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ENSEÑAR A LEER Y ESCRIBIR, ENTRE TEORÍAY PRÁCTICA1

Anne-Marie CHARTIER,
Service d'histoire de l'éducation.INRP-Paris

Hace veinte años en Francia -y más recientemente en Brasil- se ha constatado una renovación
de los libros didácticos que enseñan a los principiantes a leer. Los editores han buscado responder a
las exigencias de los nuevos programas de enseñanza, basados en la organización de la escuela en
ciclos y en las demandas de una nueva generación de profesores.
La innovación sobre la cual me gustaría hablar concierne, sobre todo, a un nuevo producto
editorial que acompaña el libro y el cuaderno de ejercicios: es el manual del profesor. Distribuido
gratuitamente por el editor, traza una visión de conjunto del año lectivo y de la progresión (por
ejemplo, en qué momento del año es introducido y trabajado cada fonema). Provee indicaciones
breves para cada lección y, lo que es interesante, una justificación “científica” de las elecciones que
organizan el trabajo. Esta presentación es casi siempre escrita por un profesor universitario,
lingüista, didacta de la lengua o psicólogo.
La organización didáctica de cada unidad de trabajo, la elección de los ejercicios, la
concepción de la progresión anual se refieren, de ese modo, a saberes científicos provenientes de la
psicología, de la psicolingüística, de las investigaciones en didáctica. Las elecciones teóricas pueden
enfatizar una dimensión “constructivista” de las adquisiciones (refiriéndose a la psicogénesis de
Emilia Ferreiro o a la Zona de Desarrollo Próximo de Vigotsky). Otros autores privilegian las
concepciones “cognitivistas” del aprendizaje (la conciencia fonológica, el entrenamiento en la
discriminación oral/escrito, la manera de fijar las relaciones sonido-grafía por medio de dictados de
palabras inventadas, etc.). Otros insisten sobre la necesidad de presentar los textos como
“situaciones-problema” o sobre el papel de las “recuperaciones con variantes” que ayudan a
construir esquemas textuales estables, siempre preservando una cierta “flexibilidad”. Todo depende
del campo de actuación del especialista que escribió el libro. Evidentemente, el especialista publica
también otros textos, artículos científicos, entrevistas en las revistas educativas, libros para los
formadores, en los cuales dicen las mismas cosas, con más o menos detalles.
Estes esclarecimentos teóricos sempre precedem as proposições de atuação prática. Isto faz
supor, então, que a prática “decorre” da teoria ou até mesmo, às vezes, que ela é uma aplicação

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Conferencia presentada en la V Semana da Educação, da Fundação Victor Civita. São Paulo, 20 de outubro de 2010.
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da teoria.
Estas aclaraciones teóricas siempre preceden a las proposiciones de actuación práctica. Esto hace
suponer, entonces, que la práctica “deriva” de la teoría o hasta, a veces, que es una aplicación de la
teoría.

Sin embargo, desde mi punto de vista, esos manuales contribuirían a difundir una visión
reduccionista y discutible de lo que es “enseñar a leer y a escribir a alumnos principiantes”.
Concepción que además es compartida por los responsables de las políticas escolares, por los medios
de comunicación, por los padres y por los estudiantes a los que van a enseñar. Se impone a los
profesores que, por un lado, pueden adoptar el "discurso legítimo" sobre el aprendizaje y, por otro
lado, tener prácticas sin relación evidente con tales discursos.
Algunos profesores eficaces, cuyos alumnos aprenden a leer de forma bien tranquila, a veces
ven sus certezas prácticas, fundamentadas en sus años de experiencia, sacudidas por tales discursos:
no reconocen su práctica en el interior de las actividades enaltecidas por los teóricos.
Otros docentes, menos seguros acerca de sus competencias, adoptan las propuestas "científicas" de
los especialistas, esperando que ellas produzcan milagros. Como el milagro no llega, tienen que
elegir entre pensar que son malos profesionales o que la teoría no vale nada.
Retomando el debate teoría-práctica intentaremos situarnos del lado de los profesores. De
hecho, no basta con que un saber sea teóricamente válido para que pueda producir instrumentos de
trabajo eficaces. En la dirección inversa, situaciones pedagógicas ricas, complejas, insertadas en un
proyecto a largo plazo, estimulan simultáneamente actividades mentales tan heterogéneas, tan
dispares, que ellas no pueden ser observadas por los investigadores.

Nos gustaría responder a cinco preguntas:


1. ¿Por qué la enseñanza de la lectura y de la escritura debe hacer referencia a los saberes
científicos?
2. ¿Qué conocimientos científicos han mejorado los resultados escolares en los últimos treinta años?
3. ¿Cómo un profesor puede servirse de un saber científico en su aula?
4. ¿Hay teorías más "prácticas" que otras?
5. ¿Sobre qué aspectos de la práctica las teorías nunca hablan?

1. ¿Por qué la enseñanza de la lectura y de la escritura debe hacer referencia a los saberes
científicos?
Evidentemente, no tengo la intención de cuestionar la importancia de los saberes científicos sobre la
lectura y sobre su aprendizaje. En estos últimos 50 años, los investigadores nos han traído mucha
más información que durante los 50 siglos que nos separan de la invención de los sistemas de

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escritura. La cuestión se refiere, más exactamente, a saber lo que los profesores que enseñan a los
niños a leer y escribir pueden hacer con esas referencias.

La primera función de las referencias científicas es dar una legitimidad indiscutible a la


enseñanza. Lo que me impresiona es que, en la historia de la escuela, varios otros discursos dieron
una legitimidad a la alfabetización: el discurso religioso sobre la necesidad de dar a todos un
contacto directo con las escrituras de los textos sagrados; el discurso político sobre la necesidad de
una alfabetización para la emancipación, que permitiría a los ciudadanos conocer las leyes y leer los
periódicos. Ahora bien, estas legitimaciones "militantes" que se basaban en valores, desaparecieron
de los lugares de formación, después que los académicos de la universidad intervinieron en ese
sector, como si la única legitimación posible fuera hoy la que nos ofrece la ciencia.

