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Prólogo a la edición española

Miguel García-Baró ■.

EDITORIAL
SINTESIS
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En ella encontrará el catálogo completo y comentado

La edición de esta obra ha sido posible gracias


a una ayuda del Centro Nacional dei Libro
del Ministerio de Cultura de Francia.

Esta obra se beneficia del apoyo de! Ministerio francés


de Asuntos Exteriores en el marco del programa
de Participación en la Publicación CP A. R García Lorca),

Título original: Généalogie de k psychanalyse,


de Miche! Henry

Traducción: Javier Teira y Roberto Ranz

Diseño de cubierta: Fernando Vicente

© Presses Universitaires de France, 1985

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34 - 28015 Madrid
Teléf.: 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

Depósito Legal: M. 18.545-2002


ISBN: 84-7738-960-8

Impreso en España - Primed in Spain


índice

......................
Prólogo a la edición española...............................■ 7

Un heredero t a r d í o ....................................... .................... 23

1. Videre videor .................................... .,,........... 31

2. El declive de los absolutos fenomeoológicos ................. 61

3. La inserción del ego cogito en la “historia


de la metafísica occidental”..................................................... 91

4. La subjetividad vacía y la vida perdida:


la crítica kantiana del “alma”..,....:....................................... 123

5. La vida reencontrada: el mundo como voluntad............ 153

6. La vida y sus propiedades. La represión............................ 185

7. Vida y afectividad según N ietzsche...................................... 225

8. Los dioses nacen y mueren ju n to s....................................... 263

9. El remedo del hombre: el inconsciente............................... 303

Potencialidad .................................................................................. 341


Los textos reunidos en esta obra fueron originalmente presentados, bajo
invitación del gobierno japonés, en los seminarios impartidos en la Uni­
versidad de Osaka durante los meses de octubre, noviembre y diciembre de
1983, así como en ¡as conferencias pronunciadas en las Universidades de
Osaka, Tokio y Kyoto.
Prólogo a la edición española
¿Es posible que haya aún un gran pensador francés que esté por
descubrir en España? Michel Henry fue leído por algunos hace
treinta años, cuando, al día siguiente de la muerte prematura de
Merleau-Ponty, cualquier texto francés o alemán adscribible a la
fenomenología era material obligado de estudio para un grupo
selecto de gente joven con aspiraciones a renovar la vida universi­
taria española.
Fue leído, aunque apenas quedaron huellas de tal cosa en la
literatura. La esencia de la manifestación -m il páginas técnicas y, a
la vez, deliciosas, estimulantes como pocos textos del siglo-- ocu­
pa un sitio en ciertas bibliotecas privadas. Hubo una tesis: la de
Atilano Domínguez. Alguien oyó decir a Fierre Aubenque que el
mayor filósofo francés vivía retirado en Montpellier. El Marx de
Henry -otras mil páginas admirables, en las que la polémica abso­
luta con el cientificismo marxiano de Aithusser tiene un buen espa­
cio - parece que corrió la misma suerte: admiración rendida... y
silenciosa (eran los primeros setenta).
Henry, efectivamente, es uno de esos rarísimos grandes inte­
lectuales franceses que escogen no estar en las candilejas de París.
No sé que tal cosa haya sucedido desde los tiempos de Blondel,
recluido felizmente de por vida, él también, en la Provenza. Pién­
sese en un filósofo comentado por Levinas en la Sorbona; dedica­
do a prolongar las intenciones de la obra de Husserl asumiendo con
maravillosa originalidad la herencia de Bergson y, sobre todo, de
Maine de Biran; absorbido en la tarea de criticar a Heidegger (de
quien recuerda, sin embargo, alguna lección personal impresio­
nante en la cabaña famosa de Tocknauberg); pero que, a la vez que
lanza sobre el público formidables tomos en defensa de fo fen om e­
nología radical de la vida o fenomenología material, dedica gran parte
de su tiempo de creación a la novela. Y que gana el premio Renau-
dot con un relato de aliento proustiano y resonancias valerinianas.
Unos años después, el esfuerzo científico de Henry se vuelca
en el análisis crítico de Freud. Genealogía del psicoanálisis, que es
la más recomendable introducción al conjunto del universo del
autor, pone en cuestión, después de trazar con mano maestra la
historia del concepto de lo inconsciente -marcada desde su comien­
zo por la mala comprensión que Descartes tuvo de su propio des­
cubrimiento capital-, nada menos que las bases teóricas del freu­
dismo.
Henry marcado desde la juventud por la experiencia de la vida
del partisano resistente en la Francia ocupada, gran degustador de
pintura, música y literatura, descansa de sus largos empeños cien­
tíficos con la escritura de un agudísimo ensayo sobre Kandinsky y
un par de novelas policíacas.
En el final de los ochenta, de improviso, sus grandes libros vuel­
ven a la actualidad, en gran medida gracias a que jean-Luc Marión
se hace cargo de la prestigiosa colección Epim eteo, de las Prensas
Universitarias Francesas. A los lectores que seguimos deslumbra­
dos por la maravilla de la fenomenología y por sus reflejos casi infi­
nitos, y que somos los hijos y los nietos de los que conocieron la
resonancia de La esencia de la manifestación, se nos dio, asi, la posi­
bilidad de acceder a una filosofía tan. clara, tajante y directa como
no parecería factible en ios eruditísimos tiempos de la descons-
tm cción . No queda en ella un ápice de. la ingenua voluntad de
pedantería que asóla las academias. Y' no hay modo de no entrar
en discusión con este texto agresivo, obsesionan temen te estruc­
turado sobre la necesidad y la grandeza de repetir .siempre lo mis­
mo de la misma manera.
Henry, el clebelador de La barbarie - e l primero de sus libros
publicado en España (Madrid, Caparros) con garantías de fideli­
dad en 1a versión-, cae implacable sobre su lector. Este hombre
delicado, finísimo, este esteta que puede escribir un francés más
enrevesado que el alemán de Heidegger o más claro que la frase
hermosísima de Malebranche, impone desde el primer instante y
sin remedio la polémica.
Y ahora, en los últim os tiempos, por si hubiera habido aún
poca polémica, se nos viene con una exégesis sensacional del Evan­
gelio según san Juan. El marxista fenomenólogo irrumpe en París
por penúltima vez con un ensayo fulgurante -é s te es, con toda
razón, su adjetivo predilecto-, en el que sostiene que las parado­
jas del lenguaje evangélico acerca de la vida son, literalmente, la
más acabada expresión de la verdad del Fundamento: fragmentos
de una auténtica ontología fenomenológica (cfr. Yo soy la verdad.
Para una filosofía del cristianismo. Salamanca, Sígueme, 2 0 0 1 , con
excelente traducción, debida al mismo equipo de jóvenes filóso­
fos que han preparado esta que el lector tiene en sus manos.) Frag­
mentos, digo, de una auténtica ontología fenomenológica siem ­
pre, eso sí, que se pregunte a estos textos por su verdad en la estricta
contemporaneidad que exigió Kierkegaard; pues la verdad del cris­
tianismo no va a depender de los azares de la exégesis histórico-
crítica.
La última aventura literaria de Henry dice él mismo que es
Encarnación. Una filosofía de la carne (Salamanca, Sígueme, 2 0 0 1 ,
por el mismo equipo de traductores), en donde se halla expuesta
su versión definitiva (?) de lo que realmente es la sensibilidad y de
cómo se vincula en su centro mismo con la vida absoluta. Pero
creo que cabe esperar, dado el vigor del autor, nuevas ampliacio­
nes en el terreno de la estética de su modo de explorar cóm o se
puede llegar a ver lo invisible.
Henry no se anda -¡aparentem ente!- con rodeos: la verdad de
la historia es idéntica a la verdad del lenguaje, la cual, a su vez, se
identifica con la verdad del mundo y la verdad del tiempo; pero
tales verdades están tan lejos dé ser la verdad primaria, que cabe
escribir que “el lenguaje es, propiamente, la negación de toda rea­
lidad concebible”: una “irrealidad de principio”, cuya esencia bien
podría ser... ia mentira.
Y es que el concepto de verdad se desdobla. Llamamos verda­
dero al fenómeno, a lo que se muestra, al ente en el Fuera del mun­
do y del tiempo; pero también llamamos verdadero al hecho de
que todos los entes se muestran. Y este hecho no es él mismo un
ente entre los entes, No es una verdad particular, sino ia verdad
original, la cual no se muestra apareciendo en el mundo, sino en
el hecho mismo de hacer que el mundo aparezca. No se desliza
por el tiempo, presentándose ahora, representándose en la memo­
ria después, sino que es pura autorrevelación presente, eterno pre­
sente. Es la Vida por la que el Mundo vive; pero, respecto de la
claridad del mundo, es lo Invisible, lo que el mundo tiene que des­
conocer, aunque es su esencia. No es posible, al pie de la letra,
“vivir en el mundo”, de la misma manera que interpretar la vida
como puro paso del tiempo es cometer “su asesinato filosófico”.
Muy lejos de tal barbarie, la vida es “una sustancia cuya esencia
toda es aparecer”, revelarse. Y “el cristianismo, a decir verdad, no
es sino la teoría, rigurosa y estupefaciente, de que se da a los hom­
bres, como su porción, esta autorrevelación" de lo Absoluto. Pues
el amor por el que san Juan define la naturaleza de Dios no es otra
cosa que el gozo de sí misma de la Vida absoluta.
La teología de Henry está, quizá, tan llena del Espíritu que no
conoce más que al Padre y al Hijo. Este nuevo Plotino -la expre­
sión es de Rudolf Bemet, en el apasionante coloquio de Cérisy que
se ha dedicado a discutir las últimas producciones de la pluma de
Henry- tiene sus dificultades a la hora de explicamos claramente
en qué se diferencia cada vida particular humana -individuación
de la esencia de la Vida- de la Vida divina. Tiene también sus difi­
cultades al proponer una alternativa política al capitalismo tan radi­
calmente otra que cuesta un trabajo ímprobo concretarla en una
verdadera política. Pero la audacia, la hondura, la belleza, la inde­
pendencia de cuanto lleva dicho son, sin duda, ya en sí mismas,
una lección inolvidable. Esperemos que asi lo sea, en efecto, muy
pronto en España.
Para lo cual puede ser muy útil la traducción de Genealogía del
psicoanálisis, el tratado que, como se dijo arriba, seguramente mejor
introduce al filósofo en el conjunto de los pensamientos de Henry
(para los que todo detalle técnico requerirá siempre el estudio
directo del opus magnum, La esencia de la manifestación).
En efecto, jrazar la genealogía del psicoanálisis es para Henry
el medio más directo con el que conseguir mostrar que las hipó­
tesis de Freud son tan necesarias como insuficientes, debido al
hecho de que la historia esencial que desemboca en ellas es la his-
loria de la incapacidad de la metafísica (y de sus críticos) para hacer­
se cargo de lo único que importa: la vida, el fenómeno de todos
los fenómenos, el fenómeno gracias al cual hay cualquier otro fenó­
meno;
Las estaciones de esta genealogía que obligó a una elaboración
parcial y desviada del problema con el que Freud se estaba real­
mente enfrentando (la vida escamoteada) son, principalmente,
Descartes, Kant, Fichte, Schopenhauer y Nietzsche. A cada uno
de estos hitos clásicos dedica aquí Henry un magnífico estudio
que directamente versa sobre la teoría de la verdad, o sea, sobre lo
más peculiarmente perteneciente al ámbito de la filosofía prime­
ra, en cada uno de ellos. La discusión con Husserl, Heidegger,
Bergson, Sartre y Merieau-Ponty podrá ser percibida como el soni­
do del bajo continuo por cualquier oído entrenado.
Las repercusiones de esta recepción filosófica, tan honda y tan
crítica, de la obra teórica de Freud no.han dejado de producirse
en otros ámbitos culturales (cfr. destacadamente los ensayos de
Mikkel Borch-jacobsen). ¿Por qué no hemos de esperarlas también
en España, donde se multiplican los gmpos de trabajo sobre estos
mismos problemas? ■
:
Pasemos ahora a sugerir, más técnicamente, cómo aproximar­
se al centro de la propuesta filosófica de Michel Henry.
El magnífico ensayo con el que se abre G enealogía del psico­
análisis, dedicado a Descartes - y que debe ser estudiado com o un
prólogo a toda la obra de Henry, ya que ésta gusta de entenderse
a sí misma como la difícil repetición del cartesianismo de los comien­
z o s empieza con esta medida y desmedida alabanza: “Lo que con­
fiere al proyecto cartesiano su carácter fascinante y le conserva aún
hoy su misterio y su atractivo es que se confunde con el proyecto
mismo de la filosofía”; y es que “una filosofía radical y primera es
la búsqueda del Comienzo” (página 17 de la edición francesa): un
Comienzo tan enteramente tal que no cesa de empezar, de modo
que es, al mismo tiempo, comienzo de sí mismo y raíz del senti­
do de todo lo demás, incluyendo la búsqueda en la que Descar­
tes, Henry o nosotros podemos participar.
Por esto mismo, Descartes no cometió la ingenuidad de pro­
poner un método para su exploración, como quien descubre el
mapa de la isla del tesoro, justamente, su grandeza estriba, en otra
buena parte, en haber sostenido que había de serle reconocido que
cada uno de los pasos realmente dados por su pensar transcurría,
ya de entrada, en el territorio privilegiado del Comienzo.
Henry, pues, se rebela contra la interpretación más en boga
hoy del pensamiento cartesiano, que ha sido muy favorecida por
la autoridad de Heidegger. Henry no cree tanto como ios parti­
darios de Heidegger en la linealidad de la historia del pensar filo ­
sófico, y menos aún cree que Descartes señale, por decirlo de algu­
na manera, el principio del precipicio, el punto de inflexión a par­
tir del cual el movimiento de caída y olvido en que consistiría la
Filosofía se acelera prodigiosamente; lo cuál significa, asimismo,
conceder a Descartes un papel mucho más interesante en la his­
toria de la travesía fantástica del pensar occidental. Él, precisa­
mente a título de descubridor de la radicalidad del Comienzo, tie­
ne que haber sido también el primero que lo encubre con una
eficacia casi perfecta.
Descartes no es un punto de inflexión, sino aquel pensamien­
to que sólo, en el fondo, se ve repetido, con mayor o menor pro­
fundidad, por los postcartesianos -c o n tanta más profundidad,
cuanto más capaces sean de repetir, simultáneamente, el cartesia­
nismo de ios c o m i e n z o s Y es que, en definitiva, contra la repre­
sentación de la historia que Heidegger ha legado al pensar her-
menéutico contemporáneo, Henry opone la idea de que a lo Real,
al Comienzo, le es indiferente el vagabundeo del hombre por la
región de los sueños.
Ahora bien, reconozcamos que el Comienzo sólo puede ser
expresado como el Ser. La diferencia fundamental a la que hay que
prestar concentradísima atención es la que separa al Ser como lo
Uno, de los Entes como lo Otro. La originalidad cartesiana es -n o s
acogemos a Husserl para rehuir a Heidegger, a Kant, a Schelling-
haber descrito el Ser como el Aparecer, y no, precisamente, como
la Noche primordial de las Madres del mundo.
Porque lo que emerge de la Nada, lo que la “expulsa y toma su
lugar”, es el Aparecer. El Aparecer en cuanto tal, y no la pura opa­
ca presencia, el estar nocturno.
Esta tesis clave es la que nos explica por qué se ha escogido el
término fenom enología para designar a esta ontología de pretensio­
nes absolutamente primeras y radicales. Fenomenología sólo pue­
de identificarse con ontología, si es que realmente debemos sos­
tener a partir de ahora que Ser es Aparecer. Mejor dicho: puesto
que se trata en todo esto del aparecer en cuanto ta l conviene empe­
zar diciendo que Ser dice lo mismo que el aparecer del aparecer.
He aquí, pues, la decidida enemiga de Henry a declarar que el
Comienzo pueda ser Noche, o, con palabras más familiares para
el lector de historia filosófica, que el Comienzo sea mero Noúme­
no, o mero Inconsciente, o ciega Voluntad irracional e impenetra­
ble: se cierra así el paso a la proliferación, so pretexto de la Dife­
rencia ontológica, de una dualidad o hasta de una pluralidad de
mundos.
Y esta fórmula última, que evoca a Platón ya directamente, nos
conduce a lo que de verdad tiene aquí más importancia: la con­
vicción de Henry de que la retirada a la Noche del auténtico
Comienzo equivale, por más que se quiera decir otra cosa, a supri­
mir, precisamente, la Diferencia ontológica.
El ataque de Henry a toda ontología que por principio no sea
fenomenológica consiste, en su núcleo, en mantener que el aleja­
miento de tal fenomenología es en realidad entregarse a confun­
dir el ser con un ente, porque sólo los entes pueden estar unas veces
ocultos y otras revelados; o , aún más, porque los términos correlati­
vos evidencia y oscuridad están íntegramente tomados no del Apa­
recer, no del Uno de la Diferencia, sino de Lo que aparece, el Ente,
lo Otro de la Diferencia.
Si retrocedemos a la clásica terminología de Descartes, diremos
entonces que este centro de la filosofía de Henry estriba en ia pre­
tensión de que ei contraste entre la conciencia y lo inconsciente,
entre la evidencia y su contrario, entre el conocimiento y su opues­
to, o, en definitiva, entre el entendimiento y su opuesto (que ha
solido ser pensado bajo el término de voluntad), corre el riesgo
inminente y terrible, decisivo, de una equivocidad. Porque nor­
malmente sucederá que los dos polos de estas oposiciones esta­
rán tomados del terreno más conocido --el primero para nosotros,
aunque no en sí-, que es el de los fenómenos, los entes, el Mun­
do. En tal caso, con esas parejas de conceptos filosóficos no esta­
mos captando más que contrastes Ultramundanos,- contrastes ond­
eos; y si suponemos de continuo que cualquiera de tales contrastes,
o todos en conjunto, son la Diferencia ontológica, entonces la esta­
mos suprimiendo, o, por lo menos, ocultando con toda eficacia.
De rechazo, nos cercioramos así de que el aparecer del aparecer
no puede ser adecuadamente recibido en el lenguaje por las pala­
bras entendimiento, conocimiento, evidencia, más que si se toma
la precaución de distinguir dos significados en cada una de ellas,
uno de los cuales tiene siempre que ser defendido, por así decir,
contra la corriente de dejarse llevar por el conocimiento del m un­
do como modelo único para el discurso filosófico.
Pero, ¿por qué se está prácticamente condenado a pensar -p o r
lo menos, a pensar- en el olvido de lo más decisivo, sobre todo
cuando es un hecho cotidiano, perfectamente al alcance de todo
el mundo, saber distinguir entre el ser de algo, el existir de algo, y
ese algo que bien podría no estar existiendo o no ser exactamen­
te tal y como es? Y nada digamos de la cotidianeidad de la dife­
rencia entre el hecho de que algo aparezca o se muestre, y el con­
tenido de esa apariencia, el propio fenómeno. No hay nadie que
no separe la visión de la cosa vista, o la comprensión de ia cosa
comprendida, y, más aún, el deseo de la cosa deseada.
La Diferencia, sea de la naturaleza que sea, tiene la peculiari­
dad de estar con toda naturalidad presente en la vida de todos y
de cualquiera; de tal modo que hay palabras que la designan explí­
citamente, sin hacer el menor aspaviento de cosa nueva o de secre­
to monstruosamente bien guardado, hasta cierta hora de la histo­
ria; y tales palabras se hallan ya en las fases más antiguas del
desarrollo de las lenguas que han llegado a nuestro conocimien­
to. Y, sin embargo, el pensamiento, en especial el más antiguo y el
más contemporáneo, pretende que de la consideración absoluta­
mente adecuada de esos sentidos lingüísticos y vitales depende,
nada m enos, que la pérdida o la recuperación de lo único que
importa que no pase desapercibido para el hombre.
Es inevitable, dada esta situación tan interesante, pensar que
la modalidad intelectual en que se vive ía vida de todos los días
- la actitud natural, en la acepción ele este término técnico que
más común es a las varias fenomenologías- está afectada por algu­
na confusión, y que la operación clave del pensar filosófico es la
aclaración de las brumas del pensamiento implícito en que habi­
tualmente se está - o se ha caído-. Aclarar una confusión es hacer,
en definitiva, que resalte una diferencia allí donde antes no se
podía creer que había sino una indiferencia, una mezcla quizá.
De manera muy afín a la metodología del idealismo clásico de
Fichte, se puede decir, sin demasiado margen de error, que la
operación esencial y primera es, para la filosofía, la abstracción;
el ir prescindiendo y aislando, y no necesariam ente para qu e­
darse con sólo uno de los com ponentes distinguidos a partir del
caos inicial, sino, seguramente, para obtener al final el estado de
pureza de cada uno, como clave que permita entender no sólo
el Comienzo, sino también la mezcolanza con él de lo Segundo,
Y, de hecho, Henry practica una difícil com binación entre ab s­
tracción y suspensión o epoché (elim in ación , podríamos traducir
también nosotros).
Podemos admitir sin demasiada demora que, en efecto, el Mun­
do es el arsenal primitivo de los conocimientos, de tal manera que
es natural que se alcance enseguida un estadio del pensamiento
implícito, ejercido tan sólo al ir viviendo e ir moviéndose el hom­
bre por el mundo, en el que el hombre y su pensam iento, y, por tan­
to, el aparecer y ei ser, sean considerados puras partes entre las que
integran el Mundo, o sea, puro Mundo.
De esta manera, lo natural será que se comprenda por a p a ­
recer, ser y conciencia un ente, un pedazo de mundo. Y, así, cuan­
do las más viejas lenguas naturales distinguen, com o sucede en
Homero, el ser de las cosas y las cosas mismas, que son, fueron
y serán, y, además, la verdad sobre ellas que es capaz de decir
algún hom bre, lo que estará sucediendo es que la significación
pura o a b stra cta, la significación post-epoché de esas palabras,
está siendo mezclada casi inextricablemente con factores de sen­
tido que proceden exclusivamente de las cosas o entes, si bien
es, asimismo, posible que esté siendo verdad que el significado
de las cosas se haya mezclado desde el principio con el signifi­
cado de las acciones conscientes o subjetivas ante las cuales las
cosas aparecen.
Se puede, entonces, decir que la conciencia natural segura­
mente impregna las cosas con sentidos ontológicos, e impregna, en
la misma acción, lo ontológico con significados ónticos.
Y no es una exageración afirmar que, si no tuviéramos otra arma
filosófica que las distinciones intralingüísticas, nunca podríamos
ni sospechar el conocimiento de este estado de posible caos sig­
nificativo en la conciencia natural (sea dicho, de paso, contra las
pretensiones imperiales del análisis lingüístico, aunque es cierto
que están ya en pleno proceso de crecer en modestia).
'Es la vida, la existencia, la interacción real entre e). Mundo y el
Hombre lo que, si es que algo lo permite, permite también no ya
conocimientos como éstos, sino aun las meras sospechas que esta­
mos enunciando.
Recorramos, si ai lector le parece, el trayecto en la parte más
difícil:
Admitamos, como es evidente que haremos ál leer las Medita­
ciones cartesianas, que la expresión más acabada del cogito como
expresión del Comienzo es la frase videre vicleor mundum, en ia que
videre puede reemplazarse con cualquier otra palabra que remi ta a
una acción subjetiva intencional, tal como oír, tocar, juzgar, valorar,
desear, pero también moverse por, comer (en los significados de
estos términos que implican la conciencia de que se está hacien­
do tales cosas). Por otra parte, mundum debe entenderse que, por
regla general, quiere decir, más bien, partes mundi o momenta mun-
di, que no ía totalidad o globalidad del mundo.
Más importante todavía es recordar que, además de esta breve
explicación inicial y provisional de cogito, Descartes describe el
Comienzo no sólo como videre videor mundum, sino como cogito
ergo sum. Obtenemos, pues, este resultado: videre videor mundum, ergo
sum.
Si comparamos esta tesis con las que ya conocemos que avan­
za Michel Henry, el resultado será una combinación que se expre­
sará así: la Diferencia ontológica corre entre videre mundum y videor;
y, en segundo lugar, la fulguración’ del videor es aquello quefu n d a
su identificación con el ser.
Ocurre, además, que el ser, y aun el aparecer del aparecer, se
yoizan de inmediato, constituyen en su propio interior, desde el pro­
pio comienzo, su ipseidad -porque la tesis cartesiana, traducida a
los términos de Henry, quiere decir que la identidad entre apare­
cer y ser, cuando es pensada en la pura Diferencia fenomenológica
y ontológica, no sólo es identidad, sino ipseidad, yo m ism o-.
Suspendamos toda atención a este aspecto completamente nue­
vo de la problemática del Principio - a pesar de que posee en Henry
una importancia inmensa- y concentrémonos en la diferencia como
separación, abstracción o epoché que se traza o corre entre videor
(Uno) y videre mundum (Otro).
¿No hemos obtenido, en realidad, tres términos -videor, vide­
re, mundum- en vez de dos, aunque la Diferencia, a no ser que sea
pensada como Diseminación, requiere sólo de lo Uno y lo Otro y
es incompatible con un trío de distintos? Intentemos, sin embar­
go, empezar pensando la hipótesis de una Diferencia, no la de una
Diseminación. Ya para hacer viable este primer camino hemos pro­
puesto que la separación se encuentre, esencialmente, entre videor
y el resto de la fórmula.
Lo que esto empieza por significar está bastante claro. Y es, en
efecto, que el riesgo máximo de ambigüedad o de olvido ontoló­
gico se situaría en la confusión de los dos modos del aparecer -e s
poco decir, esto de separarlos como si fueran simples modos de lo
Mismo, de lo U n o -, que están aquí expresados casi con la misma
palabra: videor, por una parte, y videre, por la otra.
Pues bien, Henry afirma tajantemente que la fenomenología
de Husserl, que ha querido, como él mismo lo quiere, repetir el
cartesianismo de los comienzos, es, en realidad, aunque genial­
mente, la perfecta confusión de esos “modos” como, precisamente,
no siendo nada más que modalidades de una misma conciencia,
de una misma intencionalidad consciente o mención o constitución
subjetiva; y en esto los íenomenólogos franceses Descartes y Mai~
ne de Biran han visto siempre más claro, aunque hayan sido tam­
bién culpables de iniciar el más formidable ocultamiemo de lo que
tendrían que haber conseguido pensar sin velos.
Es verdad que todo el esfuerzo de Husserl, como antes lo fue,
de otra manera, de los idealistas alemanes y del propio Kant, con­
sistió en separar perfectamente el aparecer o constituir subjetivo de
sus rendimientos o logros intencionales, empezando, precisamente,
por cortar con todo cuidado con la posibilidad de que la luz deí
Mundo (la actitud natural) se filtrara en la interpretación que debe
hacerse de la misma subjetividad referida intencionalmente al Mun­
do. Para decirlo de otra manera, no hay duda de que el esfuerzo
de Husserl fue también empezar por deslindar mundum y videre.
Este trabajo tendría, de haber sido realizado de acuerdo con su
ideal, que haber puesto a Husserl en condiciones de aislar la esen­
cia pura del aparecer en cuanto tal; de modo que, si esta esencia
pura sólo se efectúa en el videor, allí hubiera debido entonces ser
reconocida sin dificultad. Y no fue así.
¿En qué pudo estar el punto débil de Husserl? Suponiendo
siem pre que Henry lleve fundam entalm ente razón, tiene que
haber consistido en que era imposible conquistar en la relación vide-
re-mundum la esencia pura del aparecer; pero Husserl, justam en­
te, la habría buscado sólo allí. Descartes, en cambio, habría sido
más perspicaz.
La conocida fórmula fenomenológica, que, además, ha sido en
especial explotada para sus propias filosofías más por los discípu­
los íranceses de Husserl (Sartre y Merleau-Ponty) que por el pro­
pio maestro de ambos (Husserl les es claramente superior en talen­
to filosófico), la fórmula clave de la fenomenología contemporá­
nea parece ser que toda conciencia es intencional, y, por lo mismo,
que toda conciencia es relación intencional. En consecuencia, no
cabe filosofía fenomenológica que no se practique en la correlación
de lo que el texto capital y más escolar de Husserl, Ideas i", llama,
en general, noesis y n óem a, acción subjetiva y objeto intenciona!..
De acuerdo con ello - y ésta es, evidentemente, una tesis can­
to íenom enológica com o ontológica-, el Aparecer no es, pues,
puro Aparecer-del-aparecer, sino que es aparecer de lo otro de sí
mismo.
He ahí la distancia exacta que separa en sus 'programas a 1a
fenomenología material de aquella otra a la que Henry tildaría, cla­
ro está, de formal, conceptual, olvidadiza, fracasada en sus pre­
tensiones ontológicas. . '
En el punto sobre ei que hemos concerníado la discusión, la
tesis hermenéutica de Henry lector de Husserl. dice, pues, que éste
ha interpretado el videor cartesiano, en última instancia, y pese a
todas las salvedades y todos los matices que ha ido vislumbrando
y, .a veces, incluso introduciendo explícitamente en sus descrip­
ciones, como una referencia intencional análoga, por ío menos, a cual­
quier otra referencia intencional no auto-referente. La distancia entre
unos y otros de estos casos análogos está, pues, para Husserl y
toda fenomenología “formal”, más bien del lado del objeto consti­
tuido que de la acción constitutiva, la cual es en todos ellos un men­
tar -entendido amplísimamente-
Digamos que Husserl podría haber reescrito la fórmula de Des­
cartes como videre video mundum, por muy a sabiendas que esté,
como cualquiera, de los matices diferenciales entre las menciones
auto-referentes y las menciones he tero-referen tes -q u e en la lite­
ratura filosófica remontan a Platón, y que, en la proximidad del
lenguaje de Descartes, son muy accesibles, por ejemplo, en san
Agustín-.
Todo lo cual quiere decir que Husserl no habría escapado ai mode­
lo reflexivo en ¡a filosofía prim era, que es, por esencia, com o Hei­
degger le reprochó, un modelo en que no puede ser mantenida
con consecuencia estricta la Diferencia omológica. Descartes, de
nuevo, habría sido más perspicaz. La fenomenología material no será,
en cambio, de índole reflexiva, precisam ente porque sí que es efectiva­
mente ontológica.
Podemos proceder ahora, por tanto, o bien en la dirección de
mostrar en qué consistiría, según Husserl -o , m ejor dicho, según
Husserl leído por H enry- la esencia correlacional pura del apare­
cer en cuanto tal, y, por lo mismo, cuál es la tesis husserliana sobre
el ser; o bien en la dirección de aclarar en qué sentido el videor car­
tesiano pertenece en verdad al campo de la fenomenología mate­
rial y, por ello, al Comienzo no reflexivo. Procederemos aquí, caren­
tes ele más espacio, siguiendo esta vía segunda, aunque ella no sig­
nifica otra cosa que hacer patente en qué se diferencian la epoché
cartesiana y la husseriiana. ^
La tesis de Henry es ahora que, aunque tengamos tres palabras
en la fórmula del cogito, realmente hemos hecho bien en no dejar­
nos llevar ingenuamente de este dato exterior a la cosa misma, por­
que no es verdad que el videre se refiera intencionalmente al mundo,
en primer término, y, en segundo término, o por detrás, actúe el videor
como otra referencia intencional del mismo tipo, en definitiva, sólo que
dirigida a un objeto distinto: al complejo videre-mundum, y, en espe­
cial, al videre que va contenido en él. La verdad, más bien, debe ser
que la propia visión del mundo, la conciencia vertida al mundo,
está siendo hecha posible, desde su centro, por así decir, por lo
que tiene no ele auto-reflexión, sino de sentir inmediato de sí, de
aparecer del aparecer.
Incluso más que esto. Lo que pretende defender Henry es que
la luz del Mundo mismo es el verdadero soporte del videre cuan­
do el hombre se entrega enteramente en sus manos y piensa como
si nada más hubiera que su relación al Mundo.
De esa manera, lo que propiamente estaría ocurriendo es que
la luz de la intencionalidad referida al mundo provendría en reali­
dad de este mismo, y lo que faltaría por tener plenamente en cuen­
ta es la auto-inmanencia a sí de tal luz: su Fundamento o Comien­
zo. Y en la decisión de situarlo o bien en la Noche o bien en el
Aparecer-del-aparecer se localiza el lugar exacto en que o se renun­
cia a la Diferencia o se la mantiene en el verdadero Comienzo.
A todo ello, el videor, incluso portando su tan problemática
ipseidad, estaría ya siempre, indiferente a los avalares del pensa­
miento, siendo la Luz de la luz del mundo, y por lo mismo, la luz
de la “conciencia”, en el sentido que esta palabra tiene en la feno­
menología contemporánea.
Nuestra tarea última se concreta, pues, en intentar localizar qué
se entiende por tal luz propia del Mundo en la fenomenología hus-
serliana y posthusserliana, de modo que sea mucho más sencillo
afrontar, simultáneamente, en qué está la diferencia entre la epo­
ché cartesiana y la husserliana.
Y, en una palabra, Henry sostiene que esa luz es el tiem po, y
que Descartes, aunque de inmediato se entendió mal a sí mismo,
ha entrevisto genialmente que hay un pathos, una afectividad pura­
mente inmanente, Uno respecto de todo Otro, que se identifica
con el ser, que es el aparecer del aparecer y el ser deí hombre, (la
Vida), y que seyülsi de suyo ya en el Comienzo; un sentir de antes
del tiempo y en el que se fundamenta de alguna manera -éste es
el principal problema del pensamiento de Henry, a mi modo de
v er- el propio Dimensional primitivo, chaos hesiódico originario,
que es el Tiempo; mientras que los Entes, por su parte, no nece­
sariamente se bañan en la luz del Tiempo.
La epoché de la fenomenología husserliana desciende hasta aque­
llo sin nombres que es la temporalizadón del tiempo inmanente.
Pero insiste en ver esta auto-temporalizadón como síntesis inten­
cional (permítaseme un inciso crítico: ¡sería mucho más preciso
hablar de síntesis pasiva pre-intencional, que es cosa bien distin­
ta!). La epoché de la fenomenología material no identifica al Tiem­
po con el Ser, porque no hace del Tiempo el Aparecer-de i-apare-
cer. Como Descartes, funda el sum. en el videor, pero no confunde
a éste con ningún sartriano cogito pre-reflexivo (porque, en realidad,
a pesar de que Sartre use tal nombre, ia cosa qué él designa así
deriva toda su luz de la mundanidad del Mundo). Lo que hace es
interpretar el videor del texto de Descartes como autoafección de la
Vida, justamente al revés que como para-sí aniquilador.
El ámbito, la Dimensión, el Fuera del Tiempo; que es el Mun­
do como la Conciencia de la fenomenología husserliana, es, por
otra parte, la Finitud. En realidad, ni el videor que'es el Ser, ni tam­
poco los Entes, se hallan de suyo o son de suyo -la Finitud.
Y, de nuevo, aún más difícil que explicar qué Eternidad o infi­
nitud es la de lo Real, a Henry le será problemático señalar por qué
la Vida se finitiza, y por qué parece ilusoriamente -pero peligrosí-
sim am ente- finitizar, a una con ella, todos los entes reales.

Miguel G aráa-B aró


Un heredero tardío
En el momento en. que una forma de pensamiento parece enveje­
cer y declina hacia su fin, más que su futuro incierto conviene
inquirir el largo proceso de su maduración y alumbramiento, a fin
de leer en él los signos anunciadores de su destino. Una genealo­
gía del psicoanálisis, a buen seguro, nos será más instructiva a su
respecto que sus éxitos o fracasos momentáneos. Y cuando la efi­
cacia de su terapéutica está en entredicho y el psicoanálisis, a pesar
de su audiencia popular, reviste ya el hábito gns de la ideología, la
filosofía debe aclarar el motivo de este declive, el de un corpus teó­
rico que se consagra inicialmente a una revolución total en el modo
de comprender el ser más íntimo del hombre -su Psique- y así,
como la inversión de la filosofía misma, al menos bajo su forma
tradicional.
Pero ahí residía sin duda su principal ilusión. Las razones que
determinan el lento reflujo del psicoanálisis no le son inherentes
y sería un error imputárselas a él. El psicoanálisis no es un comien­
zo, sino un término, el término de una larga historia que no es
nada menos que la del pensamiento de Occidente, la de su inca­
pacidad para apoderarse de lo único que. importa y así, la de su
inevitable descomposición. Freud es un heredero, y un heredero
tardío. Por tanto, no es de Freud, en primer término, de quien con­
viene hoy que nos desembaracemos, sino de esa herencia más gra­
ve y que viene de más lejos. Los que deben ponerse en duda son
los supuestos que han guiado, o más bien extraviado, la filosofía
clásica y que Freud ha recogido sin saberlo ni quererlo, llevándo­
los hasta sus últimas implicaciones. Por otra parte, las investiga­
ciones que siguen no se hubieran emprendido si para el autor sólo
se tratase de declarar su desacuerdo con una doctrina particular.
Antes bien, lo que hace falta esclarecer es el fondo impensado del
que procede, puesto que ese fondo ha determinado casi todo lo que
ha precedido a Freud, así como determinará, si no le ponem os
coto, todo lo que corre el riesgo de venir tras é l
¿Cuándo hizo, pues, su aparición el concepto de inconsciente
en el pensamiento moderno? A la vez que el de condercdci y como su
exacta consecuencia. Es Descartes quien ha introducido el concep­
to de conciencia con el sentido que tiene para nosotros, no aquel
de conciencia moral, el cual se refiere al modo de juzgar del hom­
bre y a su dignidad, de evaluar su puesto en la escala de los seres
y en el cosmos. En este caso, el hombre era sólo una realidad cuyos
caracteres importaba reconocer, especialmente los más eminentes.
Con Descartes, por el contrario, el concepto de conciencia recibe
la significación ontoiógica radical conforme a la cual designa el apa­
recer considerado por sí mismo, no cualquier cosa, sino el pnnci-
pio de toda cosa, la manifestación original en la que todo lo que
es susceptible de existir adviene a la condición de fenómeno y así,
de ser para nosotros.
Sin embargo, Descartes ha introducido el concepto de con ­
ciencia con un grado tal de profundidad que su alcance primero
no ha podido ser preservado ni verdaderamente apercibido, ni
siquiera en el momento de su recuperación por parte de la feno­
menología contemporánea que, no obstante, pretendía darle su
pleno desarrollo -n i siquiera, añadiremos nosotros, por Descartes
m ism o-, ¿Se ha prestado suficiente atención al hecho, incansa­
blemente repetido, de que el cogito no se cumple sino con la epo-
jé del mundo, con la puesta entre paréntesis no sólo de todo lo
que es, sino de la fenomenicidad del mundo como tal, a saber, lo
Dimensional extático que posibilita el pensamiento y con el que
concuerda desde Grecia? Por tanto, lo que con- tanta pasión ha
buscado Descartes no se obtiene ni como la apertura de un esta­
do de Abierto otorgada por una Naturaleza original, ni bajo la for­
ma de la Í8 é a de Platón, de la supuesta percepción cartesiana o
de la representación de los modernos, sino precisamente gracias
a su rechazo y como lo totalmente otro que elld.s, lo totalmente
otro que el ek-stasis. Según Descartes, “yo pienso” significa todo
menos pensamiento. “Yo pienso” quiere decir vida, aquello que el
autor de la Segunda Meditación denominaba ei “alma”.
Por desgracia, las intenciones científicas de Descartes, o mejor,
su pretensión filosófica, por otra parte de suyo legítima, de fundar
la ciencia misma asegurando sus condiciones y confiriéndole así
un asiento “cierto”, se superpusieron al proyecto primitivo, des­
viándolo de sus verdaderas metas y relegándolo finalmente al olvi­
do. Se malogró el esfuerzo de una fenomenología radical capaz de
discernir, en el seno mismo del puro aparecer y bajo la fenomeni­
cidad de lo visible, una dimensión más profunda donde la vida se
alcanza a sí misma antes del surgimiento del mundo. En lugar de
dar pie a investigaciones decisivas, se perdió nada menos que lo
implicado en el hecho extraordinario de que el concepto de con­
ciencia, al hacer su entrada en la escena filosófica, se desdoblase
misteriosamente hasta el punto de designar a la vez lo visible y lo
invisible, esta revelación más antigua que no se logra sino por la
epojé del mundo. De este modo, se ha producido la desviación his­
tórica a causa de la cual fue abandonada la vía abierta hacia el
Comienzo, a la vez que la “filosofía de la conciencia” se internaba
en una dirección opuesta que conducía al mundo y a su saber, a
una teoría transcendental del conocimiento y de la ciencia, hacien­
do posible a su vez el dominio de las cosas y el universo de la téc­
nica. ¿Resulta casual que sea precisamente en la obra de Kant don­
de esta filosofía de la conciencia se erija, bajo la forma de una
ontología de la representación -e s decir, de la experiencia enten­
dida como la relación de un sujeto con un objeto en general-, en
una teoría elaborada del universo objetivo?; ¿lo es que la crítica del
alma cartesiana se haga sistemática, vedando definitivamente al
hombre de nuestro tiempo el acceso a aquello que constituye a
una su ser más íntimo y la esencia originaria de su ser?
Puesto que Freud toma, según sus propias palabras, su con­
cepto de conciencia de la tradición filosófica, así como del senti­
do com ún (“No es necesario caracterizar lo que denominamos
consciente, pues coincide con la conciencia de los filósofos y del
habla cotidiana”1), y puesto que la Bewujlthe.it freudiana designa
explícitamente la conciencia representativa2, en ese caso la afir­
mación según la cual el fondo de la psique escapa a una concien­
cia tal --no siendo nada que se pro-pone inicial o habitualmeme
como el afuera de una exterioridad cualquiera, en la luz de un ek-
stasis-, la afirmación de un inconsciente, reviste así por ello un
alcance ontológico inmenso: establece que la esencia originaria del
ser se oculta al campo de visibilidad en el que el pensamiento, filo­
sófico y científico, la busca después desde Grecia. En una filoso­
fía de la conciencia, o de la naturaleza, que reduce la fenomenici­
dad a la transcendencia de un mundo, el inconsciente es el nombre
de la vida,
Deviene aquí evidente aquello que, filosóficamente, hace de la
obra de Freud la de un epígono. Es Schopenhauer quien pone tér­
mino de forma brutal al reino de la metafísica de la representación,
al declarar que esta última no exhibe en ella nada que pueda pre­
tender la condición del ser real o de la existencia verdadera, refor­
zando esta aserción decisiva con una segunda no menos esencial,
a saber, que la vida es el ser que jamás adviene en calidad de obje­
to de un sujeto ni por ello, y que, con ese rechazo principal de la
ob-stancia, define la realidad. La interpretación del ser como Vida
es el acontecimiento crucial de la cultura moderna, el momento
en el que retorna al Comienzo y se da de nuevo la posibilidad de
unirse a él.
Es preciso ponderar aquello que posibilitó la invención scho-
penhaueriana -a l repetir la de Descartes-. Con una filosofía de la
vida pasan a un primer plano las determinaciones fundamentales
de la existencia: el cuerpo, la acción, la afectividad -s e toma en
consideración, al fin y al cabo, el suelo sobre el que siempre se edi­
fica el pensam iento-. Y, en efecto, en la obra de Schopenhauer

1Abrégé de psychanalyse, trad. A, Berman, París, PUF, 1975, p. 22; GW, XVII,
p. 81. Para los textos de Freud, damos las referencias por una traducción france­
sa fácilmente accesible, así como por la edición de obras completas, Gcsammelte
Wcrke, Londres, Imago Publishing Co., Ltd. I, designada por la sigla GW, segui­
da del número de tomo y de la página. [N. de los I : existe traducción al castella­
no, Freud, Compendio del psicoanálisis, en Obras Completas, vol. III, Madrid,
Biblioteca Nueva, 1973, p. 3388. A la hora de citar a Freud en castellano, ofre­
cemos la versión de la edición de Obras completas de la editorial Biblioteca Nue­
va bajo la abreviatura de O. C., seguida del número de tomo y página.]
2 Sobre este asunto, cf. injra, cap. IX.
vemos surgir y desarrollarse una temática nueva concerniente a la
corporalidad, el instinto, la sexualidad, el amor, la vergüenza, la
crueldad e incluso los problemas particulares, y, por tanto, decisi­
vos, que se plantean, o más bien se ventilan, en este nivel - lo s
“dramas”, habría dicho Politzer--, como, por ejemplo, la elección
mutua de los amantes.
Pero la afirmación según la cual lo totalmente otro que ia repre­
sentación, y que jamás se muestra en ella, es lo único que deíine,
el ser verdadero únicamente sólo escapa a la especulación para
advenir a la posición efectiva de aquello que .Schopenhauer deno­
mina Voluntad si lo totalmente otro que 1a representación se reve­
la en sí mismo en su reino propio. Sin ello, el ser irrepresentable
no es más que el noúmeno kantiano, justamente una entidad espe­
culativa que el idealismo alemán se esforzará por reabsorber en el
pensamiento, es decir, otra vez en la representación, dejándolo así
escapar de nuevo. Sólo una fenomenología verdaderamente radi­
cal, susceptible de captar la esencia de la vida como la del apare ­
cer original, es capaz, al separar esta vida de los fantasmas y los
mitos de un tras-mundo, de retenerla allí donde ella es: en noso­
tros, como aquello mismo que somos.
Schopenhauer no tiene los medios filosóficos para construir
esta fenomenología radical. El establece, de un modo verdadera­
mente genial, que lo otro que la representación jamás puede ser
apercibido en ella; designa una corporeidad primitiva como el lugar
de su cumplimiento y, al mismo tiempo, como aquello que nos
identifica con él. Por otra parte, sin embargo, la teoría kantiana del
sentido interno que reduce este último, es decir, la subjetividad
absoluta, al ek-stasis del tiempo y, así, a una representación, le impi­
de dar una significación fenomenológica a la inmanencia que, en
resumidas cuentas, define la Voluntad. Esta última se encuentra
uncida de nuevo bajo el yugo del pensamiento occidental y sumi­
sa a su destino, pro-ducirse en la luz del ek-stasis temporal o zozo­
brar en la noche: o representación o inconsciente. La vida se pier­
de en el momento mismo en que se nombra, y Freud ya habita ahí
por completo.
Por el contrario, con Nietzsche fulgura por un instante el bri­
llante pensamiento que restituye la vida al aparecer en calidad de
su esencia propia. Con la condición de un progreso decisivo: que
el aparecer sea por fin reconocido en la dimensión no extática de
su inicial y eterno llegar a sí - e l Eterno Retomo de lo M ism o-, la
vida. Sin negar nada del esplendor del mundo y de la apariencia
extática celebrada en Apolo, sino porque, al contrario, el F enó­
meno se apercibe sobre el Fondo de su posibilidad comenzante,
sobre el “velo”, dice Nietzsche, de la Noche original que lo engen­
dra -D ion iso s-, éste, el Ser mismo, es por fin considerado com o
lo que es, no un inconsciente que no es completamente nada, sino
al contrario: su propio pathos, la eterna e irremisible experiencia
que hace de sí eri el juego sin fm de su sufrimiento y su gozo.
Sobre el fondo de esta fenomenología radical se dibuja una
ontología que descubre la afectividad como la revelación del Ser
en sí mismo, como la materia de la que está hecho, como su sus­
tancia y su carne. A su vez, esta ontología permite descifrar esas
figuras deslumbrantes de la vida que son los fuertes, los nobles,
los animales: todos aquellos que han confiado su destino al decir
de un sufrir primitivo. Asimismo, hace inteligible el desplazamiento
esencial --entrevisto por Schopenhauer, pero no llevado por él a la
claridad del concepto- en virtud del cual todas las facultades repre­
sentativas -la vista, la memoria, el pensamiento- hallan en lo suce­
sivo su principio en un poder que ya no es el de la conciencia inten­
cional: en la vida.
Tras esto, es posible una lectura filosófica de Freud. Lo que
reclama el psicoanálisis* tanto en sus análisis esenciales como en
su terapia, ¿no es, previa y constantemente, esta subordinación del
pensamiento representativo -percepciones, imágenes, recuerdos,
producciones oníricas y simbólicas, estéticas y religiosas, e tc .- y
de todo lo que se muestra en él a un poder de otro orden?, ¿no es,
constantemente, el rechazo, al menos implícito, de una metafísi­
ca de la representación? Esta instancia subyacente, operante y repri­
mida, ¿no es la vida y, lo que es más, la vida en su esencia feno­
menológica propia, el afecto consustancial a esta fenomenicidad
y que no se podría separar de ella, que nunca es inconsciente? De
suerte que, como se establecerá sin ironía, situado en el corazón
del inconsciente, el afecto lo determina como fenomenológico en
su esencia y fondo.
¿Basta entonces, para desembarazarse de esta reducción para­
dójica del inconsciente al lugar de emergencia de la fenomenici­
dad, con observar que, incluso si su destino determina siempre el
de la representación, el afecto no constituye por ello la ultimidad
naturante del sistema, no siendo en ningún caso en el freudismo
más que el representante psíquico de la pulsión? Y dado que ésta
a su vez sólo representa en el psiquismo los determinantes ener­
géticos cuya teoría había fijado el Proyecto3 de 1895, ¿no nos encon­
tramos inevitablemente reconducidos a estos últimos, a procesos
naturales? Poco importa que en este retorno inconfesado de una
metafísica de la representación surjan inextricables dificultades,
que la Psique cuya especificidad se había pretendido defender se
descubra no siendo más que un equivalente, el sucedáneo de una
esencia biológica, incluso psico-química: el esquema explicativo

3 [N. de los T.: Freud, S., Proyecto de una psicología para neurólogos, O. C., I, pp.
209 - 276 .]
científico ha reconquistado sus derechos, desahuciando una vez
más a la fenomenología. La vida que vivimos no es más que un
efecto de lo que ignoramos. Con el conocimiento, con la ciencia,
nos liberamos progresivamente de esta ilusión que somos: ¡Eter­
no pensamiento de Occidente!
i Pero cómo se asemeja a la vida el tras-mundo ubicado' tras ella
para dar cuenta de la misma! ¡Cómo no ver que toma prestado de
ella todas sus característicasI La “excitación” investida en el doble
sistema neuronal del Proyecto no es sino el nombre de la afección,
es decir, de la fenomenicidad; la excitación “exógena” es la afección
transcendental -del “tejido vivo”- por el mundo; la excitación “endó­
gena” -y, por tanto, su auto-excitación- es 1a auto-afección que
constituye la esencia original de 1a subjetividad absoluta en calidad
de la Vida. Devuelta al fondo somático de la pulsión, la afectividad
sólo se refiere a sí misma, se explica por sí. Del mismo modo se verá
que si el principio de inercia se transforma invenciblemente en el
de constancia, si el sistema no puede deshacerse totalmente de sus
cantidades de energía, ello se debe a que, com o-auto-afección y
auto-impresión, y no siendo otra cosa que aquello que de este modo
no cesa de auto-impresionarse a sí misma, la vida ¡rio puede, preci­
samente, desembarazarse de sí.
De ahí que el esquema entrópico ceda finalmente ante la incan­
sable venida a sí de la vida. La descarga de los afectos, al igual que
la invencible presión de la libido inempleada, no designan otra cosa
que la subjetividad de la vida en el momento en que llega al colmo
la experiencia que hace de sí, hasta hacerse insoportable. Y la angus­
tia, de la que Freud ha dado descripciones admirables -la moneda
corriente de todos los afectos--, no es a su vez sino la angustia de
la vida por no poder escapar de sí. Ai fin y al cabo, tanto en sus
construcciones transcendentes como en sus mejores textos fenó­
meno! ógi eos, el freudismo cela consigo en él la mayor carencia de
nuestra época, y aquí reside sin duda, a pesar de sus incertidum-
bres teóricas, sus contradicciones, e incluso sus absurdos, la razón
de su extraño éxito.
El psicoanálisis no pertenece por tanto al corpus de ciencias
humanas al que hoy día se le incorpora y del que aquí será diso­
ciado cuidadosamente: es más bien su antítesis. Cuando la obje­
tividad no cesa de extender su reino de muerte sobre un universo
devastado, cuando la vida no tiene otro refugio que el inconsciente
freudiano y, bajo cada uno de los atributos pseudo-cíentíficos de
los que se reviste este último, obra y se esconde una determina­
ción viva de la vida, es preciso decir: el psicoanálisis es el alma de
un mundo sin alma, el espíritu de un mundo sin espíritu.
Pero la vida sólo soporta m omentáneamente la máscara que
menos le conviene; ninguna situación le repugna más a su esen­
cia que la de un tras-mundo. De ahí que no acepte por m ucho
tiempo el hecho de tener su ley fuera de sí, ella que es su propia
ley y que la sufre constantemente como aquello mismo que es, el
pathos del Ser y su sufrimiento la vida™. Por esta razón, pronto
le llegará el tiempo de quitarse esa máscara y, tal vez, puede que
dicho tiempo haya llegado ya.
Al fin y a la postre, lo que importa precisar es qué clase de his­
toria se nana aquí, pues a menudo se presenta el freudismo como
una historia empírica del individuo en la que lo que le pasa y le
pasará resulta con creces de aquello que le ha acontecido, de su
infancia, de la relación con su Padre, con su Madre, del trauma de
su nacimiento, etc. Lo que convierte en ingenua a toda explica­
ción de este género (como a tantas otras de la historia en general)
es que dicha explicación no hace sino retrotraer al pasado un pro­
blema que se encuentra aquí intacto y en el que no se ha avanza-
do ni un solo paso. “Explicar” el amor de un adulto por el que
tenía hacia su madre supone explicar el amor por el amor. El Padre
no hace inteligible la idea de Dios sino a aquel que no ha com ­
prendido que en estas dos figuras se representa una misma estruc­
tura ontológica, precisamente, la esencia de la vida en la medida
en que no cesa de experimentarse a sí misma y, así, de hacer la
experiencia de sí misma como aquello cuyo fundamento no es
nunca ella misma. La situación de desamparo del nacimiento sólo
da cuenta de la angustia en un ser originalmente constituido en sí
mismo como afectivo y susceptible de ser determinado afectiva­
mente.
Con la misma ingenuidad, la genealogía del psicoanálisis que
aquí se va a exponer podría ser considerada como una suerte de
historia de las doctrinas o de las diversas concepciones filosóficas
o científicas que lo han precedido, y de las que sería una especie
de resultado previsible. Ciertamente, cuando Freud llega a París
en todos los manuales de filosofía de la época asoma una psicolo­
gía de lo inconsciente, presentada principalmente como la condi­
ción ineludible del fenómeno central de la memoria. El concepto
de inconsciente, que será conjuntamente el de Bergson y el de
Freud, ha sido enseñado en las escuelas antes de que ellos fijen su
genial descubrimiento en sus libros. Pero cuando se hayan pues­
to en evidencia estas sutiles secuencias ideológicas con la satis­
facción legítima que confiere la erudición, apenas se habrá avan­
zado. No se habrá comprendido todavía la razón de la afirmación
crucial de un inconsciente que constituye el ser más íntimo y pro­
fundo del hombre -d e un inconsciente psíquico-. El hecho de
que esta afirmación haya sido establecida por los contem porá­
neos de Descartes como una objeción inevitable a la definición
eidética de la Psique como fenomenicidad pura, por Leibniz, Scho­
penhauer, Hartmann, Bergson o Freud, o en el manual de filoso­
fía de Rabier, ello no atañe sino a la historia; haz de cuestiones que
se le pueden plantear, y a las que por ello es capaz de responder,
en calidad de “historia de las ideas”.
Por otro lado, desde el simple punto de vista de la historia, la
form ulación-repetida en circunstancias diferentes- del in con s­
ciente psíquico hubiera debido dar que pensar. Dar que pensar
que no podía tratarse en este caso, pensándolo bien, de un des­
cubrimiento ocasional o de una invención puntual. Si la designa­
ción del inconsciente se refiere a io más profundo de nosotros y,
así, al ser mismo, ¿no es éste, más bien, quien la produce y no cesa
de producirla? ¿Acaso no es la vida misma en su invencible retira­
da del mundo, en la medida en que se oculta a la. fenomenicidad
del éxtasis en eí que se mueve todo pensamiento,-la que lo extra­
vía hasta el punto de hacerle declarar que todo lo que no se mues­
tra a él, o que no es susceptible de hacerlo, todo lo que no viene
nunca a nosotros en la ob-stancia de un ob-jeto o.de un “en fren­
te”, no es más que Inconsciente --lo privado en sí del poder de la
manifestación-? ■' ■ ' -
Genealogía no es, en verdad, arqueología. Los. desvíos históri­
cos por mor de los cuales el inconsciente ha venido’a nuestro mun­
do, y viene cada día, no pueden ser objeto de una simple consta­
tación, como tampoco de una descripción, la de las estructuras
epistémicas o la de los horizontes ideológicos que dirigen el pen­
samiento moderno: dichos desvíos proceden con carácter de ulti-
midad de la voluntad de la vida de morar en sí. Es la vida la que
deja campo libre al aparecer del mundo, mientras lo funda secre­
tamente; es ella, por tanto, la que propone al pensamiento -q u e
no puede en ningún momento aprehenderla en la vista de su v er-
como lo inconsciente. La construcción fantástica de éste, según la
imaginería científica de una época, 1895, por ejemplo, los desa­
rrollos transcendentes, los razonamientos especulativos, los enca­
jes de hipótesis al infinito, los personajes más o menos pintores­
cos que engendran, sus juegos a veces burlescos: nada de todo
esto es tan absurdo como parece. La mitología freudiana tiene la
seriedad de todas las mitologías, puesto que todas ellas se elevan
a partir de este mismo Fondo esencial y secreto que somos, que
es la vida. Esta es la razón por la que se cree en ella sin demasia­
do trabajo, por la que se la reconoce con tanta facilidad.
Pero, puesto que -m ás que en otros, en todo caso, de una for­
ma más deliberada- el pensamiento freudiano ha puesto en tela
de juicio los derechos de la objetividad, y dado que en él las cate­
gorías científicas prorrumpen bajo el peso de determ inaciones
fenomenológicas originales, puede decirse de él que a su vez cons­
tituye una suerte de ontología: en la medida en que, lejos de ser
el mero resultado del trabajo del análisis, su discurso sobre el
inconsciente depende en realidad de las estructuras fundamen­
tales del ser y las expone a su manera. De ahí que este discurso
no solo repita, sin saberlo, el de la filosofía clásica (el inconsciente
de la conciencia pura, de la “conciencia transcendental”, la con-
\eisiLii de esta filosofía de la conciencia en una filosofía de la natu­
raleza, etc.), reproduciendo de este modo las grandes carencias
del pensamiento occidental; va más lejos, hasta lo impensado de
este pensamiento, hasta ese lugar en el que prorrumpe a través
nuestro, en lo invisible de nuestra noche, la incansable e inven-
tibíe venida a sí de la vida.
L.a vida misma, sin embargo, permanece indiferente ante estos
dichos pensamientos a propósito de la vida, aunque todos ellos
procedan de ella. Por el contrario, reducir el ser al pensamiento
que pueda tenerse de él, incluso a ese pensamiento más esencial que
se une a él en su co-pertenencia y conveniencia original, es puro
idealismo. Comprender el psicoanálisis en su procedencia histó­
rica a partir del ser no supone en modo alguno incluirlo en este
último como uno de sus momentos, como una de sus “figuras” o
de sus “épocas”. Si nuestra relación primitiva con el ser no es un
ek-stasis - y esto es al fin y al cabo lo que quiere decir el psicoaná­
lisis-, si ésta no reside en el pensam iento ni en sus diferentes
modos, entonces no puede confiarse por completo a este último
-cu ya erranza, por otra parte, importa m enos-, y el destino del
individuo no es del todo el del mundo. Ya sea pura y simplemen­
te negada, como sucede en la ciencia contemporánea, que pre­
tende contener todo en su mirada objetivista, ya se intente, por el
contrario, formar un concepto adecuado de ella en esta fenome­
nología radical cuya edificación se persigue aquí, o ya se deje su
representación al folclore de las mitologías, no por ello la vida pro­
sigue en menor medida su obra en nosotros, no cesando de dár­
senos a nosotros mismos en el pathos de su sufrir y de su embria­
guez: ella es la esencia eternamente viva de la vida.

Osaka, 5 de noviembre de 1983


Capítulo 1

Videre videor
Lo que confiere al proyecto cartesiano su carácter fascinante y hace
que conserve todavía en la actualidad su misterio y atractivo es que
se confunde con el proyecto mismo de la filosofía. Una filosofía radi­
cal y primera es la búsqueda del Comienzo. Semejante búsqueda no
consiste en la de un método que nos permita llegar hasta él. Por el
contrario, ningún método sería posible si no dispusiese de un pun­
to de partida seguro, si no encontrase su emplazamiento inicial en
el Comienzo mismo. La intuición crucial del cartesianismo consis­
tió precisamente en afirmar la pertenencia de su marcha a lo que se
adelanta en primerísimo lugar, haciéndola de este modo posible al
mismo tiempo que toda cosa. Se piensa que el comienzo adviene
como lo “nuevo”. En calidad de forma nueva de pensamiento, el
cartesianismo marca así el comienzo de la filosofía moderna. Pero el
comienzo de la filosofía moderna supone muchos acontecimientos
previos; no es el comienzo. El comienzo de la filosofía cartesiana
misma -entendámonos, el orden según el cual despliega sus razo­
nes y la primera de ellas en particular-- supone también cosas pre­
vias a él; no es el comienzo. El Comienzo no es lo nuevo, antes bien,
es lo Antiguo, lo más antiguo. El proyecto cartesiano se dirige cons­
cientemente hacia ello a fin de apoyarse en ello y poder comenzar.
Por eso, aun cuando Schelling denuncia la pretensión de Descartes
de rechazar de un plumazo la aportación de una tradición que nin­
gún hombre podría reconstruir en su infinita nqueza por sí solo, por
muy fiel al texto que sea su reproche - “me veré obligado”, afirma
Descartes, “a escribir aquí como si se tratara de una materia que
jam ás nadie antes que yo hubiese tocado”1- , no puede ocultar a
nuestros ojos la intención cartesiana de retomar al momento más
inicial del Comienzo, por el que éste comienza, y comienza sin cesar.
¿Qué es lo que comienza en un sentido radical? Ciertamente
el ser, si es verdad que nada sería si el ser no hubiese desplegado
desde ahora y siempre su esencia propia a fin de reunir en él, en
su esencia así previamente desplegada, todo lo que es. Más preci­
samente, ¿en qué reside la inicialidad de este comienzo radical?
¿Qué es lo que está ya ahí antes de toda cosa cuando ésta apare­
ce sino el aparecer mismo en cuanto tal? El aparecer, sólo él, cons­
tituye la inicialidad del comienzo, pero no en la medida en que da
forma al aparecer de la cosa y su venida comenzante al ser: seme­
jan te comienzo no es todavía más que el comienzo del ente. El

1 Les passion de la m e, F. A,, III, p. 951; AT, XI, p. 328. Nuestras referencias
remiten a la edición de CEuvres philosophiques, de Ferdinand Alquié, París, Gamier,
designadas como F. A., seguida dei núm ero de tomo y de la página, y a la edición
de CEuvres de Descartes, de Adam y Tannery, París, Léopold Cerf., designadas como
A. T, seguida del número de como y de la página. Sobre el reproche de Schelling,
cf. Les ages du monde, trad. W jankéíevuch, París, Aubiei; 1949, p. 97. [N. de los X:
existe traducción al castellano, Descartes, R., Las pasiones del alm a (trad. de j. A.
Martínez y P Andrade), Tecnos, Madrid, 1997, p. 55.]
aparecer es inicial en el sentido más original, en la medida en que
aparece en primer lugar él mismo y en sí mismo. Sólo en este caso
et aparecer es idéntico al ser y lo funda, en la medida en que se
ilumina y enciende, y esta estela luminosa, com o iluminación no
de otra cosa sino de sí misma, como aparecer del aparecer, expul­
sa la nada y ocupa su lugar. El ser es la efectividad fenom'enológi-
ca del aparecer en su capacidad de constituir por sí mismo una
apariencia, esta pura apariencia como tal que es el ser. Ella es el
comienzo., no el primer día, sino lo absolutamente primero.
Descartes denomina al aparecer como tai, en su lenguaje, “pen­
samiento”, Precisamente en el momento en que Descartes fue capaz
de considerar el pensamiento en sí mismo, es decir, el aparecer por
sí mismo, cuando rechaza todas las cosas para nóretener más que
el hecho de su apariencia -d e forma más precisa: cuando rechaza
las cosas y su apariencia, con la que ellas siempre, más o menos,
se mezclan y confunden en la conciencia ordinaria; para no consi­
derar ya más que esta apariencia pura, abstracción hecha de todo
lo que aparece en ella-, sólo entonces creyó, en efecto, poder encon­
trar lo que buscaba, el comienzo radical, el ser: yo pienso, yo soy,
Cinco acotaciones nos permitirán ir más lejos en esta difícil repe­
tición del cogito. La primera es que éste, en todo caso, escapa a 1a
objeción dirigida contra él por parte de Heidegger.en Sein und Zeit2,
a saber, que el comienzo cartesiano no es radical, puesto que supo­
ne algo previo a él, una pre-comprensión ontológica al menos implí­
cita, pues si, sumido en la confusión, yo no sé qué es el ser, ¿cómo
podría decir en algún caso que “yo soy”? Pero Descartes no dice “yo
soy", dice “luego yo soy”. Lejos de surgir sin supuesto alguno, su
afirmación resulta de la elaboración sistemática del prius indispen­
sable, sólo a partir del cual es posible la proposición del ser. Este prius
no es otra cosa que el aparecer, aquello que Descartes denomina “pen­
samiento”. La determinación de este prius es el contenido mismo
del cogito. “Nosotros somos en razón sólo de que pensamos”3.
Un tema constante de las Meditaciones, así como de las Respues­
tas, a las Objeciones inconsistentes que se le plantearon, es la posi­
ción del sum como resultado de la del “yo pienso”. Por una parte,
el aparecer abre el campo en el que llega a la revelación de sí, de tal
modo que este campo está constituido por él y por su revelación.
Por otra, el ser no es otra cosa que lo que fulgura como la efectivi­
dad fenomenológica de dicho campo. “Luego”, en “yo pienso lue­

2 Niemeyer, Halle, 1941, p. 24. [N. de los I ; existe traducción al castellano,


Heidegger, M., El ser y el tiempo (erad. d e j. Gaos), FCE, México, 1973, pp. 34-
35.]
3 Principes, 1,8; FA, 111, p. 95; AT, IX, 11, p. 28; cursiva nuestra. [N. de los I :
existe traducción al castellano, Descartes, R., Los principios de la filosofía (trad. de
G. Quintas), Alianza Editorial, Madrid, 1995, p. 26.]
go yo soy”, significa una definición fenomenológica del ser por la
efectividad ele esta revelación del aparecer en sí mismo y como tal.
Por eso Descartes no podía sino encogerse de hombros ante las obje­
ciones de aquellos que como Gassendi declaran que yo bien podría
haber deducido mi existencia de cualquiera de mis acciones indis­
tintamente consideradas: “Os engañáis por completo, pues no hay
una sola de que pueda estar seguro (me refiero a la seguridad meta­
física, única de que aquí se trata), excepto del pensamiento. Así, por
ejemplo, no sería buena la deducción me paseo, luego soy., sino sólo
en la medida en que el conocimiento interior que del paseo tengo
es un pensamiento, y sólo por respecto a él es cierta la conclusión”4.
Ir, como hace el cogito, del pensar al ser, no consiste simplemente
en suponer éste o dejar indeterminado su concepto; por el contra­
rio, indica la dirección de su esencia. La idea de algo así como una
ontología fenomenológica echa sus raíces en Descartes.
Descartes denomina al ser, en su lenguaje, sustancia, cosa.
Deviene transparente lo que significa el sustancialismo en este car­
tesianismo del comienzo, no el de las Regulae, sino el de la Medi­
tación segunda, aquél que se iguala al. Comienzo y, en ese momen­
to inaudito y único del pensamiento occidental, se identifica con
el surgimiento inaugural del aparecer. “Cosa”, en la expresión “cosa
que piensa”, no indica algo más allá del aparecer en la actualidad
de su efectuación, como si el aparecer designase una simple apa­
riencia, un fenómeno --Schein, Erscheinung- que deja todavía tras
de sí la realidad, revelándola mediatamente, es decir, ocultándola;
algo que en su mostrarse remite a algo otro que, ello mismo, no
se muestra. “Cosa pensante” designa más bien lo que se muestra
en el mostrarse, en la medida en que lo que se muestra no es algo
sino el mostrarse mismo. El algo de la sustancia, la “cosa", no es
más que la aparición del aparecer y su resplandor.
Por tanto, para saber qué es una cosa, algo, el ser, Descartes no
necesita considerar los animales, las plantas, las ideas -d e hecho,
no existe nada semejante tras la duda-; le basta con apercibir la
fulguración de la apariencia y su Parusía. Una cosa que piensa no
es más que el resplandor del centelleo, la luz que se ilumina; la
sustancialidad de esa cosa es la efectividad fenomenológica, la ma­
terialidad de la fenomenicidad como tal. La ironía exasperada de
Descartes se dirige una vez más contra Gassendi, y tal vez también
contra toda aserción de la conciencia natural: “Me asombra tam­
bién que sostengáis que la idea de lo que se llama, en general,
una cosa, no pueda estar en el espíritu si no están en él a la vez las

4 Réponses c¡ux Cincjuiemes Objections, FA, II, p. 792; AT, Vil. p. 352. {N. de los
T: existe traducción al castellano, Descartes, R., Meditaciones metafísicas con obje­
ciones y respuestas (trad. de Y Peña), Alfaguara, Madrid, 1977, p. 280, traducción
parcialmente modificada por nosotros.]
ideas de anima!, planta, piedra y todos los universales: com o si, a
fin de conocer que soy una cosa pensante, tuviera que conocer los
animales y las plantas, pues debo conocer lo que es, en general,
una cosa”5. Al referirse de entrada la idea de la cosa a la cosa que
piensa y al pretender fundarla exclusivamente sobre ésta, Descar­
tes no sólo descarta de forma explícita toda interpretación del ser
a partir del ente y como ser del ente: hace dar sus primeros pasos
a una disciplina completamente nueva y que apenas se desarro­
llará tras él, y a la que en lo sucesivo daremos el-título de fenom e­
nología m aterial En ella ya no se considera por sí mismo el hecho
de aparecer en su diferencia radical con respecto a lo que aparece,
sino que explícita y exclusivamente se toma en consideración su
contenido como contenido ontológico y fenomenológico puro.
Esto es lo que inicialm ente significa la idea de res cogitans, por
cuanto es una cosa cuya esencia consiste por entero en pensar, es
decir, cuya sustancialidad y materialidad son la.sustancialidad y
materialidad de la fenomenicidad pura como tal,.y nada más.
Nada nos importa que tras este reconocimiento del Comienzo
en su inicialídad se produzca en Descartes una caída fatal, que el
pensamiento no sea ya más que el atributo principal de una sus­
tancia allende el pensamiento, que el concepto adecuado de sus­
tancia se reserve para Dios mientras que el pensamiento no es ya
más que una sustancia creada, con el mismo título que el cuerpo
y así, yuxtapuesto a él en el interior de un edificio constituido con
la ayuda de construcciones transcendentes cuya no mención aquí
se sobrentiende, como de hecho tampoco nos importa la cuestión
de saber si esta desviación de las significaciones fenomenológicas
originales pertenece al pensamiento propio de Descartes o es la hue­
lla de su recubrimiento por parte de concepciones teológicas y esco­
lásticas de las que, no obstante, habíase propuesto separarse6. Con­
tentémonos con observar que toda escisión introducida en el seno
de nuestro ser, entre su mostrarse y lo que en él se hurta por prin­
cipio a la fenomenicidad, no sólo vendría, en el momento en que,
con el orto de la filosofía moderna y por vez primera, la psique se
define eidéticamente, a zaherirla con una tara indeleble, sino que
supondría en primer término la ruina de toda esta problemática.
Pues sí el despliegue de la esencia del ser en un reino efectivo ya
no se confunde con la fulguración del aparecer ni con la materia

3 FA, II, p. 805; AT, VII, p. 362. [N. de los T: Meditaciones metafísicas con obje­
ciones y respuestas, op. cit., p. 287,]
6 Sobre la persistencia en el cartesianismo de elem entos tomados en prés­
tamo de la tradición y, especialmente, de la escolástica, véanse los trabajos de
sus principales com entaristas, Etienne Gilson, Jean Laporte, Henri Gouhier,
Marcial Gueroult, Ferdinand Alquié, así com o los deJean-Luc Marión (Sur l ’on-
tologie grise de Descartes , París, Vrin, 1975; Sur la théologie blanche de D escartes ,
París, PUF, 1981).
fenomenológica pura de esta fulguración, ¿cómo producir todavía
el cogito y, a partir del aparecer que se aparece en mí, formular, sin
embargo, la proposición del ser en el sum? ¿Qué sería, en fin, este
ser heterogéneo al aparecer, definido por esta heterogeneidad, sino
algo parejo a todo lo que de este modo se encuentra en sí separa­
do de la fenomenicidad - e l ente-? De nuevo, ei ser va a recibir su
medida de lo que es: un animal, una planta, una idea, un dios.
No obstante, el cartesianismo del comienzo se agota en la ins­
titución de una diferencia esencial entre lo que cumple la obra del
aparecer y lo que, por el contrario, se muestra incapaz de ello.
Semejante diferencia es la que se establece entre el alma y el cuer­
po: el alma toma su esencia del aparecer y lo designa en propio,
mientras que, por el contrario, pertenece al cuerpo, y ello por prin­
cipio, el hecho de estar desprovisto del poder de la manifestación.
El “alma”, en calidad de efectuación y efectividad fenomenológi­
ca del aparecer original, no tiene nada que ver con lo que en la
actualidad denominamos “pensamiento”, es decir, con el hecho
de. pensar que, concebir que, imaginar que, juzgar que, conside­
rar que; esta alma, que no es el meinen de la filosofía moderna, es
lo que Descartes opone brutalmente al ente. De este modo se escla­
rece a su vez la polémica contra Bourdin, “pues, al suprimir la ver­
dadera y muy inteligible diferencia que hay entre las cosas corpó­
reas e incorpóreas, a saber, que las últimas piensan y las primeras
no, y sustituyéndola por otra diferencia, que nunca puede tener
el carácter de diferencia esencial, a saber, que las últimas conside­
ran que piensan y las primeras no, estorba por completo el que se
pueda entender la distinción real que media entre alma y cueipo”7.
No es, por tanto, la duda lo que en el cogito conduce al sum. La
duda es un “considerar que”, un m án en . Dudo que haya algo que
sea cierto. La certeza que le sigue y en la que se transforma no tie­
ne tampoco nada que ver con el sum, es también un “considerar
que”, “un pensar que”. “Pienso que ciertamente soy puesto que
para que pueda pensar es preciso que sea”, etc. Lo que conduce
al sum, el prius cartesiano sobre el ser, es el aparecer que reina tan­
to en la duda como en el yo me paseo, por cuanto este último es
una determinación del alma.
Dado que el pensamiento designa inicialmente en Descartes
este aparecer bajo su forma original, la diferencia entre el alma
(idéntica al pensamiento) y el cuerpo (por principio, ajeno a ella)
es una diferencia óntico-ontológica. Todas las determinaciones cor­
porales, por ejemplo, la vista, son ciegas porque el cuerpo expre­
sa para Descartes el elemento heterogéneo a la manifestación. “Es
el alma la que ve y no el o jo ”8. De ahí que los anímales, aunque
tengan ojos, no vean, y ello no sólo atañe a los topos. El m eca­
nismo cartesiano no significa en principio cierta concepción de la
vida biológica -varios textos conciben el cuerpo humano al modo
de Goidstein, como una unidad orgánica9- : lo que formula radi­
calmente es la heterogeneidad irreducible del ente con respecto a
la verdad del ser. La reducción fenomenológica producida por el
cogito Lleva a cabo esta diferenciación, la separación entre el apa­
recer del aparecer y lo que aparece en él en calidad, de esto o aque­
llo, y que ya no es el aparecer del aparecer mismo. Es la tachadu­
ra de lo que aparece, “el cuerpo”, en favor del aparecer, “el alma”,
tachadura que, por otro lado, no significa la simple suspensión de
su sentido de ser, sino el precipitado en la nada. Y precisamente
porque el aparecer define al ser, su puesta al desnudo en la reduc­
ción del cogito es una con la posición del sum.
Nuestra última acotación atañe a la aplicación de las categorías
metafísicas de esencia y existencia al comienzo cartesiano, y ello a
fin de esclarecerlo. Semejante uso es ciertamente impropio si se
admite que la dicotomía esencia/existencia procede de la simple
presuposición de 1a facticidad del ente a partir del cual se plantea
entonces la cuestión de saber lo que él es, la cuestión de la esencia
que, como modalidad de ser de lo ente [Seiendheit], vela, no obstan­
te, la del ser. A la objeción según la cual sabría “directamente que
yo soy pero no qué es lo que soy”, Descartes ha respondido de for­
ma abrupta que “lo uno no puede demostrarse sin lo otro”10. La
no disociación de la esencia y de la existencia en el seno del comien­
zo es una con él: cuando el aparecer prodiga su esencia en un rei­
no original, la existencia, en sentido original y ontológico, el ser,
está ahí para nosotros. La cuestión de la esencia del aparecer nos
conduce, no obstante, al corazón del cartesianismo.
El cogito encuentra su formulación más última en la proposición
videre videor: me parece que veo. Recordemos brevemente el con­
texto en el que se inscribe esta aserción decisiva. Ya se trate de la
Meditación segunda o de los Principios (1, 9), Descartes acaba de prac­
ticar la epojé radical; en su lenguaje, ha dudado de todo: de esta

s Dioptríque, Discours VI, FA, 1, p. 710; AT, VI, p. 141. [N. de los T.: exisce
traducción al castellano, Descartes, R., Discurso dd método, Díóptrica, Meteoros y
Geometría (trad. de G. Quintas), Alfaguara, Madrid, 1986, p. 105.)
9 Les passiorts de Vame, FA, III, p. 976; AT, XI, p. 351: “Es uno, y de alguna
manera indivisible, en razón de la disposición de sus órganos, los cuales se rela­
cionan de tal m odo el uno con el otro que, cuando se suprim e alguno de ellos,
todo el cuerpo se toma defectuoso”. [N. de los I : Las pasiones del alma, op. cit., pp.
101-102.]
10 Réponses aux Cinquiémes Objections, FA, II, p. 801; AT, VI, p. 359. [N. de los
T.: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit,, p. 285. Traducción
ostensiblemente modificada por nosotros.]
fien*a en la que planta sus pies y camina, de su cuarto y de todo
lo que ve, en fin, del mundo entero, el Cual, tal vez, no sea más
que ilusión y sueño. No obstante, ve todo ello, incluso si estas apa­
riencias son falsas y está dormido. Pero la epojé atañe a Descartes
mismo en la medida en que pertenece a ese mundo, en calidad de
hombre, atañe a su cuerpo, a sus piernas y a sus ojos: nada de todo
ello existe. ¿Qué significa entonces ver, oír, tener calor, para un ser
que no tiene ojos, ni cuerpo, y que, quizá, tampoco exista? 'Ai cer-
te videre videor, audire, c a i e s c e r e ‘Al menos me parece ver, oír, sen­
tir calor”11. Lo que permanece al término de esta epojé, ¿no es pues
esta visión, la pura visión considerada en sí misma, abstracción
hecha de toda relación con unos presuntos ojos, un supuesto cuer­
po o un pretendido mundo? Pero si la pura visión subsiste como
tal en calidad de “fenómeno”, ¿no subsiste también lo visto en ella,
bajo este título, en calidad de simple fenómeno: estos árboles con
sus formas coloreadas o, al menos, estas apariencias de formas y
de colores, estos hombres con sus sombreros o, al menos, estas
apariencias de manchas y ropas? ¿No dejan de aparecer, estas apa­
riencias, tal como aparecen? Así consideradas, ¿no permanecen
con la investidura de datos indubitables?
A esta cuestión, de consecuencias graves, el cartesianismo del
comienzo ha respondido de forma negativa. Estas formas no son
tal como yo creo verlas, puesto que yo creo ver formas reales mien­
tras que puede que pertenezcan al universo onírico donde nada
es real. Seamos más precisos: una visión que no es la de los ojos es
capaz de ver algo totalmente otro que supuestas formas y colores:
ve que dos más tres son cinco, que en un triángulo la suma de los
ángulos equivale a la de dos rectos, etc. Ahora bien, Descartes
supone, y en consecuencia lo afirma, que todo ello puede ser fal­
so. Pero si tales contenidos, claramente apercibidos, son, no obs­
tante, falsos, ello se debe, no puede sino deberse, a que la visión
misma es falaz; se debe a que la mirada es en sí misma de tal natu­
raleza que lo que ve no es tal como lo ve, e incluso, no es en abso­
luto; se debe propiamente a que ve de forma defectuosa y en cier­
to modo no ve, creyendo ver algo cuando no hay nada, creyendo
no ver nada cuando tal vez todo está ahí.
El bien conocido camino de la epojé cartesiana se hunde baj'o
nuestros pasos y todo se oculta. Lo que esta epojé produjo, lo que
propiamente se cumplió en ella por vez primera, es, y así lo afir­
mamos, la clara diferencia entre lo que aparece y el aparecer como
tal, de tal modo que, poniendo entre paréntesis de forma provi­
soria al primero, libera al segundo y lo propone com o el funda­
mentó. Ahora bien, es este fundamento el que ahora vacila, es el
aparecer mismo y como tal lo que se pone en tela de juicio, en la
medida en que este aparecer es un ver y por cuanto así lo designa
el texto cartesiano. El ver es recusado porque lo que es visto no es
precisamente tal como lo vemos, porque la apariencia, de la que
al menos se cree -considerada en calidad de simple apariencia--
que es tal como aparece, no es tai, y, quizás, no.lo sea en absolu­
to. La duda., como es sabido, no alcanza todas sus dimensiones
hasta que, en calidad de duda metafísica e hiperbólica, cumple la
subversión de las verdades eternas. Pero semejante subversión de
las esencias sólo es posible si previamente pone en cuestión otra
cosa, a saber, el medio de visibilidad en el que' son visibles tales
contenidos esenciales. Tras la epojé, el medio de visibilidad y el ver
en él fundado pierden su poder de evidencia y verdad, su poder
de manifestación.
¿Qué es ver? Al cegar la reducción el paso ál ojo hum ano, y
reconocido éste como incapaz de cumplir la visión, recupera ésta
su naturaleza, el puro acto de ver, el cual presupone un horizonte
de visibilidad, una luz transcendental que Descartes denomina
“luz natural”. Las cosas, y especialmente las esencias matemáti­
cas, se pueden ver porque están bañadas en esa luz y son ilumi­
nadas por ella. Ver consiste en mirar hacia y alcanzar lo que se tie­
ne ante la mirada, de tal modo que sólo debido a 1a ob-jetualización
de lo que de este modo es arrojado y puesto delante, resulta esto
último, a una e idénticamente, visto y mirado. Sin embargo, antes
que la de la cosa o ía de la esencia, la ob-jetualización de lo que es
visto, en calidad de puesto y situado ante, es, en primer lugar, la
del ser-puesto-ante como tal, la del horizonte puro; es la apertura
de lo abierto como diferencia ontológica sobre ia que se funda toda
presencia óntica. El ek-stasis es 1a condición de posibilidad del vide-
re y de todo ver en general. Sin embargo, la reducción deja brus­
camente de lado este ek-stasis original, ¿Qué resta entonces? ¿Qué
puede pretender tener todavía entre manos?
At certe videre videor - al menos me parece que veo--. Descartes
sostiene que esta visión, por muy falaz que sea, por lo menos exis­
te. Pero, ¿qué es existir? Según la presuposición del cartesianismo
del comienzo, existir quiere decir aparecer, manifestarse. Videor no
designa otra cosa. Videor designa la apariencia primitiva, la capa­
cidad original de aparecer y de darse, en virtud de la cual la visión
se manifiesta y se nos da originalmente, con independencia de la
credibilidad y la veracidad que conviene otorgarle en calidad de
visión, con independencia de lo que ve o cree ver y de su ver mis­
mo. Desde este momento se nos plantea, ineludible, ineluctable,
la cuestión crucial que lleva consigo el cartesianismo y tal vez toda
filosofía posible, en la medida en que es capaz de arrojar luz sobre
sí misma: la apariencia que reina en el videor y lo posibilita como
aparecer original, y como el aparecer a sí en virtud del cual el vide­
re se aparece en primera instancia a sí mismo y se nos da en vir­
tud del cual me parece que veo-, esta apariencia original, ¿es idén­
tica a aquélla en la que el ver alcanza su objeto y se constituye
propiamente como un ver? ¿Es reclucible la esencia original de la
revelación al ek-stasis de la diferencia ontológica?
De ningún modo. En primer lugar, ¿qué significaría la dupli­
cación del videre en el videre videor si se tratase meramente de una
simple duplicación, si la esencia mentada hace poco en el videre y
la presentida ahora en el videor fuesen la misma? ¿En qué medida
el redoblamiento de esta misma esencia sería capaz de conferirle
aquello de lo que desde el principio ha carecido, a saber, la posi­
bilidad de constituir el comienzo, la posibilidad de auto-fundarse
en la certeza de sí de su auto-revelación? Pues no se puede olvi­
dar la significación radical de la crítica que ha dirigido Descartes,
Si el ver ha sido desacreditado en su pretensión de establecer fir­
memente lo que ve, aunque fuese clara y distintamente; si, por
ende, lo ha sido en sí mismo, dado que su visión puede ser falaz;
si no es un principio de legitimación, ¿cómo confiar entonces a
este ver y a su capacidad propia la tarea de auto-legitimarse? El ver
se produce en el ek-stasis como una captación no sólo dudosa y
confusa, sino fundamentalmente errónea (si tal es la voluntad del
Maligno). Pero si la apariencia que capta de nuevo este mismo ver
y la da en primer lugar a sí mismo antes de que se dé su objeto al
verlo; si esta apariencia primitiva, decimos, es el ver mismo, en tai
caso, lejos de poder eludir su confusión e incertidumbre, las redo­
bla. En otros términos, el principio que ha sido destruido por la
epojé no puede ya salvarse a sí mismo: no teniendo ninguna vali­
dez para fundar cosa alguna, no podría cumplir la obra previa de
la auto-fundación. Así, la apariencia primitiva que atraviesa el vide­
re y hace de él un “fenómeno absoluto” es y debe ser estructural­
mente heterogénea a la apariencia que es el ver mismo en el ek-
stasis. Éste, dado que Descartes acaba precisamente de recusar su
visibilidad en calidad de dudosa, no es y ya no puede ser un fun­
damento suficiente para la fenomenicidad pura y la verdad que le
pertenecen por principio.
De igual modo, cuando Descartes declara que “al menos me
parece que yo veo”, no quiere decir “pienso que yo veo”, como
si videre fuese el cogiíaíum del que videor sería el cogito. No obs­
tante, tal debiera ser el sentido de la proposición si videor fuese
homogéneo a videre, si la apariencia que lo habita fuese reduci-
ble al ek-stasis del videre. En el ek-stasis de un segundo ver en cali­
dad de “ver q u e ...” se nos entregaría el ser del primero a título
de correlato intencional y como lo que es visto. Semejante inter­
pretación no sólo acarrea, como acaba de establecerse, la ruina
definitiva del cogito, al sustituir la certeza primitiva del “pensa­
m iento” por la incertidum bre del ver; a ella se opone la crítica
general de la reflexión ensayada por Descartes, reflexión que, lejos
de poder fundar la “certeza” del pensamiento, debe, por el co n ­
trario, apoyarse en éste y lo presupone. Como justam ente seña­
la Ferdinand Alquié, “Descartes no quiere decir que tiene certe­
za no de ver, sino de pensar que ve; lo que afirma no es la
conciencia refleja del ver sino ia impresión inmediata de ver1'12,
lo que, en electo, demuestran las palabras ulteriores del texto;
“Me parece que veo., que oigo, que siento calor; y eso es propia­
mente lo que en mí se llama sentir, y así precisamente conside­
rado, no es otra cosa que pensar”1-3.
Por tanto, Descartes descifra en el sentir 1a .esencia original
del aparecer expresado en el videor e interpretado como el u lti­
mo fundam ento. En calidad de sentir, el pensam iento se va a
desplegar invenciblem ente con el fulgor de una manifestación
que se exhibe a sí misma en lo que es, y en la cual la epojé reco­
noce el comienzo radical que buscaba. D escartes no ha cesado
de afirmar que sentim os nuestro pensam iento,, sentim os que
vemos, que oímos, que nos acaloramos. Es este sentir prim iti­
vo, en la medida en que es lo que es, esta apariencia pura idén­
tica a sí misma y al ser, lo que define precisamente a éste. Sien­
to que pienso, luego soy, Ver es pensar ver - “cuando veo o pienso
que veo (no hago distinción entre ambas cosas). . . 14”- , pero pen­
sar ver es sentir que se ve. Videor, en videre videor, designa este
sentir inmanente al ver y que hace de él un ver efectivo, un ver
que se siente ver. El texto de los Principios (I, 9) no es m enos
explícito: sustituyendo en la epojé la marcha llevada a cabo con
los pies y el ver llevado a cabo con los ojos por el videor original
del sentir que hace que el ver sea un sentir que se ve y la mar­
cha un sentir que se marcha, Descartes declara categóricam en­
te: “Pero sí, por el contrario, solamente me refiero a la acción de
mi pensam iento, o bien de la sensación, es decir, al conocim ien­
to que hay en mí, en virtud del cual m e parece que veo o cam ino,
esta misma conclusión es tan absolutamente verdadera que no
puedo dudar de ella, puesto que se refiere al alma, y sólo ella
posee la facultad de sentir o de pensar, cualquiera que sea ¡a fo r ­
m a ”15. Del mismo m odo, la carta a Plempius del 3 de octubre
de 1 6 3 7 opone la visión de los animales, la cual sólo expresa la
impresión sobre la retina de imágenes que determinan los movi-

12 FA, H, p. 422, nota 2.


13 Seconde Méditation, FA, II, p. 422; AT, XI, p. 23 [N. de los T: Meditaciones
metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 2 7.3
H Seconde Méditation, FA, 11, p. 428; AT, XI, p. 26 [N. de los T; Meditaciones
metafísicas con objeciones y respuestas, op. di., p. 30.]
míentos, a nuestra visión por cuanto la experimentamos en su
efectuación: ‘dum sentimus nos videre’16.
¿Qué significa sentir? En la proposición ‘sentimus nos videre’
-equivalente a ‘videre v i d e o r ¿se refiere el sentir al mismo poder
en el seno del cual se despliega el ver? Pues ver, después de todo,
es un modo de sentir, al igual que oír o tocar, y le pertenece. ¿Sus­
cribirá Descartes la tesis de Heidegger según la cual la vista y el
oído no son posibles más que teniendo como su fondo al Dasein
distanciador? En el mismo cartesianismo, la visión sensible no es
ajena a un ver transcendental; antes bien, lo presupone. Si la per­
cepción de los hombres que pasan por ia calle con sus sombreros
implica el conocim iento de la idea de hombre, es decir, de una
sustancia pensante, la cual sólo puede hacer que esas apariencias
que se mueven sean las propias de seres humanos, en tal caso, esa
idea misma tiene un aspecto; la inteligencia pura la descubre como
tal en el ek-stasis y descubre el conjunto de sus contenidos espe­
cíficos, las ideas. Inteligencia, sentido, imaginación, tienen una
condición común. En la medida en que el sentido designa la afec­
ción por un ser ajeno, y supone a este respecto el ek-stasis de la
diferencia en que el ser se da como otro en la alteridad, ¿sentir, en
general, no equivale a ver?
Tres tesis cartesianas imposibilitan la reducción al videre del
sentir inmanente al pensamiento. La primera, ya expuesta, mues­
tra que la certeza del comienzo no reside en el ver engañoso. La
segunda, igualmente decisiva, establece que el alma no puede
ser sentida. Lo que aquí se excluye no es la simple sensoriali-
dad del sentir, el hecho, seguramente, de que el alma no podría
ser ni sentida, ni tocada, ni vista17. La problemática radical ins­
tituida por el cartesianism o del com ienzo se mueve por com ­
pleto en el interior de una actitud de reducción -precisam ente
aquello en lo que reside su radicalidad: “Yo he advertido expre­
samente que no se trataba aquí de la vista o el tacto que se pro­
ducen por medio de los órganos corpóreos, sino sólo del pen­

16 FA, 1, p. 796; AX 1, p. 413. Los primeros cartesianos comprendieron esta


inmanencia al pensamiento dei sentir que le confiere la efectividad fenomenoló­
gica, dejándola surgir como un aparecer primitivo irreducible e inmediato. Inspi­
rándose en las Respuestas a Jas saetas objeciones, Dilty, en su tratado De Váme des
beles, afirma que “cuando yo veo, mi visión hace sentir que es, sin que sea nece­
saria ninguna otra cosa” (pp. 116-117). Apoyándose esta vez en el De libero arbi­
trio de San Agustín, Régis declara que “el alma no ve nada por los sentidos sin
apercibirse que lo ve”, de tal m odo que “el alma conoce sus sensaciones por sí
mismas” (Sysiéme de philosophie, I, p. 150), proposición que se extiende al pen­
samiento en general y a todos los pensamientos, los cuales son “conocidos por sí
mismos”. Sobre este asunto, cf. Geneviéve Lewis, Le probléme de l’inconscient el le
cartésianisme, París, PUF’ 1950, pp. 107-123.
17 Cf. carta a Mersenne, julio, 1641, FA, 11, p. 347; AX 111, p. 394.
samiento de ver y tocar”18- . El “conocimiento del alma”, a saber,
el aparecer original en que el pensamiento se siente inm ediata­
m ente a sí mismo y se experimenta en el videor que le es con­
sustancial, se oculta a este pensamiento de ver y tocar (por lle­
var consigo el ek-stasis del sentir), al ek-stasis y al sentir mismo.
El co n cep to cartesiano de “p en sam ien to” postula esta inm e­
diatez esencial. “C on el nom bre de pen sam ien to, com prendo
todo lo que está en nosotros de modo tal, que somos inm edia­
tamente conscientes de ello (uí ejus im m ediate conscii sum us)”19.
“Mediante la palabra pensam iento entiendo todo aquello que
acontece en nosotros de tal forma que nos apercibim os inm e­
diatamente de ello”20.
De este modo, en ia problemática del comienzo y para que éste
se desvele, el concepto de sentir se desdobla. Al sentir que reina en
el ver, el oír, el tocai; pero también en el entendimiento, por cuanto
es en sí mismo un ver -intueri-, al ver transcendental en general que
habita todas esas determinaciones y encuentra é l mismo su esencia
en el ek-stasis se opone radicalmente el sentir primitivo del pensa­
miento -e l sentir del sentimus nos videre- , a saber, el sentirse a sí mis­
mo que da originalmente el pensamiento a sí mismo y hace de él lo
que es, el original aparecer a sí del aparecer El sentirse a sí mismo en
el que reside la esencia del pensamiento no sólo es diferente del sen­
tir que se apoya en el efc-síasis; lo excluye de sí, exclusión formulada
por el concepto de inmediatez. Pero el ek-stasis funda la exterioridad,
ella es su desarrollo en sí. Dado que, en su sentirse a sí mismo, el
pensamiento excluye la exterioridad del ek-stasis, se esencializa como
una interioridad radical. Las definiciones cartesianas del pensamien­
to indican esta interioridad consustancial a su esencia e idéntica a su
poder. Como se acaba de ver, el pensamiento designa “aquello que
es de tal modo en nosotros que nos damos cuenta inmediatamente de
ello”, de tal manera que es este modo de ser en nosotros, este modo
de interioridad como expulsión de toda transcendencia, lo que cons­
tituye en propio, con la inmediatez que él determina, la esencia pri­
mera de la conciencia, la revelación bajo su forma original. Así pues,
deviene transparente la proposición enigmática y, no obstante, deci­
siva por la cual Descartes remite toda meditación a “ese género de
conocimiento interior (cognitione illa interna) que antecede siempre
al adquirido”21 y sobre el que, en efecto, se funda todo. Como quie­

18 Réponses aux Cinquiémes Objections, FA, II, p. 803; AT, Vil, p. 360. {N. de
los T: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 286.]
19 Raisons qui prouvent Vacistence de Dieti. , FA, II, p. 586; AT IX, p. 124. [N.
de los Z: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 129.]
20 Principes, I, 9; FA, 111, p. 95; AT IX, II, p. 28. [N. de los T: Los principios de
la filosofía, op. cit., p. 26.]
21 Réponses aiix Sixiémes Objections, FA, II, p. 861; AT, VII, p. 422. [N. de los
I: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 323.]
ra que se exprese, los textos fundamentales hacen referencia a esta
interioridad radical, y apenas pensable, cada vez que se trata de des­
velar en su posibilidad última la esencia del aparecer como aparecer
a sí, esencia captada en el cogito como “pensamiento” y, de forma
todavía más última, como “conciencia”.
La tercera tesis de Descartes que impide la reducción del videor
al videre sostiene que el aparecer en su revelación original a sí mis­
mo ignora el ek-stasis, Semejante tesis resulta de la refutación explí­
cita, llevada a cabo en las Quintas respuestas, del extraordinario tex­
to en el que Gassendi, elevándose por una vez por encima de su
sensualismo y de una definición empirista del conocimiento, aper­
cibe de golpe la esencia de éste, a saber, la estructura transcenden­
tal del sentir como condición de todo sentido particular, así como
de todo pensamiento, especialmente como condición del ver sen­
sible. Pues este último sólo es posible si se abre un espacio primiti­
vo entre él mismo y lo que es visto; en la exterioridad de este espa­
cio y por ella, por cuanto es puesto por ella ante el ver, lo que es
visto adviene a su condición: el ser-visto, el ser-conocido, de tal
modo que la visión misma, el conocimiento, no son otra cosa que
la apertura de la distancia en cuyo interior conocen, ven; no son otra
cosa que ek-stasis. Si se considera entonces una "facultad”, y por tai
hay que entender un poder de conocimiento de cualquier tipo - y
el ver sensible es uno de ellos-, esta “facultad no existe fuera de sí
misma..,, ni puede formar la noción de sí misma”, es decir, ni ver­
se ni conocerse. He aquí “por qué y cómo puede suceder que el ojo
no se vea a sí mismo, ni el entendimiento se conciba a sí mismo”.
Verse, conocerse, implica para Gassendi una suerte de afección por
sí, un aparecerse a sí mismo, una auto-manifestación que, sin embar­
go, según él, sólo es posible bajo la forma del ver y conforme a las
condiciones que le son propias, a saber, en la luz de la exterioridad
y por ella, en el ek-stasis. “¿Y por qué creéis que el ojo, no viéndose
en principio a sí mismo, puede verse a sí mismo, sin embargo, en
un espejo? Sin duda, porque entre el ojo y el espejo hay un espa­
cio. . Pero aquello que es válido para el ojo vale también para el
espíritu, el cual no es otra cosa que el conjunto de presuposiciones
ontológicas radicales formuladas aquí por Gassendi: “Dadme un
espejo sobre el que actuéis de esa manera y ... podréis veros y cono­
ceros a vos mismo; no, ciertamente, con un conocimiento directo,
pero sí, al menos, con uno reflejo. De otro modo, no veo cómo
podéis tener idea o noción alguna de vos mismo”22.
De ahí que, siempre según Gassendi, no tengamos ideas inna­
ta sino sólo adventicias y recibidas de fuera: porque la exteriori-
dad constituye el medio de toda recepción, de toda experiencia
posible. Ahora bien, Descartes rechaza brutalmente esos supues­
tos, supuestos que, de hecho, dominan la historia del pensamiento
occidental: “Probáis eso con el ejem plo... del ojo que no puede
verse si no es en un espejo. A lo cual es fácil responder que no es
el ojo quien se ve a sí mismo ni al espejo, sino que es el espíritu
eí único que conoce el espejo, el ojo y a sí mism o”23. No es, por
tanto, el ver extendido en su estructura extática - e l ojo y su espe­
jo..lo que constituye la efectividad primera de la fenomenicidad
y su surgimiento, Bien al contrario, el ver sólo puede ver lo que es
visto si primeramente es posible como ver, es decir, apercibido en
sí mismo, de tal modo que esta apercepción interna del ek-stasis
lo precede y no es constituida por él. Ella es el original aparecer a
sí del aparecer, eí Uno de la Diferencia, la interioridad radical de
la exterioridad radical, el conocim iento interior que precede al
adquirido, el videor del videre, el que conocí 1 jju ;1 espejo y a sí
mismo, y que Descartes llama espíritu. ,
De este modo ha respondido a la objeci i ( Hobbes: “Muy
cierto es que el conocimiento de la proposición yo soy depende
del de yo pienso, según nos ha enseñado muy bien. Pero, ¿de dón­
de nos viene el conocimiento de la proposición yo pienso?”24. De
este modo, el proyecto de la Meditación segunda torna forma brus­
camente ante nosotros cuando la cuestión precisa que formula
recibe su elaboración adecuada, pues no se trata en ella ni del
alma ni del cuerpo, sino, más bien, del “conocimiento del alma”
y del “conocimiento del cuerpo”. En el proceso de la reducción
que aísla el elemento puro de la manifestación -aquello que Des­
cartes denomina el “pensam iento”- , el cuerpo tachado por esta
reducción no es otro que eí ente. Y ésta es la razón por la que se
le negaban todas las determinaciones ontológicas y que, como
tales, parecía que no podían pertenecer más que el alma, por ejem­
plo, la pesantez, en la medida en que implica querer y propósi­
to25. Por el contrario, mediante el “conocim iento del cu erp o ”
somos reconducidos a la dimensión ontoiógica del aparecer, que

23. Réponscs aax Cinquiémes Objections, FA, II, p. 810; AT, VII, p. 367. [N, de
ios I : Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 290.1
24 Troisiémes Objections, FA, II, p. 602; AX VII, pp. 173-174. [N. de los T: Medi­
taciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 141, traducción parcial­
mente modificada por nosotros.]
25 “Yo pensaba que el peso llevaba a los cuerpos hacia el centro de la tierra,
como si encerrara en sí algún conocimiento de tal centro, pues ello no puede ocu­
rrir sin conocimiento, y donde hay éste, hay espíritu” (Réponscs aax Sixiémes Objec-
tions, FA, II, p. 886; AX VII, p. 442). Aquí todavía se apercibe que el “mecanis­
m o’’ cartesiano significa prim itivam ente el pensam iento del ente en su
heterogeneidad radical a la obra del aparecer. [N. de los T: Meditaciones metafísicas
con objeciones y respuestas, op. cit., p. 337.1
no es otra que este “conocimiento”. Más aún, “conocimiento del
cuerpo” no designa en primer lugar para Descartes el conocimiento
de algo que sería el cuerpo; mienta un modo de conocimiento en
sí mismo, un modo del aparecer y su estructura propia. Lo mis­
mo sucede con el “conocimiento del alma”. ¿Qué significa enton­
ces la disociación establecida por Descartes sobre el plano onto­
lógico entre dos modos puros del aparecer? Más fundamentalmente
todavía, ¿qué quiere decir la afirmación del primado de uno de
esos modos sobre el otro, primado tan esencial que la Meditación
segunda se consagra exclusivamente a su reconocimiento y legiti­
mación?
El “conocimiento del cuerpo” es el ver mismo como tal. Ya sea
el de los ojos o lo que resta de él después de la reducción -u n a
visión sensible-, ya sea tocamiento o imaginación o inspección del
espíritu, en todo caso, semejante ver, sea cual fuere, presupone,
en calidad de visión de lo que ye, en calidad de ek-stasis de lo que
encuentra arrojado ante sí, el aparecer a sí de esta misma visión,
la auto-revelación de su ek-stasis, sin embargo diferente a éste y
como su condición previa. Sólo así “el conocimiento que tenemos
de nuestro pensamiento precede al que tenemos de nuestro cuer­
p o ”26, pues si fuese idéntico en calidad de conocim iento, en la
esencia de su aparecer, ¿cómo podría ser su presupuesto?
La afirmación de la heterogeneidad ontológica estructura] entre
el “conocimiento del alma” y el “conocimiento del cuerpo”, la de
la anterioridad del primero sobre el segundo, no puede, sin embar­
go, permanecer como una simple aserción, ni tampoco como el
objeto de una demostración o de una implicación, como si se dije­
se, por ejemplo, que el conocimiento del cuerpo sólo es posible
por principio si hay un conocimiento primitivo e inmediato de este
conocimiento mismo en cuanto tal, y que este conocimiento inme­
diato y previo es precisamente el “conocimiento del alma”. El car­
tesianismo es una fenomenología y el principio no podría esta­
blecerse por una razón de principio. Sin embargo, como vemos,
se debe tratar de una fenomenología material, una fenomenolo­
gía que no se ocupa de contenidos de conciencia, de “fenóm e­
nos”, y que se pregunta sobre todo cuáles son susceptibles de pre­
sentarse en virtud del modo privilegiado en que nos están dados,
con un grado de validez ejemplar y, en última instancia, indubita­
ble. De lo que se trata exclusivamente es de ese modo de dona­
ción mismo. Pero ese modo puro no sólo debe ser descrito en su
estructura; ésta no sería suficiente para establecer su especificidad,
especificidad que sólo puede ser reconocida si se toma en consi­
deración, y se lleva a la apariencia, la fenomenicidad pura en que
consiste semejante modo de donación. A decir verdad, es la feno­
menicidad pura como tal la que se lleva a sí misma a la apariencia
conforme a su poder propio. La fenomenología material no tiene
otro designio sino leer en esta fenomenicidad cumplida la estruc­
tura de su cumplimiento, estructura que se agota en la materiali­
dad de esta fenomenicidad efectiva y concreta. Estructura no sig­
nifica aquí ninguna otra cosa. Estructura quiere decir el cóm o del
modo según el cual se fenomeniza la fenomenicidad en calidad de
cómo idéntico a su efectuación.
Por tanto, la cuestión radica aquí en saber si el proyecto carte­
siano ha podido proseguirse hasta ese punto extremo en que la feno­
menología se convierte bruscamente en material. Lá oposición estruc-
tural entre el videre y el videor, entre el ver y el sentirse a sí mismo
que le es inmanente y lo da originariamente a sí mismo, sólo está
filosóficamente fundada si, como oposición de dos modos primiti­
vos según los cuales se fenomeniza la íenomemcidád, atañe a la efec­
tividad fenomenológica de ésta: el aparecer en la' materialidad de su
aparecer puro que difiere en cada caso. Más aun, si dicho proyecto
no sólo intenta instituir una diferencia radical entre dos modos de
donación conforme a los cuales nos puede estar dado o nos llega
todo lo que se nos da, sino que también pretende establecer entre
ellos una jerarquía tal que aquello que sólo nos está dado por uno
de ellos, y ello en calidad de su contenido puro y ontológico, lo
está de tal modo que escapa a toda duda; si, por tanto, sólo este
modo de revelación lo es de forma absoluta, en ese caso lo que debe
mostrarse es cómo, en efecto, en semejante surgimiento primitivo
de la fenomenicidad, todo lo que se fenomeniza en él y le pertene­
ce se muestra en él tal como es, en su realidad. En el otro modo,
por el contrario, aunque se trate igualmente de un modo de la feno­
menicidad pura y de su cumplimiento, no se produce nada de esto:
el ver sobre el que se intenta basar desde Grecia, e incluso en la
actualidad, todo conocimiento posible se encuentra, no obstante,
afectado de nulidad en su pretensión de fundar semejante conoci­
miento, Y ello, sin duda, de forma no provisoria, si semejante impo­
tencia es inherente a la fenomenicidad misma de ese poder, pues lo
que es visto es siempre ajeno a la realidad del ver mismo, ajeno así
a su propia realidad: es visto y manifiesto en su exterioridad para
consigo mismo; su visión no es otra que esa exterioridad, la cual no
puede, por esta razón, hallar su ser más que en su inmanencia res­
pecto a sí, como interioridad radical de la exterioridad y com o el
videor que habita el ver y lo hace posible.
Pero esta interioridad ya no puede mantenerse en la proble­
mática en calidad de simple concepto o de estructura, com o la
anti-esencia formal del ek-stasis. El concepto de interioridad sólo
puede recibir una legitimación última precisamente en el seno de
una fenomenología material, lo que significa que semejante legiti­
mación se refiere inevitablemente a una aparición efectiva, de for­
ma más precisa, a la sustancialidad y materialidad fenomenológi­
ca pura de esa aparición. Sólo fundándose en ésta se da y fulgura
ella misma, y según la forma en que lo hace; sólo reconociendo
algo así como una omni-exhibición de sí misma en el modo de su
presentación efectiva y en la materialidad fenomenológica pura de
dicha presentación, se puede afirmar que semejante manifestación
es absoluta e indubitable y escapa a toda reducción. ¿Designó Des­
cartes alguna vez, una sola, la sustancia fenomenológica de la apa­
rición como auto-testim oniándose a sí misma, como auto-pre­
sentándose a sí misma en sí misma tai com o es, com o el
fundamento y la esencia de toda verdad absoluta y, por con si­
guiente, como el fundamento de su doctrina? ¿Nunca la opuso
explícitamente al otro modo de manifestación, el del videre, en cali­
dad de incapaz de encerrar en sí, en el cristal de su fenomenicidad
pura, las condiciones que acaban de ser enumeradas?
Las Pasiones deí alm a dan respuesta a esta última pregunta. El
artículo 26, que desarrolla una problemática precien tilica confor­
me a la tesis general del tratado, a saber, la acción del cueipo sobre
el alma por la mediación de nervios o espíritus animales, y que, por
ende, se encuentra en las antípodas de la reducción, retoma brus­
camente a ésta. Se evoca de nuevo el sueño y la vigilia como esta­
dos cuya disociación no es posible. Por ejemplo, aquello que el dur­
miente, o el que está en vela, piensa ver o sentir en su cuerpo está
afectado de nulidad; el sentir y el ver resultan de nuevo recusados
en su pretensión de alcanzar la verdad, arrojados fuera de su esfe­
ra, mientras que el sentirse a sí mismo, la afectividad original y todas
sus modalidades quedan marcadas dé pronto por el sello del abso­
luto. Ellas se revelan en la sustancialidad de su fenomenicidad pura,
en su afectividad y por ella, como son en sí mismas, y ninguna ilu­
sión tiene poder alguno sobre ellas. “Así, a menudo, cuando dor­
mimos, e incluso a veces estando despiertos, imaginamos tan fuer­
temente ciertas cosas que creemos verlas ante nosotros, o sentirlas
en el cuerpo, aunque de ninguna manera estén en él; pero, aun­
que estemos dormidos o soñemos, no podríamos sentimos tristes,
o conmovidos por ninguna otra pasión, si no fuera muy cierto que
el alma tiene en sí esa pasión.” De este modo la oposición crucial,
en lo que respecta a la cuestión de la verdad, entre el videor y el vide­
re, se repite -e n una fenomenología material- sobrede terminada y
fundada por el contenido fenomenológico de los modos funda­
mentales del aparecer, por la sustantitividad de la fenomenicidad
pura que en cada caso circunscriben, proponiéndose desde enton­
ces ante Descartes como la oposición entre la pasión y la percep­
ción: “Uno puede engañarse respecto de las percepciones referidas
a los objetos que existen fuera de nosotros, o bien las que se refie­
ren a algunas partes de nuestro cuerpo; pero... no puede engañarse
de la misma manera en lo tocante a las pasiones, pues le son tan
cercanas e íntimas a nuestra alma que es imposible que las sienta
sin que sean verdaderamente tal como las siente”27.
La determinación íenomenológica de la interioridad corno afec­
tividad, ¿compete al eidos? ¿Es coextensiva al aparecer original con­
siderado en su inmediatez si las pasiones del alma, en el sentido
específico que Descartes da a este concepto, designan sólo ciertos
modos del pensamiento? ¿Pero cómo se circunscriben éstos, cuál
es el principio de esta limitación que hace que, en la dimensión ori­
ginal de la experiencia denominada “alma”, sólo ciertas modalida­
des de dicha experiencia merezcan strícto sensu ser,designadas como
“pasiones”?, en la medida en que, como sabemos, están determi­
nadas por el cuerpo. La “pasión”, según Descartes -la alegría, la
tristeza-, desarrolla su ser en una esfera de inmanencia radical; igno­
ra el ver, no lleva consigo ver alguno y no ve nada, se propone como
una pura interioridad. Pero la afectividad que afecta su sentirse a sí
misma no es la esencia de éste ni su posibilidad;, depende de una
cosa totalmente otra, de la acción del cuerpo sobre esta subjetivi­
dad inmanente y de su determinación extrínseca por parte de aquél.
Ahora bien, en el cartesianismo del comienzo, en el cartesianismo
de la reducción, el “cuerpo” no existe. La “explicación” de la afec­
tividad del alma por la acción sobre ella del cuerpo no sólo es absur­
da: no ha sido ni puede ser expuesta aquí. ¿O más bien la reduc­
ción sería provisional? Pero, qué significa dicha reducción sino la
lectura en la subjetividad de lo que ella es: la fulguración del pri­
mer aparecer en su contenido fenomenológrco propio, el cual es
por siempre lo que es en su cumplimiento incansable, y no para
ser modificado después por una decisión arbitraria del filósofo. La
afectividad del pensamiento, dado que está sola en el mundo, sólo
puede explicarse a partir de sí y de su esencia propia; más aún, debe
ser comprendida como esta esencia y como su posibilidad más ínti­
ma, como la auto-afección en la que el pensamiento se revela inme­
diatamente a sí mismo y se siente a sí mismo en sí mismo tal como
es. Ella es el sentir original, el sentirse del sentir, el videor en el que
el videre se experimenta a sí mismo y logra de este modo la efecti­
vidad de su realidad a título de experiencia de la visión.
En calidad de posibilidad última del pensamiento, la afectivi­
dad reina sobre todos sus modos y los determina secretamente.
¿No vemos extenderse extrañamente, en Descartes mismo, ese rei­
no de la pasión? Aun cuando, tomadas en sentido restringido, las
pasiones sólo sean las percepciones referidas al alma misma (ale­

27 FA, 111, p. 973; AT XI, p. 349. [N. de los I : Las pasiones del alm a, op. cit.,
pp. 94-95, traducción parcialmente modificada por nosotros.]
gría, tristeza), no obstante, resulta que “todas nuestras percepcio­
nes, tanto las que se refieren a los objetos que existen fuera de noso­
tros corno las que se refieren a las diversas afecciones de nuestro
cuerpo, [son] verdaderamente pasiones”28. Lo son, según Descar­
tes, no sólo en razón de su afectividad intrínseca, sino por cuanto
encuentran su causa en el “cuerpo” -causa conocida en el caso de
las percepciones que se refieren a los objetos o a nuestro propio
cuerpo, causa desconocida para nosotros (pero que precisamente
el Tratado de las pasiones se propone hacérnosla conocer) en el caso
de las pasiones que se “refieren al alma”- . Pero ya habíamos mos­
trado que la afectividad inmanente al pensamiento como su inma­
nencia respecto a sí mismo, como su contenido fe no meno lógico
primero e irrecusable, no tiene nada que ver con su supuesta cau­
sación por parte de un cuerpo abatido por el golpe de la reducción, es
decir, no comprendido en el campo definido por la fenom enicidad efecti­
va de ese contenido puro. Por otra parte, lejos de poder fundar la afec­
tividad de esta subjetividad original, al contrario, toda explicación
por el cuerpo o por cualquier otra causa la presupone como aque­
llo mismo que se trata de explicar: dado que éstos se mueven fue­
ra de la reducción y en su olvido, sólo la afectividad en su desplie­
gue fenomenológico previo puede responder a este tipo de cuestión
y saber lo que el cartesianismo en general, y Las pasiones del alm a
en particular, quieren poner en movimiento en lo sucesivo.
Descartes se ve forzado a reconocer, sin duda involuntaria pero
invenciblemente, que la pasión en sí en su efectividad fenomeno­
lógica, es decir, en su afectividad, no depende del cuerpo. El ar­
tículo 19 toma en consideración las percepciones causadas no ya
por el cuerpo -co m o es el caso de nuestras pasiones en general-,
sino “las que tienen por causa el alma”: éstas son “las percepcio­
nes de nuestras voliciones”, las cuales todavía se denominan “accio­
n es”, “porque experimentamos que provienen directamente de
nuestra alma y parecen depender tan sólo de ella”29. Pero resulta
que estas voliciones, que precisamente sólo son para nosotros en
calidad de “percepciones”, es decir, en calidad de “pensamientos”,
que emanan de nuestra alma y no tienen ya nada que ver con el
cuerpo, lejos sin embargo de descartar a su respecto el concepto
de pasión, por el contrario, lo implican y son subsumidas bajo él.
Es lo que sucede cuando lo que se trata de considerar ya no son
las voliciones en calidad de modalidades específicas del pensa­
miento, sino la apercepción original que las da a sí mismas inme­
diatamente: “Pues es cierto que no podríamos querer nada que no

28 Les passioíg de l’ám e, FA, III, p. 972; AT, XI, p. 347. [N. de los I : Las pasio­
nes del alm a, op. cit., p. 94.1
percibiéramos por el mismo medio que la queremos; y aunque res­
pecto de nuestra alma sea una acción querer alguna cosa, puede
decirse que también es en ella una pasión percibir que quiere”30. De
este modo, más fuerte que el prejuicio cartesiano que se va a esfor­
zar en desvalorizarla al excluirla como tal de la esencia pura del pen­
samiento, la afectividad, por el contrario, se propone, como cons­
titutiva de esta esencia; ella es aquí, bajo el nombre de “pasión”, la
aperceptio primordial, la pasividad infranqueable del aparecer res­
pecto a sí mismo, su auto-afección inmanente que hace de éi lo
que es, el original aparecerse a sí del aparecer, el "pensamiento”,
La continuación del texto es más que extraña, traduce, de
hecho, el retroceso de Descartes ante su descubrimiento esencial:
“Sin embargo, debido a que esta percepción y esta voluntad no
son en efecto más que una misma cosa, la denominación se lleva
a cabo siempre en función de aquello que es lo más noble, de tal
modo que no se la denominará pasión, sino sólo a cció n ”. Sin
embargo, "percepción5 y “voluntad” no son en modo alguno “una
misma cosa”. Voluntad designa una modalidad del pensamiento
en la que éste se experimenta como la fuente de.su actividad; en
este sentido, como causa de sí, es una “acción”; La voluntad, ia
“acción”, se opone de este modo a todas las otras modalidades de
su vida en las que, por el contrario, el alma experimenta que “no
es ella la que las hace tal como son, y que siempre las recibe de
las cosas representadas por ellas”: éstas son precisamente nuestras
“pasiones”. Percepción designa una cosa totalmente otra, a saber,
la apercepción inmanente original en virtud de la cual cada moda­
lidad del alma, sea cual sea, resulta ser una modalidad de ésta. Per­
cepción designa la esencia universal del pensamiento como con­
sistente en esta apercepción y haciéndola posible. Ahora bien, el
artículo 19 denomina en general a esta apercepción como “pasión”.
El concepto general de “pasión” domina la oposición entre “accio­
nes” y “pasiones”, y funda tanto las unas como las otras. Cierta­
mente, también se puede decir, com o hace Descartes, que per­
cepción y voluntad “no son, en efecto, más que una misma cosa”,
por cuanto que semejante percepción ignora el ek-stasis y por cuan­
to en ella, como apercepción inmanente consistente en el sentir­
se a sí misma y el sufrirse a sí misma de la pasión original, la volun­
tad, como toda otra modalidad del pensamiento, permanece una
consigo así como con el poder que la da a sí misma en la inm e­
diatez de su afectividad.
La disociación fenomenológica estructural entre el videor y el
videre es el prius teórico indispensable del debate clásico concer­
niente a lo que, en la filosofía de Descartes, conviene entender por
pensamiento. Como es sabido, en la Meditación segunda se encuen­
tran dos definiciones del concepto de pensamiento, la una por la
esencia y la otra por la enumeración de los modos: I. “Así, pues,
hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es
decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos cuyo
significado me era antes desconocido”31. II. “¿Qué soy entonces?
Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa
que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no
quiere, que imagina también, y que siente”32. La primera defini­
ción debería bastar, hasta el punto de hacer superfiua la segunda.
En lo que atañe a nuestro ser más esencial, Descartes rechaza tan­
to las concepciones tradicionales como el saber antropológico inge­
nuo, concepciones y saber marcados por su carácter acumulativo,
por su confusión y por la no elaboración de su problemática. Por
tanto, Descartes apunta de entrada a la constitución de una eidéti-
ca que se atenga a una esencia fenomenológica y lo que es más, a
la esencia de la fenomenicidad misma. Esta se define como rnens,
animus, íntellectus y ratio. ¿Pero qué quieren decir estos términos?
Desde la Regula 1 se los encuentra asociados con otros equiva­
lentes (intcllectus, baña mens, naturale ratíonis lumen, humana Sapíen-
tía, universalis Sapientia, scientia) y, en el caso de la Regula II, vin­
culados a la cognitio certa et evidens; su contenido es claro: mientan
la evidencia o, más bien, su condición, la luz natural, es decir, trans­
cendental -la humana Sapientia está inmediatamente dada como
universalis Sapientia- . Esta luz es transcendental en calidad de fun­
damento de todo conocimiento posible, de toda ciencia, de su evi­
dencia y certeza; constituye idénticamente, en la efectividad de su
fenomenicidad propia, la esencia de la ratio y la del Íntellectus. El
contexto de la Meditación Segunda confirma esta interpretación. La
elucidación del concepto de espíritu -m en s- hace que aparezca
como el poder fundamental de nuestro conocimiento, siendo este
poder bien un Íntellectus, una inspectio del espíritu -abstracción
hecha de todo aporte específico del sentido o de la im aginación-
o también una ratio, si por ello se entiende la capacidad del espí­
ritu de apercibir como ideas puras las ideas que están en él, ya se
trate de la idea de extensión o de la de sustancia pensante, es decir,
de la idea adecuada de hombre.

