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Las campanas tocan solas.

Historias de Tiberio

"Sólo vale la pena el amor, que es lo que hace posible la eternidad"


Autor: | Editorial:

A mi hijo Pablo José,


que tiene en sus ojos
aquella misteriosa luz
que yo soñé para los ojos de Tiberio.

“...Pero quiero mostraros un camino mucho mejor.


Si hablando lenguas de hombres y de ángeles, no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que
retiñe. Y si teniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y toda la ciencia tuviere tanta fe que
trasladase los montes, si no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiese toda mi hacienda y entregare mi
cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha.
La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no es interesada, no se irrita, no
piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo tolera.
La caridad no pasa jamás; las profecías tienen su fin; las lenguas cesarán, la ciencia se desvanecerá. Al
presente, nuestro conocimiento es imperfecto y lo mismo la profecía; cuando llegue el fin desaparecerá eso
que es imperfecto.
Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser
hombre, dejé como inútiles las cosas de niño. Ahora veo por un espejo y oscuramente, entonces veremos
cara a cara. Al presente conozco sólo en parte, entonces conoceré como soy conocido.
Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la
caridad.”
I Epístola de San Pablo a los Corintios, cc. 12-13
0 Índice Las campanas tocan solas, Tiberio
1 Tiberio, Atila de las Rosas
2 Tiberio va a la escuela
3 La infancia de Tiberio
4 El señor Pedro frente a la propiedad privada
5 "Chicha y pan"
6 Por eso Tiberio ama a los niños
7 Limpieza municipal
8 De cómo Tiberio quiso ser ingeniero
9 Los dos iguales
10 San Andrés y Tiberio hacen milagros
11 "Sencillo"
12 Tiberio, acusado de esquizoide
13 Tiberio, peligro social
14 Tiberio es declarado oficialmente loco
15 Alfredo quiso cortar su sombra
16 El doctor es un pobre loco
17 El fabricante de sueños
18 Algo se ha roto en Tiberio
19 Locos bajo la lluvia

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20 El Director, Tiberio y sus muchachos
21 Hoy llegó Sebastián
22 Anarkos y su historia
23 Anarkos cuenta su historia
24 Sombra de estas sombras
25 Se atasca el universo
26 samuel 24
27 Tiberio se avergüenza de ser hombre
28 "No nos dejes caer en la tentación"
29 Tiberio encuentra el silencio

Índice Las campanas tocan solas, Tiberio

• Tiberio, Atila de las rosas


• Tiberio va a la escuela
• La infancia de Tiberio
• El señor Pedro frente a la propiedad privada
• “Chicha y Pan”
• Por eso Tiberio ama a los niños
• Limpieza municipal
• De cómo Tiberio quiso ser ingeniero
• Los dos iguales
• San Andrés y Tiberio hacen un milagro
• “Sencillo”
• Tiberio, acusado de esquizoide
SEGUNDA PARTE: TIBERIO ESTÁ LOCO
• Tiberio, peligro social
• Tiberio es declarado oficialmente loco
• Alfredo quiso cortar su sombra
• El doctor es un pobre loco
• El fabricante de sueños
• Algo se ha roto en Tiberio
• Locos bajo la lluvia
• El director, Tiberio y sus muchachos
• Hoy llegó Sebastián
• Anarkos y su historia
• Anarkos cuenta su historia
• Sombra de estas sombras
• Se atasca el Universo
TERCERA PARTE: TODOS, MENOS TIBERIO, ESTÁN LOCOS
• Tiberio conoce la ciudad
• Tiberio se avergüenza de ser hombre
• “No nos dejes caer en la tentación”
• Tiberio encuentra el Silencio

Tiberio, Atila de las Rosas

Tiberio es un poeta. Un poeta, sí, que no escribe versos para juegos florales ni para los anuncios de las
bombillas eléctricas.

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Y por eso, porque es un poeta, le gustan las rosas. ¿Qué culpa tiene él si cuando nació, todavía desnudo,
con el trasero rojo de los primeros azotes, la tía Evelina, cursi ella y trombótica, le chilló con grandes
aspavientos:
-¡Capullito mío! ¡Botoncito de rosa!
Su padre, no. Su padre, cuando vio al crío, se mordió el bigote desdeñoso:
-¡Vaya birria! ¿Y para “esto” abultaba tanto su madre?
Pero quedamos en que Tiberio es un poeta y en que le gustan las rosas. Le gusta comérselas. De niño se
comía los tallitos rechonchos de las “ubres de vaca”, las “manzanitas”, las “aceras” y las vainas linfáticas de
la cebada verde. Luego, cuando se puso pantalón largo y le quitaron la gorra de marinerito -“Acorazado Juan
Sebastián Elcano. ¡Viva la Marina española, honra y prez de nuestra Patria!”-, cuando se cubrió las piernas
ruborosas y algo arqueadas, Tiberio ascendió en el escalafón de la florifagia y empezó a comer pétalos de
geranio.
En el pueblo hay una plaza -la Plaza Mayor-, con sus dos fuentes de azulejos talaveranos, un quiosco de
hierro para la música, y el Ayuntamiento. Todos los años, por San Andrés, corren las fuentes. Y todas las
mañanas, a eso de las doce, el señor alcalde se asoma al balcón, enciende un cigarro, guiña el ojo a la
criada de don Jacobo y dice al secretario que hay que poner un oficio al señor gobernador.
En la plaza hay también un jardincillo; todas las plantas son inválidas y han de apoyarse en un trocito de
caña para mantenerse derechas. El jardinero mayor -y menor, porque no hay otro- es Evaristo, floricultor
diplomado con Gran Medalla en la Exposición de Barcelona y otras distinciones en varias Exposiciones
Internacionales.
Una mañanita de sol, cuando el herrero metía una herradura al rojo en la pila de agua para que hiciese “piff”,
Evaristo llegó a su jardincillo -se llamaba “Parque del Teniente General Díez de Verga”- y se encontró todos
los rosales sin rosas; mejor dicho, las rosas estaban, pero sin pétalos.
Un misterioso monstruo dejó desnudos los cálices, con unos ridículos estambres estirados como los bracitos
rígidos de una muñeca rota. ¡Qué sofocón para Evaristo! Se retorcía en el suelo, con las manos sobre el
corazón, aterrado ante aquella barbaridad que dejaba su jardín asolado.
-¡Criminal, criminal! ¡Mal rayo le parta al bestia que lo ha hecho!
Las diligencias judiciales, estimuladas por la trémula indignación del jardinero, no sirvieron de nada. El
secretario habló de la Constitución, el juez del habeas corpus, el alcalde del gamberrismo y el párroco
encontró una magnífica imagen retórica para su homilía del Domingo III de Cuaresma. El rosicida era
Tiberio. Tiberio, que se sintió halagado, sin saber por qué, la verdad, cuando llegó a sus oídos el anatema de
Evaristo:
-¡Criminal, bandido! ¡Atila de mis rosas!
Tampoco Evaristo sabía quién era Atila; a él le sonaba a hereje y no estaba seguro de si era un jansenista o
uno de la Institución Libre de Enseñanza. En todo caso, no ignoraba que había ciertas y difusas relaciones
entre Atila, los équidos y la Botánica.
Y sí, Tiberio se sintió halagado. Porque Tiberio es un joven extraño. Se pasa las horas buscando parecido a
las nubes, viendo trabajar a las hormigas o tocando con la uña el bronce de las campanas:
-Es como si las tocarán muy lejos...
Su hazaña en el “Parque del Teniente General Díez de Vergara” envalentonó a Tiberio. Y otra noche saltó la
tapia del jardín del farmacéutico y devoró sus rosas.
Otra vez, arrasó las macetas de su tía Evelina, y las de la fonda, y las de la hija del factor de gran velocidad.
El pueblo entero se quedó sin rosas. Don Herminio, el boticario, dijo que se trataba de un pulgón
desconocido, procedente quizá del transformismo de una pulga vegetariana, y comenzó a escribir una
comunicación para la Academia Nacional de Botánica, de la que era miembro correspondiente.
A Tiberio le hacía mucha gracia todo esto y lamentó que no le gustasen las acacias para comerse todas las
del pueblo; así, don Herminio -que siempre olía a pastillas de goma y alcanfor- podría hablar de la evolución
de los proboscídeos.Pero lo cierto es que Tiberio era un poeta.
Le gustaba aquel abandono tibio de las rosas, el ligero sabor agrio de los pétalos, aquel masticar la belleza
delicada e impalpable de las flores; Tiberio sabía que comer rosas era algo monstruoso y desnudamente
bello, audaz e inteligente:
-Saben a nube -se decía-, a nube y a viento de la sierra, a nido de cigüeñas con mucho sol, a madera de
eucalipto carcomida y a lazos antiguos de seda crujiente. Y luego declinaba:

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-Rosa, rosae...
En la pared encalada del Juzgado Municipal dejó escrito un día un primer poema metafísico:
-“La rosa tiene miedo del aire”.
Aquella noche, acostado, le dio vueltas a la frase. Y al día siguiente volvió para añadir con un trozo de tiza:
-“La rosa es una señorita que tiene miedo
del amor”.
Y hasta volvió otra mañana para terminar:
-“La rosa es para el alcalde un presupuesto; para Evaristo, un patatús; para mí, un pedazo de mundo que
me puedo comer”.
Cuando el juez vio el triple poema metafísico en la pared de su oficina, fue y lo contó en la tertulia del casino.
Allí se enteró el alcalde. Rojo de ira, la primera autoridad local firmó un bando añadiendo al Código Penal un
nuevo delito: el de comedor de rosas.
Y Tiberio, que es un poeta, pensó con una sonrisa:
-El castigo sólo puede ser uno: todo comedor de rosas será azotado con nardos y claveles y encerrado
durante un mes a néctar y geranio.
El nuevo Atila era, además, un cínico.

Tiberio va a la escuela

El señor Marcelino, padre de Tiberio comerciante de ultramarinos él y bestia él, tenía unas mejillas rojas y
unos bigotes negros. La tienda tenía un rótulo, con perfiles plateados, que decía: “Caña de Azúcar.
Ultramarinos finos”. Debajo colgaba un cartel, escrito a mano: “Hay bacalao”.
Y a la derecha había una pizarra donde el padre de Tiberio apuntaba antaño, con un pizarrín, el suministro
de la semana.
Dentro de la tienda olía a almizcle y a queso rancio. Había cajas de lata que estuvieron llenas de galletas y
una pala rota para coger del suelo las patatas.
Detrás del mostrador estaban los dos hermanos mayores y el padre de Tiberio. Los hermanos se llamaban
Eufrasio y Antolín y eran bestias de nacimiento, como su padre.
También ellos olían a queso y almizcle, a cosa podrida y rancia. Los dos bizqueaban del mismo ojo, y tenían
los dientes amarillos.
El padre quiso que Tiberio aprendiese a manejar la tienda:
-Este es listo; Eufrasio y Antolín son dos
mostrencos.
Pero Tiberio odiaba aquel cuarto sombrío, la trastienda llena de sacos y de polvo, de cajones destripados y
de embutidos colgados de las vigas. Todo aquello le parecía sórdido y viejo: los jamones, piernas extirpadas
de futbolistas de desecho; los fideos, pequeñas lombrices fósiles y amarillentas; las botellas de vinagre,
zumo de uva fracasado; los garbanzos, pequeños rostros ridículos, con sus naricitas puntiagudas, como
cabezas sin cuerpo.
Entonces Tiberio se llenaba los bolsillos de galletas y de latas de anchoas y las repartía entre los
muchachos.
-¡Oye, tú! ¿Qué es eso de que regales mis galletas? -le increpó un día el padre-.
¡Animal! ¿Te crees que tengo la tienda para que la regales?
-Tu tienda huele a muerto, padre, a carroña de caballo y a Museo Provincial. Tú eres un vendedor de fósiles.
El padre abrió unos ojos así de grandes; luego abrió la boca, se rascó el pescuezo y se calló.
Al día siguiente Tiberio, que ya tenía seis oficios, fue de la mano de su padre a la escuela de don
Ganimedes, maestro nacional, que ponía en sus tarjetas: GANIMEDES GONZÁLEZ GÓMEZ - Funcionario

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del Ministerio de Educación Nacional Don Ganimedes, que tenía nariz de borracho y lentes cromadas, se
puso en pie al entrar Tiberio con su padre, y gritó:
-¡Atención, niños! De pie... ¡ar!
Porque el probo funcionario había sido sargento en la guerra de África y se sabía muy bien lo de la voz
preventiva y la voz ejecutiva.
El tendero hizo un aparte con el maestro:
-Aquí le traigo a mi chico, don Ganimedes -se le liaba la lengua con la dificultad del nombre-. No es para que
aprenda, porque él sabe más que usté y que todos estos juntos. Pero en la escuela se estará quieto y no me
arruinará. Además, yo no sé qué hacer con él. Tiene unas salidas que atontan.
Don Ganimedes se apresuró a tranquilizarle:
-No se preocupe, amigo mío. Mi procedimiento pedagógico, de tan excelentes resultados...
El procedimiento pedagógico de don Ganimedes era de castaño y medía ochenta centímetros.
Así, comenzó Tiberio a ir a la escuela. Los primeros días no hubo ninguna dificultad apreciable. Pero una
tarde, inspirado por la lluvia que caía furiosamente sobre el pueblo, don Gani, como le llamaban los íntimos,
sintió la irresistible tentación de hablar a sus “queridos niños” de la atmósfera.
-Las nubes, queridos niños, son condensaciones de vapor de agua que... ¿Quieres algo, Tiberio? Ahora no
se puede ir al water.
-Usted perdone, señor. No es eso.
Don Gani sintió un escalofrío, se quitó las gafas y las limpió cuidadosamente, mientras miraba al “nuevo” con
sus hinchados ojos de miope:
-¿De qué se trata?
-De las nubes.
-¿Tienes alguna objeción que hacer a lo que he dicho?
-Sí, señor.
El maestro dirigió una precavida mirada al “procedimiento pedagógico”, que descansaba sobre la mesa, e
inquirió:
-¿No estás conforme en que las nubes son vapor de agua?
-No, señor. Ese es un prejuicio atmosférico. Las nubes son el aliento de las estrellas.
Un sordo rumor conmovió la clase.
Crecientemente irritado, don Ganimedes continuó, requiriendo al silencio a la desmandada turba:
-Y las estrellas, señor mío, ¿qué son? ¿Pedacitos de hielo? ¿Gotas de rocío primaveral?
Tiberio no se inmutó:
-No acierta, señor. Las estrellas son gritos de los ángeles hechos cristal por la ley de las aproximaciones
líricas.
-¿La ley de las...? ¡Qué ley ni qué demonios, niño! ¡No conozco esa ley!
-Es una lástima, don Ganimedes, que no la conozca. La he creado yo.
El maestro se restregó los ojos, aturdido. Al fin, lentamente, reaccionó:
-¡Bueno, niños! La clase de hoy ha terminado.
Salieron los chicos alborozadamente, y detrás de ellos don Ganimedes, con las manos a la espalda y el
entrecejo cruzado por una vena cárdena:
-¡Grito de los ángeles! ¡Tonterías, sólo tonterías!
Tiberio quedó en pie, en su banco, mientras la escuela vacía se llenaba del rumor de la lluvia. Se encontraba
un poco sorprendido de sí mismo, de aquellas respuestas que le brotaban inexplicablemente, sin
intervención de su voluntad.
Transcurrieron unos minutos; luego, desde la puerta, rugió don Ganimedes, mientras frotaba furiosamente
los cristales de sus lentes:
-¡Estrellitas!, ¿eh? Y el mundo, ¿qué es? ¿Qué son los ictiosauros? ¿Qué es la ley de la gravedad? ¿Qué es
la luz?
Tiberio giró humildemente sobre sus talones:
-La luz es la justificación del Arte.
Balbuceó sordamente el maestro. Luego chilló:
-¿Y la penumbra, eh? ¿Y la penumbra?
-Una cobardía, señor maestro; como la fe de los tibios, que quiere justificarse por su falta de sol.

