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(Contraportada)

Este libro es resultado de la observación de


los errores, de los aciertos y de las
intuiciones en el arte difícil de la educación.
Su valor: el haber sido experimentado, en
positivo y en negativo, por muchos padres y
educadores.

2
GASTON COURTOIS

EL ARTE DE EDUCAR
A LOS NIÑOS DE HOY

Madrid
1979

Tradujo Socorro Santos sobre el original francés

3
L’art d’enlever les infants d’aujourd’hui

4
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN.......................................................................................7
1....................................................................................................................9
VUESTRA MISIÓN....................................................................................9
1. Vuestra misión es bella.............................................................................9
2. Vuestra tarea es difícil............................................................................10
2..................................................................................................................14
CONDICIONES PARA EL ÉXITO...........................................................14
1. Antes del nacimiento..............................................................................14
2. Desde el nacimiento...............................................................................15
2. Conocer y comprender la psicología de vuestro hijo.............................20
4. Crear un ambiente de confianza.............................................................23
5. Crear un ambiente de afectos viriles......................................................26
6. Crear un ambiente cristiano....................................................................29
7. Conservar la calma y el dominio de sí...................................................31
8. Dar ejemplo............................................................................................35
9. Ser constantes.........................................................................................37
18. Mesura y equilibrio..............................................................................39
11. Estar y parecer unidos..........................................................................41
3..................................................................................................................46
EL EJERCICIO DE LA EDUCACIÓN.....................................................46
1. El arte de hacerse obedecer....................................................................46
2. El arte de reprender................................................................................54
3. El arte de castigar...................................................................................58
4. El arte de estimular y premiar................................................................63
5. Educación de la conciencia....................................................................65
6. Educación del sentimiento religioso......................................................68
7. Educación de la voluntad.......................................................................76
8. Educación del buen humor.....................................................................81
9. Educación de la sinceridad.....................................................................85
5
10. La educación del sentido de justicia.....................................................93
11. Educación del respeto y de la cortesía..................................................95
12. Educación del orden.............................................................................98
13. Educación de la caridad......................................................................100
14. Educación de la castidad....................................................................105
4................................................................................................................112
ALGUNOS PROBLEMAS PRÁCTICOS...............................................112
1. El espíritu de la familia........................................................................112
2. El niño enfadado...................................................................................116
3. Problemas escolares.............................................................................117
4. Juegos y distracciones..........................................................................121
5. Adolescencia.........................................................................................125
6. Evolución del amor de los padres a sus hijos.......................................128
CONCLUSIÓN.........................................................................................133

6
INTRODUCCIÓN

Este libro no tiene pretensiones. No es un tratado erudito. Ni un texto


de psicología. No es tampoco una investigación científica.
Imagino el gesto de enfado de algunos amigos que frecuentan
asiduamente laboratorios de psicología experimental o instituciones
análogas, donde los iniciados elaboran las conclusiones posibles de los
tests de Rorschach o de Murray...
Sus trabajos son de gran interés, y lejos de mí el pensamiento de
menospreciar su ciencia. Algunas de estas páginas les deben mucho.
Pero este pequeño libro debe todavía más a la observación de la
conducta de los padres con sus hijos, a la comprobación de muchos
errores de los que, en principio los niños y, finalmente, los padres son, con
demasiada frecuencia, las víctimas.
Este libro se presenta, pues, en forma de consejos breves, sin otro
mérito que el de haber sido experimentados, en positivo y en negativo, por
numerosas familias pertenecientes a los más diversos ambientes.
Hay, afortunadamente, algunos padres con una admirable intuición
de lo que es necesario ser y de lo que es preciso hacer para educar a sus
hijos. Pero muchos no poseen este don innato y se contentan con un
empirismo elemental que los conduce a menudo al desaliento y a la
abdicación de su autoridad.
Pero hay también otros, más numerosos, que ni siquiera se plantean
la cuestión y que hacen a lo largo de cada jornada una labor contraria a
la educación, y hasta sin darse cuenta de ello.
La educación es un arte difícil y delicado, integrado por un poco de
ciencia, mucho de buen sentido y, sobre todo, mucho amor. No es este
libro una simple colección de recetas, como las que usted, señora, usa
para guisar una buena comida un día de fiesta. Ni un código como el que
usted, señor, utiliza para conocer sus derechos y deberes en relación con
la ley.
Este libro no ha de ser leído de un tirón, como una novela. Su
presentación en frases sueltas facilita la meditación. Abridlo al azar y
encontraréis casi siempre un pensamiento que os obligará a profundizar
un problema que apenas habíais entrevisto.
7
¡El arte de educar a los niños de hoy! Muchas máximas y consejos
valen para todos los tiempos. Pero, confesémoslo, en el niño de hoy se
notan, más que en los de otras épocas, las huellas de un contacto
prematuro con las realidades menos bellas del mundo que le rodea.
Carteleras, cines, radio, televisión, anuncios, ejemplos de la calle, de los
parques, periódicos ilustrados con colores violentos se le graban en su
alma.
Se embota su curiosidad, su confianza vacila, su espíritu de
independencia se manifiesta en forma anárquica; los valores capitales que
se encierran en las palabras sinceridad, autoridad, conciencia, amor, han
perdido su fuerza y, también para ellos, han perdido su sentido.
Depende de los educadores, y sobre todo de vosotros, padres,
restaurar en el espíritu de los niños los valores capitales que esas viejas
palabras encierran. Depende igualmente de vosotros guiar a través de la
evolución acelerada de un mundo, con frecuencia enloquecido, a ese
pequeño ser que hoy, como siempre, encierra en sí mismo tantas
posibilidades para el bien como para el mal.
El niño de hoy, como el de siempre, sigue siendo una inmensa
esperanza. Por eso, lejos de ser desalentador este libro, es resueltamente
optimista.
Puede ayudar a cuantos lo lean a educar mejor a sus hijos, y tal vez
también a educarse un poco más ellos mismos. Porque, según el conocido
pensamiento de René Benjamín, «el secreto del arte de educar consiste en
educarse primero a sí mismo en provecho de aquellos a quienes se quiere
mejorar».

8
1
VUESTRA MISIÓN

1. Vuestra misión es bella


En el pensamiento de Dios, un niño es un santo en flor. Que vosotros
lo queráis o no, sois los colaboradores de Dios. Lo habéis sido en la obra
admirable de la «creación» de vuestros hijos. Debéis serlo también en la
obra no menos bella de su «educación».
Educar procede de dos palabras latinas: ex ducere, sacar de, hacer
brotar de. Es hacer de un niño —y en lo posible con su colaboración cada
vez más consciente a medida que crece en edad— un hombre pleno,
maduro, responsable. Es, en otros términos, hacer resplandecer el rostro de
Cristo sobre su rostro de hombre.
No se hable de utopía. Si tuviéramos fe siquiera como un grano de
mostaza... Recordaremos las palabras de san Pablo sobre el ideal cristiano:
«Vivo yo, mas no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 10), y la
brillante afirmación de san Juan: se nos llama hijos de Dios y lo somos (1
Jn 3, 1).
Los padres no deben estar nunca orgullosos. El orgullo esteriliza y
desorienta; pero tienen el derecho y el deber de ser ambiciosos con la más
noble ambición que puede darse, ayudar a sus hijos a realizar lo que Dios,
en plan de amor, espera de cada uno de ellos.
No tendrá que realizar cada niño la misma misión. Tampoco, por otra
parte, ha recibido cada uno el mismo número o naturaleza de talentos que
su hermano. Poco importa. Lo esencial es que cada uno desarrolle sus
propios dones.
El niño es un «valor» de precio infinito confiado por Dios al espíritu,
al corazón y a las manos de los padres, valor humano..., valor divino...,
valor eterno.

«Toda alma que se educa, educa al mundo» (Isabel Leseur).


¿Grandeza de vuestra misión? Preparar fermentos que eleven al mundo y
lo ayuden a ser un mundo más feliz y mejor.

9
Los padres tienen una gracia específica para la educación de sus
hijos, y, normalmente, es de ellos de quien Dios quiere valerse para mol-
dear su corazón y su inteligencia.
Hay una acción común irreemplazable del padre y de la madre en la
educación de sus hijos. Podrá haber en ella suplentes con abnegación
admirable. Pero por grandes que sean su valor y su competencia, no
tendrán otro papel que el de ser suplentes, y no valdrán en manera alguna
como la influencia conjunta de un padre y una madre para aquel que es la
carne de su carne y en quien se encarna su unidad.
Nada puede suplir a la educación primera dada por la familia. Los
padres han perdido la confianza en sí mismos, en su misión y en sus dere-
chos de educadores. En gran parte, porque han estado como en minoría
durante el último medio siglo; pero también se han mostrado cansados,
desfallecidos en su misión educadora.
No hay acción más saludable que la que consiste en dar a los padres
una conciencia clara de la nobleza de su misión.

2. Vuestra tarea es difícil


Vuestra tarea es difícil porque el niño es terreno dispuesto tanto para
el mal como para el bien. En él, como en todo hombre, existen tendencias
malas que es preciso neutralizar, y tendencias buenas que es preciso
descubrir, sostener, animar.
Vuestra tarea es difícil porque se realiza con frecuencia en
condiciones duras. A muchos padres, lo exiguo de la casa, la dificultad de
tener quien les ayude, los horarios de trabajo fuera de casa, complican
extraordinariamente su tarea y roban el tiempo necesario para pensar con
calma en los problemas que plantea toda educación. Se ven obligados a
actuar en ella bajo el impulso o la rutina, sin poder asombrarse de perder
su autoridad y aun la confianza de sus hijos.
Vuestra tarea es difícil porque no hay método universal ni receta
infalible. Existen, ciertamente, principios de buen sentido y de experiencia
que es preciso conocer (¡hay tantos padres que los ignoran!); pero cada
niño es un mundo aparte. Más aún: el niño está en continua evolución y,
por consiguiente, aun el mismo niño cada año necesita un trato diferente.
Vuestra tarea es difícil porque no es siempre fácil comprender al
niño, saber exactamente qué pasa en su interior. Las reacciones del niño no
son siempre inmediatas, a veces nos admiran las repercusiones lejanas de
10
un gesto, de una palabra, de un incidente al cual nosotros, los adultos, no
habíamos atribuido la menor importancia.
Vuestra tarea es delicada porque los errores de dirección,
imperceptibles en los comienzos, tienen el peligro —si no se hace a tiempo
la rectificación oportuna— de conducir a situaciones de difícil salida que
se traducen en faltas de confianza o en oposiciones latentes que explotarán
uno u otro día.
No se educa a los niños de hoy en las mismas condiciones que antes.
El mundo evoluciona con ritmo acelerado. La aplicación técnica de los
descubrimientos científicos nos hace vivir a un ritmo casi inhumano. En el
mismo ambiente social, hay más diferencia entre las condiciones de vida
del niño de hoy y las de sus padres cuando eran niños, que entre las de sus
padres y las de sus abuelos.
Si no se tiene mucho cuidado, el foso de separación entre las
generaciones se ahonda con demasiada rapidez. Las palabras mismas
corren el peligro de no tener el mismo significado.
La tarea de la educación es delicada porque supone, a la vez, amor y
desprendimiento, dulzura y firmeza, paciencia y decisión. Y estas
cualidades complementarias, que parecen con frecuencia contrarias, exigen
en el educador no sólo corazón, sino también sentido común y equilibrio.
Aunque la tarea de la educación es difícil y delicada, es necesario
ponerse en guardia contra todo desaliento, contra todo pesimismo. Es
cierto que no existen recetas universales, como no hay niños idénticos;
pero hay, sin embargo, principios generales cuya aplicación evita muchos
desengaños.
Es preciso intentar conocer esos principios, frutos de la experiencia,
de la observación y también de un estudio profundo de la naturaleza
psicológica del niño a través de los diferentes estados de su evolución.
Además, es preciso plantearse el problema... Hemos encontrado
padres siempre preocupados cuando se trata de la salud física de sus hijos,
y, en cambio, completamente despreocupados cuando se trata de su higiene
mental y de su formación moral. Es un hecho; raros son todavía los padres
que se preocupan de los problemas de educación. Muchos ni aun
sospechan su existencia. Otros los han resuelto de antemano, por
procedimientos fuertes o por la abdicación erigida en sistema.
Hay, afortunadamente, otros que sienten la necesidad de aprender.
Pero, atención: ningún manual suplirá a la reflexión personal y a esa
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intuición maravillosa que da el amor verdadero, que busca, sobre todo, el
bien del niño, a expensas, si es necesario, de nuestra tranquilidad personal.
Muchos padres se desinteresan de la formación moral de sus hijos.
Los alimentan, los visten, pero no tienen el menor cuidado de su espíritu y
de su alma. Presentan, a veces, ostensiblemente su dimisión. Una madre
habla así de su hijo: «Yo ya le he prohibido que hiciese esto o lo otro; pero
se enfadó tanto, que no se lo volveré a prohibir más».
O bien descargan completamente su función en educadores
profesionales. Una madre lleva al maestro a su hijo lloriqueando:
«Castíguelo usted; yo no puedo con él». Y, en cambio, cuando los
educadores conscientes, a quienes los niños han sido confiados, indican a
los padres algún defecto, alguna insuficiencia en el trabajo o alguna
infracción en la disciplina, en lugar de dares las gracias por la ayuda que
les proporcionan, los mismos padres se ponen al lado de su hijo, toman su
defensa y no tienen reparo en quitar la autoridad necesaria, precisamente a
quienes antes pidieron colaboración.

La educación es una ciencia y un arte de los más delicados. A los


animales les basta el instinto. Al hombre le es necesario un esfuerzo de
inteligencia y de reflexión.
No se construiría una casa sin estudiar arquitectura; en cambio, se
educa a un niño sin preparación para ello. Se aprende el arte de seleccionar
las plantas y los animales y no el de educar a un niño. Educar es también
cultivar. No se da el título de médico sin una enseñanza, sin una
instrucción, y, en cambio, se improvisa al educador. Es ejercitar un
espíritu, una voluntad, un corazón. No ejercerá nadie como profesor de
gimnasia sin título, y, en cambio, ningún título se exige para educar y
fortificar un alma. Educar es pulir, es adornar. Nadie se titula joyero, pintor
o escultor sino después de larga preparación; y para modelar un alma no se
exige título ninguno. Educar es fortificar. Para llegar a ser médico son
necesarios amplios estudios, y, en cambio, se dirige el espíritu y el corazón
sin haber aprendido ni ejercitado tan difícil oficio.

El concilio Vaticano n nos habla de la misión de los padres en la


educación de sus hijos: «Los padres tienen la gravísima obligación de
educar a los hijos, y, por tanto, hay que reconocerlos como los primeros y
principales educadores de sus hijos. Este deber de la educación familiar es
de tanta trascendencia, que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es,
pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el
12
amor, por la piedad hacia Dios y hacia os hombres, que favorezca la
educación íntegra, personal y social de los hijos. La familia es, por tanto,
la primera escuela de las virtudes sociales, que todas las sociedades
necesitan (Declaración sobre la educación cristiana de la juventud, 3).

¿No creéis que deberían multiplicarse escuelas para los padres, donde
sin pedantería ni términos cultos, sin oír tratar al niño normal como si
fuera anormal, pudieran los esposos jóvenes aprender los principios
elementales de la educación?
En todo caso es importante para los educadores no desanimarse,
aunque su papel sea tan difícil. Algunas confusiones o torpezas esporá-
dicas no tienen importancia, porque la perfección no es de este mundo. Lo
esencial es que esas confusiones o torpezas no sean el pan de cada día,
como realmente ocurre con demasiada frecuencia.

En ciertas horas difíciles, el pensamiento ce que Dios comprende


nuestros problemas os animará a llamarle en vuestra ayuda. Tenéis derecho
a hacerlo, y su acción completará, en lo más mínimo del alma de vuestros
hijos, los esfuerzos que hagáis para actuar según su amor.
Recordad también a los protectores de vuestros hijos. Su poder
depende de vuestra invocación: nuestra Señora, que es, en el sentido pro-
fundo de la palabra, madre de sus almas; su ángel de la guarda; el santo
que le habéis dado por patrón, y, después, todos esos antepasados de los
que tal vez ignoréis el nombre, la historia y, aún más, las virtudes y los
méritos, y que gozan todos o casi todos de la felicidad maravillosa de
«pasar su cielo haciendo bien en la tierra». Y vuestros hijos, ya herederos
de sus virtudes, se beneficiarían con su intercesión en la medida en que
vosotros les pidáis que intervengan.

13
2
CONDICIONES PARA EL ÉXITO

1. Antes del nacimiento


«La educación de un niño comienza veinte años antes de su
nacimiento, con la educación de su madre».
¿No hay una parte de verdad en esta frase de Napoleón? ¿No han
mostrado la experiencia y los estudios científicos que la madre graba
profundamente en su hijo lo que ella misma es?
Si existe un período durante el cual la madre desempeña un papel
preponderante en lo que serán las tendencias y hábitos morales de su hijo,
es, ciertamente, el período prenatal, durante el cual puede la madre decir
con toda verdad: «Yo soy algo él, y él es algo de mí misma», tan íntima es
la participación orgánica del niño y de su madre; tan grande es también la
interdependencia en lo físico y en lo moral.
En el curso de esos nueve meses de pre-educación, la madre debe
pensar: puedo ayudar a mi hijo a llegar a ser lo que debe siéndolo yo
misma, puedo ayudarle a ser tranquilo permaneciendo yo en calma, a ser
sonriente si sonrío yo, a ser fuerte siendo yo valiente, a ser bueno siendo
yo bondadosa para todos.
Y en el plano sobrenatural, de qué cantidad de gracias no puede una
madre rodear a su hijo, por poco que piense de cuando en cuando en la
presencia en ella de Cristo por la gracia y en su pequeño por la sangre.
¿Mística, se dirá? Simple lógica de nuestra fe.
No es tiempo perdido para una futura madre el que reserve cada día
(por ejemplo, al comienzo de la tarde) algunos minutos de reposo, tendida.
Ocasión maravillosa para volver a la tranquilidad interior.

Las mejores condiciones físicas y psicológicas para que el niño se


desenvuelva lo más sanamente posible son las que se derivan del hecho de
ser muy deseado.
Algunos niños llegan a sentirse casi culpables de haber nacido. El
niño no sólo necesita alimento; tiene también necesidad de cariño.

14
Hay niños que son deseados por la madre como compensación a su
fracaso conyugal; es éste un deseo egoísta: por amor de sí misma, quiere
encontrarse de nuevo en él; es casi un papel de niño vengador el que se le
quiere hacer representar. No es esto garantía de un buen desarrollo; al
contrario, las mejores condiciones tienen lugar cuando el niño es deseado
no sólo como hijo, sino como consagración del amor mutuo; es decir,
cuando la mujer desea un hijo «de su marido», y el marido, «de su mujer».

2. Desde el nacimiento
La solidaridad tan íntima que une a la madre con su hijo, lejos de
desaparecer cuando éste bien al mundo, continúa largo tiempo todavía. Por
eso es tan esencial que se encargue la madre misma de la educación y
cuidado de su hijo y no se resigne a confiarlo a otros más que en caso de
fuerza mayor.
Nunca se concederá demasiada importancia a las primeras semanas.
Desde el primer día comienza una lucha silenciosa por el dominio entre
madre y niño. Si cedéis, tendréis para siempre a vuestro lado un pequeño
tirano doméstico, a quien todo deberá doblegarse y que más tarde sufrirá
cruelmente de una necesidad insaciable de dominio, puesto que no tendrá
siempre cerca de sí una madre abnegada y dócil.
Sabed bien que la educación positiva del niño comienza el día de su
nacimiento. Es éste un axioma que pocos padres conocen o admiten.

Habitualmente, los padres vician al pequeño, lo miman y consienten,


se dan a él alegremente, sin pensar en las consecuencias, convencidos de
que el momento de la educación llega cuando el niño comienza a hablar y
hay posibilidad de entenderse directamente con él. En este momento, con
frecuencia, es ya demasiado tarde para reparar los graves errores
cometidos antes.
Es preciso rechazar la ridícula costumbre de coger en brazos a los
niños desde el momento en que comienzan a gritar, mecerlos, cantarles
canciones, danzar con ellos a lo largo de la casa. Cuanto más miméis al
niño, más molestará vuestro sueño, privándoos del reposo necesario.
Alrededor de las madres jóvenes siempre hay tías y consejeras, que, a
la menor mueca del niño, dan la señal de alarma y las hacen creer que tiene
hambre, que tiene cólico y qué sé yo cuántas cosas más. No os dejéis
impresionar por los gritos del niño: si no está mojado, dejadlo llorar.

15
El niño es un «registrador» convertido instintivamente en un tirano.
Si se da cuenta1 de que toda la casa corre al menor llanto o al menor grito,
aprende también que posee un medio seguro de que acudan sus padres
junto a él. Muy pronto ellos serán esclavos de sus caprichos o fantasías.
Por otra parte, el pequeño se afirmará en la idea de que todo el
mundo está a su servicio y a su capricho. Más adelante le será doloroso
desprenderse de su egocentrismo infantil.

Es bueno en los comienzos que la madre continúe educando a su


hijo, incluyéndolo en un «nosotros»: «Vamos a ser buenos hoy; vamos a
no llorar, a tomar el biberón». Esta primera educación consiste en una
especie de impregnación del niño en la vida interior de su madre, en espera
de que tome poco a poco posesión de su yo consciente.
La educación —no lo repetiremos nunca demasiado— es el
aprendizaje de la libertad; pero un aprendizaje progresivo.
Sed firmes desde los comienzos. Los llantos de los pequeños
conmueven penosamente el corazón de las mamás y el sistema nervioso de
los papás. Será necesario dominar vuestro corazón sensible, por el bien de
vuestro hijo y también por el vuestro, pues si cedéis, os convertiréis en una
esclava, y el día que caigáis en la cuenta y queráis evitarlo, tendréis el
peligro de ser vencidas, de libraros de ello demasiado enérgicamente, por
nerviosismo, provocando un desequilibrio afectivo en el pequeño.
Ningún servicio mejor puede proporcionarse a un niño que hacerle
conocer una realidad que se impone: hay resistencias que no ceden más
que ante un muro infranqueable que no puede ser desplazado nunca.
Imponeos un horario para darle el pecho. Seguidlo estrictamente, sin
excepción. Muchas madres son en esto esclavas de su pequeñín, y le dan el
pecho sin importarles la hora ni la cantidad. Los niños muy pequeños no
tienen todavía control ni de su razón ni de su voluntad. Son los instintos
los que se imponen en ellos, y que crean hábitos de los cuales los mismos
niños serán víctimas.

1
El niño «no observa» en el sentido en que nosotros entendemos esta palabra.
Más bien él asocia confusa mente (o más bien no disocia todavía) sus acciones de las
reacciones de su alrededor. Desde los primeros días pueden crearse «bloques», tales
como «llanto = llegada de mamá, paseo», o «lloros = venida de la abuela, chupete».
Son éstos reflejos provocados torpemente por el adulto, y tanto más difíciles de
eliminar cuanto más precoces son. De ahí proviene la tiranía de la cual los padres son
los verdaderos autores antes de ser las víctimas.
16
Si el niño llora, mirad si le molesta alguna cosa; pero no le deis nada,
ni le arrulléis, ni le cojáis en brazos. Sed en esto tan exigentes por la noche
como de día. Un bebé cuidado así, tiene todas las posibilidades de ser un
niño fácil de educar.
Si no es para asearle o darle el pecho, que nadie toque al pequeño, ni
lo coja en brazos, ni lo arrulle. ¡Atención con las abuelas y las tías! No
serán ellas las víctimas de las nuevas exigencias que crean en el niño.
Se le acostará al niño en su cama. Aunque llore. Al cabo de algún
tiempo ya no llorará, porque sabe que sus enfados no consiguen nada.
Sobre todo no creáis que es necesario dormir al niño. No les hace
falta más que a los que los han acostumbrado a ello. A los otros la na-
turaleza se encarga de dormirlos. Lo mismo se puede decir en cuanto a
dormirse en la oscuridad. No es necesaria la luz ni dejar la puerta abierta.

Los niños deben aprender a estar solos, a divertirse solos. Si la madre


o la persona encargada de su cuidado se ingenian para llenar cada uno de
sus minutos, se acostumbran a estar divertidos, y después pueden
convertirse en tiranos insaciables.
Conozco niños que acaparan a su madre desde sus primeros años,
preguntándoles constantemente: «Mamá, ¿qué hago?», o «Mamá,
cuéntame un cuento. ¡Me aburro tanto...!». Estos pobres niños sufren a
consecuencia de su continua agitación, y el vacío del tiempo constituye
para ellos un problema imposible de resolver.
También es perjudicial acariciar al niño tanto para calmarlo como
para proporcionarle placer. Es posible que la excitabilidad de la piel
aumente en gran parte con estas caricias. La necesidad de caricias y
halagos puede subsistir durante toda la vida.
Con su maternal e irreemplazable sonrisa, mucho más que cediendo a
los caprichos de su hijo, es como da la madre su ración de cariño.
El razonamiento con los niños muy pequeños debe reducirse al
mínimo, puesto que no están aún en posesión de su pensamiento lógico.
Querer hacerle razonar demasiado pronto es como si se quisiera hacerle
andar a los seis meses. Se corre el riesgo de convertirlo en enfermo para
toda su vida.

Uno de los mayores servicios que podéis proporcionar al niño es


reglamentar sus automatismos, porque es librarlo para más adelante de
trabas, cuidados, incertidumbres, inhibiciones. Facilitar su
17
desenvolvimiento moral y físico: ayudarle a conquistar su verdadera
libertad. El orden y la regularidad son casi tan indispensables en esta edad
como el cariño.
«Todo niño es en principio un psicólogo, que juzga a sus padres. Los
tantea sin cesar, hasta que determina los límites de su poder y de la libertad
que posee; usa a este efecto de todas las pequeñas armas, principalmente
de las lágrimas o enfados. Si se le compadece, si se tiene miedo a sus
rabietas, si después de haberle regañado, amenazado y aun pegado, se cede
para tener paz, el rapaz registra esa vacilación, y en adelante basará en ella,
con admirable conocimiento del corazón humano, toda su conducta.
La verdad es ésta. Es preciso que cuando el niño quiera pasar los
límites de lo que es razonable, choque su frentecilla testaruda en un muro
despiadado. Se golpeará allí una, dos veces. Al tercer chichón se decidirá a
permanecer en su jaula. Cuando sea mayor le explicaréis por qué se
pueden hacer ciertas cosas y no otras. Y como ha adquirido desde hace
tiempo —porque habéis sido padres avisados y fuertes— el hábito de
hacer sólo lo que es permitido, no tendrá dificultad ninguna en ser bueno
libremente...
Depende de ti, su madre, el que a los seis meses el pequeño sepa leer.
El libro donde aprenderá el niño a discernir lo que es necesario hacer o no
hacer es tu rostro, con sus distintas expresiones. Tú sabes lo que quieres de
él, y cada vez que su manera de ser corresponda a tu voluntad, tu mirada y
tu sonrisa le dirán: «Está bien». Cuando esta mirada amorosa y esta sonrisa
desaparezcan y sean reemplazadas por una expresión seria, tendrá el niño
la impresión de un «está mal». Tu lenguaje, si bien él no comprende
todavía las palabras, tiene un sentido que él aprecia. Un tono de enfado y
otro acariciador no son lo mismo para él; las inflexiones de tu voz
refuerzan notablemente la comprensión de tu sonrisa o tu seriedad.

No tratéis nunca al niño como un juguete o una muñeca. Al cabo de


algunos meses el niño participa de tal manera en los juegos con que se le
divierte, que sentiréis la tentación de hacerle jugar para divertirse a sí
mismo. En este momento existe en el adulto el peligro de sobrepasar la
medida. No olvidemos que el sistema nervioso del niño es frágil y se
puede fatigar muy pronto. Además de que se usa el recurso de los juegos
de fisonomía, que son el primer lenguaje por el cual el niño comprende al
adulto.
Es un contrasentido obligar a un niño a repetir veinte veces «buenos
días» a una misma persona con el pretexto de acostumbrarlo o para divertir
18
a los concurrentes. Los pequeños desean comportarse como personas
mayores, y les repugna el oficio de perros sabios, y si no les repugnara
sería todavía peor, porque supondría que tienen alma de cómicos
ambulantes.
Evitad el hablar a vuestro hijo en lenguaje «bebé», por enternecedor
que éste sea. Le haréis un mal servicio imitando su manera de expresarse.
Le será útil para más tarde que le enseñéis a pronunciar de manera correcta
su lengua materna y el hacerle repetir los giros defectuosos.
Podéis coleccionar las palabras encantadoras de vuestros hijos, pero
no las citéis nunca delante de ellos. Nada como esto quitará al niño su
ingenuidad, considerándose como un fenómeno interesante.

El papel del padre en estos primeros años de la existencia de sus hijos


es y debe ser, ciertamente, menos destacado. Indudablemente, puede
manifestar a sus hijos su naciente ternura: el hombre, en general, es poco
apropiado para manifestar tales sentimientos. Es conveniente y bueno que
se ocupe algunas veces de ellos para que se acostumbren a él y él a sus
hijos.
Pero que no intente dominar prematuramente sobre el papel de la
madre, creándose una fácil popularidad. ¿No es el elemento nuevo, a quien
los niños ven menos que a la madre, y que puede por este solo hecho tener
un atractivo particular? Que sepa oscurecerse de momento en relación con
sus hijos pequeños para dejar a la madre el primer papel.
Es de desear que la fuerte autoridad que le confiere su fuerza física,
el vigor de su voz, contribuya alguna vez a sostener la autoridad de la
madre cuando ella, fatigada, es incapaz de llevar a cabo sola la tarea
educadora. Sin embargo, esto debe ocurrir lo más raramente posible, sobre
todo delante de los muy pequeños.

La desproporción de fuerzas crea en el niño el miedo. El miedo es lo


inconsciente que se revela, y es también la inhibición de las mejores
facultades. No se logra la educación completa con el miedo. Nos parece
preferible que su autoridad se ejerza directamente en la forma de plena
aprobación de las decisiones maternas, porque los niños son maestros en el
arte de encontrar defectos en la autoridad, de crear discordancias, si no
contradicciones. Eso no debe existir. Si el marido no aprueba a su esposa
en tal o cual de sus actos en relación con sus hijos, que se lo diga a ella
sola, explicándole las razones. El hombre, que ve las cosas más desde
fuera, ve también más lejos y más ampliamente, y puede dar un consejo
19
útil a su esposa en cuanto a la educación; y decimos un consejo y no esa
amarga critica que desanima, y menos una burla o mofa estériles.
Que se guarde de esas intervenciones de enfado, donde muchos
padres encuentran una aparente satisfacción en su papel educador. No debe
ser él una máquina que haga las graves observaciones, los castigos
ejemplares, todo ese aparato dramático y nefasto en la educación.
Su calma firme y la claridad de una reprimenda valdrán más que una
actitud alborotada de padre enojado. Que se preocupe de que no le tengan
miedo sus hijos. La violencia de los gestos, la hinchazón extrema de la
voz, las miradas fulgurantes, son a menudo en él manifestaciones de un
nerviosismo pasajero y sin importancia para el adulto, pero que ejercen
sobre los pequeños repercusiones inesperadas y desastrosas.
Os corresponde a vosotras, madres, interesar a vuestro esposo en la
vida del pequeño. En vez de guardar celosamente para vosotras vuestros
descubrimientos e intuiciones, reveládselas, haced que observe el despertar
de sus facultades y todos los signos de su desarrollo. La confianza mutua
beneficiará vuestro esfuerzo.
Nada hace aumentar tanto la confianza del marido en su esposa como
sentirse ayudado por ella a penetrar en el secreto íntimo de ese pequeño
ser, todo enigmas, a quien juntos han dado la vida.

2. Conocer y comprender la psicología de vuestro hijo


Hay un conocimiento del niño que es esencialmente fruto del amor,
de un amor atento y desinteresado.
Para conocer a un niño es indispensable vivir su vida, comunicarse
con él por una continua simpatía, sentir lo que él siente, comprobar todas
sus disposiciones, adivinar sus tendencias, conocerlo en su alma.
La madre debe observar, debe preocuparse por comprender a su hijo.
Le ayudará su intuición, pero puede ser también auxiliada por la
psicología.
Desde el nacimiento hasta los dieciocho años, los cambios, tanto
interiores como exteriores, se suceden tan rápidamente que los padres
tienen dificultad en conservar la misma longitud de onda ante la realidad,
siempre nueva y siempre movible, que tienen frente a ellos.
El peligro de confusión es considerable, pues todo error grave y
renovado en psicología se traduce en el niño por un repliegue sobre sí
mismo o en un desdoble de su personalidad. Su «yo» superficial oscurece
20
al «yo» profundo. La falta de confianza y de comprensión mutua va
aumentándose aún bajo apariencias conformistas que tranquilizan y
adormecen. ¡Cuántas superficies de nieve ocultan profundas grietas! No
aparecen claramente más que en ciertas horas de crisis. Muchos padres no
se dan cuenta de ello jamás.

Cada niño tiene su personalidad, que lo hace diferente de cualquier


otro: su genio propio, su misión irreemplazable sobre la tierra, su destino
divino...
Desconocerlo es arriesgarse a tratarlo como un número, un ser
anónimo, como un algo trivial que se trata de hacer entrar en un mundo
vago y en contradicción con su elemento vital; es exponerse a vaciar su
originalidad legítima o a producir con un choque una sublevación en
cuanto las circunstancias favorables dejen en libertad sus energías,
contenidas largo tiempo.
Conviene observar al niño, sobre todo en los momentos en que más
natural se muestra: en sus juegos, en la mesa, en sus ocupaciones, cuando
debe elegir algo, cuando escucha un cuento, cuando está con sus
compañeros…
Así se descubrirá al goloso; al egoísta, que se sirve siempre el
primero; al caprichoso, que no puede jugar al mismo juego cinco minutos
seguidos; al tramposo, que intenta engañar; al jefe, que tiene iniciativa y
sabe mandar a los otros; al del mal carácter, que manda a cualquiera «a
paseo» por una nonada; al rutinario, que con sus cubos de construcción
hace siempre construcciones iguales porque le falta imaginación; al
espíritu práctico, que no se desconcierta por nada; al sensible, que llora
durante el cuento, y al generoso, que consuela o sabe ayudar.
Para conocer bien a un niño es necesario charlar con él, mantenerlo
en contacto. No pierde el tiempo una madre cuando por la noche se detiene
un poco al lado de su hijo en su camita. Es preciso escuchar sus
innumerables preguntas sin cansarse y tomarse el trabajo de contestarlas
amablemente. Será éste el medio más seguro de darle muchas ideas, y
también de mantener el lazo afectivo que favorece la confianza y la ex-
pansión.

Importa recordar que el niño no reacciona como una persona mayor.


Su ritmo no es el mismo. Su lenguaje no tiene matices; sus centros de
interés son completamente distintos. Las mismas palabras no despiertan en

21
él los mismos contenidos. De ahí los errores y las diferencias de
apreciación. Saberlo es ya, en parte, remediar el peligro.
Los niños no reaccionan como las personas mayores. Es ésta una ley
elemental que los adultos no deben olvidar. La niña, ante un grabado de
cristianos entregados a los leones, exclama: ¡Mira este pobre león que no
tiene un cristiano que comerse!».
El gran arte de la educación consiste no solamente en pensar en el
niño, sino en pensar desde el niño; como él, esforzándose por asimilar o
conocer lo que pasa en su mente y en su corazón. Esto exige el olvido de
sí, práctica, renunciamiento y mucho amor; pero esto es el secreto del
éxito.
Para que el niño se descubra al educador tal como es, es preciso que
pueda ser siempre él mismo. Ciertas educaciones demasiado rígidas no
hacen más que domar al niño, y hasta pueden llegar a aniquilar su
personalidad. Desconfiemos de los niños demasiado disciplinados y
demasiado prudentes, que viven y obran bajo el temor.

