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Autoras:
Bertolaccini, Luciana
En los últimos años, la Ciudad de Rosario se vio atravesada por una transformación
territorial de la mano del boom sojero/inmobiliario que fue acompañado paralelamente, y
de forma interconectada, por el desarrollo y diversificación de un eje económico delictivo,
protagonizado por actividades del narcotráfico. En su imbricación, las actividades ligadas a
la economía del narcotráfico junto con los procesos de la economía formal, han ido dando
lugar a lógicas de desterritorialización y reterritorialización, configurando nuevos lazos de
poder, reestructurando los órdenes socioespaciales, rompiendo y recreando subjetividades.
En esta presentación nos propondremos dar luz sobre los procesos territoriales que
conlleva el accionar de las fuerzas represivas, que fue propuesto por el Estado como
operativo de “pacificación”. Para esto nos interrogamos si el accionar represivo profundiza
la fragmentación socio territorial y, en este sentido, cómo es que estas prácticas
desplegadas en zonas específicas de la ciudad, consideradas peligrosas, se imprimen sobre
los cuerpos de los sujetos sociales. Así mismo nos preguntamos cómo se plasma la lucha
entre los aparatos de captura de estos cuerpos y las resistencias a las mismas, y qué
devenires tienen estas nuevas prácticas en el resto de la ciudad.
Palabras claves:
Los cambios ocurridos en las últimas décadas en nuestro país, transformaron completamente
la Ciudad de Rosario. El boom de la soja dentro del mercado internacional de commodities tuvo un
gran y acelerado impacto en la ciudad, que consolidó tanto el desarrollo de un cordón portuario
como la estructura urbana a partir de la reinversión del excedente sojero en el sector inmobiliario.
Esto produjo cambios en el paisaje de la urbe, desplazando los barrios más carenciados que
bordeaban el río hacia las periferias, por lujosos complejos habitacionales. Es decir, un crecimiento
urbano muy desequilibrado con su contraparte en la utilización política del gobierno municipal de la
construcción de una imagen urbana publicitaria para el mundo.
Previo al acercamiento analítico sobre los modos de accionar de las agencias de control del
Estado por sobre los barrios de la ciudad y los cuerpos que allí habitan sería necesario pensar qué
fenómeno antecede esas prácticas y si es que podemos hablar en algún sentido de legitimación de
las mismas. Desde nuestra visión aquello que marcaría la agenda social, mediática y posteriormente
la agenda estatal para la toma de políticas públicas de control son las demandas sociales
determinadas por la inseguridad, aunque también nos atrevemos a pensar en un componente más
bien subjetivo que construye el binomio seguridad/inseguridad como sensación, es decir, como la
percepción siempre colectiva de percibirse más o menos protegidos. Pero, ¿qué significa estar
protegido?
De acuerdo a lo teorizado por Robert Castel, podríamos distinguir dos grandes tipos de
protecciones:
Atendemos a una coyuntura en donde la seguridad social se encuentra extendida en una red
de instituciones sanitarias y sociales que se ocupan de la salud, la educación, problemas derivados
de la edad, y demás en una retórica de derechos que abarca a la gran mayoría de la sociedad. Sin
embargo, a pesar de rodearnos de protecciones, las preocupaciones sobre la seguridad permanecen
omnipresentes, de modo que en nuestra ciudad la cuestión de la inseguridad se establece como
preocupación de primer orden.
La forma en que Castel resuelve esta paradoja es pensando en que la inseguridad moderna no
sería la ausencia de protecciones sino más bien su reverso, su sombra llevada a un universo social
que se ha organizado alrededor de una búsqueda sin fin de protecciones y de seguridad. De hecho la
sensación de inseguridad no va de la mano con las amenazas reales sino más bien se establece por
relaciones históricamente determinadas con los mecanismos de protección. Para este autor entonces,
“la sensación de inseguridad” no surge de datos objetivos sino que es un efecto del desfasaje entre
expectativas socialmente construidas sobre las protecciones y la capacidad efectiva de una sociedad
para implementarlas.
De cierta manera las demandas por mayor protección al Estado derivan de la lógica liberal de
seguridad, en donde la adhesión al pacto social se sostiene sobre la necesidad de proteger la
propiedad privada – integridad física y los bienes producto del trabajo individual - que en última
instancia son concebidos como la base de la seguridad frente a las contingencias de la vida. De esta
tradición el Estado es pensado como Estado de Derecho, guardián del orden público y garante de
los derechos y bienes de los individuos a través de intervenciones de las agencias de control: las
fuerzas de seguridad policiales, e incluso militares.