31 FA, II, p. 419; AT, XI, p. 21; *[.. Jsum igiíur praecise tantum res cogitans, id
est mens, sive animus, sive Íntellectus, sive ratio, voces mihi prius significationis ignotae ’
(FA, II, pp. 184-185; AT, VII, p. 27.) |N. de íos I: Meditaciones metafísicas con obje­
ciones y respuestas, op. cit., pp. 25-26.]
32 FA, II, pp. 420-421; AT, IX, p. 22; 'Sed quid igitursum? Res cogitans, quid
est hoc? nempe áubitans, intelligens, ajfirmans, negans, volens, nolens, imaginans quo-
que et senüens' (FA, II, pp. 185-186; AT, VII, p. 28). [N. de ¡os T: Meditaciones meta­
físicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 26. j
Pero tales consideraciones sólo corresponden al fin de la Medi­
tación o a las Regulae: La Meditación Primera y el comienzo de la
Segunda -to d o el proceso fenomenológico de elucidación que
conduce a la posición del sum en el cogito-- ignora la definición
de la mens como intellectus, o mejor, la rechaza profundamente.
Semejante proceso; es preciso recordarlo, es el de la duda, duda
que anula el conjun to de saberes antropológicos o científicos
porque hace vacilar su fundamento común, a saber, esa luz trans­
cendental, esta Sapientia universalis a propósito de la cual la Regu­
la I dice que “permanece siempre una y la misma, aunque apli­
cada a diferentes o b jeto s, y no recibiendo de ellos mayor
diferenciación que la que recibe la luz del sol de la variedad de
las cosas que ilum ina”33. Por tanto, lo que cae 'bajo el golpe de
la reducción y resulta tachado por ella es este horizonte on toló­
gico reconocido en su heterogeneidad e irredu oibilidad al ente,
al mismo tiempo que como la condición de su conocim iento: la
posibilidad última de entender, comprender y apercibir co n te­
nidos ideales. Mientras que la duda natural se apoyaba en razo­
nes, la duda metafísica barre el conjunto de éstas y a su vez, hace
vacilar la ralio. Si el pensamiento debe constituiré! fundamento
estable y absoluto que busca el cartesianismo del comienzo, su
definición como ‘animus, intellectus sive ratio’ es decididamente
imposible.
Además, semejante definición es secretamente tributaria de una
problemática diferente a la del cogito, problemática que reaparece al
final de la Meditación Segunda. Descartes no examina aquí la mens
en sí misma, en lo inmediato de su aparecer, sino como la condi­
ción del conocimiento del cuerpo o, más bien, como su esencia:
“No conocemos los cuerpos sino por la facultad del entendimien­
to (a solo intellectu) que está en nosotros”34. Lo que a lo largo de
todo el análisis del pedazo de cera o de los hombres que pasean por
la calle con sus sombreros se circunscribe, caracteriza y elucida es
precisamente el “conocimiento del cuerpo” por cuanto encuentra
su fundamento en el ek-stasis del ver y en calidad de ver puro - “ins­
pección del espíritu”- ; se trata precisamente de la esencia del vide­
re: semejante análisis, como sabemos, no es precisamente el del
cuerpo, el de un cuerpo cualquiera, el de la extensión, sino, más
bien, el del conocimiento del cuerpo, es decir, precisamente el del
entendimiento. Pero este “conocimiento del cuerpo”, que, por otra

33 FA, I, p. 78; AT, X, p. 360. [N. de los T: existe traducción al castellano, Des­
cartes, R., Regías para la dirección d d espíritu (trad. de j. M. Navarro Cordón), Alian­
za Editorial, Madrid, 1989, pp. 62-63.]
34 FA, II, p. 429; AT, IX, p. 26. [N. de los I : Meditaciones metafísicas con obje­
ciones y respuestas , op. cit., p. 30. Traducción parcialmente modificada por noso­
tros.]
parte, es problemático en sí mismo y que no puede como tai cons­
tituir el comienzo, remite necesaria e incansablemente35 ai “cono­
cimiento del alma”, cuya esencia más originaria ha sido exhibida
en el cogito. No sólo las tesis más fundamentales de Descartes ates­
tiguan que la m m s cartesiana no es reducible al intueri del intdlec-
tus y de la rafe?, sino que también lo hace el siguiente texto: “No
me cabe duda de que el espíritu [rnens], tan pronto como es ínfun-
dido en el cuerpo de un niño, comienza a pensar, y desde ese mis-
mo momento sabe que piensa”36. A.menos que supongamos que
el ser más esencial del hombre consiste en la actividad matemáti­
ca y que, desde el vientre de su madre, se ocupa en preparar su
entrada a la escuela Politécnica, es preciso reconocer que el pensa­
miento aquí en cuestión no es un entendimiento estricto sensu, sino
la revelación bajo su forma más original, la muda inmanencia de su
primer ser cabe sí en la afectividad del puro sentirse a sí mismo.
Por tanto, si la primera definición del pensamiento por su pre­
tendida esencia -d e hecho, la del “conocimiento del cuerpo”- resul­
ta inadecuada para el comienzo y no lo puede producir en ella, vol­
vámonos hacia la segunda. A pesar de su carácter enumerativo, si
el hecho de tener en cuenta la pluralidad de las modalidades fun­
damentales del pensamiento nos obliga a concebir su unidad posi­
ble, la cual reside en su esencia común, idéntica a la del pensa­
miento, ¿acaso no nos brinda esta segunda definición un acceso
más seguro a la esencia? El problema de la posible atribución de
estos diversos modos a una misma esencia del pensamiento, ¿pue­
de acaso tener solución si esta esencia es la del entendimiento?
En concreto, la cuestión se formula como sigue: ¿son las expe­
riencias vividas del sentir, y especialmente de la imaginación, homo­
géneas a la intuición intelectual de naturalezas simples y pueden
reducirse a ésta? En verdad, resulta posible encontrar una solución
a esta primera dificultad en la propia obra de Descartes: ¿acaso no
basta con suponer, en efecto, que las facultades no intelectuales
del pensamiento, a saber, el sentido y la imaginación, no son moda­
lidades propias de este pensamiento puro, sino que sólo intervie­
nen en él accidentalmente como resultado precisamente de este
accidente: la determinación del pensam iento por el cuerpo en

35 Esta remisión no es sólo constante a! final de la Meditación segunda; resul­


ta reafirmada en las Quií-iící.s respuestas : “Por ello se ve con claridad que de ningu­
na cosa conocemos tantos atributos como de nuestro espíritu, pues tantos como
son conocidos en f e demás cosas pueden ser contados en el espíritu que los cono­
ce; por consiguiente, su naturaleza resulta ser mejor conocida que la de ninguna
otra cosa” (FA, II, p. 802; AI, Vil, p. 360). Cf. también Principios II, 11 (FA, III,
p. 97; AT, IX, IT, p, 29). [N. de los T.: Meditaciones metafísicas con objeciones y res­
puestas, op. cit., p. 286; Los principios de la filosofía , op. cit., p. 28.)
36 Réponses aax Quatriemes Objections, FA, II, p. 691; AT, VII, p. 246 [N. de los
I : Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas , op. cit., p. 198.)
razón de su unión? De este modo, sin embargo, se podría com ­
prender que el pensamiento identificado con el entendimiento fue­
se capaz de revestir modos contingentes respecto a su propia natu­
raleza37. El análisis eidético demuestra que el entendimiento es la
esencia, y el sentido y la imaginación los accidentes, ya que, de
acuerdo con las famosas declaraciones de la Meditación S ex ta, es
posible pensar sin imaginar ni sentir, mientras que lo contrario no
b es: “Esta fuerza imaginativa que hay en mí, en cuanto que difie­
re de mi fuerza intelectiva, no es en modo alguno necesaria a mi
naturaleza o esencia; pues, aunque yo careciese ele ella, seguiría
siendo sin duda el mismo que soy”38. Y de nuevo: "Encuentro en
mí ciertas facultades... las de imaginar y sentir sin las cuales pue­
do muy bien concebirme por completo”39.
Pero la problemática de la Meditación Segunda se desan'olla por
completo ad intra de una actitud de reducción que como tal, es
preciso recordarlo, ignora el cuerpo y su pretendida acción sobre
el alma. Por tanto, una construcción transcendente al fenómeno,
en este caso, la determinación por el cuerpo ele ésos “tipos de pen­
samiento” que son el sentido y la imaginación, no -puede explica];
la inherencia de esos modos ai pensamiento reducido a entendi­
miento puro. ¿Pretenderemos que es preciso esperar a la M edita­
ción Sexta para que se supere la dificultad y el cartesianismo del
comienzo responda a la cuestión planteada de forma imprudente?
Pero, como ha sido igualmente mencionado, la reducción no es
provisional; lo que significa que el planteamiento y la resolución
de ios problemas se hace y debe hacerse sobre el plano de los fenó­
menos, excluyendo construcciones hipotéticas de la ciencia o de
filosofías dogmáticas. Por tanto, sólo al considerar los modos del
sentido y de la imaginación tal com o se presentan ellos mismos y
se aproximan por el poder de su fenomenicidad propia, sólo enton­
ces deben exhibirse como pertenecientes al pensamiento, pensa­
miento que a su vez no significa otra cosa que esta fenomenicidad
misma. De ahí que, por otra parte, tales modos sean modos del
pensamiento: porque se manifiestan en él, por él, en el seno de
esta fenomenicidad pura que es idéntica en ambos casos. Tal es la
razón por la que la definición del pensamiento por la enumeración
de sus modos no establece todavía entre ellos ninguna discrimi­
nación, porque, circunscritos por su fenomenicidad y exhibién­
dose todos por igual en ella, tienen todos los mismos derechos.

37 Ésta es principalm ente la tesis de M. Gueroult en su m onum ental obra,


Descartes selon l’ordre des raisons, París, Aubier, 1953.
38 FA, II, p. 482; AT, IX, p. 58. iN. de los T.; Meditaciones metafísicas con obje­
ciones y respuestas, op. di., p. 62.]
39 FA, II, pp. 488-489; AT, IX, p. 62. ¡N. de los T: Meditaciones metafísicas con
objeáonesy respuestas , op. cit., p. 66.]
Más aún, esta segunda definición del pensam iento por los
modos se opone sólo en apariencia a la primera: si ésta -la deter­
minación del pensamiento como esencia pura del aparecer, como
“espíritu”- no menciona ni el sentido ni la imaginación, es pre­
cisamente porque procede de ia reducción, porque ei cuerpo, y
con él el sentir y la imaginación, han quedado fuera de conside­
ración c o m o facultades psíco-empíricas del hom bre. Pero la reduc­
ción sólo cierra el paso al sentir psíco-em pírico para liberar el
campo puro del aparecer y ad intra de este campo, el sentir y la
imaginación identificados esta vez con su puro aparecer, pero, a
su vez, promovidos por él a la condición de fenómenos absolu­
tos que escapan a la reducción; con esta investidura entran a for­
mar parte de la segunda definición, iguales en dignidad al apare­
cer mismo y, precisamente, como los modos de su cumplimiento
efectivo.
Por tanto, el sentido y la imaginación sólo deben ser interro­
gados en lo que respecta a la posibilidad de su pertenencia al
pensamiento como entendim iento ad intra de la reducción, en
su contenido fenom enológico intrínseco; al fin y al cabo, sólo
este contenido es capaz de proporcionar la respuesta. Ahora bien,
desde el momento en que sentido e imaginación ya no son inter­
pretados de forma ingenua como poderes psico-físicos del hom ­
bre, ni sus actos como procesos ónticos, desde el m omento en
que, por el contrario, se plantea la cuestión transcendental de su
posibilidad - a saber, la posibilidad en su caso de hacer advenir
a la fenomenicidad aquello que, entonces y sóio entonces, pue­
den sentir e imaginar, la posibilidad, a su vez, de advenir ellos
mismos a la condición fenoménica, ellos que no son, en calidad
de sentido e imaginación, en calidad de modos de pensamien­
to, más que semejante advenir-, sentido e imaginación, así pre­
cisamente considerados como “pensamiento de sentir” y “pen­
samiento de imaginar”, se oponen al entendimiento con menos
fuerza de lo que parece. Si se deja de lado el problema, en ver­
dad crucial, de su tonalidad propia, si su afectividad permanece
incuestionada en su especificidad -cu estió n que Descartes lle­
vará a cabo una vez que la reducción haya sido olvidada y de tal
modo que, “explicada”por el “cuerpo”, es decir por el ente, se
encuentre excluida por completo de la problemática ontoiógica
del pensar pu ro-, ¿no nos dan al menos el sentido y la imagina­
ción lo que ellos sienten e imaginan en el espacio de un ver y en
su luz, por la mediación en consecuencia de esa esencia que la
primera definición denomina intellectus sive ratio? Este ver trans­
cendental inmanente a su ejercicio como su posibilidad última,
com o la posibilidad para ellos de ir más allá cada vez hacia un
contenido y alcanzarlo, ¿no constituye esa “suerte de intelección”
que Descartes les reconocía y que hacía precisam ente de ellos
“especies de pensamientos”?40. Podemos concebir ahora con todo
rigor cóm o la sensación y la imaginación, al ser portadores de
esta intelección que les permite sentir e imaginar su objeto, apa­
recen como modos del pensamiento reducido a esta intelección.
Sin embargo, el ver mismo cae bajo el golpe de la reducción,
de tal modo que no es por encontrarse fundados por él, por hallar
en él aquello que haría de ellos modos del pensamiento, com o el
sentido y la imaginación pueden ser recogidos en la segunda defi­
nición como modos absolutamente ciertos y que escapan a la suso­
dicha reducción -com o tampoco lo podría ser eí intellectus mismo
si no estuviese sostenido en su fondo por el poder de un modo
más original de aparecer, irreducible a él y además’irrecusable... El
examen de uno de esos modos, citado no menos de cinco veces
en la segunda definición - ‘dubitans, cifirmans, negara, volcns, nolens'-,
a saber, la voluntad, va a mostrar que no es el videre del ver, sino
sólo la apariencia más original del videor. lo que determina, al mis­
mo tiempo que la “certeza” del pensamiento, la Inherencia en él
de esos modos. y''
Ahora bien, todo el cartesianismo formula la.''.diferenciación, e
incluso la oposición expresa de dos “facultades” que son el enten­
dimiento y la voluntad: la teoría del juicio y el método mismo en
muchos de sus respectos reposan sobre su disociación. Pero hay
más. No se puede olvidar que en el cogito se cumple el reconoci­
miento del aparecer en su fulguración inicial, el reconocimiento en
ella de la esencia del pensamiento y del ser, a partir de la voluntad
misma, de la que la duda no es más que una modalidad. Esta duda
ya no es la duda natural, duda que pide sus razones al entendimiento,
sino la duda metafísica, la duda contra natura y contra la naturale­
za del entendimiento, contra la rntio, porque precisamente es un
modo de la voluntad infinita, voluntad en mí idéntica a la de Dios,
voluntad que puede querer todo lo que quiere, absolutamente, incon­
dicionalmente y sin límite, que puede querer que lo verdadero sea
falso y que el ver, comprendido aquí bajo la forma de la evidencia
que reposa en él y baña en su luz, sea un no ver. Otra vez, de nue­
vo, el entendimiento no interviene en modo alguno en este proce­
so de la reducción, excepto para ser rechazado por él: de lo contra­
rio, ¿cómo podría constituir la esencia comenzante a la que este
proceso retoma y que descubre en su irreducibilidad?
Con todo, a su vez, si ha de ser algo y no más bien nada, ¿no tie­
ne que revelarse la voluntad? ¿No es así como permanece, a pesar
de su infinitud, como un modo del pensamiento? ¿Y no deviene de
nuevo entonces tributaria de este entendimiento que pretendía
excluir? He aquí, a decir verdad, una paradoja característica del car-

w Lettrc á Gibieuf del 19 de enero de 1642; FA, II, p. 909; AT, III, p. 479.
tesianismo, la paradoja según la cual la voluntad infinita no es más
que el simple modo de una;esencia finita. Pero esta paradoja sólo
es insuperable y efectiva si es captada en su significación radical, es
decir, fenomenológica. De modo similar, la finitud del entendimiento
no es ni una afirmación doctrinal ni un simple concepto; se refiere
al aparecer mismo y lo designa en propio, puesto que este aparecer
se identifica, no obstante, con eí entendimiento y reside en él. Lo
finito es el ver transcendental mismo, más bien, su íudamento, el
horizonte de visibilidad abierto por el ek-stasis y a ia luz del cual avan­
za la mirada del ver, este espacio puro de la fenomenicidad extática.
Iodo eí método de Descartes, en la medida en que consiste en el
llevar a cabo del intueri y se confía a él y a su luz, a la luz de la Sapim-
tia y de la scientia imiversalis, de la hona mens, del intellectus, a la luz
natural de la razón, no es otra cosa que la descripción de las condi­
ciones a las que se hurta y de los avatares en los que se pierde el
susodicho entendimiento, por cuanto su mirada se mueve en el inte­
rior de un horizonte esencialmente finito. La finitud de ese horizonte
constriñe la intuición --el ver, el intueri- a no percibir más que una
cosa a la vez, de tal modo que la concentración sobre esa cosa de la:
luz en la que ella se da entonces con la evidencia y claridad de un .
conocimiento verdadero supone el ensombrecimiento de todo lo
que no es ella. Queda manifiesto en ese caso que semejante ver, pese
a su agudeza e intensidad o a causa de ellas, es de forma idéntica, y
todavía más, un no ver, de tal modo que todo lo que no es visto en
él se propone en lo sucesivo al conocimiento como el objeto de una
búsqueda indefinida. El método cartesiano se esfuerza subrepticia­
mente en exorcizar esta fmitud principial de la manifestación extá­
tica cuando intenta extender poco a poco el reino de esa luz; cuan­
do pasa de una intuición a otra y todavía a otra; cuando afirma que
este pasaje, lejos de introducir una discontinuidad en el proceso de
conocimiento, es él mismo una intuición; cuando finalmente reco­
mienda, en presencia de una cadena de intuiciones, recorrerlas tan
frecuente y rápidamente que el espíritu se desliza de una a otra, y al
fin y a la postre no parecen sino una, y la deducción se reduce a
intuición.
En vano: todos estos expedientes, lejos de superarla, remiten
a una situación fenomenológica irreducible y se alimentan secre­
tamente de ella: la situación en virtud de la cual cada nuevo con­
tenido de experiencia sólo se ofrece a la luz del ver si el que lo pre­
cede lleva a cabo el sacrificio de su propia presencia. Y por una
cadena de razones que tendrían lugar a una en el espíritu, por un
solo problema cuyos datos se quisiese conservar en la memoria,
todo el resto de lo que es bascularía en la noche. Semejante situa­
ción, en realidad la estructura fenomenológica de la fenomenici­
dad de la que el ver se alimenta, determina el contenido mismo
de lo que ve, incluso cuando ese contenido parece descubrirse a
sí tal como es en sí mismo. Pues la simple naturaleza no es tal sino
en la medida en que se presenta como el correlato de una intui­
ción: la unidad de ésta circunscribe y define su simplicidad. Pode­
mos reconocer que semejante simplicidad encuentra su principio
en el modo de donación de la esencia y no en su contenido intrín­
seco en el hecho de que, lejos de proponerse como un objeto cerra­
do y limitado a sí mismo, la naturaleza simple cartesiana es de una
riqueza infinita: una relación que remite a otras relaciones, una
esencia que lleva consigo multitud de implicaciones, de virtuali­
dades, de potencialidades que deberán ser actualizadas, es decir,
intuidas a su vez en un proceso de elucidación íe'nomenológica
sin fin. En calidad de portadora de im plicaciones, la naturaleza
simple nunca es tan clara y distinta como para no-.verse envuelta
por una franja de sombra constituida por el horizonte de sus poten­
cialidades; Descartes se ha visto forzado a escribir en la Regula XII
que “no concebimos distintamente lo septenario,; a no ser que en
él incluyamos, por alguna razón confusa, lo temario y lo cuater­
nario41”. Pero el juego indefinido de estas remisiones e im plica­
ciones, el sempiterno rebasamiento del dato claró hacia un hori­
zonte de potencialidades oscuras, no depende de ese dato ni de
lo que es en sí mismo -e n sí mismo no comporta potencialidad
representativa alguna-, sino precisamente de su modo de dona­
ción. Por tanto, no es la esencia, no es el ente, lo finito: lo es el
lugar en el que aparece. La ñnitud es una estructura ontológica de
la fenomenicidad que encuentra su esencia en el ek-stasis, y dado
que el ver del entendimiento se produce en el medio abierto por
él, dicho entendimiento es también a su vez esencialmente finito.
Pero de lo que se trata es de la volición y de su posible inhe­
rencia al pensamiento definido como entendimiento. ¿Cómo, enton­
ces, esa voluntad en sí infinita es capaz de revelarse en su infinitud
si su revelación se confiere a un poder esencialmente finito, ñnitud
que atañe a la fenomenicidad misma que él promueve y en la que
consiste, y la designa como un lugar finito, de tal modo que todo
lo que aparece en ese lugar, no exhibiendo nunca más que un aspec­
to parcial y limitado de su ser, lo desborda más bien por todos lados
y se hurta al mismo? Si, no obstante, la voluntad rehúsa descubrir
su ser bajo la forma de un aspecto ofrecido al ver -así como tam­
poco en una serie indefinida de aspectos-; si no hay algo así como
caras externas de su ser cuya recolección y suma permitiese captar
su esencia, ello se debe a que sólo es posible e infinita como poder,
poder que nunca se capta bajo aspecto alguno ni en una imago, en
el “fuera de sí” de una exterioridad cualquiera, sino que se experi­

41 FA; I, p, 14-7; AT, X, p. 421. [N. de los T: Reglas para la dirección del espíritu,
op. cit., p. 127. Traducción parcialmente modificada por nosotros.]
menta sólo en sí mismo interiormente, y no liega a sí y a su propio
poder, para apoderarse de él y desplegarlo, más que por esta expe­
riencia muda de sí y en su pasión. Ahora bien, como ya hemos vis­
to, Descartes caracterizaba expresamente la aperceptio original como
pasión, aperceptio en la que la voluntad se vive inmediatamente a
sí misma en calidad de volente, en calidad de directamente prove­
niente del alma y dependiendo sólo de ella. La exclusión aquí explí­
cita del cuerpo descarta esta vez toda posibilidad de explicar por
medio de él la afectividad de esta aperceptio primordial -co m o se
pretendía hacer en el caso de la imaginación y el sentido--.
Aparece entonces a plena luz la naturaleza de esta pasión que
permite a 1.a voluntad revelarse en sí misma, de un solo golpe y tal
como es, en la infinitud de su poder, la naturaleza del pensamiento
en su esencia más original, no ya el videre del entendimiento en la
finitud de su ek-stasis, sino la primera apariencia del videor, el pri­
mer aparecer tal como se parece a sí mismo en la auto-afección de
su inmanencia radical. Deviene entonces significativa la oposición
crucial entre el videor y el videre y la descomposición del pensa­
miento según sus dos modos fundamentales de fenomenicidad.
El sentido, la imaginación, la voluntad, no pueden precisamente
pertenecer al ver del entendimiento, corno tampoco, por otra par­
te, el sentimiento, que sólo se sustrae a la enumeración porque
constituye la unidad inapercibida. La aperceptio original, de forma
coextensiva y cointensiva a su ser, funda la inherencia de todos
esos modos a una misma esencia; la aperceptio original, esa “suer­
te de intelección” que todos ellos portan consigo como aquello
que los revela originalmente a sí mismos tal como son, en la tota­
lidad de su ser, y que también lleva consigo el entendimiento, por
cuanto el videre sólo es posible en sí mismo como videre videor.
Esto es lo que debiera dar que pensar: que la regresión hacia
el primer aparecer y hacia el comienzo se Heve a cabo en el cogito
no a partir de un modo específico del pensamiento, del entendi­
miento, sino por la exclusión de éste, por el acto oscuro y la pasión
infinita de una voluntad ciega que rechaza de un plumazo todo lo
inteligible. Dar que pensar que el pensamiento más inicial, entre­
visto por Descartes en el orto de la cultura moderna, no tenía pre­
cisamente nada que ver con aquel que iba a guiar esta cultura, al
bies de teorías del conocimiento y de la ciencia, hacia un mundo
como el nuestro; sino más bien que este pensamiento inaugural,
en su retirada del mundo e irreductibilidad al ver, en la subjetivi­
dad radical de su inmediatez cabe sí, merecía otro nom bre, un
nombre que por otra parte Descartes le da, el de alma o, si se pre­
fiere, el de vida. Pero el mismo cartesianismo no ha sabido man­
tenerse sobre esta estrecha cresta de significaciones originales, de
manera que, para comprender este mundo de nuestro tiempo, con­
viene más bien preguntarse por su declive.
Capítulo 2

El declive de los absolutos fenomenológicos


Sólo una fenomenología material puede mantener con firmeza la
distinción crucial entre el videor y el videre, una fenomenología
que refiere cada uno de los conceptos fundamentales de la feno­
menicidad a la actualización y efectuación de ésta, de tal modo
que estas manifestaciones puras, estos cristales de apariencia, se
dejan reconocer en la diferencia radical de su sustancialidad feno­
menológica. En la medida en que la fenomenología, o incluso
una ontología fenomenológica, se mueve en el olvido de esta refe­
rencia principia!, permanece como un puro conceptualismo; sus
proposiciones no revisten más que la forma de la apodicticidad
y se exponen a un juego gratuito e indefinido. Pues, ¿qué signi­
fica aparecer cuando la fenomenicidad concreta de la exhibición
no se exhibe en sí misma? ¿Qué significa para el aparecer apare-
cer en sí mismo y tal como es, si el campo así abierto por él y en
el que logra la manifestación de sí no es reconocido a su vez en
la especificidad de su fenomenicidad propia? ¿Y qué puede que­
rer decir todavía, para el aparecer, darse o retirarse, darse en la
retirada? ¿Qué quiere decir para la verdad del ser, es decir, pre­
cisamente para el aparecer puro, desvelarse como la verdad del
ente en la ocultación de su verdad propia, si la verdad aquí en
cuestión designa otra cosa que la materia fenomenológica de un
modo efectivo de fenomenicidad pura?
Ningún concepto, a decir verdad, carece de referencia, y éste
de fenomenicidad menos que cualquier otro. Desde el momento
en que se pronuncia la palabra aparecer, se cumple la compren­
sión, al menos implícita, de un modo efectivo de la fenomenici­
dad pura, y este modo no es cualquiera. Se ofrece a nosotros, en
primer lugar, como referente de todo concepto que, de una mane­
ra o de otra, pone en ju eg o la fenomenicidad, la visibilidad del
mundo, a saber, el horizonte transcendental arrojado ante noso­
tros por el ek-stasis y por la visibilización previa por la que, a su
vez, toda cosa, todo ente, deviene visible. Es precisamente la feno­
menicidad producida en el proceso de exteriorización de la exte­
rioridad la que funda la “luz” - “natural” o “universal”-- de la que
habla Descartes y que, a su vez, sirve de fundamento al ver, al intue-
ri: el videre remite a ella con toda evidencia. En su autonomía apa­
rente, este modo de despliegue de la fenomenicidad extática pare­
ce tan original que está en el fondo de las concepciones, las más
de las veces implícitas, que guían el pensamiento occidental desde
su origen en Grecia. Y ha sido precisa la extraordinaria ruptura de
la reducción para derrotar estas presuposiciones recogidas tanto
en la idea platónica como en la ratio de las Regulae. Entonces, por
un instante, se descubre ante la conciencia filosófica el anverso de
las cosas, su dimensión invisible, aquello que nunca se separa de
sí, nunca se va fuera de sí y nunca se pro-pone como un mundo,
aquello que no tiene ni “cara”, ni “fuera”, ni “rostro” y que nadie
puede ver: la subjetividad en su inmanencia radical idéntica a la
vida.
De este modo, el concepto de conciencia que hace su entrada
en la filosofía occidental: se desdobla misteriosamente, designan­
do a la vez, como vinculados el uno al otro y, no obstante, funda­
dos el uno sobre el otro, lo visible y lo invisible, el pensamiento y
la vida. Pero la apariencia original a la que el ver mismo demanda
su ser previo responde, asimismo, a las 'prescripciones de una feno­
menología material: no es un concepto, pero se exhibe en sí mis­
ma en la electividad de su materia fenomenológica. ¿Ha concebi­
do verdaderamente Descartes la afectividad como esta materia,
como la sustancia fenomenológica de la auto-afección por la que
el ver se aíecta a sí mismo y se experimenta de este modo viendo,
como esta apariencia original en la que, por ende, rae parece que
yo veo?
Acontece aquí la desviación histórica en virtud de kvcuai la filo­
sofía moderna pierde de entrada ía esencia de la vida, y ya no pue­
de continuarse de ahora en adelante más que como una filosofía
y una historia del “pensamiento”, en el sentido precisamente que
este concepto reviste en el mundo de hoy en día. Por una parte,
Descartes reconoció la afectividad del pensamiento, o más bien, y
de manera ya restrictiva, el hecho de que el susodicho pensamiento
es capaz de revestir una forma propiamente afectiva en algunos de
sus modos como las sensaciones y los sentimientos (por otro lado,
mal distinguidos) y, en todo caso, en las pasiones del alma. El
hecho de que reciban este nombre implica en primer lugar que
pertenecen al alma, al pensamiento. En la medida en que Descar­
tes se compromete, a este respecto, en un análisis que en muchos
aspectos puede considerarse fenomenológico, aunque se lleve a
cabo con la ayuda de conceptos por cuya legitimidad tendremos
ocasión de preguntamos, hay aquí algo más que una simple cons­
tatación. A propósito de estos sentimientos se dice en los Princi­
pios, 1, que son a la vez “claros” y “confusos” y, en el § 68, que no
nos equivocaremos a su respecto si distinguimos en ellos “lo que
hay de claro de lo que hay de oscuro”. Que los sentimientos sean
claros y, en consecuencia, que podamos tener de ellos “un cono­
cimiento claro y distinto” (§ 66), significa que son materias feno-
menológicas, modos del pensamiento y, en esa pertenencia al cogi­
to, tan “ciertos” como sus otras determinaciones: el alma no puede
sentirlos de otro modo que como son, y ello por cuanto su ser con­
siste en la auto-afección. Que estos sentimientos -e sta sensación
de calor, esta alegría- sean “oscuros” o incluso “confusos” no quie­
re decir otra cosa: Descartes mienta aquí 1a especificidad fenome­
nológica de la fenomenicidad propia de esas pasiones, el hecho de
que semejante fenomenicidad no es la transparencia de una luz
inteligible, sino precisamente la afectividad, esa materia fenome-
nológica irreducible en su tonalidad propia. En verdad, Descartes
dice, a propósito de los sentimientos, que son confusos en otro
sentido, y sólo a este respecto conviene distinguir lo que hay de
claro en ellos de lo que hay de oscuro. El análisis ya sólo es váli­
do entonces para las sensaciones, las cuales son “claras” por la
razón que acaba de ser dicha, en calidad de materias fenomeno-
lógicas, y “confusas11 no ya en sí mismas, en su afectividad, sino
en el juicio que se vincula naturalmente a ellas y por el que son
reieridas a ias cosas externas y, en primer lugar, ai cuerpo propio,
juicio en virtud del cual parecen pertenecer a las cosas o a ese cuer­
po, como si fuesen ellas o él los que son cálidos o dolorosos: “No
hemos llegado a considerar estas sensaciones como ideas que sola­
mente estaban en nuestra alma; por el contrario, hemos creído que
estaban en nuestras manos, en nuestros pies o bien en otras par­
tes de nuestro cuerpo” (§ 67). Y el § 68 añade: “Conocemos cla­
ra y distintamente el dolor, el color y las otras sensaciones cuando
las conocemos simplemente como pensamientos; p ero ... cuando
queremos juzgar que el color, el dolor, etc. son cosas que subsis­
ten fuera de nuestro pensamiento, no concebimos en forma algu­
na qué cosa sea este color, este dolor, etc.”1.
En estos magníficos textos no sólo se reafirma con claridad
la diferencia óntico-ontológica que decididamente prohíbe toda
atribución al ente de las determinaciones del aparecer y, preci­
samente dado que la afectividad queda explícitamente reíerida a
éste último y captada como no pudiendo encontrar su asiento
en otro lugar que en él, ¿puede su inherencia al alma significar
otra cosa que su intervención activa en el proceso en el que se
construye la fenom enicidad? Pues esto es lo que quiere decir
esencia, esencia del alma, esencia del pensamiento: la posibili­
dad extrema y más última del poder que produce la fenom eni­
cidad y la conduce a la efectividad. Ahora bien, la mirada carte­
siana se desvía ante esta intuición cegadora de la afectividad como
aquello que constituye la primera venida a sí del aparecer, la auto-
afección original en la que el aparecer se aparece a sí mismo y
surge en la apariencia de su fenomenicidad propia: la afectividad
no es la esencia del pensamiento, su sustancia - a saber, esta sus­
tancialidad fenomenológica de la fenomenicidad p u ra-; ella le
adviene no en virtud de lo que ella es com o idéntica en ella al
poder que la engendra, sino como un accidente, com o aquello
que proviene de otra cosa y, al constreñirla desde el exterior, tie­
ne com o único efecto perjudicar su poder de revelación y a la
transparencia de su fenomenicidad propia. Sucede entonces que
ésta, por clara, es decir, por esclarecedora que sea, separada repen­
tinamente de su capacidad primitiva de exaltar el aparecer y de
traerlo a la aparición, se pierde con él y deviene “o scu ra”. La
oscuridad ya no es -n u n ca lo es en D escartes- el índice feno-
menológico que remite, más acá del ek-stasis, al lugar más origi­
nal en el que surge el aparecer en su inmediatez; marca más bien
su declive, su alteración por un poder ajeno; no es ya el pensa­
miento mismo, ei pensamiento “puro”, sino su “confusión”. De
este modo, se hace escarnio una vez más del principio de la reduc­
ción, a saber, la instauración de una escisión decisiva entre el
aparecer y el ente: éste, tras haber sido suspendido, es decir, defi­
nitivamente descartado de la esencia de la fenomenicidad y de
sus cond iciones, vuelve de nuevo a proponerse como una de
ellas; se ve entonces que un elem ento fenomeriológico puro y
que se da como tal, el sentimiento, ya no es tal, ya no pertene­
ce al aparecer, sino que, en realidad, es un efecto; por otra par­
te misterioso, de lo ente en él. . . V:
No obstante, si la afectividad ya no construyeel interior del
aparecer y lo hace posible en su apariencia primera; si ya no pro­
porciona a su inmediatez la efectividad de su materia fenomenoló­
gica, a saber, su afectividad misma, ¿dónde reside entonces el poder
por el que adviene la fenomenicidad? ¿Cuál es la sustancia fenome­
nológica de este primer advenimiento? El ek~stasís, la luz que él derra­
ma, constituye, no obstante, la esencia naturante y única de ia feno­
menicidad, mientras que la afectividad no es más que su alteración.
Pese a que la inmanencia prescrita por todas las definiciones carte­
sianas del pensamiento, así como por las de la idea, puede man­
tenerse en calidad de exigencia ineludible -¿pues cómo podría el
ek-stasis subsistir y en primer lugar, desplegarse si el poder que lo
despliega, es decir, él mismo, no residiese en sí mismo con vistas
a ser lo que es y hacer lo que hace, si la ob-jetualización no tuvie­
se lugar en su interioridad radical respecto a sí mismo, si ia idea,
en términos cartesianos, no tuviese una realidad material?-, ya no
es más que una simple prescripción, y deviene frágil tan pronto
como vacila su asiento fenomenológico. Es más bien la luz, la luz
del ek-stasis y de la ratio, la que va a proporcionar este asiento y,
sustituyendo subrepticiamente a la inmediatez del aparecer, va a
ocupar su lugar, un lugar que, en su invisible retirada del mundo,
él siempre deja libre. De este modo se cumple el olvido del comien­
zo y su pérdida: dado que el ek-stasis tiene lugar primeramente en
sí, la luz, por un efecto de ocultación que repercute sobre su pro­
pio origen, se propone como la única esencia y la única sustancia
de la fenomenicidad. El cogito se desmiembra; la apariencia pri­
mera del videor queda abolida en la del videre; yo pienso quiere
decir yo veo; el “pensamiento” ya no es la vida, sino su contrario:
se ha convertido en conocimiento.
El fin de la Meditación segunda, minada por una contradicción
profunda, muestra ya cómo se cumple en Descartes la obnubila­
ción del videor por parte del videre y su olvido progresivo. Por un
parte, se trata de recordar, como se ha hecho, que el conocimien­
to del alma es más fácil que el del cuerpo, así como más antiguo
que él, de tal modo que todos los poderes que le sirven para cono­
cer ese cuerpo deben primeramente ser conocidos en sí mismos.
De este modo, hay -inmanente a esos poderes- una apariencia ori­
ginal en la que advienen a sí mismos y se aparecen como son. Con
el pretexto de captar mejor el conocim iento del alma, y precisa­
mente porque es inmanente al del cuerpo y lo hace posible, es en
realidad éste el que se tema tiza, es él quien va a guiar el análisis. El
ser de este conocimiento está determinado por aquello que es nece­
sario en él para conocer el susodicho cuerpo. Se apercibe entonces
que lo que se requiere es la visión del entendimiento, o más bien
de su idea, una visión que, por ende, es la propia del entendimiento
más bien que la del sentido a la de la imaginación. La competen­
cia que se instaura entre estas tres facultades del alma devenidas
facultades de conocimiento, para saber cuál de ellas resulta ser ver­
daderamente tal, deja en todo caso el terreno libre al mero ver, el
cual debe ser captado en su pureza, abstracción hecha de la con­
fusión y oscuridad que, por el contrario, hay implícitas en el senti­
do y en la imaginación. La Meditación segunda finaliza con la con­
clusión paradójica de excluir la afectividad del aparecer para reducirlo
al mero ver, cuya esencia se encuentra circunscrita a su vez por esta
exclusión fuera de ella de la afectividad -co m o si la auto-afección
original del ver y su inmediatez respecto a sí misma hubiesen deja­
do de ser un problema, el problema del cogito m ism o-.
La Meditación tercera no hace sino acentuar este deslizamiento,
y ello debido a una doble circunstancia que acaba por modificar el
sentido de la marcha cartesiana o que, más bien, lo invierte. En pri­
mer lugar, se produce una sustitución decisiva, la sustitución del
cogito mismo por su relación con el cogifatum; esta relación, o más
bien el cogLtatwm mismo, se convierte en el tema del análisis. Des­
cartes ya no busca acrecentar el conocimiento sino fundarlo defini­
tivamente, como si no ío estuviese verdaderamente, como si el cogi­
to no lo hubiese hecho. El olvido del videor como inmediatez del
videre, que originalmente lo revela a sí mismo en calidad de un ver
irreducible e indubitable, como su realidad material, deja paso en la
problemática a un proyecto totalmente distinto, el de legitimarlo
mediatamente por la veracidad divina, la cual debe ser leída en la
idea de Dios entendida como un cogitatum. Por tanto, es preciso, en
primer lugar, descubrir ésta, hacer un inventario de los cogitata, ase­
gurarse de ellos en calidad de cogitata, sustraerlos, por ende, a la
reducción, y ello presuponiendo la infalibilidad del ver que se trata
de fundar. Pues la verdad de todo este movimiento, en la medida en
que evita la contradicción, es, más bien, ésta: el cogitatum escapa
desde ahora a la reducción por sí mismo, lo que significa que eí ser
pensado, si nos atenemos a él tal como es pensado, es decir, tal como
se da, es un ser incontestable; y las ideas, la idea de Dios, por ejem­
plo, en calidad de cogitata, consideradas en su realidad objetiva, con
tal que primero no se plantee la cuestión de saber si le corresponde
una realidad en. sí -s i la realidad de un Dios efectivo corresponde a
la de su idea.., ya no caen bajo el ámbito de la duda. Pero ser pen­
sado, ser un cogitaturn qua cogitatum, quiere decir ser visto. Lo que
funda la validez de un contenido objetivo cualquiera, por ejemplo,
1a de la realidad objetiva de la idea de Dios, es el hecho de ser visto,
es eí ser-visto como tal y en cuanto tal. El ser-visto como tal, el hecho
de ser visto, si se lo considera como una pura propiedad, como una
condición fenomenológica independiente de su contenido, de lo
que es visto, es la vista misma, es el ver que se precipita en el espa­
cio de luz abierto por el ek-stasis. Ahora bien, el cogito :-si por un ins­
tante se deja de apercibir en él la apariencia original .de su inmedia­
tez esencial- no es nada más que dicho ver. De ahí que el aparecer
del. cogito es de idéntica forma el del cogitatum, el aparecer en el que
el cogitatum. es qua cogitatum. Un único aparecer atraviesa tanto el
cogito como el cogitatum; el cogito no es más que el nombre del apa­
recer del cogitatum, aquello que hace del cogitatum un cogitatum, Y
si ello no se ha apercibido antes es porque sólo se retiene en el cogi-
tatum aquello que es el cogitatum, y no su condición de ser tal. Pero
desde el momento en que el cogitatum se piensa en calidad de tal,
en su aparecer, o, más bien, desde el momento en que se capta ese
aparecer por sí mismo, como el puro hecho de ser visto, es reab­
sorbido en el ver e idéntico a él.
En términos cartesianos, puede decirse que la distinción entre
la realidad formal y la realidad objetiva de la idea, que recorre de
principio a fin la Meditación tercera y que parece conducir todo su
análisis, también se pierde2. Si por realidad objetiva de la idea se

1 Lo que Descartes, retomando en su vocabulario la conceptualización aristo­


télica y escolástica, denomina realidad material de la idea, es ia realidad del alma
misma, su fenomenicidad propia, idéntica a su ser. La realidad Jo rn a l de la idea se
confunde con su realidad material, designando como ella la realidad fenomenoló­
gica del alma, o “pensamiento”. Difiere de aquélla en lo que de ella especifica, en
calidad de pensamiento de esto o ésta, mientras que la realidad material significa
este pensamiento, o el alma, en su indeterminación. La realidad formal de la idea
es, por ende, una modalidad determinada del alma, de ahí que sean ontoiógica*
mente homogéneas, es decir, que su sustancialidad y materialidad fenomenológi­
ca sean la sustancialidad y la materialidad fenomenológica del alma misma. Cf, este
texto de la Meditación tercera: “Siendo toda idea obra del espíritu, su naturaleza es
tal que no exige de suyo ninguna otra realidad Jo rn a l que la que recibe del pensa­
miento, del cual es un modo" CFA, II, p. 439; AT, IX, p. 32). En lo que sigue, nues­
tra argumentación toma el concepto de realidad formal de la idea en este sentido.
(N. de los X: Meditaciones metafísicas con objecionesy respuestas, op. cit., p. 36.]
entiende su con tenido representativo específico —el contenido
representativa del alma o de D ios-, seguramente se la distinguirá
con facilidad de su realidad formal, es decir, de su pertenencia ai
pensamiento. Pero si pertenecer al pensamiento quiere decir ser
visto, ser representado, si la realidad objetiva de la idea designa su
contenido en su condición objetiva, su ser-visto y su ser-repre­
sentado como tales, en ese caso la realidad formal de la idea, del
pensamiento reducido a esa forma de la representación y del ver,
no es ya otra cosa que la realidad objetiva, misma entendida en esa
condición de la objetividad -y, en calidad de condición de ía repre­
sentación, de condición de la objetividad, el cogito cartesiano es
ya un cogito kantiano-. De forma repentina se descubre ante noso­
tros una presuposición absolutamente general de la filosofía occi­
dental: privada de su dimensión de interioridad radical, reducida
a un ver, a una condición de la objetividad y de la representación,
constituyendo más bien esa estructura e Idéntica a ella, ía subjeti­
vidad del sujeto ya no es otra cosa que la objetividad del objeto.
En consecuencia, al tomar en consideración de forma siste­
mática los cogitata, la Meditación tercera opera algo totalmente dis­
tinto a un simple desplazamiento temático, aquél que conduce la
mirada del cogito a su cogitatum; consiste en la reducción del pri­
mero a no ser más que la condición del segundo, la reducción de
la apariencia original del videor al ek-stasis del videre. Ahora bien,
semejante reducción catastrófica donde el ser original de la subje­
tividad y de la vida es simplemente abolido, no se produce mera­
mente de manera subrepticia, de algún modo a espaldas de Des­
cartes o de su lector; semejante reducción es reivindicada en ia
tesis célebre, y que determina el método, según la cual, una vez
establecido, el cogito se propone no sólo como una verdad, y la
primera de todas, sino también como el criterio de toda verdad
posible. “Sé con certeza que soy una cosa que piensa; pero, ¿no
sé también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi
primer conocimiento, no hay nada más que una percepción clara
y distinta de lo que con ozco... Y por ello me parece poder esta­
blecer desde ahora, como regla general, que son verdaderas todas
las cosas que concebimos muy clara y distintamente”3. Pero si nos
preguntamos qué es esta percepción clara y distinta -¿podría ser
la percepción de un sentimiento y designar su auto-revelación a sí
mismo y la materia fenomenológica de esa inmediatez?-, es pre­
ciso reconocer, por el contrario, que se trata ahora de una percep­
ción de lo que yo conozco, un “ver”, el ver en el que yo veo que
el maligno “lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada,
mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cier­
to que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que
dos más tres sean algo distinto de cinco, ni otras cosas sem ejan­
tes, que veo claramente no poder ser de otro modo que como fas conci­
to ”4 La continuación del. texto .ratifica esta reducción del cogito a
un ver, una vez convertido en el criterio de la verdad -u n a verdad
que, en lo sucesivo, se propone bajo la forma exclusiva de ese ver
y com o su cumplimiento en el ver claro y distinto: “No podría
poner en duda nada de lo que la luz natural me hace ver como ver­
dadero; por ejemplo, cuando antes me ha enseñado que del hecho
de que yo dudaba, podía concluir que yo era”3. La evidencia es un
ver claro y distinto. La evidencia, por tanto, constituye el criterio
de toda verdad posible, y el hecho de que su poder dé verdad deba
ser todavía confirmado y afirmado por la veracidad divina sólo vie­
ne a mostrar que es dicho criterio, el único criterio posible, preci­
samente aquél que se trata de establecer de forma definitiva.
Unico criterio de la verdad, bajo la forma de Ia :.evidencia, el
cogito es también una de esas verdades que él permite fundar, la
primera a decir verdad: ha devenido una evidencia: “veo que, de!
hecho de que dudo, puedo concluir que soy”. Una evidencia, una
verdad, significa aquí en realidad el contenido de una evidencia,
un contenido óntico. En 1a medida en que es una verdad, la pri­
mera de todas, aquella que me permite poner mi existencia al aper­
cibir su inherencia a mi pensamiento, el cogito no constituye ya la
condición transcendental de posibilidad de toda verdad en gene­
ra!; más bien queda sometido a ella y la presupone, al igual que el
resto de verdades, no siendo ya más que una entre ellas. La pri­
mera: a partir de la cual se pueden deducir las otras, la primera
intuición en la cadena de la deducción, la primera razón en el orden
de las razones. El cartesianismo de las Regulae sumerge al de las
Meditaciones y lo toma de nuevo en él. ¿Bajo qué condición? Bajo
la condición de que la condición de toda verdad se proponga como
la primera proposición de la ciencia. Sólo se propone de tal suer­
te en la medida en que su condición subsiste y continúa desple­
gando su esencia. En la luz natural, veo que del hecho de que dudo
se sigue que existo, etc.
Distinguimos pues radicalmente, por una parte, el saber de la
ciencia que tematiza las verdades particulares y la primera de éstas
-en este caso, el cogito- en calidad de comienzo de la filosofía; y,
por otra, el saber absoluto, el aparecer que hace posible el saber
científico en general y el filosófico en particular. Aun cuando ha

1 FA, II, p. 432; AT, IX, p. 28, cursiva nuestra. [N. de los T.: Meditaciones m eta­
físicas con objeáonesy respuestas, op. cit., p. 32.]
3 FA, II, p. 436; AT, IX, p. 30. [N. de. los I : Meditaciones metafísicas con objeciones
y respuestas, op. cit., p. 34. Traducción parcialmente modificada por nosotros.]
sido temadzado en el saber científico de la filosofía! el aparecer no
deja por ello de ser el fundamento de sem ejante saber. En resu­
midas cuentas, cogito quiere decir aquí dos cosas: en primer lugar,
una cierta intuición; en segundo lugar, su condición, Pero el apa­
recer, en el momento en que es pensado como la condición del
saber científico y, a decir verdad, de todo saber posible, como la
condición de la intuición y de la evidencia, ya no es otra cosa que
la luz del ek-stasis en la que el ver se efectúa, el ver de la intuición,
de la evidencia, de todo conocimiento posible en general. En la
determinación circular en que el aparecer aparece como la condi­
ción de esa intuición privilegiada que es el cogito, y el cogito como
la tematización de su propia condición, en que el ver constituye
alternativamente la forma y el contenido de sem ejante con oci­
miento, no aparece otra cosa que ese ver mismo y su propia con­
dición, la luz del aparecer en la que se oculta su inmediatez esen-
cial, la esencia de la vida: en el comienzo de la filosofía, dado que
es un modo de saber, el comienzo se ha perdido.
Pero, como la inmediatez del aparecer es también la del saber y
su presupuesto último, no se deja olvidar tan fácilmente. Dos notas
caracterizan de este modo al cartesianismo: en la medida en que
cumple el desplazamiento temático del cogito al cogitatum y que la
inmanencia original del primero queda abolida en el ek-stasis del
segundo, se produce un deslizamiento que se apodera de todos los
conceptos de la fenomenología cartesiana. Cada uno de ellos pier­
de su significación primera, la referida al videor, en beneficio de una
significación propiamente cognittva a la que la objetivación de la
objetividad proporciona a la vez su prius y su contenido. Contem­
poránea, no obstante, de esta deriva de todos los conceptos funda­
mentales de la fenomenicidad, se mantiene la inmediatez original,
como su fundamento inapercibido y siempre presente, y a ella remi­
te, en sus apreciaciones más fulgurantes, el texto cartesiano. Se cons­
tituye de este modo una anfibología que, al afectar a cada uno de
los términos clave del discurso cartesiano -pensamiento, idea, aper­
cepción, percepción, luz natural, evidencia, claridad, distinción, con­
fusión, oscuridad-, hace de este texto algo propiamente ilegible, a
menos que la disociación radical entre el videor, el videre y su con­
tenido fenomenológico puro permanezca presente al espíritu, pro­
porcionando a la problemática sus puntos de referencia ineludibles.
La definición cartesiana del pensamiento mienta, como se ha
mostrado, la inmediatez -co m o bastaría para recordarlo la desig­
nación de las sensaciones, los sentimientos, las pasiones bajo el
nombre de “pensamientos”6--. En su acepción original, la idea car-
tesiana tiene el mismo sentido y, so pena de un contrasentido irre­
versible, conviene entenderla como fundamentalmente diferente
de todo aquello que acostumbramos a denominar idea, a saber,
una representación, la representación de un árbol, de un triángu­
lo, de Dios. La idea cartesiana excluye de sí la representación, el
ver, el intuen, y ello de manera radical; ella es todo salvo una idea
del entendimiento, todo salvo el aspecto de lo que se nos- descu­
bre en la luz del ek-stasis, todo salvo lo inteligible. “La idea o el
sentimiento del dolor'5, afirman los Principios (1, 46). .Descartes, en
un texto decisivo, afirma esta singularidad absoluta de la idea en
calidad de idéntica a la inmediatez del pensamiento y, finalmente,
a su afectividad, en calidad de idea del espíritu, afirma su diferen­
ciación como tal de todas las demás ideas -d e las ideas de las cosas
(sensibles o inteligibles)-: “Pues, en primer lugar, ya no dudé de
poseer una clara idea de mi propio espíritu, cuyo conocim iento
tenía sin duda, pues me estaba tan presentey tan unido a mí. Tam ­
poco puse en duda que dicha idea fuera enteramente distinta de todas
las demás cosas”7. ' :■
Tan esencial es la singularidad de la idea bajo su forma original
que, al menos en dos ocasiones, Descartes se ha preocupado en
darle una definición técnica: “Con la palabra idea entiendo aque­
lla forma de todos nuestros pensamientos, por cuya percepción inme­
diata tenemos consciencia de ellos”8. Puede apreciarse el sentido en
el que la idea designa la revelación inmediata del pensamiento a sí
mismo en el hecho de que ella devuelve cada pensamiento a sí mis­
mo, lo abre y lo desvela a sí mismo, siendo de este modo su auto-
revelación, la revelación del pensamiento mismo y no de otra cosa,
de una alteridad, de una objetividad cualquiera. Sólo la idea, toma­
da en esta significación absolutamente original, puede permitirnos
entender lo que es su “realidad formar’, no precisamente algo for­
mal, la simple forma de un contenido situado fuera de ella, sino,
en ausencia de toda exterioridad, aquello que es uno con ese con­
tenido; no obstante, com o contenido radicalmente inmanente,
idéntico a ese pensamiento. De ahí que los ejemplos considerados
por Descartes para circunscribir la idea en calidad de esencia ori­
ginal del pensamiento se limiten a las modalidades inmanentes de
éste: pues el pensamiento 110 revela en sí otra cosa que él mismo
(“llamo idea a todo lo que el espíritu concibe de un modo inm e­
diato; de suerte que, cuando deseo o temo, como a la vez conci­
bo que deseo y temo, cuento dichos querer y temor en el núme­

7 Réponses aux Sixicmes Objections, FA, II, p. 886; AT, VII, p. 443; cursiva
nuestra. [N. de los T: Meditaciones metafísicas con objeciones)' respuestas, op. cit.,
p. 338.]
8 Képonses aux Secondes Objections, FA, II, p, 586; A I VII, p. 160. [N. de los I :
Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 129.3
ro de las ideas”9). A decir verdad, todas las modalidades inm a­
nentes del pensamiento -la s sensaciones, “ei cosquilleo” y “el
dolor”, los “sentimientos”- deben ser consideradas “como ideas
que solamente estaban en nuestra alma”10.
A su vez, aquello que con carácter de ukimidad es la realidad
formal de la idea esclarece su carácter “innato”. El carácter innato
de la idea no significa simplemente que ésta se encuentra en noso­
tros antes de toda experiencia y con independencia de ella; lo que
se mienta es la naturaleza de la idea misma, su naturaleza como
definida por una fenomenicidad que excluye el ek-stasis. El carác­
ter innato de la idea designa la afectividad, como aquello que cons­
tituye la dimensión original del aparecer en su inmediatez, de tal
modo que todo lo que aparece no lo hace sino en esta forma de
afectividad y por ella, de tal modo que no es nunca el ente lo afec­
tivo en sí mismo y que la inserción en él de un carácter afectivo es
un sin-sentido. Como mucho, podrá revestir semejante carácter
en su aparecer y sólo en él, en la realidad formal de su idea. Des­
cartes llevó a cabo esta demostración, al menos, a propósito de la
experiencia sensible, al mostrar cómo la idea de las sensaciones,
es decir, su naturaleza afectiva, es una idea innata que depende.de
la esencia de su fenomenicidad, y de ningún modo del ente que
supuestamente produce aquellas sensaciones. Hablando de ellas,
de la idea de dolor, de color, de sonido, la carta a Mersenne del 22
de julio de 1641 declara: “Pues los órganos de los sentidos no nos
brindan nada semejante a la idea que se revela en nosotros si lle­
ga el caso, de tal modo que esta idea ha debido estar en nosotros
con anterioridad”11.
Sin embargo, Descartes entiende de igual modo por idea su
realidad objetiva, es decir, su contenido representativo. En verdad,
no todas las ideas tienen semejante contenido representativo y,
según el concepto original de idea, no lo tienen, como puede ver­
se en las “ideas” de sensación, voluntad, pasión, etc. El hecho de
que esos pensamientos existen como tales desprovistos de todo
contenido representativo y con independencia de él, indepen­
dientemente del ver y de su ek-stasis, muestra que la dimensión
original de la fenomenicidad no está constituida ni por la repre­
sentación ni por su ek-sfasis: en la medida en que el cartesianismo
ha hecho este descubrimiento esencial puede proponerse como
una filosofía de la subjetividad radical y de la vida. Sin embargo,
ciertos pensamientos presentan un contenido representativo y,

9 Reponses qux Troisiémes Objections, FA, II, pp. 6 1 1 -6 1 2 ; AT, VII, p. 181. [N.
de los I : Meditaciones metafísicas con objeáonesy respuestas, op. cit., p. 147.]
10 Principes, I, 6 7 ; FA, III, p. 1 3 6 : AT, IX, II, p. 56. [N. de ¡os T : Los pnneipios
de ¡a filosofía, op. d i., p. 6 3.]
11 FA, II, p. 3 5 2 ; AT, III, p. 4 1 8 .
curiosamente, Descartes va a reservar para ellos el nombre de idea:
“De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas,
y a éstos solos conviene con propiedad el nombre de idea”12. Aho­
ra bien, es de destacar que la representación fundada en el ek-sCa­
sis y, por consiguiente, este último, no aparezcan como la nota
característica de ciertas ideas más que para, de inmediato, encon­
trarse desvalorizados. Se trata de la afirmación decisiva, y tan mal
comprendida por la posteridad filosófica, según la cual el co n te­
nido representativo de la idea, a saber, su realidad objetiva, no se
identifica nunca con la realidad y no podría darla nunca en sí mis­
ma sino sólo en imagen: “Las ideas son en mí corno cuadros o
imágenes”13 -d e tal modo que esta laguna ontoiógica e insupera­
ble del ser visto depende de su ser visto como tal, cíe la represen­
tación y del efe-síasis-. El “progreso”, realizado en primer lugar por
Kant, que consiste en identificar las condiciones de 1a representa­
ción del objeto con las condiciones mismas del objeto, y seguido
por Husserl con la afirmación de que el ser alcanzado por ia mira­
da intencional es el ser en sí mismo y tal. como es, tal progreso es
quizá ilusorio por cuanto que el estar dado en la representación.,
es decir, en su propia exterioridad con relación a sí, no puede ya
precisamente constituir el ser tal como es en sí mismo, es decir,
en su realidad.
En todo caso, para Descartes, el ver -incluso cuando está fun­
dado en la inmediatez de su videor como un ver a pesar de todo
cierto y seguro-, permanece afectado por esa impotencia ontoló-
gica en virtud de la cual no alcanza más que el doble, precisamente,
la imagen del ser y no éste: “Por imperfecto que sea el modo de
ser según el cual una cosa está objetivamente o por representación
en el entendimiento, mediante su idea”14. Por ejemplo, la idea del
sol, no es el sol real “como es en el cielo”; ella sólo lo da “objeti­
vamente”, tal como es “en el entendimiento”, de tal modo que esa
donación no es ja de la realidad, sino su doble irreal, una simple
copia. Descartes, siempre según el uso escolástico, designa a la
realidad del sol en sí como su realidad objetiva. A la realidad obje­
tiva se oculta por principio la realidad formal, a saber, la realidad
a secas. La representación constituye y define la dimensión ontoiógica
de la irrealidad. La tesis tan extraña, y tan a menudo impugnada,
según la cual en ese cartesianismo del cogito el hombre quedaría
encerrado en sus representaciones y por siempre sin contacto algu­

12 Troisiéme Meditation , FA, II, p. 4 3 3 ; AT, IX, p. 2 9. [N. de los T.: Meditaciones
metafísicas con objeciones y respuestas, op. d i,, p. 3 3 .]
13 FA, II, p. 4 4 0 ; AT, IX, p. 3 3 . [N. de los I ; Meditaciones metafísicas con obje­
ciones y respuestas, op. cit., p. 3 7 .]
14 Ibíd. [N. de los I : Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit.,
p. 36.]
no con las cosas, desvela poco a poco una significación sin lími­
tes. Ésta es doble: reactualiza en primer lugar la diferencia óntico-
ontológica al afirmar la incapacidad del ente para cumplir por sí
mismo la obra de la revelación, su necesidad de someterse a ésta
como a un poder ajeno. El ente no se da más que en su represen­
tación como el objeto de la objetivación, y queda reabsorbido en
él, en el objeto. Aquello que él es en sí mismo, fuera de este espa­
cio de luz construido para él por la representación, siempre se nos
escapa, y sólo la verdad divina nos podrá asegurar que es en sí mis­
mo -e n su realidad formal- como es “objetivamente en el enten­
dimiento”, es decir, como se nos descubre en su representación,
en calidad de objeto.
Pero según Descartes, la realidad formal no es sólo ni en pri­
mera instancia la de la cosa cuya realidad objetiva está en el enten­
dimiento como su idea; es, como se ha visto,.la realidad formal de
esta idea misma, la realidad material del pensamiento. Que la rea­
lidad no sea la realidad objetiva de la idea; que no pueda propo­
nerse en la objetivación del ek-stasis; que éste abre el medio de la
irrealidad mientras que lo que se le oculta de este modo es preci­
samente la realidad, la realidad formal y sustancial del pensamiento,
el aparecer en la inmediatez de su auto-aparecer: ésta es precisa­
mente la definición o la condición de la vida; más allá de equivo­
caciones ulteriores, más allá de su propio declive, el cartesianismo
del comienzo tiene en mente esta vida. Se comprende una vez más
por qué la veracidad divina intervendrá en realidad dos veces eni
el cartesianismo constituido: una primera vez, para garantizarla
vista de lo que es visto; una segunda, para legitimar la creencia de
que lo que es visto se corresponde realmente, en el orden de las
realidades creadas por Dios, con la realidad formal de una cosa en
sí. De manera similar, el concepto de finitud en su acepción onto-
lógica pura se desdobla al no designar ya meramente la finitud de
origen del ek-stasis, sino, más radicalmente, la irrealidad de prin­
cipio tanto de lo Dimensional extático como de todo aquello que
se fenomeniza en él.
Por irreal y, al mismo tiempo, por finita que sea la realidad obje­
tiva de la idea, no obstante, constituye el tema de la Meáitúüón ter-:
cera: las modalidades de la representación van a guiar en ío suce­
sivo la reflexión, y también a definir su teleología. La idea se
convierte en un título para una metafísica del conocimiento, Pero
con la idea considerada en su realidad objetiva, la fenomenicidad
del ver se instala, al mismo tiempo, en el centro de la problemáti­
ca y pretende valer como el medio, si no de toda revelación posi­
ble, al menos como el único en el que conocimiento y ciencia
podrán progresar, descubriendo en él sus “objetos” y, por consi­
guiente, su propia condición de posibilidad. El cogito mismo, des­
de el momento en que su idea es considerada en su realidad obje­
tiva como una proposición de la ciencia y el conocimiento, de la
filosofía, como su comienzo, no designa otra cosa, como es bien
sabido, que una naturaleza simple -la del pensamiento-- por cuan­
to implica en ella otra -la de la existencia-, y esta implicación vie­
ne a constituir también una naturaleza simple. ¿No debe ser pen­
sada, sin embargo, semejante proposición? La realidad objetiva de
la idea del cogito, ¿no presupone como condición su realidad for­
mal? Pero, ¿qué es ésta, sino la luz en la que el ver es posible y, con
él, lo que él ve, en la que están inmersos el “pensamiento”, la “exis­
tencia”, “el nexo que los une!í? Una vez que es comprendida a par­
tir de su realidad objetiva, se pierde la realidad formal de la idea
confundida con una condición de la objetividad.
Se produce entonces una deriva de los conceptos fundamen­
tales de ia fenomenicidad que los entrega a la anfibología, cuando
no a la ocultación definitiva del sentido primordial. Éste, en lo que
atañe a la realidad formal de la idea, se refería de manera exclusi­
va a su inmediatez, al hecho de que ella se revela en sí misma como
modo inmanente del pensamiento, exactamente igual que un dolor
o una volición, abstracción hecha, por consiguiente,'de toda rea­
lidad objetiva, abstracción hecha del ver y de aquello que ve. Pero
como esta realidad formal es de igual modo la condición del vej­
en su propia inmediatez, lo es también del ver del ek-stasis y de
todo lo que ve, por consiguiente, de toda realidad objetiva. La refe­
rencia de la realidad objetiva a su realidad fomial en calidad de rea­
lidad de la inmediatez constituida y definida por ella se borra en
favor de una sola referencia a la forma del ver; la realidad formal
de la idea, “la forma de la percepción”, como también dice Des­
cartes, tiende a no designar más que esta forma del ver y este ver
mismo - y la anfibología cede su lugar a la ocultación-.
En ésta se anuda el destino del pensamiento occidental y, en
primer lugar, el del cartesianismo. En sus Terceras ob jeáon esy res­
puestas se ve abocado a repetir la definición esencial de la realidad
formal de la idea: “Con la palabra idea, entiendo todo lo que es
forma de alguna percepción, pues, ¿quién concibe algo sin perci­
birlo y, por tanto, sin tener esa forma o idea de la intelección...? ”.
Pero el contexto de la discusión corre el riesgo de extraviarnos.
Habiendo afirmado que Dios “es una sustancia infinitamente inte­
ligente”, Descartes debe responder a Hobbes cuando “pregunta
con qué idea entiende el señor Descartes la intelección de Dios”15.
Descartes apela a la estructura original de la idea, a la auto-re vela­
ción constitutiva de su realidad formal. No obstante, la idea en
cuestión es la de la intelección, la del poder de “concebir algo”, la
del intueri y su correlato, y puede fácilmente imaginarse que el fun­
damento ultimo aquí invocado por Descartes es aquél de la inte­
lección en su especificidad, por cuanto que el tema de la proble­
mática está constituido por la realidad objetiva de la idea de Dios,
realidad que se trata de exhibir según el conjunto de sus compo­
nentes, ellos mismos objetivos.
Pero toda problemática, a decir verdad toda ciencia y la filoso­
fía misma, obedecen a una temática similar: mienta objetivamen­
te una realidad y toma con ligereza las condiciones de su conoci­
m iento por las de la realidad. En lo que atañe al com ienzo,
sem ejante confusión no es otra que ia del videre con el videor, y
supone la resorción del segundo en eí primero. Desde ese momen­
to, en el discurso filosófico y en primer lugar, en el discurso car­
tesiano, los conceptos de la fenomenicidad flotan en una indeter­
minación fenomenológica total, el aparecer deviene de nuevo un
concepto formal y las metáforas que lo designan no tienen ya en
cuenta la especificidad irreductible de su efectuación fenomeno­
lógica concreta. O mejor, dado que el concepto de aparecer no
puede permanecer como meramente formal, el ver del ek-stasis,
operativo en el conocimiento, proporciona su contenido.
Los § 29 a 66 de Los principios de ¡afilosofía ofrecen un ejem­
plo sorprendente de este deslizamiento continuo de los concep­
tos de la fenomenicidad desde su significación inmanente a su sig­
nificación extática. Desde el primer momento, el ek-stasis preside
la determinación del aparecer y de su esencia. Dios, no ya como
realidad objetiva de una idea, sino, más bien, como su condición,
como condición transcendental de la verdad, como idéntico, por
ende, al aparecer y a su fundamento, como “verísimo”, es “la fuen­
te de toda luz” (§ 29). Se aprecia que esta luz es la del ek-stasis en
el hecho de que es precisamente la del conocimiento; en el hecho
de que aquello que esclarece reviste la forma del objeto; en que
sus modos de esclarecimiento, en la medida en que esta luz se
concentra en el susodicho objeto y se atiene formalmente a él en
su ver, son los de la claridad y la distinción, de tal modo, además,
que lo visto y apercibido de tal suerte resulta por ello mismo “ver­
dadero”, es decir, manifiesto en esa luz y por ella, “Se sigue de ello
que h facultad de conocer que Dios nos ha dado, a la que denomi­
namos luz natural, no alcanza jam ás algún objeto que no sea ver­
dadero, en tanto que se apercibe de él, es decir, en tanto que lo
conoce clara y distintamente" (§ 30).
Por el contrario, cuando se toman en consideración (en los §
39 y 41) los modos inmanentes del pensamiento, las “ideas” que
no tienen realidad objetiva -la sensación, el sentimiento, la volun­
tad, la libertad-, la problemática se encuentra en presencia de las
únicas modalidades del aparecer que escapan a la reducción al mis­
mo tiempo que al ek-stasis: ni en éste ni en su luz pueden mos­
trarse y cumplir frente a ellas la obra de la revelación; la interiori­
dad designa su esencia; por una necesidad más fuerte que la anfi­
bología, el vocabulario mismo remite a ella: “La libertad de nues­
tra voluntad se conoce sin prueba; basta la experiencia que de ella
tenem os... apercibíamos en nosotros una libertad tan grande como
para impedimos creer., ( § 39). “Estaríamos equivocados si pusié­
ramos en duda aquello de lo que n.os apercibimos interiormente
y de lo que sabemos por nuestra experiencia” (§ 41).
Ahora bien, para circunscribir esta fenomenicidad original que
excluye el ek-stasis y más fuerte que la reducción, Descartes va a
emplear las palabras del ek-stasis, subsumienclo bajo una termi­
nología monótona dos órdenes irreductibles. No sólo el término
apercepción significa a la vez la vista del “objeto” a la “luz natu­
ral” y, de manera anfibológica, por consiguiente, íá auto-afección
interna de las modalidades inmanentes del pensamiento, su reali­
dad material en sí ajena a toda realidad objetiva. La'obra cumpli­
da de la revelación que reviste esos modos fundamentales dife­
rentes es designada en los dos casos bajo-los mismos conceptos
de “claridad” y “distinción”. Claridad y distinción, no se refieren
por tanto sólo al ver ni a su concentración sobre un objeto privi­
legiado de la luz de la que dispone; ellos pretenden definir de igual
modo la revelación inmanente irreducible a esa luz.
“Por ejemplo, mientras que alguien siente un dolor agudo, el
conocimiento que del mismo posee es claro para este sujeto” (§
4 6 ). Y de ahí que, en la medida en que se atiene a esta exp e­
riencia pura del dolor, a su “idea” o a su “sentim iento”, y no la
mezcla con el ju icio falso mediante el cual ese sentim iento de
dolor es referido habitualm ente a la parte herida del cuerpo e
insertado en ella, se puede decir todavía que “sólo percibe cla­
ramente la sensación o el pensam iento que p o see” (§ 4 6 ). De
suerte que “también podemos tener un conocimiento claro y dis­
tinto tanto de las sensaciones com o de las afecciones y de los
a p e tito s...” (§ 66).
Sin embargo, en su significación original, conform e al § 4 5 ,
que mienta su definición rigurosa al mismo tiempo que su dife­
renciación recíproca, claridad y distinción son dos modos de cono­
cimiento; no sólo presuponen el ver y su ek-stasis, sino que cuali­
fican las modalidades según las cuales se cumple -s u atención- y,
correlativamente, las modalidades bajo las cuales se les propone
en cada caso su objeto. Se trata de un texto famoso: “El con oci­
miento. .. no sólo debe ser claro, sino que también debe ser dis­
tinto. Entiendo que es claro aquel conocimiento que es presente
y manifiesto a un espíritu atento, tal y como decimos que vemos
claramente los objetos cuando, estando ante nosotros, actúan con
bastante fuerza y nuestros ojos están dispuestos a mirarlos. Es dis­
tinto aquel conocimiento que es en modo tal separado y distinto
de todos los otros que sólo comprende en sí lo que manifiesta­
mente aparece a quien lo considera como es preciso”.
¿Cómo entonces la claridad, como modalidad de la luz, podría
ser capaz de nombrar lo que ignora en sí toda luz, la afección sin
ek-stasis en la que se produce la vida? No puede tal cosa; y resti­
tuido en su integralidad, el texto anteriormente citado del § 46
que habla del conocimiento claro que se tiene del dolor, con tal
de que se separe de él el juicio que lo inserta en el cuerpo, reza
como sigue: “sólo percibe claramente la sensación o el pensamiento
confuso que pose”16. Tener un conocimiento claro de una realidad
confusa: he ahí una posibilidad que todo el mundo comprende,
a condición, no obstante, de no comprender la proposición de
Descartes. Pues Descartes no quiere decir que se puede ver clara­
mente que una cierta realidad es confusa en el sentido de que las
relaciones potencialmente implicadas en ella no están todavía cla­
ramente apercibidas en sí mismas -co m o , por ejemplo, cuando
veo que el número siete encierra de forma confusa los números
tres y cuatro-. Claridad y confusión no mientan aquí dos cosas
diferentes --un conocimiento (claro) y su contenido (confu so)-,
sino una sola y misma cosa y más aún, una sola y misma propie­
dad de esta cosa única: claridad designa el aparecer del sentimiento;
confusión, oscuridad, su especificidad fenomenológica y la mate­
ria de su fenomenicidad como constituida por la afectividad. La
claridad del sentimiento, del pensamiento en general considerado
en su realidad material -claridad idéntica a su confusión-, no tie­
ne, por tanto, nada que ver con la claridad del conocimiento y de
la evidencia, con la claridad de la realidad objetiva de la idea, cla­
ridad, esta vez, opuesta a su confusión, pero vinculada a ella según
una ley esencial.
La elucidación radical de los conceptos fundamentales de la
fenomenicidad implicados y confundidos por el cartesianismo se
propone como sigue:
1,° Claridad, en calidad de idéntica a la confusión y a la oscu­
ridad, indica la inmediatez del aparecer, una sola esencia: clara en
la medida en que ella cumple la obra de la fenomenicidad, oscu­
ra por cuanto la materia fenomenológica de este cumplimiento es
la afectividad. A la claridad y a la oscuridad como idénticas en su
esencia pertenece el no poder tomarse la una en la otra, siendo
idénticamente siempre lo Mismo, a saber, la dimensión original de
su fenomenicidad en la que la vida se experimenta en lo invisible,
de tal modo que nada de lo que crece en ella se va nunca fuera de
ella, de igual modo que nada de lo que permanece fuera de ella
adviene tampoco a ella -d e tal modo que lo que está vivo lo está
para siem pre-,
2.° Claridad, en calidad de opuesta a la confusión y a la oscu­
ridad, es la del ek-stasis e indica una sola esencia: clara en la medi­
da en que ella abre el lugar en el que se concentra la luz, oscura
por cuanto ese lugar de luz se rodea de sombra, a saber, del hori­
zonte no tematizable de toda exposición extática. Claro u oscuro
es el ente por cuanto adviene a la condición de objeto, de tai modo
que nunca reviste esos caracteres en sí mismo, sino sólo en. su ex­
posición y por ella. Así, claridad y confusión son cietermin.acion.es
fenomenológicas puras consustanciales a la fenomenicidad del ek-
stasis y queridas por él. Tales determinaciones (opuestas) no van
nunca la una sin la otra, pero pasan de la una a la. otra por cuan­
to el ente pasa en ellas. De este modo se construye la ley de la feno­
menicidad del mundo, como mundo puro, el hecho de que toda
determinación óntica sólo adviene a la presencia en-la claridad por
cuanto otra le cede el lugar y, de este modo, cada úna de ellas reco­
rre la serie continua de los grados que van de la claridad a la con ­
fusión y la oscuridad; dado que la posibilidad de recorrer esta serie
es una posibilidad pura prescrita por la esencia, toda determina­
ción clara se puede tomar en una determinación confusa u oscu­
ra, y viceversa.
Punto límite de la fenomenicidad del mundo y de su modo
declinante, la oscuridad que pertenece al ek-stasis como su hori­
zonte, y donde zozobra el ente tan pronto como abandona el lugar
de su presencia, no tiene nada que ver con la oscuridad intrínse­
ca de aquello que ignora el ek-stasis. Y, mientras que la primera se
toma fácilmente en su contraria, en la claridad de la evidencia -ta l
es precisamente la teleología del método cartesiano así com o de
toda ciencia y saber en general-, la segunda, la oscuridad del sen­
timiento y de la vida, rechaza por principio semejante posibilidad.
Ahora que el videre establece en el pensamiento su primado
sobre el videor y echa en el olvido a éste -a decir verdad es en cali­
dad de olvidadizo de su inmediatez (que nunca está ante su mira­
da, que nuca es vista), como se despliega necesariamente-, ahora
que el concepto de conciencia que va a conducir la filosofía occi­
dental viene a significar de manera exclusiva el ver y sus determi­
naciones específicas, el inconsciente se define en tal caso a partir
de ellos com o el modo límite de la fenomenicidad del m undo,
modo en el que acaba por perderse todo lo que ha sido conscien­
te, pero en el que las partes de ese todo, una tras otra, pueden
resurgir. La conciencia reducida al ver tiende inevitablemente a
esta toma de conciencia, a ella misma, quedando establecida la
teleología del saber y de la ciencia. Pero la vida, en su eterna reti­
rada y en su venida interior a sí misma, prosigue incansablemen­
te. Ella es lo Oscuro, designada también como lo Inconsciente en
la anfibología, de tal modo que, por una parte, lo que ahora está
en cuestión no podría ponerse en calidad de obstante y, por otra,
toda toma de conciencia es aquí puro sin-sentido.
Pero eso no es todo. Al definir nuestro ser más esencial por el
aparecer y el “alma” como “pensamiento”, el cartesianismo había
planteado múltiples problemas. Pues si la materia de la psique es
la fenomenicidad, si según la declaración categórica de las Prime­
ras respuestas: “nada puede haber en mi que no conozca de algún
modo” -nihil in mecujus nullo modo sim conscius e.sse. p o s . ¿dón­
de pueden tener lugar las ideas innatas que constituyen a una la
naturaleza de mí espíritu así como las múltiples potencialidades
que lo definen? Cuanto más radicalmente se opera la determina­
ción eidética del alma como conciencia, más mordaz surge su des­
mentido, la afirmación según la cual, por el contrario, sólo una
parte de nuestro ser y, naturalmente, la más superficial, se ofrece
a la luz. No obstante, la totalidad de nuestras ideas, y no sólo nues­
tras ideas “innatas”, se hurtan a la presencia consciente. ¿Y qué
decir de su temporalidad? ¿En qué se convierten los recuerdos en
los que ya no pensamos? Se trata de la cuestión clásica que Freud
invoca en su justificación del concepto de inconsciente: “Podemos adu­
cir, en apoyo de la existencia de un estado psíquico inconsciente,
el hecho de que la conciencia sólo integra en un momento dado
un limitado contenido, de manera que la mayor parte de aquello
que denominamos conocimiento consciente tiene que hallarse de
todos modos durante largos periodos de tiempo en estado de laten-
cia; esto es, en un estado de inconsciencia psíquica. La negación
de lo inconsciente resulta incomprensible en cuanto volvemos la
vista a todos nuestros recuerdos latentes"18.
Si de lo que se trata es de la finitud del lugar de la luz, en vir­
tud de la cual sólo una parte del ente, “un limitado contenido”,
se ofrece a la conciencia, mientras que la mayor parte del ser sus­
ceptible de ser consciente, “la mayor parte de aquello que deno­
minamos conocim iento con scien te”, permanece en estado de
“latencia”, conciencia designa la fenomenicidad del ek-s£asis y la
determinación del ver en él como un ver cuya actualización en el
modo de la claridad implica la oscuridad de su horizonte. Lo que
está aquí enjuego es la realidad objetiva de la idea y su condición
transcendental. Pero si el alma, si la psique, en la medida en que
es algo diferente de la forma vacía del ver, designa su realidad mate­
rial, la realidad de la vida en la inmanencia radical de su auto-afec­

17 FA, II, p. 526; AT, VII, p. 107. (N. de los I : Meditaciones metafísicas con obje­
ciones y respuestas, op t di., p. 91.]
18 Mtíapsyc/iologie, trad. j. Laplanche y j. B. Pontalis, col!. “Idées”, NRF. p.
67; GW, X, pp. 265-266. [N. de los T.: Freud, S., “justificación del concepto de
inconsciente”, en Lo inconsciente, O. C., T. 11, p. 2062.]
ción en la que no hay ni ob-jetualización ni ob-jeto, ni finitud ni
horizonte, ni conocimiento ni conocido, entonces, semejante pro­
blem ática, sostenida por Freud en calidad de justificación del
inconsciente, no le atañe. En el momento en que pretende m en­
tar la vida --es decir, precisamente el alma, la psique-, la filosofía
del inconsciente resulta un sin-sentido: el in-consciente es aque­
llo que todavía no ha penetrado en la luz del ek-stasis, aquello que.
es susceptible de hacerlo y, más tarde, retirarse de ella: todas las
determinaciones históricas a las que la vida se sustrae por princi­
pio. No existe una oposición irreducible entre la conciencia y el
inconsciente, sino entre ambos y la vida.
Descartes había ironizado además acerca de la pretensión de
reducir la fenomenicidad específica del alma (consustancial a su
esencia y que la define) a la de los contenidos actualmente perci­
bidos, yuxtapuestos a una en la luz del ek-stasis. A Revius, que
objetaba que los niños en el seno materno no tenían la noción
actual ele Dios, le replica: “Ignoro que estas ideas seán actuales o
especies distintas de la misma capacidad de pensar”19.. Lo que está
en cuestión no es el hecho de que la conciencia no pueda darse a
la vez en la claridad de la evidencia más que un solo contenido
representativo, mientras el resto permanece como virtual, sino la
dimensión de la fenomenicidad en la que semejante situación se
produce necesariamente. Por el contrario, la posibilidad para el
alma de tener en sí en su aparecer propio la totalidad de su ser
supone que, dejando a un lado su realidad objetiva, en la que las
ideas sólo pueden exponerse una tras otra, se llega a la considera­
ción del poder que las produce a todas por igual. “Cuando digo
[...], que una idea ha nacido con nosotros, o que está impresa
naturalmente en nuestras mentes, no quiero decir que esté siem ­
pre presente a nuestro pensamiento: si así tuviera que ser, no habría
ninguna de ese género. Sólo quiero decir que en nosotros mismos
reside la facultad de producirla”20.
Ahora bien, el desplazamiento de la realidad objetiva de la idea
al poder que la produce sólo elimina la finitud que prescribe a los
contenidos representativos su actualización sucesiva si, de forma
idéntica y en primer lugar, supone el desplazamiento desde su rea­
lidad objetiva a su realidad formal. El poder de producir las ideas
está, él tam bién, presente por entero a sí mismo porque, en la
inmanencia radical de su auto-afección, el alma está por entero
presente a sí misma. En consecuencia, cuando ya no pensamos en

19 Notae in programma, FA, 111, p. 817; AT VIH, Ií, p. 366. [N. de los X; exis­
te traducción ai castellano, Descartes, R., Observaciones sobre el programa de Revius
(trad. de G. Quintas), Aguilar, Buenos Aires, 1980, p. 48.]
20 Réponses aux Traisiémes Objections , FA, II, p. 622; AT, VII, p. 189. ]¡\r. de los
I : Meditaciones metafísicas con objeáonesy respuestas, op. át., p. 153.]
ellas, las ideas, o los recuerdos, no residen en el receptáculo del
inconsciente groseramente imaginado por Freud, Bergson y tan­
tos otros; no tienen otra existencia que una existencia potencial,
a saber, su capacidad de ser producidas por un poder de produ­
cirlas; su estatuto fenomenológico es el de ese poder, la invisible
inmanencia a sí donde se forma, crece y adviene originalmente a
sí todo poder, toda fuerza y la superabundante potencia de la vida.
Las determinaciones tomadas en préstamo de la escolástica y
con ayuda de las cuales Descartes trata de pensar la esencia del
alma o, si se prefiere, el ser de las cosas, sólo dejan de ser confu­
sas una vez rehechas por las estructuras fundamentales de la feno­
menicidad reconocidas en el cogito. Actualidad, virtualidad, poten­
cia, facultad, tienen siempre dos sentidos, y la filosofía comienza
con su disociación. Las determinaciones de la fenomenicidad extá­
tica entran enjuego si una representación virtual, o potencial devie­
ne actual, si “se actualiza”: un contenido intuitivo entra en su luz,
permanece él mismo ante la mirada, constituye su tema. Por el
contrario, si se separa del centro de la claridad, ganando las fran­
jas marginales de la conciencia, si franquea por fin el horizonte ele
toda presencia obs-tante, ha devenido de nuevo virtual. Virtuali­
dad, potencialidad, designan entonces ese fabuloso lugar inven­
tado por las mitologías del inconsciente para guardar aquello que
permanecía ex-puesto en el espacio abierto por el ek-stasis, su man­
tenimiento y consistencia -para guardarlos en él una vez que aquél
ya no se encuentra allí, con las características que le pertenecían
en propio cuando se encontraba allí-. Como si este tipo de pre­
sencia, de mantenimiento, de consistencia, consistente en lo ob~
jetualización de la ob-jetualizado, en la ex-posición de lo ex-pues­
to, pudiese, en efecto, mantenerse y dürar independientemente
de éstas últimas. Lo ex-puesto y lo yuxta-puesto, lo extático hori­
zontal, define la ley general del ser, y ello en ausencia de éxtasis y
de horizonte, en ausencia en todo caso de lo que se encuentra pro­
ducido por ellos, a saber, la luz de 1a fenomenicidad, la concien­
cia. Consciente e inconsciente son lo Mismo, lo ex-puesto y lo yux­
tapuesto, con la pequeña salvedad de que, según el segundo, lo
ex-puesto y lo yuxta-puesto están privados de la luz que pertene­
ce a toda ex-posición como tal. Actualidad, potencialidad (o vir­
tualidad) son también lo Mismo, tienen la misma estructura, acom­
pañada de conciencia en el primer caso, privada de ella en el
segundo, como si la conciencia fuese indiferente a 1a estructura
que la constituye.
La vida no se actualiza nunca, no entra nunca en el lugar fini­
to de la luz; se mantiene por entero fuera de él, en la inmediatez
de su omniprEsencia a sí misma. Actualidad, virtualidad, poten­
cialidad, en lo que a la vida atañe, tienen otro sentido: actualidad
designa la auto-afección en la que la potencialidad es efectiva, la
realidad de la posibilidad consustancial a todo poder e idéntica a
su esencia. Actual no es, por ende, sólo lo que adviene un instan­
te a la condición de obs-tante, sino, más esencialmente, aquello
que no entra nunca en esa condición, aquello que persiste y perma­
nece en sí mismo en su inquebrantable apego a sí; el incansable
cumplimiento de la vida. Dependiendo de si se mienta el ek-stasís
de su ver o la apariencia en la que este ver permanece eternamen­
te en sí, no podremos preguntar al alma las mismas’cuestiones. Si
se trata de la intuición del cogito y de su evidencia., así como de
todo aquello que se encuentra de este modo expuesto’ en un ver,
es lícito preguntarse: “Eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo?”21, Si,
por el contrario, ya no se trata de la ciencia ni de su saber, si el cogi­
to ya no se comprende como una intuición, como la primera de
todas, sino como aquello que excluye de sí de forma insuperable
toda posibilidad de intuición y de evidencia, como la esencia sin
rostro de la vida, en ese caso, de aquello que es considerado, de
este modo, según la realidad material de su propio pensamiento,
hay que decir: “Del que tiene noticia en su interior mediante una
experiencia continuada e. infalible”22. :
De la anfibología de los conceptos fundamentaies.de la feno­
menicidad implicados por el cogito cartesiano dan testimonio sus
sucesores inmediatos. Leibniz probará inmediatamente que la vida
no se resuelve en la claridad del saber, que hay en ella algo así como
una dimensión nocturna irreducible a esa luz que las Regulae habí­
an circunscrito como la condición de la ciencia y, más profunda­
mente, como constitutiva del ser del hombre y de su relación con
el mundo. Sin embargo, no creyó deber escrutar en sí misma esta
esencia, la más antigua del ser y de la vida, sino que, mantenien­
do su mirada fija sobre el ser en el mundo, lo imagina privado de
su condición más interna, no cumpliendo, sin embargo, su obra
en el desenvolvimiento y mantenimiento del mundo. En lugar de
decir: hay una aperceptio sin perceptio, declara, por el contrario: hay
una pareptio sin aperceptio; “Nunca estamos sin percepciones, pero
es necesario que estemos a menudo sin apercepciones, a saber,
cuando no hay percepciones que sean captables”23. Al mismo tiem­
po que una definición totalmente errónea de la vida y, precisa­
mente, como su origen, había nacido el concepto que más tarde
se convertiría en el concepto operativo del psicoanálisis.

11 Scconde Méditation, FA, II, p. 418; AT, IX, p. 21. [N. de ios T: Meditaciones
metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 25.]
22 Réponses aux Sixiémes Objections, FA, II, p. 867; AT, VII, p. 427. [N. de los
T: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 327,]
23 Leibniz, Nouveaux E s s c jis s u r Ventendement humain, libro II, cap. XIX, Paris,
Flammarion, p. 118. [N. délos I : existe traducción al castellano, Leibniz, G. W ,
Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (trad. d e j. Echeverría), Editora Nacio­
nal, Madrid, 1983, p. 188.]
Con la presuposición'"dé una perceptio sin aperceptio y la afir­
mación de que semejante perceptio es de carácter inconsciente,
Leibniz avanza la tesis más filosófica y la más anti-filosófica de toda
la historia del pensamiento occidental, aquella que a su vez iba a
gravar su destino de la forma más pesada. Que toda perceptio sin
aperceptio sea inconsciente quiere decir: ninguna percepción es
posible ni subsiste por sí misma, ningún ver reducido a sí mismo
puede ver cosa alguna, a menos que se revele previamente a sí mis­
mo en calidad de ver, y ello en la aperceptio y por ella. No obstan­
te, Leibniz sólo presiente que no hay pensamiento posible sin una
realidad formal de ese pensamiento, sin esta aperceptio original,
para engañarse sobre la naturaleza de ésta, al reducirla propiamente
a la de la perceptio misma, de tal modo que la intuición decisiva de
la inmediatez del aparecer, entrevista por un instante en el carte­
sianismo, se pierde enseguida.
¿Puede siquiera hablarse de una reducción de la aperceptio a
la perceptio? A decir verdad, Leibniz no con o ce más que per­
cepciones, entre las cuales distingue dos clases, las que son aper- '
cibidas o “notables" - e l “dolor”, por ejemplo, es una “percep-,
ción notable”- y las que no lo son, las percepciones oscuras o
inconscientes. ¿Por qué no lo son? Porque son demasiado dimi­
nutas o demasiado numerosas, “demasiado diminutas para ser
apercibidas”24. Demasiado diminutas por ser demasiado nume­
rosas, apretándose para ocupar el espacio cerrado de luz que
porta consigo toda perceptio. La finitud del efc-síasis, que exclu­
ye de sí todo o casi todo lo ente, hace posible a la vez que sean
demasiado numerosas y diminutas. ¿Por qué ahora se aprieta
todo lo ente en la claridad del ser? Porque a la concepción feno­
menológica de la percepción se añade en Leibniz otra, de tipo
psico-físico, precientífica, según la cual el alma, dado que está
siempre y por completo unida a su cuerpo -n o existe límite algu­
no a esta unión25- , y por él a otros cuerpos que com ponen el
universo, no cesa de ser afectada por ellos (incluido el propio
cuerpo), provocando en ella una multitud de im presiones, de
sensaciones, que percibe sin poderlas apercibir. Dos con cep ­
ciones de la afección -la una, groseramente realista, que ignora
que afectar quiere decir darse a sentir, aparecer, óntica por tan­
to, situada fuera de la reducción y que presupone por el con­
trario la unión, que habla de la “acción”, de la “im presión” de
•un cuerpo sobre otro o sobre el alma, y que identifica la afec­
ción con esta “acción”, con esta “impresión” cuyo doble senti­
do se le escapa; la otra, ontológica, y que reposa sobre la fini-
tud del v e r - se superponen para producir, fruto de su co n fu ­
sión, la teoría leibniziana de las percepciones insensibles, oscu ­
ras o inconscientes: dado que las “impresiones” del alma “expre­
san” las del cuerpo -constituyendo su contenido infinitamente
rico e indefinidam ente renovado--, el alma no puede por esta
razón abarcar todo por completo en su vista finita, de tal modo
que no presta atención más que a ciertas de entre ellas, m ien­
tras que las otras son com o los objetos que nos rodean duran­
te nuestros sueños; “Pues siempre hay objetos que llaman la
atención de nuestra vista o de nuestro oído, y por tanto, tam ­
bién afectan a nuestra alma, sin que nos demos cuenta, porque
nuestra atención está absorta en otros objetos”26.';’
Resulta evidente, entonces, la deriva del concepto crucial de
aperceptio, El problema de la inmanencia a sí deí pensamiento en
la apariencia del videor es lo que realmente se plantea cuando
Filaleto se pregunta: “No-me resulta fácil concebir que algo pue­
da pensar y no sienta lo que piensa”,'y Teófilo le responde: “Éste
■es, sin eluda, el meollo del asunto”. Leibniz establece la posibi­
lidad, la necesidad más bien, de un pensamiento sin aperceptio,
no ya por un análisis de ésta y de su estructura propia, sino, por
el contrario, por su puesta entre paréntesis y su reemplazo por
la finitud del ver. Dado que apercibir quiere decir ver, el co n te­
nido mantenido en el horizonte finito del ek-stasis lo desborda
por todos lados y se pierde en la noche. He aquí, por ende, por
qué el pensamiento puede pensar y no sentir que piensa, por­
que “pensamos simultáneamente en cantidad de cosas, pero sólo
tenemos en mente los pensamientos más llamativos: y no podría
ser de otra manera”27. Ser “sin apercepciones” quiere decir ser
sin “percepciones captables”28. La reducción de la aperceptio a
la perceptio, incluso más, a la percepción distinta, deviene feha­
ciente cuando apercibir significa reflexionar sobre; este es el argu­
mento último de Teófilo: si es preciso rechazar la afirmación cen ­
tral del cartesianismo según la cual “en el alma no existe nada
que no sea apercibido por ella”, es porque “no es posible que
constantem ente reflexionemos de manera expresa sobre todos
nuestros pensamientos; de lo contrario, el espíritu haría reflexión
sobre cada reflexión hasta el infinito sin poder pasar nunca a un
pensamiento nuevo. Por ejemplo, al apercibir un determinado sen­
timiento presente, debería pensar siempre que pienso en él, y, asi­
mismo, pensar que estoy pensando en él, y así hasta el infinito.
Pero es pues necesario que deje de reflexionar sobre todas estas
reflexiones y, por tanto, que exista algún pensamiento que ocu ­

26 Ibíd., p. 7 4 . [N. cielos I : ibíd., p. 123.]


27 Ibíd., p. 7 2 . [N. d élos T: ibíd., p. 121.]
28 Ibíd., libro II, cap. XIX, p. 1 1 8 . [N. de los T: ibíd., p. 1 8 8 .]
rra sin pensar en él; de otra manera estaríamos siempre sobre la
misma cosa”29.
“Que exista algún pensamiento que ocurra sin pensar en él”,
depende, por tanto, de la imposibilidad para la percepción o la
reflexión de desvelar el contenido completo del alma. Ahora bien,
semejante imposibilidad es mucho más radical de lo que se ima­
gina Leíbniz: no tolera la excepción de ese contenido que incluso
percibimos actualmente o sobre el que reflexionamos, sino que
descarta a priori todo contenido de esta clase, y eiio porque la aper­
cepción no es ni un ver parcial ni el ver total de una intuición infi­
nita, sino la exclusión de todo ver posible en general, la dimensión
de inmanencia radical en la que no se produce el ek-stasis.
De otro modo pertinente, de otro modo profunda, ha sido
la toma de posición de Malebranche, que apercibe de un golpe la
dicotomía esencial de las estructuras fundamentales de la feno­
menicidad, a saber, que cogito no quiere decir una cosa, sino más :
bien dos, no sólo diferentes, sino fundamentalmente opuestas,
hasta tal punto que su co-pertenencia original y, de este modo, su
ser-conjunto en esta co-originariedad es uno de los problemas capí- ■
tales de la filosofía. ¿No resulta extraordinario que el más carte­
siano de los cartesianos haya llegado a decir sobre el fenómeno
irreducible e incontestable (aquel que la doctrina se daba explí­
citamente como punto de partida y apoyo seguro) exactamente lo
contrario de lo que había formulado su autor, a saber, que el
cogito no es una evidencia ni la más clara de todas, sino un abis­
mo de oscuridad, que no es un conocimiento, ni el primero de
todos, sino aquello de lo que no tenemos conocimiento alguno
meramente concebible, que el alma, por consiguiente, no es ya
más fácil de conocer que el cuerpo, sino por el contrario, incog­
noscible, más a aún, que el mero saber que está en condiciones
de adquirir a su respecto no puede serlo más que por analogía
con el saber del cuerpo y a partir de éste, y que, finalmente, la
idea del alma, en lugar de constituir el prius y el fundamento
de todo conocimiento, no puede desempeñar semejante papel,
y ello porque no existe con carácter de ultimidad. Pero, sin duda
lo más sorprendente es que con tales proposiciones, y pese a su
oposición palabra por palabra a las tesis cardinales del cartesia­
nism o, Malebranche, lejos de separarse de ellas, propone por
vez primera, y quizá última, su repetición radical, yendo a lo
más inicial de ese comienzo que había entrevisto Descartes para
revelarlo de forma abrupta, en la fulguración de la visión meta­
física.

29 Ibíd., libro II, cap. I, p, 77, cursiva nuestra. [N. de los T: ibíd., pp. 126-127,
traducción parcialmente modificada por nosotros.]
Que el alma sea “oscura”, según las afirmaciones reiteradas de
Malebranche, significa esencialmente y en primer lugar que no es
iluminada por la luz del ek-stasis, y ello porque no porta este ek-
stasis en sí misma y no está constituida por él. El alma en calidad
de “oscura” se hurta por principio a la fenomenicidad del mundo.
Dado que el alma no es nada, la expulsión fuera de sí de la exte­
rioridad transcendental no la repele a la nada de lo no-fenomeni-
cidad, mas deja aparecer; por el contrario, la efectividad del primer
aparecer en su materialidad fenomenológica, y lo designa en su.
interioridad radical como afectividad. Cuando todas las cosas que
son en el mundo, los cuerpos con sus propiedades, son con oci­
dos por sus ideas, “no sucede lo mismo con el alma, no la cono­
cemos por su id ea..,, no la conocem os más que por la concien­
cia”30. Y esta conciencia que excluye el videre, idéntica a la apariencia
original del videor, es un “sentimiento interior” por mor del cual
sentimos lo que nos pasa de tal modo que nada pasa en nosotros
sin que lo sintamos y lo experimentemos por semejante sentimiento
constitutivo de la esencia del alma y de tocias sus .modificaciones
-a saber, “de todas las cosas que no puedan estar en el alma sin
que las aperciba por el sentimiento interior que ella tiene de sí mis­
ma”31. De este modo, la aperceptio cartesiana recibe, en la medida
en que encuentra su estructura en la interioridad y su sustanciali-
dacl fenomenológica en la afectividad, una determinación ontoló-
gica radical
Desgraciadamente, el mismo Malebranche no supo mantener­
se sobre esta cumbre de los comienzos absolutos. La radicalidad
misma de la intuición que tuvo de la inmanencia del alma y de la
exclusión fuera de sí de la transcendencia de la representación le
condujo a la afirmación paradójica según la cual todas las deter­
minaciones que revisten esta forma de la representación deben ser
como tales a su vez excluidas de esta esfera de inmanencia, no
pudiéndole pertenecer: “Las ideas que nos representan algo fuera
de nosotros no son modificaciones de nuestra alma”32. Se le esca­
pa aquí a Malebranche la última intuición del cogito, a saber, que
es justamente en la inmanencia que junta y esencializa la aparien­
cia original, donde el ver se aparece a sí mismo y es de este modo
posible en calidad de ver efectivo, es decir, com o un ver que se
siente ver. Por el contrario, al negar la inherencia de las represen­
taciones al alma, su realidad formal en beneficio de su mera reali­
dad objetiva, ai no apercibir ya que la interioridad respecto a sí
mismo del desarrollo del ek-stasis es su condición insuperable,

30 Malebranche, CEuvres complétes, ed. H. GouhieryA. Robinet, París, Vrin, 1,


p. 451 (Recherche de la vente, libro III, 2 ’ parte, cap. Vil, § 4).
31 Ibíd., I, p. 415 (Recherche de la venté, libro III, 2 '1parte, cap. i, § 1).
32 Ibíd., I, p. 452 (Recherche de la vérité , libro III, 2 '1parte, cap. VII, § 4).
Maiebranche inaugura la situación inextricable en la que, dejada
a sí misma la exterioridad, hipostasiada y llamada a no reposar más
que sobre sí, se plantea, no obstante, la cuestión de su posible
receptividad, es decir, de la posibilidad para cualquier “sujeto” de
abrirse a ella y de mantener en ella su mirada. Más aún, de ahora
en adelante, el problema de ese sujeto y de su subjetividad, la cual
es siempre sólo la inmanencia respecto a sí del ek-stasis, se queda
sin solución,
Pero eso no es todo. Aunque Malebranche reconoce en la estruc­
tura de una inmanencia radical la esencia del alma, permanece pri­
sionero del prejuicio del conocimiento que reduce toda la íeno-
menicidad concebible a la del ek-stasis. La puesta entre paréntesis
de este último, desde ese momento, no tiene ya la significación de
conducir a la dimensión original del aparecer, sino a la ausencia
de éste y, como tal, indica más bien una carencia ontológica insu­
perable. La oscuridad del alma resulta ser entonces su no feno­
menicidad intrínseca, una suerte de facticidad bruta: “Sentimien­
to confuso que te golpea, pero, una vez más, sentimiento sin luz,
que no puede esclarecerte; sentimiento que no puede enseñarte lo que
eres...”33. Dado que se permite sentir sin permitirse conocer, el
sentimiento no cumple por sí mismo la obra de la revelación, la
demanda fuera de sí a un poder ajeno; no es el sentirse a sí mis­
mo de la auto-afección que lo entrega por completo a sí mismo tal
como es en sí mismo, sino que, pidiendo que se revele en sí mis­
mo tal como es a una instancia diferente de él, es en sí mismo “cie­
go”; su situación es de nuevo la del ente. El sentimiento que no
ha cumplido ya en sí mismo la obra de la revelación de sí, ¿a qué
poder debe reclamarla de ahora en adelante? Al poder de la idea,
del ek-stasis. Ninguna filosofía sitúa de manera más explícita y más
exclusiva que la de Malebranche el lugar de la fenomenicidad pura
en la exterioridad como tal en calidad de exterioridad transcen­
dental, en calidad de “extensión inteligible”.
Cambia desde entonces por completo la significación de la tesis
según la cual no tenemos idea alguna del alma. Ya no determina
apodícticamente la estructura de la revelación, sino que, al con­
fiarla por el contrario al poder de la exterioridad, constata aserto-
ricamente que el alma se encuentra de hecho desprovista de seme­
jante poder y, como tal, entregada a la noche: las “tinieblas” del
alma, “yo no soy más que tinieblas para mí m ism o.. . ”34. Se apre­
cia que toda fenomenicidad posible consiste en la luz del ek-stasis
-esta luz del ek-stasis que M alebranche denomina la visión en
Dios-, en el hecho de que el alma misma sólo puede ser ilumina­

33 Ibíd., X, p. 1 0 3 (Méditations chrétiennes et metaphysiques, IX, § 1 8 , cursiva


nuestra).
34 Ibíd., X., p. 1 0 2 (Méditations chrétiennes et metaphysiques, IX, § 15).
da si se ex~pone en una imagen exterior a sí misma, si es su arque­
tipo en Dios, de suerte que el ser verdadero y, esta vez, toda luz
del alma, es su propia exterioridad con relación a sí, la cual es su
ídea, que, por ende, existe, pero en Dios, es decir, precisamente
en la exterioridad. Sin embargo, se encuentra con que Dios nos ha
negado la contemplación de esta Idea sobre la tierra, y ello porque
su esplendor nos habría desviado del cumplimiento de nuestras
tareas cotidianas33. El filósofo que ha estado más cerca del Comien­
zo es también aquél que más se ha separado de él. Por ello, Male­
branche, del mismo modo que Leíbniz, pertenece al destino de la
metafísica occidental, la cual recibe su determinación histórica de
ia ocultación del videor por el videre.

