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Todas son empresas de tecnología y cada una domina su área de la industria: Google
tiene una participación en el mercado del 88 por ciento en publicidad de búsqueda;
Facebook (y sus subsidiarias Instagram, WhatsApp y Messenger) tiene el 77 por
ciento del tránsito social móvil, y Amazon tiene una participación del 74 por ciento
en el mercado del libro electrónico. En términos económicos clásicos, las tres son
monopolios.
Nos han transportado a principios del siglo XX, cuando Louis Brandeis le presentó
los argumentos sobre “la maldición de la grandeza” al presidente estadounidense
Woodrow Wilson. Brandeis quería eliminar los monopolios, porque (en palabras de
su biógrafo Melvin Urofski) “en una sociedad democrática la existencia de grandes
centros privados de poder es peligrosa para la vitalidad continua de un pueblo libre”.
No necesitamos ver más allá de la conducta de los grandes bancos en la crisis
financiera de 2008 o del papel que Facebook y Google tienen en el negocio de las
“noticias falsas” para saber que Brandeis tenía razón.
¿Es posible que esas empresas —y sobre todo Google— se hayan convertido en
monopolios naturales al ofrecer toda la demanda del mercado por un servicio, a un
precio más bajo que lo que ofrecerían dos firmas rivales? Si es así, ¿ha llegado la hora
de regularlas como servicios públicos?
En 1895, una fotografía del distrito empresarial de una gran ciudad podría haber
mostrado veinte cables telefónicos conectados a la mayoría de los edificios. Cada
cable era propiedad de una empresa distinta y ninguna de ellas trabajaba con las
otras. Sin efectos de red, las redes por sí mismas eran casi inútiles.
La solución era que una sola empresa, American Telephone and Telegraph,
consolidara la industria al comprar a todos los pequeños operadores y crear una sola
red… un monopolio natural. El gobierno lo permitió, pero después reguló este
monopolio a través de la Comisión Federal de Comunicaciones.
Se regularon las tarifas de AT&T (también conocido como Bell System) y se requirió
que gastara un porcentaje fijo de sus ganancias en investigación y desarrollo. En
1925, AT&T estableció Bell Labs como una subsidiaria aparte con la autoridad para
desarrollar la siguiente generación de tecnología de comunicaciones, pero también
para realizar investigaciones básicas en física y otras ciencias. A lo largo de los
siguientes 50 años, los pilares de la era digital —el transistor, el microchip, la celda
solar, la microonda, el láser, la telefonía celular— salieron de Bell Labs, junto con
ocho ganadores del Premio Nobel.
Hay algunas regulaciones obvias con las cuales comenzar. El monopolio se logra por
medio de la adquisición, como Google, que compró AdMob y DoubleClick; Facebook,
que compró Instagram y WhatsApp; Amazon, que compró, por mencionar solo
algunos, Audible, Twitch, Zappos y Alexa. Como medida mínima, no se debería
permitir que estas empresas adquieran otras grandes firmas, como Spotify o
Snapchat.
Eliminar la provisión de refugio seguro también obligaría a las redes sociales a que
pagaran por el contenido publicado en sus sitios. Un simple ejemplo: un millón de
descargas de una canción en iTunes le generaría al artista y a la disquera cerca de
900.000 dólares. Que la misma canción se escuchara un millón de veces en YouTube
les generaría cerca de 900 dólares.
Woodrow Wilson tuvo razón cuando dijo en 1913 que “si los monopolios persisten,
el monopolio siempre estará al mando del gobierno”. Ignoramos sus palabras bajo
nuestro propio riesgo.