
fracaso de los unitarios es, en suma, el de un grupo cuya inspiración proviene de las fatigadas
supervivencias del Iluminismo. La Nueva Generación, colocada bajo el Romanticismo, –según
ellos creen– está por eso mismo, mejor preparada para asumir la función directiva.
Esta generación recoge de Cousin el principio de la soberanía de la razón y es esa convicción la
que subtiende el Credo de la Joven Generación redactado por Esteban Echeverría en 1838. Esa
misma convicción colorea la discusión sobre el papel del sufragio en el orden político que la
Nueva Generación propone y caracteriza como democrático. Que el sufragio restringido sea
preferido al universal es menos significativo que el hecho de que, a juicio de Echeverría, el
problema de la extensión del sufragio, debe resolverse por un debate interno a la elite letrada.
[Parece un contrasentido que postulen democracia y al mismo tiempo sufragio restringido.
Halperin no llama la atención sobre esto en este trabajo, pero me parece importante subrayar que
sostener ambas cosas como no excluyentes no es otra cosa que seguir lo postulado por los primeros
y más importantes teóricos del liberalismo clásico que sostenían que la democracia sólo era viable
como un sistema impuesto de arriba hacia abajo, por una elite política, la única preparada para
ocuparse de los problemas de la dinámica social, demasiado elevados para que el pueblo en general
pudiese tratarlos. Obviamente, lo sagrado para ellos era la propiedad y –mi marxismo aparte– esas
bases materiales, eran las únicas que otorgaban la preparación, sino la responsabilidad necesaria,
al momento de decidir mediante el voto, los destinos de un país. Esta tendencia se puede encontrar
en los pensamientos de Rousseau, de Descartes, de Mill o incluso en una primera etapa de Spencer,
antes de que este último llegara a postular la eliminación del Estado pero con economía de
mercado. Todos ellos liberales, aunque de distintas corrientes. Puuuaaaaa!, después de esta muestra
de erudición, el Jorge se deja de joder y vuelve al Tulio]
El modo en que esa elite ha de articularse con otras fuerzas sociales no es considerado relevante
ya que no hay en la perspectiva de la Nueva Generación, otras fuerzas que puedan contarse
legítimamente entre los actores del proceso político; aunque esto no implica que la Nueva
Generación no haya buscado integrarse. Los más entre sus miembros pertenecían a familias de
la elite porteña o provinciana que ha apoyado a la facción federal o han hecho con ella las
paces.
Es la inesperada agudización de los conflictos políticos a partir de 1838, con el entrelazamiento
de la crisis uruguaya y la argentina y los comienzos de la intervención francesa, la que lanza a
una acción más militante a este grupo que se había creído hasta entonces desprovisto de la
posibilidad de influir de modo directo en un desarrollo político, sólidamente estabilizado. Juan
Bautista Alberdi se marcha a la Montevideo antirrosista; un par de años más y Vicente Fidel
López, participará del alzamiento antirrosista en Córdoba; y Marco Avellaneda, llegado a
gobernador de Tucumán, contribuirá a volcar a todo el Norte al mismo alzamiento.
Pero los prosélitos que la Nueva Generación ha conquistado y lanzado a la acción, son sólo una
pequeña fracción del impresionante conjunto d fuerzas que se gloria de haber desencadenado
contra Rosas. Como resultado de esa acción, la Nueva Generación, sólo podrá exhibir un
impresionante censo de mártires. De esa crisis la hegemonía rosista ha salido fortalecida y la
represión que sigue a su victoria, fue aún más eficaz que ésta para persuadir al personal político
provinciano, de las ventajas de una disciplina más estricta.
El problema de la coherencia política de ese frente antirrosista que se había formado, ni siquiera
se plantea. Para la generación sólo puede hallarse en la mente de quienes dirigen el proceso, es
decir en la elite ilustrada. Esto crea una relación entre ésta y aquellos a quienes aspira dirigir,
una actitud manipuladora, ya que los ve como meros instrumentos y no como aliados. Para
ellos, la noción de unidad de creencia ocupa un lugar central. Esa exigencia de unidad se
traduce en la postulación coherente de un sistema de principios básicos en torno a los cuales la
unidad ha de forjarse; y que deben servir de soporte no sólo para la elaboración de propuestas
precisas para la trasformación nacional, sino para otorgar la necesaria firmeza a los lazos
sociales. Este sistema de principios es postulado en la Ojeada Retrospectiva, también de
Echeverría.
Esta convicción, parece no obstante, escasamente justificada por los hechos mismos, ya que el
eclecticismo sistemático de la Nueva Generación tiene por precio cierto grado de incoherencia.
En la producción de sus integrantes, se hallarán análisis de problemas y aspectos de la realidad
nacional y de las alternativas políticas abiertas para encararlos, los cuales están destinados a
alcanzar largo eco durante la segunda mitad del siglo.
De la pretensión de constituirse en guías del nuevo país es heredera la noción de que la acción
política, para justificarse, debe ser un esfuerzo por imponer a una Argentina que en cuarenta
años de revolución, no ha podido alcanzar su forma, una estructura que debe ser, antes que el
resultado de la experiencia histórica, el de implantar un modelo previamente definido por
quienes toman la tarea de conducción política. La Generación del ’37, no dudaba que bastaba
una rectificación en la inspiración ideológica para lograrlo. Tal conclusión era dudosa [yo diría
errada] ya que si el político ilustrado deseaba influir en la vida del país, debía buscar modos de
inserción en ella, en un campo de fuerzas con las que no puede establecer una relación
puramente manipulativa y unilateral, sino alianzas que reconocen a esas fuerzas como
interlocutores y no como puros instrumentos. [Grande Halperin! Se le escapó aquí su lado
leninista. “a partir del momento en que se tiene claridad sobre cuál es el enemigo último, se debe
concluir en que todo el resto, son aliados tácticos”]
Las transformaciones de la realidad argentina
En 1847 Alberdi publica desde Chile, un breve escrito destinado a provocar escándalo. En “La
República Argentina, 37 años después de su Revolución de Mayo” traza un retrato favorable del
país que le está vedado. A su juicio, la estabilidad política alcanzada gracias a la victoria de
Rosas, no sólo ha hecho posible una prosperidad que desmiente los pronósticos adelantados por
sus enemigos, sino –al enseñar a los argentinos a obedecer– ha puesto finalmente las bases
indispensables para cualquier institucionalización del orden político.
Más preciso es el cuadro que dos años antes que Alberdi, traza Sarmiento en la tercera parte de
su Facundo. En 1845, éste, ha surgido entre la masa de emigrados arrojados a Chile por la
derrota de los alzamientos antirrosistas del Interior. Comienza a advertir en 1845 que la
Argentina surgida del triunfo de Rosas de 18381842, es ya irrevocablemente distinta. Si
Sarmiento excluye la posibilidad de que Rosas tome a su cargo la instauración de un orden
basado precisamente en esos cambios de manera más explícita que Alberdi, convoca a colaborar
en esa tarea a quienes han crecido en prosperidad e influencia gracias a la paz de Rosas. La
diferencia capital entre el Sarmiento de 1845 y el Alberdi de 1847 debe buscarse en la imagen
que uno y otro se forman de la etapa posrosista. Para Sarmiento, ésta debe aportar algo más
que institucionalización; lo más urgente es acelerar el ritmo del progreso. El legado más
importante del rosismo, no le parece consistir en la creación de hábitos de obediencia resaltados
por Alberdi, sino en una red de intereses consolidados por la prosperidad alcanzada gracias a la
dura paz rosista. En Sarmiento, Rosas representa para entonces, el último obstáculo para el
definitivo advenimiento de esa etapa de paz y progreso; aparece simplemente como un estorbo.
Es la misma imagen que propone de Rosas Hilario Ascasubi.
En Ascasubi, como en sarmiento, la presencia de grupos cada vez más amplios que ansían
consolidar lo alcanzado durante la etapa rosista mediante una rápida superación de esa etapa,
es vigorosamente subrayada. Falta sin embargo en ambos, definir con precisión de qué grupos
se trata. Sarmiento espera aún en el general Paz. Ascasubi, ni siquiera se preocupa por definirlo.