Cuando empecé mi carrera, la situación aún no era ésta. Los debates entre los métodos de
lectura opusieron concepciones diferentes del acto global de enseñar y de educar. Por ejemplo,
aquellos que defendían el "método natural" de lectura de Célestin Freinet -un método analítico
basado en sentencias proferidas por los niños- eran partidarios del texto libre, de la correspondencia
escolar, de las investigaciones sobre el medio circundante. Las críticas a los métodos sintéticos,
silábicos o mixtos, se dirigían tanto a las elecciones educativas que acompañaban aquellos métodos
(enseñar a los niños a callarse y a obedecer para poder aprender), como a las técnicas de aprendizaje
(seguir una progresión definida a priori, imponer un ritmo idéntico a todos los niños). La cuestión
era la de cómo proceder a la enseñanza de la alfabetización, pero también de la gramática, de la
aritmética, de las disciplinas científicas, aquello que hoy remite a las didácticas específicas. Todo
esto eran sólo elementos de la gran oposición que separaban métodos llamados "tradicionales" de
aquellos métodos llamados "nuevos". Esta dicotomía se refería a las finalidades de la educación, al
papel de la escuela en la sociedad y a las interacciones entre los niños en el aula. Es necesario
recordar que el desarrollo de la nueva pedagogía, en los años 1920, fue profundamente marcado por
el desastre de la primera guerra mundial. La propuesta conllevaba la esperanza de que podríamos,
gracias a la escuela, enseñar a los niños a usar la palabra, a escuchar, a discutir, a reflexionar, antes
de decidir colectivamente.
Es necesario recordar que estas formas de proceder, que hoy parecen muy banales, estaban
muy lejos de las normas familiares de la época, cuando el niño ideal debía ser "casto y obediente".
Como sustitución a una escuela de obediencia (leer es obedecer al texto), la Escuela Nueva proponía
otro ideal, basado en la benevolencia de los maestros, en la reflexión individual y en la socialización
colectiva (escribir textos personales para publicar en el periódico de la clase).
Todos los lectores de Cazuza, escrito para Viriato Corrêa en la época (1936), reconocerían la
oposición entre la escuela prisión donde "el viejo Juan Ricardo vibraba la regla en las manos y en la
cabeza" (p.33) y la escuela de Doña Nenén, "criatura dulce, delicada, suavísima" que "conocía el
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secreto de entrar en el corazón de los niños" (p78). Sabemos que tal oposición es una ficción literaria
para niños, y no la descripción de la realidad. Por otra parte, dos grandes familias ideológicas se
opusieron en el interior de ese mismo proyecto: aquella que se refería a los ideales de la educación
socialista (con Henri Wallon, en Francia) y aquella que desconfiaba de todo colectivismo,
enalteciendo la tradición democrática (la perspectiva de Dewey en los Estados Unidos y de Piaget,
en Suiza).
Por supuesto, no creo que estas oposiciones entre las finalidades de la escuela hayan
desaparecido. Hoy en día, la escuela es una escuela para la instrucción de todos y para la selección
de algunos. Una escuela pública y también privada. Una escuela del pasado y de la innovación. Las
oposiciones están siempre presentes, pero como las normas de educación familiar cambiaron mucho,
para adaptarse a una sociedad de consumo, existe hoy un tipo de discurso consensuado sobre el niño,
concebido como un ser comunicativo, naturalmente curioso, que aprendería "según su ritmo", siendo
estimulado en lugar de restringido. Como tal discurso ya no es objeto de discusión, el antiguo debate
vino a instalarse en el uso que se hace de los discursos "científicos". Así, muchos pedagogos,
formadores y, por lo tanto, muchos profesores, proyectaron los valores de la Escuela Nueva en la
teoría llamada "constructivista" (versión piagetiana) o "socioconstructivista" (versión de Vygotsky).
Los datos de investigación sobre la adquisición de la lengua escrita se convirtieron en una
legitimación "científica" de las finalidades educativas, en medio de las cuales los profesores se
sienten comprometidos como educadores "no autoritarios".
En Brasil, las consecuencias fueron claramente visibles. Me quedé asustada, al descubrir,
hace algunos años, que las etapas de la psicogénesis de la escritura, descritas por Emilia Ferreiro y
Ana Teberosky, habían sido transformadas en una "progresión pedagógica" y que, a veces, eran
hasta "enseñadas" explícitamente. Ahora bien, lo que Emilia Ferreiro mostró es que allí donde los
profesores veían niños que "no sabían de nada", las observaciones científicas permitían ver a niños
cuyas adquisiciones progresan por reconstrucciones progresivas de sus representaciones. Tal
descubrimiento me parece un acontecimiento importante. Pero ella se desvinculó bastante de, a
partir de ahí, deducir e imponer una didáctica de la lengua escrita.
En Francia, es más bien el concepto de Zona de Desarrollo Proximal (ZPD) que se utiliza de
una forma que espantaría a Vygotsky. Tal concepto se ha convertido en una referencia compartida
para las interacciones entre adulto y niño, legitimando la "relación de ayuda". Ahora bien, el maestro
bien intencionado que ayuda a un niño a resolver un ejercicio, sugiriéndole una buena respuesta,
puede tener razón en algunos casos. Pero nada prueba que, por eso, se sitúe en la ZDP y que, por
ayudar al alumno a no engañarse, él le ayude a aprender.
Por el contrario, no veo por qué los saberes científicos, provenientes de las investigaciones
de los cognitivistas, supondrían necesariamente una pedagogía de la enseñanza directa y de
entrenamiento, por ejemplo, un entrenamiento intensivo de la discriminación de fonemas o de la

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correspondencia grafema-fonema. La enseñanza y el aprendizaje no son realidades homogéneas y,
desde hace mucho tiempo, los profesores ya saben que es posible que los niños jueguen en
situaciones perfectamente controladas.
Ante la pregunta "¿Por qué la enseñanza de la lectura y de la escritura debe hoy referirse a
los saberes científicos?", yo diría entonces dos cosas. Diría que hoy las referencias científicas son
indispensables en los países donde todos los profesores van a la universidad: es el caso de Brasil y
Francia (pero no es lo que ocurre en todos los países del mundo).
Escribir demostrando que se ignoran las evidencias de las investigaciones, implicaría
"descalificarse". Es por eso que vemos la adopción de nuevos conceptos: fonema-grafema y no más
letra-sonido, ZDP, conciencia fonológica, etapas pre-silábica, silábica, alfabética, etc. Hay
relaciones históricas entre la psicología del desarrollo y la Escuela Nueva, porque las
investigaciones de Piaget en el Instituto Jean-Jacques Rousseau sólo pudieron desarrollarse porque
él tenía, ante sí, niños resolviendo problemas manipulando materiales, que no estaban
"reflexionando en sus mentes, en silencio", antes de escribir. La pedagogía activa, contrariamente a
la escuela tradicional, ofrecía un terreno muy favorable a los estudios clínicos que necesitaban las
investigaciones de Piaget.
Hoy, en una época en que los objetos de investigación son extremadamente "puntuales",
delimitados, los conocimientos construidos a partir de un aspecto particular, no permiten superar
el dominio de validez en el interior del cual fueron construidos. Es claro que, sin embargo, los
investigadores tienen ideologías educativas y posiciones políticas, pero sus trabajos no pueden
legitimar "elecciones educativas" que remiten a otros parámetros.
Lo que los profesores pueden esperar de los investigadores es que estos privilegien objetos
de investigación y metodologías susceptibles de esclarecer, en algunos aspectos, el trabajo
pedagógico. Sin embargo, las investigaciones situadas muy lejos del espacio escolar pueden tener
efectos imprevisibles: por ejemplo, las investigaciones sobre los programas de corrección
automática o sobre el software de síntesis vocal, ciertamente, van a tener consecuencias sobre el
aprendizaje de la lectura a corto plazo, tan pronto como dichas herramientas se introduzcan en las
aulas.
En todos los casos, no veo cómo los investigadores podrían tener autoridad para legislar,
prescribir o prohibir acerca de cuestiones pedagógicas. Evidentemente, no ignoro que muchos
investigadores, al intervenir en el espacio de las aulas, se encuentran progresivamente asumiendo un
papel de consejo o incluso de prescripción. Esto ocurre particularmente en el caso de todas las
investigaciones en didáctica, cuando prueban una actividad (la reescritura de cuentos, la producción
de escritura argumentativa) o una progresión. Como voy a decir en respuesta a la pregunta tres, creo
que existe un riesgo de confusión: confusión entre dispositivo de investigación y dispositivo de
enseñanza, confusión entre recopilación de datos y prescripción pedagógica. Entre un investigador

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universitario y un profesor primario la relación no es exactamente una relación de igualdad y la
autoridad de uno transforma al otro en ejecutor, que a veces consiente, pero trabajando fuera de las
condiciones normales de enseñanza.
Otro problema se refiere al valor de las referencias científicas para el trabajo en el aula.
¿Cuáles son los saberes prioritarios? Pero hay que responder antes a la segunda pregunta.