Es así que las demandas securitarias imperantes conllevan el pedido de “más Estado”, pero
vale preguntarnos por las contradicciones que podría implicar la demanda de más autoridad y si
ésta puede ejercerse en un marco verdaderamente democrático. La cuestión es hasta qué punto se
está dispuesto a aceptar el desplazamiento hacia una restricción de las libertades públicas de los
grupos sociales sobre los cuales se dirige la fuerza represiva del Estado.
De esta manera es que sostenemos que por parte del Estado avistamos un desplazamiento
desde el Estado social hacia un Estado de la seguridad que preconiza y pone en marcha el retorno a
la ley y al orden, como si el poder público se movilizara esencialmente alrededor del ejercicio de la
autoridad. Autoridad revestida de Estado Gendarme que no hace más que socavar las
contradicciones sociales y urbanas en tanto piensa la seguridad civil y la social como esferas
desvinculadas cuando de hecho son dos caras de una misma realidad imposible de subsanar
fragmentariamente sin conflictos.
Kessler y Dimarco (2013) han sabido interpretar las prácticas que se ejercen por las fuerzas
de seguridad sobre los jóvenes en fuerte vinculación con el fenómeno de estigmatización que se
ejerce sobre ellos para comprender las formas que toma la violencia, su persistencia, generalidad y
gran tolerancia que adquiere para la opinión pública. Su trabajo sobre la ciudad de Buenos Aires
nos es útil en tanto sirve de espejo de algunos fenómenos que ocurren actualmente en Rosario y
vuelve tangible las formas que puede tomar el desplazamiento hacia un Estado gendarme en
respuesta a la demanda de más autoridad. En este sentido es que la estigmatización territorial
refuerza el accionar represivo con la legitimidad de una sociedad atemorizada que ubica en estos
barrios sus miedos y sospechas.
De la misma manera, Cortés (2010) nos dice que una sociedad que se basa en la
jerarquización, ordenación y clasificación de los seres humanos, necesita una tecnología política
capaz de moldear conductas que permita la construcción de sujetos dóciles y obedientes. El control
social que se busca imprimir a través de la vigilancia y el ordenamiento inicia un proceso en donde
las individualidades serán exaltadas para permitir separarlas y encauzarlas espacialmente de manera
que sea más fácil su control.
En este punto nos parece interesante señalar los aportes de Gilles Deleuze, recuperados por el
autor anterior, cuando nos dice que las sociedades disciplinarias han comenzado a atravesar un
periodo de transformación hacia las sociedades de control. Este cambio es explicado como un
solapamiento más que como una sustitución, entendiendo que los cambios sociales se producen
lentamente y bajo una lógica de superposición y acumulación. La sociedad de control se imbrica
con una sociedad disciplinaria cuyos efectos aparecen ahora exacerbados y de la misma forma en
que las disciplinas son creadoras de su propio discurso, las tecnologías de control producen el suyo,
basado en la seguridad y la prevención, en suma, en garantizar esa misma vida que tiene como
objeto controlar.
Se trata aquí de la crisis de las instituciones precedentes, por lo que las sociedades de control
vienen a sustituir a las antiguas disciplinas que se enmarcaban en sistemas cerrados, por un control
al aire libre. En otras palabras, a la vez que las instituciones de confinamiento entran en crisis,
paradójicamente, sus lógicas se generalizan desparramándose por todo el tejido social y asumiendo
modalidades más fluidas y tentaculares. Ya Foucault (2001) decía que la nueva técnica de poder no
suprimía a la técnica disciplinaria sino que actuaba en otro nivel incorporándola, integrándola,
modificándola parcialmente y sobre todo utilizándola para instalarse de algún modo en ella. En
definitiva, hablamos de una serie de micro violencias que nos permiten entender que mientras los
dispositivos disciplinarios moldean y reconfiguran los cuerpos de acuerdo al orden imperante, los
dispositivos de control, por el contrario, no intentan transformar los sujetos y sus procesos vitales,
sino que se conforman con regularlos, controlarlos, administrarlos y limitarlos en el espacio.