Correspondió a un veterano unitario, Florencio Varela, sugerir una estrategia política basada en
la utilización de lo que él creía, era la más flagrante contradicción del orden interno de Rosas.
Descubre esa fisura en la oposición entre Buenos Aires y las provincias del Litoral, las que
encontrarían sus aliados naturales en Paraguay y Brasil en la futura coalición antirrosista. El
tema clave era la apertura de los ríos interiores, que ya había sido reclamada por los
bloqueadores anglo–franceses en 1845. Varela parte de un examen más preciso de las
modalidades que la rehabilitación económica lograda adquiere en un contexto de distribución
muy desigual de poder político.
Así, en Alberdi, Sarmiento, Ascasubi, pero aún más en Varela, se dibuja una imagen más precisa
de la Argentina, que en la Generación del ’37. Ello no se debe sólo a su superior sagacidad, es
sobre todo trasunto de los cambios que el país ha vivido en esta etapa.
La Argentina en un mundo que se transforma
Los cambios cada vez más acelerados de la economía mundial ofrecen oportunidades nuevas
para la Argentina; suponen también riesgos más agudos. No es sorprendente hallar esa
conclusión en la pluma de un agudo colaborador de Rosas, José María Rojas y Patrón, para
quien la manifestación de esa acrecida presión externa ha de ser una incontenible inmigración
europea. Espera mucho de bueno de esa conmoción que será la inmigración para la sociedad
rioplatense, pero por otra parte teme que esa marea humana arrase con las instituciones.
A primera vista, es sorprendente ver que Sarmiento coincide con esa lectura, aunque para él,
sólo un Estado más activo puede esquivar los peligros. En los años finales de la década del 40 el
área de actividad por excelencia que Sarmiento le asigna a ese Estado es la educación popular.
Sólo mediante ella podrá la masa de hijos del país salvarse de una paulatina marginación
económica y social.
Si en Sarmiento se busca en vano cualquier recusación a la teoría de división internacional del
trabajo, es indiscutible que sus alarmas no tendrían sentido si creyese que ella garantiza el
triunfo de la solución económica más favorable para todas y cada una de las áreas en proceso
de incorporación al mercado mundial. La agudización constante de las tensiones sociales y
políticas no debe introducirse en un área en que ni siquiera una indisputada estabilidad social
ha permitido alcanzar la estabilidad política. El temor frente al espectro del comunismo
comienza a afectar la línea de pensamiento de algunos de los que se resuelven a planear un
futuro para el país. [Si Sarmiento le hubiese prestado mayor atención al Dieciocho Brumario de
Luis Bonaparte se hubiese dado cuenta de que las contradicciones sociales no bastan para generar
revoluciones, pero no podemos pedirle a Sarmiento algo que ni siquiera los cuadros políticos de
izquierda de hoy caen en cuenta]
Si la Nueva Generación hacia 1850 se ve –distinto que antes– como uno de los interlocutores
cuyo diálogo fijará el destino futuro de la nación, y reconoce otro sector en la elite económico–
social, se debe a que las convulsiones de la sociedad europea han revelado en las clases
populares potencialidades temibles.
El proyecto nacional en el período rosista
1) La alternativa reaccionaria:
Debido a Félix Frías, sus términos de referencia son los que proporciona la Europa
convulsionada por las revoluciones de 1848. La lección que de ella deriva es que la rebelión
social que agitó a Europa es el desenlace lógico de la tentativa de constituir un orden político al
margen de los principios católicos. Frías aspira al orden, al que concibe como aquel régimen que
asegure el ejercicio incontrastado y pacífico de la autoridad política por parte de “los mejores”.
Ello será posible cuando las masas populares hayan sido devueltas a una espontánea obediencia
por el acatamiento universal a un código moral apoyado en las creencias religiosas compartidas
por esas masas y sus gobernantes.
Si el orden debe aun apoyarse en Hispanoamérica en fuertes restricciones a la libertad política,
ello se debe sólo al general atraso de la región. Este atraso sólo podrá ser superado si el
progreso económico y cultural consolida y no resquebraja esa base religiosa.
Piensa en Estados Unidos, pero sostiene que Hispanoamérica no está preparada para aplicar un
sistema como ese. La plena democracia, sólo alcanzable en el futuro, significaría la
consolidación más que la superación, de un orden oligárquico, que para Frías es el único
conforme a naturaleza.
En su visión, la desigualdad se da también en la distribución de los recursos económicos e
igualmente aquí es conforme a naturaleza. [Dios lo ha querido así hijos míos... jódanse! Y no
chillen!] Para él, la utilización del poder represivo del Estado significa sólo una solución de
emergencia. La solución definitiva se alcanzará únicamente cuando la religión haya coronado su
tarea moralizadora y lo haya librado al pobre de la tentación de codiciar las riquezas del rico.
[Me juego la cabeza a que Frías no era pobre]
Para Frías, en relación al desarrollo de economía y sociedad que Hispanoamérica necesita, no se
trata de traer de Europa ideologías potencialmente disociadoras, sino hombres que enseñen con
el ejemplo a practicar “los deberes de la familia” y a cultivar.
La prédica de Frías será recusada sobre todo por irrelevante y nadie lo hará más
desdeñosamente que Sarmiento.
2) La alternativa revolucionaria:
A diferencia de Frías, Echeverría saludó en las jornadas de febrero, el nacimiento de una nueva
era. [En febrero de 1848 estalló Paris en una revolución, que será destrozada por Napoleón III...
leer El 18 Brumario de Luis Bonaparte ahhh... y acá tenés el carnet de afiliación] Fue más allá al
señalar como legado de la revolución el “fin del proletarismo, forma postrera de esclavitud del
hombre por la propiedad” El programa social de algunos sectores revolucionarios es condenado
por irrelevante en el contexto hispanoamericano. Para Sarmiento, la guerra del rico contra el
pobre es una idea que lanzada a la sociedad, puede un día estallar. Es la educación para él,
quien hará ineficaz cualquier prédica disolvente.
3) Una nueva sociedad ordenada conforme a razón.
En estos años no podrá encontrarse entre los miembros de la elite letrada del Río de la Plata,
muchos que sean capaces de conservar esa concepción del cambio social. Es comprensible
entonces que la obra de mariano Fragueiro se nos presente en un aislamiento que sus
contemporáneos atribuían a su irrelevancia.
Fragueiro publicó en 1850 su Organización del Crédito. Él hallaba ese legado de concentración
del poder político, digno de ser atesorado porque ese poder debía tomar a cargo un vasto
conjunto de tareas a realizar.
Toca al Estado monopolizar el crédito público. La transferencia del crédito a la esfera estatal es
justificada por una distinción entre los medios de producción sobre los cuales los derechos de
propiedad privada –según él– deben continuar ejerciéndose; y la moneda que “no es producto
de la industria privada ni es capital” [Obviamente Fragueiro no pudo haber leído de Marx esta
distinción porque eso fue planteado por Marx en El Capital, publicado después del libro de
Fragueiro. Es genial, ya que hasta entonces nadie había caído en esa diferencia crucial para la
economía política. Hasta entonces se hablaba de capitales en general y de capital financiero para
referirse a la moneda, pero como se ve, ambos eran tomados por capitales, cuando la segunda, es
en realidad una mercancía, no capital] Así, moneda y crédito no integran por su naturaleza
misma la esfera privada. La estatización del crédito, debe hacer posible al Estado “la realización
de empresas y trabajos públicos” [En otros términos, lo que pensaba Fragueiro es que
monopolizando el crédito el Estado, podría desarrollar la infraestructura necesaria que el progreso
argentino requiere, lo cual es de por sí, una función del Estado. Se podría plantear que Fragueiro sí
pudo haber leído la Historia de la Riqueza de las Naciones u otros trabajos de Adam Smith, que sí
eran conocidos en el Río de la Plata, por lo menos a partir de traducciones de Mill, donde se postula
la existencia de ámbitos económicos cuyo desarrollo –por su costo y rentabilidad– no serán
atrayentes para la economía privada y que no obstante son necesarios para el desarrollo y
crecimiento económico, que por tanto, deben ser tomados por el Estado]
4) El autoritarismo progresista de Juan bautista Alberdi.