La imaginación del niño posee un poder de amplificar que nada


frena. Los niños se pasarán horas organizándose una segunda existencia,
mezclada con su existencia real, poblada por ellos de personajes con los
que hablan y viven una aventura que a veces parece verdadera epopeya.
Puede ser esto un peligro cuando los niños sueñan con una huida ante una
educación demasiado severa o estrecha.
Con los niños es preciso tener cuidado de no exigirles otros esfuerzos
que los que están a su alcance, aptos a su medida. Deben evitarse los
esfuerzos excesivos, alternarse período de reposo y de trabajo, no estar
siempre sobre ellos. No impulséis a los niños a que sean prodigios; tened
como ambición que lleguen a ser sólidos y equilibrados.
Por medio de Su papá y de su mamá se encuentra el niño unido a
toda una cadena de antepasados, que le han transmitido, añadiendo cada
uno modificaciones, lo que ellos han recibido de los otros.
Pero no os dejéis tentar por la idea de buscar a quien se parece el
niño. El niño es una persona con su carácter personal original. Los dones
heredados constituyen un conjunto de tendencias que no son absolutas.
Libertad y educación pueden utilizarlos, canalizarlos o neutralizarlos.

22
4. Crear un ambiente de confianza
Más aún que las observaciones directas y personales, es el alma, el
ambiente que los padres han sabido crear en casa, lo que moldea más
profundamente el alma de sus hijos.
¿No es la atmósfera que se respira y que nos penetra sin saberlo la
que principalmente oxigena nuestra sangre y condiciona nuestra salud?
Un ambiente de confianza facilita la expansión, el progreso, el
esfuerzo. El niño se siente en él moralmente obligado a hacerse mejor.
La desconfianza estrecha, inhibe, hace torpes; peor aún: suscita el
deseo de obrar mal.
No es necesario que la familia sea en principio el lugar donde no se
hace más que reprender.
La alegría de vivir, fruto de la certeza de ser comprendido y amado,
desempeña un papel importante en la vida del niño. Una madre nerviosa,
cansada, rezongona; un padre brusco, que al regresar por la noche no
encuentra ningún plato a su gusto, regaña sin cesar y distribuye sin razón
pescozones y castigos, es lo más a propósito para replegar al niño en sí
mismo, esperando el golpe...
Es necesario que la vuelta del padre por la tarde sea una fiesta y no
un acontecimiento desagradable esperado o aceptado con filosofía.
Pueden varias personas vivir unas al lado de las otras amándose
mucho y, sin embargo, extrañas, sin conocerse.

Un clima o ambiente de confianza donde pueda el niño manifestarse


libremente es tanto más importante cuanto que los primeros conflictos
afectivos son los que determinan los principales conflictos de carácter en
el adulto.
Para hacer comprender la importancia de estos fenómenos de la
sensibilidad, que se nos escapan porque con frecuencia son inconscientes,
basta recordar el ejemplo clásico de la fuerza debida a la presión. Nuestro
sistema nervioso es como una máquina que emite constantemente fuerza
nerviosa, la cual, en muchos casos, no puede exteriorizar libremente. Sea
por prohibición o por imposibilidad para expresarse, el individuo, desde la
primera infancia, acumula en sí una cierta presión, porque la energía ner-
viosa no exteriorizada no queda, sin embargo, suprimida. Así como el
exceso de presión provoca ruptura en una caldera, lo mismo la energía
nerviosa que no ha podido canalizarse por las vías normales busca otras
23
salidas imprevistas, a veces nocivas, pero que hacen bajar la tensión que se
ha hecho insoportable para el organismo. Tal es el origen de numerosas
turbaciones de la sensibilidad y del carácter.
Pues bien: estos fenómenos son particularmente importantes en el
niño, mucho más de lo que han de serlo después en el adulto. En contra de
lo que se cree, la edad de las grandes tensiones afectivas, no es la edad
adulta. El adulto dispone, sin duda, de una potencia nerviosa superior, pero
posee un «yo», una personalidad consciente suficientemente fuerte; una
inteligencia formada, que le permite razonar y amortiguar los choques.
Tiene actividad, intereses variados, que le permiten transferir o desplazar
su afectividad. En cambio, el niño es débil y sin medios intelectuales para
derivar sus emociones. Permanecen éstas en lo inconsciente casi siempre:
las sufre sin dominarlas. Sus intereses son limitados: el padre, la madre, a
veces los hermanos o hermanas o un educador. Además, sus primeros
sentimientos son absolutos, enteros, y ocupan todo su ser con una pujanza
que no se dará en él después.

Con frecuencia los adultos creen que los sentimientos del niño no
tienen gran importancia; es demasiado pequeño para comprender con cla-
ridad, se dice. Si, en efecto, no comprende siempre con claridad. Siente, en
cambio, todo con una agudeza extraordinaria, y a veces hasta lo que no
aparece claramente expresado.
Las disputas de los padres delante de un pequeñín pueden tener las
mayores repercusiones sobre el desenvolvimiento afectivo de su
personalidad. En análisis psíquicos de adultos se han encontrado huellas de
escenas que habían tenido lugar allá cuando los interesados no contaban
más de dieciocho meses, y a veces menos. No conservaban recuerdo
alguno consciente de ellas, y fue necesaria la confirmación de los padres,
aún vivientes, para comprobar la existencia de los hechos así registrados
por el cerebro del niño.

Es preciso que haya entre los padres e hijos un contacto afectivo con
toda franqueza. La falta pasajera de dominio es menos nefasta que el
comprimir constantemente la afectividad natural, cuyo valor es
indispensable para el desenvolvimiento de la sensibilidad del niño.
Si queréis conservar la confianza de vuestro hijo, guardad para
vosotros sus confidencias y aun las preguntas que os hacen. Si faltáis a esta
ley de la discreción, se dará cuenta de ello el niño un día u otro. Tal vez no

24
os lo diga, pero se sentirá como traicionado, y por lo menos su confianza
vacilará.
Es también preciso cumplir las promesas que se les hacen a los niños,
porque ellos toman en cuenta tanto vuestras promesas como las amenazas,
y si se dan cuenta de que no son más que palabras vacías de sentido,
llegarán al sentimiento de que no le dais importancia a lo que decís. Su
dignidad se verá atacada por ello, y lo mismo su confianza hacia vosotros.

Nunca se debe engañar a los niños. Merece ser subrayada aquí la


importancia de este principio. Hay muchas maneras de no ser sinceros con
un niño. Se disimulan detrás de artificios variados cosas desagradables que
es necesario introducir en la vida del niño: la visita al dentista se le anuncia
como un placer; una medicina amarga se le asegura de antemano que es
excelente. Tristes subterfugios que producen inconvenientes graves.
Empezando porque el niño no se dejará engañar dos veces. Se quiso con
ello lograr la tranquilidad, hacer fácil la prueba dolorosa; pero esta
pedagogía de visión estrecha preservará al niño contra toda intervención
ulterior semejante. En adelante se resistirá a las ofertas tranquilizadoras
con el temor de engaños posibles. Y lo que es más grave todavía: para lo
sucesivo habrá perdido la confianza en la palabra de aquellos en quienes
ciegamente creía, y en horas graves, difíciles, nada podrá calmarlo. No
habremos hecho, pues, otra cosa que producir en él esa disposición de
ansiedad que se sabe es una de las más peligrosas para el niño y para su
crecimiento interior.
Los padres que prodigan así las mentiras piadosas para atenuar
verdades desagradables dan al niño la impresión de que está sin cesar
suspendida sobre su cabeza una espada de Damocles que podrá caer sobre
él de un momento a otro. En fin, y no es esto lo menos importante, el niño
queda humillado de ver que lo tratan en pequeño, que lo consideran
incapaz de recibir y poseer la verdad. Guardará siempre en relación con los
que lo engañan un secreto resentimiento.
Al contrario, el pequeño hombrecillo a quien se le dice: «Esto no está
muy rico, pero tú te lo vas a tragar deprisita, de una sola vez, como un
chico razonable»; o también: «No te prometo que no te voy a hacer daño;
pero si no te mueves se terminará en seguida y no tendré necesidad de
atarte las manos a los pies como a un niño pequeño que no comprende.»
Cuando oye estas palabras francas, queda satisfecho de la confianza que
tienen en él. Todo llamamiento a la altivez, al heroísmo, es casi siempre

25
atendido por el niño si se le hace con calma y sencillez, en expresión de la
verdad.
Guardaos de engañar a vuestros hijos y aun de inducirlos a engaño
con explicaciones infundadas y falaces dadas a tontas y a locas para salir
del apuro o escapar a inoportunas preguntas. Si no creéis deber darles
verdaderas razones de una orden o de un hecho, os sería más fácil
recordarles su confianza en vosotros o su amor; por lo menos, no les digáis
nada. Tal vez no imaginéis qué turbaciones y qué crisis pueden nacer en
esas almitas el día en que se den cuenta de que se ha abusado de su natural
credulidad.
Método seguro para ganar la confianza de un niño es tomarlo siempre
en serio. El no comprende la ironía. Se siente profundamente lastimado,
aunque no lo demuestre, por el menosprecio o el desdén.
El niño ve, y es normal, todo desde su punto de vista, que es
forzosamente limitado. Hace reflexiones infantiles, a veces graciosas, a
veces ridículas. Es preciso no extasiarse con las unas ni divertirse con las
otras, sino poner las cosas en su lugar, sencilla y noblemente, y, sobre todo,
no hacerle creer que se coleccionan sus palabras graciosas o sus
equivocaciones.

5. Crear un ambiente de afectos viriles


El niño necesita sentir mucho cariño, pero no cariño blando, sino un
cariño tan viril como tierno.
En América, en Austria, en ciertas guarderías infantiles, con el
pretexto de una puericultura científica, se llegó a prohibir todo contacto
con los pequeños. Las enfermeras, con guantes, enmascaradas, trataban a
los niños según los últimos principios de la lucha contra los microbios.
Naturalmente, prohibición de abrazarlos. Los resultados en el desarrollo
psíquico de los niños fueron desastrosos. Encuestas hechas por
comparación en familias miserables que vivían sin higiene, con madres
descuidadas a veces, mostraron un desarrollo afectivo en los niños más
satisfactorio. Y aun con nodrizas mediocres, pero con un contacto humano
con los pequeños, el desarrollo ulterior se efectuaba en condiciones mucho
mejores.
Es sabido que una de las grandes quiebras de la beneficencia pública
es su actuación insuficiente en el plano de la sensibilidad. El gran número
de niños delincuentes entre los de esos centros se explica, mucho más que
26
por la falta de cuidados materiales o por la defectuosa educación
intelectual, por la pobreza afectiva del ambiente. El estudio de la
delincuencia infantil señala el papel primordial de los «sin familia» o
«padres separados», produciendo una privación afectiva en el niño. El
divorcio de los padres o el nuevo matrimonio de alguno de ellos sumergen
al niño en conflictos de sentimientos; tienen con frecuencia consecuencias
graves para el alma infantil.

Nada temen tanto los niños como el aislamiento, el abandono. Hay


padres que no tienen nunca tiempo para sus hijos. Hay niños muy cuidados
que se resienten de que nadie los ama.
Hay muchos niños cuidados, mimados, regalados, convertidos en
muñecos, que no son en el fondo amados; quiero decir amados por sí
mismos, por su bien. Se produce en esos casos una forma de egoísmo,
paternal o maternal, que se busca inconscientemente, que tiende a su pro-
pia satisfacción. El amor verdadero, saludable para el niño, incluye
muchos cuidados: supone para la mamá, sobre todo, infinita ternura, mu-
chas manifestaciones sensibles, desde las palabras zalameras hasta los
besos. Pero esos testimonios exteriores no son más que el símbolo de una
realidad más profunda y eficaz. Para que el amor de los padres merezca
plenamente su nombre es preciso que se oriente a la persona moral del
niño, que tienda a su bien. La nota sensible no es más que un medio de
llegar a lo más profundo del ser. Y el peligro, siempre posible, es el de
quedarse en esas apariencias tan dulces a la sensibilidad de los padres y de
los hijos.
Es necesario que el padre tenga una autoridad fuerte, a la vez que
tranquila e imperiosa, que emana de su fuerza indiscutida y que pro-
porciona al niño el ideal viril, necesario para su desarrollo.
La madre, a su lado, debe ofrecer al corazón del niño esa ternura
armoniosa y serena, alejada por igual de la tiranía y de la idolatría, que no
son más que desviaciones del amor materno.
El niño posee una gran receptividad intuitiva. Aunque no sepa
analizarse, su sensibilidad es aguda. Para su equilibrio se precisa que
pueda liberarse de sus resentimientos exteriorizándolos, según su
naturaleza, expresándose a su manera, confiándose con abandono.
Tratar mal moralmente a un niño que acaba de confiarse a vosotros o
que os hace una pregunta es exponerlo a encerrarse en sí, a aislarse, a que
se falsee.

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Cuando un niño está en plan de confidencia no le interrumpáis; es la
hora de gracia que pasa...
No uséis la ironía con un niño, porque él no tiene edad para
comprender las bromas; lo toma todo en serio, y hará falta poco para que
lo tome en trágico.

Quien se imagina no ser suficientemente amado adopta una actitud


de sublevación y odio hacia la sociedad (Oscar Wilde).
Los niños tienen necesidad de amor; sería cruel ser severo y duro con
ellos bajo el pretexto de educación viril.
Esto ocurre, a veces, cuando una generación reacciona contra los
excesos de la precedente. Niños mimados de una manera exagerada ven,
cuando llegan a ser hombres, los inconvenientes de esta educación, y es
posible que entonces lleguen demasiado lejos en sentido inverso.
Pero los niños educados sin calor de afectos se hacen muchas veces
egoístas, porque, decepcionados en su necesidad de cariño, adquieren la
costumbre de plegarse sobre sí mismos.
Por el contrario, la ternura sólo tiene valor cuando no cae en el abuso.
Para los muchachos, sobre todo, las demostraciones excesivas deben
evitarse; preparan los hombres desarmados ante la vida, que se imaginan
que todo el mundo, al igual que los suyos, se preocuparán de no mo-
lestarlos.

La educación del corazón corresponde principalmente a la madre.


Siempre que no haga vibrar la cuerda sensible con demasiada frecuencia,
que evite decir con cualquier motivo: «Si haces eso, me harás sufrir..., no
te querré más» etcétera.
Estas amenazas producen efectos diferentes, según las naturalezas.
Unos niños llegan pronto a no hacerles caso ni darles ninguna importancia;
por el contrario, los hipersensibles pueden tomarlas por lo trágico y llegar
a desequilibrios.

Es normal que el niño tenga caprichos. El papel de los padres


consiste en conducirlo afectuosa y firmemente a su camino. La felicidad
verdadera del niño está en peligro, puesto que si él no aprende de muy
pequeño a reprimir sus fantasías, después será demasiado tarde y llegará a
ser la víctima de vuestra abdicación.

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Para desarrollarse armónicamente, el niño necesita sentir el amor de
sus padres. Es asimismo bueno que este afecto se manifieste de cuando en
cuando con mayor ternura. Sin embargo, es preciso evitar toda
exageración, como las caricias interminables o los abrazos apasionados,
que pueden crear en el niño una necesidad morbosa de ternura.
Nunca debe manifestarse una compasión exagerada en caso de
pequeño golpe o caída sin gravedad.
Un niño se cae sin hacerse daño. La educadora, sonriente, dice:
«Vaya, Pedrito ha hecho pum.» Pedrito se levanta y responde: «Pum»,
riendo. Pero que alguien entre y diga con aire de compasión: «¡Pobre
Pedrito, se ha hecho pupa!» Inmediatamente se pone a llorar.

Es preciso acostumbrar a los niños a reaccionar alegremente frente a


las dificultades, a soportar las contrariedades sin manifestarlo, a re-
gocijarse francamente en las pequeñas ocasiones de alegría, a considerar
todo, es decir, todas las cosas y todas las gentes, por el lado bueno.
Lo que constituye el calor de un hogar es el clima creado por los
padres, donde todos los miembros de la familia, pequeños y mayores, se
esfuercen en ser unos para otros sembradores de paz, de buena armonía, de
amor verdadero.
Sucede a veces, cuando un niño enferma, que la legítima
preocupación de la familia se transforma en múltiples mimos y aun en una
tendencia a ceder a todos sus caprichos.
Ciertamente, debéis proporcionar al niño los más afectuosos
cuidados, pero guardaos de un exceso de ternura, que tendría ciertos
peligros. La enfermedad puede convertirse en un verdadero seguro de
placer. Ocurre que los niños así mimados llegan a desear estar enfermos.
Hasta algunos astutos simulan una enfermedad para asustar a sus padres y
provocar esos excesos de cariño y mimos. Más aún: puede esta tendencia
conservarse en el adulto y explicar ese fenómeno extraño y casi
incomprensible a primera vista, que se llama el deseo de enfermedad.
Un estilo de vida algo austero conviene más que nunca a las jóvenes
generaciones de hoy. Se ve demasiado a qué conduce la educación entre
algodones. Los jóvenes a quienes nada ha faltado, y a quienes se han
querido evitar hasta las menores molestias, son incapaces de realizar un
esfuerzo sostenido cuando llegan a la edad adulta. Es preciso ayudar a los
niños afectuosamente, y desde su más tierna edad, a templar su voluntad, y

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eso se hace con mucha facilidad y, naturalmente, cuando es ése el «estilo»
de la casa.

6. Crear un ambiente cristiano


Una de las condiciones esenciales de la educación cristiana es que el
hogar logre una atmósfera espiritual en la cual las almas se desenvuelvan y
eduquen espontáneamente. La influencia ejercida sobre los niños se debe
más a un conjunto armonioso de multitud de hechos, en apariencia
minúsculos, que a reprensiones excepcionales o arengas solemnes.
La religión no es algo que se coloca sobre un individuo, ni menos un
vestido que se pone o se quita a voluntad, según las fiestas o cir-
cunstancias. Es preciso que el ambiente de la casa esté constituido a base
de una fe que lo informe todo para transfigurar todo, sin ensombrecer
nada.
El clima o ambiente de un hogar será cristiano si la religión se
manifiesta no tanto en fórmulas, actitudes, tabús o rutinas como en un
espíritu que todo lo penetre y que logre que se vivan con naturalidad las
realidades sobrenaturales, muy sencillamente, sin respeto humano, porque
es así.

Un verdadero fenómeno de osmosis se produce en una familia


auténticamente cristiana, donde el sentido de lo sagrado se manifiesta por
el respeto a las cosas santas, donde las verdades sobrenaturales están
próximas y se insertan en la trama de la vida de cada día.
Cuando los padres viven sencillamente en la lógica de su fe, todo se
hace luminoso y bienhechor: Jesús es el gran amigo de quien se habla
como de alguien misteriosamente presente y de infinito amor; la Virgen
María es considerada como la madre de Jesús, nuestra madre; la Iglesia,
como la gran comunidad, cuyos jefes son respetados, y los miembros, aun
los lejanos, amados fraternalmente. Los acontecimientos de su vida se
comentan con agrado, se conoce su historia; su liturgia aporta un ritmo de
alegría y esperanza. Lealtad, caridad en palabras y en hechos entre todos y
con todos, pureza sin equívocos ni gazmoñerías: todo esto termina por
impregnar las costumbres en el profundo sentido de la palabra para
felicidad de todos.

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La lealtad al servicio del Señor es una de las condiciones capitales
para el florecimiento de la vida religiosa en los jóvenes. Se le puede causar
un grave mal al niño acostumbrándolo a considerar las virtudes cristianas
como cosas que se dicen, pero que no se hacen. El cristianismo, entonces,
no es más que una lengua sublime, deja de ser una vida.
Seamos realistas: nuestros niños no encontrarán siempre ejemplos de
vida cristiana íntegra o auténtica. Por eso no hay que temer hablarles de
éstos, y prevenirlos de antemano contra la decepción o el escándalo que
para ellos pudiera resultar. Y no con el intento de producir el desprecio
farisaico frente al pecador; muy al contrario, se trata de hacer crecer en
ellos intensamente el ardiente deseo de que el Señor dé su luz a los ciegos
y su fuerza a los enfermos. El odio al pecado puede muy bien
compaginarse con el respeto y el amor al pecador. Y es ésta la piedra de
toque de una verdadera educación evangélica.
En algunas familias cristianas, en el momento más favorable, cuando
todos están reunidos en la velada de la noche, se leen algunas líneas de un
libro cristiano: el evangelio, la historia sagrada, vidas de santos, un
comentario litúrgico sobre una fiesta próxima; nada mejor que esto para
hacer penetrar en la inteligencia y en el corazón ideas que elevan para unir
fuertemente las almas en un pensamiento común.

No hay nada que tanto atraiga la bendición de Dios sobre un hogar


como la oración de la noche en familia; con la condición, sin embargo, de
evitar dos excesos igualmente nocivos: el de la rutina fastidiosa y triste y
el de una fantasía desordenada. Muchos métodos y maneras existen para
que la oración de la noche sea viva, adaptada a las circunstancias, a los
tiempos litúrgicos, a los aniversarios, a las grandes fechas y a las
preocupaciones de la vida familiar.
Puede haber oraciones usuales recitadas en común. Es importante
que cada uno tenga, si no todos los días, alguno por tumo, parte activa en
la oración, y que sea ésta, en realidad, expresión de sentimientos sinceros.

7. Conservar la calma y el dominio de sí


Tanto más necesarios son la calma y el dominio de sí en la educación
cuanto que el conocimiento del niño es diferente del adulto. Por otra parte,
perdido en su sueño interior, no comprende el niño a la primera lo que le
decís. Si la voz es demasiado fuerte o chillona, su aparato auditivo no
aprecia más que sonidos sin sentido. Atropellado, sacudido, pierde el
31
pequeño control que sobre sí mismo tiene, se atonta, se hace torpe, tímido,
miedoso. Si estos hechos se renuevan frecuentemente, podría adquirir ese
famoso complejo de inferioridad que hará de él un fracasado en la vida o
un ser subversivo.

Cuando un niño está haciendo algo lo mejor que puede, conviene


dejarle el tiempo que necesite, que normalmente es más largo que el del
adulto para todos los movimientos cuya ejecución exija una coordinación y
una precisión que no son innatas. Algunos psicólogos han notado ya que lo
de «¡Deprisa!, ¡deprisa!, ¡termina!», en vez de facilitar la acción, la
complican para el que debe realizarla, haciéndola en algún modo más
costosa.
No es fácil conservar la calma. A las numerosas preocupaciones
personales que pesan sobre quien tiene a su cargo una familia se añaden la
precipitación de la vida moderna, el desgaste de los nervios, sobre todo
cuando el hogar tiene un alojamiento precario e insuficiente.
Es necesario, sin embargo, conservarla a cualquier precio. Obtendréis
con ella diez veces más en resultados con diez veces menos gasto
nervioso. El equilibrio de vuestros hijos y su confianza en vosotros
dependen de ello.
Para conservar la calma debéis estar, por de pronto, persuadidos de
su importancia para vosotros y para vuestros hijos. Después, al notar que
se os agota, y en lo posible sin esperar a un límite extremo, deteneos,
aunque no sea más que tres minutos; aislaos, tendeos si es posible, tran-
quilizad vuestros nervios, estirad los músculos, respirad profundamente
tres o cuatro veces, poneos como haríais si estuvierais en completa calma,
volveos a levantar sonriendo. Podréis comprobarlo. Os sentará muy bien.
La mayor parte de las veces los niños resultan molestos porque antes
se les ha molestado.
Excepto en casos de mal tiempo, los padres deben procurar que sus
hijos tomen el aire todos los días y puedan jugar a gusto. Tener a un niño
encerrado todo el día en una habitación es tener un león enjaulado, es pedir
un esfuerzo inhumano.
No olvidéis que el niño funda instintivamente su conducta en lo que
aprecia en las personas mayores. Si se intenta tranquilizar a un niño que no
ha pensado tener miedo, o consolar a aquel otro que no pensaba estar
triste, se crea en sí mismo el miedo o la pena.

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Un niño se da un golpe, llora. No se intenta aconsejarle mesura ni
tampoco castigarlo porque se ha hecho daño. El padre o la madre,
molestos, exclaman a veces: «Te está bien», o «No debías haber
corrido...», decididos a justificar este juicio después del golpe: «Podías
tener cuidado...» «Si hubieras hecho lo que te dije, no te habrían
golpeado.» Se reprende al desgraciado porque se ha hecho daño o, más
exactamente, porque está enojado porque se ha hecho daño. La víctima
protesta, por otra parte, contra tanta incomprensión dando gritos cada vez
más fuertes.
Un rabioso o colérico queda desarmado al ver la calma en tomo suyo.
Encerrados en su propia tontería, no puede tener rencor contra nadie, no
tiene otro recurso que pedir perdón.
Por el contrario, oyen que se les exaspera con este motivo,
comprenden más o menos conscientemente que se han salido con la suya y
están dispuestos a volverlo a hacer en la primera ocasión.

No respondáis a la cólera con la cólera. ¿Podéis exigir que el niño se


domine cuando no sois vosotros mismos capaces? Al contrario, frente a ese
niño demostrad una calma redoblada. Con pegarle no adelantaréis nada.
Lo mismo que la calma se impone, el nerviosismo sobreexcita. La
brusquedad desconcierta al niño; para él una persona mayor tiene, sobre
todo, tranquilidad y fuerza en el dominio de sí. Cuando la ve encolerizarse
hasta el punto de salir de sí misma, cuando la ve excitada, molesta... y
molestadora, su respeto disminuye y la autoridad pierde su fuerza.

Marisa (catorce años) no se entiende bien con su madre, y, entre otras


cosas, se da cuenta de que ésta no logra dominarse.
Después de varias reincidencias, como su madre la hubiera
abofeteado, le dice: «Pues pega, que yo sé bien que eso te excita los
nervios.»
Y su madre se ve obligada a dejar de pegar. Resultado: la madre
carece de autoridad e influencia ante su hija, a quien no inspira respeto
alguno.

Se ha definido la calma como la majestad de la fuerza. Dominio


interior que hace que no se dé una orden importante sino después de re-
flexión y conocimiento de causa, y que permite juzgar con imparcialidad
lo que conviene al bien del niño.

33
Dominio exterior, transparencia interior, que se lee en la tranquilidad
del rostro, de la mirada, del andar, de los gestos, del lenguaje.
«La igualdad de humor, su equilibrio, debe presidir en los estudios,
tanto de los pequeños como de los mayores. No golpeéis al niño, ni lo
embrutezcáis con reprimendas, ni lo hagáis vivir entre los truenos y
relámpagos de la impaciencia. No le digáis continuamente: «¡No serás
nunca nada! ¡No valdrás para nada! ¡Serás la vergüenza de la familia!».
Tiempo y fuerza perdidos. En vez de representar ese melodrama, repetid
dulcemente, incansablemente, lo que el niño no haya comprendido. Porque
no se trata de otra cosa: el niño dice absurdos cuando no comprende o
cuando no le gusta lo que se le enseña» (R. Benjamín).
Si nos tomáramos la molestia de vigilamos estrechamente durante un
día entero en nuestras diversas actitudes con los niños, ¡cuántas riñas
inútiles o excesivas, prohibiciones intempestivas, gritos y alborotos
encontraríamos que corregir! ¡Cuánto ruido hacen los niños y los
educadores! ¡Y pensar que éstos hacen ruido para impedir que los niños lo
hagan!
Con frecuencia levantamos demasiado la voz; debemos reconocer
que la mayor parte de las frases que dirigimos a los niños en el curso del
día se dicen en un tono elevado, molesto, de enfado, de disgusto, etc., y
que, después de todo, en un cincuenta por ciento de los casos habríamos
podido muy bien callar o hablar tranquilamente.
Porque dominamos al niño en un metro y debemos bajar los ojos para
mirarlo levantamos la voz. Y él, porque tiene que levantar los ojos hada
vosotros, se siente impotente y aplastado.
No nos inclinamos lo suficiente sobre los niños. Les hablamos desde
lo alto y de lejos. Si tenéis una observación que hacer a vuestro pequeño,
inclinaos ante él de manera que le podáis mirar muy de cerca y a su misma
altura. Notaréis que la voz será mucho más dulce. Intentad encadaros en
esta posición. No podréis.

No tenéis derecho a perder vuestro dominio. Que nunca triunfen en


vosotros los nervios. No aparezcáis ante vuestros hijos si no sois dueños de
vosotros mismos. Nada como los nervios y la cólera os harán perder
prestigio y autoridad.
Para favorecer en el niño la conquista del cuerpo por el espíritu, no
tiene el adulto mucho que hacer. Darle un poco de espacio, dejarle mover y
proporcionarle los materiales para sus experiencias. Pero lo que sobre todo
34
debe darle es la tranquilidad, la calma, pues el ruido disipa y fatiga y el
silencio favorece el esfuerzo y conduce al recogimiento.
Cuando el adulto ha comprendido y tomado sobre sí la labor del
niño, adopta espontáneamente una actitud de respeto. Se acostumbra a
hablar en voz baja, a contar sus palabras. Se abstiene de intervenir
indiscretamente y de imponerse. No juzga; compadece. No reprende; va en
su ayuda. Por eso, en la gran obra que ante sus ojos se realiza no se
atribuye mérito ni papel primordial, sino que humildemente se aplica a
secundar los esfuerzos de coordinación, que en el niño convertido en
hombre deben conducir finalmente al triunfo del espíritu.

8. Dar ejemplo
¿Queréis conseguir algo de vuestros hijos? Comenzad por darles
ejemplo. El ejemplo puede muchas veces sustituir a todo lo demás; él es
insustituible.
Consejo sin ejemplo, discurso sin contenido. El ejemplo es a menudo
el más eficaz de los consejos.
El ejemplo sirve a la vez de modelo y de sostén. De modelo, porque
los conocimientos y las virtudes del niño son en principio imitaciones; por
imitación aprende el niño a hablar y a obrar. De sostén, ya que el niño lo
necesita: lo que se le manda hacer, sobre todo si se trata de algo nuevo, es
difícil para él. Es necesario que se domine, que venza sus repugnancias.
Para tener ánimo precisa algo que lo anime. La mejor ayuda es el ejemplo
de quienes lo rodean.
Nada como el ejemplo para enardecer al niño, mostrándole con
evidencia palpable que lo que se manda hacer es posible. Porque no hay
nada mejor para decidir a un niño que zambullirse, que sumergirse con él.
Sed vosotros mismos lo que queréis que sean vuestros hijos.
Seguirán vuestras acciones más que vuestras palabras y consejos.
Es preciso conducirse en presencia del niño como si fuera mayor y lo
comprendiera todo. El niño no pierde de vista a sus padres. Los observa
continuamente, y con mayor atención cuanto más pequeño sea. Ninguna de
vuestras palabras ni de vuestros gestos se le escapa; todo se graba en su
pequeño cerebro, como los sonidos en el disco de un fonógrafo..., aun
cuando esté absorto en preocupaciones de otra clase. No da cuenta a los
suyos de lo que ha oído; pero un día u otro, tal vez mucho tiempo después,
hará alguna reflexión en que demostrará que ha oído bien. Pues bien: las
35
personas que ve y oye constantemente un niño son su padre y su madre,
los seres humanos más importantes en el mundo para él, a los que juzga
infalibles en sus juicios, perfectos en su conducta. Sus propios juicios, su
conducta personal, todo, hasta sus actitudes y las inflexiones de su voz, los
moldea el niño sobre los de su padre y su madre. Ni en cosas graves ni en
los menores detalles debe dársele motivo para pensar: «Mis padres no
hacen lo que me dicen que haga.»

La vida de su padre y de su madre debe ser un modelo sin tacha de lo


que debe ser su propia vida.
La mirada del niño es más hábil de lo que se piensa para encontrar
las contradicciones de la vida con los consejos que se le dan. Juzga por lo
que hacemos de la importancia de lo que decimos.
Tiene el niño una lógica simplista y sin matices: «Si lo que se me
exige es bueno, mis padres deben hacerlo; y si no lo es, ¿por qué me lo
imponen?». Se puede, sin duda, desarrollar este razonamiento. No se
puede impedir que se haga. Y cuando es sobre asuntos en los que hay, en
efecto, negligencia en los padres, todas las explicaciones que se le dieran
no cambiarían la lógica del niño ni lo engañarían; por ejemplo, principios
fundamentales: decir la verdad, tener buenos modales, etc.
El gran maestro de la educación es el ejemplo, autoridad tanto más
fuerte cuanto que no produce estrépito; influencia la más poderosa, puesto
que se insinúa sin hacer ruido.
«Las palabras mueren; los ejemplos arrastran», dice un proverbio. Y
si os negáis a dejaros arrastrar por ellos, vuelven hacia vosotros y os
persiguen con insistencia. Tan grande es la fuerza de su recuerdo.

Para formar una conciencia es preciso dejar ver la propia, recta y leal;
para formar bien un corazón hace falta dejar ver el propio, abnegado,
comprensivo; para formar un alma es necesario mostrar la de uno, fiel a la
oración. Así para todo: para el gusto por el trabajo, por el orden, por la
caridad. El filósofo hace notar con acierto: «Los niños juzgan a sus padres
en la edad en que sólo deberían amarlos; se hacen severos antes que la
razón les haya enseñado a ser indulgentes».
Los niños son nuestros testigos; no los hagamos nuestros jueces.
Esta preocupación obliga a dominarse; es en realidad la educación de
los padres por los hijos. ¡Cuántos actos heroicos realizados por los padres,

36
ante el temor de entorpecer la educación de sus hijos, podría contar todo
educador!
La educación no consiste en discursos hechos a los niños mientras
ellos están muy tranquilos. Algunas veces son necesarios, pero siempre
insuficientes. ¿La educación de nuestros hijos? Es nuestra gran
preocupación cotidiana: frente a la alimentación, al vestido, al trabajo, al
reposo, frente al sufrimiento de los demás, a los acontecimientos todos...
Actitud que nuestros niños observan cada día, que los impregna, que los
construye. Sólo viviendo rectamente, valientemente con generosidad,
conduciremos a nuestros hijos a la vida recta, fuerte y abnegada.
La educación por discursos es una caricatura de educación. La
verdadera educación se consigue obrando. De la educación por discursos
puede el niño, al llegar a mayor, evadirse; no puede escapar a la influencia
de una vida recta.

9. Ser constantes
La educación exige continuidad. Si cambiáis de opinión o de humor a
cada instante, desconcertáis al niño. Lo mismo que si por idénticas faltas
os mostráis tan pronto indulgentes como severos. El niño, que posee una
lógica rigurosa, se pierde pronto en ella, y termina por no hacer más que su
capricho.
Los hábitos se adquieren principalmente en los primeros años.
Cualesquiera que sean el temperamento y los atavismos del niño, es fácil
orientar el «joven árbol» en el buen sentido. Para adquirir el orden, el
respeto, la limpieza, la cortesía, o bien la sinceridad, la aceptación alegre
de las pequeñas dificultades de la vida, la adquisición de la caridad, nada
vale tanto como la constancia. Se crearán costumbres que, convertidas en
verdaderos hábitos psicológicos, harán todo fácil. Pero mientras el hábito
no esté creado es necesario no cesar en el empeño.
Esta constancia, esta continuidad, exige a los educadores el mayor
esfuerzo. Tal vez no es necesario intentar todo a la vez; pero sólo con
esfuerzos repetidos en el mismo sentido, con dulzura y firmeza, se libera al
niño de su tendencia profunda a la pereza o al egoísmo.

