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(Contraportada)
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GASTON COURTOIS
EL ARTE DE EDUCAR
A LOS NIÑOS DE HOY
Madrid
1979
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L’art d’enlever les infants d’aujourd’hui
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN.......................................................................................7
1....................................................................................................................9
VUESTRA MISIÓN....................................................................................9
1. Vuestra misión es bella.............................................................................9
2. Vuestra tarea es difícil............................................................................10
2..................................................................................................................14
CONDICIONES PARA EL ÉXITO...........................................................14
1. Antes del nacimiento..............................................................................14
2. Desde el nacimiento...............................................................................15
2. Conocer y comprender la psicología de vuestro hijo.............................20
4. Crear un ambiente de confianza.............................................................23
5. Crear un ambiente de afectos viriles......................................................26
6. Crear un ambiente cristiano....................................................................29
7. Conservar la calma y el dominio de sí...................................................31
8. Dar ejemplo............................................................................................35
9. Ser constantes.........................................................................................37
18. Mesura y equilibrio..............................................................................39
11. Estar y parecer unidos..........................................................................41
3..................................................................................................................46
EL EJERCICIO DE LA EDUCACIÓN.....................................................46
1. El arte de hacerse obedecer....................................................................46
2. El arte de reprender................................................................................54
3. El arte de castigar...................................................................................58
4. El arte de estimular y premiar................................................................63
5. Educación de la conciencia....................................................................65
6. Educación del sentimiento religioso......................................................68
7. Educación de la voluntad.......................................................................76
8. Educación del buen humor.....................................................................81
9. Educación de la sinceridad.....................................................................85
5
10. La educación del sentido de justicia.....................................................93
11. Educación del respeto y de la cortesía..................................................95
12. Educación del orden.............................................................................98
13. Educación de la caridad......................................................................100
14. Educación de la castidad....................................................................105
4................................................................................................................112
ALGUNOS PROBLEMAS PRÁCTICOS...............................................112
1. El espíritu de la familia........................................................................112
2. El niño enfadado...................................................................................116
3. Problemas escolares.............................................................................117
4. Juegos y distracciones..........................................................................121
5. Adolescencia.........................................................................................125
6. Evolución del amor de los padres a sus hijos.......................................128
CONCLUSIÓN.........................................................................................133
6
INTRODUCCIÓN
8
1
VUESTRA MISIÓN
9
Los padres tienen una gracia específica para la educación de sus
hijos, y, normalmente, es de ellos de quien Dios quiere valerse para mol-
dear su corazón y su inteligencia.
Hay una acción común irreemplazable del padre y de la madre en la
educación de sus hijos. Podrá haber en ella suplentes con abnegación
admirable. Pero por grandes que sean su valor y su competencia, no
tendrán otro papel que el de ser suplentes, y no valdrán en manera alguna
como la influencia conjunta de un padre y una madre para aquel que es la
carne de su carne y en quien se encarna su unidad.
Nada puede suplir a la educación primera dada por la familia. Los
padres han perdido la confianza en sí mismos, en su misión y en sus dere-
chos de educadores. En gran parte, porque han estado como en minoría
durante el último medio siglo; pero también se han mostrado cansados,
desfallecidos en su misión educadora.
No hay acción más saludable que la que consiste en dar a los padres
una conciencia clara de la nobleza de su misión.
¿No creéis que deberían multiplicarse escuelas para los padres, donde
sin pedantería ni términos cultos, sin oír tratar al niño normal como si
fuera anormal, pudieran los esposos jóvenes aprender los principios
elementales de la educación?
En todo caso es importante para los educadores no desanimarse,
aunque su papel sea tan difícil. Algunas confusiones o torpezas esporá-
dicas no tienen importancia, porque la perfección no es de este mundo. Lo
esencial es que esas confusiones o torpezas no sean el pan de cada día,
como realmente ocurre con demasiada frecuencia.
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CONDICIONES PARA EL ÉXITO
14
Hay niños que son deseados por la madre como compensación a su
fracaso conyugal; es éste un deseo egoísta: por amor de sí misma, quiere
encontrarse de nuevo en él; es casi un papel de niño vengador el que se le
quiere hacer representar. No es esto garantía de un buen desarrollo; al
contrario, las mejores condiciones tienen lugar cuando el niño es deseado
no sólo como hijo, sino como consagración del amor mutuo; es decir,
cuando la mujer desea un hijo «de su marido», y el marido, «de su mujer».
2. Desde el nacimiento
La solidaridad tan íntima que une a la madre con su hijo, lejos de
desaparecer cuando éste bien al mundo, continúa largo tiempo todavía. Por
eso es tan esencial que se encargue la madre misma de la educación y
cuidado de su hijo y no se resigne a confiarlo a otros más que en caso de
fuerza mayor.
Nunca se concederá demasiada importancia a las primeras semanas.
Desde el primer día comienza una lucha silenciosa por el dominio entre
madre y niño. Si cedéis, tendréis para siempre a vuestro lado un pequeño
tirano doméstico, a quien todo deberá doblegarse y que más tarde sufrirá
cruelmente de una necesidad insaciable de dominio, puesto que no tendrá
siempre cerca de sí una madre abnegada y dócil.
Sabed bien que la educación positiva del niño comienza el día de su
nacimiento. Es éste un axioma que pocos padres conocen o admiten.
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El niño es un «registrador» convertido instintivamente en un tirano.
Si se da cuenta1 de que toda la casa corre al menor llanto o al menor grito,
aprende también que posee un medio seguro de que acudan sus padres
junto a él. Muy pronto ellos serán esclavos de sus caprichos o fantasías.
Por otra parte, el pequeño se afirmará en la idea de que todo el
mundo está a su servicio y a su capricho. Más adelante le será doloroso
desprenderse de su egocentrismo infantil.
1
El niño «no observa» en el sentido en que nosotros entendemos esta palabra.
Más bien él asocia confusa mente (o más bien no disocia todavía) sus acciones de las
reacciones de su alrededor. Desde los primeros días pueden crearse «bloques», tales
como «llanto = llegada de mamá, paseo», o «lloros = venida de la abuela, chupete».
Son éstos reflejos provocados torpemente por el adulto, y tanto más difíciles de
eliminar cuanto más precoces son. De ahí proviene la tiranía de la cual los padres son
los verdaderos autores antes de ser las víctimas.
16
Si el niño llora, mirad si le molesta alguna cosa; pero no le deis nada,
ni le arrulléis, ni le cojáis en brazos. Sed en esto tan exigentes por la noche
como de día. Un bebé cuidado así, tiene todas las posibilidades de ser un
niño fácil de educar.
Si no es para asearle o darle el pecho, que nadie toque al pequeño, ni
lo coja en brazos, ni lo arrulle. ¡Atención con las abuelas y las tías! No
serán ellas las víctimas de las nuevas exigencias que crean en el niño.
Se le acostará al niño en su cama. Aunque llore. Al cabo de algún
tiempo ya no llorará, porque sabe que sus enfados no consiguen nada.
Sobre todo no creáis que es necesario dormir al niño. No les hace
falta más que a los que los han acostumbrado a ello. A los otros la na-
turaleza se encarga de dormirlos. Lo mismo se puede decir en cuanto a
dormirse en la oscuridad. No es necesaria la luz ni dejar la puerta abierta.
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él los mismos contenidos. De ahí los errores y las diferencias de
apreciación. Saberlo es ya, en parte, remediar el peligro.
Los niños no reaccionan como las personas mayores. Es ésta una ley
elemental que los adultos no deben olvidar. La niña, ante un grabado de
cristianos entregados a los leones, exclama: ¡Mira este pobre león que no
tiene un cristiano que comerse!».
El gran arte de la educación consiste no solamente en pensar en el
niño, sino en pensar desde el niño; como él, esforzándose por asimilar o
conocer lo que pasa en su mente y en su corazón. Esto exige el olvido de
sí, práctica, renunciamiento y mucho amor; pero esto es el secreto del
éxito.
Para que el niño se descubra al educador tal como es, es preciso que
pueda ser siempre él mismo. Ciertas educaciones demasiado rígidas no
hacen más que domar al niño, y hasta pueden llegar a aniquilar su
personalidad. Desconfiemos de los niños demasiado disciplinados y
demasiado prudentes, que viven y obran bajo el temor.
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4. Crear un ambiente de confianza
Más aún que las observaciones directas y personales, es el alma, el
ambiente que los padres han sabido crear en casa, lo que moldea más
profundamente el alma de sus hijos.
¿No es la atmósfera que se respira y que nos penetra sin saberlo la
que principalmente oxigena nuestra sangre y condiciona nuestra salud?
Un ambiente de confianza facilita la expansión, el progreso, el
esfuerzo. El niño se siente en él moralmente obligado a hacerse mejor.
La desconfianza estrecha, inhibe, hace torpes; peor aún: suscita el
deseo de obrar mal.
No es necesario que la familia sea en principio el lugar donde no se
hace más que reprender.
La alegría de vivir, fruto de la certeza de ser comprendido y amado,
desempeña un papel importante en la vida del niño. Una madre nerviosa,
cansada, rezongona; un padre brusco, que al regresar por la noche no
encuentra ningún plato a su gusto, regaña sin cesar y distribuye sin razón
pescozones y castigos, es lo más a propósito para replegar al niño en sí
mismo, esperando el golpe...
Es necesario que la vuelta del padre por la tarde sea una fiesta y no
un acontecimiento desagradable esperado o aceptado con filosofía.
Pueden varias personas vivir unas al lado de las otras amándose
mucho y, sin embargo, extrañas, sin conocerse.