El programa ofrecido en las Bases había sido desarrollado a partir del trabajo de Fragueiro de
1850. La solución propugnada por Alberdi, combina rigor político y activismo económico, pero
rehúsa ver en la presión acrecida de las clases desposeídas el estímulo principal para esa
modificación en el estilo de gobierno. Por el contrario, él aparece como un instrumento
necesario para mantener la disciplina de la elite, cuya tendencia a las querellas intestinas, sigue
pareciendo la más peligrosa fuente de inestabilidad política.
Para Alberdi, el bienestar que el avance de la economía hace posible, no sólo está destinado a
compensar las limitaciones impuestas a la libertad política, sino también a atenuar las tensiones
sociales.
Para Alberdi, una sociedad más compleja y una nueva economía serán forjadas bajo la férrea
dirección de una elite política y económica consolidada en su prosperidad por la paz de Rosas.
Mientras se edifica la base económica de una nueva nación, quienes no pertenecen a esas elites,
no recibirían ningún aliciente que haga menos penoso ese periodo de rápidos cambios. Su
pasiva subordinación es un aspecto esencial del legado rosista que Alberdi invita a atesorar.
Crecimiento económico significa para Alberdi, crecimiento acelerado de la producción, sin
elemento redistributivo [Es decir, significaba lo mismo que significa hoy. Hay dos conceptos
importantes en economía política, que significan cosas muy distintas y que no obstante suelen ser
utilizados alegremente como sinónimos. Uno es el de crecimiento económico, que como pensaba
Alberdi, se refiere al aumento de la productividad –cantidad de producto por unidad de recurso– y
por lo tanto de la producción. El otro es el de desarrollo económico, que se refiere a la distribución
social del producto, es decir, unidad de producto apropiada per cápita, lo cual no es lo mismo que
producción per cápita. Me parece que esta distinción es importante tenerla en cuenta al momento
de comparar lo que plantea Alberdi y lo que plantea Sarmiento, ya que uno estaría fundando su
programa en el crecimiento económico –Alberdi– mientras el otro –Sarmiento– en desarrollo
económico]
El autoritarismo, preservado en su nueva envoltura constitucional, es por hipótesis suficiente
para afrontar el desafío de los desfavorecidos por el proceso. Alberdi no cree siquiera necesario
examinar si habría razones económicas que hiciesen preciso alguna redistribución y su
indiferencia por este aspecto es entendible, ya que el mercado para la producción argentina, ha
de encontrarse en el extranjero. [Es decir que tiene una clara conciencia de la división
internacional del trabajo y concuerda con lo que esta teoría plantea sobre los beneficios de la
especialización en función de las ventajas comparativas]
Ese proyecto de cambio económico, a la vez acelerado y unilateral, requiere un contexto político
preciso, que Alberdi describe bajo el nombre de república posible. La complicada estructura
institucional que para ella se propone en las Bases, busca impedir que el régimen autoritario sea
también un régimen arbitrario. La eliminación de la arbitrariedad, es vista por Alberdi como el
requisito ineludible para lograr el ritmo de crecimiento económico que juzga deseable.
De modo implícito postula una igual provisionalidad para el orden social marcado por
acentuadas desigualdades y la pasividad forzada de quienes sufren las desigualdades. Alberdi
hace de los avances de la instrucción un instrumento importante de progreso económico y
social. No es necesaria una instrucción formal muy completa para poder participar como fuerza
de trabajo en la nueva economía; la mejor instrucción la ofrece el ejemplo de destreza que
aportarían los inmigrantes europeos. Por otra parte, una difusión excesiva de la instrucción,
corre el riesgo de propagar en la población, nuevas aspiraciones. Puede ser más directamente
peligrosa si al enseñarles a leer, pone a su alcance toda una literatura que trata de persuadirlos
de que tienen, también ellos derechos a participar del goce de los bienes producidos. Un Exceso
de instrucción, atenta contra la disciplina necesaria en los pobres. Encontramos la misma
reticencia frente al elemento que ha servido para justificar la pretensión de la elite letrada a la
dirección de los asuntos nacionales: su comercio exclusivo con el mundo de las ideas que la
constituiría en el único sector nacional que sabe qué hacer con el poder, es ahora recusado por
Alberdi. Para él, el ideólogo renovador, no es sino el heredero del letrado colonial, a través de
transformaciones que sólo han servido para hacer aún más peligroso su influjo.
El cambio que Alberdi propone, no sólo choca con ciertas convicciones antes compartidas con su
grupo; se apoya además en una simplificación tan extrema del proceso a través del cual el
cambio económico influye en el social y político, que su utilidad para dar orientación a un
proceso histórico real, puede ser puesta en duda. Aún así las Bases resumen con nitidez cruel, el
programa adecuado a un frente antirrosista. Ofrece a más de un proyecto de país nuevo,
indicaciones precisas sobre cómo recoger los frutos de su victoria a quienes han sido convocados
a decidir un conflicto definido como de intereses.
5) Progreso sociocultural como requisito del progreso económico.
Sarmiento elaboró una imagen del nuevo camino que la Argentina debía tomar, que rivaliza con
el de Alberdi, al que además supera en riqueza de perspectivas y contenido. Mueve a Sarmiento
a recusar el proyecto alberdiano, su convicción de que conoce mejor los requisitos y
consecuencias de un cambio económico–social como el que la Argentina posrosista debe
afrontar. Esa imagen del cambio posible y deseable, sarmiento la elaboró bajo el influjo de la
crisis europea de 1848.
Como Alberdi, Sarmiento deduce de ella justificaciones para la toma de distancia, no sólo frente
a los ideólogos del socialismo sino ante una entera tradición política que nunca aprendió a
conciliar el orden con la libertad. Su modelo era Estados Unidos. No le preocupa
primordialmente examinar de qué modo se ha alcanzado una solución al problema político del
siglo XIX –la conciliación de la libertad y la igualdad– [Este es un problema teórico que se planteó
en términos de cómo conciliar democracia plena y capitalismo. Teóricos de distintas corrientes
concluyeron que eran incompatibles, entre ellos, hombres como Tocqueville y muchos de la corriente
liberal] sino rastrear el surgimiento de una nueva sociedad y una nueva civilización basada en
la plena integración del nuevo mercado nacional.
La importancia de la palabra escrita se le aparece a Sarmiento como decisiva. Ese mercado sólo
podría estructurarse mediante la comunicación escrita con un público potencial muy vasto y
disperso.
Si esa sociedad requiere una masa letrada es porque requiere una vasta masa de consumidores;
para crearla no basta la difusión del alfabeto, es necesaria la del bienestar y de las aspiraciones
a la mejora económica a partes cada vez más amplias de la población nacional. Para esa
distribución del bienestar a sectores más amplio, debe ofrecer una base sólida: la de la
propiedad de la tierra. Sarmiento no dejará de condenar la concentración de la propiedad. Para
asegurar la expansión de las aspiraciones, sería preciso hallar una solución intermedia entre una
difusión masiva y prematura de ideologías igualitarias y ese mantenimiento de la plebe en la
feliz ignorancia de Alberdi.
El ejemplo de los Estados Unidos, persuadió a Sarmiento de que la pobreza del pobre no tenía
nada de necesario. Lo persuadió también de que la capacidad de distribuir bienestar a sectores
cada vez más amplios no era solamente una consecuencia positiva del orden económico, sino
una condición necesaria para la viabilidad económica de ese orden. La imagen del progreso
económico que madura en Sarmiento postula un cambio de la sociedad en su conjunto, no
como resultado, sino como precondición del orden.
El ejemplo de Estados Unidos, a la vez que incita a Sarmiento a prestar atención al contexto
sociocultural dentro del cual ha de darse el progreso económico, hace para él innecesario
definir los requisitos políticos para ese progreso.