33 “Si tuvieses la idea de tu alma, no podrías ya pensar en otra cosa”, ib íd ., X,


p. 104 (Médítations chrétiennes t í metaphysiques , IX, § 2 0).
Capítulo 3

La in serción del. ego co g ito en la “historia de la m etafísica


o ccid ental” :
Con Heidegger, la desnaturalización del cogito se opera desde el
principio y es completa; la esencia comenzante de la fenomenici­
dad que se tiene a la vista en el videor ni siquiera se ve reducida a,
o confundida con, el videre; en ningún momento se tiene en cuen­
ta su existencia, o ni tan siquiera se la sospecha: yo pienso quiere
decir yo me represento. De este modo, el proceso intentado por
Descartes debe ser desde un principio él también, situado en su
lugar y reconocido en su verdadero alcance, el de concernir no al
cogito original, así como tampoco a los conceptos de la fenomeni-
cidad a él vinculados, sino sólo a su declive, ese momento en que
en ellos se ha perdido ya la iníciaiidad del comienzo. Debe acla­
rarse, n o obstante, la significación de la presente crítica. Lo que
nos importa no es en absoluto el hecho de que Heidegger haya
propuesto una interpretación históricamente discutible o simple­
mente parcial del pensamiento de Descartes, sino lo que está en
juego en tal interpretación, a saber, la naturaleza última de la ver­
dad y del ser mismo. Además, la lectura heideggeriana no se limi­
ta a un examen del cartesianismo, sino que inscribe sus tesis en
una concepción mucho más general, nada menos que una histo­
ria de la metafísica occidental, identificada a su vez de forma para­
dójica con la del ser. El cogito determinaría de nuevo en ella “la
esencia del conocim iento y de la verdad”1. Ahora bien, ahí hay
algo completamente distinto a una mutación ideológica; no es sólo
nuestro pensamiento del ser, es la esencia de éste lo que se modi­
fica y se esencializa de modo diferente.
¿En qué consiste sem ejante modificación? En que el funda­
mento de todas las cosas -x ó \)7io-Kei}ivov, das von sic'h aus schori
Vorliegende2, lo que desde sí ya yace delante-, el subjectum, resul­
ta por tanto interpretado en lo sucesivo como hombre. En cada
época de su historia, el ser se nos destina de tal modo que se da
en la retirada de su ser más propio. Con el cogito, que inaugura la
metafísica de los Tiempos modernos, esta obnubilación alcanza su
cénit en el momento en que el hombre se toma como subjectum,
usurpando las prerrogativas del ser y pretendiendo ponerlas en
práctica. El hombre se pone, pues, él mismo a partir de sí como
el fundamento de la verdad, se erige en cada dominio en calidad
de centro y medida de todo lo que es. Esta “liberación del hom ­
bre hacia la nueva libertad”3 -q u e negativamente consiste en el
rechazo de toda verdad distinta, “revelada, bíblica, cristiana”, etc.,
y, positivamente, en el hecho de extender a todo ente su legisla-

1 Heidegger, trad. R Kiossowski, París, Gaílimard, 1971, H, p. 120.


[N. de los I : existe-traducción al castellano, Heidegger, M., Nietzsche II (trad. d e j.
L. Vermal), Destino, Barcelona, 2000, p. 124.)
2 lbíd., p. 115, traducido por nosotros [N. de los T: ibíd., p. 119.)
3 Ibíd., p. 119. [N. de los T.: ibíd., p. 123.]
don, “su legislación autónoma”- sin embargo, implica que el hom­
bre, por su parte, por cuanto esta legislación debe estar “segura de
sí misma” y ser capaz de asegurar su comportamiento en medio
del ente, se asegure primeramente de sí. El cogito pretende la auto-
fundación del hombre como auto-seguridad (certeza de sí) del fun­
damento de toda verdad posible,
Si de lo que se trata es de medir aquello que realmente fue
el punto de mira del cogito, resulta forzoso reconocer que, lejos
ele colocar ai. hombre en el centro de ia problemática, lo exclu­
ye de forma radical, y ello en la reducción: lo que subsiste no
tiene ya ni ojos, ni orejas, ni cuerpo, ni pertenece al mundo ni a
nada que se le parezca; sólo es el primer aparecer según la efecti­
vidad fenomenológica pura e irreducible de su aparecer a sí. En lo
que respecta a la idea de hombre en el cartesianismo eonstituido,
sólo puede iluminarse más tarde, cuando la mirada ya se ha des­
lizado del cogito al cogitatum, y cuando, en el esquema de la repre­
sentación cogifo-cogitata, la consideración de uno de ellos y de su
carácter ajeno (la idea de Dios) conduce a pensar que este sistema
no es precisamente tal, y él mismo no se sostiene. El hombre no
interviene en el cartesianismo más que en el momento en que se
descubre finito, ens creatum , en modo alguno, por tanto, com o
fundamento.
Pero, ¿cómo, según el mismo Heidegger, aspira el hombre a
semejante papel?, no en calidad de hombre, ciertamente, sino sólo
a título de cogito. Este no es un ente, es una estructura ontoiógica
y, lo que es más, la estructura de la fenomenicidad pura como tal
que pretende constituir elfundam entum Jnconcussum veritatís. De
forma arbitraria, en el comentario heideggeriano el “hombre” inter­
fiere sin cesar con el “sujeto” cartesiano o con la subjetividad bau­
tizada como subjetividad “humana”. La cuestión es exclusivamente
la de la esencia de la fenomenicidad, la de la esencia del “pensa­
miento” y la de su posible reducción a la de la representación.
Semejante reducción, siempre según Heidegger, caracteriza al
cartesianismo y de forma más general, a la subjetividad moderna.
Cogitare quiere decir percípere, “tomar en posesión algo, apode­
rarse d e..., en el sentido de remitir-a-sí, en el modo del poner ante
sí, d e l'representar’ Dado que cogitare y perápere, significan “poner
ante sí”, quieren decir la misma cosa que Vorstellung en la doble
significación de vorstellen y de vorgesteíltes, o sea, “el llevar-ante-sí
y lo llevado-ante-sí y hecho-‘visible’ en el sentido más amplio”4.
En este disponer frente a sí del representar, lo representado no es
sólo dado, sino dis-puesto en calidad de disponible, establecido y
asegurado como aquello sobre lo cual el hombre puede reinar como
señor. En virtud de su nexo con el dubítare,q u e é! rechaza pero
del que procede, eí cogitare esta en relación con lo indubitable, su
acto de poner ante “no admite nada como puesto en seguro y cier­
to, es decir como verdadero, que no esté comprobado como tal
ante él mismo”, Pero si el representar en calidad de poner ante es
“un poner en seguro”, ¿qué es lo que lo hace posible con carácter
de ultimidad? “¿Qué es lo que tiene que ponerse en seguro.. .?”5.
Al cogito de Descartes se le asocia una cuestión decisiva que
voluntariamente hemos silenciado, como fue el caso, por otra par­
te, del cartesianismo mismo y, tras él, de toda la historia de la filo­
sofía moderna: la cuestión del ego. ¿Qué significa el hecho extra-
ordinario de que la remontada hacía el comienzo y eí principio
universal de todas las cosas desemboque en la posición del ego y,
lo que es más, de un ego particular, aquel que no dice “es pensa­
do”, ni “hay”, sino yo pienso, yo soy? ¿Se debe a que este movi­
miento de retomo hacia el origen, al desarrollarse según la impli­
cación de sus evidencias cardinales, resulta ser llevado a cabo por
un individuo empírico particular, en este caso Descartes, pero tam­
bién por cualquier otro, por poco que se muestre capaz de repe­
tir ese j uego de implicaciones? Pero el ego surge al mismo tiempo
que el cogito, al término de la reducción y por ella, cuando ya no
hay ni individuo empírico ni mundo. Ego cogito quiere decir cual­
quier cosa salvo hombre, salvo sujeto “humano", salvo subjetivi­
dad “humana”. Ego cogito quiere decir que en el surgimiento ori­
ginal de), aparecer está implicada la ipseidad como su esencia misma
y como su posibilidad más íntima. Esta contemporaneidad de la esen­
cia de la fenomenicidad pura y de la ipseidad, Descartes no la expre­
sa de otro modo que bajo esta forma: “Pues es de suyo tan evi­
dente que soy yo quien duda, entiende y desea, que no hace falta
añadir aquí nada para explicarlo”6.
Se puede apreciar hasta qué punto son importantes los comien­
zos en filosofía en el hecho de que, aunque Descartes se haya esfor­
zado por remitir la conexión entre la ipseidad y el pensamiento a
lo más intimo de él y a su esencia, pues no ha creído tener que
proseguir más lejos en su elucidación, el ser del ego ha permane­
cido totalmente indeterminado, de tal modo que se han produci­
do a su respecto las afirmaciones más gratuitas y más contradic­
torias a lo largo de toda la historia de la filosofía, e incluso en la
actualidad, por parte de Husserl, Sartre y Merleau-Ponty, por no

3 IbícL, pp. 123, 124. (N. de los I : ibíd., pp. 127, 128.]
6 Seconde Méditation, FA, II, p. 421; AT, IX, p. 22, traducido por nosotros. El
ta to latino reza como sigue: ‘Nam quod ego sirn qui dubitem, qui intelligam, qui velim
tam manifestum est, uí m/iü occurmt per quod evidentius explicetur', FA, II, p. 186;
AT, Vil, p. 29. [N. de los 1: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op.
di., p. 21.)
mencionar la evacuación del “sujeto” de la problemática por par­
te de los pseudo-pensamientos agrupados bajo el título de “estruc-
turalismo”. Y, como veremos más adelante, Kant mismo, enfren­
tado a esta problem ática y no pudiendo eludirla, resulta
completamente incapaz de asignar fundamento alguno a esta sim­
ple proposición: “yo soy”.
Lo que resulta interesante del comentario heideggeriano del
cogito en Nietzsche II es que aborda frontalmente la cuestión y. pese
a la apariencia, no bajo un plano óntico, como la cuestión del
“hombre”, sino en cuanto vinculada, por el contrario,.a la esencia
pura de la fenomenicidad. Cuando trata de establecer ésta en su
ser en propio, es decir, de reconocerla en su poder de exhibición
y según Descartes, de legitimación, en suma, cuando trata de fun­
dar el cogito, reducido ciertamente a un yo me represento, y cuan­
do el “poner ante” debe pues aparecer como un “poner con toda
seguridad”, el ego aporta la respuesta a la pregunta que entonces
se plantea: “¿qué es lo que tiene que ponerse en seguro?”, propo­
niéndose de este modo no ya como simplemente unido a la repre­
sentación, sino como constituyendo su posibilidad intrínseca y
aquello que la convierte en cierta y segura. “'Iodo ego'cogito es cogi­
to me cogitare; todo yo ‘represento algo’ al mismo tiempo ‘m e’
representa, a mí, el que representa (delante de mí, en mi repre­
sentar). Con una expresión que es fácilmente mal interpretable,
todo representar humano es un representar-‘se’”7.
No se trata, a buen seguro, de afirmar que en toda representa­
ción el yo [moí] se pro-pone como su correlato, de tal modo que,
al representarme, por ejemplo, la catedral de Friburgo, debiera por
añadidura representarme a mí mismo al mismo tiempo que ella,
al lado de ella, como ob-jeto, al menos de una manera vaga y mar­
ginal, El yo que se re-presenta se pro-yecta ante sí y se implica en
su propia representación de una manera mucho más esencial y,
precisamente, por una necesidad esencial: por cuanto en su pro­
pia representación todo representado posible resulta ser repre­
sentado al yo que se representa, ante él, frente a él. Así, el yo está
presupuesto en toda representación, no a posterioñ como el o b ­
jeto que descubre, sino a p ñ oñ como perteneciendo a la consti­
tución del campo en el interior del cual se llevará a cabo este des­
cubrimiento, y ello en la medida que semejante campo se construye
como lanzado por él, ante él, frente a él -p o r cuanto esta re tro-
referencia al yo es, por ende, idéntica a la estructura de ese cam­
po y a su apertura-.
Como confunde el yo con el hombre, Heidegger puede en ese
caso escribir: “Puesto que en todo representar es al hombre re-pre­
sentante a quien se remite lo re-presentado de ese re-presentar, el
hombre representante se ha copresentado en todo representar, no
con posterioridad, sino de antemano, en la medida en que él, el
re-presentante, lleva en cada caso ante sí a lo re-presentado”. Si,
por tanto, en la estructura de la representación el yo está de este
modo implicado como “el frente al que” de todo representado y
como el término implícito de esta re tro-referencia, de ello se sigue
que toda conciencia de objeto en calidad de conciencia de un re­
presentado es idénticamente y en primer lugar conciencia de sí,
de este sí ob-jetualizado en el horizonte de ia representación y
como su fundamento. En efecto, el Sí es en propio sub-yacente a
ésta, extendiéndose bajo eíla como aquello a partir de lo cual ella
se alza y a lo que, arrojada trente a él, ella retorna, “Para el repre­
sentar así caracterizado”, escribe Heidegger, “el Sí mismo del hom­
bre es esencialmente lo que subyace como fundamento. El 5 í mis­
mo es subjectum”8.
De este modo toma forma y se constituye una teoría del ego y
de su ser, una teoría del yo soy, que se hace pasar por una expli­
cación de la proposición fundamental de Descartes: ego cogito ergo
sum. Una vez mas, semejante explicación, de acuerdo con la teo­
ría de la ipseicíad que comporta, se produce a partir de una pre­
suposición decisiva de la que, a decir verdad, no es más que el
desarrollo y, en cierto modo, su simple lectura, la presuposición
según la cual cogito quiere decir yo me represento. No existe, por
tanto, conclusión del cogito al sum, sino más bien el reconocimiento,
en la estructura de la representación, del “yo” que se despliega
necesariamente en ésta y con la que finalmente se identifica. Y ello
se cumple como sigue. Dado que en su representación todo ob­
jeto se encuentra ob-jetualizado, o-puesto a quien se lo represen­
ta, éste, el representador, está ya ahí en calidad de aquel que ha
dis-puesto frente a sí el objeto y que, por ende, más fundamen­
talmente, en esta dis-posición/reníea sí, se ha dis-puesto ya a sí
mismo. “En efecto, en el re-presentar humano de un objeto, por
medio de éste mismo, en cuanto es algo enfrentado y puesto delan­
te, está ya re-mitido aquello ‘enfrente’ y ‘delante’ de lo cual está
el objeto, de manera tal que el hombre, en virtud de esta remisión,
puede decirse a sí mismo, en cuanto aquel que re-presenta, ‘yo’.”
De ahí que - s i se deja a un lado al “hom bre”, que no tiene nada
que hacer aquí por no retener más que el “yo” (je ) inmanente a
la representación- se pueda decir que no existe en realidad nin­
guna inferencia del cogito al sum, porque el sum del representador,
a saber, su dis~posición frente a sí en su representación, es idénti­
co a ésta, y la constituye en propio. Cogito y sum quieren decir la
misma cosa: yo dispongo frente a mí, yo me represento. “El 'yo’
del ‘y ° soy’, específicamente, el representador no es en el repre­
sentar y por este acto menos conocido que el objeto representa­
do. El yo --en cuanto ‘yo soy el que representa’- está remitido al
re-presentar de manera tan segura que ningún silogismo, por con ­
cluyente que sea, podrá alcanzar nunca la seguridad de'esta re­
misión a sí del que representa”9.
Ahora bien, si se vuelve al texto cartesiano, no se encuentra en
ningún momento en él la menor alusión a una problemática pare­
ja a la aquí desarrollada en Nietzsche II y según la', cual la ipseidad
sería tributaria de la estructura de la representación y comprensi­
ble a partir de ella. Bien al contrario, la breve, enigmática y fulgu­
rante irrupción del ego en la M editación segunda se sitúa en ese
momento último de la reducción en ei que la duda está sola en el
mundo o, más exactamente, en el que ya no hay mundo alguno
ni, por consiguiente, representación alguna. Descartes tiene enton­
ces entre manos un elemento puramente inmanerite reducido a sí
mismo, a él solo, a su realidad material, abstracción: hecha de toda
realidad objetiva, y en él precisamente lee la ipseidad del ego. En
él como idéntico a sí, a su esencia, a la esencia'suprema: porque
no hay nada más allá en ío cual se pudiese reconocer de forma más
evidente esta irrupción de la ipseidad, ninguna esencia en cuya
manifestación más original el ego pudiese manifestarse de forma
más original -ta m manijestum est ut nihil occurrat per quod eviden-
tius expücetur-. Pero esa esencia es la de la manifestación. Es menes­
ter, pues, reanimar esta doble evidencia, a saber, que la esencia ori­
ginaria de la fenomenicidad e x c lu y e le sí la representatividad, y
que es precisamente por la puesta en práctica de esta exclusión
como ella se esencializa en sí misma como un Sí.
Para demostrar la primera, bastará la evocación del texto ante­
riormente citado de Las pasiones del alma (I, 2 6 ), que, llevando la
reducción a su cénit, afirma que todo aquello que es representa­
do, lejos de ser seguro por ese acto de representación, resulta por
el contrario dudoso e incierto, com o, por ejem plo, todo lo que
creo ver o imaginar en una representación pura reducida a sí mis­
ma, es decir, “en sueños”, mientras que “aunque estemos dormi­
dos o soñemos, no podríamos sentimos tristes, o conmovidos por
ninguna otra pasión, si no fuera muy cierto que el alma tiene en
sí esa pasión”. Sólo la inmanencia a sí de la determinación afecti­
va, de la tristeza, o aquello que Descartes denomina en general la
realidad material de la idea, constituye la sede de la certeza y de la
verdad absolutas, las cuales, en calidad de certeza de sí y de ver­

0 Ibíd., pp. 129-130, 139. [N. de los T: ibíd., p. 133, traducción parcialmen­
te completada por nosotros.]
dad que remiten a sí, que se auto-legitiman, consisten precisa­
mente en ese primer aparecer del aparecer a sí y en sí. Podemos
apreciar que la representación no tiene nada que ver con el surgi­
miento original de la representación en el hecho de que la sensa­
ción, por ejemplo, el dolor, es por entero lo que es en la inma­
nencia de su afectividad, sin ser en primera instancia puesto ante
sí frente a sí: para estar cierto de sí, no necesita esta venida a la ob­
stancia, le basta con su sufrir. Si, por tanto, se considera la sensa­
ción en sí misma, y es de este modo como Descartes nos invita a
hacerlo, independientemente de su ser-representado en el cuerpo
propio o en el objeto, se comprende que es precisamente en ella
misma, en la auto-afección de su afectividad, como le adviene el
ser. Por el contrario, en la exterioridad de la representación, fuera
de la inmanencia del pensamiento (esta inmanencia a sí del pen­
samiento que es propiamente el pensamiento), ‘‘fuera de nuestro
pensamiento no concebimos en forma alguna qué cosa sea este
color, este dolor, etc.”10.
La crítica cartesiana de las cualidades secundarias nos descubre
entonces su significación abisal: llevar a cabo una separación última
entre lo que está muerto y lo que está vivo. Las sensaciones son pro­
pias de la vida; crecen allí donde la vida prodiga su ser, allí donde no
hay ni eh-stasis ni mundo, en la interioridad radical de lo que Des­
cartes denomina alma. Ciertamente, se concederá a los fenomenó-
logos que existen cualidades transcendentes -e l cielo está azul, el río
es sereno-, y realmente me parece que es en el pie donde radica mi
dolor. Pero la cualidad que se extiende en la cosa -e l color sobre la
superficie coloreada, el dolor en el p ie- no es más que la represen­
tación irreal, la ob-jetualización de una impresión real viva, la cual se
auto-afecta y se auto-impresiona en su afectividad y sólo en ella. De
tal modo que allí donde se cumple el sentirse a sí mima que la deter­
mina como una pura tonalidad afectiva y una pura impresión, y como
vida, no hay espacio -ya sea el espacio de la cosa o el del cuerpo
orgánico en el que la impresión es ob-jetualizada-. Prueba de ello es
el sueño, donde no hay espacio real alguno y donde, no obstante, al
que sueña le parece que el muro es amarillo. Prueba de ello es la ilu­
sión del amputado que no tiene pie y todavía experimenta en él su
dolor: éste no tiene otro ser que su ser impresivo, a saber, su puro
impresionarse a sí mismo. Prueba de ello son, de forma mas radical,
los sentimientos puros como la tristeza y la alegría, los cuales no tie­
nen realidad objetiva, sino sólo realidad material: son por completo
partes ingredientes del alma y no pueden, en consecuencia, deber
su ser a una representación que no comportan.
No sólo hay que poner en duda la afirmación de Heidegger
según la cual “el representar (percipere, co-agitare, cogitare, reprae-
sentare in uno) es un rasgo fundamental de todo comportamiento
del hombre, también del no cognoscitivo”11, hay que invertirla.
No sólo los “comportamientos” no cognoscitivos, como los s e n ­
timientos, las pasiones, la voluntad, son en Descartes totalmente
ajenos al representar, sino que esta heterogeneidad radical consti­
tuye en general y define la dimensión original del cogito. Por esta
razón, incluso los comportamientos cognoscitivos'en su calidad
de pertenencientes ai. cogito (la idea en su realidad formal y en cuan­
to que modalidad del alma) ignoran el representar.- El paréntesis
heideggeriano unido al representar - percipere, cogitare, r e p re s en ­
tare in uno- realiza, pues, una amalgama: la perceptío■y la cogitatio
originales no tienen nada que ver con el repraesentáre in uno, com o
se ha podido ver en las definiciones explícitas de la cogitatio por la
inmediatez, en los múltiples usos del concepto de perceptio que se
refieren a esta misma inmanencia -p o r no reteneí. más que dos
ejemplos que ponen fin a toda discusión: “Las [nuestras percep­
ciones! que tienen por causa el alma son las percepciones de nues­
tras voliciones”12; “pueden definirse en general [las;.pasiones del
alma! como percepciones, sentimientos o emociones que se refie­
ren particularmente a ella”13- , y como lo ha mostrado, de forma
más general, toda la problemática del videor.
Pero si no es posible remontarse más allá de esta inmediatez
de principio, en ese caso es a ella a quien le incumbe fundar la
esencia de la ipseidad, la esencia del ego. El hecho de que D es­
cartes no se haya preocupado por elucidar de un forma más pro­
funda esta ocurrencia última no impide que se haya situado explí­
citamente en ella, en la apariencia más primitiva del pensamiento,
aquello que hace de él no sólo pensamiento, ser, “hay”, sino un
yo pienso, un yo soy. Ahora bien, la fenomenización original de la
fenomenicidad se cumple como ipseidad por cuanto el aparecer
se aparece a sí mismo en una auto-afección inmediata y sin dis­
tancia, con independencia, por ende, del ek-stasis y de la repre­
sentación -d e tal modo que aquello que le afecta y se muestra en
él es él mismo y no cualquier otra cosa, es su propia realidad y no
cualquier cosa irreal, de tal modo que, afectándose a sí mismo y
constituyendo él mismo el contenido de su auto-afección, es como
tal un Sí, el Sí de la ipseidad y de la vida-. Porque el Sí es la iden­
tidad de lo afectante y lo afectado, es el ser en el que no hay nada
otro que él mismo, en el que todo lo que es es él mismo, y es él

11 Nietzsche, II, op. di., p. 346. (N. de ios I : Nietzsche II, op. cit., p. 352.]
12 Les passíons de lam e, FA, III, p. 967; AT, XI, p. 343. [N, d e bs I : Las pasio­
nes del alm a, p. 86.]
13 FA, III, p. 974; AT XI, p. 349. [N. de los I : Las pasiones del alma, p. 95.]
mismo todo aquello que él es. Semejante ser, Descartes lo deno­
mina alma; nosotros lo llamamos vida. Pues la vida es aquello que
se experimenta a sí mismo y todo aquello que ella experimenta;
todo lo que la afecta sólo le afecta bajo esta condición previa: que
ella se afecte a sí misma en sí. Sea lo que sea, todo lo que está vivo
lleva consigo esta esencia de la vida y sólo lo que está vivo puede
ser afectado por algo así como lo otro y el mundo.
Dado que la ipseidad reside en la esencia original del pensa­
miento, en el videor que está ahí antes de todo videre y lo hace posi­
ble, la pretensión de fundar por el contrario el ego sobre el ver de
la representación constituye un paralogismo, tanto más engaña­
dor cuanto que puede prevalerse de una “apariencia”, que debe,
no obstante, ser leída y deconstruida como sigue. Pues es verdad
que todo acto de representar en calidad de representarse, es decir,
un representarse a sí mismo en calidad de acto de ob-jetualizarse y
o-ponerse, implica que el representar (el representador) se pro-yec-
ta en el horizonte de su acto como aquello a lo que, frente a lo que
se opone todo aquello que se íe opone. Pero no es porque lo ob-
jetualizado y lo o-puesto le es representado y se opone a él por lo
que el representar es un Sí; porque es un Sí y porta ya el Sí consi­
go es por lo que puede representarse lo que se representa, es por
lo que puede proyectarse allende lo opuesto como aquello a lo que
y frente a lo que lo opuesto es opuesto, es por lo que puede y debe
oponerse en primer lugar a sí mismo y dis-ponerse a sí-mismo fren­
te a sí -e s por lo que toda conciencia de ob-jeto es una concien­
cia de sí-. El Sí está implicado en la representación como su sub-
jectum sólo porque es presupuesto por ella, y presupuesto corno
aquello que ella no produce, no explica, pero presupuesto preci­
samente como lo otro que ella, como el fundamento que ella es
incapaz de fundar.
Es menester, pues, invertir todas las proposiciones en las que
Heidegger pretende vincular el ego a la representación y sacarlo de
ella. A la afirmación según la cual en el ego cogito “el yo’ está com­
prendido como el sí mismo hacia el que el re-presen-tar en cuan­
to tal se retrotrae por esencia, siendo así lo que es”, se debe res­
ponder que es porque el yo está ya comprendido en el ego cogito,
porque está ya esencializado en sí mismo, fuera de la estructura
del representar, por lo que en efecto es "así lo que es”, aquello que
está previamente en posesión de sí como de un Sí mismo para
poder representarse fuere lo que fuere.
Invierte de igual modo el sentido de las cosas el enunciado
según el cual “puesto qu e... al representar le pertenece esencial­
mente la referencia al que re-presenta y en dirección a éste se reco­
ge toda la representa tividad de lo representado, por ello el que
representa, que al hacerlo puede llamarse yo’, es sujeto en un sen­
tido acentuado..., aquel al que, ya en el interior de lo que subya-
ce en la representación, todo remite”14. Porque ei que se repre­
senta, a quien el representar se refiere y hacia el que remite todo
representado, sólo puede llamarse “yo” si lo es ya en sí mismo y
txjr sí mismo, sobre la base en él de la esencia propia de la ipsei­
dad. De no ser así, el “yo” del yo me represento sería como el árbol
del que se dice que se refleja en el río y que éste le remite su ima­
gen. Corno si el hecho, para la imagen, de estar puesta ante el árbol(
ante él, y de remitir a éste, ai árbol, hiciese de este último un eg o,
corno si un pronombre reflexivo bastase para hacer surgir, allí don­
de fuese requerida, la ipseidad de este ego.
Pero, se dirá, el árbol no se representa verdaderamente su ima­
gen, no se transciende hacia ella. En efecto: no podría hacerlo; el
representar sólo puede poner ante sí aquello que remite de este
modo a su sí, sólo puede proyectarse como el Sí frente al que se
despliega toda representatividad, si primeramente es un Sí: las rela­
ciones protentivas y retro-referenciales, lejos de. poder constituir
la esencia de la ipseidad, por el contrario, la presuponen. Y este
presuposición es doble. Significa, por una parte, queda ipseidad
es inmanente a la representación como su condición, por cuanto
no hay representarse más que por ella. Significa en segundo lugar
que, implicada en la representación, la ipseidad no resulta expli­
cada ni fundada por ella. No hay un Sí porque haya un “ante sí”
o un “frente a sí”, sino, al contrario: porque hay un Sí y la esencia
de la ipseidad vive en él, cualquier cosa, sea lo que sea, puede
determinarse por referencia a él. Ahora bien, el Sí no existe ni en
el “ante” ni en el “frente a”, lo cuales no son ni siquiera posibles
como tales, por sí mismos. El Sí es un fenómeno de la vida que
surge en la interioridad radical de su auto-afección, al mismo tiem­
po que ella, idéntico a ella. Que el “ante” y el “frente a” no exis­
ten como tales, por ellos mismos, sino sólo como “ante sí” y “fren­
te a sí”, bajo la condición previa de este Sí, quiere decir lo siguiente:
la interioridad es la condición de toda exterioridad, el Sí es la con­
dición de la representación.
El paralogismo heídeggeriano se deja reconocer más fácilmen­
te desde el momento en que se lo refiere al contexto cartesiano
que pretende esclarecer. Pues es verdad que Descartes ha busca­
do un fundamento absolutamente inquebrantable de la verdad,
una seguridad y una certeza últimas, y ha creído encontrarlas en
el ego cogito. Dado que este ego debe servir de soporte a todo el
edificio del conocimiento, importa establecer en primer lugar su
consistencia por cuanto se identifica con el pensamiento. Pero la
cuestión radica precisamente en saber cómo toma cuerpo sem e­

14 Nietzsche, op. cit., II, pp. 133, 131. [N. de los T: Nietzsdit: II, op. dt„ pp. 136,
135.]
jante conocimiento, aquello que en el ego cogito hace que se auto-
legitime y se auto-funde él mismo de modo que pueda servir de
fundamento seguro a todo el resto. “La consistencia de mí mismo
en cuanto res cogitans consiste en la segura fijación del represen­
tar, en la certeza conforme a la cual el sí mismo es llevado ante sí
mismo”15.
Se avanzan aquí dos tesis cuidadosamente imbricadas la una
en la otra. La primera es la definición del ego en calidad de repre­
sentar: “Yo soy en cuanto aquel que representa”. La segunda afir­
ma que es precisamente en calidad de re-presentar como el ego
está cierto y seguro de sí, y ello porque se sostiene firmemente a
sí en ese acto por el que se pone ante sí. En la medida en que el
“ego se representa”, “en la segura fijación del representar”, nace
“la certeza conforme a la cual el sí mismo es llevado ante sí mis­
m o”. En la estructura cierta de esta posición ante sí de un Sí fir­
memente tenido por sí serán desde entonces posibles toda verdad
y toda certeza concernientes a lo que será recogido en semejante
estructura y llevado en ella a la condición de lo ob-jetualizado. Así,
tan pronto como el Sí queda definido como un “re-presentarse”
seguro de sí en cuanto tal, queda asegurado a una todo lo que él
se representa: .. No sólo mi ser está determinado esencialmen­
te por este representar, sino que mi representar, en cuanto re-pra-
esentatio determinante, decide sobre la praesentia [Prasenz] de todo
representado, es decir, sobre la presencia ¡Anwesenheit] de lo en él
m entado, es decir sobre el ser de este mismo en cuanto en te”.
Sobre la certeza previa de la posición de sí ante sí reposa, por ende,
la de todo lo que se pone ante el sí mismo y se encuentra de este
modo re-presentado por él, al mismo tiempo que él. “Aquello a lo
que se retrotrae todo como fundamento inquebrantable es la esen­
cia plena de la representación misma”16.
Pero en el cartesianismo del comienzo, todo lo que es re-pre-
sentado y no adquiere su validez sino del estar puesto sobre este
sub-jectum de la representación, todo lo que aparece en él, en esta
pro-posición del Sí a sí mismo, es barrido por la reducción, arro­
jado fuera del dominio de toda certeza posible y afectado de nuli­
dad. Y ello es así porque la apariencia producida en la oposición
a sí como idéntica a esa apariencia no es capaz de asegurarse a sí
misma -porque el ver que se despliega en esa apariencia y recibe
su luz de esa apariencia resulta dudoso-. Lejos de darse en cali­
dad de “fundamento inquebrantable”, la “plena esencia de la repre­
sentación misma” se desagrega y se parte en pedazos. La radicalí-
dad del esfuerzo cartesiano se calibra por este rechazo de la

15 Ibíd p. 132. [N. de ios T: ibíd. p. 136.


16 Ibíd P- 131- [N. de ios T: ibíd. p. 135.
representación, que podría ser ilusoria, y por el hecho de que, a
pesar de este rechazo y de todo lo que comporta, o, más bien, gra­
cias a él, se abre una vía hacia un fundamento verdadero.
Sólo bajo una condición es posible que el ego sea este funda­
mento: que no sea el ego de la representación en cuanto tal, a saber,
un ego cuya ipseidad encontraría su esencia en la de la represen­
tación y estaría constituido por ella; en la reducción, no sólo se
perdería semejante ego, a una con ella, sino que hay algo más: nin­
gún ego es posible en la representación y por ella, dado que la
estructura de la oposición es la de la akeridad, de tal modo que
todo lo que se muestra al Sí y lo afecta en semejante estructura es,
por principio, otro que él. Afectado por esto otro, el Sí no puede
serlo por sí mismo y por su propia realidad, no puede precisamente
ser un Sí: aquello que se afecta a sí mismo y cuyo ser en su totali­
dad está constituido por sí.
A ello hay que añadir que, para Descartes, la representación
nunca pro-pone la realidad, lo que él denomina la realidad formal,
sino sólo la realidad objetiva de la idea, a saber, úna imagen de la
realidad, un doble, una copia, un equivalente irreal que figura
la realidad, que remite a ella pero que no es ella, Lo que adviene
en la representación es a una lo otro y lo irreal, o sea, lo contrario
del ego cartesiano, a saber, el Sí-mismo que porta en sí la realidad
y la define. Sólo en un sentido muy particular, en un sentido res­
trictivo, puede entenderse ahora que un sí se proponga a sí mis­
mo en la representación y se represente a sí mismo: el Sí pro-yec-
tado en la representación y representado en ella no es precisamente
más que un sí-representado, no el Sí real que proyecta y pone ante
sí, sino un Sí irreal, co-ob-jetualizado en el horizonte de la repre­
sentación como aquello que acompaña a todo ob-jeto, por cuan­
to no es otra la significación del ser de éste como tal, anojado ante
el sí, a él, frente a él. De este modo, el Sí co-objetivado pertenece
a semejante significación como el término, irreal como ella, que
ella implica y al que remite.
Ahora bien, por una parte, este Sí re-presentado no es posible
más que a partir del Sí real y como su simple representación, su
pro-yección. Pero, por otra, no es este sí irreal lo que resulta afec­
tado: nada irreal, nada representado forma parte nunca de una
afección posible, sino sólo lo que se auto-afecta originalmente en
sí mismo: el Sí real, el Sí vivo. Es ante éste, en realidad, en él, fren­
te a él, como resulta representado todo lo representado: que esto
representado implique también en su mención consciente, en su
representatividad, un sí irreal, no es más que la expresión del pro­
ceso real de la representación y del hecho esencial de que en él se
presenta todo representado posible a un Sí, a un Sí real. La pre­
tendida lectura de la ipseidad en la estructura de la representación
supone la confusión del Sí que proyecta y que resulta afectado con
el Sí pro-yectado, la reducción del primero al segundo, el cual no
es, sin embargo, más que la representación del primero y lo pre­
supone.
Puede también apreciarse que en el cartesianismo del comien­
zo la representación nunca constituye el fundamento en el hecho
de que aquella es incapaz de definir, no sólo la esencia de la ipsei­
dad, sino también la de la certeza y la de la verdad. Sin duda, el
ente no adviene a la condición de ente verdadero y cierto más que
en el representar y por él, en la medida en que, puesto ante él y
dis-puesto frente a él, se muestra a él y resulta ser visto como tai,
verdadero, cierto. El ente sólo toma la certeza, la verdad, de su
representación, por cuanto el representar, 110 obstante, es en sí
mismo y de forma previa verdadero y cierto. Es precisamente, según
Heidegger, porque el poner/dis-poner ante sí/frente a sí es firme y
seguro, por lo que todo lo que contiene en él es a su vez verda­
dero, cierto. No sucede tal cósa en Descartes: tener firmemente
ante si, representarse, ver, todo ello no es todavía más que dudoso.
‘Algo verdadero”, escribe Heidegger, “es algo que [el representar!
lleva en cada caso ante sí de modo claro y distinto y que, en cuan­
to así llevado-ante-sí (representado), se lo remite a sí, para, en tal
remisión, poner en seguro lo representado. La seguridad de tal re­
presentar es la certeza. Lo verdadero en el sentido de esta última
es lo efectivamente real. La esencia de la realidad de esto real resi­
de en la constancia y consistencia de lo representado en el repre­
sentar con certeza. Esta constancia excluye la inconsistencia del
poner aquí y allá que tiene lugar en todo re-presentar mientras
dude. El representar libre de dudas es el representar claro y dis­
tinto”17.
Sin embargo, la duda de Descartes no sólo alcanza al repre­
sentar inconsistente que “pone aquí y allá”, sino a todo represen­
tar como tal, incluyendo aquel que se plantea de forma estable, y
que sostiene firmemente ante sí lo representado, manteniéndolo
en la claridad de su evidencia. Dado que la duda no es una moda­
lidad del representar, sino que habita en su esencia, lo que resul­
te “libre de dudas” no puede ser el representar mismo, pese a que
sea claro y distinto: todo el cartesianismo del comienzo se con­
centra en la búsqueda y alumbramiento de un fundamento de la
representación, de una certeza absoluta que, lejos de consistir en
“la seguridad del representar”, que precisamente carece de segu­
ridad alguna por sí mismo, debe, más bien, establecerla.

17 Ibíd., p. 342; en el texto heideggeriano, la palabra entre corchetes es “el


hombre”, reemplazada en este caso por nosotros -p o r mor de la inteligibilidad de
la problemática- por “el representar”. [N. de los T: ibíd., p. 349. La cita, tomada
de la edición en castellano d e j. L. Vermal, ha sido modificada en el sentido ante­
riormente descrito por Henry, sustituyendo “hom bre” por “representar”.]
Semejante tarea queda confiada al ego. No al ego pro-yectado en
el re-presentarse y por él, ego re-presentado tan dudoso como su repre­
sentación, y a propósito del cual se ha visto también que en primer
lugar habría que reconocer su posibilidad propia, a saber, la esencia
de la ipseidad en él. La fundación del representar sólo la puede lle­
var a cabo una problemática que, dejando ele basarse en él, sobre
su ver y lo que él ve, establece en primer lugar la existencia de ese
ver, a saber, su sentirse a sí mismo, de tal modo que, aunque toda
representación fuese falsa, el fenómeno original de su auto-afec­
ción no dejaría de subsistir fuera de la representación y de su ver.
Es bajo esta forma original del pensamiento com o éste adviene
inmediatamente a sí, independientemente de todo representar, es
en la anti-esencia de la representación, no en ésta, donde Descar­
tes había buscado la certeza absoluta que debe fundar la de la repre­
sentación misma. Antes de extender al infinito el reino de la repre­
sentación y de la ciencia, antes de ofrecer a su devastación toda la
tierra, el cartesianismo del comienzo la había mamado .con un lími­
te infranqueable. .- : ‘y e
La interpretación heideggeriana del ego cogito no es inocente;
de sus graves lagunas extrae el beneficio que sin duda constituye
su meta inconfesada: la inserción de este ego en la “historia de la
metafísica occidental”. No es que la originalidad del cartesianis­
mo resulte desconocida por ello: éste, bien ai contrario, en esa his­
toria que comienza con Platón y desemboca en la doctrina nietzs-
cheana de los valores y en la dominación de la tiena por la voluntad,
está dado como cumplimiento de una verdadera inversión, a saber,
“la transformación (Umschlag) de la 15¿ a en perceptio”, la cual se
vuelve “decisiva”18. Semejante transformación, es verdad, apare­
cerá cada vez más relativa en la medida en que, lejos de traducir
la interrupción de un estado de cosas o su inversión, marca, más
bien, según los términos mismos de bíeidegger, la puesta e n ju e ­
go y la liberación de un rasgo esencial propio de la i5 é a , pero “en
un principio oculto y retenido”. Ahora bien, este rasgo, el rasgo
de lo que “hace posible y condiciona”, no es secundario ni subsi­
guiente: es él quien hace precisamente del pensamiento occiden­
tal una metafísica, a saber, la interpretación del ser y de su verdad
a partir del ente, y ello precisamente como aquello que lo condi­
ciona, como la condición de posibilidad del ente,
¿En qué medida la iS é a platónica es ya portadora de este ras­
go posibilitador del ente? ¿Cómo se da, en el orto del pensamien­
to occidental, como su condición apriorística de posibilidad? Al
proponerse previamente a la vista del hombre como el aspecto de
ese ente, como esa forma visible en la que deviene visible él mis­
mo, de tal modo que sólo esta relación primitiva de la mirada con
la visibilidad de la i5 é a le da acceso al mundo sensible. Es ta es la
razón por la que la filosofía tiene por misión volver la mirada des­
de el contenido que la ocupa primeramente de forma exclusiva,
para dirigirla a lo que la abre propiamente a él. Esta inteligibilidad
apriorística de la íS é a como condición de posibilidad de la aper­
tura a lo ente o, más bien, como constituyendo esta apertura, es
la manera de ser de ese ente, su entidad, su Seiendheit; el plato­
nismo es ya una metafísica puesto que ya no piensa la verdad del
ser en sí misma, sino como esa entidad y, abriendo de este modo
la vía a Aristóteles y a Kant, como lo que se convertirá, según ello,
en una “categoría” del ente.
¿Cómo se define entonces la transformación de la IS éa en per-
ceptio? ¿En qué se diferencia ésta de aquélla? La ÍS éa toma la visi­
bilidad en la que consiste y que constituirá la del ente, su presen­
cia, de sí misma, y se propone así en calidad de í>7co-%eipievov,
como lo que se pone de entrada como lo sub-yacente y el funda­
mento de lo que funda, pero a partir de sí. Aunque el aparecer grie­
go es el del ente, no por ello surge en menor medida de sí mismo
y se produce él mismo. Con esta propiedad brilla incluso a través
de la idea platónica, pues ésta, al ponerse a sí misma de entrada
ante el hombre y precediendo a su mirada, transcendente con res­
pecto a él, se pro-pone precisamente a él, abriéndolo a su luz y, a
través de ella, al ente.
Cuando Descartes interpreta el ser com o un yo pienso, es
decir, si se cree a este respecto a Heidegger, com o un yo me
represento, es más bien aprehendido como entidad, como una
condición a priori de posibilidad del ente: éste sólo es puesto
en el ser en la medida en que es representado, es decir, puesto
ante, ob-jetualizado, puesto a disposición de quien se lo ob-
jetualiza -su ser en propio, su entidad, es de este modo su capa­
cidad de ser representado, su representatividad (Vorgestelkheit)-.
“La representatividad en calidad de propiedad del ser, hace posi­
ble lo representado en calidad de ente. La represen tatividad (el
ser) se convierte en condición de posibilidad de lo representa­
do y remitido y que se sostiene de ese modo, es decir, del obje­
t o . .. ” Pero la visibilidad que viene al ente por su representati-
vidad no surge ya de sí mism a: ahora es el hom bre quien la
confiere al ente, y ello en la medida en que es él quien produ­
ce esta representatividad. Es él quien se re-presenta, quien arro­
ja ante sí y dispone frente a sí el campo en el que el ente será
representado ante él, por ende, por él, a él, y frente a él. “La
Í5éct se convierte en perceptum de la perceptio; en aquello que el
re-presentar cíel hombre lleva ante sí, y lleva ante sí como lo que
posibilita en su representatividad aquello que ha de re-presen­
tarse. Ahora, la esencia de la í8 é a se transforma de la visuali­
dad y la presencia en la representatividad para y por aquel que
representa”19.
Porque el ego del hombre, en la medida en que se arroja ante
sí, produce la estructura de la representadvidad como la condición
a priori de posibilidad del ente, el hombre - a una y por ello mis­
m o - se pone como el sub-jectum y el fundamento absoluto de todas
las cosas. “El hombre es sub-jectum en ese sentido eminente.” 11Pero
el hombre es en cuanto re-presenta de ese m odo.” “¿En la meta­
física de Descartes, cóm o es el hombre él mismo y como qué se
sabe? El hombre es el fundamento eminente que yace a la base de
todo representar del ente y de su verdad, el fundamento sobre et
cual se pone y tiene que ponerse todo representar1’20.
De este modo comienzan los tiempos modernoSpcon esta defi­
nición del hombre como Sujeto. Toda cosa, desde entonces, no es
sino por él. Dado que el ser del ente es su representadvidad, es
decir, su capacidad de ser representado por el hombre, dado que
en lo sucesivo sólo vale aquello que está dis-puesto frente a él, pues­
to con seguridad en calidad de objeto para ese Sujeto-hombre y así
conocido, el método no consiste en otra cosa que en este sostén y
esta dis-posición firme frente al hombre de lo que de este modo es
seguro y cierto. Así, el hombre, por su representación, establece la
medida y, como esta representación es su asunto propio, su repre­
sentarse a sí mismo queda establecido para sí mismo como medi­
da. Pero el ente así medido y dispuesto sólo queda garantizado por
esta medida sí ella misma queda a su vez garantizada, es decir, si el
hombre se asegura previamente de sí mismo en esa representación
de sí - “resulta decisivo que el hombre. ¡ . esté seguro y cierto de sí
mismo”21- y eso es lo que acontece en el cogito.
A estas “posiciones metafísicas fundamentales de Descartes”, en
las que el hombre ocupa un lugar central, resulta fácil oponer enton­
ces las del pensamiento griego, en este caso las de Protágoras, para
quien, lejos de recuperar el mundo en el acto de representárselo, el
hombre se define, por el contrario, por su pertenencia previa al ámbi­
to de lo no oculto, para quien la entidad ya no es la represen tativi-
dad, sino la presencia en el seno de lo no oculto; de tal modo que,
si el hombre es la medida, ello no se debe a que él se considera como
la medida, sino a que se mide en relación con este ámbito de no
ocultación y con sus límites. Ya se trate de Platón o de Protágoras,
en todo caso el prius no es nunca el hombre, sino la verdad del ser,
incluso bajo la forma de entidad, a la que el hombre se adecúa.
Estas tesis heideggerianas bien conocidas y como legitimadas
a fuerza de haber sido repetidas, pierden su apariencia de verdad

19 Ibíd. [N. de los I : ibíd.]


20 Ibíd., pp. 136, 184, 136. [N. de los I : ibíd., pp. 140, 188, 140.]
21 ibíd., p. 137. [N. de los I : ibíd., p. 141.]
en lo que atañe a un cartesianismo decadente y a su papel histó­
rico en la formación de la cultura moderna y del mundo que ella
rige (su pertenencia global con respecto a ese mundo del conoci­
miento y de la técnica) tan pronto como se nos ocurre ponerlas
en relación con el cogito original. La reducción radical que practi­
ca ha puesto entre paréntesis tanto al hombre como a su poder de
representación, o, más bien, la esencia de éste. No sólo se pone
en entredicho la intervención paradójica de un ente en un análi­
sis de ia esencia pura de la fenomenicidad -la palabra hombre nun­
ca interviene en los textos de la reducción, a no ser para ser recha­
zada-, sino la estructura de ésta, la estructura de la fenomenicidad
pura y de su efectuación original que, como ya se ha mostrado
suficientem ente, lejos de reducirse a la de la representación, la
excluye de forma insuperable.
Si, no obstante, la primera de estas cuestiones debe ser aquí
objeto de una breve consideración, ello se debe a que el hom ­
bre, finalmente, no es más que un testaferro, una máscara para
un problema de otro orden, un problema ontológico. Es por ello
que la interpretación de la subjetividad moderna como subleva­
ción y reivindicación por su parte del estatuto de Sujeto -corno
si la subjetividad pudiese ser definida por esta irrupción enig­
mática del hombre en ella» en lugar de serlo por el análisis eidé-
tico de lo que ella es, a saber, de la estructura interna de la feno­
menicidad pura- es menos ingenua de lo que parece: puesto que
lo que está en juego en el “el hombre” y a través de él es la posi­
bilidad última del aparecer como tal. Cuando el hombre devie­
ne sujeto, él le proporciona su contenido propio y dado que todo
el mundo sabe lo que es el hombre, en ese caso todo el mundo
también sabe lo que es el sujeto. Identificado con el hombre, el
sujeto cartesiano no ofrece misterio alguno. Sin embargo, como
hemos tenido ocasión de ver, este sujeto-hom bre, aun cuando
sea reducido por Heidegger al sujeto de la representación, no
designa otra cosa que la estructura de ésta y de aquello que la
hace posible con carácter de ultimidad, o sea, una estructura
ontoiógica -to d o salvo un ente-.
Pero volvamos primeramente al mundo griego: en éste, el hom­
bre ocupa su lugar, un lugar modesto, y ello en la medida en que,
por el contrario, el Ser es comprendido “en la medida en que el
Ser ‘es’”22, como “él mismo”23, a saber, xo íuroxeiftevov, es decir,
en calidad de cpúciq - “como surgir-abriendo-desde-sí, y de este

22 Ibíd., p. 173. [N. délos T: ibíd., p. 3.76.]


23 Lettre sur í,'humanismey trad., R. Munier, en Qucstion III, París, Gaiiimar, 1 996,
p. 1 0 1 . [N. de los I : existe traducción al castellano, Heidegger, M., Carta sobre d
“Humanismo", en Hitos (trad. de H. Cortés y A. Leyte), Madrid, Alianza Editorial,
2 0 0 0 , p. 2 7 2 .]
modo, esencialmente, como colocarse-en-la-apertura, revelarse en
lo abierto”24---.
Sólo porque pertenece a la ípwic; y acaba de surgir en su aper­
tura, puede el ente, aparecido de este modo en ella, visualizado,
ofrecerse en lo sucesivo a la vista del hombre. La iS é a no es más
que esta puesta a la vista deí ente: por una parte, una consecuen­
cia de la cpÚGic; y, por o tra, lo que permite al hombre acceder al
ente. Ahora bien, esta segunda propiedad tiende a recubrir con un
velo a la segunda. Dado que la iS é a abre al hombre el acceso al
ente, al determinarse de este modo como la condición aprlorísti­
ca de posibilidad de este ente, se da como la fuente de su apari­
ción, la cual reside no obstante en la cpwic, Ya no es la apertura
del ente en la (ptaic; la que funda su puesta a la vista: ésta hace
posible aquélla. Pero una vez que la puesta a la vista ya no es pen­
sada a partir de la apertura de la (púcic, y que, separada de su fun­
damento, acaba por flotar libremente ante la mirada del hombre,
¿por qué no habría de encontrar su principio en semejante mira­
da, es decir, en el hom bre mismo? La disimulación de la (p'úoic;
por parte de ella, hace posible el retorno de la en la percep­
tio cartesiana, en el yo me represento: yo [je], yo [moi], el hom ­
bre, hago advenir todas las cosas a la aparición; en y por mi acto
de representármelas yo soy su señor.
Pero por modesto, por mesurado que sea el puesto del hom ­
bre en el pensamiento griego, ¿no interviene ya en él? ¿No juega
un papel, más importante de lo que se quisiese y, para decirlo todo,
esencial? ¿No es él quien, poniéndose a la vista el ente ante él en
esta puesta a la vista que es su i8éoc, tiene al menos el poder de
contemplar esa idea, es decir, de abrirse a ella y de verla? Más ori­
ginariamente, el hombre pre-metafísico, el hombre griego sumer­
gido en la (púaic;, ¿no tiene también la capacidad de concordar
con esta apertura de presencia que ella le dispensa y en la que toda
cosa se le muestra? Pero si de lo que se trata es de pensar en grie­
go, volvámonos más bien hacia Heidegger mismo y preguntémosle
cómo, en su propia filosofía, se encuentra dispuesto el hom bre
con respecto a ía pregunta fundamental de la misma. Pues no pue­
de mantenerse la imputación a la metafísica del papel atribuido al
hombre si es verdad que -ya se trate de Descartes, de los griegos
o de Heidegger- no es en calidad de ente, ni en su relación con el
ente como el hombre interviene en la cuestión del ser.
Ni en su relación con el ente: el hombre, en efecto, no puede
referirse al ente más que si en primera instancia se refiere al ser.
Sólo a la luz del ser, y por cuanto se está previamente abierto al

24 Nietzsche, op. cit., p. 173; el texto aiemán reza como sigue: \ ..ais das von-
sich-aus-Aujgehen und so wesenhaft sich-in-den-Aufgang-Stdlen , das íns -Offene-sich-
Offenbaren. [N. de los T.: Nietzsche U, op. cit., p. 176.]
claro de esta luz, puede entonces el hombre abrirse a lo aclarado
en ella, a saber, el ente. Por consiguiente, más original que la aper­
tura del hombre al ente, y haciendo ésta posible, es su apertura al
ser como tal En esta apertura previa del hombre al ser y a su ver­
dad propia, ya no es el ente lo que se cuestiona: el problema que
tiene a la vista semejante pregunta ya no es la metafísica, sino el
pensamiento del ser.
Ni en calidad de ente: es por el pensamiento, precisamente, y
no en calidad de ente, como el hombre se relaciona con el ser. “El
pensar lleva a cabo la relación del ser con ia esencia del hombre ”2:>.
La eliminación del ente de la cuestión del ser se realiza en primer
lugar por esta sustitución del hombre por su esencia. Semejante
sustitución acarrea como consecuencia el rechazo del humanismo
metafísico, a saber, de toda concepción del hombre como ente,
como homo animalis y, en virtud de su diferencia específica con el
animal en general, com o animal racional - y ello en beneficio de
un humanismo que quizá ya no merece tal nombre, donde se alum­
bra por fin la verdadera humanitas del hom o humanus-. Humanitas
“extraña”, en que el hombre no es otra cosa que ser, un momen­
to del aparecer puro y, en calidad de pensamiento, aquello que
reposa en él y le pertenece en propio. Tal es, en electo, la nueva
situación que se ofrece a la problemática capaz de situarse delibe­
radamente más allá de toda metafísica e independientemente de
ella, el tomar en cuenta no ya al hombre o al ente, sino aquello
que funda tanto a uno como a otro y no les debe nada: la pura
relación del pensamiento con el ser, la conexión original que los
une. No nos preguntaremos cómo semejante problemática puede
proponerse como una crítica del cogito de Descartes, el cual no
había hecho otra cosa que poner entre paréntesis tanto al hombre
como al ente, rechazando de forma explícita la delinición del hom­
bre como animal racional a fin de promover una esencia absolu­
tamente nueva de la humanitas como ciclos del aparecer, como apa­
recer puro, en sí mismo y por sí mismo idéntico al ser. La cuestión
es más bien ésta: en esta reducción radical del ser al aparecer que
toma la forma de una conexión esencial entre el pensamiento y el
ser, ¿dónde reside la diferencia última entre las posiciones no meta­
físicas de Descartes y Heidegger?
Detrás del “hom bre” de Heidegger no está exactamente el ser,
sino el pensamiento y, de igual modo, una cierta concepción del
ser. En calidad de pensamiento, el hombre -u n hombre transcen­
dental que ha dejado atrás toda determinación categorial relativa
al en te- no es más que ek-sistencia. Como tal, como pensamien­

25 Lcttre sur 1 'lutmanisme, op. d i., pp. 7 3 -7 4 . [N. de ¡£tf T: Carta sobre ti “huma­
nismo", op. d i., p. 2 5 9 .)
to, por ende, se abre al ser, y ello en esa determinación existencial
extática que consiste en arrojarse a la exterioridad y sostenerse en
ella -e n ella, el lugar de todo sostenerse posible, el lugar del ser-.
El ser es lo ahí en calidad del sostenerse ante, ponerse ante y, de
este modo, pro-poner a, ofrecerse a. El pensamiento es lo que se
une a lo que se sostiene ante él y, de este modo, se ofrece a él, lo
atraído a sí. ¿Cómo se une el pensamiento a lo que permanece ante
él? En tanto que ek-sisie en él. ¿Cómo el ser ordena al pensamiento
que se una a él? Permaneciendo ante él, abriéndose a él para que
él se abra al ser. En la apertura del pensamiento ai ser y, conjun­
tamente, en la apertura del ser al pensamiento reside el Br-eignís,
ei fenómeno original, el abrazo primero en el que surge la feno­
menicidad. La apertura del pensamiento al ser y la apertura del ser
al pensamiento, ¿son idénticas? El ojo por el que el ser me mira y
el ojo por el que miro al ser, ¿son un solo y mismo ojo?
Entre el pensamiento y el ser no existe reciprocidad. Si "el pen­
sar lleva a cabo la relación del ser con la esencia del hom bre”, es
decir, consigo mismo, “no hace ni produce ésta relación”26 Si con­
forme a su eidos, el pensamiento es la ek-sistencia,. es como tal, en
tanto que se arroja fuera de sí en la verdad del ser, como adviene
al ser, cumpliendo así “la relación ‘extática’ del ser humano con la
verdad del se r.,. Pero dicha relación no es como es basándose en
el fundamento de la ek-sistencia, sino que es la esencia de la ek-
sistencia la que es destinalmente extático-existencial a partir de la
esencia de la verdad del ser”27. Todos ios textos heideggerianos
tras Sdn und Zeit reafirman de forma incansable la inversión en vir­
tud de la cual la posibilidad última de la verdad transcendental no
reside en el hombre, es decir, en el pensamiento, sino fuera de él,
en la dimensión previa de la verdad propia del ser, de tal modo
que, como ya lo decía Sdn und Zdt, “el ser es lo transcendente por
antonomasia”28. He aquí por qué “a la hora de definir la hum ani­
dad del hombre como ek-sistencia, lo que interesa es que lo esen­
cial no sea el hombre, sino el ser como dimensión de lo extático
de la ek-sistencia”29. El ser es lo esencial en cuanto que es él quien
abre esa “dimensión de lo extático de la ek-sistencia” en la que
“hay ser” - ‘es gibt das Sein'~, de tal modo que el ser es quien da
lo que hay, es decir, quien se da él mismo, quien da y otorga su
verdad. He aquí también la razón por la que la ek-sistencia se arro­
ja fuera de sí misma en ia verdad del ser; únicamente porque de
forma previa ésta la ha arrojado en ese proyecto en el que deyec-
tada puede entonces dirigirse a él. “Por lo demás, el proyecto es

26 Ibíd., p. 74. [N. de los I : ibíd., p. 2 5 9 .]


27 Ibíd., p. 1 0 4 . [N. d élo s T ; ibíd., p. 2 7 4 .]
28 Citado en ibíd., p. 1 1 1 . [N. de los T : ibíd., p. 2 7 7 .]
29 Ibíd., p. 1 0 6 . [N. de los T: ibíd., p. 2 7 4 .]
esencialmente un proyecto arrojado. El que arroja en ese proyec­
tar no es el hombre sino el ser mismo, que destina al hombre a la
ek-sistencia del ser-aquí en cuanto su esencia”30;
La crítica dirigida contra Descartes encuentra aquí su motivo
preciso, si es verdad que, en el cogito interpretado como un yo me
represento, es el hombre, el ego, quien arroja ante él el espacio de
representadvidad en el que recoge y refiere a sí todo representado
como tai. La motivación de esta crítica resulta explícita cuando,
habiendo reafirmado que sólo el horizonte en el que se despliega
el. claro del ser tiene el poder de suscitar la ek-sistencia hacia él cíe!
hombre -'Anhlick crst zieht tiin-sicht aujsich Heidegger deplora
el abandono por el que este horizonte se abandona, por el con­
trario, a la mirada que él pretendía atraer hacia sí y se pierde en
ella, en la perceptio cartesiana. “Ese horizonte es lo único que atrae
hacia sí la mirada. Es el que se abandona a ella OEr überldsst sich
dieser’) cuando la aprehensión se ha convertido en el producir
representaciones en la perceptio de la res cogitans comprendida como
sub-jectum de la ccrtitudo”31.
Por consiguiente, lejos de reposar sobre ella misma, la mirada
ek-sistente en la verdad del ser se funda por el contrario en ésta y
en su apertura previa. ¿Cómo la existencia se funda en la apertu­
ra previa de la verdad del ser? ¿Cómo se abre a esta apertura? ¿Hay
dos “aperturas” o una sola -u n solo ojo-? Comentando el es gibt,
es decir, el darse del ser, Heidegger escribe: “El darse en lo abier­
to, con lo abierto mismo, es el propio ser”32. ¿Cómo la existencia
permanece en lo abierto, ek-siste en él? No por ella misma, sino
por medio del don del ser, por medio de lo abierto, en él y por él.
“Sólo se traspasará ser al hombre mientras acontezca el claro del
ser.” Que acontezca el claro del ser es asunto del ser y no del hom­
bre. “Pero que acontezca el ‘aquí’, esto es, el claro como verdad
del ser mismo, es precisamente lo destinado al propio ser. El ser
es el destino del claro”33.
Pero, ¿cómo se destina este claro? Su modo de acontecer, su
destino, querido por el ser y destino del ser mismo, ¿no compor­
ta consigo al hombre, y ello a título de momento necesario y como
tal insuperable de su cumplimiento? De este modo, ¿no se tras­
pasaría el ser al hombre sólo mientras aconteciese su claro, así
como sólo acontecería su claro mientras se traspasase al hombre?
Resulta significativo de esta circularidad el hecho de que casi todos
los textos que afirman la pertenencia de la ek-sistencia a la verdad
del ser y a su destino añaden a esta pertenencia una finalidad, la

110 Ibíd., p.11-2. [N. de !os T; ibíd., p. 277.3


Ibíd., p.103. [N. de ios T: ibíd., p. 273.]
32 Ibíd., p.107. [N. de los I : ibíd., p. 275.]
33 Ibíd., p.111. [N. de los T: ibíd., p. 277.]
de hacer últimamente posible semejante destino. Es el ser quien
arroja al hombre en la ek-sistencia, quien lo destina a él, por con ­
siguiente, quien lo arroja en la ek-sistencia en su verdad, pero ello
a fin de que el hombre preserve esta verdad, como si ésta, com o
si el claro del ser sólo se aclarase por cuanto el hombre ek-siste en
ella. “El hombre pertenece a la esencia del. ser y, desde ese perte­
necer, resulta destinado a la comprensión del ser”, declara Nietzs­
che IT34. “Perteneciente al ser, ya que ha sido arrojado por el ser a
la guarda de su verdad y reclamado para ella, dicho pensar piensa
el ser”, tal es ei pensamiento del ser según la Carta sobre, el “Huma-
nísmo”Vj. “El hombre se encuentra ‘arrojado’ por el ser mismo a
la verdad del ser, a fin de que, ek-sistiendo de ese modo, preserve la
verdad del ser”36, “Ésta [la ek-sistencia] es la que importa esen­
cialmente, es decir, la que importa desde el propio:ser, por cuan­
to el ser hace acontecer al hombre en cuanto ek-sistente en la ver­
dad del ser a fin de que sea la guarda de dicha verdad”37. De este
■ modo se aclara el enigma de la Geworfenheü: si el hombre es en la
condición de ser arrojado, si despliega su esencia “en calidad de
réplica ek-sistente del ser”, ello es así porque “es llamado por el
propio ser para la guarda de su verdad”38. Y he aquí por qué, al fin
y a la postre, “la esencia del hombre es esencial para la verdad del
ser .
Pero, ¿por qué? ¿Por qué el hombre - o más bien su esencia: el
ek-sistir- pertenecería por esencia a la verdad del ser, es decir, a la
esencia de esta verdad, a su posibilidad más interior? Planteemos
la cuestión con todo su rigor: ¿por qué el claro del ser sólo se acla­
ra por cuanto el hombre ek-siste en él? Y como en toda cuestión
crucial, pedimos, como también lo quiere Heidegger mismo, “la
ayuda esencial del modo de ver fenomenológico”40. La cuestión
entonces es la siguiente: ¿en qué consiste fenomenológicamente
el claro del ser? ¿Cuál es la naturaleza de su fenomenicidad espe­
cífica? ¿En qué consiste fenomenológicamente el ek-sistir en ella?
Ahora bien, sabemos ya una cosa: que la fenomenicidad del ek-
sistir es idéntica a la fenomenicidad del claro. Es por ello que el
claro funda el ek-sistir: porque le proporciona su fenomenicidad
propia, porque todo ek-sistir es un ek-sistir en ella, Ek-sistir quie­
re decir sostenerse fuera en la exterioridad, sostenerse en ella y por
ella. Pero esta exterioridad es el claro del ser, es la dimensión de lo

34 Op. cit., p. 234. ¡N. de los I ; op. cit., p. 236.]


35 Op. cit. , p. 144. {N. cielos I : op. cit., p. 292.]
36 Ibíc!., p. 101. [N. d élo s T: ibíd., p. 272.]
37 lbíd ., p. 124. [N. délos T: ibíd., p. 283.]
38 lbíd ., p. 119. [N. de los T: ibíd., p. 281.]
39 Ibíd., p. 124. [N. de los I : ibíd., p. 283.]
40 Ibíd., p. 142. [N. de los I : ibíd., p. 291.]
extático de la ek-sistencia que es el ser mismo - ‘das Sein ais die
Dimensión des Ekstatischen der Ek-sistenz~. Esta exterioridad no es
el espacio, sino aquello que le permite manifestarse. “Sin embar­
go, la dimensión no es eso que conocemos como espacio. Por el.
contrario, todo lo que es espacial y todo espacio-tiempo se pre­
sentan en eso dimensional [im Dimensionaien] que es el ser mis­
m o”45.
Ahora bien, si el ek-sístir se sostiene en la exterioridad, de la
dimensión extática del ser y recibe de él su fenomenicidad propia,
¿cómo acontece esta exterioridad misma, constitutiva de lo dimen­
sional, constitutiva de la verdad del ser, de su luz y de su claro?
Pues la exterioridad no está ahí simplemente, com o la piedra, el
árbol o el hombre, como el claro en el bosque. La exterioridad se
exterioriza. Ella se exterioriza en el proceso transcendental que
arroja fuera de sí y, de este modo, pro-yecta aquello que se sostie­
ne ante como la exterioridad misma. Toda exterioridad es natürans-
naturata, natürans en calidad de pro-ducción, de arrojo ante; natu­
ral a en calidad de lo arrojado ante com o tal, en calidad de ío
ob-jetualizado. 5ólo en calidad de naturans-naturata la exterioridad
es constitutiva de la fenomenicidad e idéntica a ella.
Ibda fenomenicidad como tal, en cuanto efectiva, abre el cami­
no que conduce hasta ella: la vía de acceso al fenómeno es el fenó­
meno mismo. La exterioridad es lo Abierto, lo Abierto cumple la
apertura, es decir, que se abre y conduce de este modo hasta él.
Conforme el ser se aclara en lo Dimensional extático de la exte­
rioridad, conforme ésta constituye el claro del ser, el hombre es
conducido por ella hasta ella, se abre a lo Abierto; por cuanto éste
se abre a él, ek-siste en él. Por no citar más que un texto: “El ‘ser-
en~el~mundo’ nombra la esencia de la ek-sistencia con miras a la
dimensión del claro desde la que se presenta y surge el ‘ek’ de la
ek-sistencia”42.
Pero lo Abierto supone su Apertura previa, no aquella que cum­
ple él mismo en la medida en que se abre al hombre, en la medi­
da en que, Fenómeno y Dimensional de la fenomenicidad, él mis­
mo constituye, en su efectividad fenomenológica y como el claro
del ser, el camino que conduce hasta él y que abre así ese camino.
Lo Abierto presupone su apertura previa como apertura de lo Abier­
to mismo, no la apertura que él hace posible, sino la que lo hace
posible, el proceso transcendental que arroja ante, que arroja lo
Abierto mismo, la Exteriorización originaria que exterioriza la exte­
rioridad y, de este modo, la despliega como 1o que ella es y como

41 Ibíd., p. 106. fN. de los T: ibíd., p. 2 7 4 .]


42 Ibíd., pp. 1 3 1 -1 3 2 ; el texto alemán reza com o sigue: Das ‘In-der-W ehsári
nennt das Wesen der Eksistenz im Hinblick au f die gelichtete Dimensión, aus der das
'Ek-' der Eksistenz west. [N. de los I : ibíd., p. 2 8 6 .]
lo Dimensional extático del ser para que, así desplegada y de este
modo, sea el claro de! ser -aq u él donde el hombre podrá ek-sis-
tir-. El hombre no puede, por ende, ek-sistir en la verdad del ser
más que bajo la condición de un Ek-sistir mucho más primitivo,
aquel que arroja originariamente ante sí, que ha arrojado lo Abier­
to y constituido lo Dimensional extático.
Pero hay rnás. La exterioridad en la que se exterioriza la Lxte-
riorización no subsiste y no se mantiene en esa su condición, como
el lugar de ia fenomenicidad extática, rnás que por cuanto se cum­
ple el proceso que la produce, por cuanto la exteriorización no
cesa de exteriorizarse como aquello que se pone ante sí pero, a su
vez, refiere a sí y retiene lo que no cesa de irse afuera. De tal suer­
te que lo que se va no es perdido, sino retenido de este modo y
mantenido en la unidad y coherencia de la dimensión estable de
lo Dimensional. La receptividad del horizonte extático es ia con­
dición sin la que ese horizonte, no estando ya tenido ni retenido,
no podría tampoco ser visto, y no siendo ya visto, no.se propon­
dría ya como un horizonte de visibilidad y como la posibilidad de
toda visibilización.
El hecho de que el hombre pertenezca al ser heideggeriano,
que sea arrojado por el ser mismo en la verdad del ser “a la guar­
da de su verdad”, “a fin de que preserve la verdad del ser”, “ek-
sistente en la verdad del ser a fin de que sea la guarda de dicha ver­
dad”, “en calidad de réplica ek-sistente del ser”, “llamado por el
propio ser para la guarda de su verdad”, y en fin, como el pastor
del ser, ello quiere decir: la verdad del ser no se aclara ni subsiste
por sí misma; la exterioridad constitutiva de lo Dimensional sólo
se fenomeniza por cuanto, desplegada en el proceso transcendental
de la exteriorización que no cesa de exteriorizarse en ella y de man­
tenerla así desplegada, es a su vez recibida por él, tenida y mante­
nida en el acto original de su exteriorización. La recepción del hori­
zonte extático como condición de su formación fenomenológica,
la receptividad como condición transcendental de la verdad del
ser con la investidura de verdad que se aclara en el claro de la exte­
rioridad: tal es el proceso en que el hombre toma su nombre, pro­
ceso en el que el claro del ser halla su posibilidad previa. Por eso
el ser heideggeriano necesita al hombre, porque éste no acontece
como una adición sintética - y por otro lado misteriosa- a la esen­
cia previamente cumplida de la verdad del ser. Pues el hombre no
puede simplemente sostenerse en la verdad previamente abierta
del ser si la verdad cuya guarda se le requiere no es otra en reali­
dad, en calidad de recepción del horizonte extático en la cual este
horizonte se aclara, que la propia condición transcendental de posi­
bilidad de esa verdad misma.
Pero, ¿cómo cumple el hombre esta guarda del ser? No en cali­
dad de hombre, en calidad de ente, sino -d e acuerdo con su esen-
cía- en calidad cíe ek-sistir. Es ai ek-sistir en la verdad del ser como
el hombre acontece en ella, por cuanto esta verdad es lo Dimen­
sional extádco de la existencia. Pero, ¿cómo el ser m ism o aconte­
ce en su propia verdad, a saber, en lo Dimensional extático, sino
al ek-sistir en ella -en ella, lo ob-jetualizado en lo que uno acon­
tece al arrojarse en él-? Sólo el ek-sistir puede acontecer en la ver­
dad del ser en calidad de obra previa del ser mismo, no el ek-sis-
tir del hombre, sino el ek-sistir en cuanto tal, el proceso
transcendental dd Ek-stasis que arroja ante lo extático y acontece
en él en ese acto por el que él lo arroja. El hombre no es el guar­
dián del ser. F:1 hombre sólo guarda el ser por cuanto el ser se guar­
da en primer lugar a sí mismo, por cuanto sostiene lo Abierto en
el arrojo por el que lo abre. Pero el hombre no ek-siste, después
de todo, arrojándose en lo Abierto previamente abierto por el ser.
No hay más que un solo ek-sistir, el ek-sistir del Ek-stasis en el que
se cumple la obra del ser. El hombre mismo no ek-siste. El hom­
bre no ek-siste más que sobre la base del proceso del ser en él. ;
Pero, ¿cómo el hombre puede abrirse a su propio fondo, a su
propia esencia, unirse al proceso transcendental que prorrumpe a
través de él y, hecho uno con ese proceso y coincidiendo con él y
con lo que él hace, arrojarse con él en lo Abierto y acontecer de
este modo en el claro? Plateemos más bien esta cuestión al ser mis­
mo: ¿Cómo el proceso transcendental, que arroja lo Abierto, y de
este modo lo sostiene ante sí, acontece primeramente en él mis­
mo, en el proceso, en el Ek-sistir, a fin de ser lo que es y de hacer
lo que hace? Pues una vez más, el hombre, un ente, no puede cum­
plir la posibilidad más interior del ser, a saber, la Unidad en la que
el ser acontece originariamente en sí. Supuesta, no obstante, esta
Unidad original cumplida y su posibilidad última puesta en evi­
dencia, ¿cómo en ese caso podría el hombre, dado que no es él
quien cumple esta Unidad, unirse a ella, de manera que entrase,
por ella, en el Ek-sistir y, por él, en lo Abierto?
¿O más bien no es el acontecer del Ek-sistir en sí mismo, como
auto-afección, como lo que se afecta originalmente a sí mismo,
como identidad de lo afectante y de lo afectado, la esencia de la
ipseidad y, como tal, la del hombre mismo? Pues el hombre es
aquel que dice Yo. El hombre no dice Yo porque puede hablar. El
hombre habla por cuanto dice Yo, y puede decir Yo sobre la base
de la esencia de la ipseidad en él. En tanto que encuentra su esen­
cia en la ipseidad, el hombre nace al ser, adviene a él, al mismo
tiempo que él, por cuanto el ser adviene. El hombre no crea el ser,
es creado por él, en él, y ello porque, auto-afectándose original­
mente en el auto-aparecer de su venida a sí y adviniendo de tal
modo, el ser se determina cada vez como un ego.
Aquí se nos ofrecen a fin de ser meditadas una última vez las
intuiciones cruciales del cartesianismo del comienzo, que, igno­
rándolo todo del hombre y no teniendo ya nada, en su noche, más
que el aparecerse del aparecer idéntico al ser, dice: ego cogito, ergo
sum. La inteligencia cartesiana de la inicialidad del comienzo se For­
mula bajo la identidad de estas tres palabras: “ego”, “cogito”, “sum”:
al cumplirse el ser como “pensamiento” (aparecer), se cumple tam­
bién como ipseidad. Sólo en la identidad entre “pensamiento” e
ipseidad capta Descartes la esencia del alma, la de un aparecer cuyo
auto-aparecerse resulta ser de, forma idéntica ipseidad y vida. En. Ia
inicial venida a sí del ser se produce el hombre como un viviente,
corno aquel que, sobre la base de la ipseidad primitiva'.en él, por­
tado y constituido por ella, puede decir “Yo”: el homo humanas cuya
humanitas transcendental bebe de las fuentes del ser. -' ■
También hay que meditar el hecho de que Descartes, a propó­
sito de esta conexión original entre el pensamiento y la egoidad,
sólo haya declarado que no se propone nada más evidente a par­
tir lo cual pueda ella ser explicada. Sin duda, .semejante'conexión
se establece en un tiempo en el que la- evidencia todavía no ha
nacido, en su pro-ducción misma, en el seno del proceso trans­
cendental. de exteriorización en el que se produce la exterioridad.
Schelling dirá, a propósito de esta producción en la que.no hay ni
exterioridad ni evidencia, que es inconsciente. El velamiento a par­
tir del cual se produce todo desvelamiento. Semejante “incons­
ciente” debe ser cuidadosamente distinguido de aquel que perte­
nece al horizonte del ek-stasís. Pero este inconsciente original sólo
es tal a ojos de una filosofía que no dispone del concepto adecuado
de la fenomenicidad. Semejante filosofía es la del inconsciente. Ella
reduce la fenomenicidad al “mundo” y a su “conocim iento”. Es
contradictoria por cuanto, naturans-naturata, toda exterioridad no
se fenomen.iza más que sí su natumns mismo es efectivo. Al fin y
al cabo, sólo una fenomenología material puede cumplir la remon­
tada a la dimensión inicial del comienzo, una fenomenología que,
dejando atrás los conceptos formales de la fenomenicidad y no sir­
viéndose de ellos más que en calidad de índices, se pregunta por
aquello que. los hace posibles, a saber, la sustancialidad íenome-
nológica concreta a la que remiten. Sólo semejante fenomenolo­
gía aporta “la ayuda esencial del modo de ver fenomenológico”.
Ella sola descom pone el concepto de aparecer en su dicotomía
material de principio. El hecho de que la temática de esta feno­
menología material permanezca impensada por Descartes, no impi­
de su cumplimiento real en la reducción, la separación en ella de
la inmanencia radical del videor en su heterogeneidad ontológica
estructural con respecto al ek-stasis. La anfibología de la totalidad
de los conceptos claves de la fenomenología cartesiana aporta la
prueba de dicha separación.
A esta anfibología se opone de forma sorprendente la mono­
tonía de los conceptos fundamentales de la fenomenología hei-
deggeriana. El ser guarda al Hombre a fin de que éste se haga su
guardián, guardándolo a su vez; Pero ya sea esta guarda el arrojo
por el ser del existir del hombre en la verdad del ser, o el existir
del hombre en esa verdad, un solo Fenómeno constituye la esen­
cia de esta doble guarda y asegura su reversibilidad, un solo es­
pacio de luz que atraviesa sucesivamente en ambos sentidos, rela­
cionando alternativamente el ser y el hombre. El ser se relaciona
con el hombre, él mismo es esa relación. “El propio ser es la re­
lación, en cuanto él es el que mantiene ju n to a sí a la ek-sisten-
cía en su esencia existendal, es decir, extática, y la recoge junto a
sí’”*3. Pero, ¿cómo se relaciona a su vez el hombre con el ser? ¿Cuál
es la esencia y la posibilidad de esa relación sino la esencia y la
posibilidad de la relación por la que el ser se relaciona consigo?
La relación por la que el ser porta en él al hombre es de forma
idéntica la relación en la que el hombre porta el ser consigo. Esta
es la relación entre el pensar y el ser, su copertenencia original, la
Co-apropiación, das Ereígnís44. Sí de lo que se trata, por ende, es
del hom bre y de su esencia, de aquél que va a convertirse en
el sujeto de la metafísica moderna, entonces es preciso decir: “El
hombre no es nunca en primer lugar hombre más acá del mun­
do en cuanto sujeto’ . .. Antes bien, en su esencia, el hombre ek-
siste ya propiamente en la apertura del ser”45. Lo más interior en
ese hombre y en su humanítas es una exterioridad radical; ia “sub­
jetividad” de ese “sujeto” es la del “mundo”, “más ‘objetivo’ que
todo posible ‘objeto’”46.
Dado que la esencia fenomenológica deí hombre es la exterio­
ridad, la del ser, dado que sólo hay una esencia de la fenomenici­
dad y un solo cumplimiento de esa esencia, una sola luz, los con­
ceptos que la formulan resultan en efecto unívocos. Sean cuales
sean las raíces sobre las que se construyen -las del refugio y el ocul-
tamiento (Bergen, Verborgenheit, Unverborgenheit), la unión (Fuge),
la pertenencia (Zugehórigkeit) , la procedencia (GescJnchte, Gesche-
hen), la venida Qiommen, vor-kommen), el destino (Geschick), la luz
(Lícht, Lichtungj, la mirada (Bilck, Anbhck), la apertura (offen, Offen-
hcit, Offenbaning, Ojfenbarkcit, ErschHessung, Ersc/iíossenlidO, la vis­
ta (Sehen, aus-sehen, Gesicht, Ansicht), el ser y el ahí (Da-seín), la
posición y la estancia (Set^en, Stehen, hinaus-steheii, Stand, Bestand,
Gegenstand, steilen, her-stellen, vor-stellen, za-steílen), la verdad y la
guarda (Wahr, wahren, Gewahren), el señorío, el mundo, el arrojo,

43 Ibíd., p. 103. [N. de los T: ibíd., p. 273.]


44 Cf. ldentité et différence, trad. A. Préau, en Quesfions l París, Gallimard, 1968,
p. 270. [N. de los I ; existe traducción al castellano, Heidegger, M., Identidad y dife­
rencia (trad., H. C óttesyA . Leyte), Amhropos, Barcelona, 1988, p. 91.]
4Í Leitre sur ¡’humanisme, op. cit., p. 132. ¡N. de 1os T: Carta sobre el “Huma­
nismo", op. cit., p. 286.]
4ft Sdn und Zeit, op. cit., p. 366. iN. de los 1: El scry el tiempo, op. cit., p. 396.]
la esencia (walten , Welt, wafen , wesen), la relación (Verhaltnis), la
morada (Aufenthalt) y la casa (Haus) - , estas metáforas del pensa­
miento tienen una misma referencia fenomenológica.
Sem ejante m onotonía posibilita el método - lo que ya Marx
denominaba, contra Stimer, el método de las “a p o s i c i o n e s a
saber, esos deslizamientos imperceptibles de sentido por los que,
alejándose progresivamente de un concepto, se une de nuevo con
facilidad a otro. De la ética a la ontoiogía no hay más que un paso,
una vez que se señala que '‘fjBo<; significa estancia5'1, es decir, “espa­
cio abierto para la presentación del dios”"17 (designando él mismo
esta presentación), que vo|íoc; “no es sólo ley, sino, de modo más
originario, la prescripción escondida en el destino del ser”, pres­
cripción (Zuweisung) que “sólo ella consigue d estinaty conjugar
Cverjügen) al hom bre en el ser”, los cuales, al fin y a la postre,
encuentran su esencia, tanto uno como otro, en esta “conjunción”.
No obstante, la univocidad de este discurso se nos revela como
máximamente equívoca si el aparecer al que hace referencia se divi­
de estructuralmente según la materia fenomenológica de su efec­
tuación en dos modos heterogéneos de cum plim iento, Pues la
“apertura”, por ejemplo, en el claro del ser no puede designar indis­
tintamente el ek-sistir y la Unidad más original en la que éste lle­
ga a sí. Además, esta Unidad es algo más que un medio, aquel para
llegar a la luz; en ella se esencializa la dimensión sin luz en la que
nada ek-siste, en ia que todo reposa en sí mismo en ia inmanen­
cia de la vida. La cuestión de la inserción del ego cogito en “la his­
toria de la metafísica occidental” sólo puede plantearse en función
de esta dicotomía esencial.
Una vez que el ego cogito resulta arbitrariamente reducido a un
“yo me represento”, una vez que esta inserción resulta obvia, la
fenomenicidad que posibilita la representación sólo puede ser la
del ek-stasis (no cabe otra); el representar no es más que un modo
impropio de pensar el ek-sistir, ¿En qué consiste este modo impro­
pio de pensar? ¿Qué alteración produce el cogito en la verdad pla­
tónica y, más allá, en la verdad griega? Da la iniciativa al hombre
en el despliegue de la relación: es el ego quien se re-presenta, quien
arroja ante sí y vuelve a traer a sí el horizonte de la representativi­
dad, resultando de tal modo definida toda cosa com o lo que él
puede representarse. Pero, remita la iniciativa al ser o al hombre
en el arrojo del ek-sistir, la fenomenicidad que pro-yecta o en la
que es arrojado es la misma: la luz del ek-stasis.
Heidegger se esfuerza en oponer radicalmente la verdad carte­
siana y la verdad griega. Esta oposición es la que se establece entre

47 Lettre sur Thiimanismey op. cit., pp. 138, 141. [N. de los T; Carta sobre el
“Humanismo ”, op. cit., pp. 289, 291.)
el Gegenstand y el Gegenüber,entreel “objeto” y lo “enfrente”. “En el
Gegenstand (objeto) el Gcgcn (oí>) se define por el lanzamiento
contra.. que es el acto representativo del sujeto. En el Gegenüber
(en-frente) el Gegen (ob~) se desvela en lo que sobre-viene al hom­
bre que percibe, escuchando y mirando, en lo que sorprende al
hombre. En consecuencia, la cosa presente no es lo que un suje­
to se arroja a sí mismo como objeto, sino más bien, lo que ad-vie-
ne al hombre que percibe y lo que su mirada y su oído ponen y
exponen como cosa que acl-viene a ellos”'*9. Dado que el hombre
moderno se cree el señor del objeto que él se ob-jetualiza en un
contra que procede de él, su actitud difiere por completo de la
escucha del hombre griego a una presencia que no emana de él
y que como tal supone “la presencia de los dioses”, de tal modo
que para él lo “en-frente” era “lo más inquietante y fascinante: xó
Seivov”.
Más decisiva, no obstante, que la actitud de los griegos o de
los modernos respecto a lo que adviene, es la estructura de esta
venida, la esencia de la verdad del ser. Mientras esta esencia per­
manezca pensada con la ayuda de un Gegen que determina fun­
damentalmente tanto el Gegen-über como el Gegenstand, la dife­
rencia que las separa es segunda, los términos que proceden de
ella llevan consigo lo Mismo. “Lo Mismo”: el claro que se alza en
la apertura abierta por el Gegen, el cual consituye de este modo el
Be-gegnen (el encuentro); y, por provenir de los dioses y no de los
hombres, el “en frente” griego es él también “lo que se extiende
ante nosotros”30.
Reducido al yo me represento, el cogito no sólo se inserta en la
historia de la metafísica occidental; es homogéneo a lo que le pre­
cede, a la verdad más originaria de la cp\)diq por cuanto ella tam­
bién se encuentra constituida por el Gegen. Prueba de ello es el
hecho extraordinario de que la historia de la metafísica occidental
es la historia del ser mismo. Es el ser mismo, es la verdad misma,
quien se nos destina aquí como qnxnc;, ahí como Í5 éa , y ahí tam­
bién como cogito. La identidad de la esencia del aparecer funda la
afinidad secreta que se instaura entre las diversas épocas del ser,
entre el Gegen-über y el Gegenstand. Estas épocas, es verdad, no
son equivalentes. La forma en la que el ser se vela y se desvela en
cada una de ellas les es propia. Sin embargo, este velamiento y des­
velamiento, y especialmente la naturaleza de éste último, perte­
necen a todas las épocas y las determinan a todas por igual.
Sin embargo, en ios tiempos modernos, aquellos que inaugu­
ra el cogito, la obnubilación de la verdad del ser es llevada a su cénit

49 Le principe de raison , trad. A. Préau, París, Gailimard, 1 9 6 2 , p. 185.


50 Ibíd.
cuando el hombre, al convertirse en Sujeto, se toma por el ser. No
obstante, el error del hombre que se toma por el ser no procede
del hombre mismo, sino del ser, no es más que el modo en que
éste se destina en los tiempos modernos. ¿Por qué el ser se hace a
sí mismo esta pequeña jugarreta de hacerse pasar por el hombre
a los ojos del hombre, es decir, al fin y al cabo, a sus propios ojos?
Porque el hombre mismo no es más que un testaferro de la co n ­
dición transcendental del ser mismo interpretado a partir del Gegen.
La historia del ser no es, por ende, tan absurda como parece;
no queda abandonada a lo imprevisto; en ella la esencia desenro­
lla una tras otra sus prescripciones. Esta es la razón por la que el
hombre no interviene sólo en ella (incluso en Grecia) com o la
receptividad del ek-stasis y como su destino, sino, más últim a­
mente, como ego. No el ego que se representa, sino la ipseidad que,
presupuesta en toda representación, excluye a ésta de sí de forma
insuperable. . ;
Pero este “ego” no se inserta él mismo en la historia de la meta­
física occidental así como tampoco en la del ser. No adviene ni en
la época de Descartes ni en los tiempos que ésta inaugura. No es
una declinación del ek-stasis, está ahí antes de él, antes de la Dife­
rencia. Es el Comienzo que comienza desde el comienzo y que no
cesa de comenzar, el aparecer inicial a sí del aparecer, el invisible
venir a sí de la vida.
Capítulo 4

La subjetividad vacía y la vida perdida:


ia crítica kantiana del “alm a”
El examen de la crítica kantiana de los paralogismos de la psico­
logía racional pondrá en evidencia que la subjetividad del ego no
reside en la esencia de la representidad (o, como también diremos,
de la “representadvidad”, e incluso, de la “representabilidad”) y
no puede encontrar en ella su fundamento. Al ser verdad que la
metafísica kantiana es una metafísica de la representatividad, enten­
dida como la condición de todo lo que es y de este modo, como
ia esencia del ser, ¿cómo una cosa puede ser para nosotros? Con la
condición de que sea representada por nosotros. No conocemos,
dice Kant, más que fenómenos, y el pensamiento crítico extrae de
esta presuposición íenomenológica su legitimación. Ahora bien,
“conocimiento”, ‘‘fenómeno”, no quieren decir otra cosa que esto:
venir a la condición del ser-representado, estar ahí delante y, así,
mostrarse y así, ser. Cuando habla del conocimiento del objeto,
el pensamiento opone en primer lugar el conocimiento, por un
lado, y el objeto, por otro, aunque tenga que preguntarse inme­
diatamente sobre la posibilidad de su relación, sobre la posibili­
dad para el primero de relacionarse con el segundo y alcanzarlo.
Cuando conocim iento y objeto son idénticos, ser objeto es ser /
representado y ser representado es ser conocido. La representad-
vidad es justamente la esencia común del conocimiento y del obje­
to en cuanto esencia común del fenómeno y del ser. La Crítica dé­
la razón pura persigue la elucidación radical de esta esencia: es la
búsqueda sistemática de las condiciones conforme a las cuales se
cumple el ser-representado en cuanto tal, la búsqueda de las con­
diciones transcendentales de posibilidad de la experiencia en cuan­
to posibilidad de los objetos de ia experiencia.
La primera de estas condiciones es la intuición. “Sean cuales
sean el modo o los medios con que un conocimiento se refiera a
los objetos, la intuición es el modo por medio del cual el conoci­
miento se refiere inmediatamente a dichos objetos y es aquello a
que apunta todo pensamiento en cuanto medio”1. Lo que parece
evidente en esta célebre declaración con la que se abre “La estéti­
ca transcendental” es que el pensamiento se subordina a la intui­
ción, pensamiento cuyo único fin es hacer accesible y común a
varios el objeto singular de la intuición y, en este sentido, “repre­
sentarlo” a su vez en un concepto. Sin embargo, más adelante,
resultará manifiesto que la esencia más profunda de la intuición
es el sentido interno, y no podemos olvidar que éste recibirá el
nombre de “condición restrictiva”2 para un entendimiento como
el nuestro, que no se representa más que objetos dados, precisa-

1 Critique cíe Icrraison puré, trad. Tremesaygues et Pacaud, París, PUF, 1963, p.
53. [N. de los I : existe traducción al castellano, Kant, I., Crítica de la razón pura
(trad. de P Ribas), Alfaguara, Madrid, 1988, p. 65.]
2 Ibíd., p. 137. [N. de los I : ibíd., p. 171.]
mente en la intuición, por oposición a un entendimiento intuiti­
vo o divino cuya representación produciría sus objetos. De este
modo, la intuición no resulta emplazada en el corazón de la expe­
riencia, sino para que sea inmediatamente reconocida su finitud,
por oposición a un entendimiento verdadero. Pues la finitud de
nuestro entendim iento, que no “sólo puede pensar y que tiene
que buscar la intuición desde los sentidos”3, descansa sobre la ñni-
tud de la intuición misma en calidad de poder fundamental del
conocimiento incapaz de crear sus objetos y constreñido por tan­
to a recibirlos.
¿Cómo recibe la intuición sus objetos al menos? Pues la recep­
tividad de la intuición, que constituye su finitud, no podría ser
delinida desde el exterior en su referencia antitética al concepto-
límite de un Íníuiíus originarias. Más bien debe ser captada en su
positividad interna, a saber, fenomenológica, si no designa otra
cosa en realidad que la fenomenicidad corno tal, si,ser recibido
para un objeto de la intuición, ser intuido, es mostrarse, es ser un
fenómeno. Ahora bien, para la intuición, esta capacidad de recibir
-e s decir, para el objeto, de mostrarse..consiste en la institución
de una relación en virtud de la cual lo que tiene cure' ser recibido
e intuido se halla colocado precisamente en 1a condición de o b je­
to, puesto delante y, de este modo, visto, intuido, conocido. La
declaración liminar de “La Estética Transcendental” afirmaba de
entrada que todo conocim iento, sea como fuere, consiste en ¡a
relación con unos objetos, y la intuición es captada com o la condi­
ción de todo conocimiento posible sólo por cuanto se trata de la
realización “inmediata” del mismo.
Una intuición semejante, que pone inmediatamente a distan­
cia y, de este modo, se ob-jetualiza aquello que puede entonces
recibir como ob-jeto, es la intuición pura presupuesta por toda
intuición empírica. Pues la intuición de un ente cualquiera no es
posible más que mediante la puesta a distancia previa de éste. No
hay dos tipos de intuición, pura la una, empírica la otra, ontoló-
gica la una, óntica la otra, sino una sola esencia de la intuición, la
cual consiste en dicho distanciamiento original. “Intuiciones puras”
son el espacio y el tiempo. Pero espacio y tiempo no son intuicio­
nes sino en cuanto portadoras de la trascendencia original en la
cual se instituye el horizonte extático en cuyo seno todo ente será
acogido y hecho visible en cuanto objeto, o sea, en el enunciado
tautológico: “En cuanto objeto de una experiencia posible”. Espa­
cio y tiempo no son, a decir verdad, más que los modos según los
cuales se lleva a cabo dicha transcendencia; y si las intuiciones
externas son, ellas también, intuiciones internas, si el tiempo inclu­
ye en él al espacio, es porque ese tiempo que constituye la estaic-
tura delsenddo interno no es otra cosa que la pro~yección del hori­
zonte primordial de ob-jetividad que forma la dimensión apriorís-
tica de toda experiencia posible en cuanto experiencia de objeto,
o sea, la esencia de la representatividad.
Pero el pensamiento mismo es representación. Es, más exac­
tamente, su unidad, y ello en la misma medida en que descansa
sobre la intuición, en que “la representación que puede darse con
anterioridad a todo pensar recibe el nombre de intuición”4. Aho­
ra bien, dada la transcendencia extática que habita las intuiciones
originarias del espacio y del tiempo, las cuales crean el contenido
ontológico puro que reciben, y por la recepción del cual eí ente es
recibido a su vez en calidad de lo ob-jetualizado, por tanto, el ek-
stasis, originalmente creador de la diversidad pura del espacio y del
tiempo, no es posible más que si lleva a cabo la síntesis de esta
diversidad y la mantiene en la unidad de su visión. El pensamiento
es justamente la unidad sintética a ¡morí, de la diversidad de la intui­
ción y es exigido por ésta. Pues si no quiere perderse en la dis-per-
sión de tal diversidad y desaparecer en ella, toda intuición presu­
pone la acción de este poder de asociación que hace de ella una
intuición, es decir, una conciencia, de tal manera que la unidad
analítica de la conciencia, sin la cual nada sería, descansa sobre la
unidad analítica de la apercepción. Las categorías no son otra cosa
que las diferentes maneras que tiene el pensamiento de llevar a
cabo la síntesis de la diversidad, conduciéndola así constantemente
a su unidad.
La cuestión del primado del pensamiento o de la intuición en
la composición del poder transcendental de la conciencia se mues­
tra ilusoria si el primero se une a la segunda para constituir dicho
poder, si la síntesis de la diversidad lo presupone y, a un tiempo,
lo hace posible. ¿O es que una sinopsis pertenecería ya a la intui­
ción? O incluso, ¿acaso la síntesis más original no sería la del poder
sobre el que reposa la intuición misma, a saber, el ek-stasis de la
exterioridad en la que se origina toda diversidad? Empero, un ek-
stasis semejante habita el pensamiento mismo. Dicho ek-stasis es
la esencia común tanto del pensamiento como de la intuición,
aquello que funda su unidad. El problema de la unidad del poder
transcendental del conocimiento no es en primer lugar el de la uni­
dad de la intuición y el pensamiento, atañe más bien a aquello que
en cada uno de ellos asegura con carácter de ukimidad la unidad
que ponen en juego, o sea, la unidad del ek-stasis como tal. Esta
unidad es, a saber, la coherencia interna del proceso transcendental
de exteriorización de la exterioridad, lo que Kant se afana en reco­
nocer y fundar, y ello porque un proceso así constituye a sus ojos
la condición de toda experiencia posible en cuanto relación con
un objeto en general Y de ahí que el kantismo sea una metafísica
de la representatividad, puesto que el ek-stasis es la esencia de ésta,
al hacer posible toda venida al ser en cuanto venida al fenómeno,
bajo la condición de Objeto.
La significación de la crítica kantiana es ambigua. Consiste, por
una parte, en el seno de una visión filosófica todavía sin prece­
dentes, en pensar la condición transcendental de toda experien­
cia posible, la cual es reconocida como esta esencia de la repre­
sen tadvidad. Si, no obstante, semejante condición transcendental
de toda experiencia posible es de manera idéntica la de todo ser
posible para nosotros y, por consiguiente, delimita una ontología,
nos damos cuenta enseguida de que, lejos de ser éste el resulta­
do, lo que en verdad sucede es que se auto-destruye. Pensamien­
to puro e intuición pura componen ju m os la estructura extática
del ser en cuyo análisis consisten. Ahora bien, esta estructura del
ser no contiene todavía por sí misma ningún ser, esta- condición
de toda existencia no contiene ninguna existencia y no puede pro­
ducirla. Hay que demandársela a un elemento radicalmente hete­
rogéneo: a ia sensación. De este modo, de entrada, se nos descu­
bre el segundo aspecto de la Crítica y, a decir verdad, su intuición
abisal: la esencia que originalmente aporta la existencia, el poder
inaugural del ser, no es el ek-stasis y no reside en él.
Por tanto, es esta segunda significación la que es propia de la
Crítica. Si ésta se esfuerza en sus análisis principales en funda­
mentar la coherencia de la representación y, especialmente, la deter­
minación interior de la intuición pura por ios conceptos del enten­
dimiento, resulta, sin embargo, que tal determinación no es todavía
nada, no siendo determinación de nada, y ello mientras no acoja
en sí a lo completamente otro que ella, a saber, la sensación pre­
cisamente, la impresión - Empfindung~ . Pues la crítica del cono­
cimiento no consiste sólo en el esclarecimiento de su condición
apriorística de posibilidad en cuanto posibilidad de la representa­
tividad y, de este modo, de todo objeto posible; consiste más bien
en la crítica de esta condición transcendental y, así, en la crítica radical
de la representatividad m ism a, y ello en la medida en que ésta se
muestra constantemente incapaz de conducir por sí misma a una
experiencia efectiva, incapaz de exhibir por sí misma una realidad
-e n la medida en que no es más que una forma vacía- . La deter­
minación de la representatividad como forma y como forma vacía,
y de la realidad como ajena a ella, tiene lugar de manera conjunta
y antitética en la Crítica de la razón pura, de tal modo que la segun­
da, la realidad, queda confiada a la sensación y sólo a ella: “la sen­
sación", dice Kant, “es lo que designa una realidad”. Una repre­
sentación pura, al contrario, por ejemplo, el espacio - “el espacio
misino no es más que simple representación”--, es incapaz de exhi­
bir en sí y por sí una realidad tal, “lo único que puede conside­
rarse real en él [en el espacio! es lo que en él es representado...
mediante la percepción”, la cual reposa sobre la sensación y remi­
te a ella5. Con carácter general, el segundo postulado del pensa­
miento empírico relativo al conocimiento de “la realidad... exige
la percepción (y, consiguientemente, la sensación, de la cual somos
conscientes.. ,”6. De este modo, la sensación juega verdaderamente
el papel de un origen, es el ser mismo, la realidad. La existencia
encuentra en ella su fundamento, la experiencia como experien­
cia efectiva y concreta no es posible más que gracias a ella, que es
siempre la experiencia empírica de una existencia ella misma empí­
rica.
Nos encontramos pues en el corazón del pensamiento kantia­
no y de su aporía. Y dado que el kantismo no es sino la ejemplifi-
cación acabada de una metafísica de la represen tatividad, es ésta
la que resulta realmente cuestionada, y la que va a ofrecemos su
verdad más radical al mismo tiempo que se prepara para ocultar-.-
la para siempre. Que la sensación sea lo otro que la representación-
y que esta última sea por si misma impotente para producirla, quie­
re decir lo siguiente: el ser de la sensación, el ser de la impresión
no es justamente la represen tatividad como tal y no puede ser redu­
cido a ella. ¿Qué es pues el ser de la impresión en cuanto irreductible
a ¡a representatívidad sino la auto-impresión original en la que toda
impresión se auto-impresiona ella misma y, de este modo, es posible como
lo que es, sino la esencia radicalmente inmanente de la vida en la medi­
da que excluye todo ek-stasis?
Sin embargo, Kant no considera la impresión com o lo total­
mente otro que el ek-stasis más que para asimilarla inmediatamente
a éste, puesto que la sensación no es sino en cuanto intuida, es decir,
recibida por el sentido interno cuya estructura, idéntica a la del
tiempo, es la estructura del ek-stasis mismo como tal. Con esta
reducción del ser de la impresión a la representatívidad, el ele­
mento transcendental inherente a la sensación, a saber, la afecti­
vidad en cuanto su condición apriorística de posibilidad, en cuan­
to la esencia original de la revelación sin la cual no tendría lugar
nunca ninguna impresión y ninguna sensación, resulta completa­
mente silenciado, reemplazado por la representatívidad, por la con­
dición transcendental de la experiencia en cuanto experiencia de
los objetos de la experiencia. Dado que semejante condición es
puesta por Kant en calidad de condición de posibilidad de toda
experiencia posible, él no sólo desconoce la posibilidad de la expe-

5 Ibíd., p. 303. [N. de bs I: ibíd., p. 348.]


6 Ibíd., p. 204, cursiva nuestra. [N. de los T: ibíd., p. 245.¡
rienda de la sensación en cuanto experiencia que la impresión tie­
ne de sí misma, sino que hace de ella y del elemento afectivo puro
que le sirve de soporte un contenido muerto, opaco, ciego, priva-
do en sí mismo de la luz de la fenomenicidad y que necesita pedir­
la a un poder distinto a él: a la representación.
En resumen: en la representación no hay sensación posible/,
Ésta es la razón por 3a que Kant se ve constantemente obligado a
añadir la sensación a la representación, aunque, a falta de los medios
ontológicos radicales apropiados, no puede añadirla a ella más que
en día, como aquello que es representado por ella, com o el conteni­
do óntico de ese poder ontológico único que. es la represen tativi.-
dad como tal. Poder ontológico único y exclusivo que precisamente
no es tal, que se caracteriza más bien por su carencia fundamen­
tal por cuanto resulta incapaz de exhibir en sí mismo, en la exte­
rioridad que pro-yecta, aquello que por principio se le hurta y que,
sin embargo, constituye la condición real de-toda experiencia efec­
tiva, de la que no puede evadirse: la sensación,.la vida.
■ Las condiciones asignadas por Kant a toda experiencia real
devienen inteligibles para nosotros. Por tanto, no hay. experiencia
sino bajo la forma de la representatividad, puesto qué los poderes
del ek-stasis han arrojado fuera de sí la diversidad pura de la exte­
rioridad transcendental, de tal modo que en esta primera venida
de un afuera, creadora como tal de un medio ontológico puro ele
visibilidad, todavía no se hace ver nada.
Precisamente porque, en calidad de intuición pura, el tiempo
no es, según declara Kant explícitamente, más que una “intuición
vacía”8, no puede ser un objeto de la percepción, de tal modo que
el conocimiento por parte del yo del sentido interno cuya forma
es el tiempo, no recibe de ella ninguna aportación positiva. Como
intuición pura, el espacio no es de ningún modo susceptible de
suplir aquí al tiempo. Si el conocim iento del yo empírico no es
posible más que con la ayuda de un espado, ello no quiere decir
que el espado sea en sí mismo, como representación pura, menos
vacío que el tiempo; lo que pasa es que presenta su contenido de
modo que permite la aplicación de las categorías, especialmente
la de sustancia y la de causalidad; pero entonces ya no se trata
meramente de un contenido ontológico puro, sino de un conte­
nido empírico. En todo caso, la forma de la intuición no designa
todavía más que el modo según el cual se cumplirá nuestro cono­

7 Como lo había percibido Descartes, con una profundidad infinita, cf. supra.,
cap. II, p. 56.
6 Benno Erdmann, Reflexionen Kants zur kritizchen Phílosophie, 11, n.° 413, p.
126. Cf. también la afirmación de la Critique de la raison puré: “No podemos per­
cibir el tiempo en sí mismo” (op. cit., p. 178). [N. de ¡os I : Crítica de la razón pura,
op. cit., p. 215.J
cimiento, que, sin embargo, no se realiza más que bajo la condi­
ción de la sensación. Aquí se invierte ya ei condicionamiento recí­
proco de la intuición pura y la intuición empírica: ésta no sólo
encuentra su condición en aquella, sucede más bien que la intui­
ción empírica la hace efectiva y le proporciona secretamente su
fundamento. Sin embargo, esta verdad última de la Crítica, según
la cual todo conocimiento efectivo descansa en último lugar sobre
la sensación y la presupone, queda enmascarada porque ésta no
es tomada en cuenta sino como intuición empírica, de suerte que
todavía aparece corno tributaria de la intuición y, por ende, de la
representación que la funda.
El examen del pensamiento puro, que co-constituye con la
intuición pura el poder transcendental del conocimiento, mues­
tra que la sensación pertenece necesariamente a la experiencia efec­
tiva y real como el fin en virtud del cual tal poder no constituye
más que un medio. El pensamiento es la unidad a pñoñ de la aper­
cepción que ejecuta la síntesis de la diversidad por la acción de
sus categorías. Ahora bien, Kant nos dice lo siguiente: “Es digno
de notarse el hecho de que no podemos entender la posibilidad de
una cosa atendiendo a la mera categoría, sino que debemos dis­
poner siempre de una intuición para mostrar en ella ia realidad
objetiva del concepto puro del entendimiento”. Y ello porque “las
categorías no constituyen por sí solas conocimiento alguno, sino
meras form as del pensamiento destinadas a convertir en conoci­
mientos las intuiciones dadas”. Que de estas intuiciones dadas
resulten intuiciones empíricas, es ío que se sigue com o conse­
cuencia de esta “Observación general sobre el sistema de los prin­
cipios” -por ejemplo, a propósito del principio de causalidad, que
nosotros hemos podido probar, dice Kant, “sólo... como princi­
pio de la posibilidad de la experiencia, es decir, como principio del
conocimiento de un objeto dado en la intuición empírica, no a par­
tir de simples conceptos”9- , y más generalmente, de la tesis esen­
cial y continuamente reafirmada según la cual la categoría no tie­
ne más que un uso empírico.
Esta prescripción ineludible de la Crítica que nos prohíbe dar
“un paso más allá del mundo de los sentidos”30 se expresa tam­
bién en la tesis según la cual todo conocimiento es un conoci­
miento sintético. Sintético ya no designa aquí al pensamiento mis­
mo en cuanto su esencia se agota en el vínculo de la diversidad,
sino, más bien, el hecho de que, reducido a esta síntesis a pñoñ
de la intuición pura y tomado como tal, no produce conocimien­
to alguno sin sensación, dada en calidad de dis-puesta en el ek-sta-

9 Critique de la raison puré, op., cit., pp. 212-213, subrayado por Kant. [N.
de ¡os I : Crítica de ¡a razón pura, op. cit., p. 255]
![) lbíd., pp. 287-288. [N, de los I: ibíd,, p. 368.]
sis del espacio y el tiempo y reunificada en la unidad del pensa­
miento, aunque independiente de éste. Una proposición de cono­
cimiento es una proposición sintética, a saber, que se asocia a un
sujeto que sin ello permanecería vacío, un predicado que reposa
siempre sobre una intuición empírica y, por tanto, sobre la sensa­
ción. Esta es la razón por la que Kant declara que “no es posible
construir una proposición sintética a partir de simples categorías",
que no se ha '‘conseguido jamás demostrar una proposición sin ­
tética a partir de simples conceptos puros del entendimiento’'’11.
Esta incapacidad dei. concepto para proporcionar por sí m is­
mo el contenido de un conocim iento efectivo, para.permitir el
desarrollo de éste y su progresión, jugará en la crítica de los para­
logismos de la psicología racional un papel decisivo.' AI consistir
en la repetición tautológica de sí mismo, sin poder probar su corres­
pondencia con cosa alguna en el dominio de 1a realidad, el con ­
cepto no es más que una cuestión cuya respuesta hay que pedír­
sela a un elemento de otro orden. "El concepto”, dice Kant, “gira
siempre en tomo a sí mismo y no nos hace progresar en relación
con ninguna cuestión que tienda a un. conocimiento sintético”, y
ello porque, como volveremos a repetir, “para cualquier solución
sintética nos hace falta la intuición”12,
Pero esta indigencia del concepto es todavía mayor, no se limi­
ta al hecho de que, reducido a sí mismo, permanece como el redo­
blamiento analítico de un principio lógico impotente para devenir
por sí mismo concepto de una realidad, concepto de un objeto. Desig­
na con y mayor hondura la imposibilidad principial en que se halla
tai concepto para llevar en primer lugar al conocimiento de sí. Pues
éste último conocimiento no es precisamente tal, no exhibe en sí
ninguna realidad, com o realidad en este caso del concepto m ism o, y
no puede conducir a su captación; no es más que una conciencia
vacía y formal cuyo estatuto queda indeterminado y su afirmación
sin fundamento.
Ahora bien, la indigencia ontológica del concepto, incapaz de
exhibir en sí ninguna realidad, y en primer lugar su propia reali­
dad, no le es propia; atañe al poder transcendental del con oci­
miento en general y, por consiguiente, a la intuición en sí misma
en calidad de intuición pura. Es la estructura extática como tal, la
esencia de la representatívidad, la que es ajena a la realidad y, en
lugar de llevarla consigo, se encuentra esencialmente privada de
ella. De ahí que esta condición, que se predica de toda experien­
cia posible, se vea obligada a buscar fuera de sí aquello que por
principio le falta, aquello en virtud de lo cual deviene intuición,
intuición receptora y como tal finita. La finitud de la intuición no
es un carácter que le sea propio y que estemos obligados a cons­
tatar en ella como una propiedad inexplieada y fatal de la condi­
ción humana; proviene de una presuposición anterior y, además,
impensada que hiere en el corazón tanto al kantismo como a toda
filosofía de la representación en general, a saber, la reducción de la
esencia de la subjetividad absoluta a la representación. Como la subje­
tividad no tiene en sí misma en cuanto tal ninguna realidad, como, al
no experimentarse a sí misma y al no darse misma como lo que es, no
es una vida, no es la Vida, entonces, desprovista así del dem ento onto­
lógico de realidad, tiene que buscarlo Juera de sí misma. De tal modo
que el despliegue extático de la exterioridad según las modalida­
des fundamentales de la representación, que son la intuición pura
y el concepto, no es, para una subjetividad que no es tal, que no
es el ser, más que la manera de alcanzarlo precisamente fuera de
ella, en su representación y por ella,
Pero la exterioridad tampoco es el ser; lo que exhibe m ien­
tras se exhibe a sí misma en el afuera del horizonte fenomeno-
lógico que constituye no es sino el vacío de ese horizonte, no
es todavía nada: según el mismo Kant, el poder transcendental
del conocim iento es incapaz de fundar un conocim iento efecti­
vo, es decir, incapaz justam ente de poner una realidad. ¿Qué es
pues la realidad en cuanto no susceptible de ser puesta por ek-
stasis? Ya lo hemos dicho, es la sensación. Pero, como también
acabam os de ver, la sensación no es posible sino porque ella
misma se auto-impresiona sobre el fondo en ella de la esencia
de la subjetividad original en calidad de la vida. Lo que la subje­
tividad kantiana busca fu era de sí no es otra cosa que su propia esen­
cia, la esencia de la Vida. El ente empírico y contingente al cual,
de acuerdo con las enseñanzas de la Crítica, debe unirse el poder
transcendental del conocim iento, reducido a una forma vacía,
para poder llegar a un conocim iento sintético, oculta en sí el A
priori verdadero. De ahí que este elem ento contingente sea lo
más necesario para una experiencia auténtica, la cual no es en
efecto posible sino com o una modalidad de la vida y que pre­
supone a ésta.
Lo que pone de manifiesto la crítica de los paralogismos de
la psicología racional es precisam ente que el ek-s£asis, vaciado
por sí mismo del elemento ontológico de la realidad y constre­
ñido a re-encontrarlo fuera de sí, trata ahora de recuperarlo en
calidad de diversidad empírica, por consiguiente, como intuición
empírica. La psicología racional es una ciencia del alma, es decir,
del yo [moí], o mejor, de su esencia, de la esencia de la ipseidad
como esencia original de la subjetividad - la cual ha llegado a ser
en el kantismo la condición transcendental de posibilidad de los
objetos de la experiencia, o sea, el ek-stasis propiam ente-. Pero
Ia psicología racional es una ciencia pura y apriorística que pre­
tende alcanzar un conocim iento real del alma - d e la subjetivi­
dad, del “pensam iento”- apoyándose en el mero pensamiento,
en la mera subjetividad, haciendo abstracción de todo predica­
do empírico que no haría sino atentar contra su pureza. Una cien­
cia así, como ciencia apriorística de la subjetividad, fundada úni­
camente en la subjetividad, sólo es posible por cuanto su esencia
consiste en la auto-revelación de sí. Por el contrario, cuando ía
subjetividad es reducida a ek-stasis, es decir, cuando la fenome­
nicidad es la de la exterioridad, todo conocim iento y toda cien­
cia son posibilitados por dicha exterioridad, y muy especialmente
el conocim iento de sí. La crítica kantiana del paralogismo de ia
psicología racional despliega entonces ante nosotros sus pres­
cripciones:
La psicología racional es una ciencia pura del alma que se apo­
ya sólo en el pensamiento. No obstante, un conocimiento en el
que no interviene predicado empírico alguno no es un con oci­
miento sintético. Sólo puede hacer ostentación de predicados trans­
cendentales, que son vacíos. Consideremos estos predicados, la
sustancialidad, la simplicidad, la identidad, ia existencia distinta:
son ciertamente predicados del pensamiento. Pero a falta de ser
una subjetividad efectiva, fundada sobre el fenómeno de su pro­
pia esencia, el pensamiento kantiano no es más que la unidad pro­
blemática y formal de un conocimiento posible (que no alcanza a
ser real más que bajo la condición de la intuición empírica). Los
predicados transcendentales son simplemente los predicados de
esta unidad problemática y formal, su reduplicación y explicita-
ción puramente analítica: problemáticos y posibles como ella, no
constituyen en modo alguno los predicados de un ser real, el del
yo [moi]. Así, la psicología racional no consigue definir un cono­
cimiento real del yo [moi] , pues para ello necesitaría de la ayuda
de predicados empíricos fundados sobre una intuición empírica
que trata precisamente de eludir.
Sin embargo, el poder transcendental del conocimiento se mues­
tra deficiente no sólo del lado de la intuición, también del con­
cepto, y ello porque no dispone de un verdadero concepto del yo
[moi] . Un verdadero concepto, en primer lugar, es algo más que
una categoría, es un concepto de objeto, que determina una intui­
ción de la que hipotéticamente carece la psicología racional. Pero
esto no es todo: haría falta, además, que ese concepto de objeto
fuese el concepto del yo [moi]. Por tanto, aunque la condición
transcendental del conocim iento pueda ser asimilada a un con ­
cepto entendido en sentido amplio, como concepto de un objeto
en general, todavía no es, en manera alguna, un concepto de un
yo [moi], con mayor razón de mi yo Imoi]. La conciencia, dice Kant,
no es “una representación destinada a distinguir un objeto espe­
cífico”13, por tanto, no puede permitirme por sí misma discernir
mi ser propio en su especificidad, por cuanto no me proporciona
el concepto particular de ese objeto particular que yo llamo yo
[moi] . Apoyándose sólo en el pensamiento (en la subjetividad), tal
como Kant la entiende, en cuanto condición lógica de la repre­
sentación, no tenemos, pues, ni concepto ni intuición de un yo
[moi] ; nos falta la totalidad de las condiciones requeridas por la
ontología kantiana para que se produzca un conocimiento cual­
quiera, o sea, un fenómeno electivo.
Sin embargo, el fracaso de ia psicología racional nos coloca ante
la siguiente pregunta: ¿Cómo determinar el ser de nuestro yo Imoi],
cómo conocerlo, si no puede ser a partir del pensamiento puro? Más
aún, ¿de dónde viene a nosotros la idea misma de un yo [moi], es
decir, del ser que somos, si es verdad que ninguno de nosotros se
expresa jamás a propósito de sí mismo de otro modo que diciendo
incansablemente: yo [je], yo Imoi]? La teoría de la experiencia inter­
na proporciona la respuesta a esta cuestión. Consiste en la simple
reafirmación de los presupuestos habituales de la ontología kantia­
na. La experiencia interna producirá el ser del yo [moi] sometién­
dolo a las condiciones de la experiencia en general. Se cumplirá, por
tanto, con la determinación intuitiva de un concepto que desem­
bocará en el conocimiento del yo Imoi] empírico. En consecuencia,
para ser, el yo debe ser recibido en primerísímo lugar en la intuición:
por una parte, se suministrará un elemento empírico específico, una
impresión, que intuida en el sentido interno, es decir, en el tiempo
y por él, habrá de ser sometida todavía a la acción de las categorías
que van a asignarle, igual que a cualquier otro dato empírico, un
lugar definido en el sistema global del universo, haciendo así de ella
un “fenómeno” en el sentido de un objeto de conocimiento.
Es precisamente la necesidad de someter esta impresión a las
categorías lo que lleva a Kant a rechazar el idealismo psicológi­
co. La categoría o, con mayor propiedad, las categorías de sus­
tancia y de causalidad, sólo pueden aplicarse a un objeto per­
manente que el sentido interno, al no ser otra cosa que la forma
temporal en la que todo se desliza y en la que nada permanece,
no puede exhibir. La vida interior, es decir, la sucesión subjetiva
de las im presiones en el sentido interno, no puede ser con sti­
tuida por la acción organizadora de la categoría; es decir, no pue­
de ser pensada ni conocida más que si el sujeto del conocimiento
se apoya en un universo objetivo y en un orden permanente de
los objetos en el espacio.
La consideración de la refutación del idealismo problemático
ofusca grave roen te una intelección verdaderamente filosófica de la
teoría kantiana del yo [m oi]. En lo sucesivo, serán silenciados los
problemas fundamentales que atañen a la interpretación últim a
del ser. El interés se desplaza hacia una cuestión relativamente
secundaria, la de saber si existe una serie subjetiva autónoma y si
la experiencia interna, es decir, el conocim iento empírico del yo
[mol] en el tiempo, es definitivamente solidaria de la determina­
ción de un orden objetivo extemo. Con esta cuestión, ciertamen­
te, se aparenta preguntar si no existen dos tipos de experiencia., o
bien, si esta dualidad sólo es aparente y, de hecho, no se retrotrae
a la mera experiencia de los fenómenos reales, o sea, objetivamente
determinados por las categorías. No se ve que, aun cuando Kant
hubiera admitido la existencia de una serie subjetiva autónoma,
las modalidades que la componen, al ser recibidas en el sentido
interno cuya forma es el tiempo, es decir, la estructura original del
ek-stasis, permanecen sometidas a ésta y, así, en calidad de repre­
sentaciones, tal com o Kant las llama constantem ente. De este
modo, el ser del yo [moi] se halla reducido a las representaciones
y al objeto que el conjunto de estas componen; cuando nada repug­
na en verdad más a la esencia de la ipseidad y a sü posibilidad
interna que el ser-representado cómo tal. Se nos descubre aquí la
aporía con la que tropieza toda metafísica de la representatividad
en su tentativa de determinar el ser de un yo [moil, como lo m os­
trará una crítica radical de la experiencia interna en Kant.
En el efc-stasis que funda la representación, en este caso el sen­
tido interno, tenemos acceso a la exterioridad, la cual se nos mues­
tra como tal, como el elemento ontológico de una alteridad pura.
El sentido, según declaración expresa de Kant, designa una afec­
ción por parte del ser ajeno, y ello es así en primer lugar para el
sentido interno. Precisamente porque el sentido interno está cons­
tituido por el ek-stasis del tiempo, el cual condiciona todo uso de
un sentido natural, puede éste ser un sentido y, sobre la base de
dicho ek-stasis, ponemos en relación con un ser cualquiera com o
ajeno a nosotros. El paralogismo sutilmente intuido en la teoría
kantiana del sentido interno consiste en la propia designación de
este sentido -designación que nada autoriza, por cuanto su esen­
cia lo convierte en el sentido de la exterioridad, un sentido exter­
no, por tanto, y nada m ás-. Para disociar el sentido externo de lo
que él llama sentido interno, Kant dispone ciertamente de la dife­
rencia de las propiedades intuitivas puras, es decir, fenomenoló-
gicas, del espacio y el tiempo. Pero el hecho de que el contenido
intuitivo puro del tiempo difiera del espacio aún no hace de él, en
modo alguno, un contenido interno, como tampoco del sentido
que lo exhibe en un “sentido interno”. Se puede pensar más bien que
la exterioridad del espacio reposa sobre la que despliega el ek-sta­
sis del tiempo en el “sentido interno”, de suerte que el espacio
mismo es en el tiempo y, como dirá Heidegger, “en el m undo”.
Con todo,: esta situación oncológica insoslayable resulta enmasca­
rada por la presuposición de que el contenido puro pro-dticido en
el ek-stasis del. tiempo en el sentido internó se refiere a un y o [moí]
y le pertenece (presuposición totalmente infundada en Kant y, lo
que es más, absurda si es verdad que la ipseidad está posibilitada
en una afección cuyo contenido, es decir, el afectante, es idéntico en
ella al afectado y, de esta manera, no es nada exterior a él, nada
diferente a él), si el ego es por principio lo n o susceptible de ser
intuido. ¿Corno, por otra parte, llegará el poder que intuye (el poder
transcendental del conocim iento) a la idea de que aquello que
intuye en la exterioridad es un yo ¡moí 1 y, más aún, su propio yo
¡moí}? ¿Cómo podría querer buscarlo en esa exterioridad en la que
todo es exterior? ¿Cóm o haría pues para reconocerlo si no lo pose­
yese primero en sí, como ese Sí que lo habita y que él mismo es,
por tanto, con anterioridad al ek-stasis, antes de la intuición e inde- .
pendientemente de e l l a ? . - . r ; .
No obstante, Kant reclama con obstinación la intervención de
una intuición para la determinación del ser del yo [moí]. La teoría '
de la experiencia interna busca esta intuición bajo la forma de la
impresión del sentido “interno’1, mientras que el paralogismo de
la psicología racional consiste en pasarla por alto. Es preciso aho­
ra ver con detenimiento el motivo filosófico de esta exigencia de
una intuición en el caso del conocimiento del yo [moi], y por qué
la problemática kantiana ha podido desviarse hasta el punto de ver
en la diversidad intuitiva --privada por principio de aquello que
constituye la ipseidad del S í- , muy al contrario, la condición indis­
pensable de la experiencia y de la existencia de éste. Para nosotros,
la razón de ello radica en el reconocimiento tácito de la pasividad
inherente a la esencia de la ipseidad y que la constituye. El pen­
samiento es, según Kant, una pura espontaneidad: que dicho pen­
samiento no contenga en sí el ser de un yo [moi] depende del hecho
de que éste yo carece del poder de ponerse a sí mismo, de tal mane­
ra que, al contrario, su ser tiene que ser recibido, dado en la intui­
ción, por consiguiente, en calidad de intuición receptora. A sí-ta l
es la profunda visión de Kant-, el yo [moí] no se produce en cier­
to modo a sí mismo, no puede adquirir el concepto que tiene de
sí mismo a priori, sino sólo em píricam ente14. Pero dado que el
autor de la Crítica no conoce otro modo de receptividad que la
intuición, es decir, el ek-stasis, aquello que debe ser recibido se
pro-pone entonces como lo otro en el elemento de la exterioridad
y, así, como aquello que ya no puede ser un yo [moi]; y esto es lo

H De ahí que Kant rechace “aplicar al yo [moi], como ser pensante, el con­
cepto de sustancia, es decir, el de un sujeto que subsiste por si mismo" (ibíd., p.293,
cursiva nuestra). [N. de los I : ibíd., p. 370, traducción parcialmente modificada
por nosotros.]
que establecerá ahora un examen crítico de la materia del sentido
interno.
Lo que ahora se trata de recibir, en efecto, y lo que ha de pro­
porcionar el ser del yo ¡moi] , ya no es la exterioridad, la cual no es
más que una alteridad. pura y, en todo caso, sólo constituye una
receptividad segunda en relación ai pensamiento (puesto que es
verdaderamente producida por el poder transcendental del con o­
cimiento, en este caso por el tiempo, que es una intuición origi­
naria, creadora de su contenido propio). La exterioridad, más bien,
es aquí la mediación gracias a la cual debe precisamente ser reci­
bido aquello que supuestamente aporta el ser del yo- Imoi], a saber,
la impresión del sentido interno, y ello en la medida en que es
puesto a distancia por obra de esta exterioridad; dicho en lengua­
je kantiano: en tanto que intuido en el sentido interno. Pero, ¿aca­
so la materia del sentido interno es susceptible de exhibir en ella
al ser de un yo?
Hay que decir en primer lugar que no' nos, está permitido sin
más determinar en qué consiste dicha materia. En'la medida en
que el sentido interno no es otra cosa que la lo una pura de la intui­
ción temporal -e l e k - s t a s i s dicho sentido no parece tener ningu­
na materia propia. Sólo a condición de designar el modo en virtud
del cual el espíritu aprehende la diversidad de la intuición externa,
puede el sentido interno recibir la significación transcendental que
le asigna el esquematismo, y conforme a la cual un tiempo puro
y por así decir, privado de toda propiedad intuitiva irreducible,
puede plegarse a la acción de la categoría y servirle de mediación.
Ahora bien, como hemos visto, no existé ningún concepto del yo
fmoij que, subsumiendo una diversidad cualquiera, pueda, por
mor de dicha subsundón, constituir la materia específica del obje­
to yo [moi]. Al contrario, corresponde a la diversidad de ia intui­
ción especificar el objeto del conocimiento. Dado que no existe
un concepto de objeto del yo [moi] independiente de la intuición,
corresponde a ésta la tarea de fundar tal concepto, que sólo llega­
rá a serlo verdaderamente si se determina una intuición específica
del mismo. Le toca al sentido interno proporcionar una diversidad
que ya no sea cualquiera.
Y es justam ente de esto de lo que no es capaz: puesto que la
materia del sentido interno, es decir, la impresión recibida en él,
lo es en realidad en la exterioridad original del ek-stasis y por ella,
dicha impresión sólo es algo impresivo, intuitivo, sensible pero
trascendente, comparable en todos sus puntos a las intuiciones
sensibles externas, en las que no está permitido distinguir nada
que las refiera a un yo más bien que a cualquier otro objeto. Este
es el ineluctable destino con que tropieza toda concepción extáti­
ca del ser y su pretensión de no reconocería impresión como un fe n ó ­
meno más que en ¡a intuición: privarse en lo sucesivo, al mismo tiem­
po que de la esencia Interior de la impresión como auto-impresión
y como ípseidad, del vínculo original que, sobre el fondo de su
esencia, une esta impresión a un “yo” fmoíj .
Desde la segunda edición de la Crítica, se alumbra algo así como
una tentativa vana e inconsciente de superar esta última dificul­
tad, un esfuerzo para fundar la especificidad de lo diverso del sen­
tido interno -y ello, precisamente, asociándolo a ese yo [moi} cuyo
conocimiento ha de hacer posible-. Semejante diversidad, en efec­
to, deja de ser cualquiera sí encierra en ella ciertas impresiones que
provienen de la determinación de ese sentido, ya no por el objeto
externo, sino por los propios actos del entendimiento que siguen
a su conocimiento y, así, por el Yo [ Je] que les pertenece. Por tan­
to, las cosas suceden de este modo: el poder transcendental del
conocimiento opera la síntesis de lo diverso de la intuición exter­
na aplicándole sus categorías y construyendo el objeto de la per­
cepción; pero, mientras que, vuelto así hacia el objeto exterior, lo
constituye y lo determina, cada acto transcendental de determi­
nación afecta interiormente al sentido interno, produciendo un
choque que aparece como el contragolpe de su ejercicio y que no
es otra cosa que la impresión o la sensación del sentido interno.
Ésta ya no es, pues, una sensación cualquiera semejante a las que
el espíritu asocia a las cosas externas. Por cuanto ésta tiene su ori­
gen en el yo [moi] que construye el universo, está ligada a él como
aquello que resulta de él y, así, se propone como aquello diverso
y específico del sentido interno cuya especificidad consiste justa­
mente en su relación interna con un yo [moil.
Con la sensación específica del sentido interno, Kant dispone
de las dos condiciones que requiere su teoría del conocimiento,
más bien, de la existencia del yo [moil. En primer lugar, el elemento
empírico: la existencia del yo [moil, en efecto, com o en general
toda existencia, supone la sensación. Las representaciones a pño-
ri de suyo no adquieren la existencia más que en la medida en que
pertenecen al sentido interno, en calidad de modificaciones del
espíritu. Kant no confunde, todo lo contrario, el poder transcen­
dental del conocimiento y el sentido interno, sino que, en virtud
de esta distinción fundamental, rechaza deliberadamente el senti­
miento o la existencia del yo [moi] del lado de este sentido, o, más
bien, los interpreta como una modalidad que le pertenece y que
es la repercusión en él de un acto originario del poder de conocer.
Con otros términos, y creyendo seguir en esto a Descartes, Kant
disocia radicalmente el yo [je] pienso y el yo [Je] soy, el paso del
primero al segundo no es ciertamente un razonamiento, es el acto
en virtud del cual el espíritu se afecta a sí mismo, y ello por cuan­
to que, al determinar las afecciones externas, produce al mismo
tiempo en él, en el sentido interno, una impresión que es la hue­
lla empírica de este acto puro de determinación. La existencia del
yo [moi], el yo [je] soy, es esa impresión empírica que reduplica
inmediatamente el yo [je] pienso del pensamiento puro. En una
nota famosa de la segunda edición, Kant la llama una “intuición
empírica indeterminada”15. Ahí es preciso entender que todavía
no se ha sometido a la acción de la categoría. “La existencia”, aña­
de la nota, “no constituye todavía, en este caso, una categoría”.
De este modo, nos encontramos en presencia de una ilustración
particularmente notable de lo que nosotros hemos reconocido
como un límite infranqueable de la definición extática del ser y la
existencia: 1a necesidad de buscarla fuera de las representaciones
puras del pensamiento y de la intuición, justam ente en la sensa­
ción; en suma, la necesidad de poner la existencia independien­
temente de la categoría de existencia. Lo que no es trivial, en efec­
to, es el hecho de que semejante anomalía advenga a propósito de
la existencia del yo Imoi], Sin embargo, como ya hemos observa­
do, en la ontología kantiana - y ello a pesar de sus presupuestos
extático s- la existencia en general se sustrae a las condiciones
generales de la experiencia, es decir, de la existencia.'.;
Que el conocimiento del yo [moi], después de esto., no se cons­
tituya y logre más que con la determinación categorial.de la intui­
ción empírica primitivamente indeterminada, no cambia nada en.
esta situación inicial y fundamental, al contrario, nos invita mas
bien a volver sobre ella. Pues la impresión del sentido interno fun­
da la existencia del yo [moi] que servirá de base ai conocimiento
sólo si, allende la existencia, encierra también en ella un yo, y tal
era la segunda condición requerida por la teoría kantiana de la
experiencia interna. ¿Acaso no se cumple tal condición cuando
la impresión en cuestión expresa la resonancia inmediata (de ahí
que todavía no esté determinada por la categoría) del acto trans­
cendental del yo [je] pienso en el sentido interno y, así, la exis­
tencia en él de ese “Yo” [je]?
Sin embargo, la impresión sólo puede aportar consigo ese carác­
ter de pertenencia a un yo [mol] como proviniendo de él si 1a ipsei­
dad de ese yo [moi] ha sido establecida ahí donde ella despliega
originariamente su esencia, por consiguiente, en el seno del poder
transcendental del conocimiento, como el yo del yo pienso -só lo
si la existencia del Yo [Moi] transcendental ha sido previamente
reconocida y fundada-, Pero la crítica del paralogismo de la psi­
cología transcendental consiste en repetir que del pensamiento
puro no puede deducirse la existencia de ningún yo [moi], hasta
el punto de que el Yo [je] del yo pienso sólo debe ser sustentado,
según la primera edición, problemáticamente. Así, la crítica kan­
tiana pretende a la vez que el yo [moi] del pensamiento puro no
existe en realidad más que bajo la forma de la impresión d el sen­
tido interno, la cual, empero, sólo es la existencia de un yo [moi]
por cuanto que supuestamente proviene ele ese yo [moil del pen­
samiento puro que no existe, o que sólo existe en esa impresión.
Y eso no es todo: pues no basta con afirmar que la im pre­
sión del sentido interno es producida por el sujeto transcen­
dental que construye el conocim iento. A falta de perm anecer
como una simple hipótesis especulativa desprovista de interés,
el origen de esta impresión que la determina en su relación con
un yo [moi] debe exhibirse más bien en su efectividad fenome­
nológica, exhibición que es la del sujeto transcendental mismo
en tanto que afecta al sentido interno. Semejante afección no es
nada más que la esencia de la subjetividad en la medida en que
se afecta a sí misma y, de este modo, se encuentra constituida
originariamente en sí misma com o auto-afección. Ahora bien,
esta afección no es simplemente fenomenológica: es el naturante
y la efectuación primera de toda fenomenicidad, el auto-apare­
cer a sí mismo del aparecer y, así, su posibilidad principia!. Tam­
poco está vinculada con un yo que sería externo a ella, cuya hue­
lla misteriosa, cuyo reflejo portaría sobre sí, siendo la ipseidad
misma y su génesis interna. En esta auto-afección constitutiva
de la subjetividad hay todavía algo más, a saber, que ella no es
solamente lo que afecta (el yo [moi] transcendental), sino tam­
bién lo afectado (el sentido interno), y esto por cuanto que fun­
da la posibilidad de ser afectado en general. Y funda esta posi­
bilidad porque es prim ero afectada por su propia realidad,
porque, com o auto-afección y com o subjetividad, c o m o auto-
im presión y com o esencia de toda im presión posible, es sus­
ceptible de ser impresionada y afectada por cualquier otra cosa
y por el mundo. El sentido interno no recibe impresiones veni­
das de otra parte y que existen antes en otra parte, es el lugar
donde se forman y, así, “se dan a é l”, y ello porque, en todo
aquello que lo afecta en el efe-síasis, se ha afectado desde ahora
a sí mismo en la afectividad de su esencia propia. Y por eso es
en verdad un sentido interno.
Pero el sentido interno en Kant es el eh-síast.s del tiempo, en él
lo que afecta y lo afectado son diferentes, externos uno al otro,
separados por la exterioridad como tal, la cual constituye la afec­
ción misma, es decir, la fenomenicidad. Las condiciones de la auto-
afección que la definen secretamente no existen en el sentido inter­
no tal como Kant lo comprende. Sin duda, podemos decir que ese
sentido produce el contenido de su afección y que, al producirlo,
es él mismo quien se afecta y, con ello, que “se afecta a sí mismo”.
En calidad de eñ-stasis, no obstante, es afectado por la exteriori­
dad que produce como contenido puro de su afección, en modo
alguno por su propia realidad en él -q u e es el ser-afectado y su
posibilidad-16. Que ese sea el Mismo, por otra parte, el que afec­
ta y el que es afectado, todavía no plantea más que la reduplica­
ción tautológica de ese Mismo, no su esencia interna en calidad
de esencia de la ipseidad.
Empero, no podríamos relegar aquí al olvido una condición
decisiva de la existencia del yo [moí] exigida por Kant mismo: lo
que el sentido interno debe recibir para encerrar en él esta exis­
tencia, no es justamente una exterioridad vacía, es una sensación.
Pero la condición de receptividad de una im presión, y no de la
exterioridad, ya no es el ek-stasis, es la auto-impresión que consti­
tuye idénticamente la esencia de esta impresión y su recepción.
Ahora bien, según la brusca mutación de la problemática criticis-
ta que rompe deliberadamente con los presupuestos de una onto-

lfi Como han mostrado sus grandes comentaristas francesés:-especialmente


jean Nabert en el admirable escrito sobre “Lexpérience interne chez Kant” (in Rev.
Métaphys. Et Mor., núm ero especial sobre “Kant”, París, Armand Colín, 3.924) y
Fierre Lachiéze-Rey en su monumental obra sobre ti'déalisme kántien (París, Alean,
1931)-, de lo que Kant se apercibió fue del hecho de que en la.aüto-afecdón del
espíritu lo importante, más aún que la afección por el sujeto transcendental, es la
capacidad del sentido interno para recibir pasivamente las impresiones que el pri­
mero provoca en él. En efecto, podemos ver en el kantismo, y especialmente en
el Uebergang, cómo se desarrolla una problemática que coloca en primer plano
esta cuestión del ser-afectado del espíritu y que consiste en la teoría de la auto-
posición, según la cual justam ente por poder afectarse a st mismo, es decir, ser-
afectado por su propia actividad, el espíritu se pone primero a sí mismo com o
pasivo, de m odo que recoge, en ese yo [moi] pasivo auto-puesto, las impresiones
que provienen de sus propios actos. “Es preciso acordar”, escribía Lachiéze-Rey,
“que el yo [moi] está presente a sí mismo, en primer lugar, del lado deí objeto
determinable, y no sólo del lado del sujeto determinante y de la actividad formal:
el yo [moi] se hace objeto; se pone como originariamente pasivo, primero, vi.s-á-
vis consigo mismo, y, a continuación, vis-a-vis de las demás cosas que, en la Ueber­
gang, aparecerán a su vez como pensadas por él, de suerte que terminará por ser
considerado como impresionándose externa e internamente. Esta auto-posición
del yo [moi] como punto de aplicación de la Setzung y como objeto determinable,
subsistirá a través de todas las transformaciones que la conciencia transcendental
pueda aportar a la organización de los fenómenos del sentido interno, y de ahí
que permanezcan siempre, en realidad, com o fenómenos del sentido interno”.
“La posición de sí”, dice todavía el mismo texto, "precede necesariamente a la
posición en sí o relativamente consigo” (op. cit., pp. 174-175). Pero como la Set­
zung permanece extática, como “el yo [moi] se hace objeto”, el yo [moi] auto-pues­
to no es más que un contenido transcendente incapaz de recibirse él mismo en sí
mismo la impresión provocada en él: insertada en él, ésta sólo se refiere todavía a
un término ideal. En realidad, la teoría de la auto-posición repite sin quererlo,
entre el yo [moí] determinante y el yo [moi] determinable, la situación que existía
en la Crítica entre el yo [moi] transcendental y el sentido interno. La interpreta­
ción de la pasividad del yo permanece dirigida, y ello a pesar de las declaraciones
expresas de Lachiéze-Rey por las preocupaciones de una filosofía esencialmente
orientada hacia el conocim iento de! objeto. Como se ve bien cuando, al inter­
pretar la Uebergang, Lachiéze-Rey declara que en esta obra el yo [moi] reemplaza
al Universo o al objeto en general como correlato de la actividad espiritual, y que
deviene así “el imperativo del conocim iento” (op. cit., p. 166). No se trata de un
yo [moi] auto-puesto cuya ipseidad misma no es más que ideal, sino solam ente
una subjetividad radicalmente inmanente que puede ser afectada, pero, en pri­
mer lugar, que puede ser un yo [moi] real.
logia de la representatívidad, sucede que esta impresión contiene
la existencia, la realidad, y la define. Et que la impresión del sen­
tido interno defina la dimensión original de la existencia y d éla
realidad y que, más aún, esta existencia sea la de un yo {moí\, según
la segunda reivindicación expresa del kantismo, proviene ju sta­
mente del hecho de que, como auto-impresión, defina conjunta­
mente la esencia original de la subjetividad en calidad, del ser y de
la vida, y la de la ipseidad misma.
Pero la impresión recibida en el sentido interno kantiano, intui­
da en el tiempo del ek-stasis, no es más que una sensación repre­
sentativa, extendida sobre la superficie de las cosas y que les per­
tenece, una intuición empírica externa comparable a todas las
demás intuiciones empíricas extemas (y nos acordamos de las difi­
cultades de la Crítica para disociar los contenidos de los dos sen­
tidos), cierto algo impresivo, sensible y afectivo que es como el
humus del mundo, el afuera misterioso de un dentro que no se
muestra nunca tal como es en sí, La sensación representativa pre­
cisamente no es más que la representación de la impresión origi­
nal, en su exterioridad se irrealizan las propiedades de la subjeti­
vidad absoluta, justamente la realidad, la existencia, la afectividad,
la ipseidad, la vida. Y de ahí que Kant no haya podido descubrir
la existencia real del yo [moi] allí donde se esforzaba por encon­
trarla: en el contenido transcendente del sentido interno.
Si el contenido de la intuición, si la sensación en cuanto per­
teneciente a la sensibilidad17 se revela definitivamente ciega, inca­
paz de exhibir en ella la ipseidad del yo, nos resta buscarla por el
lado del poder transcendental del conocimiento, por el lado del
Yo [Je] del yo pienso; y a esto es a lo que está obligado Kant, vol­
viendo como a pesar suyo a la teoría de la psicología racional que
él pretendía descartar. No sin ningún género de duda, la psicolo­
gía racional afirma que se puede conocer absolutamente el ser del
yo [moi] que pertenece al pensamiento puro, y que semejante cono­
cimiento es posible a partir del pensamiento puro mismo y, al fin
y a la postre, como idéntico a él. En la determinación inaugural y
fundamental que encuentra en Descartes, la tesis de esta “psico­
logía” pura, en efecto, no significa otra cosa que lo siguiente: dado
que el alma, es decir, la subjetividad absoluta, es decir, el pensa­
miento, es la venida original del aparecer a sí mismo, lo que lo hace
posible y, de este modo, el ser en sí; dado que este venir a sí es la
esencia de la ipseidad, entonces, en efecto, en el pensamiento así
entendido están contenidos, como idénticos a él, el “ser” y el
“conocimiento” del “yo” [moi].

