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Google, Facebook y Amazon son

monopolios; es hora de desintegrarlos


The New York Times (27 abril 2018)
Jonathan Taplin
En solo diez años la lista de las cinco empresas más grandes del mundo, según la
capitalización del mercado, ha cambiado y solo permanece Microsoft. Exxon Mobil,
General Electric, Citigroup y Shell Oil se quedaron fuera; Apple, Alphabet (la
empresa matriz de Google), Amazon y Facebook las remplazaron.

Todas son empresas de tecnología y cada una domina su área de la industria: Google
tiene una participación en el mercado del 88 por ciento en publicidad de búsqueda;
Facebook (y sus subsidiarias Instagram, WhatsApp y Messenger) tiene el 77 por
ciento del tránsito social móvil, y Amazon tiene una participación del 74 por ciento
en el mercado del libro electrónico. En términos económicos clásicos, las tres son
monopolios.

Nos han transportado a principios del siglo XX, cuando Louis Brandeis le presentó
los argumentos sobre “la maldición de la grandeza” al presidente estadounidense
Woodrow Wilson. Brandeis quería eliminar los monopolios, porque (en palabras de
su biógrafo Melvin Urofski) “en una sociedad democrática la existencia de grandes
centros privados de poder es peligrosa para la vitalidad continua de un pueblo libre”.
No necesitamos ver más allá de la conducta de los grandes bancos en la crisis
financiera de 2008 o del papel que Facebook y Google tienen en el negocio de las
“noticias falsas” para saber que Brandeis tenía razón.

Mientras que Brandeis generalmente se oponía a la regulación —pues le preocupaba


que inevitablemente provocara la corrupción del regulador— y en vez de eso defendía
la desintegración de la “grandeza”, hizo una excepción para los monopolios
“naturales” como los servicios de teléfono, agua y las compañías de electricidad y
ferrocarriles, en las que tenía sentido tener una o menos empresas que controlaran
la industria.

¿Es posible que esas empresas —y sobre todo Google— se hayan convertido en
monopolios naturales al ofrecer toda la demanda del mercado por un servicio, a un
precio más bajo que lo que ofrecerían dos firmas rivales? Si es así, ¿ha llegado la hora
de regularlas como servicios públicos?

Consideremos una analogía histórica: los primeros días de las telecomunicaciones.

En 1895, una fotografía del distrito empresarial de una gran ciudad podría haber
mostrado veinte cables telefónicos conectados a la mayoría de los edificios. Cada
cable era propiedad de una empresa distinta y ninguna de ellas trabajaba con las
otras. Sin efectos de red, las redes por sí mismas eran casi inútiles.
La solución era que una sola empresa, American Telephone and Telegraph,
consolidara la industria al comprar a todos los pequeños operadores y crear una sola
red… un monopolio natural. El gobierno lo permitió, pero después reguló este
monopolio a través de la Comisión Federal de Comunicaciones.

Se regularon las tarifas de AT&T (también conocido como Bell System) y se requirió
que gastara un porcentaje fijo de sus ganancias en investigación y desarrollo. En
1925, AT&T estableció Bell Labs como una subsidiaria aparte con la autoridad para
desarrollar la siguiente generación de tecnología de comunicaciones, pero también
para realizar investigaciones básicas en física y otras ciencias. A lo largo de los
siguientes 50 años, los pilares de la era digital —el transistor, el microchip, la celda
solar, la microonda, el láser, la telefonía celular— salieron de Bell Labs, junto con
ocho ganadores del Premio Nobel.

En un decreto de consentimiento de 1956 en el que el Departamento de Justicia


permitió que AT&T mantuviera su monopolio telefónico, el gobierno extrajo una
gran concesión: todas las patentes registradas obtuvieron una licencia (para
cualquier empresa estadounidense) sin regalías, y todas las patentes futuras
obtendrían una licencia por una pequeña tarifa. Esto permitió la creación de Texas
Instruments, Motorola, Fairchild Semiconductor y muchas otras empresas.

Es verdad, el internet nunca tuvo los mismos problemas de interoperabilidad. Y la


ruta de Google para dominar es distinta que la de Bell System. Sin embargo, tiene
todas las características de utilidad pública.