Luego, de vuelta en Chile, se dedicará a escudriñar los primeros anticipos de ese futuro que
intenta planear, rastreando los efectos de la nueva prosperidad creada por la apertura del
mercado californiano a las exportaciones chilenas. [Para esa época se había descubierto oro en
California. Es la época de la “fiebre del oro” que motiva migraciones masivas hacia el Pacífico, pero
que no cuenta –dentro de Estados Unidos– con un mercado proveedor suficiente de alimentos para
esos pioneros] Él ya advertía en 1849 su impacto en los avances del nivel de vida en Santiago y
su plebe urbana. Era la ampliación del mercado, a través de la del consumo, lo que subtendía
esos avances y dotaba de un nuevo dinamismo a la economía chilena. Chile, no obstante, creyó
eterno ese mercado nuevo que pronto fue borrado por el desarrollo de un proveedor dentro de
Estados Unidos. De esa falta de cálculo y previsión, Sarmiento culpaba a los terratenientes
chilenos, fruto en definitiva de la ignorancia, y encontraba así un nuevo justificativo para la
educación popular.
Otra lección que Sarmiento atesora del Chile dominado por terratenientes, es que la igualdad
social no podría allí lograrse por la difusión de la propiedad de las tierras. Como respuesta trata
de esbozar una línea alternativa de desarrollo por medio de la modernización de la agricultura
chilena. Esto sólo podría hacerse en el marco de la gran explotación capitalista. Ello exige una
masa de asalariados rurales instruidos y bien remunerados, pero poco numerosos; complemento
de ese cambio debe ser el crecimiento de las ciudades, único desemboque a la población
expulsada de la tierra. Será en la ciudad donde surja una sociedad más compleja y móvil, y para
que esto ocurra, es otra vez la difusión de la educación popular imprescindible.
Más tarde, el retornar a Buenos Aires confirma las seguridades –Estados Unidos– y
perplejidades –Chile– inspiradas en los ejemplos que había tomado.
Treinta años de discordia
Alberdi había postulado que el sistema de poder creado por Rosas sería capaz de sobrevivir a su
caída para dar base al orden posrosista. Varela por su parte, que el lugar de Buenos Aires en el
país no sería afectado por la victoria de una coalición antirrosista. Ambos postulados eran de
muy poco probable realización.
Luego de 1852 el problema urgente no fue cómo utilizar el poder legado por Rosas a sus
enemigos, sino cómo erigir un sistema de poder en reemplazo del que fue barrido en Caseros. A
Juicio de Sarmiento, Urquiza no está dispuesto a poner su poder al servicio de una política de
rápido progreso como las que él y Alberdi proponen. La convicción de así estaban las cosas
habían llevado a Sarmiento de nuevo a Chile y a marginarse de la política argentina. Lo que lo
devuelve a ella es el descubrimiento de que Urquiza no ha sabido hacerse el heredero de Rosas;
no hay en Argentina una autoridad irrecusable.
Para Alberdi, la creación en Buenos Aires de un centro de poder rival del que reconocía por jefe
al general Urquiza, podía sólo tener consecuencias calamitosas.
Los partidos que se proclamaron muertos en Caseros resucitan para retomar su carrera de
sangre, y esa tragedia fútil e interminable, será la obra de quienes como sarmiento, se jactan de
haber frustrado una ocasión quizá irrepetible, en nombre de una política de principios.
1) Las facciones resurrectas.
Ya que Caseros no ha creado ese sólido centro de autoridad puesto al servicio del progreso –
viene a decir Alberdi– ha dejado en sustancia las cosas como estaban. Toda una literatura
facciosa parece sugerir que el nuevo país vive prisionero de sus viejos dilemas.
Como temía Alberdi, un periodismo formado en el clima de guerra civil que acompañó la etapa
rosista, se esfuerza por mantenerse vivo. Pero no es fácil creer que las facciones deban su
inesperada vitalidad tan sólo al influjo de unas cuantas plumas. El problema es que se adaptan
mal a las nuevas líneas de clivaje político: la tentación de tomar distancia frente a esas
identificaciones facciosas está constantemente presente, aunque esconde una exhortación
alarmada a preservar una lealtad facciosa en que la sangre derramada parece excluir la
posibilidad de una solución al conflicto político, más conciliatoria que no sea la eliminación del
adversario.
Hernández no tiene sino expresiones de respeto por el general Urquiza; aún así le profetiza que
la muerte bajo el puñal unitario será el desenlace de su carrera, si no abandona el camino de las
concesiones frente a un enemigo incapaz de controlar su propia tendencia asesina.
La apelación apasionada a una tradición facciosa refleja la convicción de que esta tradición está
perdiendo su imperio. Si esas tradiciones facciosas agonizan es porque –como había declarado
Alberdi– se están haciendo irrelevantes y lo que las hace tales son los cambios que a pesar de
todo trajo Caseros.
¿Qué ha cambiado? No las situaciones provinciales consolidadas en la etapa de hegemonía
porteña, que ahora se apresuran a cobijarse bajo la de su vencedor. Tampoco el equilibrio
interno de las facciones políticas uruguayas. Caseros ha puesto en entredicho la hegemonía de
Buenos Aires y ha impuesto la búsqueda de un nuevo modo de articulación entre esta provincia,
el resto del país y los vecinos.
También se ha destruido en Caseros el sistema de poder creado por Rosas. Ese sistema
construido a partir de 182829, había sido despojado por su creador de toda capacidad de
reacción espontánea que hace posible –bajo la apariencia de una rabiosa politización– una
despolitización creciente de la sociedad entera.
La caída de Rosas deja un vacío que llenan mal los sobrevivientes de la política prerrosista,
como por ejemplo Vicente López y Planes, designado por Urquiza, gobernador de Buenos Aires.
Ese vacío será llenado entre junio y diciembre de 1852; un nuevo sistema de poder será creado;
habrá surgido una nueva dirección política con una nueva base urbana y un sostén militar
improvisado, pero suficiente para jaquear la hegemonía que Entre Ríos creyó ganar en Caseros.
El 11 de setiembre de 1852, marca l fecha de una de las pocas revoluciones argentinas que
marcan un punto de inflexión en su vida política.
2) Nace el Partido de la Libertad.
A fines de junio de 1852, la recién elegida Legislatura de la Provincia de Buenos Aires rechaza
los términos del Acuerdo de San Nicolás, por el que las provincias otorgan a Urquiza la
dirección de los asuntos nacionales durante el periodo constituyente. El héroe de la jornada es
Bartolomé Mitre. Quiere ser portavoz de una ciudad y una provincia que no ha renunciado a
defender la causa de la libertad.
Está renaciendo algo que faltaba en la ciudad desde hacía veinte años: una vida política. En el
diálogo entre un grupo dirigente político–económico y una elite letrada –que según Alberdi
debía determinar el futuro político de la Argentina– se entremezclaba otro turbulento
interlocutor. Esto parecía anunciar una recaída en el estilo político que había provocado la
reacción federal y rosista. La trayectoria de Mitre no era más tranquilizadora, pero su éxito
parlamentario de junio fue contrarrestado por un golpe de estado de Urquiza, dispuesto a
volver a la obediencia a Buenos Aires.
La ocupación militar entrerriano–correntina se hace pronto insostenible y el 11 de setiembre se
asiste a un alzamiento exitoso. Esos hombres nuevos a quienes las jornadas de junio han dotado
de un séquito urbano [en la Legislatura] transforman su base política en militar.
Pero esos advenedizos no están solos; junto con ellos se levantan los titulares del aparato
militar creado por Rosas. Unos y otros reciben el inmediato apoyo de las clases propietarias de
ciudad y campaña. La causa de la libertad que Mitre evoca, no es otra que la oculta causa de
Buenos Aires, la cual no es idéntica para los jefes de frontera, para las clases propietarias o para
la nueva opinión urbana movilizada en junio. Esta última identifica la causa de Buenos Aires
con la de la libertad impuesta a las demás provincias con violencia. Para las clases propietarias
significa la resistencia a incorporarse a un sistema fiscal que los intereses porteños no manejan.
Para el aparato militar ex–rosista, la negativa a aceptar la hegemonía entrerriana.