Obrar, castigar o recompensar por capricho, sin razón proporcionada,


da la impresión al niño, más o menos vagamente, de que «esto no es
serio». De eso a no dar importancia a los mandatos no hay más que un
paso.
37
Si mamá se enfada y hace sus caprichos, ¿por qué no tengo derecho a
hacerlos yo también? Lo menos que se puede exigir de la autoridad es la
coherencia. Las órdenes contradictorias y la falta de lógica en la
apreciación del mismo acto llevan al niño a la incertidumbre de lo que
tiene derecho a hacer o el deber de no hacer.

Cuando no se ha ordenado o castigado bajo la impresión del enfado


es probable que se haya estado en el justo medio, que la medida haya sido
justa. Si no ocurren nuevos hechos, no debe rectificarse la decisión
tomada. Cuando falta la perseverancia, el educador pierde poco a poco su
autoridad moral, con grave daño para la formación del niño, que tanto
necesita poder apoyar su debilidad y sus dudas sobre una base firme.

Hay a veces indulgencias que son traiciones.


Una mamá que ha creído que debía dejar sin postre a su chiquillo, de
ocho años. Que no se le ocurra al terminar la comida emocionarse ante el
gesto desconsolado de su hijo y afirmar: «Vamos, por esta vez te perdono.
Toma el pastel y no vuelvas a hacerlo más.» Sería un error. Porque el niño
no merecía el castigo, y entonces no debería habérsele impuesto, o lo
merecía y debía sufrirlo. Si lo perdona «por esta vez», no comprenderá el
niño por qué no lo van a perdonar cada vez.
Aun si habéis tenido la mano algo dura y la sanción aplicada es
excesiva, será mejor sostenerla, en interés de vuestro hijo, con la intención
de ser más mesurado en otra ocasión. Si no, el niño no tomará en serio las
amenazas o represiones.

El secreto de la autoridad moral de los padres sobre sus hijos consiste


en que sea firme y estable su serenidad.
Si las órdenes que dais a vuestros hijos, si las reprensiones que les
hacéis proceden de impulsos de momento, de actos de impaciencia, de
imaginación o de sentimientos ciegos y mal ponderados, ¿cómo podrá ser
que no parezcan la mayor parte de las veces arbitrarios, incoherentes y
hasta injustos e inoportunos? Un día tenéis una exigencia fuera de razón
para los pobres pequeños, una severidad inexorable. Al siguiente les dejáis
hacer lo que quieran.
Comenzáis por negarle una pequeña cosa, y un momento después,
cansados de sus llantos y enojos, se la concederéis con demostraciones de
ternura, ansiosos de terminar de una vez una escena que os excita los
nervios.
38
¿Por qué, pues, no sabéis dominar los movimientos del humor, frenar
la fantasía, si queréis dedicaros a educar a vuestros hijos? Si en ciertos
momentos os parece que no sois plenamente dueños de vosotros mismos,
retrasad para más tarde, para hora mejor, la represión que queríais hacer o
el castigo que os parece necesario imponer. En la firmeza de espíritu,
serena y tranquila, vuestras palabras y vuestros castigos tendrán una mayor
eficacia, una potencia más educadora y más autorizada, que las sacudidas
provocadas por una pasión mal dominada.
No olvidéis que los niños, aun de muy pequeños, son todo ojos para
observar: de una sola mirada se dan cuenta del cambio en vuestro humor.
Desde la cuna, apenas hayan llegado a distinguir a su madre de entre las
otras mujeres, se dan cuenta pronto del poder que sobre sus padres pueden
tener un capricho, un llanto, y no dejarán, en su inocente y pequeña
malicia, de abusar de él.

18. Mesura y equilibrio


Evitad en el niño la tensión nerviosa, el agotamiento físico y moral.
El niño tiene necesidad, para asimilar todo lo que se le dice o todo lo que
se le enseña, de períodos en que se le deje tranquilo. Es necesario que
pueda vivir un poco a su gusto.
Velad por vuestros hijos, pero no estéis vigilándolos sin cesar.
Estar siempre sobre un niño no consigue más que fatigarle sin
provecho e impedirle que se muestre tal como es.

Graduad los esfuerzos pedidos al niño. Su punto de fatiga se alcanza


muy pronto. No lo paséis. Necesita que se le deje respirar. Montaigne dice
que la atención del niño es de pequeña embocadura. No pueden dársele
demasiadas cosas a la vez.
Conviene evitar con los niños toda exageración, porque toman al pie
de la letra todo lo que les decimos. El exceso de alabanzas puede ser tan
nocivo como el exceso de censuras.

No intentéis dar miedo a un niño. Su organismo es todavía frágil y


nunca se sabe qué repercusión profunda puede producir un pavor
irracional. Evitad las historias de bandidos, de fantasmas, de lobos feroces.
Y las amenazas ridículas: «Si no eres bueno, el sacamantecas vendrá a
comerte.» No le amenacéis con el infierno por un pecadillo.

39
¡Qué grave error psicológico es presentar a Dios como un Padre
castigador! «¿Ves? Te está bien; has desobedecido: Dios te ha castigado...»
El niño no tardará en darse cuenta de que Dios no sanciona siempre
inmediatamente nuestras faltas. Y, por otra parte, ¿hay algo más falso y pe-
ligroso para su fe que presentar al Dios de amor como un déspota, siempre
dispuesto a vengarse?
Proporcionemos siempre el esfuerzo al efecto que queremos obtener.
A fuerza de encolerizarse, de hacer escenas por nada, de turbar al niño con
gritos, reproches, lágrimas o grandes discursos, el educador pierde toda su
influencia. Es abrasado..., paz a sus cenizas. El niño toma pronto su
partido, y termina por oponer la indiferencia, la inercia, cuando no el
menosprecio interior.

Es perjudicial cansar la atención del niño con discursos


interminables.
Una mamá le echa una filípica larga y vehemente a su hijo. Al
terminar éste le dice impertinente, pero con una simpatía casi terrible:
«¡Pobre mamá! ¡Qué sed debes de tener!».

No exijáis al niño más que cosas razonables a su alcance; o si le


pedís un esfuerzo excepcional, cread antes un clima favorable; animadlo
en gran medida, y procurad no tirar demasiado de la cuerda. Así, por
ejemplo: no se debe pedir habitualmente a un niño que permanezca silen-
cioso e inmóvil. Pero he aquí que una tarde el papá regresa del trabajo con
una fuerte jaqueca. La mamá deberá coger al niño y decirle: «Mira: a papá
le duele mucho la cabeza. Voy a pedirte esta tarde un gran esfuerzo (yo sé
que eres capaz pues tú eres ya un chico mayor); vas a hacer el menor ruido
posible. Siéntate en ese rincón y toma ese libro de estampas.» Y de cuando
en cuando, un beso viene a recompensar la docilidad del pequeño
hombrecito.

No abuséis de ciertas palabras, como, por ejemplo, de la palabra


«malo». «Pedro, eres malo porque siempre te estás metiendo los dedos en
la nariz». «Juan, qué malo eres; estás arrugando las cortinas». En presencia
de Fernando la mamá dice a su amiga: «Si usted supiera qué malo es: se ha
roto el pantalón...» El calificativo malo sirve y vuelve a servir para las más
fútiles ocasiones y para los más leves pecadillos. ¿Cómo pretender que
Pedro, Juan o Fernando, que se oyen aplicar el calificativo de malos a lo
largo del día por pequeñeces que ninguna relación tienen con un defecto
40
moral o un vicio de carácter, puedan tener una noción un poco equilibrada
de la verdadera maldad?

El niño atribuye a las cosas el valor o la importancia que sus padres


le dan. También es necesario que los padres tengan el sentido de las
proporciones y no atribuyan a lo accesorio la importancia de lo principal.
Ciertas aprobaciones pueden falsear interiormente la perspectiva
moral de los seres muy jóvenes, para establecer ellos su escala de valores.
Así, por ejemplo: no deis más importancia a una silla rota, un
pantalón desgarrado o una puerta mal cerrada que a la mentira, la obstina-
ción, la crueldad.

Los niños —desde muy pequeños— tienen el sentimiento de su


dignidad. Es preciso respetarlo. Ciertas humillaciones públicas pueden ser
origen de complejos de inhibición o misantropía, que acompañarán al niño
toda su vida. Algunas madres tienen la costumbre de decir a sus hijos:
«¿Ves? Todo el mundo te mira. Debería darte vergüenza». Puede resultar
de ello una timidez exagerada, un miedo a ruborizarse, una preocupación
por la opinión pública, que será un perjuicio para el niño cuando sea
mayor.

Dos complejos son igualmente peligrosos: el sentimiento de


superioridad y el de inferioridad o insuficiencia. El grano generador de
esos dos complejos, que tienen un papel importante en la germinación de
las tribulaciones psíquicas, es sembrado desde la más tierna infancia. Si
oye siempre decir el niño que es superior, inteligente, guapísimo, que tiene
disposiciones excepcionales y un desenvolvimiento superior a su edad, se
hará de una suficiencia insoportable; se creerá algo extraordinario, y
chocará más tarde con las duras realidades de la vida.
Cuando, al contrario, le aseguran continuamente que es un niño torpe
y estúpido, se desenvuelve en él un sentimiento de inferioridad que lo hace
de antemano un fracasado o un desesperado.

Evitad todo lo que puede perjudicar al «natural» del niño. La frescura


de su alma es planta demasiado delicada para que no se la preserve de
torpes admiraciones, que pueden empañarla y hasta falsearla.
¿Qué decir de esas invitaciones a lo cómico?: «Que vea este señor lo
bien que imitas a...»

41
Regla de oro: no habléis jamás de vuestros hijos en su presencia. Si
habláis en bien, corréis el riesgo de hacerlos vanidosos; si en mal, los
humillaréis peligrosamente.

11. Estar y parecer unidos


Uno de los problemas más graves de la educación es el de la buena
armonía entre los educadores. El niño, en principio, se desconcierta por la
falta de inteligencia entre los que tienen la misión de guiarle. Después, en
cuanto advierte la falta por donde su capricho puede infiltrarse, se
aprovecha de ella, con gran perjuicio para su formación.

Si es verdad que todos los educadores en general —familia, escuela,


clero— deberían, en interés del niño, marchar positivamente de acuerdo, lo
es más aún en relación con la buena armonía, sin fisuras, que debe existir
entre el papá y la mamá, porque aquí se añade un elemento afectivo de alto
calibre, y cualquier manifestación de disentimiento entre los padres obra
dolorosamente en el corazón del niño, aunque encuentre en ello alguna
ventaja inmediata.
He aquí algunas reglas vitales que deberían estar dispuestos a no
infringir nunca los jóvenes esposos:
1. Jamás disputaremos delante de nuestros hijos. Si, como ocurre
en todos los hogares —preciso es ser realista—, hay momentos —es-
peremos que sean pocos y breves— en que no nos entendemos bien, nos
explicaremos a solas, nunca delante de testigos.
2. Jamás nos reprocharemos nada delante de nuestros hijos.
3. Jamás nos llevaremos la contraria delante de los niños, sobre
todo en relación con ellos.
4. Jamás uno autorizará a escondidas lo que el otro prohíba.
5. Jamás tomaremos a ninguno de nuestros hijos por confidente de
nuestras penas.
6. Jamás haremos alusión a los defectos y a las faltas uno del
otro.
7. Jamás dirá uno algo que pueda perjudicar al respeto y al cariño
de los hijos en relación con el otro.
8. Jamás diremos a un niño: «Sobre todo, no hables de esto a tu
madre» o «No digas nada de esto a papá».

42
9. Tendremos la preocupación de reforzar nuestra mutua
autoridad en todas las circunstancias.

El padre sin la madre o la madre sin el padre, cuando uno y otro


existen, es algo deplorable. Aquella de las dos autoridades que se abstiene
y que no se demuestra más que para halagar, atenuar, acariciar, llega a ser
despreciable para el niño y hace que la otra le sea odiosa. No hay situación
más falsa y más propicia para producir inevitablemente el niño mimado.
No he oído nunca sin llorar y sin enrojecer por ello —y esto se oye todos
los días— a padres decir a sus hijos: «Si no eres bueno, se lo diré a tu
padre», o lo que es todavía peor: «Se lo diré a tu madre.» Pero ¿quién eres
tú, desgraciada madre o desgraciado padre, que así hablas? ¿No has
recibido entonces de Dios ningún derecho, ninguna obligación seria,
ninguna autoridad que ejercer? ¿No eres más que un testigo impotente,
encargado de dar cuenta de lo que pasa a tu mujer o a tu marido? ¿Qué
nociones falsas y funestas introduces en el alma de ese niño?

El padre puede a veces con una mirada o con un encogerse de


hombros reducir a la nada todo el esfuerzo educativo de una mamá en
relación con su hijo. Una mirada de complicidad al hijo a quien la mamá
ha hecho un reproche justificado, y ya será su aliado en la lucha contra la
madre; una ligera caricia en la mano a la pequeña cuando la madre la
regaña, la fortifica notablemente contra los justos razonamientos que su
madre pueda hacerle en lo sucesivo.
Un niño de catorce años decía: «Cuando tengo gana de alcanzar o
hacer una cosa, mamá a veces no quiere. Papá dice siempre como yo.
Somos dos contra uno. Eso hace que sea yo quien gane.»

Nada más contraproducente que decirle a un niño: «Le diré esta


noche a papá lo malo que has sido. Verás lo que te va a pasar...» Si a los
ojos de los niños haces aparecer al padre como un coco, ¿cómo van a
guardarle respeto y afecto?
Es el niño un ser que para desenvolverse en todos los aspectos tiene
necesidad de vivir en una atmósfera de paz, de amor y de serenidad. La
seguridad que de esto resulta es condición para su desarrollo y
expansionamiento.

43
Un hecho que las estadísticas confirman: la casi totalidad de los niños
desequilibrados, anormales morales o delincuentes pertenecen a familias
donde el padre y la madre no viven en buena armonía.

Contradecir delante de un niño respecto a él es deformarlo en la


noción del bien y del mal, puesto que para él, mientras que es niño, es bien
o que sus padres permiten, y mal, lo que prohíben. No hay nada más a
propósito que esto para desorientar una conciencia de niño.

Es ridículo y muy pernicioso intentar hacerse popular uno a expensas


del otro, mimando uno mientras el otro ordena o trata con severidad.

Nada más artificioso y más antipsicológico que plantear cuestiones


como ésta: «¿A quién quieres más: a papá o mamá?...» ¿Quién es más
severo: papá o mamá?...» La verdadera respuesta de un niño normal en un
hogar normal será ésta: «Quiero a papá y a mamá, tanto a uno como a otro,
y los dos me quieren a mí también».

Cuando la unión de corazones entre padre y madre no existe, preciso


es tener valor para salvar las apariencias hasta el máximo por los niños.
Conservadles el mayor tiempo posible un hogar normal.

Si la concepción del niño debe ser, en el plan divino, la consecuencia


de una unión de amor entre los esposos, con más razón debe persistir este
amor en el curso de los años de formación. Es tanto más necesario puesto
que el niño crece y llega a juzgar a las personas que lo rodean.
Si el hecho de ser concebido sin amor es ya una desgracia, al menos
el niño no tiene conciencia de ello. No ocurre así a medida que su
personalidad se desenvuelve. La división de sus padres le aparece más
triste en cuanto adquiere más conciencia de ella, y el resultado será
provocar en sus sentimientos una psicosis de la que resultará
frecuentemente la víctima durante su vida.
Cuando respira en su hogar una atmósfera de indiferencia y de
frialdad, incapaz de movimientos generosos, su alma se seca. Haciendo
nacer en él la nostalgia de un medio donde su corazón pudiera
expansionarse en la alegría, se produce en él una disposición habitual de
hostilidad frente a su medio familiar. Si a la indiferencia se añade la
hostilidad mutua de los padres, entonces la sublevación, la rebelión o la
crueldad encontrarán en él terreno preparado. Y cuando sus padres se

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querellan constantemente en su presencia se mostrará, a la vez, hostil y
esquivo en sus relaciones con el prójimo.
Llegado a la adolescencia, se planteará por su propia cuenta el
problema del amor; el ejemplo de sus padres será como una sombra que le
impedirá descubrir las leyes morales. No podrá imaginar que el verdadero
amor pueda ser diferente de los lazos que unen a sus padres, y será como
lanzarlo a la mala conducta, intentando buscar en falsos amores las
alegrías de que estuvo privado en su infancia y adolescencia.
Las consecuencias de la división entre los padres son tales que casi
siempre hay que atribuir a ella las malas acciones de la delincuencia in-
fantil. Hay una estrecha correlación entre el aumento de divorcios, última
consecuencia de las discusiones entre los padres, y los extravíos de
conducta en los adolescentes.

Permítasenos insistir sobre la armonía que debe establecerse entre los


esposos en lo referente a su actitud en la educación de los hijos. No sólo no
deben dar el espectáculo de un desacuerdo permitiendo uno lo que el otro
prohíbe, sino que deben buscar una verdadera colaboración poniendo en
común la firmeza y la ternura para apreciar lo que conviene al carácter de
cada uno de sus hijos.
Y cuando hayan tomado en común y reflexivamente una
determinación, deben practicar la unión sagrada de sus esfuerzos, que será
la fuerza invencible de su autoridad. Los niños comprenden muy pronto las
divergencias posibles en la actitud de sus padres, y son buenos
diplomáticos para explotarlas en beneficio de sus propios caprichos.
Puede a veces ser, en efecto muy molesto, para el padre que regresa
al hogar después de una jornada de trabajo, o para la madre que ha tenido
que preocuparse de las labores de la casa y prodigar sus cuidados a los
pequeños, el olvidar su propio cansancio para asegurar el frente único de la
educación, en vez de encerrarse en sí mismos o lamentar sus propios
trabajos. Pero este olvido lleva en sí mismo la recompensa.
«La familia es escuela del más rico humanismo. Para que pueda
lograr la plenitud de su vida y misión se requieren un clima de benévola
comunicación y unión de propósitos entre los cónyuges y una cuidadosa
cooperación de los padres en la educación de los hijos» (Vaticano II, Cons-
titución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, 52).

45
Un pequeño consejo para terminar: madres, que vuestros deberes de
tales no os hagan nunca olvidar los deberes de esposas; padres, com-
prended las preocupaciones de vuestra esposa, el cuidado que pone en que
todo marche bien, las dificultades que encuentra. Sostenedla, animadla.
De cuando en cuando encontraos sin vuestros niños. Volved a hacer
un corto viaje de luna de miel; al menos, una salida los dos solos. Juntos,
vuestro cariño encontrará una nueva juventud para el mayor bien de
vuestros pequeños.

46
3
EL EJERCICIO DE LA EDUCACIÓN

1. El arte de hacerse obedecer


Colaboradores de Dios, tenéis sobre vuestros hijos una autoridad que
no procede de la ley, ni del estado, ni de la tradición, sino de Dios mismo.
Tendrá esta autoridad manifestación diferente a medida que el niño crezca;
podéis hasta delegarla, pero no podréis en manera alguna renunciar
totalmente a ella mientras el niño no llegue a la edad adulta.

Preciso es sostener con valentía que realizar la educación de un niño


supone necesariamente exigirle una obediencia. Y el niño a quien se dejara
a su capricho con el pretexto de respetar su libertad correría grave peligro
de hacerse un malhechor contra el que fuera necesario emplear la fuerza
bruta para defenderse. Es todo lo que se habría ganado. No tenemos por
qué preocuparnos aquí de si la naturaleza es buena o mala. Afirmamos sólo
como un hecho que los niños no son espontáneamente —y que no llegan a
serlo sin que se les ayude— lo que deben ser. Y, en consecuencia, decimos
que hay necesidad de intervenir en su vida.
Si Dios os ha dado autoridad sobre vuestros hijos, es para qué la
ejercitéis en vista de su mayor bien y en la medida de su mayor bien.

¿Queréis que vuestros hijos os obedezcan? Acostumbradlos a creer,


desde su más tierna infancia, que un mandato o un deseo de papá o mamá
deber ser ejecutado sin ningún retraso.

Cuando un niño no obedece, decís bien que no es falta del niño, sino
culpa de sus padres.

Existen grandes ventajas en que los padres se hagan obedecer,


especialmente la madre, que está en relación casi continua con sus
pequeños. No dejará pues, que sus mandatos se olviden ni que sus hijos se
resistan abiertamente a cumplirlos. No consentirá nunca en sus labios esas
palabras tan desagradables: «quiero», «yo no quiero» o «no, no y no»,
como decía un día un pequeñín de dos años, y la madre reía... ¿Qué

47
pensáis que hubiera hecho una madre consciente de su papel de
educadora?
Habría colocado ante ella el pequeño rebelde; después, poniéndose
seria, le habría mirado con tranquilidad, pero tan fría, tan severa, tan
diferente de su ternura ordinaria, que el niño no hubiera tardado en
comprender. Nada impresiona tanto a un niño como ver a su madre,
siempre buena, poner esa expresión austera y mirarle tan largo rato como
sea preciso.

En pedagogía familiar, como en estrategia, vale más librar una batalla


grande de una vez para siempre que comenzar sin cesar escaramuzas sin
resultados.
Si la cosa es grave e importante, procurad que el niño obedezca en
seguida sin murmurar, sin gestos, sin esa lentitud y esos pretextos a que
tantos padres dejan acostumbrar a sus hijos poco a poco, y que tan difíciles
son de vencer hada los catorce o quince años.

Si el niño resiste a vuestros mandatos hechos con bondad y dulzura;


si se hace el sordo cuando, reuniendo toda vuestra energía, le habláis con
firmeza y decisión, entonces usad los medios que juzguéis más eficaces
sobre el espíritu del niño; pero, a toda costa, hacedle obedecer.

En el niño, la convicción de que nada hará transigir a sus padres


posee una eficacia tranquilizadora mucho más grande que la esperanza de
hacerlos claudicar a fuerza de pataleo.

Más impresionables que los papás, las mamás tienen a veces


tendencias a modificar pronto las órdenes dadas. No es conveniente, sin
embargo, que los niños se den cuenta de que las autorizaciones o las
negaciones dependen de un capricho o de un cambio de humor.

Al querer las madres imponer su voluntad, en términos generales, un


día u otro, encuentran resistencia. Se guardarán de informar de ello
ruidosamente al círculo más o menos extenso de las familias, los vecinos,
los amigos. ¿Quién no ha oído frases como éstas?: «¡Veréis cómo no
cede!» «¡Lo que yo digo y nada es lo mismo!» «¡Estoy segura de que no
habéis visto semejante cabeza dura!».
La autoridad materna no gana nada con esas recriminaciones. El niño
encuentra con frecuencia una satisfacción de vanidad en no obedecer,

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sobre todo si sabe que lo miran. Si desobedece tercamente es para afirmar
a sus ojos y a los de los demás su independencia; desde luego, publicando
sus rasgos de desobediencia, lejos de producirle humillación, se le halaga y
se le hace una especie de elogio.
Es importante también que las mamas no crean demostrar su
autoridad afirmando a cada momento que serán obedecidas: «Ya sabré yo
cómo te he de dominar...» «Se verá quién tiene la última palabra...» «Tú te
decidirás a ceder...». Esta especie de fanfarronadas disimulan mal la
debilidad de un poder medianamente seguro de sí mismo.

Si comprobáis que habéis vencido a una resistencia del niño, no


habléis en plan de triunfo, como si se tratara de un éxito personal al-
canzado a costa de un adversario: «Ya sabía yo que tendrías que ceder...»
«No pienses que eres más fuerte que yo...» «¿Ves este mocoso?... No
quiere escuchar a nadie; tendrás que comer todavía mucha sopa y crecer
mucho para no hacer más que tu voluntad...».
Esto es para el niño como regocijarse por la victoria que se le ha
ganado. No se le debe humillar ni vejar porque haya obedecido; al con-
trario, debe encontrar en vuestra aprobación afectuosa y en la satisfacción
de su conciencia la recompensa a su docilidad y ánimo para nuevos
esfuerzos.

Hasta los dos años, la obediencia del niño no puede ser más que
pasiva. Corresponde a la madre hacer esfuerzos para preparar los de su
hijo y formar en él buenas costumbres, precisas asociaciones que serán
base de una conducta sana.
A partir de los tres años, y aun antes, según el desenvolvimiento
intelectual, la obediencia debe comenzar a ser activa; pero una cosa es
cierta, y es que desde uno a siete años el niño pasa por tres etapas en la
obediencia: obedecer, porque se le quiere; saber obedecer, porque es pre-
ciso; querer obedecer, por necesidad y por interés. A los siete años toda la
subconsciencia del niño debe estar ricamente formada con todas las
costumbres físicas, intelectuales y morales.
De los tres a los siete años, la formación de las costumbres continúa
en otra forma; no sólo se intenta dominar al niño —los educadores no son
domadores de fieras—, sino despertar el sentido de obediencia y ejercitarlo
en esta facultad. Los primeros esfuerzos deben orientarse a conseguir este
objetivo: obedecer. Que el niño sepa que existen en la vida necesidades
que no es posible eludir, porque «es así». El poder de sugestión de un «esto
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es así», dicho con calma, fuerza, persuasión, es inmenso. El pequeño debe
sentir que hay allí una especie de maravillosa necesidad que le facilitará
todo si acepta. Si uno se enfada para decir esta pequeña frase tan im-
portante, si uno se enerva o cansa, todo está perdido, el resultado será
contrario.

A medida que el niño crece es mejor actuar a base de insinuación que


en forma de mandatos imperativos: «Me parece que haríais bien en hacer
esto...» «¿No piensas que te interesaría hacer esto otro?...». «Creo que si
yo estuviera en tu lugar, obraría de tal manera».

La imaginación puede facilitar el cumplimiento de ciertos deberes


enojosos. Puede desviar la terquedad, preservar de choques demasiado
violentos. Un pequeñuelo se niega desesperadamente a dejar un tintero que
ha cogido; mandatos y peticiones exasperan su negativa: catástrofe
inminente; pero que alguien, en tono bajo y poniendo un dedo en los
labios, murmure: «|Chis! No hay que hacer ruido, se va a dormir el
tintero...» Con mil precauciones el niño, encantado, coloca el objeto en su
sitio. La mamá cuyo niño llora, y que hace como si cerrara una llave a la
altura de la sien del niño: «¡Ris, ras! Cerrado el grifo de las lágrimas».

Le gusta al niño dar un carácter mágico a su mundo; todo lo que


sensatamente posee ese carácter le seduce. Una mamá utilizó el procedi-
miento siguiente: «¿Qué palabras es preciso pronunciar para que os
quedéis inmediatamente tranquilos y obedientes?» La pregunta despertó el
interés de sus tres fierecillas, cada uno eligió por sí mismo la palabra que
debía tranquilizarlo. Para el primero fue ésta: «pi-kam»; para el segundo,
«to-ki»; para el tercero, cualquier otro vocablo, también vacío de sentido.
El resultado fue verdaderamente milagroso, y mucho tiempo después
bastaba todavía pronunciar esas sílabas para conseguir la calma, triunfar de
una crisis, obtener una docilidad perfecta y sorprendente.
Evitad esos mandatos a tontas y a locas, mandatos que nada
significan y que no son más que una necesidad de descargar los nervios:
«Vamos, apresúrate...» «Más de prisa...» «Mira delante de ti...» «Pon
atención...». Multiplicando las órdenes sin motivos, la autoridad se debi-
lita.

¿Por qué mandar cosas que los niños están dispuestos a hacer por sí
mismos?

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El educador debe comprender la necesidad que el niño tiene de
actividad y libertad. A fuerza de intervenir sin cesar para impedir que los
niños hagan algo a su gusto, se hace insoportable la autoridad. Como
aquella mamá nerviosa que daba un día a su sirvienta la siguiente orden:
«María, vaya a ver qué hacen los niños en el jardín, y prohíbaselo...».
No confundáis la autoridad con el autoritarismo, ni seáis como esos
padres que mandan a lo tonto, por el gusto de mandar, y que no consiguen
otra cosa que agotar a sus hijos sin provecho alguno.
Limitad a lo esencial vuestras exigencias y mandatos. No digáis sin
necesidad: «haz esto», «no hagas aquello», «debes obrar así»... La mayor
parte de los padres pasan su vida dando órdenes a sus hijos. Resultado:
muchas de esas órdenes son letra muerta. Reflexionad antes de mandar.
Comprobaréis que son inútiles las tres cuartas partes de las veces.
Cuando queráis mandar a vuestro hijo que haga alguna cosa,
decídselo seriamente, con firmeza y, a la vez, sin ser ni duros ni
desagradables. Hacedle saber que queréis ser obedecidos en seguida y
procurad serlo. A veces, no basta hablarle con tono persuasivo.
Cerrad entonces dulcemente, pero con energía, el libro del niño y
conducidlo a su habitación.

De nada sirve chillar; es menester obrar a tiempo.


Es necesario saber con precisión lo que se quiere cuando se le manda
algo al niño, y es preciso también quererlo verdaderamente. El niño
comprende muy pronto, como por instinto, por el tono de voz, la
importancia que los mayores dan a las órdenes que le formulan.
Las órdenes arbitrarias más bien producen la insubordinación que la
obediencia, y ciertas tentativas inoportunas para conseguir la obediencia
por la fuerza no hacen más que afianzar la terquedad.
Basta que el niño se habitúe dulcemente a ceder a las exigencias de la
obediencia; casi nunca es útil hacerlo ceder por la fuerza.
No deis nunca una orden en tono suplicante; no tenéis que mendigar
la sumisión. No deis nunca una orden en tono brusco; no tenéis por qué
hacer odiar la obediencia.

No compréis nunca la obediencia. Nada más odioso que discusiones


como ésta entre una madre y su hijo de ocho años que había recogido en la
calle no sé qué objeto sucio: «—Vamos, tira eso. —No. —¿Quieres tirar
eso, o te doy una bofetada? —No.» Y el niño echa a correr. Entonces la
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madre, como último remedio: «Tíralo y te daré una peseta». Respuesta que
pone de manifiesto hasta dónde puede llegar la impertinencia cuando la
autoridad es débil: «Primero, dámela, y ya veré después.»

Si mandáis a un niño con la certidumbre de que no os va a obedecer,


no vale la pena hacerlo. Así aquella madre poco avisada que decía: «Hago
mal en mandarle algo. No hace más que su capricho».
Si queréis conseguir la obediencia, procurad que vuestros hijos se
enteren bien de lo que deseáis; no mandéis cosas superiores a las fuerzas
del niño y mandadlo con la firme seguridad de ser obedecido.
Que vuestros mandatos sean claros para la pequeña inteligencia de
vuestros hijos. No basta con que os oigan; es menester que os comprendan.

Para obtener con facilidad la adhesión de la voluntad del niño a


vuestro esfuerzo en mandarlo, suponed el problema resuelto, presentad a
su imaginación la imagen atractiva de lo que él puede ser si se sobrepone a
sí mismo; por ejemplo: «Dime cómo se hace eso cuando se es ya un chico
mayor.»
Haced repetir a los mismos niños lo que queréis que hagan; de esta
manera os aseguráis e si lo han oído y comprendido, y, por otra parte, el
hecho de explicar ellos mismos lo que van a realizar los predispone a obrar
en el sentido indicado en el mandato.

Los niños no tienen la misma noción del tiempo que nosotros.


Se dejarán absorber por un juego hasta el momento en que ya no
tengan tiempo de poner todo en orden. El remedio para esto es sencillo:
darles siempre un previo aviso. En tiempo oportuno decid al niño: «La
comida va a estar pronto dispuesta; es tiempo de que te prepares.» Si no lo
está cuando lo llaméis, el reproche será justificado; será suya la culpa y no,
como muchas veces ocurre, vuestra.

¿Habéis notado que algunos mandatos que hacemos son mal


interpretados por nuestros niños? Sus reacciones son a veces muy raras y
desconcertantes para el adulto. Pedrito —seis años y medio— hace un
trabajo de clase y escribe con letras enormes. El papá, burlón, indica: «¿No
sabes escribir más grande?». Resultado: una página de escritura con las
«s» y las «z» gigantescas.
En el momento de salir la mamá dice a Dioni, de tres años y medio:
«Vete un momento a ver si mis guantes están en la habitación.» La
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chiquilla vuelve afirmándolo, pero... no trae los guantes. El niño es, en
efecto, realista y objetivo. Su inteligencia, apenas formada, no comprende
todos los matices de nuestro lenguaje de adultos.

Además, menos artificioso que nosotros, toma al pie de la letra lo que


decimos y no transige con los varios sentidos de las palabras. Para él, es sí
o no, blanco o negro, grande o pequeño, y no comprende que se quiera
decir sí diciendo no.
Debemos, por tanto, preocuparnos de expresar exactamente nuestro
pensamiento, sobre todo si se trata de órdenes importantes. Si digo: «No se
va al jardín cuando está oscuro», es preciso que sea verdaderamente de
noche; si no, el niño encontrará que todavía está claro. Más de un niño ha
desobedecido así de buena fe, y durante mucho tiempo rumiará como in-
justo e incomprensible el castigo.
Intentemos, en fin, enseñar a nuestros pequeños la verdadera
significación de las palabras. Admira comprobar a veces que un término,
aun corriente, no es bien comprendido por algún niño.
Los niños interpretan las prohibiciones textualmente. Un pequeño a
quien se había prohibido ir al salón por la noche en camisa, fue al día
siguiente completamente desnudo, cuando había invitados. El motivo de su
conducta «impúdica» fue la prohibición hecha.

Mandad en pocas palabras; evitad los discursos y las


recomendaciones largas. Dado un aviso, no volváis sobre él cien veces;
obligad al niño a conformarse con vuestro deseo, sin contestar a sus
múltiples «porqués» y «cómos».
Podría ser imprudente explicar siempre al niño la razón de los
mandatos o prohibiciones que se le hacen: sería exponer vuestra autoridad
a ser discutida, juzgada y..., acaso, condenada. Sin embargo, es muy útil
que de cuando en cuando, y a manera de ejemplo, le hagáis comprender
por qué se le impone tal o cual cosa.
Apelando así a su juicio y a su corazón, y haciéndole comprender por
qué debe obedecer, le facilitáis la obediencia. El día en que no juzguéis a
propósito darle vuestras razones, es muy posible que se someta con gusto,
igualmente, sabiendo que vuestras razones son siempre buenas.

No habléis en tono autoritario; no tengáis continuamente en la boca:


«yo lo quiero», «yo lo ordeno», «debe hacerse mi voluntad ante todo».

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Esto, a veces, es una manifestación de fuerza; pero, con frecuencia,
es un signo de debilidad, con el cual el niño no se deja engañar mucho
tiempo.
No tendría buen efecto un mandato si pareciera encerrar una
amenaza, un sentimiento de cólera o una represión anticipada, como si el
mandato, aun antes de ser formulado hubiera sido mal cumplido.
Hay mandatos mal hechos, que sugieren a la vez la posibilidad de
una resistencia y el enojo. El mismo acto sin esta intervención habría sido
ejecutado automáticamente sin enojo ni resistencia.

Parece que la voluntad decidida de la mayor parte de los padres y de


los educadores es dar al niño, ante todo, el conocimiento y la preocupación
del mal. ¡Y después se le prohíbe ese mal y se le castiga si lo hace!
Desde los primeros años, en lugar de apartar de él las ocasiones de
cometer torpezas, le hacemos vivir en medio de multitud de objetos a su
alcance que excitan su curiosidad, y de los que le decimos sin cesar, aun
antes que haya tenido la idea de tocarlos: «No toques esto.» En lugar de
ocupar su espíritu y sus manos para alejar de él la idea de hacer lo que no
debe, le dejamos ocioso, multiplicamos las prohibiciones: «No harás esto»,
«no dirás esta palabra». Y no dudemos de que la misma prohibición hace
nacer la idea y el deseo de la cosa prohibida. Así sucede siempre a lo largo
de la educación. En vez de evocar ante el niño el bien, la belleza, la
justicia, la bondad, etc., y de nutrir con esas ideas la imaginación,
hacérselas amar y admirar, no le hablamos más que de lo malo, las faltas,
las falsedades, con el pretexto de alejarlos de ellas. En lugar del
entusiasmo por el bien, que lo haría fuerte, lo saturamos del temor del mal,
que lo hace pusilánime, cuando no lo convierte en hipócrita.