Con frecuencia los adultos creen que los sentimientos del niño no
tienen gran importancia; es demasiado pequeño para comprender con cla-
ridad, se dice. Si, en efecto, no comprende siempre con claridad. Siente, en
cambio, todo con una agudeza extraordinaria, y a veces hasta lo que no
aparece claramente expresado.
Las disputas de los padres delante de un pequeñín pueden tener las
mayores repercusiones sobre el desenvolvimiento afectivo de su
personalidad. En análisis psíquicos de adultos se han encontrado huellas de
escenas que habían tenido lugar allá cuando los interesados no contaban
más de dieciocho meses, y a veces menos. No conservaban recuerdo
alguno consciente de ellas, y fue necesaria la confirmación de los padres,
aún vivientes, para comprobar la existencia de los hechos así registrados
por el cerebro del niño.
Es preciso que haya entre los padres e hijos un contacto afectivo con
toda franqueza. La falta pasajera de dominio es menos nefasta que el
comprimir constantemente la afectividad natural, cuyo valor es
indispensable para el desenvolvimiento de la sensibilidad del niño.
Si queréis conservar la confianza de vuestro hijo, guardad para
vosotros sus confidencias y aun las preguntas que os hacen. Si faltáis a esta
ley de la discreción, se dará cuenta de ello el niño un día u otro. Tal vez no
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os lo diga, pero se sentirá como traicionado, y por lo menos su confianza
vacilará.
Es también preciso cumplir las promesas que se les hacen a los niños,
porque ellos toman en cuenta tanto vuestras promesas como las amenazas,
y si se dan cuenta de que no son más que palabras vacías de sentido,
llegarán al sentimiento de que no le dais importancia a lo que decís. Su
dignidad se verá atacada por ello, y lo mismo su confianza hacia vosotros.
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atendido por el niño si se le hace con calma y sencillez, en expresión de la
verdad.
Guardaos de engañar a vuestros hijos y aun de inducirlos a engaño
con explicaciones infundadas y falaces dadas a tontas y a locas para salir
del apuro o escapar a inoportunas preguntas. Si no creéis deber darles
verdaderas razones de una orden o de un hecho, os sería más fácil
recordarles su confianza en vosotros o su amor; por lo menos, no les digáis
nada. Tal vez no imaginéis qué turbaciones y qué crisis pueden nacer en
esas almitas el día en que se den cuenta de que se ha abusado de su natural
credulidad.
Método seguro para ganar la confianza de un niño es tomarlo siempre
en serio. El no comprende la ironía. Se siente profundamente lastimado,
aunque no lo demuestre, por el menosprecio o el desdén.
El niño ve, y es normal, todo desde su punto de vista, que es
forzosamente limitado. Hace reflexiones infantiles, a veces graciosas, a
veces ridículas. Es preciso no extasiarse con las unas ni divertirse con las
otras, sino poner las cosas en su lugar, sencilla y noblemente, y, sobre todo,
no hacerle creer que se coleccionan sus palabras graciosas o sus
equivocaciones.
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Cuando un niño está en plan de confidencia no le interrumpáis; es la
hora de gracia que pasa...
No uséis la ironía con un niño, porque él no tiene edad para
comprender las bromas; lo toma todo en serio, y hará falta poco para que
lo tome en trágico.
28
Para desarrollarse armónicamente, el niño necesita sentir el amor de
sus padres. Es asimismo bueno que este afecto se manifieste de cuando en
cuando con mayor ternura. Sin embargo, es preciso evitar toda
exageración, como las caricias interminables o los abrazos apasionados,
que pueden crear en el niño una necesidad morbosa de ternura.
Nunca debe manifestarse una compasión exagerada en caso de
pequeño golpe o caída sin gravedad.
Un niño se cae sin hacerse daño. La educadora, sonriente, dice:
«Vaya, Pedrito ha hecho pum.» Pedrito se levanta y responde: «Pum»,
riendo. Pero que alguien entre y diga con aire de compasión: «¡Pobre
Pedrito, se ha hecho pupa!» Inmediatamente se pone a llorar.
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eso se hace con mucha facilidad y, naturalmente, cuando es ése el «estilo»
de la casa.
30
La lealtad al servicio del Señor es una de las condiciones capitales
para el florecimiento de la vida religiosa en los jóvenes. Se le puede causar
un grave mal al niño acostumbrándolo a considerar las virtudes cristianas
como cosas que se dicen, pero que no se hacen. El cristianismo, entonces,
no es más que una lengua sublime, deja de ser una vida.
Seamos realistas: nuestros niños no encontrarán siempre ejemplos de
vida cristiana íntegra o auténtica. Por eso no hay que temer hablarles de
éstos, y prevenirlos de antemano contra la decepción o el escándalo que
para ellos pudiera resultar. Y no con el intento de producir el desprecio
farisaico frente al pecador; muy al contrario, se trata de hacer crecer en
ellos intensamente el ardiente deseo de que el Señor dé su luz a los ciegos
y su fuerza a los enfermos. El odio al pecado puede muy bien
compaginarse con el respeto y el amor al pecador. Y es ésta la piedra de
toque de una verdadera educación evangélica.
En algunas familias cristianas, en el momento más favorable, cuando
todos están reunidos en la velada de la noche, se leen algunas líneas de un
libro cristiano: el evangelio, la historia sagrada, vidas de santos, un
comentario litúrgico sobre una fiesta próxima; nada mejor que esto para
hacer penetrar en la inteligencia y en el corazón ideas que elevan para unir
fuertemente las almas en un pensamiento común.
32
Un niño se da un golpe, llora. No se intenta aconsejarle mesura ni
tampoco castigarlo porque se ha hecho daño. El padre o la madre,
molestos, exclaman a veces: «Te está bien», o «No debías haber
corrido...», decididos a justificar este juicio después del golpe: «Podías
tener cuidado...» «Si hubieras hecho lo que te dije, no te habrían
golpeado.» Se reprende al desgraciado porque se ha hecho daño o, más
exactamente, porque está enojado porque se ha hecho daño. La víctima
protesta, por otra parte, contra tanta incomprensión dando gritos cada vez
más fuertes.
Un rabioso o colérico queda desarmado al ver la calma en tomo suyo.
Encerrados en su propia tontería, no puede tener rencor contra nadie, no
tiene otro recurso que pedir perdón.
Por el contrario, oyen que se les exaspera con este motivo,
comprenden más o menos conscientemente que se han salido con la suya y
están dispuestos a volverlo a hacer en la primera ocasión.
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Dominio exterior, transparencia interior, que se lee en la tranquilidad
del rostro, de la mirada, del andar, de los gestos, del lenguaje.
«La igualdad de humor, su equilibrio, debe presidir en los estudios,
tanto de los pequeños como de los mayores. No golpeéis al niño, ni lo
embrutezcáis con reprimendas, ni lo hagáis vivir entre los truenos y
relámpagos de la impaciencia. No le digáis continuamente: «¡No serás
nunca nada! ¡No valdrás para nada! ¡Serás la vergüenza de la familia!».
Tiempo y fuerza perdidos. En vez de representar ese melodrama, repetid
dulcemente, incansablemente, lo que el niño no haya comprendido. Porque
no se trata de otra cosa: el niño dice absurdos cuando no comprende o
cuando no le gusta lo que se le enseña» (R. Benjamín).
Si nos tomáramos la molestia de vigilamos estrechamente durante un
día entero en nuestras diversas actitudes con los niños, ¡cuántas riñas
inútiles o excesivas, prohibiciones intempestivas, gritos y alborotos
encontraríamos que corregir! ¡Cuánto ruido hacen los niños y los
educadores! ¡Y pensar que éstos hacen ruido para impedir que los niños lo
hagan!
Con frecuencia levantamos demasiado la voz; debemos reconocer
que la mayor parte de las frases que dirigimos a los niños en el curso del
día se dicen en un tono elevado, molesto, de enfado, de disgusto, etc., y
que, después de todo, en un cincuenta por ciento de los casos habríamos
podido muy bien callar o hablar tranquilamente.
Porque dominamos al niño en un metro y debemos bajar los ojos para
mirarlo levantamos la voz. Y él, porque tiene que levantar los ojos hada
vosotros, se siente impotente y aplastado.
No nos inclinamos lo suficiente sobre los niños. Les hablamos desde
lo alto y de lejos. Si tenéis una observación que hacer a vuestro pequeño,
inclinaos ante él de manera que le podáis mirar muy de cerca y a su misma
altura. Notaréis que la voz será mucho más dulce. Intentad encadaros en
esta posición. No podréis.
8. Dar ejemplo
¿Queréis conseguir algo de vuestros hijos? Comenzad por darles
ejemplo. El ejemplo puede muchas veces sustituir a todo lo demás; él es
insustituible.
Consejo sin ejemplo, discurso sin contenido. El ejemplo es a menudo
el más eficaz de los consejos.
El ejemplo sirve a la vez de modelo y de sostén. De modelo, porque
los conocimientos y las virtudes del niño son en principio imitaciones; por
imitación aprende el niño a hablar y a obrar. De sostén, ya que el niño lo
necesita: lo que se le manda hacer, sobre todo si se trata de algo nuevo, es
difícil para él. Es necesario que se domine, que venza sus repugnancias.
Para tener ánimo precisa algo que lo anime. La mejor ayuda es el ejemplo
de quienes lo rodean.
Nada como el ejemplo para enardecer al niño, mostrándole con
evidencia palpable que lo que se manda hacer es posible. Porque no hay
nada mejor para decidir a un niño que zambullirse, que sumergirse con él.
Sed vosotros mismos lo que queréis que sean vuestros hijos.
Seguirán vuestras acciones más que vuestras palabras y consejos.