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Un sordo portazo iracundo conmovió el viejo edificio.

La infancia de Tiberio

Tiberio era pensativo y serio, pero cuando se reía, el mundo, el aire, se estremecían con el gozo más bello y
más dulce, como si toda la tierra se iluminase, repentinamente, con un relámpago de alegría. Don Tomás, el
párroco, decía:
-Cuando ríe Tiberito escucho al ángel que mueve las aguas de Siloé, la fuente de la gracia.
Porque don Tomás era el único que comprendía que Tiberio era un ser maravilloso. Lo supo desde el día en
que el niño le preguntó:
-Don Tomás, ¿por qué manda doblar cuando se muere un niño? Tienen el alma blanca, yo lo he visto...
Como los copos de lino.
-¿Tú ves las almas, hijo?
-Sí, padre.
-Y... -balbuceó, azorado y temeroso, don Tomás-, oye... ¿y la mía? ¿La ves?
-También, don Tomás.
-¿Cómo es, hijo; cómo es mi pobre alma pecadora?
-Blanca, don Tomás; como la del chico de doña Teresa, que se murió tonto...
Tiberio se quedó estupefacto cuando don Tomás salió bruscamente de la sacristía. Le vio entrar en la
iglesia, a grandes zancadas, y arrodillarse convulso ante el comulgatorio. El chico sonrió y se subió a la torre
a golpear con la uña el rumoroso bronce, sonoro, de las campanas.
-¡Es como si sonaran muy lejos ... !
Un día, Tiberio saltó desde el campanario al alto tejado de la iglesia. En el mismo alero, a punto de caerse,
se angustiaba una cría de cigüeña que había resbalado desde el frondoso nido de la espadaña sobre el
crucero. La madre aleteaba, asustada, en torno a su cría; chascaba el largo pico y trataba, torpemente, de
evitar su caída.
Abajo, en la calle, los chicos gritaban desaforados ante un espectáculo que les divertía. Evaristo, indiferente,
enderezaba un rosal mientras el herrero berreaba:
-¡Tiradle una piedra, muchachos, a ver si acaba de caer!
Junto a la acera de la imprenta, el farmacéutico, con su bata blanca, sucia de potingues, explicaba al
secretario del Ayuntamiento la zoología de las cigüeñas y el misterio de sus rutas migratorias.
Fue entonces cuando Tiberio -apenas seis años- saltó al tejado. Los curiosos de la calle enmudecieron al ver
al niño avanzar, resbalando sobre las tejas, húmedas, verdinegras, con un musgo de terciopelo verde. En el
mismo alero se detuvo con un difícil equilibrio.
-¡Chico, no seas bruto! -chilló el secretario del Ayuntamiento. Y un escalofrío sacudió a los divertidos
espectadores.
A los gritos salió don Tomás:
-Estad tranquilos, no se cae. Dios está con él.
Después, cuando Tiberio reintegró el peludo cigüeño al nido, cuando bajó a la calle, apareció furibundo y
congestionado el señor Marcelino:
-¡Bestia, más que bestia! ¡Te voy a partir un hueso, so canalla!
Alzó el niño sus grandes ojos tranquilos y miró a su padre.
-¡Sinvergüenza, granuja, mamarracho! -se desgañitaba el señor Marcelino-. ¡Te voy a deslomar! ¡Te ...!
¡Bueno! -se azoró el tendero ante los ojos humildes y límpidos del niño-. ¡Bueno! No lo vuelvas a hacer, ¿eh,
Tiberio? No lo vuelvas a hacer, muchacho.
El herrero abrió unos ojos como herraduras:

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-¡Arrea! ¡Se ha desinflado!
El señor Marcelino se alejó nervioso:
-¿Por qué no he podido apalearlo?
Y terminó rabioso:
-¡Pues ahora verán Eufrasio y Antolín!
Y fue y les colgó del gancho de pesar las patatas.
Los dos chicos se rascaban los azotados traseros sin comprender la extraña y no justificada paliza de su
padre, al que veían de bruces sobre el mostrador, mordiendo con rabia un cacho de lápiz desastillado,
mientras echaba cuentas en un papel de estraza:
-Dos kilos de harina a nueve pesetas, veintiuna sesenta...
Porque el señor Marcelino le tenía un poco de miedo a Tiberio. A veces, se rascaba el cogote,
preguntándose cómo podría ser hijo suyo aquel niño delicado, que no tenía los dientes sucios ni las
manazas rojas, que no eructaba ni comía con los dedos, que tenía la piel blanca y el pelo moreno y los ojos
garzos, como la madre difunta, mientras él, Marcelino, dueño de “La Caña de Azúcar. Ultramarinos finos”, y
los bestias de Eufrasio y Antolín tenían el pelo rojo, las manos rojas y hasta el alma roja, como los hierros
con orín.
Una vez, cuando Tiberio tenía cuatro años, arrimó una mesa a la pared, subió a una silla y, desde arriba,
abrió la jaula de las perdices. La casa se llenó del zumbido largo y chirriante del vuelo de los reclamos, que
pronto encontraron el aire libre y jubiloso de la calle.
Cuando el señor Marcelino, que no tenía más debilidades que la caza, el vino, la comida, el tabaco, el juego,
el genio y las viudas, se enteró del desaguisado de Tiberio, creyó que le daba un acindoque.
-¡Canallaaaa...! -rugía-. ¡Los mejores reclamos del pueblo! ¡Tres pájaros que cada uno valía cuarenta duros!
¡Te voy a destrozar, mala hierba, hijo de...!
Avanzaba hacia el chico con los ojos desorbitados y las manazas abiertas, pero en el centro del cuarto se
detuvo confuso.
Tiberio, en pie, le miraba dulcemente con aquellos ojos irresistibles, que nunca se turbaban.
-¡Vamos a ver, vamos a ver! -balbuceó el señor Marcelino-. ¿Por qué has soltado los pájaros, di? ¿Por qué
los has soltado?
Tras un breve silencio, suspiró el niño.
-Estaban tristes, padre; los vi inquietarse con el canto de una perdiz libre que llegaba desde los cerros.
-¿Tristes los pájaros? -el señor Marcelino abrió la bocaza.
-La perdiz quiere aire libre, padre; es una criatura de Dios y de aire libre. Tú las esclavizas, y eso no es
cristiano.
El señor Marcelino se mordía los puños, impotente, como una mula que sintiera en la boca la serreta de un
freno irrompible.
-Otro día, padre, voy a tirar tu escopeta al pozo.
Entonces, inesperadamente, el bestia del tendero se echó a reír con unas carcajadas agrias e histéricas,
como rugidos, temblándole el costillar robusto, el pelo rojo, las manos rojas y el alma roja como los hierros
con orín.
Tiberio sonrió y luego se echó a reír también, suave, cristalinamente, como un pájaro, ante el silencio
estupefacto y sobrecogido del tendero, que sintió en su rostro sanguinolento el rozar fresco, acariciador, de
un ala invisible, mientras su corazón rojo se estremecía sin saber por qué; mientras un escalofrío de
impalpable y nunca sentida ternura le desbordaba el pecho.

El señor Pedro frente a la propiedad privada

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Cuando llega el verano la vida del pueblo se desploma bajo un sol que fríe las piedras. Las cigarras -las
chicharras de los chicos- cantan de sol a sol, estúpidamente, e invaden el campo, y hasta la carretera, a
cientos de miles, en una plaga que deja chiquitas a las de Egipto.
Los coches y los carros aplastan sobre el piso de alquitrán los cuerpecillos duros, verdosos y chirriantes, y
los chicos se entretienen en pegarles puntapiés, como pelotas, hasta que se cansan.
Para los chicos es buen tiempo el verano. No hay escuelas, y la vigilancia de las madres, con tanto calor,
también se ablanda. Hay brevas en las higueras y los cerezos se cubren de rojas esferillas y las zarzamoras
ofrecen sus racimos negros y apretados junto a los tapiales de los huertos, junto al polvo de la carretera y la
frescura de los secos arroyos, donde aún queda la verde presencia de los juncos. Es el tiempo de los
lagartos y los chapuzones en El Charcón, un breve remanso del arroyo de Santa María, rodeado de espesas
y grises encinas. Los cuerpos desnudos de los niños se tuestan al sol y al aire; parecen delgados y
nerviosos ángeles -las marcadas costillas serían cuerdas de arpa-, y, sobre la hierba seca, se enseñan las
cicatrices de las vacunas o la señal de un divieso, mientras hablan apagadamente. Luego se zambullen con
gritos en el agua fresca y removida de la charca y salen, chorreando, brillantes los cuerpecillos morenos, con
los costillares pronunciados, la piel de gallina y el negro pelo escurriendo.
Tiberio va algunas veces con ellos. Cuando él les acompaña, los chicos no hacen demasiadas barbaridades;
dejan en paz a los bichos y no tiran piedras a los árboles frutales por el puro placer de romper las ramas, ni
ensayan la puntería con las jícaras de los postes eléctricos. Se conforman con bañarse en “El Charcón” y
con subir a las higueras.
Un día, en el huerto del juez, les sorprendió el guarda, el señor Pedro, terror de la chiquillería con su
escopeta de sal. Era la hora rumorosa y vital de la siesta, cuando los árboles y las cosas se amodorran en
ese aparente silencio que está, sin embargo, lleno de oculta actividad, de ir y venir de savias por las ramas,
de transpirar de hojas y de bicharracos moviéndose bajo las piedras.
Las brevas estaban calientes y, por ello, no demasiado apetecibles; pero a los chicos les sabían a gloria
bendita. Aquellas frutas no sabían a fruta; sabían a prohibición y a rebeldía contra el Corpus juris civilis de
Justiniano. Aquello era socialismo puro o, a lo peor, una especie de comunismo económico; pero no había
peligro, porque los chicos no sabían lo que es el comunismo ni el socialismo, no habían oído nunca tales
palabras, y, ya se sabe, lo que importa en las revoluciones no es tener un credo político, sino un bonito
adjetivo para que el ciudadano pueda decir: “yo soy esto o lo otro”, que ya lo decía aquél, “ser o no ser”, o
como fuese.
Pero el señor Pedro, que tiene una hija casada en Alicante con un capataz de Obras Públicas, y que hizo la
guerra en Melilla y se trajo de allá un cenicero de plata moruna, precioso; el señor Pedro no entiende de
“socialogía”, como él dice. Así que cuando vio a los robabrevas se sonrió ladino y se acercó sin hacer ruido.
Y cuando estuvo bajo la higuera, carraspeó con sorna y mugió:
-¿Qué? ¿Comiendo brevas?
A la media docena de chicos por poco les da un paralís, que de milagro no se cayeron del árbol. Todos se
quedaron patidifusos y mudos, todos menos Tiberio, que, imperturbable, contestó simplemente mientras
arrancaba una nueva breva:
-Si lo ves, ¿por qué lo preguntas?
El señor Pedro abrió la boca como asombrado, ¡leñe con aquel crío! ¡Qué desfachatez! Al cabo de un rato
de confusión, el guarda reaccionó con ira:
-¡A bajar todos! ¡Venga! ¡Ahora mismo!
-Quietos todos -ordenó Tiberio.
-¿Cómo que quietos? ¡He dicho que abajo! ¡Os llevaré a la Prevención, os pasearé por el pueblo con un
letrero y tendréis que pagar una multa!
Uno de los pequeños comenzó a llorar. Tiberio, con una mirada de reproche y la boca llena del dulcísimo
fruto, se dirigió al guarda:
-Pero, hombre, ¿no te da vergüenza hacer llorar a un niño?
-¡Los sinvergüenzas sois vosotros! ¡Estas higueras son del juez y vosotros las estáis robando! -chilló,
congestionado, el señor Pedro.
-¿Sabes lo que decía ayer el señor juez en el casino?-inquirió Tiberio, socarrón-.
Pues que cien años de usurpación no hacen un año de derecho. Es... -y Tiberio mordisqueó otra breva-, es,
por lo visto, un refrán de Alemania. Lo dicen los campesinos. Y el juez parece que estaba conforme.

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-¿Conforme? ¿Conforme? -balbuceó el guarda- ¡Yo no sé nada de eso!
-Hay que estudiar, señor Pedro. Eso te pasa por no haber ido a la escuela. ¿A que no sabes dónde está
Noruega? ¿A que no sabes quién era don Pedro el Cruel? ¿Ves? No sabes nada de nada. ¡A ver, tú! -señaló
a uno de los chicos-. ¿Dónde está Noruega?
-Al Norte de Europa -contestó tembloroso el interpelado.
-¿Te das cuenta? -y Tiberio balanceó sus piernas sobre la cabeza del señor Pedro.
Sobre aquella cabeza que, de repente, se había llenado de sombrías nebulosas, débiles chispazos de luz y
humaredas de torpe confusión.
-Yo estuve en la “mili” -balbuceó el desgraciado-. En la “mili” de Marruecos -y luego, rabioso-. ¡Pero existe la
propiedad privada!
-¡Bah, la propiedad privada! Eso para vosotros, para los hombres que no amáis la tierra, aunque luchéis por
ella y os enredéis en pleitos. Lo único que os interesa es vuestra soberbia y vuestro orgullo. Ah, no,
amiguito, lo que importa no es decir “este árbol es mío”, sino “quiero a este árbol”. Vamos a ver, ¿tú quieres
a los árboles de tu heredad, los amas?
-¡Son míos, son míos, son míos! -berreó el señor Pedro, casi sollozante, que daba pena verlo.
-¡Son tuyos, son tuyos! -le remedó con burla Tiberio-. Son de Dios. Todo es de Dios.
-Pero la propiedad...
-La propiedad de una cosa sólo existe cuando se la ama. ¿Tú has visto a algún ateo que diga “Dios mío”?
Además, todo eso es discutible; pero existe para los hombres. Pero ¿y los niños, eh, y los niños? Los niños
son los dueños en usufructo de todo. De los árboles, de las casas, de la tierra, de las nubes, de los sueños...
Dios se lo da todo a los niños para que jueguen con ello. Los niños son amigos de Dios y no les pone leyes
ni guardas con escopetas de sal.
-¡La escopeta es mía!
-¡Bah, es el del Ayuntamiento!
Tiberio, ágilmente, de un salto prodigioso, bajó de la higuera y se acercó al señor Pedro:
-Trae la escopeta.
-¡No, no, no!
-Vamos, tráela.
El señor Pedro, aterrado, le entregó el arma. Tiberio la examinó cuidadosamente, buscando el mecanismo
de abrirla. Cuando lo encontró, sacó los cartuchos y se los guardó en el bolsillo. Luego le quitó al guarda la
cartuchera y todo ello lo arrojó al pozo próximo, que bostezaba junto a los árboles, con su profunda y
redonda boca de sombra.
-¡Ale, ahora adiós!
Tiberio y los chicos se encaminaron hacia el pueblo, mientras el señor Pedro se quedaba allí, bajo el calor
asfixiante de la siesta, abrumado y con cara de idiota.
Cuando los chicos sólo fueron puntos negros en la lejanía, junto a la blancura violenta de las primeras casas,
estalló la tormenta que se incubaba en la frente del hombre. Se le enrojeció el rostro de ira; se golpeó las
mejillas con desesperación y empezó a mascullar palabras. Cuando desahogó un poco se llegó hasta la
caseta del peón caminero a pedirle unas escarpias para sacar la escopeta del pozo.
El caminero no comprendía nada de nada:
-Pero ¿qué le pasa a usté, señor Pedro? ¡Le va a dar un ataque! ¿Quiere usté que le ponga unas compresas
de vinagre?
-¡Mal rayo te parta a ti y al vinagre! ¡Y mal rayo me parta a mí! ¡Y mal rayo le parta a la propiedad privada!
Con la escopeta en bandolera, el señor Pedro se fue al pueblo a contarle al juez el incidente. Porque, lo que
él decía: la cosa no iba a quedar así, y la “autoridaz” era la “autoridaz”. Y, además, don Ramiro, que era tan
listo, comprendería las razones que le bullían en la cabeza.
Don Ramiro estaba en su casa picando garbanzos para el macho de perdiz y dijo a la criada que pasara el
guarda.
-Don Ramiro, usté que es hombre de letras..., ¿usté quiere a sus higueras?
-¿Cómo que si quiero a mis higueras? Pero ¿estás majareta, hombre de Dios?
-Usté dígame -se emperró el desgraciado-, ¿usté quiere a sus higueras?
-A ti te ha dado calentura, Pedro. A los árboles no se les quiere. Se quiere a las personas, a la mujer, a la
madre, a los hijos, a las tías... ¿A qué viene esa pregunta?