La verdadera manera de preservar a un niño consiste en formar su


discernimiento dándole alguna ocasión para ejercitarlo.
Cuando le decimos: «Vas a tener frío, te vas a costipar», «vas a tener
indigestión», «te vas a hacer daño», «te vas a caer», se formulan
afirmaciones perentorias que tienden a realizarse por un solo poder
evocador. Los temores de los padres adquieren realidad, se aumenta el
peligro en vez de aumentar, como debería hacerse, la resistencia del niño.
Decís a un niño que se sirva en la mesa; instintivamente afirmáis:
«Ten cuidado, vas a tirar algo.» Sólo esta afirmación bastará a veces para
hacer torpe al niño.

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Sabed endulzar vuestros mandatos. Procurad dar al niño la impresión
de que emanan de su propio pensamiento, más que de una voluntad
extraña. «Creo que tienes razón en querer esto». Así es como se obra. No
es ni necesario ni de desear que una orden produzca impresión des-
agradable.

La forma impersonal: «Es necesario hacer eso», consigue mucho más


del niño que la forma del despotismo personal: «Quiero que hagas
Cuando el niño crezca no presentéis jamás la obediencia como una
disminución de su personalidad, sino, al contrario, como un medio de
mostrar que tiene espíritu de jefe. Jefe es quien sabe obedecer antes de
saber mandar.

Si el educador en toda su actitud demuestra que no es ni por su


placer, ni por su provecho, ni por su capricho, ni por su orgullo, por lo que
usa de su autoridad; si manda de tal manera que da la impresión de que él
mismo obedece al mandar, aparece entonces para el niño como la
revelación de una vida superior, donde, bajo el reinado de la justicia y de la
paz, desaparece la oposición de los egoísmos.

2. El arte de reprender
Los niños, por naturaleza, carecen de experiencia; es función de los
padres prevenirlos sobre los peligros en que pueden encontrarse. Pero los
gritos de alerta excesivos o desproporcionados terminan por embotar la
atención y la sensibilidad; y cuando haya un peligro real que prevenir,
entonces la intervención de los padres tal vez no sea tomada en serio.
Dos extremos deben evitarse en educación. El que consiste en no
intervenir nunca, el «dejar hacer, dejar pasar», o política de ojos cerrados:
«haz lo que te plazca y déjanos en paz», política de dimisión que puede
conducir a consecuencias catastróficas. O el exceso opuesto, que consiste
en intervenir a cada instante por menudencias sin importancia.
La verdad, como siempre, está entre ambos. El niño necesita la ayuda
del adulto, y esta ayuda, aun cuando sea pequeña, puede consistir en una
especie de adiestramiento incesante: el recuerdo de un dolor, regañar por
un gesto o una actitud reprensible.
Los buenos ejemplos y los estímulos al bien no bastan siempre en
educación. El niño no nace perfecto; hay en él tendencias anárquicas, y en

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el momento en que menos se espera puede manifestarse un carácter
envidioso, autoritario, independiente, antisocial, etc.
Es, pues, normal que el padre y la madre tengan que canalizar y
orientar en buena dirección las jóvenes fuerzas vivas, por medio de una
reprensión que, si es bien dosificada —se adapta al caso y se aplica a
tiempo— contribuirá a hacerle conocer los límites entre el bien y el mal, lo
justo y lo injusto; en una palabra: a formar su juicio moral.

Para que sea eficaz una amonestación debe ser poco frecuente y
breve. Si toma el aspecto de comedia con gritos muy fuertes, pierde todo
su efecto. El niño, asustado al principio y bien pronto indiferente, dejará
pasar la tormenta a expensas de la formación de su conciencia, pues una
conciencia no se forma por sí sola.
Es interesante que vuestras actuaciones se efectúen con serenidad y
se revistan de un carácter apacible. Tendrán entonces —estad seguros— un
resultado eficaz. Y aunque contraríen de momento las defensas instintivas
del niño, le ayudarán finalmente a encontrarse a sí mismo.

La mayor parte de los padres no se paran en barras y usan de su


autoridad con observaciones inútiles y completamente secundarias, con
repetición de advertencias accesorias, en exceso de solicitud que va en
contra del bien perseguido.
Por poco que se observe, en un jardín, en un tren, en una casa, una
madre con su hijo, se asusta uno del número de avisos, a veces
contradictorios, de las reprimendas, con frecuencia ilógicas e
injustificadas, que llueven sobre los pobres pequeños: «Enrique, no corras;
vas a sudar.» Algunos minutos después: «No te quedes ahí plantado como
un árbol; vete a jugar.» «No te acerques tanto al agua; te vas a caer.»
«Fíjate en tus zapatos; te vas a ensuciar.» «Vas a desobedecerme, como
siempre...» «Enrique, ¿qué te he dicho?...» «Es terrible tener chicos como
éste.» «No puedo hacer nada contigo; nunca eres bueno.» Y menos mal si
no añade la pobre madre, inconsciente del alcance de sus palabras: «Se ve
bien que tienes el carácter de tu padre».

La solicitud maternal no debe ejercerse más que cuando sea


verdaderamente necesaria.
Haciendo reproches sin cuenta ni razón, se corre el peligro de falsear
la conciencia del niño, que no aprende a atribuir a las órdenes y a las
prohibiciones la importancia relativa que a cada una corresponde; se le
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impide expansionarse, adquirir experiencia propia, sufriendo las conse-
cuencias de sus necedades o de sus imprudencias, naturalmente allí donde
no existe un peligro grave.

«Entre las ventajas que ofrece el sistema de las reacciones naturales


vemos, en principio, que da al espíritu, en materia de conducta, esa noción
justa del bien y del mal que resulta de la experiencia de los efectos buenos
y malos. En segundo lugar, que experimentando el niño las consecuencias
desagradables de sus malas acciones, debe reconocer, más o menos
claramente, la justicia de la pena; en tercero, que reconocida la justicia de
la pena, y por ser aplicada ésta por mano de la naturaleza, no por las de un
individuo, siente en ella el niño menos irritación, mientras el padre, no
haciendo otra cosa que cumplir el deber comparativamente pasivo que por
vías naturales, conserva una calma relativa; cuarto, que previniendo la
exasperación mutua, las relaciones que existen entre padres e hijos se
hacen más dulces y más fecundas en buenas influencias» (Spencer).
Cuando un niño se cae o se da con la cabeza en una mesa, siente un
dolor cuyo recuerdo tiende a hacerlo más atento. Si toca el tubo de la
chimenea, pasa la mano por la llama de una cerilla o deja caer una gota de
agua hirviendo sobre su piel, la quemadura que siente es una lección que
no olvidará fácilmente. Un niño que tiene la costumbre de la inexactitud
perderá su paseo; otro descuidado, que pierde o rompe los objetos de su
uso, sufre la negativa de sus padres para reemplazar los objetos rotos o
perdidos. Más tarde, un niño que no cuida sus vestidos se ve privado de
salir con la familia de excursión o de visita a casa de unos amigos. Más
adelante, un joven indiferente e inactivo no obtiene una plaza codiciada;
éstos son los castigos por las reacciones naturales que siguen a las faltas
cometidas.

Para que el niño adquiera conciencia de su responsabilidad y


enseñarle de una manera concreta el alcance de lo que dice o hace, uno de
los medios más eficaces consiste —siempre que la cosa sea posible— en
hacerle reparar, material o moralmente, el daño que ha causado.

Cuando se tiene que reprender a un niño es mejor —siempre que la


falta no haya sido pública— hacerlo en particular y en voz baja.

No conviene prolongar la conversación con el niño a quien es preciso


castigar. Ni aceptar, en manera alguna, la discusión. Es mejor cortar por lo
sano, sin explicación, con la sonrisa apacible del que tiene sobradas
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razones y no quiere exponerlas por el momento. El delincuente ultrajado se
esforzará entonces en adivinar lo que no se dice. Los argumentos que él
encuentra tendrán más valor que hubieran tenido los vuestros, porque los
ha deducido él mismo.

Lo que es preciso evitar a toda costa cuando se reprende a un niño es


compararlo con otro: «Mira qué bueno es tu hermano. ¡Ah, si fueras
siempre como Javi!» Nada más a propósito que esto para crear entre él y el
modelo propuesto envidias y hasta enemistades inaplacables.

Nunca, en relación con un incidente cualquiera, conviene resucitar


antiguos agravios. Una vez perdonada la falta pasada, no debe recordarse.
Volver sobre ella significa que no se ha perdonado del todo, que se
conserva tal historia humillante dispuesta para ser contada. Hay en esa
actitud algo que desanimaría para siempre al niño a hacer esfuerzos.

Uno de los casos que suscitan generalmente la intervención


tumultuosa de los padres es el de las disputas entre hermanos y hermanas.
Y está comprobado que en la mayoría de los casos, después de cuatro o
cinco minutos de discusión, uno de los niños cede, sea porque se encuentra
menos fuerte o porque se muestra más razonable que el otro. ¿Por qué
intervenir, si el caso se resuelva satisfactoriamente por sí solo? Tanto más
cuanto que con frecuencia nos engañamos respecto de la intención real del
niño. No debemos malgastar nuestra autoridad por pequeñas faltas, sin
estar libres, si hubiera abuso de poder por parte de alguno, de darle en
tiempo oportuno un concepto más exacto de la justicia distributiva y de la
caridad fraterna.
Conozco dos niños que duermen en la misma habitación.
Naturalmente, algunas veces riñen, y lo más frecuente es que se diviertan a
la hora de acostarse. Se les ha dicho que deben callarse en cuanto se
acuesten, pero eso no ha servido de nada: cuando se apaga la luz y sale la
mamá, continúan la alegría y la charla.
Una noche, la mamá vuelve por segunda vez a regañar a los
desobedientes. Un poco consciente de la necesidad de imponer un castigo
y otro poco enternecida por la risa que todavía ve en las bonitas caras,
dice: «¿Tan difícil os es obedecer? Las mamás son dignas de compasión:
deben hacer hombres buenos y leales con chiquillos desobedientes. ¿Cómo
lo conseguiré ya con vosotros? Esto no es nada alegre, os lo aseguro.» Era
una simple observación y la mamá no esperaba respuesta; pero
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súbitamente el más joven de los futuros «hombres buenos y leales» sacude
su cabeza y dice con una vocecita entristecida: «Sí, ya he pensado también
yo que debe ser triste para ti el que no seamos buenos».
Y la madre se retiró contenta y agradecida.

3. El arte de castigar
La simple reprensión no basta a veces. Es necesario sancionar una
desobediencia descarada, una falsedad comprobada, un hurto desvergon-
zado.

«Al período en que el niño está constantemente en su cuna sucede el


tiempo en que comienza a alimentarse con cuchara. Ocurre entonces que
en su exuberancia se entretiene el niño golpeando la mesa con ese
utensilio. La primera vez, la mamá le hará comprender que desaprueba ese
juego; le cogerá la mano y le dirá clara y distintamente: ‘No puedes hacer
eso’. Si se repite, protestará la mamá un poco más fuerte y repetirá la
prohibición en tono más imperativo. Será necesario, ciertamente, hacer lo
mismo más de dos o tres veces; pero aunque tuviera que repetir cien veces
el mandato, no puede dejar de hacerlo sin gran peligro... Cuando llegue el
tiempo de poder llevar al niño al parque, el ‘tú no puedes hacer eso’ será
aún más necesario. Cuanto más severas seáis en principio, menos tendréis
que repetir las prohibiciones.
Pero a partir de esta edad comienza el niño a no querer; si hasta
entonces las faltas que cometía eran por exceso de vitalidad y por igno-
rancia, lo hace después por desobediencia. Ya sabéis cómo se produce:
cuando el niño lleva a su boca un objeto que no está precisamente
destinado para ese uso, y se lo prohibís, puede suceder que repita el hecho
con gesto de determinación, y entonces mirándolo de frente... Si el ‘no
puedes hacer eso’, pronunciado severamente, no produce estimulante más
enérgico, un ligero cachete en la mano será más eficaz que las palabras. No
prohíbe, pues, el pegar, si es que al dar un ligero cachete puede llamarse
pegar» ( J. Lamers-Hoogveld).
Nada más nocivo y cruel para el niño que esa falsa sensibilidad que
se inclina ante sus caprichos y faltas con el pretexto de que no es más que
un niño. No está bien tratarlo brutalmente, pero exigir, en principio, «que
no se debe hacer al niño el menor daño» es un absurdo que hará del niño
un tirano.

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El niño de tendencias anárquicas. No es de admirar que uno u otro
día aparezca en él una tendencia insana. Desconfiemos de las perfecciones
prematuras. Es papel del educador intervenir, a veces enérgicamente, para
asociar en el espíritu y aun en la carne del niño la idea de un sufrimiento
con la de la transgresión.
El castigo, para ser educador, es decir, formador de la conciencia,
debe ser siempre adaptado a la edad del niño, a su carácter, a su tem-
peramento y también a las circunstancias de la falta. Sin esto sería una
torpeza, una maldad, una ligereza, una falta de respeto.
Una sola y buena corrección puede producir la curación radical y
definitiva allí donde la advertencia, la reprensión o los castigos ligeros no
harían más que cansar sin provecho.

Es un error castigar a un niño por una acción de la cual él no había


adivinado el carácter reprensible. Antes de castigarlo conviene comprobar
si sabía que la cosa estaba prohibida.
Debe el educador borrarse, aparecer lo menos posible en el castigo, a
fin de eliminar toda apariencia de lucha o de venganza personal, y para
hacer sentir al culpable que es él mismo la principal causa de los enojos
contra él. Hasta se puede intentar que sea él quien fije la duración de su
castigo, bien entendido que éste no terminará antes que haya reconocido
sus errores y esté resuelto a corregirse de ellos.
Todos los castigos deben tener, en cuanto sea posible, un carácter
tranquilizador. La mayor parte de las veces la sanción será más eficaz si
obliga al culpable a una pequeña cura de calma y reflexión.

Quien bien te quiere te hará llorar, dice el proverbio. En este sentido,


todo castigo, para ser legítimo, debe proceder del amor; de un amor más
fuerte que el sensible. ¿No es necesario, acaso, ir contra el propio corazón
de carne para castigar a un ser débil y amado tiernamente? Pero es, a
veces, el mejor testimonio de cariño profundo que se le puede dar. El niño,
por otra parte, no se engaña en esto. Distingue con trazo seguro los
castigos merecidos y los que no lo son.
Nunca una sanción justa aplicada tranquila y aun firmemente puede
disminuir el respeto y afecto hacia sus padres.

El educador que tiene conciencia de su tarea, que no quiere ni


abandonar a los niños a sí mismos, ni esclavizarlos haciendo de ellos
instrumentos, se siente como identificado con ellos, de tal manera que sus
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ignorancias, sus miserias y sus faltas le pesan como si fueran propias y
como si fuera él responsable de las mismas; de tal manera que, al
corregirlas por deber, no por ejercer un derecho, sufre con ello, como si se
corrigiese a sí mismo, los castigos que impone y los esfuerzos que pide...
Las amenazas y los castigos no tienen más que apariencias de violencia,
como los castigos que uno se impusiera a sí mismo.
A la vez que los sufre, puede el niño comenzar a consentirlos. No se
los impondría a sí mismo; precisamente por esto son necesarios; por ellos
habla una conciencia que supliendo a la suya, acaba por despertarla e
iluminarla.
No se debe nunca castigar con aire de triunfo como si se tratara de un
arreglo de cuentas: «Verás si no soy más fuerte...» «Te voy a enseñar a
obedecerme.» La educación no es un combate donde hay vencedores y
vencidos, sino una colaboración eficaz, puesto que está hecha de confianza
y cariño.

Destrozar una voluntad es siempre esterilizar el ser, y no es siempre


aniquilar la insubordinación.

Es preciso evitar que adquiera el niño la idea de que ha sido arrojado


de la sociedad normal, ya sea por su falta o por el castigo en que ha
incurrido.
Los niños castigados con demasiada frecuencia terminan por soportar
con alegría los castigos, como soportan cualquier otro momento
desagradable de su existencia.
¿Qué hacer cuando a una sanción contesta el niño: «Me es igual...»
«Lo mismo me da»?
1. No responder igualmente: «A mí también...» o «Mucho mejor si te
es igual.»
2. No amenazar con un castigo más fuerte: «Puesto que te es igual,
será que no te he pegado mucho.»
3. Decir sencillamente: «Mi fin no es serte desagradable, sino darte
ocasión para que reflexiones, te tranquilices o impedir que molestes a los
demás.» La mayor parte de las veces esta dulzura después de la corrección
merecida hará comprender al niño el verdadero fin de vuestra intervención.

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Reflexionad antes de pronunciar una amenaza. Si amenazáis con
frecuencia sin ejercitar las amenazas, llegarán a ser para los niños bromas
sin importancia o un verdadero juego.
Un día, dos chicos que, cansados de las amenazas continuas de su
madre, seguían en su mala conducta, confesaron: «Hemos querido ver
hasta cuándo podíamos continuar portándonos mal sin que nos castigaras.»

Evitad los castigos humillantes, absurdos o antieducativos. Absurdos,


como privar al niño de ir a misa; humillantes, como ponerle el gorro de
cabeza de burro; antieducativos, como obligarle a copiar veinte veces: «He
desobedecido a mamá» (por lo menos, que sea una frase positiva: «Quiero
obedecer cada día mejor»).

«Un pequeño era tan terco y obstinado que se había adquirido la


costumbre de encerrarlo en una habitación hasta que terminara por ceder.
Al principio, su padre iba de cuando en cuando y entreabría la puerta
de la prisión para preguntar al niño con voz enfadada: ‘¿Terminaste ya?
Fíjate bien. Si no eres bueno todavía, permanecerás ahí todo el día si es
preciso’.
Este sistema de intimidación no daba resultado. El rebelde no
respondía o lo hacía con altivez. Un día, los padres pensaron cambiar de
método. Continuaron encerrando al chico obstinado en el mismo lugar,
pero sin reñirle fuertemente: ‘Vas a reflexionar un poco tú solo’, se le dijo.
‘Procura tranquilizarte; parece que estás cansado, y cuando se está cansado
no se es capaz de reflexionar como sería necesario. Cuando hayas com-
prendido que debes ser razonable volverás con nosotros’. Algunos minutos
después se volvió junto a él, pero no profiriendo amenazas temibles; el
padre se contentó con decirle en tono animoso y persuasivo: ‘¿Has
reflexionado? Eres razonable ahora, ¿no es así?... Te has dado cuenta. Yo
estaba seguro de que comprenderías pronto. Está muy bien. Ven, pues’. El
resultado fue inmediato. La crisis se terminó como por encanto. Y de
manera análoga se resolvieron las siguientes, hasta espaciarse y
desaparecer por completo. Así, comprendiéndolo, se le proporcionó al
chico el poder ceder honrosamente: pudo ganar otra vez su puesto entre los
suyos con el sentimiento consolador de una victoria ganada por él mismo
sobre sí mismo, y no con una derrota impuesta por los demás.
El educador obligado a obrar con severidad no debe perder de vista
un principio especial: se debe procurar que coincida siempre el bien con
una impresión de triunfo y expansión o elevación. Si el niño, haciendo lo
62
que está bien que haga, experimenta, al contrario, impresión e vergüenza y
abatimiento, es que se ha cometido un error pedagógico de consecuencias
inconmensurables» (A. Berge).
No se debe nunca aplicar un castigo de una manera implacable, sin
remisión. Es preciso dejar al niño la posibilidad de reparar por la confesión
o el esfuerzo. La sanción irreparable desanima en el deseo de reparar.

Cuanto mayor es el niño, es también mayor la necesidad de obtener


su aprobación interna en el castigo merecido. La ejecución material de una
sentencia no es nada si la voluntad secretamente la contradice. Es preciso
que el niño comprenda en qué es digno de reprensión.
Pero no abuséis de la fibra sensible o dramática: «Me harás morir de
pena» o «Terminarás en el patíbulo...» Y menos aún la amenaza: «Te voy a
mandar a un correccional».

No se debe volver sobre una sanción justa. Levantar, sin


consideración, un castigo impuesto es demostrar debilidad más bien que
perspicacia. Recordemos que la voluntad del niño tiene necesidad de
apoyarse en una autoridad tan lógica como firme.
Cuando vuestro hijo obre mal no caigáis sobre él como un águila
sobre su presa. Bajará la cabeza como pájaro bajo el granizo y huirá. Y en
este caso no imitéis a aquella pobre mujer enfadada que perseguía a su
hijo: «Marcelo, Marcelo, ven aquí que te dé una bofetada».

Intentad comprender la razón de las faltas de vuestros hijos.


Encontraréis en la calle a uno de ellos tirando piedras. Llamadle en tono
natural y decidle que se expone a romper un cristal o herir a cualquiera que
pase. Pero orientad su deseo de lanzar algo, animadlo a jugar al tenis o a la
pelota...
No es necesario castigar todo. Hay faltitas en las que conviene
aparentar que no se ven, sobre todo si no tienen malas consecuencias mo-
rales o sociales.
Pero lo que una vez se prohíbe debe prohibirse siempre, mientras no
varíen las circunstancias.

4. El arte de estimular y premiar


«Los niños tienen más necesidad de estímulo que de castigo»
(Fenelon).
63
Creer que existen en realidad las buenas disposiciones es crearlas y
aumentarlas.

La idea del juicio o de la opinión que de ellos se tiene desempeña en


el niño un papel importante en la elaboración de esa urdimbre psicológica
en la que bordan cada día sus actos y pensamientos un poco de su vida.

Quien se persuade de que es incapaz de una cosa, pronto se hace


efectivamente incapaz.

No es malo que el niño tenga confianza en sí. Vale más, en definitiva,


que la tenga en exceso que con escasez. El «yo soy más» es mejor
estimulante que el «yo no sirvo para nada» o «yo no conseguiré nada».
El niño es esencialmente sugestionable. Si se le dice sin cesar que es
torpe, egoísta, embustero, etc., se le hunde, se le hace decaer de tal manera
que no podrá salir de allí.
Mucho más sana es la sugestión, inversa, que consiste en repetir con
obstinación a un niño atacado de tal o cual defecto que tiene en verdad
algunas manifestaciones del mismo, pero que está en camino de curarse.
Nada desanima tanto como la indiferencia: «Después de todo, no has
hecho más que tu deber». «Puesto que nada te digo, es que está bien». El
niño necesita algo más. ¡Es tan feliz cuando ve que le miman y aprueban
aquellos a quienes estima y ama!
La confianza facilita la acción; la desconfianza suscita el deseo de
hacer mal.
No hay que temer en demostrar a los niños nuestra confianza en sus
posibilidades. A veces será ése el mejor medio para que aparezcan algunas
cualidades, todavía adormecidas. Recordemos la observación de Goethe,
aplicable a los niños y a los hombres: «Si consideramos a los hombres
como son, los haremos ser más malos; si los tratamos como si fueran lo
que deberían ser, los conduciremos a donde deben ser conducidos».

Tanto en la alabanza como en la reprensión, en el premio como en el


castigo, es necesario tener mesura, lógica y justicia. Mesura, porque el
exceso termina por desconcertar y hasta hace dudar del juicio de quien
ejerce la autoridad. Lógica, porque ¿qué significa felicitar hoy una acción
que mereció ayer una crítica? Justicia, porque un premio no merecido
pierde su interés y su fuerza.

64
Se debe estimular al niño, más por el esfuerzo que ha empleado que
por el resultado obtenido. Es necesario conseguir que la aprobación de sus
padres tenga para él más importancia que una golosina.

Hay casos en que está permitido utilizar el amor propio; por ejemplo:
«Intenta hacer tal esfuerzo; es difícil, pero creo que tú sí podrás
conseguirlo».
Debemos evitar hacer elogios que conduzcan al niño a creerse mejor
que los demás. Lo mejor es demostrarle los progresos que ha hecho sobre
sí mismo, dándole a entender que puede hacer más todavía.
Uno de los medios de estimular al niño es trabajar con él en la
realización de tal o cual proyecto, sobre todo si ese proyecto necesita para
salir bien que se guarde un secreto, como, por ejemplo, la preparación de
la fiesta de la madre.

Toma el niño gusto al esfuerzo cuando le vale nuestra aprobación.


Hay impulsos que son más bien tímidos deseos, impulsos que no saldrían
de ese estado si no fueran auxiliados por las personas de alrededor. Un
aplauso oportuno da valor y confianza a quienes dudan. Una de las cosas
que más animan a un niño es decirle cuando ha expresado algo bueno: «Sí,
tienes razón», y recordárselo hábilmente si hay ocasión: «Como tú acabas
de decir» o «Como decías antes».
Reconocerle a un niño sus progresos es animarlo a hacer otros
nuevos.

Si el niño sufre un fracaso no se le debe tratar con rigor, puesto que


ha hecho por su parte un esfuerzo laudable.

Debe evitarse el alabar sin reserva al niño. El alabarle un poco es a


veces necesario. Démosle testimonio de nuestra estima: «He creído siem-
pre que eras capaz de eso y de mucho más.» Animémosle; pero no le
tratemos como si fuera una perfección confirmada en gracia. El niño a
quien se le dice sin tino y sin medida todo lo bueno que de él se piensa,
corre el peligro de engreírse y llegar a ser un pavo real fatuo y orgulloso.
Puede traducirse el estímulo a un niño en una recompensa material:
golosina, juguete, dinero. Pero no abusemos: es una solución fácil. Uno de
los peligros de este método es el de mercantilizar y materializar los
esfuerzos de orden moral que deben encontrar su sanción funda-
mentalmente en la aprobación de las personas que le rodean y en la
65
satisfacción de la propia conciencia. Hay, además, otro peligro: a medida
que el niño crezca serán necesarias recompensas cada vez mayores. ¿No
hemos visto padres que han prometido imprudentemente una bicicleta o un
abrigo de pieles con peligro de comprometer el presupuesto familiar?

Sucede, a veces, que los resultados no están a la altura de la buena


voluntad y de los sinceros esfuerzos del niño. Evitemos el agobiarlo, y aun
para que no quede bajo una impresión deprimente de fracaso, intentemos
poner de relieve la buena cualidad desplegada.

Anita, de cuatro años, y Bernardo, de cinco años y medio, regresan


de paseo. Las zapatillas de la hermanita han quedado en la habitación del
primer piso. Bernardo se ofrece galante para ir a buscarlas. Corre por la
escalera y baja triunfalmente llevando un par de zapatillas que no eran las
de Anita. En lugar de regañar a Bernardo y decirle: «¡Qué bruto eres;
podrías fijarte; siempre lo haces igual!», es preferible decirle: «Has sido
muy amable queriendo traer las zapatillas de tu hermanita. El par que has
traído se parecen; es muy fácil confundirlas. Vas a ser del todo bueno...» El
niño comprenderá en seguida y volverá a subir con alegría, con lo cual se
duplicará el valor de su gesto fraternal.

5. Educación de la conciencia
Sólo hay educación verdadera cuando hay educación de la libertad y,
por tanto, educación de la conciencia.

Prácticamente, para el niño pequeño, el bien y el mal son lo que sus


padres llaman así. De ahí el peligro que supone lo arbitrario, lo exagerado
o los errores de apreciación.

Los padres son como la conciencia viva del niño hasta que él llegue a
edad de tener un concepto personal de la vida moral y sus exigencias. En
este sentido ocupan verdaderamente el lugar de Dios. ¡Grandeza y
responsabilidad! Porque todo error de orientación o toda falsa maniobra
producirá después defectos en el mecanismo de la conciencia, y será una
de las causas ocultas de muchos desarreglos de conducta.

Todos los juicios de valor emitidos por los padres, sobre todo si son
repetidos con frecuencia, confirmados con ejemplos y sanciones, se graban

66
de buen o mal grado en la conciencia profunda del niño y hasta en su
cuerpo.

Es necesario dar a los niños no sólo el conocimiento, sino también el


gusto por el bien. La virtud que es sólo virtud fría puede cansar por su
austeridad misma. Cuando se adorna con belleza llena el alma de una
alegría que estimula, arrastra y deslumbra. No digáis, pues, solamente: «es
bueno» o «es malo», sino: «es bonito» o «es feo».

Mucho más que las lecciones expresas de moral, los pequeños


acontecimientos de la vida corriente ofrecen a los padres ocasión para for-
mar juicios rectos.
«Hay que ayudar, pues, a los niños y a los adolescentes..., a fin de
que adquieran gradualmente un sentido más perfecto de la responsabilidad
en el recto y continuo desarrollo de la propia vida y en la consecución de
la verdadera libertad..., tienen derecho a que se les estimule a apreciar con
recta conciencia los valores morales y a prestarles su adhesión personal, y
también a que se les incite a conocer y a amar a Dios» (Vaticano II,
Declaración sobre la educación cristiana de la juventud, I).

Por sí mismo, el niño tiene tendencia a juzgar del valor moral de un


acto por su aspecto exterior y su resultado moral. Para formar su
conciencia es preciso hacerlo remontar hasta la intención, puesto que en
ella, más que en el aspecto o las consecuencias, reside la moralidad de un
acto. «Has roto esta taza. ¿Por qué? ¿Por torpeza, por atolondrado, por
cólera, por venganza?» «Has acusado a ese compañero que copiaba en
clase. ¿Por qué? ¿Por maldad? ¿Por gusto de ver que lo castigan? ¿Por
amor a la justicia? ¿Porque no se falseen las composiciones? ¿Porque no lo
vuelva a hacer?...» «Has mentido. ¿Por qué? ¿Por broma, por excusarte,
por evitar un castigo, por darte importancia?» «Has desobedecido. ¿Por
qué? ¿Porque no has oído? ¿Porque no has comprendido lo que se te
pedía? ¿Porque te crees demasiado mayor para obedecer? ¿Porque se te
pedía algo demasiado difícil?», etc.

Conviene no dar al niño como único móvil de la acción: «Debes


darme gusto.» Ve pronto el niño si da gusto o no a los que ama, los cuales
tienen el derecho de mostrarle si están o no contentos de él. Pero hay en
esto un peligro que evitar: es el de hacerle creer que el único principio
moral es el del ser bien visto o aplaudido. Se correría igualmente el riesgo
de hacerlo esclavo de la opinión, y es preciso que adquiera una conciencia
67
suficientemente formada para no confundir lo que es bueno con lo que los
demás aplauden.

Las intervenciones del educador deben ser tales, que tengan siempre
como consecuencia despertar en el niño el sentido de la responsabilidad y
la conciencia personal. Deberá llegar un día en que la influencia del
educador sea sustituida por el sentimiento del deber. La ley moral, que en
principio es exterior al niño e impuesta por la voluntad del educador, debe
convertirse en interior. Y no necesitar otras sanciones que las de su
conciencia.

Para formar poco a poco la conciencia del niño, conviene juzgar ante
él y con él algunas de las acciones que se presencian o las que por
casualidad se encuentran en lecturas: «Este chico se ha pegado con uno de
sus compañeros. ¿Ha hecho bien o mal? ¿Por qué? ¿Qué habrías hecho tú
en su lugar?»
Por la noche es muy conveniente indicarle que haga examen de
conciencia, y si tiene necesidad de ello, ayudarle, evitando el ver sólo los
aspectos negativos de su jornada y procurando conducirle a tomar una
resolución para el día siguiente. La noche es un momento particularmente
favorable en que el alma, más tranquila, se entrega con gusto al análisis de
sí misma.

A medida que el niño crece se le debe ayudar a forjarse un ideal, a


encontrar una divisa, a elegir un punto a que dirigir sus acciones y deseos,
a tener conciencia de su responsabilidad.
Poco a poco, dejadle libre para decidirse por sí mismo, sin dejar por
eso de sugerirle frases como ésta: «Si estuviera en tu lugar, me parece que
haría esto...»
No nos forjemos ilusiones: nuestros niños viven actualmente en un
mundo dominado por el egoísmo y por máximas dudosas. Hay que
demostrarles el sofisma de frases como éstas: «Hay que disfrutar de la
vida». «Ojo por ojo y diente por diente». «Vale más ser ladrón que
robado». «El éxito es de los sinvergüenzas». «Piensa mal y acertarás».

Queda sin decir que los padres deben evitar toda contradicción entre
los consejos que dan y los actos que piden o exigen.

68
Para formar hombres de conciencia conviene hacer llamamiento a la
conciencia del niño y considerarla o tomarla en serio.
Tan posible es romper una voluntad como se rompe un resorte. Es
posible igualmente producir un eclipse en la conciencia, o un apagar para
siempre su luz bienhechora, sustituyendo la conciencia personal del niño
por una conciencia sólo exterior. A este pernicioso resultado se puede
llegar por una vigilancia minuciosa y excesiva, que, empeñándose en verlo
y saberlo todo, hace inútil la conciencia del propio niño. Y una facultad
que no se emplea no tarda en atrofiarse. Es, pues, una mala acción, ya que,
en definitiva, es destructora. Es, además, un juego muy peligroso. La
psicología más elemental nos enseña que el niño hará poco caso de su
conciencia si se da cuenta de que sus padres y maestros no hacen de ella
ningún aprecio: no se preocupa de ser consciente cuando comprueba que
su conciencia es considerada como cualidad despreciable.

6. Educación del sentimiento religioso


Una madre cristiana se preocupa por su hijo incluso antes de su
nacimiento. Durante ese período único en que forma un solo ser con el hijo
que lleva en sí misma, puede la madre, por su espíritu de oración y de
oblación, ejercer una influencia invisible sobre su pequeñín y alcanzar para
él las bendiciones divinas.

En el momento del nacimiento, madres y padres cristianos consagran


al Señor al niño que él les ha dado, o más bien, que les ha confiado. ¿Qué
será ese niño más adelante? ¿No está destinado a llegar a ser un elegido?
¿No es acaso la misión más importante de los padres ayudarle a que realice
su vocación sobrenatural o de hijo o hija de Dios?

Que la preocupación por el legítimo regocijo familiar no


empequeñezca en vuestro pensamiento la grandeza del primer sacramento
que va a recibir el recién nacido. Pensad que desde el momento en que se
vierta el agua sobre su frente, a la vez que son pronunciadas las palabras
sacramentales, vuestro hijo se convierte en templo del Espíritu Santo y que
fuerzas ocultas —los gérmenes de las virtudes teologales— quedan
misteriosamente depositadas en él.

Corresponden a los padres el honor y la alegría de la primera


educación religiosa de sus hijos. Pero es preciso prevenirlo todo.

69
El padrino y la madrina reciben oficialmente de la Iglesia la misión
de «suplemento» y de «complemento». Con este espíritu hay que elegirlos,
y no teniendo en cuenta únicamente convenciones mundanas o
susceptibilidades familiares.
Desde que comience el niño a hablar, puede la madre nacerle repetir
algunas invocaciones cortas en su lenguaje infantil. Muy pronto, además,
será capaz de hablar espontáneamente con el Señor, por poco que su mamá
lo anime a ello.
De la maneta como los padres hacen rezar a sus hijos depende en
gran parte el concepto que de la oración tendrán durante toda su vida. Si se
hace la oración sin gusto, sin devoción, de tal manera que se cansen y
aburran en ella, tienen el riesgo de asociar de mayores la idea de
aburrimiento con cualquier acto religioso.
El ideal es que la oración se convierta para el niño en una necesidad
y a la vez una alegría. Le supondrá en algunos momentos un esfuerzo —
por ejemplo, por la noche, si tiene mucho sueño— pero debe ser siempre
un esfuerzo aceptado generosamente.