Es preciso conducirse en presencia del niño como si fuera mayor y lo
comprendiera todo. El niño no pierde de vista a sus padres. Los observa
continuamente, y con mayor atención cuanto más pequeño sea. Ninguna de
vuestras palabras ni de vuestros gestos se le escapa; todo se graba en su
pequeño cerebro, como los sonidos en el disco de un fonógrafo..., aun
cuando esté absorto en preocupaciones de otra clase. No da cuenta a los
suyos de lo que ha oído; pero un día u otro, tal vez mucho tiempo después,
hará alguna reflexión en que demostrará que ha oído bien. Pues bien: las
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personas que ve y oye constantemente un niño son su padre y su madre,
los seres humanos más importantes en el mundo para él, a los que juzga
infalibles en sus juicios, perfectos en su conducta. Sus propios juicios, su
conducta personal, todo, hasta sus actitudes y las inflexiones de su voz, los
moldea el niño sobre los de su padre y su madre. Ni en cosas graves ni en
los menores detalles debe dársele motivo para pensar: «Mis padres no
hacen lo que me dicen que haga.»
Para formar una conciencia es preciso dejar ver la propia, recta y leal;
para formar bien un corazón hace falta dejar ver el propio, abnegado,
comprensivo; para formar un alma es necesario mostrar la de uno, fiel a la
oración. Así para todo: para el gusto por el trabajo, por el orden, por la
caridad. El filósofo hace notar con acierto: «Los niños juzgan a sus padres
en la edad en que sólo deberían amarlos; se hacen severos antes que la
razón les haya enseñado a ser indulgentes».
Los niños son nuestros testigos; no los hagamos nuestros jueces.
Esta preocupación obliga a dominarse; es en realidad la educación de
los padres por los hijos. ¡Cuántos actos heroicos realizados por los padres,
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ante el temor de entorpecer la educación de sus hijos, podría contar todo
educador!
La educación no consiste en discursos hechos a los niños mientras
ellos están muy tranquilos. Algunas veces son necesarios, pero siempre
insuficientes. ¿La educación de nuestros hijos? Es nuestra gran
preocupación cotidiana: frente a la alimentación, al vestido, al trabajo, al
reposo, frente al sufrimiento de los demás, a los acontecimientos todos...
Actitud que nuestros niños observan cada día, que los impregna, que los
construye. Sólo viviendo rectamente, valientemente con generosidad,
conduciremos a nuestros hijos a la vida recta, fuerte y abnegada.
La educación por discursos es una caricatura de educación. La
verdadera educación se consigue obrando. De la educación por discursos
puede el niño, al llegar a mayor, evadirse; no puede escapar a la influencia
de una vida recta.
9. Ser constantes
La educación exige continuidad. Si cambiáis de opinión o de humor a
cada instante, desconcertáis al niño. Lo mismo que si por idénticas faltas
os mostráis tan pronto indulgentes como severos. El niño, que posee una
lógica rigurosa, se pierde pronto en ella, y termina por no hacer más que su
capricho.
Los hábitos se adquieren principalmente en los primeros años.
Cualesquiera que sean el temperamento y los atavismos del niño, es fácil
orientar el «joven árbol» en el buen sentido. Para adquirir el orden, el
respeto, la limpieza, la cortesía, o bien la sinceridad, la aceptación alegre
de las pequeñas dificultades de la vida, la adquisición de la caridad, nada
vale tanto como la constancia. Se crearán costumbres que, convertidas en
verdaderos hábitos psicológicos, harán todo fácil. Pero mientras el hábito
no esté creado es necesario no cesar en el empeño.
Esta constancia, esta continuidad, exige a los educadores el mayor
esfuerzo. Tal vez no es necesario intentar todo a la vez; pero sólo con
esfuerzos repetidos en el mismo sentido, con dulzura y firmeza, se libera al
niño de su tendencia profunda a la pereza o al egoísmo.
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¡Qué grave error psicológico es presentar a Dios como un Padre
castigador! «¿Ves? Te está bien; has desobedecido: Dios te ha castigado...»
El niño no tardará en darse cuenta de que Dios no sanciona siempre
inmediatamente nuestras faltas. Y, por otra parte, ¿hay algo más falso y pe-
ligroso para su fe que presentar al Dios de amor como un déspota, siempre
dispuesto a vengarse?
Proporcionemos siempre el esfuerzo al efecto que queremos obtener.
A fuerza de encolerizarse, de hacer escenas por nada, de turbar al niño con
gritos, reproches, lágrimas o grandes discursos, el educador pierde toda su
influencia. Es abrasado..., paz a sus cenizas. El niño toma pronto su
partido, y termina por oponer la indiferencia, la inercia, cuando no el
menosprecio interior.
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Regla de oro: no habléis jamás de vuestros hijos en su presencia. Si
habláis en bien, corréis el riesgo de hacerlos vanidosos; si en mal, los
humillaréis peligrosamente.
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9. Tendremos la preocupación de reforzar nuestra mutua
autoridad en todas las circunstancias.
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Un hecho que las estadísticas confirman: la casi totalidad de los niños
desequilibrados, anormales morales o delincuentes pertenecen a familias
donde el padre y la madre no viven en buena armonía.
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querellan constantemente en su presencia se mostrará, a la vez, hostil y
esquivo en sus relaciones con el prójimo.
Llegado a la adolescencia, se planteará por su propia cuenta el
problema del amor; el ejemplo de sus padres será como una sombra que le
impedirá descubrir las leyes morales. No podrá imaginar que el verdadero
amor pueda ser diferente de los lazos que unen a sus padres, y será como
lanzarlo a la mala conducta, intentando buscar en falsos amores las
alegrías de que estuvo privado en su infancia y adolescencia.
Las consecuencias de la división entre los padres son tales que casi
siempre hay que atribuir a ella las malas acciones de la delincuencia in-
fantil. Hay una estrecha correlación entre el aumento de divorcios, última
consecuencia de las discusiones entre los padres, y los extravíos de
conducta en los adolescentes.
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Un pequeño consejo para terminar: madres, que vuestros deberes de
tales no os hagan nunca olvidar los deberes de esposas; padres, com-
prended las preocupaciones de vuestra esposa, el cuidado que pone en que
todo marche bien, las dificultades que encuentra. Sostenedla, animadla.
De cuando en cuando encontraos sin vuestros niños. Volved a hacer
un corto viaje de luna de miel; al menos, una salida los dos solos. Juntos,
vuestro cariño encontrará una nueva juventud para el mayor bien de
vuestros pequeños.
46
3
EL EJERCICIO DE LA EDUCACIÓN
Cuando un niño no obedece, decís bien que no es falta del niño, sino
culpa de sus padres.
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pensáis que hubiera hecho una madre consciente de su papel de
educadora?
Habría colocado ante ella el pequeño rebelde; después, poniéndose
seria, le habría mirado con tranquilidad, pero tan fría, tan severa, tan
diferente de su ternura ordinaria, que el niño no hubiera tardado en
comprender. Nada impresiona tanto a un niño como ver a su madre,
siempre buena, poner esa expresión austera y mirarle tan largo rato como
sea preciso.
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sobre todo si sabe que lo miran. Si desobedece tercamente es para afirmar
a sus ojos y a los de los demás su independencia; desde luego, publicando
sus rasgos de desobediencia, lejos de producirle humillación, se le halaga y
se le hace una especie de elogio.
Es importante también que las mamas no crean demostrar su
autoridad afirmando a cada momento que serán obedecidas: «Ya sabré yo
cómo te he de dominar...» «Se verá quién tiene la última palabra...» «Tú te
decidirás a ceder...». Esta especie de fanfarronadas disimulan mal la
debilidad de un poder medianamente seguro de sí mismo.
Hasta los dos años, la obediencia del niño no puede ser más que
pasiva. Corresponde a la madre hacer esfuerzos para preparar los de su
hijo y formar en él buenas costumbres, precisas asociaciones que serán
base de una conducta sana.
A partir de los tres años, y aun antes, según el desenvolvimiento
intelectual, la obediencia debe comenzar a ser activa; pero una cosa es
cierta, y es que desde uno a siete años el niño pasa por tres etapas en la
obediencia: obedecer, porque se le quiere; saber obedecer, porque es pre-
ciso; querer obedecer, por necesidad y por interés. A los siete años toda la
subconsciencia del niño debe estar ricamente formada con todas las
costumbres físicas, intelectuales y morales.
De los tres a los siete años, la formación de las costumbres continúa
en otra forma; no sólo se intenta dominar al niño —los educadores no son
domadores de fieras—, sino despertar el sentido de obediencia y ejercitarlo
en esta facultad. Los primeros esfuerzos deben orientarse a conseguir este
objetivo: obedecer. Que el niño sepa que existen en la vida necesidades
que no es posible eludir, porque «es así». El poder de sugestión de un «esto
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es así», dicho con calma, fuerza, persuasión, es inmenso. El pequeño debe
sentir que hay allí una especie de maravillosa necesidad que le facilitará
todo si acepta. Si uno se enfada para decir esta pequeña frase tan im-
portante, si uno se enerva o cansa, todo está perdido, el resultado será
contrario.
¿Por qué mandar cosas que los niños están dispuestos a hacer por sí
mismos?
50
El educador debe comprender la necesidad que el niño tiene de
actividad y libertad. A fuerza de intervenir sin cesar para impedir que los
niños hagan algo a su gusto, se hace insoportable la autoridad. Como
aquella mamá nerviosa que daba un día a su sirvienta la siguiente orden:
«María, vaya a ver qué hacen los niños en el jardín, y prohíbaselo...».
No confundáis la autoridad con el autoritarismo, ni seáis como esos
padres que mandan a lo tonto, por el gusto de mandar, y que no consiguen
otra cosa que agotar a sus hijos sin provecho alguno.