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-Entonces, usté disimule, don Ramiro -suspiró el guarda rascándose una pierna- pero las higueras de usté
no son de usté.
Don Ramiro dejó de picar garbanzos, se secó las manos con el pañuelo, se sentó en una silla y miró de hito
en hito al guarda:
-¿Qué mosca te ha picado, Pedro?
-No me ha picado ninguna mosca, mejorando la presente. Yo no he ido a la escuela, ni se dónde está la
Noruega, ni quién era ese Cruel; pero las higueras de usté no son de usté. Y usté disimule, don Ramiro.
Además, usté ha dicho... ¿cómo era eso? ¡Espérese a ver si me acuerdo! Es una cosa de la Alemania. Ya
me acuerdo: que cien años de “chupación” no hacen un año de derecho. Así que, aunque las higueras
fueran de su padre de usté, pues no son de usté.
Don Ramiro no entendía ni una jota, pero el guarda siguió:
-Todas las tierras del mundo, y los árboles, y esas cosas, son de los chavales, sí señor. Y como yo soy
guarda y mi obligación es pegarles tiros de sal en el trasero, y perdone el modo de señalar, y como yo no
estoy conforme con eso, y como nada de lo que tenemos es nuestro, tome usté la escopeta, que yo no
quiero ser guarda, ni perseguir a los chicos, que, al fin y al cabo, son los dueños de todo en “usufruto”.
Cuando don Ramiro consiguió respirar miró recelosamente al señor Pedro y dijo:
-Claro, hombre, claro. Además, tú ya eres viejo para estos trotes. ¿Por qué no vas a que te vea el médico?
Te da mucho el sol, y con estos calores...
Al salir, el señor Pedro encontró a Tiberio olisqueando con hambre las flores de Evaristo, en la antigua plaza
de la Constitución.
-Ya no soy guarda, ¿sabes? Y cuando queráis, tú y los chicos podéis entrar en mi huerto. Hay unas higueras
muy buenas, ¿sabes? Son vuestras...
Tiberio sonrió y puso la mano en la callosa mano del ex guarda:
-Yo te enseñaré dónde está Noruega y la India y Colombia, ¿eh? Te enseñaré los ángeles que van
montados en nubes y te diré lo que hablan los pájaros por la tarde.
El señor Pedro, que siempre había sido bastante cerril, no entendió nada de aquello, como de costumbre.
Pero se alejó con pasos firmes, lleno de una alegría intensísima que le rebosaba de dicha el corazón,
pensando:
-Eso de la propiedad privada... ¡ya me parecía a mí que era un cuento!

"Chicha y pan"

Una tarde, Tiberio se detuvo ante el escaparate de la farmacia. A través del vidrio veía a don Herminio, el
boticario, extender la vaselina con la espátula sobre la piedra de mármol; disolver en el mortero la exótica
nieve del alcanfor y encender, cada cinco minutos, la lacia colilla ennegrecida que sujetaba con saliva a su
grueso labio leporino. Desde el interior de la rebotica llegaban los filarmónicos alaridos de la boticaria
limpiando con barniz los muebles del comedor.
A don Herminio le ponía nervioso la inmóvil presencia de Tiberio tras el escaparate; sí, le hormigueaba el
sentirse observado, que alguien viera que a cada paquete de bicarbonato de cien gramos le quitaba por lo
menos diez. Por eso salió tras el mostrador y soltó la cuerda de la persiana que protegía del sol sus viejos
específicos.
Oculto tras el escaparate y resignado a la oscuridad, don Herminio siguió con la maza del mortero
disolviendo el alcanfor.
Recordaba sus tiempos de mancebo, cuando su primer jefe, en una botica de la ciudad, le dio un mortero y
le dijo:
-Toma, dale a esto hasta que huela a ajo.

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Aquello no olía a ajo por más que Herminio revolvía la pasta. Al fin, sugestionado, el mancebo se acercó a
su principal.
-Me parece que ya huele...
-A ver... Hum, sí, sí -y luego, socarrón-: Bueno, pues ahora sigue dando hasta que deje de oler.
Torcía la boca don Herminio recordando su ingenuidad. Ya estaba el alcanfor disuelto y lo vertió en la piedra
de mármol para incorporarlo al excipiente. Pero aquel hormigueo del nerviosismo no le abandonaba: “Sabía”
que Tiberio estaba allí, tras el escaparate; hasta le parecía ver el cuerpo tras las apretadas rendijas de la
persiana. Irritado, el boticario se limpió las manos en la bata y abrió la puerta de la farmacia con música de
campanillas.
Efectivamente, allí estaba Tiberio, inmóvil, vuelto de espaldas a la calle, pegado a la vidriera:
-¿Qué haces ahí, se puede saber? ¡Me empañáis los cristales!
-Estaba viendo tu trabajo.
-¿Mi trabajo? ¿Cómo puedes verlo -inquirió despreciativo el boticario- si he corrido la persiana?
-Pues te veía.
-¡Ah! -se burló don Herminio-. Tú ves las cosas a través de los cuerpos opacos, ¿verdad?
-Sí.
El boticario parpadeó desconcertado. Luego, convencido de que Tiberio le tomaba el pelo, bufó:
-¡Tú eres un pobre tonto!
Por una vez, parecía como si los tranquilos ojos de Tiberio fuesen a turbarse. Brilló en ellos algo húmedo y
desconocido, algo quizá triste. Pero debió de ser imaginación del boticario, porque la voz de Tiberio sonó
lenta y suave:
-Me llamas tonto porque no soy como tú.
Ahora los ojos de Tiberio brillaban con una luz jubilosa y nueva. Una luz que turbó a don Herminio aún más
que las últimas palabras del niño:
-Tienes tu alma ruin sucia de ácido nítrico.
El boticario susurró, atontado:
-Usted perdone.
Y entró de nuevo en su tienda, con pasos autómatas, mientras Tiberio se alejaba despacio, calle arriba.
Tiberio olvidó en seguida que, por primera vez, le habían llamado tonto. Después de todo, era una palabra
que los hombres decían con frecuencia. Tiberio había escuchado al hijo del juez llamar tonta a su novia, la
hija del alcalde, sin que él pareciera enfadado ni ella disgustada; ella estaba sólo un poco enrojecida, pero
sonriente. También, cuando al monaguillo revoltoso se le cayó un candelabro, oyó decir a don Tomás: “No
hagas el tonto, chico”. Y don Tomás nunca se enfadaba. Y en el casino, cuando Evaristo puso sobre la mesa
el as de oro, Tiberio le oyó reprocharse: “Qué jugada más tonta”, mientras el juez tiraba de bastos y los
mirones se reían.
-Estar loco -pensó Tiberio- debe ser más grave.
Se acordó de “Chicha y Pan”, que tenía ocho años y vivía en una plazoleta de las afueras. Le veía algunas
veces, por la calle, descalzo y sucio, con su cesta de mimbres, recogiendo boñigas y excrementos de
caballerías que luego utilizaba el padre para abonar un huertecillo que daba las más sabrosas coles de la
comarca. O eso decía el señor Marcelino.
El niño loco no hablaba mucho. Tan sólo, algunas veces se sentaba en el umbral de su puerta y empezaba a
gritar como un poseso:
-¡Chicha y pan, chicha y pan, chicha y pan...!
Hasta que se ponía ronco.
Tiberio iba a verle algunas veces. El otro se corría, arrastrando el trasero sobre el umbral, para hacer sitio a
su amigo.
Entonces se callaba y se quedaba quieto, mirando con adoración a Tiberio, a quien sus doce años daban
cierto aire raro de paternidad.
-Tú no me pegas, Tiberio.
-No, yo soy tu amigo.
Pasaban unas vacas lentas, sacudiéndose las moscas y resbalando sobre los guijos de la calle.
-He visto un nido de abubillas. Tiene huevos.
-Bueno, pero no los cojas.

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“Chicha y Pan” se hurgaba en las narices. Luego cazaba una mosca en el aire. Tenía para ello una
maravillosa habilidad.
-En mi ventana hay un morgaño. ¿Quieres verlo?
-Bueno.
Iban a ver el morgaño, que trataba de hipnotizar a las moscas con sus blancas patas palpitantes. “Chicha y
Pan” se quedaba fascinado, como si fuese él mismo la mosca. Luego, Tiberio espantaba de un manotazo a
la posible víctima.
-Aquella nube parece una vaca.
-No. Es un barco que viene de América.
-Sí, es un barco -decía “Chicha y Pan”, que no sabía lo que era un barco.
-Mira, encima hay dos ángeles.
-No los veo, Tiberio -se angustiaba el loquito.
-Es que tú eres muy pequeño todavía. ¿Ves tú lo que está haciendo ahora don Tomás?
-No.
-Pues por eso, porque eres muy pequeño no lo ves.
-¿Y tú?
-Yo sí; está confesando a la estanquera.
-¿Tú lo ves todo?
-Cuando quiero, sí. Ahora mi padre le ha dado un guantazo a Eufrasio porque se estaba comiendo una
galleta.
Estaban muchos ratos en silencio. Veían correr las hormigas, afanosas, con un grano de trigo o de cebada,
con una miga de pan, con una pajita.
-Mira cómo se saludan... Son buenas las hormigas. Aunque se preocupan demasiado de recoger cosas. A
veces me parecen más bobas...
“Chicha y Pan” no entendía casi nada, pero se extasiaba oyendo hablar a Tiberio.
-Hoy has trabajado mucho, “Chicha y Pan”.
-He recogido boñigas.
-Ya lo sé. Trajiste a casa cinco cestas.
-Sí.
-Hoy no te pegó tu padre.
-¿Por qué me pega mi padre, Tiberio?
Tiberio se entristeció un poco:
-Ellos no saben que Dios está contigo.
-¿Dónde está Dios? -decía “Chicha y Pan”, mientras quería morderse el dedo gordo del pie derecho.
Cuando habían pasado las últimas cabras del Concejo y la noche rumoreaba de grillos, de lejanos élitros
frontantes, de ranas sonámbulas, de toda la palpitante vida de la sombra, Tiberio se marchaba. Entonces su
amigo volvía a sentarse inmóvil en el umbral de su puerta, con los ojos lejanos y la boca torcida, chillándole
a la oscuridad:
-¡Chicha y pan... chicha y pan... chicha y pan...!

Por eso Tiberio ama a los niños

Para los chicos del pueblo, Tiberio es un semidiós. No comprenden nada de lo que dice, pero eso es,
precisamente, lo que de los grandes admiran los pequeños. Así, sin ir más lejos, han surgido algunas
escuelas filosóficas.
Tiberio es para estos niños, llenos de mocos y de roña, de rodillas percudidas y cabellos enemistados con el

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peine, un ser fabuloso y bello, como todo lo desconocido. Tiberio les atrae como los gritos de los pájaros o el
gozo del sol en los arroyos donde la Micaela lava las batas, roñosas de pomada, de don Herminio.
Porque Tiberio, aunque ya es grandullón, juega con ellos; les hace cometas con cara de alcalde, les arregla
sus chismes rotos, les sube al campanario para que vean las pesas del reloj y el nido de la cigüeña madre.
Tiberio sabe cuándo es el tiempo de la peona, de la maricolla, de los bolindres, de los platillos, de la taba, de
la “chita para”, de los botones... Tiberio administra prudentemente sus conocimientos entre los muchachos,
les resuelve sus líos, arbitra en sus discusiones y, sobre todo, les cuenta historias inverosímiles:
-Tiberio, ¿cómo era aquello del perro que se llamaba “Como Tú”?
Alguien ha dicho que Tiberio tiene la cabeza llena de humo. Y los chicos se admiran:
-Tiberio, ¿es verdad que tú tienes humo en la cabeza?
-No es humo -contesta seriamente el interrogado-. Son nubes blancas, donde duermen en invierno las
mariposas.
-¿Y las tienes ahí dentro todas?
-Casi todas... Así no se mueren de frío. ¿No habéis visto que cuando llega el invierno no hay mariposas?
-Se irán a los Marruecos, como las cigüeñas.
-No. Las cigüeñas son grandes y pueden volar muy lejos. Las mariposas, no.
-Es verdad.
-Por eso las guardo yo aquí -y Tiberio señala su frente- y las vuelvo a soltar en primavera. Yo soy el Arca de
Noé de las mariposas.
-¿Y quién era Noé?
Tiberio quiere mucho a esos chicos sucios, de ojos legañosos, pero que todavía son sinceros, que saben
hacer preguntas asombrosas y que creen, creen firmemente en él, en su palabra, casi casi tanto como en la
de don Tomás. Por eso buscan su compañía, les descubre pirámides de cuarzo brillante y soterradas
criadillas; les enseña qué encinas dan las bellotas más dulces, y en qué zarzales están las moras más
maduras. Otras veces, en la tienda, se llena los bolsillos de galletas y las reparte entre los muchachos,
mientras brama el señor Marcelino repartiendo tortazos a Eufrasio y Antolín.
-¿Tú sabes más que don Ganimedes?
-No es eso; es que yo sé cosas que él no conoce.
-¿Quién te las enseñó?
-Nadie... -responde Tiberio vagamente, un poco preocupado como siempre que piensa en su “ciencia
infusa”-. Yo que las sé...
Casi tanto como los chicos, quieren a Tiberio las madres del pueblo. Porque ellas, tan intuitivas, también
comprenden, aunque difusamente, que Tiberio es un ser casi sobrenatural. Por eso, cuando Tiberio pasa por
las calles, con las manos en los bolsillos del pantalón, con la cabeza inclinada como si escuchara el rumor
de las nubes que llenan de lucidez su cerebro, las madres le llaman y quieren obsequiarle:
-Toma, hijo, toma una rebanada de pan con miel...
-¿Quieres probar las nueces de mis nogales, Tiberio?
-Tiberio, entra hijo... Ven a tomar la merendilla con mi muchacho.
Sin embargo, hay una mujer en el pueblo que aborrece a Tiberio, la única: Alfonsa, la mujer de Práxedes, el
fondista de la estación. Alfonsa tiene el pecho liso y un oscuro bigote oscureciéndole el bozo con una rúbrica
de maligna masculinidad. Tiene, además, la peor lengua del pueblo y un mal genio que se deshace
frecuentemente en insultos contra su marido, canijo y flaco.
Práxedes la oye asustado desde un rincón de la fonda, junto a la mesa de mármol en la que nadie ha
comido desde que el Rey Alfonso XIII fue al pueblo a inaugurar la traída de aguas.
-¡Bragazas, mequetrefe, que eres un vaina! -chilla Alfonsa.
Ella siente una oscura rabia contra Tiberio; le llama hipócrita, santurrón y mameluco en cuanto tiene ocasión.
Tal vez influyan en todo esto la fracasada maternidad de Alfonsa y su bigote. Y quizá también lo que Tiberio
le dijo un día; cuando la fondista arrastraba a su marido borracho por la plaza:
-¡Gandul, canalla, cobarde! ¡Vamos a casa, que te voy a sacar la borrachera con la maza del almirez!
Práxedes se emborrachaba porque no tenía más remedio que hacerlo. A ver qué vida, con aquella mula por
señora. Y lo que él decía una vez a Tiberio:
-Si no la “pesco” no la puedo aguantar.
Pero en cuanto me echo al coleto una buena frasca... ya me puede dar con el rodillo o con la badila. No la

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siento. Y además me olvido de ello. Créeme, Tiberio, el vino de Felipe es la mejor anestesia.
Aquel día, cuando Alfonsa tiraba de su marido, Tiberio, que estaba viendo a Evaristo podar un geranio
haciendo maravillas con la podadera, se encaró con aquella fiera corrupia:
-Deja en paz a tu marido. Se emborracha porque tú le pegas y le haces la vida imposible.
La fondista barbotó, roja de ira:
-¿Y a ti, mequetrefe, asqueroso, quién te da vela en este entierro?
Era verdad, que aquel arrastre tenía algo de entierro. Tiberio, sonrió, imperturbables los ojos:
-Eres una víbora.
Alfonsa agitó sus manazas sobre Tiberio.
-Pégame si puedes. Pero no puedes; no eres sino una pobre irresponsable. Yo te quiero, aunque eres peor
que un alacrán. Al fin y al cabo, también el alacrán es una criatura de Dios.
La fondista se agitó como si le diese un acindoque. Apiadado, Tiberio fue a avisar a don Herminio para que
aplicase unas sanguijuelas a la mujer.
-A ver si así se le descargan las venas.
Echaba espuma por la boca. Pero no hizo falta. Alfonsa salió de estampía para su casa, rugiendo frases
ininteligibles, mientras la quisquilla de su marido dejaba el anestésico de Casa Felipe sobre una de las más
lustrosas y prometedoras madreselvas de Evaristo.
Desde entonces, Alfonsa no puede tragar a Tiberio ni en pintura. Cuando le ve por la calle, la fondista da una
media vuelta de recluta y sale arreando por la primera esquina.
A Tiberio le importa un comino la mala lengua de la fondista. Porque Tiberio quizá no sea un cínico. Quizá
sea un ángel. Y por eso ama a los niños y se alimenta de rosas.