Cuando vencedor el movimiento en Buenos Aires busca expandirse al Interior, amenazando así
inaugurar un nuevo ciclo de guerras civiles, ese aparato militar se alza. No logra derrocar al
gobierno de la ciudad y Urquiza decide darle su apoyo bloqueando navalmente Buenos Aires. La
provincia pasa la prueba, Urquiza se retira una vez más y la organización militar de la campaña
es cuidadosamente reestructurada para que no pueda volver a ser un contrapeso de la Guardia
Nacional de Infantería que es ahora la expresión armada de la facción dominante en la ciudad.
La prueba atravesada ha enseñado a los dirigentes políticos urbanos los límites de su libertad de
acción; su victoria se debe en parte importante a que el arbitraje de las clases propietarias le ha
sido favorable. Éstas seguirán apoyándolos debido a sus prevenciones a la incorporación a la
Confederación urquicista, pero no tolerarían una política interprovincial de conflicto.
El éxito de la empresa política inaugurada en junio de 1852 se da en un contexto muy diferente
del previsto por quienes pretendían predecir antes de 1852 el rumbo de la Argentina posrosista.
No se mide en cambios sociales, en un nuevo ritmo de progreso económico estimulado por la
acción estatal o en avances institucionales. Es un éxito estrechamente político que comienza a
borrar las consecuencias de la derrota de Buenos Aires en Caseros, que otorga a una tradición
antirrosista una sólida base popular.
Ese esfuerzo de definición de una política que surge, inspira los artículos con que Mitre llena
Los Debates En ellos encontramos en el lugar de honor al personaje que Alberdi habría querido
desterrar para siempre de la política argentina: el partido. [Cuidado con esto: cuando Halperin
caracteriza aquí al partido, lo hace de manera muy similar a los partidos políticos moderno lo cual
puede conducir a un anacronismo. Lo correcto aquí, es hablar de facciones más que de partidos,
porque aun no cuentan con la estructura orgánica con la que los conocemos, y que no surgirán
hasta después de 1880] El partido impone una conexión nueva entre dirigente y séquito político.
El énfasis en el partido, lleva a los políticos a un esfuerzo por buscar un pasado para ese
partido, pasado además cuidadosamente depurado.
En este marco, el retorno de los restos de Rivadavia –sobre cuya acción política la generación de
1837 había dado un juicio muy duro– lejos de marcar una vuelta al conflicto interno, viene a
coronar un largo esfuerzo integrador en que Buenos Aires se reconcilia consigo misma. La
resurrección de una tradición política que a partir de 1837 había sido declarada muerta, renace
de la identificación entre la tradición unitaria y la causa de Buenos Aires. Esa tradición se
adecua a las necesidades de una Buenos Aires que luego de su derrota en Caseros, debe
reivindicar más explícitamente que nunca, su condición de escuela y guía política de la entera
nación.
Por su parte, al mantener su identificación intransigente con la causa del progreso –viene a
afirmarnos Mitre– el Partido de la Libertad que ha nacido, no hará sino reflejar la que la
sociedad porteña mantiene desde su origen. Pero Mitre hace urgente separar la causa del
liberalismo [que está resurgiendo en toda Europa] de la de un radicalismo que se declara
condenado de antemano al fracaso. Lo que Mitre quiere es tener a sus enemigos a la izquierda y
no se limita a ofrecer una alternativa preferible a la conservadora o radical, sino que toma de
ellas todos los motivos válidos en ambas posiciones extremas, y al hacerlo, las despoja de
cualquier validez. A pesar de su planteo político, menos fácil es dotar a esa orientación
renovadora de un contenido preciso, de un programa.
Mitre definió sus posiciones programáticas sobre puntos tan variados como el impuesto al
capital, la convertibilidad del papel moneda y la creación de un sistema de asistencia pública
desde la cuna hasta la tumba. Pero no hay duda de que esas definiciones programáticas no
podrían ser las de un partido que pretendiese representar armoniosamente todas las
aspiraciones que se agitan en la sociedad. [Bien Halperin... otra vez no pudo zafar bien de
expresar su pensamiento político. Esto es así, por la sencilla razón de que no existe partido político
que pueda expresar los intereses de todos los sectores sociales, ya que muchos de ellos son
contrapuestos. Lo que Halperin está diciendo, es que los partidos o facciones políticas, son
necesariamente clasistas aunque no lo digan, o al menos facciosos en términos de grupos de
intereses] Esas indefiniciones de 1852, quedarán hasta tal punto incorporadas a la tradición
política argentina que seguirán gravitando hasta nuestros días.
La movilización política urbana en Buenos Aires no tuvo efectos duraderos; sería agotada por
una desmesurada victoria: a partir de 1861 el Partido de la Libertad, intenta la conquista del
país y no sólo fracasa sino que destruye las bases mismas desde las que ha podido lanzar su
ofensiva.
3) El Partido de la Libertad a la conquista del país.
Buenos Aires va a mantener dos conflictos armados con la Confederación. Derrotada en 1859
admite integrarse a su rival, pero obtiene de éste el reconocimiento del papel director dentro de
la provincia de quienes la han mantenido disidente. Obtiene también una forma constitucional
que, a más de disminuir el predominio del Estado federal sobre los provinciales, asegura una
integración financiera sólo gradual de Buenos Aires en la nación.
El vencedor de Pavón, admite en cambio la remoción de los gobiernos provinciales de signo
federal en el Interior, hecha posible por la presencia de destacamentos militares de Buenos
Aires, y en el Norte, por los ejércitos de santiago del estero y los hermanos Taboada. Esa
empresa afronta la resistencia de La Rioja, aparentemente doblegada cuando su máximo
caudillo –el Chacho Peñalosa– es vencido y ejecutado. No obstante, la escisión del liberalismo
porteño, no pudo ser evitada luego de Pavón.
Mitre, sacudida ya su base provincial, busca consolidarla mediante la supresión de la autonomía
de Buenos Aires, que una ley nacional dispone colocar bajo la administración directa del
gobierno federal. La Legislatura rehusa su asentimiento; Mitre se inclina ante la decisión pero
no logra evitar que la erosión de su base porteña quede institucionalizada en la formación de
una facción liberal antimitrista: la autonomista, que en pocos años se hará del control de la
provincia.
El predominio blanco asegurado en Quinteros, va a afrontar el desafío de espadas veteranas del
coloradismo que han encontrado en Buenos Aires, lugar en el ejército disidente y para la cual
han organizado una caballería. La Cruzada Libertadora que el general Flores lanza sobre su
país, cuenta con el apoyo de Buenos Aires. A su vez, el cruzado colorado contará con otro apoyo
externo aún más abierto: el imperio del Brasil.
Si la pasividad de Urquiza despierta reprobación entre los federales, los liberales autonomistas
hallan posible acusar de pasividad a Mitre. Esos reproches se harán más vivos cuando el joven
presidente de Paraguay, Francisco Solano López, juzgando oportuno el momento, entre en la
liza en defensa del equilibrio rioplatense que proclama amenazado por la intervención del
imperio en el Uruguay. [Cuando la Cruzada Libertadora avanza sobre Uruguay, no tiene
asegurado un dominio sobre la campaña oriental; son las tropas brasileñas las que se lo facilitan
invadiendo el territorio uruguayo por el norte] López espera contar con el apoyo de Urquiza a
más del que obviamente tiene derecho a esperar del gobierno blanco. Los autonomistas urgen a
Mitre a que lleve a Argentina a la guerra del lado del Brasil. Por su parte Mitre busca evitar que
la guerra llegue como una decisión independiente de su gobierno. Cuando López decide atacar
a Corrientes luego de que le ha sido denegado el paso con sus tropas por Misiones, logra hacer
de la entrada de la Argentina en el conflicto, la respuesta a una agresión externa. Así la
participación argentina adquiere una dimensión nacional y Urquiza se apresura a declarar su
solidaridad con la nación y su gobierno.
Pero en la medida en que la guerra no ha de servir para la definitiva limpieza de los últimos
reductos federales, ella pierde buena parte del interés para la facción autonomista.