Limitad a lo esencial vuestras exigencias y mandatos. No digáis sin
necesidad: «haz esto», «no hagas aquello», «debes obrar así»... La mayor
parte de los padres pasan su vida dando órdenes a sus hijos. Resultado:
muchas de esas órdenes son letra muerta. Reflexionad antes de mandar.
Comprobaréis que son inútiles las tres cuartas partes de las veces.
Cuando queráis mandar a vuestro hijo que haga alguna cosa,
decídselo seriamente, con firmeza y, a la vez, sin ser ni duros ni
desagradables. Hacedle saber que queréis ser obedecidos en seguida y
procurad serlo. A veces, no basta hablarle con tono persuasivo.
Cerrad entonces dulcemente, pero con energía, el libro del niño y
conducidlo a su habitación.
53
Esto, a veces, es una manifestación de fuerza; pero, con frecuencia,
es un signo de debilidad, con el cual el niño no se deja engañar mucho
tiempo.
No tendría buen efecto un mandato si pareciera encerrar una
amenaza, un sentimiento de cólera o una represión anticipada, como si el
mandato, aun antes de ser formulado hubiera sido mal cumplido.
Hay mandatos mal hechos, que sugieren a la vez la posibilidad de
una resistencia y el enojo. El mismo acto sin esta intervención habría sido
ejecutado automáticamente sin enojo ni resistencia.
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Sabed endulzar vuestros mandatos. Procurad dar al niño la impresión
de que emanan de su propio pensamiento, más que de una voluntad
extraña. «Creo que tienes razón en querer esto». Así es como se obra. No
es ni necesario ni de desear que una orden produzca impresión des-
agradable.
2. El arte de reprender
Los niños, por naturaleza, carecen de experiencia; es función de los
padres prevenirlos sobre los peligros en que pueden encontrarse. Pero los
gritos de alerta excesivos o desproporcionados terminan por embotar la
atención y la sensibilidad; y cuando haya un peligro real que prevenir,
entonces la intervención de los padres tal vez no sea tomada en serio.
Dos extremos deben evitarse en educación. El que consiste en no
intervenir nunca, el «dejar hacer, dejar pasar», o política de ojos cerrados:
«haz lo que te plazca y déjanos en paz», política de dimisión que puede
conducir a consecuencias catastróficas. O el exceso opuesto, que consiste
en intervenir a cada instante por menudencias sin importancia.
La verdad, como siempre, está entre ambos. El niño necesita la ayuda
del adulto, y esta ayuda, aun cuando sea pequeña, puede consistir en una
especie de adiestramiento incesante: el recuerdo de un dolor, regañar por
un gesto o una actitud reprensible.
Los buenos ejemplos y los estímulos al bien no bastan siempre en
educación. El niño no nace perfecto; hay en él tendencias anárquicas, y en
55
el momento en que menos se espera puede manifestarse un carácter
envidioso, autoritario, independiente, antisocial, etc.
Es, pues, normal que el padre y la madre tengan que canalizar y
orientar en buena dirección las jóvenes fuerzas vivas, por medio de una
reprensión que, si es bien dosificada —se adapta al caso y se aplica a
tiempo— contribuirá a hacerle conocer los límites entre el bien y el mal, lo
justo y lo injusto; en una palabra: a formar su juicio moral.
Para que sea eficaz una amonestación debe ser poco frecuente y
breve. Si toma el aspecto de comedia con gritos muy fuertes, pierde todo
su efecto. El niño, asustado al principio y bien pronto indiferente, dejará
pasar la tormenta a expensas de la formación de su conciencia, pues una
conciencia no se forma por sí sola.
Es interesante que vuestras actuaciones se efectúen con serenidad y
se revistan de un carácter apacible. Tendrán entonces —estad seguros— un
resultado eficaz. Y aunque contraríen de momento las defensas instintivas
del niño, le ayudarán finalmente a encontrarse a sí mismo.
3. El arte de castigar
La simple reprensión no basta a veces. Es necesario sancionar una
desobediencia descarada, una falsedad comprobada, un hurto desvergon-
zado.
59
El niño de tendencias anárquicas. No es de admirar que uno u otro
día aparezca en él una tendencia insana. Desconfiemos de las perfecciones
prematuras. Es papel del educador intervenir, a veces enérgicamente, para
asociar en el espíritu y aun en la carne del niño la idea de un sufrimiento
con la de la transgresión.
El castigo, para ser educador, es decir, formador de la conciencia,
debe ser siempre adaptado a la edad del niño, a su carácter, a su tem-
peramento y también a las circunstancias de la falta. Sin esto sería una
torpeza, una maldad, una ligereza, una falta de respeto.
Una sola y buena corrección puede producir la curación radical y
definitiva allí donde la advertencia, la reprensión o los castigos ligeros no
harían más que cansar sin provecho.
61
Reflexionad antes de pronunciar una amenaza. Si amenazáis con
frecuencia sin ejercitar las amenazas, llegarán a ser para los niños bromas
sin importancia o un verdadero juego.
Un día, dos chicos que, cansados de las amenazas continuas de su
madre, seguían en su mala conducta, confesaron: «Hemos querido ver
hasta cuándo podíamos continuar portándonos mal sin que nos castigaras.»
64
Se debe estimular al niño, más por el esfuerzo que ha empleado que
por el resultado obtenido. Es necesario conseguir que la aprobación de sus
padres tenga para él más importancia que una golosina.
Hay casos en que está permitido utilizar el amor propio; por ejemplo:
«Intenta hacer tal esfuerzo; es difícil, pero creo que tú sí podrás
conseguirlo».
Debemos evitar hacer elogios que conduzcan al niño a creerse mejor
que los demás. Lo mejor es demostrarle los progresos que ha hecho sobre
sí mismo, dándole a entender que puede hacer más todavía.
Uno de los medios de estimular al niño es trabajar con él en la
realización de tal o cual proyecto, sobre todo si ese proyecto necesita para
salir bien que se guarde un secreto, como, por ejemplo, la preparación de
la fiesta de la madre.
5. Educación de la conciencia
Sólo hay educación verdadera cuando hay educación de la libertad y,
por tanto, educación de la conciencia.
Los padres son como la conciencia viva del niño hasta que él llegue a
edad de tener un concepto personal de la vida moral y sus exigencias. En
este sentido ocupan verdaderamente el lugar de Dios. ¡Grandeza y
responsabilidad! Porque todo error de orientación o toda falsa maniobra
producirá después defectos en el mecanismo de la conciencia, y será una
de las causas ocultas de muchos desarreglos de conducta.
Todos los juicios de valor emitidos por los padres, sobre todo si son
repetidos con frecuencia, confirmados con ejemplos y sanciones, se graban
66
de buen o mal grado en la conciencia profunda del niño y hasta en su
cuerpo.
Las intervenciones del educador deben ser tales, que tengan siempre
como consecuencia despertar en el niño el sentido de la responsabilidad y
la conciencia personal. Deberá llegar un día en que la influencia del
educador sea sustituida por el sentimiento del deber. La ley moral, que en
principio es exterior al niño e impuesta por la voluntad del educador, debe
convertirse en interior. Y no necesitar otras sanciones que las de su
conciencia.
Para formar poco a poco la conciencia del niño, conviene juzgar ante
él y con él algunas de las acciones que se presencian o las que por
casualidad se encuentran en lecturas: «Este chico se ha pegado con uno de
sus compañeros. ¿Ha hecho bien o mal? ¿Por qué? ¿Qué habrías hecho tú
en su lugar?»
Por la noche es muy conveniente indicarle que haga examen de
conciencia, y si tiene necesidad de ello, ayudarle, evitando el ver sólo los
aspectos negativos de su jornada y procurando conducirle a tomar una
resolución para el día siguiente. La noche es un momento particularmente
favorable en que el alma, más tranquila, se entrega con gusto al análisis de
sí misma.
Queda sin decir que los padres deben evitar toda contradicción entre
los consejos que dan y los actos que piden o exigen.
68
Para formar hombres de conciencia conviene hacer llamamiento a la
conciencia del niño y considerarla o tomarla en serio.
Tan posible es romper una voluntad como se rompe un resorte. Es
posible igualmente producir un eclipse en la conciencia, o un apagar para
siempre su luz bienhechora, sustituyendo la conciencia personal del niño
por una conciencia sólo exterior. A este pernicioso resultado se puede
llegar por una vigilancia minuciosa y excesiva, que, empeñándose en verlo
y saberlo todo, hace inútil la conciencia del propio niño. Y una facultad
que no se emplea no tarda en atrofiarse. Es, pues, una mala acción, ya que,
en definitiva, es destructora. Es, además, un juego muy peligroso. La
psicología más elemental nos enseña que el niño hará poco caso de su
conciencia si se da cuenta de que sus padres y maestros no hacen de ella
ningún aprecio: no se preocupa de ser consciente cuando comprueba que
su conciencia es considerada como cualidad despreciable.
69
El padrino y la madrina reciben oficialmente de la Iglesia la misión
de «suplemento» y de «complemento». Con este espíritu hay que elegirlos,
y no teniendo en cuenta únicamente convenciones mundanas o
susceptibilidades familiares.
Desde que comience el niño a hablar, puede la madre nacerle repetir
algunas invocaciones cortas en su lenguaje infantil. Muy pronto, además,
será capaz de hablar espontáneamente con el Señor, por poco que su mamá
lo anime a ello.
De la maneta como los padres hacen rezar a sus hijos depende en
gran parte el concepto que de la oración tendrán durante toda su vida. Si se
hace la oración sin gusto, sin devoción, de tal manera que se cansen y
aburran en ella, tienen el riesgo de asociar de mayores la idea de
aburrimiento con cualquier acto religioso.