Haciendo referencia a las prácticas disciplinantes podemos mencionar todas aquellas que
tienen como objetivo moldear e inducir un determinado comportamiento en los cuerpos que son
blanco de las mismas. El tipo de consumo, los modos de vestir, de comunicar y de verse en el
espacio y la heteronormatividad son criterios a partir de los cuales las fuerzas de seguridad intentan
docilizar y disponer de los cuerpos de los jóvenes. La máquina moralizante y disciplinante no se
detiene ni se cierra en las prácticas represivas directas sobre el cuerpo que se quiere disponer, sino
que se justifica también con la idea de un castigo pedagógico. En este sentido una punición pública
sobre cualquier cuerpo-objeto tiene como objetivo generar un aprendizaje y modificación de
comportamientos de aquellos que lo presencian.
A continuación citamos algunos testimonios que pertenecen tanto a los propios sujetos que
sufren las vejaciones como a personas allegadas a ellos (familiares, amigos, compañeros de
militancia):
“Mi hijo es adicto a la marihuana, estaba fumándose su porro en Seguí y Rouillón con otro
muchacho, el cual no consume. Ahí mismo bajaron haciendo abuso de autoridad, le empezaron a
pegar en la boca diciéndole que no se hacía (…) Y como regalo le dieron una paliza bárbara”1
“Hay denuncias de chicos que dicen que los paran, les encuentran un porro y les apoyan la
cara contra el pavimento y les ponen una bota encima. (...) Hay un caso de un chico de apellido
Cantero al que lo detuvieron cinco veces en una semana. Pasan cosas así…a un albañil le
encontraron un porro y los gendarmes “se lo hicieron tragar”2.
Por otro lado, como micro violencias de control en los barrios percibimos a aquellas prácticas
que se fundan casi exclusivamente en limitar la disposición de los cuerpos ociosos en el barrio, es
Volvemos a citar testimonios para dar cuenta de cuáles son concretamente las prácticas que
llevan adelante los gendarmes y que podrían identificarse con lo explicado anteriormente:
“Desde nuestro trabajo habíamos logrado que los pibes transiten libremente por el barrio,
que se junten en una esquina y hablen entre ellos ,que propongan ideas, que hagan cosas juntos
y considero que este escenario repliega todo estas conquistas conseguidas a lo largo de los
años”3.
“Acá nos juntamos todos, pero a veces no están los pibes, y nos vamos a jugar a la pelota al
poli (el club que está en la misma manzana). Cuando nos ven allí a un par, nos paran, nos
revisan, si nos encuentran faso, nos pegan también”4.
Podemos ver a partir del recorrido hecho hasta aquí, que con las prácticas mencionadas se
busca imprimir un sentido a los cuerpos creando asimismo un patrón como modelo de sujeto a
criminalizar, del cual deben prevenirse los ciudadanos. Se trata de una construcción que permite
determinar qué cuerpos deben ser disciplinados y controlados.
Zaffaroni (2009) nos explica este fenómeno a partir de la categoría “clase peligrosa”, la cual
se conforma a por una selección de patrones socioeconómicos, culturales y corporales que
establecen la mayor o menor pertenencia a la sociedad urbana formal. En este sentido hay ciertos
cuerpos y vidas que se presentan como superfluos en la población, que no son objeto de seguridad,
Ahora bien, la criminalización excede los cuerpos para asentarse sobre el territorio geográfico
que éstos habitan, dando lugar a lo que Gabriel Kessler llama estigmatización territorial definida
como “proceso por el cual un determinado espacio queda reducido a ciertos atributos negativos, que
aparecen magnificados, estereotipados, produciendo como resultado una devaluación o
desacreditación social del mismo” (2013:225). En un proceso de retroalimentación ese estigma se
extiende hacia todos aquellos que conforman dicho territorio profundizando situaciones de
vulnerabilidad y de violencia ya existentes. Los jóvenes, que como vimos, son los principales
expuestos a esta discriminación, acarrean consigo el estigma hacia los distintos ámbitos por donde
se mueven, teniendo consecuencias en lo referente a su educación, relaciones sociales, trabajo, entre
otros. Finalmente no es que las prácticas represivas gendarmes tengan lugar sólo en estos territorios
estigmatizados sino que es allí en donde el accionar violento cobra las características anteriormente
descritas.
Hasta aquí describimos de qué manera la violencia física y explícita que ejerce la
gendarmería sobre los jóvenes en las barriadas populares, concebidas como territorios peligrosos,
posee una dimensión productiva que se basa en los efectos disciplinantes y moralizantes que tiene
sobre los cuerpos en los que opera.