Si el proceso que conduce a la guerra marca el punto más alto del estilo político de Mitre, la
guerra va a poner fin a su eficacia. Las pruebas que impone son demasiado duras, las tensiones
que introduce en el cuerpo social demasiado poderosas en la conciencia de las limitaciones
severas que afectan a un poder sólo nominalmente supremo. Es aislamiento político del
Presidente se acentúa y a él contribuye la creciente resistencia federal de participar en el
conflicto bélico. Contribuye también de modo más decisivo la toma de distancia frente a la
empresa de un autonomismo que antes que nadie, la había proclamado necesaria.
La movilización política urbana, que ha sobrevivido mal a la escisión liberal, se hace presente
por última vez en el momento de declaración de guerra. Desde entonces, en ciudad y campaña,
la vida política de Buenos Aires será cada vez más protagonizada por dos máquinas electorales.
El esfuerzo que la guerra impone acelera la agonía del Partido de la Libertad. Urquiza ha visto
reconocida en el nuevo orden una influencia que espera poder ampliar apenas dejen de hacerse
sentir los efectos inmediatos de la victoria de Buenos Aires en un Interior en que el federalismo
sigue siendo la facción más fuerte. Asistirá así como espectador dispuesto sólo a comentarios
ambiguos al gran alzamiento federal de 186667, que desde Mendoza a Salta convulsiona todo
el Interior andino, pero esta línea política que adopta se revelará suicida.
Como se ve, no es sólo la erosión de su base política porteña la que ocasiona la decadencia del
mitrismo; es también el hecho –de que en el contexto institucional adoptado por la nación– esa
base no bastaría para asegurar un predominio nacional no disputado. [Esto es así por el
problema de las representaciones provinciales; para lograrlo, debiera contar con mayoría de las
representaciones provinciales y ya sabemos que el mitrismo no está consolidado en el país]
Ante la guerra, el ejército nacional necesita ampliar su cuerpo de oficiales y esto permite el
retorno a posiciones de responsabilidad e influencia, a figuras políticamente poco seguras. Al
mismo tiempo, las poco afortunadas vicisitudes de la guerra debilitan el vínculo entre ese
cuerpo de oficiales y su jefe supremo, es decir, Mitre. Curupaytí, revela a la nación que la guerra
ha de ser mucho más larga y cruenta de lo que se esperaba, e inspira entre los oficiales dudas
sobre su dirección. Ese cuerpo de oficiales es solicitado en 1867 por el coronel Lucio Mansilla
para apoyar la candidatura presidencial de sarmiento.
Aun los jefes de la más vieja lealtad mitrista se sienten cada vez menos ligados a ella y así el
general Arredondo, feroz pacificador del Interior tras Pavón, entrega los electores de varias
provincias a ese candidato. Puede hacerlo, gracias a la guerra civil de 186667, en que el
ejército nacional ha alcanzado gravitación en el Interior.
El Partido de la Libertad ya no existe, Mitre lo ha destruido. Esto es el resultado de una acción
más interesada en los resultados que en principios. Mitre traicionó los de su partido cuando
proclamó la espectabilidad del caudillo Urquiza, cuando aceptó como sus aliados en el Interior a
los Taboada, cuando favoreció en el Uruguay la causa de ese otro traidor a sus principios Flores,
la traicionó aun más cuando desencadenada la guerra con el Paraguay pactó con el Imperio
brasileño, alianza contraria al republicanismo de su partido. A esa bancarrota moral, siguió la
bancarrota política.
¿Puede el federalismo sobrevivir a ese retorno debido más que a sus victorias al agotamiento de
su adversario? Y de ser así ¿qué sobrevivirá de ese federalismo?
4) De la reafirmación del federalismo a la definición de una alternativa a las tradiciones facciosas.
La caída de Rosas había significado un punto de inflexión en la trayectoria del federalismo. La
solidaridad del partido encontraba a su vez una nueva base en la identificación con la
Constitución Nacional de 1853. La secesión de Buenos Aires devolverá a primer plano motivos
antiporteños a los que había puesto sordina la hegemonía rosista. Ese federalismo
constitucionalista y antiporteño es el que debe hallar modo de sobrevivir a Pavón.
El jefe nacional del federalismo, Urquiza, no ha sido despojado por Pavón de un lugar legítimo
en la vida política argentina. La constitución que el vencedor de Pavón ha jurado, y da base
jurídica al poder nacional, es la que se proclamó en cumplimiento de los pactos que los jefes
históricos del federalismo establecieron treinta años atrás. Esa seguridad de que el federalismo
no ha perdido en la derrota su función central está aun viva en la proclama con que el Chacho
Peñalosa anuncia su levantamiento.
La proclam no llama a los riojanos a imponer una nueva solución política, sino el retorno a la
línea de mayo y de Caseros; pero ese optimismo quizá forzado deberá ser abandonado por parte
de los federales.
Una interpretación cada vez más popular de Pavón deriva de la última etapa de la polémica
antirrosista, que denunciaba en Buenos Aires a un poder votado al monopolio mercantil y la
explotación fiscal del resto del país.
Tras la victoria de Mitre y Buenos Aires, Alberdi prefiere insistir en el elemento fiscal. En diez
años se había hecho evidente lo que en 1852 había vaticinado el representante británico en el
Río de la Plata –Parish– respecto de que la libre navegación era incapaz de afectar
sensiblemente la hegemonía mercantil de Buenos Aires. Más que eliminar las restricciones, se
trataba de hallar un modo de que el país entero participe de manera menos desigual en sus
beneficios. Ello sólo podría lograrse, según Alberdi, mediante la creación de un auténtico Estado
nacional, dueño de las rentas nacionales. [Halperin no lo ha nombrado ni una sola vez a lo
largo de este trabajo, pero cuando habla de rentas nacionales, hay que recordar que lo más
saneado del fisco eran los ingresos de la Aduana y que Buenos Aires los tiene] La integración
del motivo alberdiano y una tradición federal depurada de cualquier memoria de la etapa
rosista, encuentra expresión en la proclama con que el coronel Felipe Varela se pone al frente
del gran alzamiento del Interior andino en diciembre de 1866. La causa que invoca es la misma
de 1863.
Ante todo esto, ese federalismo que debe resurgir, desenvuelve los esfuerzos por hacer de
Urquiza un candidato a la sucesión constitucional de Mitre. Constitucionalismo y sobre todo
antiporteñismo, ofrecen entonces una renovada base al federalismo.
Sarmiento es presidente en 1868 contra los deseos de Mitre y no se limita a afrontar en estilo
desgarradamente polémico el hostigamiento de un mitrismo enconado por la pérdida del poder.
Falto de apoyo partidario propio, Sarmiento se acerca a Urquiza dándose así la posibilidad de
una nueva alineación en que el federalismo puede aspirar a ganar gravitación decisiva.
A nivel internacional, la trayectoria del segundo Imperio [la Francia de Napoleón III] subraya el
agotamiento de la solución autoritaria en la que Alberdi confiaba. Los éxitos del régimen
imperial lo mismo que sus fracasos, parecen reflejar la perduración de esas fuerzas
revolucionarias que son la democracia y el nacionalismo. El liberalismo mitrista aparece así
como contrario a las tendencias de nuevo dominantes en Europa. No sólo los voceros del
federalismo comienzan a golpear ese flanco débil [su tibieza política] del mitrismo. También
desde el liberalismo se proclamará una creciente decepción hacia él.
Pocos meses después de recibir la visita de sarmiento, Urquiza es asesinado por los participantes
en la revolución provincial que ponen en el poder a Ricardo López Jordán, el más importante de
sus segundones. José Hernández, político federal, quiere creer que aun es posible salvar el frágil
entendimiento entre el gobierno nacional y el federalismo entrerriano y se declara seguro de
que López Jordán condenará ese crimen. No obstante, Jordán ni quiere ni puede hacerlo.