El ideal es que la oración se convierta para el niño en una necesidad
y a la vez una alegría. Le supondrá en algunos momentos un esfuerzo —
por ejemplo, por la noche, si tiene mucho sueño— pero debe ser siempre
un esfuerzo aceptado generosamente.
70
del saco! «Has desobedecido; te has caído, te has dañado: te ha venido
bien. ¡Dios te ha castigado!»
Tampoco se debe presentar a Dios como un rico comerciante con el
que se establece un trato interesado.
No es necesario refutar aquí ampliamente la afirmación de algunos
padres inconscientes que quieren esperar a que sus hijos tengan veintiún
años para dejarlos escoger «libremente» su religión. ¡Como si se esperara
veintiún años para darle un nombre de familia o una patria! ¡Como si —y
éste es el punto más grave— a los veintiún años no estuviera ya el hombre
moralmente orientado!
¿Por qué privar a ese niño de todas las riquezas que en la vida le
proporcionará una fe clara? ¿Por qué privar a Dios del amor de ese niño?
¿No es lo más importante ayudar a ese niño a adquirir, con la gracia del
Señor, convicciones y una piedad personal conformes con el plan divino
sobre él?
A propósito de la libertad de los padres en la educación religiosa nos
dice el concilio Vaticano ii: «Cada familia, en cuanto sociedad que goza de
un derecho propio y primordial, tiene derecho a ordenar libremente su vida
religiosa doméstica bajo la dirección de los padres. A éstos corresponde el
derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a
sus hijos de acuerdo con su propia convicción religiosa» (Declaración
sobre la libertad religiosa, 5).
En cuanto el niño sea capa2, deben enseñársele las principales
oraciones de la iglesia: el padrenuestro, el avemaría. Explicarles el signi-
ficado y procurar que sean recitadas correctamente, sin atropellarlas. Más
aún: velemos por el sentido de lo sagrado y hagamos rezar «con belleza»:
señal de la cruz bien hecha, genuflexión bien hecha, oración bien dicha,
con todo corazón.
No considerar nunca las oraciones como ejercicios de recitación. Es
un error aprovechar, por ejemplo, la visita de una persona amiga para
hacerle recitar al niño sus oraciones como si fueran una fábula: «Dile a
esta señora lo bien que sabes tus oraciones».
Estas fórmulas no tienen valor más que como expresión de un
sentimiento interior, y para ayudar esta expresión nada es indiferente o se-
cundario.
No limitéis las oraciones a las fórmulas oficiales: a medida que el
niño crece, se le debe iniciar en la oración espontánea y en el trato familiar
con Dios.
71
Tiene el niño curiosidad por saber historias. ¿No conviene que lo más
pronto posible su mamá le cuente la más bella de todas, la de Jesús? Pero
si se quiere sacar todo el provecho para la educación del sentimiento
religioso, es preciso, sin insistir, ayudar al niño a expresar su emoción en
una oración, un propósito, una resolución.
72
Lo hacía muy naturalmente: ‘M. X. acaba de morir. Su alma está con
Dios o tal vez en el purgatorio. Vamos a rezar ante él, por él y por su
familia, que está triste’. Se guardaba de añadir: ‘¿No tendréis miedo?’, o
alguna torpe sugestión del mismo género. Así, desde muy pronto, nos
acostumbramos a ver sin espanto, con el sueño de la muerte, rostros que
habíamos conocido viviendo. Al regreso, aprovechaba mamá la ocasión
para hablarnos de la vida y de la muerte de un cristiano, muy
sencillamente, a propósito del que acabamos de ver; nos decía cómo había
vivido y cómo se había preparado para morir. Le hacíamos nosotros
preguntas de niño, y ella las contestaba tranquilamente.
Más adelante, cuando Dios llamó a sí a nuestras abuelas, después de
una hermana y un hermano a quien queríamos mucho, nuestro dolor,
aunque muy grande, no se complicó con ese terror nervioso que yo he
visto experimentar a algunos adultos en esas ocasiones».
73
—Sí, estaría muy bien ir al cielo; pero creo que preferiría quedarme
un poco contigo, mamá. Pero será lo que Dios diga.
Y segura de esto, volvió a salir saltando a terminar de poner la
mesa».
Sería preciso hablar un día del demonio, como representante del mal.
Pero, atención, no dramaticemos nada; desconfiemos de esas pinturas
medievales o de representaciones terroríficas de los diablos con sus
cuernos, sus pies ganchudos y las calderas hirvientes. Existe el riesgo de
falsear simplemente para siempre el equilibrio del sentido religioso del
niño. El infierno eterno es una verdad. Nuestro Señor lo ha afirmado en el
evangelio. Pero evitemos los detalles, que no responden a fundamento
alguno, y que sirven tan sólo para impresionar la imaginación hasta el
punto de crear en algunos verdaderas fobias, que se traducirán en la
pubertad por crisis de escrúpulos. Evitemos, sobre todo, el amenazar a
nuestros niños con el infierno por leves pecadillos. Presentemos a la
religión en su verdadera noción: una ardiente vida de amistad con un Dios
que nos ama y nos llama a una espléndida obra de amor, realizando cada
uno el papel insustituible y la forma de servicio que sólo él puede
determinar en el gran conjunto, cuya perfecta armonía se verá toda en el
día de la eternidad.
No hay que dudar en dar al niño ya mayorcito la idea de la
comunidad cristiana de que forma parte. Contarle la historia de los
apóstoles, de los mártires, de los santos, la hermosa historia también de las
misiones2. Hablarle del papa, del obispo, e inspirarle con el ejemplo y la
palabra un gran respeto a los sacerdotes y su ministerio sagrado.
2
Será bueno inscribir al niño en la Obra Pontificia de la Santa Infancia. Ella
estimulará en él el deseo de la fe para los otros niños del mundo que no conocen to-
davía a Jesús. Lo preparará también para la responsabilidad misional de todo
bautizado.
74
Advertir al niño que no es de admirar que existan sombras,
contradicciones, horas difíciles en la historia de la iglesia. La barca de
Pedro sufre acometidas en el lago de la tempestad. Persecuciones y
abandonos han sido anunciados. Pero Cristo es el eterno vencedor, y será
él quien dirá la última palabra.
Con el fin de que los niños se formen en una vida cristiana nos dice
el concilio Vaticano n: «Los bautizados se hagan más conscientes cada día
del don recibido de la fe, mientras se inician gradualmente en el
conocimiento del misterio de la salvación; aprendan a adorar a Dios Padre
en espíritu y en verdad, ante todo en la acción litúrgica, formándose para
vivir según el hombre nuevo en justicia y santidad de verdad, y así lleguen
al hombre perfecto, en la edad de la plenitud de Cristo, y contribuyan al
crecimiento del cuerpo místico. Conscientes, además, de su vocación,
acostúmbrense a dar testimonio de la esperanza que hay en ellos y a
ayudar a la configuración cristiana del mundo, mediante la cual los valores
naturales contenidos en la consideración integral del hombre redimido por
Cristo contribuyan al bien de toda la sociedad» (Declaración sobre la
educación cristiana de la juventud, 2).
75
El punto delicado es la homilía. Confesémoslo: pocas son las
hornillas comprensibles para los niños. De una manera general, un niño no
es capaz de seguir el encadenamiento de ideas de un discurso antes de la
pubertad. ¿Qué ha de hacer durante ese tiempo? Lo más sencillo, si no
puede salir a tomar parte en una reunión especial para niños, como se hace
en algunas parroquias, es darle un libro de estampas religiosas que pueda
ocupar su inteligencia y su cora2Ón.
76
7. Educación de la voluntad
Un sacerdote que ha ejercido profunda influencia en su parroquia,
escribía un día a los padres y las madres de familia una carta abierta que
comenzaba con estas palabras:
«Yo veo a muchos padres. Me suplican que haga «algo» por sus
hijos. Y veo también muchos niños... Los conozco. Lo que les falta a todos
es el hábito del esfuerzo. No se les ha formado en ese sentido; no se les
exige lo suficiente..., se transige..., se capitula. Son buenos, tienen
inmensas posibilidades. Se podría sacar mucho de su buena naturaleza.
Desgraciadamente, se les deja sólo vivir... No tienen suficiente voluntad...
Es el mal de la época. Es absolutamente necesario remediarlo...,
desenvolver en ellos la energía. Es urgente. Los niños llevan en sí todo el
porvenir.»
78
con las alegrías sanas de la vida, en cuanto más capaz se sea de renunciar a
ellas.
Hay que evitar el educar a los niños «entre algodones». Se les puede
dar de cuando en cuando golosinas; lo dulce a su edad les es útil. Sin
empacharlos. Enseñándoles a pasar sin ellos, a privarse voluntariamente
algunas veces.
79
Uno de los mejores servicios que se puede prestar al niño es
acostumbrarle al esfuerzo y hasta prepararle para sufrir sin quejarse.
80
Tengamos realismo a la vez cristiano y humano. Es engañar
gravemente a los niños hacerles creer que tienen aquí abajo derecho ab-
soluto, incondicionado, a la felicidad, a la satisfacción inmediata de sus
caprichos o de sus fantasías. Es menester que sepan que en la vida nada se
obtiene sin lucha, sin paciencia, sin esfuerzo. Lo es también que, como
cristianos, colaboren en la redención del mundo, y esto no se hace sin el
encuentro con la cruz. Sin embargo, no se intenta aquí en manera alguna el
enloquecerlos.
A cada día le basta su afán; a cada afán le basta su gracia. Dios mide
las cruces por el tamaño de nuestros hombros, y él mismo se ofrece a
llevarla con nosotros para acabar en nuestra carne lo que falta a su pasión.
Es bueno que el niño tenga, hasta cierto punto, gusto por el peligro.
El primero de los medios de acción contra el peligro es no tenerle miedo.