Pronto tendremos que decidir si Google, Facebook y Amazon son monopolios


naturales que necesitan regularse, o si permitimos que continúe el statu quo,
fingiendo que los monolitos sin restricciones no infligen daño en nuestra privacidad
y democracia.

Es imposible negar que Facebook, Google y Amazon han bloqueado la innovación a


gran escala. Para empezar, las plataformas de Google y Facebook son el punto de
acceso a todos los medios para la mayoría de los estadounidenses. Mientras que las
ganancias de Google, Facebook y Amazon han aumentado, las ganancias de negocios
como la edición de periódicos o la industria de la música han caído el 70 por ciento
desde 2001.

De acuerdo con la Oficina de Estadísticas Laborales, las editoriales de diarios


perdieron más de la mitad de sus empleados entre 2001 y 2016. Miles de millones de
dólares se han trasladado de los creadores de contenido a los propietarios de
plataformas monopólicas. Todos los creadores de contenido que dependen de la
publicidad deben negociar con Google o Facebook como distribuidor, la única vía de
escape entre ellos y la vasta nube del internet. No solo los diarios resultan afectados.
En 2015 dos asesores económicos de Obama, Peter Orszag y Jason Furman,
publicaron un artículo en el que argumentaban que el ascenso del “retorno
supernormal del capital” en las firmas con competencia limitada está provocando un
ascenso en la desigualdad económica. Los economistas del Instituto Tecnológico de
Massachusetts Scott Stern y Jorge Guzmán explicaron que, en presencia de estas
firmas gigantes, “se ha vuelto cada vez más ventajoso ser titular y menos ventajoso
ser un nuevo participante”.

Hay algunas regulaciones obvias con las cuales comenzar. El monopolio se logra por
medio de la adquisición, como Google, que compró AdMob y DoubleClick; Facebook,
que compró Instagram y WhatsApp; Amazon, que compró, por mencionar solo
algunos, Audible, Twitch, Zappos y Alexa. Como medida mínima, no se debería
permitir que estas empresas adquieran otras grandes firmas, como Spotify o
Snapchat.

La segunda alternativa es regular a una empresa como Google a manera de utilidad


pública, y que deba cumplir requisitos como obtener licencias para patentes
mediante una tarifa nominal para sus algoritmos de búsqueda, intercambios
publicitarios y otras innovaciones clave.

La tercera alternativa es eliminar la cláusula del “refugio seguro” de la Ley de


Derechos de Autor del Milenio Digital de 1998, la cual permite que empresas como
Facebook y YouTube, de Google, utilicen el contenido producido por otros. La razón
por la que hay 40.000 videos del Estado Islámico en YouTube, muchos con anuncios
que generan ganancias para quienes los publicaron, es que YouTube no tiene que
responsabilizarse por el contenido que está en su red. Facebook, Google y Twitter
afirman que controlar sus redes sería demasiado oneroso. Pero eso es absurdo: ya
controlan las redes para bloquear la pornografía, y lo hacen bastante bien.

Eliminar la provisión de refugio seguro también obligaría a las redes sociales a que
pagaran por el contenido publicado en sus sitios. Un simple ejemplo: un millón de
descargas de una canción en iTunes le generaría al artista y a la disquera cerca de
900.000 dólares. Que la misma canción se escuchara un millón de veces en YouTube
les generaría cerca de 900 dólares.

No creo en el engaño de que, con magnates libertarios de la tecnología como Peter


Thiel en el círculo interno de Trump, la regulación antimonopolio de los monopolios
del internet será una prioridad. En última instancia, puede que debamos esperar
cuatro años; en ese periodo, los monopolios serán tan dominantes que el único
remedio será desintegrarlos. Obligar a Google a vender DoubleClick. Obligar a
Facebook a vender WhatsApp e Instagram.

Woodrow Wilson tuvo razón cuando dijo en 1913 que “si los monopolios persisten,
el monopolio siempre estará al mando del gobierno”. Ignoramos sus palabras bajo
nuestro propio riesgo.

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