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El mundo actual apenas conoce esta alegría integral, que supone una
profunda unificación del ser en la línea de su existencia según Dios.
Hay algunas alegrías propias del hombre moderno, por ejemplo, la
que procura la transformación de la naturaleza. Pero estas alegrías
quedan reservadas a unos pocos e incluso, generalmente, son
dudosas. La mayor parte de los hombres buscan la alegría en la
evasión, el sueño y el placer, y aceptan una vida cotidiana sin relieve y
sin sentido. Las más de las veces el hombre se encuentra destrozado
en todos los sentidos, y muy pocos son los que llegan a unir los
múltiples hilos de existencia concreta.
La alegría del Evangelio es una alegría que viene de lo Alto, pero que,
al mismo tiempo, debe surgir de un corazón de hombre: es una
alegría divino-humana. Jesús es el iniciador definitivo de esta alegría:
esta alegría es pascual, ya que está, necesariamente, ligada al acto
último por el que Jesús expresa su obediencia al Padre dando su vida
por todos los hombres.
Los miembros del Pueblo de Dios no dejan de dar gracias por ese don
del Espíritu. La alegría que experimentan se traduce espontáneamente
en acción de gracias, ya que la salvación por la que se alegran es, en
primer lugar y ante todo, un don. Esta dimensión de su alegría es
completamente esencial: los cristianos saben que el triunfo definitivo
de la aventura humana depende radicalmente de la misericordia
obsequiosa de Dios Padre. "En esto consiste su amor: no es que
nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos ha amado a
nosotros..." (1 Jn 4, 10). El Magnificat de la Virgen María expresa
maravillosamente la tonalidad fundamental de la alegría cristiana.
¡Que no haya, sin embargo, error en esto! La acción de gracias de la
que se trata no es la actitud pasiva de alguien que reconociera que
todo le viene de Arriba; esta acción de gracias manifiesta la alegría del
participante. En el preciso momento en que le es dado al cristiano el
Espíritu como herencia, aquel se encuentra llamado a contribuir, por
su parte, a la edificación del Templo de Dios. Los miembros del
Cuerpo de Cristo no conocen la alegría de los últimos tiempos más que
dirigiendo sus pasos por el surco abierto por Jesús y recorriendo, a
imitación de El, un idéntico itinerario de obediencia hasta la muerte, y,
si es preciso, hasta la muerte en la cruz. El dinamismo de la alegría
cristiana lleva consigo necesariamente este elemento de cooperación
activa.
Cada vez que San Pablo nos describe su vida misionera, insiste en las
dificultades y obstáculos que ha encontrado, pero es para demostrar
que la prueba ha sido para él fuente de alegría.
MAERTENS-FRISQUE
Nueva Guía de la Asamblea Cristiana I
Marova. Madrid 1969, pág. 117-122