81
Es preciso aprender a querer lo que a uno le gusta para acostumbrarse
a que no guste más que lo que se debe querer.
¿Por qué hablar a los niños con rostro severo? ¿No obtiene mejores
resultados la firmeza cuando es graciosa y aun sonriente?
La mayor parte de los padres no saben las riquezas que pierden para
sí y para sus hijos con no sonreírles. La sonrisa endulza, calma, apacigua,
anima, estimula, tonifica. Es como un rayo de sol «sin el cual las cosas no
serían lo que son». Y, además, ¡es todo tan fácil cuando se ha comprendido
su importancia, y aun, si cuesta un poco, beneficia tanto!
83
No temamos hacer confidentes a los niños de nuestras admiraciones
y entusiasmos. Hay tal cantidad de cosas bellas a través del mundo, tanto
en las obras de los hombres como en la de Dios, que es verdaderamente
lástima que no las utilicemos para ascender hasta aquel que es el hogar
supremo de la alegría.
La felicidad es, ante todo, una manera de ver las cosas y un arte de
adaptarse a ellas. Siendo Dios la felicidad suprema, ver las cosas como las
quiere Dios y adaptarse en ellas a la voluntad de Dios.
Nos gusta contar a los niños los apólogos de las dos ranas, de la rosa
o de la botella empezada:
Dos ranas iban de concierto a través de los campos, y he aquí que
cayeron cada una en un jarro de leche. La primera, desesperada, renuncia a
la lucha, y, croando: «Me ahogo, me ahogo», pereció asfixiada. La
segunda lucha con la energía de la desesperación, rema con todas sus
fuerzas... tan bien, que transforma la leche en mantequilla y puede salir de
ella.
Frente a una rosa, dos actitudes son posibles: la del pesimista, que se
disgusta de que las rosas tengan espinas, y la del optimista, que se regocija
de que sobre las espinas puedan brotar rosas.
Frente a una botella empezada, dos exclamaciones pueden lanzarse:
«¡Qué desgracia: está medio vacía!» «¡Qué suerte: está medio llena!»
84
He aquí lo que escribe una excelente educadora:
«El único medio de conseguir la educación por la alegría cristiana en
los niños es que haga primero la suya propia el educador. Sin duda alguna,
se nos da la alegría con la vida y, sobre todo, con la gracia. El alma en
estado de gracia, puesto que tiene la caridad, es alma en estado de alegría.
Pero la alegría debe también conquistarse. Sepamos, pues, conquistar
nuestra alegría y la de nuestros alumnos: aprendamos a sonreír a nuestros
niños para enseñarles a sonreír. No sé si habréis jugado al juego de la
sonrisa; es un juego muy divertido y educador que consiste en sonreír
largamente a un niño que haya cometido alguna falta y contra el cual se
está enfadado. Se tiene deseo de mirarle duramente y lanzarle un sermón, y
se le sonríe; el efecto es irresistible.
Por la mañana —me escribe una antigua institutriz—, sentándome
ante mi mesa, me froto las manos muy contenta y dijo a los niños: ‘¡Qué
alegría! ¡Vamos a trabajar muy bien!’
Todos los sistemas pedagógicos son pequeños frente a éste; hay
escuelas donde, con razón, se da a los alumnos el premio de buen humor.
Seguramente habría más alegría en las clases si todos los maestros
pudieran tener el primer premio de sonrisa...
Ocurre alguna vez que un violín produce sonidos cuando se hacen
vibrar las cuerdas de algún otro instrumento en la misma habitación; lo
mismo, si sabemos nosotros vibrar a cada toque del Espíritu Santo,
nuestros niños vibrarán al unísono, y, cantando cada uno a su manera la
gloria de Dios, será nuestra jornada un amplio canto de alegría» (F.
Derkenne).
85
Los niños tienen necesidad de calma; la agitación, la nerviosidad,
actúan sobre ellos como los vientos fuertes en las dunas. Los árboles
pequeños arraigan mal donde el huracán sopla.
Hay que impedir a toda costa que en el espíritu del niño aparezca la
familia como su lugar fastidioso, monótono y triste: «el mundo donde uno
se aburre».
9. Educación de la sinceridad
Nada irrita tanto a los padres como las mentiras de sus hijos. Y tienen
razón, porque desde el momento en que la duplicidad se insinúe en el
corazón de su hijo o de su hija, no será ya posible el ambiente de
confianza, la atmósfera se hará pronto irrespirable. Pero con frecuencia
olvidan los padres que son precisamente ellos quienes desde el principio
deben dar a sus hijos ejemplo de la más escrupulosa sinceridad.
Es necesario formar a los niños en la franqueza. Tanto más porque,
siendo la mentira un medio cómodo de defensa para los seres débiles,
constituye pronto para el niño una permanente tentación; como, por otra
parte, su juicio no está todavía formado, existe el riesgo de que poco a
poco se deje envolver en sus propias mentiras. Ahora bien: quien no sabe
distinguir lo verdadero de lo falso está muy cerca de no poder distinguir el
bien del mal.
No se dirá nunca bastante el mal que hacen a los niños esas historias
de los reyes magos dejando juguetes en la ventana, o las fábulas ridículas
de las cigüeñas para explicar el nacimiento de los niños. Los niños
pequeños creen a sus padres como al evangelio. Algunos están dispuestos a
pelearse por defender las afirmaciones recibidas. Cuando se dan cuenta —
y esto ocurre uno u otro día— de que los han engañado, sufren una cruel
decepción, aun cuando en el momento no sepan expresarla. En algunos
temperamentos generosos, el abuso de confianza de que han sido víctimas
puede hasta crear un verdadero traumatismo psicológico y moral.
88
engañar durante largo tiempo a los hombres, hay alguien a quien nunca se
engaña: a Dios, testigo siempre presente y de quien nadie puede escapar.
89
se atrevió a continuar los «porqués» y los «cornos»; sin duda, la
intimidaba yo un poco... La mamá enrojeció...
Para el niño hay muchas causas de error que nosotros los adultos no
conocemos. Lo que nos parece una mentira puede ser debido:
1. A un error de visión. La experiencia del niño es todavía muy
débil; tiene pocos puntos de referencia y fácilmente puede emitir una apre-
ciación errónea.
2. A su imaginación desbordante, que lo arrastra en fantasías
descabelladas, fuera de la realidad, que termina a veces por creer.
3. A la fuerza de sus sueños, que su juicio, poco formado todavía, no
le permite diferenciar de la realidad.
4. Al hecho de ser muy sugestionable. El educador que pregunta al
niño debe prestar atención a esta característica, porque insistiendo más de
lo conveniente se puede conseguir que confiese lo que nunca ha hecho.
Por eso se debe distinguir entre mentira subjetiva y objetiva.
90
Cuando hayan sido examinadas todas las causas de error y sea
preciso rendirse a la evidencia de la mentira, debe buscarse la causa. De
ella depende la gravedad de la mentira, y también los medios que se deban
emplear para ayudar al niño a corregirse.
1. La mentira puede tener su causa en el deseo de molestar a los
demás.
2. La vanidad, el deseo de brillar, de hacerse admirar, causan
también muchas faltas de franqueza.
3. En cuanto al deseo de disculparse, se podrá decir que es la base
de casi todas las mentiras: se disculpa para que no le regañen y se inventa
una excusa para no hacer su trabajo de clase, para explicar su retraso; mira
su libro abierto y lee la lección que debe recitar, o copia la composición,
etc. Disculparse para conseguir algo agradable...
4. La timidez paraliza a veces a un niño hasta el punto de quitarle
el valor para decir la verdad; las primeras mentiras reales, verdaderas, son
casi todas debidas al miedo.
5. Una caridad mal entendida puede impulsar al niño a excusar a
uno de sus compañeros con una mentira. Pensará a veces que esa falta de
verdad, de la que no se beneficia, no es una falta.
6. En fin, la maldad es causa de la calumnia.
91
Esta debe acelerarse y ser corregida seriamente. La envidia de los niños
hacia sus hermanos o hermanas, ciertos deseos de venganza hacia criados,
vigilantes o compañeros, entran en juego para producir esta orientación
nueva. Cuando esta mentira aparece', es esencial conocer a fondo la razón
por la cual el niño ha intentado hacer daño a tal o cual persona; será una
indicación interesante sobre la tendencia de carácter y predominante
entonces.
Hay que distinguir, entre las mentiras de los niños, la mentira social,
que tiene por objeto ayudar a los demás; la mentira asocial, empleada en
interés personal sin deseos de molestar a otros; la mentira antisocial, que
busca el interés personal sin preocuparse del daño que pueda ocasionar a
los demás.
92
«Una madre no encontraba una caja de bombones y acusaba a su
hija, de ocho años, de haberla cogido. Después de amenazar y suplicar, la
madre dice: ‘Confiesa que eres tú y no te castigaremos.’ La niña se acusó
del hurto; al cabo de algunos días la caja apareció, y la niña dijo, admirada,
a su madre: ‘Pero, mamá, de tal manera me habías pedido que confesara la
verdad; creí que era preciso decírtelo para complacerte’. Influencia de la
sugestión».
93
embargo, conviene darles poco a poco idea clara del respeto debido a lo
que pertenece a los demás.
El respeto a los bienes de otros es una de las condiciones elementales
de la confianza mutua y del equilibrio en las relaciones sociales.
Los niños atribuyen a las cosas la importancia que les dan las
personas mayores. Por eso es necesario que los padres den ejemplo de es-
crupulosidad en este asunto del respeto al bien del prójimo, aun tratándose
de robos ínfimos que por sí no tienen importancia, como un billete de
tranvía, una moneda falsa que se siente deseos de hacer pasar, un error en
una cuenta. El niño verá principalmente el hecho de haberse apropiado
injustamente de algo o de no haber pagado lo que se debía.