2. ¿Qué conocimientos científicos han mejorado los resultados escolares en los últimos 30 años?
En el momento en que expuse esta cuestión, me doy cuenta de que era necesario hacer la pregunta
inversa: ¿la difusión de ciertos saberes científicos puede haber tenido un efecto negativo? Es lo que
dicen algunos artículos polémicos, que tratan de las consecuencias catastróficas de ciertas teorías.
2000, os pais de alunos de meio popular iam à escola por muito mais tempo que nos anos 1970.
Mesmo que estes pais não tenham se tornado bons alunos, eles adquiriram uma familiaridade com
o ensino secundário 2, com a cultura escolar dos textos e com o uso ordinário da escrita.
O desempenho de seus filhos foi, assim, melhorado, uma vez que a leitura não é somente um saber
escolar, mas também uma prática social e familiar.
De hecho, no conozco ningún estudio riguroso, a partir del cual se pudiera atribuir -para
Francia- que tal o cual mejora de resultados escolares fue producida directamente por un saber
científico. Hay investigaciones que comparan la generación de los años 1970 a la de los años 2000:
ellas muestran una elevación de las capacidades de lectura a los ocho años. ¿Se puede atribuir tal
progreso a los efectos positivos de teorías científicas que habrían permitido a los profesores ser más
eficaces? En realidad, el factor que parece más importante, en este caso, es el nivel de escolaridad de
los padres. En los 2000, los padres de alumnos de medios populares iban a la escuela por mucho más
tiempo que en los años setenta. Aunque estos padres no se habían convertido en buenos alumnos,
ellos adquirieron una familiaridad con la enseñanza secundaria2, con la cultura escolar de los textos
y con el "uso ordinario de la escritura”. El desempeño de sus hijos se ha mejorado, ya que la lectura
no es sólo un saber escolar, sino también una práctica social y familiar.
Pero el factor familiar no es suficiente para explicar todos los desempeños escolares. Existen,
por ejemplo, otros estudios franceses que probaron con una misma metodología el nivel de los
alumnos en ortografía. En los años 1980 el nivel disminuye lentamente, mientras que había
aumentado de finales del siglo XIX hasta los años 1970. Evidentemente, cuando estos resultados de
investigación se divulgaron en los medios de comunicación, muchos periodistas quedaron
escandalizados. Escritores, profesores universitarios y políticos denunciaron la acción nefasta de la
lingüística en la escuela. Ellos acusaron que los recursos didácticos favorecían la comunicación oral,
pero no la corrección sintáctica. Otros cuestionaron los modelos teóricos, que rechazan la enseñanza

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En Francia, la enseñanza básica se divide en dos grandes bloques: la Enseñanza Primaria (para los alumnos de 3 a 10
años) y la Enseñanza Secundaria (para los alumnos con edad entre 11 y 18 años).
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formal de la gramática, por privilegiar un enfoque textual intuitivo. Hasta Chomsky y su gramática
generacional fueron acusados.
De hecho, cuando se comparan las actividades escolares ocurridas entre ayer y hoy, se
constata que el cambio de referencias científicas se hizo acompañar de una disminución del tiempo
reservado a enseñar ortografía francesa, que es muy complicada. En los años 1960-1970, los
alumnos hacían un dictado cada día y la inversión escolar en la ortografía era prioritaria: los
estudiantes copiaban problemas de aritmética, resúmenes de historia y de ciencias naturales y ellos
debían observar la corrección ortográfica. Cada producción escrita era hecha en un borrador,
corregida por el profesor, luego copiada en el cuaderno. Hoy, toda esa actividad de "copia
ortográfica" desapareció, con las fotocopias y los cuadernos de ejercicios impresos. Para la
producción de textos, los "escritos hechos en la hora", llenos de errores, aparecen en los cuadernos
de los alumnos. El estatuto de la ortografía ha cambiado, tanto en la sociedad como en la escuela: en
las casas o en los lugares de trabajo, los adultos emplean software de corrección automática para la
correspondencia oficial y para escribir textos profesionales. Cuando envían mensajes electrónicos a
sus colegas o amigos, los docentes cometen errores de ortografía si no se preocupan por releer sus
mensajes, para comprobar que se han escrito correctamente.
¿Por qué son responsables las teorías científicas? En este caso, sin duda difundieron la idea
de que los alumnos avanzarían en ortografía, sólo gracias al hecho de leer y producir textos.
Diversas investigaciones demuestran que este progreso existe y, por ejemplo, sabemos que los
adolescentes con peor rendimiento avanzan bastante. Pero el nivel de ortografía de ellos permanece
muy inferior al exigido por los profesores de enseñanza secundaria. Estos esperan que un alumno de
doce años sea capaz de escribir sin demasiados errores, de releer y corregir solo un texto que
produjo. Se puede discutir tal exigencia, considerarla muy elevada, pero es hoy lo que permite que
un alumno sea aprobado en la enseñanza secundaria.
¿Qué hacer para que los alumnos progresen? El único ejercicio fácil de ejecutar en poco
tiempo, en grupos numerosos, es el dictado colectivo. Los teóricos criticaron, con razón, tal
ejercicio, diciendo que era un ejercicio de evaluación y no un ejercicio de aprendizaje. El dictado fue
condenado como una "máquina de fabricar errores", porque pide a los alumnos inventar la ortografía
de palabras que desconocen y esto les conduce a tratar las palabras fonéticamente. Los teóricos
criticaron entonces el apego de los profesores a los dictados, viendo allí una posición de resistencia
arcaica.
Sin embargo, lo que los teóricos raramente han visto es que no existe un dispositivo
pedagógico tan simple y eficaz. Durante un dictado, todos los alumnos se callan, escriben todos bajo
la vista del profesor, están atentos a su propia tarea y la corrección, que viene luego enseguida,
permite a cada uno verificar el resultado de su esfuerzo. Cualquier profesor principiante puede hacer