Desenvolver el espíritu de fe en el niño es habituarlo a ver a Dios, a


tener en cuenta a Dios en la vida corriente. Corresponde a la mamá llenar
sus jomadas de este espíritu. Debe evitarse el relegar las relaciones con
Dios para el comienzo y fin del día solamente; debéis aprovechar las
circunstancias, así como las disposiciones de vuestro hijo, para hacerle
sentir el amor de su corazón hacia aquel que lo ve sin cesar y que tan
tiernamente lo ama:

No es bueno abusar de la expresión «niño Jesús». Ciertamente, el


Señor lo ha sido, se acuerda de ello; pero no lo es. Si le place sentirse
tierno con los pequeños, no es el personaje amanerado de los bucles rubios
y la camisa rosa que una imaginería dulzona ha vulgarizado. Es y sigue
siendo el Señor.
Es preciso guardarse, por una parte, de tratar a Dios como pequeño,
lo que conduciría muy rápidamente a falta de respeto y desaparición del
sentimiento de veneración a lo sagrado. Pero no hay que presentar
tampoco a Dios como un ser lejano, inaccesible, al acecho de las de-
bilidades humanas, dispuesto siempre a castigar a los delincuentes, chicos
o grandes. Esto sería una caricatura, una verdadera traición. ¡Cuánto mal
pueden hacer frases como esas que lo asemejan a un sacamantecas o al tío

70
del saco! «Has desobedecido; te has caído, te has dañado: te ha venido
bien. ¡Dios te ha castigado!»
Tampoco se debe presentar a Dios como un rico comerciante con el
que se establece un trato interesado.
No es necesario refutar aquí ampliamente la afirmación de algunos
padres inconscientes que quieren esperar a que sus hijos tengan veintiún
años para dejarlos escoger «libremente» su religión. ¡Como si se esperara
veintiún años para darle un nombre de familia o una patria! ¡Como si —y
éste es el punto más grave— a los veintiún años no estuviera ya el hombre
moralmente orientado!
¿Por qué privar a ese niño de todas las riquezas que en la vida le
proporcionará una fe clara? ¿Por qué privar a Dios del amor de ese niño?
¿No es lo más importante ayudar a ese niño a adquirir, con la gracia del
Señor, convicciones y una piedad personal conformes con el plan divino
sobre él?
A propósito de la libertad de los padres en la educación religiosa nos
dice el concilio Vaticano ii: «Cada familia, en cuanto sociedad que goza de
un derecho propio y primordial, tiene derecho a ordenar libremente su vida
religiosa doméstica bajo la dirección de los padres. A éstos corresponde el
derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a
sus hijos de acuerdo con su propia convicción religiosa» (Declaración
sobre la libertad religiosa, 5).
En cuanto el niño sea capa2, deben enseñársele las principales
oraciones de la iglesia: el padrenuestro, el avemaría. Explicarles el signi-
ficado y procurar que sean recitadas correctamente, sin atropellarlas. Más
aún: velemos por el sentido de lo sagrado y hagamos rezar «con belleza»:
señal de la cruz bien hecha, genuflexión bien hecha, oración bien dicha,
con todo corazón.
No considerar nunca las oraciones como ejercicios de recitación. Es
un error aprovechar, por ejemplo, la visita de una persona amiga para
hacerle recitar al niño sus oraciones como si fueran una fábula: «Dile a
esta señora lo bien que sabes tus oraciones».
Estas fórmulas no tienen valor más que como expresión de un
sentimiento interior, y para ayudar esta expresión nada es indiferente o se-
cundario.
No limitéis las oraciones a las fórmulas oficiales: a medida que el
niño crece, se le debe iniciar en la oración espontánea y en el trato familiar
con Dios.
71
Tiene el niño curiosidad por saber historias. ¿No conviene que lo más
pronto posible su mamá le cuente la más bella de todas, la de Jesús? Pero
si se quiere sacar todo el provecho para la educación del sentimiento
religioso, es preciso, sin insistir, ayudar al niño a expresar su emoción en
una oración, un propósito, una resolución.

Con los niños no se toman nunca en exceso las precauciones. Porque


no se les ha explicado bien la historia de Jesús y no han comprendido su
resurrección, hay niños que se quedan bien en el estadio de la cuna, bien
en el de la cruz. Para los primeros, Jesús es un pequeño como ellos, que no
crece nunca; para los segundos, es un Dios muerto.
Mi hermano, de cuatro años de edad —cuenta una educadora—, se
interesaba siempre por la significación de los crucifijos. Pero un día que
estaba insoportable le dijo su aya: «Juan, si no eres bueno, el niño Jesús va
a llorar». Mi hermanillo la miró con asombro y, encogiéndose de hombros,
contestó: «No puede llorar, pues está muerto».
Un punto sobre el cual se debe formar el espíritu religioso del niño es
el del misterio de la muerte. Bastantes ocasiones se ofrecen para
explicárselo. En lugar de presentar la muerte como el hoyo negro, fatal,
donde toda vida humana se derrumba o hunde, ¿por qué no hacerle
comprender que la muerte no es un fin, sino un comienzo, y, como dice la
iglesia, un nacimiento a una vida nueva, incomparablemente bella, buena,
feliz y eterna? El «yo no sé qué» de la tumba no debe asustarnos, ya que
sólo es envoltura material. El alma vive siempre y renace. Como la
mariposa deja la crisálida de que sale, para lanzarse al azul primaveral.

Una excelente revista preguntó en una ocasión a sus lectores «cómo


se podría ayudar a los niños a descubrir o conocer la muerte». Destacamos,
entre las respuestas recibidas, estas dos experiencias:
«A propósito del niño ante la muerte, he aquí la experiencia de mi
infancia en lo que concierne, al menos, al hecho material de la vista de los
muertos. Se retarda indefinidamente con el pretexto de no impresionar a
los niños: Esto es, en mi opinión, un error: el golpe será mucho más
violento si el primer difunto que tenga que ver ha de ser un ser amado.
Cuando éramos muy niños aún, desde los seis o siete años, no dudaba
mamá de llevamos a casa de alguna de sus amistades que hubiera muerto,
aun cuando nosotros, niños, no la conociéramos mucho.

72
Lo hacía muy naturalmente: ‘M. X. acaba de morir. Su alma está con
Dios o tal vez en el purgatorio. Vamos a rezar ante él, por él y por su
familia, que está triste’. Se guardaba de añadir: ‘¿No tendréis miedo?’, o
alguna torpe sugestión del mismo género. Así, desde muy pronto, nos
acostumbramos a ver sin espanto, con el sueño de la muerte, rostros que
habíamos conocido viviendo. Al regreso, aprovechaba mamá la ocasión
para hablarnos de la vida y de la muerte de un cristiano, muy
sencillamente, a propósito del que acabamos de ver; nos decía cómo había
vivido y cómo se había preparado para morir. Le hacíamos nosotros
preguntas de niño, y ella las contestaba tranquilamente.
Más adelante, cuando Dios llamó a sí a nuestras abuelas, después de
una hermana y un hermano a quien queríamos mucho, nuestro dolor,
aunque muy grande, no se complicó con ese terror nervioso que yo he
visto experimentar a algunos adultos en esas ocasiones».

«Mónica, de siete años, va a ser operada. Yo querría que si por


casualidad muriera fuera acepta a Dios su muerte, y le dije:
—¿Qué te parece, Mónica, si murieras en la operación?
—Pero ¡si estaré anestesiada y no pensaré en nada! ¿Terminarían la
operación aunque yo muriera al principio?
—No, no tengas preocupación.
—Pero sería horrible.
—¡Bah! No pienses en eso. Pero ¿qué pasaría si tuvieras que morir?
De pronto la figura de Mónica se ilumina, sigue en su ocupación.
—¡Mamá, si yo muriera muy bien, iría al cielo!
Dijo esto con tono alegre y con ardor.
Después, embargada en una humildad convencida, inimitable, que
hacía pensar en las palabras: ‘Si no os hacéis semejantes a estos pe-
queños...’, añadió tímidamente:
—En fin..., si Dios no encuentra que tengo muchos pecados.
Y recobrando toda su seguridad:
—Seguramente voy derecha al cielo si muero en la operación,
porque no voy por deseo mío. Es Dios quien me hace ir. El me llevará
consigo.
Y al cabo de un momento, pues todo esto pasa mientras se prepara la
cena:

73
—Sí, estaría muy bien ir al cielo; pero creo que preferiría quedarme
un poco contigo, mamá. Pero será lo que Dios diga.
Y segura de esto, volvió a salir saltando a terminar de poner la
mesa».

Sería preciso hablar un día del demonio, como representante del mal.
Pero, atención, no dramaticemos nada; desconfiemos de esas pinturas
medievales o de representaciones terroríficas de los diablos con sus
cuernos, sus pies ganchudos y las calderas hirvientes. Existe el riesgo de
falsear simplemente para siempre el equilibrio del sentido religioso del
niño. El infierno eterno es una verdad. Nuestro Señor lo ha afirmado en el
evangelio. Pero evitemos los detalles, que no responden a fundamento
alguno, y que sirven tan sólo para impresionar la imaginación hasta el
punto de crear en algunos verdaderas fobias, que se traducirán en la
pubertad por crisis de escrúpulos. Evitemos, sobre todo, el amenazar a
nuestros niños con el infierno por leves pecadillos. Presentemos a la
religión en su verdadera noción: una ardiente vida de amistad con un Dios
que nos ama y nos llama a una espléndida obra de amor, realizando cada
uno el papel insustituible y la forma de servicio que sólo él puede
determinar en el gran conjunto, cuya perfecta armonía se verá toda en el
día de la eternidad.
No hay que dudar en dar al niño ya mayorcito la idea de la
comunidad cristiana de que forma parte. Contarle la historia de los
apóstoles, de los mártires, de los santos, la hermosa historia también de las
misiones2. Hablarle del papa, del obispo, e inspirarle con el ejemplo y la
palabra un gran respeto a los sacerdotes y su ministerio sagrado.

Mostremos también con hechos y con ejemplos cómo la fe cristiana


ennoblece al ser humano: grandes hombres, héroes, sabios, cristianos.
Debemos también hacer conocer al niño la grandeza de su título de
bautizado, sin menosprecio evidente para los que no lo están. Pero
enseñarle que puede por medio de su vida cristiana ejercer una influencia
bienhechora en el mundo entero.

2
Será bueno inscribir al niño en la Obra Pontificia de la Santa Infancia. Ella
estimulará en él el deseo de la fe para los otros niños del mundo que no conocen to-
davía a Jesús. Lo preparará también para la responsabilidad misional de todo
bautizado.
74
Advertir al niño que no es de admirar que existan sombras,
contradicciones, horas difíciles en la historia de la iglesia. La barca de
Pedro sufre acometidas en el lago de la tempestad. Persecuciones y
abandonos han sido anunciados. Pero Cristo es el eterno vencedor, y será
él quien dirá la última palabra.

Es necesario, además, dotar al niño de una fe personal todo lo


ardiente y luminosa que sea posible, de un bagaje de respuestas que le
permitan no desconcertarse nunca, pues el niño que no puede responder a
una objeción está en peligro de adquirir un complejo de inferioridad que
puede, según los temperamentos, actuar contra la estima de su religión.
Sugerirle que en el caso en que no pudiera responder de momento pida a
quien hace la objeción que la exponga por escrito para que él pueda
informarse de alguien más competente.

Con el fin de que los niños se formen en una vida cristiana nos dice
el concilio Vaticano n: «Los bautizados se hagan más conscientes cada día
del don recibido de la fe, mientras se inician gradualmente en el
conocimiento del misterio de la salvación; aprendan a adorar a Dios Padre
en espíritu y en verdad, ante todo en la acción litúrgica, formándose para
vivir según el hombre nuevo en justicia y santidad de verdad, y así lleguen
al hombre perfecto, en la edad de la plenitud de Cristo, y contribuyan al
crecimiento del cuerpo místico. Conscientes, además, de su vocación,
acostúmbrense a dar testimonio de la esperanza que hay en ellos y a
ayudar a la configuración cristiana del mundo, mediante la cual los valores
naturales contenidos en la consideración integral del hombre redimido por
Cristo contribuyan al bien de toda la sociedad» (Declaración sobre la
educación cristiana de la juventud, 2).

¿Desde qué edad se deben llevar los niños a la eucaristía? Eso


depende de cada niño y de un conjunto de circunstancias exteriores. Lo
que es preciso evitar es que el niño se aburra, hasta el punto de fastidiarle
la misa. No olvidemos: una estancia prolongada, inmóvil y silenciosa es
contra su naturaleza. Pero si sus padres le han explicado de manera
adecuada a su inteligencia el sentido de la eucaristía, los actos del
sacerdote, las diversas partes del santo sacrificio, si orientan sus oraciones,
actitudes e intenciones, el niño de siete años, y aun más pequeño, puede
participar con fruto.

75
El punto delicado es la homilía. Confesémoslo: pocas son las
hornillas comprensibles para los niños. De una manera general, un niño no
es capaz de seguir el encadenamiento de ideas de un discurso antes de la
pubertad. ¿Qué ha de hacer durante ese tiempo? Lo más sencillo, si no
puede salir a tomar parte en una reunión especial para niños, como se hace
en algunas parroquias, es darle un libro de estampas religiosas que pueda
ocupar su inteligencia y su cora2Ón.

La primera confesión es un acontecimiento capital en la vida


religiosa de un niño. Conviene tener cuidado en no presentársela como
algo temible. Sería una torpeza decirle frases como ésta: «Verás lo que te
hará el señor cura cuando te vayas a confesar». Es preciso, al contrario,
animar a los niños a tener confianza e insistir sobre la alegría de recibir el
perdón de Dios.
El papel de la mamá en este sentido ha de ser de gran discreción.
Puede ayudar al niño a preparar su primer examen de conciencia. Pero que
no vaya a decirle al confesor antes de la confesión las faltas y defectos de
su hijo «para estar segura de que lo dirá todo.» Dejad, pues, al confesor
cumplir su misión.
No olvidéis que el confesor está obligado por el secreto sacramental,
tanto para los niños como para las personas mayores. No vayáis a
preguntarle después de la confesión: «¿Qué le ha dicho mi hijo?»
Al mismo tiempo, respetad la conciencia del niño y no le preguntéis:
«¿Qué te ha dicho el señor cura? ¿Qué penitencia te ha impuesto?» Es este
un dominio que a toda costa debe ser reservado. Los niños perderán pronto
la confianza en sus confesores y en sus padres si pudieran suponer, con
razón o sin ella, acuerdos entre ellos.
Donde el acuerdo con el sacerdote es de desear es en lo concerniente
a la primera comunión. Normalmente, el niño debería poder comulgar en
cuanto pueda para dar testimonio claro de su fe en la eucaristía. Animad al
niño con vuestras palabras a comulgar, pero lo importante es que tenga
gusto por comulgar y que vaya espontáneamente a la sagrada mesa. No
intervengáis nunca en prohibirle la comunión con el pretexto de que no es
bueno: la comunión es un remedio, no una recompensa.
Buscad la ayuda, en esta tarea de la formación religiosa de vuestros
hijos, de asociaciones adaptadas. El niño encontrará allí, además de una
gracia específica propia de estas agrupaciones, la fuerza de una comunidad
cristiana a su medida.

76
7. Educación de la voluntad
Un sacerdote que ha ejercido profunda influencia en su parroquia,
escribía un día a los padres y las madres de familia una carta abierta que
comenzaba con estas palabras:
«Yo veo a muchos padres. Me suplican que haga «algo» por sus
hijos. Y veo también muchos niños... Los conozco. Lo que les falta a todos
es el hábito del esfuerzo. No se les ha formado en ese sentido; no se les
exige lo suficiente..., se transige..., se capitula. Son buenos, tienen
inmensas posibilidades. Se podría sacar mucho de su buena naturaleza.
Desgraciadamente, se les deja sólo vivir... No tienen suficiente voluntad...
Es el mal de la época. Es absolutamente necesario remediarlo...,
desenvolver en ellos la energía. Es urgente. Los niños llevan en sí todo el
porvenir.»

Es un hecho: en muchas familias se tiene miedo a pedir esfuerzos al


niño, y eso bajo los pretextos más fútiles: miedo de contrariar al niño, de
causarle disgusto, de hacerle enfadar. Es la educación al revés, porque esos
niños que no saben dominarse, ni renunciarse, ni molestarse por los demás
de manera adaptada a su edad, serán más tarde vencidos en la vida, si no es
que se convierten en verdugos de aquellos que les enseñaron a ser tiranos.

Una dirigente de una colonia escolar escribía al rendir cuentas: «En


muchas familias son los niños los que mandan y toman a su madre por
criada. Los niños son apáticos; empiezan las cosas cuando se les ha dicho
veinticinco veces, y es preciso tener cuidado para que lleguen hasta el fin.
En conjunto no tienen ninguna espera: sienten sed, es necesario beber
inmediatamente; notan hambre, son las dos de la tarde, no importa, comen
ya su merienda; están fatigados, se terminó todo, imposible ir más lejos,
etc.»
Los padres encuentran esto muy natural y no reaccionan lo suficiente.
Algunas madres responden a esto: «Yo fui educada duramente; no quiero
que sufra como yo; tiempo le quedará para sufrir».

A otra dirigente, la madre de una jovencita le respondió cuando le


hablaba de la educación del valor para su hija: «No, nada de eso... Le doy
reconstituyentes, pero no quiero que usted la obligue a hacer esfuerzos».

La vida está hecha para ser vencida, ha dicho René Bazin. Si en la


edad en que se adquieren los hábitos el niño, ante un esfuerzo, adquiere el
77
reflejo de vencerse en lugar de escapar, enriquece sus reservas con
energías que le ayudarán más tarde a dominar las dificultades de la
existencia.
Pata desenvolver la energía y la voluntad en los niños es necesario
que los padres den ejemplo; en este sentido se convierte el niño sin saberlo
en uno de los educadores más exigentes de sus padres. Es preciso que los
padres se preocupen de su sostén físico y moral: que se esfuercen en no
quejarse ante los niños, en no tener nunca aspecto triste, malhumorado,
abatido, desanimado.

No tengáis inconveniente en pedir a vuestros hijos cosas algo


difíciles. Es bueno, sin embargo, prevenirlos y animarlos: «Tenemos que
hacer una cosa difícil, pero verás qué bien la haces».

No temáis tampoco aprovechar ese deseo instintivo del niño de ser


mayor. «Si quieres hacerte mayor, demuestra que eres valiente. Vamos,
eres ya un muchacho enérgico y no te quejarás por una molestia pequeña».

Cuando haya ocasión debe procurarse que el niño se sienta orgulloso


de su resistencia: un pequeño de cuatro años a quien su papá felicitaba por
su resistencia a la fatiga después de un paseo más largo de lo que se había
pensado, respondió: «Sí; estoy fatigado, papá, pero no lo digo».

Aprovechar igualmente la tendencia del niño a sostener la buena


opinión que se tiene de él es, por otra parte, un procedimiento muy legí-
timo en pedagogía.
«Conocí a un hombre que había hecho muchas buenas acciones y un
número importante de acciones censurables —escribe Duhamel en La
posesión del mundo—. Un día en que yo lo vi indeciso entre sus diversas
inclinaciones comencé a decirle frases que empezaban aproximadamente
como éstas: ‘Tú eres tan bueno... Tú que tienes tal o cual buena
cualidad...’. Sucedió que este hombre llegó a ser realmente muy bueno
para no perder o faltar a la reputación que de él se tenía. Si hubiera yo
atraído su atención sobre las bajezas de su carácter, tal vez se hubiera con-
vertido en un pirata».

Es muy importante desarrollar en el niño el valor y el espíritu de


sacrificio, porque los hábitos morales se forman más fácilmente antes de la
pubertad que después. Y es un hecho que se puede gozar más libremente

78
con las alegrías sanas de la vida, en cuanto más capaz se sea de renunciar a
ellas.

Es necesario educar a los niños virilmente. Lo normal es que tengan,


a vece?, chichones, arañazos y pequeñas heridas sin importancia. No se
debe dejar, naturalmente, que las heridas se infecten, pero conviene
enseñarles pronto a curarse por sí mismos. Y de todas maneras se debe
evitar ese papel ridículo de padres demasiados sensibles: «¡Ay, mi pobre
hijo; cómo estás... Es espantoso..., sangras..., qué desgracia...», etc.
El niño que se siente objeto de una solicitud exagerada se imagina
que acaba de ser víctima de un terrible accidente y buscará instintivamente
el hacerse interesante. Además, la sugestión aumenta las sensaciones
dolorosas producidas por las pequeñas heridas.
Tienen los padres el riesgo de hacer tontamente de su hijo un
intranquilo que se asusta, teme todo sufrimiento, transformando la menor
enfermedad en catástrofe, observa con susto el funcionamiento de su
organismo y se trastorna por la más pequeña irregularidad.

Evitemos igualmente los interrogatorios con inquietud, el aspecto


compasivo, la solicitud excesiva: «¿Sufres mucho? Dinos todo lo que sien-
tes...» Los padres llegan a persuadir a sus niños de que son frágiles,
incapaces de ciertos esfuerzos o de ciertos triunfos; de eso proceden la
torpeza, el miedo invencible, la aversión o, por choque de retroceso, la
inclinación a las aventuras o lances.
Los padres deben dar a sus hijos ejemplo de valor. Cuando sintamos
en nosotros el desaliento o el cansancio, ocultémonos de ellos hasta que
podamos de nuevo aparecer en su presencia como debemos ser.
¿Cómo sería de otro modo? Deben apoyarse en nosotros. ¿Podrían
apoyarse en seres débiles y vacilantes?

Cuando la pena nos abrume, no busquemos a nuestros niños para


desahogarnos. No es ése su papel. Los decepcionaríamos y les haríamos
mal. Debemos ser valientes en la prueba, sin disimular la tristeza; pero la
debilidad ante ellos no nos está permitida.

Hay que evitar el educar a los niños «entre algodones». Se les puede
dar de cuando en cuando golosinas; lo dulce a su edad les es útil. Sin
empacharlos. Enseñándoles a pasar sin ellos, a privarse voluntariamente
algunas veces.
79
Uno de los mejores servicios que se puede prestar al niño es
acostumbrarle al esfuerzo y hasta prepararle para sufrir sin quejarse.

He conocido una madre digna de admiración. De joven había


estudiado los problemas de la educación. Sabía cómo se debe proceder
para despertar en sus niños el gusto y la práctica del esfuerzo, el
sentimiento de lo bello, el hábito de la franqueza, del orden, de la oración
regulada, del buen humor. Cada semana atacaba un defecto... Pedía a sus
hijos que triunfaran en ellos asignándoles un fin elevado, práctico, capaz
de impresionarles. Los interesaba por los enfermos, por los pobres, por los
moribundos que necesitaran gracias..., por un retiro del que se esperaban
buenos éxitos. Apasionaba a sus niños con «un fin». Después les decía:
«Es necesario que esta noche hagáis un sacrificio». Los niños se sentían
arrastrados y se vigilaban, luchaban... Por la noche la madre les hacía
gustar la alegría que se experimenta cuando se practica el bien. Y los niños
se daban cuenta de ello. Comprendían que el obrar mal hace desgraciadas
a las personas, y que, al contrario, hay en el cumplimiento del deber
alegrías elevadas. Hacían la conquista de sí mismos; estaban orgullosos.
Uno de los mejores medios para desarrollar la voluntad del niño es
repetir ciertas afirmaciones siempre que se presente ocasión de hacer algún
esfuerzo: «Las cosas duras o difíciles me gustan.» «Eso me cuesta, lo
haré.» «Es difícil, mucho mejor.» Sólo mediante esfuerzos se llega a ser
más fuertes.

Un poco de dureza, de austeridad, es necesario a la salud, tanto a la


moral como a la física. Nada bueno o bello se hace aquí abajo sin esfuerzo.
El deporte exige esfuerzo; el arte, la ciencia, exigen esfuerzo. Se puede
conseguir aquí alegría, pero no sin superar valientemente las dificultades
del camino. Para no descomponerse, la vida humana en todos los aspectos
tiene necesidad de una cierta tensión, cierto fervor que no se encuentra
sólo en el héroe o el santo, sino en la sencilla virtud del hombre honrado y
en el trabajo bien hecho del obrero. En toda vida es necesario algo de
heroísmo, y a veces mucho. Es un error grave suprimir el heroísmo en la
idea de la vida, un error que proviene tal vez entre nosotros de una
confusión lamentable entre violencia y heroísmo. La violencia sí que
debiera desterrarse de la ciudad de los hombres; el heroísmo, no.
Existe en el fondo de todo niño un heroísmo latente que conviene
invocar con frecuencia si se quiere que él se eduque.

80
Tengamos realismo a la vez cristiano y humano. Es engañar
gravemente a los niños hacerles creer que tienen aquí abajo derecho ab-
soluto, incondicionado, a la felicidad, a la satisfacción inmediata de sus
caprichos o de sus fantasías. Es menester que sepan que en la vida nada se
obtiene sin lucha, sin paciencia, sin esfuerzo. Lo es también que, como
cristianos, colaboren en la redención del mundo, y esto no se hace sin el
encuentro con la cruz. Sin embargo, no se intenta aquí en manera alguna el
enloquecerlos.
A cada día le basta su afán; a cada afán le basta su gracia. Dios mide
las cruces por el tamaño de nuestros hombros, y él mismo se ofrece a
llevarla con nosotros para acabar en nuestra carne lo que falta a su pasión.

A través de la lucha, y aun a veces del sufrimiento, es como el


hombre digno de llamarse así encuentra su alegría más duradera y
profunda. Durcb Leiden Freude, decía Beethoven.

Tiene un sentido para nosotros el dolor que debemos hacérselo


comprender a nuestros niños. No les diremos esta monstruosidad de que el
sufrimiento sea un bien en sí, no. El sufrimiento es un mal; no procede de
Dios, sino del pecado. El complacerse en sufrirlo no debe ser como un fin,
sino como un medio, un medio poderoso de expiar nuestras faltas y de
ayudar a Cristo en la obra de la redención: «Estoy lleno de alegría en mis
sufrimientos —decía san Pablo— porque acabo en mi propia carne lo que
falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia».
El educador que na comprendido el sentido del dolor y conoce su
precio lo hará comprender muy fácilmente a los niños. Sabrán que el sufrir
es doloroso, pero no le tendrán horror; sabrán encontrar en la misma
aceptación del dolor una alegría de calidad infinitamente superior, porque
es fruto de una caridad más profunda.

Es normal que el niño tenga miedo; pero es inútil y aun peligroso


crear complejos de miedo con relatos terroríficos, gestos odiosos, historias
de aparecidos o de ladrones.
Cuando un niño siente miedo, no está bien burlarse de él, sino
hacerle recobrar la confianza, darle ejemplos de «sangre fría», animarlo a
comprobar que su miedo carece de fundamento.

Es bueno que el niño tenga, hasta cierto punto, gusto por el peligro.
El primero de los medios de acción contra el peligro es no tenerle miedo.
81
Es preciso aprender a querer lo que a uno le gusta para acostumbrarse
a que no guste más que lo que se debe querer.

Las grandes victorias morales no se improvisan. Son el fruto de una


multitud de pequeñas victorias obtenidas en el detalle de la vida cotidiana.

Uno de los fines de la educación es contribuir a forjar caracteres,


conferir al niño, como se decía en la edad media, el más alto de los seño-
ríos: el señorío de sí mismo.

8. Educación del buen humor


Una educación fuerte debe ser al mismo tiempo una educación
alegre, para no tener el peligro de destrozar las energías del niño.

Para hacer de la propia vida algo bueno, es necesario, con la gracia


de Dios:
1. Tener conciencia.
2. Tener carácter.
3. Poseer una buena dosis de optimismo que permita en cualquier
circunstancia tomar hombres y cosas por el lado bueno.

Optimismo, buen humor, carácter jovial, expresiones semejantes —


con alguna variedad de matiz— de una realidad preciosa que permite
afrontar la vida con el máximo de probabilidades de éxito para sí y de
dicha para los demás.

Una actitud positiva frente a las situaciones difíciles permite


conservar la lucidez y sangre fría necesarias para encontrar las soluciones
más ventajosas. La actitud negativa aumenta el riesgo de fracaso y
abatimiento.

Desde los primeros años es preciso habituar al niño a sonreír a todo:


a sus padres, a los amigos, a los que los visitan; y también a la vida, con
sus contrariedades, dificultades y obstáculos.

¿Creéis que cerrando los puños y golpeando la roca que obstruye el


camino es como se conseguirá desplazarla? Se utilizan nervios y músculos
inútilmente. El mirar al obstáculo con una sonrisa buena nos ayudará a
descubrir con más facilidad el medio de rodearla o superarla.
82
Desaliento es una palabra que debería quedar expulsada para siempre
del vocabulario de un cristiano digno de este nombre. Por eso es necesario
que ni siquiera aparezca en el espíritu tal idea.

El clima de la familia —debemos añadir: del cuadro en que el niño se


desenvuelve— contribuye poderosamente a orientar a un alma joven en
actitud positiva o negativa. Allí donde los padres no hacen más que gemir,
criticar, quejarse de todo y de todos; donde el sol no penetra jamás; donde
los muros, como los días, son grises, no es de admirar que más tarde, aun
en los días felices en que la alegría se le impone, le impida saborearla y
extraer de ella nuevas energías bajo el pretexto de que «eso no durará.»

¿Por qué hablar a los niños con rostro severo? ¿No obtiene mejores
resultados la firmeza cuando es graciosa y aun sonriente?
La mayor parte de los padres no saben las riquezas que pierden para
sí y para sus hijos con no sonreírles. La sonrisa endulza, calma, apacigua,
anima, estimula, tonifica. Es como un rayo de sol «sin el cual las cosas no
serían lo que son». Y, además, ¡es todo tan fácil cuando se ha comprendido
su importancia, y aun, si cuesta un poco, beneficia tanto!

Un niño que no sonríe, un niño que no canta, es niño predestinado a


la desgracia y a la enfermedad.
Para formar un carácter jovial en un niño, nada mejor, en principio,
que el ejemplo de una actitud alegre y sonriente en los padres, esfor-
zándose en mostrarle el lado bueno de las cosas, de los acontecimientos,
aun de las contrariedades, sin olvidar las cualidades de las personas que se
tratan. Ejemplo: la mamá ha proyectado un paseo; pero llueve... O bien
salir a pesar de ello, mostrando con la alegría que no se tiene miedo a la
lluvia y que se lleva el sol en sí mismo, o bien, si llueve de tal manera que
no parezca razonable salir, alegrarse por poder improvisar una velada de
juego en casa.

«No se ha repetido lo bastante que es un deber hacia los demás el ser


jovial y alegre. Se afirma que gusta más, que se quiere más al que es
alegre; pero se olvida que esta recompensa es justa y merecida, porque la
tristeza, el fastidio y la desesperación están en el aire que respiramos
todos; por eso debemos reconocimiento y corona de atleta a los que
transforman los miasmas y purifican de alguna manera la vida común con
su enérgico ejemplo» (Alain).

83
No temamos hacer confidentes a los niños de nuestras admiraciones
y entusiasmos. Hay tal cantidad de cosas bellas a través del mundo, tanto
en las obras de los hombres como en la de Dios, que es verdaderamente
lástima que no las utilicemos para ascender hasta aquel que es el hogar
supremo de la alegría.

Los padres verdaderamente educadores deben renunciar a esa cultura


morbosa de descontento que envenena Ja atmósfera familiar, que produce
la misantropía, lleva al desaliento y crea en los jóvenes o una impresión de
ahogo, de agobio, o el miedo de vivir.

No se debe presentar a los niños una imagen demasiado sombría de


ellos mismos. Insistiendo demasiado sobre lo que les falta para ser per-
fectos, se crecen ante ellos las dificultades para conseguirlo. La mayoría de
los educadores están dispuestos a pedir casi todo de la voluntad de los
niños, sin preocuparse de facilitarles el esfuerzo actuando sobre su
imaginación.
Cuando se dice a un niño: «Eres malo; hazte bueno», la proposición
«tú eres malo» afianza en el pensamiento del interesado la idea de una
maldad congénita, absoluta, incurable; después de esto, el «hazte bueno»
se encuentra reducido de antemano a la impotencia.

La felicidad es, ante todo, una manera de ver las cosas y un arte de
adaptarse a ellas. Siendo Dios la felicidad suprema, ver las cosas como las
quiere Dios y adaptarse en ellas a la voluntad de Dios.

Nos gusta contar a los niños los apólogos de las dos ranas, de la rosa
o de la botella empezada:
Dos ranas iban de concierto a través de los campos, y he aquí que
cayeron cada una en un jarro de leche. La primera, desesperada, renuncia a
la lucha, y, croando: «Me ahogo, me ahogo», pereció asfixiada. La
segunda lucha con la energía de la desesperación, rema con todas sus
fuerzas... tan bien, que transforma la leche en mantequilla y puede salir de
ella.
Frente a una rosa, dos actitudes son posibles: la del pesimista, que se
disgusta de que las rosas tengan espinas, y la del optimista, que se regocija
de que sobre las espinas puedan brotar rosas.
Frente a una botella empezada, dos exclamaciones pueden lanzarse:
«¡Qué desgracia: está medio vacía!» «¡Qué suerte: está medio llena!»
84
He aquí lo que escribe una excelente educadora:
«El único medio de conseguir la educación por la alegría cristiana en
los niños es que haga primero la suya propia el educador. Sin duda alguna,
se nos da la alegría con la vida y, sobre todo, con la gracia. El alma en
estado de gracia, puesto que tiene la caridad, es alma en estado de alegría.
Pero la alegría debe también conquistarse. Sepamos, pues, conquistar
nuestra alegría y la de nuestros alumnos: aprendamos a sonreír a nuestros
niños para enseñarles a sonreír. No sé si habréis jugado al juego de la
sonrisa; es un juego muy divertido y educador que consiste en sonreír
largamente a un niño que haya cometido alguna falta y contra el cual se
está enfadado. Se tiene deseo de mirarle duramente y lanzarle un sermón, y
se le sonríe; el efecto es irresistible.
Por la mañana —me escribe una antigua institutriz—, sentándome
ante mi mesa, me froto las manos muy contenta y dijo a los niños: ‘¡Qué
alegría! ¡Vamos a trabajar muy bien!’
Todos los sistemas pedagógicos son pequeños frente a éste; hay
escuelas donde, con razón, se da a los alumnos el premio de buen humor.
Seguramente habría más alegría en las clases si todos los maestros
pudieran tener el primer premio de sonrisa...
Ocurre alguna vez que un violín produce sonidos cuando se hacen
vibrar las cuerdas de algún otro instrumento en la misma habitación; lo
mismo, si sabemos nosotros vibrar a cada toque del Espíritu Santo,
nuestros niños vibrarán al unísono, y, cantando cada uno a su manera la
gloria de Dios, será nuestra jornada un amplio canto de alegría» (F.
Derkenne).

Para conseguir un clima favorable a la educación, nada mejor que la


participación activa de los padres en la vida alegre de los niños. ¿Por qué
no alentar sus iniciativas en la elección de diversiones y distracciones,
sobre todo en la preparación de pequeñas fiestas familiares, con ocasión de
un triunfo conseguido, exámenes terminados con éxito, regreso de
viajes...?
Que en las comidas padres y madres den tregua a sus preocupaciones
y cuidados y animen alegremente las conversaciones. En términos
generales, los niños aprenden de sus padres a tomar de manera jovial las
pequeñas contrariedades de la vida.

85
Los niños tienen necesidad de calma; la agitación, la nerviosidad,
actúan sobre ellos como los vientos fuertes en las dunas. Los árboles
pequeños arraigan mal donde el huracán sopla.

Hay en la vida muchas molestias y dificultades; pero es muy funesto


para el equilibrio y la armonía del niño ponerlas de manifiesto
continuamente. Con ello pueden crearse ideas fijas grandemente
peligrosas.