Contribuyen grandemente a deformar el juicio del niño esas historias
en que ladrones o gangsters son ensalzados. Debe desconfiarse también en
este sentido de ciertas películas o ilustraciones que presentan al bandido
como héroe simpático.
96
La mala educación primera puede en muchos casos paralizar o
disminuir la influencia del niño cuando llegue a adulto, mientras que una
buena educación la facilita y la multiplica.
98
Educar en el respeto es provocar la admiración del niño por la
persona y los objetos que la merecen. El niño que sabe admirar es, general-
mente, un niño respetuoso; aquel que se burla de todo no sabrá jamás
respetar a nadie.
3
Hasta se puede hacer, a base de esto, un juego con preparación o improvisado.
100
«Que la madre dé a su hijo posibilidad y tiempo para colocar sus
cosas, que se sujete ella misma a volver los objetos a su lugar, y todo se
ordenará de prisa. A mamás ordenadas, niños ordenados» (R. Cousinet).
101
Los padres cristianos deben proponerse la educación de la caridad en
sus hijos como uno de los elementos esenciales de su misión. Des-
graciadamente, hay muy pocos padres que piensen en esto. ¿Es o no el
primer mandamiento el del amor?
La caridad es la virtud cristiana por excelencia, la que resume toda
ley, aquella sin la cual las otras virtudes no son nada. Leamos de cuando en
cuando en familia el capítulo 13 de la primera carta a los Corintios.
Es necesario luchar contra la maldad bajo todas sus formas desde sus
primeras manifestaciones. Es ridículo, por ejemplo, para consolar a un
niño, enseñarle a mostrar el puño amenazador o golpear la mesa o la cosa
contra la cual se ha hecho daño.
Todo lo que pueda despertar o acentuar la crueldad debe ser
eliminado de los juegos de los niños. En particular, desterrar y reprimir
todo juego que suponga dureza con los animales.
No se puede saber el mal que se hace a los niños para más tarde con
los consejos o frases de egoísmo que crean un desagradable estado de
ánimo en el niño que las oye.
En el catecismo se pide a los niños uno de sus juguetes para los niños
pobres. Isabel, después de muchas vacilaciones, elige una de sus más
bellas muñecas: «¿Puedo llevarla, mamá?» «De ninguna manera, no
pienses en ello, da más bien tu viejo oso».
Una jovencita cuyos padres son comerciantes de buena posición
decide un día ofrecer un regalo a una niña pobre. Al día siguiente, vuelve
muy triste a decir a su profesora: «Mamá no quiere; ella no conoce a esas
gentes y, además, quiere que conserve todos mis juguetes».
103
En el transcurso de una excursión, a mediodía, la dirigente propone a
las niñas reunir todas las comidas y hacerlas en común. Las chiquillas
aceptan con entusiasmo. Al regreso, ellas cuentan su jornada. Una de las
mamás, comerciante, que por tanto tenía facilidades para el abasteci-
miento, responde: «Pues, siendo así, la semana próxima dirás que has
olvidado tu comida».
104
Debemos glorificar ante el espíritu de los niños a los héroes
cristianos de la caridad. Demostrarles, además, que la caridad no es virtud
pequeña, propia de gentes débiles, sino que supone valentía, porque es
preciso a menudo el sacrificio propio cuando uno se consagra a los demás;
es, por otra parte, la caridad más fuerte que la violencia, ya que ella triunfa
donde la fuerza fracasa.
Habituar a los niños a descubrir lo que hay de bueno en los que los
rodean, a reemplazar inmediatamente por un acto positivo de caridad
cualquier sentimiento de malevolencia que nazca en su corazón. Hacerles
adquirir el hábito de dirigir mentalmente cada mañana, en el momento de
su oración, un pensamiento benévolo a todas las personas que puedan
encontrar en la jornada.
Una oración para recitarla con frecuencia: «Señor Jesús, haced que
pensemos siempre en los demás antes de pensar en nosotros».
Son muy escasos los padres que se ocupan del esfuerzo necesario
para adquirir la bondad; es, sin embargo, la base elemental en la formación
del sentimiento social, el cual no es innato en el hombre. Crear hábitos
morales de bondad, de generosidad, es muy difícil, y el esfuerzo en este
sentido, muy meritorio para el niño, porque, aunque es sensible, es
egocéntrico, nace propietario y es educado para ser terriblemente pro-
pietario. No nos admiremos de que en nuestro siglo lo sea. De cada diez,
nueve padres han dado a sus hijos alma de propietario, de acaparador, que
quiere todo para sí, sin preocuparse de los demás y hasta ignorando que los
demás existen.
6
En la obra de J.-S. Guillope, La educación sexual de los niños y adolescentes,
Atenas, Madrid 1968, se encuentra un capítulo sobre educación de la pureza, que des-
arrolla la síntesis sobre los tres elementos necesarios para toda verdadera educación
moral: 1. Conocimiento progresivo de la verdad; 2. Educación del dominio de sí; y 3.
Pedir la divina gracia.
109
Nada es mejor que la iniciación individual adaptada al desarrollo
físico y moral e intelectual del niño.
110
Es importante, asimismo, que el chico sea prevenido por su papá —y,
en defecto de él, por su mamá— de las transformaciones que van a
operarse en él, de las reglas higiénicas que debe observar. Convendrá
prevenirlo, para que no se inquiete por las perturbaciones fisiológicas que
pueden sobrevenirle durante el sueño independientemente de su voluntad.
111
le niega al hombre de buena voluntad. Proporcionarle una vida
equilibrada; enseñarle a elegir lecturas, a evitar cualquier causa de
excitación y orientarlo en la técnica de la diversión en algo que le interese.
6. En esta materia es necesario insistir más sobre el aspecto
positivo de la alegría de elevarse, de vencer, que sobre el aspecto negativo
de la falta moral. Este punto, preciso es dejarlo al juicio del confesor, que
para eso tiene gracia de estado.
112
4
ALGUNOS PROBLEMAS PRÁCTICOS
1. El espíritu de la familia
Cada familia puede tener un espíritu del cual se benefician todos sus
miembros. Si ese espíritu no existe, los miembros están sólo yuxtapuestos
y encontrarán siempre ocasiones de alejarse del hogar. Al contrario,
cuando existe el espíritu de familia, un la2o de unidad consolidará el
afecto de unos con otros, y aun cuando la vida obligue a los miembros a
dispersarse, ese lazo será suficientemente fuerte para sostener entre todos
una efectiva ayuda mutua.
El desarrollo de ese espíritu de familia depende, en principio, de los
padres, de su unidad de acción en la educación de los hijos; del ejemplo
que les den sin cesar; del modo con que, a medida que los niños crezcan,
los hagan participar progresivamente de las tareas propias del hogar y su
cuidado; de la manera también en que sepan enlazar el presente con el
pasado, transmitir a los hijos un legítimo orgullo por sus abuelos y sus
antepasados; la verdadera nobleza no es tanta la del nombre como la del
corazón y la honradez; de la manera, en fin, con que sepan crear ese clima
de alegría y confianza que se manifiesta con mayor fuerza en las horas
alegres de fiestas y aniversarios.
116
Si queréis conservar la confianza de cada uno de vuestros hijos, no
hagáis bromas o burlas respecto a ellos. Cuando alguno en plan de con-
fianza se acerque a vosotros, no lo interrumpáis, dejadle que os diga
cuanto quiera, aunque tengáis una ocupación urgente. No descubráis nunca
un secreto que un niño os haya confiado. Procurad de cuando en cuando
salir con uno de vuestros hijos por turno.
2. El niño enfadado
«Mostrar habitualmente enfado llega a ser para las personas con
quienes se vive un reproche mudo. Es acusarlas tácitamente significán-
doles que el lazo de confianza y simpatía se ha roto y que no se está seguro
de los buenos sentimientos. En el enfado habitual aparece una agresividad
contenida, llevada en términos tolerables sin demasiado riesgo para el
disgustado. Además, el enfado continuo es un medio de hacerse
interesante, de imponerse cuando la exposición franca de los agravios sería
trivial. Gracias a estas utilizaciones secundarias llega a ser pronto un
medio de presión sobre los de alrededor» (R. Allendy).
117
Los padres deben evitar sinceramente lo que podría producir
despecho en el niño. ¿Por qué hacen reproches a tiempo y destiempo? ¿Por
qué encolerizarse contra él sin razón suficiente, sobre todo si se trata de
una faltilla de la que apenas es responsable? ¿Por qué abrumarlos delante
de otros con advertencias que no son absoluta e inmediatamente
indispensables?
La mayor parte de los despechos tienen por origen un tono regañón
agresivo, burlón o irónico, que se parece a una provocación. Tan verdadero
es, que en la mayoría de los conflictos familiares hay en cada uno un poco
de culpa.
3. Problemas escolares
La entrada en la escuela es un acontecimiento importante en la vida
del niño. Para muchos es el primer contacto con lo desconocido y con
desconocidos. De la manera con que el niño reciba y sea recibido
dependerá una actitud positiva o negativa frente al trabajo y la vida esco-
lar, que influirá durante muchos años en su facilidad para la enseñanza y
en el trabajo intelectual.
No presentéis nunca al niño la escuela como un lugar en que se
adiestrará: «¡Verás cuando vayas a la escuela: te sabrán domar! ¡Cuándo
llegará octubre para que vayas a clase y me dejes en paz!»
118
Haced desear la escuela a los niños con fiases como ésta: «Se hace
uno mayor cuando se va a la escuela; se deja de ser un niño chiquito, y
además, ¡qué de cosas vas a aprender!»
La vida escolar representa para el niño lo que la profesión en nuestra
vida de adultos; es su ocupación principal.