Limpieza municipal

El que también era un rato bruto era el alcalde. Bruto y zorro, según se mirase. Pero, la verdad, más bruto
que zorro. En toda su vida el alcalde no había hecho más que moler pimentón -era dueño de un molino- y
jugar al mus. Eran sus dos únicas ciencias, y en eso daba sopas con ondas al más presumido.
El alcalde se llamaba Sebastián, y una vez leyó un libro de Víctor Hugo. Por eso, en cuanto se enfurecía,
llamaba a su víctima “Quasimodo”. Políticamente sí que era zorro Sebastián; antes de ser alcalde había
pertenecido al grupo de “Los de allá”. Luego, cuando la tortilla dio la vuelta, resultó que Sebastián siempre
había sido de “Los de acá”, y lo curioso es que nadie parecía recordar que esta actitud era reciente en el
primer dignatario municipal; hasta los más conspicuos de “los de acá” lo habían olvidado y le daban toda la
coba que podían. Parece ser que Sebastián tenía amistad con algún pez gordo de la capital, y hasta
pensaban hacerle diputado o cosa por el estilo.
Ahora que, a pesar de esa marrullería, bruto, bien bruto era Sebastián. No el más bruto del pueblo, no;
porque no hay que perder de vista al señor Marcelino, propietario de “La Caña de Azúcar, Ultramarinos
finos”; al herrero o al maestro don Ganimedes, funcionario del Ministerio de Educación Nacional, que
también era un rato bruto, sólo que en fino.
Sebastián hacía sentir sobre el pueblo su omnímoda autoridad; un absolutismo que no se lo saltaba Luis XIV
ni con zancos. “El Municipio soy yo”, decía Sebastián. Y hacía lo que le daba la gana; levantaba o cerraba la
veda, según las ganas que él tenía de despanzurrar conejos y perdices; establecía los más arbitrarios
arbitrios; declaraba festivos o laborables los días que él quería, y cuando regresaba de uno de sus viajes a la
capital convocaba a todo el pueblo por medio del pregonero y de los “guindillas” para que fueran todos a
recibirle a la estación al devotísimo, unánime y fervoroso grito de “¡Viva el señor Alcalde!”. Los “guindillas”
formaban parte de la atmósfera municipal y eran dos, Antonino y Salvador; para ellos no había más credo ni
más adoración que la del señor alcalde, y le servían de guardaespaldas.

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Llevaban uniformes azul marino con lamparones y mucha fanfarria de correajes, porras y pistolas. La pistola
nunca la usaron, porque a los dos les asustaban las armas de fuego y la llevaban descargada, pero las
porras sí. Eran el instrumento ejecutor de la colérica y personal justicia del señor alcalde; eran vergajos
forrados de badana y habían entablado frecuentes relaciones con las costillas de los chicos y los adultos.
Las porras de Antonino y Salvador eran los rayos vengativos de aquel Zeus tronante y bastante tunante que
era Sebastián. Y claro, así, ¡cualquiera se ponía en la oposición! Los “guindillas” lo aplastarían con sus
vergajos como Napoleón a los germanos en Austerlitz. Con la diferencia de que a este Napoleón rural no le
llegaba su Waterloo, no se le vislumbraba su San Martín; se escapaba de todas las epidemias de glosopeda.
Naturalmente, Tiberio no era santo de la devoción alcaldesca. Más lógicamente aún, Sebastián no inspiraba
particular devoción a Tiberio. Y claro, lo que pasa... Desde que Tiberio alcanzó su gloriosa e inefable
granazón mental, el pueblo entero esperaba con temor y con mal disimulado gozo que la tormenta estallase.
Que la mala sangre de Sebastián y la insobornable timidez de Tiberio llegarían a una terrible colisión que
acabaría con el prestigio y la gloria de uno de ellos. Esto había sido comentado muchas veces.
-Ese chico le va a cantar las cuarenta a Sebastián y se lleva las diez del monte -decía el juez, que sabía
bien, y por experiencia, el número de zapato de cada uno.
-A ver si Sebastián le pone a ese crío las peras a cuarto -mugía venenoso, transpirando ipecacuana, el
farmacéutico.
-El alcalde no sabe con quién se gasta los cuartos -movía la cabeza el señor Pedro.
-A ese chico le hace falta una pedagogía fundamental de castaño -soñaba el maestro don Ganimedes.
Pero la tormenta seguía acumulando electricidad sin que estallase el primer trueno gordo. Hasta que un día,
lo que pasa, la cosa se puso más que fea.
Habían llegado al pueblo unos gitanos; “húngaros”, les decía la gente; “ladrones”, les llamaba Sebastián. A
Tiberio, sin entrar en estas disquisiciones filológicas, de toda la vida le gustan mucho los gitanos. Como son
gentes inquietas, vagamundas, “globetrotters”, castizos y greñudos, frecuentemente despreciados, muchas
veces temidos, sospechosos siempre, Tiberio les perdona sus marrullerías y su falta de escrúpulos en lo
referente a la propiedad. Total, gallina más o menos... Y de algo tienen que vivir. Porque Dios hizo las
gallinas, pero las hizo para “el hombre”, así, genéricamente, no para la señora del juez ni para el primo
carnal de don Ganimedes. Por lo menos, así razonaba Tiberio.
Como de costumbre, los húngaros acamparon en unas corralizas abandonadas en las afueras del pueblo, al
lado de los vertederos municipales. Traían dos viejos carros, con toldos, arrastrados por unas mulas que le
vendrían de perilla a cualquier estudiante de Veterinaria para el estudio en vivo de la anatomía animal.
Los húngaros vestían con harapos, ellas y ellos; vestidos zurcidos con tela de otro color, con desgarrones
que dejaban ver las carnes morenas, no se sabe si del sol o de lo otro. Ellas con misteriosas faltriqueras,
greñudas, feroces, esmirriadas, de pechos fláccidos y estériles, con los chicos cogidos a la cintura como si
fueran cántaros. Gentes de color de oliva o de color tierra, de andares cimbreantes y lenguaje oscuro.
Ellos llevaban bigotes lacios y verdes sombreros nuevos; en las manos, cayadas con nudos de acebuche o
varitas de mimbre, gráciles y doradas.
Tiberio fue a verlos. Le gustaba ver a los niños gitanos, panzudos y deformes, pero más vivos que el aire;
jugaban a correr, a vender y comprar o a revolverse sobre los estercoleros como si lo hiciesen sobre la
arena tibia y limpia de una playa.
Tiberio hablaba con ellos:
-¿De dónde venís ahora?
-De mu lejo, mu lejo, mar lejo...
-Ejte jaj robao una chiva.
-E pa jordeñarla pa mi hermaniya...
-A mí un zeñó me dio juna pezeta.
-A ver, tú, cómo te llamas.
-Zarvaó.
-¿Y éste es hermano tuyo?
-Eze é Manué.
Era rubio y dorado como un niño Jesús criollo. Una gitana aullaba junto a los carros:
-¡Ejalá zingüezo, malos mengues te...!
Bordoneaban ejércitos de moscas sobre los niños desnudos con el ombligo al aire; niños azules casi de puro

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renegridos, con ojos verdes y pelo lacio y escaso sobre las testas macrocéfalas.
En uno de los carros tenían un mono; era muy pequeño, raquítico; se arrancaba los pelos con las uñas
desasosegado por el bullir de los piojos y las garrapatas. El mono se subía a lo alto de una caña y bajaba
dando vueltas de caracol; una gitana lo llevaba por el pueblo, y luego una chiquilla pasaba un plato
desportillado que servía de bandeja petitoria. Otras veces cantaba; un hombre tocaba una guitarra que sólo
conservaba dos cuerdas:
-Chin, pon; chin, pon; chin, pon...
Y unas muchachas cantaban y bailaban una melopea inidentificable. Lo mismo daba; luego caían unas
perras sobre el plato.
Tiberio les seguía sonriente por todo el pueblo, uno más entre la multitud de chicos que se pegaban a los
talones de los húngaros. Hasta “Chicha y Pan” dejaba su cesta con boñigas en medio de la calle y seguía
embobado a la caravana subyugado por el “achín, pon” de la guitarra. Tiberio les llevaba peladillas,
almendras y fideos de la tienda de su padre.
Un día, cuando estaban los húngaros en pleno festejo callejero, cuando las gitanillas flacas se
contorsionaban las pobres en el remedo triste de una danza, aparecieron las furias, Antonino y Salvador,
porra en mano. Los “guindillas” irrumpieron brutalmente en el corro y dejaron caer el peso de aquella justicia
de goma y badana sobre las costillas de las “bailarinas”.
La folklórica reunión se deshizo en pocos segundos; huyó la gente por si las porras, mientras la fuerza
pública llevaba a los gitanos -porra va, porra viene- hasta la cárcel municipal, un cuartucho infecto con un
ventanuco de barrotes en la puerta, detrás de la fuente de los Caños Nuevos.
Tiberio se quedó pálido. Pero no tardó en reaccionar y se fue hacia el Ayuntamiento.
Algunos vecinos le siguieron de lejos y pronto se corrió la voz por todo el pueblo:
-¡Tiberio va al Ayuntamiento!
Sebastián estaba liando un cigarrillo de cajetilla de “Dianas” cuando se abrió bruscamente la puerta del
despacho; el alcalde frunció el entrecejo:
-¿Qué haces tú aquí? ¿No sabes que hay que pedir permiso para entrar?
-¿Por qué has mandado encarcelar a los húngaros? -contestó Tiberio.
-¿Y a ti qué te importa?
-Di al alguacil que los suelte.
-¡No me da la gana! ¡Aquí se hace lo que yo digo! ¡Además han robado tres gallinas a mi suegro!
Tiberio se asomó al balcón; junto a la acera, mirando atónitos el nido de cigüeñas de la torre, estaban
Eufrasio y Antolín. Tiberio dio una voz:
-¿Antolín, Eufrasio? ¡Traeros ahora mismo tres gallinas del corral! ¡No os traigáis la moñuda, que se va a
enfadar tía Evelina!
Los hermanos salieron trotando y Tiberio salió del despacho:
-Ahora te traen las gallinas. Di al alguacil que suelte a los “húngaros”.
Sebastián se había quedado con la boca abierta. Luego se enfureció:
-¡Esto se va acabar ahora mismo! ¡Pedazo de...! ¿Pero qué te has creído tú, mocoso? ¡Te meteré en la
cárcel con esos piojosos húngaros! ¡Quasimodo! ¡Sinvergüenza!
Estaba rojo, congestionado, crispadas las manazas sobre los papeles de la mesa. Pero de repente sintió
sobre sí los ojos grandes y cándidos de Tiberio. El alcalde no supo qué le pasó; se quedó jadeante,
desinflado, con las piernas temblorosas y los ojos nublados como si algo vertiginoso le amenazase.
-Siéntate, Sebastián.
Fuera, en la plaza, la gente se asomaba por las esquinas cautelosamente. Un gran silencio pesaba sobre el
pueblo.
-¿Sabes tú que a lo mejor vienen de la India o de Egipto? No son malos los “húngaros”, Sebastián. Son,
sólo, como perros huidos, ahuyentados a pedradas, escupidos y despreciados... ¿Verdad que ya sólo por
eso se les puede dar cariño? Cuando llegan a un pueblo, como aquí, los metéis en la cárcel, les pegáis,
hacéis que se marchen... Y en el siguiente pueblo lo mismo. ¿Te gustaría a ti ser “húngaro”, di, te gustaría
dejar tu casa, tus fincas, tu mujer, este despacho... para irte por ahí, para sentirte acorralado de temor y de
odio, para ver que no te dejaban ser un hombre como los demás?
-Ellos no trabajan, no quieren...
-¿Qué importa el trabajo? Hacen cestos, venden y compran, divierten a los niños con su mono y con el oso

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Nicolás, bailan en las calles, dicen la buenaventura, van y vienen... Y después de todo, ¿qué trabajas tú?
Vienes aquí a echar unas firmas, luego al Casino, vas de caza y te echas la siesta.
-Yo... Yo soy el alcalde y... la justicia...
-Tú sabes que aquí no hay justicia. Si la hubiera, tú no serías alcalde.
Sebastián permanecía sentado, lleno de fatiga y de lástima de sí mismo. Sus ojos miraron hacia la torre,
donde las cigüeñas tableteaban con sus largos picos entre la algarabía de los vencejos. Oía, lejana, la voz
de Tiberio, como si le llegase del fondo impalpable de un sueño, de un recuerdo, de lo que una vez fue en su
alma la vaga intuición de lo que el mundo debía ser:
-...Todo el mundo es suyo. Duermen junto a los ríos, bajo los álamos negros y los chopos de plata, junto al
rumor del agua que se va y que siempre es la misma. Tienen el techo de las nubes, las paredes del viento y
el aire de las adelfas. Tienen su alma y su Ángel de la Guarda y su rincón en el cielo esperándoles. Son
buenos y malos, como nosotros, pero dan lo que tienen: la lluvia, el hielo, el sol y la noche.
Casi había oscurecido. Desde la penumbra hablaba Tiberio; sólo se veía el brillo de los ojos clavados sobre
el techo azul, como si traspasasen los tejados y sonrieran a los ángeles jinetes de nubes.
Sonaron unos golpes en la puerta, era el secretario:
-Aquí están los chicos de Marcelino. Traen unas gallinas.
Sebastián parpadeó como si despertase:
-Que se las lleven otra vez. Y avisa al alguacil que ponga en libertad a los gitanos.
Se volvió a Tiberio un poco torvo:
-¿Quieres que les dé una paliza a Salvador y Antonino?
-No -sonrió Tiberio-. Sólo procura que sean menos brutos. Y que les limpien los uniformes; están hechos una
guarrería.
El muchacho se puso en pie. Ya en la puerta se volvió con una sonrisa llena de paz. Aquella paz se quedó
en el alma del alcalde, en sus ojos sin violencia y sin sangre, en sus manos tranquilas y tímidas que alisaban
ahora los papeles que antes arrugaron. Aquella paz bajaba a los ojos de Tiberio y al alma del alcalde desde
la terminación gloriosa de las estrellas, que ya habían prendido su misteriosa luz en la sombra de Dios.