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funcionar esta forma de trabajo colectivo, que interrumpe las conversaciones paralelas, moviliza la
atención y hace que todo el mundo avance en el mismo paso.
En cambio, si queremos hacer del dictado un momento de aprendizaje útil, hay que encontrar
formas de tratar este ejercicio para que no sea sólo un examen de evaluación. No es difícil y puede
fácilmente convertirse en un ejercicio modulable a los diferentes niveles de los alumnos de una
misma clase. Voy a tomar ejemplos que observé en el aula: para el dictado de palabras con alumnos
principiantes, una profesora dictó palabras fijadas en letras mayúsculas en el pizarrón, pero en un
orden aleatorio, y los alumnos que ya eran más capaces tuvieron que escribir en letras cursivas; otro
ejercicio: la profesora comienza por un ejercicio colectivo, discutiendo con los alumnos para ellos
"guardar en la cabeza" palabras escritas en el pizarrón, después ella pide que escriban
individualmente, lo máximo que puedan, las palabras que, para ese momento, ha cubierto; otra vez
distribuye una fotocopia que contiene un texto con "lagunas" que los alumnos completan a medida
que la maestra lee el texto en voz alta (es necesario que el alumno la acompañe) y puede ajustar el
nivel de dificultad, colocando cinco lagunas para algunos alumnos, diez para otros o incluso más
para los alumnos mejores.
La elección de palabras varía, por supuesto, en función del trabajo que se ha hecho en la clase:
el léxico será aquel que ya ha sido escuchado, leído, copiado y la profesora puede elegir diferentes
categorías de palabras para cada ejercicio (sólo palabras regulares, o sólo, nombres de colores, o
sólo verbos, o sólo adjetivos, etc.).
Se pueden encontrar las mismas variantes para los dictados de frases o de textos, en los cuales
el profesor modula la extensión en dos o tres niveles, en función de las capacidades de los alumnos.
En todos los niveles, puede recurrir al auto-dictado: los alumnos que aprenden un texto de corrido,
después de múltiples relecturas, se les pide que escriban en silencio, escribiendo lo máximo que
puedan en un tiempo preestablecido. Las variantes son innumerables, pero permanece la estabilidad
del dispositivo: un tiempo de pasaje del oral al escrito, movilizando a cada uno para hacer su propia
tarea de escritura, mientras que el profesor puede circular por la sala, percibiendo las dificultades de
ejecución que él no había anticipado y puede, por consiguiente, modular la ayuda individual que
presta a los alumnos.
¿Qué concluir sobre los efectos de las teorías científicas? Vemos que es casi imposible
disociar la implantación de nuevas referencias científicas de otros cambios que ocurrieron
simultáneamente: cambios sociales, técnicos, institucionales, políticos. Las decisiones tomadas por
las políticas educativas hacen necesario que hagamos un análisis justificando la necesidad de
cambios. Y así reencontramos el valor de legitimidad de las teorías, sobre el cual yo había hablado
en la primera sección.
Obviamente se trata de luchar contra el fracaso escolar y de hacer la escuela más eficaz, pero
las modalidades de análisis son tan numerosas como lo son las perspectivas teóricas.

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Si el fracaso escolar se atribuye a las dificultades con la lengua, es normal defender una
pedagogía de la expresión-comunicación. Si el fracaso escolar es atribuido a un muy bajo
"letramento" (un bajo nivel de producción y comprensión de textos) de los alumnos, es necesario
que lean textos de géneros literarios variados, incitar a los alumnos a identificar e interpretar los
textos. Si el fracaso escolar se atribuye a una alfabetización deficiente, es necesario intervenir de
forma intensiva en los momentos clave que son las etapas iniciales, ayudar a los alumnos a pasar lo
más rápidamente posible a la etapa alfabética. Deben practicar juegos con rimas o de corte de
palabras en sílabas; deben ser incitados a tomar conciencia de las relaciones "fonema-grafema" o
"grafema-fonema" reencontrando, en las palabras corrientes, los "sonidos" que hay en las letras, etc.
Las teorías no pueden, sin embargo, actuar directamente; deben interpretarse por
instancias de tres tipos: las instrucciones oficiales (currículos, reglamentos), los recursos
didácticos y los profesores. En estos tres espacios de acción -las comisiones ministeriales, la
producción de nuevos recursos didácticos y la formación de profesores-, los investigadores se
encuentran hoy implicados. Según las alternancias políticas, las coyunturas editoriales y los
presupuestos dedicados a la formación continua, cada investigador invierte más o menos
fuertemente en uno de esos terrenos de acción, al menos aquellos que piensan que los saberes
teóricos deben, de un modo u otro, aclarar las prácticas, para mejorar los resultados de los
alumnos en las aulas. ¿Hay, sin embargo, experiencias concretas que permitan percibir el efecto
de esas inversiones? ¿Cómo un profesor se puede servir de referencias teóricas de la
investigación en su aula?

3. ¿Cómo un profesor puede emplear un saber científico en su aula?

Enfocaré dos casos: el uso del saber científico “acompañado” (cuando el profesor trabaja con un
investigador) y el uso “libre” (cuando trabaja en una situación habitual, sin ayuda).

3.1. El uso de los saberes científicos con la colaboración de investigadores


El primer caso, aunque ocurre con una frecuencia mucho más baja, es extremadamente importante.
De hecho, en este caso los teóricos pueden constatar que ellos pudieron, de modo manifiesto, ayudar
a los alumnos a avanzar. Por ejemplo, cuando ellos trabajan con una red de profesores para
proponerles soluciones didácticas diferentes y ayudarles a analizar su trabajo a medida que “la
experimentación” es desarrollada. Los resultados en las evaluaciones hechas a lo largo del recorrido,
los testimonios generalmente entusiastas de los profesores, certifican todo lo que estas
colaboraciones pueden ofrecer. En Francia, aquello que se llama “investigación pedagógica” remite
muchas veces a esa investigación-acción hecha en colaboración: el término investigación-acción
indica que se busca testear la eficacia de nuevos modos de proceder, de forma rigurosa (pero tal vez

