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Lo que queda del día: un acercamiento a la dignidad humana

Lo que queda del día (1989) es el nombre de una de las novelas de Kazuo Ishiguro, premio
Nobel de Literatura 2017, de quien ya habíamos recomendado otra de sus novelas: Nunca me
abandones (2005). Pero si esta novela es disfrutable, Los restos del día (como también se la ha
traducido) es una novela conmovedora que, entre muchas cosas, trata sobre la dignidad
humana, entrada que quisiera utilizar para aproximarnos al texto. Es así que, siguiendo esta
entrada, la dignidad podría ser la protagonista de la novela, dada la importancia de su
búsqueda como concepto, su ejercicio, su tratamiento y su análisis. La pregunta que dirige esta
reflexión es la que se hace el personaje principal, Stevens, el narrador de la novela: qué es ser
un buen mayordomo. Y es que esta es la profesión del narrador y, claro, el primer tema en el
que el lector repara es si el “mayordomado” o la “mayordomía” es más allá de una labor, una
profesión. Stevens, en todo caso, se encarga de elevarla al nivel de prácticamente un mandato
moral. A partir de su narración es que nosotros podemos descubrir lo que significa ser un
mayordomo ─uno de los últimos que quedan que pueden ser dignos de llamarse así. Organizar
a la servidumbre es más que decirles qué, cómo o cuándo hacer las cosas; ser un mayordomo
es, ante todo, procurar el bienestar en la mayor cantidad de áreas posibles de los hombres que
están dirigiendo el mundo y, en ese sentido, la tarea de quien posibilita las mejores decisiones
que se toman y afectan a todos. Por tanto, no es solo una tarea importante, sino algo que no
puede admitir fallas de cálculo o juicio.

Stevens no duda en renunciar al amor, porque eso implicaría formar una familia y una familia
exigiría el cese de sus elevadas funciones, lo que no lo exime de haberse enamorado,
sentimiento que siempre escondió como corresponde a un hombre que no se permite ninguna
distracción. En cambio, se entrega a su trabajo hasta la muerte de su señor, Mr. Darllington, a
quien defiende a capa de espada como un real escudero, de tal suerte que el error de su señor,
al defender ciertas decisiones del nazismo, le cuestan un desprestigio terrible que Stevens no
dudará en justificar, al punto que cuando los argumentos le faltan o no los comprende, se
limita a decir que su labor no era entender a su señor, sino servirlo, y eso lo hizo hasta el
último de sus días.

La narración tiene curso durante el único viaje que Stevens se permite en todos sus años de
servicio al pueblo donde Mrs. Keaton, la ex ama de llaves de la mansión vive desde que se
casó. Él va en su encuentro pensando que tal vez ella quiera volver a trabajar en la casa puesto
que creer encontrar evidencias que favorecerían esa decisión, lo que realmente no llega a
ocurrir. Lo que él nos cuenta es el recuerdo de esos 30 años dorados y los compara con su
actual patrón, un estadunidense que considera exótico además de lujoso contar con un
mayordomo como los de antes, en extinción ya hacia mediados del siglo pasado. Es ese pasado
que llega hasta el presente de la narración el que logra reflejar la inquebrantabilidad de su
espíritu y de sus convicciones sobre su misión en la vida, de tal forma que no podemos llegar
sino conmovidos y convencidos al final de la novela de que ser un buen mayordomo es un
tema de contención, anulación del ego y perfección en el servicio de un gran hombre, porque
solo los grandes hombres pueden tener grandes servidores.

Bien merecido el Nobel.

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