17 “Una sensación, la cual pertenece a ia sensibilidad” (ibíd., p. 310) [N. de


¡os I : ibíd., p. 376].
Sin embargo, en una metafísica de la representatividad que no
puede someter a la representación, poner en el ser-representado
aquello que conserva la condición de éste, a saber, el mismo acto
de poner y representar, semejante condición, es decir, el Yo [je] del
pensamiento puro, escapa por principio a la fenomenicidad que
funda cada vez. “El pensamiento, tomado en sí mismo, no es más
que la función lógica y, consiguientemente, la simple espontanei­
dad de la unión de la diversidad de una intuición'meramente posi­
ble. No nos muestra en absoluto el sujeto, en cuanto fenóm eno de ¡a
conciencia.” Para que el Yo [je] del pensamiento puro fuese un fenó­
meno sería menester que, de acuerdo con el tenor inmediato del
texto, una intuición, es decir, el yo mismo, viniese a esta condi­
ción del ser-representado. A falta de semejante intuición sólo pode­
mos decir de este Yo [je ] del pensamiento puro, y tal es la extra­
ña conclusión del parágrafo, que: “No me represento, pues, ni
como soy, ni como me manifiesto a mí mismos sino que sólo me
pienso com o cualquier otro objeto en el que prescindo de cuál sea el
modo de su intuición”18. ■. ■ ' : .,
En esta crítica radical de la psicología racional, lo que hace
que el presupuesto de ésta permanezca intactores la designación
como Yo [je ] de esta simple “función lógica”, de esta sim ple
“espontaneidad del v ín cu lo de lo diverso de una intuición posi­
ble” que es el pensamiento puro. Ciertamente, la Crítica se des­
marca constantem ente, y a sus ojos categóricamente, de la psi­
cología racional repitiendo incansablemente que del Yo [je ] del
pensam iento puro no podría deducirse ningún conocim iento
sintético del ser real de un yo [moi] >como tampoco de sus pro­
piedades reales, a saber, la identidad, la simplicidad, la perm a­
nencia, la inm aterialidad. Por el hecho de ser suscrita de mal
gusto y rodeada de reservas y restricciones múltiples, la co n ce­
sión no está en mejores condiciones de subsistir, enorme, pues­
to que es la de la fenomenicidad y la ipseidad de la condición
en sí no extática y, com o tal, no fenoménica de todo ek-stasis y
de toda fenomenicidad posible - o sea, en términos kantianos, de
la inherencia de un Yo [je ] en el pensamiento puro. Con todo,
esta concesión es constante en el texto kantiano: “En la sínte­
sis transcendental de lo diverso de las representaciones en gene­
ral y, por tanto, en la originaria unidad sintética de apercepción,
tengo, en cambio, conciencia, no de cómo me manifiesto ni de
cómo soy en mí mism o, sino simplemente de que soy.” “El yo
se halla en todos los pensam ientos.” “La única condición que
acompaña todo pensam iento es el yo de la proposición general
‘yo pienso’ .” La proposición “yo pienso” que expresa la auto-
conciencia19. ¿Qué es lo que pasa entonces con el Yo [ Je] del
yo pienso?
La insuperable dificultad ante la que se halla el kantismo ha ele
ser percibida con claridad; se trata nada menos que de definir el
ser del Yo [Je] independientemente de las condiciones del ser en
general, abstracción hecha, por ende, tanto de la intuición, empí­
rica y pura, como del concepto. Pero cuando hay que asignar un
fundamento a la existencia del yo pienso, ya no considerado como
una proposición empírica que se apoya en una intuición20, sino
como el hecho del pensamiento puro, la dificultad de Kant devie­
ne inextricable. Se manifiesta en las mismas fórmulas empleadas
para designar el yo pienso, que es una vez tras otra un concepto,
un juicio - “este concepto, o también este juicio” -u n a expresión,
una simple presentación del pensam iento- “puesto que tan sólo
sirve para presentar que todo pensamiento pertenece a la con­
ciencia”--, “una proposición formal”, la simple conciencia de un
poder de síntesis21, etc. El término mismo de concepto, que, toma­
do en sentido propio, reubicaría el problema de la determinación
del ser del yo pienso en el contexto de la constitución general de
la experiencia, no podría ser conservado, y será explícitamente
rechazado22. Cuando, al contrario, se dice, y ello constantemen­
te, que el yo pienso es una “proposición”, lo que ésta expresa es
la espontaneidad del pensamiento puro. Que este pensamiento
no sea, según todas las expresiones kantianas -u n a “unidad lógi­
ca”, “un sujeto lógicamente simple”, “una proposición analítica”,
“la identidad del sujeto”23, e tc .- más que una forma vacía, signi­
fica que se encuentra por sí mismo privado del ser. El advenimiento
de éste implica el despliegue transcendental de los poderes que
hacen posible la relación con el objeto, es decir, el efe-síasís, y la recep­
ción en él de la sensación, en calidad de intuición empírica. Descar­
tada ésta, ¿cómo determinar el ser de esta forma pura y vacía que
es en sí mismo el pensamiento, abstracción hecha de aquello que
se encuentra constituido por él en calidad de ob-jeto? Kant afirma

19 Ibíd., pp. 135, 284, 321, 322. [N. de los I : ibíd., pp. 170, 333, 361, 362.]
20 “La proposición ‘Yo pienso’, en ia medida en que afirma que existo pen­
sando, no es una simple función lógica, sino que determina el sujeto (que enton­
ces es, al mismo tiempo, objeto) en su relación con su existencia, y no puede tener
lugar sin el sentido interno, cuya intuición sum inistra siempre el objeto como
mero fenómeno, no como cosa en sí" (op. di., p. 321, 2."' ed.). [N. de los T: ibíd.,
p. 380.]
21 Ibíd., pp. 289, 278-279, 287, 322, 136. [N. délos I : ibíd., pp. 337, 328,
336, 361-362, 170, traducciones parcialmente modificadas por nosotros.]
2~ “No podemos decir que esta representación [yol sea un concepto, sino la
mera conciencia-que acompaña cualquier concepto” (ibíd., p. 281). Y también:
“Ese yo no es ni intuición ni concepto de ningún objeto” (ibíd., p. 308). [N. de
los T: ibíd., pp. 330-331,352.]
23 Ibíd., pp. 321, 284, 284, 286. [N. de los I : ibíd., pp. 361, 367, 367, 368.]
expresamente que el pensamiento no está dado ni al concepto ni
a la intuición. ¿Gomo puede entonces surgir él mismo en el ser?
Cuestión insoslayable si e!. ser del yo pienso es el dei poder que
intuye y que piensa, el del ek-stasis.
Dondequiera que Kant se esfuerza por designar el ser del yo
pienso considerado en sí mismo, la única expresión que utiliza sin
experimentar de inmediato la necesidad de rectificarla y reempla­
zarla por otra, es la de representación intelectual. De lo cual con ­
viene entender primero, negativamente, que en semejante repre­
sentación no interviene ya ningún elemento empírico, ninguna
sensación, y tales son electivamente ios presupuestos explícitos de
la Crítica -q u e buscan en la intuición la condición de existencia
del ser- , que están entre paréntesis. Positivamente', “representa­
ción intelectual” significa que cuando digo ‘y o p i e n s o e n realidad
me represento que pienso. De entrada, Kant ha sustituido el cogito
por una representación de éste, ha sustituido elm o d o según el
cual se fenomeniza la fenomenicidad en esta dimensión original
de revelación que define el cogito mismo, el alma, el" pensamiento de
D escartes..revelación de. la que Kant no sabe nacía-, por la feno-
menicidad de la representación, la única que él conoce, la cual se
produce en el efc-stasis, en el pensamiento considerado como repre­
sentación, y también en la intuición. Con lo que se explica la nota
anodina de la segunda edición de la crítica de los paralogismos y
su brusca transición desde la definición del yo pienso como pro­
posición empírica, a la de ese mismo yo pienso como “represen­
tación puramente intelectual (rein intellectuel24):
Ambas definiciones, la definición del yo [je], como intuición
empírica (indeterminada), y su definición, como representación
puramente intelectual - y también, en consecuencia, el desliza­
miento de la primera a la segunda-, son posibles sobre la base de
la misma estructura extática de la fenomenicidad, sobre su misma
esencia.
La sustitución del cogito por su representación operada por
Kant se muestra en la manera misma en que constantem ente lo
aborda, como una expresión justamente, como el enunciado en el
que el pensamiento se representa a sí mismo -enunciado, expre­
sión, que a pesar de todo ha ocupado su lugar, presentándose en
lo sucesivo por aquél-. De este modo, la “manera” que tiene Kant
de “llamar”, “designar”, “expresar”, “representar”, el yo pienso,
camufla y desnaturaliza su verdadero ser, reduciéndolo en cada
caso a ese apelativo, a esa designación, a esa expresión, a “la pro-

24 “Téngase presente que, al calificar de empírica esta proposición, no quie­


ro decir que el yo constituya en ella una representación empírica. Al contrario, es
una representación puramente intelectual, ya que pertenece al pensamiento en
general” (ibíd., p. 311). [N. délo s I : ibíd., 376.]
posición yo pienso”- a f contenido de una representación-. Sin :
embargo, cuando el yo pienso, condición de posibilidad de toda
representación en general y de su propia representación, es redu­
cido al contenido ele ésta, no es sólo el ser del yo pienso lo que se
obnubila por completo, lo que se abisma es tanto la condición de
la representación “yo pienso” como la de todas las demás.
Kant ha conducido hasta el límite una metafísica de la repre­
sentatividad; hasta ese punto extremo en el que, al pretender fun­
darse a sí misma con ultimidad, es decir, someter a ia representa­
ción su propia condición, bascula en la nada y se auto-destruye.
Pero con esta condición de toda representación, no es sólo ésta la
que se pierde, es lo completamente otro que ella, o sea, esta mis­
ma condición, el ser del yo pienso, la esencia de la vida.
En el tecnicismo del texto kantiano, la sustitución del cogito
por su representación como condición de su venida al ser en el
fenómeno es explícita. El yo pienso es la condición de toda uni­
dad, a saber, la unidad sintética que reúne lo diverso de la intui­
ción en una sola representación; es, en cuanto tal, la forma de la
apercepción.
Esta forma de la apercepción, ¿es un fenómeno? ¿Es portado­
ra de la esencia más original de la auto-revelación, que haría ya de
ella, como apercepción, una modalidad de la vida y, así, la efecti­
vidad de la primera experiencia? Kant lo niega: la forma de la aper­
cepción es inherente a toda experiencia, pero no es en sí misma
una experiencia25. ¿Qué haría falta para que llegase a serlo, para
que esta condición de toda unidad, es decir, la unidad de la con­
ciencia misma, llegue a ser consciente de sí? Sería menester que
fuese representada: “La autoconciencia es, pues, la representación
de lo que constituye la condición de toda unidad”26.
Pero aquí hemos de invertir la proposición kantiana, tenemos
que recusar la posibilidad de que la condición de la representa­
ción sea ella misma representada. No sólo la venida a la represen­
tación de su propia condición, es decir, del yo pienso, haría que
se hundiese el sistema completo -puesto que el ser-representado
no lo es nunca sino sostenido por el yo pienso, puesto ante él y
por él, y que, en consecuencia, nunca puede venir él mismo a esta
condición de ser-representado-, Pero esta prescripción lógica del
sistema de la representación -q u e , según Kant, hace del Yo [ J e ]
del pensamiento la condición lógica de la representación y, así, de
la experiencia en general- no es más que la formulación especu­
lativa y todavía ciega de una prescripción fenomenológica mucho

25 Ibíd., p. 287y“La proposición formal de la apercepción: ‘Yo pienso’, no es


naturalmente una experiencia, sino la forma de la apercepción: inherente y pre­
via a cada experiencia”. [N. de los I ; ibíd., p. 336.]
26 Ibíd., p. 324. [N. délos I : ibíd., pp. 363-364.]
más radical, a saber, resulta imposible por principio para un pen­
samiento originalmente constituido en sí mismo como venida inma­
nente a sí -y, de este modo, como ipseidad, como Yo [Je] pien­
so -, mostrarse, por el contrario, en el medio lenomeriológico de
la exterioridad, ser “representado”. Y esto es lo que el kantismo,
en su crítica del paralogismo, al pronunciar él mismo su propia
condena, va a establecer de manera magistral.
El yo pienso es, según la declaración de Kant:, el “único texto
de la psicología racionar’27. Pero ese texto no es él mismo algo sino
con la investidura de la ''‘proposición" yo pienso, con. la investi­
dura de esta representación puramente intelectual, es decir, en la
medida en que el yo pienso es el objeto de esta representación. En
la medida en que el yo pienso es aquello que por principio no es
capaz de ser representado, se nos descubre de golpe la indigencia
de esta representación, la indigencia ontoiógica fundam ental del úni­
co texto de ¡a psicología racion al Por tanto, una vez reconocido el
paralogismo, que aquí ya no es el de la psicología racional, sino el
de Kant mismo, a saber, la sustitución del yo pienso'por su repre­
sentación, la crítica del paralogismo aparece como una-admirable
descripción de esta representación “la más pobre de todas5’28; que­
da mostrada por ella con ju sto título la imposibilidad de edificar
una ciencia positiva sobre una base tan estrecha.
La indigencia de la representación yo pienso es iluminada a
menudo, ciertamente, con la ayuda de una comparación entre el
contenido de esta representación y las condiciones que ha de satis­
facer la experiencia de los objetos reales. Semejante contenido es
declarado vacío o ilusorio precisamente porque no obedece a esas
condiciones. Así es como se explicará la esterilidad de esta repre­
sentación, por el hecho de que no contiene ninguna diversidad.
O bien se mostrará que no es un concepto sino sólo la represen­
tación de la condición formal del pensamiento, del vehículo de
todos los conceptos.
Algunas veces, no obstante, el vacío de semejante representa­
ción se describe por sí mismo. Es, por ejemplo, el caso del para­
logismo de la simplicidad. El texto de la primera edición emplea
esta palabra en dos sentidos diferentes. Por simplicidad entende­
mos, en primer lugar, un carácter positivo que debería determinar
el ser del yo [moi] en calidad de predicado real de ese yo [moil •Sin
embargo, el paralogismo consiste siempre en una determinación
así. Con todo, el término simplicidad se conserva en la continua­
ción del desarrollo para designar el ser de la representación yo pien­
so, y ello porque este ser no es tal, se caracteriza por su pobreza
esencial, la cual no es otra que la ele una pura unidad representa­
da y vacía. ‘5qy simple no significa sino que la representación yo’. ..
es una unidad absoluta (aunque simplemente lógica)”. La simpli­
cidad es, pues, la de “tan sólo algo... cuya representación tiene
que ser indudablemente simple, precisam ente por no determinarse:
nada respecto a é l En efecto, es imposible representarse una cosa
de modo más simple que mediante el concepto de un mero algo”29.
La indigencia de la representación yo pienso está igualmente
denunciada en otro texto tanto más señalado cuanto que es en el
momento mismo en el que elyo [m oi] es confundido con su representa­
ción, cuando la indigencia de su ser se manifiesta como un carácter fen o­
m enología que pertenece a esa misma representación: “En lo que Lla­
mamos alma... nada hay permanente, excepto acaso (si queremos
llamarlo así) el yo, que, si constituye una representación tan sim­
ple, es por carecer de contenido”30. De ahí que cuando Kant decla­
ra todavía que la proposición según la cual “todo fluye y nada per­
manente ni duradero... tampoco es desmentida por la unidad de
la autoconciencia”31, es importante comprender bien que ia pobre­
za del ser, cuya toma en consideración no es suficiente para hacer
retroceder la idea de un Huyo universal, es efectivamente ia pobre­
za de una representación, puesto que la unidad de la autoconcien­
cia no es otra cosa en Kant que la representación de la unidad de la con­
ciencia.
El vacío de la representación yo pienso mediante la cual no se
representa más que algo en general - “por medio de este ‘yo’ [moi],
el’ o ello (la cosa) que piensa, no se representa más que un suje­
to transcendental de los pensamientos = X”32- explica la posibi­
lidad que tiene un contenido también indeterminado de plegarse
a ciertas determinaciones ulteriores múltiples, por poco que éstas
guarden el carácter de irrealidad de una representación también
vacía. Desde ese momento será posible, sobre la base de la indi­
gencia ontológica de la representación yo pienso, el sujeto de los
pensamientos como una declinación del objeto transcendental
-sujeto del que nada se sabe33- , y que va a aparecer una y otra vez
como el Yo [Je] que construye el universo (el sujeto de la repre­
sentación), pero también como el objeto del sentido interno, co m o
el punto de referencia con el que están relacionadas las represen­
taciones subjetivas, como un término ideal producido por la Razón

29 Ibíd., p. 288, cursiva nuestra. De ahí que la simplicidad de la representa­


ción no signifique un conocimiento de la simplicidad, sino más bien ¡a ausencia
de semejante conocimiento, a saber, el vacío de la representación de algo en gene­
ral (N. de los T: ibíd., pp. 336, 336-337.]
30 Ibíd., p. 308:-[N. de los I : ibíd., p. 352.]
31 Ibíd., p. 295. ¡N. de ios I ; ibíd., p. 342.]
32 Ibíd., p. 281. [N. de los T: ibíd., p. 331.]
B Ibíd.
para unificar los fenómenos internos, como una Idea o como una
cosa en sí desconocida e incognoscible o, en fin, como el yo [moi]
pasivo auto-puesro. Estas significaciones, que vienen a especificar
el objeto transcendental, no aparecen ciertamente de manera con­
tingente, responden más bien a las exigencias clei sistema y se
corresponden con sus diferentes momentos. Así es cómo la dis­
tancia que. separa el yo [moi] determinable auto-puesto del yo [moi]
empírico determinado y conocido mide el progreso mismo de la
constitución de ia experiencia. Sin embargo, no se confiere n in ­
guna determinación verdadera al objeto transcendental cuando
reviste estos caracteres diversos. Lo que este objeto transcenden­
tal Yo [Moi] les aporta es, de algún modo, su aptitud para servir­
les de sujeto, aptitud que debe por completo a su propia indeter­
minación. Como las nubes del cielo, puede tomar todas las formas
que pueda imaginarse, pues no tienen ninguna; el contenido de
la representación yo pienso, el ego transcendente, del que habla­
rán a su vez las fenomenologías contemporáneas, es un fantasma
conciliador. .■ ; v:
Por muy indeterminada, por muy indigente que sea la repre­
sentación yo pienso, todavía es demasiado rica por cuanto que se
propone como la representación de un yo [moi], por cuanto que
el objeto transcendental = X que designa es más bien un sujeto
transcendental fundamentalmente afectado en su ser por una ipsei­
dad que le confiere, por muy desconocido que sea, una propiedad
esencial que hace de él no sólo "ese é l”, sino muy ciertam ente
“este yo”. Precisamente porque la representación yo pienso inclu­
ye un yo [je], es por lo que sirve de soporte a todas las especifi­
caciones con las que el sistema la va a revestir en función de sus
necesidades. Pues aquello que las marca con un rasgo decisivo es
el hecho de que -e n calidad de sujeto del conocim iento al que
todo objeto de conocimiento habrá de referirse como un “yo me
represento”, en calidad de Yo [Moí] nouménico que no se debe
confundir con el objeto de la experiencia interna, y que reduce las
pretensiones de semejante experiencia a revelamos nuestro ver­
dadero ser, en calidad de idea de alma como concepto heurístico
capaz de permitimos compartir los fenómenos internos y los fenó­
menos externos, etc - todas ellas son portadoras de esa ipseidad
oculta que extraen de la simple representación “yo” [moí]. De lo
que se sigue que semejante representación no es tan pobre como
parece: si su indigencia permite su declinación, es más bien su
positividad desapercibida lo que hace converger hacia ella, o más
bien hacia la ipseidad que encierra, todas las determinaciones del
sistema que dicha ipseidad implica -iy todas ellas la im plican!-.
Ahora bien, la “simple representación yo [moi]” obedece secre­
tamente a las prescripciones insuperables de la esencia de la ipsei­
dad que son, al fin y a la postre, las de la vida, no siendo en reali-
dad la representación-del yo [mo/j sino, más exactamente, la de
un yo [moi], un ego siempre particular e individual, com o Kant
reconoce con gran profundidad cuando declara que la represen­
tación yo soy que rige las aserciones de la psicología pura es una
representación “singular”, que “es individual en todos los respec­
tos”34. El paralogismo se da precisamente cuando esta represen­
tación singular e individual por esencia se toma por universal.
La representación yo pienso es la de una realidad por princi­
pio singular e individual porque, sobre la base de la esencia de la
ipseidad como auto-afección, todo lo que lleva consigo esta esen­
cia y resulta constituido por ella -experimentándose a sí mismo y
teniendo, dado que esta experiencia es efectiva, por contenido de
su ser aquello que entonces experimenta- resulta ser necesaria­
mente esa realidad experimentada, particular y singular, que él mis­
mo es. A la esencia de la auto-afección le es propio el no p oder cum­
plirse fenom enológicam ente más que bajo la fo rm a de una afección
determinada. Pero Kant aún reprocha con justicia a ia psicología
pura su pretensión de “determinar el objeto en sí mismo, inde­
pendientemente de la experiencia y, por tanto, sólo mediante la '
razón”35. No obstante, esta experiencia no podía ser la del yo [moi],
o mejor, la de ese yo [moi] real, singular e individual que somos
cada uno de nosotros, la del alma y la de la vida, más que bajo la
condición de no ser su representación -bajo la condición de tomar
su posibilidad fenomenológica original de un lugar distinto al ek-
stasis- .
Razón por la cual, con objeto de elucidar más adelante esta
naturaleza de la vida y en primer lugar, a fin de encontrarse con
ella, conviene ahora que volvamos hacia unos pensamientos que,
aún no disponiendo del extraordinario aparato analítico del kan­
tismo, ni haciendo gala de su esplendor conceptual, seguramente
no apuntan con menor acierto hacia lo Esencial.

34 Ibíd., pp. 326-327. Cuando Kant declara, por el contrario, que el yo


ímoi] no es la representación de un objeto particular (cf. supra, p. 137), su afir­
mación se sitúa en otro plano. La conciencia es considerada entonces como el
poder transcendental del conocimiento en general, poder que todavía no se ha
especificado en un concepto de objeto, el cual reclama una intuición. En este
momento, el problema del ser del yo pienso todavía no está planteado más que
ad intra de la teoría de la experiencia en general, haciendo intervenir al concepto
y a la intuición, y ni siquiera bajo la forma que reviste cuando esta primera vía ha
fracasado en calidad de problema de la representación puramente intelectual yo
pienso. [N. de los I : ibíd., p. 366, traducción parcialmente modificada por noso­
tros. El texto alemán es el siguiente: ‘cr. irt cdlerabsicht únzdn is£'.]
35 Ibíd., p. 326. [N. de los T: ibíd., p. 366.]
C a p ít« lo 5

La vida reencontrada: el mundo com o voluntad


A pesar de sus incertidumbres, de sus incoherencias y de las; debi­
lidades teóricas de su doctrina, Schopenhauer puede mostrarse
hoy como uno de los filósofos más importantes de nuestra histo­
ria, por cuanto ha introducido en ésta una ruptura radical, a saber,
el rechazo explícito y decisivo de la interpretación del ser como
representidad. No es que Schopenhauer ignore o minimice ia ampli­
tud del campo abierto por la representación: ésta, a sus ojos, co­
co nst.ituye el ser del mundo, o mejor, lo define y es idéntica a él.
“El mundo es mi representación”'. Con lo que se continúa y apun­
tala lo que en .1818 ya había que llamar tradición kantiana, a saber,
la tesis de que 1.a representación determina precisamente “ei modo
de toda experiencia posible”, que “todo b que existe existe para
el pensamiento, o sea, que el universo entero no es objeto más
que con respecto a un sujeto”2. Más aún, un elemento crucial de
esta tradición, sobre el que acabamos de insistir largamente, el
hecho de que el sujeto “conoce todo... sin ser él mismo conocí-.
do”3, no escapa a Schopenhauer. Pero un matiz -u n o de esos mati­
ces imperceptibles gracias a los cuales encuentra su sitio un mun­
do infinitamente próximo al que io precedí;, e infinitamente alejado
a la vez, un mundo nuevo.. se hace patente desde las primeras
páginas de esa obra mayor que es El mundo corno voluntad y repre­
sentación. Por una parte, la intelección de la conexión esencial, reto­
mada de Berkeley y opuesta a Fichte, según la cual sujeto y obje­
to van de consuno, constituyen juntos una y la misma forma, la
de toda representabilidad posible: “El desdoblamiento en objeto
y sujeto e s ... la forma primitiva esencial y com ún a toda repre­
sentación”4. En consecuencia, ningún avance decisivo en el domi­
nio del ser, ninguna apertura metafísica hacia la cosa en sí, podría
operarse al socaire de esta oposición de sujeto y objeto -n o podrí­
amos reconocer, por ejemplo, la libertad del primero cuando el
segundo queda expuesto a la libertad-, por la razón de que seme­
jante oposición no es tal, sino que echa raíces en una sola y mis­
ma esencia: “El sujeto es puesto al mismo tiempo que el objeto y
recíprocamente”5. La identidad entre el ser-sujeto del sujeto y el
ser-objeto del objeto, tal es la intuición de Schopenhauer en
el momento en que, con esta identidad y por ella, describe la estruc­
tura unitaria del mundo como representabilidad. Ahora bien, por

1 Le monde comme volonté et comme représmtation, trad. A. Burdeau,-'París, Alean,


1 9 8 8 ,1, p. 3. Esta edición se compone de tres tomos, a los que remiten nuestras
referencias.
2lbíd.
3 lbíd., p. 5. Esta afirmación esencial se repite en el cap. XVIll del Supplément
au Second Livre: “El sujeto que conoce, como tal, no podría ser conocido” (ibíd.,
III, p. 14).
4 Ibíd. p. 27.
5 Ibíd. p. 35.
otra parte, Schopenhauer rechaza precisamente con radicaiiclad
esta estructura unitaria del mundo de la representación como inca­
paz de incluir en ella, exhibiéndola, la esencia de la realidad. Ésta,
más bien, se hurta a toda representación posible. D e lo que se
sigue una desvaió rizado n del concepto de representación, con ­
cepto que guía el pensamiento filosófico desde Kant y, según Hei­
degger; desde Descartes; des valorización que no es relativa, sino
absoluta, si su significado es la heterogeneidad ele principio de la
realidad y la representación, la cual refluye en el dominio ele la irrea ­
lidad, la designa y define.
Aquí se aclara la razón profunda de aquello que habituairnen-
te se presenta como uno de los mayores contrasentidos de Scho­
penhauer, contrasentido extraño en un filósofo que practicó el kan­
tismo hasta el punto de proponer una discusión precisa sobre un
buen número de sus puntos. Se trata especialmente de la reduc­
ción a un fenomenismo de la tesis célebre según la cual no cono­
cemos más que fenómenos, reducción que autoriza la-asimilación
del pensamiento de Kant, por una parte, al de Platón,, por cuanto
el fenómeno sensible, no es más que 1a apariencia de una realidad,
más profunda, y por otra, ai pensamiento de la india, que consi­
dera el universo entero que tenemos ante los ojos como una ilu­
sión, como eí velo de Maya. Toda su enseñanza pretende estable­
cer que Kant ha disociado cuidadosamente la apariencia subjetiva,
el simple curso de nuestras representaciones y, por otra parte, el
orden necesario que las hace verdaderas y hace de ellas precisa­
mente “fenóm enos”. Sin embargo, esto sólo es concebible si el
campo de la representación tiene el poder de producir la verdad
en él, es decir, con carácter de ultimidad, la realidad de los fenó­
menos sólo es concebible si, más radicalmente aún, dicho campo
resulta constituido como sem ejante poder, y ello en calidad de
poder de intuición y de pensamiento. Por el contrario, una vez que
ese poder le es retirado, una vez que la intuición y el pensamien­
to ya no son considerados en sí mismos en su especificidad sino,
más bien, en su esencia común, es decir, como representación, en
ese caso, la fenomenicidad en que la representación consiste y que
hace efectiva resulta disociada de la realidad; entonces, en efecto,
en la apariencia de esta fenomenicidad como tal y en su conteni­
do fenomenológico propio no se incluye ya realidad alguna, ni es
posible tal cosa. Lo que Schopenhauer recusa es la posibilidad mis­
ma de una captación exterior de la realidad, el modo de presenta­
ción de la representación como cumpliéndose bajo la forma de un
“poner delante”, en la exterioridad y por ella. En el “contrasenti­
do” cometido por él a propósito del fenómeno kantiano se des­
vela el sentido de su revelación más extrema.
Este contrasentido parece incluso más significativo si se pone
de relieve que, lejos de desconocer el orden de las cosas -e l fenó­
meno verdadero-, en su oposición a su simple curso -la pura apa­
riencia-, Schopenhauer afirma que el pensamiento de la causali­
dad ya está presente en la ameba, y qué el entendimiento actúa
por todas partes donde hay representación. La amalgama llevada
a cabo por Schopenhauer en el principio de razón, a saber, la afir­
mación del carácter co-extensivo de la causalidad respecto de la
representación y su puesta en el mismo plano que las formas a
priori de la sensibilidad, no es comprensible más que en el desig­
nio de un pensamiento que, rebasando deliberadamente la cues­
tión de la verdad racional, es decir, de la necesidad de los “fenó­
menos”, se pregunta de manera mucho más última por la condición
de posibilidad de la verdad transcendental misma, es decir, por el
modo de aparición y de presentación íenomenológica en sí mis­
mo y como tal, Lo que se toma en consideración es la representa­
ción -y no las modalidades del representar en ella, su necesidad
o su contingencia-. O, más bien, a diferencia de lo que sucede
teóricamente en Kant, en Schopenhauer la contingencia deviene
muy rápidamente el índice de la realidad sólo en la medida en que
designa, en el seno de la representación, y por efecto de su pues­
ta en tela de juicio, aquello que por principio se hurta a ella y se
le escapa.
Sin embargo, ¿cómo puede ser indicado, en la representa­
ción y por ella, aquello que se le escapa? La representación desig­
na en Schopenhauer la esfera de la irrealidad, de ahí que a sus
ojos no haya una verdadera diferencia entre el fenómeno -au n ­
que estuviera científicamente determinado-, la simple aparien­
cia subjetiva y, en último extremo, el dominio del sueño; de ahí
que la India, igual que Platón, pudiera ser invocada para signi­
ficar esta desrealización esencial; de ahí que, en fin, el mundo
de la vigilia, como mundo de la representación, sea homogéneo
al sueño y componga con él “las hojas de un mismo libro”. Pero,
¿quién autoriza una vez más la lectura en la apariencia de esta
desrealización esencial, por cuanto ella aparece y se produce así
efectivamente? ¿Quién permite decir que aquello que se exhibe
de este modo en ella no es la realidad, sino que deja a ésta más
bien fuera de sí? ¿Sería esta idea tan completamente extraña (por
no decir nada de su supuesto uso transcendente del principio
de causalidad) que, para que haya apariencia, y en general fenó­
menos, es preciso que haya efectivamente algo que aparece en
ella y en ellos, a falta de lo cual no serían siquiera apariencia de
nada, puros fantasmas? Pero, ¿por qué algo que aparece en la
apariencia habría de ser diferente a ella? ¿Por qué la realidad no
habría de cubrirse con el contenido de la apariencia y definirse
por él? A esta cuestión crucial para toda filosofía sólo puede ofre­
cerse una respuesta radical, y Schopenhauer la oí rece bajo la for­
ma de dos afirmaciones fundamentales:
1. Existe úna realidad en sí, totalmente ajena al mundo de la
representación, es decir, no incluida en el modo de presentación
fenomenológica en que consiste dicho mundo, así como tampo­
co en su contenido. El mundo de la representación es el reino de
la irrealidad y su apariencia, una simple apariencia, una aparien­
cia “vacía”, incapaz de exhibir en ella la realidad, porque la reali­
dad escapa a ese mundo. 2. Esta realidad en sí es accesible para
nosotros y en la medida en que tenemos acceso a ella., sabemos y
experimentamos que ese mundo de la representación es, por' el
contrario, una pura apariencia, Esa realidad en sí es la voluntad;
el modo según el cual se nos da es nuestro cuerpo. Dada'su impor­
tancia, estas dos tesis han de ser objeto de una elucidación siste­
mática. ;■■■■.
En lo que atañe a la voluntad de la que aquí se trata, nos equi­
vocaríamos de la cruz a la raya si la entendiésemos en el sentido
habitual del concepto, si por un instante soñásemos,con asimi­
larla, o solamente compararla, con la voluntad de ía filosofía clási­
ca, es decir, con la voluntad como tal precisamente, con el simple
hecho de querer o no querer y, en el caso extrem o; con el puro
poder de querer o no querer en calidad de poder incondidonado
y absoluto. La voluntad schopenhaueriana, por tanto, no tiene
nada que ver con el libre arbitrio de Descartes, con una voluntad
indiferente que no contiene ningún principio de acción y que se
determina en consecuencia de manera completamente libre, no
dando su asentimiento a un motivo más que si lo busca fuera de
ella, por ejemplo, en el entendimiento. Éste es, al fin y al cabo, el
que indica a nuestra acción cuál debe ser su contenido, la volun­
tad no está ahí más que para decir sí o no, y ello de manera incon-
dicionada. Pero la voluntad schopenhaueriana no tiene nada que
ver con el entendimiento, lejos de demandarle la ley de su acción
y de modelarse sobre él, ella es portadora de la ley, no se mantie­
ne ante su acción como ante un posible, sino que es esa acción y
está decidida desde ahora mismo a cumplirla: ella y su contenido
son una sola cosa.
No se trata sólo de invertir la tesis clásica y, abriendo su cami­
no al psicoanálisis, afirmar: nosotros no queremos una cosa por­
que nos la representamos com o buena y como tal la juzgamos,
sino que la juzgamos buena porque la queremos, es decir, porque
en realidad la deseamos, y por eso, porque la deseamos, la cum ­
plimos. Y, sin duda, voluntad en Schopenhauer significa deseo,
pero no, aquí al menos, en el sentido habitual del término, como
una veleidad subjetiva, como un mero prius de 1a acción, su desig­
nio interior pero todavía irreal, esperando de otra parte, es decir,
de un principio otro que ella, que se realice. No lo hay, no hay
nunca en la voluntad schopenhaueriana esa anterioridad del deseo
con respecto a la acción, sino una sola fuerza nunca separada de
sí cuya acción no es más que el despliegue y cumplimiento infer­
no necesario. Lejos ele estar separada de la realidad, lejos de poder
precederla, de suscitarla o de negarla, la voluntad se identifica con
ella, es inmanente a ella y constituye propiamente su esencia.
Todos los malentendidos sobre el concepto schopenhauertano
de voluntad (por ejemplo, al menos su asimilación a los concep­
tos kantiano, hegeliano, incluso schellingmano, todos ellos con­
ceptos puros de la voluntad, que la reducen a un hecho o al poder
de querer o no querer; es decir, en suma, a lo que ella es) vamos a
descartarlos de un golpe al poner de relieve que Voluntad en Scho­
penhauer no designa en modo alguno esa voluntad pura, sino algo
completamente distinto, a saber, la vida. Voluntad quiere decir volun­
tad de vivir de la vida, de tal manera que todas las determinaciones
esenciales del concepto central del pensamiento schopenhaueria-
no, a saber, el del querer-vivir, se explican por la vida, no por la
“voluntad”. ¿Qué significa en realidad el querer-vivir? No el hecho
de que una voluntad pura, primera en sí, emprenda la tarea de
pasar al acto de alguna suerte, es decir, de realizarse a sí misma, .
de querer: ¿de querer qué?, ¿ia vida?, ¿la vida como una realidad
externa a ella y, entonces, diferente a ella? ¿Y por qué, al partir de
sí y de su propia esencia, querría la voluntad una cosa completa­
mente distinta, a saber, esa vida extraña con sus propiedades com­
plejas, propiedades que en vano trataríamos de comprender o expli­
car a partir de la pura voluntad? En la voluntad de Schopenhauer
la voluntad no es el principio, lo naturante, no es ella quien quie­
re, es la vida. El vivir es lo primero, es el que constituye la reali­
dad, el que determina la acción, el que se determina a la acción,
es decir, a realizarse a sí mismo. Entonces, ¿qué quiere el querer-
vivir? Tampoco aquí la voluntad, el querer como tal, su ejercicio,
sino la vida. El querer vivir se quiere a sí mismo, no en calidad de
querer, sino en calidad de vivir, no desea otra cosa que la auto-afir-
mación de la vida, una posición reiterada de ésta, de su naturale­
za, del conjunto de sus determinaciones.
Resumamos: en el querer-vivir schopenhaueriano, quien quie­
re es la vida, lo que ésta quiere es la vida. La singularidad de la
posición de Schopenhauer frente a las tesis clásicas reside en que
al querer, como idéntico a la vida, al ser totalmente exterior a la
voluntad pura, le resulta imposible a partir de ésta unirse jamás a
la vida. Pero, si en el querer-vivir la vida sólo sueña con ella, si se
quiere a sí misma, es decir, si se pone a sí misma según un movi­
miento que es el suyo y no el de la voluntad, si no tiene nada que
ver con esta última y quiere todo salvo la voluntad, el concepto de
voluntad de voluntad mediante el cual se ha pretendido caracte­
rizar al mundo mótlemo de la técnica no tiene que nada ver en
todo caso con el pensamiento de Schopenhauer, por cuanto que
éste, como más tarde Marx, rechaza el concepto de un querer for-
mal y vacío a partir del cual no se puede desembocar, en efecto,
más que en esa voluntad de voluntad, en sí misma formal y vacía.
Pero si se toma como punto de partida la vida, entonces nos encon­
tramos de golpe en la realidad, el movimiento con el que nos las
habernos es un movimiento real, el de la vida precisamente y el de
su vuelta a comenzar indefinida.
Sin embargo, ¿por qué la auto ••afirmación de la vida reviste la
forma de la reiteración? ¿Por qué, más precisamente, esta'relación
consigo de la vida --puesto que en el querer-vivir sólo se trata de
ella- se explica bajo la forma de un querer? Pues la realidad, si es
una consigo y por entero presente a sí misma, en sí misma, ¿cómo
podría quererse todavía a sí misma, pretender colmar el-distan-
ciarniento que la separa de sí, un distanciamienco que no. existe?
Lo que hay que considerar aquí es una determinada concepción
de la vida, una determinada concepción de la realidad. Schopen­
hauer concibe la realidad com o esencialmente aíectadg. por una
carencia, que ni siquiera se puede llamar carencia de sí, sino una
carencia en sí. Pero la vida no cesa de darse alcance, d eponerse
en el. ser, ella es la reiteración indefinida, mas aquello que alcanza
en cada caso, aquello que no cesa de poner como ella misma, como
su propio ser, es esa carencia que le es consubstancial.
Ella es la realidad, pero una realidad constituida esencialmen­
te por la carencia de realidad, que la persigue y que le falta eter­
namente. Pues como no hay otra realidad que esta realidad cons­
tituida en sí por la carencia de realidad, ninguna realidad puede
colmar dicha carencia, sino sólo repetirla indefinidamente. La rea­
lidad es una “realidad hambrienta”, una “sed inextinguible”, aque­
llo que nos permite hacernos una idea del Infierno y que Scho-
penhauer simboliza mediante la ruta de Ixión. Como esta realidad
es la de la vida, Schopenhauer la llama más generalmente un que­
rer, el querer-vivir. Querer que no es abstracto como lo es el con­
cepto de voluntad pura, sino enraizado en la realidad o, más bien,
idéntico a ella por cuanto ella es en sí la carencia de realidad. La
interpretación de la vida como querer-vivir, es decir, de la realidad
como carencia eterna de la realidad, proporciona, incluso a Scho­
penhauer, la idea de un tiempo espantoso, a la vez real y vacío; real
porque es el movimiento mismo de la realidad, vacío porque, deter­
minado en ella por la carencia de realidad, es la reproducción inde­
finida por parte de ésta de su carencia.
Con la interpretación de la vida como querer-vivir y los gran­
des temas trágicos inherentes a ello, temas que han proporciona­
do a Schopenhauer su reputación en los siglos xix y xx, la signifi­
cación del concepto de vida como identificada con la voluntad no
sólo no acaba de ser tenida en cuenta, sino que, más bien, se pier­
de. Sin embargo, esta significación está implicada en el título mis­
mo de la obra mayor, título extraño a primera vista, portador de
una disimetría chocante, ia cual no es, empero, más que aparen­
te. Pues si la proposición “el mundo como representación” asigna
explícitamente a la investigación el tema det aparecer, ciertamen­
te comprendido como exponiendo su esencia bajo la forma de la
representidad; si, por tanto, su pretensión es ontoiógica, la pro­
posición que le opone radicalmente Schopenhauer y que circuns­
cribe el argumento del libro - “el mundo como voluntad”-- no tie­
ne un alcance menor. Con otras palabras, voluntad no podría
designar aquello que aparece si el modo de esa aparición, a saber,
el aparecer como tal, estuviera constituido por la representación.'
Esto es lo que conviene dejar firmemente asentado.
Voluntad y representación se enfrentan como la realidad y la
irrealidad. La irrealidad de la representación está vinculada a ella
por principio. Lo que es en sí irreal no es lo representado.
Muy al contrario, lo que según Schopenhauer constituye la
esencia del mundo representado es la voluntad, es decir, la reali­
dad misma y, lo que es más, la única realidad, puesto que fuera de
la voluntad no hay nada. De ahí que lo que va a ser representado
devendrá irreal, en la medida en que entre en la representación y.
se mantenga en ella; en la medida en que la representación no pue­
de exhibir en ella la realidad, en la medida en que la realidad 110
es susceptible de aparecer ante sí, de darse a título de objeto.
Sin embargo, lo que acabamos de decir de la irrealidad de la
representación vale para la realidad y para la voluntad. La volun­
tad no constituye en sí -e n calidad de querer-vivir- la realidad: la
prueba de ello es el hecho de que, tanto tiempo com o es repre­
sentada, flota ante nosotros como una apariencia y como una ilu­
sión, es el velo de Maya. Por tanto, la voluntad no es la realidad más
que bajo cierta condición, bajo la condición de un modo de revelación
que la revela en sí misma, en su realidad precisamente, de tal manera
que ese modo de revelación de la voluntad en su realidad y, más
aún, como modo constitutivo de la realidad e idéntico a ella en
general, es el único que puede, en lo que atañe a la voluntad, reve­
larla en sí misma y tal como es. Voluntad, en primer lugar, tiene la
significación ontoiógica radical de circunscribir un modo de reve­
lación en el que la realidad es susceptible de ser revelada en sí mis­
ma, es decir, de hecho, por el cual está constituida. La intuición
abisal de Schopenhauer consiste en que aquello que hace, y lo úni­
co que puede hacer, de la voluntad la realidad es el aparecer sui
generis de la primera.
Tenemos entonces a la vista el concepto de vida: a la determi­
nación primera, incluso ingenua y de alguna manera óntica, según
la cual la vida reside en el querer-vivir y se propone así como deseo,
y deseo sin finase sobreañade la determinación esencial, ontoló-
gica, conforme a la cual vida designa ahora el modo de donación
a sí mismo de ese querer, modo de donación en el que se experi-
menta a sí mismo inmediatamente y que hace de él, en esta expe­
riencia de sí, no un mero querer-vivir, sino un querer vivo. Al no
haber sido puesta en claro ni tampoco captada com o tal, la co n ­
currencia que se instituye secretamente entre estos dos conceptos
de vida en la filosofía de Schopenhauer la mina interiormente y la
conduce a su mina; con todo, es ella la que primero le confiere su
profundidad insólita y el poder extraño por mor clel cual nos cau­
tiva incluso hoy.
En consecuencia, es la dicotomía del aparecer, su doble pro­
ceso de realización y de fenornenización en la inmediatez de la
interioridad y en la representación, lo que hace que la realidad se
desdoble, dándose unas veces en sí misma y tal com o es, com o
voluntad, y otras como una apariencia que, a falta d é poder pro­
ducir esta realidad en ella, no es más que un puro fantasma: “El
mundo como voluntad y como representación”. Que la voluntad
antes de ser la voluntad constituye primero en realidad el modo
de acceso que conduce a ella en calidad de modo de acceso y mani­
festación esencialmente diferente de la representabilidad, y opues­
to a ella, es lo que dejan entrever algunos textos esenciales: “Mi
voluntad en cuanto tengo de ella conciencia de un modo com ­
pletamente diferente [de la representación intuitiva], y que no per­
mite comparación con ninguna otra”. La identificación de la volun­
tad con un modo del aparecer en calidad de modo original
absolutamente diferente de la representidad, es explícita cuando
Schopenhauer habla de “otra manera [de ser conocido] absoluta­
mente diferente y que se designa con el término voluntad”6. El
pasaje siguiente se entrega a una elucidación rápida pero decisiva
de ese modo original de manifestación en que consiste la volun­
tad, elucidación que consiste en el reconocim iento de la inm e­
diatez y el rechazo conjunto de la forma de la representación en
calidad de oposición de un sujeto y un objeto, del que conoce y
lo conocido: “El concepto de voluntad es el ú n ico ... que no tie­
ne su origen en el fenómeno, en una simple representación intui­
tiva, sino que viene del fondo mismo de la conciencia inmediata
del individuo, en la cual se reconoce a sí mismo, en su esencia,
inmediatamente, sin ninguna forma, ni siquiera la de sujeto y obje­
to, teniendo en cuenta que aquí el que conoce y lo conocido coin­
ciden”7.
La conexión de la cuestión de la voluntad con la del aparecer
original, sólo en el cual aquella define y constituye la realidad, se
nos desvela a propósito del cuerpo y es la segunda tesis esencial
de Schopenhauer, aquella según ía cual existe una realidad en sí

6 ibíd., p. 107.
7 Ibíd., p. 116.
cuyo modo de manifestación es el cuerpo, tesis que reclama a su
vez nuestra atención. Anotemos en primer lugar que esta tesis es
explícita: “La cosa en sí, por cuanto se manifiesta al hombre como
su cuerpo propio, es conocida inmediatamente”8. Sin embargo, si
el cuerpo no es más que el aparecer del querer, de acuerdo con la
división del aparecer según los dos modos fundamentales de su:
cumplimiento, ha de avistarse a sí mismo, y este desdoblamiento
del cuerpo es precisamente una de las afirmaciones más origina­
les de .Schopenhauer (en el contexto alemán de la época), y ello-
debiclo a la duplicidad de su modo de manifestación: “.. .Ese cues-:
p o ... está dado de dos maneras completamente diferentes: por un
lado, como representación en ei conocimiento fenoménico...; y,
por otro, ai mismo tiempo, como ese principio inmediatamente
conocido por cada uno designado por la palabra voluntad”9. Lo',
importante en este texto, suficientemente importante como para--
que Schopenhauer haya juzgado conveniente escribirlo, en varias ,
ocasiones, no es sólo la repetición pasmosa de la conexión de la
voluntad con un modo de manifestación específico por cuanto
inmediato, lo importante para nosotros es ahora el “al mismo tiern--.
p o ”. Pues para Schopenhauer no hay como dos “realidades” del
cuerpo, dos cuerpos en cierto modo, si no es, en todo caso, en ei
aparecer y por él. Es en ei aparecer, en cuanto no es sólo Voluntad
sino también representación, como el cuerpo uno en sí (mi cuer-,
po) reviste un doble aspecto: uno, aquel que se hace merecedor
de tal nombre, ese lienzo de exterioridad en virtud del cual nues­
tro cuerpo es semejante a los otros cuerpos; pero también ese
“segundo lado” que no es tal, que no presenta cara alguna a nin-;
guna mirada, que ya no tiene rostro, que no se da más que en sí;
mismo, ahí donde, al coincidir con la fuerza que me atraviesa, yo-
me hago uno solo con ella.
Es preciso tomar precauciones para no desconocer la intuición;
decisiva que Schopenhauer ha tenido de ese cueipo radicalmente;
inmanente y absoluto, que él llama precisamente, en calidad de
cosa en sí, la Voluntad, mientras que frecuentemente conserva el;
nombre de cuerpo para su aspecto objetivo: “Todo acto real dé:
nuestra Voluntad es al mismo tiempo y con toda seguridad-un-
movimiento de nuestro cuerpo; nosotros no podemos querer real­
mente un acto sin constatar inmediatamente que aparece como
movimiento corporal”. La modificación objetiva corporal no podría
ser considerada en modo alguno como producto, como efecto del
acto de querer, y toda problemática de la acción del alma sobre el
cuerpo y de su eventual posibilidad está aquí, implícita pero, defi-
■Altivamente, descartada. Lo que hay que entender es que toda
determinación de la fuerza radicalmente inmanente que constitu­
ye nuestro ser propio se nos da también al mismo tiempo que se
cumple, y siendo nosotros interiormente ese cumplimiento, bajo
la apariencia de un desplazamiento objetivo en despacio: “El acto
voluntario y la acción del cuerpo no son dos fenómenos objetivos
diferentes, enlazados por la causalidad... no son más que uno y
el mismo hecho; sin embargo, este hecho se nos da de dos mane­
ras diferentes: por una pane, inmediatamente, por otra, com o
representación sensible. La acción del cuerpo no es más que el
acto de la voluntad objetiva, es decir, vista en la representación”10.
Schopenhauer ha tenido cuidado en precisar que el cuerpo pro­
pio no se reduce en modo alguno a la mera apariencia que ofrece
en la “intuición representativa”, a lo que la tradición considera, en
resumidas cuentas, como “el cuerpo” en su presunta oposición al
“alma”; que, por el contrario, él encierra en-sí, en su ser real, y a
decir verdad como constitutivo deí mismo, la experiencia inme­
diata del querer-vivir con el que se identifica: “Mi cuerpo es el úni­
co objeto del que conozco no sólo uno de sus lados, el de la repre­
sentación; conozco también el segundo, que es el de la;voluntad”u .
E incluso cuando se trata de comprender en qué difiere la repre­
sentación del cuerpo de todas las demás, la respuesta descarta todo
equívoco: “Esta diferencia consiste en que el cuerpo todavía pue­
de ser conocido de una manera absolutamente diferente y que se
designa con el término voluntad”12.
Ahora bien, el hecho decisivo que nos va a proporcionar la lla­
ve del universo es que el cuerpo propio rio se reduce a la repre­
sentación que se tiene de él como de cualquier otro objeto, sino
que “es también voluntad”. El “doble” conocim iento que tene­
mos de nuestro cuerpo no constituye, pues, una simple propie­
dad propia de ese cuerpo y limitada a él, aunque en cierto senti­
do sea así. Pues nosotros sólo experimentamos en el fondo de
nuestro ser el querer-vivir, y nos identificamos con él, en nuestro
cuerpo y por él. Esta situación determina lo que Schopenhauer lla­
ma el egoísmo teórico, es decir, la afirmación de que no hay en el
mundo más que una sola voluntad, la mía, por tanto, una sola rea­
lidad, mientras que todo el resto se asimila a la apariencia fantas­
magórica de la representación, a la condición precaria de todo lo
que para mí no es más que objeto. No obstante, esta afirmación
puramente teórica y, por otra parte, teóricamente irrefutable, cho­
ca rápidamente con la analogía que yo descubro entre aquello que
yo experimento en el fondo de mi ser y los movimientos y fuerzas
que recorren la naturaleza: un mismo querer se manifiesta en mí
y en ellos, de igual modo que es ese mismo querer el que se reve­
la inm ediatam ente en mí en mi cuerpo inm anente, y el que se
representa en mi cuerpo objetivo. De igual manera que en mí cuer­
po es ese mismo querer interiormente vivido lo que se traduce “al
mismo tiem po5’ bajo la apariencia de desplazamientos y movi­
mientos en el espacio, de igual manera reconozco actuando, como
principio de todos los movimientos que yo percibo alrededor de
mí en la naturaleza, y no sólo de los míos, no su causa, que no es
nunca más que aparente, ocasional, diría de buen grado Scho­
penhauer, sino el mismo poder obstinado que actúa en mí y me
arroja cada día a mis deseos y necesidades.
Mi cuerpo es para mí, en mi conocimiento del mundo, lo que
la estela de Rosette fue para el desciframiento de los jeroglíficos.
Mi cuerpo es una tabla sobre la que están grabados dos textos: el
uno, perfectam ente inteligible y que yo conozco de memoria,
el otro, oscuro, compuesto incluso de caracteres extraños y formas
sorprendentes, y cuyo sentido, sin embargo, me va a aparecer brus­
camente. Pues el sentido de estos pies y de estas manos, de estas
uñas y de estos dientes, de esta boca voraz, de este sexo y de este
ojo, es eso que yo se desde siempre, eso que yo soy, es el querer
vivir que brota a través de mí y al que me abandono. Pero como
el primer texto inscrito sobre mi cueipo me permite leer el segun­
do, lo que me desvela es el secreto del libro del mundo entero: los
movimientos de estas manos y de estos pies que son los míos, de
estos dedos, de esta mirada, de estas uñas y estos dientes, seme­
jantes a los que veo alrededor de mí en los animales, a las con­
tracciones y a los desplazamientos de e so s pedúnculos, de esos
tentáculos, de esas antenas, de esas garras, a todas esas bocas y a
todos esos sexos a través de los cuales afluye la misma fuerza obs­
tinada, el mismo querer que no cesa de querer aquello que en apa­
riencia no obtiene jamás. E incluso en el mundo mineral, la estruc­
turación de las cosas, la estratificación de las rocas, de los terrenos,
la imantación de los campos magnéticos, las configuraciones de
los cristales delatan por todas partes dónde se encuentra la mis­
ma fuerza de coherencia que procura la cohesión de los grupos
sociales y de las sociedades enteras.
Así, en consecuencia, el velo se levanta de golpe sobre todos
los jeroglíficos del universo: no son más que los fenómenos y las
representaciones diversas de un mismo querer-vivir. Pero éste, la
realidad d e toda c o s a , la cosa en sí, no se revela más que en mí,
en mi cuerpo original cuyo aparecer inmanente es el aparecer inme­
diato de ese mismo querer. El problema de Schopenhauer era com­
prender cómo el mundo de la representación al que nuestra expe­
riencia parece reducirse, puede ser experimentado por nosotros
como no siendo más que un mundo de la apariencia, por qué, con
otras palabras, le buscamos una “significación", es decir, un “paso...
a aquello que puede ser íuera de la representación”13. La respues­
ta es que nosotros tenemos un cuerpo, que éste constituye en sí
mismo dicho paso, o sea, ia experiencia inmediata de aquello que
tiene lugar detrás de la apariencia y de lo cual ésta no es precisa­
mente más que apariencia, a saber, la voluntad.
Toda la construcción schopenliaueriana descansa obre esta tesis
fundamental de la experiencia coiporal del querer. Pues, dado que
conocernos ele manera cierta lo que es la voluntad..“sabernos y
comprendemos mejor qué es la voluntad que todo aquello que se
querrá”14- , y sabemos precisamente, por vivirlo en nuestro cuer­
po, que es un querer sin fin, dado que el mundo entero no es más
que la imagen de esta voluntad hambrienta, una voluntad que,
además, vemos que entra un millón de veces en lucha contra sí
misma y que se devora en un enfrentamiento universal y mons­
truoso, entonces, en efecto, se diseña el proyecto de está filosofía,
el proyecto de poner un término a ese querer absurdo y condu­
cido, no a su auto-supresión, que todavía sería una manifestación
y una afirmación de sí mismo, como se echa de ver en el'suicidio,
sino a su extinción, a esa única y última solución de que el que­
rer no quiera ya, lo que se cumple en esas experiencias salvadoras
que son dadas al hombre: el arte, la moral de 1a piedad y la reli­
gión.
Pese a que el conocimiento del mundo, del que a su vez resul­
ta la ética, reposa sobre la experiencia interna de la realidad como
experiencia adecuada, es decir, como experiencia de la cosa en sí,
Schopenhauer ha sido incapaz de fundar esa aserción primera y
todo el edificio de su filosofía vacila sobre su base. Por tanto, lo
que está en tela de juicio es el estatuto fenomenológico de la volun­
tad, el modo de aparecer de la que recibe su realidad y con el cual,
en último extremo, coincide. Ahora bien, el replanteamiento de
esta cuestión, en e l capítulo XVííí del Suplemento al segundo libro,
marca el hundimiento de la tesis crucial de la identidad entre el
parecer y el querer, y su reabsorción en las concepciones más clá­
sicas. Sin embargo, se reafirma de forma categórica en primer lugar
el primado del conocimiento de sí, y ello por mor de la inmedia­
tez. “Cada uno se conoce inmediatamente a sí mismo y de todo
lo demás no tiene más que un conocimiento mediato”15. A causa
de esta inmediación, el conocimiento de sí constituye el principio
de comprensión de la naturaleza entera, de suerte que resulta for­
mulada la intuición central de toda metafísica esencial, a saber,
que, lejos de poder ser determinado a partir del mundo, es decir,

13 Ibíd., p. 103.
14 Ibíd., p. 116.
13 Ibíd., III, p. 4.
del conjunto del saber científico proyectado sobre él como sobre
un objeto particular sumergido entre todos los demás, el yo [moi]
constituye, por el contrario, no sólo el punto ele partida, sino la
condición de posibilidad de todo el resto, “Partiendo de nosotros
mismos es menester buscar comprender la naturaleza, y no a la
inversa buscar el conocim iento de nosotros mismos en el de la
naturaleza”16. Este conocimiento inmediato de sí es el de la volun­
tad, y he ahí por qué “nuestra voluntad nos proporciona la única
ocasión,.. de alcanzar la inteligencia íntima de un proceso que se
nos presenta de una manera objetiva; ella es la que nos propor­
ciona algo inmediatamente conocido y que no es, como todo lo
demás, dado únicamente en la representación”. Como la media­
ción es la de un aparecer que consiste en la representación y en
su estructura propia, lo pensado en la inmediatez es la radical exclu­
sión de ésta, de suerte que la voluntad como cosa en sí debe reve­
larse de forma totalmente independiente de la representación, a
partir de sí misma, como constitutiva por sí misma de un modo
original de revelación que la entrega a sí tal c o m o es. “La cosa en
s í... no puede entrar en la conciencia más que de una manera com­
pletamente inmediata, a saber, en el sentido de que ella misma
tomará conciencia de sí misma [es selbst sich seinerbewusst wirdj” 17.
Ahora bien, lo que Schopenhauer no puede ni sostener ni
fundar es precisamente esta última presuposición, y las tesis cru­
ciales que acabamos de recordar son abandonadas progresiva­
mente, Se aprende así que “esta percepción ín tim a... de nues­
tra propia voluntad" no puede recubrirse con el “conocimiento
completo y adecuado de la cosa en sí”, y ello porque no es “en
absoluto inm ediato”. ¿Qué significa el no ser en absoluto inme­
diato del conocimiento inmediato de la voluntad? Dos cosas dife­
rentes a decir verdad, pero igualmente ruinosas: por una parte,
la intervención de una serie de mediaciones metafísicas, de “inter­
mediarios” dice Schopenhauer, a saber, el hecho de que la volun­
tad se cree un cuerpo y un intelecto, instituyendo así una doble
relación con el mundo exterior y consigo misma, una concien­
cia refleja que es la compañera de la del mundo. Deviene aquí
efectivo, aunque sea de manera implícita, un nuevo uso del con­
cepto de objetivación en virtud del cual éste, al perder la signi­
ficación ontoiógica estricta que lo identifica con el aparecer puro
de la representación, viene a designar un proceso óntico, a saber,
la creación stricto sensu. Pero, sobre todo, por otra parte, y de
manera todavía más enojosa, al encontrar entonces la significa­
ción ontoiógica que la asimila a la representación, la mediación

16 Ibíd., p. 8.
17 Ibíd., subrayado por Schopenhauer.
a la cual debe someterse la voluntad en sí es esa representación
misma, y ello porque la representación vuelve a ser como en Kant
el único m odo de m anifestación con cebible. A partir de ese
momento, se ha perdido todo lo que de decisivo ha sido dicho
sobre ía eliminación de la representación y su incapacidad para
exhibir en sí la realidad. De hecho» es en la representación y sólo
por ella que la voluntad puede entrar en la experiencia, y la for­
ma de la representabilidad a la que se debe es la de la oposición.,
oposición de un sujeto y un objeto, la cual define de nuevo la
condición de toda experiencia posible y, principalmente, la del
yo [moi], Se instituye una separación radical entre el conocimiento
y lo conocido, entre el conocim iento que no es conocido y lo
conocido desprovisto del poder de conocer; y ésta es la situación
respectiva de 1a representación y de la voluntad: la representa­
ción acapara y condensa en ella la esencia del aparecer, mientras
que la voluntad, que en lo sucesivo queda desprovista de ello,
ya no es más que un contenido muerto y en sí mismo ciego.
De este modo, a falta de haber recibido'una elaboración sufi­
ciente, la afirmación capital anteriormente citada, según la cual
el concepto de voluntad viene del fondo mismo de la conciencia
inmediata del individuo que se conoce a sí mismo inm ediata­
mente, “sin ninguna forma, ni siquiera la del sujeto y el objeto,
teniendo en cuenta que aquí el que conoce y lo conocido coin ­
ciden”, resulta contradicha y propiamente negada cuando se decla­
ra que, al contrario, “este conocim iento de la cosa en sí no es
completamente adecuado”. En primer lugar, está vinculada a la fo r ­
ma ele la representación, consiste en ser percepción, y com o tal se sub-
dívide en sujeto y objeto. “Pues en la misma conciencia, el yo [moi]
no es absolutamente simple, sino que se compone de una parte
cognoscente, el intelecto, y de una parte conocida, la voluntad:
el primero no es conocido, ésta no conoce. . El reino de la meta­
física de la oposición lo arrastra de nuevo: “En el conocim iento
de nuestro ser interno hay también una diferencia entre el ser en
sí del objeto de este conocimiento y la percepción de este ser en
el sujeto que conoce”18. Pero, ¿qué distinción instituir entonces
entre la experiencia interna del querer, en tanto que dicha expe­
riencia sigue siendo la aprehensión del querer en calidad de obje­
to enigmático por parte de un poder otro que él, y que consiste
en su diferencia con él, y la experiencia del mundo en general, la
experiencia de todas esas fuerzas naturales que se perfilan com o
otras tantas realidades enigmáticas a su vez, iluminadas desde el
exterior por un poder de conocimiento diferente a ellas e incapaz
de penetrar realmente en ellas?
Schopenhauer no ha podido eludir esta cuestión de la diso­
ciación entre la experiencia interna y la experiencia externa: mien­
tras que ésta está compuesta por los tres constituyentes del pnn-
cipium ináíviduationis -in tu icio n e s del espacio y del tiempo y
causalidad-, la experiencia interna comporta exclusivamente “la
forma del tiempo y la relación de lo que conoce con lo que es cono­
cido”. Este tiempo que, igual que en Kant, constituye así la forma
del sentido interno, todavía no difiere en modo alguno del tiem­
po kantiano de la representación, sino que, al contrario, se iden­
tifica con él, es la estructura más profunda de la representación y
su condición última, la estructura de la oposición, aquélla que se
encuentra en la mera “relación de lo que conoce con lo que es
conocid o”: la oposición entre la experiencia interna y la experiencia
externa y a no es decisiva; lejos de cuestionar la esencia de la representa
dad, se sitúa en el interior de ésta y remite explícitamente a ella. Pode­
mos decir entonces qué, “a pesar de todas esas imperfecciones, la
percepción en la cual captamos los impulsos y los actos de nues­
tra voluntad propia es, con mucho, más inmediata que cualquier
otra percepción”, que “es el punto en el que la cosa en sí entra
más inmediatamente en el fenómeno, donde se ilumina de más
cerca por el sujeto que co n o ce "19; resta decir entonces que ese
fenómeno, esa luz, ese aparecer, ya no es el del querer mismo, sino
que difiere fundamentalmente de él. Por tanto, no hay otro apa­
recer que aquél, el del sujeto en su diferencia con aquello que
conoce, en consecuencia, el de la Diferencia: “Mi intelecto, el úni­
co capaz de conocer, es siempre distinto a mí como voluntad”20.
La voluntad está para siempre privada de ese fenómeno, de ese
modo único de fenomenización, ha vuel to a ser la cosa en sí des­
conocida e incognoscible. Y por eso si se pregunta acerca de la
voluntad: “Qué es, abstracción hecha de su representación”, es
menester decir que “esta cuestión quedará para siempre sin res­
puesta”. Así, Schopenhauer no ha podido cuestionar la esencia de
la representidad más que para zozobrar en una filosofía de la noche.
Lejos de descartarlo, el dilema abrumador del pensamiento occi­
dental se replantea con mayor fuerza: o la representación o el
inconsciente.
Con esta incapacidad de reconocer en su especificidad el apare­
cer propio del querer, se deshace también toda la filosofía del cuer­
po, perdiendo de un golpe la extraordinaria originalidad que poseía
gracias a otro pensador genial, Main de Biran, que la había desarro­
llado poco tiempo antes con los medios apropiados. Pues el cuer­
po original no es otra cosa que el querer mismo, aunque en su reve­
lación inmanente, y es por eso en realidad por lo que puede ser nues­
tro cuerpo, a saber, esta fuerza que podernos ejercer porque pode­
mos reunimos con ella, y con la que podemos reunimos porque
coincidimos con ella en el seno de un poder dé revelación que no
la pone ante nosotros, fuera de nosotros, como aquello de lo cual
estaríamos para siempre separados. El cuerpo, mi cuerpo, no es posi­
ble más que irrepresentado e irrepresentable. Por tanto, si com o
Schopenhauer ha reconocido por un instante, cuerpo y voluntad
son idénticos - “esa identidad del cuerpo y de la voluntad.. ., no
se debe únicamente al hecho de que ambos designan una misma
realidad, una sola y misma fuerza, sino a que la fuerza no es posible
más que como idéntica a sí en el seno de un auto-experimentarse
que es un auto-poseerse, que es el ser uno consigo de esa fuerza
como susceptible de ser aquello que es y de hacer aquello que hace.
La auto-revelación de la voluntad en calidad de auto-experimentar­
se en sí misma no sólo revela la voluntad en sí misma y tal como es,
la hace incluso posible como voluntad, como fuerza en calidad de
cuerpo. Cuerpo, fuerza, voluntad son nuestra morada, lo son en el
sentido de que su morar en sí mismos es en cada casó nuestro morar
en nosotros mismos, nuesuo Sí. Mientras moran en sí inismos, moran
en nosotros y nosotros podemos desplegarlos.
Por el contrario, esta condición ontológica de posibilidad de la
voluntad y del cuerpo es destruida desde el momento en que su
modo específico de revelación - e l auto-revelarse, el auto-experi­
mentarse, el auto-poseerse, es decir, incluso la esencia de la vida-
resulta silenciado o, mejor, totalmente desconocido, reemplazado
por el de la representación. Ahora, ésa es justam ente la situación
que se produce en Schopenhauer cuando la experiencia interna
de la voluntad no es nada más que su representación temporal. La
esencia, desde entonces desconocida y en sí incognoscible, de la
voluntad queda sustituida por la sucesión de los actos voluntarios
en el tiempo, actos que se me aparecen como otros tantos movi­
mientos corporales objetivos. Pero, ¿qué es lo que me permite vol­
ver a sentir esos actos como los de la voluntad? ¿Cómo puedo dis­
tinguirlos de los simples procesos naturales o de las modificaciones
del sentido interno? Ya no son más que representaciones, y Scho­
penhauer había mostrado justam ente que el sentido de las repre­
sentaciones no está contenido en ellas y que ellas no pueden ser
vividas como representaciones de la voluntad sino por cuanto ésta
nos es dada en otra parte. Cuando las condiciones de esta expe­
riencia original ya no existen, cuando querer y aparecer están diso­
ciados, se derrumba la posibilidad de ir tras la apariencia de la
representación para captar aquello de lo que es apariencia.
Esto es lo que acontece: especialmente en el caso de esta repre­
sentación particular que denomino mí cuerpo. Tras haber identi­
ficado la voluntad y el cuerpo, el § 18 del Libro I tendía a diso­
ciarlos, reservando, como hemos visto, el nombre de cuerpo para
la intuición representativa del movimiento corporal, para el cuer­
po objetivo. “Si”, decía Schopenhauer, “el cueqio entero no es más
que la voluntad objetivada, es decir; devenida perceptible”22. Pero
el cuerpo objetivo no puede darse como la voluntad objetivada
más que bajo la condición de una experiencia de la voluntad que
la revela previamente en sí misma.
Pues sólo si nosotros sabem os lo que es la voluntad podrá
ese cuerpo aparecérsenos como su objetivación. “La voluntad
es el conocim iento a priori del cuerpo; el cuerpo es el conoci­
miento a posteñori de la voluntad”23. A posteriori significa: como
nosotros experim entam os en nosotros la voluntad, y con ella
nuestro cuerpo -a u n q u e en calidad de ese cuerpo inm anente
que so m o s-, entonces podemos saber que ese cuerpo objetivo
no es más que la representación del primero, la representación '
de su fuerza, de su pulsión, de su querer, Pero he ahí que este
conocim iento a priori del ser en sí de la voluntad resulta nega­
do, no se manifiesta más que a través de sus formas fenoméni­
cas temporales, que son las formas fenoménicas temporales de
nuestro cuerpo representativo y de sus actos. Ese cuerpo repre­
sentativo deviene entonces la única manifestación posible de la
voluntad y, en consecuencia, la condición de su conocim iento.
De este modo, el pensamiento de Schopenhauer se encierra en
un círculo: condición a priori del conocimiento del cuerpo repre­
sentativo, la voluntad encuentra ahora en éste la condición de
su propio conocim iento. “Al final, el conocim iento que tengo
de mi voluntad, aunque inm ediato, es inseparable del conoci­
miento que tengo de mi cuerpo. No conozco mi voluntad en su
totalidad; no la conozco en su unidad, como tampoco la conoz­
co perfectamente en su esencia; no se m e aparece más que en sus
actos aislados, por tanto, en el tiempo, que es la fo rm a fen om én ica
tanto de mi cuerpo como de todo objeto: mi cuerpo es también la con­
dición del conocimiento de mi voluntad”2'*. La disociación progre­
siva entre la voluntad y el cuerpo con su corolario, la reducción,
por consiguiente, del cuerpo inmanente al cuerpo de la repre­
sentación, no se dan en Schopenhauer por sim ple azar de la
escritura, sino que son la consecuencia ineluctable y ruinosa de
la disociación previa del querer y el aparecer y, últimamente, del
desconocim iento de la esencia original de éste.

22 Ibíd., p. 104.
23 Ibíd., p. 105.
24 Ibíd., p. 106, cursiva nuestra.
La obnubilación del modo primitivo de revelación de la volun­
tad en sí corrompe toda la doctrina. Esta voluntad, cuyo conoci­
miento interior tenía que desvelarme el enigma del mundo, ya no
es más que el objeto de un discurso negativo. Su esencia se recons­
truye antitéticamente a partir del mundo fenoménico según un
juego de postulados que repiten todas las inceradumbres del kan­
tismo. En la medida en que el mundo fenoménico encuentra su
estructura en el principium individuationis, y en que las formas a
pnon de ia sensibilidad promueven por todas partes él reino de la
pluralidad, la voluntad, por cuanto escapa a ese principium, ha de
ser pensada, por ei contrario, como una en sí, com o.una fuerza
universal, el fundamento de la inferencia según la cual todos los
fenómenos, todas la tuerzas de la naturaleza que actúan en los
diversos reinos, mineral, vegetal o animal., no son más. que las mani­
festaciones de un mismo querer -según la cual hay identidad entre
la fuerza que yo experimento en mí, es decir, en el;sentido inter­
no, y todas las demás fuerzas que desgarran el univeíso-
Mientras que el mundo fenoménico obedece a la ley inflexible
del principio de razón, y que toda cosa aquí abajo tiene un fun­
damento, 1a voluntad, por el contrario, carece de fundamento, es
absolutamente libre en este sentido. De tal modo, sin embargo,
que todo lo que procede de esa voluntad que escapa al principio
de razón -nuestros actos, pero en primer lugar nuestro carácter-
procede necesariamente de ella, y ello no sólo a ojos del conoci­
miento fenoménico que se encuentra entre paréntesis, sino, sin
duda, en sí, por cuanto esta voluntad irracional se ha determina­
do intemporalmente. En resumidas cuentas, en la medida en que
el mundo fenoménico es el del conocimiento y que, más aún, es el
único modo según el cual es posible cualquier conocimiento, enton­
ces, la voluntad que escapa a ese mundo se caracteriza por la
Erkenntnislosigkeit, es desconocida, incognoscible e incapaz de
conocer, y su modo de ser es el de la ceguera.
Viíhátlosigkát, Grundlosigkdt, Erkenntnislosigkeit, Zieüosígkdt por
igual -ausencia de fin -, todas las determinaciones negativas cuya
significación teórica consiste en prohibir la aplicación del discurso
del mundo a la voluntad reciben subrepticiamente una significación
positiva sobre la cual va a construirse, de manera totalmente ilegíti­
ma, el pesimismo de Schopenhauer. Privada de toda razón, la volun­
tad no es más que una fuerza ciega cuyo desencadenamiento llena
el universo y el pueblo de absurdidades. Privada de fin, ya no es más
que un esfuerzo sin fin que recomienza indefinidamente aquello que
ha hecho, como puede verse en las fuerzas naturales, en la pesan­
tez, “esfuerzo continuo, unido a la imposibilidad de alcanzar el fin”25;
en la planta que se forma desde el brote primitivo hasta el fruto, que
no es a su vez más que el origen de un nuevo brote; en el acto de
procreación animal, en el que el individuo que lo ha llevado a cabo
se apaga progresivamente mientras otro recomienza el ciclo, etc. En
todas ias manifestaciones de la voluntad el fin es sólo ilusorio, en
realidad punto de partida de un proceso nuevo y ad ínfinitum. Una
en sí misma al fin y ai cabo, y al. no revestir más que la apariencia
de la pluralidad, esta voluntad que recomienza indefinidamente sus
procesos, los cuales se entrecruzan y se chocan por todas partes,
entra, pues, en conflicto consigo misma, llevando hasta el extremo
la absurdidad de este mundo absurdo. Así, las determinaciones
puramente negativas que resultan de la ausencia de todo estatuto
Íenomenológíco otorgado a la voluntad se trocan por las determi­
naciones pseudo-positivas que confieren al universo schopenhaue-
riano su imagen específica. De ahí que Schopenhauer anuncie ver­
daderamente a Freud al abrir una dimensión cuyo carácter irreducible
a todo conocimiento se ofrece como receptáculo de las construc­
ciones quiméricas de la especulación.
La precariedad de estas constmcciones se revela a plena luz a
propósito de una cuestión decisiva que ha proporcionado al sis­
tema de Schopenhauer la ocasión para su mayor contradicción, la
de la individualidad. Es un tesis clásica retomada por Kant que
la individualidad de un ser está suficientemente establecida por el
lugar que ocupa en el espacio y en el tiempo, puesto que la pre­
sencia de dos realidades en lugares o en momentos diferentes es
suficiente para diferenciarlos. Mantendrá esta visión de las cosas
cuando muestre que sí se emiten dos sonidos exactamente igua­
les (por tanto, dos “objetos” idénticos en cuanto a su quididad),
el segundo reproduciendo al primero, la situación respectiva de
esos dos datos inmanentes en el tiempo fenomenológico propor­
ciona el principio de su distinción rea!. No hay, pues, necesidad,
como pretendían Descartes y después Leibniz, de recurrir a las ideas,
y la diversidad en el concepto (Verschiedmhdt) ya no es la condi­
ción de la diferencia real (Vídheit), al encontrar ésta su condición
suficiente en la intuición. “Pues es por el intermediario del espa­
cio y del tiempo como aquello que es uno y semejante en su esen­
cia y en su concepto nos aparece como diferente, como una varie­
dad, sea en el orden de la coexistencia, sea en el de la sucesión”26.
Espacio y tiempo forman pues el pñncipium individuationis, expre­
sión heredada de la escolástica, y como co-definen la estructura
de la representación, ésta constituye en sí el lugar de la diferen­
cia de todos los seres y de su multiplicidad. En la medida en que
la esencia nouménica de la voluntad se construye negativamen­

36 Ibíd., p. 117.
te a partir de las estructuras y propiedades de la representación,
la voluntad se concibe, según hemos visto, como una esencia úni­
ca cuya totalidad de actos voluntarios, como en el caso de las
fuerzas, movimientos y formas que proliferan en la naturaleza, no
son precisamente más que las apariencias vacías y algo así com o
la difracción a través del prisma de la representación. Dado que
ésta opera una dim ensión de irrealidad, la pluralidad e indivi­
dualidad que le son inherentes no son en. sí mismas más que una
"apariencia”.
Esta desvaiorización de la individualidad, y, por ende, del indi­
viduo, es visible especialmente en su relación con la especie, la
cual es idéntica a la Idea y, como ella, una objetivación inmediata
y una realización verdadera de la voluntad27, una fon na eterna e
intemporal, mientras que los individuos perecederos/que la com ­
ponen no son más que la refracción ilusoria e indefinidamente
repetida a través del espacio y el tiempo. Con esta valorización de
la especie y esta desvaiorización del individuo, Schopenhauer des­
peja incluso la vía de Freud: “La naturaleza sólo' se preocupa de la
especie”28.
En Schopenhauer encontramos ciertas afirmaciones bien dife­
rentes, o, para decirlo todo, la afirmación contraria, a saber, que la
individualidad pertenece a la voluntad en sí y ia determina origi­
nalmente. Esta conexión original entre la voluntad y la individua­
lidad se deja reconocer en primer lugar en el cuerpo, por cuanto no
es otra cosa que la experiencia interior de la voluntad. En efecto, ese
cueipo aparece radicalmente individualizado, hasta el punto de que
sólo llega a ser un individuo en la medida en que el sujeto del cono­
cimiento - e n sí mismo pura mirada impersonal e indiferenciada-
se vincula a un cuerpo; por tanto, en su identidad con ese cuerpo
y por él: “El sujeto del conocimiento, por mor de su identidad con
el cuerpo, deviene un individuo”29. Volvamos a leer ese texto esen­
cial en el que la voluntad se revela siendo el individuo, no tanto
porque ella se contempla en la apariencia intuitiva de la represen­
tación y por efecto de ésta, cuanto justamente porque se le esca­
pa: “El concepto de voluntad es el ú n ico ... que no tiene su ori­
gen en el fenómeno, en una simple representación intuitiva, sino
que viene del mismo fondo de la conciencia inmediata del indivi­
duo”30 - “conciencia inmediata en la que”, añade el texto, “[el indi­
viduo! se reconoce a sí mismo inmediatamente en su esencia, sin
ninguna forma, ni siquiera la del sujeto y el objeto”. Por tanto, ya

27 Cf. ibíd., p. 289, en la que la Idea es designada como “una verdadera rea­
lización objetiva de la voluntad”.
28 Ibíd., p. 289.
29 Ibíd., p. 104.
30 Ibíd., p. 116.
no es posible afirmar que “es por el intermediario del espacio y el
tiempo corno aquello';que es uno y semejante en su esencia,.. se
nos aparece como diferente, como una variedad”; y la tesis que
funda el principium individuationis en la estructura de la represen­
tación entra invenciblemente en conflicto con la que echa las raí­
ces de la individualidad en la voluntad misma.
Ahora bien, esta última tesis, lejos de ser accidental, condicio­
na apartados enteros del sistema y, especialmente, la concepción
de la aprioridad tanto del carácter como del estilo, tan importan­
te en el dominio de la estética (y la estética de Schopenhauer ha
tenido a su vez una influencia enorme sobre las doctrinas estéti­
cas de los siglos xix y xx, y sobre el mismo arte). La intemporali­
dad de la voluntad, es decir, precisamente su heterogeneidad res­
pecto de la estructura temporal de la representación, funda el
carácter inteligible en virtud del cual un individuo actúa siempre
de la misma manera, o sea, en circunstancias semejantes repetirá
los mismos actos a lo largo de toda su historia. La multiplicidad
de éstos, a título de su diseminación a través de la forma tempo-/'
ral de la representación, lejos de poder constituir su individuali­
dad, es decir, la expresión por su parte de un mismo carácter, al
contrario, la presupone como una individualidad que pertenece a
ese mismo carácter inteligible y, con ultimidad, a la voluntad, de
la cual ese carácter es también expresión inmediata. De igual modo,
la teoría del estilo, es decir, de la unidad de las manifestaciones y
creaciones de un mismo individuo como unidad que encuentra
su fuente en su cuerpo, remite a la individualidad de ese mismo
cuerpo y, por tanto, a la de la voluntad, es decir, a una individua­
lidad que precede al tiempo en lugar de resultar de él.
La contradicción entre las tesis que fundan la individualidad,
la una en la representación y la otra en la voluntad, es tan fuerte
que conduce hasta la reconversión de una en otra, como puede
verse en la teoría del arte. Aquí el principio de individuación ya no
es el conocimiento: elevándose a la contemplación de las Ideas, y
hallando en ella su cumplimiento, se muestra ahora como aque­
llo que nos libera de la individualidad, la cual se revela deudora
del cuerpo, y por él de la voluntad. Así es, en efecto, como Scho­
penhauer interpreta la experiencia estética y el desinterés que se
le atribuye, en particular por Kant: como el advenimiento de un
sujeto liberado de los deseos y las pasiones del individuo, de la
voluntad pues, y abierto, por el contrario, a la percepción pura de
la cosa tal como es en sí, independientemente de la cadena de cau­
sas y razones que no explican su existencia más que a la mirada
ilusoria de la ciencia -independien temen te de su propia situación
respecto a nosütros también, es decir, todavía una vez más, de
nuestras motivaciones y nuestros intereses-. Semejante existencia
en sí de la cosa al descubrírsenos en la expenencia pura de su belle-
za -n o la experiencia de esta flor, sino de la flor en s í - es ia obje­
tivación inmediata de la vida, su Idea, indiferente al tiempo, a los
acontecimientos del mundo, así como a nuestros cuidados.
Ahora bien, esta existencia en sí de la cosa como objetivación
inmediata de la vida es en verdad la de la voluntad, pero la de la
voluntad ofrecida a un sujeto impersonal, es decir, a un sujeto que
ya no quiere. Así, el intercambio de papeles, o mejor, de determi­
naciones metafísicas entre la representación y la voluntad, se ha
completado: primitivamente inherente a la estructura'de la repre­
sentación e idéntica a ella, la individualidad es ahora la de la volun ­
tad, uno se libera de ella liberándose de dicha voluntad, confián­
dose a la luz pura del conocimiento impersonal, cuyos beneficios
Schopenhauer celebra a menudo. Iras haber descrito e l movimiento
de la experiencia estética como aquél en virtud del cual “se vuel­
ve toda la potencia de su espíritu hacia la intuición... se sumerge
por en tero... se olvida su individuo, .su volun tad..., n& se subsiste
más que como sujeto puro, como claro espejo del objeto”31, tras
haber subrayado "la supresión de la individualidad en el sujeto
cognoscente”32, Schopenhauer concluye su análisis como sigue:
“Hemos encontrado en la contemplación estética dos elementos
inseparables: el conocim iento del objeto, no considerado com o
cosa particular, sino como idea platónica, es decir, como forma per­
manente de toda una especie de cosas; luego, la conciencia, aquél
que conoce, no a título de individuo, sino a título de sujeto cognoscente
puro, exento de voluntad"33.
Atenuaremos un tanto la incoherencia de estas posiciones al
observar la modificación que afecta al concepto schopenhaueria-
no de representación o, más bien, a su verdadero desdoblamien­
to en el momento en que se trata precisamente de la experiencia
estética: al “fenómeno” espacio-temporalmente definido se yux­
tapone entonces la Idea, una suerte de arquetipo indiferente a los
individuos que son su reproducción monótona. Sin duda alguna,
la idea permanece sometida a “1a form a.,. más general de la repre­
sentación”, la cual “consiste en ser un objeto para un sujeto”34,
pero escapa a las “formas secundarias” que constituyen por sí solas
el “principio” de razón, es decir, de forma idéntica el de indivi­
duación. “Son las formas secundarias... las que toman de la Idea
la multiplicidad de los individuos”, igual que son ellas las que
hacen del conocimiento del sujeto un conocimiento individual.
La individualidad de los fenómenos y la individualidad del sujeto
que conoce, por tanto, residen exclusivamente en el pñncipium

3! Ibíd., p. 183, cursiva nuestra.


32 Ibíd., p. 174.
33 Ibíd., p. 202, cursiva nuestra.
34 Ibíd., p. 179.
individuatíonis, se puede concebir que, ajena a esas formas secun­
darias del espacio, el tiempo y la causalidad, no comportando “nin­
guna forma particular del conocim iento... que no sea la. forma y.
general de la representación”35, la objetivación inmediata de la
Voluntad en la Idea ignora, ésta, toda individualidad, ya clel lado
del sujeto cognoscente devenido puro espejo impersonal del obje­
to, ya del de éste, es decir, de la Idea. Resulta significativo enton­
ces que la experiencia salvadora de la belleza abóla la multiplici­
dad de los individuos presa de las luchas absurdas que libra en
ellos la voluntad, y esta misma Voluntad. Sin embargo, ¿por qué
al dejar el universo bienaventurado de la contemplación de las Ide­
as se vuelve a la consideración de ia voluntad, por qué, se pre­
guntará, esa misma voluntad está marcada con el sello de la indi­
vidualidad, de igual modo que esos fenómenos? ¿Cómo una
individualidad así es capaz de alcanzarla en su realidad nouméni-
ca, si ésta se explica solamente por las formas de la intuición sen­
sible y es inherente a ellas?
Tal vez sea momento de acordamos de algo que hemos dicho
acerca de la indeterminación de la tradición filosófica en relación
con el ego y, más precisamente, con la esencia de la ipseidad. Las
incertidumbres que atestigua aquí el pensamiento de Schopen-
hauer no son más que una consecuencia entre tantas otras del sin­
gular silencio de Descartes sobre el problema esencial, y ello en el
momento en el que lo situaba, aunque de modo desapercibido,
en el centro del devenir de la cultura. Pues la cuestión de la indi­
vidualidad, si somos capaces al menos de reconocerla en su sig­
nificación radical, no difiere de la de la ipseidad, mienta la misma
esencia y es idéntica a ella. De ahí que convenga, en primerísimo
lugar, abrigar las más grandes dudas sobre la posibilidad de dar
cuenta de algo como un individuo a partir de las foimas de la repre­
sentación y de lo que la funda últimamente, a saber, la estructura
ekstática de un mundo. Si el individuo toma su esencia del Sí de
la ipseidad, y no es posible más que gracias a él, si, como ya se ha
mostrado, la esencia de esta ipseidad reside en la auto-afección
original de la vida, es decir, en una afección que excluye de sí de
manera insuperable cualquier ek-stasis, entonces ío que deviene
inmediatamente absurdo es la pretensión misma de encontrar el
fundamento del individuo en la representación y en sus formas.
Consideremos de nuevo y con más atención la manera en que
Husserl da cuenta de la individualidad a partir de la situación tem­
poral, dar cuenta que se beneficia de la extraordinaria aportación
de la naciente fenomenología a la elaboración del concepto de
tiempo. Dicha cuestión llega a ser el objeto de una problemática

35 lbíd., p. 180.

!
explícita cuando se trata de fundar la posibilidad de un tiempo
objetivo, es decir, de explicar cómo se puede instituir en la corrien­
te universal de los datos fenomenológicos inmanentes un orden
fijo, idéntico y objetivo de esos datos. Fijémonos, por ejemplo, en
la audición de una impresión sonora que dura (ejemplo que faci­
lita la reducción, es decir, la puesta entre paréntesis de las apre­
hensiones transcendentales): la fase originaria en la que nace esta
impresión se convierte inmediatamente en una fase'"recién pasa­
da”, mientras que surge sin. cesar una fase nueva. Ahora bien., mien­
tras esta fase, que ha sido la fase originaria, se desliza en el pasa­
do y se aleja más y más de nosotros, permanece como “la misma”.,
con el mismo contenido impresivo, con la misma situación tem­
poral (precederá siempre a la fase que la sigue, seguirá siempre a
la fase que la precede) y es mentada como tal, como: idéntica a ella
incluso inmediatamente después de hundirse en el pasado. Este
“permanecer idéntico a si misma” de la fase sonora/que constitu­
ye su individualidad es ahí el objeto de una mención, es una sig­
nificación que enlazamos en nuestra representación, (por más que
se trate de una representación “inm anente” sobre el contenido
sensible, abstracción hecha del objeto transcendente que se supo­
ne que figura), mientras que fluye y zozobra en un pasado cada
vez más lejano y, ai límite, en el “inconsciente".
Sin embargo, esta presentación --esta mención- de la fase como
idéntica a sí misma, y, por ende, en su individualidad irreducible,
lejos de poder fundar ésta, al contrario, la presupone. Sólo porque
esta fase es en sí misma idéntica a sí misma, en último caso, por­
que en sí es un Sí, es por lo que, deslizándose hacia la retención
y todavía en las manos de ésta, puede ser representada como aque­
llo que es, como idéntica a sí misma todo a lo largo de su fluir. Por
tanto, el problema de su individualidad se plantea al nivel de la
impresión originaria, de la Urimpression, y es ahí donde hay que
resolverlo. Ahora bien, la impresión originaria (de ese sonido, por
ejemplo) es “absolutamente no modificada”, lo que justam ente
quiere decir que todavía no ha sufrido la modificación retentiva,
que esa primera dehiscencia ekstática que es el deslizamiento en
el “recien pasado” no le afecta todavía. Como tal, está presente
por entero o, para decirlo mejor, viva. En esta situación originaria
es donde recibe el sello de la individualidad hasta el punto de estar
marcada por ella para siempre, y de llevar esa marca todo a lo lar­
go de su ulterior deslizamiento en el pasado,
¿En qué consiste entonces ese sello original de la individuali­
dad? No en el contenido de la impresión, sino en el hecho de que
ella es ahora lo experimentado, absolutamente: ella y ninguna otra.
Es el ahora en calidad de fuente y definición de una situación tem­
poral absoluta el que individualiza absolutamente la impresión,
mientras que otro ahora, el siguiente, por ejemplo, individualiza­
rá otra impresión: “La misma sensación ahora y en otro ahora posee
una diferencia fenomenológica- que corresponde a la situación tem­
poral absoluta; es la fuente originaria de la individualidad del ‘éste’,
y por eso de la situación temporal absoluta”. E incluso: “El pun­
to sonoro, en su individualidad absoluta, es mantenido en su mate­
ria y en su situación temporal, siendo esta última la única que cons­
tituye la individualidad”36.
Pero, ¿por qué individualiza el ahora? ¿Por qué ese ahora, com ­
prendido como una posición temporal pura -abstracción hecha
de su contenido, es decir, del contenido variable de la impresión--
está con todo vinculado a ella? ¿Por qué la demostración de la indi­
vidualización por el ahora se hace precisamente a propósito de la
impresión -y, lo que es más, de la impresión originaria- más bien
que a propósito de un bastón, de una ideología o de una ecua­
ción? ¿Por qué, incluso, si aquello que individualiza es una posi­
ción temporal pura, se invoca preferentemente la forma pura del
ahora antes que la del recién pasado, o incluso del pasado en gene­
ral, o del futuro? Porque el ahora no es capaz de proporcionar el
fundamento y la fuente de toda individuación posible más que por
cuanto su esencia es idénticamente la de la ipseidacl, es decir, la
de la vida, a saber, el impresionarse a sí mismo en el que sólo
la impresión es posible como impresión originariamente viva, de
tal manera que en el impresionarse a sí mismo constitutivo de toda
presencia original no se produce ninguna dehiscencia, ni la del
pasado -aunque sea del recién pasado--, ni la del futuro, de tal
manera también que en la inmanencia radical de esta presencia
viva no hay ninguna forma separada de un contenido y opuesta a
él, sino solamente la presencia de ese contenido como su propia
presencia a sí mismo, como su auto-afección.
Resulta significativo, para volver a Schopenhauer, ver que el
doble régimen que se establece respecto al concepto de voluntad
en su relación con la cuestión de su individualidad - o de su no-
individualidad- obedece a las prescripciones que acaban de ser
indicadas. Mientras la voluntad sea considerada como una reali­
dad de orden óntico y, finalmente, como un hecho, sin ni siquie­
ra preguntársele sobre su posibilidad última en calidad de fuerza,
entonces, en efecto, el pensamiento se deslizará fácilmente de “la”
voluntad a la idea de un principio único y universal de las cosas
cuya pluralidad es puesta en la cuenta de la estructura intuitiva del
espacio y el tiempo, es decir, finalmente, del estallido ekstático,
mientras que la designación exterior de cada uno de los elemen­
tos que proceden de esta puesta en el exterior de sí, indefinida­

36 Husserl, Lefom pour unephénoménologie de ¡a consáencc intime du temps, trad.


Henri Dussort, París, PUF, 1964, 2.a ed., 1983, pp. 86, 87.
m ente repetida de la realidad, hace de ella, a buen seguro, una
entidad individual o, en todo caso, un individuo. Es sólo en el
momento en que el querer se vincula al aparecer original que io
determina como el querer-vivir, y como una modalidad de la vida,
cuando su individualidad hasta entonces desapercibida, incluso
explícitamente negada, aflora “al fondo de la conciencia inmedia­
ta del. individuo”, como aún puede verse en los numerosos textos
arriba ci tados que vinculan el querer y el individuo, y los oponer)
de consuno a la representación repentinamente desprovista, en
calidad de contemplación estética, en calidad de esencia pura, de
la luz que es “la cosa más delectabie"31', de las ansias de la indivi­
dualidad.
Ahora bien, este reconocimiento finalmente confesado de la
individualidad del querer es esencial, sólo él hace posible los gran­
des análisis de la doctrina -lo s del egoísmo, la crueldad, la pie­
d ad - y les dota de seriedad. La teoría del egoísmo.repite las con ­
tradicciones del pensamiento de Schopenhauer y, ert; cierto modo,
las lleva a su límite más extremo. Descansa a la vez sobre la tesis
del principium indivíduationis, que hace de la individualidad una
simple apariencia y 1.a consecuencia de la representación, y sobre
aquélla que por el contrario vincula de nuevo al individuo con la
voluntad en sí y lo identifica propiamente con ella. Puesto que el
espacio y el tiempo son las formas de la representación, la volun­
tad, una en sí, debe, por cuanto ella se representa y se manifiesta
en la representación, “manifestarse por una pluralidad de indivi­
duos”38, de tal manera que esta pluralidad no la alcanza, no alcan­
za al ser en sí de la voluntad, cuya esencia permanece por entero
presente en sí e indivisible. Entonces se crea una disimetría que
deviene rápidamente operatoria entre esa voluntad que contiene
en sí la totalidad de su ser y que quiere todo, entre esa voluntad
hambrienta que no conoce más que su deseo y se entrega a él sin
reservas, y, por otra parte, ese m undo de apariencias que flota
delante de ella, todas esas cosas que no son más que para ella, pre­
paradas para serle entregadas, para ser trituradas por ella, simples
medios para su conservación y su crecimiento.
Lo que le falta a esta descripción para que llegue a ser la del
egoísmo es el individuo, como individuo real, no obstante, no el
que proviene de la diseminación en el espacio o en el tiempo y
que no es aun más que la individuación de una parte con el carác­
ter de exterior a todas las demás, sino el individuo que coincide
con el ser en sí de la voluntad y con su querer infinito. Pues si la
individualidad no aparece más que del lado de la representación,

37 Le monde comme volonté et comme representa don, op. cit., I, p. 210,


38 Ibíd., p. 346.
no es todavía más que la de las cosas y, de todos modos, es iluso­
ria: destruyéndola, la voluntad sólo destruye una apariencia y la
lucha carece de seriedad. Pues es de la lucha de los individuos
entre sí, como una lucha muy real, es del bdlu m om n iu m contra
omnes de lo que se oye hablar y habla el § 61 del Mundo. Con todo,
en esta lucha no son sólo los individuos -p o r otra parte aparen­
tes- los escarnecidos, mutilados, utilizados y finalmente, aniqui­
lados, es también un individuo el que escarnece, mutila, utiliza y
mata. La voluntad que quiere todo, que asóla la tierra y trata las
cosas y a los otros como simples medios, es en cada caso la volun­
tad de un individuo. El egoísmo sólo es posible en esa coinciden­
cia de la voluntad con un individuo, en esa coincidencia de cada
individuo con la esencia entera de la voluntad.
El § 61 da claro testimonio de ese deslizamiento que desplaza
progresivamente la individualidad de la esfera de la representación
a la de la voluntad, y que hace correlativamente de ésta no un prin­
cipio impersonal, sino una voluntad que es cada vez la de un indi­
viduo, y lo lanza, con esa fuerza infinita en él, contra todos los
demás en los que habita la misma fuerza. Después de haber decla­
rado, a propósito de la voluntad, que la pluralidad fenoménica de
los individuos no le atañe y la deja intacta en su esencia infinita e
indivisible, después de haber reafirmado de esa esencia que defi­
ne la realidad que sólo en ella reside la voluntad, el texto designa
bruscamente al individuo como la sede de ese descubrimiento por
sí del ser en sí de la voluntad, descubrimiento que lo embarca en
el proceso sin freno de su deseo destructor: “En cuanto a esa esen­
cia en sí, a la realidad por excelencia, es en el interior de ella mis­
ma y sólo ahí, donde la encuentra [la voluntad]. De ah í que cada
uno quiera todo para sí, que cada uno quiera poseer todo, gobernar
todo al menos; y todo lo que se opone a él querría poder aniqui­
larlo”39.
La voluntad en el hombre se une a la inteligencia, es decir, a
una mirada que considera todo aquello que no es él, comprendi­
dos los individuos, como simple objeto suyo, existiendo sólo para
él, desapareciendo si él mismo desaparece. Pero sólo en la medi­
da en que esa mirada es para él mismo la única mirada -e n con­
secuencia, debido a su inmediatez, a su ipseidad-, com o igual­
mente en la medida en que la voluntad es de un individuo y éste
se identifica por completo con la voluntad, Schopenhauer puede
escribir: “Todo individuo en calidad de inteligencia, por consi­
guiente, es realmente, y se aparece a sí mismo como, por entero
la voluntad de vivir”40. Aquí la mirada no es más que la de la volun­
tad, el “su jeto” de la representación y el “sujeto” de la voluntad
coinciden en el individuo, el cual no es otro que su aparecer ori­
ginalmente a sí mismos en sí mismos, es decir, justamente su ipsei-
dad y la esencia de la vida en ellos. “Así, cada uno aparece como
siendo la voluntad toda entera y la inteligencia representativa toda
entera, mientras que los otros seres no le son dados'en primer lugar
más que en estado de representaciones, y representaciones en él:
también, para él su ser propio y su conservación deben pasar ante
todo en el mundo”. Entonces, en efecto, se explica esa singulari­
dad del egoísmo: “que cada individuo, a pesar de su pequeñez,
aunque perdido, aniquilado en mitad de un mundo sin límites,
no se toma en menor medida por el centro de todo, haciendo más
caso a su existencia y a su bienestar que a los de todos los--.demás”41.
Todo ello bajo una condición, veamos: a condición de que la indivi­
dualidad sea la experiencia inmanente de ¡a realidad en lugar de su repre­
sentación ilusoria.
Otras muchas dificultades vienen a alterar el pensamiento de
Schopenhauer y a hacerlo incierto, cuando no contradictorio. Ya
hemos aludido a la fluctuación del concepto, sin embargo esen­
cial, de objetivación, el cual tan pronto, y lo más a menudo, sig­
nifica el aparecer de la representación en el sentido de una pre­
sentación en la exterioridad y por ella de aquello que existe ya en
sí, como significa cierta suerte de creación verdadera llamada a dar
la consistencia de la efectividad a aquello que sin ello carecería de
ésta. Esta ambigüedad surge especialmente cuando se trata de la
doble objetivación de la voluntad según la forma completa o incom­
pleta de la representación. Según la forma completa, al encontrar
su esencia en el príncipium individuationis, 1a objetivación de la
voluntad desemboca en la multiplicidad eflorescente de sus mani­
festaciones individuales que, a causa de la función desrealizadora
de la representación, corresponden a otras tantas ilusiones y son
parientes del sueño. Según la forma incompleta, es decir, “la más
general” de la representación, la cual no comporta ya más que la
oposición del sujeto y el objeto, abstracción hecha del principium
individuationis, la objetivación de la voluntad hace surgir el uni­
verso de las Ideas, que son las matrices de las criaturas y de las
cosas y que, al diseñar los moldes y las formas según los cuales se
lleva a cabo eternamente el querer-vivir, parecen componer la estruc­
tura infinitamente real del mundo. “La voluntad, en su acto pri­
mitivo de objetivación, determina las diferentes Ideas en las que
se objetiva, es decir, las diferentes figuras de las criaturas de toda
ciase"'12. La experiencia estética nos abre a esta primera estructu-
ración de lo real, sin duda no en calidad de un conjunto de ilu­
siones, sino a esa “objetividad lo más adecuada posible”43 de la
voluntad que, al permitimos comprender el secreto del universo,
nos prepara para desligamos de él. De esta realidad dei mundo de
las Ideas podemos alegar la razón de que, completamente igual
que la voluntad misma, prescinde de la razón44. De acuerdo con
esta división de su concepto, división que, empero, se produce en
el interior de la esfera de la representación, la objetivación de la
voluntad designa tanto el paso de la existencia electiva como, al
contrario, el surgimiento de la apariencia, el despliegue del velo
de Maya.
Ahora bien, esta ambigüedad no es debida al azar, nos remite
más bien a la laguna central de la filosofía de Schopenhauer, aque­
lla alrededor de la cual se organizan todas las demás: la ausencia
de todo estatuto positivo del concepto de voluntad, o mejor, su
negación. Por una parte, el conocimiento inmediato es el princi­
pio y el fundamento de todo conocimiento mediato. La experien­
cia interior de la voluntad, su aparecer original con la investidura
de nuestro cuerpo inmanente, nos hace experimentar el mundo de -
la representación como un mundo de apariencias y comprender
a una esas apariencias como las manifestaciones de la voluntad,
como sus fenómenos. Lo otro que la representación, lo comple­
tamente otro, nos entrega la llave de ésta. Schopenhauer es ju s­
tamente el pensador que, al poner en tela de juicio el concepto
de la esencia del ser como representidad, y ello de manera radi­
cal, abre la vía de una filosofía de la vida, vida que él aprehende
bajo el título de voluntad y corno querer-vivir. Pero, ¿cuál puede
ser, si no es la representación, la vía de acceso a la vida, qué modo
original de revelación nos la entregará en sí misma tal como ella
es? ¿Y ello de tal manera, más profundamente, que ese modo de
revelación será constitutivo en sí mismo y por sí mismo de la esen­
cia de la vida?
Schopenhauer carece de respuesta para esta pregunta. Cuan­
do las tentativas de captar su ser en el fondo del cuerpo del indi­
viduo han fracasado, y la voluntad en sí queda entregada al incons­
ciente, todo lo que podamos acopiar sobre ella ha de ser, al
contrario, del lado de la representación. Tras haber interrogado a
la voluntad sobre el secreto del mundo de la representación, vemos
que, por el contrario, éste se propone como el único testimonio
posible que pudiéramos poseer sobre la realidad de la voluntad.
“La sola conciencia general que la voluntad tenga de sí misma es

43 Ibíd., p. 18CL
‘H “No hay más que los fenóm enos... de los cuales puede darse una razón:
la voluntad prescinde de ello, así como la idea en que se objetiva de un modo ade­
cuado’' (ibíd., p. 168).
la representación total, el conjunto del mundo que percibe”45. “La
voluntad, la voluntad sin inteligencia (en sí ella no es en absoluto
otra cosa), deseo ciego, irresistible... esta voluntad, digo, gracias
al mundo representado que viene a ofrecérsele, y que se desarro­
lla para servirla, llega a saber lo que quiere, a saber qué es aquello
que quiere: ese mismo m u n d o :.. ”46 Surge así lo que llegará a ser
la paradoja del pensamiento moderno: cuanto más se someta la
representación a la crítica, y más contestada sea en su pretensión
de igualarse con la realidad y de poder hacerlo, más se definirá
nuestra época contra ella y se comprenderá corno la "era de la sos­
pecha”; y más se extenderá el imperio de esta representación, has­
ta el punto de incluir todo en ella, más aparecerá como ei princi­
pio de todo conocimiento y, por ende, también de toda salvación
posible. Y ello porque, más que nunca, en el mismo momento en
que parece estar puesta en tela de juicio, constituye y sigue cons­
tituyendo la única esencia de la manifestación y del ser, Así se pro­
duce una sorprendente inversión de los valores, queencuentra su
conclusión en el freudismo: el cuestionamiento de la.representa­
ción, que desemboca en el. establecimiento de su reino en exclu­
sividad y propiamente a su dictado.
Sin embargo, es este dictado lo que Schopenhauer había roto,
y ello no solamente contestando la capacidad de la representación
para representar la realidad, sino oponiéndole, en lugar de la X de
una entidad misteriosa, eso que él llama la voluntad, es decir, la
fuerza. Y de ahí que El mundo como voluntad y como representación
despeje la vía de un pensamiento completamente nuevo. Ya que,
como hemos mostrado, la oposición a la representación de la fuer­
za deja de ser ingenua, y en cierto modo precrítica, desde que se
perfila por detrás de la misma fuerza la cuestión más radical de su
esencia última, es decir, del aparecer que la hace posible en cali­
dad de fuerza, aparecer que es justam ente la vida. Es entonces
cuando el pensamiento de la representación, y del ek-stasis que le
sirve de apoyo, tiembla verdaderamente sobre sus cimientos, por­
que, con el del aparecer, es el mismo concepto de ser lo que vaci­
la. Lo que Schopenhauer prohibe en todo caso, lo que descarta
definitivamente, no sobre el plano de la historia que es, según él,
el de los mismos errores indefinidamente reproducidos, sino con
respecto a las esencias, a las posibilidades y a las imposibilidades
de principio que éstas rigen, es una tentativa insidiosa que tiende
a borrar la irreductibilidad de la fuerza y del campo impensable
que despliega, y ello reduciéndola justamente a la representación,
haciendo d d movimiento de la fuerza el movimiento de la misma repre­
sentación.