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“no científica”, como explicaré más adelante). No se trata tanto de producir saberes nuevos, que es
el papel de la investigación “fundamental”.
La iniciativa parte tanto de los investigadores como del campo escolar. Los investigadores
desean generalmente testear, en campo, ciertos dispositivos de enseñanza o de aprendizaje
procedentes de sus trabajos anteriores, y jóvenes doctorandos son llamados a colaborar en la
elaboración de protocolos de recolección de datos: se habla, entonces, de innovación controlada. En
otros casos, la iniciativa viene del espacio escolar. Los solicitantes desean el mirar perspicaz de los
investigadores para ayudar a los docentes de una red a orientarse en un proyecto de innovación a
partir de prácticas diferentes: estamos hablando ahora de “investigación acompañada”. Yo misma
trabajé muchas veces con este tipo de colaboración, tanto en matemática como en el campo de la
alfabetización y, evidentemente, estoy muy a favor. Yo sé cuál es el provecho que los investigadores
y los profesores sacan de ese tipo de experiencia. Los profesores descubren, con admiración, hasta
qué punto es difícil elaborar protocolos de observación o tratar los datos; los investigadores ven el
punto en el que las restricciones del trabajo en el aula tornan imposible la realización de protocolos
de recolección de datos, tan seductores en el papel y, paralelamente, cuánto las prioridades en la
práctica difícilmente encuentran espacio en las categorías habituales de la investigación.
Sin embargo, es preciso resaltar dos cosas. En primer lugar, las aulas y, por tanto, los
profesores seleccionados para este tipo de trabajo nunca son escogidos aleatoriamente. Ellos son
profesores ya muy bien formados (profesores formadores de escuelas de aplicación, por ejemplo) o
docentes comprometidos en un dinámico proceso de profesionalización. Tanto en un caso como en
el otro, ellos ven en la investigación una experiencia para adquirir una “expertise” a corto y mediano
plazos. Están dispuestos a aceptar las restricciones pesadas de esta experiencia como compensación
por los frutos esperados. Ellos saben que tendrán que trabajar más, adoptar modalidades
desconocidas de trabajo, a veces desconcertantes, lo que, a sus ojos, tiene finalidades poco claras.
Pero el hecho de trabajar con investigadores es siempre valorizado, y poder contar con una ayuda
externa les trae seguridad. En fin, es siempre muy interesante vivir con otros colegas un esfuerzo de
innovación. Por otro lado, una experiencia de ese tipo puede también trazar esperanzas de
promoción posterior en la carrera y permitir, tal vez, dejar el aula.
Como consecuencia, a partir del trabajo hecho con tales profesores, los investigadores y, sobre
todo, los que definen las políticas educacionales, no deberían sacar conclusiones sobre lo que es
posible hacer e imponer en general en el sistema escolar. Las mejoras constatadas, los dispositivos
pedagógicos inventados son siempre publicados de una forma o de otra por los investigadores, pero
ellos tienden a resguardar su difusión a gran escala. Laurence Rieben, que era profesora en Ginebra,
hallaba, además, extremadamente criticable el hecho de que los profesores nunca aparecían como
co-autores de los trabajos académicos publicados a partir de aquellas experiencias hechas en el aula.
Para ella, el significado de una verdadera colaboración era la reciprocidad de las ganancias: si la

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observación de aulas amplía el campo de visión de los investigadores y permite elaborar tesis
variadas, en contrapartida, los investigadores deberían encontrar una manera de hacer para que los
prácticos-profesores participaran de la producción de los resultados. En la realidad esto nunca ocurre
por razones mucho más ligadas a las presiones de los calendarios (es preciso entregar el informe de
investigación antes de determinada fecha) que a la mala voluntad de los investigadores.
Es también esa presión del tiempo que conduce a los responsables de la investigación a ser
generalmente muy directivos en sus proposiciones de trabajo, aunque los profesores no tengan el
tiempo para apropiarse realmente de las orientaciones que guían su acción. Incluso sucede que
Cuando un profesor tiene una personalidad fuerte, respaldado por años de experiencia, puede
alejarse del dispositivo por no soportar una presión tan autoritaria. Conocí profesores que se negaron
a “firmar un cheque en blanco” y a adoptar una progresión o nuevos ejercicios, sin comprender
claramente por qué hacerlo. Los docentes que, en un sentido contrario, tomaban aquella imposición
como una fuente de seguridad (obedecer siempre es tranquilizador) se encontraban en una situación
de dependencia paradojal y, cuando los investigadores salen del campo, de incerteza acentuada.
Así, en cuanto una experiencia que “tiene éxito” en una situación de enmarcamiento
excepcional, es usada por las políticas educativas para decretar su generalización (generalización de
actividades de producción de escritura espontánea en el comienzo de la alfabetización,
generalización del trabajo a partir de géneros textuales, generalización de los ciclos, etc.), podemos
comprender por qué la primera reacción de los profesores, generalmente, es de resistencia o rechazo.
Por todas estas razones, algunos docentes universitarios se niegan a considerar que la
investigación-acción sea, realmente, una forma de investigación científica. Los resultados no son
representativos de lo que se puede, de modo razonable, esperar o exigir de la totalidad de los
profesores, cuando estos son transferidos fuera del lugar donde fueron probados. Entonces, la
investigación-acción puede ser vista como una formación continuada disfrazada, destinada a hacer
descubrir a los profesores los hábitos universitarios, así como formar a los profesores universitarios
sobre lo que son las realidades de la escuela. Luego, ésta puede dar argumentos “científicos” para
decisiones políticas tomadas con base en otros motivos (economizar, romper con decisiones tomadas
antes por adversarios políticos, colocar en debate una nueva orientación para olvidar la orientación
precedente, etc.).
¿Qué es preciso hacer para que una investigación sea “realmente científica” y para que sus
resultados puedan ser utilizados por todo el mundo? En realidad, todas las clases progresan a lo
largo del año lectivo, aún las peores, y sería también preciso garantizar dispositivos comparativos
con clases que funcionasen como control. Sería necesario observar aulas escogidas por sorteo, de
modo de no privilegiar grupos selectos que voluntariamente desearían participar, lo que es casi
imposible.

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Ahora, sabemos, hoy, que el simple hecho de que alguien sepa que está siendo observado y
evaluado hace que todos los sujetos tengan una motivación y una inversión superior en su trabajo.
Para poder atribuir el progreso de los niños a la especificidad de una intervención observada en el
aula, es preciso entonces que en las clases-control, similares a las clases experimentales sobre los
otros aspectos (número de alumnos, origen social, formación de la profesora…), también exista otra
intervención, que focalice otro aspecto.
Se ve, entonces, qué peso asume un programa de investigación, y por qué este dispositivo
experimental es tan raramente puesto en práctica. No se puede tener seguridad de que tantas
variables puedan ser aisladas. En un aula no estamos en una situación de laboratorio y todas las
situaciones son “complejas”, existiendo la interferencia de diferentes situaciones de trabajo.
Experiencias en los EEUU mostraron que situaciones de enseñanza muy cortas, en un horario fuera
de la jornada regular de enseñanza, hechas con grupos pequeños de niños o a partir de parejas
adulto-niño, podían tener resultados espectaculares en el aprendizaje de la lectura, pero estas eran
conducidas por especialistas y no por profesores. Así, no pueden producirse los mismos resultados
cuando son conducidas con todo su grupo-clase.
Debemos entonces contentarnos, por tanto, en decir que las referencias científicas hicieron
que evolucione la forma de cómo hablamos de los aprendizajes, que llevaron a los profesores a
percibir la complejidad de los elementos que entran en juego en el aprendizaje de la lectura y de la
escritura. Ellas permitieron, en algunos casos, que los profesores, sobre todo aquellos que tuvieron la
oportunidad de trabajar con investigadores, percibiesen su trabajo con otros ojos.
Mientras tanto, aún cuando los investigadores hayan conseguido llegar a un consenso, más o
menos aceptado por todos ellos, respecto de los elementos que son importantes en el aprendizaje de
la lectura y de la escritura, ellos no están de acuerdo en cuanto al peso que cada elemento tiene en
las diferentes etapas de iniciación. Consecuentemente, ninguna progresión pedagógica puede, por
tanto, ser fundamentada en “bases científicas” irrefutables.
Paso, por tanto, al segundo caso:

3.2. ¿Cómo un profesor puede utilizar solo un saber científico en el aula?