De cómo Tiberio quiso ser ingeniero

Cuando a Tiberio le cortaron las melenas como a un perro de aguas y se le sombreó el bozo con la naciente
inquietud de una oscura pelusa de melón, el señor Marcelino empezó a pensar en el porvenir del muchacho.
El tendero le daba vueltas en su cabeza -pocas vueltas, supuestas las reducidas dimensiones craneanas del
señor Marcelino- al futuro profesional de Tiberio y le habló de ello a la tía Evelina, que era hermana de su
mujer y tenía una pierna hecha cisco por la trombosis:
-Mira, Marcelino; te pongas como te pongas, el chico tiene que ser diplomático, que eso viste mucho.
Además, los diplomáticos llevan siempre cuello de pajarita y al chico siempre le han gustado mucho los
gorriones.
-No me jeringues, Evelina; si le hacemos eso al chico no puede volver al pueblo. Lo apedrean.
-¡Ya te estás poniendo burro! Bueno, pues que estudie para arquitecto.
-Bah, para eso aparejador, que gana tanto como un arquitecto y siempre se "pega" algo.
A todo esto, el chico no manifestaba especial interés por ningún futuro profesional determinado. A Tiberio
sólo le gustaba ver podar las madreselvas a Evaristo, silbar a la veleta de la torre y acariciar a los perros con
sarna. Porque Tiberio quería mucho a los perros sin dueño, esos que aúllan en los umbrales de las casas
funerarias cuando la segadora de sueños les acaricia a contrapelo las crines erizadas.
-¿Sabes, Tiberio? -le dijo un día el juez que presumía de conocer los filósofos alemanes y que había
veraneado el año 27 en Cestona-. Un filósofo que se llamaba Nietzsche, decía: “Yo he descubierto un

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nombre para mi dolor: le llamo Perro”.
-¡Ah, sí? ¿No fue él mismo quien dijo: “Yo he salido de la casa de los sabios dando un portazo”?
-¡Tiberio! -se asombró el leguleyo-. ¿Cómo sabes tú eso?
-Creo que me lo dijo usted una vez -contestó Tiberio con sencillez.
Y luego, pasando la mano sobre el lomo de un chucho lleno de pústulas, agregó:
-Yo a este perro le llamaría Dolor.
Por eso, cuando la tía Evelina hizo un mohín de asquito al oír lo de los peritos aparejadores, el señor
Marcelino propuso, rascándose con la uña el sarro de una muela:
-Pues nada, le hacemos veterinario y no hay más que hablar. Ya que para la tienda no sirve...
-¡Capaz serías de hacerle tendero como el monstruo de su padre o como los burros cebados de Eufrasio y
Antolín!
-¡No me llames monstruo! ¡Siempre has de mentarme ese mote!
El breve consejo de familia, al que asistían con cara de sueño los dos “burros cebados”, se interrumpió al
entrar Tiberio:
-Ven acá, tú -le gritó el padre.
-¡Cuidado que eres ordinario! -refunfuñó la tía Evelina-. ¿Por qué has de llamarle de”tú”?
-¿Pues cómo quieres? -se asombró el tendero-, ¿de usted?
-No; tiene un nombre que se lo puse yo, que para eso soy su madrina de pila. Ven acá, hijo. Pero, ¿qué
traes ahí?
-Tres piedras blancas y una espiga, tía. ¿No sabes que la espiga tiene la crin larga y afilada para peinar al
viento? Mira, mira, oculta sus granos como una clueca a sus polluelos. La espiga es santa, tía Evelina.
-Claro que sí, hijo. Pero, ¿y esas piedras, qué son?
-Sólo tres piedras; se hicieron blancas y suaves en el río, gastando las rocas de las orillas, frenando la
rapidez de la corriente. Son los dientes del agua para moler el trigo y los sueños de los niños chiquitos que
duermen poco. Mira, parecen terrones de azúcar, copos de nieve, vedijas de cordero lechal...
La tía Evelina parpadeó atontada.
-Bueno, luego nos cuentas eso. Ahora escucha, hijo; yo no quiero que seas un tendero.
-Yo no tengo alma de tendero, tía.
-Ya lo sé -gritó triunfal la tía Evelina-, es la pila que se te ha pegado. Yo y tu padre hablábamos de tu
porvenir. Quiero que estudies una carrera; los gastos son de mi cuenta. ¿Tú quieres ser arquitecto?
Tiberio quedó pensativo. Luego exclamó con una sonrisa:
-¡Lo siento, tía Evelina, pero no, no puedo!
-¿No puedes?
-No; me gustaría hacer una catedral a don Tomás, pero como luego no podría nombrarle obispo... ¿para
qué? Además yo creo que a don Tomás le gusta nuestra iglesia tal como es.
Tía Evelina se sonó la nariz mientras el señor Marcelino chillaba mirando hacia el techo:
-Entonces, ¿qué quieres ser?, ¡anda, dilo!
-Pues yo, padre, quisiera ser ingeniero.
-¿Ingeniero?
-Pues mira -sonrió la tía-, eso no me parece mal. ¿Qué clase de ingeniero quieres ser, Tiberio? ¿De
caminos, canales y puertos? ¿Industrial? ¿Naval? ¿De minas?
-No, tía -los ojos de Tiberio buscaron la luz azul de la ventana como dos pájaros soñadores y alegres-. Yo
quiero ser ingeniero de Jardines y Arroyos.
El señor Marcelino, que estaba metiéndose entre pecho y espalda su buena frasca de tinto de sobremesa,
creyó atragantarse:
-¿Ingeniero de qué? -aulló, tosiendo.
-De Jardines y Arroyos, padre.
-Bueno, que me maten si te entiendo.
-¿Cómo pretendes entender tú al niño? -gritó furiosa su cuñada-. ¡Déjame a mí! Oye, hijo, si no me he vuelto
tenienta, he entendido que quieres ser ingeniero de Jardines y Arroyos.
-Si, tía.
-Pero esa carrera no existe, hijito.
-No creo que eso importe mucho -meditó Tiberio. Y añadió alegre-: ¿Existen, acaso, las carreras de Tañedor

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de Vientos, Técnico de Canarios y Hormigas, Empresario de Gaviotas o Virtuoso de Campanas?
-Me parece que se me fue la mano -suspiró el tendero contemplando la frasca de vino casi vacía.
-Pero es que tú debes hacer una carrera práctica... -sugirió débilmente la tía.
-¿Carrera práctica? -Tiberio se asombró-.
-¿Para qué, tía?
-Pues... para ganar dinero.
-¿Para qué quiero dinero?
-Para... para comprar cosas...
-No necesito nada.
-Bueno, y para ser útil a los demás, al mundo y...
Tiberio denegó sonriente:
-Tía, tu mundo está lleno de gentes que saben construir un ferrocarril o un barco, desarrollar la Química
Inorgánica enterita o escribir un libro de Historia. Lo que el mundo necesita, tía, es un buen ingeniero de
Jardines y Arroyos.
-Pues Evaristo...
-Evaristo es un capataz de la Jardinería. No, no es eso. Te lo explicaré para que lo entiendas: ¿No has
pensado nunca en lo útil que sería para ese mundo tuyo plantar un jardín en la rebotica de don Herminio,
desviar un arroyo por la puerta de “Chicha y Pan”, sembrar una violeta en el yunque del herrero o llevar un
poco de agua fresca y limpia, de agua cantarina y alegre, al alma roja y triste de mis hermanos Eufrasio y
Antolín?
-Bueno, yo me voy a acostar -gimió el señor Marcelino, que había escuchado a Tiberio con la boca abierta y
que ya le volvía el flato.
-Espera, no seas mostrenco. Tienes razón, hijo. A tus hermanos les está haciendo falta el agua; el agua y el
jabón, por supuesto. Sí, y a don Herminio un jardín a ver si no huele a yodoformo, y a “Chicha y Pan” otro
arroyo, pero con un estropajo de alambre nuevecito. Está bien, hijo; sé ingeniero de esos. ¿Te enteras, tú?
-desafió a su cuñado-. El chico será lo que le dé la gana, que para eso es mi heredero y ya sabes que tengo
unos cuantos duros en el colchón.
-Gracias, tía Evelina -sonrió Tiberio.
Y se fue a la calle sonando las tres piedras blancas entre sus manecitas ahuecadas, mientras la tía buscaba
su enlutada toquilla y el señor Marcelino desahogaba su borrachera y su tiniebla mental, a mamporro limpio,
sobre las estoicas espaldas de Eufrasio y Antolín.

Los dos iguales

Antolín tenía un año más que Eufrasio y dos más que Tiberio. Eufrasio tenía un año más que Tiberio y uno
menos que Antolín.
Tiberio tenía, por tanto, si las matemáticas no son un camelo, un año menos que Eufrasio y dos menos que
Antolín. A ver, ¿cuántos años tenía cada uno?
El señor Marcelino no estaba seguro de los años que tenía, porque era bastante bestia y no sabía contar
más que hasta veintitrés.
Por extraño que parezca, Eufrasio y Antolín sabían contar hasta treinta y siete, y este conocimiento bastó
numerosas veces para que su señor padre no les terminara de romper las costillas; le eran muy útiles en la
tienda, sobre todo cuando la mujer de Romualdo, el peón caminero y padre de familia numerosa, iba a “La
Caña de Azúcar” por el suministro de la semana.

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Eufrasio y Antolín parecían los dos iguales; iguales de altos, iguales los guardapolvos grises, iguales de
bizquera o iguales de burros. Hasta que tuvieron diez años fueron a la escuela de don Ganimedes, que
empleó con ellos toda la solicitud y la reciedumbre de su popular “procedimiento pedagógico”... Pero a los
diez años, alarmado ante la creciente bestialidad de sus vástagos, el señor Marcelino los sacó de la escuela
y los echó a la tienda.
Tiberio quería sinceramente a aquellos dos besugos. Les ayudaba cuanto podía, les libraba frecuentemente
de las alcohólicas iras paternas y se esforzaba por espabilarlos.
-Vamos a ver, vosotros, ¿por qué andáis siempre de pedrea con los del Perchel?
-Porque dicen que son más brutos que nosotros -respondían a dúo aquellas dos tiernas criaturas.
Un día, Tiberio trató de enseñarles a lavarse los dientes. A los aullidos de los dos muchachos acudió el
señor Marcelino.
-¿Qué pasa aquí, qué jaleo es éste?
-Les enseño a lavarse los dientes, padre.
Tienen microbios -contestó Tiberio que se había arremangado la chaqueta y blandía un cepillo en cada
mano.
-¡Lavarse los dientes, lavarse los dientes! -gruñó el tendero-. ¡Déjalos, no me los eches a perder! Si acaso,
enséñales a contar hasta treinta y ocho; la mujer de Romualdo va a tener otro crío.
Tiberio suspiraba, movía la cabeza pensativo y les ponía una hoja de lechuga a los grillos.
Los domingos, Eufrasio y Antolín se ponían sus trajecitos de cuadros y después de misa se estaban toda la
mañana en la esquina de Urbano, que tenía un bar y un altavoz que repetía constantemente el tango
“Silencio en la noche”. En torno suyo, los hombres hablaban del ateísmo del herrero, de los gajes de la
autoridad municipal o de lo guapota que se estaba poniendo la Felipa.
Eufrasio y Antolín, inmóviles, bizcos y con la cabeza inclinada en el mismo ángulo geométrico; con sus trajes
de cuadros, las camisas limpias y las bocas abiertas, soñaban con horizontes de caramelo y cacerías de
enormes lagartos dormidos al sol.
Entonces llegaba Tiberio:
-¿Miráis las nubes? ¡Mirad aquélla, parece una espada sobre el campanario! Cada nube -decía estático- es
una palabra sin principio, es un color que está naciendo.
-Hay murciélagos en el campanario -decía mecánicamente Antolín.
-El otro día los emborrachamos con un cigarillo -subrayaba Eufrasio.
Tiberio se desesperaba:
-¿Habéis puesto el oído junto a las campanas? Se oye al viento gritar en los pinares. Y se oye el mar, como
en un caracol. Y todo el mundo rebota en la campana. Hasta los ecos de los niños muertos.
-Si se pone una boina en la campana y se le da un porrazo con un martillo, la campana se rompe -se
obstinaba Eufrasio.
Y Antolín añadía con ojos de sueño, como su hermano:
-Me gustaría tirar la campana a la plaza. ¡Al que pillase debajo lo espachurraba!
Tiberio tenía en su cuarto -que compartía con sus dos hermanos- una caja de cartón que guardaba bajo el
catre. Allí escondía sus tesoros. Exquisitas pirámides de cuarzo violeta, hojas de esparraguera, un trébol de
seis hojas, hormigas rojas y mariquitas de San Antonio, que luego soltaba. Un día Eufrasio y Antolín le
abrieron la caja y echaron un abejorro a las hormigas. El abejorro había entrado en el cuarto atontado del
calor agosteño de la siesta, deslumbrado de sol, y Antolín le acertó con un manotazo. Luego lo echaron en la
caja y se sentaron a ver la apasionante lucha del himenóptero con los hemípteros, como diría don
Ganimedes.
El abejorro trataba inútilmente de subir los satinados muros de cartón, aterrado ante el salvaje ataque de las
hormigas, que le mordían rabiosas. Los espectadores terciaban a favor de los hemípteros, estorbando con
un palillo de tarama la huida del abejorro, cuidando de no introducir en la caja sus dedos para librarlos de las
dolorosas picaduras de las hormigas.
Así los sorprendió Tiberio, que había ido en plena siesta a contemplar la caritativa labor hidráulica de
Evaristo en su parque.
Eufrasio y Antolín sintieron que un huracán los envolvía; gritaron, extendieron sus manos implorantes y las
llevaron luego a sus ardientes mejillas. Y se encontraron panza arriba, derrumbados sobre las baldosas,
mientras Tiberio recogía las hormigas dispersas y colocaba sobre el alféizar de la ventana al deprimido

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abejorro.
El señor Marcelino acudió en calzoncillos, rugiendo con el furor de su siesta interrumpida:
-¿Qué es eso? ¿Quién grita? ¿Es que no me vais a respetar la siesta? ¡Si cojo una estaca os deslomo!
Luego se detuvo:
-¿Qué hacéis vosotros en el suelo?
-Él nos pegó -susurró temblando Antolín.
-¿Él? -abrió los ojos el tendero. No le cabía en la cabeza que Tiberio, un alfeñique, pegase a sus dos
vástagos, mayores y más fuertes, y que encima se aguantasen.
-Echaron el abejorro a las hormigas -contestó Tiberio tranquilamente, cerrando con la tapa su caja de cartón.
-¡Bueno, y qué! ¡Eso no es para pegar a nadie!
Levantó Tiberio su mirada enternecida, su voz paciente y cariñosa:
-No lo entiendes, padre. Tú eres un hombre de Cromagnon.
-¿Queeeé...?
En un rincón gimoteaban Eufrasio y Antolín. Sabían que cada discurso de Tiberio a su padre acababa en
paliza para ellos.
-¡Bestias, cafres! -rugió, efectivamente, el señor Marcelino, echándose mano al cinturón sin acordarse de
que no lo llevaba. Pero Tiberio estaba ante él, suave y enérgico.
-No les pegues. ¿Te pegó alguien a ti cuando sacaste los ojos a un canario para que cantase mejor? Yo
sentí cómo se quejaban los pájaros de todo el mundo.
-¡Quítate de en medio! ¡Voy a desintegrarlos!
-No. Vete a tu marasmo.
El señor Marcelino se mordía un puño; con el otro se sujetaba los calzoncillos. Luego dio media vuelta sin
rechistar y se fue a su cuarto a tumbarse, rechinando los dientes, en la cama.
Eufrasio y Antolín contemplaban a Tiberio con muda admiración, como a un Dios salvador.
-Venga; a dormir la siesta -ordenó mansamente el libertador. Y mientras los dos chicos obedecían en
silencio, Tiberio se fue a la calle, a ver si había suertecilla y pasaba un perro sarnoso al que acariciar el lomo
pestilente. Llevaba ya la íntima convicción de que era inútil sembrar una nube en el cerebro enmohecido de
Eufrasio y Antolín.