45 Ibíd., p. 170.
Una tentativa parecida es la de Leibniz, a la que Heidegger pres­
ta una atención complaciente. Se trata en principio de denunciar
una vez más el reino de la representidad mostrando cómo deter­
mina a su vez la concepción leibniziana de la fuerza. Al mismo
tiempo, sin embargo, y más sutilmente, la originalidad de la fuer­
za resulta negada por esta integración explícita y deliberada en la
representación, la cual se inscribe, a pesar de todo, en la historia
del ser, encuentra su origen último en. la {patrie; -d e tal modo, final­
mente, que los presupuestos de la verdad griega reman, a pesar de
su alteración y por ella, sobre el conjunto de la “metafísica occi­
dental”, reduciendo a ellos, al ek-stasis, toda forma de ser. De entra­
da, la concepción leibniziana se sitúa en la prolongación del cogi­
to, reducido al yo me represento, y descrita como su avatar. Se trata
de comprender la nueva esencia de la realidad, que reside, como
se ha visto, en la representidad, es decir, en un sub-jectum cuya rea­
lidad efectiva consiste en la efectuación del representar por mor
del cual todo ente se mantiene en el ser: “La aclualitas de ese sah~
jectum [el cual es el hombre] tiene su esencia en el actus del cogi­
tare (perripere)”47. A partir del momento en que el actus es el del,
percipere, resulta evidente que toda acción es en lo sucesivo redu­
cida a la de ia representación. Por cuanto el efectuarse es en reali­
dad el del representar, no consiste en un efectuar cualquier cosa
sino un efectuarse a sí mismo, es decir, que “está en sí mismo refe­
rido a sí (aufsich zu)'\ y ello porque el representar no sólo es un
representar cualquier cosa, sino, electivamente, aun cuando de for­
ma explícita y según hemos explicado ampliamente, un represen­
tarse a sí mismo. Se puede escribir entonces: “En cuanto cada vez
trae algo delante de sí, el efectuar lleva a cabo una re-misión [Zu~
stdlung] y re-presenta [vor-stellt] así de cierto modo lo llevado a
efecto. Efectuar es en sí mismo un re-presentar (percipere)”.
Con Leibniz se añaden dos notas a la percepción cartesiana,
que hacen de ella más claramente un efectuarse a sí misma, a saber,
la unificación y la apetición. En tanto, según el decir de Leibniz,
la percepción no es nada más que la expresión de lo múltiple en
lo uno, la mónada que está dotada de percepción y se define por
ella, es en sí misma el unificar original que “unificando desde sí,
se remite lo múltiple, y tiene en este representar remisivo mismo
la esencia de su estar en sí, de su constancia, es decir, de su reali­
dad efectiva”48. En la medida en que ese unificar que actúa en ella
constituye la actualitas de la mónada y la determina como un efec­
tuarse a sí misma, éste no designa otra cosa que la esencia de la
representación, idéntica como tal a una actio, a esta actio que cons-

17 Heidegger, Nietesdie, op. di., II, p. 349. [N. de los 1: Nietzsche II, op. di., p.
355.]
tituye su actualitas y la determina a una como una realidad efecti­
va. A esto se añade el hecho de que el multum que el representar
unificador dispone cabe sí no es un multum cualquiera, sino esen­
cialmente limitado, es el mundo, pero representado según el pun­
to de vista particular desde el que lo considera cada mónada. Por­
que éste no representa ei universo más que a partir de un punto
de vista y en una concentración que corresponde a dicho punto
de vista, cada representar está habitado por una apetición especí­
fica que traduce* más allá de su propio mundo, su relación con el
universo. Así es como “en ei representar esencia un progreso que
impulsa m ás allá de él”49, y en virtud de la cual todo representar
es por esencia “transitorio”.
Desde entonces, se crea en el seno de cada representación,
debido a su finitud, es decir, de hecho debido a la finitud del ek-
stasis, un movimiento en virtud del cual se rebasa continuamente
a sí misma, una acción, si se quiere, por mor de la cual cada per­
cepción tiende continuamente a cambiarse por otra más vasta y
más comprehensiva, de tal manera que ese movimiento que no
tiene lugar sin prefigurar el rebasamiento intencional de lá con­
ciencia husserliana, se presenta como no teniendo fin. De este
modo, el movimiento, la acción -q u e son algo completamente dis­
tinto, que toman su posibilidad principia! en un aparecer que igno­
ra todo ek-stasis y lo expulsa radicalmente de s í- resultan asimi­
lados, al contrario, a un carácter de la representación y explicados
a partir de él. “Esta ‘apetición5”, dice Heidegger, “es el rasgo fun­
damental del actuar eficaz en el seno de la representación”. Y, de
hecho, el § 15 de la Monadología declara: “La acción del principio
interno que realiza el cambio o el paso de una percepción a otra
puede llamarse Apetición: es cierto que el apetito no puede alcan­
zar siempre y por entero toda la percepción a la que tiende, mas
siempre consigue algo de ella, y alcanza percepciones nuevas”. El
principio interno de la acción no es, pues, más que la acción del princi­
pio interno de las representaciones, principio en virtud del cual se
cambian constantemente unas por otras, principio que es el de la
“apetición representante”. De acuerdo con dicho principio, ape­
tición y representación (perceptio) no son dos realidades distintas,
ni siquiera dos caracteres indisociables, sino la única esencia de la
realidad en calidad de realidad eficaz que consiste en el efectuar­
se a sí mismo del representarse. “Perceptio y appetítus no son dos
determinaciones de la realidad de lo real eficaz que sólo se gene­
rarían posteriormente, sino que su unidad esencial constituye la
simplicidad de lo verdaderamente uno y, por tanto, su unidad, y,
por tanto, su entidad {Seiendhdt}". ¿Se dirá acaso que el movi-
mien to así descrito en virtud deí cu al cada representación es un
apetición (Anstrebung), un esfuerzo Hacia una unificación más com­
prehensiva de lo múltiple, es justam ente el de la representación,
dado como tal. y que no pretende reducir a él toda especie de movi­
miento, toda fuerza posible, aún menos la esencia de ésta? Muy al
contrario, es justamente la esencia de la fuerza en general lo que
Leibnlz entiende circunscribir en el cambio de las representacio­
nes. El § 12 de la Monadología afirma: “Y generalmente podemos
decir que la fuerza no es otra cosa que el principio del cam bio”.
Texto que Heidegger comenta en estos términos: “Aquí, ‘cam bio’
no se refiere en general a cualquier devenir otro, sino a la esencia
transitoria de la representación apetente”50
La apetición de la representación, en consecuencia, la esencia
de ésta, no sólo define la esencia de la fuerza, sino que, hacién­
dolo, define la esencia de la realidad en general en calidad de rea­
lidad eficaz y, como tal, el ser de todo ente posible. “Leíbniz lla­
ma al principio del ente eri cuanto tal: vis, ¡afores, la fuerza. La
esencia de la fuerza no se determina por la generalización ulterior
de algo eficiente que ha sido experimentado en alguna parte, sino'
a la inversa: la esencia de la fuerza es la esencia originaria de la enti­
dad del ente [Seiendhdt des Seiendenl ”51.
En tanto constituye el ser de todo ser posible, la fuerza desig­
na entonces la esencia de la subjetidad devenida desde Descartes
la esencia de la subjetividad, pero esta fuerza que se propone des­
de ahora como el fundamento de toda cosa no es nada más, y nada
menos, que el movimiento de la percepción: “Todo subjectum está
determinado en su esse por la vis (perceptio-appetitus)”. Eí hecho
de que la fuerza, lejos de abrir una dimensión nueva del ser, se
reduzca, en calidad de “apetición”, a la esencia de la representa­
ción y a su movimiento inofensivo, con no menos claridad, se dice
así: “Con la universalidad de la esencia de orden representativo de
la realidad se ha revelado el rasgo fundamental del representar, la
apetición”52. Se calibra mejor entonces la extraordinaria ruptura
que lleva a cabo, en esta historia de la verdad griega, un pensa­
miento que ya no busca el fundamento de la realidad en la repre­
sentación, no más que en su último soporte ek-stático, sino en su
rechazo. Sin embargo, al descartar, tanto como le ha sido posible,
la representación, al abrir la vía de una filosofía de la vida, Scho­
penhauer levanta inevitablemente múltiples problemas, esencia­
les y nuevos, que han de ser objeto ahora de una elucidación más
radical.

50 Ibíd., p. 354. [N. dé los T: ibíd., p. 360.]


51 Ibíd., p. 353. [N. de los T: ibíd., pp. 359-360.]
52 Ibíd., p. 354. ¡N. de los T: ibíd., p. 360.]
C a p ítu io 6

La vida y sus propiedades. La represión


Vida quiere decir, pues, dos cosas: por un lado, la voluntad, el que­
rer-vivir, un deseo sin blanco, sin objeto y sin fin, su reiteración
indefinida. Pero ese concepto de vida del que Schopenhauer dedu­
ce obstinadamente sus implicaciones grandiosas y trágicas, per­
manece afectado, nosotros ío hemos dejado entender, por una inge­
nuidad principial en la medida en que, lejos ele tener en cuenta la
esencia de la vida y tematizarla, ni siquiera da forma a la idea de
ésta. Puesto que no se trata de afirmar que la vida es ese querer
hambriento y sin reposo, o cualquier otra modalidad de la exis­
tencia que la problemática guste de privilegiar, es menester pri­
mero mostrar cómo semejante querer, por ejemplo, pertenece a la
vida, cómo es un querer vivo. Lo que constituye en él la esencia
de la vida, como cualquier otra determinación portadora de esta
esencia original, es su auto-afección independientemente de la
diferencia “entre el sujeto y el objeto”, entre lo “conocido y el cog-
noscente", independientemente de la Diferencia como tal. Al con­
cepto óntico y p re-crítico de la vida como querer, conviene opo­
nerle entonces radicalmente el concepto ontológico en virtud del
cual el querer es, en primer lugar, algo más bien que nada en la
inmanencia del sufrir primordial que hace de él un querer vivo..
Comenzamos a entender así cómo -antes que el de Nietzsche-
el pensamiento de Schopenhauer desarrolla sus azarosas afirma­
ciones en un ir y venir entre esos dos conceptos de la vida. Pues
la unidad entre la vida y la voluntad se deshace constantemente.
La vida, cuya posibilidad interior se conquista por el rechazo de
la representidad y que, en la filosofía post-kantiana, encuentra
como tal su sitio en la cosa en sí, precisamente en la voluntad con
la cual se identifica entonces, no le confía durante mucho tiempo
su esencia. Y ello porque la vida no es una X misteriosa, el objeto
de no se sabe qué suputación, ella es la manifestación, lo que esta
ahí primero y la efectividad de una presencia. Es lo que quiere la
voluntad por cuanto, cosa en sí kantiana, esta voluntad es todavía
inconsciente. La voltmtad quiere la vida, es decir, su manifestación, y
-en una metafísica que no rechaza la representación más que para
poner el inconsciente- quiere, por tanto, la única manifestación
que conoce y que subsiste, la manifestación en el mundo, la repre­
sentación: “Y como eso que quiere la voluntad es siempre la vida,
es decir, la pura manifestación de esta voluntad, en las condicio­
nes convenientes para ser representada”, se sigue de ello que “la
vida, el mundo visible, el fenómeno no es más que el espejo de la
voluntad”, que “la vida tiene que ser como la compañera insepa­
rable de la voluntad”, y que “por todas partes donde haya volun­
tad habrá vida, un mundo al fin y al cabo”1.
La realidad ha sido comprendida por Schopenhauer como una
realidad hambrienta, como la realidad que porta en sí la carencia
de la realidad. Lo que significa ese hambre, esa carencia, se aclara
bruscamente al mismo tiempo que el querer-vivir nos desvela su
verdadera esencia: esa carencia es la del aparecer sin el cual nin­
guna realidad puede extrañarse fuera de la nada, sin el cual no es
ni siquiera una ficción, ni siquiera una sombra. El hambre y la sed
schopenhauerianas son las de los comienzos alemanes --de Boeh-
me y de Sch ellin g -, de todo lo que, oscuro en sí, se eleva y se
esfuerza hacia la luz a fin de hallar el ser. Temible ha de ser enton­
ces la tensión de aquello que hace el esfuerzo hacia lo que va a
hacer posible su propia existencia, temible la voluntad del querer-
vivir, si es verdad que, en ese querer, es efectivamente su propia
posibilidad de ser lo que está enju eg o: el simple poder-vivir de
ese querer mismo. Sin embargo, como en el campo abierto por la
metafísica occidental, que encuentra su origen en la verdad grie­
ga, el único modo reconocido de manifestación es el del ek-stasis
que deviene, tras su elaboración kantiana, la-esencia de la repre­
sentación -la representidad-, es a ésta a quien la voluntad deman­
da su propia manifestación, a saber, su posibilidad, de vivir; deman­
da la vida a un medio de luz al que la vida se hurta por principio.
Más terrorífica que la tensión del querer hacia la efectividad de su
propia vida, es la ineluctabilidad de su fracaso, por cuanto ese que­
rer-vivir se obstina en buscar la vida donde no está. El pesimismo
de Schopenhauer se alimenta secretamente de un contrasentido
ontológico que el no inaugura, como tampoco lo cumple. La vuel­
ta a comenzar indefinida del deseo en calidad de esfuerzo de la
voluntad hacia una realidad que no puede advenir al campo de su
apertura al mundo, la repetición conjunta del fracaso con el que
tropieza semejante proyecto, y que encuentra su motivación en las
estructuras últimas del ser, eso es lo que el autor del Mundo como
voluntad y com o representación reivindica sin tregua com o prueba
de su teoría del querer-vivir, mientras que eso consiste, todo lo
más, en un sínsentido filosófico.
La disociación de la voluntad y la vida recorre todo el curso del
texto schopenhaueriano. Se echa de ver en que, para la voluntad, el
hecho de querer, es decir, de afumarse, no se limita al ejercicio inma­
nente de su esencia, sino que consiste en su manifestación, la cual
no es concebida de otra manera que como su objetivación bajo la for­
ma de un mundo; y esta manifestación, que es una representación,
es también la vida, “El hecho de que la voluntad se afirma” quiere
decir: “Cuando, en su manifestación, en el mundo y en la vida, ella ve su
propia esencia representada en ella misma con plena claridad,.. ”2.
En consecuencia, la vida se transforma en un mundo de apariencias
cuya proliferación y renovación continuas son el signo de ese querer
descamado en busca de una existencia, es decir, justamente, en bus­
ca de esa manifestación de la que por sí mismo está desprovisto. “El
querer-vivirdice también Schopenhauer, “se esfuerza violentamen­
te hacia la existencia, toma formas innombrables”3. Por todas partes;':
la voluntad se describe como una sujeción a la vida que no tiene su
fundamento en su objeto -la vida-, sino en el sujeto que experimenta
esa sujeción4, es decir, en el querer privado en sí del elemento de la
realidad. Esta sujeción de la voluntad a la vida es de forma idéntica
su adhesión ai cuerpo. Los órganos reproductivos son el hogar de la
voluntad, las necesidades sexuales y todas las demás experimentan
la reivindicación incesante en nosotros del querer-vivir, son los testi­
gos obsesivos de la sed de existir.
Sin embargo, la inmanencia de la voluntad al cuerpo o, incluso,
su identidad con él, que dotan de profundidad a la primera apro­
ximación al cuerpo en el Libro I, son incompatibles con la tesis,
que prescribe a la voluntad, abandonada al inconsciente, la bús­
queda de la realidad de su fenomenicidad fuera de ella, precisa­
mente en el cuerpo, pero en un cuerpo que pertenece desde aho­
ra a la esfera de la representación, al “mundo” de la vida. A una
con el desplazamiento decisivo, ya entrevisto, del estatuto del cuer­
po, la tesis de la “afirmación” de la voluntad deja aparecer su ambi­
güedad. Todo sucede, en efecto, como si, en un momento dado,
esta afirmación de la voluntad no fuese ya su auto-afirmación y, en
lo que atañe al cuerpo, la puesta en movimiento de sus poderes y
su libre juego, el desencadenamiento querido por ellos de los ape­
titos y las necesidades: al cuerpo, a la vida, a sus deseos, se super­
pone ahora una suerte de acto puro del querer -la voluntad-, que
puede investirse de ellos y darles su asentimiento, pero también
rechazarlos. Entre este acto y su manifestación corporal se insti­
tuye un espacio, una diferencia, una contradicción, “la contradic­
ción... entre la voluntad y su propia forma visible”. Semejante
espacio es el de la representación -prueba de ello es el proceso de
fragmentación de la voluntad inherente al prinápium individuatio­
nis co-constitutivo de toda representación como tal-: “Ahora, la
voluntad repite en una infinidad de individuos este acto de afir­
mar su sujeción al cuerpo”5.
Así, la vida, al dejar de coincidir con la voluntad, y de definir­
se por ella, deviene, al contrario, su objeto, el objeto de su afir­
mación, es "esa vida que es preciso querer o no querer”6. Lo mis-

3 Ibíd., II!, p. 163


4CÍ. ibíd., p. 53.
3 Ibíd., I, p. 349.
6 Ibíd., p. 322.
mo sucede con el cuerpo. De este intervalo entre la voluntad, y la
vida nacen las categorías de la ética, el bien y el mal, o mejor, lo
bueno y lo malo. La vida es un mal por cuanto se propone como
la repetición incansable de un deseo que no alcanza jamás su meta,
es el cuerpo atravesado y laminado por ese deseo que lo hostiga­
rá hasta su muerte, Pero el verdadero mal consiste más bien en la
afirmación de la vida, en la adhesión a ese cuerpo miserable, el
malvado es justamente aquel que dice sí a sus pulsiones: “Ei mal­
vado por la energía que pone en afirmar la vida.. ,5,/. Ese es el fun­
damento de la injusticia, el hecho de C]ue el malvado “no se con­
tente con afirmar la voluntad de vivir tal como se manifiesta en su
cuerpo; sin o ... que lleva esa afirmación hasta negar la-voluntad en
cuanto aparece en otros individuos”8. La salvación consiste, por
el contrario, en el rechazo de esa vida que suscita en el viviente su
perpetua desgracia antes que extenderla a todo aquel que le rodea,
en la medida en que la afirmación de la vida en cada; Uno acarrea
inevitablemente su expolio en otro. :
Se ve fácilmente donde encuentra su condición cíe. posibilidad
semejante conversión: en el diferimiento que se abre entre la vol un­
tad y la vida y que permite a aquella ya no querer a ésta:. “La volun­
tad entonces se desliga de la vida”9. Dicho diferimiento todavía
tiene que recibir aquí su verdadero sentido; el desligamiento que
promueve no es un concepto ético, es el despliegue de la distan­
cia fenomenológica gracias a la cual la voluntad permite verse a sí
misma bajo el aspecto de la vida, ese verse a sí mima bajo la for­
ma de un ver la vida que hace posible el ya no querer la vida, la
conversión de la voluntad misma. Como en las filosofías clásicas,
como en el freudismo que les sigue, la salvación se lleva a cabo gra­
cias a la mediación de un conocimiento, el cual consiste en la repre­
sentación, es decir, en una reflexión también, dos cosas que son
sólo una, por cuanto la representación del mundo no es en Scho­
penhauer más que la representación de sí de la voluntad, es decir,
su propia reflexión. Se trata de fortificar por todas partes “el cono­
cimiento. .. de la verdadera naturaleza del mundo, con vistas a que
este conocimiento llegue a ser el calmante supremo de mi voluntad”.
E incluso: “Sólo gracias a este conocimiento puede la voluntad supri­
mirse a sí m ism a... La naturaleza produce precisamente la voluntad
en la luz porque es sólo en la luz donde ella puede encontrar su libe­
ración”10.
Sin embargo, en esta descripción de la salvación, se ha opera­
do un deslizamiento insensible. Para la voluntad se trataba de negar

7 lbíd., p. 385.
8 Ibíd., p. 380.
9 Ibíd., p. 397.
10 Ibíd., pp. 418, 419, cursiva nuestra.
Ia vida, de romper su sujeción alcuerpo; pero el cuerpo, la vida,
no es más queda representación de la voluntad, su cumplimiento
fenoménico. No querer ya la vida, para la voluntad, significa, pues,
en realidad, no quererse ya a sí misma, no querer ya. Se ve así, tras
haberse dicho que “la voluntad entonces se desliga de la vida”,
que semejante desligamiento presupone el de la voluntad con res­
pecto a sí misma, su auto-negación. El texto añade: “La voluntad
se repliega: ya no afirma su esencia, representada en el espejo de
los fenómenos, la niega”. En el mismo pasaje, el “horror” ante la
vida y sus placeres deviene en el asceta honor ante la misma volun­
tad: “Esta voluntad ha caído en el horror después de que se ha
conocido a sí misma”. El análisis de la castidad muestra claramente
que la supresión de las necesidades corporales no es más que la
auto-supresión de la voluntad y su simple consecuencia: “la cas­
tidad señala... que la voluntad se suprime a sí misma, al mismo:
tiempo que la vida de ese cuerpo que es.su manifestación”11.- .
Aquí se nos descubre el carácter puramente aparente, el carác­
ter ilusorio de la oposición entre la vida y la voluntad, si es ver­
dad que toda acción sobre la vida es idénticamente una acción-
sobre la voluntad. La oposición entre la vida y la voluntad es el
conocimiento; su apariencia, es la apariencia del conocimiento,
su ilusión. ¿Se reconocerá entonces en esa apariencia despro­
vista de todo poder, el poder liberarnos de la vida y de la volun­
tad misma, es decir, de la esencia del fundamento de todo poder
posible? La filosofía de Schopenhauer se encuentra con la para­
doja que, de una manera o de otra, perseguirá a todos los pen­
samientos a cuyo nacimiento ha dado pie: separar radicalmen­
te vida y representación, como la realidad y la irrealidad, y
demandar, empero, a la segunda que actúe sobre la primera, e
incluso que la transforme de la base a la cima. En efecto, uno
de los temas y de las mayores aportaciones del Mundo como volun­
tad ha sido afirmar el primado de la vida y la determinación por
ella de toda forma de conocimiento, de suerte que el intelecto
no puede ser nunca más que su “criado”, una instancia encar­
gada de justificar sus empresas, pero no de inventarlas. La crí­
tica de la ética- en la medida en que la ética mora fuera de la
vida y es la encargada de asignarle desde el exterior las normas
y las órdenes- se presenta como una consecuencia entre tantas
otras de esta crítica del saber: “una ética que pretendiese mode­
lar y corregir la voluntad es imposible. Las doctrinas, en efecto,
sólo actúan sobre el conocimiento, pero éste no determina nun­
ca a la misma voluntad"12.

%
Estas dificultades conducen a una elucidación radical de la rela­
ción entre la voluntad y la vida. Semejante elucidación ha de tomar
Como hilo conductor aquello que constituye, más allá de todas las
contradicciones, la intuición decisiva de la doctrina, a saber, la opo­
sición en la represen labilidad entre aquello que debe ser pensado
corno la realidad y la esencia de toda cosa, así corno la inteligen­
cia interior de esa realidad a partir de dicha oposición. Aquéllo que
despliega su esencia independientemente de la representación, es
decir, de lo Dimensional extático que le aporta su luz, permanece
en sí, en su inmanencia radical. Lo que permanece en sí es- la Vida.
La piedra no pennanece en sí, no más que cualquier ente, no más
que el ser de ese ente, es decir, su modo de ser pensado a partir
de él como su condición a priori de posibilidad. La cohdición a
priori de posibilidad del ente es su capacidad de ser representado,
la cual remite a la exteriorización del ek-stasis y, finalmente, a 3.a
eclosión original de la <j}í>cn<; de la que procede. Pensado por sí
mismo, el ser no puede ser más que como la vida. No esda volun­
tad lo que mienta en primer lugar Schopenhauer, sino aquello que
escapa a toda representación y que, en su heterogeneidad respec­
to de ella, constituye precisamente el ser, el movimiento,da vida,
Hemos mostrado por qué lo que escapa a toda representidad
es ahora pensado com o voluntad, por qué se deja captar como
querer-vivir, como hambre y como necesidad: Schopenhauer, inca­
paz de asignar un estatuto fenomenológico riguroso a aquello que
él comprende como esencia de la realidad, incapa2 de pensar la
esencia más inicial del aparecer como antecedente de la represen-
tidad, se encuentra al mismo tiempo ante el concepto bastardo
que es el centro de su filosofía, el de una realidad sin realidad, una
vida que no se experimenta a sí misma, que no es la vida, sino el
querer-vivir, la necesidad inextinguible de una revelación que él ya
no constituye en sí mismo y por sí mismo y que demanda enton­
ces al “mundo”13.
Por tanto, el elemento central del descubrim iento schopen-
haueriano no es la voluntad, sino su condición, una condición que
no se desprende de ella, sino que la hace posible. Esta condición,
a saber, la esencia de la vida, es la inmanencia. Es la inmanencia
de la voluntad la que la determina enteramente, la que determina
justamente su oposición irreducible a la represen tidad. Es la inma­
nencia de la voluntad la que hace de ella la realidad -e n tanto no
decae al rango de un querer-vivir que busca su realidad en el mun­
do de la irrealidad-, y que, al mismo tiempo, lo descalifica. Pero

13 Atendiendo a la claridad de la exposición, hemos distinguido un concep­


to óntico y un concepto oncológico de la vida; vemos en realidad que el primero
procede secretam ente del segundo, o, más exactamente, de la incapacidad de
Schopenhauer para proseguir su elaboración adecuada.
no son sólo estos grandes temas del sistema que recordamos, sino
todos los demás, los que reciben de esta inmanencia su secreta ilu­
minación. Schopenhauer interpreta la voluntad de manera general
como deseo sin fin. No sólo porque, en. calidad de querer-vivir, ésta
se esfuerza en vano por realizarse sin conseguirlo nunca, no ponien­
do así término alguno a su esfuerzo. Es, de modo más original,
porque no tiene ningún fin en el sentido de una meta, y no tiene
ninguno porque, al efectuarse por entero en sí misma y no yendo
nunca más fuera de sí, jam ás puede darse cosa alguna como la
representación de una meta, como tampoco instituir la distancia
que la separaría de ella, es decir, de sí misma. Lo que hay al fon­
do de estas aserciones demasiado rápidamente recogidas es la rela­
ción de la voluntad consigo misma, su ser primitivo en calidad de
inmanencia.
Ésta es la razón por la que la otra formulación schopenhaue-
riana de la tesis según la cual la voluntad carece de meta, la afir­
mación de que esta voluntad es vacía, debe ser entendida a su vez.
como lo hará Nietzsche, es decir, propiamente invertida. Que la
voluntad es vacía quiere decir: que está llena, tiene, longitud, anchu­
ra, al tura y profundidad y llena todo su ser; por ninguna parte, en
ningún momento, se levanta por encima de sí ni despliega más
allá de sí la vacuidad de ningún espacio. Que la voluntad es vacía
quiere decir: al no llevar a cabo el ek-stasis y al no proyectar nin­
guna representación ante su mirada, no quiere nada, justamente
ninguna meta, no persigue ningún fin, no la determina ningún
motivo, ninguna razón. La voluntad está vacía, no por efecto del
vacío de su mirada, sino porque no tiene mirada. Tal es el porqué,
porque son “independientes de todo conocimiento”, los seres que
habita la voluntad “no se presentan como tendentes a un fin que
los atrae, sino como empujados por una energía invisible”14. Estos
seres son también los hombres, que “no [son] llamados por delan­
te, sino empujados desde atrás; no es la vida la que los atrae, es la
necesidad la que los oprime y la que los hace marchar”15. Es tan
insólito el sentido original de la vida en calidad de inmanencia, es
tan extraño a toda representidad, que Schopenhauer no puede evi­
tar evaluarlo desde ésta. Aquel que, en el espacio abierto de la
representación, se mueve en virtud de un principio que no se repre­
senta nada, es como un hombre que titubea: “Un individuo empu­
jado a la fuerza a pesar suyo se revuelve como puede, y la confu­
sión que resulta produce a menudo un efecto bufo”36.
Sucede siempre que, a pesar de esta incapacidad para repre­
sentarse cualquier cosa, o, más bien, a causa de ella, a causa de su

14 Ibíd., 111, pp. 165-166.


15 Ibíd., p. 172.
16 Ibíd.
inmanencia radical, la voluntad está por completo en sí misma,
completamente ella misma, y no deja de ser y de querer aquello
que es. “La afirmación de la voluntad”, dice Schopenhauer en una
proposición esencial, “es la voluntad misma”17. Cercenada de toda
referencia al mundo, de toda referencia al. ente y a su ser, abando­
nada de tal modo a sí misma, la voluntad ya no es nada más que
su propia esencia, no lleva a cabo más que lo que lleva a cabo esta
esencia, quiere, indefinidamente, inexorablemente, es “la volun­
tad infatigable”18, un “resorte infatigable”19 y, como constituye el
ser de la realidad, el ser de todo ser; “todo ser quiere sin descan­
so”20. La irreductibilidaci de esta pulsión, su ignorancia, del mun­
do entero, el hecho de que su “razón suficiente no se encuentra
en el mundo exterior”, es lo que la determina como "un impulso
ciego, un instinto sin fundamento y sin motivo”21, una acción, al
fin y a la postre, que no toma su principio más que de sí, en una
indeíerencia absoluta para con todo lo que no es ella,
De este modo se explica incluso el carácter terrible de la volun­
tad, la manera como, cual las hordas de fuertes de las que se apres­
ta a hablar Nietzsche y que van a asolar alegremente la tierra, sur­
ge en un universo al que ella no atiende en absoluto, porque ella
no es portadora de la menor parcela de ese universo, porque no
tiene ninguna representación de él. Schopenhauer ha descrito la
existencia que toma su determinación interior de la voluntad como
una suerte de alternancia entre la proliferación de las preocupa­
ciones, cada una de las cuales no cesa sino para ceder su plaza a
otra, y el enojo -en o jo tan insoportable que la recaída en la preo­
cupación y su juego sin fin, junto a la necesidad de fabricar fines
artificiales, le parece todavía, y con m ucho, preferible-. Pero ya
hemos descubierto el principio de ese vacío mortal del enojo; prin­
cipio que es también el de su inversión nietzscheana en la expe­
riencia indecible de la plenitud; no expresa nada más que la con­
dición original de la voluntad en su heterogeneidad respecto a toda
represen ti dad, nada más que su inmanencia.
Con el reconocim iento de la esencia original de la voluntad
como inmanencia se cumple uno de los mayores descubrimien­
tos de la filosofía de la vida, el del estatuto de la acción y de su
posibilidad verdadera. La acción, ciertamente, como todo lo que
es, sólo es posibilitada por el ser. Si el ser es interpretado a partir
de la verdad griega y como un ek-stasis, de esta manera también,
última e inevitablemente, ha de ser comprendido e! ser de la acción.

17 Ibíd., I, p. 341.
18 ibíd., 111, p. 23.
19 lbíd., p. 170.
20 Ibíd., p. 27.
21 lbíd., pp. 170-171, 170.
La acción es una pro-ducción. Pro-ducir la copa de plata de la que
nos habla Aristóteles, por ejemplo, es una respuesta a lo que la
copa es ahí ante nosotros, pronta á se r ofrecida en sacrificio. Pro­
ducir quiere decir entrar en la presencia, conducir algo hacia su
aparecer, dejar que se avance en la venida. Para poder entender lo
que en su esencia es la pro-ducción, Heidegger cita el B anquete,
donde Platón dice: “Toda acción de ocasionar aquello que, desde
lo no presente, pasa y avanza a presencia es Ji0ÍT]0"ig, producir, tra-
er-ahí-de-lante”22. Por tanto, producir significa permitir pasar de
lo no-presente a la presencia. Pero la presencia es la del ek-stasis,
razón por la que, por otra parte, se lleva a cabo como un paso a
partir de su contrario, de ío no-presen te. El texto de De la esencia
deí fundamento dice con precisión: “Pro-ducir delante de sí el mun­
do”23. La acción, a fin de cuentas, es la acción de la cpí)Gic; mis­
ma, es la eclosión.
Semejantes presupuestos, en su radicalidad, no sólo dominan
el modo de pensar griego o heideggeriano. La metafísica de la repre­
sentación es el avalar de este pensamiento. La concepción extática
de la acción llega a ser en el mundo moderno su explicitación a par­
tir de la representidad. Actuar no es solamente poner fines, dis­
poner medios, es decir, en cada caso representarse, lanzar ante sí,
establecer a partir de sí y referir a sí aquello que debe ser hecho; es,
en lo que atañe al hacer mismo y a aquello que debe ser hecho, rea­
lizarlo, conducirlo a la existencia, o sea, precisamente al estado de
lo ob-jetualizado. La acción, no sólo en sus pormenores, sino en sí
misma, es una ob-jetivadón, digamos, incluso, el proceso de una
representación. Sólo porque el ser de la acción ha sido previamen­
te reducido al de la representación, recíprocamente, la representa­
ción, por ejemplo, el “yo me represento” del cogito, puede ser com­
prendido como una acción; o el movimiento de la representación
leibniziana, como el de una acción real y como la esencia de ésta,
como la esencia de la fuerza.
Como la voluntad es una acción sin representación, Schopen­
hauer opera una inversión radical de los presupuestos que forman
el fondo mudo de todo idealismo. En efecto, es tan radical esta
inversión, tan difícil de abordar por el pensamiento que, para lle­
varla a cabo, el autor del Mundo lo ha hecho en dos veces. En un
primer momento, la acción sin representación no puede ser más

22 Essais ct Conférertces, trad. de A. Préau, París, Gallimard, 1958, p. 16. [N.


de ¡os T: existe Traducción al castellano, Heidegger, M., Conferencias y artículos (trad.
de E. Barjau), Ediciones del Serbal, Barcelona, 1994, p. 14; cf. Platón, Banquete,
en Diálogos lll (trad. de M. Martínez), Gredos, Madrid, 1988, p. 252.]
23 “llessence du fondemem”, en Qu’esf-ce que la métaphysique? Trad. de A. Cor-
bin, París, Gallimard, 1938, p. 90. [N. de los I ; hay traducción al castellano, Hei­
degger, M., “De ¡a esencia del fundam ento”, en Hitos, op. cit., p. 136, traducción
parcialmente modificada por nosotros.]
que “ciega” y, puesto que la representación es el lugar de toda dis­
posición y de toda organización, en el que se sitúan los fines y los
medios, las coordenadas y las directrices, resulta una acción abe-
rrante -d e suerte que aq uel que actúa empujado contra su volun­
tad, sin ser atraído por la representación de un fin, sin poder poner
ante sí sus puntos de referencia, se agita como un títere-; produ­
ce, dice Schopenhauer, “un efecto bufo”.
En efecto, hay que ponderar todo aquello que, con esta puesta
entre paréntesis de la representidad, resulta expulsado de la esfera
de la acción, una acción desde ahora inmanente, que no se adelan­
ta hacia nada, que no precede ni aclara ningún proyecto: no sólo
toda finalidad en general -la cual consiste justamente en la inserción
de la representación en la voluntad-, sino también la pretensión más
corriente de alcanzar en la vida práctica “seguridad” alguna y al fin
y a la postre, una certidumbre, inevitablemente comprendida como
la prosecución y la obtención de una evidencia, es decir, precisa­
mente, como el cumplimiento teleológicó de la' conciencia repre­
sentativa e intencional. Al contrario, privada de ésta, y. de todo aque­
llo que se funda sobre ella, de toda forma posible de saber, en
consecuencia, la voluntad va actuar sola, su acción'será la simple
actualización interior de una esencia que ignora el mundo.
Ahora bien -y este es el segundo momento de la inversión scho-
penhaueriana, el que abre por completo la vía a una filosofía de la
vida, y en primer lugar a la de Nietzsche-, la acción así definida,
como ajena a la luz del ek-stasis, ignorante pues del mundo y de
todo lo que pasa, de los obstáculos que va a encontrar y contra los
cuales, al no verlos, va a estrellarse inevitablemente, esta acción
ciega alcanza el éxito, está segura, cierta y, más aún, infalible. Has­
ta el punto de que, perfecta en sí misma y por sí misma, en su indi­
ferencia hacia todo cálculo y toda suputación, hacia toda forma de
evaluación racional y de conocimiento, es, por el contrario, la inser­
ción de éste en ella lo que viene a perturbar gravemente y a am e­
nazar su ejercicio: “Con el advenimiento de la razón, esta seguri­
dad, esta infalibilidad [de las manifestaciones inmediatas de la
voluntad! se desvanece casi por co m p leto ”24. La voluntad sin
la razón, la acción sin la representación, es el instinto. El término
instinto no sólo designa semejante proceso de manera exterior y
a posterioñ, sino que porta en su carga semántica la sorpresa que
no deja de suscitar un comportamiento ciego y exitoso, el presti­
gio del que se rodea: “la seguridad del instinto”, “la infalibilidad
del instinto”, “el misterio del instinto”.
En la corriente del pensamiento post-schopenhaueriano, es
Edouard von Hartmann quien, en su obra famosa sobre La filo so ­
fía del inconsciente, ha disertado con la mayor complacencia sobre
el carácter milagroso del instinto, y Ha celebrado esta actividad sor­
prendente que actúa por todas partes en el universo y en nosotros
mismos, dando gracias a su autor, al Altísimo, a Dios -ia l Incons­
cien te!-. ¿No es significativo ver al nuevo ídolo de los Tiempos
modernos hacer su entrada con la investidura de ese personaje
majestuoso? Y, ante él, cuántos espectadores embobados y des­
concertados; los admiradores extasiados de lo maravilloso y sus
denigradores gruñones, tod o s los creyentes que, aunque sea por
ese aire extraño, esperan encontrar a su Dios perdido, los sabios,
encantados de oír hablar mal de su más vieja enemiga, la conciencia
(la conciencia, cuya ejercítación no es más que toda su actividad),
pero furiosos ai ver cómo vuelve al mismo tiempo el otro adver­
sario con el que creían haber ajustado cuentas desde hacía largo
tiempo. (De ahí que, hacen notar ellos, los fenómenos del instin­
to hayan de ser traídos a sus justas proporciones, se trata ju sta­
mente de fenómenos objetivos que la ciencia explica o explicará,
según sus leyes -tod o lo contrario, pues, de un milagro-. Por otra
parte, el instinto no tiene nada de infalible, se equivoca a menu­
do, la esfexa...) Y, detrás de todo ese mundo sobresaltado, la masa
de psicoanalistas porvenir, tratando de hacerse una opinión: ibra-
vo por el inconsciente, pero el nuestro no tiene nada que ver con
el de Hartmann! Y ello a pesar de que Hartmann no haya proble-
matizado sobre otra cosa que la voluntad de Schopenhauer, cuyo
estatuto, según el mismo Freud, define el de los instintos: “Scho­
penhauer, el gran pensador, cuya 'voluntad’ Inconsciente puede
equipararse a los instintos anímicos del psicoanálisis”23,
Pero, ¿quién es el que así habla? ¿A quién ha de parecerle cie­
ga, inconsciente, catastrófica la acción que se ejerce fuera de la
esfera del saber, en la ignorancia cíe medios, sin meta? Al pensa­
miento que sitúa la posibilidad del ser en la representabilidad. ¿A
quién ha de parecerle milagrosa, si se desarrolla con éxito, esa
acción ciega, ignorante de sus metas y de sus medios? Con res­
pecto a este mismo pensamiento, Schopenhauer piensa como Hart­
mann. Schopenhauer piensa que una acción ciega y que no esca­
pa a su ceguera ni por un instante, no puede traer más que
consecuencias ruinosas, contradictorias, y dar lugar al asolamiento
de la tierra. Hartmann piensa que esta acción ciega y que no deja
de ser tal, por cuanto alcanza su meta, debe ser la de un Dios, que
el Inconsciente es divino. Con esta primera fase divina de su exis­
tencia, el Inconsciente nos revela aquello que oculta en su noche:
más bien que una pulsión inconfesable, la absurdidad de una meta-

23 S. Freud, "Une difficuké de ia psychanalyse”, en Essais de psychanalyse appii-


quée, trad. M. Bonaparte, Les Essais, París, Gallimard, 1933, p. 147; GW, XII, p.
12. [N. de los I : Una dificultad del psicoanálisis, O. C . , III, p. 2436.1
física que sitúa la posibilidad del ser en su represen labilidad, y la
necesidad que tiene de mudarse inmediatamente en su contrario.
Sin embargo, antes de perderse bajo la Forma de consecuen­
cias trágicas o milagrosas en el campo de visión metafísica de la
representidad, la tesis de la inmanencia de la acción rechaza radi­
calmente esta representidad. El hecho de que la acción no se efec­
túe nunca en el espacio abierto deí ek-stasis, de que no sea por­
tadora ni de metas ni de medios, de nada que sea representable,
menos aún del poder de traerse a sí misma ante sí en la repre­
sentación, no la hace ni absurda ni incomprensible: ¡a no-repre-
sentabilidad de la acción constituye mucho más certeramente su posi­
bilidad misma. La posibilidad de la acción es el permanecer en sí
misma y el estar consigo del ser que actúa y se encuentra como
tal siempre y ya en posesión de los poderes que lo constituyen y,
a renglón seguido, en condiciones de desplegarlos. El ser que es
uno solo con sus propios poderes y que recibe su esencia de su
capacidad de desplegarlos es el cuerpo. El cuerpo no. se define
por el conjunto de sus poderes -ver, oír, sentir, tocar, tomar, mover­
se, e tc .- más que por cuanto sus poderes son los suyos,es decir,
que toma su esencia de 1a posibilidad de ejercerlos. Ahora bien,
semejante posibilidad es idénticamente la de sus poderes consi­
derados en sí mismos, la que hace de cada uno de ellos indistin­
tamente un poder, y un poder del cuerpo. La corporeidad origi­
nal es el alma en el sentido de Descartes, es la inmanencia, es la
vida.
Si la voluntad de Schopenhauer es a su vez un cuerpo, es por
la misma razón, porque tiene su condición última no en el simple
hecho de querer, sino en que ese querer le es a él mismo inheren­
te, y en su coherencia consigo. La voluntad no tiene necesidad de
un cuerpo, o de la vida, como una manifestación externa a ella y
que le sirviera de espejo. Su manifestación es su fuerza, la cual con­
siste en el ser consigo y en la Unidad original en virtud de la cual
toda cosa es aquello que es y recibe la potencia de ser. La volun­
tad reposa de este modo sobre una fuerza que es anterior a ella, y
como tal la sabrá captar Nietzsche. Es esta fuerza, a decir verdad,
la que Schopenhauer piensa ya bajo el título de voluntad, si es ver­
dad que ésta se define originariamente por su heterogeneidad res­
pecto de la representación. Pues es la relación ekstática y espe­
cialmente, la relación ekstática consigo mismo, la que está ausente
ahí donde una fuerza libera su poder. La voluntad conjura metas
y medios, proyectos, suputaciones y cálculos sobre la base de esa
fuerza; sobre la base de esa fuerza original que, lejos de poder ser
reducida, descarta insuperablemente toda pro-ducción. La refu­
tación de la metafísica de la representidad y de su origen en la
(púcu; no es teórica, sino práctica, consiste en el simple recono­
cimiento del hecho de la corporeidad. Por todas partes donde en
el mundo -e s decir, fuera de é l- prodiga un cuerpo su fuerza, la
metafísica del ek-stasis está ya entre paréntesis.
Para disociar la voluntad y el cuerpo, cuando éste ya no es más
que el objeto de una representación intuitiva, Schopenhauer hace
valer el hecho de que la conservación del. cuerpo se lleva a cabo
por mediación de un conjunto de necesidades que lo atraviesan,
a las cuales está sometido y cuya efectuación incansable escapa a
su propia voluntad. Así, este cuerpo, en sus actividades de beber,
comei; procrear, se muestra esencialmente pasivo. Al hablar de “la
contradicción entre la voluntad y su propia forma visible”, el autor
del Mundo añade: “En vano realiza el cuerpo externamente, median­
te los órganos reproductivos, la voluntad de perpetuar la especie:
esta perpetuación en sí misma no es querida”26. Pero, ¿acaso no
es adecuado afirmar de la misma voluntad lo que se afirma del
cuerpo? La voluntad quiere, pero su acto de querer no es en modo algu­
no querido por ella. Es precisamente porque la voluntad quiere, sin
ser en ningún momento señora de su querer, por lo que esta co n ­
dición es también la del cuerpo -q u e no es sino la misma volun­
tad-, y por lo que las necesidades del cuerpo no dejan también de
querer sin ser nunca queridas ellas mismas. El desdoblamiento ilu­
sorio de la voluntad en el cuerpo objetivo hace creer que esa volun­
tad podría querer o no querer -n o querer ese cuerpo, sus necesi­
d ades-. El ek-stasis de la representación crea el espacio de una
libertad, la cual se funda sobre el n o ... de su nada: no querer ese
objeto, el que la voluntad puede tanto no querer, como quererlo
cuando ella quiera. Pero el cuerpo original, el cuerpo real, no difie­
re de la voluntad. Como tampoco conoce el ek-stasis, como tam­
poco tiene la libertad de desplegar más allá/más acá de sí el espa­
cio de una distancia gracias a la cual sería lícito escapar de sí,
pro-ponerse a título de objeto, de su querer o de su no-querer.
Igual que ella, está bloqueado en sí mismo, encerrado en su ser
propio: es inmanente, está vivo.
Con la inmanencia de la voluntad nos vemos reconducídos a
la esencia de la vida. La vida es la experiencia original de sí en el
sufrirse a sí mismo, de tal suerte que, sobre el fondo de esta esen­
cia que hace de él un viviente, todo aquel que vive está roblado
consigo para ser por siempre aquello que es.
El hombre, según Schopenhauer, está clavado a la rueda de
Ixión, condenado a querer con un querer sin fin. Dicho estar-robla­
do-a-sí, esta condición que es la de la voluntad, no se la da la volun­
tad a sí misma, no resulta ni de su querer, ni de su poder. En la
esencia del querer reside su anti-esencía, el no poder quererse o
el no quererse de ese mismo querer. No poder es la mayor de las
fuerzas. En la voluntad yace una fuerza más grande que ella, que
la precede y contra la cual nada puede, la fuerza que la entrega a
sí misma y a su propio ser. Esta fuerza es la de la vida, es la fuerza
del ser, la agrupación edificadora que da toda cosa a sí misma.
Semejante fuerza, que no es la acción de la voluntad, que no es
una acción sino su contrario, es la pasión de ser, el sufrir primiti­
vo en virtud del cual la esencia del ser es idénticamente la de la
vida, ju n to a la inmanencia y como su condición última, toda filo­
sofía de la vida encuentra inevitablemente su segunda determina­
ción esencial: la afectividad,
La nota mas sobresaliente de la obra de Schopenhauer co n ­
siste en ubicar la afectividad en el centro de su discurso, no a la
manera de un tema explícito y deliberado, sino cóm o aquello
que se encuentra por todas partes, como aquello que atraviesa
la existencia y determina su relación con toda forma de ser. La
afectividad, que hasta entonces había sido prácticamente exclui­
da del debate filosófico, en el que no intervenía más que episó­
dicamente y a título de problemática marginal, deviene su ú ni­
co objeto. “El sufrim iento, dice Schopenhauer, es el fondo de
toda vida”27. Todas las modalidades de la vida, así pues, no son
más que la modalización de este sufrimiento único, aquí can ­
sancio y vergüenza allí, pesar y remordimiento, enojo, disgusto,
fatigas infinitas; aquel que se considera a sí mismo ya no tiene
por qué obedecer el precepto socrático “conócete a ti m ism o”,
le basta llorar. La relación con los otros no es, ella tampoco, un
hecho de conocim iento, es la piedad o la crueldad. Las princi­
pales formas de la existencia en común, las agrupaciones, las aso­
ciaciones, lo que Schopenhauer llama las comunidades, son de
dos clases: a las puramente “formales” que reposan sobre el inte­
lecto se oponen las “comunidades materiales”, es decir, reales,
como la familia, las clases, etc,, que son de naturaleza afectiva:
“Lo esencial en este tipo de asociaciones son los sentimientos”28.
Los problemas concretos que atañen a la vida amorosa, particu­
lares pero de la más alta importancia, que nunca habían sido tra­
tados, como la motivación de las miradas que intercambian entre
silo s amantes, se hacen objeto de largos desarrollos.
El mundo es un enigma, un “sueño espantoso”29, un cortejo
de miserias, y, sin embargo, es posible descifrar su secreto. Ahora
bien, es justam ente la afectividad la que nos lo revela: “esta esen­
cia común de las cosas... se revela con precisión a cada uno de
nosotros, pero in concreto, por el sentimiento”30. Y cuando, gracias

27 Ibíd., p. 324.
28 Ibíd.. 111, p, 44.
29 Ibíd., p. 384.
30 Ibíd., 1, p. 284.
a esta revelación, es al fin posible escapar a ese juego del dolor, son
las modalidades afectivas la que todavía: constituyen ahí la forma
concreta de esta liberación: “... alegría y paz celestial", “calma pro­
funda”, “serenidad íntima”31. De suerte que entre la desgracia del
hombre entregado al deseo y la salvación del asceta y del santo
que han cumplido en ellos la auto-negación del querer-vivir, no
hay más que el espacio entre una tonalidad afectiva y otra, una
suerte de dialéctica de la misma vida afectiva. “Entonces... en lugar
del pasaje eterno del deseo al temor, de la alegría al dolor, en lugar
de la esperanza nunca saciada, nunca apagada, que transforma la
vida del hombre, tanto como la voluntad la anima, en un verda­
dero sueño, nos damos cuenta de esta paz más preciosa que todos
los bienes de la razón, este océano de quietud, este reposo pro­
fundo del alma, esta serenidad inquebrantable.. ,”32.
La metafísica de Schopenhauer es una metafísica de la volun­
tad, pero ésta no es a menudo más que un título para designar la
misma afectividad, como puede verse en multitud de pasajes, por
ejemplo: “Son en efecto impulsos y modificaciones de la voluntad
no sólo la volición y la resolución en un sentido estrecho..., sino
también toda aspiración, todo deseo, toda repulsión, toda espe­
ranza, todo temor, todo amor, todo odio, en suma, todo aquello
que constituye inmediatamente la felicidad o el sufrimiento, el pla­
cer o el dolor”33. E incluso: “Todo lo que es cosa de la voluntad,
en el sentido más amplio de la palabra, tal como el deseo, la pasión,
la alegría, el dolor, la bondad, la maldad, igual que los alemanes
llaman G cm ü th,.. a todo lo que se atribuye al corazón.. .”34.
Ahora bien, la afectividad no es en la vida un carácter empíri­
co que uno se limitaría a constatar, todavía menos una determi­
nación sintética, extraña a su ser y que le advendría del exterior:
“el sufrimiento no se infiltra en nosotros desde fuera, somos por­
tadores de la inagotable fuente de la que brota"35. Toma forma aquí
una intentio filosófica enteramente nueva, la de arrancar la exis­
tencia afectiva al domino de la facticidad al que tradicionalmente
se halla entregada, instituir, al contrario, una eidética de la afecti­
vidad, haciendo posible un discurso apriorístico sobre ésta. Se tra­
ta, más aún, de conferir a esta esencia hasta entonces desaperci­
bida un estatuto completamente excepcional, haciendo de ella no
un fragmento del universo de las leyes puras, sino la esencia del
absoluto, la esencia de la vida. Parece que haya que oír como algo
propiamente inaudito, hasta entonces en todo caso, las palabras

31 lbíd., p. 408.
32 lbíd., p. 430. -
33 Ibíd., líí, p. 14,
34 Ibíd., p. 50.
33 Ibíd., I, p. 332.
con las que Schopenhauer circunscribe su proyecto de “descubrir
mediante razones. . . a priori las raíces profundas por mor de las
cuales el dolor depende de la esencia misma de la vida”35. De este
modo, el dolor no sería lo que desde siempre es, un accidente des­
graciado, una particularidad natural o la fatalidad de un destino
incomprensible, sino la estructura apriorística de todo lo que es,
su posibilidad más interna y, como dirá Nietzsche, precisamente
en la estela de Schopenhauer; la Madre del. Ser:
Sin embargo, estamos en condiciones de comprender por qué
el proyecto de Schopenhauer no será capaz de llegar a una reali­
zación adecuada, por qué, muy al contrario, las cuestiones funda­
mentales que tematiza por vez primera lo serán de tal modo que
no conducirán a la elucidación de un campo nuevo e inmenso,
sino más bien a un impasse. Ello se debe principalmente a que la
esencia a partir de la cual la afectividad ha de ser objeto de una
aprehensión eidética no es verdaderamente la de la vida, aunque
su auto-afección original sea idéntica a la misma afectividad, sino
aquello que nosotros hemos llamado su concepto óñtico, a saber,
la captación reductora de la vida como querer-vivir, como volun­
tad y como deseo. Así pues, la afectividad ya no es.Comprendida
en sí misma, es decir, en la esencia ontoiógica de la vida, sino a
partir de un realidad otra que ella, una realidad que ya no es una
esencia ni su propia esencia, sino un hecho, el hecho de la nece­
sidad, el hecho de que, según Schopenhauer, la vida se presenta
como un apetito nunca saciado, como una pasión sometida al pro­
ceso de su reiteración indefinida. Una explicación reemplaza al
análisis esencial, al análisis de la esencia del absoluto.
¿Cómo se “explica” la afectividad a partir de la vida entendida
como necesidad? De la manera más simple, pues toda explicación
natural, y especialmente científica, toda teoría a la que le falta el
problema de la posibilidad príncipíal, tiene para sí la claridad que
dispensa con toda seguridad la no-apercepción de los fundamen­
tos esenciales. La necesidad da voluntad, el deseo), sí alcanza su
meta, provoca placer, bienestar, dicha - e s una necesidad satisfe­
ch a-, Si no la alcanza, suscita, por el contrario, dolor, sufrimien­
to, malestar, insatisfacción bajo todas sus formas, Schopenhauer
lo repite a porfía: “Sea ella [la voluntacll detenida por cualquier
obstáculo que se dirija contra ella y contra su meta momentánea,
y tenemos el sufrimiento. Si alcanza su meta, tenemos la satisfac­
ción, el bienestar, la dicha”37.
Con esta definición de la afectividad como efecto de la necesi­
dad se cumple, en primer lugar, su determinación a partir de un

36 Ibíd., p. 338.
37 Ibíd., p. 323.
principio extraño, de tal modo que de ahora en adelante las leyes
de la vida afectiva, sus propiedades, su devenir ya no son en rea­
lidad los suyos, leyes y propiedades explicables por ella, son las
leyes de otra cosa; el historial de ia afectividad ya no se funda sobre
su propia esencia y como su desarrollo interior, es el historial del
deseo, encontrando su razón en este último, en lo que Schopen­
hauer llama la voluntad, Hay pues algo previo a la afectividad, algo
que la precede, que la rige, de lo que ella no es más que la conse­
cuencia, De. ahí que la pretensión de Schopenhauer de propor­
cionar una teoría apriorística de la afectividad se revele ilusoria, la
afectividad no es justamente el a priori, es un a postenori, el a pos-
terioñ de la voluntad.
Por ejemplo, Schopenhauer reconoce, o mejor, encuentra dos
modalidades de la vida afectiva, la satisfacción y la insatisfacción.
Estas modalidades no las describe tal como son en sí mismas y por
sí mismas. Las explica justamente en función de aquello que advie­
ne a la voluntad según alcance su meta o no. Es la naturaleza de
la voluntad la que da cuenta del hecho de que existe en el mun­
do algo como la satisfacción y la insatisfacción, como esas tonali­
dades afectivas que son el placer y el sufrimiento, el bienestar y la
desgracia. Y ello porque la voluntad es esencialmente deseo, nece­
sidad y carencia de aquello que no tiene, de suerte que, si lo obtie­
ne, está “satisfecha”, “insatisfecha” en el caso contrario. Sólo si un
ser está constituido en su ser como carencia de ser, si una realidad
está constituida en su realidad como carencia de realidad, satis­
facción e insatisfacción, alegría y pena pueden advenirle y ser expe­
rimentadas por él, y la afectividad, en general, es posible. Esto es
lo que Schopenhauer llama ofrecer una teoría a priori de la afecti­
vidad: hacer aparecer en la voluntad su condición principia! de
posibilidad, el fundamento sin el cual no sería.
Pero la voluntad en calidad de querer-vivir no sólo hace posi­
ble la afectividad y su dicotomía, la distribución de las tonalida­
des fundamentales entre la satisfacción y la insatisfacción, entre lo
agradable y lo desagradable, sino que determina incluso su situa­
ción respectiva, el hecho precisamente de que no hay ninguna
igualdad, ninguna equivalencia ontológica entre estas tonalidades,
las unas reputadas positivas, teniendo de algún modo el derecho
de ser y de realizar su ser, las otras “negativas”. Pues como la volun­
tad es infinita, deseo sin fin, siempre recomenzada, está claro que
“ninguna satisfacción es duradera”38: tan pronto como la satisfac­
ción adviene, la voluntad cree encontrar su meta; el movimiento
que la lanza eternamente hacia delante se repite o, más bien, con­
tinúa, y la insatisfacción con él.
Pero hay más: la satisfacción no sólo es precaria - e l orden del
mundo regido por la causalidad es ajeno a nuestros deseos- y pro­
visional; no tiene ningún contenido efectivo específico, ninguna
“positividad” justamente, al no ser nada más que una suspensión
momentánea del dolor. El tema del carácter puramente negativo
de toda forma en apariencia dichosa de la vida es un leit-motiv en
Schopenhauer, y el fundamento de su pesimismo. “La satisfac­
ción.. . no e s ... en su esencia nada más que negativa; en ella no
hay nada positivo. No hay satisfacción que de ella m ism a. ,. venga a
nosotros... La satisfacción, el contentamiento, no podrían ser más
que una liberación de un dolor, de una necesidad”39. ■
Ahora bien, lo que es m enester pensar hasta ei final es esta
situación respectiva de las tonalidades fundamentales de la dico­
tomía, el hecho de que la satisfacción sea siempre segunda en rela­
ción a una insatisfacción primitiva. Pues en la extraña dialéctica
que aquí se esboza, la insatisfacción interviene de: algúft modo dos
veces. Por un lado, se sitúa en el mismo plano que ja satisfacción
y, como ella, resulta de la presuposición de la necesidad en la medi­
da en que la insatisfacción se produce si la necesidad yerra en su.
meta, mientras que la necesidad queda cumplida en el caso de la
satisfacción. Por otro lado, sin embargo, y de manera mucho más
esencial, la insatisfacción se precede en cierto modo a sí misma,
al no ser solamente lo que adviene a posteriori del deseo que no
encuentra su “objeto”, sino aquello que le pertenece por princi­
pio, desde el punto de partida, por cuanto ello es el deseo. Aquí,
la afectividad no se propone como el efecto de la voluntad y de su
juego, sino que la cualifica originalmente y es inherente a ella. La
voluntad ya no es la condición a priori de la afectividad, como de
aquello que procede de ella según los avatares de la historia en ella
-la voluntad-. Más aún, la afectividad se da ahora como una deter­
minación a pñ oñ de la misma voluntad, por cuanto la voluntad es
deseo y necesidad, y no hay ni deseo ni necesidad que no sea en
lo sucesivo determinado afectivamente, que no sea en lo sucesivo
una modalidad de la afectividad y lo que la presupone.
La ilusión de la tesis -p o r otra parte tradicional y retomada por
Schopenhauer de esta tradición- que hace depender la afectivi­
dad de un conatus previo, de un deseo cualquiera de ser y del esfuer­
zo hacia él, ha de ser finalmente reconocida. Esta ilusión reviste
su formulación más ingenua en la afirmación de que las tonalida­
des agradables resultan justam ente de un deseo satisfecho, y el
desagrado, al contrario, bajo todas sus formas, de un deseo que
no lo es. En la “satisfacción” de un deseo, como en su “insatis­

39 Ibíd., p. 333, cursiva nuestra. E incluso: “La satisfacción no es nunca


más que u n sufrim iento evitado, y no una dicha positiva adquirida" (ibíd.,
p. 393).
facción”, está precisamente implicada la afectividad que se pre­
tende explicar por el hecho de que la necesidad alcance o no su
meta. Alcanzar su meta, sin embargo, todavía ño es en sí nada afec­
tivo, nada tampoco que sea capaz de producir y hacer surgir en el.
mundo algo como la afectividad. La flecha que atina en el blanco
no obtiene ninguna satisfacción. Alcanzar su meta y obtener de
ahí una satisfacción sólo es posible para un ser originariamente
constituido en sí mismo como afectivo, y capaz como tal de ser
determinado afectivamente, de “experimentar” unas tonalidades.
Así, la necesidad puede, en calidad de conatus hacia aquello de lo
que se tiene necesidad, sentir esa tonalidad específica que noso­
tros llamamos “satisfacción” sólo porque antes es una necesidad
de la vida, una necesidad cuyo ser original es su auto-aparecer
como idéntico en sí a la esencia de la afectividad y de la vida. Sólo
porque la voluntad es una necesidad tal -una necesidad origina­
riamente determinada en sí misma como afectiva-, sólo por ello
es capaz de modular a continuación su afectividad según los ava­
lares de su historia. He ahí, al fin y al cabo, lo implicado por el
pensamiento de Schopenhauer: esta afectividad previa a la volun­
tad por cuanto concibe la vida como sufrimiento por esencia y en
su fondo.
Este sufrimiento, sin embargo, ¿no lo tiene la vida justamente
por el hecho de que es voluntad, es decir, deseo de una realidad
que no alcanza nunca? ¿No es esta impotencia, por la necesidad
de llenarse, de alcanzar su meta, la que le confiere su insatisfac­
ción principial? Insatisfecha, ciertamente, la existencia lo es, según
Schopenhauer, porque la voluntad infinita no tiene ningún obje­
to que le corresponda, porque no hay bonum supremum; pero, más
fundamentalmente, como se ha mostrado, en primer lugar porque
es susceptible de experimentar algo en general (la insatisfacción,
por ejemplo), y su historia sólo es trágica porque es la historia de
una afectividad y como se dice, “la historia de una vida”.
Asimismo, vemos cómo se cumple en el texto schopenhaue-
riano, todavía de manera velada, una inversión singular. La volun­
tad, que no ha dejado de determinar la afectividad como aquello
que la funda, al hacer surgir de sí las tonalidades según sea “satis­
fecha” o no, se encuentra bruscamente colocada tras ella. El sufri­
miento, lejos de resultar del conatus y de su fracaso, al contrario,
lo precede, lo suscita y lo hace posible. Después de recordar, una
vez más, que ‘ia vida está esencialmente unida al dolor”, se mues­
tra que es ésta la que lanza la vida hacia delante y hace de ella, en
ese proyecto hacia delante de sí misma, un deseo: “Todo deseo
nace de una necesidad, de una carencia, de un dolor”“°. El deseo
no es deseo más que en función de una carencia, es decir, de un
ser constituido en sí mismo como carencia de ser. Pero esa caren­
cia no es deseo y necesidad más que por cuanto afecta a un ser
susceptible, en general, de ser afectado. Es., a fin de cuentas, el
dolor, el sufrimiento mismo por cuanto, al no poder soportarse a
sí mismo, aspira sin cesar a rebasarse y se lanza por delante de sí
mismo, se hace, deseo.
Esta inversión secreta de la relación de preeminencia que se
instituye entre querer y afectividad deviene visible en el preciso
momento en que Schopenhauer defiende explícitamente la tesis
contraria, la tesis del primado de la voluntad. Cuestión ésta que
se produce cuando la “explicación” del placer y del dolor adopta
ia mediación del cuerpo, el cual es, com o se sabe, la apariencia
fenoménica de la voluntad, de suerte que “toda acción ejercida
sobre el cuerpo es, por ese hecho e inmediatamente, una acción
ejercida sobre la voluntad; como tal, se llama dolor, cuando va en
contra de la voluntad; cuando es conforme con ella, al contrario,
se le llama bienestar o placer”41. La continuación del'texto, que
tiene el mérito de arrancar las tonalidades a la esfera de la repre­
sentación, sin poder, ciertamente, acordar para ellas un estatuto
más preciso..“se comete el error de dar al placer y al dolor el nom­
bre de representaciones; no son más que afecciones inmediatas del
querer, bajo su forma fenoménica, el cuerpo”-, termina con esta
definición, en la que se hace evidente que no se va del querer ai
placer y al dolor más que gracias a la presuposición de aquello que
se trata de explicar, a saber, el carácter impresivo de ese placer o
de ese dolor: “Estos [el placer y el dolorj son el hecho necesario y
momentáneo de querer o de no querer la impresión que sufre el
cuerpo”.
La situación respectiva de la voluntad y de la afectividad en su
relación con la esencia de la vida, la validez de su pretensión por
constituir cada una esta esencia, es lo que se va a decidir en el aná­
lisis extraordinario en el que se reconoce por primera vez, y se con­
tornea en su posibilidad, el fenómeno de la represión. Semejante
análisis se propone como el de la locura, pero, dado que pone en
juego la tesis fundamental del sistema, a saber, la dislocación de
la voluntad y la representación en la psique, y la determinación de la
segunda por la primera, subtiende otros desarrollos. El principio
de ello es que la voluntad, en la cual se concentra todo poder y
que es idéntica a él, no se representa nada, mientras que, recípro­
camente, la representación no quiere nada, es decir, de hecho, que
no puede nada. “La razón de esta relación recíproca es que la volun­
tad no conoce por sí misma y que el entendimiento que está aso­
ciado a ella es incapaz de querer”42. Así pues,:a la eficacia de la
voluntad se oponen radicalmente la inercia y la pasividad que carac­
terizan a la representación, es decir, también al intelecto. Volun­
tad y representación son exteriores la una a la otra en cuanto a la
potencia, como lo son también en cuanto a su capacidad de hacer
manifiesto. Por consiguiente, cuando se establece su conexión,
como sucede en el hombre, es de tal modo que, al aportar ai que­
rer la luz de la que está desprovisto, la representación que, ella
misma, no tiene ningún poder, se somete necesariamente a él y le
obedece. No se trata, por tanto, de una colaboración como la del
ciego y el paralítico, que se instaura entre dos facultades funda­
mentales del espíritu humano, más bien resulta que un dictado
rige su relación, si es verdad que el poder de esclarecimiento no
tiene ningún poder y que, así, ío que es esclarecido no depende de lo
que esclarece, sino de otro principio.
Se produce entonces una situación paradójica, casi inconcebi­
ble, tan pronto como el intelecto deviene verdaderamente el “cria­
do” del querer: en ella, si se piensa hasta el final, dicho intelecto
no sólo es relegado a una posición subalterna; podemos pregun­
tamos legítimamente si no resulta más bien destruido, puesto que
el “permitir ver” en que consiste su esencia se ha mudado en su
contrario, en un “no permitir ver”, un “ocultar”. Cuando la repre­
sentación ya no tiene por meta exhibir lo que es, el sentido mis­
mo de la vida representativa no es que sea alterado, sino propia­
mente invertido. Schopenhauer asume esta situación, al menos
parcialmente, cuando escribe: “En estas relaciones recíprocas, la
voluntad conserva, empero, la supremacía, y lo deja ver cuando
se cansa de servir de juguete al intelecto y le hace sentir, en últi­
ma instancia, su potencia soberana, prohibiéndole ciertas series
de ideas...: en ese momento, ella refrena al intelecto y le obliga a
dirigir su atención a otra parte”43.
De esta pasividad fundamental del intelecto que encuentra el
principio de su acción más allá de él resulta una teoría de la memo­
ria, o sea, también del olvido. La memoria sólo es una facultad de
la representación en apariencia, pues aquello que conduce el con­
tenido representado ante el espíritu no es esta capacidad de poner­
lo de ese modo delante, de producirlo en la condición de ob-jeto,
es el poder, en sí extraño a esta producción, quien le permite ser
llevada a cabo o quien se lo prohíbe. Hablando de “la influencia
que preside a toda conservación, a todo recuerdo”, Schopenhauer
afirma: “La voluntad es su condición y su base permanente”44. De

42 lbíd., III, p. 20.


lbíd., p. 24.
‘H Ibíd., p. 35.
igual manera que la voluntad es voluntad del recuerdo, lo es del
olvido: el no querer que tal contenido entre en la luz de la repre­
sentación proviene del mismo principio que sostiene la memoria,
es su simple determinación negativa. El olvido explica bien las sor-
presas. Schopenhauer se complace en el ejemplo de un hombre
que ha inventariado todas las soluciones concebibles de un asun­
to que le atañe y que descubre más tarde con estupefacción que
no había previsto la m ás probable, justamente la que llega a pro­
ducirse. “Y he aquí lo que explica el olvido y 1.a sorpresa: mientras
el intelecto creía pasar revista completamente a todas las posibili­
dades, la peor de todas se le escapaba, porque 1a voluntad la tapa­
ba en cierto modo con la m ano. . . 1,45.
La teoría de la locura pone a plena luz las dificultades internas
de estas concepciones que hoy son obvias. Esta teoría es en reali­
dad la de la represión; repite y profundiza las problemáticas de la
memoria y el olvido. Mientras que “la verdadera salud espiritual
consiste en la perfección de la rem iniscencia”45, Schopenhauer
considera la locura como una perturbación de la memoria y esa
perturbación, tal como él la comprende, es lo que va a 'recibir en
la psicología moderna el nombre de represión. ¿A qué-se reduce,
esto? Esencialmente, al rechazo de la voluntad a dejar penetrar en
el espíritu una representación que le resulta contraria. “Recorde­
mos con qué repugnancia pensamos en las cosas que hieren fuer­
temente nuestros intereses, nuestro orgullo o nuestros deseos, con
qué pesar nos decidimos a someterlas al examen serio y preciso
de nuestro intelecto, con que facilidad, por el contrario, nos dis­
tanciamos bruscamente o nos separamos poco a poco de ellas sin
tener conciencia de ello; mientras que las cosas agradables pene­
tran tan bien por sí mismas en nuestro espíritu, se deslizan en él
de nuevo, si se las caza en él, y retienen nuestra atención durante
horas enteras. La brecha por donde la locura puede irrumpir en el espí­
ritu reside en lo repugnante que puede resultar para ¡a voluntad el hecho
de dejar llegar aquello que le resulta contrario a la luz del intelecto”47.
Schopenhauer concibe la experiencia como un proceso dolo­
roso por mor del cual, constantemente, las representaciones con­
trarias a la voluntad, por cuanto constituyen el conjunto y, en su
ligazón necesaria, el orden del mundo, sin embargo, deben adve­
nir a la conciencia y ser reconocidas como tales. La experiencia
es esta difícil entrada en el intelecto de aquello que, como con­
trario a la voluntad, es una impresión penosa, la cual, una vez
aceptada y asimilada, se debilitará poco a poco. Supongamos, al
contrario, el rechazo categórico de la voluntad a dejar penetrar

45 Ibíd., p. 29, traducción corregida.


46 Ibíd., p. 210.
47 Ibíd., p. 211, cursiva nuestra.
en el espíritu un contenido representativo que le disgusta hasta
el punto de que para ella resultaría “insoportable”; considere­
mos la voluntad infinita de ese poder radical de rechazar seme­
jante contenido fuera de la conciencia, de “reprimirlo”; enton­
ces aparece una laguna en el todo de las representaciones, algo
como un “agujero” en el tejido del mundo, agujero que la volun­
tad se emplea entonces en colmarlo con la ayuda de otras repre­
sentaciones que ella inventa o desplaza para este fin. Una totali­
dad truncada de representaciones, un vínculo arbitrario de
fenómenos, un pasado preparado, fabricado, se ha producido, y
la locura con él. “Pero si, siquiera en un solo caso, la repugnan­
cia y la resistencia de la voluntad a admitir una verdad alcanzan
cierto grado, o esta operación ya no se cumple en toda su pure­
za- si ciertos acontecimientos, ciertos detalles, se sustraen así
enteramente al intelecto.. . y si entonces, con la necesidad de un
encadenamiento necesario, se coima arbitrariamente la laguna
así producida -entonces, tenemos la locura-”48. . . . . .
De este modo, se indica claramente en qué consiste esta enfer­
medad que es la locura: no se trata en modo alguno de una afec­
ción de la memoria, y ello a pesar de que la memoria se turbe,
puesto que el contenido de los recuerdos es falsificado y su hilo
roto; en modo alguno en un debilitamiento de la razón, a pesar de
que la razón, es decir, el orden necesano de los fenómenos según
la causalidad, también se perturbe y este orden resulte maltrecho;
en modo alguno en una perturbación de la intuición sensible, y
ello a pesar de que la percepción del presen te y de los objetos que
rodean al enfermo puedan ser alterados, e incluso invertidos, en
su significación. En verdad, y a pesar de la apariencia, en el loco,
memoria, razón y percepción permanecen intactas; prueba de ello
es el hecho de que esas facultades retomarán su funcionamiento
normal tan pronto como el principio perturbador, que no reside
en ellas, haya cesado de interrumpir su juego desde el exterior. “No
se puede negar a los locos ni la razón ni el entendimiento; razo­
nan a menudo muy correctamente; de ordinario incluso, tienen
una visión muy exacta de lo que pasa ante ellos, y captan el enca­
denamiento de las causas y los efectos”49. Parece entonces que, al
no estar cuestionadas la concepción y la intuición del presente,
debe ser la relación con el pasado, y ese mismo pasado, los que
fallan: “Muy frecuentemente, los locos no yerran en el conoci­
miento de aquello que está inmediatamente presente; sus divaga­
ciones se relacionan siempre con lo que está ausente o es pasado,
y, por ende, no conciernen más que a la relación de lo que está
ausente o pasado con el presente. En consecuencia, su enferme­
dad parece alcanzar sobre todo a la memoria”.
No obstante, como se ha visto, lo que resulta abolido no es la
capacidad pasiva para proponer los recuerdos unos tras otros, es
decir, la misma memoria en calidad de facultad representativa, sino
sólo la posibilidad de que tales recuerdos potenciales penetren en
la esfera de la conciencia. El daño, por tanto, no es interno a la
memoria: “No la suprime, sin embargo, en absoluto (pues muchos
locos saben gran número de cosas de memoria y a veces recono­
cen a personas que no han visto en mucho tiempo); el daño rom­
pe más bien el hilo de la memoria; corta su encadenamiento con­
tinuo y hace imposible todo recuerdo regularmente coordinado
del pasado”30. Se ha visto también qué significa “rom per el hilo
de la memoria”, “cortar su encadenamiento continuo”: la ausen­
cia de una representación, de un recuerdo -lo que viene a romper
el encadenamiento- no proviene de una deficiencia deda memoria
en sí misma, incapaz de proporcionar esa representación, sino de
un poder otro que ella le prohíbe hacerlo. La perturbación de la
memoria, por tanto, es estrictamente paralela a la de la razón y a
la de la intuición, y se explica como éstas: se trata siempre de una
laguna en el todo de la representación y de su relleno artificial, de
tal manera que esta laguna no procede de la representación en sí
misma, sino de la escisión en el espíritu de dos facultades hetero­
géneas, pasiva la una, omnipotente la otra, y del poder de la segun­
da justamente para hacer fuerza a la primera, del poder de la volun­
tad para reprimir la representación.
¿En qué consisten la posibilidad y la esencia de la represión?
¿Cómo puede prohibir la voluntad a una representación el acceso
a la esfera de la conciencia? ¿No haría falta que conociese esta repre­
sentación para saber que no le conviene y desear descartarla, ju s­
tamente que se la represente, que tenga ya conciencia? Pero si ya
tiene conciencia, ¿cómo puede no tenerla o dejar de tenerla inme­
diatamente al mismo tiempo? ¿Dónde reside para la luz, o para un
principio cualquiera, esta capacidad de auto-suprimirse brusca­
mente? Semejantes dificultades afectan toda la teoría de la repre­
sión en una metafísica de la representación, es decir, también en
una filosofía del inconsciente. En Schopenhauer, revisten la forma
siguiente: ¿cómo puede la voluntad reprimir la representación ino­
portuna cuando ella no se representa nada, cuando no sabe nada
de la otra? Al explicar la locura por la represión, el capítulo XXXII
del Suplemento al Tercer Libro decía: “Si ciertos acontecimientos,
ciertos detalles son de este modo sustraídos al intelecto, es porque
¡a voluntad no puede soportar su aspecto [weil der Wille ihren Anblick
nicht ertragen kan] ”. Pero no hay nada que ofrezca jam ás ningún
aspecto a la voluntad, en sí ajena a toda representación posible. El
capítulo XIX rebotaba sobre la misma apóría. Ya al formular la teo­
ría de la represión, el texto exponía la manera que tiene la volun­
tad de hacer sentir su omnipotencia al intelecto, “prohibiéndole
ciertas representaciones, ciertas series de ideas, y ello porque ella
[la voluntad] sabe, o mejor, porque el intelecto le ha enseñado que
esas representaciones harían nacer en ella uno de los movimien­
tos.. Pero, ¿cómo podría el intelecto enseñarle correctamen­
te a la voluntad que ciertas representaciones van a hacer nacer en
ella, por ejemplo, movimientos de aversión? ¿Cómo podría ella
aprender nada, ella, la facultad de la noche, ciega desde el princi­
pio, fundamentalmente determinada en su ser por la Erkenntnis-
losigkeit? ¿No se une esta voluntad a la representación en el hom­
bre? Pero, ¿dónde está el principio de esta unión? ¿Dónde pues,
en qué lugar, un poder absoluto, pero que excluye de sí la estruc­
tura de la representación, puede, al contrario, identificarse con ésta
y beneficiarse de su luz? Pues el enigma de la represión es idénti­
camente el de esta unión, por cuanto en la represión el poder cie­
go que oprime la representación porta indefectiblemente en él a
escondidas ese pequeño saber que pertenece siempre al incons­
ciente y le permite hacer así de sutilmente todo lo que hace. En
este caso [la voluntad] ve previamente con el rabillo del ojo a esa
representación que va, como alegremente decía Schopenhauer, a
“cubrir con su mano” para no verla ya.
Veamos pues algunas cuestiones esenciales: ¿por qué la volun­
tad, el deseo, la pulsión reprimen la representación? En modo algu­
no a causa de su contenido representativo, sino de su afectividad. l!Si el
pesar causado por ese pensamiento o por ese recuerdo es bastan­
te cruel como para hacerse absolutamente insoportable y superar las
fuerzas del individuo, entonces la naturaleza, presa de la angustia,
recurre a la locura como a su último recurso... ” “Recordemos con
qué repugnancia pensamos en las cosas que hieren. ,."52. Si la repre­
sión pertenece a la constitución fundamental de la psique como
una de sus leyes más constantes y profundas, es, en primer lugar,
porque la representación que se trata de reprimir - o de acoger-
está determinada afectivamente; sólo en razón de esta afectividad,
la representación es objeto de un rechazo, y éste puede y debe pro­
ducirse. Surge así inevitablemente una segunda cuestión: ¿cómo

51 Ibíd., III, 20.


52 Ibíd., I, 199, y III, 211, cursiva nuestra. Paul-Laurent Assoun ha señalado
precisamente la importancia de estos textos (cf. Freud, la pkilosophie, les philosop-
íit'S, París, PUF, 1976, pp. 185-187). Tras haber reconocido el origen histórico de
la concepción de la represión, la filosofía, sin embargo, debe todavía mostrar su
posibilidad interna.
y por qué una representación puede ser en general determinada
afectivamente o, como dirá Freud, asediada por un afecto? Esta
cuestión es, en verdad, crucial y previa a toda teoría de la repre­
sión, si es cierto que ésta presupone cada vez la afectividad de la
representación reprimida y sólo es motivada por ella.
Ahora bien, para dar cuenta de esta afectividad de la represen­
tación, ia psicología empírica ofrece enseguida sus servicios, avan­
zando su principio explicativo por excelencia: ia asociación.. Como
tal representación se encuentra vinculada a tal acontecimiento trau­
matizante, reviste tal carga afectiva susceptible justamente de pro­
vocar su eventual puesta a distancia. Sin embargo, si la afectividad
de la representación le viene de la asociación, entonces es contin­
gente respecto a ella, exterior a su ser; ciertas representaciones pue­
den revestir una carga afectiva, otras no, y la represión, lejos de
constituir una ley general de la psique y el principio de su com ­
prensión, el principio de la formación o la.no-formación de todos
los contenidos psíquicos representativos en general, no es más que
un fenómeno él mismo contingente, un mecanismo ocasional y,
como tai, orientable. Lo que le falta a esta teoría que es para sí inge­
nuamente evidente, así como a la masa de los ejemplos a los que
apela, no es nada menos que su posibilidad de principio, la posi­
bilidad en virtud de la cual toda representación se encuentra ori­
ginaria y necesariamente determinada como afectiva por cuanto
presupone el acto proto-fundador de la exterioridad, el cual, aun­
que no sea más que para poder ser y cumplirse, se auto-afecta, es
portador de la esencia de la afectividad. Que una representación
sea afectiva y que pueda serlo no es algo que le advenga a poste-
ñori por su encuentro fortuito con otros elementos empíricos de
la experiencia, sino a priori, por su nacimiento mismo y por su
constitución propia. Toda representación es susceptible de reves­
tir en el curso de la experiencia, y parece obtener de él, una afec­
tividad que no hace más que modularla, porque toda representa­
ción es en sí afectiva. Si designa otra cosa que el ensam blaje
inconcebible de elementos heterogéneos e impenetrables - “la repre­
sentación”, “la afectividad”- , la asociación no es más que un nom ­
bre para la estructura del ser.
Una vez fundada la afectividad de la representación en cali­
dad de condición previa de la represión, nos sale al paso una ter­
cera cuestión sobre ésta última y su pasaje al acto: ¿por qué la
voluntad reprime la representación? ¿Acaso no es precisamente
debido a la tonalidad de ésta última, a su carácter desagradable,
intolerable en suma, hasta el punto de que la locura vale a veces
más que su mantenimiento ante la mirada de la conciencia? Pero
un poder puro, inafectivo en sí, no tendría aún ninguna razón
para rechazar una representación cualquiera, que no puede ser
desagradable, intolerable, más que para él, por cuanto se encuen­
tra él mismo originalmente constituido en su ser como afectivo.
“Recordemos con qué repugnancia pensamos en las cosas que
hieren ...” “Repugnancia”, decía incluso Schopenhauer, “de la
voluntad por dejar llegar lo que le es contrario a la luz del inte­
le c to ...” No es, pues, nunca la voluntad como tal, un querer
puro, lo que descarta la representación, sino sólo un querer en
sí previamente determinado como afectivo, como repugnancia,
herida, disgusto, vergüenza.
“Previamente” debe ser entendido: dado que, ai fin y a la pos­
tre, la voluntad no es la que opera la represión, sino sólo la afecti­
vidad en ella, es la afectividad la que quiere o no quiere esa repre­
sentación; el movimiento del querer no es más que el movimiento de la
misma afectividad y, ío que es más, sit auto-movimiento, pues aquello
que la afectividad no quiere, lo que trata de reprimir con todas sus
fuerzas, es ella misma o algunas de sus determinaciones. Es el mis­
mo disgusto en cuanto insoportable, es decir, que no se puede
soportar a sí mismo y quiere suprimirse, el que fuerza a la repre­
sentación incriminada y le impide formarse. De ahí que en la eco­
nomía schopenhaueriana de la psique sea preciso invertir la rela­
ción recíproca de dependencia entre el querer y la afectividad: no
es el primero el que produce la segunda, sino a buen seguro ésta
la que suscita aquél, a saber, el proceso de represión, y ello a par­
tir de sí misma y de lo que ella experimenta, por cuanto ella ya no
puede o no quiere experimentarlo. La vida siempre contiene la ley
de su propio desarrollo y de su acción, éstos se explican a partir
de ella y de su esencia.
Se nos plantea un último interrogante sobre la relación entre
la afectividad que lleva a cabo la represión -la afectividad del “que­
rer”- y la de la representación reprimida, la relación entre la “repug­
nancia” de la voluntad y la tonalidad de las “cosas que la hieren”.
Se nos impone entonces una última evidencia: la afectividad del
querer y la de la representación son la misma: una y la misma tona­
lidad, una y la misma determinación de la vida. En la medida en
que el acto proto-fundador de la exterioridad que sirve de funda­
mento a toda representación posible se auto-afecta, la formación
de ésta procede siempre de la afectividad, la aíectividad de la
representación es la del poder que la forma - o que no la forma-.
Este último caso es el de la represión, cuyo enigma se desvela
ante nuestros ojos. Pues si para reprimir una representación fue­
ra de la conciencia hace falta conocerla en cierto modo, a fin de
ponderar su inoportunidad, dado que esta representación pre­
cisamente no está formada, no es ella la que puede instruirnos
sobre sí misma e invitamos a descartarla, no es su contenido
representativo, sino su afectividad -saber sin representación,
saber antes de la representación, saber secreto de toda repre­
sentación, que ya sabe lo que va a representar, que le permite
hacerlo o se lo prohíbe-. Y comprendemos incluso esto: la repre­
sentación reprimida -la representación cuya realidad formal impi­
de la realidad objetiva- no lo es en algún inconsciente, y no sub­
siste a-título de entidad psíquica monstruosa: no está formada,
eso es todo'; Y el mismo inconsciente, que le serviría de recep­
táculo, no existe tampoco. Lo que subsiste es una tonalidad, per­
filándose en la primera esfera del ser, como un accidente, o des­
plegándose a título de habitus. No hay pues necesidad, para dar
cuenta de la represión, de la mitología de ios tópicos, ni de sus
personajes más o menos adoptados del mundo de la-represen­
tación, el saber de la vida es suficiente.
La significación fundamental de la afectividad como determi­
nación elemental de la psich.e -puesta en evidencia en el análisis
de la represión- vuelve a encontrarse al final en el mismo Scho­
penhauer a título de im plicación. Pues la afectividad no resulta
simplemente de la voluntad como su efecto,- según las más fre­
cuentes declaraciones, y tampoco la precede simplemente cuan­
do parece que, al contrario, el deseo procede del sufrimiento y lo
presupone. El carácter decisivo délas tonalidades se afirma incon­
testablemente cuando éstas surgen y actualizan su serien el mis­
mo momento en que la voluntad está entre paréntesis: lejos de
presuponer a ésta, se cumplen en lo sucesivo en su ausencia. Se
impone así una situación eidética crucial en la que ¡a esencia de
la psique no puede ser ya definida por la voluntad, devenida una
determinación contingente, mientras que su afectividad perma­
nece como invariable. Ahora bien, semejante situación no es mera­
mente teórica, al contrario, constituye el télos del pensamiento
schopenhaueriano y se propone como la salvación. Pues la salva­
ción consiste en la supresión del querer, y que ésta se cumpla como
una auto-supresión no cambia en nada el hecho de que al térmi­
no del proceso la voluntad ya 110 esté ahí. Como ella es la esencia
de la vida, semejante estado significa la muerte. Pero se da ahí una
apariencia cuyo desenmascaramiento es el objeto de todo el siste­
ma: “Para aquellos a quienes la voluntad todavía anima, lo que
queda después de la supresión total de la voluntad es efectiva­
mente la nada. Pero, al revés, para aquellos que han convertido y
abolido la voluntad, es nuestro mundo actual, este mundo tan real
con todos sus soles y todas sus vías lácteas, lo que es la nada”33.
Ahora bien, lo que hace de este estado algo distinto a la nada, lo
que subsiste en la vida cuando la voluntad es abolida, es ju sta ­
mente la afectividad: “beatitud infinita en el seno de la muerte”54,
“dichosa la vida del hombre cuya voluntad e s ... completamente
aniquilada”55, etc; La salvación está siempre descrita en términos
afectivos: esto es verdad, en primer lugar, de la experiencia estéti­
ca, en la que van de la mano la aniquilación de la voluntad y la
liberación de las tonalidades positivas, de la calma, la alegría, el
amor. Porque escapa al querer, puede el ojo del pintor absorberse
en los objetos “para concebirlos con un amor tan perfecto...”56.
Resulta entonces significativo el aprieto de Schopenhauer que,
a falta de una elaboración sistemática de los conceptos funda­
mentales a los que conduce su filosofía, se encuentra prisionero
de las categorías clásicas y remitido de una a otra, dando pie la eli­
minación de la voluntad a la posibilidad del placer estético, “pla­
cer que se asimila a la alegría que nos producen el conocimiento
puro y las vías que a él llevan”3''. De este modo, la afectividad no
se produce en la ausencia de la voluntad más que para ser referi­
da paradójicamente al conocimiento devuelto a su esencia ek-stá-
tica, esencia sobre el fondo de ia cual nunca se produce tonalidad
afectiva alguna. Y todavía vemos a Schopenhauer contradecirse
inevitablemente una vez más: al conjunto de los textos en los que
las tonalidades positivas de la alegría, el arrobamiento, la paz son
tomadas en consideración por una mirada al fin liberada del deseo,
a la definición explícita de la salvación por una afectividad que
encuentra su principio en el conocimiento puro . .entonces.,,
nos damos cuenta de esa paz más preciosa que todos los bienes
de la razón, ese océano de quietud, ese reposo profundo del alma,
esa serenidad inquebrantable de la que Rafael y Le Corrége no nos
han mostrado en sus figuras más que el reflejo; es verdaderamen­
te la buena nueva... no hay más que el conocimiento, la voluntad
se ha desvanecido”- , se opone en el mismo pasaje, en la misma
situación eidética, la misma deíinición de la salvación en la que la
afectividad, esta vez, descarta de sí tanto al conocimiento como a
la voluntad, “lo que se llama éxtasis, arrobamiento, iluminación,
unión con Dios, etc.; pero, propiamente hablando, no se podría
dar a este estado el nombre de conocimiento, pues ya no com­
porta la forma de objeto y sujeto; y por otra parte, no pertenece
más que a la experiencia personal”58.
Por tanto, dos enfoques de la afectividad se reparten el pensa­
miento de Schopenhauer. Hay que precisar cómo el primero, al
determinar las tonalidades esenciales de la vida y su principio a
partir de un destino que es extemo a ellas, las desnaturaliza inevi­
tablemente, si es verdad que esta tematización impropia pesa sobre
todo el pensamiento moderno y se encuentra especialmente en el

53 Ibíd., p. 408.
56 Ibíd., p. 227.
57 Ibíd., p. 207.
58 Ibíd., p. 429.
trasfondo de los esfuerzos de Nietzsche. Satisfacción e insatisfac­
ción son, de este modo, deudoras del querer. Cuanto más fuerte
es éste, más profundas la satisfacción y la insatisfacción que lo
acompañan59. Pero, en realidad, como ese querer es infinito, insa­
tisfacción y sufrimiento no tienen fin. Como término provisional
del querer, la satisfacción, a su vez, sólo es provisional también.
O, m is bien, al. mirarlo más de cerca, ésta es imposible, y aquí es
donde la determinación de la afectividad por un principio ajeno
deja aparecer su absurdidad. La satisfacción, en efecto, presupo­
ne el deseo. Sin embargo, ella es también su supresión, es, pues,
la supresión de la presuposición, la supresión de su propia con ­
dición. Veamos el texto en el que Schopenhauer formula esta serie
de absurdos: “No hay satisfacción que por sí m ism a... venga a
nosotros: hace falta que sea la satisfacción de un deseo.' El deseo,
en efecto, la privación es la condición preliminar de todo goce.
Ahora bien, con la satisfacción cesa el deseo y, por consiguiente,
el goce también. Por tanto, la satisfacción, el contentamiento, no
podrían ser más que una liberación con respecto a un dólor, a una
necesidad”60.
El sofisma de este razonamiento que vuelve a aparecer en Freud,
influenciado por la concepción no menos absurda de la entropía,
se sitúa en la premisa. En efecto, es evidente que, dado que la afec­
tividad está injertada en el querer y descansa en él, dado que la
satisfacción es la satisfacción de un deseo y sólo es posible como
tal, como la supresión de ese deseo, ella sólo es posible como su
propia supresión, desaparece en el momento en el que debería
producirse. En consecuencia, hay que entregarse a esta evidencia:
lejos de que pueda explicarse por el deseo, toda satisfacción devie­
ne imposible por él. Schopenhauer expresa esta imposibilidad de
principio de la satisfacción diciendo, como hemos visto, que ésta
no es “nada más que algo negativo”, y lo que hay que entender en
esta extraña presuposición está en la conclusión: “Por tanto, la
satisfacción, el contentamiento, no podrían ser más que una libe­
ración respecto a un dolor, a una necesidad”61. Pero la liberación
de un dolor, en el sentido de su interrupción pura y simple, en el
sentido de su supresión, en el sentido de que la muerte es la libe­
ración de la vida, no es nada en absoluto. Un estado afectivo nega­
tivo, stricto sensu, es un círculo cuadrado. No basta sólo con decir
con Hartmann que también hay placeres positivos62, hay que decir

59 Cf. ibíd., p. 380.


60 lbíd., p. 333.
61 Ibíd.; cf. también 111, p. 386.
62 Cf. Phílosophie de I'inconsciente trad. Nolen, Germer Baiüére, 1 8 7 7 ,1, p, 364
(cap. XIII, 1,a Sección: “crítica de la teoría de Schopenhauer sobre el carácter nega­
tivo del placer”).
que todo placer, coda satisfacción, toda liberación, toda tonalidad
afectiva en general, cualquiera que sea, es positiva. Su positividad
reside en su misma fenomenicidad, es decir; en su afectividad, la
cual constituye la esencia original de toda revelación y de todo ser
posible: una tonalidad no es sólo lo que es, en ella se esencia en
cada caso el surgimiento primero del ser, y no hay nada antes que
ella. Es en la esencia del ser y en su estructura más interior, don­
de se enraíza al fin y a la postre la inversión de las categorías scho-
penhauerianas, en el hecho de que, lejos de depender del querer,
al contrario, la afectividad lo funda en su ser-posible, determinán­
dolo a priori como afectivo, como libido y como deseo.
Ningún pensamiento tiene el poder de desconocer completa­
mente la significación íenomenoiógica radical de la afectividad y
de sus determinaciones, sino sólo de falsificarla. Esta falsificación
se cumple en Schopenhauer de diversas maneras. En primer lugar,
el poder de revelación de la afectividad parece reconocido, y reco­
nocido en su alcance metafíisico (en el sentido de Schopenhauer):
ella es la revelación de la voluntad misma, su “sentimiento com­
pletamente inmediato”63. Manifestar la voluntad, sin embargo, se
entiende en dos sentidos totalmente diferentes: o bien la afectivi­
dad revela la voluntad en calidad de su auto-afección, y constitu­
ye así su ser mismo, de suerte que éste no se despliega más que
en ella y por ella. La afectividad define la posibilidad más interna
de la voluntad en calidad de dicha condición ontológica y feno-
menológica radical, una esencia fuera de la cual no existe ningún
querer.
Pero según Schopenhauer sucede completamente de otro modo:
la afectividad manifiesta la voluntad, pero como otra que ella, como
algo que no es el sentimiento mismo y que no está contenido en
éste -m ás aún, como algo que en sí mismo no se manifiesta-, Al
recubrimiento interior de la afectividad y el querer, consistente en
que la primera exhibe en ella, en su afectividad misma, el ser del
segundo y, por cuanto como auto-afección es ella la que constituye
ese ser, se opone radicalmente el punto de partida schopenhaueria-
no entre, por una parte, el sentimiento reducido a la condición de
fenómeno, de “forma fenoménica”64, y, por otra, una voluntad que,
lejos de mostrarse en ese fenómeno, lejos de manifestarse ella mis­
ma en esa manifestación, se retiene, al contrario, fuera de ellos, en
su noche. La relación entre la afectividad y la voluntad ha devenido
la existente entre el fenómeno kantiano y la cosa en sí.
Además, cuando Schopenhauer escribe, a propósito de los
acontecim ientos que nos advienen y a los que, sin haber tenido
o tomado el tiempo de comprenderlos, nosotros reaccionamos
afectivamente, que “desde las profundidades del alma surge, sin
que se la haya llamado, la voluntad siempre preparada”, y que
“ésta se manifiesta bajo la forma del m iedo, el temor, la espe­
ranza, la alegría, el deseo, la envidia,-la tristeza, la solicitud, la
cólera, el fu ro r...”65; hay que considerar bien que estas tonali­
dades, al exhibirse en sí mismas, no exhiben el ser en sí del que­
rer, sólo son su signo, su índice: su p resen cia , su manifestación
quiere decir que, en otra parte, algo que no se manifiesta, las pro­
duce. Las tonalidades son el humo que, al elevarse por encima
de 1a casa, hace pensar que en ésta arde un fuego, sin que la natu­
raleza de esa com bustión pueda ser otra cosa que e l objeto de
una suputación. El querer no es el deseo, este em puje vivido
como malestar modificándose insensiblemente para desatarse en
el placer o en un sufrimiento recrecido. El proceso de la vida se
ha desdoblado, una pulsión inconsciente se ha despertado en
alguna parte y ia efectuación viva del deseo no es más que su tra­
ducción fenomenológica siempre sospechosa. De esté- modo, es-
llevada a la evidencia la conexión inevitable que vincula el des­
conocim iento del poder específico de revelación de la afectivi­
dad y el surgimiento de la teoría, su interpretación a.partir de ia
voluntad inconsciente.
Recíprocamente, la teoría de los afectos como efectos de una
instancia inconsciente amplía este mecanismo, velando definiti­
vamente la significación fenomenológica radical de la misma afec­
tividad. Ya hemos visto cómo esta teoría conduce a Schopenhauer
a la negación absurda del mismo hecho del placer, es decir, de su
fenomenicidad. Conduce igualmente a la extraña afirmación de
que todos los sentimientos, todas las experiencias, estarán dados
a cada uno. Y ello, no en virtud de un análisis eidético de la afec­
tividad, haciéndolos aparecer en ella como otras tantas posibili­
dades de principio y, de alguna manera, ya efectivas, sino, aquí
también, al bies de una construcción transcendente: porque la
voluntad (desconocida-inconsciente) es infinita, porque su esen­
cia está enteramente presente en cada querer, y todos sus efectos,
a su vez, a saber, la serie indefinida de las pasiones y ios tormen­
tos, están inscritos en éste como su destino. Así se explica el mito
hindú de la transmigración de las almas: si tu has querido, si has
matado un animal, seas quien seas o lo que seas, serás un día muer­
to también. Así toma forma, encerrado en un razonamiento, el
mito del Eterno Retorno66,

65 Ibíd., III, p. 24.


66 Está también vinculado con la teoría schopenhaueriana de la historia, en
la que, bajo la apariencia de lo que es de otro modo, es siempre lo Mismo lo que
se reproduce.
La explicación de la afectividad por una instancia simada fue-;
ra de ella, como la de la experiencia en general, es el proyecto mis­
mo de la “Metafísica del amor”, la cual constituye el capítulo XLIV
del Suplemento al Cuarto Libro del Mundo. El amor es una apa­
riencia cuyo fundamento metafenomenológico, “metafísico”, es la
voluntad. Son, pues, las determinaciones metaíenomenológicas
de la voluntad metafísica -determ inaciones inconscientes de la
voluntad inconsciente- las que darán cuenta de ese “fenómeno”
que es el amor. Ahora bien (determinación inconsciente), “la volun­
tad desea la vida absolutamente y para siempre”, no la desea sólo
aquí o allí, bajo la forma de un individuo particular, no es “simple
instinto de conservación personal” sino, por cuanto ella se quie­
re a sí misma eternamente, por cuanto “tiene a la vista una secuen­
cia infinita de generaciones”, la voluntad es, más esencialmente,
“instinto sexual”67. Por tanto, el instinto sexual no es un instinto
particular, localizable entre otros, sino que constituye, según Scho­
penhauer, el fondo del ser, la realidad metafísica misma. “El ins­
tinto sexual... no es en s í ... más que la voluntad de vivir”68.
En la medida en que hay identidad, entre la voluntad y la volun­
tad de vivir -p o r cuanto que, como se ha mostrado, la primera se
transforma inevitablemente en la segunda-, identidad, por tanto,
entre la voluntad y el instinto sexual, la explicación de la afectivi­
dad por la voluntad es idénticamente su explicación por la sexua­
lidad: “Toda pasión, cualquiera que sea la apariencia ilusoria que
se dé, tiene su fuente en el instinto sexual”69. Por muy trivial y pro­
saica que parezca esta reducción del amor a la sexualidad, no está
por ello vinculada al positivismo de una psicología que se preten­
da objetivista y naturalmente “científica”, sino que procede de una
metafísica previa - “mi concepción del amor les parecerá dema­
siado física, demasiado material, por muy metafísica y transcen­
dental que sea en el fondo”- , más exactamente, de la “Metafísica
del amor” que ha ubicado de golpe la afectividad en general en la
apariencia, en el sentido de una simple apariencia, y ha buscado
su principio en un conaíus = X.
A continuación veremos cómo esta explicación de la afectivi­
dad a partir de un principio inconsciente acarrea la desnaturaliza­
ción de su poder de revelación específico y, finalmente, la nega­
ción pura y simple de lo que es, de su realidad en calidad de
realidad fenomenológica. La voluntad, como hemos visto, quiere
la vida por entero, en cada punto de su ser - e l cual se reduce a ese
punto único en el que ésta se ejerce, en el que quiere todo-. Es
decir, que esta voluntad infinita está presente en todo individuo

fi7 lbíd., p. 379.


68 Ibíd., p. 346.
69 lbíd., p. 344.
porque quiere: “El querer-vivir se muestra enteramente en cada
individuo”70. Por tanto, la voluntad del individuo no es -rio sola­
m ente- la suya, una voluntad que persigue la conservación de ese
individuo, sus fines y su placer personales. Es, más fundamental­
mente, esa voluntad entera que quiere todo, toda la vida, que quie­
re la secuencia infinita de las generaciones, a saber, la voluntad
sexual o voluntad de la especie. Del desajuste entre esas dos volun­
tades procede una ilusión, ilusión en virtud de la cual, creyendo
perseguir sus menciones y su placer egoísta, el individuo persigue
en realidad las metas de 1a especie, las metas ele la voluntad infi­
nita en cuanto tal. Más aún, es esta misma voluntad, la que hace
nacer en el individuo semejante ilusión, y ello porque, al cumplirse
en él, tiene que llevarlo justam ente a cumplir los fines, propios de
ella: “La naturaleza no puede alcanzar su meta más que haciendo
nacer en el individuo cierta ilusión, gracias a la cual él mira com o
una ventaja personal lo que en realidad no lo es más -que para la
especie, aunque trabaja para la especie cuando se imagina que lo
hace para sí mismo”. “Esta ilusión es el instinto”, según la decla­
ración explícita de Schopenhauer, y ello porque el instinto “hace
actuar ai individuo para el bien de la especie”71. O más bien, de
ser verdad que, idéntico a la voluntad, el instinto sexual es incons­
ciente como ella, la ilusión es en realidad su efecto fenomenoió-
gico sobre la subjetividad individual, a saber, el amor, el cual es
una “estratagema” de la naturaleza, porque en esa pasión amoro­
sa en la que el individuo se propone “su goce personal”72, no se
trata en realidad más que de la procreación de un nuevo indivi­
duo, lo más logrado posible.
Así, los hombres desean a las mujeres que tienen grandes senos
porque a través de su mirada es el “Genio de la especie” el que mira
y dice: ilo ves, lo ves!, el niñíto estará bien alimentado. Así, a los
rubios les gustan las morenas, a los pequeños las mujeres grandes,
y viceversa, cada uno sin saberlo busca en el otro el correctivo a sus
propios defectos, los caracteres complementarios cuyo ensambla­
je está destinado a producir el individuo más conforme al tipo ide­
al prescrito por la especie. El am ores el goce anticipado de una felici­
dad infinita que el amante cree encontrar en los brazos de la mujer
amada, y que la voluntad hace espejear delante de él como un señue­
lo, siendo este goce la presentación a la conciencia del querer por el
cual la voluntad acomete la realización de sí misma en la especie73.

70 Ibíd., p. 403.
7' Ibíd., pp. 349, 350.
72 Ibíd., pp. 346, 351.
“Este orden de la voluntad que busca objetivarse en la especie no se pre­
senta a la conciencia del hombre apasionado más que bajo la máscara de un goce
anticipado de esa felicidad infinita, que el cree deber encontrar en su unión con
la mujer amada” (ibíd., p. 365).
Y, mira por dónde, cómo “al no buscar su interés, sino el de un ter­
cero todavía por nacer”, el am ores ciego7'*; cómo, explicada por la
voluntad, la afectividad en general es una ilusión, y su poder de
revelación se encuentra de esta suerte, no alterado ni desconocido,
sino propiamente negado e invertido.
¿En qué consiste el poder de revelación de la afectividad cuan­
do se hace objeto de semejante inversión? En modo alguno en sí
misma, en su afectividad (y, así, no es la afectividad ni su poder
de revelación los que en realidad están cuestionados en esta dis­
cusión, como en toda la filosofía clásica en general: no son aper­
cibidos ni uno ni otro), sino en una mención de la conciencia, en
una representación: “Iodo amor tiene por fundamento un instin­
to que tiende únicamente al niño que se va a procrear”. Esta inten­
ción, la intención que se dice real de todo amor, es la de la espe­
cie. A ella se opone la intención del individuo, en la que éste cree
perseguir su goce personal. Es semejante intención 1a ilusoria,
semejante representación la que es falsa. “A qu í... la verdad ha
tomado la forma de una ilusión para actuar sobre la voluntad.”75; . .
La verdad: que la sexualidad tiene por objeto la perpetuación y la '
excelencia de la especie. La ilusión: que tiene por objeto el goce '
del individuo. La inteipretación-explicación de la afectividad a par­
tir de la voluntad significa y presupone el desconocimiento com­
pleto del poder propio de revelación de la afectividad en cuanto
tal, su reducción al poder de revelación de la voluntad, o mejor
-a l ser la voluntad ciega-, de la representación que está vinculada
a ella en la conciencia individual. Solamente al precio de esta reduc­
ción -de su confusión con la representación- puede la afectividad
ser declarada ilusoria. Pues no hay ilusión posible del sentimien­
to mismo, el cual es siempre lo que es por principio, por cuanto
su ser reside en su fenomenicidad misma, idéntica a su afectivi­
dad.
Se descubre aquí ante nosotros esta nueva consecuencia: el
desconocimiento del poder específico de revelación de la afectivi­
dad, en calidad de poder original y absoluto, acarrea el cuestiona-
miento de la realidad misma del sentimiento, el cual ya no es un
absoluto, el término inquebrantable sobre el que vienen a rom­
perse todas las interpretaciones y todas las significaciones que se
le pretende asociar, sino un ser incierto, indeterminado, cuyo lugar
no es asignable -del que ya ni siquiera se sabe de quién es senti­
miento- En efecto, como la afectividad ya no reposa sobre sí mis­
ma y ya no determina, en ese reposo en sí y por sí, el lugar y la
esencia de una subjetividad absoluta, sino que, al contrario, se

74 “También los Antiguos se representaban al amor ciego (ibíd., p. 366).