Saberes y teorías no son cosas idénticas. Constato que los profesores se sirven de un número
considerable de “saberes científicos” en sus aulas, pero ellos no siempre tienen conciencia de eso,
porque ciertos saberes ya pertenecen a sus categorías de pensamiento y a su cultura escolar y los
utilizan como si fuesen realidades naturales.
De ese modo, las categorías gramaticales que distinguen las clases de palabras (sustantivos,
verbos, adjetivos, pronombres) se tornaron tan evidentes que los profesores tienen dificultad en
comprender por qué los niños sufren tanto para apropiarse de ellas. La misma cosa ocurre cuando se

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habla de conjugaciones verbales, o de sujeto y predicado. Estas categorías clásicas, metalingüísticas,
que servían para enseñar el latín, entraron en la cultura primaria solamente a partir del momento en
que los profesores las aprendieron en la escuela normal, en el siglo XIX.
Después de la introducción de la lingüística en la formación, los profesores aprendieron a
hablar de grafemas y fonemas. Esas categorías de análisis provocaron muchas dificultades de
comprensión en los años setenta. El alfabeto fonético internacional destinado a codificar los fonemas
estaba lleno de signos extraños y los profesores no veían su utilidad. Los libros didácticos, con dos
pequeños diseños representando el ojo y la oreja, esto es, quiere decir “lo que se ve” y “lo que se
escucha” ayudaron bastante a los docentes a distinguir el análisis oral del análisis escrito. Cuando
los profesores, hoy, hablan con los niños sobre “letras”, ellos saben que se sitúan en el análisis
gráfico, que el grafema es una realidad más compleja que la letra del alfabeto y que puede referirse a
uno o a varios fonemas. En una generación, estos datos de la fonología, ignorados por las
generaciones anteriores, enriquecieron el capital cultural de los profesores y ya no constituyen para
ellos una dificultad. Pero no ocurre lo mismo con los niños. Ellas aprenden fácilmente a separar las
palabras en sílabas, pero sólo algunos niños consiguen distinguir las unidades fonológicas que
constituyen sílabas antes de saber leer, en tanto otros sólo consiguen hacerlo con el apoyo de la
escritura.
Aquí, en Brasil, las categorías de psicogénesis de la escritura se volvieron instrumentos de
diagnóstico y los profesores saben decir si un niño es pre-silábico, silábico o alfabético. Esto no
acontece en Francia: allá esas categorías son dominadas por los investigadores, pero no por los
docentes que trabajan en el ciclo de alfabetización. Algunos formadores (como yo) tratan de
volverlas conocidas a los estudiantes. Emilia Ferreiro publicó diversos textos en francés, ella vino a
Francia a dar conferencias que fueron un éxito, como siempre, en especial en un congreso de
profesoras de escuela maternal. Pero esto no fue suficiente. Los saberes científicos sobre la
psicogénesis de la escritura, citados por los investigadores, no son utilizados por los profesores.
Algunos adoptaron los “talleres de escritura de invención” para trabajar con niños de 5/6 años, pero
las producciones espontáneas, conservadas en las carpetas individuales de los alumnos, son siempre
“normalizadas” por las profesoras, cuando son fijadas en las paredes de la escuela o si son
entregadas a los padres.
Este ejemplo es bien interesante. Muestra que los profesores franceses prescinden de aquellas
categorías de análisis, que son hasta simples, sin que los resultados de sus alumnos y su práctica
pedagógica parezcan ser afectados. ¿Cómo comprender esto? Sería preciso saber qué utilidad tienen
esas categorías para los profesores brasileños en la práctica y por qué los profesores franceses no
tienen necesidad de ellas.

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Pienso (esto es una opinión y no un saber fundamentado en una investigación) que una
diferencia esencial es que todos los niños franceses están escolarizados a los tres años de edad.
Cuando ellos entran en la clase de alfabetización, tres años después, sus saberes sobre la lengua oral
y escrita son más avanzados que en Brasil. La distinción entre alumnos “silábicos” y “alfabéticos”
no se vuelve útil porque casi todos ya están alfabetizados, salvo algunas excepciones. Por tanto, sus
dificultades no tienen que ver con eso. Los profesores están, entonces, más interesados por los
abordajes cognitivistas, en su tratamiento de la correspondencia grafema/fonema o en la
combinatoria silábica.
En Brasil, por el contrario, según lo que pude comprender, el mismo diagnóstico puede
conducir a los profesores a dos actitudes bien diferentes. El profesor puede considerar el pasaje de
un estadio de psicogénesos a otro como un fenómeno ligado al desarrollo espontáneo y pensar que
es preciso dejar al alumno avanzar a su ritmo. En otra dirección, puede proponer a los niños
silábicos o silábicos-alfabéticos actividades de lengua ajustadas a esta situación, ejercicios con los
nombres propios de los alumnos del aula, juegos fonológicos (como aquellos de “búsqueda de
sonidos parecidos”), que ayudan a progresar en dirección a una etapa posterior. Esto es lo que se
hace en la educación infantil francesa, con los niños de 4 y 5 años y es también lo que se hace en
algunas escuelas brasileñas.
Vemos entonces, que los conceptos científicos no son utilizables en el aula por el simple
hecho de ser “científicos”. Los formadores, la prensa de divulgación pedagógica, los libros del
profesor, tienen un papel importante par ayudar en la difusión de aquellos saberes, pero su recepción
depende de que los contextos escolares sean más o menos favorables. Las palabras usadas entre
colegas, los conceptos empíricos de las culturas profesionales se mixturan con aquellos del campo
de la investigación. Por ejemplo, los profesores llaman “lectura corriente” aquello que los psicólogos
llaman “identificación automática de las palabras”. En el caso de la ortografía, los profesores
distinguen “errores graves” y “errores leves”, conforme el error sea derivado del desconocimiento de
una regla o de falta de atención. En el último caso, el alumno es capaz de autocorregirse y los
profesores hablan de “errores por desatención”.
A veces, la categoría científica denominada “sobrecarga cognitiva” describe bien esa
situación de desatención. Cuando la persona que escribe un texto está completamente atenta a su
contenido, ella no puede, al mismo tiempo, prestar atención a los aspectos formales, y precisa de un
tiempo de relectura para hacer la corrección. En Francia, los profesores comienzan entonces a hablar
de “sobrecarga cognitiva”. La expresión parece mejor que “error por falta de atención” y esta tiene
la ventaja de enfatizar la gestión de la situación, en lugar de priorizar la “debilidad moral” del
alumno. Podemos entonces distinguir diferentes situaciones de ayuda pedagógica: apoyar el esfuerzo
del alumno, a través de una motivación afectiva, como en el caso de la profesora de Cazuza, al
proveer un andamio a un aprendizaje situado en la zona de desarrollo próximo, o distibuir la

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atención en tareas consecutivas, de modo de evitar la “sobrecarga cognitiva”. Se trata siempre de
“ayudar”, pero según modalidades y efectos bien diferentes.
De ese modo, los términos científicos ayudan a esclarecer o incluso redefinir los saberes
empíricos de los profesores. Los libros didácticos, los manuales del profesor, las revistas
pedagógicas y las etapas de formación permiten retener los saberes que facilitan la vida profesional
y los intercambios entre colegas, y no solamente los términos que “están de moda”. Es siempre
trabajando sobre ejemplos concretos, sobre situaciones de aula y estudios de caso, que puede hacerse
una ligazón entre las categorías de la experiencia profesional y los conceptos provenientes de la
investigación científica. Esta transferencia de un mundo a otro no es el resultado de una
transposición didáctica, para mí, pero sí de una apropiación colectiva de los saberes. La cultura
docente mantendrá aquellos saberes que son útiles y los demás permanecerán en el mundo de los
investigadores.