El niño, como las plantas, tiene necesidad de sol.

La educación triste corta las alas; la educación jovial alegra,


centuplica el esfuerzo.

Hay que impedir a toda costa que en el espíritu del niño aparezca la
familia como su lugar fastidioso, monótono y triste: «el mundo donde uno
se aburre».

9. Educación de la sinceridad
Nada irrita tanto a los padres como las mentiras de sus hijos. Y tienen
razón, porque desde el momento en que la duplicidad se insinúe en el
corazón de su hijo o de su hija, no será ya posible el ambiente de
confianza, la atmósfera se hará pronto irrespirable. Pero con frecuencia
olvidan los padres que son precisamente ellos quienes desde el principio
deben dar a sus hijos ejemplo de la más escrupulosa sinceridad.
Es necesario formar a los niños en la franqueza. Tanto más porque,
siendo la mentira un medio cómodo de defensa para los seres débiles,
constituye pronto para el niño una permanente tentación; como, por otra
parte, su juicio no está todavía formado, existe el riesgo de que poco a
poco se deje envolver en sus propias mentiras. Ahora bien: quien no sabe
distinguir lo verdadero de lo falso está muy cerca de no poder distinguir el
bien del mal.

En un medio familiar y escolar donde se observa cuidadosamente la


franqueza, existen todas las probabilidades para que la mentira del niño sea
accidental sin degenerar nunca en falsedad.

La menor falta de sinceridad por parte de los padres es la ruina de su


autoridad moral. Aun cuando el niño no lo manifieste, se produce en el
86
fondo de su corazón una sorpresa dolorosa, una fisura en la confianza. El
niño no perdona nunca la mentira. Recordemos que las reacciones del niño
no son como las del adulto. Como no posee el espíritu crítico ni el sentido
de los matices, toma al pie de la letra lo que sus padres le dicen, sean
promesas, amenazas o aun «profecías». He aquí a este propósito una pe-
queña historia auténtica:
Una niña de cinco años se disponía a salir con su tía. Le habían
puesto un traje nuevo, que con amor habían hecho para ella las hábiles
manos de su mamá. Y ésta, orgullosa, vio salir a su niña, diciéndole: «Se
van a caer de espaldas de admiración cuantos encuentres, viéndote tan
guapa». Transcurrió el tiempo del paseo. La tía y la niña regresaron a casa.
Con la cara y gesto de enfado, «la señorita» se arranca su sombrero y lo
arroja sobre un mueble...
«¿Qué tienes?», pregunta sorprendida la madre. «Ni uno solo de los
que han pasado ha caído de espaldas al verme...» ¡Amarga decepción!
¿Diréis que la pequeña era bastante tonta tomando al pie de la letra la
predicción materna? Pero los niños toman siempre así lo que se les dice.

Si no se puede responder a una pregunta inoportuna o indiscreta de


un niño, es mejor decirle sencillamente que no se le puede responder por
tal o cual razón; pero nunca engañarle, por poco que sea.

No se dirá nunca bastante el mal que hacen a los niños esas historias
de los reyes magos dejando juguetes en la ventana, o las fábulas ridículas
de las cigüeñas para explicar el nacimiento de los niños. Los niños
pequeños creen a sus padres como al evangelio. Algunos están dispuestos a
pelearse por defender las afirmaciones recibidas. Cuando se dan cuenta —
y esto ocurre uno u otro día— de que los han engañado, sufren una cruel
decepción, aun cuando en el momento no sepan expresarla. En algunos
temperamentos generosos, el abuso de confianza de que han sido víctimas
puede hasta crear un verdadero traumatismo psicológico y moral.

Cuando contemos un cuento, tengamos cuidado de decir: «Esto es un


cuento, una historia inventada, irreal.» Cuando, al contrario, contemos un
relato del antiguo o del nuevo testamento, digamos: «Esto es verdadero».
Es de mucha importancia no engañar una inteligencia ingenua dándole lo
falso como verdadero. No os admiréis si después quedan los niños
furiosos, decepcionados, afligidos, por haber sido engañados, o si
continúan durante su vida considerando como del mismo plano lo sagrado
87
y lo profano, o si para ellos la religión queda sencillamente como un mito
maravilloso dado como alimento a los pobres hombres para embellecer su
vida.
No es cuestión de suprimir el árbol de navidad, tan brillante, con sus
mil sorpresas; tampoco dejar de festejar las más emocionantes de las
fiestas. Se trata, sencillamente, de decir la verdad, tan bella. Los niños
quedarán muy contentos sabiendo que su mamá deposita ella misma en
secreto los bonitos juguetes la noche de los reyes.
No engañemos, pues, a los niños por el gusto de divertirnos con su
credulidad. La confianza es una cosa demasiado bella para exponerla a
perderse para siempre. Seamos sembradores de la verdad.

No es aceptable mentir a un niño para lograr que nos diga lo que


queremos saber. Evitemos también ante los niños las mentiras
seudocaritativas, ya para decidirlo a tomar una medicina o para evitarle un
castigo en la escuela.
Nicolás, niño de ocho años, debe sufrir una ligera operación. Pero su
mamá, por no asustarle, le dice: «Mira, hijo mío: vas a ir a ver una fiesta
muy bonita; vas a pasar muy bien la tarde. Te pondré tu traje nuevo.»
Nicolás estaba encantado: pero a la puerta del dispensario comienza a
inquietarse. Y bien pronto fue preciso rendirse a la evidencia; lo
adormecen para la operación. Inútil es decir que Nicolás perchó toda su
confianza en su mamá.

Sucede a veces que los padres que no se entienden bien entre sí


determinan en el niño una actitud perniciosa de disimulo: «Sobre todo, no
dirás eso a tu padre», o bien, viceversa: «Si tu mamá te pregunta, le dirás
que no hemos estado en tal sitio» (cuando esto no es verdad).
Para formar a los niños en la sinceridad no basta darles ejemplo; debe
hacerse más: conseguir que desprecien la mentira y hacerles amar
apasionadamente la franqueza.

Es siempre excelente mostrar a los niños, cada vez que se presente


ocasión, los inconvenientes de la mentira. Sobre todo, en un mundo en que
se encuentran glorificados con frecuencia el arribismo, el robo, el fraude
en todas sus formas, no dudemos en subrayar que la mentira no triunfa.
Mostremos que es causa de numerosos perjuicios, en particular, la
contradicción, la pérdida de confianza, y que, además, si ya es difícil

88
engañar durante largo tiempo a los hombres, hay alguien a quien nunca se
engaña: a Dios, testigo siempre presente y de quien nadie puede escapar.

Librémonos de admirar a niños que han podido con habilidad y


gracias a mentiras salir de un mal paso o engañar a los demás. Frases como
estas: «Está bien; éste, él se defiende...», o bien: «El sabrá bandearse en la
vida», pueden ejercer una influencia funesta sobre un alma joven.
Compadezcamos abiertamente a los embusteros, que pierden todo el
derecho al honor y a la confianza de los demás.

No dudemos en proscribir y desacreditar sistemáticamente toda


trampa, hasta en el juego; toda deslealtad en clase, aunque sea para hacer
un servicio (por ejemplo, el apuntar o soplar). Sobre todo, eso que es plaga
terrible en muchas escuelas: el copiar en los ejercicios escritos. Hagamos
ver también qué perjudicial es para el interés general.
¡Cuántos hechos de contraeducación por parte de los padres podrían
citarse en relación con la sinceridad!... Es preciso no generalizar; pero
¡cuánto importa, si no se quiere deformar la conciencia del niño, evitar
cualquier falta de verdad!...
En la clase octava hacen ejercicio escrito sobre conjugación. María
hojea un cuaderno a escondidas. La maestra la sorprende: «¿Qué haces?»
La niña, molesta, responde: «Busco lo que hay que poner. Mamá me ha
dicho que copie».
El director del Liceo de A... convoca en su despacho a los padres de
un alumno que había copiado su ejercicio de composición y les dice que su
hijo queda despedido. El padre grita entonces delante del director, y
dirigiéndose a su hijo: «¡Qué imbécil eres! ¡Haberte dejado coger!»
Un hecho contado entre ciento por una educadora:
Viajaba yo en ferrocarril. En la estación de D... suben una mamá y su
niña Juanita, de siete a ocho años. «Juanita —dice la madre—, si un señor
te pregunta tu edad, dirás que seis años y medio...» «¿Qué señor?» «Un
señor con gorra de galones dorados.» «Pero tengo siete y medio; él lo
verá.» «No, no; seis y. medio. ¿Me oyes?» «Eso no es verdad, mamá. Tú
me has dicho el otro día que no se debe mentir nunca, y la señorita también
me lo ha dicho en la escuela.» «Vamos, cállate; no hables tan alto y haz lo
que te digo.» La chiquilla me miró; después miró a su madre. Me hizo la
impresión de que estaba consternada ante la actitud de su madre. Pero no

89
se atrevió a continuar los «porqués» y los «cornos»; sin duda, la
intimidaba yo un poco... La mamá enrojeció...

No demostremos la posibilidad de que un niño pudiera mentir.


Evitemos toda advertencia como ésta: «Sobre todo, no mientas.» Digamos
más bien: «Estoy seguro de que me dirás la verdad.» Creerlo capaz de
mentir es hacer germinar en él la idea de la posibilidad de la mentira.
Es necesario demostrar al niño que creemos en su verdad y buena fe
hasta tanto que no tengamos pruebas de lo contrario. Esto lo eleva a sus
propios ojos y le da una alta idea de la virtud de la franqueza.

No hagáis la franqueza demasiado difícil. No dramaticéis los


interrogatorios. Un papá que clama con aire enfadado: «¡Pobre del que
haya hecho esto!», y que en seguida pregunta: «¿Eres tú?», inhibe la
confesión del culpable amedrentado.
Aun cuando un niño no haya dicho la verdad, no se le debe tratar
demasiado deprisa de embustero. Debe evitarse una generación prematura,
que arraigaría en él la falta. Es mejor sobre todo las primeras veces,
considerar la mentira como un error de óptica y decir al niño: «Sé que eres
un chico franco y que no quieres engañarme; has podido confundirte. La
próxima vez ten cuidado de no hablar hasta no estar seguro de lo que
dices.»

Para el niño hay muchas causas de error que nosotros los adultos no
conocemos. Lo que nos parece una mentira puede ser debido:
1. A un error de visión. La experiencia del niño es todavía muy
débil; tiene pocos puntos de referencia y fácilmente puede emitir una apre-
ciación errónea.
2. A su imaginación desbordante, que lo arrastra en fantasías
descabelladas, fuera de la realidad, que termina a veces por creer.
3. A la fuerza de sus sueños, que su juicio, poco formado todavía, no
le permite diferenciar de la realidad.
4. Al hecho de ser muy sugestionable. El educador que pregunta al
niño debe prestar atención a esta característica, porque insistiendo más de
lo conveniente se puede conseguir que confiese lo que nunca ha hecho.
Por eso se debe distinguir entre mentira subjetiva y objetiva.

90
Cuando hayan sido examinadas todas las causas de error y sea
preciso rendirse a la evidencia de la mentira, debe buscarse la causa. De
ella depende la gravedad de la mentira, y también los medios que se deban
emplear para ayudar al niño a corregirse.
1. La mentira puede tener su causa en el deseo de molestar a los
demás.
2. La vanidad, el deseo de brillar, de hacerse admirar, causan
también muchas faltas de franqueza.
3. En cuanto al deseo de disculparse, se podrá decir que es la base
de casi todas las mentiras: se disculpa para que no le regañen y se inventa
una excusa para no hacer su trabajo de clase, para explicar su retraso; mira
su libro abierto y lee la lección que debe recitar, o copia la composición,
etc. Disculparse para conseguir algo agradable...
4. La timidez paraliza a veces a un niño hasta el punto de quitarle
el valor para decir la verdad; las primeras mentiras reales, verdaderas, son
casi todas debidas al miedo.
5. Una caridad mal entendida puede impulsar al niño a excusar a
uno de sus compañeros con una mentira. Pensará a veces que esa falta de
verdad, de la que no se beneficia, no es una falta.
6. En fin, la maldad es causa de la calumnia.

El niño pequeño siente siempre la tentación, en uno u otro momento,


de negar cualquier majadería. Si esta primera mentira le resulta bien,
tendrá, naturalmente, tendencia a repetirlo. Por eso es muy interesante
tener una gran perspicacia en relación con los niños, para no dejarlos
comprometerse inútilmente en un camino que es tal vez tentador. Lo difícil
es ser perspicaz sin ser desconfiado, y no todos lo consiguen. Hay niños
que tienen una resistencia extraordinaria a las preguntas de las personas
mayores y que persisten en la mentira con tenacidad. Este hecho es debido
muchas veces a que la reprensión, en caso de descubrirse la mentira, es
demasiado fuerte. El niño es llevado a vender cara su piel. Si sabe que aun
en caso de mentira puede contar con cierta indulgencia, llegará más
fácilmente a exponer la verdad, y es preferible.
La mentira para excusarse tiene carácter más reprensible cuando es
de doble fin; es decir, cuando al lado de la excusa en favor de quien la
inventa atribuye a otro niño o a otra persona la falta que a él le es
imputable. Es la mentira acusadora más refinada y mucho más reprensible.

91
Esta debe acelerarse y ser corregida seriamente. La envidia de los niños
hacia sus hermanos o hermanas, ciertos deseos de venganza hacia criados,
vigilantes o compañeros, entran en juego para producir esta orientación
nueva. Cuando esta mentira aparece', es esencial conocer a fondo la razón
por la cual el niño ha intentado hacer daño a tal o cual persona; será una
indicación interesante sobre la tendencia de carácter y predominante
entonces.

La mentira inventiva tiene en el niño, como tiene en el adulto, el


carácter de una compensación. Inventa el niño toda clase de cosas de orden
material o afectivo que compensan lo que puede faltarle o lo que él cree
que le falta. Así, yo he visto niños y adolescentes que atribuyen bien a su
padre o a su madre cualidades que claramente no tenían, cargados de
hazañas que ni habían tenido ocasión de realizar. La riqueza y las grandes
posibilidades económicas son también muchas veces objeto de la
imaginación infantil: compensan las muchas negativas de sus padres de
procúrales una u otra cosa, a veces muy modesta, que le hubieran gustado.
El mundo se convierte así, para ellos, en algo mágico, maravilloso,
más agradable que el mundo real, lleno de durezas inaceptables.

Hay que distinguir, entre las mentiras de los niños, la mentira social,
que tiene por objeto ayudar a los demás; la mentira asocial, empleada en
interés personal sin deseos de molestar a otros; la mentira antisocial, que
busca el interés personal sin preocuparse del daño que pueda ocasionar a
los demás.

Debe investigarse bien la culpabilidad del niño en su mentira. Serla


profundamente injusto reaccionar del mismo modo frente a una mentira
inventada a sabiendas, y sobre todo para molestar a otras personas, que
frente a una invención imaginaria producida inconscientemente, de la cual
el niño no es en manera alguna responsable, pero que exige sólo hacerle
adquirir conciencia del mundo real.

Según numerosos psicólogos, la mayor parte de las mentiras de los


niños son originadas por temor; algunas, por interés, por atolondramiento,
por gusto en la ficción; pocas, por altruismo o por maldad.

Sucede que el niño miente a veces por complacer a sus padres:

92
«Una madre no encontraba una caja de bombones y acusaba a su
hija, de ocho años, de haberla cogido. Después de amenazar y suplicar, la
madre dice: ‘Confiesa que eres tú y no te castigaremos.’ La niña se acusó
del hurto; al cabo de algunos días la caja apareció, y la niña dijo, admirada,
a su madre: ‘Pero, mamá, de tal manera me habías pedido que confesara la
verdad; creí que era preciso decírtelo para complacerte’. Influencia de la
sugestión».

Aun cuando al mentir no haya querido el niño engañar, será


reprendido, pues toda falta debe ser castigada, y no se debe dejar pensar
que puede engañar fácilmente a sus educadores.
Se intentará todo para que confiese su falta: hablarle con bondad,
alabar el valor de los que saben reconocer sus errores, no asustarlo con el
castigo terrible que le espera.
Si confiesa, se le tratará paternalmente y no se le humillará de
ninguna manera; pero un castigo normal sí se le debe imponer.
Si se obceca en negar, será preciso, sin aires de victoria, sino, al
contrario, con acento muy natural, exponerle las pruebas que se tienen de
su culpabilidad y pedirle que las refute. No podrá, puesto que es culpable,
y se le demostrará que no es tan fácil engañar a sus padres.
No se le llamará embustero; eso lo afianzaría en su defecto. Se
considerará su falta como accidental.

Si un niño abusa de la confianza que se le ha otorgado, debe


decírselo con pena que se está obligado a retirársela durante un tiempo
determinado, prometiéndole devolvérsela al cabo de un espacio de tiempo
si ha mostrado perfecta franqueza.
Y nunca en adelante recordarle que ha mentido.
La educación de la sinceridad supone igualmente la educación del
tacto, de la discreción y de la oportunidad. Porque ser sincero no consiste
en decir todo a todos y siempre.

10. La educación del sentido de justicia


Los niños sienten naturalmente la tentación de apropiarse de lo que
les gusta o puede serles útil. No es necesario, sin embargo, acusarlos de
robo, porque no tienen siempre noción exacta de la propiedad. Sin

93
embargo, conviene darles poco a poco idea clara del respeto debido a lo
que pertenece a los demás.
El respeto a los bienes de otros es una de las condiciones elementales
de la confianza mutua y del equilibrio en las relaciones sociales.

Aceptar que el niño se entregue a pequeñas raterías con el pretexto de


que es todavía joven, es hacerse cómplice de hábitos indelicados que
podrán tener repercusiones lamentables.
De todas maneras, en un niño, el robo repetido puede ser un síntoma
de desequilibrio (robo de compensación) y constituir una señal de alarma
para los padres. A éstos les interesará consultar a un médico o a un
educador competente. Es verosímil que el tratamiento sea exactamente el
contrario de una actitud brutalmente represiva.

Cuando en un grupo humano el sentido del respeto de los bienes


ajenos no ha sido educado, se comprueba pronto el deterioro de todo lo
que es de uso de la comunidad; la vida en común se hace más molesta.
Importa desarrollar pronto en el niño, que es por sí mismo
egocentrista y piensa fácilmente que todo se le debe, el respeto a lo que se
debe a los demás. Si es verdad que la justicia sola no basta, summum jus
summa injuria, y que la educación de la caridad debe completar la de la
justicia, la caridad es sólo ilusión, hipocresía, si no respeta en principio los
datos de la justicia.

Los niños atribuyen a las cosas la importancia que les dan las
personas mayores. Por eso es necesario que los padres den ejemplo de es-
crupulosidad en este asunto del respeto al bien del prójimo, aun tratándose
de robos ínfimos que por sí no tienen importancia, como un billete de
tranvía, una moneda falsa que se siente deseos de hacer pasar, un error en
una cuenta. El niño verá principalmente el hecho de haberse apropiado
injustamente de algo o de no haber pagado lo que se debía.
Contribuyen grandemente a deformar el juicio del niño esas historias
en que ladrones o gangsters son ensalzados. Debe desconfiarse también en
este sentido de ciertas películas o ilustraciones que presentan al bandido
como héroe simpático.

Es tanto más importante insistir con los niños sobre la máxima:


«Honor y honradez van a la vez», cuanto que más tarde encontrarán
ejemplos aparentemente contradictorios. Pero es bastante fácil asegurarles
94
con numerosos ejemplos que «bienes mal adquiridos no aprovechan
nunca».
Importa enaltecer todos los actos meritorios de honradez para no
dejar el monopolio de la gloria y de la publicidad al robo.

Se les debe insistir a los niños sobre el respeto debido a lo que es de


uso común, mostrando con hechos precisos que son ellos las primeras
víctimas de los desperfectos que se le causen. Será útil subrayarlo, porque
el niño, que es «inmediatista», no ve las consecuencias de sus actos.
El niño refiere todo a sí mismo; son sus propias sensaciones lo que le
sirve de unidad y de medida. El mejor medio de educarlo en el altruismo
es conducirlo, por la sugestión y por la imaginación, a sentir lo que
experimentan los demás.

Cuando un niño se ha hecho culpable de un robo debe indagarse lo


primero el móvil que lo indujo. Conviene hacerle restituir, pero sin com-
prometer su reputación. En todo caso, no es apropiado amenazarle con los
guardias o con la cárcel. Decir al niño que ha robado que está deshonrado
irremediablemente y que terminará en la prisión, etcétera, es cortarle el
único camino posible de enmienda.
Si el niño ha comprendido, por una parte, que el respeto a los bienes
de los demás es una garantía para su propio pequeño haber, y por otra, que
es condición precisa para la confianza y estima de los que le rodean, hay
muchas posibilidades de que no vuelva a hacerlo.

¿Debe dárseles dinero a los niños? Antes, las cantidades que se


entregaban a los niños más ricos eran insignificantes. Se pensaba con
razón que el dinero, tan difícil de ganar y causa inicial e tantas bajezas y
crímenes, no debía ensuciar las manos inocentes de los niños. Pequeños y
pequeñas desconocían el valor del «vil metal». En la mayor parte de los
casos era preferida la posesión de alguna moneda a sumas importantes.
Una peseta representaba un número considerable de caramelos o de
golosinas, mientras que veinte duros era cantidad destinada a la libreta de
la Caja de ahorros, constituyendo algo aborrecido: «los regalos o
aguinaldos útiles». Los padres preocupados de la educación de sus hijos no
ponían en sus manos una cantidad relativamente considerable más que
para formarlos en la caridad.
Se oye decir con frecuencia que es necesario habituar pronto a los
niños a conocer el valor del dinero. Sería preferible que supieran los niños
95
pronto que el dinero no lo es todo, y que la riqueza no es felicidad. Es justo
que se dé a los niños algún dinero suelto que puedan utilizar a su gusto;
pero, fuera de esto, no sería necesario dárselo.

Los padres cometen con frecuencia el error de proporcionar a sus


hijos una hucha y animarlos a meter en ella las monedas que reciben, a
contar el dinero que tienen, etc.
Yo mismo he visto, desgraciadamente, a madres que se aprovechan
más tarde de ese dinero; otras, lo utilizan para comprarle al niño objetos
útiles que de todas maneras habían de comprarle.

Importa recordar a los niños que el dinero no es todopoderoso. Sería


muy peligroso dejarles entender que un ser vale lo que posee, conforme a
la evaluación demasiado extendida por el capitalismo americano: un
hombre vale tantos dólares. ¡Depende tanto el valor de los hombres de su
conciencia y de su carácter!

11. Educación del respeto y de la cortesía


La cortesía que se trata de inculcar a los niños es una cortesía que
nace del corazón: virtud cristiana por excelencia, es hija del respeto al
prójimo y hermana de la caridad. Pero en una justa reciprocidad de cosas,
la educación de la cortesía desarrollará el respeto y sugerirá muchos
pequeños actos de caridad en una época en que el egoísmo impulsa a
muchas gentes a portarse en la vida como si estuvieran solos o como si
fueran el centro del mundo.
No es que la educación consista únicamente en los buenos modales
exteriores. Pero los buenos modales exteriores pueden favorecer a los
«modales» morales.
Es muy importante enseñar muy pronto a ' los niños las reglas
elementales de la cortesía. Porque son hábitos, podría decirse, de automa-
tismo poco difíciles de adquirir y que le durarán toda su vida. La
experiencia enseña que cuando se descuida la formación de la cortesía
durante la primera infancia, es difícil adquirirla más tarde.
La mala educación compromete el porvenir humano y profesional de
un niño, mientras que la buena educación lo favorece poderosamente.

96
La mala educación primera puede en muchos casos paralizar o
disminuir la influencia del niño cuando llegue a adulto, mientras que una
buena educación la facilita y la multiplica.

La cortesía es una virtud educadora en el sentido de que sin esfuerzo


considerable obliga a cierto dominio de sí mismo. Es virtud social, puesto
que facilita las relaciones entre los hombres/ Sea en el medio social o en el
familiar, es por completo desagradable y penoso vivir al lado de alguno de
los que se pudiera calificar de desvergonzados. ¡Cuántos hogares se han
deshecho porque uno de los dos esposos carecían de «formas sociales»!
¿No es cierto que con frecuencia lo que separa a los hombres es más
bien cuestión de procedimiento que cuestión de fondo?

Se llama frecuentemente a la cortesía «el arte de saber vivir», porque


sabe hacer dulce la vida a los demás. Se le llama también tacto, porque es
como una especie de sentido del alma que hace adivinar lo que conviene
decir, hacer o pensar en todas las circunstancias para no ofender ni
molestar a los demás.
Vale la pena emprender la educación de la cortesía. No supone perder
tiempo, ni son cuidados inútiles. Las reglas de la buena educación —que
no hay que confundir ni con la hipocresía ni con el amaneramiento
preciosista— forman parte del bagaje de todos los hombres dignos, que se
respetan y que respetan a los demás.

La cortesía no es un privilegio de casta o de clase. En todos los


medios se encuentran almas de tacto y delicadeza exquisitos. Tampoco hay
que confundir la cortesía con un código complicado de reglas
convencionales. Basta conocer las grandes líneas y, sobre todo, no infringir
el espíritu que las ha dictado.
Las «buenas maneras» no deben ser otra cosa que las más seguras
maneras de ser buenos.

Los detalles de lo que se suele llamar «la buena educación» no son


más que uno de los elementos de la educación verdaderamente buena. Un
hombre mal educado corre el peligro no sólo de molestar a los demás, sino
de sufrir él mismo las consecuencias de su manera de ser, y de pagar muy
cara, a veces, su negligencia respecto a hechos convencionales, cuyo
alcance le será desconocido. No se debe exagerar ni despreciar la
importancia de esta «cortesía pueril y honesta», variable según los países y
97
según las épocas, y que, a pesar de su carácter formal y relativo, traduce
con persistencia en el individuo un deseo fuerte y digno de hacerse
soportable, y si es posible, amable a su prójimo.

Preciso es confesar que el principal obstáculo a la cortesía es el


desdén por el prójimo y el miedo a molestarse. Y, según nota Pascal, la
cortesía es en principio «saber molestarse». Pero no temamos hacerlo
observar: la pequeña molestia que nos tomamos se compensa
ampliamente, aunque no sea más que por el hecho, como decía un
humorista, de permitir a la libertad individual no hacer insoportable para
los hombres la vida en común.
Si la vida moderna tiende con demasiada frecuencia a atrofiar esa
delicadeza de corazón que se expresa por la cortesía y el respeto de los
otros, es una razón más para que los padres se preocupen de ella y de
afianzarla por medio de hábito y reflejos en sus hijos.

El ejemplo tiene también aquí influencia capital. El niño en esto,


como en todo lo demás, se moldea, en principio, sobre sus padres. ¿Cómo
queréis impedir a un niño que diga palabras groseras o trate con poca
reverencia a sus maestros, si sus padres le dan ejemplo de ello?
¿Será necesario ir más lejos y recordamos, a veces, que la autoridad
no nos da en manera alguna derecho a tratar al niño sin miramiento? Es
cuestión de tacto y de mesura; pero la intimidad y la mayor confianza
exigen la cortesía más delicada. Aun en los momentos de impaciencia,
muy explicables a veces, no utilicemos esos apóstrofos y esos calificativos
que expresan nuestro pensamiento, pero que demuestran una falta de
dominio de nosotros mismos y de respeto a la dignidad de nuestros niños.

¿Cómo podrán los padres conseguir el respeto del niño cuando lo


tratan como un juguete durante sus primeros años, después como un
pequeño sirviente, sin tener nunca en cuenta su personalidad y sin parecer
tomarlo en serio? ¿Cómo no comprenden que, contestando con excusas o
con un «déjame en paz» a las preguntas del niño, destruyen con sus
propias manos la confianza y la admiración, que son los elementos
fundamentales de la noción de respeto? ¿Cómo podrá el niño respetar a sus
padres, si son ellos os primeros en infringir las reglas que pretenden
imponerle?

98
Educar en el respeto es provocar la admiración del niño por la
persona y los objetos que la merecen. El niño que sabe admirar es, general-
mente, un niño respetuoso; aquel que se burla de todo no sabrá jamás
respetar a nadie.

«Querría decir una palabra de la cortesía que se debe a los niños. En


cada uno de ellos se encuentra la necesidad innata de respeto. ¿Por qué ha
de ser tan poco tomado en serio por algunos adultos? Es maravilloso que el
niño pueda ser movido tan pronto por el instinto de grandeza que existe en
él. Se siente muy pronto alguien o aspira a llegarlo a ser. Desea para él las
consideraciones que se le exigen a él hacia las personas mayores.
Francisco, niño de tres años, dice a su padre, que le ha lanzado un poco
bruscamente a través de la mesa un trozo de pan: ‘No, papá —y le
devuelve el trozo de pan—; el pan se debe dar así...; dámelo más
amablemente’. El papá inteligente aprueba la protesta de su pequeño. Sabe
que sólo se puede exigir del pequeñín el respeto y la cortesía en sus
modales respetando al mismo pequeño, que, con justo título, se siente igual
en dignidad a su papá» (M. Gemaeling).
La obediencia, como la cortesía, debe ser automática para la buena
marcha del orden familiar: el niño debe comprender que el orden, la
limpieza, las buenas maneras, hacen la vida agradable y bella. Si los
padres se esfuerzan en formar bien los actos de cortesía, éstos se realizarán
por sí mismos sin la menor dificultad.
«Buenos días... Gracias... Perdón... Si hace el favor...», son
cumplimientos que el niño debe adquirir de golpe, en conjunto, por la
imitación.
Es raro que padres corteses tengan hijos que no lo sean, sobre todo si
ellos subrayan intencionadamente el porqué de su cortesía desde que la
razón del niño despierta.

12. Educación del orden


Tener orden no es cosa de poca importancia, ni asunto pequeño. Es
una de las virtudes más preciosas para el buen equilibrio de la vida indi-
vidual y para la buena armonía de la vida común.
Nuestras hijas necesitarán grandemente, durante toda su vida, tener
orden, sobre todo cuando a su vez sean amas de casa, esposas o mamás.
Pero es en la edad en que los hábitos se forman cuando es preciso
desenvolver en ellas esta disciplina.
99
El orden será también necesario a nuestros muchachos, porque en
todas las profesiones aquel que tiene orden es clasificado mejor que el que
no lo tiene. Asimismo, es cierto que el desorden incorregible constituye
una verdadera contraindicación.
El orden es un medio de desarrollar en nuestros hijos el dominio de sí
mismos, y en cierto sentido el espíritu de sacrificio, obligándolo a luchar
contra el abandono y la negligencia.

Es una verdad, comprobada por la experiencia, que el orden exterior


hace la vida más agradable. Alivia la memoria, permitiendo encontrar sin
esfuerzo las cosas en su sitio. Facilita la calma, suprimiendo esas causas de
enervamiento y fatiga que constituye el desorden. Hace ganar tiempo, pues
permite obrar con seguridad para encontrar aquello que se necesita.
Facilita el respeto al bien común y el sentido social, porque nada perjudica
tanto la buena armonía y mutua ayuda como el no volver a su lugar los
objetos útiles pertenecientes a la comunidad familiar. El orden asegura
también la exactitud, y la exactitud es a la vez una de las formas más
preciosas del orden y la cortesía.
Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar; un tiempo para cada
ocupación y cada ocupación a su tiempo. Dos fórmulas que es preciso
repetir sin cesar y sobre todo hacerlas vivir.

Para despertar el amor al orden en los niños es preciso destacar cada


vez que se presente ocasión lo agradable y práctico que es poder encontrar
los objetos a ojos cerrados3; por ejemplo, mostrarle las pequeñas ventajas
de tener sus objetos personales bien ordenados en su armario, en su
carpeta, en su caja de escritura, su cartera o sus bolsos.
Es fácil habituar a los niños a colocar sus cosas en el mismo sitio y
de la misma manera, con la condición de que los padres respeten la
colocación hecha por sus hijos.

Poner a los niños en guardia contra el orden que podríamos llamar


hipócrita; por ejemplo, la mesa bien ordenada y los cajones embarullados.
«Colocar aquello que se acaba de utilizar inmediatamente en su
verdadero lugar es cosa para lo cual se es más o menos apto por tempera-
mento; pero es uno de los hábitos que se adquieren y es uno de los fines
esenciales de la educación hacerlo adquirir a los niños» (A. Rédier).

3
Hasta se puede hacer, a base de esto, un juego con preparación o improvisado.
100
«Que la madre dé a su hijo posibilidad y tiempo para colocar sus
cosas, que se sujete ella misma a volver los objetos a su lugar, y todo se
ordenará de prisa. A mamás ordenadas, niños ordenados» (R. Cousinet).

La señora Montessori ha notado que hacia los tres años hay un


período sensible, es decir, una época particularmente favorable para la ad-
quisición del orden. Este dato es exacto y son muchos los padres que lo
han comprobado. Si se espera demasiado tiempo para crear en el niño el
hábito del orden, se corre el riesgo de no conseguirlo nunca.
Hacia los nueve o diez años debe confirmarse el hábito del orden con
el de la exactitud. A esta edad debe acostumbrarse el niño a organizar su
trabajo y su tiempo, a prever también la sucesión de sus ocupaciones por
un par de horas, después para una media jomada.

Todo niño, cuando regresa de clase, debería poder establecer, antes


de ponerse a trabajar, su hoja de previsión: escritos que debe hacer,
lecciones que tiene que aprender, libros que leer, etc.; indicar para cada
operación un lapso razonable que se le concede y especificar el orden de
ejecución.
No se trata, ciertamente, de mecanizar al niño, sino de ayudar a
conseguir la producción máxima en las horas de que dispone. Esto le
proporcionará un inmenso servicio para después, pues el porvenir
pertenece no a los grandes trabajadores agobiados siempre, sino a los hom-
bres organizados que saben obtener más efecto con menos esfuerzo y
administrar los períodos de reposo en vista a un mayor rendimiento.

13. Educación de la caridad


No se trata de hacer de nuestros niños, niños buenos y tranquilos
como estatuas. Un niño no está destinado a ser una estatua, sino para obrar,
para llevar un día pesadas responsabilidades; por eso tiene necesidad de
que se le prepare.
Por amor ha sido el niño creado. En el amor ha sido concebido. Para
amar a Dios y al hombre está sobre la tierra. Amando a Dios es como
cumplirá más perfectamente su misión. Son la delicadeza de su corazón y
la intensidad de su caridad las determinantes de la calidad de su alma y de
la fecundidad profunda de su vida.

101
Los padres cristianos deben proponerse la educación de la caridad en
sus hijos como uno de los elementos esenciales de su misión. Des-
graciadamente, hay muy pocos padres que piensen en esto. ¿Es o no el
primer mandamiento el del amor?
La caridad es la virtud cristiana por excelencia, la que resume toda
ley, aquella sin la cual las otras virtudes no son nada. Leamos de cuando en
cuando en familia el capítulo 13 de la primera carta a los Corintios.

La caridad es el signo distintivo de los cristianos. Por esta señal


conocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros como
yo os he amado. Si hubiera caridad entre los cristianos, sería más extensa
la irradiación de su fe.
El amor al prójimo, con todo lo que supone de espíritu de sacrificio
en su favor, es la mejor prueba de amor a Dios.
Cuando la caridad domina, la humanidad se engrandece. Cuando el
egoísmo reina, la humanidad se rebaja.
Nuestros niños, en virtud de la gracia de su bautismo y de su
confirmación, están llamados a ser apóstoles en el medio en que tengan
que vivir. No tendrán actuación positiva si no se ha desarrollado en ellos
en la edad en que se forman los hábitos, la costumbre de la caridad y en
particular la preocupación por los demás.
Si el niño debe ser amado por sí mismo, debe también ser formado de
tal manera que pueda llegar a ser un hombre que viva deliberadamente
para sus hermanos.
La educación de la caridad es tanto más necesaria en cuanto que el
niño es por sí mismo egocentrista. Tiende a hacerse centro del mundo4, y
con gusto vería a todo el mundo a sus pies.
El «yo primero», cuando no es el «yo solo», es el grito instintivo de
este ser débil que tiene siempre miedo a desfallecer. Pero, al mismo tiem-
po, hay en él posibilidades sorprendentes de generosidad cuando se sabe
despertar su «buen corazón».