75 Ibíd., pp. 352,351.
explica a partir de un querer y como su efecto fuera de él, ia pro­
blemática se halla en una situación inextricable. Pues, com o 110
hay un querer sino en cierto modo dos, el del individuo y el de la
especie, resultan constituidas dos series de tonalidades; la prime­
ra, ios sentimientos mediocres a la medida del ser limitado que no
proyecta más que su propia conservación; la segunda, los sentí-
miemos infinitos que suscita un querer infinito - y éstos son los
sentimientos del am or-: “La pasión del am or... asocia a la pose­
sión de una mujer determinada la idea de una dicha sin fin, y la
de un dolor1inexpresable al pensamiento de no poder poseerla -ese
deseo y ese sufrimiento de un corazón amoroso no pueden tener
cómo única materia las necesidades de un individuo, efímero, sino
que son los suspiros de alegría del Genio de la especie, cuando
logra aprovechar una ocasión única de realizar sus proyectos, o sus
profundos gemidos cuando la pierde-. Sólo la especie tiene una
vida eterna y sólo ella, por consiguiente, es capaz de deseos eter­
nos, de eternas satisfacciones y de eternos dolores”76: Pero cuan­
d o u n a vez cumplido el acto reproductivo, el vértigo .del amor ter­
mina y cada amante experimenta “esa prodigiosa decepción”77 que
deshace la ilusión de la que ha sido víctima y lo devuelve a sí mis­
mo, su subjetividad propia sustituye, en una transubstanciación
fantástica, a la del Genio de la especie, bajo cada sentimiento se
abre un abismo ontológico.
La reducción del poder específico de revelación de la afectivi­
dad al del conocimiento representativo es constante en Schopen­
hauer a pesar de las tentativas episódicas por disociar compren­
sión intelectual y comprensión afectiva -s e trata, en todo caso, de
una “comprensión”- , a pesar de la anotación final según la cual
existen “dos caminos de liberación”, el uno constituido “por el
conocimiento puro del dolor”, el otro “por el sufrimiento directa­
mente sufrido"78. El examen de las tonalidades que juegan un papel
decisivo en el sistema se encuentra en general falseado desde el
principio; una significación que se les une sintéticamente en ta luz
del ek-stasís sustituye inevitablemente a la esencia de su fenome­
nicidad propia. El remordimiento, por ejemplo, es efectivamente
una tonalidad, pero que procede de un conocimiento, del cono­
cimiento m etafísico de la naturaleza de las cosas en mí, de esa
voluntad ciega y obstinada de la que todavía no he llegado a esca­
par. “El rem ordim iento... es un pesar que proviene del co n o ci­

76 Ibíd., p. 362.
77 Ibíd., p. 351.
78 lbíd., I, p. 415. Este sufrimiento aún no cumple su obra salvadora en sí
mismo y por sí mismo, sino por mor de su referencia a la voluntad, por cuanto,
al contrariar a ésta y al resultar de su contrariedad, termina por minarla de algún
modo y la conduce a la auto-renuncia.
miento que se adquiere de su propia naturaleza en sí, es decir, con­
siderada como voluntad. Supone la visión clara de esa verdad, a
saber, que no se ha dejado de ser esam isma voluntad”79. De igual
modo, la vergüenza es una vergüenza ante el acto reproductivo
-cuya “paráfrasis” es la vida hum ana-, ante ei cuerpo en calidad
de objetivación y morada del querer, es decir, incluso, ante la volun­
tad; se reduce así a un conocimiento, el del “enigma del mundo”:
“la vergüenza.,. provocada por el acto reproductivo se extiende
incluso a las partes que sirven para llevarlo a c a b o ... prueba de
que no sólo las acciones, sino ya el mismo cuerpo del hombre,
pueden ser mirados como la forma fenoménica, como la objetiva­
ción y la obra de la voluntad”80. La tristeza, para tomar un último
ejemplo, “procede de la conciencia desinteresada de la vanidad de
todos los bienes, y de la nada de todos los dolores”81.
Ahora bien, vinculada al conocim iento y más o menos con­
fundida con él, la afectividad resulta deudora del prinápium indi­
viduationis, que constituye para este conocim iento una línea de
separación decisiva. Pues hay, al fin y a la postre, dos clases
de conocimiento en el schopenhauerismo, la que sucumbe a este
principio y la que escapa a él. Ahora bien,, esta línea de demar­
cación de los conocimientos es idénticamente la de todos nues­
tros sentimientos, que se reparten de este modo entre los que
están engañados por la ilusión de la individualidad, y los que la
superan, aunque de tal manera que los que son engañados lo
son sobre el fondo en ellos de la representación y la ilusión que
les es propia, igual que aquellos que la superan no es sino por la
acción en ellos de una mirada susceptible de atravesar el prínci-
pium individuationis. Al primer género pertenece, por ejemplo la
crueldad, pues al demandar a la vista del sufrimiento del otro
una atenuación del suyo, o incluso su placer, el cruel cree que
su sentimiento difiere del de su víctima, hasta el punto de encon­
trarse con él en una relación antitética. Mientras que, procediendo
de una esencia única y producidos por ella, todos los sentimientos
son idénticos al fin y al cabo, su distribución es entre individuos
aparentemente diferentes, y, por consiguiente, su diferencia no
es más que ilusión.
Schopenhauer ha vertido en términos sorprendentes la teoría
de esta ilusión. Aquel que tiene sobre los ojos el velo de Maya “no
ve la esencia de las cosas, que es una; ve sus apariencias, las ve dis­
tintas, divididas, innombrables... Toma la alegría por una realidad,
y el dolor por otra; ve en aquel hombre un verdugo y un asesino, y
en aquel otro un paciente y una víctima; ubica el crimen aquí y el

79 Ibíd., p. 310.
sufrimiento en otra p a rte... ”82. De este modo se cumple, en el
seno mismo de esta concepción grandiosa, la falsificación de la
teoría de la afectividad por el principio de individuación, es decir,
por su reducción al conocimiento. Precisamente porque la feno­
menicidad específica de la afectividad, como consistente en esa
misma afectividad, es desconocida o, más bien, explícitam ente
negada, la realidad de las tonalidades lo es también, la alegría ya
no es definida por sí misma, ya no es la alegría83, ya no es una rea­
lidad. No es diferente del dolor, el. cual tampoco es dolor, no es
una realidad, una realidad otra que la alegría>y el verdugo no es
disociable de su víctima. Esta inversión del orden de cosas, que
Nietzsche restablecerá con una violencia extrema - “los fuertes”,
“los débiles”- , la hace patente de igual modo la teoría de las tona­
lidades pertenecientes al segundo género de conocimiento. Aquí
todavía es precisamente el conocimiento, “la visión de las Ideas”,
la cual “atraviesa de parte a parte el principio de individuación”84,
la que detenta el poder de revelación atribuido a la dulzura, a la
caridad, a la santidad, al misticismo, y constituye finalmente toda
su realidad.
A falta de haber sido reconocido y circunscrito en su especifi­
cidad, el poder de revelación de la afectividad resulta, en definiti­
va, ocultado: la afectividad procede de la voluntad, bajo cuyo con­
cepto, como se ha visto, es comprendida en la mayor parte de los
casos. También se descubre aquella, como ésta, reducida a la con­
dición de lo conocido y ya no del que conoce, siendo entonces
todo poder de revelación, com o en la tradición, explícitamente
referido ai ek-stasis y al modo de conocimiento que toma de éste
su posibilidad. Esto es lo que muestra la teoría de la conciencia,
es decir, la de la manifestación en general: “La conciencia de noso­
tros mismos con tiene... un elemento cognoscente y un elemento
conocido... Como elemento conocido en la conciencia de noso­
tros mismos encontram os exclusivamente la voluntad. Son, en
efecto, los impulsos y las modificaciones de la volu ntad ... toda
aspiración, todo deseo, toda repulsión, toda esperanza, todo temor,
todo amor, todo odio, en suma, todo lo que inmediatamente cons­
tituye la felicidad o el sufrim iento... Ahora bien, en todo conoci­
miento, es la parte conocida y no la cognoscente el elemento pri­
mero y esen cial... En la conciencia, por tanto, es la voluntad, el
elemento conocido, lo primero y esencial; el sujeto cognoscente
es la parte secundaria, venida por añadidura, es el espejo”85. De

82 Ibíd., p. 369, cursiva nuestra.


83 Schopenhauer dice en otra parte que ‘l a alegría miente al deseo” (ibíd., p.
393) haciéndole creer que ella es un bien positivo.
84 Ibíd., p. 370.
85 Ibíd., III, p. 14.
este modo, por el lado de la voluntad, la afectividad no es remiti­
da a la esencialidad más que para verse privada definitivamente del
poder de revelación, y decaer, como en ei pensamiento clásico, al
rango de una facticidad ciega. -
A pesar de estas insuficiencias, El mundo como voluntad y como
representación, por cuanto ubica la afectividad en el centro de su
temática, abre al pensamiento moderno ia vía de la vida, permi­
tiendo los progresos decisivos que van a ser llevados a cabo por
aquel que dirá hasta en sus últimos escritos: "m i gran maestro
Schopenhauer”.
Capítulo 7

Vida y afectividad según Nietzsche


El pensamiento de Nietzsche lleva hasta sus últimas consecuen­
cias los dos caracteres esenciales de la vida, a saber, la inmanencia
y la afectividad, aun cuando no los tematiza explícitamente y se
deja más bien llevar por ellos, abandonándose al juego de sus impli­
caciones. El concepto níetzscheano de la vida está tomado de Scho-
penhauer y no tiene en principio más que una significación ónti-
ca. La vida es voluntad, pero la voluntad es la esencia de ío que
es, de su modo de ser y, en sentido “metafísico”, el ser mismo.
Esta voluntad, captada en nosotros como idéntica a nuestra vida,
ve cómo su reino, por el mismo proceso que en Schopenhauer, se
extiende al mundo entero, y ello porque somos capaces de con­
cebirla no como una veleidad representativa -co m o la voluntad de
la representación-, sino como un poder efectivo y como la esen­
cia de todo poder. Desde entonces, por todas partes donde encon­
tramos las marcas de éste en la naturaleza, sus efectos, percibimos
también como actuando la misma fuerza que se desencadena en
nosotros: todo proceso que expresa una energía, por consiguien­
te, no es más que una manifestación de esa voluntad que, con el
carácter de forma de toda energía real posible, se llama voluntad
de poder: “Suponiendo que lo único que esté ‘dado’ realmente
sea nuestro mundo de apetitos y pasiones, suponiendo que noso­
tros no podamos descender o ascender a ninguna otra ‘realidad’
más que justo a la realidad de nuestros instintos..., ¿no está per­
mitido realizar el intento de hacer la pregunta de si eso dado no
basta para comprender también, partiendo de lo idéntico a ello, el
denominado mundo mecánico (o ‘material’)?-., como algo dota­
do de idéntico grado de realidad que el poseído por nuestros afec­
to s... En suma, hay que atreverse a hacer la hipótesis de que, en
todos aquellos lugares donde reconocemos que hay ‘efectos’, una
voluntad actúa sobre otra voluntad, -d e que todo acontecer mecá­
nico, en la medida en que en él actúa una fuerza, es precisamen­
te una fuerza de la voluntad, un efecto de la voluntad--. Supo­
niendo, finalmente, que se consiguiese explicar nuestra vida
instintiva entera.. que fuera posible reducir todas las funciones
orgánicas a esa voluntad de en esto poder..., habríamos adquirido
el derecho a definir inequívocamente toda fuerza agente como:
voluntad de poder. El mundo visto desde dentro, el mundo defi­
nido y designado en su ‘carácter inteligible’ sería cabalmente ‘volun­
tad de poder’ y nada más”1.
La voluntad nietzscheana difiere de la voluntad schopenhaue­
riana en que aquélla es calificada como “poder”. El texto precita-

'• Par-ddá bien ct mal, trad. C. Heim, en F. Nietzsche, Qiuvres philosophiques


completes, París, Gallímard, 1971, pp. 54-55. [N. de los T: existe traducción al cas­
tellano, Nietzsche, F, Mas allá del bien y de! mal (trad. de A. Sánchez Pascual),
Alianza Editorial, Madrid, 1997, pp. 65-66.1
do dice qué es el poder: poder significa causalidad, causalidad ver­
dadera, eficaz, poder en su cumplimiento efectivo, acción real,
fuerza: “En último término, la cuestión consiste en sí nosotros
reconocem os que la voluntad es realmente algo que actúa, en si
nosotros creemos en la causalidad de la voluntad: si lo creem os
- y en el fondo la creencia es cabalmente nuestra creencia en la
causalidad mi s ma - , . La crítica de la causalidad, en consecuen­
cia, no alcanza en Nietzsche más que a la representación racional
de la causalidad como sistema de leyes que impone orden y regla
ai Devenir. Pero para aquel que capta la esencia de éste “interna­
m ente”, la causalidad no es justam ente más que esa. causalidad
absoluta idéntica ai ejercicio real de una fuerza, nada más que el
poder como poder en acto.
Sin embargo, en Schopenhauer, la voluntad es también la cau­
salidad verdadera, el único poder, cuya irrupción y despliegue com ­
ponen la única realidad. Si la voluntad carece de causa, ello se debe
justamente a que es la causalidad verdadera, absoluta; no depen­
diente de nada, que saca de sí la energía de producir todo aquello
que hace. Schopenhauer es quien nos pone en camino de com ­
prender que no hay ninguna fuerza posible en el mundo de la
representación ni por ella, que el ser de la fuerza no podría venir­
le de otra cosa, tampoco de su propia exterioridad respecto de sí,
sino sólo de ella misma. De ahí que, tanto para Schopenhauer
como para Nietzsche, sólo en la interioridad de una fuerza -e n tal
caso, “en nosotros”- puede ser aprehendido y captado, “dado”,
dice Nietzsche, lo que la fuerza es, así como el universo entero por
cuanto el ser de todo ente está constituido por la fuerza.
Queda por decir que entre la voluntad schopenhaueriana y la
voluntad de poder se instaura mucho más que un simple diferi-
miento, a saber, el hecho de que la primera, como hemos visto,
está enigmáticamente afectada por una carencia, al ser el deseo de
un ser que no tiene y, más aún, que no es; mientras que, a la inver­
sa, como bien ha visto Heidegger, la voluntad de poder no es volun­
tad de un poder del que ella por sí misma estaría desprovista, hacia
el cual solamente tendería. De ser así, ¿cómo esa voluntad sepa­
rada del poder estaría en condiciones de unirse a él y, en primer
lugar, de lanzarse hacia él? ¿En virtud de qué poder podría ella
ponerse en movimiento? El punto de partida en la voluntad de
poder es el poder mismo. La “voluntad” no designa otra cosa que
la expansión de ese poder y su despliegue, despliegue posible en
ella, a partir de ella y por ella -s u auto-movimiento-.
La “diferencia” entre las voluntades de Schopenhauer y Nietzs­
che se nos muestra en el plano de la afectividad y de las tonalida­
des afectivas de la vida, y ello porque, en esas tonalidades y por
ellas, esas voluntades entran en la fenomenicidad que las hace efec­
tivas. Desde los primeros escritos de Nietzsche, y especialmente
en El nacimiento de la tragedia, se deja reconocer la especificidad
afectiva de la voluntad nietzscheana idéntica a la vida. Mientras
que la voluntad de Schopenháuer, en calidad de deseo inextin­
guible, era ese tormento sin fin que el autor del Mundo ha descri­
to en términos patéticos, Nietzsche, sin renegar en riada del carác­
ter trágico de la existencia, sino, al contrario, reconociéndolo, y
especialmente como el fondo del alma griega, yuxtapone de gol­
pe a ese deseo y a esa desgracia, como su condición tal vez, un
placer mayor, “ese placer eterno de la existencia” del que el arte
dionisiaco quiere persuadimos. Ciertamente, ei pesimismo de Scho-
penhauer se mantiene en una visión que encadena el declive y la
muerte a todo aquello que nace, y celebra incluso “los horrores de
la existencia individual”, que ve en el arte una salvación provisio­
nal y algo así como '‘un consuelo metafísico”: “Nosotros mismos:
somos realmente, por breves instantes, el ser original, y sentimos
su indómita ansia y su indómito placer de existir”2, "Éste, sin embar­
go, el placer, emerge en su contemporaneidad con el ser original
y el deseo se rebasa en él.:
Pero hay más, más explícitamente en todo caso. Pues todo este
universo proteiforme del devenir y el anonadamiento, con su cor-:
tejo de tormentos, aparece más bien como la consecuencia de una
embriaguez sin límite, la que procura la superabundancia de la
vida, hacia la que se apresuran las múltiples formas que ésta lla­
ma a la existencia, y que revelan, a través del mismo juego de su
nacimiento y de su muerte, la fecundidad desbordante del p jdt
que los engendra. De ahí que seamos “traspasados por la rabios i
espina de esos tormentos en el mismo instante en que, pu; asi
decirlo, nos hemos unificado con el inmenso placer original por
la existencia y en que presentimos, en un éxtasis dionisiaco, la
indestructibilidad y eternidad de ese placer. A pesar del miedo y
de la compasión, somos los hombres que viven felices"3.
Que la vida no se desvela simplemente como la vanidad de-un
deseo sin objeto y su eterno sufrimiento, sino, a través de éste,
como el placer y la embriaguez de una potencia indestructible, no
es una afirmación pasajera, sino, más bien, la revelación de la tra­
gedia que, al descartar todo lo que separa al hombre de su esen­
cia, lo reconduce a ella, al pensamiento de que “en el fondo de las
cosas, y pese a toda la mudanza de las apariencias, la vida es indes­
tructiblemente poderosa y placentera”4. Al expresar este poder

2 La naissance de la tragédie, trad., Ph. Lacoue-Labarthe, en CEuvres philosop?:


htíjues completes, op.cit., p, i 15. [N. de los I : existe traducción al castellano, Nietzs­
che, E, S narimíenfo de íct tragedia (trad. de A. Sánchez Pascual), Alianza Editorial,
Madrid, 1997, p. 138.}
3lbíd. [N. de los I: ibíd.]
+lbíd., p. 69. [N. délos I : ibíd., p. 77.j
indestructible de la vida, la cual se resuelve enteramente en la esen­
cia pura del placer, el coro satírico irrumpe en la tragedia, el “coro
de seres naturales que, por así decirlo, viven inextinguiblemente
por detrás de toda civilización y que, a pesar de todo el cambio de
las generaciones y de la historia de los pueblos, permanecen eter­
namente los mismos”5,
Ahora bien, la determinación positiva de la vida por parte de
Nietzsche tiene una significación que conviene reconocer desde
ahora. Pues la oposición entre la desgracia de una existencia defi­
citaria, y que no podría ser colmada con nada, y el placer in con ­
mensurable y original del existir como experiencia de la supera­
bundancia y superpotencia de la vida, no da lugar a que diverjan
dos concepciones de la vida entre las que haría falt'á'elegir; una
de ellas marcada por ese pesimismo absoluto que será calificado
de nihilismo, y la otra, ciertamente no optimista, pero suficien­
temente diferenciada, como “pesimismo de la fortaleza”6. Menos
’ aún se trataría de producir respecto a esa vida de sufrimiento dos
evaluaciones contradictorias; la primera, que diría no, esforzán­
dose por buscar las modalidades concretas de esa negación, y la
segunda, que diría sí, asumiendo en una mirada la totalidad de
ese sufrimiento y su eterno retorno. Si hay una evidencia decisi­
va en la que las filosofías de Schopenhauer y Nietzsche co in ci­
den, ha de ser, en efecto, la imposibilidad eidética por parte de
la vida de tomar posición respecto a sí, de separarse de sí para,
a continuación, querer o no querer ser sí, querer o no querer vol­
verse a tomar a sí misma y, apoderándose de su esencia, coinci­
dir de nuevo consigo.
Sólo una vez ha sido Schopenhauer infiel a esta prescripción
ultima; como hemos visto, al disociar, por el contrario, vida y volun­
tad, y concebir la primera como objetivación de la segunda, cuan­
do se ha visto obligado, al mismo tiempo, a hacer del querer un
simple “querer-vivir”, la aspiración a darse fuera de sí el ser y la
vida -mientras que lo que no es no puede hacer nada, ni siquiera
aspirar al ser-, mientras que nada repugna más a la vida que estar-
fuera-de-sí, ella que reposa enteramente en sí misma y que, de esta
guisa, una originalmente consigo y en posesión de sí, no podría
además desearse a sí misma.
Y es entonces, en efecto, cuando Nietzsche reprende duramente
a Schopenhauer en estas líneas esenciales del Zaratustra: “Cierta­
mente, aquel que hablaba del querer-vivir no encontró la verdad.
Ese querer no existe. Pues lo que no es no puede querer y desear toda­
vía la vida, como podría hacerlo aquello que está en la vida. Donde se

5 Ibíd. [N. de ios T: ibíd.]


6 Ibíd., p. 26. (N. de los T: ibíd., p. 26.]
encuentra la vida, sólo allí se encuentra el querer”7. La refutación
radical de la tesis del querer-vivir -tesis por otra parte específica e
inesencial en el mismo Schopenhauer- significa, pues, otra cosa
completamente distinta que la designación exterior de la vida y del
ser como voluntad de poder: mienta el estatuto mismo de la vida
y del ser, su esencia y, por ende, el estatuto de la esencia misma
de la voluntad de poder, por cuanto ella puede pretender definir
la vida. Ciertamente, en un proyecto de una ontología fundamen­
tal, lo que importa no es el hecho de que la vida sea voluntad de
querer -¿por qué no habría de ser simple querer?--. Está en cues­
tión más bien, para ser llevado a la evidencia, aquello en lo cual y
por lo cual la voluntad de poder está viva, aquello que le permite
construir estructuralmente y constituir con sus propios medios, si
puede, la esencia del ser y de la vida. Nietzsche dice dos cosas a
este respecto: por un lado, el aforismo 693 de La voluntad de podas
declara que ésta es “la esencia más íntima del ser”, asignando así
al análisis de la voluntad de poder la tarea de llevar a cabo el des­
velamiento de la esencia del ser; por otro lado, el texto precitado
de Zaratustra afirmaba, por el contrario, que la voluntad sólo es
posible sobre la base del ser - “pues lo que no es no puede que­
rer’™; con otros términos, que el sitio del querer no es el suyo sino
por cuanto constituido exclusivamente por el de la vida: “donde
se encuentra la vida, sólo ahí se encuentra el querer”. La conclu­
sión de esta contradicción aparente es la que sigue: aquí, en efec­
to, se conquista una sola problemática que, al tomar como tema
la voluntad de poder, no se conduce por ninguna otra intención
en realidad que la de elucidar la esencia de! ser en cuanto tal y de
su verdad propia. ¿Por qué una temática semejante, ontoiógica en
un sentido radical, se ocupa de la voluntad y, sobrede terminando
el enfoque schopenhaueriano, se cree obligada a rectificarlo, hacien­
do con más rigor de la voluntad una voluntad de poder?
No olvidemos que en Schopenhauer la voluntad no es un deseo
en el sentido de una simple veleidad escindida de la realidad. Muy
al contrario, como se ha mostrado suficientemente, esta voluntad
es el cuerpo original, no el de la representación, el cuerpo-objeto

7 Ainsi parlüit Zamthoustra, trad. M. De Gandillac, en GEuvres phtíosopJiiques


completes, op. cit., p. 134, traducción modificada y cursiva nuestra. [N. de los T:
existe traducción al castellano, Nietzsche, F., El nacimiento de la tragedia (trad. de
A. Sánchez Pascual), Alianza Editorial, Madrid, 1997, p. 177. Aunque ofrecemos
!a página de la traducción del Zaratustra de Sánchez Pascual, traducimos aquí
directamente la versión que deliberadamente introduce Henry de la cita de Nietzs­
che.1
8 Nietzsche, E, L avolon téde puissance, trad. G. Bianquis, París, Gallimard,
1935,1, p. 217, II1-V1, 1888 (XVI, § 693). Este texto, establecido por E Würz-
bach, está constituido, como se sabe, por una selección temática de aforismos,
repartidos en cuatro libros, a los cuales remiten nuestras referencias.
de la tradición filosófica, sino el cuerpo real, el cuerpo de los movi­
mientos reales, de las efectuaciones corporales reales, y estas efec­
tuaciones, por ejemplo, las del deseo, no desembocan en ningu­
na “satisfacción" verdadera/nos dejan con nuestra hambre, no
cambia nada en su realidad, como tampoco en la realidad del cuer­
po del que son efectuaciones. Sin embargo, en el caso de Sch o ­
penhauer, dicha realidad del cuerpo no es pensada nada menos
que como el ser mismo, y por eso define el ser, el ser en sí y no su
simple representación, como voluntad, Por tanto, la voluntad scho-
penhaueriana no es en ningún momento distinta del poder; es el
poder, todo poder real en el mundo reunido en la única esencia
en la que se concentra y en la que es posible. Más aún, es todo el
poder de este poder, lo que se concentra a su vez en cada uno de
sus puntos, en cada una de sus determinaciones - d e ahí el carác­
ter vertiginoso de su acción, el carácter alucinante del universo
schopenhaueriano-. •
¿Qué significa entonces la agregación nietzschearia del poder
a esta voluntad que ya es poder desde la cruz a la raya, y poder
omnipotente, al no encontrar nunca nada que no sea ella que pue­
da presentarle algún obstáculo, al no haber, en calidad de ele­
mento diferencial, otra cosa que la representación que ella pliega
como un juguete entre sus manos, torciéndola y deformándola
en todos los sentidos y haciendo de ella lo que quiere? Cualquiera
que sea el grado de este poder y de la modalidad de su acción,
cualesquiera que sean la intensidad y la amplitud de la fuerza que
desencadena - y en este punto Schopenhauer fue sin duda mucho
más radical que N ietzsch e-, poder y fuerza tienen que ser pri­
mero, ser que consiste en ese poder previo y presupuesto en vir­
tud del cual poder y fuerza ya se han apoderado de sí mismos y
de su esencia propia, por mor de la cual son. Voluntad de poder
quiere decir, desde una perspectiva nietzscheana, poder de la
voluntad, a saber, no simplemente el hecho de que la voluntad
es poder y, según el anuncio impactante de Schopenhauer, que
es el cuerpo, sino el hecho más fundamental de que todo poder,
toda fuerza y el mismo cuerpo no son más que gracias al actuar
de un poder más original que los arroja en sí mismos y les obliga
a ser. En este poder del origen, sólo tienen licencia para desple­
garse poder y fuerza.
Ahora bien, suponiendo que haya unos grados de poder, unas
“cantidades de fuerza”, y que de su entrecruzamiento y su co n ­
flicto nazcan unas modificaciones internas de esas fuerzas, el poder
por mor del cual son y en el cual, a pesar de sus vicisitudes, per­
manecen, tal poder no conoce ni grado ni cantidad, ni crecimien­
to ni disminución, ni modificación ni alteración, es el hiperpoder
omnipresente y omnipotente en todo poder que lo abandona a sí
mismo de tal suerte que es en la medida en que es lo que es. En
codo poder: tanto en el más débil corno en el más facrte. Así, com­
prendemos de ahora en adelante; que no hay fuerza alguna, por
muy insignificante e irrisoria que sea, que no lleve consigo lo
inconmensurable de este hiperpoder, el cual, en efecto, no es una
medida para ninguna fuerza, de igual modo que él no puede ser
medido por ninguna otra; estando en cada una de ellas antes inclu­
so de que se ejerzan, toma y da su medida, la incoercibilidad del
vínculo en virtud del cual se apodera de sí. Que semejante hiper-
poder, anterior a todo poder, al contrario, no proceda de éste y no
provenga de él por abstracción, lo vemos en el hecho de que se
halla en el fondo de su “experiencia” y la hace posible. El hiper-
poder no hace posible la experiencia que tenemos de las fuerzas
del mundo, no es lo que nos permite acceder a éstas, sino sólo
aquello que permite que cada fuerza acceda a sí con la incondi-
cionalidad de una coherencia consigo en la que no hay nada más
que ella -nada más de mundo, sino sólo un Sí, el sí mismo de esta
fuerza y de lo que hace-.
Ahora bien, la incondícionalidad de la coherencia consigo de
ia fuerza que accede a sí misma en calidad de una fuerza que es
un “sí-mismo”, esta incondicionalidad no le corresponde retroac­
tivamente, es, más bien, la condición de su surgimiento y de su
nacimiento, aquello gracias a lo cual toda fuerza adviene a la vida.
Es menester prestar aquí atención al acontecimiento decisivo de
la filosofía moderna, a saber, al hecho de que con Schopenhauer
y Nietzsche el ser recibe explícitamente por primera vez el senti­
do de ser la vida. La interpretación del ser como vida no implica
ningún olvido del ser mismo. Lejos de reducirlo al simple modo
de ser de un ente privilegiado, la determinación de la fuerza en
calidad de fuerza viva coloca delante del pensamiento el incoerci­
ble e incondicional abrazo consigo de aquello que, así, surge ori­
ginalmente en sí mismo, que aumenta a partir de sí y que, en la
embriaguez de esta experiencia y de este acrecentamiento a partir
de sí, acrecentamiento sin comienzo ni fin, es la Vida; lo que el
joven Nietzsche llama “el inconmensurable y eterno placer de exis­
tir”, o sea en el lenguaje del mito: Dionisos. El concepto elabora­
do de la voluntad de poder, que es ese original acrecentamiento a
partir de sí, incluido en el abrazo incondicional consigo, el “plus”
en tanto lo “más rico de sí m ism o”9, lo único que determina la
“necesidad de sí mismo”10, es el concepto de ser comprendido en
su fondo como la vida. La vida no encuentra su condición en el
ser según la evidencia especulativa inmediata que quiere ser en pri­
mer lugar, es el cumplimiento fenomenología) inicial y, así, la con­

y Par-delá bien et m al, op. á t., p. 207. [N. de los T: Más allá d d bien y del mal,
op. cit., p. 268.]
10 lbíd., p. 71. [N. de los T: ibíd., p. 87.]
dición. Pero ei primitivo venir a sí de la vida que aumenta a partir
de sí misma y se experimenta a sí misma en la embriaguez de este
acrecentamiento es la inmanencia.
Nietzsche ha pensado la inmanencia de la vida de múltiples
maneras, bajo múltiples figuras cuyo poder conviene reconocer.
Sin embargo, la inmanencia es objeto de una afirmación inmedia­
ta en ia proposición crucial y reiterada según la cual la vida es olvi­
do. Olvidar es no pensar en. Al olvido se le opone el recuerdo, que
consiste, al revés, en pensar en aquello en lo que no se pensaba.
Olvido y recuerdo no se oponen, empero, más que en el pensa­
miento, como dos modalidades de éste: una de ellas negativa, que
significa que el pensamiento no se dirige todavía .hacia aquello a
lo que se dirige en el recuerdo correspondiente a este olvido y, por
ende, sustituyéndolo. Pero que la vida sea olvido, Nietzsche lo dice
en otro sentido completamente diferente. Para la vida, olvidar no
es pensar en, no en virtud de una distracción o de cualquier dis­
posición ocasional susceptible de ser eliminada,;sino por cuanto
ella no lleva en sí la esencia en la que reside la posibilidad de pen­
sar en cualquier cosa en general, por ejemplo, de acordarse de ella.
La vida es olvidadiza por naturaleza en calidad de inmanencia, la
cual expulsa insuperablemente de sí el ek-stasis y, por ello, toda
forma de pensamiento posible. Nietzsche representa la vida en cali­
dad de inmanencia en la figura del animal que atraviesa todo su
hacer - y ello con todo derecho, si de lo que se trata es de expre­
sar la ausencia de pensam iento, que tradicionalmente define la
humanidad del hombre y lo especifica como animal racional-'. Por
tanto, el animal, por cuanto figura la esencia de la vida y por cuan­
to ésta excluye el pensamiento, se encuentra determinado en su
ser por el olvido en virtud de una necesidad eidética. El hombre,
“ese animal olvidadizo por necesidad.. .”u .
Puesto que todo pensar en, que formula el olvido que por prin­
cipio le pertenece, se mueve en la inmanencia radical de la vida y
en el rechazo por parte de ésta de la dimensión extática, entonces,
la posibilidad de que semejante olvido se mude en la determina­
ción opuesta del recuerdo, posibilidad obvia siempre que el pri­
mero sea secretamente homogéneo al segundo -siendo como éste
una modalidad del pensamiento, y su determinación negativa-,
dicha posibilidad ya no existe. Es, pues, mediante una interven­
ción exterior, a golpes de bastón, como hay que conferir a esta vida
aquello de lo que en sí misma es incapaz, no precisamente la capa­
cidad -q u e no la tiene, ni la tendrá nunca-, sino el hábito de acor­

11 La généalogie de la morale, trad., i. Hildenbrand y j. Graden, en CEttvres phi-


losophiques completes, op. cit.., p. 252. [N. de los I : existe traducción al castellano,
Nietzsche, F., La genealogía de la moral, (trad. de A. Sánchez Pascual), Alianza Edi­
torial, Madrid, 1997, p. 76.]
darse. Mediante el hábito, se adquiere un comportamiento que no
responde a ninguna disposición: interna previa, y de ia que no es
en ningún respecto ni su puesta en práctica ni su actualización. A
esta adquisición constrictiva y forzada, impuesta a la vida a pesar
de su esencia, Nietzsche la llama por su nombre: doma -dando
lugar a la erección de una constelación de conceptos agrupados
alrededor de la imagen de la animalidad, pero cuya coherencia
interna recubre una prescripción esencial-. El olvido no procede
del debilitamiento de una facultad que ha perdido su empleo, sino
de la estructura de la vida y de su querer incondicional, por cuan­
to la esencia proscribe el Dimensional extático de todo pensar y,
así, el margen de acción del recuerdo. Con todo, al mismo tiem­
po que este Dimensional, resulta puesto entre paréntesis, puesta
entre paréntesis que es el olvido, todo lo que llamamos concien­
cia, toda forma de representidad. “La capacidad de olvido.. ., escri­
be Nietzsche con fuerza, . . .no es una mera vis ínertíae. .., sino, más
bien, una activa, positiva en el sentido más riguroso del término,
facultad de inhibición a la cual hay que atribuir el que lo únicamen­
te vivido, experimentado por nosotros, lo asumido en nosotros, penetre
en nuestra conciencia.. 12. Lo que se mantiene fuera del Dimen­
sional -m ás acá- no es, pues, nada, nada inconsciente en todo
caso, sino el conjunto de nuestras experiencias, la totalidad de lo
que vivimos, y es porque lo vivimos, por lo que debemos vivirlo
necesariamente fuera de la conciencia y en el olvido. El olvido hace
posible la vida. No la hace posible más que en el sentido de que,
al descartar muchas preocupaciones, nos permite ir hacia delante
sin ser detenidos por demasiadas cosas, por ios remordimientos.
El olvido, más aún, es la condición de posibilidad de la vida en
calidad de la reunión interior en virtud de la cual llega a ser cohe­
rente consigo en el acrecentamiento de sí misma; es la fuerza pre­
via a toda fuerza, el poder de todo poder y, como esta condición
última, idéntica a la esencia de la vida, lo que Nietzsche llama la
salud: “Ese animal necesariamente olvidadizo para el que el olvi­
do representa una fuerza, la condición de una salud robusta.
De ahí que, también, el olvido sea el “guardián de nuestro orden
psíquico” -entendido como aquello que edifica desde el interior,
delimita y conserva la esencia de la psique, a saber, aquella dimen­
sión originalmente heterogénea a toda conciencia en la que el ser
se esencia como la vida-,
¿Cómo, entonces, lo que es olvidadizo por esencia puede, al
contrario, recordar, darse la posibilidad de interiorizar todo lo que
es, refiriéndose a ello en el “pensar en”, que lo arranca al tiempo
y a su anonadamiento? Ésta es la paradoja con la que Nietzsche
choca inevitablemente, y que le obliga a poner a prueba una pos­
trer vez las tesis ultimas de su filosofía. Esta paradoja se coloca a
la cabeza de la segunda disertación de La genealogía de la moral y
se enuncia así; “Criar un animal que pueda prom eter”, es decir,
recordar, y ello al mismo tiempo que la vida excluye el pensamiento.
Conviene resaltar el hecho de que Nietzsche, para cortar el nudo
gordiano del eídos, recurre a la violencia. A la “fuerza de la capaci­
dad de olvido” que expresa el querer de la esencia, opone, no la
simple memoria que., precisamente en calidad de facultad repre­
sentativa, no está ni incluida en esta esencia de la vida, ni es per­
mitida por ella, sino una voluntad de memoria - “un activo no-
querer-volver-a-liberarse, un seguir y seguir queriendo lo querido
una vez, una auténtica memoria de la voluntad”i3~~ qué, como volun­
tad, procede de la vida misma y ya no del ek-stasis, Más aún, la
voluntad no es aquí un nombre de la vida, sino, que remite a su
posibilidad más interna y la desvela bruscam ente;'El § 3 del tra­
tado segundo refiere toda facultad de memorización en calidad de volun­
tad de memoria a ¡a afectividad y ¡a enraíza explícitamente en ella. “Para
que algo permanezca en la memoria se lo graba a luego; sólo lo
que no cesa de doler permanece en la memoria”. Como siempre,
cuando descubre el fondo de la vida - la afectividad, el sufrimien­
to -, el texto nietzscheano se inflama, un gran soplo lo levanta, las
imágenes crepitan, son convocados los incendios de la historia,
cada experiencia es un montón de brasas, una tortura monstruo­
sa, un sufrimiento inimaginable del que somos invitados a hacer
nuestras delicias. Aquello que le ha hecho falta al hombre para
fabricarse una memoria: “...martirios, sacrificios; los sacrificios y
empeños más espantosos... las mutilaciones más repugnantes...
las más crueles formas rituales.. . Y al hombre alemán: “ .. .los
medios más temibles... la lapidación... la rueda... el empalamiento,
el hacer que los caballos desgarrasen o pisoteasen al reo (el “des­
cuartizamiento”), el hervir al criminal en aceite... el muy aprecia­
do desollar, el arrancar la carne del p e c h o ... El dolor es por
doquier el ayudante más poderoso de la “m nem otécnica”14, el
sufrimiento se sirve del pensamiento y lo funda con carácter de
ultimidad. Con todo, estas anotaciones son prematuras.
Prius de toda fuerza, poder de todo poder, la incondicional
coherencia en sí de la vida es la condición de su puesta en movi­
miento, la condición de toda acción posible. Consideremos la figu­
ra de las aves rapaces que se precipitan sobre los corderos para
devorarlos. Este análisis, difícil, pero esencial, se presenta bajo la
forma -ta l es su contenido aparente- de una crítica de la moral,

13 lbíd., p. 252. [N. de los T: ibíd., p. 76.]


14 Ibíd., pp. 254, 254-255, 254. [N. d élo s I : ibíd., pp. 79, 80-81, 79.)
conducida a la manera de Nietzsche. Se trata de refutar la argu­
mentación según la cual los corderos tratan de salvar su vida
mediante una condenación de la acción de las aves de rapiña, con­
dena que sería suíiciente que fuera compartida por estas últimas
para poner a salvo efectivamente ía vida. Ahora bien, la argumen­
tación -d e los corderos- reposa por completo sobre la presuposi­
ción de un desdoblamiento de la fuerza, de su separación respec­
to a sí, en suma, sobre la negación de su inmanencia radical. Este
desdoblamiento de la fuerza, considerado sucesivamente por Nietzs­
che como la ilusión del lenguaje, deí pueblo y de la ciencia, con­
siste en una disociación que se instituye en toda acción entre un
sujeto capaz de determinarse o no por esta acción y la acción mis­
ma comprendida como efecto del libre querer de ese sujeto, en
una disociación, por ejemplo, entre el rayo y su destello. “En el
fondo, el pueblo duplica el hacer; cuando piensa que el rayo lan­
za un resplandor, esto equivale a un hacer-hacer: el mismo acon­
tecimiento lo pone primero como causa y luego, una vez más-
como efecto de aquélla. Los investigadores de la naturaleza no lo
liacen mejor cuando dicen ‘la fuerza mueve, la fuerza causa’ y cosas
parecidas”15.
Aunque la afectividad y sus determinaciones fundamentales no
intervengan aquí -e l odio, 1a venganza; el odio y la venganza de
los corderos-, se apoderan de esta separación ficticia de la fuerza
respecto a sí, para evaluar el ser a su luz y hacer de las aves de rapi­
ña, considerándolas como sustratos neutros, como sujetos libres
de ejercer su fuerza o no, libres de ser aves de rapiña o no. En esta
libertad para ser o no ser aves de rapiña, en esta libertad de la fuer­
za para no ser la fuerza, para no comérselos, reside la salvación de
ios corderos. Sin embargo, ni la fuerza ni la vida poseen esta libertad
de no ser sí mismas. La no-libertad, la imposibilidad de no ser sí
mismo, es la esencia que rige la relación de la vida consigo mis­
ma, relación, no obstante, que es constitutiva de la vida, que es su
experimentarse a sí misma en la incoercibilidad del vínculo que la
une consigo misma para ser siempre aquello que es, que es su eter­
nidad, lo que Nietzsche llama “el eterno retomo de lo Mismo”.
Con el carácter de la incoercibilidad del vínculo que abando­
na la vida a sí misma, la no-libertad es el hiperpoder en el que el
ser se reúne consigo y se apodera de sí en esa experiencia original
de sí que hace de él justamente la vida. En calidad de no-libertad,
el hiperpoder del ser es idénticamente su impotencia. Es esta últi­
ma impotencia lo que el § 13 de la segunda disertación piensa con
todo rigor. No se trata ni de aves de rapiña ni de corderos. No se
quiere decir tampoco que ni unos ni otros serían libres de hacer

¡ 15 Ibíd., p. 242. [N. de los T: ibíd., pp. 59-60.]


I
otra cosa que lo que hacen, sino, más esencialmente, que no pue­
den ser otra cosa que lo que son. Sin embargo, no lo son más que
sobre el fondo del ser en ellos, por cuanto la estructura del ser es
la no-libertad, su pasividad insuperable respecto a sí, el no poder
deshacerse de sí, de aquello que es coherente consigo como la
vida. Lo que no puede deshacerse de sí, es el Sí. Aquello por lo
que toda cosa es, es idénticamente aquello por lo que es lo que
es, aquello por lo que es un Sí y, de esta suerte, la vida, La estruc­
tura unitaria del ser, de la identidad, de la ipseidad y de. la vida, es
la estructura de la subjetividad absoluta.
El texto del § 13 se tom a com o una crítica d el-“sujeto (o,
hablando de un modo más popular, del alma)”, y así ha sido aco­
gido ingenuamente. ¿Qué “sujeto” ha sido puesto en tela de ju i­
cio por Nietzsche, qué “alma” que sea su sucedáneo "“popular”?
Nietzsche rechaza la duplicación de la fuerza, afirmando que no
hay bajo ella un sustrato neutro al cual le sería lícito Manifestar o
no su fuerza, “Pero tal sustrato no existe; no hay ningún 'ser’ detrás
del h acer...; ‘el agente’ ha sido ficticiamente añadido'al hacer, el
hacer es todo. En el fondo, el pueblo duplica el hacer,. .-,n6. El suje­
to, de este modo, no es el sustrato ubicado bajo el fenómeno - e l
sujeto-rayo bajo el relámpago-, sino por el desdoblamiento de la
acción, el cual, como desdoblamiento del ser consigo, como o-
posición a sí, lo pone por asi decir dos veces, con la investidura
del fenómeno, con la investidura de lo opuesto y el ob-jeto, por
una parte, y, por otra, con la investidura del sujeto por mor del
cual el ob-jeto es ob-jeto. Nietzsche no critica el “sujeto”, critica
una interpretación de la esencia de ese sujeto, a saber, la interpre­
tación de la esencia de la subjetividad como ek-stasis. Que la fuer­
za no repose sobre un sujeto ubicado bajo ella, que no haya nada
fuera de ella - n i más allá, ni más acá-, que no pueda replegarse
tras de sí para pro-ponerse a sí y tenerse así delante de sí, que, al
contrario, repose en sí misma y permanezca en sí, y que no haya
nada más que ella - “la fuerza es todo”- , en esto consiste su inma­
nencia.
La inmanencia de la fuerza es aquello que la obliga a ser ella
misma y, así, a actuar. Debido a esta inmanencia, la voluntad - e l
nombre que Schopenhauer y Nietzsche dan a la fuerza- no pue­
de no querer y, como dice el § I del tratado tercero, “prefiere que­
rer la nada, a no querer”17. La inmanencia de la vida explica la cua-
si-totaliad de las figuras que reviste en la obra de Nietzsche, así
como sus propiedades - a título de ejemplo, el “egoísmo” del “alma
aristocrática”- . Egoísmo que designa el modo de ser y de actuar

16 Ibíd., pp. 242-243, 241-242. [N. délos T: ibíd., pp. 59, 61.]
17 Ibíd., p. 288. [N. dé los I : ibíd., p. 128.]
de aquello que es “todo", por cuanto, en su reunión en sí mismo,
es todo lo que es y todo aquello que es, y no encierra nada más.
De la no libertad de este ser en sí consigo -n o libertad que cons­
tituye el fondo de la crítica nietzscheana del libre arbitrio y de la
libertad en general- resulta el aire mecánico de su acción, su seme­
janza con el orden de las cosas, su manera ingenua de ser sí mis­
mo, pero también, en la plenitud insuperable de aquello que no
se supera más que a partir de sí mismo y, así, toca todos los pun­
tos de su ser y lo ocupa todo, el ser en la perfección de su cum­
plimiento, la justicia misma. “El alma aristocrática acepta este hecho
de su egoísmo.., como algo que seguramente está fundado en la
ley original de las cosas: si buscase un nombre para designarlo
diría: es la justicia misma’. .. se mueve entre esos iguales... con
la misma seguridad en el pudor y en el respeto delicado que tiene
en el trato consigo misma, de acuerdo con un innato mecanismo
celeste que todos los astros conocen... todo astro es un egoísta de
ese género”18.
Apoyada sobre sí misma, coincidiendo consigo, agotando su
ser en sí misma, sacando de sí todo lo que es, la fuerza en su des­
pliegue no proviene más que de sí misma, se asegura constante­
mente a sí misma de aquello que hace en esa efectuación de sí. En
tanto no tiene nada fuera de sí, ignora todo aquello que implica
cualquier transcendencia, el espacio de una diferencia, todo fun­
damento en calidad de otro en la alteridad de esta diferencia, toda
razón, toda causa, todo pretexto, toda justificación o legitimación,
todo aquello que la precedería y, procediendo de una considera­
ción extrínseca, tomaría su posibilidad del mundo de la represen­
tación, del cálculo, de la intención, de la promesa, de la previsión.
Lo diferente a ella, lo cual no existe en ella ni en su acción, no pue­
de tampoco tomar posición frente a ella en el elogio o en el repro­
che, en el amor o en el odio. Al hablar de los “fuertes”, es decir,
de la fuerza, Nietzsche expresa poéticamente esta condición de su
acción, a saber, no un rasgo psicológico, sino la estructura del ser:
“Llegan igual que el destino, sin motivo, razón, consideración, pre­
texto, existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado
súbitos, demasiado convincentes, demasiado “distintos” para ser
ni siquiera odiados”19.
La fuerza que halla su efectuación en sí, y que la tiene por sí,
es pues al mismo tiempo y por esta razón totalmente inepta para
dar cuenta de sí en la aproximación externa de una representación
de sí, la cual es, por principio, extraña a su ser. Así, la acción no

18 Par-ddá bien e¡ mal, op. di., p, 192. [N. de los T: Más allá del bien y del mal,
op, cit., p. 248j
. es-posible-'más que por cuanto es incomprendida e incomprensi­
ble, dado que el acto de comprender se mantiene en el ek-stasis.
En la medida en que la posibilidad de la acción es idénticamente
su incomprensibilidad, su nombre es instinto. Com o en Scho-
penhauer, la paradoja aparente del instinto no expresa otra cosa
que la condición de la vida. De ahí que Nietzsche tome nota, por
ejemplo, “de la incapacidad d e.., [los] aristocráticos atenienses,
los cuales eran hombres de instinto, como todos los aristócratas,
y nunca podían dar suficientemente cuenta de las razones de su,
obrar”. Sócrates se reía y se burlaba de esta incapacidad, hasta que
“encontraba en sí idéntica dificultad e idéntica incapacidad", de
las que no puede escapar salvo con “una especie de auto-engaño”,
declarando que hay que “seguir a los instintos, pero hay que per­
suadir a la razón para que acuda luego en su ayuda con buenos
argumentos”20.
No obstante, hacer justicia a la razón, convocar el mundo de
la representación, sus causas y sus leyes, sus proyectos y sus moti­
vaciones, equivale justamente a no poder hacer justicia-a la vida,
lanzar más allá de ella un horizonte de comprensión y, así, poner­
la fuera de sí, no disponiendo ya de sí y de su ser-sí corno de su
única justificación y de su único sentido posible, al no encontrar
ya en sí el secreto de su ser. Nietzsche ha descrito este suceso con
términos patéticos: “...q u e algo faltaba, que un vacío inmenso
rodeaba al hombre, -éste no sabía justificarse, explicarse, afirmar­
se a sí mismo, sufría del problema de su sentido”21. Más allá de
toda cosa, en efecto, el ek-stasis ahonda el espacio de la cuestión
del porqué, pero la vida, que no es portadora de este espacio, igno­
ra esta cuestión y tampoco tiene que responder de ella. “El alma
aristocrática, decía Nietzsche, acepta el hecho de su egoísmo sin
ningún signo de interrogación”22. Por tanto, hay que repetir la estruc­
tura eidética de la vida, su incoercible coherencia consigo en sí
misma, que excluye todo rebasamiento de sí y toda transcenden­
cia, toda posibilidad de irse fuera de sí, delante de sí, al lado de sí,
encima de sí - “todo anhelo, declara Nietzsche, ., .un mundo apar­
te, un más allá, algo que está fuera o encim a.. ,”23- , de tal mane­
ra que sólo esta exclusión radical de aquello que está fuera y más
allá de ella, y, por ejemplo, del ideal, al devolver la vida a la inma­
nencia de su ser-sí, la devuelve también a sí misma, volviéndola a
sumergir en la esencia de la que toma su posibilidad de ser, lo que

20 Par-delá bien ct mal, op. cit., p. 104. [N. de ios T; Más allá del bien y del mal,
op. cit., p. 131.]
21 La généalogie de la morale, op. cit., p. 346. [N. de los I : La genealogía de la
moral, op. cit., p. 204.j
11 Par-delá bien ct m al , op. cit., p. 192, cursiva nuestra. [N. de los T: Más allá
del bien y del mal, op. cit., p. 248.]
Nietzsche llama la realidad. Aquí Nietzsche todavía celebra en tér­
minos líricos la condición de la vida hablando del “hombre reden­
tor, el hombre del gran amor y del gran desprecio, el espíritu cre­
ador, al que su fuerza impulsiva aleja una y otra vez de todo
apartamiento y todo más allá, cuya soledad es malentendida por el
pueblo como si fuera una huida por delante de la realidad: siendo
así que constituye un hundirse, un enterrarse, un profundizar en la
realidad, para extraer alguna vez de ella, cuando retorne a la lu z...
su redención de la maldición que el ideal existente hasta ahora ha
lanzado sobre ella”24.
Hasta qué punto esta estructura de la inmanencia ■■-el no poder
ser fuera de sí de aquello que permanece en sí- constituye ia posi­
bilidad más extrema y decisiva, puede verse en el hecho de que su
quiebra es idénticamente la de los fundamentos del ser; todo el
pensamiento de Nietzsche procede de su terror confesado ante
el abismo del nihilismo, así como de su esfuerzo patético por con­
jurarlo. Un esfuerzo semejante se expresa en una distinción bien
conocida que atraviesa toda su obra no sin suscitar el disgusto del
lector, la de los fuertes y los débiles, los señores y los esclavos. Con.
vistas a reconocer su sentido, conviene en una primera aproxima­
ción, formular a este respecto cuatro preguntas, por otra parte
conectadas, y que apelan a una misma respuesta. En primer lugar:
¿Quiénes son los fuertes, esos seres inevitablemente célebres y adu­
lados?, ¿cómo son posibles, es decir, en qué consiste su fuerza? En
segundo lugar: ¿Quiénes son los débiles, esos seres inevitablemente
denigrados y despreciados?, ¿cómo son posibles, es decir, cómo
es posible la debilidad? En tercer lugar y cuarto lugar, si partimos
de la tesis constante de Nietzsche según la cual los débiles tienen
ventaja sobre los fuertes - “hay que defender siempre a los fuertes
contra los débiles ”2:5- , hay que preguntar aún la razón de seme­
jante situación, es decir: ¿en qué consiste la fuerza de los débiles
y, correlativamente, la debilidad de los fuertes?
De la fuerza de los fuertes es fácil dar cuenta. Los fuertes son
fuertes porque lo son, puesto que la esencia del ser es la voluntad
de poder, es decir, la fuerza misma. La naturaleza de los fuertes es
tanto más fácil de comprender a partir de la esencia del ser, por
cuanto no son otra cosa, según se ha dejado presentir, que una
proyección de esta esencia, la figura mítica de aquello que final­
mente no tiene nada que ver con una categoría de individuos inde­
bidamente privilegiados, sino que constituye precisamente esa
estructura interna del ser por cuanto es la vida. La vida es olvida­

24 La généahgie de la morale, op. cit., p. 286, cursiva nuestra, salvo “delante”


y “en", subrayados por Nietzsche. [N. de los I : La genealogía de la moral , op. cit.,
p. 123.]
25 La volontédepuissance, op. cit., I, p. 181, 1II-V1, 1888 (XVI, § 685).
diza por naturaleza, en virtud de su esencia, por ende, los fuertes
son también olvidadizos, 110 tienen nada que perdonar, nada inclu­
so que “olvidar”: si, plenos de sí mismos y no dependientes de
nada, pasan por la tierra com o caballeros, rápidos y exentos ele
daño. La ofensa, sí hay tal, es solamente ia ocasión de un exceso
de fuerza. Al descuidar las huellas del recuerdo y su examen, la
vida no manifiesta en ellos más que su “plasticidad”, su capacidad
de inventar y de sanar, o sea, su acrecentamiento siempre. Al ser
esta vida ajena a 1a representación, al principio de razón, al care­
cer de “causa”, igual que de recuerdo, sin fundamento .'fuera de
ella, entonces también los fuertes “llegan como el destino, sin cau­
sa, sin r a z ó n . e t c . De ahí que el análisis eidético de k-estruc­
tura del ser como vida haya revestido la marcha de una'recolec­
ción de las figuras del mito, porque con cada una de ellas’se mienta
.un elemento del eidos, un invariante de la vicia.
La existencia de una clase o de una casta de señ ores n a: provie­
ne, sin embargo, de lo que Nietzsche presenta en múl tiples ocasio­
nes como una nota decisiva, a saber, ese pachos de la distancia en
el que la aristocracia reivindica firmemente su diferencia y se opone
con ostentación a tocio lo que es menos que ella, como puede ver­
se en este texto magnífico: “Sin ese pachos de la distancia .que surge
de la inveterada diferencia entre los estamentos, de la permanente
mirada a lo lejos y hacía abajo dirigida por la clase dominante sobre
los súbditos e instrumentos, y de su ejercitación, asimismo perma­
nente, en el obedecer y el mandar, en el mantener a los otros sub­
yugados y distanciados, no podría surgir tampoco en modo alguno
aquel otro pathos misterioso, aquel deseo de ampliar constante­
mente la distancia dentro del alma misma, la elaboración de esta­
dos siempre más elevados, más raros, más lejanos, más amplios, más
abarcadores”26. Sin embargo, 1a vida, de la que la aristocracia, aquí
y en todas partes, no es más que la cifra, no es “reactiva”. Lejos de
no ser lo que es más que por efecto de una oposición frente a aque­
llo a lo que se opondría, la verdad consiste en lo contrario. Es menes­
ter, pues, invertir el orden aparente de dependencia del texto: en lugar
de ser la condición de este “pathos misterioso" de la vida por aumen­
tar sin cesar a partir de sí misma, el pathos de la distancia es su con­
secuencia eventual27. Sólo si la esencia de la aristocracia es la de la
vida, hemos comprendido cuál es la fuerza que hace la fuerza de los
fuertes: no tal o cual fuerza dada, más o menos grande, tal poder al
que advendría tal destino, sino el hiperpoder que, lanzando toda

26 Par-delá bien et m al , op. cit., p. 180. [N. de los T: Más allá del bien y del mal,
op. cit., p. 232.]
27 Como lo muestra la continuación del análisis, que hace de la aristocracia
la fuente de los valores, es decir, el principio de determinación de todo lo que no
es ella, cf. injra , p. 302.
fuerza y todo poder a sí mismos, les da el aumentarse a partir de sí
mismos y, así, sobreabundar.
Lo que plantea un problema, por el contrario, es en qué con­
siste la debilidad de los débiles: pues si la voluntad de poder es la
esencia del ser, si todo lo que es no es sino por ese poder que sobre­
abunda a partir de sí mismo, entonces, no vemos cómo algo como
la debilidad es todavía posible. Una explicación externa vuelve a
decir: todo es fuerza, ciertamente, pero existen cantidades de esa
fuerza; cuando una de ellas se encuentra en presencia de otra más
grande, entonces, es más débil que ella, la diferencia cuantitativa
de las fuerzas hace surgir su diferencia cualitativa, la debilidad y la
fuerza -la cual no cualifica más que a la más fuerte-. Se expresa
incluso esta diferenciación cualitativa diciendo que la más débil
que sufre la acción de la más fuerte deviene “reactiva”, siendo
determinada en lo sucesivo su acción por esa acción más fuerte
que ella y que no cesa de padecer, mientras que la más fuerte es
la única que permanece realmente, total y propiamente “activa”.:
Ahora bien, suponiendo que la “cantidad” de fuerza no sea ya
una manera de pensar la diferenciación cualitativa de la debilidad.
supuestamente explicada por esta cantidad, pero ya subrepticia­
mente incluida en ella, esta determinación extrínseca de la natu­
raleza interna de la fuerza está simple y llanamente en las antípo­
das de lo que Nietzsche entiende por voluntad de poder -la cual
designa esta naturaleza interna de la fuerza en calidad de fuerza
que sobreabunda de sí misma, y que, como tal, no deja de ser lo que
es-. Al hacer que la aristocracia sea una raza, es decir, una esen­
cia, lo que Nietzsche plantea es que hay una esencia de la fuerza
que, en resumidas cuentas, no puede devenir otra cosa, ni siquie­
ra su contraria, que los señores no se transforman repentinamen­
te en esclavos a la vuelta de la esquina cuando se cruzan con uno
más poderoso que ellos, y que, de este modo, señorío y servi­
dumbre, fuerza y debilidad, no se presentan como modalidades
sucesivas y azarosas. Igualmente, la plebe es lo que es: la debili­
dad, a su vez, hay que comprenderla a partir de su posibilidad
interna y no a partir de una determinación intrínseca. Ahora bien,
esta posibilidad es justamente la misma que la de la fuerza -n o
hay nada más-, es la esencia de la vida, a saber, la inmanencia. La
fuerza -y por ello no se la considera más ingenuamente en su fac-
ticidad- es la de la inmanencia, es la incuantificable, incoercible e
insuperable fuerza del vínculo que une la vida a sí misma. Nietzs­
che no entiende la debilidad como una fuerza menor, sino como
la negación de su esencia y, por cuanto esa esencia es la inma­
nencia, como la ruptura de ésta.
Pues eso es lo que significa el nihilismo, el no que se dice a
la vida, no la negación externa de su existencia fáctica, sino la
destrucción de su esencia interior. Sin embargo, esta destruc-
don interna como auto-destrucción -e s la vida, veremos, la que
dice no a la vid a-, esta negación de sí, choca con una imposi­
bilidad esencial, precisam ente con la esencia de la vida, puesto
que el vínculo que la une a sí misma es infranqueable y no se
deja romper nunca. La auto-destrucción imposible de la esen­
cia interna de la vida, auto-destrucción que, como tal, no ter­
mina, es lo que Nietzsche llama la enfermedad de la vida; lo que
hace del hombre -p o r cuanto la inmanencia es la animalidad y
io que se trata ele quebrar- un “animal enfermo”, '"el animal más
duradero y hondamente enferm o". Nietzsche no ha hecho otra
cosa que considerar con ios ojos bien abiertos el insondable mis­
terio de esta enfermedad de la vida, esta voluntad de la vida de
atentar contra su propia esencia y, así, auto-destruirse: “¡Oh
demente y triste bestia h om bre!”28.
El fin del § 13 del tratado tercero responde brevemente a la
cuestión --“el h o m b re... es el animal enfermo: ¿de qu é depen­
de?”- por la enumeración apresurada de cierto número.cíe “cau­
sas” o, más bien, ele m anifestaciones de esa enfermedad de la
vida: el hombre es “el gran experimentador consigo sí.m ism o”,
a saben aquel que habita la mala conciencia, que ha vuelto sus
instintos contra sí mismo, que encuentra placer combatiendo su
naturaleza, modelándose a sí mismo, haciéndose sufrir. Como
tal, es el creador de sí, “el insatisfecho, insaciado”, aquel “que
no encuentra ya reposo alguno ante su propia fuerza acosante”,
el que es capaz de innovar, de desafiar el destino. Cuestión ésta
que no es posible más que gracias al futuro: despiadada espue­
la en la carne de todo presente, no deja de desgarrarlo, separan­
do así al hombre de sí mismo, lanzándolo más allá de sí, inclu­
so haciendo de él el animal más “valiente.. el más expuesto”29.
Pero, sin duda, es también aquel que, cansado de ese deseo que
lo lanza siempre más allá de sí mismo, no puede sino percibir,
en ese diferimiento respecto a sí que le desvela todo su pasado
de lucha, la vanidad del mismo - e l hombre de la saciedad, pues,
el de la fatiga, del hastío de sí, cuyo espejo abrum ador Scho­
penhauer no ha dejado de tender a N ietzsche-. Ahora bien, si
se consideran estas cuatro “causas” de la enfermedad de la vida,
se ve que consisten por completo en un ek-stasis, el cual, situa­
do en el interior de la relación de la vida consigo misma en cali­
dad de mirada sobre sí, hastío de sí, esfuerzo contra sí, impulso
más allá de sí, en calidad de ek-stasis del futuro principalmente,
rompe la inm anencia de esta relación, afectando cada vez a la
vida en su posibilidad misma.

28 La généalogíe de la morale, op. cit., p. 284. [N. de los I : La genealogía de la


moral, op. cit., p. 119.]
29 Ibíd., pp. 310-311. [N. de los T: ibíd., pp. 156-157.]
Por tanto, todas las descripciones nietzscheanas de la enferme­
dad, descripciones que abundan, remiten igualmente en último caso
a lo imposible de una situación eidética constituida por la ruptura
de la inmanencia primitiva de la vida. Si se quiere captar, por ejem­
plo, lo que a fin de cuentas caracteriza a aquellos que Nietzsche lla­
ma holgadamente los inoportunos, los mal formados, los desgra­
ciados, los tarados, la inmensa cohorte de los desventurados, cuya
desventura alimenta el resentimiento, tal vez se aperciba el secreto
de esta morbidez original justamente donde se relaciona con toda
evidencia con el cuerpo y sus deformaciones visibles, con todo aque­
llo que se llama ingenuamente enfermedad: pues el cuerpo no se
muestra así, contrahecho o doliente, mas que en la objetividad y por
ella, separado de sí mismo y, en consecuencia, de aquello que con­
figura su esencialidad en calidad de cuerpo vivo. Ahora bien, la repre­
sentación no es la responsable de semejante situación, por cuanto
no es capaz nunca de dar el cuerpo original a sí mismo, sino sólo de;
proponer una imagen suya, la cual lo deja intacto en su esencia real
Sólo el querer profundo de la vida puede decidir esta puesta entre
paréntesis que parece efectiva en el cuerpo objetivo. De ahí que éste
y todos sus avatares, la dolencia, la incapacidad, la enfermedad, sim­
bolizan para Nietzsche la enfermedad metafísica de la vida, la única
que él tenía a la vista. Pues la apariencia objetiva no es nada mien­
tras no suscite el proyecto monstruoso de la auto-destrucción. Ésta,
la ruptura de la inmanencia en sí, es la que mientan los desconten­
tos cuando se encuentran siempre descontentos de sí. Nietzsche ha
descrito todas las formas que reviste el proyecto de esta ruptura, la
duda respecto a sí, la pérdida de la creencia, el escepticismo, el obje­
tivismo, el cientificismo, la crítica de sí bajo todas sus formas; esta­
mos tentados de escribir “el análisis”, todas las doctrinas de la mala
fe, de la mala conciencia, de la mirada sobre sí, de la interpretación,
de la sospecha, todo lo que coloca la verdad de la vida fuera de la
vida, haciendo de nuestro tiempo ese “presente averiado” que des­
prende, como tenía que decir por su parte Ossip Mandelstam, un
olor de veneno podrido. 'Iodos esos sostenedores de la división res­
pecto a sí, “los inoportunos... son ellos, los más débiles, los que en
mayor medida que nadie minan la vida entre los hombres, envene­
nan y cuestionan peligrosísimamente nuestra confianza en la vida,
en el hombre, en nosotros mismos”.
Si, anticipándonos un poco en el orden del análisis, lanzamos
ahora una mirada sobre la lucha de los débiles contra los fuertes,
sobre la manera que tienen los primeros de arrumbar la fuerza de
los segundos, vemos más claramente que lo propio de la debili­
dad es esta ruptura de la inmanencia. Esta destrucción de la fuer­
za es precisamente la ruptura de su inmanencia consigo, la cual es
alcanzada si los débiles consiguen insertar su propia miseria en el
alma de los fuertes, si logran introducir “en la conciencia de los
afortunados su propia miseria, toda miseria en general: de tal mane­
ra que éstos empezasen un día a avergonzarse de su felicidad y se
dijesen tal vez unos a otros: ‘¡Es una ignominia ser feliz! ¡Hay tan­
ta miseria!’”. De este modo, fuerza y debilidad se distribuyen con
toda claridad como la dicha y la vergüenza, corno la inmanencia
de la vida y como su ruptura,
Lo que al fin nos conduce al fondo de la debilidad y a su ver­
dadera esencia es que ésta es imposible. Pues io que en último
extremo constituye la debilidad de ios débiles, no sólo es aquello
que se oculta bajo el íango de la vergüenza y el desprecio de sí
- “en este terreno del autodesprecio, auténtico terreno-cenagoso,
crece toda mala hierba, toda planta v e n e n o s a . a saber, el pro­
yecto monstruoso de la auto-destrucción: la esencia ultima ele la
debilidad es el fracaso de ese proyecto. El querer no ser sí de la vida,
el querer deshacerse del sí del Sí es la debilidad misma en calidad
de ese querer que choca por principio con una fuerza rilas grande
que él, con la mayor de las fuerzas, la que edifica el Sí, la fuerza de
la fuerza, la fuerza que da su fuerza a -toda fuerza y a la misma debi­
lidad. La relación entre la debilidad y la tuerza -relación que encuen­
tra su figura en la relación externa entre los fuertes y los débiles-
atañe a la relación de la vida consigo, es, en esta relación, la rela­
ción de aquello que constituye la naturaleza de esta relación con
aquello a lo que pretende oponerse. El texto-límite que transcri­
bimos a continuación nos dice cómo la debilidad del no querer
ser sí se opone a la fuerza de ese Sí en la relación interna de la vida
consigo misma y, de este modo, constituye la esencia de la debi­
lidad, la esencia de los “inoportunos” y los “lisiados”: “¿En qué
lugar se podría escapar a ella, a esa mirada velada, que nos inspi­
ra una profunda tristeza, a esa mirada vuelta hacia atrás, propia de
quien desde el comienzo es un engendro, mirada que delata el
modo en que tal hombre se habla a si mismo - a esa mirada que es un
sollozo-? 1¡Ojalá fuera yo otro cualquiera!, así solloza esa mirada:
pero no hay ninguna esperanza. Soy el que soy: ¿cómo podría esca­
parme de mí mismo? Y, sin embargo, iestoy harto de m í!.. .’”30. La
debilidad recibe aquí su verdadero nombre, se llama desespera­
ción.
Tercera cuestión: ¿cuál es la ventaja de los débiles sobre los fuer­
tes? -cu estió n que se propone como una aporía aparentemente
insuperable cuando se trata de comprender cómo la debilidad del
proyecto de la vida para deshacerse de sí podría dominar efectiva­
mente la fuerza insuperable de su coherencia consigo en la inma­
nencia-, En verdad, si la debilidad parece y puede tener ventaja

-50 Ibíd., pp, 3] 2, 313-314, 312, cursiva nuestra, [íV. de ¡os T: ibíd., pp. 160,
161, 158.]
sobre la fuerza más grande, es porque es portadora de ella, y lo es
porque es y porque, aunque sea como la más insigne debilidad,
es coherente consigo en el hiperpoder de la vida: ni por un solo
instante, el querer deshacerse de sí de la vida no ha cesado de per­
tenecer a ésta ni de ser portador de su esencia.
Eso es lo que Nietzsche afirma en el extraordinario análisis del
sacerdote asceta. Aquí, por primera vez, al lanzar una luz retroac­
tiva sobre el conjunto de la obra, debilidad y fuerza ya no están
divididas como dos entidades separadas, referidas a dos individuos
diferentes: el sacerdote asceta detenta en él a una y otra, ofrecién­
donos la vista de su conexión interna. El sacerdote asceta es débil,
y ello porque es el hombre de la mala conciencia, es decir, de la
vida vuelta contra sí. Se distingue de los otros débiles en que él es
su enfermero, en que todavía les pertenece porque, para evitar el
contagio de esa terrible enfermedad de la vida, conviene que aque­
llos que están en contacto con los enfermos, principalmente sus
cuidadores, estén ellos mismos enfermos. Pero el sacerdote asce­
ta es fuerte, aún más fuerte quizá que los más fuertes: “Pero tam­
bién tiene que ser fuerte, ser más señor de sí que de los demás, es
decir, mantener intacta su voluntad de poder.. ,”31. Pues su tarea
es aplastante, debe defender el rebaño, a la vez, de los fuertes y de
sí mismo. Contra los fuertes, mediante la invención genial del ideal
ascético que legitima el resentimiento gracias a la inversión de los
valores y, al hacer de las diversas formas de la debilidad el bien, y
de las diversas formas de la fuerza el mal, asegurando, mediante la
puesta en práctica de esos valores invertidos, la empresa y la domi­
nación de los débiles sobre los fuertes. Contra el mismo rebaño:
tras haber defendido a los débiles de los fuertes organizando el
resentimiento, hay que impedir que el desencadenamiento de éste
no rompa a su vez el rebaño, y, por ello, hay que canalizar el resen­
timiento, guiarlo, apaciguarlo, lo que hace de él el gran mago: él
envenena y calma la herida al mismo tiempo.
Se muestra entonces en él la imbricación de la debilidad y la
fuerza, y cómo convierte la primera en la segunda. En él, por él,
una vida agotada, en los estertores, va a empeñarse en sobrevivir y
salvarse. Pero, ¿qué es lo primero que en la debilidad extrema le da
esa fuerza inaudita para querer continuar viviendo, para no sucum­
bir ante los fuertes y, más aún, para sojuzgarlos -q u é instinto de
vivir permanece intacto-? Esto es lo que la lucidísima mirada de
Nietzsche desvela en el fondo del ideal ascético: “El ideal ascético
nace del instinto de protección y de salud de una vida que dege­
nera, la cual procura conservarse con todos los medios, y lucha por
conservarse; es indicio de una paralización y extenuación íisiológi-
ca parciales, contra las cuales combaten constantemente, con nuevos
medios e invenciones, los instintos más profundos de ¡a vida, que p er­
manecen intactos"32. Desde ese momento, el ideal ascético revela ser
lo contrario de aquello por lo que se lo tomaba al principio: 110 una
vida vuelta contra la vida, contra sí misma, sino el esfuerzo patéti­
co de esta vida en la agonía por sobrevivir: “este sacerdote asceta”,
prosigue el texto, “este enemigo aparente de la vida.. forma par­
te, precisamente él, de las tres grandes fuerzas conservadoras y afir-
madoras de la vida11. E incluso, “en él y por él, la vida lucha... con­
tra la m uerte”. Se dice también qué es esta muerte contra ía que
lucha apasionadamente la vida: no la muerte precisamente, sino la
enfermedad mortal, la enfermedad metafísica de la vida: “La lucha...
del hombre contra la muerte (más exactamente: contra el hastío de
la vida, contra la fatiga, contra el deseo del ‘fin’) ”.' Se comprende
entonces cómo sobreabunda la fuerza más grande en el seno mis­
mo de la vida en vías de degeneración para salvarla-: *al venir esta
vida a sí en el liiperpoder de su inmanencia. :
Subsiste una duda: ¿dan cuenta plenamente los análisis pre­
cedentes de la posibilidad de la debilidad, de su origen? Pues, ¿poi­
qué se vuelve la vida contra sí misma? ¿De dónde le viene ese pro­
yecto aberrante de deshacerse de sí? Nietzsche dice: del sufrimiento.
“El rebaño de los mal constituidos... de los que sufren de sí mis­
m os”33, Se nos remite a la segunda determinación eidética de la
vida, a lo que constituye en ella su posibilidad más extrema: la
afectividad.
La afectividad llena la totalidad del paisaje níetzscheano, está
por todas partes. Igual que en Schopenhauer, el término voluntad
frecuentemente no es más que una manera de designar el conjunto
de la vida afectiva y sus modalidades, hasta el punto de que ambos
conceptos parecen intercambiables. Por ejemplo, al afirmar la subor­
dinación del intelecto a un poder de otro orden que lo determina,
Nietzsche escribe: “Pero eliminar en absoluto la voluntad, dejar en
suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que pudiéramos
hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría eso castrar el intelecto?.. .”34.
En efecto, todo parece subordinado a la afectividad, en particular
la nueva manera, propia de Nietzsche, de interpretar la relación
con el mundo, a saber, su evaluación y, por ende, la moral en gene­
ral. Más allá del bien y del mal habla del “inmenso reino de delica­
dos sentim ientos... de valor”, para declarar, un poco más adelan­
te, que “las morales no son más que una semiótica de los afectos”33.
Pero, sobre todo, vamos a verlo, de un cabo a otro de la obra, la

32 Ibíd., p. 310, cursiva nuestra. [N. de los T: ibíd., p. 155.]


33 lbíd. (N. de ios I : ibíd.]
3<t lbíd., p. 309. [N. de los T: ibíd., p. 155.]
35 Op. cit., pp. 98, 100. [N. de los T: op. cit., pp. 123, 126.]
sobre la fuerza más grande, es porque es portadora de ella, y lo es
porque es y porque, aunque sea como la más insigne debilidad,
es coherente consigo en el hiperpoder de la vida: ni por un solo
instante, el querer deshacerse de sí de la vida no ha cesado de per­
tenecer a ésta ni de ser portador de su esencia.
Eso es lo que Nietzsche afirma en el extraordinario análisis del
sacerdote asceta. Aquí, por primera vez, al lanzar una luz retroac­
tiva sobre el conjunto de la obra, debilidad y fuerza ya no están
divididas como dos entidades separadas, referidas a dos individuos
diferentes: el sacerdote asceta detenta en él a una y otra, ofrecién­
donos la vista de su conexión interna. El sacerdote asceta es débil,
y ello porque es el hombre de la mala conciencia, es decir, de la
vida vuelta contra sí. Se distingue de los otros débiles en que él es
su enfermero, en que todavía les pertenece porque, para evitar el
contagio de esa terrible enfermedad de la vida, conviene que aque­
llos que están en contacto con los enfermos, principalmente sus
cuidadores, estén ellos mismos enfermos. Pero el sacerdote asce­
ta es fuerte, aún más fuerte quizá que los más fuertes: “Pero tam­
bién tiene que ser fuerte, ser más señor de sí que de los demás, es
decir, mantener intacta su voluntad de pod er.. , ”3i. Pues su tarea
es aplastante, debe defender el rebaño, a la vez, de los fuertes y de
sí mismo. Contra los fuertes, mediante la invención genial del ideal
ascético que legitima el resentimiento gracias a la inversión de los
valores y, al hacer de las diversas formas de la debilidad el bien, y
de las diversas formas de la fuerza el mal, asegurando, mediante la
puesta en práctica de esos valores invertidos, la empresa y la domi­
nación de los débiles sobre los fuertes. Contra el mismo rebaño:
tras haber defendido a los débiles de los fuertes organizando el
resentimiento, hay que impedir que el desencadenamiento de éste
no rompa a su vez el rebaño, y, por ello, hay que canalizar el resen­
timiento, guiarlo, apaciguarlo, lo que hace de él el gran mago: él
envenena y calma la herida al mismo tiempo.
Se muestra entonces en él la imbricación de la debilidad y la
fuerza, y cómo convierte la primera en la segunda. En él, por él,
una vida agotada, en los estertores, va a empeñarse en sobrevivir y
salvarse. Pero, ¿qué es lo primero que en la debilidad extrema le da
esa fuerza inaudita para querer continuar viviendo, para no sucum­
bir ante los fuertes y, más aún, para sojuzgarlos -q u é instinto de
vivir permanece intacto-? Esto es lo que la lucidísima mirada de
Nietzsche desvela en el fondo del ideal ascético: “El ideal ascético
nace del instinto de protección y de salud de una vida que dege­
nera, la cual procura conservarse con todos los medios, y lucha por
conservarse; es indicio de una paralización y extenuación íisiológi-
ca pardales, contra las cuales combaten constantemente, con nuevos
medios e invenciones, los instintos más profundos de la vida, que p er­
manecen intactos”32. Desde ese momento, el ideal ascético revela ser
lo contrario de aquello por lo que se lo tomaba al principio; no una
vida vuelta contra la vida, contra sí misma, sino el esfuerzo patéti­
co de esta vida en la agonía por sobrevivir-; “este sacerdote asceta”,
prosigue el texto, “este enemigo aparente de la v i d a . f o r m a par­
te, precisamente él, de las tres grandes fuerzas conservadoras y afir-
untadoras de la vida”. E incluso, :ten él y por él, la vida lucha... con­
tra ia muerte’'. Se dice también qué es esta muerte contra la que
lucha apasionadamente la vida: no la muerte precisamente, sino la
enfermedad mortal, la enfermedad metafísica de la vida: ‘‘La lucha...
del hombre contra la muerte (más exactamente: contra'el hastío de
la vida, contra la fatiga, contra el deseo del ‘fin’) ”. Se comprende
entonces cómo sobreabunda la fuerza más grande en el seno mis­
mo de la vida en vías de degeneración para salvarla: af venir esta
vida a sí en el hiperpoder de su inmanencia. V,:
Subsiste una duda: ¿dan cuenta plenamente los análisis pre­
cedentes cíe la posibilidad de la debilidad, de su origen!Pues, ¿por
qué se vuelve la vida contra sí misma? ¿De dónde le viene ese pro­
yecto aberrante de deshacerse de sí? Nietzsche dice: del sufrimiento.
“El rebaño de los mal constituidos.., de los que sufren de sí mis­
m os"33. Se nos remite a la segunda determinación eidética de la
vida, a lo que constituye en ella su posibilidad más extrema: la
afectividad.
La afectividad llena la totalidad del paisaje nietzscheano, está
por todas partes. Igual que en Schopenhauer, el término volun tad
frecuentemente no es más que una manera de designar el conjunto
de la vida afectiva y sus modalidades, hasta el punto de que ambos
conceptos parecen intercambiables. Por ejemplo, al afirmar la subor­
dinación del intelecto a un poder de otro orden que lo determina,
Nietzsche escribe: “Pero eliminar en absoluto la voluntad, dejar en
suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que pudiéramos
hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría eso castrar el intelecto?.. .”34.
En efecto, todo parece subordinado a la afectividad, en particular
la nueva manera, propia de Nietzsche, de interpretar la relación
con el mundo, a saber, su evaluación y, por ende, la moral en gene­
ral. Más allá del bien y del mal habla del “inmenso reino de delica­
dos sentim ientos... de valor”, para declarar, un poco más adelan­
te, que “las morales no son más que una semiótica de los afectos”35.
Pero, sobre todo, vamos a verlo, de un cabo a otro de la obra, la

32 Ibíd., p. 310, cursiva nuestra. [N. de los T: ibíd., p. 155.]


23 Ibíd. [N. de los T: ibíd.]
Ibíd., p. 309. [N. de los T.: ibíd., p. 155.]
33 Op. cit., pp. 98, 100. [N. d élo s I : op. cit., pp. 123, 126.]
afectividad se propone como constituyendo en sí misma la esen­
cia de la realidad y de la vida.
Como en Schopenhauer, es verdad, el primado nominal de la
voluntad arroja a menudo a la afectividad a una situación de depen­
dencia que la propone como un simple efecto de la primera. Así,
se ve cómo de nuevo la historia de nuestros sentim ientos no
encuentra su principio en éstos, sino en otra historia, corno si la
venida al aparecer de las posibilidades de principio incluidas en
la esencia de la afectividad, y que la constituyen, no compusiera
ya el historial de la afectividad misma, sino el deí querer. Una situa­
ción tal parece producirse en Nietzsche cuando se trata de dar
cuenta de la inversión de los valores, inversión que procede del
resentimiento, es decir, precisamente de una modalidad afectiva
fundamental que consiste en la venganza y en el odio. Sin embar­
go, la explicación de ésta, la última explicación de la inversión de
la ecuación de los valores aristocráticos (bueno. = noble =• lo bello
- dichoso = amado por los dioses) remite explícitamente a la\
voluntad pura y a una determinación pura de ésta, a saber, la impo-''
tencia. “Los sacerdotes so n ... los enemigos más malvados.., Por­
que son los más impotentes. A causa de esa impotencia, el odio
crece en ellos hasta convertirse en algo monstruoso y siniestro... ”3í;>.
Ahora bien, si se observan las actuaciones de estos sacerdotes y.lo
que los hace eficaces, salta a la vista que aquello a lo que se apela
para suscitar una tonalidad afectiva es todavía el poder de querer.
Dado que el rebaño a cuidar está compuesto por los que sufren y
que, al fin y al cabo, lo que importa es ayudarles a escapar al menos
parcialmente de aquello que el sufrimiento tiene de intolerable, la
técnica utilizada consiste, por ejemplo, en ‘‘prescribir una peque­
ña alegría que sea fácilmente accesible..., la alegría es así prescri­
ta como medio curativo... (como hacer beneficios, hacer regalos,
aliviar, ayudar, persuadir, consolar, . . .) ”-37. Aunque si se trata de
comprender esta alegría, se remite a la voluntad de poder misma:
la puesta en práctica de ésta, aunque sea en dosis mínimas -p o r­
que hacer el bien procura al que lo hace una superioridad, por
“ínfima” que sea-, lo que produce la dicha.
Si llegamos hasta el hn de esta dependencia, somos conduci­
dos a tratar la afectividad como un síntoma, el “fenómeno” en el
sentido de una simple apariencia que no se explica en modo algu­
no por sí misma, sino sólo por algo situado fuera de ella y que no
le pertenece. Es entonces el sentimiento, como una idea o un com­
portamiento cualquiera, el primero que se ofrece, al mismo título
que los segundos, como un contenido muerto y ciego, al examen

3fi La généalogie de la mórale, op. cit., p. 231. [N. de los I : La genealogía de ¡a


moral, op. cit., p. 46.)
37 Ibíd., p. 324. [N. délos I ; ibíd., pp. 173-174. j
de un m étodo genético y crídco que busca su naturante tanto
detrás de ellos como detrás de la experiencia en general. Nietzs­
che abre la vía a Freud va menos que esta lectura sintomática no
sea más que la proyección retroactiva del mismo freudismo sobre
Nietzsche.
Con todo, cómo no ver que a esta determinación extrínseca de
la afectividad por la voluntad --determinación que se ha mostrado
imposible -por principio y que en. el mismo Schopenhauer verda­
deramente no se producía- se superpone de entrada'en Nietzsche
una definición previa del mismo querer por la afectividad, la capi­
tación de una conexión interna entre ellos en todo caso. Id primer
nombre de la Voluntad, de poder en la obra de Nietzsche es Dio-
nisos. Sin embargo, Dionisos no es una entidad misteriosa cons­
truida por la especulación y colocada por ella detrás de la expe­
riencia a título de principio explicativo supuesto. El nacimiento de
¡a tragedia nos cuenta más bien la venida de Dionisos.entre noso­
tros, venida que se cumple precisamente en la. tragedia y por ella.
Ciertamente, Dionisos es el dios oculto que.no aparece por sí mis­
mo en la escena y que no descubre su rostro. Y, sin embargo, está
ahí, no adelantándose enmascarado a la cabeza del exaltado cor­
tejo de sus sirvientes, sino como el principio interno de su exal­
tación, de su embriaguez, de su emoción -o , más bien, como su
misma realidad, por cuanto su alegría es idénticamente la del dios
y reposa en él, por cuanto se trata de “una alegría original... en el
seno de lo Uno original”38- . Alegría original, dolor, “contradicción
original y ... dolor original existentes en el corazón de lo Uno ori­
ginal”39, “placer eterno de la existencia”, “felicidad de vivir”40, tales
son los nombres del Uno, es decir, de la voluntad misma, sus cons­
tituyentes,
¿O es que acaso esta alegría, este sufrimiento, sus modalida­
des, no serían producidas simplemente, como en Schopenhauer,
a partir del poder previo del querer, en la medida en que éste es
“satisfecho” o no? ¡Qué mas da! A quien examina de cerca la esen­
cia nietzscheana de la tragedia, en efecto, parece que su análisis le
ofrece algo así como dos dimensiones superpuestas de la afectivi­
dad, o dos momentos sucesivos de su aproximación: en el prime­
ro, sólo el sentimiento parece tributario de su deseo y de su his­
toria escrita por adelantado, puesto que la dicha de la satisfacción
no es más que una etapa provisional en el camino que conduce a
la catástrofe final, Y es entonces, en efecto, cuando vemos al héroe
debatirse en el curso dramático de los acontecimientos que van a
sumergirlo y a abatirlo. Ahora bien, es justam ente con esta des­

38 Op. cit., p. 144. [N. de ¡os I : op. cit., p. 175.]


39 Ibíd., p. 65. [N. d élos T.: ibíd., p. 72.]
40 ibíd., p. 115. [N. délos I : ibíd., pp. 138-139.]
trucción del héroe cuando surge en nosotros, espectadores hasta
ahora angustiados e impactados en pleno corazón por esta muer­
te, una felicidad incomprensible: “Mira [el espectador} eim undo
transfigurado de la escena, y, sin embargo, lo niega. Con una cla­
ridad y belleza épicas ve ante sí al héroe trágico, y, sin embargo, se
alegra de su aniquilación... Siente que las acciones del héroe están
justificadas, y, sin embargo, se exalta más cuando esas acciones
aniquilan a su autor. Se estremece ante los sufrimientos que cae­
rán sobre el héroe, y, sin embargo, presiente en ellos un placer
superior, mucho más prepotente”41. El anonadamiento del héroe,
de sus esfuerzos, es idénticamente el del mundo fenoménico por
completo, ese mundo del deseo con sus tribulaciones infinitas y
siempre vanas y que, en ese hundimiento del mundo y por él, se
desvela como su esencia oculta, la esencia de una vida y de la volun­
tad, lo que Nietzsche llama el Uno originario. De tal manera que
ese desvelamiento de la vida consiste en esa embriaguez, y que la
vida no es otra cosa finalmente que ese desvelamiento de sí en la
embriaguez de sí, “la felicidad de vivir”.
Así, la relación con el ser original se perfila por una vez en la filo­
sofía occidental como efectuándose en la afectividad, la cual no es
una relación con el ser como relación diferente de él, sino su propia
relación consigo, su auto-afección que encuentra su sustancia feno-
menológica en el placer. De una manera completamente simple, en
esta relación consigo del ser original (relación que consiste en la afec­
tividad del placer) cada uno de los sirvientes del dios se halla iden­
tificado con él: “Nosotros sentimos su incoercible deseo y su placer
de existir”. Que ahora este placer o este dolor “en el seno del Uno
originario”, no resulten ya de la acción previa de la voluntad como
efecto de sus éxitos o de su fracaso, ello emana evidentemente del
hecho de que el mundo entero del deseo y sus vicisitudes ha sido
abolido para que el ser sea devuelto a su surgimiento original y aper­
cibido en él. De ahí que Nietzsche diga precisamente que ese pla­
cer es el del “ser original”, el del “uno originario", que es “eterno”
e “incoercible”. Y la afectividad, en lugar de ser tomada ingenua­
mente por su propias modalidades según el juego de sus causas oca­
sionales, se revela ser la esencia que las precede y las hace posibles.
Estamos ahora en condiciones de comprender la elaboración
ulterior del concepto de voluntad de poder, su identificación
progresiva con la esencia de la afectividad, identificación explí­
cita en la afirmación decisiva del aforismo 6 3 5 de La voluntad de
poder: “La voluntad de poder no es ni un ser ni un devenir, es
un pathos”42. De esta identificación de la voluntad con la afec­

41 Ibíd., pp. 142-143. [N. d e b a I : ibíd., p. 174.]


42 Op., cit. II, p. 311, ill-Vl 1888 (XVI, § 635).
tividad resultan las formulaciones esparcidas a lo largo de toda
la obra, y ello a propósito de los problemas más diversos. Por
ejemplo, en estos textos de Más allá del bien y del mal: “No es la
intensidad, sino la duración de un sentim iento elevado lo que
constituye a los hombres más elevados”. “La voluntad de supe­
rar un afecto no es, a fin de cuentas, más que la voluntad de
tener uno o varios afectos diferentes.” “En última instancia, lo
que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”43. La definición
afectiva de la voluntad de la vida transparece a lo largo del mag­
nífico preámbulo de La gaya ciencia, al explicar cóm o un espíri­
tu que ha esperado pacientem ente “sin esperanza”, se encuen­
tra de repente asaltado por la embriaguez de la curación y, al
mismo tiempo, por las ideas más locas: “Todo este libro no es
sino una fiesta tras larga privación e impotencia, la exultación
del vigor que renace.., el sentimiento y el presentimiento repen­
tino del futuro”44. La inversión del vínculo aparente de depen­
dencia de la afectividad respecto de la voluntad es evidente cuan­
do la dom inación y el m ando, inm ediatam ente referidos a la
primera, se le som eten explícitam ente: ‘'Cuáles son los grupos
de sensaciones que se despiertan más rápidamente dentro de
un alma, que toman la palabra, que clan órdenes”45.
Sin embargo, no se trata de invertir ingenuamente una rela­
ción externa entre la voluntad y la afectividad, sino de captar el
vínculo fundamental que las une, el cual consiste en que el poder
o la im potencia nunca se nos presentan solos, ni existen com o
tales, sino sólo en calidad de sentimientos de poder o de im po­
tencia y que, de igual manera, no hay tampoco un universo reac­
tivo, un sistem a de fuerzas desnudas u objetivas provistas de
tal coeficien te, sino unos “afectos reactivos”46, com o hay un
pathos de la d istancia, etc. El poder sólo existe com o s e n ti­
miento de poder, porque no hay poder que no se experimente
como tal, y tal experimentarse a sí mismo del poder es su inma­
nencia o su pertenencia a la vida, a esta dimensión original en
la que el ser viene a sí bajo la figura nietzscheana de la anim a­
lidad. El poder sólo puede llegar a ser efectivo porque lleva a
cabo la experiencia de sí mismo y de su poder, y sólo por ello
escribe Nietzsche: “Todo animal, y por tanto también la hete phi-
losophe [animal filósofo], tiende instintivamente a conseguir un
optimum de las condiciones más favorables en que poder desa­

43 Op. cit., pp, 80, 87, 96. [N. de los I : op., cit. pp, 100, 109, 3.20.]
44 Op. cit., p. 13. [N. de ¡os T: op., cit. p. 30:]
4:1 Par-delá bien el mal, op. cit., p. 194. [N. de los T: Más allá del bien y del mal,
op. cit., p. 250.]
46 La généalogie de la morale, op. cit., p. 267. [N. de los T: La genealogía de la
moral, op. cit., p. 95.]
hogar del todo su fuerza; y alcanza su máximum en el sen ti­
miento de poder”47.
Por ello mismo, no es el poder lo que provoca el odio, sino sóio
el sentimiento de impotencia, o sea la impotencia misma en la
incondícionalidacl del vínculo consigo de su sufrirse a sí misma,
es decir, de su sufrimiento. Es el carácter intolerable de ese sufri­
miento, es decir, precisamente la incondicionaliclad de este vín­
culo, lo que suscita el proyecto de romperlo, de escapar a dicho
sufrimiento, el proyecto loco y furj.oso.de la auto-destrucción, que
es justamente el odio, y que el genio de la vida va a temperar ver­
tiéndolo hacia fuera, hacia el otro, en el resentimiento. La proble­
mática de la debilidad había dejado en suspenso una cuestión, la
de su origen, el origen del querer deshacerse de sí de la vida: que­
da respondida aquí. Con la misma claridad con que impotencia y
poder, al no poder desplegarse como tales, se apoyan sobre sí mis­
mos, de igual modo, no hacen lo que hacen sino sobre ei fondo
de su afectividad en ellas. La afectividad de las fuerzas nunca tie­
ne, pues, el carácter de segunda, no resulta ni de su ejercido ni de.''
su encuentro, de que una fuese afectada por la otra y de tal afec­
ción naciese su afectividad. Muy al contrario, sólo lo que se abre
primitivamente en sí mismo como un Sí y, de este modo, se auto-
afecta, es capaz de ser afectado por algo, por cuanto la afección
designa otra cosa que el concepto ingenuo de una causalidad ónti­
ca: lejos de ser la simple consecuencia de su afección previa, la
condición de ésta es la afectividad de la fuerza.
El hecho de que la voluntad de poder sea pathos no sólo sig­
nifica que aquella tome de éste su ser: en él encuentra también su
poder, La “voluntad” nietzscheana es justamente el ser en calidad
de poder. El poder del ser es el acrecentamiento, en absoluto bajo
la forma de la adjunción a sí de otra cosa, sino como acrecenta­
miento a partir de sí. Sucede además que el acrecentamiento del
ser no es posterior a él, no hay en primer lugar un ser que luego
aumentaría. Lo que se nos ha hecho evidente ahora, por tanto, es
cómo la afectividad constituye la voluntad de poder, a saber, el
acrecentamiento del ser a partir de sí que forma su esencia; el ser
aumenta a partir de sí por cuanto se auto-afecta y su auto-afección
es su actividad, el sufrirse a sí-mismo en el que el ser viene a sí y,
así, aumenta a partir de sí. La afectividad no es el poder mismo,
no es la fuerza. Consiste en el hiperpoder situado en todo poder
y en toda fuerza, en virtud del cual todo poder y toda fueiza aumen­
tan a partir de sí mismos. La voluntad de poder es pathos porque
el hiperpoder de este acrecentamiento a partir de sí del poder resi­
de en su mismo sufrirse.
La nota más reseñable del análisis nietzscheano consiste en no
avistar nunca una esencia abstracta de la afectividad, sino sólo sus
efectuaciones concretas, que se mantienen de entrada en un plano
fenomenológico. Ahora bien, el sufrimiento se propone como la más
constante de sus efectuaciones. Ciertamente, se convierte en el obje­
to de una denigración sistemática cada vez que se trata de los débi­
les o del cristianismo. Al hacerse insensibles a los postulados terri­
bles de éste, los modernos “no sienten ya la horrorosa superlatividad
que había para un gusto antiguo en la paradoja de la fórmula ‘Dios
en la cruz’48. Sin embargo, no es nunca el puro sufrimiento, sino el
odio o la venganza que suscita, e incluso ese sufrimiento tan parti­
cular en el que el sufrir engendra el querer deshacerse de sí, el cual
niega de hecho la esencia original del sufrimiento, los'que son con­
denados. Por otra parte, se asiste por doquier a una verdadera apo­
logía del sufrimiento: “La disciplina del sufrimiento, del gran sufri­
miento -¿no sabéis que únicamente esa disciplina es la: que ha creado
hasta ahora todas las elevaciones del hombre?-”49. De ahí que, por
ejemplo, Edipo sea aquel que “al final ejerce a su alrededor, en vir­
tud de su enorme sufrimiento, una fuerza mágica y bienhechora, la
cual sigue actuando incluso después de morir”50. Eú:sentido inver­
so, son condenados todos aquellos que desprecian el sufrimiento o
que pretenden eliminarlo, aquellos que predican “la felicidad de vivir
para todo el mundo”, la “compasión con todo lo que sufre”, y ello
porque “el sufrimiento mismo es considerado por ellos como algo
que hay que eliminar”51. En consecuencia, condenados una vez más,
y aquí de manera paradójica, tanto el cristianismo como “el movi­
miento democrático”, que es su “heredero”: “coinciden todos ellos...
en el odio mortal al sufrimiento en cuanto tal, en la incapacidad casi
femenina para poder presenciarlo..., para poder hacer sufrir”32.
Sin embargo, el sufrimiento no es en primer lugar el objeto de
una evaluación, aun cuando constituye la esencia original de la
que procede toda evaluación, la esencia de la vida, y ello por cuan­
to la posibilidad de principio de ésta es el sufrirse a sí mismo. De
ahí que este sufrimiento ocupe lugar en el seno del Uno origina­
rio, cuya unidad consigo como unidad efectiva y fenomenológica
encuentra la sustancia de su fenomenicidad en la afectividad de
su sufrimiento. De ahí que el sufrimiento, el gran sufrimiento, es
la única gran causa de los excesos del hombre, porque en él resi­

48 Par-delá bien et mal, op. cit., p. 64. [N. de los I : Más allá del bien y del mal,
op. cit., p. 78.]
49 Ibíd., p. 143. EN. de los T: ibíd., p. 183. j
50 La naissance de la tragédie, op. cit., p. 78. [N. de los T; El nacimiento de la tra­
gedia, op. cit., p. 89.]
51 Par~delá bien et mal, op. cit., p. 60. [N. de los I : Más allá del bieny del mal,
op. cit., p. 73.]
52 Ibíd., p. 115. ¡N. d élo s T: ibíd. pp. 145-146.]
de la esencia del advenir primitivo a s í mismo en que consiste ei
acrecentamiento como acrecentamiento a partir de sí. De ahí que
“ejerza una acción mágica y bienhechora..
Puesto que la vida viene originalmente a sí en el sufrirse a sí mis­
mo del sufrimiento, entonces, en éste también, al experimentarse
a sí mismo y al aumentar a partir de sí, goza de sí, él es el goce.
Goce, alegría, felicidad, embriaguez, "efluvio de un placer origi­
nal”33, tal es el segundo de los nombres que Nietzsche da a la vida.
La tragedia, al abrirnos a la vida, se asienta ‘"en medio de ese des­
bordamiento de vida, sufrimiento y placer”34. Sufrimiento y alegría
no son dos modalidades de la afectividad, constituyen juntos la úni­
ca esencia del ser con la investidura de la vida, en calidad deí expe­
rimentarse originalmente a sí mismo en el acrecentamiento a par­
tir de sí del goce de sí. Sufrimiento y alegría no son tampoco dos
tonalidades separadas y cada una de ellas autosuficiente de suyo.
Consisten más bien en el eterno pasaje de uno a otro, puesto que
el sufrirse a sí mismo en la efectuación, del sufrimiento es aumen­
tarse en cada caso a partir de sí mismo y gozar de sí -puesto que
el goce no tiene otro lugar ni. otra efectividad fenomenológica que el
sufrimiento de ese sufrir-. El ser no es, se hace historial en la efec­
tuación de las potencialidades de principio según las cuales se apa­
rece el aparecer. Lo que el joven Nietzsche desvela en Dionisos es
esta conexión original entre sufrimiento y alegría como constitu­
yendo juntos el historial del ser en calidad de la vida -conexión
captada por primera vez en modo apodíctico por Eessence de ia maní-
festation (§ 7 0 )-, como puede verse en este texto esencial: “La mila­
grosa mezcla y duplicidad de afectos de los entusiastas dionisía-
c o s ..., aquel fenóm eno de que los dolores susciten placer, de que el
júbilo arranque al pecho sonidos atormentados’05.
La conexión historial entre sufrimiento y alegría atraviesa toda
la obra de Nietzsche y le sirve de apoyo inapercibido. En este sen­
tido radical y riguroso decimos que la filosofía de Nietzsche es una
filosofía de la vida. Desde El nacimiento de la tragedia, el paso del
extremo sufrimiento a 1a extrema alegría que experimenta el espec­
tador cuando la visión del héroe agonizante suscita en él, ya aque­
lla angustia, ya aquel júbilo, no mienta solamente la irrupción, a
través del hundimiento del mundo fenoménico, de la esencia ori­
ginal del ser y de la vida, sino, en primer lugar, el hecho de que
esta esencia está constituida en sí misma por el eterno pasaje del
sufrimiento a la alegría y, en general, la hace posible, principal­
mente en el espectador de la tragedia.

33 La naisstmce de la tragédie, op. cit., p. 154. [N. de los I : El nacimiento de la


tragedia, op. cit., p. 188.j
^ Ibíd., p. 134. {N. de los I ; ibíd., p. 164.]
Ibíd., p. 48, cursiva nuestra. [N. de los T: ibíd., p. 49.]
Consideremos ahora, a título de ejemplo más elaborado, la genea­
logía de la moral. El análisis nietzscheano propone en primer lugar
una genealogía aparente, una pseu do-genealogía. De acuerdo con
ella, la moral proviene de una primera relación que se da en toda
sociedad y que la constituye, la relación deudor-acreedor. Relación
contractual que hace aparecer las personas jurídicas - “fue aquí don­
de por vez primera las personas se midieron entre sí”- , pero que
remite a su vez “a las formas básicas... de tráfico”56, es decir, a la
praxis real de ios hombres que producen e intercambian sus 'pro­
ductos. En esta relación se hace posible y toma forma la deuda, X
con ella, el sentimiento de la obligación personal, la-necesidad de
acordarse y en consecuencia, de llegar a ser un animal que pueda
prometer, la experiencia de la culpa, la existencia del daño, la del
castigo en calidad de compensación de ese daño. Es tan densa y
tan tensa la red de las relaciones morales, afectivas, jurídicas inclui­
das en la primera pareja deudor-acreedor, que es capaz de explicar
a su vez el conjunto de las relaciones humanas fundamentales, que
no son más que su extensión. Por ejemplo:, la relación del indivi­
duo y la sociedad --entre ellos se da el mismo contrato con el mis­
mo cortejo de deudas, indemnizaciones, castigos-, e incluso la no
menos importante de las diversas formas sociales precedentes, con
los ancestros y, finalmente, con Dios. En efecto, la convicción de
que cada tribu no subsiste más que gracias a los trabajos y sacrifi­
cios de aquellos que la han precedido, crece vertiginosamente has­
ta proyectarse en la imagen monstruosa del Ancestro absoluto al
que se le debe todo, de suerte que la imposibilidad de saldar nun­
ca semejante deuda no deja lugar más que al “castigo eterno”, a
menos que el acreedor, pagándose él mismo, se sacrifique a sí mis­
mo para la redención del deudor - “Dios mismo sacrificándose por
la culpa del hombre, Dios mismo pagándose a sí m ism o.. .”57- .
Lejos de las ciencias humanas que buscan en el conocimiento
objetivo el secreto del hombre, cuando se recuerda cómo Nietzs­
che se sitúa “en el otro extremo de toda ideología moderna”, se
presiente hasta qué punto esta genealogía social de la moral no es
más que aparente. “... son, cabalmente, gente no libre y ridicula­
mente superficial, sobre todo en su tendencia básica a considerar
que las formas de la vieja sociedad existente hasta hoy son más o
menos la causa de toda miseria y fracaso humanos”58. Ya no es la
historia, historia de las primeras formas de la relación social, lo que

56 La généalogie de la morale, op. cit., pp. 262-263, 257. [N. de los T: La gene­
alogía de la moral, op. cit., pp. 91, 83.]
57 IbícL, p. 283. [N. de los T: ibíd., p. 118,]
58 Par-delá bien et mal, op. cit., pp. 61, 60. La variante dice: “¡Con lo cual, la
verdad viene a quedar felizmente cabeza abajo!”. [N. de ¡os I : Más allá del bien y
del mal, op. cit., p. 73.]
puede proporcionar a ia moral su genealogía, a menos de remen­
earse más: allá de “la historia universal”, a lo que Nietzsche llama
“historia original”, la que se ha producido en tiempos muy anti­
guos - “¡cuando en todas partes se consideraba el sufrimiento como
virtud, la crueldad como virtud, el disimulo como virtud, la ven­
ganza como virtud.. .”59~, tiempos estos que, sin embargo, no per­
tenecen a la historia y no se han cumplido, no siendo el antes de
la genealogía sino, más bien, lo Mismo, respecto a lo cual ésta es la
reedición indefinida de su comienzo. “Midiendo siempre las cosas
con el metro de la prehistoria (prehistoria que, por lo demás, exis­
te o puede existir de nuevo en todo tiem po).. . ”60. Ahora bien,
como la de los tiempos antiguos, es decir, como la de aquello que
dura siempre, esta “historia original” no es otra que la historia de
la esencia, el historial del absoluto y el eterno paso en él desde su
sufrimiento hasta su alegría.
Consideremos efectivamente la secuencia decisiva de la gene­
alogía. Acaece siempre cuando el deudor no reembolsa al acree­
dor, quien tiene derecho entonces a una extraña compensación,,
no ya un equivalente en especie, en metálico, en tierra o bajo la
forma de un bien cualquiera, sino precisamente el derecho de
golpear, maltratar, despreciar, insultar e incluso violar, el dere­
cho de hacer sufrir de todas las maneras. De lo que se sigue la
cuestión abisal de la genealogía: “¿En qué medida puede ser el
sufrimiento una compensación de deudas?”. Y la respuesta, no
menos abisal: “En la medida en que hacer sufrir produce bie­
nestar en sumo grado, en la medida en que el peijudicado cam­
biaba el daño, así como el desplacer que éste le producía, por
un extraordinario contra-goce: el hacer sufrir, -u n a auténtica
fie s ta ...-.” E incluso: “Ver-sufrir produce bienestar; hacer-sufrír,
más bienestar tod avía...”61.
Se dirá que se trata simplemente de venganza. Sin embargo
- y esto es lo que descubre la mirada implacable de N ietzsche-,
la venganza remite al mismo problema: “¿Cómo puede ser una
satisfacción hacer sufrir?”. ¡Se trata de crueldad! Pero la cruel­
dad, ella también, no es más que el goce que procede del sufri­
miento: “la crueldad era el gran goce de la humanidad antigua...,
era el ingrediente de casi todas sus alegrías”62. Se descubre así el
verdadero sentido de la genealogía: el recurso al pasado mítico
de la humanidad donde el que ha ocasionado un daño debe sufrir
para que su sufrimiento suscite la alegría de aquel a quien ha

55 La genealogía de la m orale , op. cit., p. 304. [N. de los I : La genealogía de la


moral, op. cit., p, 148.]
60 Ibíd., p. 263. [N. délos I : ibíd., p. 92.]
61 Ibíd., p. 258. [N. de ios I ; ibíd., pp. 85 y 87.]
| 62 Ibíd., p. 259. [N. de los I : ibíd., p. 88.]

!I
1
lesionado y, así, la indemnización sólo plantea com o principio
explicativo la relación deudor-acreedor por cuanto en esa rela­
ción se inviste una relación más original, la de las tonalidades
fundamentales de la vida. La genealogía expone la inversión del
sufrimiento en alegría, el historial mismo del ser, aquello que la
hace posible.
Es verdad que en la venganza, en la crueldad, sufrimiento y
alegría ya no van juntos, sino que parecen separados; referidos a
dos sujetos diferentes y situados en ellos, el primero en la per­
sona del deudor, la segunda en la del acreedor. Es la visión del
dolor de aquel que ha producido el daño lo que provoca en el
acreedor el placer en el que halla su indemnización. Esta exte­
rioridad del placer y del dolor está incluso en el origen del aná­
lisis poco convincente mediante el cual Nietzsche trata de pro­
porcionar su propia respuesta a la cuestión más angustiosa de
todas, la del sentido del sufrimiento. Ese sentido que reconstruye
artificialmente el sacerdote asceta: “tú sufres porque; has peca­
do”63, reside en realidad según Nietzsche en el placer que inde­
fectiblem ente despierta todo sufrimiento. Sin embargo, resulta
que el sufrimiento no tiene en sí mismo ese sentido para el que
sufre, sino sólo a los ojos de quienes lo contemplan desde fuera
y se deleitan con ello. De ahí el tema del espectador en Nietzs­
che, pues el sufrimiento sólo está justificado porque hay alguien
que lo contempla y goza de él. Y sí no hay nadie, habrá que inven­
tarlo. En el mundo antiguo, ios dioses son amigos de las cere­
monias crueles, se deleitan con las tribulaciones y la desgracia
de los hombres y, para dar realce al espectáculo, llegan a dotar a
esos actores timbeantes de una voluntad propia, incluso de liber­
tad. “Toda la humanidad antigua está llena de delicadas consi­
deraciones para con ‘el espectador”’64. Por tanto, lo único que
puede superar el pesimismo y redimir el sufrimiento es el vincu­
lo que mantiene con el placer, como vínculo extrínseco sin embar­
go. “En estos tiem pos de ahora en que el sufrim iento aparece
siempre el primero en la lista de los argumentos contra la exis­
tencia, como el peor signo de interrogación de ésta, es bueno
recordar las épocas en que se juzgaba de manera opuesta, pues
no se podía prescindir de hacer sufrir y se veía en ello un atrac­
tivo de prim er rango, un auténtico cebo que seducía a vivir”.
Separado del placer con el que iba de la mano, el sufrimiento ha
llegado a ser un sinsentido, objeto de vergüenza y de disgusto,
sólo porque “la moralización y el reblandecimiento enfermizos”

63 Anotemos entre paréntesis -pues siempre hay que disociar cuidadosamente


lo que Nietzsche dice del cristianismo reducido al budismo, también visto por
Schopenhauer, y el cristianismo real- que el Evangelio dice lo contrario.
64 Ibíd., p. 262. [N. délos T: ibíd., p. 90.]
han terminado por enseñar al “animal ‘hom bre’ . . , a avergonzar­
se de todos sus instintos”65.
No obstante, es el mismo Nietzsche el que nos invita a cuestio­
nar la exterioridad del vínculo que une alegría y sufrimiento , como si
la primera proviniese verdaderamente del espectáculo de la segunda,
es decir, de un sufrimiento situado en otro “sujeto”, en otro “sustra­
to” que la misma alegría. Pero, para comprender esto, “tenemos que
ahuyentar de aquí a la psicología cretina de otro tiempo, que lo úni­
co que sabía enseñar acerca de la crueldad era que ésta surge ante el
espectáculo del sufrimiento ajeno", ¿Para comprender qué? El con­
junto de los fenómenos en los que placer y dolor aparecen al mismo
tiempo, y correlativamente, el interminable cortejo de quienes los
saborean juntos, “el romano en el circo, el cristiano en los éxtasis de
la cruz, el español ante las hogueras o en las corridas de toros, el japo­
nés. .. que se aglomera para ver la tragedia”, sin olvidar --y aquí es
donde Nietzsche atraviesa uno de los ídolos de nuestro tiempo- “el
trabajador del suburbio de París, que tiene nostalgia de revoluciones
sangrientas”66. La exterioridad de la relación alegría-sufrimiento, que,
al parecer, basta para dar cuenta de la crueldad corno modo de la expe­
riencia del otro, es sustituida aquí, al contrario, por la interioridad de
esta relación, en calidad de relación del individuo consigo mismo.
Pues la crueldad, bajo su forma más general y constante, es más bien,
y en primer lugar, crueldad respecto a sí, una crueldad que consiste
en hacerse sufrir uno mismo, y en la que el individuo encuentra pla­
cer en su propio sufrimiento -y ello justamente por el hecho de que
se hace sufrir-, Nietzsche abarca de un vistazo el campo inmenso de
ese sufrimiento: . .en el sufrimiento propio, en el hacerse-sufrir-a-
sí-mismo se da un goce amplio, amplísimo, - y en todos los lugares
en que el hombre se deja persuadir a la autonegación en el sentido
religioso, o a la automutilación, como ocurre entre los fenicios y asce­
tas, o, en general, a la desensualización, desencamación, contrición,
al espasmo puritano de la penitencia..., es secretamente atraído y
empujado hacia delante por su crueldad, por aquellos peligrosos estre­
mecimientos de la crueldad vuelta contra nosotros mismos”57--. Toda la

63 Ibíd., p, 260. Si fuese necesario, esta úitima proposición vendría a confir­


mar por sí misma la interpretación que hemos propuesto sobre la animalidad y la
enfermedad en Nietzsche. [í\í. de ¡os I ; ibíd., pp. 88, 87.3
66 Par-delá bien et m al, op. cit., pp. 148, 147. En mi trabajo sobre Marx
(“Bibliothéque des Idees", París, Gallimard, 1976,1, pp. 138-161) he mostrado
ampliamente lo que ocultan, bajo la apariencia de un análisis político, económi­
co y social, los conceptos de proletariado y de revolución en el pensamiento del
joven Marx; y, principalmente, que la “dialéctica”, con sus pretensiones filosófi­
cas o científicas, no hace más que expresar de manera ciega e! juego interno de
las tonalidades fundamentales que hace posible la estructura misma del ser -en
suma, lo que aquí llamamos “el historial del absoluto”- . [N. de ¡os T: Más allá del
bien y del mal, op. cit., p. 189.]
67 lbíd., p. 148. [N. de los I : ibíd., p. 189.]
empresa del conocimiento, con la violencia hecha a la propensión del
espíritu a perderse en la apariencia, toda empresa moral, con la vio­
lencia hecha a ios instintos, procede de esa crueldad para consigo.
Ésta encuentra su representación estética en una imagen que
atraviesa la obra de Nietzsche, la del hombre como escultor que
talla su propia carne para cincelar un ser de belleza sin igual, pero
más aún por el inmenso placer de hacerse sufrir. El hombre crea­
dor y cnatura a la vez. Criatura: “Aquello que tiene que ser confi­
gurado, quebrado, forjado., arrancado, quemado, abrasado., puri­
ficado, aquello que necesariamente tiene que sufrir y que debe-
sufrir5’68. Creador: el que modelar, rompe, taifa, quema, ;el que pro­
duce ese sufrimiento y que goza de él.
De entre todos los pensadores del siglo xx que han sufrido la
influencia de Nietzsche, Max Scheler es quien ha llevado más lejos
su meditación, la cual ha revestido, no por azar, la forma de una
problemática sistemática de la afectividad, la primera; en su géne­
ro de toda la historia del pensamiento occidental. Ahora bien, si
reflexionamos sobre la relación nietzscheana enere el sufrimiento
y el placer, tal como se propone en el estadio del análisis al que
hemos llegado, es decir, bajo la forma de la crueldad del individuo
para consigo mismo, nos damos cuenta de que la exterioridad de
esta relación, evidente en el caso de la experiencia del otro, sólo
es superada aquí aparentemente. Es, sin duda, él mismo el que
goza y el que sufre. Sin embargo, al comportarse consigo como un
escultor con una “materia”, como un creador con su criatura, se
abre un espacio entre el placer del que golpea y el dolor del que
es golpeado. Scheler piensa este espacio con radicalidad: por una
parte, reconoce la posibilidad de la coexistencia en un mismo indi­
viduo, en el mismo momento, de dos tonalidades diferentes, por
ejemplo, el dolor y el placer; por otra, funda esta diferencia, y ello
identificándola con la relación intencional. Desde ese momento,
el estatuto tradicional de la afectividad vacila ante sus ojos. Ésta
no es sólo un contenido psíquico ofrecido a un poder de capta­
ción diferente de él, y que consiste en una percepción intencional
dirigida sobre ese contenido: este poder de captación, esta per­
cepción son también afectivos. De modo que hay una percepción
afectiva posible de todo contenido afectivo posible, de manera que
la afectividad de la percepción y la afectividad del contenido son
dos tonalidades diferentes y separadas por la relación que las une
en calidad de relación intencional.
Tal es precisam ente la estructura del vínculo entre el sufri­
miento y la alegría en la crueldad para consigo: la estructura de
un vínculo intencional y, por tanto, de exterioridad radical entre
el placer del acto de golpear, de herir, de contem plar el dolor así
causado, por una parte, y, por otrav ese mismo dolor. Con res­
pecto a la explicación de Scheler, la crueldad para consigo no es
más que un caso particular: en lugar de gozar por un sufrimiento,
se puede también sufrir por él, o sufrir por una alegría -p o r un
placer vergonzoso-, o también gozar por ella;, tanto la diferen­
cia como la contemporaneidad de las tonalidades está fundada
desde el principio.
Con esa tentativa sorprendente de conferir un fundamento filo­
sófico a las tesis más extremas del pensamiento de Nietzsche, Sche­
ler se mantiene infinitamente alejado de las mismas. Todo lo más,
ha mostrado cómo la alegría y el sufrimiento son susceptibles de
advenir juntos a un mismo individuo, de modo que puedan ocu­
par al mismo tiempo su espíritu. ¿Cómo se puede estar a la vez
triste y alegre, triste en la carne y dichoso en el espíritu, como Lute-
ro delante de su hija muerta? No obstante, Nietzsche no se preo­
cupa en absoluto de saber cómo dos tonalidades diferentes e inclu­
so opuestas pueden darse juntas a pesar de esa diferencia, no trata
de fundar ésta en la relación intencional como relación creadora ele
exterioridad -m ientras que el estar-juntas de las dos tonalidades
heterogéneas residiría a su vez en esa misma relación por cuanto
ésta, precisamente, une intencionaimente, por ejemplo, el placer
que percibe y el dolor percibido-. Reunidas por la exterioridad del
vínculo extático, pero también, e incluso en mayor medida, sepa­
radas por él, las dos tonalidades conservan su diferencia cualitati­
va irreducible, se mantienen una frente a otra, cada una en su pro­
pia suficiencia, en su indiferencia respecto a la otra. El proyecto
decisivo y todavía incomprendído de Nietzsche, consiste mas bien
en reconocer y tratar de explicar cóm o el sufrimiento produce placer
-pues eso es, en efecto, lo que motiva la venganza, la crueldad, y
no el simple hecho de que sufrimiento y alegría puedan cohabitar
en un mismo individuo, sino, lo que es muy diferente e incluso
“completamente contrario", que el querer hacer sufrir despierta
siempre con la certidumbre impensada en él de que ese hacer sufrir
es un producir placer y, más radicalmente, que ese hacerse sufrir
a sí mismo llevará el placer a su colmo. De tal suerte que el mis­
mo surgimiento del sufrir es idénticamente el del gozar, cada modo
del primero, un modo del segundo, cada espasmo de sufrimien­
to, un espasmo de placer.
Schopenhauer y Nietzsche utilizan el mismo término para desig­
nar el fondo horrible de las cosas sobre el que la mirada apenas se
atreve a posarse, el de “contradicción”. En Schopenhauer, contra­
dicción quiere decir que el deseo no tiene fin, que la realidad es
“una realidad hambrienta”. Cuando la contradicción es la del deseo,
significa idénticamente un sufrimiento eterno. Lo mismo sucede
en Nietzsche: “La contradicción que mora en el corazón del mun­
do”, “la contradicción original oculta en las cosas'”69. Esta contra­
dicción es también para él el sufrimiento: “Lo verdaderamente exis­
tente, lo Uno original..., en cuanto es lo eternamente sufriente y
contradictorio”70. Sin embargo, el texto no dice exactamente como
en Schopenhauer que la contradicción es sufrimiento., sino más
bien que el sufrimiento es contradicción. ¿Cómo es contradicto­
rio el sufrimiento? Al producir él mismo y por sí mismo la 'volup­
tuosidad: “La contradicción, la voluptuosidad nacida de los dolo­
res”71. A decir verdad, Nietzsche no ha explicado en ninguna paite
cómo, a partir de y por sí mismo, el dolor engendra la voluptuo­
sidad, cómo ésta llega a nacer de algún modo en la propia carne
del dolor y es consustancial a él. La unidad originabdel dolor y la
voluptuosidad como constitutiva del ser verdadero, el Uno origi­
nario -q u e es justamente su “contradicción”, es decir, su unidad- ,
en Nietzsche nunca pasa de ser el objeto de una constatación. De
tal modo, sin embargo, que constituye el suelo de todos los aná­
lisis, el m o x eijiE v o v al que remiten todas en último'término.
¿Podemos comprender la unidad original del sufrimiento y la
alegría? Con la condición de que, en primer lugar, '.apercibamos
que en modo alguno puede la una desplegar su ser fuera de la otra,
que no habría modo de que hubiese alegría si no hubiese también
algo así como un sufrir primitivo, ni tampoco, por otra parte, ale­
gría fuera de él, por ejem plo, en la exterioridad de una relación
intencional, sino en él, como su soporte más interno y, justam en­
te, com o su propia carne. Pues el gozar de sí constitutivo de la
esencia de ía vida encuentra en ella su posibilidad de principio, y
consiste en un experimentarse a sí mismo, que es un sufrirse a sí
mismo, o sea, la propia posibilidad del sufrimiento. Así, el sufrir
es en el gozar su misma efectuación, no como efectuación teórica
sino fenomenológica. Del mismo modo que el gozar es inherente
a ese sufrir como aquello que éste produce inevitablemente, pues­
to que el sufrirse a sí mismo consiste en venir a su ser propio y
gozar de él. Así es cómo la voluptuosidad, según la decisiva afir­
mación de Nietzsche, nace del dolor. Además, este nacimiento
debe ser tomado por lo que es, a saber, por ese perpetuo venir a
sí mismo de aquello que de este modo viene a sí como un Sí. El
ser no es, es una venida, la eterna venida a sí de la vida. Una veni­
da semejante no adviene a partir del futuro, no se va al pasado, es
la venida del goce a partir del sufrimiento, de tal modo que es éste,
en la efectuación fenomenológica de su mismo sufrir, lo que pro­
porciona al goce aquello de lo que goza.

69 Lct naissance de la tragédie , op. c i t pp. 81, 82. [N. de los T.: El nacimiento de
h tragedia, op. cit., pp. 81, 93,]
,0 Ibíd., p. 53, [N, de los T: ibíd., p, 57.]
n Ibíd., p, 55. [N. délos T: ibíd., p. 59.]
Desde entonces, com o el sufrir ileva a cabo esa aportación,
aportación de sí a sí del gozar, ambos van de consuno y aumentan
al mismo tiempo. Igual que sus términos no son externos el uno
respecto del otro, tampoco es la relación del sufrir y el gozar una
relación paralizada. Al contrario, lo que nos es dado entender es
cómo ésta evoluciona y se desarrolla: pues cuanto m is fuerte es la
experiencia de sí de la vida en la intensificación de su sufrir y, final­
mente, en el paroxismo de su sufrimiento, más poderosa y pro­
funda es la manera de apoderarse de sí, más intenso su goce. Así,
entre el sufrimiento y la alegría se produce una oscilación tai que
no sólo va sin cesar del sufrimiento a la alegría y se transforma en
ella, sino que, por esa razón, el exceso del uno es la superabun­
dancia de la otra. De ahí que cuando una forma de la vida ha enve­
jecido y, al abandonar la oscilación, su pathos se inmoviliza en el
enojo de un destino abortado, ha llegado el momento de regresar
a los tiempos antiguos en los que, al decir de Nietzsche, la ven­
ganza es virtud, la crueldad es virtud, porque al suscitar el des­
pertar de las tonalidades fundamentales, y en la necesidad, de su
desencadenamiento, se trata, en suma, de devolver al absoluto a
su historia propia y al juego de la vida en éí.
Por tanto, la exterioridad de las tonalidades fundamentales,
exterioridad real en Scheler, no es en Nietzsche más que una figu­
ra. Esta figura es la crueldad y la venganza en las que caen el sufri­
miento y el placer, al parecer, uno fuera del otro -m ientras que si
el gozar reposa sobre el sufrir y tiene en él su lugar, los dos están
tanto en el verdugo como en la víctima--. Y si el sufrimiento del
que inicialmente ha sufrido el daño, el acreedor, puede, gracias a
la visión del sufrimiento que inflige al otro, transfonnarse en el pla­
cer que dicha visión procura, es porque en él, precisamente, el
sufrimiento puede transformarse en alegría, porque el pasaje del
sufrimiento a la alegría es posible por principio, como encontran­
do dicha posibilidad en el sufrimiento mismo, en el sufrirse a sí
mismo en calidad de esencia del goce de la vida. Alegría y sufri­
miento, en consecuencia, no están nunca la una enfrente del otro
como el verdugo delante de su víctima, su relación externa no es
más que la representación de su conexión interna en cada uno de
aquellos que gozan y sufren. Esta representación es la representa­
ción del absoluto, ex-pone y dis-yunta los componentes origina­
rios del Uno, permite verlos. Entre los horrores de la Grecia anti­
gua que tanto fascinaban a Nietzsche, estaba el sacrificio de un
hombre joven cuyos miembros lacerados y sangrantes eran dis­
persados de modo que esa sangre fecundase la tierra y le comuni­
case la vida. La filosofía de Nietzsche es ese asesinato ritual, la dis­
yunción y la pro-yección engrandecida de la subjetividad absoluta
en el cielo del mito.
Capítulo 8

Los dioses nacen y mueren juncos


A la luz de las concepciones que acaban de ser expuestas, cobran
claridad las múltiples contradicciones y las paradojas del pensa­
miento de Nietzsche. Las más graves, las más constantes, atañen
ai problema de la verdad. Dependen del hecho de que, por pri­
mera vez quizá, de manera casi violenta en todo caso, 1a verdad es
puesta en tela de juicio, y ello en sí misma y en cuanto tal. El pro­
blema planteado no trata pues de tal o cual contenido de expe­
riencia o de pensamiento, de una “verdad” hasta entonces esta­
blecida o admitida, sino de la idea misma de que algo sea verdadero
o pueda serlo, y, de este modo, se diferencia por principio de todo
aquello que, al contrario, no entra en esa condición del “ser ver­
dadero”, más o menos identificada hasta en to n ces con la misma
condición de la existencia y del ser. Pues, al fin y a 1a postre, “¿qué
es lo que nos fuerza a suponer que existe una antítesis esencial
entre ‘verdadero’ y ‘falso’? ¿No basta con suponer grados de apa­
riencia. . ,?”1.
Como la verdad deviene un problema o, más radicalmente,’-
como no existe, todos los propósitos que la mientan y, por clíver-'
sas vías, pretenden conducir a ella, el conjunto de los procedi­
mientos del conocimiento y de la ciencia, el mismo conocimien­
to y la misma ciencia resultan quebrantados en su misma intentio
y, por ende, en su razón de ser, la “voluntad de verdad” está en
tela de juicio.
Nietzsche ha hablado con términos patéticos de los “inves­
tigadores del con ocim iento”, ha querido ver en los psicólogos
ingleses “en el fondo animales valientes, magnánimos y orgu­
llosos, que saben m antener refrenados tanto su corazón y su
dolor y que se han educado para sacrificar todos los deseos a la
verdad, a toda verdad”2, aunque sea la más amarga y repugnante;
esperaba de los modernos, en lugar de su “mendacidad mora­
lista”, su “mentira deshonesta”, una mentira “auténtica”, “genui-
n a ”, “resuelta”, “h onesta”, que “exigiría algo que no es lícito
exigirles a ellos, a saber, que abriesen los ojos contra sí mismos,
que supiesen distinguir entre “verdadero” y “falso” en ellos mis­
m os”3; ha elogiado de los moralistas franceses el que hayan sabi­
do, ellos, “limpiarse el espíritu”, mientras que sentía piedad por
esos “seres que sufren y que no quieren confesarse a sí mismos
lo que so n ... que no temen más que una sola cosa: llegar a cobrar
consciencia. , . ”4.