4. ¿Hay teorías más “prácticas” que otras?


Los profesores utilizan diversos conceptos provenientes de teorías científicas. ¿Esto significa que
ellos utilizan las teorías de donde provienen los conceptos? ¿Será que esas teorías son más
“prácticas” que otras?
Voy a responder a esa cuestión de dos maneras: por un lado, defiendo la idea de que los
saberes pueden ser desvinculados de las teorías que los produjeron. Por otro lado, defiendo la idea
de que los profesores no tienen necesidad de teorías científicas, pero que ellos pueden y deben
construir modelos pragmáticos.
Una teoría es un conjunto de saberes, pero no es sólo un discurso que alguien puede aprender
en los libros o en los periódicos científicos. Aunque yo pueda hacer clic en internet para leer un
resumen de las investigaciones de Vygotsky o de Emilia Ferreiro y, de ese modo, “tener una idea”
de lo que son, esto no me hace dominar sus teorías. ¿Por qué? Comprender una teoría demanda
tiempo y los estudiantes llevan, generalmente, varios años antes de conseguir esto. Es en la práctica
de investigación que ellos aprenden, finalmente, las cuestiones específicas y el poder explicativo de
una teoría y sus límites. Los investigadores discuten siempre la validez de sus procedimientos de
investigación y sus “marcos teóricos”. Ellos hacen previsiones sobre los resultados que debería
producir una experiencia, y se preguntan si los resultados son confirmados por otras investigaciones.
Para dominar una teoría es preciso que la propia persona tenga una práctica de investigador.
Pero podemos usar los resultados de investigaciones reconocidas por la comunidad científica,
sin tener necesidad de dominar la teoría que los produjo, sin ser investigadores. Tomemos como
ejemplo la cuestión del aprendizaje de la lectura en función de la inteligencia de los niños. En el
inicio del siglo XX, Alfred Binet busca saber si los niños que aprenden a leer muy rápidamente
hacen los mismos recorridos de aprendizaje que aquellos que aprenden lentamente. Su asunto no era

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sobre la lectura sino sobre la inteligencia. Él se preguntaba si las diferencias entre las inteligencias
eran cualitativas. Si es así, los alumnos deficientes no podrían ser comparados con los niños
normales (es así como pensaban los psiquiatras de la época). ¿O, es que la diferencia era apenas una
cuestión de grados de inteligencia? ¿Una cuestión de velocidad de desarrollo? Si fuese así, los niños
inteligentes serían precoces y los niños deficientes presentarían un “retraso” en relación a los demás.
Hoy, yo no sé definir rigurosamente la inteligencia, pero admito, como todo el mundo, que
existen “grados de inteligencia”, que son más o menos medidos por los “tests”. Saber esto no me da
el dominio de la teoría de Binet y sé que numerosos libros la rechazan. Yo puedo también encontrar
divertido responder a los tests de revistas de circulación semanal, puedo encontrar escandoloso a
alguien juzgando alumnos por su CI, puedo encontrar extraño que malos lectores tengan, con todo,
IC normales o superiores en relación a otros buenos lectores. Pero yo no sé decir si un test tiene
confiabilidad o no, ni explicar cómo fue producido, porque no soy psicóloga experimental. Puedo
afirmar lo mismo respecto de las demás teorías psicológicas.
Cuando escucho a los psicólogos hablar entre sí sobre el tratamiento de los datos, sobre la
interpretación de los resultados, no consigo participar de esa discusión. Claro que entre todos los
textos que he leído, o discutido con psicólogos, tengo mis preferencias. Algunas lecturas me hicieron
reflexionar más que otras o ver la lectura, el aprendizaje o la formación del profesor de una forma
diferente. Hay investigadores que me inspiran confianza, que parecen compartir mis valores. Alguno
son amigos muy queridos. Per no tengo el carnet de ningún “club de fans”.
La legitimidad científica de alguien y su prestigio no deben nunca volverse una instancia de
verdad absoluta, que excluye otros puntos de vista. Pero, como decía al principio, las oposiciones
ideológicas remiten a los valores y las finalidades de la educación siempre revestidas por teorías
científicas. Sin embargo, la ciencia no exige ninguna conversión religiosa y no puede llevar adelante
su lucha en nombre de ideales ideológicos, sociales, educativos, políticos. Entonces me pongo un
poco inquieta cuando encuentro profesoras que piensan haber encontrado “una revelación” en una
teoría. Me pongo todavía más inquieta cuando veo una “moda teórica” suceder a otra y los
profesores siempre son llamados a abstenerse de algo que ellos adoraban. Los editores y los medios
de comunicación a veces transforman a algunos investigadores en estrellas del “show business”,
estrellas efímeras, con certeza, pero la investigación me parece todavía capaz de producir saberes de
larga duración, saberes “capitalizables” y no apenas conocimientos efímeros. Las teorías, por tanto,
son prácticas, quiere decir eficientes para investigar, no para enseñar, y esto es perfectamente
normal. ¿De qué aspectos de la práctica las teorías nunca hablan y porqué hacen esto?

5. ¿Sobre cuáles aspectos de la práctica los saberes científicos nunca hablan?


El trabajo de un profesor, en un aula, consiste en conducir un grupo de niños sobre las restricciones
de un tiempo dividido en diferentes duraciones: la jornada, la semana, el año escolar y, más
recientemente, el ciclo. Este organigrama general debe funcionar sobre condiciones siempre
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particulares: las clases de la mañana no son como las de la tarde, es preciso contar con una
interrupción para el almuerzo, saber cuál es la duración y las condiciones exactas del recreo en tal o
cual escuela, cuántos alumnos generalmente llegan atrasados o faltan. También existen las
temporalidades extra-escolares, como las estaciones (con los cambios de temperatura), los eventos
sociales o familiares previsibles (los aniversarios, las festividades) o imprevisibles (la epidemida de
gripe, los cambios en el cuerpo profesional de la escuela). El profesor debe hacer que todos se
sientan bien para trabajar en el espacio del aula, sea éste confortable o exiguo. Él puede o no
disponer de recursos variados (equipamientos escolares, biblioteca, grabador, TV, computadoras,
sala de deportes). Es preciso considerar también lo que puede o no esperar de los padres, de sus
colegas y de los demás profesionales de la escuela.
Es evidente que esos elementos no pueden ser considerados por los investigadores
científicos. Cada investigación, en su construcción, selecciona un punto de vista que excluye todos
los demás. Así, los investigadores que estudian aprendizajes se interesan por los niños como “sujetos
cognitivos”, pero no se interesan por sus historias de vida, ni por los conflictos que perturban el aula.
Estos fenómenos remiten a otros proyectos de investigación, que tienden a dejar de lado la cuestión
de los aprendizajes.
De este modo, para ser “científicos”, los objetos de investigación seleccionan datos
homogénos, mientras que los profesores tienen que lidiar con datos heterogéneos. El aula es
heterogénea no solo porque los niños se encuentran siempre en diferentes niveles de alfabetización
en la escala de resultados esperados. Esta heterogeneidad es incluso muy homogénea. La
heterogeniedad de la que hablo es aquella de las situaciones en las cuales interfieren datos que, por
naturaleza, son dispares. Por ejemplo, la semana pasada estuve en un aula cuando la profesora quiso
analizar la presencia de vocales idénticas en el interior de palabras diferentes. Ella precisaba una
escucha colectiva atenta, pero, para superar el ruido de los ventiladores, los alumnos tenían que
responder gritando. El ruido de los ventiladores no formaba parte de su proyecto. ¿Cómo combinar
el proyecto didáctico y su realización pedagógica?
El profesionalismo de los profesores se sitúa en este espacio específico, en el cual ellos
deben estabilizar los esquemas de acción (pedagógica), dentro de esquemas de trabajo (didáctico).
Esos dispositivos de interacción entre profesor y alumno apuntan a reducir los eventos del azar, de
modo de permitir que cada uno trabaje conforme a su nivel. En las reanudaciones de rutina, los niños
y también la profesora, deben sentirse al mismo tiempo seguros pero también despiertos. Ante una
situación bien conocida, cada uno puede adivinar la instrucción que la profesora dará para el
ejercicio, pero la lista de palabras escritas en el pizarrón no es la misma de ayer, así como no es la
misma frase a ser leída. La profesora guía las actividades para que cada alumno, desde el más
avanzado al más débil, pueda “hacer cualquier cosa” que esté a su alcance y pueda sacar provecho
de las respuesta de los otros.