San Andrés y Tiberio hacen milagros

Como es la fiesta del pueblo, la gente se ha puesto la ropa de los domingos y las madres han lavado con
estropajo las orejas de sus chicos. Los lagartos se asoman al sol de los huertos con sus verdes libreas de
lacayos antiguos y sestean en paz, sin el temor de las pedradas ni de los ganchos con punta en arpón. Los
chicos van en la procesión de San Andrés, hinchadas las cabezas a fuerza de lendreras y coscorrones, con
los bolsillos llenos de vidrio de botellas rotas, bolindres, tapas de cajas de cerillas y pedazos de cuerda.
Tiberio está en la torre, vibrante de campanas, con dos escarabajos y todo el horizonte para sí. Desde la
torre ve el trajín del pueblo, los chicos que corren, los rostros gesticulantes de los vendedores de cristiones y
floretas, perrunillas y huesos de santo. Benito, el sacristán, auxiliado por dos monaguillos, se desgañita
tratando de organizar a las mujeres para la procesión. Tiberio las ve desde arriba y se ríe; las ve ir y venir,
atolondradas, con sus zapatos de tacón alto y sus trajes de satén negro, sus velos y sus lentos y
desmañados andares, azoradas ante los gritos del sacristán, incapaces de formarse como él quiere, en dos
filas, porque todas quieren ver la salida del santo seguido del alcalde, con su bastón municipal y sus orondos
concejales. Y como ninguna quiere perderse el espectáculo, todas se agolpan estúpidamente ante la puerta

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de la iglesia. Hasta que sale don Tomás, y las filas, indecisas, se reagrupan y comienzan a andar calle
arriba.
Tiberio se ríe de estas buenas mujeres, tan atolondradas, sí; pero... tan dulces, tan sencillas, tan madrazas...
Escarabajo Martín,
échate a volar,
que los hijos de tu casa
te quieren matar.
El cuchillo está en la mesa
“pa” cortarte la cabeza;
el cuchillo, en el cajón
“pa” cortarte el corazón.
Tiberio les canta esta absurda melopea a sus dos escarabajos. Y cuando termina el último verso, los
escarabajos levantan sus élitros, asoman sus alas membranosas y amarillentas y emprenden su vuelo
bordoneante y rectilíneo. El conjuro no falla nunca.
Tiberio, que conoce las Florecillas de San Francisco -¡cuántas veces se las habrá contado don Tomás!-, se
extraña siempre de que no se hable allí del hermano escarabajo. A Tiberio le inspiran un gran amor estos
negros insectos, los últimos en la escala animal, los más despreciados, que tanta repugnancia producen a la
gente; a los chicos les gustan los escarabajos; les atan un papelito de seda a una pata con un hilo y les
cantan el Escarabajo Martín. ¡Y qué bien vuelan con su lastre como una cometa! El maestro dice que los
escarabajos son muy útiles para la agricultura, la industria y el comercio.
Tiberio baja la escalera de caracol que da al coro y se cruza con los muchachos que suben a tocar las
campanas.
-¡Tiberio, ven con nosotros!
Tiberio deniega con una sonrisa y sigue bajando, mientras comienzan a voltear las campanas y el señor
Felipe, adormilado, pulsa las carcomidas y amarillentas teclas del viejo órgano con las primeras notas del
Cantemos al Amor de los amores, que es lo único que se sabe bien el señor Felipe. Dos muchachos dan al
manubrio del fuelle, ese asmático fuelle, pulmón del viejo instrumento, al que le han rejuvenecido la semana
pasada, que vino un alemán a arreglarlo. Ha sido un acontecimiento; el día que se inauguró el órgano
restaurado vino mucha gente a oírlo. Hasta don Higinio, que era abogado y ateo y padecía de cólicos
biliares. Claro que don Higinio vino por dos cosas: primero, porque habían anunciado el acto con octavillas
como “concierto de música sacra”, y don Higinio era el intelectual del pueblo y presumía de hombre liberal y
amante de las bellas artes y de otras bellas; y segundo, porque Tiberio le había dicho que fuese.
Tenía gracia el pánico de don Higinio por Tiberio. Sobre todo, desde aquel día cuando el abogado estaba
discurseando en el Casino y echando pestes de los curas. Tiberio habrá entrado allí -el camarero le daba
azucarillos y oyó la voz campanuda de don Higinio:
-¡Todo eso son pamplinas, pamplinas y pamplinas! ¡Y vosotros, unos zopencos! ¡Pero, hombre, hablar de
Dios, y de la Iglesia, y de los milagros, a estas alturas! ¡En pleno siglo veinte, después de Robespierre y
Flammarion!
Hizo una pausa, y vio a Tiberio, que escuchaba en la puerta con ojos asombrados.
-¡Ese, ese chico! ¡Ven acá! ¿Creéis vosotros que a este chico le ha hecho Dios? Lo hubiese hecho
inteligente, y no tonto. ¡Bah, bah! Todos sabéis que este muchacho es hijo de Marcelino, el tendero, un
borracho, un desgraciado alcohólico. ¿Y a mí? ¿También me ha hecho Dios a mí? Eh, chico; contesta tú.
¿Me ha hecho Dios a mí?
Tiberio sonrió graciosamente:
-Pues .... aunque no lo parece, sí, señor.
-¿Cómo que no lo parece?
-Bueno; se le fue la mano en el barro. A usted lo hizo de posos.
-¡A mí me hizo mi padre! -bramó don Higinio entre las risotadas de los contertulios-, Mi padre, que era un
hombre libre.
-Su padre de usted era alpargatero -sugirió Tiberio, deslumbrante.
¡Madre mía, la que se armó! El juez se desternillaba:
-¡Entonces tú eres una alpargata!
Don Higinio se levantó dando bufidos y salió con un portazo, y Tiberio se encontró con las manos llenas de

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azucarillos, mientras todos le daban golpecitos en el pescuezo.
Desde entonces don Higinio le huía a Tiberio. Y la semana pasada, cuando lo del concierto de órgano, el
niño fue a casa del incrédulo oficial del pueblo; porque casi todos los pueblos tienen incrédulo oficial, lo
mismo que tonto municipal, perenne invitado a toda manifestación pública: entierros, bodas, funerales...; de
igual manera, el incrédulo oficial es el encargado de recibir y agasajar al diputado socialista de turno.
Tiberio fue a casa del abogado con una octavilla:
-Don Higinio, mañana se estrena el órgano y hay un concierto. ¡A ver si va usted por la iglesia, que ya está
bien!
El abogado pasó por alto la indirecta, movió las peludas cejas, un poco mosca, y luego miró el papel.
-¡Ah, Bach! ¡Ah, Haendel! ¡Ah, Franz Lehar! ¡Ah, buen concierto!
-Le guardaré un sitio, don Higinio.
El ateo fue a soltar un exabrupto, pero la mirada dulcísima de Tiberio le detuvo. Eran unos ojos suaves,
sonrientes y humildes; unos ojos fascinantes que se hundían dentro de los ojos de don Higinio. De repente,
el hombre se sintió trémulo, azorado; aquellos ojos parecían taladrarle, como si le desnudaran, como si ante
ellos fuese inútil su cinismo y el niño estuviese viendo toda su pobre carroña enferma y decrépita, su
putrefacta vesícula biliar y su alma sucia, como la bata del farmacéutico.
Don Higinio se abrochó la chaqueta nervioso; pero no, aquellos ojos que estaban viendo su miserable
verdad no expresaban asco ni repulsión, sino ternura.
Y el hombre sintió una infinita gratitud por aquel niño que no se estremecía ante su miseria moral. Puso la
mano en la cabeza de Tiberio y murmuró con los ojos húmedos, con la voz húmeda de vergüenzas y
pudores:
-Gracias, hijo. Guárdame el sitio; sí, iré.
Aquella misma tarde, cuando Tiberio se lo contó a don Tomás, el cura se estremeció de alegría.
-¿Que va a venir don Higinio? ¡Gracias, San Andrés, gracias por este milagro, por esta ovejita rebelde, la
única que se resistía al trabajo de este pobre pastor de almas! Pero... ¡si no acabo de creerlo!¡veinticinco
años hace que no entra en esta casa, en la casa de Dios, que también es suya! ¡Bendito San Andrés,
bendito concierto, bendito órgano y benditos dos mil duros de mi alma que vale el arreglo! ¡Y bendito tú,
Tiberio, ángel mío! ¡Ah, cuán misteriosos tus caminos, Señor...!
Tiberio recuerda estas cosas apoyado en la balaustrada del coro, mientras el señor Felipe entona por
undécima vez con tono nasal:
Bendito sea el Señooor,
Dios estáááá aquííí...
Venid, adoradooores,
adoreeeemos...
Menos mal que ya sale la procesión. San Andrés, la mar de guapo con las mejores rosas de Evaristo, con
los mejores lirios de la tía Evelina, sostiene su aspada cruz sobre las andas; cuatro mozos bien plantados
llevan los varales. Detrás, va el cura revestido; detrás, el alcalde con el traje azul marino de la boda, bien
oloroso a gasolina, y su bastón de mando, rodeado de la plana mayor de ediles, todos muy bien pinchados y
orondos; siguen el juez, el boticario, el teniente de los civiles, los “guindillas”, Evaristo y toda la crema social
del pueblo.
Arriba, las campanas gimen locas su alboroto de prodigiosos bronces, mientras Felipe vuelve a la carga:
... a Cristo Redentoor...
Gloriaaa a Cristooo Jesúúúús
El litúrgico cortejo pasa bajo el coro. Y don Tomás, que se sacude los chicos a manotazos, eleva sus ojos
sonrientes a Tiberio y le hace una vaga seña de complicidad.
Es que detrás del alcalde, y sus edecanes, junto al juez de Primera Instancia e Instrucción, con un flamante
traje nuevo y sin cara de cólico biliar, al revés, con cara de hombre tranquilo, va... don Higinio, ex incrédulo
oficial de la población.

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"Sencillo"

Tiberio tenía también un Ángel de la Guarda. El Ángel de Tiberio era blanco y suave, inocente y sabio,
profundo y cercano; un ángel bello y pluscuamperfecto.
A veces se hacía visible sólo para Tiberio, y dialogaba con él:
-¿Cómo te llamas? -le preguntó un día Tiberio.
-Soy un Ángel, tu Ángel simplemente. Pero puedes llamarme como quieras.
-Entonces te llamaré “Sencillo”. Porque todo es sencillo contigo y en ti. ¿Te parece bien el nombre?
-Bueno.
Don Ganimedes preguntó al chico una vez, asombrado ante aquellas respuestas que su agotado y rígido
cerebro no entendía:
-Tú, Tiberio... ¿has estudiado tú algo? ¿Quién te enseñó a leer, a escribir, la Geografía y la Botánica...?
-Él, don Ganimedes: “Sencillo”.
-¿Cómo?
-Si; el Ángel.
Don Gani, estupefacto, abría un tomazo de Pedagogía Fundamental; pero ni por ésas: aquel niño seguía
siendo un misterio para el pedagogo.
Mas el chico no mentía. Todo su saber -y Tiberio lo sabía todo, excepto el mal- le venía de “Sencillo”. No es
que el Ángel le enseñase; es que la sabiduría del espíritu se le pasaba a Tiberio como el agua en los vasos
comunicantes de don Ganimedes.
Tiberio y “Sencillo” se veían en cualquier sitio. En el fondo oscuro de la iglesia solitaria -¡cómo brillaba
entonces el rostro del Ángel!-, en el campanario o por la tarde en las Eras Nuevas, cuando piaban los
últimos pájaros y desfilaban perezosos los carritos de los huertanos, las cuadrillas de segadores y las cabras
del Concejo.
“Sencillo” surgía siempre bruscamente de un poco de sombra, de un poco de aire, de un poco de nada.
Venía siempre como cabalgando sobre una sonrisa. Y cuando él llegaba el mundo exterior palidecía en
torno.
-Óyeme, “Sencillo” -dijo una vez el muchacho con tono pensativo mientras mordisqueaba una margarita-.
Todavía hay algo que no sé... Verás; yo me veo distinto, extraño entre este mundo que me rodea, lejano de
todos; yo les comprendo a ellos, a mi padre y al boticario, a la Alfonsa y al herrero. Pero ellos a mí, no. ¿Por
qué es eso? ¿Y por qué advierto esa paz desconocida cuando me siento con “Chicha y Pan” en su puerta,
mientras el morgaño persigue las moscas en la ventana?
Sonrió el Ángel y, doblando su túnica, se sentó junto a Tiberio sobre la hierba brillante de luciérnagas.
-Escucha. Imagínate... que un artista, un maravilloso y genial artista, tiene su estudio lleno de estatuas. No
las vende, las guarda para sí, para recreo de sus ojos y satisfacción de su arte. Pero el artista hace otras
estatuas para venderlas, para que adornen los palacios y las calles, los jardines y las montañas. Son
estatuas mucho menos bellas que las que él se reserva. Y un día... no por descuido, por alguna razón que él
sólo sabe en su genial inteligencia, permite que el hombre que iba a recoger uno de aquellos encargos, de
aquellas obras inferiores, se lleva una de las prodigiosas estatuas que el creador reservaba para sí...
Tiberio extendió la mano, cubierta de verdosas luciérnagas fosforescentes:
-Entonces... ¿ésta es la explicación...?
El Ángel se rió con misterio. Y el atardecer se cuajó milagrosamente de estrellas:
-¡Oh, no! Es una explicación..., puede serla... ¿Cómo podríamos penetrar en el pensamiento de aquel
artista? Él se reservó la gran razón de su obra; es su secreto. Pero tú, que no eres Hombre, tampoco eres
Ángel. Y muchas cosas sólo las conocerás cuando descubras el Silencio.
-Ya lo hice.
-No; ese silencio está lleno de tu voz. Hay otro Silencio que sólo se descubre una vez.
Pero “Sencillo” y Tiberio raramente hablaban de estas cuestiones; aquello fue una excepción. Normalmente,
“Sencillo” le contaba cosas; él había sido Ángel Guardián de un niño egipcio, de un pastor etrusco, de un
patricio romano, de una dama griega, de Hesíodo, de un guerrero germánico, de Recaredo, de un negro
pamúe, de don Juan I de Castilla, de un aventurero extremeño, de Ghirlandaio, de un soldado colombiano...
Otras veces, “Sencillo” callaba mientras Tiberio, asomado a las pupilas del Ángel, veía el pasado y el
presente del mundo. El futuro, no; cuando quería verlo, los párpados materiales del Ángel caían lentamente

