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Mientras tanto, Johana (de 14 años) y Mariana luchaban contra el drama de una
violación sexual. La primera tuvo que permanecer 13 días hospitalizada mientras
una junta médica del hospital determinaba si aceptaba su solicitud aborto, a
pesar de haber presentado el único requisito que necesitaba: una denuncia
penal. La segunda, que fue agredida sexualmente cuando viajaba en un bus
desde Buenaventura hasta Cali (Valle), tuvo que soportar un aborto en la misma
sala donde una mujer estaba pariendo. Luego, las palabras de una enfermera
que le dejó el feto sobre la mesa de noche: “Ahí verá qué hace con eso”.
Vásquez vuelve a recordar aquel 13 de julio de 2007, una historia que ha relatado
infinidad de veces a periodistas, jueces, policías, abogados, activistas. Se
encontraba trabajando como limpiadora en el Liceo Canadiense. Estaba
embarazada de nueve meses. A las 14:00 horas no sentía dolor alguno. Sabía
que le tocaría dar a luz en cualquier momento; estaba pendiente. Una hora
después, su jefe la envió al mercado a hacer unos mandados. Iba con varias
compañeras. Fue entonces cuando comenzaron los dolores.“Regresé sobre las
18:00 Me dolía la espalda. No podía enderezarme. Pensé que ya iba a nacer”,
explica. Se sentó en una silla, solicitó un celular y llamó al 911 en varias
ocasiones. Al menos, cinco o seis veces. No llegó nadie. Empezó a llover. “Me
sentía frustrada porque no llegaba nadie”, afirma. Pidió dinero a su jefe para ir al
hospital; este le entregó US$20. Sola, sentada en una grada, con la bolsa
preparada para ir al centro médico, esperaba que llegaran por ella. Y nada. A las
20:00 horas, sintió ganas de orinar, fue al servicio -en el que no había luz-, se
bajó los pantalones y los calzones y sintió que “algo cayó”. Se desmayó.
Tambaleándose, regresó a la grada, dejando un resto de sangre del que ni
siquiera era consciente. Un empleado del lugar, ya fallecido y que se convirtió
en principal testigo en su contra, encontró el feto y llamó a la policía.
— ¿Por qué lo hiciste? —le preguntó uno de los agentes que la rodeaban.
—Has matado a tu bebé. —Le sentenció
—No lo he hecho, —respondió ella.
—Me desmayaba a cada rato. Me subieron al carro y me esposaron, —recuerda.
Rosa, una joven de 25 años que administraba una droguería en el corregimiento
El Placer, en Putumayo, fue atacada repetidamente, entre el 2005 y el 2006, por
paramilitares que frecuentaban el lugar. Primero le exigían que les entregara
medicamentos, que nunca pagaban, y la obligaban a prestar servicios médicos
a los heridos. Uno de ellos, conocido como alias Barco y que padecía una
enfermedad sexual, no solo obligaba a la mujer a que le diera tratamiento, sino
que abusaba sexualmente de ella. Esa situación se mantuvo durante seis
meses, tiempo en el cual ella también se contagió, por lo que vivía bajo la
amenaza de que las mismas Auc la expulsaran de la zona o la mataran por portar
la enfermedad.