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Las diferencias de desempeño entre profesores aparecen en esos momentos, ya sea que las
situaciones hayan sido inventadas por ellos, ya sea que ellas hayan sido tomadas del libro didáctico.
La progresión didáctica, por mejor hecha que sea, no puede, de hecho, dar cuenta de la singularidad
de las situaciones. Sólo el profesor sabe lo que fue hecho, lo que fue mal comprendido, cuáles
dificultades presentan tal o tal alumno, que no son sólo sujetos cognitivos. Sólo el profesor puede
tener esta memoria sobre situaciones anteriores, que le permiten responder a la pregunta. “¿cómo
continuar?”.
Los profesores se encuentran, por tanto, en una situación donde cada sujeto aprendiz es como
una “caja negra”. Una profesora nunca sabe, al final, lo que produce el éxito de tal niño y por qué el
cambio ocurre en tal momento. Ni sabe lo que provoca el fracaso duradero de otro alumno. Al
contrario de los investigadores, los profesores son tomados por la urgencia de la acción colectiva y
no pueden dejar de enseñar para volverse exclusivamente sobre aquel alumno que presenta
dificultades, ni observarlo largamente, para poder formular un diagnóstico. Como escribe Philippe
Perrenoud, “enseñar es actuar en la urgencia y decidir en la incerteza”. Lo que importa es que el
niño pueda continuar y avanzar en el interior del grupo-clase.
¿Qué puede hacer el profesor, a no ser proponer situaciones desconocidas y ya bien conocidas,
repetir ejercicios, encadenar actividades estructurales, apoyarse en los saberes adquiridos para
introducir nuevas exigencias, felicitar a los niños cuando ellos aciertan, mostrarles los progresos que
ellos ya realizaron? Ahora bien, lo que acabo de describir se parece mucho a los protocolos de la
teoría asociacionista, la más desacreditada teoría, por sus postulados comportamentales. Desde el
punto de vista científico, cada uno sabe que el esquema estímulo-respuesta es particularmente
ineficiente para explicar el dinamismo interno de las adquisiciones hechas por los niños.
En cambio, muchos profesores reconocen, en este modelo teórico, avances promovidos paso
a paso, el entrenamiento permanente, algo que se aproxima a su experiencia, no cuando se sitúa
desde el punto de vista del alumno en aprendizaje pero sí cuando se sitúa como docente que enseña a
grandes grupos. Esto explica, tal vez, por qué ellos conciben -sin dificultad- la construcción de
saberes como una acumulación de micro-aprendizajes, aún cuando ellos tienen una concepción
constructivista del aprendizaje. Es un modelo pragmático útil, pero los límites de ese modelo, más o
menos asociacionista, es que no permiten pensarse en una evolución de las prácticas de enseñanza,
sino apenas en un proceso de pulido indefinido. ¿Qué otro modelo permitiría concebir la dinámica
profesional de los profesores como la reiteración de tareas en el interior de situaciones singulares?
Existe, de hecho, una gran estructura que da inteligibilidad a las acciones humanas, haciendo
interactuar actores en cuadros teóricos restrictivos, pero con soluciones inciertas, sino
incomprensibles. Es el relato. Los relatos colocan orden en datos heterogéneos, haciendo que los
actores interactúen en escenarios dinámicos, que se depuren las situaciones, de modo de restituir la
complejidad de los datos que interactúan entre sí. Además de los relatos de ficción, la historia, la

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etnología y la clínica son tres ciencias narrativas que fueron construidas en torno a estudios de caso
singualres y complejos.
¿Podríamos ir en esta dirección para reunir prácticas y teorías del campo pedagógico? ¿Los
profesores pueden hacer relatos de enseñanza y relatos de aprendizaje? De hecho, los relatos de la
vida del docente no son romances, como sabemos todos, porque el final permanece por ser escrito,
en las interacciones con los alumnos. Y, en el ciclo de la alfabetización, existe siempre un fuerte
suspenso: ¿cuáles son los alumnos que serán los primeros en leer? ¿Quién no será capaz de leer este
año? ¿Y por qué? Cuando escuchamos a los profesores hablar de sus alumnos o contar
acontecimientos que ocurrieron en el aula, vemos que hay muchos casos en que la realidad es más
increíble que la ficción.

Conclusión
Me gustaría concluir subrayando tres puntos:
- por un lado, saberes y teorías no son la misma cosa. Ninguna teoría científica puede
reemplazar el lugar de los profesores, para definir su práctica. Son los profesores que
enseñan quienes tienen que hacerlo. Ninguna perspectiva teórica nunca enseñó a nadie a leer.
Esta responsabilidad es de los docentes y ellos no pueden atribuir ni sus éxitos ni sus
fracasos a los discursos teóricos en los cuales se inspiran;
- por otro lado, los profesores tienen necesidad de saberes científicos y no paran de introducir
en su cultura profesional categorías de análisis que esclarecen sus prácticas, dan precisión a
sus valores y modifican sus puntos de vista sobre los aprendizajes de los niños. Estos saberes
son herramientas, no son dogmas. Los investigadores deberían dar más atención a esas
expectativas y ayudar a los docentes a seleccionar, entre las categorías científicas, cuáles son
pertinentes o no para hablar de las prácticas de alfabetización;
- por último, las actuales investigaciones sobre alfabetización son hechas sobre parámetros de
aprendizaje bien estabilizados. Ahora, las tecnologías digitales corren el riesgo de producir,
rápidamente, fuertes cambios en las modalidades de enseñanza: los profesores de la nueva
generación serán, sin duda, los primeros innovadores. Es para ellos que los investigadores
deberían mirar y cuestionarse.

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