Sarmiento se dispone a lanzar todo el ejército sobre la provincia y Hernández pasa a apoyar la
causa de la rebelión entrerriana, pero advierte mejor que el jefe de ésta, hasta qué punto el
nuevo contexto político nacional condena de antemano cualquier movimiento que no supere el
ámbito provincial. Las alternativas que quedan abiertas son: trasformar el alzamiento
entrerriano en punto de partida de uno nacional capaz de abatir al gobierno federal; ganar para
él el apoyo armado del imperio brasileño que le permita reconstruir en su provecho la
confederación urquicista; y ninguna de estas dos opciones son fáciles; y una tercera, lograr el
avenimiento con el gobierno nacional que no suponga una derrota total de la causa rebelde. Ese
avenimiento sólo será posible si el gobierno debe afrontar una crisis más urgente que la de
Entre Ríos. Se comprende entonces con qué alborozo festeja Hernández desterrado en
Montevideo luego de la derrota del jordanismo, a la crisis abierta con la candidatura de
Avellaneda para suceder a Sarmiento, y su culminación en la infortunada rebelión militar
encabezada por Mitre en 1874.
Hernández intenta de nuevo hacerse vocero de un consenso destinada a abarcar fuerzas más
vastas que esa fracción del federalismo que ha venido sobreviviendo. Tiene confianza en la
progresiva afirmación de ese Estado nacional que Mitre organizó como agente de una facción,
Sarmiento quiso independiente de las facciones y Avellaneda se apresta a redefinir como árbitro
entre ellas. [Recordemos que la mayor aspiración política de Avellaneda fue declarada por él
mismo cuando expresó que deseaba que no hubiese en la nación, nada más grande que la nación
misma]
El consenso después de la discordia
1) Los instrumentos del cambio.
Los testimonios de la época no muestran ningún deseo por revisar de modo sistemático los
distintos proyectos de creación de una nación formulados a mediados de siglo. Con ello se corre
el riesgo de perder de vista que ese legado renovador al que se rinde constante homenaje no
propone un rumbo único sino varias alternativas. Lo que había separado a Alberdi de Sarmiento
o de Frías no era una diferencia de opinión sobre la necesidad de acudir a la inmigración o la
inversión extranjera o la de fomentar el desarrollo del transporte sino el modo en que esos
factores debían ser integrados en proyectos de transformación global, cada vez más perdidos de
vista a medida que esa transformación avanza.
De esos elementos por ejemplo, la educación popular no será nunca uno en torno al cual la
controversia arrecie; tampoco recibirá mucho más que el homenaje ya que ni el propio
Sarmiento le concederá en los años que van de 1862 a 1880 la atención que le otorgó en etapas
anteriores y volverá a consagrarle en sus años finales. [Cuidado con esto, primero porque Norma
Simetría y Brillo, si alguna vez se masturba, lo hace pensando en Sarmiento; segundo porque es
cierto que durante la presidencia de Sarmiento, el presupuesto para educación fue tan alto que
nunca más se repitió en la historia argentina. Después de todo, como Halperin presentía con quien
íbamos a rendir, continúa diciendo:] Su gobierno impone sin duda una reorientación seria a la
educación primaria y popular.
La inmigración despierta reacciones más matizadas que sin embargo tampoco alcanzan a poner
en duda la validez de esa meta. La confrontación entre las propuestas renovadoras y los
resultados de su aplicación, es menos fácil de esquivar en el área económica.
En la década siguiente El Nacional propondrá directamente la transferencia del Ferrocarril Oeste
a manos británicas; es ésta una de las propuestas oficiosas del gobierno de Sarmiento. El papel
del capital extranjero en la expansión argentina, no es entonces objeto de controversia, y aún
menos la despierta la apelación ilimitada al crédito externo. Hernández es uno de los
entusiastas partidarios del endeudamiento.
El consenso se hará mucho más reticente en torno a la liberalización del comercio exterior. Por
una larga etapa el librecambismo va a ser reconocido como un principio doctrinario irrecusable,
sin embargo la necesidad de proteger ciertos sectores, va a ser vigorosamente subrayada. Un
sólido consenso va a afirmarse en torno a los principios básicos de la renovación económica.
Sólo en la década del setenta, algo parecido a un debate sobre principios económicos, comienza
a desarrollarse en torno al proteccionismo, que adquiere una nueva respetabilidad al ser
presentado como alternativa válida a un librecambismo a veces recusado en los hechos.
Pero las tomas de posición a favor del proteccionismo alcanzan eco reducido y están lejos de
suponer una recusación global de los supuestos a partir de los cuales fue emprendida la
construcción de un nuevo país.
Otra razón para que la disidencia que el proteccionismo implica permanezca en límites
estrechos, es que en su versión más extrema, el proteccionismo, recusa la teoría de división
internacional del trabajo, sobre lo cual hay general consenso en aprobar. Lo que no se examina,
es si, al margen de la política económica del gobierno argentino, la nueva inclusión en la
economía mundial no está consolidando un lazo de desigualdad de intercambio difícil de
modificar. Lo que ocurre es que hay una fe en que está abierto a la Argentina el camino que la
colocará en un nivel de civilización, poderío económico y político, comparable al alcanzado por
las potencias europeas.
¿Significa esto que no es advertido el hecho obvio de que la Argentina es un área marginal del
mercado mundial? Es evidente que existe conciencia de los peligros que esa marginalidad
implica, pero ella se da sobre todo en el plano político, por lo cual la soberanía política es la que
va a ser defendida.
Al sugerir remedios a la situación de atraso argentino, que es comparable con el del resto de
naciones de Hispanoamérica, no se busca la causa principal de ese atraso en la condición
marginal del continente. Además quienes están atentos a esos riesgos, están sostenidos por la
seguridad de que las naciones hispanoamericanas cuentan con los medios de superarlos, si se
deciden a usar de ellos. Si Alberdi juzga que la inmigración de hombres y capitales, en un
marco de autoritarismo político e inmovilismo social, hará de la Argentina una réplica y no un
satélite de Europa, Sarmiento por su parte no duda de que una política diferente, permitirá
repetir el milagro norteamericano. Mitre incluso era más optimista: “en menos de doscientos
años la Argentina habrá alcanzado y quizá sobrepasado a Inglaterra”
Ni una disidencia política, ni un proyecto alternativo de cambio económico–social, vienen a
debilitar la segura fe en que la edad de oro de la Argentina, como creía Alberdi, estaba en el
futuro, y que desde mediados de siglo había quedado abierto el camino para ello. Pero esa
seguridad era vulnerable al testimonio que la realidad inmediata ofrecía.
La campaña y sus problemas
En 1873, José Manuel Estrada ofrece un cuadro de lo que según él ha llegado a ser la imagen
dominante de la campaña y su lugar en la nación. Repite la que la España conquistadora signó a
las sociedades indígenas sobre cuya explotación afirmó su dominio. La campaña existe para la
ciudad.
En 1845, sarmiento había contrapuesto una campaña sumida en la edad oscura a ciudades que
vivían la vida del siglo XIX. En la primera provincia el contraste entre progreso urbano y
primitivismo campesino es más evidente, y ello no sólo porque su capital es a la vez el primer
puerto ultramarino, sino también porque es en buenos Aires donde la presencia indígena toca
de cerca de las zonas rurales dinamizadas por la expansión de la economía exportadora.
La arbitrariedad administrativa, conoce menos atenuantes en la ciudad que en la campaña. La
supuesta defensa contra el indio ha sido organizada con una ineficacia calculada para aumentar
los lucros de quienes controlan la frontera. No es sorprendente que un sistema de defensa que
se basa en la arbitrariedad administrativa para movilizar los recursos humanos que requiere,
acentúe el imperio de ésta sobre las zonas en que recluta sus víctimas. Hernández va a poner el
acento sobre esta conexión necesaria. Otra función esencial de esta arbitrariedad administrativa
es que ella se ha trasformado en instrumento indispensable de las facciones provinciales en
lucha. Hay a juicio de Hernández una manera fácil de corregir esto: instituir el enganche, que
hará posible defender la frontera con voluntarios a sueldo y reemplazar a los jueces de paz de
campaña por municipalidades electivas. “Esos males que conocen todos” como dice Martín
Fierro, son esencialmente políticos.