1 Par-ddá bien et m al , op. cit., p. 54. [N. de los X: Más allá del bien y del mal, op.
ri!.,p . 64.]
2 La généalogiede la morale, op. cit., p. 224. (N. de los X: La genealogía de la
moral, op. cit., p. 36.]
3 Ibíd., p. 326. [N. de los I : ibíc!., p. 177.]
1 1bíd., p. 336. [N. délos I: ibíd., pp. 189-190.]
Ahora bien, si se pregunta quiénes son esos hombres sufrien­
tes que quieren todo salvo la claridad acerca de sí mismos, salvo
la verdad, que se aterrorizan sobre todo ante la luz de la concien­
cia, el texto responde: son precisamente aquellos cine están h a b i­
tados por la teleología de la conciencia y que se han empeñado en
conducirla hasta su extremo, Sos sabios. Así es como los busca­
dores del conocimiento, esos animales orgullosos y valientes que
han despreciado sus creencias, sus convicciones más ínfimas, su.
fe, para atreverse a afrontar con la mirada toda la verdad, así es
como ellos, ellos también, han sido condenados: nosotros,
los cognoscentes de ahora, ios ateos y andmetafisicos, tomarnos
nuestra llama del fuego que ha encendido una fe'milenaria, esa fe
cristiana, que fue también la fe de Platón, según la cual Dios es la
verdad y la verdad es divina... ”3.
La antinomia que hace de la conciencia y del movimiento hacia
ella su contrario, el principio o el efecto-de la ceguera, llega hasta
su grado de tensión más extremo cuando cruza él lugar en el que
tradicionaimente se vuelve sobre sí. misma para fundarse --la tierra
bienaventurada del conocimiento de sí como certeza de sí-. Resue­
na aquí la palabra que, inviniendo el propósito deTerencio, hace
estallar en pedazos ese recogimiento de la verdad en sí misma y el
principio de todo conocimiento cierto: '‘cada uno es para sí mis­
mo el más lejano”6.
Con todo, no se puede olvidar que el mismo texto declara,
algunas páginas más adelante, de manera no menos abrupta: “Yo
soy el que soy”7. Entonces, si se considera esta última afirmación,
sobre la que ya hemos tenido que detenemos, se percibe que, en
efecto, no es un elemento marginal o incidental en el desarrollo
de la problemática, sino que, más bien, constituye su principio
último de determinación. Se trataba de comprender la “enferme­
dad de la vida”, de saber cómo y por qué puede hacerse que ésta
se vuelva contra sí y aspire al final a destruirse a sí misma. Se mos­
traba entonces cómo ese inmenso proceso del resentimiento y la
mala fe que atraviesan el mundo humano y le dan su rostro temi­
ble, reposa sobre un fundamento indestructible, sobre el suelo for­
mado por el sufrimiento de aquel que ya no puede soportarse a sí
mismo. Si se pone entre paréntesis toda figuración empírica o mun­
dana de aquel al que se llama débil, lo que queda es un puro sufri­
miento cuya efectividad fenomenológica se agota en su tonalidad
afectiva propia. Surge así la idea de una revelación original consti­

5 Le gai savoir, op. cit., p. 228. [N. de los I : La gaya ciencia, op. cit., pp. 256-
257.]
° La généalogie de la m orale, op. cit., p. 215. [N. de los T: La genealogía de la
moral, op. cit., p. 22.]
7 Cf. supra, p. 272.
tuida por la afectividad en cuanto tal e idéntica a sí misma. Aho­
ra bien, esta revelación, y sólo ella, es lo único que define el ser a
los ojos de Nietzsche, “yo soy” deviene el grito del sufrimiento o,
más bien, su materialidad misma y su carne.
Si se toma entonces en consideración ese cogito radical de
Nietzsche en el que el ser se encuentra establecido a partir de un
primer aparecer afectivo, y como idéntico a su sustancialidad ferio-
rnenoiógica - a la textura del sufrimiento y el malestar-, se ve cla­
ramente cómo no se agota en la simple proposición del ser, sino
en una determinación mucho más esencial que remite el ser a sí
mismo, y lo da a él tal como es. Puesto que, en efecto, la repre­
sentación es despachada y el aparecer no es ya el simple parecer
de aquello que es dejado ahí como enigmático y en sí inexplora­
do por el destello sobre él de la luz extática -p u esto que lo que
aparece ya no es disociable del aparecer, el cual no se halla más
allá de él en su diferencia respecto a é l-; en consecuencia, pues­
to que lo que aparece es ahora el aparecer mismo en la auto-afec­
ción original de su afectividad, entonces, en efecto, el ser; o sea,
el aparecer, ya no es ofrecido por él com o aquello que simple y
generalmente es, sino que, puesto en él m ism o y remitido a sí,
abandonado y ligado a sí y, de este modo, experimentándose a sí
mismo y no siendo nada más que esta pura experiencia de sí, él
es lo que es. En el sufrimiento y por él, la proposición del ser ya
no se escribe “yo soy”, sino, como quiere Nietzsche, y de mane­
ra decisiva: “Yo soy quien soy”.
Ciertamente, el cogito nietzscheano procede también de una
reducción; consiste en aquello que subsiste al término del estre­
mecimiento universal, estremecimiento que, puesto en evidencia
en el análisis hiperbólico de la debilidad, ya no es la duda, sino la
desesperación, o sea, en el mismo seno del sufrimiento y llevado
por él, el proyecto-deseo de éste de escapar de sí, la loca decisión
de la vida de romper el vínculo que la une a sí misma y constitu­
ye su esencia. Cuando termina el estremecimiento permanece ju s­
tamente el vínculo, más fuerte que el proyecto de romperlo y que
hace de éste la debilidad, el vínculo del ser consigo en calidad del
sufrir que lo lanza en él y que no puede ser abolido: “Yo soy aque­
llo que soy”, para siempre y para serlo eternamente de nuevo, en
el eterno retomo de lo mismo, de lo Mismo que soy por cuanto
soy aquello que soy.
La intuición decisiva de Nietzsche, por cuanto siempre com ­
prende la vida a partir de ella misma como aquello que procede
de sí y se despliega a partir de sí, es que la reducción nietzschea-
na es la enfermedad y la liberación de la vida, aquello que resulta
de ambas o, más bien, que precede a una y otra y las hace posi­
bles. Semejante despliegue consiste en y significa aquello que mues­
tra la interpretación de la esencia de la vida com o voluntad de
poder: el despliegue no es un proceso óntico, el desencadena­
miento de éste, sino que cualifica la estructura original del ser, la
estructura de la subjetividad absoluta en calidad de venida a sí en
el acrecentamiento a partir de sí.
El pensamiento de Nietzsche es un pensamiento de la pleni­
tud. La plenitud no es un estado, es el venir a sí de aquello "que
no cesa de venir a sí y, de este modo, que no cesa de ser aquello
que es. El ser nietzscheano, por tanto, sólo es lo que es tautológi­
camente en el devenir en calidad de devenir de sí que es el Pre­
sente de la vida, o sea, el eterno venir a sí. A la enfermedad --los
“que personalmente no están nunca en el presente5’- Nietzsche
opone la esencia de éste, lo que quiere decir también la vida: '‘Noso­
tros. .. queremos llegar a ser lo que somos -~ilos nuevos, los úni­
cos, los incomparables, los que se fijan su propia ley, los que se
crean a sí m ism os!- ”8. La religión es el preludio de, y tiene origi­
nalmente a la vista, esa plenitud de la vida en la que; la vida se da
a sí misma com o aquello mismo de lo que está plena y supera­
bunda: “Es posible que haya sido el medio singular gracias al cual
alguna vez hombres individuales podrán gozar de toda la autosu­
ficiencia de un dios y de todo su poder de autorredención”. De
suerte que se puede preguntar cómo “sin esa escuela y antecedente
religioso el hombre habría aprendido a tener hambre y sed de sí
mismo y extraer de sí mismo satisfacción y plenitud”9.
Con esta metafísica de la plenitud, se alza ante nosotros un
nuevo concepto del deseo. Si la vida es la auto-afección y com o
tal, la profusión de sí en sí mismo, ¿cómo es posible todavía algo
como la carencia y la necesidad? “Se tiene la necesidad por causa
de que algo se origine: en realidad, muchas veces es tan sólo efec­
to de lo que se ha originado”10. Lo que se ha originado, la vida en
su edificación interior, lo que ella se da a sí, a saber, ella misma, tal
es lo que desea, en calidad de “necesidad de s í”, en calidad de
“hambre y sed de sí m ism o”, en calidad de historial del absoluto,
o sea, la eterna venida a sí de aquello que no deja de venir a sí
como aquello que es. Pura adhesión a sí, el ser no es más que el
deseo de sí; deseo de sí, no es más que pura adhesión a sí. Éste es
el pensamiento que vino a Nietzsche para saludarle el Año Nuevo
en Génova, en enero de 1882: “iA m orfati: que ése sea en adelan­
te mi amor! No quiero librar guerra a lo feo; no quiero acusar, no
quiero ni siquiera acusar a los acusadores. ¡Apartar la m irada, que
sea ésta mi única negación! Y, en definitiva, y en grande: ¡quiero
ser, un día, uno que sólo dice sí!”11. El pensamiento del am orfati

8 Le gai savoir, op. d i., p. 214. (N. de los T: La gaya cíenda, op. di., p. 244.]
9 Ibíd., p. 192. (N. de los T: ibíd., p. 220.]
10 Ibíd., p. 161. [N. de ¡os I : ibíd., p. 188.]
u Ibíd., p. 177. [N. de los I : ibíd., p. 203.]
es el del eterno retomo. A “la pregunta ante todas las cosas: ‘¿quie­
res esto otra vez y aún infinitas veces?’”, la estructura más interna
de la vida en su auto-afección responde así: “¿Cómo necesitarías
amarte a ti mismo y a la vida, para no desear nada más que ésta
última y eterna confirmación y ratificación?”12.
La plenitud ele la vida, su eterna venida a sí, hace transparen­
te su última figura, la nobleza. Que ella sea el deseo y el abrazo
consigo, significa, por negación, el rechazo apasionado de todo
rechazo de sí: “Nobleza: cuyo rasgo distintivo siempre será no
tenerse miedo a sí mismo, no creerse capaz de cometer nada igno­
minioso”13. Al contrarío, lo propio de la debilidad, como de todas
las virtudes negativas que engendra, es esa reserva de la vida res­
pecto a sí misma y al movimiento constitutivo de su esencia median­
te el cual no deja de venir a sí para darse a sí tal como es: “Me nie­
go a tender con los ojos abiertos a mi empobrecimiento, no me
gustan las virtudes negativas -virtudes cuya esencia consiste en la
negación y la renunciación de sí m ism o- ”H.
Tal es el verdadero reproche que, con razón o no, se le hace al
cristianismo, el no adherirse a ese proceso de adhesión a sí de la
vida; reproche que enarbola de manera por una vez distendida y
humorística la antítesis de la antigüedad: “[el cristianismol des­
truía en cada cual la creencia en sus ‘virtudes’: barría para siem­
pre de la faz de la tierra a esos grandes hombres virtuosos de los
cuales la Antigüedad no había carecido - a esos hombres popula­
res que, convencidos de su perfección, deambulaban con la dig­
nidad de un torero-héroe-”15. Está tan segura de sí la vida en su
incondicional adhesión a sí, que los “predicadores de la moral”,
todos aquellos que se obstinan en que “la vida fuese difícil de
soportar”, mienten: “En realidad, están en extremo seguros de su
vida y enamorados de ella”16. En la misma antigüedad, el estoi­
cismo no es más que el desconocimiento mentiroso de esa certi­
dumbre original de la vida que precede a toda toma de posición
respecto a ella y la habita secretamente: “¡No estamos tan mal para
que tengamos que estar mal de una manera estoica?”17.
La significación fenomenológica radical de la estructura del ser
en calidad de la vida, a saber, su incondicional venida a sí, en todos
los puntos de su ser, en la certidumbre de sí del acrecentamiento
a partir de sí, nos introduce en el corazón de la problemática nietzs-
cheana de los valores. La cuestión del valor se desdobla inmedia-

12 Ibíd,, p. 220. [N. d élo s T: ¿bícl., p, 250.]


13 Ibíd., p. 189. [N. de los I : ibíd., p. 216.]
H Ibíd,, p. 196. [N de lo s T.: ibíd., p. 224.]
15 Ibíd., p. 135. {N. de los X: Ibíd., p. 158.]
lñ Ibíd., p. 205, [N. de los T: ibíd., p. 234.]
17 Ibíd., p. 206, [N. délos I : ibíd., p. 235.]
lamente, puesto que todo valor procede de una evaluación previa
que lo funda y, así, remite a un principio último de evaluación,
que no es otro que la vida. ¿Por qué evalúa la vida? ¿Cómo deter­
mina ella los valores? El principio de toda evaluación, de todo valor,
¿tiene él mismo un valor? Pero, si es ése el caso, ¿qué le confiere
ese valor, qué otro principio que éste, que sería por sí mismo- pro­
blemático? O bien, ¿es él mismo el que se coníiere valor a sí mis­
mo? Pues si el principio de toda evaluación careciese de valor, ¿qué
valor tendría la evaluación a la que procede y, más aún, cómo la
idea de una evaluación así, y de algo como el. valor en general, íe.
vendría con todo a la imaginación?
Nietzsche ha respondido con precisión a estas cuestiones. Las
cosas y el ente en general no poseen por sí mismos-ningún valor.
La naturaleza no tiene valor. La vida, y sólo ella, atribuye a las cosas
todo el valor que son capaces de revestir: “Sabe que ella es la que
otorga dignidad en absoluto a las cosas, ella es creadora de valo­
res”. ¿Cómo lo sabe? Porque lo siente: “La especie aristocrática [y
nosotros sabernos que ésta no es otra cosa qué la figura de la vida]
se siente a sí misma com o detetminaclora de los valores”. Pero,
entonces, ¿qué siente ella exactamente al tiempo que determina
los valores? Respuesta: ella misma. Lo que determina los valores
es lo que siente la vida por cuanto ella se siente a sí misma y su
esencia reside en la auto-afección, de tal suerte que esos valores,
al no ser originalmente otra cosa que lo que la vida siente por cuan­
to se siente a sí misma, no son originalmente otra cosa que esa
misma vida y su propio contenido. Recogido en su integridad, el
texto que comentamos dice: “sabe que ella es la que otorga dig­
nidad en absoluto a las cosas, ella es creadora de valores. Todo lo
que conoce que hay en ella misma lo honra: semejante moral es auto-
glorificación’18.
Lo que la vida encuentra en sí no es sólo lo que momentáne­
amente constituye en cada caso su contenido. Pues ese conteni­
do no es tal sino porque se le da a sentir como aquello que ella
misma es, en consecuencia, porque ella viene a él y no cesa de
venir a él como a sí misma -porque su “sentir ese contenido” es
un “sentirse a sí mismo”- . Lo que siente la vida, en último caso,
es ella misma en ese sentido último, es el hecho de sentirse a sí
mismo. En consecuencia, la vida honra aquello que ella glorifica,
su propia esencia. De ahí que la continuación del texto que pro­
cede a la enumeración de todo aquello que la vida encuentra en
sí, honra y glorifica, enumera cualquier otra cosa que los caracte­
res propios de esta vida y de las circunstancias por las que atra­
viesa: el texto repite incansablemente las estructuras fenomenoló-
gicas originales de la vida en general, las determinaciones ontoló-
gicas constitutivas de su esencia: “ [...] una moral así es una glo­
rificación de sí. Pone en primer plano el sentimiento de la plenitud
del poder que quiere desbordar, la dicha de conocer una tensión
fuerte, la conciencia de una riqueza que quema dar y prodigar... ”.
Si hay una experiencia o una acción particular que se presenta en
la enumeración y concita sus alabanzas, ésta es en realidad de nue­
vo la esencia de ia vida: “La aristocracia socorre a su vez a los des­
graciados, no, o apenas no por compasión, sino por efecto de una
necesidad que nace de la sobreabundancia de su fuerza".
Todo valor, decíamos, procede de una evaluación previa y depen­
de de ella. Ahora vemos que la verdad es lo contrario.
La evaluación original es una glorificación de sí de la vida, esta­
blece como valores positivos los caracteres ontológicos de la vida,
los que componen conjuntamente su esencia, a saber, poder, dicha,
plenitud, voluntad de dar y de prodigar, sobreabundancia, fuerza*
necesidad que nace de la sobreabundancia de la fuerza. Sin embar­
go, esta evaluación, la posición de estos valores se enraíza en ellos
o, más bien, en aquello de lo que son glorificación y valorización,
a saber, en la misma vida y en su esencia. Es la vida misma, el ori­
ginal, incondicional y eterno venir a sí de la vida, al hacer de ella
la vida, lo que vale originalmente, incondicionalmente, y consti­
tuye como tal el principio de toda evaluación posible y de todos
los valores -valores que no son otra cosa que la repetición bajo el
modo de la irrealidad arquetípica de las efectuaciones vitales de
las que proceden y cuyas eventuales réplicas podrían subsum ir-
Hay, pues, algo así como dos series de valores: en primer lugar, lo
que vale originalmente antes de todo acto de evaluación y de valo­
rización; en segundo lugar, los valores que resultan de ese acto
como la representación arquetípica de aquello de lo que él mismo
procede.
¿Por qué es el original, incondicional y eterno venir a sí de la
vida, al hacer de ella la vida, lo que absolutamente vale? “Los ‘bue­
nos’ ..., es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posi­
ción superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valo­
raron a sí mismos buenos y a su obrar como buenos”19. “Los ‘bien
nacidos’ se experimentaban simplemente como los “felices”20. Sobre
el fondo de esta experiencia original en la que los buenos se sien­
ten ellos mismos como buenos y los bien nacidos se experimen­
tan como los felices, se produce “la manera noble de valorar”, la
cual formula espontáneamente “su concepto fundamental” de bien,

19 La généalogic de la m orale , op. cit., p. 225, cursiva nuestra. [N. de los I : La


genealogía de la moral, op. cit., p. 37.].
20 Ibíd., p. 235, subrayado por Nietzsche. [ísí. de los I : ibíd., p. 50.]
“concepto básico positivo, totalmente impregnado de vida y de
pasión” y que no es otro que la reduplicación en el decir inm e­
diato de aquello que se dice en él: “Nosotros los nobles, nosotros
los buenos, nosotros los bellos, nosotros los felices”2b “Bien” no
designa otra cosa que el sentirse a sí mismo de aquellos que, al
sentirse así a sí-mismos, se experimentan entonces como los dicho­
sos. '‘Bien” designa la esencia de la vida.
¿Por qué el venir a sí de la 'vida es el bien, por qué; es buena la
vida? Porque, en el sufrirse a sí mismo que la constituye, el venir
a sí de la vida es su gozar de sí y, como tal, el goce, la Dicha. El
bien, lo bueno, es la dicha. La vida es buena porque su esencia es
portadora, como aquello que necesariamente produce, de la dicha.
En la esencia de la vida reside la fenomenicidad oágina!, la ver­
dad en un sentido absoluto. La Verdad es la Vida e n este sentido
absoluto. Esta verdad consustancial a la esencia de la vida, co n ­
sustancial al ser de los buenos, éstos la formulan a su vez así: “Noso­
tros los veraces”22. Con ello no quieren dar a entender que dicen
la verdad y desprecian la mentira, sino, en primer lugar, y más esen­
cialmente, que son en sí mismos Verdad, de la base á la cima, en
el trasfondo de su ser, y Verdad bajo su forma original, tal com o
ésta habita toda forma de verdad concebible y la hace posible: son
en sí mismos la Parusía. “yevvaioí;, dice Nietzsche, “aristócrata
de nacimiento” subraya la nuance [el matiz] “franco” y también sin
duda “ingenuo”, de ahí que “el hombre noble vive con confianza
y franqueza frente a sí mism o”23; de tal manera, que esa franque­
za consigo no es más que la consecuencia o, para decirlo con más
propiedad, la manera de nombrar la relación original de la vida
consigo misma por consistir en la Verdad absoluta, o sea, su esen­
cia nativa aún, aquello que es “por nacimiento”.
El hecho de que la capacidad de decir la verdad y, en primer
lugar, la capacidad de decir la verdad a propósito de sí mismo y,
más aún, de decirse como la verdad, reposa sobre la condición ori­
ginal de la Vida en calidad de la Verdad absoluta y, al mismo tiem­
po, en calidad del ser mismo y de la realidad, es lo que indica el
comentario de la palabra éa8A.óq, formada por la nobleza griega
para designarse a sí misma: “éa0X,ó^ [noble] significa etimológi­
camente alguien que es, que posee realidad, que es real, verdade­
ro; después, con un giro su b je tiv o ..., significa el verdadero en
cuanto veraz”24.

21 Ibíd., pp. 234-235. [N. de los T: íbíd., pp. 50-51.]


22 Par-delá bien et mal, op. cit., p. 183. [N. de los T: Más allá del bien y del m al,
op. cit., p. 237.]
23 La généalogie de la morale, op. cit., p. 236. [N. de los I : La genealogía de la
moral, op. rií., p. 52.]
Sin embargo, si cada uno es en sí ia Parusía del ser, y es porta­
dor de su esencia, ¿cómo pretender también que “cada uno es para
sí mismo el más lejano”? ¿Acaso se contradice Nietzsche grosera­
mente? ¿O es que quería decir dos cosas totalmente diferentes, o
incluso, bajo esta aparente contradicción, una y la misma cosa?
En la medida en que, como radicalmente inmanente, la vida
excluye el ek-stasís y, al mismo tiempo, todo lo que se pro-pone
delante, en el afuera de una exterioridad cualquiera, según los varia­
bles modos de una proximidad que encuentra su esencia en e! ale­
jamiento y es idéntica a ella, entonces, cada uno, al ser un vivien­
te, y al no hallarse nunca de este modo en la proximidad de lo
lejano, sino lejos de ella, mucho más lejos que el más lejano de ios
horizontes, cada uno, en efecto, “es para sí mismo el más lejano”.
Al contrario, puesto que se halla ante sí y se toma por aquello que
está ahí, por este hombre, en tal momento de su vida, en tal situa­
ción, la cual resulta a su vez de tal estado de cosas, por ende, no
puede hacer otra cosa que tomarse por algo diferente a lo que es
- “tenemos que confundirnos con otros”25- , por algo distinto a la
eterna e incondicional venida a sí de la vida como aquello mismo que
es. De ahí que los griegos hayan edificado el teatro, de ahí que
hayan aislado la escena con altos muros que la separan para siem­
pre de la Ciudad, porque todo aquello de lo que tenemos expe­
riencia en aquello que se llama la vida, la vida cotidiana y sus que­
haceres, esos individuos empíricos que creemos ver y conocer, todo
aquello que nos propone su aspecto o su rostro en el efc-stasis, debe
ser descartado e ignorado, cubierto necesariamente por una más­
cara, si queremos que la venida a sí de la vida, bajo la única forma
concebible de su sufrimiento y su alegría, se pueda cumplir y que
Dioniso esté presente.
Así, el conocimiento no podría ser aquello que nos aproxima
a lo Esencial según los grados y los progresos de una proximidad
creciente y, en último caso, “inmediata”. Con mucha mayor pre­
cisión, el conocimiento se mantiene infinitamente alejado, y ello
por principio. Nietzsche ha expresado con justicia su “descon­
fianza con respecto a la posibilidad del auto-conocimiento, la cual
me ha conducido”, dice, “a percibir una contradíctio in adjecto en
el concepto de “conocimiento inmediato”26. Ahora bien, sólo algu­
nas líneas después de esta crítica del conocimiento inmediato, apa­
rece la afirmación de una certeza absoluta inherente a la esencia
de la vida y que la constituye, que rechaza incondicionalmente
cualquier efc-stasts, o sea, la posibilidad misma de buscar, de apro­
ximarse, de encontrar, de alejarse y, a la inversa, de perderse. Tras

25 lbíd., p. 215. }N. d í t e T: ibíd., p. 22.1


26 Par-delá bien ct mal, op. cit., p. 200. [N. de ios T: Más allá del bien y del mal,
op. di., p. 259.]
haber denunciado la aspiración a los valores aristocráticos - “esa
necesidad de lo aristocrático es radicalmente distinta de las nece­
sidades del alma aristocrática misma y, en realidad, el elocuente y
peligroso síntoma de su carencia”- , el: texto desvela bruscamente
la esencia de ésta, es decir, de la vida siempre: ‘Una determinada
certeza básica que un alm a aristocrática tiene acerca de sí misma, algo
que no se puede buscar, ni encontrar, ni, acaso, tampoco perder.. d 27.
Este ser consigo de la vida, esta manera de ser aquello que
se es, de manera que no se puede aspirar a serlo, desearlo o
rechazarlo, de tai manera, más bien, que el deseo no es más que
el cum plim iento incansable de ese ser consigo,, ele ese sufrir
aquello que se es, de gozarlo y amarlo, es expresado por Nietzs­
che con un concepto todavía inaudito del respeto, en el que la
estructuración original del ser se da como la primera palabra de
la ética: ‘H alm a aristocrática se respeta a sí m ism a’28. Nietzsche
llama también a ese respeto de sí “la fe en sí mism o, el orgullo
de sí m ism o”29,-fei orgullo, confianza en sí cuya esencia inter­
na, a saber, la Parusía del ser en sí mísmo^ perm ite entend er
m ejor el “egoísm o” - e l egoísmo de las estrellas-; y explica nega­
tivamente ia crítica reiterada del “desinterés”, el,cual pretende
evadir la ley del ser que lo arroja en sí mismo para llenarlo de
aquello que es30.
Sí no queremos confundimos acerca de la certeza absoluta de
la vida en el sentido de Nietzsche, certeza que no es otra cosa que
la esencia de la misma vida, su ser consigo en calidad de viviente,
no podemos olvidar que esa Parusía del ser en sí mismo no es cono­
cimiento, que, por el contrario, excluye e ignora hasta su posibili­
dad, que en ese sentido es pura ignorancia. Esta ignorancia de la
vida da lugar a su ingenuidad y explica más precisamente por qué,
al no alzarse nunca por encima de ella misma, no puede verse, per­
cibirse y comprenderse, comprenderse como lo que es. Tales “hom ­
bres excepcionales”, dice Nietzsche, “no se sienten fa sí mismos]
como excepciones”. La naturaleza superior, cuyo gusto se dirige
justamente a la excepción, “en general cree no tener un criterio de
valor particular [...), toma sus valores y sinvalores por los valores
y sinvalores generalmente válidos”. No compara porque no con o­
ce. No conoce porque es pathos y porque, bloqueada en sí y no
experimentándose más que a sí, la pasión no cree en nada más
que en ella, “cree que su propia pasión es la pasión oculta de

11 Ibíd., p. 203, cursiva nuestra. [N. de los I : ibíd., p. 263.)


28 Ibíd., subrayado por Nietzsche. [N. de loa T: ibíd.]
29 Ibíd., p. 184. [N. d élo s I : ibíd., p. 238.]
30 “ [...]la palabra ‘bueno’ no está en modo alguno ligada necesariamente a
acciones ‘no egoístas”' (La généalogiede la m orale , op. cit., p. 225). [N. de. los T: La
genealogía de ¡a moral, op. cit., p. 38.]
todos”31; Por eso también, le resulta tan:penosa a la vida imaginar
aquello cuya esencia es la negación de la suya. “Entre las cosas que
tal vez le resulten más difíciles comprender a un hombre aristo­
crático está la vanidad”32. Resulta inconcebible la estructura de un
ser cuyo ser no sea el parecer, estructura que, sin embargo, impe­
ra donde quiera que el conocim iento extiende su esencia, en la
medida en que a ésta el ser se le oculta por principio -e n la medi­
da en que cada uno es para sí mismo lo más lejano--.
Por tanto, en ia estela del determinante trabajo de Schopen­
hauer, con Nietzsche la esencia de la verdad y a no reside en el conoci­
miento ni en su fundam ento. Esta es la mutación decisiva, el despla­
zamiento de la fenomenicidad original, idéntica a ia verdad, del
medio del ek-stasis a la esencia de la vida. Si lo que designa en últi­
mo caso el conocimiento, a saber, la Parusía del ser, debe todavía
ser posible, sólo puede serlo todavía en y por la vida. “La vida [como]
un medio del conocimiento”, tal es el descubrimiento de La gaya cien­
cia , celebrado en términos líricos: “Desde ese día en que advino a
mí el gran libertador, este pensamiento de que la vida pueda ser un
experimento del cognoscente”33. Sin embargo, semejante conoci­
miento únicamente es posible si sólo se pro-pone a sí mismo; si ya
no se pro-pone ningún ob-jeto; si ya no es dehiscencia alguna, sino
la propia esencia de la vida: “¡Nosotros mismos queremos ser nues­
tros propios experimentos y animales de pruebas!”34. La gaya cien­
cia no designa un saber dichoso, la alegría que encierra el conocer,
el proseguir un trabajo teórico fructífero, por ejemplo, es un saber
que consiste en el regocijo, saber cuya esencia sapiencial se agota
en la fenomenicidad revelante de la afectividad en cuanto tal.
Por tanto, para Nietzsche hay dos verdades desemejantes y hete­
rogéneas. A la luz de esta doble verdad, se disuelven las contra­
dicciones que afectan al contenido aparente del discurso nietzs-
cheano sobre la verdad. Yuxtapuesta a la celebración de la esencia
veraz de la vida, la crítica del conocimiento extático es radical. Con
éste se relaciona explícitamente en La gaya ciencia la imposibilidad
de principio para conocerse a sí mismo: ‘Cada cual es para sí mis­
mo la persona más lejana’ -eso lo saben, a su pesar, todos los tasa­
dores del alma; y el dicho: ‘ ¡conócete a ti mismo!’, en boca de un
dios y dirigido a los hombres es casi una malicia”35. La crítica del
socratismo muestra lo que hace que la sentencia socrática carezca

31 Le gai savoir, op. cit., p. 44. [N. de ¡os T: La gaya ciencia, op. cit., p. 63.]
32 Par-dclá bien et mal, op. cit., p. 186. [N. de los T: Más allá d d bien y del mal,
op. cit., p. 241.i
33 Le gai savoir, op. cit., p. 205, 204, subrayado por Nietzsche. [N. de los I : La
gaya ciencia, op. cit., p. 234, 233.]
31 Ibíd., p. 203. [N. de los I : ibíd., p. 232.]
35 Ibíd., p. 211. [N. de los I : ibíd,. p. 241.]
de significación para Nietzsche, y que su fracaso, lejos de afectar
a la esencia interna de la vida o del yo [mol] en calidad de yo [mot]
vivo, es tributario precisamente del conocimiento y sólo expresa
su propia impotencia - la nesciencia del conocimiento como tal-,
Sócrates, en suma, pretendía juzgar el saber original de la vida con
la vara del saber segundo del conocimiento. Por ello, ya no com ­
prendía la perfección de la acción inmediata en ausencia de todo
conocimiento, y ya no veía en esta perfección de la vida más que
el signo de la ignorancia y el absurdo.
“Con estupor advertía que todas aquellas celebridades no tení­
an una idea correcta y segura ni siquiera de su profesión, y que la
ejercían únicamente por instinto.. "allí donde el sócratismo diri­
ge sus miradas inquisidoras, lo que ve es la falta de inteligencia y
el poder de la ilusión, y de esta falta infiere que lo existente es ínti­
mamente absurdo y repudiable”36.
La crítica del conocimiento atañe tanto al conocimiento ordina­
rio como a su desarrollo sistemático en la ciencia, e incluso a la con­
ciencia en general. La imposibilidad de principio de la-vida para apa­
recer en el medio abierto del ek-stasís descalifica todas..y cada una de
las modalidades del conocimiento espontáneo o reflexivo, situándo­
lo de entrada fuera de lo que importa e incapacitándolo' para siempre
para encontrarlo. La crítica del conocimiento tiene un a priori. Este a
pñoñ es la esencia de la vida. Sólo aquel que se representa la esencia
de la vida comprende a pñ oñ por qué el conocimiento, y principal­
mente la ciencia, carece indefectiblemente de ella: “El problema de
la ciencia”, dice Nietzsche en una frase decisiva, “no puede ser co n o ­
cido en el terreno de la ciencia”37. Aquel que conoce, mientras vive
con la intención de conocer y se deja guiar por ella, no sabe que no
conoce nada, nada esencial, y nunca lo sabría si lo esencial, si la esen­
cia de la vida no le fuese dada en otra parte, a saber, en ella y por ella.
No menos importante, el aforismo 3 4 4 de La gaya ciencia decla­
ra: “No cabe duda que el veraz, en ese sentido audaz y último, que
presupone la fe en la ciencia, afirma con eso un mundo diferente
al de la vida... ”38. Nietzsche llama metafísica a lo otro que la vida;
metafísica como consecuencia del conocimiento, la ciencia, la ver­
dad como verdad del conocimiento y de la ciencia. Retomando el
aforismo de La gaya ciencia, “sigue siendo una fe metafísica, la fe
sobre la que descansa nuestra fe en la ciencia”; La genealogía de la
moral puede denunciar “la fe en un valor metajísico, en un valor en
sí de la verdad”39, puesto que esta verdad no es la de la vida. Pues

36 La naissance de la tragédie, op. cit,, p. 98. [N. de los I : El nacimiento de la tra­


gedia, op. cit., p. 116.]
37 Ibíd., Essai d ’autocritkiue, p. 27. [N. dé los T: ibíd., Ensayo de autocrítica, p. 27.]
38 Op. cit., p. 228. [N. de los I : op. cit., p. 256.!
39 Op. cit., p. 338. [N. dé los I ; op. cit., p. 192.3
es justam ente la verdad de la vida la que condena la verdad del
conocimiento y la desposee apríori d e todo contenido real.
El conocimiento no sólo desconoce la esencia original de la vida,
en realidad procede de ésta, y ello por cuanto se trata del hecho de
una vida vuelta contra sí, una vida reactiva, habitada por el resenti­
miento y que aspira secretamente a deshacerse de sí. Lo que deter­
mina últimamente el proyecto de confiarse al conocimiento, el pro­
yecto de la ciencia, es pues la debilidad. El hecho de que en el origen
de las producciones grandiosas del saber humano, y especialmente
del científico, haya una vida enferma, configura la desconcertante,
pero constante intuición de Nietzsche: ‘X a ciencia reposa sobre las
mismas bases que el ideal ascético.,, un cierto empobrecimiento de
la vida, el empobrecimiento de los sentimientos”. Y también: “Exa­
mínense las épocas de un pueblo en las que el hombre docto apa­
rece en el primer plano: son épocas de cansancio, a menudo de cre­
púsculo, de decadencia -la fuerza desbordante, la certeza vital, la
certeza del futuro, han desaparecido-”40. /
Cuando la vida ha perdido su certeza de sí, certeza en la cual
consiste, es decir, cuando ya no está ahí, adviene una situación
ontoiógica rigurosa, justamente la que descubre la visión científi­
ca del mundo: un mundo en el que todo es objetivo, en el que no
hay nada subjetivo. Al hablar del “hombre objetivo” que “es tan
sólo un instrumento”, “un espejo”, “no una ‘finalidad en sí mis­
ma’ , Nietzsche añade: “el resto de ‘persona’ que todavía le queda
parécele algo casual.., arbitrario,.. perturbador: hasta tal punto se
ha convertido a sí mismo en lugar de paso, y en reflejo de figuras
y acontecimientos ajenos”41. Por tanto, el hombre ya no es la mora­
da en la que el ser viene a sí en la subjetividad absoluta de la Vida,
ya no es su historial, su Parusía --ya no es, dice Nietzsche, “hijo de
Dios”- , ha devenido “más supérfluo” y, conforme a su “voluntad
de auto-empequeñecimiento”, la cual “se encuentra en un índe-
tenible avance, a partir de Copérnico”, ha devenido algo realmen­
te más pequeño, algo objetivo y, en consecuencia, una parcela ínfi­
ma del universo objetivo, en el que la astrología, decía Kant, citado
por Nietzsche, “aniquila mi importancia”42. La inserción de la vida,
despojada de su esencia interna, en el dominio científico, la hace
explicable desde él, de tal suerte que “la jovialidad del hombre teó­
rico .. . el creer en una corrección del mundo por medio del saber,
en una vida guiada por la ciencia, y ser también realmente capaz
de encerrar al ser humano individual en un círculo estrechísimo

^ Ibíd,, p. 340, cursiva nuestra. [N. de los I : ibíd,, p, 195]


41 Par-delá bien et. m al , op. rit., p. 123. [N. de los I : Mas allá del bien y del mal,
op. cit., pp. 155-156,]
42 La généalogie de la morale, op. cit., p. 341. [N. de los T: La genealogía de la
moral, op. cit., p, 196.]

!
de tareas solubles, dentro del cual dice jovialmente a la vida: ‘Te
quiero: eres digna de ser conocida’”43.
Sin embargo, la vida no es susceptible de ser conocida. De ahí
que los doctos “dejan de ser utilizables allí donde comienza la
‘caza mayor7”, aquella cuyo “terreno.-.'; predestinado” es “el alma
hum ana,.. el ámbito de las experiencias humanas int.en.ias alcan­
zado en general hasta ahora, las alturas, profundidades y lejanías
de esas experiencias., la historia entera del. alma hasta.este momen­
to y sus posibilidades no apuradas aún,KH'. Los juicios tan duros
y extraños que Nietzsche pronuncia respecto a los sabios ~"su
‘impulso científico1 es su aburrimiento''’45, “éstos son, todos ellos,
hombres vencidos y sometidos de nuevo al dominio de la cien­
cia ”46, e t c .- se reducen a proposiciones tautológicas':que sólo
expresan una constatación: la de la pura y simple exterioridad de
la vida, tanto en el dominio de la ciencia como en el del conoci­
miento en general. Por contraste, aparece como insólita la tarea
del filósofo que '‘se exige a sí mismo dar un juicio, un sí: o un no,
no sobre las ciencias, sino sobre la vida y el valor de la vida”, jui­
cio que no es tal y que, al contrario, designa aquello que-por prin­
cipio escapa a cualquier teoría: un modo de vida: '‘Siente el peso
y deber de cien tentativas y tentaciones de la vida: se arriesga a sí
mismo constantem ente, juega ei juego m a lo ...”47. El hecho de
que la vida se esencie com o lo otro del conocim iento y de sus
desarrollos, y, en su afectividad original, como el ser más íntimo
del hombre, es aquello cuya imagen arquetípica nos presenta el
mundo mítico de Grecia: “Una naturaleza no trabajada aún por
ningún conocimiento, en la que todavía no han sido forzados los
cerrojos de la cultura -eso es lo que el griego veía en su sátiro...,
era la imagen original del ser humano, la expresión de sus emo­
ciones más altas y fuertes-”48.
Sin embargo, ¿es la ciencia, en efecto, es el conocim iento lo
que se halla en tela de juicio en todos esos textos en los que bas­
cula el concepto tradicional de la verdad? ¿Acaso no es la misma
vida, más precisamente, sus formas declinantes, en la medida en
que el pensamiento teórico de la humanidad extrae su motivación
última de la debilidad, y en la medida en que se deja determinar

4:í La naissance de ¡a tragédie, op. cit., pp. 120-121. [N. de los I : El nacimiento
ele la tragedia, op. cit., p. 144.)
44 Par-deíá bien et mal, op. cit., p. 63. [N. de ¡os T.: Más allá del bien y del mal,
op. cit., p. 76.]
4Ll Le gai savoir, op. cit., p. 136. \N. de ¡os I : La gaya ciencia, op. cit., p. 159.1
r-6 Par-delá bien et mal, op. cit., p. 120. Más allá del bien y del mal, op. cit., p.
151.1
47 Ibíd., p. 121. [N. de ¡os T: ibíd., p. 153.]
48 La naisscince de la tragédie, op. cit., pp. 70-71. [N. de los T: El nacimiento de
la tragedia, op. cit., p. 80.]
por ella? Pero, ¿qué es la debilidad? No se trata, como se ha dicho
en bastantes ocasiones, de una forma de la vida, una vida deca­
dente, según nos hace creer una lectura rápida, sino de la anti­
esencia de la vida, de su proyecto en todo caso, el de romper la
inmanencia. Semejante ruptura no es otra que el ek-stasis. Preci­
samente cuando el proceso extático del conocimiento se vuelve
hacia la vida como sucede con el imperativo del “conócete a ti mis­
mo”, la heterogeneidad ontológica del primero y de la segunda
cobra gran claridad, como ha reconocido Nietzsche al contestar la
existencia de un conocimiento inmediato, y como lo muestra, más
radicalmente todavía, la debilidad misma en calidad del imposible
ek-stasis de la vida, Pero si vida y dehiscencia extática son incom­
patibles, ¿cómo pueden cohabitar en el hombre, cómo compren­
der su relación?
El genio de Nietzsche consiste en haber percibido de entrada
el problema que Schopenhauer dejó abierto, y en haber aportado
instintivamente una respuesta inaudita, mediante la cual una feno­
menología radical reconduce a los últimos fundamentos del ser.
Schopenhauer: “el mundo como voluntad y representación”, o
sea, dos esencias heterogéneas e irreducibles la una a la otra, pues­
to que la “voluntad” no es portadora de ninguna representación,
y la representación de ninguna voluntad, es decir, de ningún poder.
En El nacimiento de la tragedia, la voluntad ha devenido Dioniso,
la esencia de la vida, la manera que ésta tiene de auto-impresio­
narse a sí misma según el juego eterno de las tonalidades funda­
mentales del sufrimiento y la alegría. La representación ha deve­
nido Apolo o, más bien, y ésta es la segunda aportación
nietzscheana, sucede que el proyecto de la exterioridad no queda
abandonado en ningún momento a sí mismo y a su autonomía ilu­
soria, sino que, por el contrario, es captado en su imbricación esen­
cial con la afectividad, o mejor; en su afectividad propia -y ello en
la medida en que el estallido extático que no cesa de hacer venir
un mundo y el medio de toda afección posible, no cesa tampoco,
en el cumplimiento incansable de su transcendencia, de auto-afec-
tarse a sí mismo y, así, de experimentarse como la vida-. Apolo no
es simplemente la representación, no es tampoco, en calidad de
imaginación transcendental, lo que asegura el despliegue de esta
representación y su condición de principio: es la posibilidad más
interna de ese mismo despliegue, o sea, la Imago del mundo per­
cibida en su Fondo afectivo. En El nacimiento de la tragedia, la uni­
dad de Jos dos principios es más fuerte que su oposición, una
unidad esencial que constituye el resorte del pensamiento de Ntetzs-
che y que hace que Dioniso y Apolo estén vinculados por una afi­
nidad secreta, de tal suerte que lejos de combatirse, o bajo ese
combate aparente, ambos van juntos, se prestan asistencia, nacen
y mueren al mismo tiempo. De ahí que cuando el sacrilego Eurí­
pides pretendía plegar el mito ai servicio del pensamiento, en lugar
de permitirle decir una vez más el fondo dionisiaco de la vida, él
lo mató, y a la música con él. “Y puesto que tú habías abandona­
do a Dioniso”, le dice Nietzsche, “Apolo te abandonó a ti”49. Pero
la relación entre la apariencia y su fondo afectivo es compleja, con­
viene revivir su historia en la problemática del joven Nietzsche y
seguirla paso a paso.
En un primer momento - lo cual no mienta aquí ninguna cro­
nología, sino un grado en ia serie de implicaciones que ia mirada
del análisis atraviesa sucesivamente-, en un primer momento, com­
pletamente determinado aún por las tesis explícitas de Schopen­
hauer, la representación es comprendida como aquello que viene
a liberarnos de la voluntad. En efecto, no cabe duda de que la
representación sólo podría liberar de la voluntad si ella misma estu­
viese liberada de la voluntad, A la representación, que no tiene
ningún poder, al menos Schopenhauer le confiere ese poder. Como
si el hecho de poner delante de sí vaciase efectivamente el poder
que cumple la posición de aquello de lo que hasta entonces se era
portador, como si la objetivación fu ese una objetivación real, una tras­
lación real de aquello que, situado hasta entonces en ¡a interioridad de
la vida, resultase proyectado de veras fu era de ella, en el ajuera de una
exteñoñdad real. Lo cual tiene lugar, según Schopenhauer, al menos
una vez, en el caso del arte. La contemplación estética es la ver­
dadera objetivación que, al poner fuera de nosotros ese fondo horri­
ble del deseo y el dolor, nos libera propiamente de él. Esta tran-
substanciación real tiene com o efecto segundo y cuasi-mágico la
transformación de lo horrible en lo bello50. Por tanto, Nietzsche
toma de Schopenhauer la respuesta a “la cuestión fundamentar’
que él se plantea entonces y que es la cuestión de “la relación del
griego con el d olor”. Salvo que la representación ha recibido el
nombre de Apolo, es decir, que el mundo en general ha devenido
un mundo estético, aquello cuya apariencia, por sí misma y por
efecto de un poder y una belleza que le son propios, al ser los del
aparecer como tal, nos franquea los terrores de Dioniso: “El mun­
do, en cada instante la alcanzada redención de dios, en cuanto es
la visión eternamente cambiante, eternamente nueva del ser más
sufriente, más antitético, más contradictorio, que únicamente en
la apariencia sabe redimirse”51. De este modo, se exhibe la moti­
vación última de ese “deseo imaginario por la apariencia” que es

49 Ibíd., p. 86. [N. de los I : ibíd., p. 100.]


50 En La naissance de ¡a tragédie, Nietzsche dirá también que la voluntad es “lo
no-estético en sí" (p. 64), y de ahí que la música no pueda ser más que su repro­
ducción. Más tarde, al contrario, la esencia de la vida constituirá la belleza mis­
ma: “nosotros los bellos” (La généalogie de la morale, op. cit., p. 235). [N. de los X:
El nacimiento de la tragedia , op. cit., p. 64; La genealogía de la moral, op. cit., p. 50.]
51 Ibíd., pp. 29, 30. fN. de ios X: ibíd., pp. 29, 31.]
idénticamente el del arte, que es Apolo, pues, como dice Nietzs-
ch e, “cuan to más advierto en la naturaleza aquellos instin tos artís­
ticos omni-potentes y, en ellos, un ferviente anhelo de apariencia’',
más se confirma en su espíritu la hipótesis de que “lo verdadera­
mente existente, lo Uno original, necesita a la vez, en cuanto es lo
eternamente sufriente y contradictorio, para su permanente reden­
ción, de la visión extasiante, la apariencia placentera”52.
En eso consiste la “redención” en Nietzsche en la medida en
que ya no atañe a la “voluntad”, sino a lo que ésta ha llegado a
ser, a saber, la pasión del ser, su ser roblado consigo según el jue­
go eterno de sus tonalidades. Pues la vida no tiene que desha­
cerse de un principio óntico designado desde el exterior ■-el que­
rer-, sino de la estructura interna de la subjetividad absoluta en
calidad de la vida, o sea, de sí misma. Y así es como Nietzsche
lo entiende: “aquel engaño apolíneo... gracias a cuyo efecto debe­
mos quedar nosotros descargados'del em bate y la desmesura dionisia~ •
eos”53. E igualmente, cuando, a propósito de la música (que es.
la reproducción inmediata de la vida y lleva así en ella el juego
de las tonalidades afectivas fundamentales y su modulación inde­
finida), y tratándose del alivio que la poesía lírica, como “fulgu­
ración imitativa de la música en imágenes y en conceptos”, pue­
de aportar a ese contenido dionisiaco demasiado pesado, es el
mismo término “descargar” [entladen] el que interviene espon­
táneamente bajo la pluma de Nietzsche: “este proceso por el que
la música se descarga en im ágenes.. ,”54. Mucho después, ocu­
rre algo significativo, cuando el sacerdote ascético se pone a ali­
viar al rebaño innumerable de todos los inoportunos, es decir,
de todos aquellos que sufren a causa de sí mismos y están por
ello “funosamente descontentos contra sí mismos”: “Todo el que
sufre busca instintivam ente, en efecto, una causa de su pade­
cer. .. un cau sante... un causante responsable... algo vivo sobre
lo que poder desahogar, con cualquier pretexto, en la realidad o
in efjigie, sus afectos: pues el desahogo de los afectos es el máxi­
mo intento de alivio... del que su fre.. La denuncia ilusoria
de las causas del sufrimiento que produce el resentim iento no
cam bia nada en la situación fundamental que sirve de apoyo a
todo ese proceso y que es aquí, y una vez más, el puro y simple
hecho de sufrir o, más bien, disimulado en él, la esencia de la
vida como el sufrirse a sí mismo.

5Í Ibíd., p. 53; la expresión “apariencia placentera” está tomada de Scho­


penhauer. ÍN. de los I : ibíd., pp. 56-57. j
53 Ibíd., p. 140, cursiva nuestra. [N. dé los T: ibíd., p. 171.]
54 Ibíd., p. 64. [N. de los I : ibíd., p. 70.]
53 La genealogíe de la inórale, op. cit., p. 316. [iV. de los T.: La genealogía de la
moral, op. cit., p. 164.]
Si lo entendemos en relación con aquel que está cargado de sí
para siempre, descargar adquiere entonces un sentido singular. No
poder descargarse de sí y, sin embargo, empeñarse en ello, empe­
ñarse en proyectar fuera de sí aquello demasiado pesado que se
lleva en sí, es objetivarlo, ya no en d sentido de una objetivación r ed
susceptible de cumplir la traslación real de dentro a fuera, sino en el sen­
tido de la simple representación, es pro-ducir su contenido en la exte­
rioridad, pero bajo la form a de una imagen irreal. Una intuición deci­
siva de Schopenhauer permite a Nietzsche resolver rnagistraimente
el problema de ia aporfa de la representación de la “voluntad”: la
irrealidad del mundo hace posible la posición en él del;deseo y el
sufrim iento, puesto que éstos sólo se proponen en él.justamente
bajo la forma de esa irrealidad, bajo la forma de un sueño. En con­
secuencia, descargarse de lo que la vida, en la medida en que se
soporta a sí misma, comporta a priori de insoportable, consiste en
proyectar su imagen en un mundo que nace de esta .misma pro­
yección como un mundo onírico en e l que el deseo busca, en la
contemplación de su propia representación plástica irreal , el olvi­
do y el apaciguamiento de su malestar. Como el del arte, y sem e­
jante a él, el universo mítico de Grecia es el producto de esa pro­
yección: “Fij. mismo instinto que da vida al arte, como un
complemento y una consum ación de la existencia destinados a
inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el mun­
do olímpico, en el cual la ‘voluntad’ helénica se puso delante un
espejo transñgurador”. E incluso: “El griego conoció y sintió los
horrores y espantos de la existencia: para poder vivir tuvo que colo­
car delante de ellos la resplandeciente criatura onírica de los Olím­
picos”56.
El hecho de que la afectividad no se objetive, sino que sólo lo
haga su imagen, y que, más aún, el proceso de exteriorización que
arroja delante no se arroje a sí mismo delante, sino que perma­
nezca en sí en su mismo cumplimiento, por cuanto no cesa de
auto-impresionarse a sí mismo, quiere decir: irreal en su conteni­
do transcendente, la representación es afectiva en su principio y
en su fondo. Es, para empezar, la intuición de Nietzsche y supo­
ne su primer distanciamiento frente al corpus schopenhaueriano.
El soñador o, si se prefiere, el esteta, o incluso aquel que per­
cibe el mundo al percibirlo tal como es, no es nunca el mero espec­
tador de lo que toma forma ante sus ojos, sino que lleva en él su
tenor original, como aquello mismo de lo que goza y por lo que
sufre y, finalmente, com o su misma vida. Al hablar del hombre
capaz de em oción artística, Nietzsche dice que “toda la ‘divina

56 La naisaance de ia tragédie, op. dt., pp. 51, 50. [N. de los T: El nacimiento de
la tragedia, op. cit., pp. 53, 52.]
comedia’ de la vida, con su Infierno, desfila ante él, no sólo como
un juego de sombras -p u es también el vive y sufre en esas esce­
n a s -”. Pero com o la esencia de la vida es el historial de sus pro­
pias tonalidades, y como “proyectar” su sufrimiento “fuera de sí”
para “descargarse” de él equivale sólo a dejarlo, ahí donde está, a
cumplir sobre sí el movimiento interno de su transformación en
alegría, entonces, hay que decir también que el fondo de nuestro
ser “experimenta el sueño en sí con profundo placer y con alegre
necesidad”57, y reconocer que la “visión onírica produce un pla­
cer profundo e íntimo”58.
En La genealogía de la moral se hará explícita también la crítica
de la concepción schopenhaueriana, y en primer lugar kantiana,
de la belleza. Lo que se reprocha a Kam es justam ente la confu­
sión de “los atributos de lo bello” con los del conocim iento (la
impersonalidad, la universalidad), es decir, la sustitución en la defi­
nición de la experiencia estética del punto de vista del creador por
el del espectador. Sin embargo, el “creador” no sólo aparece aquí
de manera evidente y explícita; el creador de la obra, el artista, es
el proceso de producción de la representación en general, el cual
está implicado en todo proceso de creación artística (igual que éste
se halla sin duda ya, virtualmente y por cuanto el mundo como
tal es un fenómeno estético, en todo proceso de representación).
Dado que este proceso de producción es en el fondo afectivo, su
afectividad determina el acto del creador (de ahí que Nietzsche iro­
nice sobre la famosa frase de Kant: “Es bello", dice Kant, “lo que
agrada desinteresadamente”), pero también, en la medida en que
él mismo es también representación, el ser del espectador: “iPero
si al menos ese ‘espectador’ les hubiera sido bien conocido a los
filósofos de lo bello! -quiero decir, ¡conocido como un gran hecho
y una gran experiencia personales, como una plenitud de singula­
rísimas y poderosas vivencias, apetencias, sorpresas, embriague­
ces en el terreno de lo bello!”59.
Descargarse de aquello que la vida tiene de más pesado, para
darse su representación más sosegada en el sueño apolíneo: tal es
lo que en modo alguno abóle, ahora lo sabemos, el fondo afecti­
vo de la existencia, sino que, al producir su imagen onírica, sólo
le procura la ocasión de transformarse a sí misma según sus pro­
pias leyes, en la actualización de las potencialidades fenomenoló-
gicas que la constituyen. Esta visión profunda de las cosas con­
duce a Nietzsche a no sentirse satisfecho con la concepción apolínea
del arte, y ello en la medida en que el sueño, en su afectividad,

37 Ibíd., p. 43. [N. de los X: ibíd., p. 42.]


58 Ibíd., p. 52. [N. de los X: ibíd., p. 56.]
39 La généalogie de la moraie, op. cit., p. 294. [N. de los X: La genealogía de la
moral, op. di., p. 135.]
reconduce a ésta. Este rebasamiento de la representación hacia
aquello que, siempre oculto en ella, la produce y la funda última­
mente, es lo que muestra la génesis del mito trágico del que Nietzs­
che dice que comparte con “la esfera del arte apolíneo... el placer
pleno por la apariencia y por la visión, y a la vez niega ese pla­
cer y tiene una satisfacción aún más alta en la aniquilación del mun­
do de la apariencia visible”. De ahí que la imagen apolínea, en sus
formas más elevadas, se nos presente como siendo “únicamente
una imagen simbólica que [quisimos] apartar, cual si fuera u n a cor­
tina, para divisar tras ella ta imagen originar'. Del mismo modo, a
propósito de la disonancia musical, dice Nietzsche que “habría­
mos de caracterizar ese estado diciendo que n osotros queremos oír
y a la vez deseamos ir más allá del oír”60. Así, se produce corno un
proceso circular gracias al cual el sufrimiento, para separarse de sí,
proyecta la imagen del drama, de los héroes y de su sufrimiento
-reflejo deí suyo, su doble estético y apaciguador--, de tal modo,
sin embargo, que, fuente oscura y siempre presente; de su visión
extática, no cesa de experimentarse a sí mismo en sí' como aque­
llo que es. Así, Apolo sólo nos salva en apariencia del drama origi­
nal que sigue desarrollándose en nosotros. E igualmente, la pro­
puesta de Nietzsche no consiste en pedir su salvación a la simple
“magia terapéutica de Apolo”61, sino, ai contrario, en abandonar­
se al poder invisible que la produce y a su juego propio. Pero la
intelección última de la relación entre Dioniso y Apolo toma el
camino de la individualidad, de la cual no se puede prescindir.
La representación era en Schopenhauer el principio de indivi­
duación. La crítica del individuo en Nietzsche o, para ser más exac­
tos, sólo en Eí nacimiento de la tragedia, no es más que el replan­
teamiento de la crítica de la representación, la afirmación de que
lo que constituye la realidad del ser se encuentra más allá de ella.
Ciertamente, esta representación en su irrealidad no es nada, pues­
to que lo que se le pide en primer lugar es que nos alumbre la rea­
lidad. Esta triple significación de la representación -individuación,
irrealidad, alumbramiento-, que constituye también el concepto
de estética, determina el ser de Apolo y su misión: “Apolo nos sale
de nuevo al encuentro como la divinización del pñncipium indivi-
duationís, sólo en el cual se hace realidad la meta eternamente alcan­
zada de lo Uno original, su redención mediante la apariencia”.
Nietzsche ha circunscrito de un golpe la dimensión ontológica,
estética, ética, epistemológica de lo apolíneo, o sea, de la repre­
sentación secretamente comprendida a partir de su fundamento.
“Esta divinización de la individuación, cuando es pensada com o

60 La naissance de la tragédie , op. di., pp. 152, 151, 154. [N. de loa T: El naci­
miento de la tragedia , op. cit., pp. 186, 188.]
61 Ibíd., p. 139. [N. de !os X: ibíd,, p. 170.]
imperativa y reguladora, conoce una sola ley, el individuo, es decir,
el mantenimiento de los límites del individuo, la mesura en sen­
tido griego. Apolo, en cuanto divinidad ética, exige mesura de los
suyos y, para poder mantenerla, conocimiento de sí m ism o”62.
El admirable comentario del tercer Acto de Trístán describe de
manera inolvidable la obra salvadora de Apolo a la luz de la cate­
goría fundamental de la individualidad. Cuando un hombre haya
“aplicado, como aquí ocurre, el oído al ventrículo cardíaco de la
voluntad universal”, cuando “sienta brotar cómo el furioso deseo
de existir se efunde a partir de aquí, en todas las venas del mun­
do, cual una comente estruendosa o cual un delicadísimo arroyo
pulverizado, ¿no quedará destrozado baiscamente? Protegido por
la miserable envoltura de cristal del individuo humano, debería
soportar el percibir el eco de innumerables gritos de placer y dolor
que llegan del “vasto espacio de la noche de los mundos”. El mito
apolíneo nos hace escapar de esta emoción demasiado fuerte, y
que nos rompería, desviando sobre él nuestra atención, de tal modo
que “por muy violentamente que la compasión nos invada” por
sus héroes, “sin embargo, . ..nos salva del sufrimiento original del
mundo”63. Esta desviación es la ilusión gracias a la cual Apolo nos
protege, puesto que encadenados a esos individuos que son los
protagonistas del drama, a la escena en que Tristán yace inmóvil y
moribundo - “el mar está vacío y desierto”- , creemos no ver más
que “una imagen particular del mundo”, en lugar de experimen­
tar en nosotros la efusión desbordante de su esencia en el dolor
universal. Y, a propósito de la música que reproduce inmediata­
mente ese dolor, la “magia terapéutica” del mito nos hace creer
también que “está destinada a representar un contenido apolíneo”.
Pero, ¿acaso estos famosos análisis --como en Schopenhauer
los del egoísmo, la piedad y la crueldad- no presuponen ya el des­
doblamiento secreto del concepto de individualidad? Pues, al fin
y a la postre, el individuo que “nos hace extasiamos”, que “enca­
dena nuestro sentim iento de com pasión”, que “calma el senti­
miento de belleza, que anhela formas grandes y sublim es”, que
provoca nuestra piedad, el individuo representado en la escena, ¿es el
mismo que aquel que, abrumado por el dolor, quiere descargarse del peso
excesivo que éste carga sobre él? El uno no está delante de nosotros
-an te de él-, mientras que el otro se ahoga por ser él mismo, y por
no poder instituir entre él y su mismidad ese primer diferimiento
gracias al cual sería capaz de escapar de sí y de aquello que su ser
tiene de opresivo. En una proposición que contiene el freudismo
futuro, Nietzsche habla de la “peligrosidad en que la persona indi­
vidual vive a causa de sí misma”64. No se trata, pues, de un peli­
gro adventicio, ni siquiera de una amenaza vinculada a la propia
historia de esta persona. El peligro es la misma persona, su inte­
rioridad, es la estructura de la subjetividad absoluta en la medida
en que está amojada en sí inexorablemente para experimentar aque­
llo que experimenta y ser aquello que es. El mayor peligro es la
vida. A este peligro es al que Nietzsche dice sí. Ese es el riesgo más
grande que asume en el am or ja d , al que presta su aquiescencia en
el pensamiento del eterno retorno de lo mismo, que no es otro,
como hemos dejado entender, que la esencia de la vida como su
reiteración indefinida bajo la forma de su incansable venida a sí.
El arte apolíneo trata de hacernos escapar de este peligro. A este
peligro se abandona y se confía el arte dionisiaco. \■
Y nosotros entendemos todavía que, al igual que en Schopen­
hauer, en Nietzsche no hay un individuo sino dos: a aquel que
procede de 1a estructura extática de la representación, y encuen­
tra en la exterioridad recíproca de cada una de las partes puras del
medio trascendental de la intuición el principio de .su ubicación,
de su diferenciación, de su forma, de su límite y d e su belleza, se
opone con decisión el. que descansa en la esencia dé la vida. Aho­
ra bien, el primero -e l individuo apolíneo- encuentra' él mismo su
condición última de posibilidad en el segundo, puesto que no es
más que la imagen de éste, “por así decirlo..., [ese]. . .médium a
través del cual el único sujeto verdaderamente existente festeja su reden­
ción en la apariencia”65; por tanto, la imagen de sí que el Indivi­
duo Original proyecta fuera de sí en el intento de deshacerse de sí
y de su sufrimiento, de ese Sí original en :que consiste su sufrimiento
en calidad de! sufrirse a sí misma de la vida.
Resulta entonces que hay que tener cuidado de no falsear com ­
pletamente el concepto nietzscheano de individualidad, al tomar
como guía para su comprensión las descripciones del arte dioni­
siaco que mientan la Erlosung, la redención del individuo bajo la
forma de su liberación de las cadenas de la individuación intuiti­
va. Ahora bien, semejantes descripciones abundan en El nacimiento
de la tragedia. Cuando el griego apolíneo siente que “su existencia
entera, con toda su belleza y moderación, descansaba sobre un
velado substrato de sufrimiento”66, y que el proyecto del imagi­
nario se invierte en la experiencia dionisiaca de la vida y su júbilo
místico, lo dado como esencial en esta experiencia, hasta el pun­
to de que parece constituirla, es siempre el estallido deí individuo:

64 Par-delá bien et m al , op. cit., p. 109. [N. de los X: Más allá del bien y cid mal,
op. di., p. 137.j
65 La naissance de la tragédie, op. cit., p. 61, cursiva nuestra. [N. de los I : El
nacimiento de la tragedia, op. cit., p. 66]
66 Ibíd., p. 55. [N. dé los I : ibíd., p. 58.]
“al místico grito jubiloso de Dioniso, queda roto el sortiiegio de la
individuación, y abierto el camino h acia... hacia el núcleo más
íntimo de las cosas”67. Ahí radica para Nietzsche el sentido esoté­
rico tanto de la tragedia como de los misterios, el de restaurar, en
la abolición de un mundo de sufrimiento parcelado en individuos,
“la unidad de todo lo existente”68,
Pero tal vez convenga reconocer aquí lo que habíamos des­
cubierto en el corazón de la experiencia apolínea. Es Apolo, decía
Nietzsche, el que “nos m u estra... cómo es necesario el mundo
entero del tormento, para que ese mundo empuje aI individuo a
engendrarla visión redentora”69; individuo que, en consecuencia,
no es en primer lugar la forma bella individuada por la repre­
sentación, sino lo que la produce y, así, la precede necesaria­
mente, como escapando de ella, sin embargo, como “la pasión
originaria del sufrimiento del rnundo” que huye de sí en ia repre­
sentación antes de rendirse a sí en Dioniso. Y cuando la expe­
riencia dionisiaca se produce, con la puesta entre paréntesis de
la individualidad intuitiva, lo que libera es esa pasión originaría-
del sufrimiento del ser como la propia esencia de la ipseidad. De ahí
“el Dioniso sufriente de los Misterios, aquel dios que experi­
menta en sí los sufrimientos de la individuación”. De ahí que
todavía se diga que, en “el afán heroico del individuo por acce­
der a lo universal, en el intento de rebasar el sortilegio de la indi­
viduación y de querer ser él mismo la esencia única del mundo,
el individuo padece en sí la contradicción original oculta en las
cosas”70 -contradicción que designa, con el lenguaje sc-hopen-
haueriano del texto, el sufrimiento que Nietzsche descubre en
Dioniso como no disociable de la embriaguez de su júbilo, de
tal suerte que ese historial del ser en su sufrir y en su gozar es
idénticamente lo que hace de él un Sí mismo y la esencia de la
vida-.
Para que advenga la Parusía, al fin y a la postre, se descartan las
condiciones de la individualidad empírica, es decir, también la
representación: “el coro ditirámbico es un coro de transformados,
en los que han quedado olvidados del todo su pasado civil, su
posición social: se han convertido en servidores intemporales de
su dios, que viven fuera de todas las esferas sociales", de tal suer­
te que “el hacerse pedazos el individuo” sólo puede significar su
unión “con el ser original”71. Pero con el “olvido” que se apodera
del coro ditirámbico, con el más “completo olvido de sí” que carac­

67 Ibíd., p, 110. [N. cíe tas I: ibíd., p. 132.]


68 ibíd., p. 84. (iV. de los T: ibíd., p. 9 8 . ]
69 Ibíd., p. 54, cursiva nuestra. [N. de los T: Ibíd., p. 58]
70 Ibíd., pp. 83, 81-82, cursiva nuestra. [N. de los I : ibíd., p.93.]
7! Ibíd., pp. 74, 75, cursiva nuestra. [N. de los I : ibíd., pp. 84, 85.]
teriza las “emociones dionisiacas”72, somos reconducidos a aque­
llo que hemos reconocido como la categoría fundamental de la
vida, a su inmanencia. Reducida a su olvido de sí’y definida por él,
lá desaparición del individuo no significa más que su desaparición de la
esfera del pensamiento, su pertenencia a la dimensión original del
ser en calidad de la afectividad de la vida: “El individuo, con todos
sus límites y medidas, se sumergió aquí en el olvido de sí, propio
de los estados dionisiacos., y olvidó los preceptos apolíneos, La
desmesura se desveló com o verdad; la contradicción, ia delicia
nacida de los dolores hablaron acerca de sí desde el corazón de la
naturaleza”73. Que la desaparición del individuo de la apariencia
extática no es otra cosa que la redención de aquel que, en calidad
de Sí del sufrimiento, coincide con el fondo de las cosas, coincide
con lo que se dice del m úsico dionisiaco, que “es total y única­
mente dolor original y eco original de tal dolor”, del poeta “lírico”
que, “en cuanto centro motor de aquel m undo..., le es lícito decir
“yo”[je], de tal suerte que ese “yo” [je] no es de la misma natu­
raleza que el del "hombre despierto, empírico-real”,-sino que es.,
hablando en términos absolutos, el único “yo” [je]■'..“■verdadera­
mente existente y eterno, que reposa en el fondo deilas cosas”74.
La continuación del texto hace manifiesta por doquier esta emer­
gencia del individuo en el corazón de la realidad y su pertenencia
a la misma a título de determinación esencial. La toma de posición
teórica explícita respecto a Schopenhauer se concentra en la críti­
ca dirigida a “la doctrina indemostrable de la Voluntad Una”, y a
lo que la funda últimamente: 'la negación del individuo'75. Al depen­
der del fondo del ser, el individuo deviene el principio y el criterio
de la valoración nietzscheana: son exaltadas todas las formas de
vida que lo exaltan, y repudiadas las que lo amenazan. El sentido
aristocrático, es decir, el sentimiento de ser Sí en la medida en que está
fundado sobre sí mismo, y como tal independíente y diferente de cualquier
otro, no es más que la formulación de la esencia original de la ipsei-
dad de la vida, si es verdad que la auto-suficiencia encuentra su fu n ­
damento ontológico en la auto-afección, se agota en ella y remite a ella:
“.. .el ser aristócrata, el querer ser para sí, el poder ser distinto... ”76.
Mientras que “la desconfianza íntima que hay en el fondo del cora­
zón de todos los hombres dependientes”77 expresa a su vez la enfer­
medad, el quebrantamiento de la auto-suficiencia del Fondo.

72 lbíd., p. 44. [N. de los T: ibíd., p. 44.]


n lbíd., p. 55. [N. d élos T.: ibíd., p. 59.]
74 lbíd., pp. 58, 59. [N. de íos T: ibíd., p. 64.]
73 Le gai savoir, op. cit., pp. 112, 113, subrayado por Nietzsche. [N. de los T:
La gaya ciencia , op. cit., p. 136.]
76 Par-delá bien et mal, op. cit., p. 133. [N. de los T: Más allá del bien y del mal,
op. cit., p. .169.]
77 Ibíd., p. 122. [N. de los 1: ibíd., p. 154.]
Es reseñable el hecho de que eil multitud; de pasajes la indivi­
duación del ser original sea establecida por al reafirmación del
carácter radicalmente inmanente de la esencia en la que la ipsei-
dad se despliega. Así, la esencia individual de toda acción posible
implica la imposibilidad de esta acción para ser objeto de una apre­
ciación, una comparación, una demostración, un conocim iento
cualquiera. Esta es principalmente la razón por la que está vacía
de sentido la pretensión de la moral de prescribir a cada uno cómo
debe actuar en tal caso; “ [...] no hay, no puede haber; actos idén­
ticos. .. cada acto cumplido ha sido cumplido de una manera úni­
ca e irrecuperable... todas las normas de cond u cta.., se refieren
sólo a la tosca exterioridad... con ellas puede lograrse una apa­
riencia de identidad, pero tan sólo una ap a rien cia ... cada acto es y
será siempre una cosa impenetrable a la mirada de antes o cié des­
pués. .. nuestras opiniones acerca de [lo que es] ‘bueno’, moble’,
y ‘grande’ nunca pueden ser probadas por nuestros actos, porque
cada acto es incognoscible...”''8.
Al mismo tiempo que desvela et verdadero sentido del recha­
zo nietzscheano de la verdad, el extraordinario aforismo 3 3 8 de La
gaya ciencia reconduce la problemática del individuo a sus últimos
fundamentos oncológicos. La puesta en cuestión de la compasión
es doble: ¿es ventajosa para los que sufren?, ¿para los mismos que
se compadecen? En lo que atañe a los sujetos que sufren, el pro­
yecto mismo de comportarse hacia su sufrimiento como respecto
a algo que pudiésemos apreciar, circunscribir, explicar, aliviar, cono­
cer, la desconoce, desconoce el hecho decisivo de qué el sufri­
miento adviene por entero a una dimensión de ser a la que no hay
otro acceso que ese misino sufrimiento. “Aquello mismo por lo que
sufrimos más profundamente y más personalm ente es incom ­
prensible e inaccesible.” Al contrario, situado bajo la mirada del
conocimiento o de la compasión, el sufrimiento es desfigurado.
Por eso, “concierne a la naturaleza de la afección compaciente des­
vestir el extraño sufrimiento de aquello que es esencialmente per­
sonal”, por eso “nuestros ‘benefactores’ ... empequeñecedores de
nuestro valor.
Pero veamos, más abisal aún, la segunda razón del rechazo de
toda compasión hacia el que sufre, el hecho de que el sufrimien­
to no es sólo aquello que, en su inmanencia radical, se hurta a
cualquier aproximación extática: como tal, como perteneciente
a la edificación interna del ser, y com o su venir a sí mismo, nos
abre justamente a él, al ser la experiencia original que hace de sí.

78 Le gai sctvmr, op. rií., pp. 213-214; cf. en el mismo texto (p. 132): “Median­
te la moral, el individuo es llevado a ser función del rebaño y a atribuirse a sí mis­
mo valor sólo en tanto que función”. [N. de los I : La gaya ciencia , op. a t., pp. 243,
155.]
El alma compaciente que quiere socorrer olvida “que existe una
necesidad personal de desgracia, que tu y yo necesitamos de los
terrores, las privaciones, los empobrecimientos, las medias noches,
las aventuras, los riesgos y ios errores tanto como de lo contrario...
[y que] el camino liada el propio cielo pasa siempre por la volup­
tuosidad del propio infierno”. En calidad de rechazo del sufri­
miento, en calidad de religión de la comodidad”, la compasión
no es nada menos que el rechazo de la ley del ser y de su histo­
rial: “IOb, cuán poco sabéis ios cómodos y bonachones de la feli­
cidad del hombre! ¡pues la felicidad y la desgracia son hermanas
gemelas que se hacen grandes juntas o, como en vuestro caso, per­
manecen pequeñas juntas!”79.
Cuando la individualidad ha sido reconducicla ai;lugar original
en el que reside, en la esencia sufriente de la vida, la relación Dio -
niso-Apolo ya no puede ser pensada a partir del criterio del indi­
viduo, el cual no sólo es el individuo apolíneo del pñndpiurn indi-
viduationis y de la belleza plástica, sino el "yo 1 /él'” del mismo
Dioniso y de cada uno de sus sirvientes. En verdad, como se ha
mostrado, la relación Dioniso-Apolo no es más que la'manera que
tiene Nietzsche de interpretar la relación schopenhaueriana entre
la voluntad y la representación, devenida la existente entre la afec­
tividad y la representación. Ahora bien, semejante mutación no
sólo es decisiva porque transforma profundamente la concepción
general de la vida, sino porque, y esto es lo que ahora nos ocupa,
hace inteligible lo que en Schopenhauer permanecía como una
aporía, a saber, la posibilidad misma de semejante relación, y que
la crítica de la teoría schopenhaueriana de la represión ha mostra­
do imposible por principio mientras la voluntad permanezca incons­
ciente. Sin embargo, ¿de dónde procede en Nietzsche la inteligi­
bilidad de la im bricación entre la Im ago del mundo y el Fondo
afectivo del mundo, sino de un pensamiento fenomenológico radi­

79 Ibíd., pp. 216, 216-217, 217, cursiva nuestra, En cuanto a los com pa­
cientes, para responder a la primera parte de la interrogación nietzscheana, que­
da claro que es la misma filosofía de! individuo la que los condena. Pues cada uno
desea “apartarse así del propio camino para acudir en ayuda de! prójimo”. Y ello
porque “nuestro ‘propio cam ino’ es algo duro y arduo”, de suerte que “de buen
grado huimos de él y de nuestra más íntima conciencia” (pp. 217-218). Aquí tam ­
bién, no podemos sino admirar el genio con el que Nietzsche profetiza la venida
de los tiempos que colocan en primer plano el interés político por lo general, lo
colectivo, lo social, lo histórico, lo étnico, en suma, por todo aquello que lanza a!
individuo fuera de él y que, en realidad, supone su desamparo y su vacío interio­
res. En el mismo pasaje, Nietzsche ha reconocido también el derecho de una ver­
dadera compasión, es decir, del sufrimiento auténtico de un individuo en pre­
sencia del sufrimiento auténtico de un individuo, de tal manera que, al abandonarse
uno a otro a su movimiento interno, desembocan en esa “alegría compartida” que
conocerán los “amigos” (p. 218). Y ahí podemos ver, como en otros muchos tex­
tos, el incontestable retomo de los valores cristianos. 1N. de I : ibíd., pp. 246,
2 4 7 ,2 4 7 ,2 4 8 .]
cal que capta el poder de producción de la representación, no ya
como un determinante ónrico incapaz de saber lo que hace, sino
como la Archt-Revelación de la ¡mago, que la conoce antes de haber­
la desplegado, y ello en la medida en que se conoce a sí misma
como imaginación en el pathos de su sufrimiento y de su alegría?
Con Nietzsche comienza la situación decisiva en que la unión de
dos mundos, el del día y el de la noche, deja de ser un enigma,
porque el primero encuentra su principio en el segundo, y porque
dicho principio ha devenido a su manera un toco de inteligibili­
dad, a saber, un na turan te fenomenológíco.
La tragedia describe de forma minuciosa este nacimiento de lo
visible en lo invisible, y su producción por él. Dioniso, como hemos
visto, no aparece nunca él mismo en la escena: “Dioniso, el héroe
genuino del escenario y punto central de la visión, no está verda­
deramente presente, sino que sólo es representado como presen­
te: es decir, en su origen la tragedia es sólo ‘coro’ y no ‘dram a, y,
añadimos nosotros, no lo estará jamás. El ser original del dios se
confunde con “aquellas fuerzas sólo sentidas, pero no condensa-
das en imagen”, de suerte que la experiencia de estas fuerzas es la
experiencia del dios. Así es cómo la experiencia dionisiaca consis­
te primero en el desencadenamiento de las fuerzas, en la ‘‘muche­
dumbre entusiasmada de los servidores”, y de sus danzas frenéti­
cas. Ahora bien, no es el mero afluir de esas fuerzas, sino justamente
la experiencia de éstas, la embriaguez de su pasión en cada caso,
lo que constituye idénticamente el ser del dios y el de su servidor
“entusiasta”. De ahí que se diga que “en el baile,... la fuerza máxi­
ma es sólo potencial, pero se traiciona en la elasticidad y exhube-
rancia del movimiento”80 -puesto que a la puesta en práctica de
estos movimientos y de estas fuerzas se sobreañade en cada caso
el pathos dionisiaco del hiperpoder que, en el acrecentamiento a
partir de sí mismas, los arroja en ellos para que sean lo que son -.
Ahora bien, esta experiencia dionisiaca, comprendida de este modo
como una experiencia, como la fenomenicidad de la fuerza que con­
siste en su Stímmung, hace posible y suscita la producción del len­
guaje y de la imagen, y los determina por completo. “Con tales esta­
dos de ánimo y tales conocimientos la muchedumbre entusiasmada de
los servidores de Dioniso lanza gritos de júbilo: el poder de aque­
llos los transforma ante sus propios ojos.” El exceso de la pasión,
su peso demasiado grave (o sea, las figuras de su estructura onto-
lógica en calidad del “sufrirse a sí mismo”, el “soportarse a sí mis­
m o”), producen su “objetivación”, la irrealidad de la representación
como pura Imago del mundo y lo que se representa en ella “como

so La ncassana: de la tragédie, op. cit., pp. 76, 77. [N. de los T: El nacimiento de
la tragedia, op. cit., pp. 86, 87, 81, 88.]
genios naturales renovados, como sátiros” - a saber, su propia esen­
cia-. Por tanto, es la esencia de la vida la que se representa a sí mis­
ma como el individuo portador de dicha esencia y que, al portarla
así en él, es capaz también de percibirla: el entusiasta dioni-
siaco se ve a sí mismo com o sátiro, y como sátiro ve también al
dios”. Él ve a Dioniso como el héroe enmascarado que se adelan­
ta y que está verdaderamente ahí en ia escena, no tal como es en sí
mismo, sin embargo, sino como “só lo ... representado corno pre­
sente”. De este modo, se cumple el proceso en virtud del cual la
esencia patética de la vida se descarga de sí en la irrealidad de su
representación de sí o, como Nietzsche dice textualmente, “un coro
dionisiaco que una y otra vez se descarga en un mundo apolíneo
de imágenes”, y no cesa tampoco de engendrar “una nueva visión...
como consumación apolínea de su estado”8\
El pensamiento más difícil es el de la fenomenicidad de esta
imagen en la medida en que es producida por la vida y reposa ini­
cialmente en su patbos. Al diferir esa imagen de sí y, asi, al pro­
ducirla propiamente, la vida cumple el ekstasis cuya luz, por cuan­
to la luz de la exterioridad es idéntica a él, es la fenomenicidad
misma de esta Imago y su sustancialidad fenomertológica pura.
Pero como esta ¡mago es pro-ducida y, así, como no reposa nun­
ca sobre sí ni sobre su propia fenomenicidad, sino sólo sobre lo
que no cesa de producirla -sobre “el estado dionisiaco” el eleve-
nir-visible del mundo es el devenir-invisible de su anti-esencia, la
cual lo funda y se cerciora de él en todo instante. La luz se vela y
se vela constantemente, en modo alguno como efecto de la fini-
tud del lugar en el que aparece, sino porque su venida a este lugar
es la disimulación del poder que la produce -disimulación que no
es otra que su Archi-Rcve.lación en d Origen, o sea, el mismo Dioniso o
el Pathos de la Vida-,
Esta fenomenicidad precaria de la imagen o el devenir visible
del mundo es “el estado de sueño apolíneo”, cuyo surgimiento ha
descrito Nietzsche con una profundidad y una sutilidad inauditas.
El “estado de sueño” borra todo lo que para nosotros compone el
universo cotidiano, al hacer que se eleve más allá de él, como su
propia condición de visibilidad, el horizonte que lo ilumina y que
lo deja estar ahí para nosotros. Pero ese mundo de la luz no es más
que el sueño de Dioniso, su pro-yecto fuera de sí y, por tanto, ese
horizonte irreal con las criaturas de ese sueño en él, las represen­
taciones multiformes de la vida. Entonces, es más intensa la expe­
riencia que la vida hace de sí misma en el pathos de su sufrimiento
y de su alegría; más vivas, más luminosas, más inteligibles las imá-
genes en que se proyecta. Toda forma de arte, y el arte dionisiaco
por excelencia, hace evidente esta verdad del mundo, la pro-duc-
ción de la representación por la afectividad y su determinación
radical por parte de ésta: “.. .aquel mundo intermedio del suceso
escénico, y en general del drama, se hacía, justo por esa descarga,
visible y comprensible desde dentro en un grado que en todo otro
arte apolíneo resulta inalcanzable”; “.. ,1a iluminación interna por
la m úsica... del arte apolíneo... ”82.
Ahora bien, por muy vivas que sean las imágenes, por deslum­
brante que sea la claridad que las baña, en la medida en que esta
claridad se auto-afecta, la oscuridad de una Noche original se extien­
de por ella y habita hasta su destello más intenso. Apolo, que no
es, al fin y a la postre, más que la Imagen de Dioniso, es menos luz
que sombra en la luz y, cuidadosamente disociados por Nietzsche,
los tres componentes del “estado apolíneo del sueño” están ahí
para nosotros: oscuridad intrínseca del ente, reflejo de luz en él y
juego de formas luminosas, oscuridad original de esa luz del mun­
do semejante a la de un sueño: “Este es el estado apolíneo del sue­
ño, en el cual el mundo del día queda cubierto por un velo, ante
nuestros ojos nace, en un continuo cambio, un mundo nuevo, más
claro, más comprensible, más conmovedor que aquél, y, sin embar­
go, más parecido a las s o m b r a s Esta luz oscura de Apolo es ahí lo
que determina el “carácter que aflora a la superficie y que se vuel- '
ve visible del héroe -carácter que no es, en el fondo, otra cosa que
una imagen de luz proyectada sobre una pantalla oscura, es decir,
enteramente apariencia-”83. El aforismo 179 de La gaya ciencia, en
su simplicidad esencial, nos dice cómo la esencia original de la reve­
lación que es la afectividad ha abandonado la fenomenicidad del
mundo para dejar de ser en ella lo que no se manifiesta en ella, o sea, su
afectividad: “Los pensamientos son las sombras de nuestros sentimien­
tos s ie m p r e más oscuros, más vacíos, más simples que éstos- ”84.
El pensamiento de Nietzsche es un pensamiento solar. Se con­
funde fácilmente85 lo que este pensamiento es en cuanto tal cuan-

82 Ibíd., p. 151. [N. de los T; ibíd., p. 185.]


83 Ibíd., pp. 86, 88.
84 Op, cit., p. 183, cursiva nuestra.
83 Como ejemplo de esta confusión se puede citar la siguiente afirmación de
Heidegger: “El ‘gran mediodía’ es el tiempo de la claridad más clara, la de la con­
ciencia, que se ha vuelto consciente de sí misma de manera incondicionada y a
todos los respectos en cuanto ese saber que consiste en querer conscientemente
la voluntad de poder como ser de lo e n te ... ” (Chemins qui ne ménent nutíe part,
trad. de W Brokmeier, París, Galiimard, 1962, p. 211). Este texto hay que incluir­
lo en la larga serie de aquellos que, conscientemente o no, tienden a falsificar la
nueva filosofía de la vida salida de Schopenhauer y que encuentra en Nietzsche
la primera formulación destellante de la misma, al reducirla a una metafísica de la
representatividad a la cual se opone completa y explícitamente. [N. de los I : exis­
te traducción al castellano, Heidegger, M., Sendas perdidas (trad. de H. Cortes y
A. Leyte), Alianza Editorial, Madrid, 1984, p. 232.]
do deja de percibirse que la luminosidad de la luz no procede últi­
mamente de ella y tampoco reside en ella; sólo alcanza su grado
de intensidad más alto, como luz del Sol, justam ente como origi­
nalmente revelada a ella misma en el seno de esa dimensión invi­
sible de revelación que es la vida. Esta condición última de la íeno-
menicidad extática, que no se produce más que en-la efectuación
de su anti-esencia, es expresada poéticamente por Nietzsche cuan­
do representa la plenitud solar como el acto de expandirse sobre
seres originalmente constituidos en sí mismos como vivientes, es
decir, de hecho, de proceder de ellos y de la esencia, de la vida. La
nostalgia del sur es el íntimo estremecimiento de alegría de aquel
que, al ver como todas las cosas ensombrecen y e l mismo mar se
vela bajo el destello excesivo del “Gran Mediodía”, siente que es
él mismo el cumplimiento de ese velamiento que lo da a sí mis­
mo en la certeza y el jú b ilo de su ser propio. “Suponiendo que
alguien ame el sur igual que yo lo amo, como una gran escuela de
curación en las cosas más espirituales y en las más sensuales, como
una plenitud solar y una transfiguración solar incontenibles, des­
plegadas sobre una existencia que es dueña de sí misma, que se cree en
sí misma... ”8(\ v.
Y esto es, en efecto, lo que diferencia al artista del hombre de
ciencia, el hecho de que el primero se mantiene ante del espectá­
culo del mundo como ante una cortina cuyo velo no puede ser
levantado, con el presentimiento de que él es, él mismo, aquello
cuyo velamiento es siempre el desvelamiento del mundo, mien­
tras que el segundo se cree siempre en trance de arrancar los velos
y entrever los secretos: “A cada desvelamiento de la verdad del artis­
ta, con miradas extáticas, permanece siempre suspenso únicamente
de aquello que también ahora, tras el desvelamiento, continúa sien­
do velo, el hombre teórico, en cambio, goza y se satisface con el
velo arrojado y tiene su más alta meta de placer en el proceso de
un desvelamiento cada vez más afortunado, logrado por la propia
fuerza”87. De este modo se esclarece de golpe el conjunto del cor-
pus de pensamiento nietzscheano, al mismo tiempo que esta pro­
posición del Ensayo de autocrítica en la que Nietzsche designa, die­
ciséis años después de El nacimiento de la tragedia, la tarea que sigue
siendo la suya: “ver la ciencia con la óptica del artista, y el arte, con la
de la v id a ...”88.
De este modo, la tesis schopenhaueriana según la cual la vida
determina la representación ha adquirido en Nietzsche una radi-

86 Par-delá bien et m al , op. d i., p. 176, cursiva nuestra. [N. de los T: Más allá
del bien y del mal, op. cit., p. 2 26.j
87 La naissance de la tragédie, op. cit., p. 106. [N. de los T: El nacimiento de la
tragedia, op. cit., pp. 126-127.]
86 Ibíd., p. 27, subrayado por Nietzsche. [N. de los I: ibíd., p. 28.]
calidad que proviene de su trascripción fenomenológica. Por tan­
to, no es una instancia óntica, en este caso la voluntad, lo que
manipula desde el exterior, y de manera inteligible además, ei poder
de la representación, sino, que la afectividad, la posibilidad más
interna del ejercicio de ese poder, se exhibe como su condición y
aquello que lo precede necesariamente. En “los procesos “más
simples” de la sensualidad dominan afectos tales como temor, amor,
odio, incluidos los afectos pasivos de la pereza”89. El nuevo con­
cepto nietzscheano de la intuición, del pensamiento, de la repre­
sentación en general, encuentra su formulación explícita en una
teoría absolutamente original de la visión, que ya no la define tam­
poco mediante la exclusión de sus determinantes afectivos, sino
por ellos, de tal suerte que la revelación primera que se da en todo
conocimiento se cumple en un lugar distinto a su luz extática, y
antes que ella, en los sentimientos, que son los verdaderos ojos de
la visión, cuya perfeccióni a saber, cuya efectuación fenomenoló­
gica, reside, de este modo, en la misma afectividad.:
Se nos ofrece entonces la intelección de una tesis crucial de
Nietzsche, a saber, la afirmación de que “no hay hechos, nada más
que interpretaciones”90. La interpretación está vinculada en Nietzs-
che a lo que él llama “la perspectiva”, que designa una estructu­
ración apriorística de la fenomenicidad en general, y ello por cuan­
to “existe únicamente un ver perspectivista, únicamente un ‘conocer’
perspectivista”91. Pero la cuestión radica justamente en compren­
der en qué consiste semejante es truc tu ración, cuál es la naturale­
za de su apriorismo, es decir, qué fenomenicidad rige. El contra­
sentido, difícilmente evitable, está en que la perspectiva es una
metáfora óptica desarrollada complacientemente por el texto nietzs­
cheano .. .una creencia superficial y una apariencia visible per­
tenecientes a la óptica perspectivista de la vida”92; “pues toda vida
se basa en la apariencia, en el arte, en el engaño, en la óptica, en
la necesidad de lo perspectivístico y en el error”93- , y que, como
tal, remite al parecer a la visión intuitiva y a sus condiciones. Pues
cualquier visión no es nunca más que un “punto de vista” que se
despliega a partir de un “centro”, y que es tributaria de éste en
aquello que ve y el ángulo desde el que lo ve. La finitud del ek-sta-
sis, que habita muy especialmente la intuición espacial y la funda

89 Par-delá bien et m al , op. cü., p. i 05. [N. de los T: Más allá del bieny d d mal,
op. di., p. 132.]
90 La votante de puissance, op. di., li, pp. 239, 1883-1888 (XVI, § 481).
91 La généalogie de la morale, op. rií., p. 309. [N. de ¡os T: La genealogía de la
moral, op. d£., p. 155.]
92 Par-cíela bien et m al , op. di., p. 31. ÍN. de los T: Más allá del bien y del m al,
op. di., p. 34.]
-a u n cuando adopte a cambio sus formulaciones léxicas-, expre­
sa la “perspectiva” inherente a todo conocimiento y, finalmente, a
“toda interpretación” en cuanto tal. De suerte que ese carácter
perspectivista del conocimiento y de la representación apunta un
defecto, una finitud precisamente, en un sentido inevitable, pero
que conviene superar progresivamente multiplicando los puntos
de vista, las aproximaciones, las lecturas en un trabajo hermenéu-
tico cuyo desarrollo temporal es el mismo que el del saber, y cuyo
término ideal sería la “objetividad”, cieno tipo de “conocimiento
en sí” dado a un “sujeto puro”, “absoluto”, que escapa finalmen­
te a la limitación de sus planteamientos iniciales.
Mientras que para Nietzsche el carácter perspectivista del cono ­
cim iento no es en modo alguno un rasgo de su fenomenicidad
propia, sino que, por el contrario, designa aquello que se le esca­
pa, y ello como su propio fundamento. Por tanto, “perspectiva'”
ya no significa aquí el “punto de vista” como aquéllo a partir de
lo cual se produce el diferimiento de lo que, al diferirse de sí mis­
mo, regresa de este modo hacia sí en la circuiaridad pre-dacta cleS
eíí-stosís: el punto, más bien, consiste en el permanecer en sí de
todo ese proceso. Así es cómo la afectividad determina la repre­
sentación y puede tenerla sujeta a su “dominio”94, “querer[lal” o
no “qu ererla]”, en calidad del poder que la forma y de su última
condición transcendental de posibilidad. La “interpretación” nietzs-
cheana no indica tampoco el retroceso de una libre consideración
o de una libre valoración, sino, más bien, de aquello que no pue­
de ser ello mismo interpretado y que, asi, condiciona radicalmen­
te la representación: 11.. .perspectivas e interpretaciones nacidas de los
afectos
Toma entonces forma el sorprendente concepto de una visión,
de un ojo cuya esencia ya no es la luz, y que es precisamente el
concepto de toda visión posible, de todo conocimiento posible.
Un concepto semejante implica el rechazo de la interpretación tra­
dicional del conocimiento como conocimiento extático: "Aquí se
nos pide siempre pensar un ojo que de ninguna manera puede ser
pensado, un ojo carente en absoluto de toda orientación, en el
cual debieran estar entorpecidas y ausentes las fuerzas activas e
interpretativas, que son, sin embargo, las que hacen que ver sea
ver-algo, aquí se nos pide siempre, por tanto, un contrasentido y
un no-concepto de ojo. Existe únicamente un ver perspectivista, úni­
camente un ‘conocer’ perspectivista; y cuanto mayor sea el número de
afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor
sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver
una misma cosa, tanto más: completo será nuestro ‘concepto’ de
ella, tanto más completa será nuestra ‘objetividad’”95.
Así pues, la concepción de la representación que impera a tra­
vés de la obra de Nietzsche, y que tensa sus aforismos más revo­
lucionarios, es la ampliación y la puesta al desnudo de aquella cuyo
genial esbozo había trazado El nacimiento de la tragedia: la deter­
minación de la visión por la afectividad como fundamento, simul­
táneamente, de su fenomeniridad y de su significación, la cual no
está limitada a lo que, aquí o allí, viene a la condición de objeto,
sino que toma de ¡a generalidad de su fundamento el de su pro­
pia generalidad. En cuanto condiciones de toda representación,
las estructuras universales de la afectividad, sus tonalidades sim­
ples, subsumen bajo ellas todo lo que es, comunicándole, a una
con su luz, una resonancia infinita. “Dos clases de efectos son,
pues, los que la música dionisiaca suele ejercer sobre la facultad
artística apolínea: la música incita a intuir simbólicamente la uni­
versalidad dionisiaca, y la música hace aparecer, además, la ima­
gen simbólica en una significativídad suprema”96.
En consecuencia, la superación del schopenhauerianismo de
los primeros escritos en la obra posterior de Nietzsche deja sub­
sistir la tesis que había formulado, en el § 52 y en el capítulo XXXÍX
del Suplemento al tercer Libro de) Mundo, la extraordinaria teoría
de la música. La generalidad de ésta depende del hecho de que
reproduce la afectividad, cuyas tonalidades son las matrices del
ser, las leyes de su constitución, de suerte que la infinita diversi­
dad de tocio lo que es se reduce, en cuanto a su forma de advenir
y, así, de ser posible, a esas determinaciones afectivas fundamen­
tales que son el sufrimiento y la alegría, la tristeza y el dolor; de
suerte que, por ejemplo, la misma música expresa el mismo pat­
hos “que la materia... del drama, ya sea Agamenón o Aquiles, ya
sea la discordia de una familia burguesa"97; de suerte que, en últi­
mo caso, todo lo que es simplemente representado no lo es, sin
embargo, más que bajo la condición de una afección más original
cuya esencia es la esencia misma de la vida.
Determinado por la afectividad de su representación, todo lo
que es representado lo es, pues, como valor: ésta es la modifica­
ción esencial que afecta en Nietzsche al mundo de la representa­
ción, puesto que, en realidad, ya no es el de la representación, sino
el de la vida, el mundo de una representación que encuentra en
la vida su principio y su fin. Ya no está puesto ahí delante el sim­
ple ente, que no tiene ningún valor, pero que tampoco existe por sí,
sino justamente lo que está ahí por la vida, lo que vale por ella y,

95 ib íd ., cursiva nuestra. IN. de ¡os T: ibíd.]


96 Op. cit., p. 1 1 4 , [N. cíe ios I : op. cit., p. 136.]
97 Le monde commc volonté ct comme repréaentation, op. cit., 111, pp. 2 6 0 -2 6 1 .
así, tiene valor: lo que es por mor de la auto-afección de su auto-cons­
titución y sólo bajo ésta condición.
Por tanto, el valor no es una adherencia a aquello que ya habría
venido a nuestro lado y que ya existiría como tal, sino que perte­
nece a priori a su venida y, por consiguiente, a todo aquello que
viene en calidad de una nota esencial. Scheler, que, como hemos
dicho, meditó a Nietzsche más que ningún otro, ha hecho deí valor
el correlato de una percepción afectiva comprendida por él como
la apertura específica a las determinaciones axiológicas del m un­
do, lo “útil”, lo “amenazante”, lo “honible”, lo “amable”, lo “sere­
n o ”, lo “divino”, etc. Pero toda percepción es afectiva en calidad
de su propia auto-afección, y, como Nietzsche ha visto, el mundo
de la representación es por entero un mundo de valores, En modo
alguno bajo la mirada de una ‘'metafísica de los valores” que inter­
prete el ser de todo lo que es a partir del ser del ente vivo que pone
los valores y para quien hay valor, sino debido a la esencia original
del ser como tal. '
Por tanto, se dan en Nietzsche tres sentidos dé-valor. En pri­
mer lugar, la voluntad, de poder es valor en calidad deí: original acre­
centamiento de sí en el que el ser se edifica internamen te y se pro­
duce. En segundo lugar, son valores los títulos bajo los cuales se
expone esta obra interna del ser: fuerza (en calidad de hiper-poder),
desbordamiento, sobreabundancia, nobleza, egoísmo, olvido, belle­
za, bondad, verdad, todo lo que es positivo (con el horror de lo
negativo como correlato), o sea, las determinaciones ontológicas
de la vida, todo lo que ésta “encuentra en sí” y, puesto que ese
acto de encontrar es la embriaguez, no puede evitar el canto y la
alabanza en la celebración de sí (“nosotros los nobles, los buenos,
los bellos, los felices”). Valor, en fin, se entiende en un tercer sen ­
tido que designa ahora todo aquello que en el mundo de la repre­
sentación está representado por la vida, como susceptible de favo­
recer y de aumentar su esencia, el acrecentam iento de sí. “Los
valores y sus transformaciones son proporcionales al acrecenta­
miento de poder en aquel que los define”98. Los valores, en cali­
dad de representación de las condiciones del acrecentamiento de
sí o de este mismo acrecentamiento, no significan en ninguna par­
te e l primado de ésta, el primado de la representación y la defini­
ción por su parte de la estructura del ser: muy al contrario, reafir­
man por todas partes su dependencia radical respecto a la vida.
Por tanto, se falsea completamente el sentido de la problemá­
tica nietzscheana cuando se trata de asimilarla, com o metafísica
de los valores, a una metafísica de la representación, con el pre­
texto de que el valor estuviese vinculado a la representación por
cuanto representado por ella, mientras que la representación sólo
llega a ser valor bajo una condición otra que ella. Veamos a conti­
nuación cómo lleva a cabo Heidegger semejante falsificación, o
sea, la inserción explícita de la filosofía de la voluntad de poder en
la historia de la metafísica occidental, devenida desde Descartes
metafísica de la representación. Unida a la voluntad de poder, la
representación deviene, en efecto, valor, pero la descripción que
se hace de éste tiende a referirlo a la representación como a un
fundamento oncológico suficiente, adquisición que se realiza des­
de el momento en que la esencia del valor se agota en la del “pun­
to de vista”, y que el mismo punto de vísta se comprende inge­
nuamente como inherente a la percepción y a su fenomenicidad
propia -m ientras que, como se ha visto, “punto de vista”, “pers­
pectiva” designan en Nietzsche la afectividad y la determinación
por parte de ésta de toda representación posible, justamente su
determinación como valor-.;
La reducción del valor, por el lado del “punto de vista”, a la
misma vista, a todo lo que en ella toma forma y rostro, es explíci­
ta. “La esencia del valor reside en ser punto de vista. Valor se refie­
re a aquello que la vista toma en consideración [was íns Auge gejasst
ist]. Valor significa el punto de visión para un mirar que enfoca
alg o ... ”. Palabra por palabra, Heidegger relata cómo esta reduc­
ción del valor al medio de la visión es una reducción a la estruc­
tura de la representación, cuya meta es explicar medíante ésta los
caracteres del valor -especialmente, su carácter de “punto de vis­
ta”- y, finalmente, su esencia: “Gracias a la caracterización del valor
como punto de vista, aparece algo esencial para el concepto de
valor en Nietzsche: en cuanto punto de vista, dicho concepto es
planteado siempre por un mirar y para él. Este mirar es de tal natu­
raleza que ve en la medida en que ha visto; que ha visto en la medi­
da en que ha situado ante sí, ha representado lo vislumbrado como
tal y, de este modo, lo ha dispuesto. Es sólo por medio de este poner
representador cómo el punto necesario para ese enfocar hacia algo,
y así guiar la órbita de visión de este ver, se convierte en punto de
visión, es decir, en aquello que importa a la hora de ver y de todo
hacer guiado por la vista. Por tanto, los valores no son ya de ante­
mano algo en sí de tal modo que pudieran ser tomados ocasio­
nalmente como puntos de vista”99.
Pero la reducción del valor a la representación y su explicación
exhaustiva por parte de ésta no es nada menos que la inserción
del pensamiento de Nietzsche en la historia de la metafísica occi­
dental, por poco que se haga notar que la representación no es de

99 Chcmins c¡u¿ ne menent nulle patí, op. cit., Le mot de Nietzsche: “Dieu est rnoit ,
p. 1 8 7 , cursiva nuestra. [N. de ¡os T: “La frase de Nietzsche ‘Dios ha muerto , en
Sendas perdidas, op. cit, p, 2 0 6 .]
hecho más que un modo de la fenomenicidacl extática, un equi­
valente, pues, de la idea, del £Í8o<; o de la perceptio. “El valor es
valor en la medida en que vale. Vale, en la medida en que es dis­
puesto en calidad de aquello que importa. Así, es dispuesto por
un enfocar y mirar hacia aquello con lo que hay que contar. El pun­
to de visión, la perspectiva, el círculo de visión significan aquí vis­
ta y ver en el sentido determinado por los griegos, aunque tenien­
do en cuenta la transform ación sufrida por la idea desde el
significado de eiSoQ al de perceptio. Ver es ese representar que, des­
de Leibniz, es entendido expresamente bajo el rasgo fundamental
de la aspiración (appefirits)”100.
Dejemos de lado las dos primeras proposiciones tautológicas
y vacías: el valor es lo que vale, lo que importa. El sofisma se da
en la tercera con la misma evidencia que en las dos precedentes,
aun cuando afirma algo completamente distinto y lleva a cabo el
salto: el valor está puesto como aquello que vale “por ún enfocar.
A lo que se opone Nietzsche cuando dice que ese valor está pues­
to por sí mismo, en la medida en que “los bien-nacidos se expe­
rimentan simplemente como los dichosos” y los “buenos” son los
“que se han sentido ellos mismos buenos”101. La esencia del valor
nietzscheano es, pues, la esencia de la vida, en modo alguno la de la
representación, la representación de un valor que no es más que la
representación de ese valor preexistente y presupuesto y al que no
explica en absoluto.
La última frase del texto apunta con el dedo a otro sofisma que
no sólo atañe a la mera lectura de Nietzsche, sino a la interpreta­
ción global de la historia de la metafísica occidental, a saber, la
identificación de la representación con un appetítus. Se trata de la
tesis leibniziana ya criticada, al término de la cual, el movimiento,
el appetítus se hallan reducidos al esfuerzo de la representación
hacia su pleno cumplimiento y, por tanto, a la esencia de ésta. Aho­
ra bien, resulta que ese appetítus de la representación es pura y
simplemente identificado a su vez por Heidegger con la voluntad
de poder confundida, contra todas las afirmaciones de Nietzsche,
con un movimiento del pensam iento, con la operación de una
intencionalidad consciente. Comentando el aforismo 23 de Más
allá del bien y del mal, donde se propone la edificación de una mor­
fología de la voluntad de poder, Heidegger se atreve a escribir: “la
morfología es la ontología del óv, cuya nop<;f}, transformada en
perceptio debido al cambio del £Í8o<;, se manifiesta en el appetítus de
la perceptio com o voluntad de poder”102.

m Ibíd., pp. 187-188. [N. de los T: ibíd., p. 206.]


101 Cí. supra, p. 114.
102 Chemins qui fie mcncnt nullepart, op. cit., p. 194, cursiva nuestra. (N. de
los Z: Sendas perdidas , op. cit., pp. 213-214.]
El contrasentido que sitúa el pensamiento de Nietzsche en ia
prolongación del de Leíbniz se agrava con otra reducción, la de
la voluntad de poder a la voluntad clásica, al simple hecho de que­
rer considerado como una determinación pura del pensamiento y,
de nuevo, la de la asignación a esta voluntad, cuya esencia con­
siste en querer o no querer, de un fundamento suficiente en la
representación. El punto de apoyo histórico para esta nueva ■falsi­
ficación es esta vez Descartes, que se encuentra, con todo, en el
origen de la problemática de Leíbniz, de suerte que no se rompe
la secuencia, al término de la cual, según él mismo dice, viene
Nietzsche. El cogito, convertido en yo me represento, incluye enton­
ces la voluntad en calidad de re-presentarse; consiste en pro-poner­
se a sí mismo con vistas a adquirir certeza absoluta de sí y, así, de
todas las cosas; consiste, pues, en quererse a sí mismo y, en pri­
mer lugar, querer, de tal manera que la efectuación de ese repre­
sentarse, en calidad de efectuación de esa voluntad, es la efectua­
ción de la efectividad de la realidad misma (de aquello que sirve
de soporte a toda realidad); “Voluntad -com o llevarse a efecto que
aspira a sí según (en conformidad con) un re-presentar de sí mis­
mo Qa voluntad de voluntad-)”103. La reducción falaz de la volun­
tad de poder a la representación, reducción que sólo se apoya en
su afirmación categórica, en la identificación pura y simple del ser
de la acción con el del cogito en calidad del yo me represento, se
formula también como sigue: “La voluntad sólo se vuelve esencial
en la actualitas allí donde el ens actu está determinado por el age-
re como cogitare, ya que ese cogito es me-cogitare, ser-auto-cons-
cierue [Selbst-bewusst-sein], en lo cual el ser-consciente, en cuanto
ser-sabido, es esencialmente el remitirse-a-sí. Voluntad como ras­
go esencial de la realidad”104.
Llevar hasta el final ese reino del representar como ser de
todo ente equivale a establecer su “autolegislación incondicio-
nada”. Basta entonces con decir que “la autolegislación carac­
teriza a la ‘voluntad’” para encontrarse de nuevo en presencia
de su unidad, la cual define la razón del idealismo alemán, o
sea, una subjetividad que consiste en el re-presentarse a sí mis­
mo con vistas a ser plenamente dueño de sí en esa omni-exhi-
bición de sí mismo, la fenomenología del espíritu: “La razón,
en cuanto representar que apetece, es en sí misma al mismo
tiempo voluntad. La subjetividad incondicionada de la razón es
volitivo saberse de sí-mismo. Esto quiere decir: la razón es espí­
ritu absolu to” 505. Nietzsche se sitúa y se comprende ahora en
la estela de Hegel.

103 Meí^sche, op. cit., H, p. 3 7 6 .[N. de los T: Niefesdie II, op. cit., p. 383.]
104 Ibíd., p. 377 , cursiva nuestra, [N. de los T: ibíd., p. 383 .]
105 Ibíd., pp. 239 , 239 - 240 . [N. délos T: ibíd., p. 241 .]
Ciertamente, gracias a una inversión. Sin embargo, esa inver­
sión, enfáticamente descrita como inversión de la razón en la ani­
malidad, no es tal, no instaura ninguna esencia nueva del ser, ver­
daderamente heterogénea al representar e irreducible a él, como
lo es precisamente la voluntad nieizscheana, sino que se limita a
consideraren ese representar su appetüus, movimiento en virtud del
cual va hacia sí mismo y, así, se quiere él mismo por cuanto se
representa él mismo, em pero, y se pone así ante sí, en y por la
omnf-exhihidón (extática) de sí misino,
De donde resulta que la acción de esta voluntad no difiere fun­
damentalmente de una representación o de un pensamiento, no
siendo más que la efectuación de su esencia, en consecuencia, su
auto-cumplimiento como cumplimiento de una representación,
de un pensamiento. Sem ejante concepción intelectualista de la
acción impregna el texto arriba citado sobre la interpretación del
valor como punto de vista: “Es sólo por medio-de este poner repre­
sentador cómo el punto necesario para ese enfocar hacia algo y así
guiar la órbita de visión de este ver, se convierte-en punto 'de visión ,
es decir, en aquello que importa a la hora de ver y de 'todo hacer
guiado por la vistanm\ Pues el actuar en su inmanencia''radical --el
instinto schopenhaueriano y nietzscheano- no actúa precisamen­
te guiado por una vista que no lleva en sí, de tal suerte que esta
exclusión de cualquier vista, visión o mención, de la estructura
extática de la representación en general -e l no-desdoblamiento de
la fuerza-, es justamente la condición de posibilidad de su ejerci­
cio y su esencia misma.
Esta desnaturalización de-la acción d e ia voluntad de poder,
obligada a encontrar su condición en una representación, puede
verse también cuando, al interpretar de manera externa (es decir,
precisamente en la perspectiva de una metafísica de la represen­
tación) el hecho de que todo exceso de poder supone la conser­
vación del grado de poder ya alcanzado, Heidegger confía esta con­
servación a una “producción representante”. “Estas existencias [el
stock de poder ya alcanzado], sin embargo, sólo se convierten en
algo permanente y estable, esto es, en algo que está siempre a dis­
posición, cuando se las establece por medio de un poder. Este
poner tiene la naturaleza de un producir que pone algo delante,
que representa”107.
No obstante, lo que se pide a la representación no es sólo la
posesión del grado de poder ya alcanzado, es la toma de posesión
del mismo poder efectuante, su puesta en presencia de sí mismo,
o sea, su unidad consigo: “La unidad esencial de la voluntad de

106 Cf. supra, p. 111, cursiva nuestra.


107 Chemins qui nc mcncnt nuí¡¿ part, op. cit., p. 197. [N. de los T.: Sendas per­
didas, op. cit., p. 216.]
poder no puede ser otra que la propia voluntad de poder. Es el
modo en que la voluntad de poder se aporta a sí misma com o
voluntad. Ella la sitúa en su propio examen y ante sí de tal mane­
ra que en semejante examen la voluntad se representa a sí misma
puramente y en su figura suprema. Pero la representación no es
aquí en absoluto una presentación a posteriori, sino que la pre­
sencia determinada a partir de ella es el modo en que, y en cuan­
to que tal, la voluntad de poder as”108. De lo que se hace eco este
texto de Nietzsche 11, en el que la maiínterpretación de la esencia
de la voluntad de poder (en la medida en que ésta excluye la feno­
menicidad extática) es llevada a su colmo: "La plenitud esencial
de la voluntad no puede determinarse en referencia a la voluntad
como facultad anímica; antes bien, la voluntad tiene que ser lle­
vada a 3a unidad esencial con el aparecer: iS éa , repraesentaíío, vol­
verse-manifiesto, exponer-se, y así alcanzar-se y sobrepujar-se, y
así, ‘tener-se’ y así ‘ser>10V .:
Más grave, en todo caso, que la interpretación sofística, que
sólo pretende la unión a la voluntad de poder de la esencia del
aparecer para abandonarla a la representación, es aquella que, sobre
el fondo de ios mismos presupuestos, sólo rechaza esta represen­
tación, o constata su ausencia, para abandonarla a la noche. La
filosofía del inconsciente, es decir, de ia representación, encontra­
rá su último avatar en la psicología moderna.

108 Ibíd., p. 200. [N. cíe los X: ibíd., p. 219.]


109 Níetzscfte, op. cit., II, p. 370. (¿V. de los T: Nietzsche II, op. cit., p. 376.
Capítulo 9:

El remedo deí hombre: el inconsciente


La elaboración sistemática de las estructuras fundamentales del-apa­
recer tal y como se Ha trazado a través del análisis de las proble­
máticas inaugurales de Descartes, Schopenhauer y Nietzsche, posi­
bilita ahora una crítica radical del psicoanálisis, es decir, una
determinación filosófica del concepto de inconsciente. Freucl era
sin duda consciente de que el psicoanálisis carecía por completo
de semejante determinación cuando se desembarazaba de forma,
agresiva de una cuestión sobre la que se fundamentaba por com­
pleto la disciplina que acabada de fundar, “Surge entonces la cues­
tión de qué es lo que puede ser este psiquismo inconsciente, cues­
tión que no ofrece ventaja ninguna ni es más rica en. perspectivas
que la relativa a la naturaleza de lo consciente”1. La originalidad del
psicoanálisis radica, por ende, al rechazar toda aproximación con­
ceptual -dada por especulativa- del inconsciente, en construir éste,
a partir de un material patológico incontestable, como la única cla­
ve posible de ese dato analítico, como la ley de inteligibilidad de lo
que, sin ella, no sería más que incoherencia y enigma. De ahí a pre­
tender que sólo el analista (que en cierto modo se ha ocupado de
forma personal y concreta a través de síntomas y resistencias del
inconsciente en acto y, así, lo ha como tocado con el dedo - “hemos
adquirido el hábito de manejar el inconsciente como algo palpa-
b le .. ,”2- ) sabe de lo que habla y puede reírse de las refutaciones
abstractas, no hay más que un paso. No obstante, siempre resulta
sospechosa la decisión de descartar toda legitimación teórica en
nombre de una práctica, y Freud, aparentemente, nunca ha pen­
sado que sólo un creyente estaba habilitado para hablar de religión.
Por tanto, el inconsciente no tiene otra existencia teórica que
ésta: ser el único principio de explicación posible del material pato­
lógico, de tal manera que, no obstante, la legitimación no depen­
de con carácter de ultimidad de la pertinencia del principio expli­
cativo, sino del material patológico mismo en cuanto tal, en calidad
de dato incontestable. ¿En qué medida el material analítico es un
dato incontestable? En la medida que aparece. Se puede rechazar
verbalmente una filosofía de la conciencia, pero toda la proble­
mática psicoanalítica se asienta sobre la esencia previamente des­
plegada de la conciencia misma a la que dicha problemática pre­
tende oponerse.
Además, los textos más numerosos son aquellos en los que
Freud establece de forma explícita que la conciencia es el punto

5 Ma vie et la psychanalyse. trad, M. Bonaparte, París, NRF-GaUimard, col. “Ide­


e s”, 1 9 5 0 , p. 5 7 ; GW, X IY p. 5 7 . [N. de los I : Autobiografía , O. C , 111, p. 2 7 7 5 ,
traducción parcialm ente modificada por nosotros.1
2 Inlroduction d la psychanalyse, trad. S, jan kélévitch , París, “Petite Bibliothe-
que Payoi:”, 1 9 7 8 , p. 2 6 0 ; C¡W XI, p. 2 8 8 . [N. de los T: Lecciones introductorias ai
psicoanálisis, O. C., II, p. 2 2 9 6 , traducción parcialmente modificada por nosotros.]
de partida o, más bien, el lugar mismo de su trabajo teórico: “El
atributo de ser co n scie n te... constituye el punto de partida de
todas nuestras investigaciones”3. Es verdad que hay com o una
doble motivación en este comienzo inevitable. La una es explíci­
ta y se repite a lo largo de toda la obra. Se trata del carácter incom ­
pleto del dato consciente, el cual permanece ininteligible en ese
estado y reclama para su com prensión la intervención de otros
procesos que no aparecen, pero que el análisis se revela capaz de
reconstruir. En el Compendio del psicoanálisis de 1938, Freud dirá
todavía: “Se acepta generalmente, empero, que estos procesos
conscientes no forman series cerradas y com pletas en sí m is­
m as.. . ”4. Pero cuando ante semejante situación la--filosofía de la
conciencia, cediendo bruscamente todas sus posiciones, se ve cons­
treñida a confiar a la subestructura fisiológica el cuidado de col­
mar los vacíos, de restablecer la continuidad, de modo que el orga­
nismo constituye el verdadero fundamento de la vida consciente
reducida, se quiera o no, a un epifenómeno, el psicoanálisis, por
el contrario, se bate admirablemente para guardaren; la psique su
principio de explicación. Ciertamente, no evita la gran separación
del pensamiento clásico entre el aparecer y el sep p o r cuanto el
primero no es precisamente más que la apariencia del segundo,
una apariencia que lo oculta más bien que lo revela o que no lo
revela, en el psicoanálisis, más que bajo la forma de disfraces. Al
menos, el ser y la apariencia son homogéneos y pertenecen ambos
a la psique, de tal modo que queda salvaguardada la unidad de
ésta, la del hombre y la de su vida.
Pero el ser no es sólo homogéneo a la apariencia que pretende
fundar: es secretamente tributario de ella, procede siempre de ella
y se encuentra finalmente determinado por ella. Pues, como dice
Nietzsche: “¡Qué es ahora para mí la apariencia! Ciertamente no
la antítesis de cualquier esencia -¡q u é sé yo enunciar acerca de
cualquier esencia como no sean las propiedades de su aparien­
cia!”3 Tal es el verdadero motivo por el que la problemática del
inconsciente se ve constreñida a buscar su origen y fundamento
en la conciencia: en ningún caso el carácter incom pleto y enig­
mático del contenido de conciencia, sino la existencia del mismo
en tanto que aparece, en la medida en que es consciente, es decir,
la conciencia misma en cuanto tal.
El concepto de conciencia es óntico y ontológico al m ismo
tiempo. Tomado en su acepción inmediata e ingenua, designa,

3 Métapsychologie, op. cit., p. 7 6 ; G\V' X, pp. 2 7 1 . [N. de los T: Lo inconscien­


te , O. C., II. p. 2065.1
4 Abregé de psychanalyse, op. cit., p. 19; GW, XII, pp. 7 9 -8 0 . [N. de ¡os T: Com ­
pendio del psicoanálisis, O. C , III, p. 3 3 8 7 J
5 Le gai savoir, op. di., p. 7 9 . [N. de los T.: La gaya ciencia , op. cit., p. 102.]
como en el lenguaje comente, lo que es consciente, por ejemplo,
un síntoma, un lapsus, un sueño, un temblor, un comportamien­
to cualquiera en general. Pero el estar-dado de ese dato analítico,
el hecho de que se muestre, ese puro hecho de aparecer conside­
rado en sí mismo independientemente de lo que aparece en él
(independientemente de ese síntoma, de ese comportamiento), es
la conciencia en su concepto oncológico, es la conciencia pura que
extrae su esencia del puro hecho de aparecer e idéntica a él. Pese
a que es posible que la filosofía de la conciencia haya confundido
las más de las veces lo que es consciente con la conciencia misma
y, en el “fenómeno”, lo que se muestra con el hecho de mostrar­
se, éste sigue siendo su tema implícito y lo que la convierte en filo­
sofía -lo que hace que haya, cabe las ciencias que siempre tema-
tizan lo ente, algo así como la posibilidad de una filosofía en
general-.:
En cualquier caso, más allá de lo que es consciente, y como su
principio de explicación, el psicoanálisis establece aquello que ya :
no lo es, lo no-consciente, el inconsciente. Al igual que el de con­
ciencia, el concepto de inconsciente es equívoco, óntico y onco­
lógico a la vez. En un sentido óntico, lo inconsciente son las pul­
siones y sus representantes, las representaciones inconscientes con
sus disposiciones, los procesos primarios a los que están someti­
das (a saber, los mecanismos de desplazamiento, condensación y
simbolización, como los que están en el origen del sueño, los lap­
sus, los síntomas), los contenidos reprimidos o filogenéticos, toda
una parte de las experiencias infantiles, etc. Ahora bien, semejan­
tes contenidos no son inconscientes, no son subsumidos bajo este
concepto, sino por cuanto carecen del ser-consciente en cuanto
tal, de la Bewufítheit, ajenos como resultan a la conciencia en sen­
tido ontológico. Es inconsciente lo que se sitúa fuera del campo
abierto por el aparecer y circunscrito por su fenomenicidad. Dado
que el co n cep to de inconsciente, aunque se entienda en primer
lugar en un sentido óntico, no puede, sin embargo, tomar forma
y definirse fuera de su relación con la conciencia oncológica, resul­
ta él mismo ontológico.
¿Qué significa el inconsciente en sentido ontológico? ¿Se trata
de algo diferente a una mera determinación puramente negativa,
a saber, la determinación “ser-consciente en cuanto tal”, “puro apa­
recer en cuanto tal”, una vez barreada? Dado que el simple hecho
de no ser consciente, de no aparecer, es una determinación pura­
mente negativa, dado que no parece apenas “rica en perspectivas”,
se comprende que Freud la haya excluido de su investigación, sus­
tituyéndola, como tema de ésta, por los procesos que dan cuenta
de forma efectiva de los contenidos conscientes -d e igual modo
que la simple cualidad de ser consciente, la Bewufitheit como tal,
ella misma formal y vacía, es sustituida por esos contenidos-. Se
cumple de este modo el deslizamiento mediante el cual el psico­
análisis se separa decididamente de la filosofía, al mismo tiempo
que conquista su propio concepto de inconsciente: no ya la nega­
ción vacía de la cualidad formal de la B em ifithát, sino el conjun­
to de procesos por descubrir cuya totalidad coherente determina
la psique humana y hace de ella lo que es, a saber, el inconscien­
te corno sistema, “el sistema inc\ Lo que importa, al fin y a la pos­
tre, son esos contenidos psíquicos como respectivamente deter­
minados; su carácter consciente o inconsciente no es más que
secundario, como por otra parte afirma Freud: "La consciencia o
la inconsciencia de un proceso psíquico no son sino- una de las
propiedades del m ism o.. .”6.
¡Extraña doctrina que comienza escandalosamente con el recha­
zo del primado tradicional de la conciencia en favor de un incons­
ciente que la determina por completo, para declarar a continua­
ción que ni la una ni el otro, ni el hecho de ser-consciente
considerado en sí mismo, ni el de no serlo, importari.reaimente!
Y ello pese a que la conversión del segundo en el primero, de lo
inconsciente en consciente, constituye a su vez la meta: de su tera­
pia y su condición. ;
Pero el descrédito dirigido sobre lo inconsciente en cuanto tal
por parte de una teoría que se define por él, y más o menos cree
haberlo inventado, es menos paradójico de lo que parece. Pues el
puro hecho de ser inconsciente considerado en sí mismo sólo resul­
ta vacío por cuanto el concepto and-té tico a partir del cual se cons­
truye sigue siendo a su vez formal: designa la conciencia pura en
general, el aparecer, y nada dice acerca de lo que constituye el ser-
consciente, a saber, la naturaleza de ese aparecer, la efectividad y
la sustantividad fenomenológíca de la fenomenicidad pura como
tal. Recordemos esta confesión desconcertante de Freud: “No es
necesario caracterizar lo que denominamos consciente, pues coin­
cide con la conciencia de los filósofos y del habla cotidiana”7. La
ausencia de toda elaboración ontológica de la esencia de la feno-
menicídad entraña de forma correlativa la indeterminación total
del concepto de inconsciente, su abandono por parte de Freud en
beneficio de diversos contenidos empíricos que ocupan su lugar
y sirven para definirlo: experiencias infantiles, representaciones
reprimidas, pulsiones, etc. Con la sustitución de la cualidad “incons­
ciente” -ella misma correlativa de la cualidad “consciente”- por
el sistema inc, se cumple de este modo una caída de la ontología
en lo óntico que va a minar al psicoanálisis y, al privarlo de su sig­

6 Introductwn ¿t la psychanalyse, op. cit., p. 2 7 5 ; GW, XI, p. 3 0 4 . [N. de los T:


Lecciones introductorias al psicoanálisis, O. C ., II, p. 2 3 0 6 .]
7 Abrégé de psychanalyse , op. cit., p. 2 2 ; GW, XVL1, p. 8 1 . [N. de los X: Com ­
pendio del psicoanálisis, O. C., III, p. 3 3 8 8 .]
nificación filosófica implícita, va a hacer de él una psicología gro­
sera, enviscada en ia faciicidad y el naturalismo, incapaz de pro­
ducir conocimiento apriorístico alguno, y condenada a errar cuan­
do trata de afrontar cuestiones principales como la, en su caso
ineludible, relación entre lo consciente y lo inconsciente, relación
que en todo caso presupone la existente a nivel ontológico entre
lo consciente y lo inconsciente como tales, no siendo ni posible
ni concebible sin ella.
¿Qué significa, por ende, lo inconsciente desde un punto de
vista ontológico? ¿Cuál es el alcance filosófico del psicoanálisis pre­
viamente a su caída en el naturalismo óntico? Las investigaciones
que hemos proseguido nos sitúan ante una serie de evidencias: la
conciencia a la que el psicoanálisis asigna límites infranqueables
es en realidad la conciencia del pensamiento clásico - la represen­
tación y su fundamento; la fenomenicidad extática cuya condición
de expansión es el proceso de exteriorización de la exterioridad, la
transcendencia de un m undo-. La intuición implícita pero deci­
siva del psicoanálisis, la razón del inmenso eco que ha tenido, a
pesar de la insuficiencia de su aparato conceptual, es que la esen­
cia de la psique no reside en el devenir visible del mundo, como
tampoco en lo que adviene de este modo a la condición de ob­
jeto. En calidad de rechazo radical de la fenomenicidad extática,
así como de la pretensión de definir por ella la esencia de la psi­
que, el inconsciente asegura en el hombre la guarda de su ser más
íntimo, el inconsciente es el nombre de la vida. A este respecto, Freud
sigue directamente las huellas de Schopenhauer y Nietzsche (tam­
bién de Descartes, por cuanto el “alma” logra su esencia, en la
reducción radical de las dos primeras Meditaciones, por mor del
rechazo fuera de sí de toda dimensión mundana y de la munda­
nidad como tal), pertenece a esa corriente subterránea que, en el
seno mismo de una filosofía que confía el ser a la exterioridad, al
conocimiento y, finalmente, a la ciencia, trabaja encamecidamen-
te por reconocer y preservar, por el contrario, el dominio de lo invi­
sible, la fase oculta de las cosas8.
Pero una vez que el inconsciente es apercibido en la positivi­
dad de su esencia ontológica primitiva, su significación se desdo­
bla: el así llamado concepto formal y vacío exige una elucidación
compleja. Pues el inconsciente no es sólo lo otro que la represen­
tación, el nombre de la vida. A la esfera de la representación mis­
ma y a su esencia propia pertenece, como se ha mostrado, un hori­
zonte de no-presencia, la posibilidad de principio de que todo lo
que se muestra en ella, por el contrarío, se retire de ella y se ocul­

8 Ésta es la razón por la que la creencia en la ciencia y lo que debe denom i­


narse el cientificism o de Freud están en contradicción con su intuición más pro­
funda.
te. Pero la posibilidad, o más bien la necesidad, de que lo repre­
sentado deje de serlo, de que el contenido óntico desaparezca de
este modo, radica en la ley original de la desaparición que afecta
a toda presencia extática como tal, de tal manera que el lugar mis­
mo de la luz se ciñe de sombra, y el ente sólo se desvanece conti­
nuamente en el inconsciente por efecto de una ley que en prime­
ra instancia no ie es propia.
Así, ei concepto ontológico de inconsciente reviste necesaria­
mente, en virtud de la estructuración de la fenomenicidad pura y
de su división según las dimensiones co-originaies'. de la repre­
sentación y de la vida, dos significaciones fundamentalmente dife­
rentes según que se refiera a la una o a la otra. Examinado más de
cerca, el inconsciente, así considerado habitualmente en calidad
de negación pura y simple de la fenomenicidad, en calidad de con­
ciencia barrada Cinc = cc), sólo se entiende en relación con la con­
ciencia representativa: viene a abolir su luz, pero !c es inherente
en cuanto tal, como su límite, como el horizonte de tío presencia
que circunscribe toda presencia extática y la determina como esen­
cialmente finita. Esta copertenencia de. la presencia y de la no-pre­
sencia extáticas funda el incesante paso de (a una a la otra en vir­
tud del cual toda aparición en el mundo es, de forma idéntica, una
desaparición, de igual modo que el destino de todo lo que está ahí
(nacer y morir) descansa sobre la base de semejante co-pertenen-
cia en calidad de ley ontológica pura. La cuestión, esencial en el
freudismo, de la transformación de lo inconsciente en consciente
y, recíprocamente, de lo consciente en inconsciente (inc z cc)
encuentra aquí su condición a priori de posibilidad en calidad de
posibilidad ontológica. Conforme a ésta, semejante transforma­
ción es a la vez reversible y absolutamente libre; todo contenido
inconsciente puede revestir, por el contrario, la cualidad de cons­
ciente y entrar en su luz; todo contenido consciente, dado que
está destinado a abandonar dicha condición, puede retomar a lo
inconsciente.
El inconsciente que secretamente se refiere a la esencia de la vida
no tiene nada que ver con ese inconsciente que, para simplificar,
denominaremos el inconsciente de la representación (icn = es). La
barra aquí colocada sobre la fenomenicidad no atañe precisamen­
te más que a la fenomenicidad de la representación, y su rechazo
libera la dimensión original del aparecer en la que el ser se revela
a sí mismo fuera y con independencia del ek-stasis, en la inm a­
nencia radical de su auto-afección en calidad de la vida. Dado que
el ser, según la esencia original de su auto-aparecer, expulsa de sí
el ek-stasis, queda excluida por principio la posibilidad de que aquél
se muestre en éste. La cuestión, esencial en el freudismo, de la
transformación recíproca de lo consciente en inconsciente, y vice­
versa, recibe ahora una solución totalmente diferente: de posible
se ha convertido justam ente;en imposible (inc <ücc). Se aclara el
misterio del doble destino asignado a los contenidos inconscien­
tes (en el caso de unos, bajo condiciones convenientes, el ele some­
terse a devenir conscientes; en el caso de otros, negarse obstina­
damente a ello). La existencia de los segundos no se explica por
medio de ciertos procesos ónticos inventados a este lin, por medio
de una represión primaria, misteriosa en sí misma, así como tam­
poco puede ser simplemente constatada en calidad de una pro­
piedad fáctica de ciertos representantes pulsionales: ella se enraí­
za en un prescripción de orden ontológico, formula el estatuto de
la vida. De este modo, el discurso íreudiano sobre el inconscien­
te, lejos de surgir del mero trabajo del análisis y como su resulta­
do, se refiere secretamente a las estructuras fundamentales del ser
expuestas por él a su modo. Esto es lo que importa establecer con
mayor precisión. ......
Ya hem os m ostrado cóm o la finitud del locus del ek-stasis,,
descartando todas las representaciones diferentes de aquella que
disfruta de licencia para exhibirse en él por un instante, las sitúa
“en estado de latericia”, de tal modo que, sí consideramos, por
ejem plo, la totalidad de nuestros recuerdos virtuales, “la nega­
ción de lo inconsciente resulta incom prensible”9. La significa­
ción ontológica de lo inconsciente es aquí explícita al mismo
tiempo que su referencia a la estructura de la representación: es
la representatividad como tal la que hace que, de todos los con­
tenidos psíquicos, sólo uno pueda “ser conocido por la con­
cien cia”. Este argumento decisivo (pero que precisamente sólo
atañe a la fenomenicidad de la conciencia-representación), está
ya formulado en Algunas observaciones sobre el concepto de ¡o incons­
ciente en el psicoanálisis de 1912. Al definir “qué sentido entra­
ña en el psicoanálisis... la expresión ‘inconsciente,,\ Freud nie­
ga la identificación filosófica entre “p síquico” y “con scien te’’:
“E incurre evidentemente en error al negar a la Psicología el dere­
cho a explicar con sus propios medios auxiliares uno de sus
hechos más corrientes, como la memoria, llam arem os, pues, cons­
ciente’ a la representación que se halla presente en nuestra concien­
cia y es objeto de nuestra percepción, y éste será por ahora el único y
estricto sentido que atribuiremos a la expresión ‘consciente’. En cam­
bio, denominaremos ‘inconsciente’ a aquellas representaciones
latentes de las que tenemos algún fundamento para sospechar
que se hallan contenidas en la vida anímica, como sucedía en
la mem oria1’10.