Hablamos de un accionar biopolítico a partir del cual se produce una toma poder sobre el
hombre como ser viviente produciéndose una suerte de estatalización de lo biológico. Así, a través
de la instalación de mecanismos de seguridad, se buscará infundir un estado de equilibrio global,
una seguridad del conjunto de la población en relación a “sus peligros internos”. Esto no se logra
sino, a través del doble juego de las disciplinas y de las tecnologías de regulación o control que le
permiten al poder político expandirse por toda la superficie que se extiende del cuerpo a la
población.
Reducidos a la fórmula ni-ni (ni estudian ni trabajan) están disponibles, entonces, hay que
reinsertarlos, reeducarlos, encauzarlos y contenerlos. Esta tarea puede ser llevada adelante por una
multiplicidad de organizaciones que se entrelazan en una lucha por apropiarse de esas vidas. Los
pibes son objeto de múltiples instancias de reclutamiento que fluctúan (e incluso se superponen)
entre militancias barriales, emprendimientos delictivos-policiales, bandas narco, programas
sociales, represión gendarme o corporaciones globales, porque donde el “Estado y grandes
porciones de la sociedad ven ociosidad (“pibes que no estudian ni trabajan”), el mercado ve
vitalidad o vidas a emplear” (Colectivo Juguetes Perdidos, 2014).
La pregunta latente es qué se hace con estas vidas disponibles. Las políticas de
endurecimiento del Estado, por medio de las mencionadas técnicas de las fuerzas de seguridad que
comprenden el control, vigilancia e inspección alrededor de los cuerpos, pretenden ser soluciones
rápidas y efectistas, interviniendo con una frágil respuesta ante un problema que se va volviendo
estructural. Lejos de una producción unívoca, dócil, disciplinada y sumisa de los cuerpos, en los
pibes se encarna una lucha y resultan ser diferentes las reacciones - más o menos mentadas, según
los casos- ante las prácticas de represión que los jóvenes ponen en juego en el enfrentamiento.
Estos cuerpos que se presentan bajo la forma de disponibilidad, como no políticos, como realidades
ociosas y peligrosas, son en realidad, portadores de una politicidad que desborda y rompe con los
modelos institucionales, traspasan la frontera de lo moral y que mucho antes de los estigmas
adquiridos, encarnan múltiples roles que invitan a considerarlos más allá de esa lógica de
disponibilidad
Por un lado, los componentes disciplinarios del verdugueo gendarme generan situaciones de
aceptación y naturalización de imágenes construidas y atribuidas a estos jóvenes intratables que se
atreven a desafiar el orden. Una primera reacción que encontramos es la incorporación y auto
reconocimiento como clase peligrosa que deriva en una docilización y resignamiento. Son esos
jóvenes los que reproducen la toma de poder sobre sus cuerpos individuales al aceptar que el
desafío a la autoridad puede costarles la vida: Zarparse con un gendarme es regalarse (Colectivo
Juguetes Perdidos, 2013). Específicamente se trata aquí, de evitar el contacto directo de las fuerzas,
es decir, salir de la esquina o del lugar de encuentro si ven un patrullero aproximarse, acatar las
órdenes actuando en consecuencia de lo que el gendarme mande, incluso aceptar la culpabilidad de
un hecho supuesto con el fin de salvar la integridad física del resto de la familia, entre otros.
Esta construcción de la imagen propia a partir de una representación externa, puede dar lugar
a aceptar esas figuraciones negativas como forma de auto afirmar su identidad en el territorio, en el
barrio (Kessler, 2013). Sin embargo, la interpelación a través de moldes de obediencia y
subordinación, puede no ser aceptada sino impugnada a modo de defensa, o provocada, como forma
de romper con la humillación y normalización que quiere imprimirse con el control social.
Las reacciones a las se hace referencia, no están relacionadas específicamente con una
respuesta política o mentada, sino con una respuesta inmanente de quienes necesitan escapar a las
coacciones que les son interpuestas en su fluir. En este sentido, entre las prácticas que se pueden
detectar, podemos señalar a modo de ejemplo el hecho de reírse o responder en tono desafiante ante
una orden impartida, utilizar palabras provenientes de una jerga propia, hacer uso de un lenguaje
corporal confrontativo. Incluso, hablamos aquí de casos más extremos en donde los pibes que se
niegan a caer bajo el control gendarme, ponen en marcha un enfrentamiento armado.