La imagen que proponen coincide sorprendentemente, con la que hacen suya los voceros de la
clase terrateniente porteña, que quieren también ellos hablar por toda la población campesina.
[Resulta que el gaucho pobre que es Martín Fierro, según Halperin, no es tan pobre, sino al menos
un mediano propietario. Si alguien leyó el Martín Fierro debe recordar que dice en La Vuelta, que
perdió “tierra, hacienda y mujer y del rancho sólo encontró la tapera”. Al gaucho le pasa de todo, le
violan la china, le roban sus hijos, le chupan la bombilla, le escupen el asado, le dan vuelta la
taba... pero resulta que lo que Halperin dice es que Martín Fierro no es sólo un gaucho sino parte
de los sectores acomodados del campo, el nivel más bajo, que el reclutamiento militar por ejemplo,
está empezando a afectar y que lo que a través del personaje se defienden, no es la población
campesina llana, sino más bien, los Intereses de los propietarios] Hay que recordar que la
campaña es el núcleo y secreto del poder de la provincia. El interés por una clara definición de
la propiedad de la tierra y del ganado es predominante. Aun la denuncia del reclutamiento
arbitrario que declara defender a la entera población de la campaña, presenta un carácter
selectivo que revela hasta qué punto esa campaña no es vista desde la perspectiva de los más
desfavorecidos. Estos problemas de reclutamiento se ven luego agravados por la guerra del
Paraguay y sectores cada vez más altos de la sociedad ganadera se ven afectados. Los
testimonios más conocidos entonces, no son otra cosa que un alegato contra un estilo de
gobierno que frena las perspectivas de ganancia de la clase terrateniente.
¿Por qué una clase que cuenta con los recursos de los terratenientes porteños no es capaz de
defender más eficazmente sus intereses? El problema no lo encararon ni Barros, ni Estrada ni
Hernández, sino Sarmiento.
Para él la clave se encuentra en que la clase terrateniente porteña está formada por propietarios
ausentistas, que hacen sentir su gravitación sobre las masas rurales a través de agentes
económicos, que han establecido vínculos directos con el personal que controla la
administración provincial; como consecuencia la clase terrateniente ha abdicado de antemano
cualquier influjo sobre la vida política de la campaña. Pero esa abdicación no se ha traducido en
una auténtica emancipación política de las masas ya que el arcaísmo que sigue caracterizando a
la campaña lo hace imposible. No obstante, de esta imagen, no deduce ningún programa de
cambios drásticos.
Durante la etapa de separación de Buenos Aires, una coyuntura especialísima hizo posible una
formulación del proyecto de transformación social que Sarmiento había declarado esencial para
la creación de una nueva nación.
En nombre del gaucho errante, estigmatiza un sistema que expulsa a los hombres para dar más
ancho lugar a los ganados y Chivilcoy se le presenta como la perspectiva de trasformación. Pero
esa perspectiva se revela ilusoria y a falta de un sector suficientemente amplio de las clases
populares resuelto a identificarse con los cambios que Sarmiento propone, éste vuelve a un
público más habitual: las clases ilustradas.
Su propuesta se plasmó en el proyecto de reforma agraria que presentó en 1860 como ministro
de Mitre, que propone para el área destinada a ser servida por la continuación del Ferrocarril
Oeste –justificada por la necesidad de asegurar rentabilidad a la línea– y que permite a los
terratenientes conservar sólo la mitad de la tierra que poseen. Una perspectiva como esta ya
dominaba en economistas ilustrados como Vieytes. La idea que lo domina es que la eliminación
del primitivismo socio–cultural de la campaña, exige la eliminación del predominio ganadero.
El programa de sarmiento, por su parte, es claro: desea hacer cien Chivilcoy en seis años de
gobierno, con tierra para cada padre de familia, con escuela para sus hijos.
Mitre a su vez, va a ofrecer un entero cuadro de la evolución histórica rioplatense y a proclamar
la total racionalidad del proceso. Desde la conquista española hasta 1868, la “barbarie” pastora
hizo posible la ocupación del territorio; los ganados lo conquistaron más seguramente que los
escasos hombres. Es erróneo creer sin embargo que el único mérito de la etapa pastoril es haber
creado las condiciones para su futura superación. Cuatrocientos mil habitantes en la pastoril
Buenos Aires “producen casi tanto y consumen más” que cuatro veces esa población en un Chile
agrícola y minero. Era cierto, la rápida conquista del territorio hecha posible por la actividad
ganadera, ofreció la mejor solución para un equilibrio de recursos en que la tierra era
superabundante y el hombre escaso. Es la justeza de la teoría de la división internacional del
trabajo la que es confirmada por el éxito que la Argentina ha alcanzado. Ésta es también,
aunque en un contexto ideológico distinto, la conclusión de José Hernández.
Se ha completado aquí la redefinición del problema de la campaña; no ha de ser definido como
político o como socio–cultural, sino como económico. Su solución ha de provenir, como había
querido Alberdi, de la apertura sin reticencias de ese campo a las fuerzas económicas
desencadenadas por el rápido desarrollo de Europa y los Estados Unidos. El énfasis alberdiano
no incitaba a planear ningún futuro en este aspecto. Al proclamar la racionalidad económica de
la realidad presente, hace más fácil aceptarla tal como es: y esa lección de conformidad con el
statu quo, va también a integrar el consenso.
La creciente distancia con ese momento inaugural que es Caseros y la percepción cada vez más
viva de que a partir de ese instante se vienen acumulando trasformaciones irreversibles e
irreductibles a las que se habían propuesto en cualquiera de los modelos entonces definidos, no
van a estimular la formulación de ningún otro.
Balances de una época
En 1879 fue conquistado el territorio indio; al año siguiente el conquistador del desierto era
presidente tras doblegar la resistencia armada de buenos Aires, que veía así perdido el último
resto de su pasada hegemonía. La victoria hizo posible separar de la provincia a la capital. Nada
quedaba en la nación que fuese superior a la nación misma. El triunfo de Roca era el del Estado
central.
La Argentina es al fin una, porque ese Estado nacional, lanzado desde Buenos Aires a la
conquista del país, en diecinueve años ha coronado esa conquista con la de Buenos Aires. En
1883 Sarmiento señala en la hazaña política realizada por Roca la prueba mejor de que la
Argentina no es de veras un país nuevo.
Lo que sarmiento viene a decir es que Alberdi había tenido razón: los cambios vividos en la
Argentina son, más que el resultado de as sabias decisiones de sus gobernantes posrosistas, el
del avance del ciego y avasallador de un orden capitalista que se apresta a dominar todo el
planeta. Y ese progreso material necesariamente marcado por desigualdades y contradicciones
es menos problemático que la situación política.
Lo que queda atrás es más que una etapa de construcción cuyas obras requieren ser
justipreciadas. La nueva etapa de la historia argentina no ha comenzado en 1852, está sólo
comenzando en 1880. En ella dominará el lema de “paz y administración”.
El primer objetivo del nuevo presidente es la creación de un ejército moderno; el segundo el
rápido desarrollo de las comunicaciones; el tercero, acelerar el poblamiento de los territorios.
No todos los defectos de la vida social provienen del Estado. La opinión pública nacional y
extranjera tiende a identificar a la Argentina con sus ciudades, pero en más de sus dos terceras
partes la población es aún campesina. Si en 1880 como quiere Sarmiento, “nada se tiene estable
ni seguro”, ello no se debe tan sólo a lo que del proyecto trasformador se ha frustrado; se debe
también a lo que de él no se ha frustrado. Se acerca la hora en que los dilemas que la realidad
del siglo XIX había planteado a Tocqueville [Recordemos que era la compatibilidad entre
democracia plena y capitalismo, planteado también como compatibilidad entre igualdad y
libertad], se anuncien en el horizonte argentino. La república verdadera que debe ser capaz de
asegurar a la vez libertad e igualdad y ponerlas en la base de una fórmula política duradera y
eficaz, es el desafío.
[Tulio Halperin Donghi, Una nación para el desierto argentino, Centro Editor de América
Latina, Buenos Aires, 1982]