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y Tiberio apenas llegaba a ver un difuso conjunto de manos crispadas y voces, de humo y de ruido, de
rostros sin facciones y melodías sin variación.
-¿Por qué no puedo ver el futuro?
-Ya te lo dije; ése es el Gran Secreto.
-Me gustaría saber el futuro de “Chicha y Pan”.
-Oh, no te inquietes. ¿No viste su alma?
-Sí, es blanca, enteramente blanca.
-Entonces...
-Pero aquí, en el mundo...
-¿Qué importa el mundo? Tu amigo no sabrá nunca lo que es el placer ni lo que es el dolor. Es como una
nube, quieta en el cielo. El viento la lleva sobre el mar y un día la deshace en agua y la hace mar.
-¿Y yo,”Sencillo”, y yo?
El Ángel miraba a Tiberio con ojos sonrientes.
-Siempre estaré contigo. ¿Qué puedes temer? Tú eres otra nube. Un día lloverás sobre el mar; el día que
descubras el Silencio.
Una tarde pasó junto a las Eras el médico nuevo. Era un joven delgadito, como un alambre, con una nuez
desmesurada y ojos de cretino. Llevaba bajo el brazo un grueso volumen de Patología Quirúrgica, porque
presumía de listo, aunque, en realidad, era más tonto que el que mandó asar la manteca.
El médico nuevo oyó voces junto a la carretera y se acercó curioso. Entonces vio a Tiberio que hablaba solo,
al parecer.
-¿Y dónde van las palabras cuando se mueren?
-... ... ...
-Entonces ¿los álamos son adioses de la tierra al viento?
El médico, que era freudiano y tenía una novia que se llamaba Rosamunda, parpadeó atónito tras los
gruesos cristales de sus gafas:
-¡Eh, chico!, ¡oye! ¡Sí, es a ti, a ti! ¡Ven acá!
-Venga usted -murmuró Tiberio con mansedumbre.
El galeno, que tenía un diente de oro y un tumor en el bazo con vencimiento a diez años vista, se acercó
blandiendo la Patología Quirúrgica:
-Tú eres Tiberio, ¿verdad?
-Sí; y usted el médico nuevo.
-Curioso, curioso...; ya oí hablar de ti -y el intruso adelantaba sus ojos miopes sobre Tiberio, mientras le
subía y bajaba nerviosamente la nuez-. ¿Por qué hablas solo?
-No hablaba solo -contestó dulcemente Tiberio-.”Sencillo” está aquí.
-Extraordinario, extraordinario. Y ¿quién es ese “Sencillo”? Yo no veo a nadie.
-Mi Ángel de la Guarda.
-Oh, ya... Interesante, interesante. Fanatismo religioso, alucinaciones paratípicas...
El Ángel se rió de nuevo y sobre los eucaliptos de las Escuelas Graduadas surgió otro lucero.
-Fanatismo religioso -murmuraba el memo del médico, mientras cinco de sus leucocitos despedazaban a un
bacilo de Eberth-, alucinaciones; delirio de sabiduría... Subyugante, subyugante. ¿Tienes espasmos
musculares, pequeño? ¿Desdoblamiento de personalidad? Bueno, bueno, no hay prisa. Escucha, ven un día
de éstos por mi casa. Ya sabes, calle de Gabriel y Galán, número uno. Me llamo...
-Agapito López, ha nacido en Guadalajara el veintinueve de enero de hace veintinueve años. Es usted
bisiesto. Le suspendieron tres veces en Anatomía, es usted pícnico y cinco glóbulos blancos acaban de
hacerle un pequeño favor devorando a un bacilo de Eberth. Pero dada su configuración cerebral, usted no se
entera sino de sus nudos digestivos, de su pobreza de espíritu; nunca sabrá lo que es un milagro, a qué
sabe una rosa masticada despacio o cuántos ángeles van desde la isla de Madera al Afganistán sobre
aquella nube violeta.
El médico abrió la boca y no dijo “mu”, porque no tenía facilidad de palabra. Luego se alejó despacio,
diciendo:
-¡Fascinador, fascinador! Creo que Adler habla algo de estos casos... Bueno, chico, no dejes de ir por casa
cualquier día de éstos.
-Siento algo raro -murmuró inquieto Tiberio.

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-Ten cuidado con don Agapito. Va a cambiar tu vida, pero no temas nada ni a nadie; estaré contigo
-respondió el Ángel. Tiberio emprendió el camino del pueblo escoltado por “Sencillo”.
Todos los búhos del mundo giraban sus ojos enloquecidos, mientras el boticario despachaba dos pesetas de
alcohol a la criada del juez municipal.

Tiberio, acusado de esquizoide

Maldito lo que Tiberio volvió a acordarse del mediquillo ni de su invitación. Se aproximaba el otoño, que era
la época en que los árboles de Evaristo se ponían tristes y amarillos y el viento les arrancaba a mordiscos
las hojas crujientes, que luego aprovechaba el padre de “Chicha y Pan” para mezclarlas con su tabaco de
colilla. Por aquella época Tiberio andaba muy atareado con los espantapájaros.
Porque Tiberio tenía, entre otros, el título de profesor de Espantapajarología; lo segundo no lo decía nunca
la gente porque se les trababa la lengua.
Pero sí, Tiberio era artífice de monigotes para los sembrados. Hacía gratuitamente, desde luego, todos los
que le pidieran. Y se divertía mucho colocando los viejos harapos sobre el mástil torcido: una chaqueta de
pana toda zurcida, unos pantalones deshilachados y un sombrero de paja con el ala mordida por alguna
vaca. El secreto de los monigotes de Tiberio estaba en la cabeza.
-¿Ve usted? -decía-. Ningún espantapájaros tiene cabeza. Los estorninos y los trigueros se dan cuenta y no
los toman en serio. Yo les pongo cabezas con la cáscara enterita de media sandía.
Pero Tiberio no confesaba su absoluta incredulidad en los espantapájaros. A veces, mientras vestía a uno
escuchaba las risas de los gorriones sobre un bardal próximo.
-Dios puso el trigo y Dios puso el triguero. Pues dejémoslo así. Yo no voy a corregir a Dios.
Pero en alguna parte estaría escrito, digo yo, que la vida de Tiberio tenía que cambiar radicalmente. Ya lo
dijo el médico nuevo, ya. Y don Agapito es de los que dicen que dos y dos son cuatro, y vaya a usted a
convencerle de que asen.
Uno de aquellos días, mientras Tiberio andaba ocupado en su peritaje espantapajarológico, don Agapito
entró en “La Caña de Azúcar. Ultramarinos Finos”, mientras el señor Marcelino le daba palique a la criada de
don Guillermo, el administrador de Correos, y le ponía la pesa de ochocientos cincuenta gramos.
-Usted dirá, don Agapito.
-Ya veo que me conoce usted. Hablo con el señor Marcelino, ¿verdad? Con el padre de Tiberio...
Al oír el nombre de su vástago, el tendero movió las orejas precavidamente.
-Sí, señor, para servirle. ¿Qué ha hecho ahora el chico? ¿Le ha dicho a usté que es un hombre de
“carcañón”?
-¿Cómo? ¡Ah, ya! De Cromagnon. ¿A usted se lo ha dicho? ¿Sí? Tiberio, ¿es hijo suyo, de usted?
-¡Oiga! ¡Pues claro!
-No, no quería molestarle. ¡Es extraordinario! Si fallan la constitución somatopsíquica heredada, es decir, el
genotipo y el medio ambiente o perístasis... -el médico se pellizcaba los labios, como si estuviera abstraído-.
El plasma germinativo... Claro, habría que indagar las fases psicóticas.
Pero, en ese caso, esto demostraría la inconsistencia de la escuela paratípica o peristática de Signaud. Tal
vez examinando la bradipragia y la braditrofia podría dilucidarse la cuestión del autismo y de la diátesis
basewoidea.
Don Agapito sonrió satisfecho. Le había salido de una vez sin una sola equivocación. Aquello le animó
bastante.
-“A ver si ahora me sale lo otro” -pensó. Y preguntó al señor Marcelino, que parecía alelado-: ¿Sabe usted lo
que es la personalidad?
-Yo... no, no entiendo de esas cosas. Pero tengo azúcar muy fina, molida...

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-Pues la personalidad es un substrato biopsíquico formado por un conjunto de disposiciones genéticas y de
fuerzas somáticas y psíquicas, que se metamorfosean recibiendo un sello peculiar que denominamos
idiosincrasia individual, lo que separa nuestro “yo” del mundo circundante.
El señor Marcelino se estaba amoscando:
-Bueno, bueno, como usté diga. ¿Desea usted alguna cosa? Tengo ahí clientes.
-Sí -meditó don Agapito mordiéndose una uña-. Tiberio es un esquizoide oligofrénico según la descripción de
Kretschmer.
El señor Marcelino se arremangó los puños de la camisa.
-¡Oiga usté, doctor, a ver si tengo que mentarle a su madre! ¡Tiberio será lo que le dé la gana, y usté se calla
o le pego un revés que lo espachurro! ¡Pues estaría bueno, hombre, que venga usté a mi casa a insultar a
mi chico!
-No se enfade usted; la oligofrenia de Tiberio no está comprobada, después de todo. El esquizoidismo es
clarísimo. Y creo que se trata de un psicópata vagamundo, histérico, sin que aún pueda concretarse la
función de la libido.
-¡Mire usté! -rugió el señor Marcelino congestionado-. A mí no me hable en franchute ni en camelo! ¡Al pan,
pan, y al vino, vino, y mejor vino que pan! ¡Y dígame si es que me está insultando o qué!
Don Agapito adelantó sus ojos miopes, bizqueando tras sus cristales con nueve dioptrías:
-Lo que digo es que Tiberio es un anormal, un psicópata. Debe usted llevarle a un especialista de psiquiatría.
Aunque parezca mentira, el señor Marcelino sintió un escalofrío. Y después de eructar, preguntó:
-¿Qué le pasa? ¿Que está malo?
-Es un enfermo mental.
-¿Enfermo? ¡Je! ¡Amos, ande! ¡Si es capaz de pegar a estos dos juntos!
Y señalaba a Eufrasio y a Antolín, que oían la conversación sin entender ni jota.
El médico nuevo se impacientó:
-¡Acabemos! Para usted no hay más enfermedad que el dolor de tripas o el tifus exantemático. La
enfermedad de Tiberio es de aquí, ¡de aquí!
Y se golpeaba la frente con la mano izquierda, donde tenía el anillo que le regaló su novia Rosamunda, que
era hija de un brigada de Intendencia.
La frente del señor Marcelino se le llenó de venas gordas. Le costaba mucho trabajo pensar. Luego se
quedaba hecho cisco y tenía que irse a la alcoba.
-¿Quiere usté decir... quiere usté decir que... que Tiberio... que Tiberio está loco?
-Bueno, no precisamente loco, pero algo parecido.
-¡Ya decía yo! -movió pesadamente el tendero su cabeza rojiza-. ¡Mire usté que tirarme la escopeta al pozo,
que la tuve que sacar con unas escarpias y esconderla! ¡Y no me tiembla, no me tiembla!
-Pues ya lo sabe usted. Le voy a dar una tarjeta para que vea en la ciudad a un psiquiatra de parte mía.
-Sí, señor -se aturulló el tendero.
Don Agapito escribió unas líneas con su bonito lápiz cromado de cuatro colores, marca “El campeón”, sobre
la tarjeta de visita, y se la tendió al señor Marcelino:
-Tome. Mis honorarios son veinticinco pesetas.
Indudablemente la revelación del médico había desconcertado al propietario de “La Caña de Azúcar.
Ultramarinos Finos”, porque sin rechistar sacó un billete oloroso a bacalao y se lo dio a don Agapito.
-“Mersi”. Buenas tardes.
Cuando salía, el médico se topó en la entrada con Tiberio, que venía lleno de barro de plantar
espantapájaros.
-¡Hola, hombre! ¡No te preocupes! ¿Eh? ¡Ya verás cómo todo se arregla!
Se le enturbiaron los ojos a Tiberio con un extraño presentimiento. Y tendió su mano, buscando en el aire la
invisible mano de “Sencillo”, mientras le volvía a la mirada un agua mansa de paz.
De bruces, sobre el mostrador, el señor Marcelino se hurgaba las narices, meditabundo.

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Tiberio, peligro social

-¡Pí! -hizo el silbato del jefe de estación.


-¡Piiii! -hizo el silbato de la máquina.
-¡Chas..., chas..., chas..., chas, chas, chas! -hizo el tren deslizándose sobre los rieles.
Un hombre corre tras el convoy con una cesta. ¡Qué risa! Práxedes aplasta la nariz contra los cristales de las
ventanas de la fonda, pero de pronto desaparece atraído por una fuerza irresistible: Alfonsa ha entrado en
acción.
Desde la ventanilla ve Tiberio empequeñecerse las figuras de sus hermanos Eufrasio y Antolín, enfundados
en sus guardapolvos grises, y el pañuelo de la tía Evelina humedecido de lágrimas. Y ve alejarse la estampa
menuda del pueblo, con las cigüeñas chascando sobre la torre, mientras un relámpago de angustia cruza
sus ojos serenos. ¿Volverá alguna vez?
Junto al paso a nivel del Cementerio, enfrente de las Escuelas Nuevas, la guardabarrera alza el trapo rojo
que usa para limpiar los cristales, mientras el boticario y el juez esperan a cruzar las vías hablando del
uranio doscientos treinta y cinco.
Tiberio sale de su pueblo, apenas por vez segunda en sus diecinueve de vida. La tía Evelina le ha
enfundado en un traje precioso con rayas “príncipe de galos”, que da al muchacho la sensación de estar
aprisionado tras una reja.
“Sencillo” viene también. Sin billete, claro. La tarde anterior le preguntó Tiberio, con una ráfaga de inquietud
en la boca:
-Y tú, “Sencillo”..., y tú, ¿no vendrás conmigo?
-Soy como tu imagen en el espejo. Iré contigo siempre hasta tu muerte.
Le brillaron curiosos los ojos a Tiberio:
-Anda, dime, cuándo me moriré yo.
-No, ni puedo.
-¿Sabes? -meditaba el muchacho-. Me gustaría morirme un tres de febrero... Ese día vuelven las cigüeñas
después de un largo invierno de lluvias y heladas sobre el nido vacío... Las cigüeñas son como tú, como
vosotros los ángeles... Blancas, audaces, ¡vuelan tan bien! Y vienen cuando llega la primavera y se
despierta el campo y los tallos chiquitines de los trigos se aúpan sobre los surcos con huellas de perdices y
camadas tibias de liebre... -súbitamente se acongojó-. Oye, “Sencillo”, y si vienes conmigo, ¿no te
ensuciarás? El humo del tren es pegajoso, y tú ¡eres tan blanco!
Sonreía el Ángel:
-Nada puede manchar mi blancura. Los ángeles somos como las estrellas. Reflejamos la blancura de Dios.
Por eso, ahora, cuando el tren cabecea, como Práxedes cuando va calamocano hacia la fonda, Tiberio
busca con ojos inquietos la blanca e invisible silueta del Ángel; y no le ve, pero siente junto a sí, junto a su
cabeza, algo como un aliento, como una respiración suave.
El vagón de tercera va lleno. Frente a Tiberio, el señor Marcelino lee las noticias de la China.
-¡No, si acabarán llevándonos a la guerra! -y se promete aumentar las reservas de azúcar y de aceite en la
trastienda, que bien se acuerda del año del hambre.
En el departamento viajan también una monja, dos comisionistas, dos labradores, una mujer gorda con
bocio, un empleado de ferrocarriles y un guardia. Los pasillos están atestados de cestas, soldados, mujeres
con gallinas y maletas de cartón piedra podrido, soldados, segadores, estraperlistas, soldados, empleados
del ferrocarril, policías, estudiantes, soldados, guardias y ganaderos.
El señor Marcelino habla de política con el guardia y el empleado de ferrocarriles:
-¡Vamos a ver, usté que es una autoridad! ¿Qué piensa hacer esta gente? ¿La guerra? ¡Ni guerra ni
pamplinas, todo les importa un pito! ¡Lo que quieren es llenarse los bolsillos y aumentar los impuestos! ¡Y de
eso nada, monada! ¡Yo soy un ciudadano! ¡Yo soy un hombre libre! ¡Yo soy un “sunfragista”! ¡Yo voto! ¡Yo
pago!
-Todos pagamos.
-Sí, señor. Y dígame usté, ¿para qué? ¡No hay más que granujas! De eso sobra aquí mucho, ¡pero que

