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Paradigmas en discapacidad

El paradigma tradicional está asociado a una visión que ve y trata como


personas inferiores a las personas con discapacidad. O, dicho de otro modo, a
las personas debido a su discapacidad se las subestima, se las considera que
no son «normales» y que no están capacitadas para hacer cosas como el resto
de las personas. En este paradigma a quienes tienen discapacidad se les
considera objetos de lástima y no personas con derechos o sujetos de
derechos. De ahí vienen las distintas formas incorrectas como se denomina a
una persona con discapacidad: inválido, impedido, tullido, cieguito, sordito,
mongolito, incapaz, loquito, tontito, excepcional, especial, etc.

El paradigma biológico centra el problema en la persona que tiene


deficiencias o limitaciones. Aquí la persona es considerada paciente, quien
para adaptarse a las condiciones del entorno que lo rodea (social y físico) debe
ser sometido a la intervención de los profesionales de la rehabilitación. Se
considera que para superar las limitaciones funcionales del paciente es
necesario que un conjunto de profesionales y especialistas le ofrezcan a esta
persona una serie de servicios y tratamientos. Este enfoque ve a la persona
como receptor pasivo de apoyos institucionalizados.

El paradigma de derechos humanos se centra en la dignidad propia del ser


humano; es decir, en la dignidad que se tiene por el hecho de ser humano,
independiente de las características o condiciones que tenga: ser hombre o
mujer, su color de piel (negro, cobrizo, amarillo, blanco, etc.), edad, estatura,
discapacidad, condición y cualquier otra. En este enfoque o paradigma la
discapacidad es colocada como una característica más dentro de la diversidad
de los seres humanos y no como la característica que debe definir la vida de
una persona, que totaliza la vida de una persona en un marco de
discriminación y exclusión. En este paradigma la discapacidad es caracterizada
como un producto social que resulta de la interacción entre las personas con
deficiencias y las barreras actitudinales y de entorno, que evitan la participación
plena y efectiva, la inclusión y desarrollo de estas personas en la sociedad
donde viven, en condiciones de igualdad con las demás.
Extracto tomado de: Manual básico sobre desarrollo inclusivo, iiDi, Nicaragua,
2007

Sobre inclusión educativa y políticas – ANEP – 2011

Proponer políticas de inclusión educativa implica por un lado, reconocer la


necesidad de la universalización de la educación, concibiendo a ésta un
derecho inalienable de todo sujeto. Por otro, tiene que ver con los desafíos y
dificultades que supone integrar a todos los sujetos al modelo institucional que
se ofrece.
La inclusión educativa debe concebirse en referencia a todos los sujetos,
aquellos que cotidianamente se integran a un centro y aquellos en situación de
no acceder o en riesgo de perder su derecho a la educación. En tiempos en
que las políticas deben mirar hacia los problemas socioeconómicos y culturales
que las políticas neoliberales generaron en grandes masas de nuestra
población, tampoco pueden soslayar el cambio de época y generacional y los
cambios científicos tecnológicos y simbólicos de nuestra sociedad.
La inclusión educativa por lo mismo, debe ser pensada considerando entonces
la ampliación de desigualdades, de diversidad y de diferencias: la diversidad de
capacidades asociadas a problemas intelectuales y motrices, las diferencias en
la percepción y forma de estar en el mundo (sordos y ciegos, baja visión, etc);
las diversidad de condiciones de vida (privación de libertad); entre otras. Las
políticas de inclusión educativa integradas a la planificación estratégica pueden
interpelar la situación actual y pensar las vías para la construcción de un
sistema educativo inclusivo. Un Sistema Educativo inclusivo es aquel al que
puedan acceder y en el que pueden permanecer todos los sujetos, a partir de la
idea de igualdad.
Ésta no puede confundirse con la diversidad o la diferencia: “la igualdad es un
objetivo más global que la diversidad o la diferencia. La igualdad incluye el
derecho de cada persona a escoger ser diferente y ser educada en la propia
diferencia. Cuando la diferencia no le da importancia a la igualdad es porque,
consiente o inconscientemente, está más a favor de sus efectos exclusiones
que de los igualitarios. Cuando en nombre de la igualdad no se tiene en cuenta
la diferencia, se impone un modelo hegemónico de cultura que produce
exclusión y desigualdad”. (Eljob, 2004:125).
Trabajar y planificar políticas en clave de inclusión requiere repensar el formato
escolar: el tiempo pedagógico, el currículum, el modelo y gestión institucional,
la relación educativa, la formación permanente de los equipos docentes, así
como dispositivos de sostén.
Flavia Terigi (2006) entiende que el formato escolar de la modernidad ha sido
marco de los modelos institucionales que la escuela ha albergado y que se
funda: “en la separación del niño de su familia, y en la reunión (“encierro”) de
los niños de una misma edad, a la misma hora y en el mismo lugar, para que
desarrollen actividades formativas comunes al comando de un adulto”.
El formato escolar hace entonces a las marcas fundamentales y relativamente
permanentes: la diferenciación y organización de los contenidos, la
fragmentación de la jornada escolar (en tiempos y espacios), la separación
juego/ trabajo, la especialización y legitimación del papel del adulto – maestro,
entre otras.
El eje central de todos estos programas es promover la educación a lo largo de
toda la vida de los individuos y hacer efectivo el derecho a la educación. De
esta forma, muchos de estos programas se han articulado y desarrollado en
coordinación entre instituciones: ANEP, MIDES – Infamilia, INJU, INAU y el
MEC.

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