Son las estrategias que este sector encuentra y se apropia para confrontar el accionar de las
fuerzas del orden sobre la base de la improductividad que significa el valerse de una retórica de los
derechos. Es decir, ante una confrontación que recurra a los derechos y garantías ciudadanas, se
sobrepone un deber ser de la Gendarmería, una disciplina marcial, que niega dicha posibilidad.
La complejidad reside en que este pedido no sólo es hecho por familiares de víctimas del
reclutamiento de las bandas narcos u otras economías delictivas o de jóvenes alcanzados por balas
de enfrentamientos armados ajenos, sino por las mismas personas objeto de las prácticas represivas.
“El desembarco gendarme deja una imagen de tranquilidad en el barrio que no se reduce a lo que
sucede efectivamente en su accionar en la calle (que estén patrullando o verdugueando a los pibes,
por ejemplo); hay un nivel de efectividad – no necesariamente buscada- que modula los estados de
ánimo barriales previos” (Colectivos Juguetes Perdidos, 2014: 54).
En este sentido replicamos lo que señalamos al comienzo, y es que las prácticas que se viven
en los barrios no se dan de manera aislada sino que encuentran factores de anclaje en procesos que
ocurren en el resto de la ciudad y en distintos sectores de la sociedad. Se trata de una construcción
mutua entre los territorios que si bien fragmentados mantienen flujos de comunicación innegables.
Por esto en este último apartado trataremos de dar cuenta de que la violencia vivida en los barrios
mantiene una íntima interrelación con prácticas y discursos que exceden estos territorios. Así como
señalamos que el pedido de seguridad habilita represiones, introducimos la hipótesis aún inicial de
que las microviolencias barriales se instalan en la sociedad toda como un modo de relacionamiento
frecuente y legitimado.
El punto más claro donde la subjetividad represiva o gendarme de los ciudadanos sale a la luz
es en los casos de linchamiento que se dieron en el los primeros meses de 2014 en núcleos urbanos
de gran tamaño como las ciudades de Córdoba, Buenos Aires y Rosario. El discurso excluyente
pasa a los hechos en donde cualquier vecino puede hacer uso del uniforme de represor y descargar
la furia sobre un sospechoso. Porque ya no se trata de condenar el delito sino al joven como
criminal, como sujeto que amenaza con romper las formas de vida pregonadas por el consumo.
Reflexiones finales
A lo largo de estas páginas reflexionamos en torno a los efectos directos que están teniendo
sobre los territorios y los cuerpos que habitan en los márgenes de la ciudad, la presencia de las
fuerzas represivas del Estado. La respuesta del Estado ante el aumento de la violencia ligada a las
economías delictivas no puede comprenderse sino estrechamente vinculado con una frecuente y
creciente percepción de inseguridad y de amenaza latente, que se extiende sobre el cuerpo social.
En este sentido se da un proceso que se retroalimenta entre el acrecentamiento de las demandas por
mayor seguridad y la estigmatización de determinados grupos sociales y sus territorios, que son
tomados como locus de posibles amenazas. Se desarrolla entonces el uso discursivo y práctico de
las clases peligrosas que no es más que la profundización de la fractura social y espacial que cae
con todo su peso sobre los territorios más precarizados de la ciudad.
A partir de lo dicho, hemos podido observar que los intentos por garantizar la deseada
seguridad pública a través del accionar represivo de las fuerzas del orden en los barrios populares
tiene como consecuencia la persecución y la criminalización de estos territorios y de sus habitantes.
De esta manera, se habilita el despliegue de dispositivos de control y disciplinamiento que buscan
moldear los cuerpos, controlar el espacio y configurar sus identidades en una dinámica siempre
conflictiva de desterritorialización y reterritorialización. Es en este sentido que decimos que el
despliegue del accionar gendarme supone una dimensión productiva como parte de un mecanismo
que intenta combatir las potencialidades de creatividad política y movilización de los barrios para
aumentar sus capacidades de gobernabilidad. Mediante los discursos homogeneizantes,
estigmatizantes y criminalizadores de la conflictiva realidad de los barrios se ocultan las otras
problemáticas estructurales: el aislamiento social, la segregación urbana, el bajo capital social, la
pobreza, la escasa infraestructura, el analfabetismo, etc.
Colectivo Juguetes Perdidos. (2014). Quién lleva la gorra: violncia, nuevos barrios y
pibes silvestres. Buenos Aires: Tinta Limón.
Citas web:
Tessa, Sonia, “La esquina de los chicos sin futuro”, Página 12,
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/18-43938-2014-05-13.html
[Consulta 10 de junio 2015]