9 Cf. supra, p. 7 5 .
10 Métapsychologie, op. cit., pp. 176-177, cursiva nuestra; GW, VIH, pp. 431,
431-432. \N. de ¡os X: “Algunas observaciones sobre e! concepto de lo incons­
ciente en el psicoanálisis”, en O. C , U, p. 1697.]
Por cantó, la representatividad sirve de punco de partida para la
determinación psicoanalítica de], inconsciente. El material patológi­
co a partir del cual se construyen las grandes hipótesis explicativas
de la doctrina -especialmente el inconsciente- sólo es incontestable,
como se ha dicho, por cuanto está dado. Pero el estar-dado de este
dato radica precisamente en su capacidad de ser representado, de
venir a la condición de ob-jeto. Lo que importa en primer lugar no
es su carácter patológico - y ei psicoanálisis, como toda ciencia., está
realmente obligado a salir del dominio específico en el que pretende
encentarse y ser inatacable--, sino su carácter ontológico, es. decir, teño-
menológico. incluso cuando cesa de ser “patológico”, stricto sensu,
puede apreciarse que el susodicho carácter fenomenología) tiene la
nota de la fenomenicidad extática y se agota en ella, que el dato en
cuestión es el dato de la representación. Es conocido el papel deci­
sivo que ha desempeñado el sueño en la formación del psicoanálisis.
Ahora bien, lo propio de la vida consciente del soñador radica en el
hecho de perderse en sus productos hasta el punto de; parecer que
no es otra cosa sino el conjunto de los contenidos oníricos y su suce­
sión incoherente. La misma situación se encuentra en ia asociación
de ideas. Por todas partes, ei contenido representativo '.está conside­
rado por sí mismo, en sí mismo; la realidad objetiva de la idea está
separada de su realidad formal. No sorprende entonces que ese con­
tenido, aislado del poder de constitución que le ha dado nacimien­
to -presencia desnuda en una objetividad muerta-, aparezca frag­
mentario, enigmático, privado de sentido y, finalmente, absurdo. La
idea de un dato consciente por esencia incompleto procede del pri­
vilegio conferido por Freud al sueño y a la asociación de ideas en cali­
dad de soportes prácticos del trabajo de análisis.
Se nos descubre aquí otra faceta del concepto psicoanalítico de
inconsciente: éste designa no sólo la finitud del ek-stasis, esa zona
de sombra que rodea toda presencia objetal, sino, de forma ya más
esencial, el ek-stasis mismo, el proceso de ob-jetualización consi­
derado en sí mismo, independientemente de la objetividad que pro­
duce, la pro-ducción en cuanto tal. A la genealogía positiva del psi­
coanálisis (Descartes, Schopenhauer, Nietzsche) conviene, pues,
adjuntar su genealogía negativa: la toma en consideración de las
grandes carencias del pensamiento occidental, pensamiento del que
procede directamente el psicoanálisis y que repite sin saberlo. Pues
la última palabra de la filosofía de la conciencia, su límite, su para­
doja, el cénit en el que se vuelve contra sí misma y se auto-destru­
ye es realmente la inconsciencia de la conciencia pura misma en cuan­
to tal, la inconsciencia de la “conciencia transcendental”11. El

11 A este respecto, cf. nuestro trabajo llessencede la manijestation (t. I, Sección I)


y también supra, cap. ¡y esta situación en Kant.
momento de esta vuelta se sitúa históricamente en el momento en
que el idealismo alemán, Incapaz de fundar el principio sobre el
que descansa, y minado desde el interior por esta incapacidad, bas­
cula en una filosofía de la naturaleza -filosofía que resulta ser la ver­
dad de este idealismo- no afirmando otra cosa que la inconscien­
cia de la conciencia pura misma, es decir, precisam ente la
inconsciencia de la pro-ducción. Es propio de ella no tomar con­
ciencia de sí, no producirse a sí -misma en 1.a fenomenicidad y, así,
no aparecer más que en lo pro~ducido, en el o b je to , por consi­
guiente, bajo la forma de éste y de ningún modo en sí misma, en
calidad de pro-ductora, en calidad de naturante.
Con la inconsciencia de ia producción, la filosofía de la natu­
raleza piensa resolver el problema que ha dejado pendiente el ide­
alismo, a saber: ¿cómo el principio que produce el mundo puede
por el contrario chocarse contra él como contra una realidad aje­
na? Precisamente porque esa creación se ignora a sí misma y des­
cubre su producto, lo que está ahí, lo que permanece ante ella,
como un enigma. No obstante, el hecho de que este último se deje
penetrar poco a poco, que sea descifrado y susceptible de serlo,
ello sólo es posible, precisamente, porque es el pro-ducto de esta
pro-ducción y porque, bajo la apariencia de su diferencia (apa­
riencia que es su Diferencia) rema la Identidad12. Semejante situa­
ción, en resumidas cuentas, la de Edipo y la del psicoanálisis en
general, encuentra su formulación explícita y acabada en la monu­
mental obra del joven Schelling, el Sistema del idealismo transcen­
dental, cuyas implicaciones son inmensas.
La afinidad histórica entre la filosofía de la naturaleza y el psi­
coanálisis tiene por mediación la psicología de finales del siglo XfX,
que, por lo demás, dota al freudismo de su soporte histórico. El pri­
mer gran trabajo francés sobre Preud - L a méthodc psychanalytique et
la doctrine freudienne, de Dalbiez13- resulta interesante porque escla­
rece ciertos aspectos determinantes del contexto ideológico del psi­
coanálisis naciente. En un sistema intra-psíquico (donde todo es
psíquico), el realismo, “un mínimo de realismo”, al que Dalbiez
confía el destino del psicoanálisis, proviene de esta posibilidad últi­
ma: que el proceso psíquico se ignore a sí mismo para encontrarse
ante su producto como ante algo “real”, es decir, que proviene de
sí sin que lo sepa. Tal es el caso, precisamente, del sueño, la aso­
ciación de ideas, la formación de síntomas psico-neuróticos, etc.

12 Toda gran creación estética consiste precisamente, según e¡ romanticismo


alemán, en el descubrimiento de esta Identidad oculta entre el espíritu y la natu­
raleza, como bien lo ha mostrado Anne Henry a propósito de la obra ejemplar a
este respecto de Marcel Proust, cf. Prousí rom anda ; le tombeciu égypticn, París, Flam-
marion, 1983.
n París, Desclée de Brouwer & Cíe, 1 9 3 6 .
A despecho del cariz fáctico del análisis, lo que realmente está
en cuestión es en verdad el carácter ontológico de la psique en cali­
dad de operante y naturante. Ésta es la razón por la que Dalbiez
avanza sin cesar una teoría de la conciencia que reafirma bajo for­
mas diversas su inconsciencia original. Así, por ejemplo, en nues­
tra percepción de un árbol, “no conocemos de ningún modo nues­
tra visión, sólo la captamos a destiempo, por un acto segundo”14.
Y ello es verdad no sólo a propósito cíe “la sensación externa”, es
decir, de la visión, sino de la vida psíquica en genera].,' La concep­
ción de un color no exhibe más que ese color; la concepción,
inconsciente en sí misma, no deviene consciente sino-a continua­
ción de un nuevo acto específico de captación que hace también
de ella, pero sólo entonces, un “conocim iento”. La heterogenei­
dad del segundo acto respecto ai primero se expresa en su con ­
tingencia, en el hecho de que el primero no implica en modo algu­
no su toma de conciencia, incluso bajo la forma de una-modalidad
ulterior: “Es perfectamente concebible que la sensación y la inte­
lección se produzcan en nosotros pero permanezcan en estado
inconsciente”15.
"Esta posterioridad de la conciencia respecto ai conocim ien­
to", a propósito de la cual el autor añade que “ha sido puesta de
relieve por los neo-realistas americanos”, no significa otra cosa --si.
se quiere realmente, sondear sus implicaciones ontológicas últi­
m as- que la no-fenomenicidad de la fenomenicidad como tal, su
velamiento en el fenómeno, en la ob-stancia de la mesa, del color,
etc.: el método psicoanalítico va a proporcionar la ilustración más
notable de ello y una apariencia de verdad a la misma. La asocia­
ción de ideas es precisamente esta venida incesante de cada con ­
tenido representativo a su propia condición, de tal manera que la
venida misma en calidad de pro-ducción se disimula cada vez y
desaparece en su producto. Así, este producto, cortado de su raíz,
surge como lo in.comprendido, reclamando su com prensión el
esclarecimiento de los procesos asociativos que lo han alumbra­
do. La asociación, en este caso, es la producción misma; la incons­
ciencia de la producción es la inconsciencia de la asociación. De
ahí el esfuerzo constante en el psicoanálisis, y que determina su
método, por arrancar los procesos asociativos del inconsciente -a l
que pertenecen por principio-, a fin de dar cuenta, a partir de ellos,
del contenido manifiesto, pero en sí mismo ininteligible, de la vida
consciente.
En todo caso, el inconsciente que procede de la representa-
tividad com o tal, y a ella vinculado, se desdobla: al contenido

M Op. cit., 11, p. 34.


15 Ibíd., p. 12; ya habíamos leído estas tesis en Leibniz.
in co n scien te que perm anece fuera d e l cam po de la presencia
intuitiva y de su horizonte -e n la “latencia” del recuerdo, por
ejem plo-, conviene oponer el inconsciente de su producción, o
sea, en la trascripción naturaliáta de la psicología, el del vínculo
asociativo como tal, “el inconsciente relacionar'15. Contra Janet,
que caracteriza la histeria por la constricción del campo de con~
ciencia, Freud ha distinguido explícitamente la inconsciencia de
los hechos, propia, en efecto, de la histeria, y la inconsciencia de
las relaciones entre los hechos, única capaz de dar cuenta de los
casos de obsesión 11. De forma similar, Frink, valiéndose de la
tesis de Freud según la cual “el estado em otivo como tal está
siempre justificado”, se esforzará por establecer que incluso cuan­
do el enfermo es consciente de la causa de su estado afectivo, no
percibe ésta en calidad de causa, es decir, que precisam ente la
relación como tal se le escapa18.
En Freud, el concepto representativo del inconsciente (la deter­
minación de éste a partir de la representatívidad) se encuentra
sobredeterminado en función del papel desempeñado por el sue­
ño en el desarrollo de la doctrina. Pues lo analizado no es nunca
el sueño mismo: ello se debe principalmente a que la intenciona­
lidad constituyente del sueño es la imaginación y, como tal, resul­
ta incompatible con la del análisis, conceptual por esencia. De este
modo, el sueño en su especificidad, en calidad de imaginario puro,
resulta apartado a pñori del proceso analítico, el cual no puede
sino sustituirlo por un equivalente. Este equivalente es el relato
del sueño, es decir, un texto, un conjunto de significaciones que
son constitutivas del lenguaje y dependen del pensamiento strio
to sensu, a saber, de una conciencia que mienta su objeto en vacío,
sin alcanzarlo realmente, de una conciencia dadora de sentido
-co m o dice Husserl, de una Smngebung-,
Se crea entonces una situación extraordinaria. Por una par­
te, una formación lingüística sustituye al sueño propiam ente
hablando, es decir, a un imaginario puro que en cuanto tal no
tiene nada que ver con el lenguaje19; todas las categorías que
atañen a este último van a investirse en un dato que les resulta
heterogéneo. Lo que no era más que una metáfora, el sueño

16 lbíd ., 1, p. 80.
17 Cf. ibíd,, p. 454 y ss.
58 Frink, M orkd jears and compulsions, Londres, pp, 1 6 6 -1 6 7 .
19 Husserl ha mostrado de forma decisiva que la imaginación es un m odo de
conciencia intuitivo que difiere eidéticamente de la conciencia que habla, la cual
es una conciencia vacía, no intuitiva por principio, cf., Recherches logiques, trad.,
L. Kelkd, R. Scherer, París, PUF, 1961, t. II, 1.a parte, 1, Expression et significa-
tion. [N. de los T: existe traducción al castellano, Husserl, E., Investigaciones lógi­
cas (trad. de M. G. Morente y J. Gaos), Alianza Editorial, Madrid, 1982, T. 1, pp.
231-291.]
com o “texto” del análisis, es decir com o su objeto, es tomado
al pie de la letra como una determinación intrínseca de la esen­
cia de ese objeto. Resulta ahora posible la contam inación y la
desnaturalización del psicoanálisis por parte de la lingüística y
del conjunto de disciplinas asociadas a ella en la actualidad. Se
va a poder declarar sin que resulte risible que la estructura del
inconsciente es la de un lenguaje. Según Freud mismo, la con­
sideración de las palabras acaba muy a menudo por viciar la deli­
mitación del fenómeno real y la búsqueda ele su s determinan­
tes efectivos.
Por otra parte, ya que la vida imaginaria no contiene todavía
por sí misma significación alguna pareja a la de la palabra -com o
la significación ‘perro’, en calidad de perro m entada,en vacío,
del que no se tiene ni percepción, ni imagen, ni recuerdo, ni
c o n cep to -, ésta, la significación de la palabra, la significación
creada por ese acto específico del pensamiento puro en calidad
de Sinngebung, está, por ende, ausente de lo imaginario com o
tal: de ahí a creerla y a llamarla “inconsciente”, no hay más que
un paso. Esta ilusión se produce constantem ente porque pen­
sam os y porque el p ensam iento se pone él m ism o;y, de este
modo, pone sus productos como los criterios según los cuales
mide las otras determ inaciones de la vida. La hipóstasis de las
significaciones puras -sig n ificacion es que pueden acompañar
todo lo que es porque, de hecho, todo lo que es puede ser pen­
sado, “todo puede ser d ich o ”- , crea un universo arquetípico
ideal a la luz del cual todas las formaciones concretas de la vida
y esa vida misma aparecen en estado de ¡carencia, privadas de
ese cuerpo de significaciones que precisamente no llevan con ­
sigo. Este conjunto de significaciones hipostasiadas va a cons­
truir el inconsciente. El niño, por ejem plo, forma la imagen de
su madre, cuya presencia es para él en ciertos m om entos una
necesidad irreprimible. No forma, sin embargo, la significación
“necesitar a su m adre” o, tam bién, “tener ganas de acostarse
con ella” y, para hacerlo, “matar a su padre”; ni siquiera sabe, a
decir verdad, qué es su “m adre” en el sentido en el que noso­
tros lo entendem os, com o tam poco lo que es su “padre”. Su
inconsciente será, por tanto, “acostarse con su madre y asesi­
nar a su padre”.
Ahora bien, esta crítica prindpial del psicoanálisis debe ser
considerada en su alcance más general. Según Freud, el sueño
no es precisam ente más que el prototipo de la representación
-q u e Schopenhauer, com o se recordará, había reducido a un
su eñ o-. Desde ese m omento, la interpretación de los sueños va
a extenderse a todas las formas de la vida representativa, espe­
cialmente a todas aquellas que preceden al pensamiento strícto
sensu. Por tanto, no sólo los contenidos oníricos y las fantasías
psico-neuróticas, sino todas las formaciones simbólicas, las pro­
d ucciones del arte, los m itos y las creencias religiosas, van a
resultar sometidos a un método que ha sido forjado en el aná­
lisis de datos específicos. También por todas partes va a salir a
la luz la misma diferencia entre lo que son en concreto tales for­
maciones -“simbólicas, estéticas, religiosas-, entre lo que es la
vida imaginaria en general según su esencia y sus modalidades
propias, y la significación -sem ejan te a las significaciones del
lenguaje..bajo la cual se intenta en cada caso subsurnirlas. Seme­
jante diferencia --en la que va a alojarse un inconsciente consti­
tuido aquí de significaciones ideales e idéntico en electo a un
lenguaje-, determina el carácter “traído por los pelos” de todas
las “explicaciones freuclianas”, carácter que su autor intenta
vanamente justificar al pretender que, dado que el principio de
la explicación era desconocido para el sujeto, éste no podía, una
vez puesto en su presencia, más que considerarlo con asombro.
De este modo, una de las metas m ás interesantes del psico­
análisis se vuelve contra él mismo: se trataba de circunscribir la
inmensa parte de. todo aquello que en la psique procede de su
libre juego, de sus impulsos más profundos, en suma, de reco­
nocer el papel decisivo de lo imaginario en la vida. Pero este
papel es finalmente reducido, interpretado y medido por el rase­
ro de las significaciones ideales. Y tras las significaciones del
pensamiento se perfilan los objetos del pensamiento, todo aque­
llo que será comprendido en el principio de realidad: el análi­
sis conducirá de nuevo cada vez a esta realidad según su senti­
do objetivo más plano, a la determ inación más terrenal. El
cientificism o de Freud ha recubierto ya la intuición de la vida.
Si la significación ideal mentada en vacío por el pensamiento es
ajena a lo imaginario, ¡cuánto más debe separarse de la vida mis­
ma! Pues la vida no tiene sentido, y al no ser portadora de inten­
cionalidad alguna, por ejemplo, la de formar una significación,
no puede tampoco ser situada bajo ésta, interrogada o exami­
nada a su luz, juzgada o condenada por ella. El niño que am a a
su m adre no cumple el ek-stasis en el que él m ism o pudiera ap are­
cerse a sí mismo como am ando a su madre, com o pudiendo, gracias
a la perspectiva de este ek-stasis, tom ar posición fren te a sí y a su
amor, pero prim eram ente apercibirlo y, apercibiéndose de este m odo,
fo rm a r la significación fYo niño am ando mi madre\ Pero el niño no
percibe nada de todo ello, no porque sea un niño, sino porque
es un viviente. El niño en Freud, como el animal en Nietzsche,
no es en realidad más que una figura. Es la vida que, al no ser
portadora de ek-stasis alguno, y al no poder de este modo aper­
cibirse a sí misma com o tal, al no poder referirse a sí misma ni
representarse, no puede tampoco significarse ni, por consiguiente,
tener, con respecto a sí, un sentido. Al no tener sentido, la vida
no tiene respuesta a la cuestión del sentido. La vida es pareci­
da a una rosa: “La rosa es sin porqué, florece porque florece, no
se preocupa de sí, no desea ser vista”20.
Ahora bien, se dirá: ¿no es el sentido de la vida el movimiento
de esta pura experiencia de sí, esta pura afección (del niño) redu­
cida a su afectividad, independientemente de la luz de un mun­
do? Pero entonces se alza ante nosotros un concepto totalmente
distinto de “sentido” y, con él, se anuncia la significación original
del concepto de inconsciente.
El sueño tiene un sentido, el lapsus tiene un sentido, los sín­
tomas tienen un sentido, el menor de nuestros gestos, el silencio
-■■■“aquellos cuyos labios callan, hablan con los dedos”21- tiene sen­
tido; el olvido tiene un sentido, el recuerdo, que oculta otro (el
recuerdo-pan talla) tiene un sentido, todo tiene un sentido, de tal
modo que aquello que conviene entender cada vez por “sentido”
resulta, 110 obstante, extremadamente equívoco. En ja-medida en
que el sentido designa una significación ideal, como-la del len ­
guaje, corno el sentido de la palabra “perro”, resulta.ser el corre­
lato noemático de una intencionalidad significante originalmente
creadora de ese sentido (aunque susceptible, según, una modifi­
cación ulterior, de conservarlo a continuación pasivamente como
algo adquirido). ¿En qué consiste aquí el trabajo crítico del análi­
sis? ¿Cómo, dado que el sentido inmediatamente mentado se reve­
la como falso, sería como tal tachado y reemplazado por otro? Con­
trariamente a lo que sucede en la fenomenología husserliana, es
verdad, no es la conciencia que ha formado la significación pri­
mera la que se revela capaz de superarla. Sólo la superación del yo
pienso y de su punto de vista propio permite el de la verdad ini­
cial, es decir, el de la ilusión. En concreto, es el analista quien con­
duce a su paciente a reconocer que los celos de los que hacía gala
hacia su pareja no son en realidad más que un deseo secreto de
serle infiel. Cuando la significación “deseo de ser infiel” sucede a
la significación “celos”, el rechazo de un idealismo de la concien­
cia es sólo aparente. Antes bien, su reino se extiende hasta el infi­
nito, formando parte el psicoanálisis del cañamazo interno del pen­
samiento occidental: lo que pone son significaciones; lo que pone
es precisamente el poder de poner significaciones, una Sinngebung,
una conciencia.

20 En Der Satz vom Gnind, Heidegger, como se sabe, ha propuesto un com en­
tario de estos versos de Angelus Silesius (Chentbinischer Wandersmann, 1, n.° 289).
Dado que no toma en consideración el segundo verso, el cual excluye explícita­
mente el ekstasis de la obra interior del ser, este comentario no puede, según noso­
tros, ex-hibir aquello que en la frase de Angelus Silesius se refiere a la esencia ori­
ginal de la vida, en este caso, la rosa.
2! Cinq Psychanalyses, trad. M. Bonaparte, París, PUF, 1954, p. 57; GW; y p.
240. [N. de los T: Anáhsts fragmentario de un caso de histeria, O. C., 1, p. 976.]
Pero cuando Freud declara,: por ejemplo; que el sueño tiene un
sentido, quiere decir algo completamente distinto, quiere decir
que un contenido onírico es producido^ por una tendencia incons­
ciente. Pero en el proceso de conjun to de la producción de un con­
tenido representativo imaginario por parte de una tendencia incons­
ciente no hay ni significación ni conciencia significante, por
consiguiente, ningún sentido en un sentido lingüístico. Repitá­
moslo: se afirma de forma puramente metafórica que aquel cuyos
labios callan, habla con los dedos: no “habla” precisamente, si
hablar consiste en formar intencionalmente una significación con
la conciencia interior de hacerlo. La relación entre el estado de agi­
tación de aquel cuyas manos tiemblan y ese temblor es de otro
orden; ya no es la relación intencional y vivenciada como tai de
significar algo; es una relación externa -lo s psicólogos dirán de
causalidad- entre dos acontecimientos ciegos, “inconscientes”
como la relación que los une. Semejante relación, por ejemplo, la
que existe entre el humo que flota por encima de la casa y el fue­
go que supuestamente lo ha provocado, es un índice, Husserl ha
distinguido de manera admirable la relación por la que un estado
de cosas es indicativo de otro (por el que las palabras, por ejem­
plo, indican un estado psíquico supuesto en el locutor), de la cons­
titución intencional de una significación lingüística en sentido
estricto por parte de quien habla.
Hablando de los fenómenos psíquicos en general, Freud escri­
be: “Queremos también concebirlos como índices [Anzeichen} de
un mecanismo que funciona en nuestra alm a... Intentamos, pues,
formarnos... una concepción en la cual los fenómenos observa­
dos pasan a segundo término, ocupando el primero las tendencias
de las que se los supone ser índices"22. Aquí no sólo se pone entre
paréntesis toda significación, sino que se cumple la inversión de
las posiciones clásicas: el fenómeno todavía es, en verdad, un con­
tenido representativo, imaginario (sueño, obra de arte, mito) o real
(temblor de manos, síntomas psiconeuróticos en general, etc.),
pero el poder que lo produce y a no es el poder de la representación, ya
no es la conciencia. Por tanto, cuando Freud declara que todo tie­
ne un sentido, afirmación a propósito de la cual el error es gene­
ralizado, lejos de reducir lo psíquico a algo decible abierto a una
lectura hermenéutica, abre más bien el dominio en el que ya no
hay ni intencionalidad ni sentido. Lo totalmente otro que la repre­
sentación debe ahora ser objeto de una elucidación sistemática.
En Algunas observaciones sobre el concepto de lo inconsciente en
el psicoanálisis, de 1 9 1 2 , podemos apreciar la inflexión del con­

22 íntroc/ticíion a !d psydianüi!yst\ op. cit., p. 5 5 ; GW, XI, p. 6 2 . [N. ele los I : Lec­
ciones introductorias al psicoanálisis, O. C. II, p. 2 1 5 9 , traducción parcialmente modi­
ficada por nosotros.]
cepto freudiano del inconsciente hacia el dominio inexplorado,
por invisible, de la vida. La prueba, la “justificación”, del incons­
ciente por la latencia de la mayor parte de los contenidos psí­
quicos cede casi inmediatamente su lugar a una consideración
bien diferente. Ya no es el resurgimiento de esos contenidos, por
ejemplo, los recuerdos, al cabo de un cierto lapso de tiempo, lo
que hace suponer la hipótesis de un estado de incon scien cia
psíquica correspondiente a ese tiempo de latencia (sin esta hipó­
tesis, el pensamiento clásico está obligado, como ya se ha dicho,
a confiar esta propiedad esencial de la psique que es la m em o­
ria al organismo), sino que ahora pasa a considerarse .corno argu­
mento capital, la eficiencia de esos pensamientos inconscientes duran­
te su estado de in con sciencia, por ende, la actividad-én calidad de
actividad inconsciente. De ahí la apelación a los síntom as neuró­
ticos, que no tienen ya nada de hipotético, que están por co m ­
pleto ahí y que son producidos continuam ente por una activi­
dad de la que constituyen su manifestación inmediata y, así, su
prueba, aunque esta actividad misma no se. muestré: Toda la vida
m ental de la histérica, que, por ejem plo, vomita porque tiene
m iedo de estar encinta, está “llena de ideas eficien tes, pero
in co n scien tes55. Las “demás formas de neurosis” dan testim o­
nio de “este mismo predominio de ideas inconscientes eficien­
tes”. La objeción según la cual no se podría comprender la psi­
cología normal desde condiciones patológicas se viene abajo si
se anota que las deficiencias funcionales normales, “por ejem ­
plo los lapsus linguae, los errores de memoria y de lenguaje, el
olvido de nombres, etc., pueden ser referidos sin dificultad a la
actuación de intensas ideas inconscientes, lo mismo que los sín­
tomas neuróticos”23.
Además, deficiencias normales y síntomas neuróticos sólo son
aquí reveladores de un fenómeno absolutamente general, a saber,
la determinación de principio de todo lo que viene a la condición
de ser representado por un poder que nunca adviene él mismo a
esa condición y que no podría hacerlo. Freud no sim plem ente
corrige las tesis clásicas según las cuales latencia e inconsciencia,
en calidad de virtuales, serían sinónimas de íneficiencia y debili­
dad - “estábamos acostumbrados a pensar que toda idea latente
lo era a consecuencia de su debilidad y se hacía consciente en
cuanto adquiría fuerza”- , sino que, por el contrario, afirma a pro­
pósito de su inconsciente que “no designa ya tan sólo ideas laten­
tes en general, sino especialmente las que presentan un determi­

2i Métapsychologte, op, cit., pp. 179, 180, 182, cursiva nuestra; G \y VIII, pp.
432, 433, 435. [N. de los T: “Algunas observaciones sobre el concepto de lo incons­
ciente en el psicoanálisis”, en O. C., II, p. 1698, 1699, traducción parcialmente
modificada por nosotros.]
nado carácter dinámico”. Con el decisivo carácter de un “incons­
ciente eficiente”241 se prescribe el diferimiento de la relación deli­
berada de la fuerza y el poder bajo todas sus formas fuera del cam­
po de la represen tarividad. En consecuencia, no hace falta decir
que una acción efectiva también puede llevarse a cabo en el incons­
ciente: sólo como tal, por cuanto el poder que la produce cohe­
siona consigo en la inmanencia radical en la que en primer lugar
se apodera de sí, es posible una acción cualquiera en general, por
ejemplo, el movimiento de manos de quien está agitado. La muta­
ción del inconsciente freudiano, dejando de designar la negación
formal y vacía de la cualidad “consciente” para hacerse cargo, por
el contrario, del dinamismo de la psique, de la totalidad de los
“procesos” de aquello que se convierte en el “sistema in c”, no
señala hasta ese punto la caída de su concepto ontológico en lo
óntico: tras la aparente facíicidad de éste se oculta el significado
de “inconsciencia” (“pura inconsciencia como tal”), la cual mien­
ta la posibilidad misma de la acción, su modo de ser y, finalmen­
te, la esencia original del ser en calidad de vida.
En el artículo sobre Lo inconsciente, de 1.915, puede apreciarse
lo difícil que le resulta al pensamiento abrirse una vía fuera del
campo de la represen tatividad y escapar a su poder, puesto que,
apenas ha sido reconocida la pulsión, en calidad de “fragmento
de actividad”, como algo idéntico a las formas originales de la Ener­
gía y la Fuerza, como lo totalmente otro que la representación y,
así, como la nota más profunda de la vida y de la psique misma,
su pertenencia a esta última va a suponer, por el contrario, que se
reintegre al campo de la representación para conformarse secreta­
mente a su estructura y leyes -com o si, en efecto, la psique se con­
fundiese con la representatividad como tal y extrayese de ella su
esencia-. Este giro capital y catastrófico de la problemática freu-
diana se lleva a cabo con la institución de una disociación entre la
pulsión y lo que la representa en la psique, a saber, su represen­
tante psíquico. Ahora bien, ese representante [Reprasenfan^] es
comprendido a imagen de la representación, siendo él mismo en
primer lugar una representación. La pulsión, a decir verdad, no
cobra existencia psíquica, no deviene propiamente hablando una
realidad psíquica más que en calidad de representante, por cuan­
to reviste ella misma ese modo de ser que presenta algo otro que
ella, por consiguiente, el modo de ser de la representación misma
en cuanto tal.
Los comentadores han señalado esta ambigüedad del concep­
to de pulsión al designar, por una parte, lo que está presente en la

34 lbíd., pp. 180, 181, 183; GW VIH, pp. 433, 434, 435. [N. de los T: ibíd.,
O. C., III, pp. 1698, 1699, traducción parcialmente modificada por nosotros.)
psique, a saber, la actividad pura y el principio de toda actividad
(y eso, al fin y al cabo, es lo que significa pulsión en psicoanálisis),
y, por otra, aquello que cumple esta presentación, es decir, ésta en
cuanto tal, en su esencia de representante. Pero existe una razón
que da cuenta de este equívoco, razón que toda problemática radi­
cal debe sacar a la luz: la impotencia del pensamiento para captar
en sí mismo actividad, poder y fuerza, y la sustitución de su esen­
cia propia, tan pronto corno esta actividad, poder y fuerza deben
ser considerados como psíquicos, por la de la representación. L a
representación recobra, por ende, en ella aquello que inidalmen-
te quedaba fuera de ella. El inconsciente, que significa original­
mente lo otro que la representación, lleva ahora consigo a ésta. Ha
nacido el concepto aberrante de '‘representación inconsciente”.
En semejante concepto se unen los dos errores capitales del
freudismo. Por una parte, uno se imagina que hay representacio­
nes inconscientes porque existen recuerdos en los que'actualmente
no se piensa, representaciones “latentes” o, también, representa­
ciones reprimidas: “Ésta [la representación-inconsciente] perdura
después de la represión en calidad de producto real; en el sistema
m c,,2;>. Como si esas representaciones estuviesen formadas o exis­
tiesen a título de contenidos representativos efectivos con inde­
pendencia del acto que los forma, de su realidad formal, por ende.
Y como si la estructura del e/?~síasís pudiese ser desplegada sin que,
no obstante, se fenomenizase la fenomenicidad que él constituye
en cuanto tal y por sí mismo.
Por otra parte, dado que la pulsión, que significa en primer
lugar la no-representatividad --“una pulsión no puede devenir nun­
ca objeto de conciencia”- , no existe psíquicamente más que por
su representante, el cual es una representación, en tal caso, la no-
representatividad sólo existe bajo la forma de la representatividad.
Aquello que no puede transformarse en consciente, en el sentido
de la representación, se transforma, sin embargo, en ello, ni siquie­
ra accidentalmente, sino en sí mismo, en su ser en calidad de ser
psíquico, en la medida que la pulsión no cobra el ser más que en
su representante psíquico y, así, en su representación. La hetero­
geneidad irreductible entre lo inconsciente -e n este caso la pul­
sió n - y lo consciente, el deslizamiento, empero, del primero en el
segundo por el rodeo del “representante” de la pulsión en calidad
de su ser psíquico, la definición del inconsciente psíquico por la
estructura de la representación que él excluye - “pero la pulsión
tampoco puede hallarse representada en el inconsciente más que
por una representación”- , la posibilidad entonces de devenir cons-

25 Métapsychologie, op. cit., p. 84; GW, X, p. 277. [N. de los T: Lo inconscien­


te , O. C., H. p. 2068.]
cíente aquello que por principio rechaza tal devenir, la justifica­
ción, si se puede decir, de toda la empresa psicoanalítica y espe­
cialmente de su terapéutica, todo ello está contenido en este tex­
to clave: “A mi ju icio , la antítesis entre lo ‘co n scien te’ y lo
‘inconsciente’ carece de aplicación a la pulsión. Una pulsión no
puede devenir nunca objeto de conciencia. Unicamente puede ser­
lo la representación que la representa. Pero la pulsión tampoco
puede hallarse representada en el inconsciente más que por una
representación. Si la pulsión no se enlazara a una representación...
nada podríamos saber de ella”26.
Freud quería preservar la especificidad de lo psíquico contra
toda reducción psico-biológica, pero ésta fue su mayor ilusión. En
la medida en que la pulsión a nivel psíquico sólo es el represen­
tante de procesos somáticos y, según la enseñanza del Proyecto de
una psicología para neurólogos, ele 1895, de energías físicas, su ser
psíquico, el de la Psique misma, no es, por ende, sino el repre­
sentante de otra cosa, algo que ya no es psíquico, sino un sistema
energético físico. De este modo, lo psíquico vale por una realidad
otra que él, es el índice de esa realidad otra: no tiene más que una
pseudo-autonomía, una pseudo-especificidad, una pseudo-realí-
dad. La afirmación de la existencia de un inconsciente psíquico
sólo es admisible con esta restricción esencial, a saber, que el incons­
ciente, lo psíquico y su fondo, no es más que un valer por, un equi­
valente, un sustituto, un sucedáneo.
No obstante, en la medida en que este ser psíquico de la pul­
sión, de lo inconsciente y, finalmente, de la Psique en su fondo,
es comprendido como un “representante” (según el modelo de la
representación), resulta secretamente homogéneo a ésta, a la con­
ciencia en el sentido de la representación. El inconsciente, que ini­
cialmente no es más que el equivalente, la transcripción psíquica
de un sistema energético (en sí algo totalmente ajeno a la con­
ciencia pura), a causa de esta función de representante que revis­
te y porque la esencia de la representatividad habita esta función,
adquiere simultáneamente una afinidad con la conciencia misma,
en la que desde ese momento podrá transformarse. Freud piensa
escapar de improviso de lo biológico y fundar su método sobre la
base de que los procesos inconscientes no se consideran psíqui­
cos y disociados de los estados físicos más que por su semejanza
con las modalidades de la vida consciente, la cual puede entonces
proporcionar una clave para su comprensión, mientras que la con­
sideración física de esos mismos procesos no conduce a nada. Tras
haber declarado a propósito de los procesos inconscientes que nin-

26 Ibíd., p. 82; GW, X, pp. 275-276 [N. de los T: ibíd., O. C., H. p. 2067, tra­
ducción parcialmente modificada por nosotros,]
gima concepción química puede proporcionamos una idea de su
naturaleza, Freud añade: “En cambio, es indudable que presentan
amplio contacto con los procesos anímicos conscientes. Cierta ela­
boración permite incluso transformarlos en tales procesos o susti­
tuirlos por ellos y pueden ser descritos por medio de todas las catego­
rías que aplicam os a los actos psíquicos conscientes, tales como
representaciones, tendencias, decisiones, etc. De muchos de estos esta­
dos latentes estamos obligados a decir que sólo la ausencia de la
conciencia los distingue de los conscientes.”27.
De este modo, la esencia original de la Psique-se pierde dos
veces: por una parte, en la medida en que es reducida a la reali­
dad psíquica y, por otra, en la medida en que reducida a la co n ­
ciencia representativa -e n tanto, mas precisamente, que la prime­
ra reducción sólo es coronada por la segunda, por la reducción de
lo psíquico a lo extático-. Lo extático, en verdad, gobierna todo el
análisis. Pues el extraño puente lanzado por l o - representante”
entre-ios procesos materiales del sistema energética''que representa
y el medio en el que los representa, a saber, la conciencia de la filo­
sofía y de la psicología clásicas, se asienta en último lugar sobre la
identidad secreta de los contrarios que une. Y esta identidad se
debe a que el ser de los procesos materiales no es más que el ser repre­
sentado como tal es decir; la conciencia misma.
En Freud, 1.a afinidad, o, más bien, la identidad, entre el ser
material y la concien cia entraña múltiples consecu encias. En
primer lugar, el hecho de que el devenir-consciente reciba en
general la significación de una realización. De este modo, la fuer­
za, la energía, la actividad (cuya posibilidad interior reside en
esa inmanencia radical cuya figura primitiva era el inconsciente
freudiano) se encuentran definidas, por el contrario, conform e
a la tradición, por un proceso de exteriorización. Ese devenir
consciente (devenir que se expresa en la venida al ser bajo la for­
ma del ser-representado) no sólo es el telos que gobierna toda
la doctrina, tanto teórica como práctica, sino que la acción mis­
ma se agota en esa venida y coincide con ella. Al proponer su
interpretación general de la morbilidad, las Lecciones introducto­
rias al psicoanálisis declaran: “La existencia del síntoma tiene por
condición el que un proceso psíquico no haya podido llegar a su fin
normal, de manera que pudiera hacerse consciente... Contra la pene­
tración del proceso psíquico hasta la conciencia ha debido de
elevarse una violenta oposición”. Y más adelante: “El síntom a

27 Ibíd., p. 69, cursiva nuestra; GW, X, p. 267. Se encuentra aquí la con-


¡limación de lo que habíam os avanzado más arriba, a saber, que el hecho de
ser consciente o no, sólo es un carácter sobreañadido a esos “procesos”. [N.
de los T: ibíd., O. C., II, p. 2062, traducción parcialmente modificada por noso­
tros,]
es un sustitutivo de algo que la represión impide que se exterio­
ric e”28. Esta pieza m aestra de la doctrina que es la represión
resulta determinada y comprendida de forma explícita en rela­
ción con el proceso de exteriorización, ad intra del horizonte
ontológico de una metafísica de la representación.
Profundizando en el concepto de inconsciente, Freud habla­
ba de esos “pensamientos inconscientes eficientes” que lo deter­
minan en su fondo como Energía. En calidad de eficientes, tales
“pensamientos” tienden hacia su realización, son tendencias -d e
tal modo, no obstante, que su eficiencia verdadera consiste en
superar esta aspiración a la realidad (el estatuto de simple “ten-
deuda”) para arrojarse a ésta, es decir, a la exterioridad, de mane­
ra que el proceso de exteriorización como tal constituye la efi­
ciencia com o ta l-, A partir de ese m om ento, una insuperable
enfermedad - la de una tendencia insatisfecha- cualifica el esta­
do de todo lo que, no estando así arrojado a la luz del ek-stasis,
o no habiendo podido hacerlo, permanece todavía privado de la
eficiencia de la realización, de esta realización concebida com o
la única posible. La intuición oculta en el corazón del freudis­
mo, según la cual toda vida es desgracia, es arrancada de su con­
tingencia cuando se la refiere a sus últimos supuestos fenome-
nológicos, a saber, que lo más acá del m undo, es decir, lo
inconsciente como tal, está separado de la realidad de tal modo
que resulta ser deseo, y deseo sin fin. Más allá de N ietzsche,
Freud una vez más coincide con Schopenhauer.
La reducción de los modos fundamentales del actuar eficaz a
los procesos de exteriorización de la representación conduce así a
una teoría representativa y en última instancia fantasmagórica del
deseo cuyo error es importante denunciar. Ciertamente, el deseo
se acompaña de un cortejo de representaciones. Según La inter­
pretación de los sueños, la experiencia de la satisfacción de una nece­
sidad se vincula con la imagen del objeto que ha permitido o pro­
curado dicha satisfacción, de tal modo que “la aparición de cierta
p ercepción... cuya imagen mnémica queda asociada a partir de
este momento con la huella mnémica de la excitación emanada de
la necesidad, constituye un com ponente esencial de esta expe­
riencia. En cuanto la necesidad resurja, surgirá también, merced a
la relación establecida, un impulso psíquico que cargará de nue­
vo la imagen m ném ica de dicha percepción y provocará nueva­
mente esta última, esto es, que tenderá a reconstituir la situación
de la primera satisfacción. Tal impulso es lo que calificamos de

28 Op. rit., pp. 275, 278, cursiva nuestra; GW, XI, pp. 303, 307. (N. de los I:
Lecciones introductorias al psicoanálisis, O. C., II, pp. 2305, 2308, traducción par­
cialmente modificada por nosotros.]
deseos. La reaparición de la percepción es la realización del
deseo”29. De este modo, el deseo (que no es otra cosa que la nece­
sidad que se despierta y se cumple como tal en calidad de movi­
miento del cuerpo original, en la esfera, por consiguiente de la
inmanencia de la subjetividad absoluta, y cuyo “cum plim iento”
no es ni puede ser más que el de ese movimiento, el paso él mis­
mo inmanente del malestar ai placer) ve modificados de. forma fun­
damental su ser y su historia: no ser el ser y la historia de la vida
tales como, experimentándose a sí misma, ella los experimenta,
sino una historia de representaciones, el retorno de un recuerdo,
después el de una percepción, el de todas las percepciones que en
conjunto componen la situación objetiva en la que se supone que
se ha producido la experiencia primitiva de satisfacción. Como si
la satisfacción en sí misma tuviese que ver con una disposición
objetiva cualquiera, con representaciones, con imágenes.
Con este desplazamiento en virtud del cual la pulsión de un
deseo, de una fuerza, un movimiento real, p o r ende, se trans­
forma en un movimiento de representaciones, se':reconstruye la
situación histórica ya denunciada en Leibniz y que no repetire­
mos aquí en cuanto tal. En Freud, no obstante, se produce una
consecuencia específica derivada de este estado de cosas, a saber,
el hiperdesarrollo de lo imaginario y, con él, de un universo fan­
tasmagórico y, al fin y a la postre, alucinatorio. En efecto, a par­
tir del m omento en que se considera como una realización del
deseo algo que de ningún modo comporta en sí el momento de
realidad, a saber, una serie de representaciones, esta pseudo-rea-
lización no puede sino producirse sin fin: el deseo ha trocado su
ser por una procesión de símbolos y fijaciones imaginarias cuya
proliferación se ofrece al juego, él mismo interminable, del aná­
lisis. Es preciso partir a la búsqueda del yo [moi] en el bosque de
los signos, las alusiones, los disfraces, en un mundo de objetos
en el que jam ás está.
Queda lo esencial del pensamiento de Freud: la representación
no es el único representante de la pulsión, también lo es el afec­
to. El psicoanálisis nos va a confiar su secreto en esta cita, por fin,
con el fondo del inconsciente y de la vida. Vacilan entonces sus
supuestos explícitos y, en primer lugar, el primero de todos: el diso­
ciar la psique de la fenomenicidad. Pues el afecto no es sólo un
representante de la pulsión que en comparación con la represen­
tación disfruta de esa condición de representante como lo hace
ésta: constituye en realidad su fundamento. Todos los grandes aná­
lisis de la doctrina -especialm ente los de la represión, el destino

29 La sáence der reves (trad. I. Meyerson), París, PUF, p. 463; GYM IHI, p. 571.
[N. de los I : La interpretación de los sueños, O. C ., I, p. 689.1
de las pulsiones, la histeria, la cura psicoanalítica misma conside­
rada en su posibilidad última- establecen ese primado, ciando por
supuesto que sólo importa, precisamente, el destino d e! afecto,
mientras que el de las representaciones le está, de hecho, cons­
tantemente subordinado. Ahora bien, el afecto ni es inconsciente ni
puede serlo, de tal modo que tampoco puede devenir tal. Las declara­
ciones de Freud son categóricas; “En la propia naturaleza de un
sentimiento está el ser percibido o ser conocido por la concien-
cía”30. Y también; “una representación puede existir aunque no
sea percibida. El sentimiento, por el contrano consiste en la per­
cepción misma”31. De este modo, el fon do del inconsciente no es, en
calidad de afecto, inconsciente.
Los dos pasajes anteriormente citados, extraído el uno del artí­
culo de 1915, Lo inconsciente, y el otro de la Nota sobre Saussure,
ponen de manifiesto el apuro que para una filosofía del inconscien­
te suponen tales afirmaciones, pero las precisiones aportadas por
Freud, lejos de restringir el alcance de la tesis, no hacen más que
subrayarla. Al constatar que en la práctica psicoanalítica se habla de
sentimientos -odio, amor- inconscientes, que incluso se emplea “la
extraña expresión de ‘conciencia inconsciente de la culpa’”, así como
también la “paradójica de ‘angustia inconsciente’”, Freud no ve en
esas expresiones sino la impropiedad del lenguaje. Es la representa­
ción a la que el sentimiento está asociado, la que es o puede ser
inconsciente. Separado de ésta, el afecto se vincula a otra represen­
tación, que en lo sucesivo es tomada por la conciencia para la mani­
festación de ese afecto: es entonces cuando se lo llama inconscien­
te, cuando esa denominación sólo conviene a la representación a la
que primitivamente estaba vinculado. Vemos que en este proceso,
el de la represión, el sentimiento no ha cesado de ser “conocido”;
sólo su sentido, en este caso la representación a la que estaba aso­
ciado, ha sido “desconocido”. “Puede suceder en primer lugar que
un impulso afectivo o emocional sea percibido pero desconocido:
reprimida su verdadera representación, se ha visto obligado a enla­
zarse a otra representación y es considerado entonces por la con­
ciencia como una manifestación de esta última representación. Cuan­
do reconstituimos el verdadero enlace, calificamos de ‘inconsciente’
el impulso afectivo primitivo, aunque su afecto no fue nunca incons­
ciente y sólo su representación sucumbió al proceso represivo”32.

30 Métapsychoíogíe, op. cit., p. 82; GW, X, p. 276, [N. de los I : Lo inconscien­


te, O. C., II. p. 2067, traducción parcialmente modificada por nosotros.I
31 Nota sobre la tesis de Saussure “La méthode psychanalynque”, que criti­
caba a Freud a este respecto.
32 Métapsychologie, op. cit., p. 83; GW X, p. 276. De igual modo, la nota sobre
Saussure reconoce: “el derecho de hablar de sentimientos inconscientes con tai
que se recuerde que se trata de una abreviación”. [N. de los T: Lo inconsciente, O.
C., U. pp. 2067-2068, traducción parcialmente modificada por nosotros.)
La represión es precisamente ia experiencia crucial que se nos
ofrece para decidir si un sentimiento puede ser inconsciente o no.
En el caso que acaba de ser examinado, sólo la representación es
reprimida y, por ende, lo que deviene inconsciente. Pero, ¿acaso
no puede la represión dirigirse sobre el afecto mismo de tal modo
que, reprimido el afecto, éste devenga inconsciente? A esta cues­
tión límite del psicoanálisis - y tal vez de toda filosofía--, el genio
de Freud ha respondido citando un proceso totalmente otro que
aquel por el que lo consciente se torna inconsciente (proceso éste
que, en calidad de estructura de la fenomenicidad extática, no
atañe, en efecto, más que a la representación). Lo que él descri­
be es el proceso de la afectividad misma en el que, no'cesando de auto-
afectarse y, así, de aparecer, de ser ‘'conocida'’ dice Freud, se transfor­
m a según las m odalidades presentas por su esencia. La aportación
decisiva de Freud a esta historia de la afectividad, en calidad de
su histonalidad, en calidad de la historialidad del absoluto (his-
torialidad acerca de la cual ya sabemos muchas cosas), consiste
en la puesta en primer plano de la angustia así como en el papel
que se le otorga: pues mientras que, en la represión, ia represen­
tación vinculada al afecto es empujada de nuevo al inconsciente,
el afecto no es suprimido sino cualitativamente modificado, devi­
niendo tal o cual tonalidad. Cuando éstas a su vez son prohibi­
das, reprimidas, se transforman en angustia al mismo tiempo que
el afecto primitivo.
La represión, por ende, no significa aquí desaparición alguna
del afecto ni, por consiguiente, de la fenomenicidad que, por prin­
cipio, le pertenece, sino únicamente su modalización en otro afec­
to y, finalmente, en angustia. El movimiento de la vida no se inte­
rrumpe porque tampoco lo hace su fenomenicidad: lo que adviene
en esa represión de la afectividad es más bien la declinación de
ésta según sus potencialidades propias, de tal modo que esta dimen­
sión cond uce inevitablem ente a la angustia com o su punto en
com ún, como su lugar de paso obligado -estam os tentados de
decir: como su esencia-. Tras haber estudiado la represión de una
representación, las Lecciones introductorias al psicoanálisis afirman:
“Hemos dejado siempre a un lado lo referente a la suerte corrida
por el estado afectivo asociado a la representación reprimida, y
solamente ahora averiguamos que el primer destino de este esta­
do afectivo consiste en sufrir la transformación en angustia, cual­
quiera que hubiese podido ser su cualidad en condiciones nor­
males. Esta transformación del estado afectivo constituye la parte
más importante del proceso de rep resió n ...”33. El análisis de las

33 Op. cit., pp. 386-387; GW, XI, p. 425. [N. de los I : Op. cit., O. C., II, p.
2378.]
psiconeurosis, especialmente de ía histeria, manifiesta que la angus­
tia, lugar de paso y punto de desenlace de todos los afectos, es
también como la moneda de cambio de la vida: “Éste [el estado
afectivo] es siempre sustituido, después de la represión, por angus­
tia, cualquiera que sea su cualidad propia. La angustia constituye,
pues, la moneda corriente por la que se cambia o pueden cam ­
biarse todas las excitaciones afectivas cuando su contenido ha sido
eliminado de la representación y sucumbido a la represión”34. Antes
de elucidar más adelante este fenómeno crucial de la angustia en
su conexión con la histonalidad de la Psique, conviene, no obs­
tante, descartar una objeción.
El afecto, en calidad de simple “representante”, a su vez, de la
pulsión, aunque más fundamental que la representación y ajeno
a su luz, ¿no es, como ella, algo secundario, un simple equivalen­
te, la trascripción de aquello que, permaneciendo en sí ajeno a
toda forma de representación^ no por ello constituye en menor
medida lo naturante último de toda la realidad psíquica y del afec­
to mismo35? No obstante, la pulsión no es a su vez más que un
representante, el de múltiples excitaciones que no cesan de asal­
tar la Psique, o más bien, de algunas de ellas36. La intelección del.
pensamiento de Freud supone retornar aquí el famoso esquema
del Proyecto, de 1 8 9 5 , esquema que, por otra parte, nunca fue
abandonado, y que, por el contrario, determina las concepciones
últimas que ahora abordamos, especialmente en Los instintos y sus
destinos y Más allá del principio de placer. En un sentido, semejante
esquema marca el cénit de la alienación del pensamiento de la exis­
tencia, puesto que impone la interpretación de la misma a partir
del modelo físico de un sistema energético regido por la ley de
entropía. Sin embargo, puesto que ese modelo que se dice cientí­
fico y construido por completo a golpe de hipótesis no es más que
la traducción inconsciente de la vida fenomenológíca absoluta mis­
ma en sus estructuras más profundas, lejos en ese caso de deter­
minarla, el modelo resulta, por el contrario, su representación obje­
tiva, representación cuyos rasgos quedan referidos a ella y
esclarecidos a la luz fulgurante de la vida.

34 Ibíd., pp. 380-381; GW XI, pp. 418-419. [N. de los T: ibíd., O. C., II, p.
2374, traducción radicalmente modificada por nosotros,]
35 Se encuentra aquí de nuevo la situación ampliamente analizada a propósi­
to de Schopenhauer y según la cual la afectividad en general no sería más que el
electo de un conatus más primitivo que ella, del que no haría, en sus tonalidades,
sino reflejar sus vicisitudes. Se ha visto por otra parte que Freud había explícita­
mente designado sus “pulsiones” como io idéntico a la voluntad schopenhaue-
riana.
36 Cf. Métapsychologie, op. cit., p. 18; GW X, p. 23.4: “Ei concepto de ‘pulsión
se nos muestra como un concepto límite entre lo psíquico y lo somático, como
el representante psíquico de las excitaciones”. ¡N. de los I : cf. Los instintos _y sus
destinos, O. C., II, p. 2041, traducción parcialmente modificada por nosotros.1
El pretendido “sistema nervioso” (o, también, “el organismo”
o “el tejido vivo”37) se encuentra determinado en su ser por la
capacidad de recibir dos tipos de excitaciones: las que provienen
del universo exterior y las que tienen su origen en el organismo
mismo - o sea, el doble sistema <¡>y y del Proyecto-. Pero sem e­
jan te capacidad, establecida como la capacidad de las neuronas
de recibir dos tipos de excitaciones, no es más que la inscripción
en el organismo de una doble receptividad ontológica; por una
parte, la receptividad transcendental respecto ai mundo, o sea el
despliegue de éste en el efe-sfasis, y, por otra, la receptividad trans­
cendental respecto a sí, la auto-receptividad de la subjetividad
absoluta en calidad de subjetividad viva - la 'excitación’ no es de
este modo otra cosa que la afección, es decir; la manifestación ella mis­
m a pura según ¡a duplicidad de los modos fundamentales de su cum ­
plimiento fenom enológico efectivo. Es por ello, y sólo por ello, por
lo que a la primera le corresponde un “exterior.” y a la segunda
un “interior”38. :
Los rasgos psico-biológicos atribuidos por el Proyecto a los dos
sistemas tp y \j¡r (el texto f'reudiano se desliza de lo físico a lo b io ­
lógico y de ío biológico a b psíquico, que subrepticiamente con­
tiene la forma de todo lo que le precede) no son ellos mismos más
que la traducción groseramente realista en el lenguaje de la “cien­
cia” de las estructuras que determinan la posibilidad de la expe­
riencia en general. El punto esencial radica aquí en que, al co n ­
trario de ío que sucede en el caso de la excitación extema, a la que
es posible sustraerse gracias a una reacción motriz apropiada, por
ejemplo, la huida, “la excitación pulsional... procede del interior
del organismo mismo”39, de tal modo que el yo [moi] -d e la pági­
na 14 a la 35 el “organismo” se ha convertido en “yo”, el “ser indi­
vidual”- “carece de toda defensa contra las excitaciones pulsiona-
les”40. El hecho de que no sea posible zafarse de ellas se debe a
que “la pulsión, en cambio, no actúa nunca com o una fuerza de
impacto momentánea, sino siempre como una fuerza constante"*1.
Manteniendo la constancia de la excitación, es decir, la constancia
de la afección, el hecho de que no sea posible escapar de ella para
huir, de que no sea posible desarrollar un diferimíento, una dife-

37 Métapsychologie, op. cit., pp. 16, .14, 13; G W X , pp. 213, 212, 211. [N. de
los I : Lbíd., O. C .,Il,p p . 2041,2040.]
38 Ibíd., p. 15, GW, X, p. 212. [N. délos T: ibíd., OC., II. pp. 2040-2041, tra­
ducción parcial mentó modificada por nosotros.]
39 En calidad de representante, la pulsión se define, precisamente, como úni­
co representante de las excitaciones internas. [N. de los T: ibíc!.,' O C , II, p. 2040.1
40 Ibíd., p. 36; GW, X, p. 226. [N. de los I : ibíd., O. C., 11, p. 2048, traduc­
ción parcialmente modificada por nosotros.]
41 lbíd., p. 14; GW, X, p. 212. [N. de los T: ibíd., O C , 11, p. 2040, traducción
parcialmente modificada por nosotros.]
renda, o tomar la menor distancia a su respecto, es decir, respec­
to a sí mismo, el hecho de que, cogido en sí y prisionero de sí mis­
mo, semejante afección como auto-afección no cualifique otra cosa
que la subjetividad absoluta y, así, en calidad de afección inma­
nente de sí por sí, la esencia de la ipseidad y, por consiguiente, de
este modo, el yo [moi] (no ya designado desde lo exterior, sino
implicado en su posibilidad más interior e. inalienable), esto es lo
que dice el artículo sobre la represión: “Tratándose de la pulsión,
la fuga resulta ineficaz, pues elyo no puede huir de sí mismo”42.
La pulsión, al fin y a la postre, no designa en Freud un impul­
so físico particular, sino el hecho de auto-impresionarse a sí mis­
mo sin poder huir de sí jamás y, en la medida en que esta auto-
impresión es efectiva, el peso y la carga de sí mismo. La necesidad
es aquello que se encuentra en esta situación de no poder desem­
barazarse de sí ni suprimirse a sí mismo. “A la excitación pulsional
la denominaremos mejor necesidad, y lo que suprime esta necesi­
dad es la satisfacción”43. La supresión de la necesidad no es más
que su transformación en otra modalidad afectiva. La problemáti­
ca de la pulsión -p o r cuanto el afecto no era más que su repre­
sentante- debía referir la afectividad a un sustrato más profundo:
resulta ya manifiesto que la pulsión reconduce a la afectividad,
puesto que, en calidad de auto-impresión, la pulsión encuentra
su esencia en la afectividad misma. Pero volvamos un poco más
atrás.
Según el Proyecto, el modelo que conduce toda la interpreta­
ción de la Psique y la determina como “aparato psíquico” es el de
un sistema de neuronas investidas de cantidades de energía pro­
venientes de una doble fuente, exógena y endógena, de tal modo,
no obstante, que ese sistema tiende a liberarse de dichas cantida­
des para volver al estado C ^ 0: el principio de inercia. Semejan­
te tendencia parece realizable en lo que atañe a las excitaciones
exógenas, dado que la energía que éstas suscitan puede ser utili­
zada por el organismo en el mismo esfuerzo que lleva a cabo para
huir de ellas. Éste no es el caso de las excitaciones endógenas: no
son puntuales, sino constantes y, sobre todo, no existe la posibili­
dad de distanciarse de ellas. Existen, por ende, según la conceptua-
lización del proyecto, cantidades de energía investidas de forma
permanente en el sistema y , un yo [moi] “perpetuamente investi­
do”, es decir; que la afección en calidad de auto-afección no cesa jam ás.
En otros términos; el sistema no puede desembarazarse de sus can­
tidades de energía porque la vida no puede deshacerse de sí. De

42lbíd., p. 45; G\Y X, p. 248. [N. de los I : La represión , O. C., 11, p. 2053, tra­
ducción parcialmente modificada por nosotros.]
^ Ibíd., p. 14; GW; X, p. 212. [N. de los I: ibíd., OC., 11, p. 2040, traducción
parcialmente modificada por nosotros.]
ahí que el principio de inercia se troca en principio de constancia:
porque hay una “energía” inalienable y porque, de este modo, el
“sistema” sólo puede pretender bajar el estiaje de la misma y no
eliminarla totalmente. El paso del principio de inercia al principio
de constancia camufla y expresa en el lenguaje mítico de la cien-
cia (de 1895) la estructura de la subjetividad absoluta: el sistema
\jí es la imagen de la esencia original de la Psique.-
¿Podemos ahora considerar la afectividad como algo secunda­
rio en relación con esas cantidades de energía que constituyen o
soportan el ser de la pulsión? O bien, ¿tales cantidades no son a
su vez más que la fulguración de las determinaciones afectivas fun­
damentales? Según el explícito esquema explicativo, son las can­
tidades de energía y la ley a la que obedecen, a saber, el principio
de constancia, las que determinan esas tonalidades, puesto que el
“sistema nervioso” tiende a “controlarlas excitaciones”, es decir,
a “reducirlas al nivel más bajo posible”44, sintiéndose esta bajada
de tensión como un placer mientras que su aumento o man teni­
miento en un nivel elevado provoca displacer. Pero no sabernos
nada de esas cantidades de energía, así com o tampoco de sus
supuestas variaciones, y todavía menos de la regulación en virtud
de la cual, determinan las tonalidades. Partimos siempre de éstas,
en realidad, del placer y del movimiento hacia él, El “principio del
placer”, a saber, la “intención fundamental... inherente al trabajo
de nuestro aparato psíquico”45, pertenece a la fenomenología, su
explicación por el principio de constancia sólo es una hipótesis
añadida. Después, al preguntarse por las “condiciones” de sem e­
jante principio, el texto citado declara que “se halla en relación
con la disminución, atenuación o extinción de las magnitudes de
excitación acumuladas en el aparato psíquico”. La Méiapsycholo-
gie no procede de otro modo: “C uando... hallamos que la activi­
dad de los aparatos psíqu icos... se encuentra sometida al princi­
pio del placer, o sea, que es regulada autom áticam ente por
sensaciones de la serie ‘placer-displacer’, nos resulta ya difícil recha­
zar la hipótesis inmediata de que estas sensaciones reproducen la
forma en la que se desarrolla el control de las excitaciones..., sin
embargo, mantendremos el carácter altamente indeterminado de
esta hipótesis46”.
De forma similar, resultará manifiesto que la represión no está
dirigida por una huida ante el crecimiento de la excitación, sino

44 Ibíd., p, 16; GW, X, p. 213. jN. de los I : ibíd., O. C., U, p. 2041, traduc­
ción parcialmente modificada por nosotros.]
4Í Introduction á la psychanalyse , op. cit., p. 335; GW, XI, p. 369. [N. de ¡os T:
Lecciones introductorias al psicoanálisis, O. C ., II, p. 2344, traducción parcialmen­
te modificada por nosotros.)
46 Op. cit., p. 17; GW, X, p. 214. [N. de los I : Los instintos y sus destinos, O. C .,
II, p. 2041, traducción parcialmente modificada por nosotros.]
por una huida ante el; displacer -y, lo que es más, ante el displa­
cer actual, actualmente experimentado-, es decir, que se propone
como un proceso inmanente a la vida fenomenológica e idéntico,
a ella: ‘i a represión no tiene otro motivo ni otro fin que evitar el
displacer”47. La represión plantea un problema teórico difícil por­
que, dado que la satisfacción de una pulsión es siempre placen­
tera, resulta difícil atisbar por qué razón habría de ser reprimida la
pulsión. No puede ser más que por causa de “cierto proceso por
el cual el placer, producto de la satisfacción, queda transformado
en displacer”48. De este modo, el juego de las cantidades y de sus
variaciones, pretendidamente regido por el principio de constan­
cia, se reduce en realidad a una regulación por la serie placer-dis­
placer, es decir, a una dialéctica de la afectividad misma, quedan­
do por completo reabsorbido en ella.
En el momento en que, como se ha dicho, sentimos en el pla­
cer la disminución de la excitación o en el displacer su aumento,
la “excitación” de la que se trata no está más allá del placer, de la
tonalidad afectiva: es una palabra para decir su contenido feno-
menológico -d e ningún modo, la excitación o la cantidad de ener­
gía investida en las neuronas y de la que nada sabemos-. Debido
a un grave abuso del lenguaje, la explicación científica queda inte­
grada en 1a experiencia y parece, de este modo, demostrada por
ella, como si fuesen realmente las energías neuronales las que se
sienten directa y verdaderamente en el placer o en el displacer.
¿No afirma Freud lo contrario? “En la serie gradual de los sen­
timientos de tensión sentimos directamente el aumento y ía dis­
minución de las magnitudes de excitación”49. Pero nótese que esta
proposición -e n la que se concentra el equívoco de las problemá­
ticas que no han sido capaces de circunscribir el lugar en el que
se mueven y que, al no haber practicado la reducción, confunden
“físico” y “psíquico”, y mezclan de forma inextricable sus propie­
dades- interviene precisamente en el momento en el que en 1924,
en El problema económico del masoquismo, Freud abandona brusca­
mente su tesis incansablemente repetida desde el Proyecto para
reconocer que el placer puede corresponder a un aumento de la
tensión y el displacer a una disminución: el contenido físico, la
energía neuronal real, aquella que debía disminuir en el placer y
aumentar en el dolor, es puesta entre paréntesis, al mismo tiempo
que todo el sistema edificado hasta entonces. Lo que se toma en

47 Ibíd., p, 56; GW, X, p. 256. [N. de los X: La represión, O. C., II, p. 2057, tra­
ducción parcialmente modificada por nosotros.]
48 Ibíd., p. 46; GW, X, p. 248,' (N. de ¡os T.: ibíd., O. C., II, p. 2053.)
49 Le probléme économique du masochisme, en Rev. Fran^aíse de Psychanaly-
se, II, n.° 2, 1928, p. 212; GW, XIII, p. 372. [N. de ¡os I : El problema económi­
co de¡ m asoquism o , O. C., III, p. 2753, traducción parcialmente modificada por
nosotros.]
cuenta es sólo una excitación, una tensión fenomenológica, y es a
propósito de esta excitación que Freud constata que está presen­
te en el placer, en ese placer que consiste precisamente en esa exci­
tación y que coincide con ella -a sí como constata que en el dolor
está presente un sentim iento de hundim iento, en el dolor que
coincide con semejante sentim iento-. Restablecido en su integra-
lídad el texto, afirma lo siguiente: “En la serie gradual de los sen­
timientos de tensión sentimos directamente el aumento y la dis­
minución de las magnitudes de excitación, y es indudable que
existen tensiones placientes y distensiones displacientes”. Al fin y
al cabo, en el mismo Freud, la fenomenología hace venirse abajo
el esquema especulativo inicial.
La interferencia mutua entre el discurso “científico” y el dis­
curso í'enomenológico se expresa en la extraña denominación de
la afectividad bajo el término de cantidad de afecto (Ajfecktbetmg).
La cantidad designa, parece, eso cualitativo puro que es lo afecti­
vo como tal sólo porque en realidad mienta más allá'de él el esta­
do energético del sistema neuronal, las cantidades; de energía que
están investidas en él, o sea, aquello de lo que se supone que ei
afecto es el representante. Si se deja de lado ese tras-mundo míti­
co del Proyecto, la cantidad, transpuesta sobre el plano fenome-
nológico mismo, ¿tiene todavía sentido? Ahora bien, de lo que se
trata entonces no es de no importa qué cantidad, de una cantidad
indiferente, sino de un “demasiado”. En el mom ento en que la
carga energética de las neuronas cede su lugar a la “carga de afec­
to”, esta carga es justam ente afectada por ese exceso, es “dem a­
siado pesada”; la carga misma resulta eso “demasiado pesado”, es
el afecto mismo en calidad de cargado de sí, soportándose a sí mis­
mo y no pudiendo huir de sí -e n calidad de esencia de la vida-.
La “descarga” de las neuronas, es decir, la liquidación de las can­
tidades de energía investidas en ellas, no es a su vez sino la tras­
posición en el imaginario ideal de la ciencia de esta esencia de la
vida en su pasividad insuperable respecto a sí, y de su movimien­
to para intentar huir de aquello que de opresivo hay en su ser. “La
verdadera tarea de la represión”, a saber, “la liquidación de la car­
ga de afecto”, los “procesos de descarga”50 que constituyen el des­
tino de las pulsiones en calidad de destino de los afectos, no expre­
san otra cosa que esa “carga de la existencia” y la huida de ésta
ante ella, es decir, ante ella misma. El concepto freudiano de angus­
tia expresa a su vez esta situación.
Existe una lectura superficial del freudismo que debe buena
parte de su éxito al hecho de haberlo reducido a una suerte de his-

50 Métapsychologie, op. cit., p. 84; GW, X, pp. 277-278. [N. de los I : Lo incons­
ciente, O. C .y 11. p. 2068, traducción parcialmente modificada por nosotros.]
tona empírica en la que se ilumina el destino del hombre, en este
caso, el destino del adulto a partir del del niño o incluso de! feto.
De acuerdo con esta lectura, la angustia (de forma especial) tien?
su origen en la angustia infantil y, finalmente, en el traumatismo
del nacimiento que ella reproduce y repite indefinidamente. Para
el niño que nace, así como enseguida para el lactante incapaz de
subvenir por sí mismo a sus necesidades, se trata entonces de una
situación de desamparo en la que un brusco aflujo de excitacio­
nes no controlables se traduce inmediatamente en esa situación
de desamparo psíquico que es la angustia. Ahora bien, si toma­
mos cierta perspectiva en relación con esta angustia infantil que
vuelve en los análisis de Freud como lo hace en la vida, vemos que
no constituye una angustia particular, vinculada a momentos deter­
minados de una historia empírica - a la infancia-, sino el modelo
o el prototipo de la angustia verdadera o, mejor, su esencia.
Lo que la caracteriza es que no se trata de una angustia ante
un peligro exterior real, una angustia ante el objeto (RealangsO,
sino ante la pulsión. Ahora bien, la pulsión a su vez, especialmente
la libido, no es, recordémoslo, provocada por ningún excitante
externo; es un excitación endógena, una auto-excitación, o sea, la
vida misma. Esta es la razón por la que la angustia ante la pulsión
no es precisamente una angustia ante ella, porque entonces, como
en el caso del miedo ante una amenaza extraña, sería capaz de apar­
tar la vista de la misma, huir de ella.
A buen seguro, la angustia es a menudo descrita por Freud
como una huida ante la libido. Llega más bien a comparar esta
huida con una huida ante el objeto, de tai modo que el yo “se
comporta con respecto a este peligro interior del mismo modo
que si de un peligro exterior se tratase”51 -e n este caso, los meca­
nismos de defensa consisten en la formación de síntomas con­
tra los cuales la angustia intenta de algún modo trocar su propia
existencia y, así, autodestruirse-. De este modo, la angustia es
en realidad una huida ante sí, de tal suerte que, en esta relación
consigo de la angustia, no existe precisamente un “ante”, sino la
imposibilidad por principio de desplegar “ante” alguno. La hub
da se realiza a partir de la angustia, es la angustia quien la pro­
voca, quien quiere huir de sí misma y quien, habitando el ser de
esta huida que ella determina, nunca lo logra. Se trata, de forma
más precisa, del sentimiento de no poder huir de sí de quien se
encuentra constituido esencialmente por sem ejante imposibili­
dad. La angustia es el sentimiento del ser en calidad de vida, es
el sentimiento del Sí.

31 Introcluction á la psychanalyse, op. cit., p, 382; GV^ XI. p. 420. |N. de los T:
Lecciones introductorias al psicoanálisis, O. C., II, p. 2375.]
En términos freudianos: la vida es la pulsión, la libido; la angus­
tia es el sentimiento de la libido, la experiencia que la libido hace de
sí misma no en calidad de esta libido particular, sino en calidad de
acorralada en sí, en su incapacidad de romper el nexo que la vincu ­
la consigo m ism a-en la medida en que la experiencia de esta inca­
pacidad es fenomenológicamente la angustia, o sea, esa impresión
de estrechez y ahogo cuya ejemplificación empírica es la venida al
mundo del niño--. El hombre no es capaz de sentir angustia porque
haya venido ai mundo en medio de contracciones de dolor y de!
pánico de la asfixia, sino que sólo ha conocido ese pánico y experi­
mentado ese dolor porque era capaz de sentir angustia, porque esta­
ba originalmente constituido en sí mismo como un viviente y como
un Sí, como así lo declara textualmente Freud; “la angustia, que sig­
nifica una huida del yo ante su libido, es, sin embargo, engendrada
por esta ú ltim a... La libido de una persona es algo inherente a la
misma y no puede oponerse a ella como un factor externo’02.
No es la libido, a decir verdad, la que provoca la angustia, sino,
de forma más precisa, la libido inernpleada, Un poco más adelante
del pasaje arriba citado se lee que la angustia neurótica no es un
fenómeno secundario, un caso particular de angustia ante el obje­
to: “la observación directa del niño nos muestra algo que, com o
conduciéndose como angustia real, tiene con la angustia neuróti­
ca un esencialísimo rasgo com ún: la procedencia de una libido
inernpleada”, “la angustia infantil... se aproxima, por lo contrario,
considerablemente a la angustia neurótica de los adultos. Com o
ésta, debe su origen a la libido inernpleada”, “en éstas [las fobias]
su desarrollo es idéntico al de la angustia infantil. La libido inem-
pleada sufre en ellas una incesante transformación en una aparente
angustia ante el objeto y, de este modo, el más mínimo peligro
exterior queda así capacitado para constituir un sustitutivo de las
exigencias libidinosas”53.
¿Qué es la libido inernpleada? La libido reprimida. Pero la libi­
do reprimida rio es por ello puesta entre paréntesis, no cae de
ningún modo fuera de la experiencia: todo lo contrarío; y aquí
la teoría de la represión del afecto que hemos defendido recibe
una confirm ación manifiesta: la libido reprimida es una libido en
la que la experiencia que ella hace de sí es llevada hasta el colmo, has­
ta hacerse insoportable, hasta ese grado de sufrimiento de quien,
no pudiendo soportarse a sí mismo, intenta huir de sí y escapar
a sí, de tal modo que la angustia no es otra cosa, en el seno de
este sufrimiento y su acrecentam iento, que el sentim iento que

j~l Ibíd.
33 Ibíd., pp. 384-386; GW, XI, pp. 422, 424, traducción modificada [N. de
los T: ibíd., O. C., II, pp. 2376, 2377, traducción parcialmente modificada por
nosotros. |
ella tiene de no poder huir de sí: “Lo que más facilita el naci­
miento de una neurosis es la incapacidad de soportar durante un
periodo de tiempo más o menos largo una considerable repre­
sión cíela libido”5*.
¿Qué es una libido “empleada’7, gastada, librada, que se libera
al fin y que se expresa? En la medida en que la libido inempleada,
“acumulada”, es una libido que en resumidas cuentas está ahí, que
se puede sentir en todas las partes de su ser, hasta el punto de no
poder sentirse ni soportarse a sí mismo; en la medida en que, por
consiguiente, sobre la base de esta esencia del sufrirse a sí mismo,
no es otra cosa que la vida, en esta medida el cumplimiento de la
libido, que encuentra su figura en la liquidación de ías energías
investidas en el sistema neuronal y en su tendencia hacia el esta­
do C = 0, no es a su vez más que la liquidación de la vida misma.
El freudismo es el último jalón de esta historia que, negando la
definición del hombre por el pensamiento, descubre la vida en lo
más profundo de él. Pero el freudismo no ha tomado en conside­
ración la vida sino para liquidarla. La significación de la entropía
en el esquema especulativo inicial del Proyecto emerge ante noso­
tros.
En la medida en que la vida - s i se trata por ende de la esencia
de la Psique- es la transcripción, el equivalente, el representante
de un sistema energético tendente a la abolición de las cantidades
que lo constituyen y, así, a su auto-supresión, en ese caso no es
en sí misma más que el movimiento de esta auto-destrucción, el
esfuerzo hacia y la aspiración a su propia muerte. La vida feno­
menológica en sus determinaciones más profundas, en sus deter­
minaciones afectivas, revela ese movimiento. El placer es ju sta ­
mente la prueba interior de esa auto-destrucción en su
cumplimiento; su goce es como el consentimiento secreto de la
vida a la muerte, porque la muerte y el movimiento hacia ella son
la propia esencia de la vida: “Todo lo viviente muere por funda­
mentos internos, volviendo a lo inorgánico...: la meta de toda vida
es la muerte”55.
Más allá del principio del placer, como se sabe, ha introducido
una nueva pulsión, más profunda que el placer o, al menos, ante­
rior a su ejercicio, porque el principio del placer sólo puede ope­
rar si la energía libre del organismo ha sido previamente vincula­
da por una compulsión de repetición que pretende restablecer “la
inercia de la vida orgánica” y, finalmente, el estado de inorganici-
dad: aquello que subtiende semejante compulsión es la pulsión

54 Ibíd., cursiva nuestra. (N. de los T: ibíd., O. C., II, pp. 2376-2377.]
55 A n d ela du principe tie píaisir, en Esscris de psychanalyse, trad. de S. Jankélé-
vitch, París, “Petite Bibliothéque Payot”, 1971, p. 48; GW, XIII, p. 40. [N. de los
I : Más allá del principio del placer, O. C , III, p. 2526.]
de muerte; En calidad de “tendencia propia de lo orgánico vivo a
la reconstrucción de un estado anterior”56, es decir, a mantenerlo
en un nivel de excitación lo más bajo posible, la pulsión de muer­
te, lejos de oponerse al principio del placer o de precederle en la
génesis de la realidad, es idéntica a él. El rodeo por la compulsión
de repetición y la precariedad de medios teóricos empleados para
introducir ia pulsión de muerte serían realmente inútiles si esta
ultima no es más que la reafirmación de ios supuestos que no han
cesado de guiar la doctrina, si, por encima del con.jui.ito de la obra
y poniendo de manifiesto su significación verdadera, Más allá d d
principio d d placer y el Proyecto de una psicología para neurólogos se
dan la mano.
Contra la muerte, y para mantener ai menos provisoriamente la
vida - y ello pese a todo--, hay algo más bien que nada, resta Eros,
cuyos méritos celebra sin solución de continuidad Más allá del prin­
cipio del placer: “Eros, que asegura la conservación y da-preservación
de todo lo que está vivo”, “Eros, cuya función consiste:en conservar
y mantener la vida”, “Eros, que intenta aproximar y mantener reuni­
das las partes de 1.a sustancia animada”, “Eros, que asegura la cohe­
sión de todo lo que vive’0 '1. ¿Cómo Eros mantiene la;vida? Ello sólo
puede ser -si la muerte consiste en la disminución progresiva de las
cantidades de energía investidas, en su liquidación- mediante el
aumento de éstas, mediante ese tipo de inversión por la que el orga­
nismo, en lugar de tender hacia lo inorgánico, por una suerte de arcan-
que y revuelta contra su propia ley, se abre por el contrario a la irrup­
ción en él de energías nuevas y consiente en su acrecentamiento -d e
tal modo que la vida es este acrecentamiento y ya no la entropía, y
de tal suerte que Eros, en quien se exaltan esas energía vivas, se opo­
ne al goce cómplice de la muerte: iEros contra el placer!-.58

56 Ibíd., p. 46; GW, XIII, p. 38. [N. d élo s I : ibíd., O. C , III, p. 2525.]
57 Ibíd., pp. 66¡ 68, 77, 64; GY^XIII, pp. 56, 58, 66, 54. Mismo tema en el
Ahrégéde psychanalyse, op. cit., p. 8; GW, XVII, p. 71: “El primero de dichos ins­
tintos básicos [Eros] persigue el fin de establecer y conservar unidades cada vez
mayores, es decir, la unión”. (N. de los T: ibíd., O. C , III, pp. 2534, 253.5, 2539,
2533, traducciones parcialmente modificadas por nosotros; Compendio del psico­
análisis, O. C , III, p. 3382.]
38 Sobre esta cuestión cf. E Ricoeur, De l’interpretation. Essai sur Freud, París,
Le Seuil, 1965, pp. 312-315, y, especialmente: “¿Debemos llegar a afirmar que
principio de constancia e instinto de muerte coinciden? Pero entonces la pulsión
de muerte, introducida expresamente para dar cuenta del carácter pulsional de la
compulsión de repetición, no está más allá del principio del placer, sino que en
cierta forma, se identificaría con él". En este extraordinario trabajo, que constitu­
ye una de las raras aproximaciones filosóficas al freudismo, E Ricoeur pone e n ju e ­
go supuestos radicalmente diferentes de los nuestros: el universo simbólico es la
mediación indispensable para un conocimiento de sí que sólo puede ser el fruto
de una hermenéutica. De este modo, quedan salvaguardados los derechos de la
conciencia intencional. El afecto mismo no tiene significación más que en la m edi­
da en que se vincula a una representación: ¿no es él mismo un representante de
la pulsión? El concepto de “representante”, del que E Ricoeur ha mostrado su
Para estas contradicciones: enormes, para esta incoherencia
en la que se pierde, en Más allá del principio del placer, toda línea
conceptual (la celebración de Hros, por ejem plo, que se hace
remontar a Platón, está también precedida de la repetición obse­
siva del principio entrópico, ele la hipótesis que “deriva un ins­
tinto de la necesidad de reconstituir un estado anterior"), Freud no
tiene cura, y ni siquiera las percibe. Fíablando de la “renovación
de la vida” que “sucede por la afluencia de nuevas magnitudes
de excitación”, añade: “Esto es favorable a la hipótesis de que el
proceso ele la vida del individuo conduce, obedeciendo a causas
internas, a la nivelación de las tensiones químicas; esto es, a la
muerte, mientras que la unión con una sustancia animada, indi­
vidualmente diferente, eleva dichas tensiones y aporta, por decir­
lo así, nuevas diferencias vitales, que tienen luego que ser agota­
das viviéndolas”59,
Ahora bien, más allá de esas contradicciones y de sus oscila­
ciones60, ¿no es la vida, como su posibilidad última y como su ver­
dad, aquello que sostiene y desarrolla su esencia, ella que es lo
menos y lo más, a quien, en el seno de su desamparo, le está dada
hacer con más fuerza la experiencia de su ser, embriagarse y gozar
de sí? El placer de morir es una contradicción en los términos por­
que es una forma de la vida y le pertenece. Freud no ha captado
de la vida más que su fondo oscuro, ese lugar de las primeras angus­
tias en el que, acorralada contra sí misma, no piensa más que en
huir de sí. Ha seguido el camino de la liquidación de sí hasta el
final, no reconociendo en la vida más que ese rostro atroz de la
pulsión de muerte, presente desde el Proyecto del 9 5 61. No ha vis­
to el sentido de esos comienzos difíciles: que el dolor pertenece a
la edificación interior del ser y lo constituye, que este nacimiento es
un nacimiento transcendental -q u e lo insoportable no es disociable
de la embriaguez y conduce a ella-.
Resumamos: el inconsciente no existe - s i se descarta el hecho,
en este caso la ley apriorística de toda fenomenicidad extática, de

importancia, particularmente en la Métápsychoíogie, aparece corno el medio para


reimroducir el energetismo freudiano en una psicología esencialmente definida
por la representación (cf. ibíd., p. 152). ¿No se pierde entonces la originalidad de
un pensamiento de la vida? [N. de los T.: existe traducción al castellano, Ricoeur,
E, Freud: una interpretación de la cultura (trad. de A. Suárez), Siglo XXI, México,
1975, p. 276 (traducción parcialmente modificada por nosotros) y p. 102 yss.
para más detalles sobre la relación pulsión-re presentación.]
5Q Essais de psychanalyse, op, cit., pp. 72, 70; GW, XIII, pp. 62, 60; cursivado
por Freud. [N, de los T: Más allá del principio de! placer, O. C., III, pp. 2537, 2536.]
11,0El problema económico del masoquismo, como se ha visto, reconocerá un pla­
cer vinculado al acrecentamiento de las tensiones.
61 Cuando la posteridad -lo que se podría denominar el freudismo popular
-h a considerado el psicoanálisis como una liberación de la sexualidad, de los ins­
tintos y, de este modo, de la vida, no sabía que liberar, en este caso, quiere decir
suprimir.
que casi todo lo representado se encuentra excluido de la repre­
sentación-, Fuera de la representación, lo representado no su b­
siste por ello bajo forma de “representaciones inconscientes”, esas
entidades para las cuales el freudismo ha imaginado destinos fan­
tásticos.
En cuanto al inconsciente que designa la vida, no se lo podría
reducir a la negación vacía del concepto formal de fenomenicidad,
si la vida es el inicial llegar a sí del ser bajo ia forma de afecto, su
acrecentamiento de s í ..si, ai fin y a la postre, las cantidades “de
excitaciones”, su aumento y disminución, no son más que ia expre­
sión en el imaginario energético del pathos fundamental de esta
vida-.
Una de las intuiciones decisivas de Freud, quedo sitúa en la
línea de Schopenhauer y Nietzsche, es precisamente que ese pat­
hos de la vicia determina su representación y, por consiguiente,
tanto la represión (cuya posibilidad última hemos .exhibido sin el
recurso a los encajes de las hipótesis de la metapsicología, antes
bien, gracias a su rechazo) como el retorno de lo reprimido. Los
mejores textos son aquellos en los que aflora ese primado de la
afectividad, "esta subordinación del intelecto a la vida”62, de esos
recuerdos difícilmente borrables “de ofensas o humillaciones”6-5,
que afirman que no hay necesidad de conocer el pasado de cara a
la acción, que en el retorno a la conciencia de los recuerdos pató­
genos la emoción renace antes de su contenido representativo, que
un “com plejo” es “una agrupación de elementos representativos
conjugados y cargados de afecto”64, etc. ¿No muestra la cura mis­
ma que la representación por el anáfisis de su propia situación, de
sus conflictos y de su historia, es inútil mientras no intervenga la
condición de esta conciencia, es decir, una modificación de la vida?
Freud reconoce, sin quererlo, que el inconsciente no escapa a
toda forma de fenomenicidad, sino que, como más acá del ek-sta-
sis, es el lugar del primer aparecer, de su auto-aparecer como vida
y como afectividad, cuando la Metapsychologie declara de forma
decisiva que “los procesos in c ... se hallan sometidos al principio
del placer,. ,”65, cuando al término de su reflexión sobre la supers­
tición y al proponer una teoría general de las concepciones m ito­

62 Introduction á la psychanalyse, op, cit., p, 274; GW XI, p. 303. [N. de los T:


Lecciones introductorias al psicoanálisis, O. C., H, p. 2305.)
63 Ibíd., p. 65; GW XI, p. 72. [N. dé los I : ibíd., O. C., II, p. 2165.!
64 Cinq kfons sur la psychanalyse, trad., Y. Le Lay, París, “Pe ti te Bibliotheque
Payot”, p. 34; GW VIII, p. 30. En la medida en que un “com plejo” es un sopor­
te afectivo de representaciones vinculadas por ese soporte, dicho complejo no es
algo “inconsciente”, sino una fuente latente de representaciones potencíales cuya
unidad “temática" es esta fuente, o sea, el alecto mismo. '(N. de los T: Psicoanáli­
sis. Cinco conferencias pronunciadas en la Clark Universüy, O. C., 11, p. 1547, tra­
ducción parcialmente modificada por nosotros.]
65 Op. cit.? p. 97; GW X, p. 286. [N. de los I : Lo inconsciente, O. C., II. p. 2073.1
lógicas, religiosas y metafísicas del mundo, la Psícopatología de la
vida cotidiana las explica como una proyección exterior de la reali­
dad psíquica y, así, como su desvelamiento ante la conciencia repre­
sentativa -d e tal modo que esta proyección supone la conciencia oscu­
ra de ¡o que ella proyecta: “La oscura percepción (podríamos decir
percepción endopsíquica) de ios factores psíquicos y relaciones de
lo inconsciente se refleja... en la construcción de una realidad sobre­
natural que debe ser vuelta a transformar por la ciencia en psicolo­
gía de lo inconsciente'’’66--, Añadida a “oscura percepción”, una nota
declara: “percepción exenta, naturalmente, de todo carácter de
conocim iento”. Pero esta “percepción endopsíquica”, esta “oscu­
ra percepción... de io inconsciente”, su afectividad, hace venirse
abajo todo el aparato dogmático del freudismo, al designarlo como
un pensamiento de la vida que ha sido incapaz de equipararse a
su proyecto.
No obstante, ¿acaso una determinación radicalmente fenome­
n o lo g ía de la “realidad psíquica” no deja en suspenso dificulta­
des últimas?

66 Psychüpatfiüíogie de la vie quotidienne, trad. S. jankélévitch, París, “Petite


Bibliothéque Payot”, p. 276; GW, iy pp. 287-288. [N. de ¡os T: Psícopatología de
ia vida cotidiana, O. C., I. p. 918.3
Potencialidad
Esas dificultades aparecieron tan pronto como Descartes hubo con­
cebido su extraordinario proyecto de definir el hombre como la
esencia original de la fenomenicidad pura, y ésta, a su vez, como
una suerte de omni-fenomenicidad, como un aparecer que se anun­
cia a sí mismo -por tanto, en el aparecer- en cada punto de su ser,
idéntico a este aparecer mismo. En efecto, desde ese mom ento,
desde el momento en que el alma fue considerada como la omni-
exhibición en sí misma del aparecer y como reabsorbiendo en éste
ía totalidad de su ser, ¿qué parte de ese ser podía todavía escapar
realmente a la “conciencia” así entendida, y no ser “conocida” en
este sentido radical?
Por eso, las objeciones prorrumpieron por todas partes. Pues,
a menos que se concibiese este alma como el vacío, un vacío tras­
lúcido, como una nada transparente a sí misma, rechazando enton­
ces toda diversidad y toda positividad fuera de ella, en la opacidad
del ente; habríamos de hacer frente inevitablemente al problema
de la efectividad fenomenológica de la totalidad exhaustiva del ser
en cuanto tal, si es que el ser encuentra su esencia en el aparecer
y, más aun, en el auto-aparecerse inmediato de éste en su totali­
dad. Así, Descartes (que no concebía el alma como esa nada o
como una forma vacía, sino como la infinita riqueza y diversidad
de la vida) tuvo que responder de esta riqueza y diversidad en cuan­
to a su posibilidad de exhibirse de forma integral en esa omni-exhi-
bición de sí declarada idéntica a su ser y, de este modo, a aquello
que en cada caso debían ser dicha riqueza y diversidad.
En primer lugar se planteé) la crítica de las ideas innatas, ideas
que supuestamente constituían la riqueza de dicha alma, su “teso­
ro”. Pues si cada una de ellas extrayese la posibilidad de su ser del
auto-aparecerse inicial de! aparecer, en ese caso se aparecerían todas
a sí mismas de forma constante> haciendo ele nuestro espíritu una
suerte de vía láctea transcendental deslumbrante de la que, a decir
verdad, no tendríamos apenas más que su concepto. Y el feto en
el vientre materno, tan pronto como se le infundía el alma, no por
ello poseía -com o irónicamente se decía- esta maravillosa idea de
Dios sobre la que Descartes iba a construir toda su metafísica. Pero,
como hemos visto, la totalidad de los contenidos conscientes caí­
an bajo semejante crítica. La psicología del siglo xix, reemplazada
por Freud, y no apercibiendo en la luz más que uno solo de esos
contenidos, mientras que todos los otros -lo s recuerdos en los que
no pensamos™ permanecen sumergidos en un estado de “lateri­
cia”, hace añicos ese cristal del aparecer del alma cartesiana, sus­
tituyéndolo por la anti-esencia de la fenomenicidad efectiva: el
Inconsciente.
Una fenomenología radical ha puesto en evidencia la confu­
sión de la que proceden estas “objeciones”. La delimitación onto-
lógica del concepto de inconsciente ha disociado de manera rigu­
rosa, por una parte, la no-fenomenicidad que pertenece al “mun­
d o” com o la finitud de su horizonte y, por otra, la de la vida.
“Inconsciente” quiere decir, por tanto, dos cosas totalmente dife­
rentes, en función de si con él se hacía referencia a la oscuridad
en la que zozobra inevitablemente todo contenido consciente, des­
de el momento en que se despoja del “presente” de la intuición o
de la evidencia para no ser más que una representación virtual, o,
por el contrario, si se hacía referencia a la vicia misma en la m ed i­
da en que se oculta por principio a la luz del ék-stasís. Ahora bien,
esta doble referencia se cumple constantemente en Freud, y se ha
mostrado cómo la simple falencia de los contenidos representati­
vos deja paso a una consideración más profunda.que tematiza el
inconsciente en su conexión con la esencia original'de la vida y
con el modo primitivo de su cumplimento inmanente: la acción,
la fuerza, la pulsión, la Energía.
En lo que atañe al inconsciente calificado corno ei de la repre­
sen tidad, en la medida en que descansa sobre la ■.■Virtualidad de la
mayor parte de nuestras representaciones, presupone en realidad
la creencia en su existencia real bajo forma de contenidos discre­
tos yuxtapuestos en un inconsciente inventado con el úrico fin de
recogerlos en él. El inconsciente se propone entonces como la últi­
ma ilusión de una metafísica de la representación: el m anteni­
miento y la persistencia de lo yuxta-puesto y de lo ex-puesto en
cuanto tal, es decir, de la esencia extática de la fenomenicidad -e n
ausencia, no obstante, de la efectividad fenomenológica que el e.k-
stasis constituye en sí y por sí m ism o-.
Descartes había denunciado este error. Lo que permanece en
el alma no son en ningún caso esos contenidos representativos en
su ex-posición y yuxta-posición extática, sino “la facultad de pro­
ducirlos”. En consecuencia, el alma no es como un “almacén de
ideas” donde estarían depositadas todas esas entidades conscien­
tes consideradas según su realidad objetiva y subsistiendo com o
tales. El inconsciente-receptáculo de Bergson, de Freud y de la psi­
cología de la época, podía ser abandonado sin pena al universo fic­
ticio de las hipótesis de la especulación inhábil, al realismo grose­
ro de las mitologías.
Sin embargo, como también se ha mostrado, el desplazamien­
to al que nos fuerza Descartes -la toma en consideración de la rea­
lidad formal de la idea en lugar de su realidad objetiva- sólo pue­
de recibir una significación decisiva si no se limita al de lo naturado
a lo naturante, del contenido representativo al poder que lo pro­
duce. Con esta modificación temática, lo que en verdad se alza ya
ante nuestra mirada y se propone como objeto de una elucidación
radical es la idea de poder, de Fuerza. El pensamiento clásico fra­
casa a este respecto porque el poder encargado de formar las repre­
sentaciones y, así, de dar cuenta de la posibilidad de su repetición
indefinida,: de su reproducción y reconocimiento, es precisamen­
te el poder de la representación, su pro-ducción considerada en sí
y por sí misma, en una palabra, la conciencia extática. Semejante
pensamiento dispone de la luz del ek-stasis, y sólo de ella, cuando
dicha luz se hurta inevitablemente a la cuestión del estatuto feno-
m enológico de ese poder por el que todas las representaciones
son: dado que ese estatuto es precisamente el mismo que el de la
realidad objetiva de las ideas, la regresión de éstas a su namrante,
ia toma en consideración del poder que las forma, no ha servido
para nada.
Además, tanto en los com entadores de Descartes com o en
Descartes mismo, se observa que las incertidumbres relativas a
la efectividad fenomenológica del contenido del alma se repiten
exactamente cuando, al dejar de lado su realidad objetiva infini­
tamente variada, se consideran los actos que en cada caso la pro­
ducen: éstos no se efectúan más que por un momento, el tiem ­
po de su actualización es de forma idéntica el de su actualidad
fenomenológica, el de su breve aparición en el. campo de la con­
ciencia, antes de que recaigan, como sus contenidos, en la noche
de la inconsciencia.
De tales actos se dirá que no son precisamente más que la actua­
lización de los diversos poderes y facultades del alma; son estas
facultades las que permanecen en ella com o su realidad. Pero,
¿cómo y bajo qué forma? Si la omni-exhibición de sí misma cons­
tituye la esencia del alma y de todo aquello que le pertenece, de
todo lo que está “en ella”, ¿no son dichas facultades “fenómenos
absolutos”, presentes por completo a sí mismas a cada instante
-u n a vía láctea transcendental de los poderes del alma esta vez
yuxtapuesta a la de sus “ideas innatas”-?
Evidentemente no. Por tanto, resulta forzoso reconocer que
tales facultades no pueden estar en el alma más que en potencia,
y que su mera actualización, cuando se produce, obedece a la ley
de la omni-fenomenicidad, en la “actualidad fenomenológica”. Se
olvida la afirmación crucial según la cual la existencia en potencia
no es nada: “el ser objetivo de una idea no puede ser producido
por un ser que existe sólo en potencia -la cual, hablando con pro­
piedad no es nada-, sino sólo por un ser en acto, o sea, fo rm ar1.
Pero si la existencia en potencia no es nada y no puede pro­
ducir la realidad objetiva de la idea, ¿cómo podría constituir el ser
de la facultad respecto a la cual esta producción no es más que su
puesta en práctica? Esta es la razón por la que, en el mismo texto
en el que se concede la existencia en potencia de la facultad, se
aprecia que Descartes corrige su afirmación por otra más decisiva,
a saber, la posibilidad que tiene el alma de apropiarse de dicha
facultad y, al punto, servirse de ella - o sea, la posibilidad de prin­
cipio y la esencia de todo poder como tal: “Mas debe notarse que,
si es cierto que tenemos conciencia actual de los actos u opera­
ciones de nuestro espíritu, no siempre la tenemos de sus faculta­
des, salvo en potencia. De manera que cuando nos aprestamos a usar
de alguna facultad, si ésta reside en nuestro espíritu, adquirimos al pun­
to conciencia actual de ella ... ”2,
Y entonces, podemos preguntamos, si la existencia en potencia
de la facultad significa su inconsciencia, ¿cómo podría'el alma apres­
tarse a utilizarla, cómo podría formar una idea desella? Y si esta
idea le viene milagrosamene al espíritu, ¿cómo podría reconocer­
la como la de aquella facultad de la que tiene necesidad y de la
que se apresta a hacer uso? Sobre todo, ¿cómo sería posible este
uso, cómo el alma podría unirse a dicha facultad., a: ese poder, unir­
se a ellos para, siendo uno con ellos y con lo.que pueden, hacer
que hagan y sean lo que son?
Sólo una fenom enología radical, es decir, material, que no
designa simplemente el. aparecer de forma exterior-y formal , sino
que tiene a la vista su cumplimiento concreto, se revela capaz de
reconocer la dicotom ía esencial de su efectuación, es decir, la
materialidad y la sustantividad fenomenológica de la fenomeni­
cidad pura en cuanto tal, y de superar definitivamente estas incer-
tidumbres. Pues el desplazamiento de la realidad objetiva de la
idea al poder que la produce no reviste una significación última
más que a ojos de sem ejante fenomenología, en la medida en
que nos reconduce de la dimensión extática de la fenom enici­
dad y de la ñnitud, que le pertenecen por principio, a la apa­
riencia original en la que la vida es vida, aquello que se experi­
m enta a sí mismo en la totalidad de su ser consistiendo en ese
experimentarse a-sí mismo. Y de ahí que el cogito, para el que sabe
leer en él la separación esencial entre el videre y el videor, cogito
que tras la reducción del primero se agota en el segundo, auto­
rice, o mejor, exija esta definición fenomenológica exhaustiva del
“hom bre” en calidad de viviente.
Por tanto, no se pueden aplicar las leyes del videre, es decir, de
la finitud del mundo, al poder; su “acto”, su “actualización feno-
menológíca” no es su venida momentánea y pasajera a la luz de la
evidencia. Más bien, el poder, todo poder, toda fuerza, toda form a efec­
tiva de la energía no vienen nunca a esa luz. Pero es precisamente este no
venir y no poder venir a la luz del ek-stasis lo que los hace posibles en
cuanto tales, en calidad de poder; de fu erza, en calidad de form aefectva
y eficaz de energía. Pues si ellas expusiesen, sólo por un instante-pre­
cisamente el de su venida en la actualidad de la evidencia- su ser
ante mí, ¿cómo podría reunirías? ¿Sobre la base ele qué poder me
pondría en movimiento hacia ellas para intentar apropiarme de ellas,
si no portase ya en mí ese poder, si no coincidiese con él por ese
nexo incoercible por el que cohesiona consigo como ese Sí que yo
soy? La esencia de todo poderse edifica interiormente más acá del
mundo y jamás por su poder: no hay fuerzas naturales.
Más acá del mundo: en lo invisible, en la inmanencia radical de
la subjetividad absoluta. Freud dice, en su lenguaje mítico: en el
inconsciente. De igual modo, éramos en Freud reconducídos des­
de una primera definición superficial del inconsciente a otra más
significativa. La consideración de la latencia de las representacio­
nes virtuales no conduce más que a su hipóstasis en un incons­
ciente realista que no era a su vez más que la hipóstasis de su estruc­
tura ontológica, de lo extático-horizontal en cuanto tal Con la crítica
de las tesis clásicas según las cuales virtualidad (e inconsciente en
el sentido de virtualidad) sería sinónimo de ineficacia y debilidad,
con el proyecto de establecer la existencia dei inconsciente a partir
de su poder (el de determinar no sólo las representaciones, sino ios
comportamientos mismos, y no sólo los comportamientos patoló­
gicos), con la afirmación de un “inconsciente eficiente”, Freud se
sitúa, por el contrario, ante el abismo en el que se disimula 1a esen­
cia misma de todo poder posible, a saber, su ineptitud de princi­
pio para no venir nunca a la condición de lo ob-jetualizado,y del
objeto. El inconsciente ya no era la hipóstasis metafísica de la repre­
sentación, significaba su liquidación. Es así como, prolongando el
esfuerzo radical de Schopenhauer y Nietzsche, procedente como
en su caso, en su procedencia histórica, de la voluntad del Ser mis­
mo de permanecer en sí y de ser la Vida, el psicoanálisis, al recibir
el esclarecimiento de sus intuiciones decisivas, devenía inteligible
como su continuación en el seno de esta genealogía cuyo difícil y
doloroso camino nos hemos esforzado en trazar.
Al fin y al cabo, sólo un pensamiento que opone deliberadamente
a la representación, tanto a su fundamento como a sus formas, la
efectividad de una praxis, puede sustraer el poder a la luz del ek-sta-
sis a fin de proteger su posibilidad principial. Esto es lo que sucede
cuando, retomando él mismo los descubrimientos geniales de Mai-
ne de Biran, Schopenhauer sitúa el cuerpo en el centro del debate.
No el cuerpo de la representación a cuya consideración exclusiva y
superficial se había consagrado 1a filosofía tradicional, suprimiendo
así toda posibilidad de captar la esencia del poder y, por tanto, de
cualquier poder en general, especialmente, la esencia del cuerpo.
El cuerpo es el conjunto de nuestros poderes, su ser sólo es
comprensible a partir de la esencia del poder. Lo que, en primen-
simo lugar, hay que descartar es la idea de actos corporales, que
inevitablemente se escribe en plural. Pues al considerar el cuerpo
en el ejercicio de su poder eficaz, de lo que se trata no es precisa­
mente de un acto corporal, el cual no es sino la representación del
poder, su venida al ek-stasis, donde se fragmenta según las cate­
gorías de la ex-posición y de la yuxta-posición, donde deviene esta
pluralidad de actos en los que se dice que se actualiza, mientras
que se irrealiza en ellos, en esa multiplicidad ilusoria que Schopern
hauer reconoce como la ley de la simple '‘apariencia” -p o r cuan­
to que en ella se pierde la realidad, eso que él denominaba la 'Volun­
tad, es decir, precisamente la esencia original del poder-.
En Sanjüsangen do, en Kyoto, bajo el basto maderamen del
bosque, se hallan una al lado de la otra 1,001 estatuas de Kan-
non Bosatsu, la diosa de la compasión, todas diferentes, se dice,
obras de los más grandes artistas. Cada estatua posee'más de 1.000
brazos, de los que ciertamente no se perciben más que 21 pares,
pero esos 42 brazos representan mil de ellos, porque cada uno
salva 25 mundos. Si a eso se añade que Kannon Bodhisattva pue­
de revestir 33 figuras, son entonces 3 3 .0 3 3 Kannon las que nos
están dadas ante nuestro ver en las 1,001 efigies del templo. Sin
embargo, es siempe la misma. Porque Kannon es el poder y así,
no un acto, sino la posibilidad infinita e indefinida de dar y de
salvar, de tal modo que es esta posibilidad indefinida, o sea, la
esencia del poder, y sólo ella, quien da en cada caso, porque sólo
ella puede dar. Los múltiples actos de este poder no son más que
su representación por parte del imaginario indio, chino o ja p o ­
nés, y la proliferación insensata y opresiva de estatuas en la inmen­
sa nave no es más que la formulación por parte de la sensibilidad
acumulativa de Asia de aquello que apenas se presta a ese géne­
ro de exhibición. Esta es la razón por la que la nave es tan peque­
ña y, ante la infinidad de diosas con innumerables brazos, el males­
tar del espectador aumenta.
La multiplicidad de actos, así como de sus medios inmediatos,
en este caso las manos de Kannon, sólo constituye un problema
para el pensamiento que pretende tener y conocer todo en su espa­
cio, cuando es ciándole la espalda a este pensamiento como hay que
intentar captar el poder en su capacidad indefinida de reproducción,
es decir, en su esencia misma. Consideremos pues uno de los pode­
res de nuestro cuerpo en calidad de poder, por ejemplo, el atributo
principal de Kannon: la mano. Considerémosla, no según su apa­
riencia extática en la que esta capacidad indefinida de prensión
encuentra su figuración arcaica en la imagen de esas decenas de miles
de manos yuxtapuestas, sino en sí misma, en calidad de poder sub­
jetivo de prensión: nunca es un acto, cumpliéndose aquí o allí, ese
movimiento loealizable en el espacio y cuya duración también se
podría identificar, este acto de aquí o ese acto de ahí. Y éstos no son
nunca la actualización de un poder, aquello por lo que dicho poder
podría adquirir efectividad, pasando precisamente al acto, realizán­
dose en él. Más bien, sucede que este acto -todos los actos posibles
de este poder no son posibles más que en él-, su realidad ontoló-
gica no es nunca otra cosa que la realidad de este poder; la sustan­
cia de aquellos es su sustancia, su carne es su carne.
Si el poder es descrito como la posibilidad de sus actos, enton­
ces hay que entender a su vez esta posibilidad: no como una posi­
bilidad ideal a partir de la cual la realidad no se produce nunca,
sino como esa posibilidad ontoiógica original que constituye en
cuanto tal la realidad. En este caso, la posibilidad ontoiógica ori­
ginal de prensión que constituye la realidad de la mano y, final­
mente, el cuerpo mismo en calidad de Yo Puedo fundamental que
soy. Denominamos potencialidad a la posibilidad ontoiógica cons­
titutiva de la realidad. Si de lo que se trata, al fm y a la postre, es
de poner en duda la existencia de un Inconsciente primitivo negán­
dole la capacidad de circunscribir en él mismo el lugar en el que
se cumple todo poder posible, todo aquello que tiene la nota de
la efectividad en calidad de deseo y pulsión, entonces lo que real­
mente se plantea aquí es la potencialidad, más exactamente, el
esclarecimiento de su estatuto fenomenológico.
La potencialidad, en la que reposan los poderes de nuestro cuer­
po como en su esencia, la apercibimos sin dificultad si considera­
mos, tal como se hace habitualmente y con razón, cada uno de esos
poderes en su relación con el mundo al que, en su caso, nos abren.
Pues el mundo nunca está dado a un acto determinado o indivi­
dual, a este acto de ver u oír, de sentir o tocar. Por el contrario, no
es un mundo y no se constituye como tal más que aquello a lo que
tengo por principio una posibilidad de acceso, aquello que puedo
ver u oír, tocar o sentir tan a menudo como quiero, y ello porque
tengo precisamente la posibilidad de ello, porque cada sentido es
un poder y cada una de sus efectuaciones una efectuación de ese
poder, y no un acto venido de no se sabe dónde y cuya posibilidad
sería por siempre misteriosa si no me estuviese dada en primer lugar
como esa posibilidad misma que soy.
De este modo, las cosas nunca están presentes a mi cuerpo en
una experiencia portadora del carácter de ser única, como aquello
que nunca se verá dos veces, sino, al contrario, como eso que se pue­
de ver por principio, como un término indefinidamente evocable,
bajo la condición de un cierto movimiento, porque la capacidad de
principio de llevar a cabo ese movimiento -del ojo, de ía m ano- cons­
tituye el ser mismo de mi cuerpo. Cuando, por el contrario, nos pare­
ce ver un paisaje o un rostro que no volveremos a ver, esta significa­
ción nueva que confiere su carácter trágico al mundo de la
inter-subjetividad humana y al mundo mismo en la medida en que
no somos aquí más que turistas de paso, este carácter, por ende, pro­
visorio y fugitivo de toda experiencia, no es posible más que sobre la
base de nuestra capacidad permanente de acceso al mundo en cali­
dad de capacidad constitutiva de nuestro ser. La idea misma de la
muerte (representación de la desaparición global de la totalidad de
los poderes de mi cuerpo) no es más que una determinación nega­
tiva de la significación general de nuestra experiencia del mundo corno
siendo la ele ese cuerpo, como experiencia del poder.
Pero es el estatuto íenomenológico del poder, la Potencialidad,
lo que ya no pude comprenderse corno eí Ek-stasis de un inundo
ni a partir de él. Nuestro cuerpo es el conjunto de poderes que
tenemos sobre el mundo; por todos sus sentidos teje los hilos que
nos unen a éste, tiene ojos, orejas, pies, manos. Pero el. hiper-pocler
original por el que nos apropiamos de cada uno de ésos poderes
a fm de ponerlo por obra, por el que podemos, como observó Des­
cartes, disponer y servimos de ellos cuando queramos, este hiper-
poder no es portadora de ninguno de esos poderes y no se cum ­
ple por su mediación. No tiene necesidad de ellos,-sino que son
ellos los que tienen necesidad de él. ■ ''
Existe un cuerpo original, un Archi-Cuerpo, en, el que sem e­
jante hiper-poder reside y despliega su esencia como idéntico a sí,
El cuerpo tiene ojos, orejas y manos, pero e! Archi-Cuerpo no tie­
ne ni ojos, ni orejas, ni manos. Y, sin embargo, sólo por él nos están
dados los ojos y las manos, la posibilidad de ver y coger -como
eso mismo que som os y com o nuestro cu erp o -. Así, siem pre
somos, en realidad, un poco más de lo que somos, más que nues­
tro cuerpo. La fenomenología material es la teoría radical de este
“más” que Nietzsche pensó como Voluntad de Poder y que es el
hiper-poder de la Vida. La Voluntad de Poder es el Archi-Cuerpo
en el que nuestro cuerpo llega primeramente a sí, como todo lo
que está vivo y como aquello mismo que es la vida.
Los pensamientos superficiales son los de la mediación. Siem ­
pre utilizan un rodeo para saber lo que somos, ya sea que nuestro
ser verdadero no se constituye más que mediatamente, ya sea que
el conocimiento que podemos tener de él siempre es sólo mediato.
Para sorprender el secreto de nuestro ser, el psicoanálisis ha abun­
dado en este sentido. La pulsión sólo se manifiesta por sus “actos”,
por el conjunto pronumpido de los comportamientos inapercibi­
dos del sujeto, de sus representaciones, de sus afectos: otros tantos
índices ofrecidos a una lectura hermenéutica. Es preciso entonces
moverse a través de un bosque de símbolos para intentar descubrir
las grandes líneas a lo largo de las cuales la pulsión ha intentado des­
cargarse - y la vida desembarazarse de sí-. Para recobrar este ser pro­
rrumpido y disperso a través del ek-stasis del tiempo, no hay otro
medio que operar su reconstrucción a partir de fragmentos disper­
sos, concebirlo como su única ley de inteligibilidad -pero, en pri­
mer lugar, recoger esos fragmentos, proponer su recolección exacta
en el recuerdo: tarea difícil si cada recuerdo Oculta otro, si es preci­
so abrirse un camino a través del laberinto ele esas veladuras-.
Pero la posibilidad de su recuerdo en general es el prius de este
análisis: no sólo del método aquí propuesto como instrumento de
conocimiento, sino de la realidad misma a conocer, de nuestro ser
en calidad de ex~puesto y prorrumpido. Pero la posibilidad de su
recuerdo es la Potencialidad en cuanto tal, o sea, nuestro ser ori­
ginal y propio en la medida en que desmiente todo lo que se aca­
ba de decir de él.
Todo pensamiento que confía el Ser al recuento de la memoria
resulta, por ende, víctima de una contradicción. La memoria se une
a lo yuxta-puesto y disperso por una suerte de armonía preesta­
blecida, ella es un yo pienso que acompaña todas nuestras repre­
sentaciones, que las saca una tras otra de la virtualidad que no es
nada, que es lo inconsciente, para conferirles el ser en la actualidad
fenomenológica, Pero el problema radica en la posibilidad de la
memoria, poder en el que reposa con carácter de ultimidad.
Consideremos una última vez nuestra mano en calidad, de poder
radicalmente subjetivo de prensión. En la medida en que es ese
poder quien aprisiona en cada caso y no un acto discreto y sepa­
rado de los otros, y en la medida en que, de este modo, aquello
que aprisiona, el sólido que coge y cuyos bordes recorre, le es acce­
sible por principio, entonces, su conocimiento de este sólido, el
cual se agota en ese movimiento de prensión, es de forma idénti­
ca su reconocimiento, el principio del reconocimento de todos los
objetos posibles y, así, nuestra memoria primitiva del mundo. Y
ello por cuanto ese movimiento de coger y recorrer es siempre el
mismo, el cumplimiento de un solo y único poder, el cual sabe lo
que hace y lo reconoce en la medida en que se sabe a sí mismo,
que llega originalmente a sí en el hiper-poder de su inmanencia.
Por tanto, la esencia del poder no es el Inconsciente, sino el
primer aparecer, la venida a sí de la vida. El principio de la memo­
ria no es la representación, sino el Archi-Cuerpo en el que el hiper-
poder es efectivo y al que también pertenece la memoria repre­
sentativa, por cuanto es primeram ente un poder. Confiar a la
memoria el conjunto de nuestro ser, de todos esos fragmentos de
nosotros mismos desparramados en la exterioridad absurda del ek-
stasis, todos esos acontecimientos así llamados traumáticos que
jalonan el curso de nuestra existencia, volver a coser indefinida­
mente el hilo indefinidamente roto de todas esas pequeñas histo­
rias, es olvidar que esa reunión ya se ha cumplido: que es la Reu­
nión interior original en la que reside la esencia de todo poder y
la memoria misma, la Archi-revelación del Archi-cuerpo, el eterno
abrazo consigo del ser y su pathos y, de forma previa a su disper­
sión ilusoria en la exterioridad irreal del ek-stasis, la esencia misma
de nuestro ser.

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