A partir del momento en que frecuenta con regularidad la escuela,
ésta ocupa lo más definido de su actividad consciente e influye de manera
muy importante en su desarrollo intelectual y físico. Su papel es, pues,
capital. No hay, por consiguiente, nada de sorprendente en que las
dificultades escolares influyan grandemente en el comportamiento general
del niño y que los dramas de la escuela tengan una repercusión fuerte
sobre la vida diaria y sobre la evolución psicológica de los niños.
Debe evitarse tanto como sea posible el internado, que es algo contra
la naturaleza, sobre todo para los muy pequeños, en los cuales nadie puede
reemplazar al elemento afectivo que representan el padre y la madre. ¡Si
los padres sospecharan la tristeza que puede invadir en ciertas horas el
alma de sus pequeños pensionistas, aun en los mejores internados!
Por lo menos, si no es posible otra cosa, que se compense con
frecuentes salidas con la familia, que deben suprimir los arrestos abusivos,
los cuales, por otra parte, transformarían de manera antipsicológica el
internado en prisión.
119
En este caso, es preciso procurar que el adolescente continúe y
complete su instrucción religiosa y tome parte en algún movimiento o
asociación católica, sin la cual estará en peligro de sufrir sin compensación
la influencia de un profesor o compañero que no comporta ni su ideal ni su
fe7.
Uno de los puntos sobre los cuales debe realizarse esta colaboración
entre escuela y familia es el problema de los trabajos de clase que se hayan
de hacer en casa. Por una parte, preciso es evitar que sean los ejercicios tan
numerosos que no dejen tener al niño algún momento de legítimo
descanso, tan necesario, que dañen al ambiente familiar, y, sobre todo, que
abrevien de manera habitual el sueño del niño. Por otra parte, si bien el
niño puede pedir ocasionalmente consejo a sus padres, debe proscribirse el
método según el cual son los padres quienes hacen tales trabajos de clase
en lugar de sus hijos.
Lo que es necesario, si se quiere que el niño triunfe en sus estudios,
es que tenga, en la medida de lo posible, un pequeño lugar para él donde
pueda trabajar con tranquilidad sin que lo molesten, ya con preguntas
intempestivas sus hermanos o hermanas, o bien con el ruido de la radio o
de la televisión.
7
Esto es particularmente sensible en institutos femeninos, especialmente en clase de
filosofía. La experiencia y la psicología muestran que las chicas toman en serio, más
que sus hermanos, las enseñanzas que reciben, y un profesor no cristiano y con
prestigio puede sembrar la duda.
120
de complot contra él —sentimiento que no dejaría de aparecer el día que
supiera que se le había ocultado esta visita—; ni en su presencia, porque si
se le alaba puede envanecerse; si se le reprocha, podría desanimarse.
Los padres deben interesarse por los progresos de sus hijos, mirados
aisladamente más que en relación con sus compañeros. Porque todo
espíritu de competición encierra, como reverso de medalla, el peligro de
cierta envidia hacia los que están mejor dotados o menosprecio para los
que tienen menos capacidad.
El interés de los padres respecto al trabajo escolar no debe consistir
en añadir automáticamente un castigo familiar a otro recibido en la escuela
ni en tomar como sistema la defensa del niño contra sus profesores. En
todo caso, no se deben nunca permitir críticas o burlas en relación con el
personal de enseñaba.
121
superiores a sus posibilidades, pero exigirle pequeños esfuerzos que le den
sentimiento de triunfo y progreso.
4. Juegos y distracciones
El juego no tiene para el niño la misma significación que para el
adulto. Para el adulto es, sobre todo, un descanso, una distracción. Para el
niño es la cosa más seria que pueda existir en el mundo; se podría decir
que es su ocupación esencial. Por eso es interesante que los padres, aun
ocupándose de los juegos de sus hijos, eviten molestarlos con
intervenciones intempestivas.
Claudio, niño de cuatro años, deja deslizar entre sus dedos un fino
hilillo de arena dorada, y no responde nada a las indicaciones imperiosas
de su mamá, que le invita a jugar con ella. «No sabes divertirte, Claudio»,
dice ella. «Pero sé muy bien lo que me divierte a mí», respondió Claudio.
El niño toma de tal manera en serio su juego, que con gusto se
identifica con el personaje que representa y se asocia todo lo que él
imagina de su psicología.
Conocía yo a un pequeño de tres o cuatro años. Un día irrumpí en su
cuarto de jugar, cuando se encontraba sentado en un rincón sobre una caja;
delante de él aparecía un pequeño coche volcado sobre uno de los lados. El
niño estaba muy serio; con las dos manos colocadas sobre una de las
ruedas del coche, conducía...
Quise hablarle de su oficio, y para entrar en materia le dije: «¡Buenos
días, pequeño conductor!» Pero mi frase quedó sin respuesta. Me pareció
que el niño no estaba muy cortés. Lo que yo le decía era amable. ¿No era
realmente él un pequeño conductor? Repetí mis «buenos días». Siempre
sin respuesta. Después de una tercera tentativa, el niño, no sin haber
tomado antes una vuelta peligrosa, se volvió, refunfuñón, y me dijo
tranquilo y altanero: «Esto no se les dice a los conductores».
122
El juego es el trabajo de los niños, y los juguetes, los utensilios del
juego.
Un niño se divierte con su ilusión en tomo a un juguete más que con
el juguete mismo. Se entretiene uno mejor a los cuatro años con un trozo
de madera fajado o envuelto en trapos que con un juguete complicado y
costoso.
Descubre el niño en el dibujo y la pintura un excelente medio de
expresar para los demás y para sí mismo sus instintos creadores. Es mejor
que él pueda inventar lo que le parezca que no el colorear los «espacios en
blanco» de un método impreso de antemano; podría con esto desanimarse
y renunciar a todo esfuerzo personal de imaginación.
5. Adolescencia
Llega una edad en la que el niño deja de serlo y no es todavía adulto.
Edad en que se produce una especie de ruptura de equilibrio en vista de un
equilibrio nuevo y de la conquista de la personalidad, que harán poco a
poco de este niño no sólo un joven o una joven, sino tal joven —chico o
chica— determinado. Resulta de esto un período de crisis que comienza,
en general, hacia los trece años y que puede durar dos o tres.
Con frecuencia, en ese período, los padres, que han olvidado por
completo lo que a ellos mismos les pasó, se sienten desorientados, porque
no reconocen ya a sus hijos. Lo primero que ha de hacerse es no asustarse.
Se trata de una crisis normal, que pasará con tanta mayor rapidez y
facilidad cuanto más los padres se esfuercen en comprenderla.
El adolescente, que deja de ser un niño, comienza por tener una crisis
de emancipación. No quiere formar parte del mundo de los pequeños; no
quiere ya ser tratado como un niño; no le gusta que le hagan decir sus
lecciones; no quiere que se le mande por la noche acostar; se molesta por
la menor observación, sobre todo si se la hacen delante de hermanos o
hermanas más pequeños.
Este deseo de emancipación es la manifestación de un progreso
natural en vías de evolución. Sería en vano y peligroso intentar dominarlo
por la fuerza.
126
Lo que caracteriza la adolescencia es una transformación fisiológica.
Importa, pues, que los padres hayan prevenido a tiempo a sus hijos. Pero
en cualquier caso resultará de ello una fatigabilidad física, una
inestabilidad de carácter que es necesario tener en cuenta.
No hay por qué extrañarse en este período de los cambios de humor,
arranques no razonados, desigualdad en el trabajo, sucesión imposible de
prever de alegría ruidosa y gesto sombrío.
128
Sobre todo, ante las manifestaciones de independencia, de evasión,
de oposición, de vuestros hijos y de vuestras hijas adolescentes, no
dramaticéis. Nada de escenas, lágrimas o reproches...; menos aún
violencias.
En esta edad más que nunca, sabed persuadirlos y procurad no
obligarlos.
Cuando deseéis conseguir alguna cosa de ellos, apelad a los móviles
más elevados; no os apoyéis en motivos exclusivamente utilitarios; a pesar
de las apariencias, están en la época de los idealismos desinteresados. Es
también la edad de la poesía, en la que gusta hacer versos sobre todo y a
propósito de todo.
129
La madre, sobre todo, debe sobreponerse a sí misma para llegar a
comprender la evolución en las relaciones que debe tener con su hijo.
Durante nueve meses era completamente suyo. Dependía por entero de
ella, puesto que por ella respiraba y en ella se alimentaba. En los primeros
meses era todavía un pequeño ser por completo dependiente. Si lo
alimentaba ella misma —como es de desear—, le daba aún su propia
sangre al darle su leche. Y el pequeñín, débil, sólo encontraba apoyo y
protección en los brazos de su madre. Después, poco a poco, el niño
creció. Y al adquirir el uso de su libertad adquirió también su
independencia. Durante los primeros años continúa el niño todavía muy
cerca de su madre. Es ella su primera educadora, su confidente
providencial, a quien recurre en cualquier circunstancia. Pero el niño crece
más. Su personalidad se afirma lo mismo que su autonomía. Entonces
siente profundamente la madre que el hijo ya no es con ella el mismo de
antes. Lamenta y añora, a su pesar, los años en que era pequeñín, venía a
refugiarse en sus rodillas o lo estrechaba contra su corazón...
131
trabajo de su hijo, es uno de los aspectos de esta oposición de carácter
debilitador.
Basta con frecuencia explicar a las madres el origen de estos
conflictos afectivos para conducirlas de nuevo al verdadero sentimiento
maternal que debe buscar el interés de sus hijos y ninguna otra cosa.
132
esta verdad fundamental: que educar a los niños es acostumbrarlos a que
puedan arreglarse a pasar sin ellos.
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CONCLUSIÓN
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