¿Es acaso otra cosa el arte de la educación que orientar hacia lo


bueno aprovechando todas las energías latentes de cada niño, del cual
puede depender, en parte, que en el mundo sea más feliz y mejor?
4
En realidad, nace dentro de un mundo que descubre por círculos concéntricos
alrededor de sí. Es precisamente uno de los fines de la educación ayudarlo
progresivamente a descentrar esta cosmogonía.
102
Para desarrollar en el niño la caridad y la bondad no hay nada
comparable al ejemplo de sus padres y educadores. Mostraos buenos, be-
névolos, generosos, con los pobres, con todos los que sufren, y, de una
manera general, con los que se ha convenido en llamar «el prójimo».
Haced favores siempre que podáis, demostrando que os complace
hacerlos. Asociad en ellos a vuestros hijos en la medida de sus fuerzas.
Mostrad que os da pena no poder ayudar tanto como desearíais a los que
sufren. Que nunca en vuestra mesa se juzgue o critique a los ausentes. Que
en vuestra casa sea una de las mayores preocupaciones la de sembrar la
dicha; ese ambiente de caridad conseguirá más que los más bellos
sermones.

Haced conocer muy pronto al niño la realidad de la miseria.


Aprovechadla para enseñarle a evitar todo despilfarro y más todavía a
practicar el arte de compartir los bienes propios.
Cada vez que sea posible, comisionad a vuestros hijos para que
realicen vuestra caridad y poco a poco animadlos a dar de su propio y
pequeño haber.

Es necesario luchar contra la maldad bajo todas sus formas desde sus
primeras manifestaciones. Es ridículo, por ejemplo, para consolar a un
niño, enseñarle a mostrar el puño amenazador o golpear la mesa o la cosa
contra la cual se ha hecho daño.
Todo lo que pueda despertar o acentuar la crueldad debe ser
eliminado de los juegos de los niños. En particular, desterrar y reprimir
todo juego que suponga dureza con los animales.

No se puede saber el mal que se hace a los niños para más tarde con
los consejos o frases de egoísmo que crean un desagradable estado de
ánimo en el niño que las oye.
En el catecismo se pide a los niños uno de sus juguetes para los niños
pobres. Isabel, después de muchas vacilaciones, elige una de sus más
bellas muñecas: «¿Puedo llevarla, mamá?» «De ninguna manera, no
pienses en ello, da más bien tu viejo oso».
Una jovencita cuyos padres son comerciantes de buena posición
decide un día ofrecer un regalo a una niña pobre. Al día siguiente, vuelve
muy triste a decir a su profesora: «Mamá no quiere; ella no conoce a esas
gentes y, además, quiere que conserve todos mis juguetes».

103
En el transcurso de una excursión, a mediodía, la dirigente propone a
las niñas reunir todas las comidas y hacerlas en común. Las chiquillas
aceptan con entusiasmo. Al regreso, ellas cuentan su jornada. Una de las
mamás, comerciante, que por tanto tenía facilidades para el abasteci-
miento, responde: «Pues, siendo así, la semana próxima dirás que has
olvidado tu comida».

Por el contrario, ¡cuál no será la satisfacción, para los padres mismos,


de haber sabido ayudar a sus hijos a ser hombres o mujeres de corazón!
«Sí —dice una mamá—, Mari es verdaderamente una buena niña. En
casa lo comprendemos y todo el mundo la quiere. Pero... mirad, yo no la
educo para mí. Estamos muy contentos mi marido y yo de verla afanarse
por las más jóvenes y la animamos a ello. Eso la encanta. ¡Hubiéramos
estado tan tristes si tuviéramos una niña egoísta y replegada sobre sí
misma!»
«Había hablado un día a las pequeñas —refiere un sacerdote— de la
necesidad de hacer buenas obras. Les había pedido que las hicieran con
personas de mucha edad, haciéndoles comprender y sentir las penas de los
viejos. Pues bien: una niña me comprendió. En la calle encontró a un
anciano, y en seguida, amablemente, le dijo: ‘Parece que está usted muy
fatigado, abuelo. Su paquete es muy pesado. ¿Quiere que se lo lleve hasta
el fin de la calle?’ El hombre admirado, se lo entregó. Antes de dejarlo, la
niña le hizo esta reflexión: ‘Voy a entrar en la iglesia y rezaré por usted.’.
Al hombre se le llenaron de lágrimas los ojos. Por fin, la niña, volviéndose
de nuevo a él, añadió: ‘Y usted, abuelo, ¿no reza también?’. El pobre
anciano se echó a llorar».

Es bueno enseñar a los niños a ponerse en el lugar de otros.


Un joven glotón no tenía nunca valor para dar ni una golosina de las
que le pertenecieran. Un día que él tenía un paquete de bombones que
guardaba celosamente para sí, se hizo pasar ante sus ojos un dulce
apetitoso sin ofrecerle ni una miga, y cuando reclamó su parte, sus padres
le objetaron: «¿Por qué quieres que se haga contigo lo que tú no has hecho
con los demás?»
Hagamos observar a los niños el daño que puede producir la maldad
o la antipatía. Hay en la tierra demasiadas causas y ocasiones de
sufrimientos para que compliquemos más todavía la vida del prójimo. Por
otra parte, ¿no es verdad que el que siembra vientos recoge tempestades?

104
Debemos glorificar ante el espíritu de los niños a los héroes
cristianos de la caridad. Demostrarles, además, que la caridad no es virtud
pequeña, propia de gentes débiles, sino que supone valentía, porque es
preciso a menudo el sacrificio propio cuando uno se consagra a los demás;
es, por otra parte, la caridad más fuerte que la violencia, ya que ella triunfa
donde la fuerza fracasa.
Habituar a los niños a descubrir lo que hay de bueno en los que los
rodean, a reemplazar inmediatamente por un acto positivo de caridad
cualquier sentimiento de malevolencia que nazca en su corazón. Hacerles
adquirir el hábito de dirigir mentalmente cada mañana, en el momento de
su oración, un pensamiento benévolo a todas las personas que puedan
encontrar en la jornada.
Una oración para recitarla con frecuencia: «Señor Jesús, haced que
pensemos siempre en los demás antes de pensar en nosotros».

Son muy escasos los padres que se ocupan del esfuerzo necesario
para adquirir la bondad; es, sin embargo, la base elemental en la formación
del sentimiento social, el cual no es innato en el hombre. Crear hábitos
morales de bondad, de generosidad, es muy difícil, y el esfuerzo en este
sentido, muy meritorio para el niño, porque, aunque es sensible, es
egocéntrico, nace propietario y es educado para ser terriblemente pro-
pietario. No nos admiremos de que en nuestro siglo lo sea. De cada diez,
nueve padres han dado a sus hijos alma de propietario, de acaparador, que
quiere todo para sí, sin preocuparse de los demás y hasta ignorando que los
demás existen.

Hay esfuerzo donde hay sacrificio y desprendimiento. El niño que


coge una moneda del bolso de su mamá para darla a un pobre no realiza
esfuerzo alguno; lo hará si toma la moneda de su hucha, si elige para el
árbol de navidad un juguete en buen uso y que le gusta. Pero en este orden
de ideas, sugirámosle sin imponernos. Indiquémosle porque, o bien puede
hacer el niño un esfuerzo de generosidad demasiado grande, que lamentará
en seguida, o bien no quiere hacer ninguno. Pero si el esfuerzo hacia la
bondad debe ser inspirado, ayudado, dirigido, debe ser también libre,
jamás impuesto. Si tarda en producirse, preciso es esperar; en educación
no debe haber precipitación ni prisa; todo llega a tiempo a quien sabe
esperar pacientemente. Sepamos que si este esfuerzo no se hace a base de
amor, perderá su sentido y hasta habrá peligro de producir un resultado
contrario al que buscamos.
105
Es necesario colocar al niño de siete años frente a la miseria, las
privaciones y los sufrimientos de otros, para que su corazón, tan rico en
posibilidades, no se cierre ni se reseque. Si el esfuerzo para conseguir la
bondad y el amor no se orienta y educa muy pronto, ¿será posible alguna
vez?

14. Educación de la castidad


Problema crucial al cual muchos padres, ciegos, no dan demasiada
importancia. Es necesario evitar dos excesos: negarse a plantear el
problema o dramatizar la cuestión.
¿De qué se trata? Se trata de formar niños con visión clara; almas
sanas en cuerpos sanos; muchachos y muchachas que se respeten y se
hagan respetar; advertidos, mas no hipnotizados, de los peligros y
tentaciones posibles, conscientes del plan del amor de Dios sobre ellos y
de las exigencias que reclama la colaboración a ese plan.

En todo lo que concierne al origen de la vida, tiene el niño derecho a


la verdad, al menos de una manera progresiva adaptada a su edad, a su
inteligencia, a su temperamento.
La táctica del silencio, erigida en sistema o tomada como principio,
es una táctica peligrosa y claramente nociva al interés del niño y al de la
sociedad.
Las iniciaciones claras, hechas con el tacto preciso, deben ser
consideradas como una obligación grave que se puede imponer en nombre
de la caridad y aun de la justicia.
El silencio de los padres, el misterio que se crea alrededor de esos
problemas, son causa importante de muchas deformaciones de conciencia.
El niño a quien nadie quiere ilustrar con precisión tiene el peligro de
ver el mal donde no lo hay y de no verlo donde está.
Todo niño normal se plantea un día y otro, y con frecuencia más
pronto de lo que los padres creen, la cuestión sencillamente: «¿Cómo he
venido yo a la tierra?» Lejos de ser una curiosidad malsana, es eso una
prueba de inteligencia.
Lo más frecuente, por otra parte, es que el niño plantee esa cuestión a
su mamá. Si ésta, en vez de tratar el asunto como la cosa más natural del
mundo, parece escandalizarse o turbarse por semejante pregunta y lo
manda bruscamente a sus juegos, el niño se planteará todavía con más
106
agudeza el problema o intentará saberlo por todos los medios, guardándose
en adelante de hablar de ello a sus padres.
Si la madre da una explicación embustera —cigüeñas, París, bazar,
etc.—, el niño creerá sus palabras —lo que dice mamá es siempre verdad
—; pero el día, y ese día llegará infaliblemente, en que aprenda de manera
más o menos deformada la verdad, habrá perdido para siempre la
confianza en sus padres.
Cuando los niños no obtienen de sus padres o de persona autorizada
la solución a las preguntas que plantean, la buscarán o la recibirán, aun sin
buscarla, sea en conjunto o en parte, de manera incompleta, deshonesta, a
veces brutal y degradante.

Es un deber de los padres velar por la educación de la castidad de sus


hijos. Esta educación supone no sólo la respuesta leal y progresiva a los
problemas del origen de la vida, el advertir a tiempo las transformaciones
de alrededor de los trece años, sino también, en un ambiente de confianza
y amor, la educación de la valentía, del valor, para asegurar sin peligro el
sostenimiento del equilibrio y el dominio de sí mismo en este período de
crisis que caracteriza Ja adolescencia.
Los padres no tienen derecho, en una materia que puede tener
repercusiones tan serias, a dejar que esta educación se haga «a la buena de
Dios», y con frecuencia, «a la gran desgracia» de los niños, que tanta
necesidad tienen de ser instruidos afectuosamente, guiados, ayudados por
aquellos que tienen el derecho de decirlo todo, y de quien ellos tienen la
obligación de oírlo todo.

No porque sea un deber delicado y difícil hay derecho a eludirlo.


La revelación por los padres mismos del hermoso plan de amor de
Dios, lejos de disminuir el respeto, la confianza y el afecto hacia el papá o
la mamá, despertará en el espíritu de sus hijos el sentimiento de la
grandeza y dignidad del matrimonio y avivará en su corazón —porque son
más razonados— ternura y reconocimiento hacia aquellos a quienes deben,
después de Dios, el ser y la vida.
No hay por qué crearse una montaña para decir la verdad de manera
delicada.
Gran número de libros se han editado a propósito de esto, con
fórmulas concretas de conversaciones para chicos y chicas, como respuesta
a las distintas preguntas que suelen hacer y para las diferentes edades de la
107
infancia y de la adolescencia. Os será fácil inspiraros en ellos leyendo el
texto y añadiendo los comentarios que vuestro corazón os dicte. Lo que es
menester es decir las cosas con la mayor naturalidad, insistiendo sobre la
grandeza del amor que ha inspirado el plan divino hasta en los detalles y
pidiendo a los niños que no hablen de ellos a los otros a fin de dejar a sus
propios padres tomar la iniciativa, instruirlos y guiarlos5.
Si por casualidad se juzga que el niño puede aprovechar la lectura de
tal o cual página, que sea, al menos, como una conversación comenzada o
continuada, y, por consecuencia, que acaba en conversación. La voz, con el
tono, los matices, los acentos, crea alrededor de la letra muerta una
armonía viva de pensamientos y de sentimientos que la coloca en su justo
punto y la hace buena y bella.
¡Cuántos atenuantes, sugestiones, repeticiones, correctivos, dulzuras
y vivacidades son necesarios para comunicar a pensamientos tan delicados
la pureza de forma, la veracidad exacta del sentido, el ritmo bienhechor de
la paz! Al libro el niño no responde, no se abre, permanece mudo, y la más
segura protección del niño está en hablar a sus padres. El libro es
apresurado, no espera, trastorna el orden interior, las imágenes asaltan la
sensibilidad. La conversación, al contrario, es paciente; va y vuelve;
avanza y retrocede; vuelve a comenzar si hay necesidad; se pliega de
manera muy sutil a la sinuosidad y elasticidad del alma infantil. Una
madre llena de experiencia y muy inteligente —sólo esta frase lo
demostraría— decía con finura: «Es necesario adaptar los consejos al
estilo de la familia».

Si el niño no pregunta, no hay que dudar en plantearle una cuestión


como ésta: «¿Te has preguntado cómo vienen al mundo los niños?»
Hay a veces niños tímidos, o bien niños que no se atreven a
interesarse por esos problemas porque han oído alrededor de este asunto
ciertas reticencias y se imaginan que son cosas en las cuales no hay que
pensar. Pero eso no sería sin gran inconveniente para el porvenir. Dadles
confianza, pues, y no adoptéis nunca un aspecto solemne ni cohibido para
hablar de estos asuntos.
Después de una conversación de este género no dudéis en decir a
vuestros hijos que recurran a vosotros de nuevo si en adelante alguna otra
5
Entre los libros sencillos y accesibles a todos sobre este tema, se pueden leer: C.
Pereira, Digamos la verdad. Sal terrae 17 1965, Santander; F. Boix, Papá, ¿cómo
nace un niño? Nova terra, Barcelona 1970; Carolina-Luis, ¿Cómo hablar a nuestros
hijos? Atenas, Madrid 1962.
108
cuestión se plantea a su espíritu. Mantendréis así entre vuestros hijos y
vosotros una puerta abierta a la confianza total, tan necesaria en este
terreno.

En materia de pureza no son las costumbres o las convenciones las


que determinan lo que está bien y lo que está mal. Hay un orden en la
creación, y es este orden, o en otros términos: ese plan de amor que Dios
ha establecido, lo que es necesario respetar6.
No se trata de ver el mal en todas partes. Ni tampoco de ser ingenuos
e imaginar que nuestros niños están fuera de todo peligro. En este mundo
moderno, que Bergson calificaba de afrodisíaco, se encuentran
desequilibrados, obsesionados, gentes más o menos morbosas, y nuestros
niños pueden ser uno u otro día, cuando menos lo sospechemos, víctimas
de un camarada perverso o de un adulto impúdico.
Es necesario que la mamá haya podido decir un día muy
naturalmente a su hijo: «Estate con cuidado: encontrarás a veces
compañeros o gentes mal educadas que se portan mal. Si alguno, por
ejemplo, quisiera jugar contigo a juegos indecentes, intenta hacerte
cosquillas entre las piernas, no te dejes y ven a hablar conmigo». La
experiencia prueba que un 6o por 100 de los niños, por lo menos, niñas o
niños, han sido uno u otro día objeto de tentaciones de ese género sin que
los padres lo sospecharan siquiera. Un niño prevenido vendrá más
fácilmente a sincerarse con vosotros en caso de peligro.

Ante los inconvenientes del silencio en estas materias, varios países


han preconizado la educación colectiva en la escuela. Es ésta una medida
en extremo peligrosa, y varios países que la habían adoptado han
renunciado finalmente a ella. En materia tan delicada, dirigiéndose a
espíritus y a temperamentos tan diversos como los que puede ofrecer una
clase con una enseñanza uniforme en la que falta totalmente la gradación
necesaria según las circunstancias tan variadas del auditorio, existe el
peligro de convertirse en seguida en objeto de conversaciones malsanas y
de crear en algunos la obsesión de la sexualidad.

6
En la obra de J.-S. Guillope, La educación sexual de los niños y adolescentes,
Atenas, Madrid 1968, se encuentra un capítulo sobre educación de la pureza, que des-
arrolla la síntesis sobre los tres elementos necesarios para toda verdadera educación
moral: 1. Conocimiento progresivo de la verdad; 2. Educación del dominio de sí; y 3.
Pedir la divina gracia.
109
Nada es mejor que la iniciación individual adaptada al desarrollo
físico y moral e intelectual del niño.

Se mutila la verdad mostrando sólo el aspecto fisiológico de estos


problemas. Es muy importante exponerlos en una síntesis donde no se
olvide el aspecto sentimental, el aspecto social y el aspecto religioso.

Nuestras respuestas deben estar impregnadas de espíritu de fe y


descubrir al iniciado el plan providencial de Dios en relación con el do-
minio de lo sexual. Sin duda alguna, ciertos detalles son muy delicados
para explicarlos; pero, por otra parte, y si bien el hombre puede corromper
el plan divino en esta materia, es necesario no perder de vista que la
estructura del corazón del hombre o de la mujer, su madurez fisiológica,
los actos fundamentales de la unión conyugal, de la paternidad, de la
maternidad y del nacimiento, de los hijos, son obra directa de Dios.
Es preciso no perder tampoco de vista que el Señor ha hecho del
matrimonio un sacramento y que los actos conyugales, realizados en
estado de gracia y según la rectitud de su naturaleza, llegan a ser para los
cónyuges fuente de gracia y de méritos para el cielo.

Es necesario, pues, enfocar el problema de la sexualidad con mirada


límpida, bajo su aspecto providencial noble y puro. Con esta rectitud, con
esta nobleza, debemos hablar de él a nuestros niños.

Importa que la niña sea prevenida por su mamá antes que se


produzca el acontecimiento que la consagrará como mujer.
Le explicará ésta primero el papel de la madre. Con la pubertad de la
mujer, especialmente con ocasión de los nuevos cuidados de higiene que
deberá tener, y al corriente de los cuales es necesario ponerla, podrá la
madre volver sobre el asunto para precisar lo que haya dicho unos años
antes relativo al «papel de la madre» en la vida del niño pequeño. Como
las circunstancias se prestan, podrá darle de manera técnica los detalles
físicos y fisiológicos necesarios. El tema será el siguiente: la adolescente
deja de ser una niña para convertirse en mujer; su cuerpo está dispuesto a
prepararse poco a poco para su hermoso papel de madre. Y precisamente
porque es obra importante y delicada, un trabajo de colaboración con Dios,
la preparación se hace lentamente. Y puesto que su cuerpo será algún día la
primera cuna de un niño pequeñín, debe ella, a la vez, cuidarlo y
respetarlo.

110
Es importante, asimismo, que el chico sea prevenido por su papá —y,
en defecto de él, por su mamá— de las transformaciones que van a
operarse en él, de las reglas higiénicas que debe observar. Convendrá
prevenirlo, para que no se inquiete por las perturbaciones fisiológicas que
pueden sobrevenirle durante el sueño independientemente de su voluntad.

Una recomendación que tal vez sorprenda a algunos padres, a la cual,


sin embargo, conceden una gran importancia quienes profesionalmente
reciben numerosas confidencias: el niño no debe, en manera alguna,
compartir el dormitorio de sus padres. Con frecuencia, las condiciones
económicas impiden a los padres conformarse a esta exigencia esencial,
pero cuantas veces sea posible, es necesario hacerlo.
Ignoramos todavía el grado de impresionabilidad del cerebro infantil.
Es, no obstante, verosímil que el cerebro del niño, muy sensible, reciba
ciertas impresiones, como la placa de cera de un aparato registrador,
aunque no las asimile hasta mucho más tarde.

A los padres —a la mamá, principalmente— incumbe formar al niño


en lo relativo al pudor, de modo que, de una parte, evite las fobias, los
temores exagerados, que le harían ver el mal en todo; pero, por otra, tenga
el sentido de cierta reserva, tanto más indispensable cuanto que el
ambiente actual se empeña en destruirla.

¿Qué hacer si os dais cuenta de que vuestros hijos han adquirido


malos hábitos solitarios?
1. Nada de dramatizar, no amedrentar al chico ni hipnotizarlo con
este motivo; tendréis el peligro de formar en él una obsesión y de im-
pedirle salir de ella.
2. Enseñar al niño a lavarse como es preciso y completamente.
Con frecuencia, estos hábitos provienen de falta de higiene y de limpieza.
3. Plantear el problema en el aspecto de la buena educación y del
respeto a sí mismo: un niño bien educado no juega con su cuerpo, como no
se rasca la nariz ni se frota los ojos.
4. Animar al niño a reforzar su voluntad haciéndola trabajar en
otros dominios.
5. Asegurarle que no hay por qué extrañarse de las tentaciones en
ese sentido: son propias de la edad; pero es también propio de su edad
ejercitarse en el dominio de sí mismo con la gracia de Dios, que nunca se

111
le niega al hombre de buena voluntad. Proporcionarle una vida
equilibrada; enseñarle a elegir lecturas, a evitar cualquier causa de
excitación y orientarlo en la técnica de la diversión en algo que le interese.
6. En esta materia es necesario insistir más sobre el aspecto
positivo de la alegría de elevarse, de vencer, que sobre el aspecto negativo
de la falta moral. Este punto, preciso es dejarlo al juicio del confesor, que
para eso tiene gracia de estado.

Instruir a la juventud en las realidades de la vida no es, como


pretenden algunos higienistas, prevenir contra los peligros de las enfer-
medades venéreas, sino preservar de desviaciones morales que resultan de
la mala conducta. El hombre no es un simple animal a quien hay que
proteger de los contagios microbianos; es un ser que debe por sí mismo
dominar sus apetitos.

La juventud debe saber que si es depositaría del poder creador, eso


no es para que se envilezca y lo convierta en instrumento de placer. La
impureza es a la vez una falta contra el respeto que el hombre se debe a sí
mismo; una falta contra la que algún día será su esposa, una falta contra
los hijos, herederos de sus potencias físicas y morales.
Un joven se prepara, pues, a la fidelidad en la medida que se respeta
a sí mismo y en la que respeta a la mujer en general.

112
4
ALGUNOS PROBLEMAS PRÁCTICOS

1. El espíritu de la familia
Cada familia puede tener un espíritu del cual se benefician todos sus
miembros. Si ese espíritu no existe, los miembros están sólo yuxtapuestos
y encontrarán siempre ocasiones de alejarse del hogar. Al contrario,
cuando existe el espíritu de familia, un la2o de unidad consolidará el
afecto de unos con otros, y aun cuando la vida obligue a los miembros a
dispersarse, ese lazo será suficientemente fuerte para sostener entre todos
una efectiva ayuda mutua.
El desarrollo de ese espíritu de familia depende, en principio, de los
padres, de su unidad de acción en la educación de los hijos; del ejemplo
que les den sin cesar; del modo con que, a medida que los niños crezcan,
los hagan participar progresivamente de las tareas propias del hogar y su
cuidado; de la manera también en que sepan enlazar el presente con el
pasado, transmitir a los hijos un legítimo orgullo por sus abuelos y sus
antepasados; la verdadera nobleza no es tanta la del nombre como la del
corazón y la honradez; de la manera, en fin, con que sepan crear ese clima
de alegría y confianza que se manifiesta con mayor fuerza en las horas
alegres de fiestas y aniversarios.

Los padres cristianos desean poder educar una familia numerosa.


Muchos hijos son, en cierto sentido, más fáciles de educar; se benefician
unos y otros con un conocimiento psicológico que les será muy útil más
adelante; el roce de caracteres les dará flexibilidad y, sin duda alguna, la
solidaridad que los unirá les será en la vida precioso sostén en horas de lu-
cha o de sufrimiento.
Sucede con bastante frecuencia que aparece aun en las mejores
familias una especie de celos inconscientes de un niño frente a otro,
especialmente del mayor con el que le sucede inmediatamente, envidia que
produce desacuerdo entre ellos o algunos otros fenómenos diversos, de los
cuales Tos padres buscan en vano la explicación. La causa profunda es
muchas veces la siguiente: vuestro hijo ha tenido todo vuestro cariño, se ha
sentido durante varios meses, si no es durante varios años, el centro de
113
vuestros pensamientos, preocupaciones y alegrías; he aquí que de pronto
se le da un hermanito o una hermanita. ¿Cuál será su reacción? Dependerá
de vosotros en gran parte. Si parece que olvidáis al primero a causa del
segundo, no os extrañe que el primero, sin darse cuenta de ello, sienta
desconfianza en relación con el otro, y aun una cierta envidia que podría
llegar hasta el odio, cuando el recién nacido proporciona al otro algunos
sacrificios para los que no estaba preparado, como la disminución de
caricias de su madre, tener que cederle su habitación o su cama.
En La hermanita de Troott, André Leichtenberget ha descrito de
manera encantadora lo que puede ocurrir en el alma de un pequeño que
recibe una hermanita. De antemano se le había hablado de la alegría que él
iba a tener: se había imaginado que la hermanita sería una niña como con
las que él jugaba —y es un feo animalito rubio y llorón—. Querría él jugar
a caballitos, tocar su trompeta, y se le dice: «¡Chis!, vas a despertar a tu
hermanita». Le gustaría que su mamá lo tome en sus rodillas como de
costumbre, le cuente un cuento, escuche lo que él quisiera decirle, pero
mamá tiene mucho que hacer siempre con cambiar al bebé y prepararle
biberones. No se ocupa más que del bebé, y nada de Troott... Realmente,
no le quiere ya...

Con frecuencia los celos de un niño no se manifiestan claramente, y


los educadores, desconcertados, no encuentran la causa de varias acciones
extrañas. Su hijo, que era limpio, vuelve a mojar su cama. Hablaba más o
menos bien y comienza a cecear. Comía solo y parece que no sabe sostener
la cuchara. En fin, no deja en ningún momento de hacer tonterías y se pone
insoportable. El pobre mayor sería en realidad incapaz de explicar lo que
pasa en su pequeño cerebro, pero nosotros podemos traducir aproxi-
madamente sus razonamientos oscuros: «Puesto que papá y mamá se
ocupan del niño y me olvidan, será necesario que lo imite para que me
quieran de nuevo. Si mojo mi pantalón, mamá tendrá que cambiarme; si no
quiero comer, me dará ella como lo hace con el bebé». Todas las tonterías
son los esfuerzos de una pequeña personalidad, que se cree olvidada, para
atraer de alguna manera la atención sobre sí.
Los padres prudentes no dejan de mostrar más solicitud por el primer
niño con motivo de la llegada del segundo. Algunos le ofrecen regalos y
juguetes de parte del recién nacido. Hacen comprender al primogénito que
la llegada del segundo lo hace mayor a él, y denotan esto por algún signo
exterior, como comprarle un vestido nuevo o autorizarle a comer en la
mesa con su papá.
114
He aquí cómo resolvió el problema una mamá:
«Yo no creo que Juan haya estado nunca celoso de su hermano. Es
verdad que he tenido interés en no darle ocasión. Así, si paseo por el jardín
con Andrés en brazos, doy la otra mano a Juan. Si Andrés está sobre mis
rodillas y Juan llega, pongo un niño sobre cada rodilla. También Juan
parece tener una idea muy clara de la igualdad entre ambos. Un día yo
hacía jugar a Andrés a los caballitos; pensé que no debía olvidar a Juan;
dejé en el suelo a Andrés y tomé a Juan; apenas había terminado de hacer
‘su galope’, cuando se bajó de mis rodillas diciendo: ‘Ahora Andrés’.
Abrazo a Juan en su cama: ‘Y al otro también’, dice él. He pensado que
podría ser desagradable para Juan ver que su hermanito heredaba sus cosas
viejas, que podría creerse despojado en provecho del otro. Así, cuando
Andrés creció y no cabía en la cuna comencé por dar a Juan una cama
grande y subir al desván su cama pequeña durante tres meses. Al cabo de
este tiempo, cuando la he vuelto a bajar y he puesto en ella a Andrés, Juan
no ha hecho notar que era la suya».

Si se quiere que los niños se entiendan bien entre sí, es preciso no


oponerse nunca, librarse de toda frase comparativa que pudiera producir
envidia y determinar en uno u otro de los niños un complejo de
inferioridad.
No digáis nunca a un niño: «¿Has visto qué bueno es tu
hermanito?»... «Debes ser amable con tu hermana». Nada más a propósito
que esto para crear celos. Y es, a veces, gran injusticia, porque los niños no
tienen el mismo temperamento ni las mismas reacciones; es como si se
dijera a un moreno: «Debes ser rubio como tu vecino».

Cuando los niños están envidiosos unos de otros, decidles: «Está


bien; mañana os traeré una balanza de precisión», o bien: «Pide si quieres
más porque tienes hambre o porque te gusta tan dulce, pero no porque a tu
hermano se le haya dado más que a ti; si estás satisfecho de tu parte, deja
de quejarte; si no lo estás, devuélvenosla».
Cuando dos niños riñen, decidles: «Ni uno ni otro tenéis razón para
reñir; es tarde para determinar cuál de los dos ha comenzado. Además, eso
no tiene importancia. A partir de ahora, el que vuelva a comenzar será el
culpable».

Algunas veces los niños se acusan unos a otros. Conviene enseñar a


los niños a distinguir entre acusación útil e inútil; sólo es útil cuando se
115
hace a tiempo para poder impedir un accidente o una trastada grande; es
inútil y peligrosa cuando tiene por fin hablar con más o menos maldad
contra el hermano o la hermana. Si los padres dicen al niño acusador: «Es-
taría muy bien en ti acusarte cuando hayas cometido una falta; pero como
hoy se trata de otro, no es a ti a quien debo escuchar», el pequeño no
quedará con ganas de volverlo a hacer.

Es preciso repetirles a los niños que se les quiere a todos mucho, y a


cada uno por sí mismo; no puede haber rivalidades por eso si no hay
preferencias.
Damos por descontado que nunca, en las comidas, se ha de mostrar
una cara enojada o descontenta; no podemos imaginar hasta qué punto
pueden contraerse enfermedades del estómago en algunas mesas familiares
en que se siente una atmósfera pesada y los corazones están oprimidos.

No se debe consentir nunca a los muchachos alardear de menosprecio


o conmiseración respecto a sus hermanas. Conviene que éstas no
adquieran ni un complejo de inferioridad ni el deseo de masculinizarse
para no quedarse atrás de sus hermanos. Si la niña es, en efecto, inferior en
fuerza a los hermanos, tiene, en cambio, en su favor otras cualidades de las
que debe sacar razonablemente partido y ventajas: finura de intuición,
paciencia, habilidad para los trabajos de la casa, gracia, flexibilidad, etc.
Consciente de ello, adquirirá un sentimiento de compensación que coloque
las cosas en su punto.

Entre el menor de los hijos y el mayor se puede, inconscientemente,


crear distancias, bien poniendo a cada instante al mayor como modelo tipo
o exigiéndole desconsideradamente que se ocupe del pequeño o que se
deje importunar por él sin quejarse, con el pretexto de que es más pequeño.
Es preciso también evitar que el segundo o pequeño haya de sentir
demasiado esta condición de pequeño, porque no tenga nunca cosas
propias ni vestidos nuevos.
Un niño que usaba siempre los trajes de su hermano mayor, mientras
a aquél se los hacían nuevos, se lamentaba a Dios con estas palabras:
«Dios mío, haced que mi hermano rompa sus trajes, para que no tenga que
usarlos yo».
Recordad que cada niño tiene su personalidad. Haced todo lo posible
por dedicar a cada uno el tiempo que sea sólo para él.

116
Si queréis conservar la confianza de cada uno de vuestros hijos, no
hagáis bromas o burlas respecto a ellos. Cuando alguno en plan de con-
fianza se acerque a vosotros, no lo interrumpáis, dejadle que os diga
cuanto quiera, aunque tengáis una ocupación urgente. No descubráis nunca
un secreto que un niño os haya confiado. Procurad de cuando en cuando
salir con uno de vuestros hijos por turno.

2. El niño enfadado
«Mostrar habitualmente enfado llega a ser para las personas con
quienes se vive un reproche mudo. Es acusarlas tácitamente significán-
doles que el lazo de confianza y simpatía se ha roto y que no se está seguro
de los buenos sentimientos. En el enfado habitual aparece una agresividad
contenida, llevada en términos tolerables sin demasiado riesgo para el
disgustado. Además, el enfado continuo es un medio de hacerse
interesante, de imponerse cuando la exposición franca de los agravios sería
trivial. Gracias a estas utilizaciones secundarias llega a ser pronto un
medio de presión sobre los de alrededor» (R. Allendy).

No hay que extrañarse de que el niño sienta la tentación de protestar


poniéndose mohíno, enojado por una decepción o una observación que
considera injusta. Adoptar un aspecto triste, abatido, agobiado de
sufrimiento, creerse víctima y aparentar que lo es, constituye un arma
preciosa de los débiles contra los fuertes. Pero esta clase de enfado es
peligrosa, y es necesario intentar que el niño se cure de ella en cuanto
comience.
El enojo o enfado continuo es un arma peligrosa, porque el enojado
llega a ser víctima de su hábito. Se condena a mantener una actitud tan
desagradable para él como para los demás, y sin provecho para nadie.
El enojo o enfado prolongado tiene el peligro de hacerse contagioso y
determinar en algunos miembros de la familia roces que complicarían la
situación hasta crear una atmósfera irrespirable.
El enfado o despecho es el origen de actitudes que serán peligrosas
en el porvenir, sobre todo en las chicas. Tienen ya ellas tendencias a
compensar su complejo de inferioridad, por lo que se podría llamar «un
reflejo de víctima». Si después, por la menor contrariedad, ponen rostro
duro, desagradable, están en peligro de perjudicar gravemente la paz del
hogar.

117
Los padres deben evitar sinceramente lo que podría producir
despecho en el niño. ¿Por qué hacen reproches a tiempo y destiempo? ¿Por
qué encolerizarse contra él sin razón suficiente, sobre todo si se trata de
una faltilla de la que apenas es responsable? ¿Por qué abrumarlos delante
de otros con advertencias que no son absoluta e inmediatamente
indispensables?
La mayor parte de los despechos tienen por origen un tono regañón
agresivo, burlón o irónico, que se parece a una provocación. Tan verdadero
es, que en la mayoría de los conflictos familiares hay en cada uno un poco
de culpa.

Si el niño se obceca en su enfado, aparentemos no notarlo, y


procuremos que no se exaspere más. La violencia y el nerviosismo sólo
conseguirán crear una situación aún más delicada.
Cuando el niño esté mejor dispuesto se le debe hacer comprender que
su enfado y obcecación son algo malo, que harán su vida más difícil y sus
esfuerzos más penosos. Mostrarle también que tiene el peligro de adquirir
un hábito malo, el del mal carácter, del cual será él más tarde la primera
víctima. Se le conducirá a renunciar a ese medio pueril ofreciéndole me-
dios más sencillos de hacer oír su opinión. Una explicación sincera le quita
al enojado el deseo que tiene de suscitar remordimientos, y despoja sus
reivindicaciones del carácter misterioso, heroico o novelesco.
Ni qué decir tiene que el mejor remedio contra el enfado continuado
es un ambiente habitual de tranquilidad y optimismo. Si el clima familiar
es alegre y se sabe poner al mal tiempo buena cara, el carácter gruñón y
enojadizo del niño no aparecerá quizá nunca, o al menos desaparecerá muy
de prisa, ya que no encontrará en qué alimentarse.

3. Problemas escolares
La entrada en la escuela es un acontecimiento importante en la vida
del niño. Para muchos es el primer contacto con lo desconocido y con
desconocidos. De la manera con que el niño reciba y sea recibido
dependerá una actitud positiva o negativa frente al trabajo y la vida esco-
lar, que influirá durante muchos años en su facilidad para la enseñanza y
en el trabajo intelectual.
No presentéis nunca al niño la escuela como un lugar en que se
adiestrará: «¡Verás cuando vayas a la escuela: te sabrán domar! ¡Cuándo
llegará octubre para que vayas a clase y me dejes en paz!»
118
Haced desear la escuela a los niños con fiases como ésta: «Se hace
uno mayor cuando se va a la escuela; se deja de ser un niño chiquito, y
además, ¡qué de cosas vas a aprender!»
La vida escolar representa para el niño lo que la profesión en nuestra
vida de adultos; es su ocupación principal.
A partir del momento en que frecuenta con regularidad la escuela,
ésta ocupa lo más definido de su actividad consciente e influye de manera
muy importante en su desarrollo intelectual y físico. Su papel es, pues,
capital. No hay, por consiguiente, nada de sorprendente en que las
dificultades escolares influyan grandemente en el comportamiento general
del niño y que los dramas de la escuela tengan una repercusión fuerte
sobre la vida diaria y sobre la evolución psicológica de los niños.

Debe evitarse tanto como sea posible el internado, que es algo contra
la naturaleza, sobre todo para los muy pequeños, en los cuales nadie puede
reemplazar al elemento afectivo que representan el padre y la madre. ¡Si
los padres sospecharan la tristeza que puede invadir en ciertas horas el
alma de sus pequeños pensionistas, aun en los mejores internados!
Por lo menos, si no es posible otra cosa, que se compense con
frecuentes salidas con la familia, que deben suprimir los arrestos abusivos,
los cuales, por otra parte, transformarían de manera antipsicológica el
internado en prisión.

La elección de escuela es importante. El ideal sería que la escuela


elegida no solamente proporcione una instrucción sólida, desenvuelva en
el niño las cualidades humanas de trabajo, limpieza, cortesía, sinceridad,
exactitud y orden, sino que también cree un ambiente cristiano, favorable
para el desenvolvimiento espiritual y moral del niño.
El niño, sobre todo antes de la pubertad, es extremadamente sensible
a la influencia del medio escolar donde se forma. Si ese medio es religioso,
puede producir en el niño el fundamento de la formación espiritual de una
parte notable de su vida. Si es antirreligioso, creará en él una perplejidad
entre dos formaciones distintas.
Después de la pubertad, los centros del estado: institutos, colegios,
etc., presentan inconvenientes menos graves, con la condición de tener una
atmósfera moral aceptable, y pueden proporcionar al niño ciertas ventajas:
contacto con incrédulos, ocasiones de fe más combativa, espíritu
apostólico afianzado, comprometerse a hacer el bien, etc.

119
En este caso, es preciso procurar que el adolescente continúe y
complete su instrucción religiosa y tome parte en algún movimiento o
asociación católica, sin la cual estará en peligro de sufrir sin compensación
la influencia de un profesor o compañero que no comporta ni su ideal ni su
fe7.

En todo caso, debe existir entre escuela y familia una verdadera y


eficaz colaboración. Por cristiana que sea la escuela, no debe convertirse
en un lugar que desvíe a los padres de su responsabilidad educadora. Aun
siendo cristiana, la escuela no debe separar al niño de su parroquia, en
cuyo caso los ejercicios religiosos podrían ser confundidos por los niños
con ejercicios de clase, y dejarían de practicarlos al salir del colegio.
Es necesario que el niño sienta con precisión que proceden de
acuerdo sus educadores: padres, sacerdotes, profesores. Siempre que existe
esta armonía, al menos tácita, el niño experimenta en ella un sentimiento
de paz y seguridad.

Uno de los puntos sobre los cuales debe realizarse esta colaboración
entre escuela y familia es el problema de los trabajos de clase que se hayan
de hacer en casa. Por una parte, preciso es evitar que sean los ejercicios tan
numerosos que no dejen tener al niño algún momento de legítimo
descanso, tan necesario, que dañen al ambiente familiar, y, sobre todo, que
abrevien de manera habitual el sueño del niño. Por otra parte, si bien el
niño puede pedir ocasionalmente consejo a sus padres, debe proscribirse el
método según el cual son los padres quienes hacen tales trabajos de clase
en lugar de sus hijos.
Lo que es necesario, si se quiere que el niño triunfe en sus estudios,
es que tenga, en la medida de lo posible, un pequeño lugar para él donde
pueda trabajar con tranquilidad sin que lo molesten, ya con preguntas
intempestivas sus hermanos o hermanas, o bien con el ruido de la radio o
de la televisión.

Es bueno que de cuando en cuando, sin abusar, vayan los padres a


visitar a los profesores de sus hijos. Pero que no sea ni sin saberlo éstos ni
en su presencia. No sin que el niño lo sepa, para evitar en él el sentimiento

7
Esto es particularmente sensible en institutos femeninos, especialmente en clase de
filosofía. La experiencia y la psicología muestran que las chicas toman en serio, más
que sus hermanos, las enseñanzas que reciben, y un profesor no cristiano y con
prestigio puede sembrar la duda.
120
de complot contra él —sentimiento que no dejaría de aparecer el día que
supiera que se le había ocultado esta visita—; ni en su presencia, porque si
se le alaba puede envanecerse; si se le reprocha, podría desanimarse.
Los padres deben interesarse por los progresos de sus hijos, mirados
aisladamente más que en relación con sus compañeros. Porque todo
espíritu de competición encierra, como reverso de medalla, el peligro de
cierta envidia hacia los que están mejor dotados o menosprecio para los
que tienen menos capacidad.
El interés de los padres respecto al trabajo escolar no debe consistir
en añadir automáticamente un castigo familiar a otro recibido en la escuela
ni en tomar como sistema la defensa del niño contra sus profesores. En
todo caso, no se deben nunca permitir críticas o burlas en relación con el
personal de enseñaba.

No toleréis jamás delante de vosotros apodos o insolencias.


Consintiendo en que disminuya la autoridad de los profesores, atentan los
padres contra su propia autoridad.
Es evidentemente necesario no hacerse cómplices con el niño para
engañar a sus maestros. «Una tarde vino una madre a buscar a su hijo, y
dijo inocentemente a la maestra: ‘Señorita, haga el favor de excusar a
Mónica. No sabrá sus lecciones mañana porque sus abuelos pasarán la
velada con nosotros; pero traerá hechos sus trabajos de clase; yo los haré
esta noche’».

¿Qué hacer si el niño es perezoso o si realiza sus estudios con


evidente mala voluntad? Puede haber en eso muchas causas de origen
diferente. Causas de orden físico: el niño no oye bien, no ve bien, no
duerme lo suficiente, o también en ciertos casos puede existir una razón de
origen glandular, que hace necesaria una visita médica.
Causas de orden intelectual: está en una clase demasiado fuerte para
él; las explicaciones del profesor son superiores a su inteligencia; tal vez
deberían aplicarle un test que determinara su edad mental.
Causa acaso también de orden afectivo: se le ha considerado mal
desde el principio, el esfuerzo que se le ha exigido era superior a sus
fuerzas o tiene la creencia de que no lo comprenden. En este caso conviene
animar al niño, conducirlo a la convicción de que trabaja para sí y no para
el maestro, y hacerle ver que cada esfuerzo serio se traduce en un aumento
de su valor, de lo cual será él el primer beneficiado. No pedirle esfuerzos

121
superiores a sus posibilidades, pero exigirle pequeños esfuerzos que le den
sentimiento de triunfo y progreso.

Siempre que sea posible, enlazad el trabajo de clase con la vida


corriente. Ayudad al niño a sacar provecho de los conocimientos adqui-
ridos.
Es ésta, sin duda, una de las ventajas de la llamada educación
«nueva», y que está de acuerdo con la psicología del niño.

4. Juegos y distracciones
El juego no tiene para el niño la misma significación que para el
adulto. Para el adulto es, sobre todo, un descanso, una distracción. Para el
niño es la cosa más seria que pueda existir en el mundo; se podría decir
que es su ocupación esencial. Por eso es interesante que los padres, aun
ocupándose de los juegos de sus hijos, eviten molestarlos con
intervenciones intempestivas.

Claudio, niño de cuatro años, deja deslizar entre sus dedos un fino
hilillo de arena dorada, y no responde nada a las indicaciones imperiosas
de su mamá, que le invita a jugar con ella. «No sabes divertirte, Claudio»,
dice ella. «Pero sé muy bien lo que me divierte a mí», respondió Claudio.
El niño toma de tal manera en serio su juego, que con gusto se
identifica con el personaje que representa y se asocia todo lo que él
imagina de su psicología.
Conocía yo a un pequeño de tres o cuatro años. Un día irrumpí en su
cuarto de jugar, cuando se encontraba sentado en un rincón sobre una caja;
delante de él aparecía un pequeño coche volcado sobre uno de los lados. El
niño estaba muy serio; con las dos manos colocadas sobre una de las
ruedas del coche, conducía...
Quise hablarle de su oficio, y para entrar en materia le dije: «¡Buenos
días, pequeño conductor!» Pero mi frase quedó sin respuesta. Me pareció
que el niño no estaba muy cortés. Lo que yo le decía era amable. ¿No era
realmente él un pequeño conductor? Repetí mis «buenos días». Siempre
sin respuesta. Después de una tercera tentativa, el niño, no sin haber
tomado antes una vuelta peligrosa, se volvió, refunfuñón, y me dijo
tranquilo y altanero: «Esto no se les dice a los conductores».

122
El juego es el trabajo de los niños, y los juguetes, los utensilios del
juego.
Un niño se divierte con su ilusión en tomo a un juguete más que con
el juguete mismo. Se entretiene uno mejor a los cuatro años con un trozo
de madera fajado o envuelto en trapos que con un juguete complicado y
costoso.
Descubre el niño en el dibujo y la pintura un excelente medio de
expresar para los demás y para sí mismo sus instintos creadores. Es mejor
que él pueda inventar lo que le parezca que no el colorear los «espacios en
blanco» de un método impreso de antemano; podría con esto desanimarse
y renunciar a todo esfuerzo personal de imaginación.

Los juegos de construcciones son muy apropiados a la psicología del


niño, con la condición de que él pueda construir, modificar y volver a
empezar según su idea.
Lo que interesa es no tanto el juguete y lo que cuesta, sino la
actividad creadora que determina en el niño.
En la época de navidad no deis a vuestro hijo de una vez una
multitud de juguetes comprados sin discernimiento; al contrario, haced la
elección con cuidado; distribuid durante el año la mitad de las compras. De
esta manera los juguetes podrán realmente llenar su papel, que es
contribuir al desenvolvimiento del niño, renovando su interés.

No temáis para vuestros hijos los ejercicios al aire libre. Habituadlos


pronto al viento, a la lluvia, al frío. Puede el niño hacerse fuerte muy
fácilmente y poder sufrir la intemperie. Son con frecuencia los niños
demasiado protegidos las víctimas de los cuidados excesivos de quienes
los rodean.
Haced que vuestro hijo aprenda a nadar lo más pronto posible.
Cuanto más joven comience le será más fácil; algo parecido como para
aprender lenguas vivas.
Si tenéis ocasión de que vuestro hijo siga un curso de gimnasia
rítmica, no dudéis en proporcionárselo; este método ejercita los músculos
y las articulaciones, da al cuerpo proporciones armoniosas; el niño se hará
más flexible y natural en sus movimientos; su sentido del ritmo se
reforzará, lo cual le será útil más adelante, y no sólo en el aspecto musical.
Aprenderá también a reaccionar prontamente y de manera eficaz; ganará
en sangre fría, cualidad indispensable en la actualidad a Tos niños;
123
recordemos aunque sólo sea la circulación moderna en las calles y los
peligros que supone. La gimnasia rítmica armoniza el espíritu y el cuerpo;
exige que el niño aprenda a dominarse, y fortifica la facultad de
concentración, por la cual podrá sin dificultad adquirir una actitud firme en
presencia de otras personas, y más adelante —por ejemplo, en período de
exámenes— evitar el miedo, de tan deplorables resultados.

Cuando el niño crezca, la participación en grandes juegos y las


salidas al aire libre en unión de algún grupo de jóvenes será para él ocasión
de una formación buena, física y moral a la vez.
Para el tiempo de vacaciones, aceptar con gusto que vuestro hijo
participe de una colonia o un campo. Será esto ocasión para él de desarro-
llo físico y moral, que le beneficiará todo el año.
Sin embargo, es preciso ser exigente no sólo sobre el ambiente
educativo de la colonia, sino también sobre su atmósfera espiritual. Una
colonia de vacaciones de espíritu francamente cristiano es ocasión fecunda
de aprendizaje de vida cristiana, y se debe procurar ese beneficio para los
niños.

El deporte posee en la actualidad —y es esto un gran bien— un


atractivo prodigioso para la mayoría de los niños. Hay, sin embargo,
deporte y deporte. Es preciso desconfiar —principalmente en el período de
la adolescencia, en que se fatiga muy pronto— de los deportes de compe-
tición, donde, por el deseo de vencer, hay peligro de pasar los límites de la
prudencia.
El deporte no es aconsejable más que cuando, por otra parte, se
asegura al niño equilibrio físico y moral con la gimnasia racional, y
cuando se realiza además bajo dirección o inspección médica.
Una recomendación que no es seguramente del todo inútil: el juego
debe llevar —aun cuando el niño crezca— la recompensa en sí mismo y en
la observación a conciencia de la disciplina del juego. El arte de saber
perder lo mismo que ganar constituye un verdadero enriquecimiento
moral. Sería de lamentar que el juego fuera estimulado por el incentivo de
una ganancia cualquiera. Normalmente, los juegos de dinero deberían estar
prohibidos.

La lectura para los niños debe ser cuidadosamente elegida. Es


necesario prohibir deliberadamente no sólo las obras de moralidad dudosa,
sino también todo lo que pueda impresionar con demasiada viveza la
124
imaginación del niño, en particular relatos de crímenes, de torturas,
novelas policíacas, aventuras de gangsters.
En principio, esos relatos, fuertes de colorido, pueden falsear el juicio
y la imaginación de lectores jóvenes. Por otra parte —y el caso no es
imaginario—, pueden crear un mundo ficticio, donde se centre el niño
fuera de toda realidad, esperando ejecutar él mismo las aventuras de quien
tiene llenos el corazón y la inteligencia.
Hay en el momento actual gran cantidad de revistas y libros
ilustrados para los niños. No todos son igualmente formadores. Algunos
constituyen un verdadero veneno. Otros son una tontería embrutecedora.
No enviemos a nuestros hijos a comprar cualquier revista en los quioscos.
Puesto que las hay formativas, hagámosles, si es posible, una suscripción a
su nombre. Eso evitará la tentación de comprar sin preocuparse de qué ni
de cómo.

¿Qué se debe pensar del cine en relación con los niños?


El cine posee un poder de hechizo excepcional, y puede servir con la
misma facilidad a las mejores causas o a las más malas. Desde el punto de
vista educativo, puede ser para el niño instrumento precioso de descanso e
instrucción: filmes de historias, documentales de viajes.
Pero puede ser también en extremo peligroso, porque la mayor parte
de las películas que existen en la actualidad no son para ellos. Las grandes
películas de emoción y aventuras descargan verdaderos golpes de
imágenes sobre los jóvenes cerebros, que se aturden con tantos choques
repetidos. Las imágenes son el vehículo de una carga afectiva o
sentimental. Su multiplicidad superpone al mundo real un mundo ficticio,
artificial, que ofrece el peligro de descentrar al niño, quitándole el sentido
de la realidad en una edad en que precisamente necesita adquirirlo. Por
otra parte, como él es muy sugestionable, tiende a reproducir las escenas
que ve desarrollar en la pantalla, y si éstas son sentimentales o equivocas,
pueden suponerse los efectos que producirán.
Se ha observado que el abuso del cine determina en el niño
disminución de la memoria y de la atención, y de manera general del pen-
samiento.
En fin, el cine, sobre todo si el niño asiste frecuentemente, determina
una especie de embriaguez y crea una necesidad ficticia, tanto que alguien
haya podido decir: «El cine es el opio de la infancia.» Por eso,
exceptuando las sesiones especialmente reservadas para los niños y donde
125
la elección de películas se determine por su carácter instructivo y
tranquilizador, abusar del cine es contraindicado para los jóvenes.
Constituye el cine tal fuerza en la actualidad y ejerce de tal manera
influencia, que no basta con preservar al niño de asistir. A medida que sea
mayor convendrá enseñarle a elegir sus películas y a verlas con espíritu
crítico. La película discutida en familia, entre los padres y los hijos
mayores, ofrece ocasión de puntualizar criterios, abrir horizontes y
contribuir a la formación del juicio.

La radio, y forzosamente la televisión, deben ser objeto de la


atención de los padres, y también de educación del espíritu crítico y del
juicio. Hay emisiones sanas y a veces educadoras. Las hay que son
simplemente de distracción, sin más. Las hay embrutecedoras y
envilecedoras. Aquí es bueno recordar que «vivir es elegir» y que es en
estas opciones donde se revela la cualidad de un alma.

5. Adolescencia
Llega una edad en la que el niño deja de serlo y no es todavía adulto.
Edad en que se produce una especie de ruptura de equilibrio en vista de un
equilibrio nuevo y de la conquista de la personalidad, que harán poco a
poco de este niño no sólo un joven o una joven, sino tal joven —chico o
chica— determinado. Resulta de esto un período de crisis que comienza,
en general, hacia los trece años y que puede durar dos o tres.
Con frecuencia, en ese período, los padres, que han olvidado por
completo lo que a ellos mismos les pasó, se sienten desorientados, porque
no reconocen ya a sus hijos. Lo primero que ha de hacerse es no asustarse.
Se trata de una crisis normal, que pasará con tanta mayor rapidez y
facilidad cuanto más los padres se esfuercen en comprenderla.

El adolescente, que deja de ser un niño, comienza por tener una crisis
de emancipación. No quiere formar parte del mundo de los pequeños; no
quiere ya ser tratado como un niño; no le gusta que le hagan decir sus
lecciones; no quiere que se le mande por la noche acostar; se molesta por
la menor observación, sobre todo si se la hacen delante de hermanos o
hermanas más pequeños.
Este deseo de emancipación es la manifestación de un progreso
natural en vías de evolución. Sería en vano y peligroso intentar dominarlo
por la fuerza.
126
Lo que caracteriza la adolescencia es una transformación fisiológica.
Importa, pues, que los padres hayan prevenido a tiempo a sus hijos. Pero
en cualquier caso resultará de ello una fatigabilidad física, una
inestabilidad de carácter que es necesario tener en cuenta.
No hay por qué extrañarse en este período de los cambios de humor,
arranques no razonados, desigualdad en el trabajo, sucesión imposible de
prever de alegría ruidosa y gesto sombrío.

El adolescente siente la impresión de no ser él mismo. No comprende


siempre lo que pasa en él. Siente más o menos confusamente algo en sí
más fuerte que él mismo... Pero difícilmente lo afirmará. No aceptará con
gusto reproches o reconvenciones, y éstos le producirán, en general, la
sensación de ser un incomprendido.
Los adolescentes intentan, con frecuencia torpemente, afirmar su
naciente personalidad oponiéndose a la tradición, al conformismo, al
criterio de los adultos. Pocas veces tienen pensamiento propio y reflexivo.
La prueba es que varían con mucha facilidad sobre el mismo asunto en
algunos días de intervalo. Pero se colocan instintivamente en la oposición
de lo que vosotros afirmáis. No saben siempre lo que quieren con
precisión. Por lo menos, quieren algo distinto de lo que vosotros queréis, y
con frecuencia lo contrario de lo que deseáis. Por otra parte, están dotados
en esta época de una plasticidad artística y de artesanía que los capacita
para interesarse por las actividades más inesperadas, a través de las cuales
buscan su orientación y realizan la selección de sus gustos y aptitudes.

En esta edad, que se llama impropiamente «la edad ingrata», no les


es suficiente que los quieran, y —hecho que desconcierta mucho a las
madres— hasta los abrazos, los mimos, las manifestaciones de cariño
familiar, los encuentran indiferentes, si no hostiles. Lo que ellos quieren es
no sólo ser amados; es amar por sí mismos y elegir sus amistades,
naturalmente, fuera de su casa.
Son capaces, a la vez, de un egoísmo casi cínico para todo lo que
concierne al cuadro familiar y de una abnegación espléndida fuera: por los
pobres, por un ideal, por un movimiento político o religioso.
Es la época en que principalmente conviene orientarlos, sin
imponérselo nunca, hacia una organización de juventudes. La abnegación
con que se entregarán a ella será tal vez lo que mejor podrá ayudarlos a
salvar ese período de crisis y a volver a encontrar el equilibrio en las mejo-
res condiciones: dándose es como se equilibrarán.
127
Para las jóvenes es la edad de la pasión amorosa: por un profesor, por
una profesora. Si el objeto de la pasión es algo bueno y equilibrado, no hay
por qué inquietarse; pasará por sí solo.
Si la evasión del medio familiar no se orienta hacia una organización
juvenil, el adolescente puede desviarse en otro sentido, no sin peligro: el
de los sueños, la imaginación; es la edad por excelencia del romanticismo
y de lo novelesco.
No os extrañéis si en esta época vuestro hijo no quiere salir con
vosotros. Lo importante —peto este importante es esencial— es que el
medio en que busque sus diversiones y descanso sea moralmente sano.
Aquí interviene también la elección de la organización juvenil que mejor
responda a sus aspiraciones.

Esos niños grandes son capaces de entusiasmarse por las cosas


grandes y bellas, como también por cualquier pequeñez. No se os ocurra
burlaros; son muy susceptibles, porque son sensibles. No intentéis
adivinarlos; son muy suspicaces: se repliegan en sí mismos y se cierran
más; son muy celosos de su autonomía, de su independencia: su
personalidad se yergue. ¡Son muchachos mayores, no chiquillos! Sobre
todo, que no les parezca que se los vigila.
Esta última palabra me trae a la memoria la distinción un poco sutil,
pero fundamentada, que se estableció un día entre dos traducciones del
mismo término griego episkopein, de donde procede la palabra obispo; una
de las traducciones, que siguió literalmente los elementos de la
composición del verbo griego, dio «vigilar». El otro invirtió, podría
decirse, el orden de los factores y dio «velar por». Se ve en seguida la
diferencia. Un padre no vigilará a su hijo ya mayor, tendrá confianza en él;
pero velará por él para impedirle que haga tonterías; velará por él para
hacerle aprovechar las ocasiones de demostrar su talento o sus cualidades.

Dad a vuestros adolescentes ocasión de contribuir activamente a las


decisiones comunes relativas a la casa. Será un medio de dominar
razonablemente la exagerada tentación de evadirse del hogar familiar.
La experiencia demuestra que los muchachos cuya opinión se tiene
en cuenta en los asuntos del gobierno de la casa, alimenticio, de diver-
siones, radiofónico, etc., en el seno de la familia, buscan menos que otros
ejercitar su libertad fuera.

128
Sobre todo, ante las manifestaciones de independencia, de evasión,
de oposición, de vuestros hijos y de vuestras hijas adolescentes, no
dramaticéis. Nada de escenas, lágrimas o reproches...; menos aún
violencias.
En esta edad más que nunca, sabed persuadirlos y procurad no
obligarlos.
Cuando deseéis conseguir alguna cosa de ellos, apelad a los móviles
más elevados; no os apoyéis en motivos exclusivamente utilitarios; a pesar
de las apariencias, están en la época de los idealismos desinteresados. Es
también la edad de la poesía, en la que gusta hacer versos sobre todo y a
propósito de todo.

En términos generales, evitad el burlaros de ellos; mostraos


compasivos; más aún: hacedles sentir que los comprendéis. Conservaréis
de esta manera ante ellos la autoridad moral, de que tanta necesidad tienen,
sin que lo sepan, para ayudarlos a canalizar en buen sentido las fuerzas
nuevas y magníficas que los encaminan hacia la edad adulta.
Tranquilizaos; esos años difíciles pasarán. Si vuestros hijos
comprenden que los amáis por sí mismos, que no solamente no queréis
impedir que crezcan, sino que deseáis ayudarlos a conseguir una
personalidad de hombres o mujeres dignos de tal nombre, vuestros hijos y
vuestras hijas conservarán su confianza en vosotros o, pasada la crisis,
sentirán y os demostrarán un afecto redoblado.

6. Evolución del amor de los padres a sus hijos


No hay nada más hermoso que el amor del padre y de la madre para
su hijo. Pero ¿se sabe suficientemente que este cariño es planta delicada
que, para no entorpecer el desarrollo y expansión legítimos del niño, debe
saber evolucionar en sus manifestaciones y en sus exigencias? Pocos
padres comprenden esta evolución. Y es esta incomprensión causa de una
serie de conflictos afectivos más o menos latentes que desconciertan con
frecuencia a los padres más abnegados y, principalmente, a las madres más
tiernas.
Quiérase o no, el sacrificio será siempre la nota auténtica del
verdadero amor.
No hay amor más grande que el de quien se sacrifica por aquellos a
quienes ama.

129
La madre, sobre todo, debe sobreponerse a sí misma para llegar a
comprender la evolución en las relaciones que debe tener con su hijo.
Durante nueve meses era completamente suyo. Dependía por entero de
ella, puesto que por ella respiraba y en ella se alimentaba. En los primeros
meses era todavía un pequeño ser por completo dependiente. Si lo
alimentaba ella misma —como es de desear—, le daba aún su propia
sangre al darle su leche. Y el pequeñín, débil, sólo encontraba apoyo y
protección en los brazos de su madre. Después, poco a poco, el niño
creció. Y al adquirir el uso de su libertad adquirió también su
independencia. Durante los primeros años continúa el niño todavía muy
cerca de su madre. Es ella su primera educadora, su confidente
providencial, a quien recurre en cualquier circunstancia. Pero el niño crece
más. Su personalidad se afirma lo mismo que su autonomía. Entonces
siente profundamente la madre que el hijo ya no es con ella el mismo de
antes. Lamenta y añora, a su pesar, los años en que era pequeñín, venía a
refugiarse en sus rodillas o lo estrechaba contra su corazón...

El niño se ha convertido en un joven o una joven. A pesar de ello, la


madre no quiere reconocer que la forma de su autoridad debe cambiar.
Porque no puede ya mandarlo como antes, se la oye decir: «¡Era tan bueno
de pequeñín!». Y por una especie de retroceso al pasado sigue haciendo
recomendaciones como si el niño tuviera siempre ocho años.
Algunas madres hasta creen tener como un derecho estricto al amor
exclusivo de su hijo. Lo llevarán tal vez a sacrificarse por ellas con peligro
de estropear su vida si no es que el hijo conquista violentamente su
legítima autonomía, lo cual no sucederá sin quebranto y sin sufrimiento de
una y otra parte.

El amor materno no debe ser el único factor de la vitalidad del niño.


Es preciso que lejos de su madre, aunque sufra un poco con la separación,
sea capaz de vivir. Parece también útil, desde los primeros años, que la
madre se decida a separarse alguna vez de él y confiarlo durante más o
menos tiempo a otras personas. Se evita así la fijación demasiado
exclusiva sobre la mamá.
Así como al nacer debe cortarse el cordón umbilical entre la madre y
el niño, para hacer posible la vida independiente de éste, lo mismo deben
aprender muy pronto las madres a cortar progresivamente, cuando el
tiempo oportuno llegue, el «cordón» invisible, pero mucho más resistente,
que las une en lo afectivo, de una manera muy especial, con sus hijos. No
130
se trata de la destrucción sistemática del amor materno y filial, sino, muy
al contrario, de una evolución en la forma, de una adaptación a las circuns-
tancias de la vida, de un amor liberador y no captativo.

El amor maternal sofocando a los niños en el momento en que tienen


necesidad de ser lanzados fuera del nido, hace pensar en los árboles que se
plantan para proteger una casa del sol excesivo; terminan tales árboles por
crecer y prosperar tanto, que es necesario podarles las ramas si no se
quiere morir de ahogo y palidez, de oscuridad en la casa.
Con frecuencia, la madre no se da cuenta del perjuicio extremo que
puede hacerles a sus hijos, sobre todo, a veces, a su hija, encerrándolos en
lazos afectivos demasiado apretados. El pequeñín necesita casi físicamente
abundancia de cuidados maternales, pero a medida que crece debe saber la
madre liberarlo de ellos, progresiva e insensiblemente, sin romper nada de
su amor mutuo, para dejarlo deslizar por la pendiente que lo conducirá a su
independencia afectiva e intelectual.

La madre presenta respecto del hijo una complicación de otro orden:


sabe instintivamente que, merced al carácter viril que se desenvuelve en su
hijo, va a escaparse completamente a su influencia materna. Tiene miedo
de perderlo, de verlo salir de su círculo de influencia, y adopta entonces
una actitud que podría llamarse debilitadora: intenta por todos los medios,
sin darse cuenta de ello, oponerse a la virilización de su hijo. Todos los
medios le son buenos: no sólo continuas prohibiciones que mantienen al
adolescente en una vida infantil, sino también todas las sugerencias que
producen en su espíritu la impresión de que no es todavía un hombre y que
permanece largo tiempo siendo niño.
El asunto se complica cuando de hecho el adolescente mismo no está
firme en su deseo y él también se resiste a esta evolución psíquica de la
pubertad, negándose a abandonar las ventajas del estadio infantil en
beneficio de otro estadio cuyo interés desconoce. Pertenecen a esta clase
esos muchachos que se ven de aspecto algo afeminado que tienen para su
madre una finura extraordinaria y múltiples atenciones; todo ello en
detrimento de la evolución que debería producirse en ellos. No se puede
uno imaginar la frecuencia de esta situación; pasa inadvertida si no se hace
un estudio informativo, perspicaz y preciso.
La oposición de la madre a los deportes, reuniones de camaradería,
estancias fuera de casa, lecturas, y hasta a la verdadera posibilidad de

131
trabajo de su hijo, es uno de los aspectos de esta oposición de carácter
debilitador.
Basta con frecuencia explicar a las madres el origen de estos
conflictos afectivos para conducirlas de nuevo al verdadero sentimiento
maternal que debe buscar el interés de sus hijos y ninguna otra cosa.

Muchas mamás, con el pretexto de querer perfeccionar la educación


de sus hijos en este delicado período de la pubertad, los agobian con un
torrente de recomendaciones, órdenes, censuras, que terminan por
exasperar a los muchachos.
La multiplicación de observaciones hace que pierdan la sensibilidad
en relación con ellas, se acostumbran, dejan pasar las tormentas y se re-
fugian en una sordera psíquica que los ayuda a no entontecer.

Es preciso conceder a la sensibilidad un mínimo de independencia,


sin lo cual el desarrollo de la personalidad podría perjudicarse. Este mí-
nimo de independencia será lo que más tarde permitirá al niño desasirse de
su familia. Es un error frecuente en los padres el creer que el niño se
separará por sí solo y demasiado pronto del ambiente familiar. Si los
educadores no lo preparan para sobreponerse a las dificultades afectivas de
esta separación, el niño puede continuar dependiendo de las personas que
constituyen su ambiente. De ahí las tendencias tan frecuentes en nuestra
época, que son persistencia de tendencias infantiles; el grado de altruismo,
es decir, el desprendimiento de los primeros intereses, es la medida del
grado de desarrollo afectivo de un individuo. La colaboración firme y
afectuosa por parte de los padres, actuando muy pronto en el plan afectivo
y cada vez más en el intelectual por consecuencia, es lo que permitirá al
niño destacarse y desprenderse como personalidad.
Esta misma colaboración comprensiva y firme será lo que le dará
suficiente confianza en sí para decidirse a pensar y sentir por sí mismo,
para amar y detestar, cuando sea preciso, libremente. Todavía, en relación
con esto, muchos padres desean que su hijo sea no él mismo, sino lo que
ellos han soñado para sí. Tienden a imponer con demasiado exclusivismo
su manera de ver y de sentir en lugar de favorecer el desarrollo natural del
niño. Lo identifican con ellos en vez de intentar colocarse en su lugar para
comprenderlo y ayudarlo eficazmente. Se quiere que sea de tal modelo
imaginado, olvidando que es y debe ser él mismo, lo que supone superar
muchas dificultades para la sensibilidad infantil. Es que los padres olvidan

132
esta verdad fundamental: que educar a los niños es acostumbrarlos a que
puedan arreglarse a pasar sin ellos.

¿Qué es el niño sino un futuro hombre, un ser espiritual, una persona


dotada de un alma, llamada ella también a un destino en uso de su
libertad? El niño es un valor puesto por Dios en manos de los padres. La
solterona se puede permitir el lujo de tener un perrito para su diversión
personal. El hijo no es para los padres, sino los padres para el hijo. Antes
de salir del seno materno se alimentó nueve meses de la vida de su madre.
Por segunda vez, llegado a la edad de hombre, deberá salir del hogar,
después de haberse alimentado de todo lo mejor que los padres tenían que
transmitirle: hábitos, tradiciones, manera de orientar la vida... La tarea d^
los padres, la maternal sobre todo, es tarea de' desinterés, de olvido de sí.
«No yo, sino él...».
El secreto de la felicidad para los padres: aspirar no a realizar su
propio sueño, sino a hacer coincidir sus deseos con la voluntad de Dios
sobre sus hijos.
Si el amor está constituido por olvido de sí mismo y sacrificio,
digámoslo francamente, el sacrificio tiene su recompensa también. Porque
el niño, llegado a hombre, conserva mayor cariño y reconocimiento a sus
padres, a medida que comprenda —sin que sea necesario recordárselo a
cada momento— todo lo que debe a quienes se han desvelado por él, con
desinterés, sin buscar nada para sí mismos.
Así vuestros hijos, realizando su vocación personal, serán más
adelante vuestra recompensa viviente.

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CONCLUSIÓN

Al final de un libro como éste se tiene la impresión de no haber dicho


todo lo que se habría tenido que decir.
¡Cuántas cosas todavía se podrían añadir! Pero hay que terminar.
Después de todo, lo importante es determinar una actitud general
por parte de los padres que desean sinceramente cumplir su «hermosa
misión de amor»' al servicio de los hijos.
No se puede decir todo en un libro. No puede ser previsto todo con
detalle.
Al menos, del conjunto de lo que aquí se ha indicado, se desprende
una impresión general que ayudará en este sentido a padres y a madres a
encontrar las soluciones más adaptadas a cada caso particular.
Que los padres, una vez más, no se asusten de su tarea. Desde el
momento en que intentan lealmente educarse ellos mismos para educar a
sus hijos y, puesto que los aman con un amor desinteresado, poco importa
que falten aquí o allá, en tal o cual regla; poco importa que hayan estado
en una u otra ocasión algo torpes. El Señor, que ve su buena voluntad,
suplirá su insuficiencia. Y sus hijos serán eternamente su alegría y su
legítimo orgullo.

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