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mucho! ¿Y sabe usté lo que dicen aquí? -y golpea el periódico con una mano-. ¡Pues que en “Guasintón”
van a aumentar la reserva del patrón oro! ¡Jajay! ¡Si ya lo decía yo, si eso es lo que se veía venir! ¡Menudo
patrón! ¡El “desenquilibrio” económico! ¡El “superavis”! ¡Y aquí, venga a jorobarnos con las “restriciones”!
La monja va por el tercer Misterio de Gozo; la del bocio duerme y los comisionistas echan cuentas sobre un
block de espiral. Y Tiberio, junto a la ventanilla, se estremece de alegría al oír un leve susurro:
-¡Tiberio! ¡Soy yo, tu Ángel! ¡Voy aquí contigo, a tu lado!
-¡“Sencillo”! Dime, “Sencillo”, ¿a dónde voy?
-Ya lo sabes; a la capital a que te vea un médico. ¿Tienes miedo?
-No... Mientras vengas conmigo. Pero... ¿qué pasará?
Ahora, el susurro del Ángel tiene más grave tono:
-Ya lo verás. Pero nunca podrán contigo, Tiberio. ¡Ni con todos sus microscopios, sus batas blancas, sus
gruesos libros y sus inyecciones! ¡Toda su pobre y falsa ciencia querrá husmear el rastro de tu origen y tu
destino, desmenuzar tus pensamientos, hacer comprensible lo que sus viejos cerebros sin Luz ni Gracia no
pueden comprender! Eres un esquizoide, ya lo sabes...
-No soy nada eso.
-Claro que no, Tiberio. Pero interesas a la ciencia... ¡Oh, la Ciencia! Por eso no puedes seguir con tus
espantapájaros inútiles, ni hablar con “Chicha y Pan” mientras se encienden las estrellas... Eres un peligro
social. ¿No sabes? Hubo una reunión para decidir tu caso. Como tu padre no quería gastarse dinero en el
viaje, don Agapito convocó a don Ganimedes, don Herminio, el alcalde, Evaristo... hasta Alfonsa fue llamada
a declarar... ¡Como tú le dijiste aquello una vez...!
-¿Y qué pasó?
-¡Te hubieras reído! Todos tienen miedo de ti, te saben extraño, saben que los conoces, temen tus gestos y,
sobre todo, tus verdades. Y decidieron que eres un peligro social. No pueden vivir contigo, que lees sus
pensamientos, que adivinas sus odios y sus iras, su codicia y su lascivia... No conciben que quieras ser
ingeniero de Arroyos y Jardines, que arriesgues la vida por salvar a un cigüeño y que te guste comer rosas,
que es en ti un atavismo. Y todas las “fuerzas vivas” se han desencadenado sobre ti. ¡Cómo temblaban
acusándote! ¡Cómo se mordía las uñas don Agapito y subía y bajaba la nuez de don Ganimedes! Tu
presencia les irrita porque les humilla. A tu luz se ven ruines y groseros, desgraciados y falsos. Ellos no ven
ángeles sobre una nube que va hacia Etiopía. No ven sino sus cajones de comerciantes; no quieren sino
contar la calderilla sucia de sus intrigas y sus fealdades. Y como tu luz les deslumbra, han decidido
apagarte. Entre todos costearon vuestro viaje aceptando la solución de don Agapito. Confían en no verte
nunca más.
Al empleado de ferrocarriles y al guardia se les abre la boca ante la elocuentísima perorata del señor
Marcelino:
-¿Ustés creen que Alemania atacó a Polonia por lo del pasillo ése? ¡Amos, anden! Por un pasillo no se pega
nadie. ¡Las “reindinvicaciones” económicas, el mercado mundial, ése era el motivo, y que nos dejen de
mandangas! ¡La democracia! Todo eso está muy bien, pero yo les digo a ustés que es mentira. Y lo del
comunismo, igual. ¿Ustés no saben lo que les pasó a Bravo, “Mandonado” y “Pandilla”, que fueron los
comuneros, o sea, los primeros comunistas? ¡Pues eso! Una buena estaca y se acaban los “confliztos”.
El señor Marcelino siente sobre sí los ojos severos de Tiberio y se calla. De pronto, al hacerse el silencio
-apenas se ha oído el “Mater Christi... ora pro nobis” de la monja-, se despierta la mujer del bocio.
El guardia aprovecha para cambiar la conversación, que ya está bien de perorata:
-¿Y qué? ¿De exámenes con el chico?
-No, señor. Vamos a...a por el suministro.
-No se miente, padre _murmura Tiberio.
-¿Eh? Bueno... también vamos al médico para que vea al chico.
-Pues no tiene pinta de estar malo _bosteza la mujer gorda.
-Sí... no... claro...- se atropella el señor Marcelino. Tiberio sonríe dulcemente.
-Esto no se nota a primera vista. Estoy loco, señora.
Los viajeros del departamento dan un brinco al unísono y se repliegan asustados en sus asientos, mirando a
Tiberio con ojos recelosos, inquietos. Ya han olvidado sus antiguos pensamientos, su sopor, sus notas en el
block de espiral, sus consideraciones políticas... ¡Viajan con un loco!
Un loco que les mira con una sonrisa, con unos ojos alegres que penetran, sin embargo, hasta el fondo

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turbio de sus conciencias. ¡Un loco!
Sólo la monja, sin enterarse de nada, musita:
-“Regina Angelorum, ora pro nobis”...
Y luego aprieta los ojos un poco turbada, para alejar un absurdo pensamiento, una imperdonable distracción.
-¡Jesús!- piensa. ¿Pues no iba a decir “Regina Insanorum, ora pro nobis”?

Tiberio es declarado oficialmente loco

Todo ha sido tan rápido, tan inesperado... El señor Marcelino ha vuelto al pueblo con cincuenta kilos más de
garbanzos en el suministro y un hijo menos en la casa. Ante la tía Evelina, congestionada entre sus encajes,
rugiente, espumeando rabia entre sus encías descarnadas, el señor Marcelino agacha la cabeza y se pone a
hablar. Lo cierto es que se hace un lío y que no es capaz de explicar nada como Dios manda, porque ¡vaya
explicaderas que tiene el hombre!
Pero, secretamente, en el pueblo se respira con tranquilidad: el “peligro Tiberio” ha sido conjurado. ¡Qué
pedazo de suspiro ha dado el farmacéutico!
La cosa no fue difícil. Cuando don León leyó la carta que el médico del pueblo le enviaba con el señor
Marcelino _ya se acordaba, ya, de aquel alumno suyo que parecía tonto y el día del examen se explicó con
un par de jamones_, el especialista en Psiquiatría se pasó la lengua por los labios como si acabase de
comer mermelada:
-¡Vaya, vaya! ¡Conque un esquizoide oligofrénico según la tipología de Kretschmer! ¡Un caso precioso, muy
bonito, sí, señor! Ven, guapo, ven.
Le sentó en una butaca, frente a la ventana. Y le increpó:
-Vamos a ver. Tú, ¿quién te crees que eres?
-Tiberio, señor.
-¡Claro, claro! Este tipo siempre responde a la lucubración histórica. Unos, Napoleón; otros, Carlo Magno...
Porque tú te llamas Tiburcio, ¿no es así?
-No, señor: Tiberio.
-Ah, ya, autopersuasión. Característico. ¡Tiberio!
-Fue cosa de mi compadre _murmuró muy colorado el señor Marcelino_; yo quería que se llamara Niceto,
pero como mi compadre era del Rey...
Ahora le tocó la china a don León, que se puso como una guinda.
-Bueno... Tiberio. Mañana tienes que estar en el Hospital Provincial a las once de la mañana.
Los acompañó hasta la puerta. Y se volvió Tiberio:
-Perdone, señor. ¿Por qué hace usted cada tres minutos ese gesto de quererse morder una oreja? Me temo
que aunque lo siga intentando no lo va a lograr.
-Es de nacimiento- balbuceó don León, azorado ante los ojos del muchacho.
Al día siguiente, a las once en punto, estaban el señor Marcelino y Tiberio en el Hospital. Un enfermero les
llevó por un pasillo con macetas que olían a éter y a yodoformo; el tendero se quedó fuera rascándose el
pescuezo -era campeón de rascadura en el pueblo-, mientras Tiberio entraba en un amplio
despacho.Fumando, esperaban cinco médicos.
Tiberio se detuvo tímidamente, mientras la puerta se cerraba tras él. Y los cinco doctores, en vez de cantar
el coro de “El Rey que rabió”, se precipitaron convulsos sobre el muchacho:
-¡Ya esta aquí!
-¡Estoy impacientísimo!
-¡Maravilloso; un “krestchmeriano”!
-¡Sujetadle!

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Tiberio no se acuerda bien de todo lo que dijo. Aquellos hombres, ¡preguntaban tanto! Y desde el día
anterior no veía a “Sencillo”.
-Primero la ficha médica.
-¡No! Primero vamos a medirle el ángulo facial.
-¡Los reflejos, los reflejos antes!
Manoteaban excitados, se aturullaban, pronunciaban palabras incoherentes y trémulas, acariciando a
Tiberio, tirándole de la chaqueta, oliéndole, magullándole...
Tiberio les dejaba hacer, abiertos sus ojos, extrañados ante aquella reducida multitud médica gesticulante.
-¿Has tenido sarampión, escarlatina, pulmonía?
-¿Toses?
-¿Te cansas si corres?
-¿Cuántas son dos y dos?
Don León impuso silencio:
-Vamos a ver. ¿Te duele algo?
-A veces- suspiró Tiberio-, a veces aquí en la espalda.
-¡A ver, a ver! ¡Ooooh!
Hubo un instante de asombro colectivo, como si los cinco médicos se hubieran vuelto mudos. Al fin, el más
viejo, don Amadeo, susurró débilmente tras examinar la espalda desnuda de Tiberio:
-¡Extraordinario! Diríase... diríase... dos... dos... dos...
-¿No querrá usted decir, colega _silbó burlón el doctor Parra_, que se trata de atrofia de...?
-¡Sí!- carraspeó don Leocadio, que no podía tragar al doctor Parra, y por eso le llamaban “Antiparra” en la
Facultad, pero que ahora le apoyaba.- ¿No querrá insinuar que son dos alas atrofiadas? ¡Jo, jo! ¡Estamos
explorando a un ángel!
-No... yo no he dicho nada _se turbó don Amadeo-. Bien; sigamos, sigamos. Investiguemos la vida onírica.
-¡Sí, a ver la función de la libido!
-¿Has conocido el amor, muchacho?
-Sí, señor. Amo a los pájaros que chillan desde los bardales con rocío, desde las enredaderas de tía Evelina
que huelen a iglesia de Mayo. Amo a los perros con hambre, los que no tienen dueño y aúllan en su soledad
de vagamundos al paso de los ángeles. Amo a “Sencillo”, que es blanco como las nubes. Amo a don Tomás,
que tiene el alma de niño y cada día se alimenta de la verdad redonda de Dios; amo a mi padre, aunque sea
tan bruto. Y a ustedes, que están tan enfermos de sabiduría...
Le oían asombrados, desorbitados los ojos, sorprendidos ante la voz melodiosa y serena del muchacho.
Pero el estupor dio paso a una renacida fiebre:
-¡Bárbaro, imponente!
-¡Es maravilloso!
-¡Habla de lo que quieras!
-No tengo ganas, señor.
-¡Sí, de ti; de algo que te haya impresionado!
-Nunca me impresionó nada.
-¿Qué es lo primero que recuerdas de tu vida?
-La oscuridad. Y un día la luz. Y rostros extraños, desconocidos: mi madre, el médico...
-¡Oh, oh, recuerda su vida uterina!
-¡Veamos el reactivo de Binet! ¡Cierra los ojos y escribe luego lo que hayas pensado!
Con un lápiz escribió Tiberio:
-“Azul”.
-¿“Azul” ¿Y por qué “azul”?
-No lo sé. Hice lo que me dijo.
-¡Ahora, el reactivo de Adler ¿Qué es lo que sueñas más frecuentemente?
-Con el silencio.
-¡Oh, el silencio!
-¡Indudablemente se trata de un “tipo subjetivo”!
-¿Qué harías si fueses rico?
-Un asilo de perros vagabundos. Y un hospital para cigüeñas.

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-¿Y por qué no para hombres?
Tiberio sonrió lacónico:
-Pienso que no vale la pena. Hay muchos. Y ellos se defienden; las cigüeñas, no.
Don Amadeo le acercó una cartulina:
-Mira este dibujo. ¿Qué puede ser?
-¿Esto? Un barco; no, no, quizá una amapola; son rojas y crecen con el trigo, ¿sabe usted? Son como los
labios de la mies.
-¿Y nada más? ¿No ves más cosas en ese dibujo?
-Claro que sí: un reloj de sol, una palmera, un yunque, un espantapájaros, el álamo de Los Carrascos, una
hoz, una mata de hinojos, un cigüeño chiquitín, un surtidor, un Mar Caspio...
-¡Qué imaginación!
-¡Maravilloso!
-¡Fenómeno!
-¡Ahora, dibuja tú algo!
-¿Qué es eso? ¿Quién es?
Tiberio extendió su mano, erguido el índice.
-Aquel señor.
-¿Yo?- chilló don León.
-¡Atiza! ¡Si ha pintado una boca mordiendo una oreja!
Se morían de risa. Tiberio se disculpó:
-Así se quedará tranquilo, señor. Créame, es malo hacer gestos nerviosos; debe ir al médico.
-¡Al médico, al médico! ¡Ji, ji, ji! _se desternillaban los colegas.
Les interrumpió Tiberio, que aún tenía la lámina de dibujos en la mano:
-Perdonen, ya sé lo que es esto: es la nada. La nada es así; no tiene más límite que Dios, que es el Todo.
Los médicos, pasado el momento de hilaridad, se movían como murciélagos borrachos por la habitación.
Examinaban la órbita de Tiberio, le aplicaban el estetoscopio, le golpeaban las rodillas con un martillo de
goma, consultaban libros, mordían sus labios pensativos... Y discutían, rápidamente, como si les quedase
poco tiempo, como si algo les angustiara el corazón y quisieran desahogarlo en palabras absurdas, sin
sentido, disparatadas.
Mientras, Tiberio seguía hablando. Agitaban su cuerpo, le zarandeaban, pero él miraba fijamente las acacias
tras las ventanas, un trozo de cielo azul, recortado de chimeneas y buhardillas. Los ojos se le encendían con
pavesas de oro, como una noche de feria. Y vibraban unas palabras dulces que, al principio, nadie oía:
-Dios no quiere que toquéis mis pensamientos. Nadie ha visto a Dios. Nadie ha visto al sueño que es blanco
y entra de puntillas en la habitación y se posa en los ojos y en los oídos. La sombra está hecha de noche y
de calor, de grillos y de silencio. Yo quiero encontrar el silencio que es azul. Vuestros gritos no me dejan oír
el silencio, que está en los charcos de la noche, cuando las ranas enmudecen y se calla el cárabo y se cae
una estrella; un mundo como el nuestro en el que Dios ha escrito la palabra “fin”...
Continuaban aquellos hombres con sus palabras y sus brazos agitados. Sólo el más viejo, don Amadeo, se
había quitado las gafas y escuchaba a Tiberio con los ojos húmedos:
-Pero nadie ha visto el Silencio, nadie le ha oído, porque éste es el secreto de Dios. Está en las espigas y en
el olvido, en la tristeza que engendra la alegría; los hombres le rozan cuando tienen el corazón triste y andan
por la amargura camino de la paz. El silencio está en los ojos y lo llevan los niños sin saberlo, los niños que
sueñan que hay tres soles y que saben reír; el sueño son los que duermen con el corazón en la tierra,
cuando les crece en los oídos un rosal blanco. Y entonces, toda la noche va de puntillas y se detiene el
rumor fresco del río de las estrellas, que son como guijarros en la corriente... Es que entonces está pasando
el Silencio con sus pies descalzos por la sombra. Y se mueren todos los cardos que esperaban furiosos al
borde del camino.
Se detuvo Tiberio. Y alguien gritó:
-¡Oye, Amadeo! ¡Ven a firmar! ¡Ya lo hicimos nosotros!
Don Amadeo se puso las gafas. Y mirando a Tiberio exclamó:
-Yo no firmo. No está enfermo. Os digo que no está enfermo. Este muchacho es de Dios. Es... -susurró muy
bajo, como si confesara una verdad remota- ...es verdaderamente un ángel.
-Nosotros estamos de acuerdo. Y somos mayoría.

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El anciano no escuchaba. Se había acercado a Tiberio:
-¡Perdónanos!
Sentía una enorme vergüenza, una invencible fatiga. Y añadió, turbado:
-¿Tú crees, hijo, tú crees que aún puedo encontrar yo el Silencio?
Se iluminaron con una sonrisa los ojos del muchacho:
-Está en ti. Está en tu tristeza. Está en tu bondad. Está en tu deseo de hallarlo.
Don Amadeo se quitó de nuevo las gafas y se restregó los ojos. Se sentía lleno de una infinita paz; una paz
nueva, ya olvidada, que sólo sintió una vez, cuando tuvo veinte años... Y que ahora le refrescaba el ascua
cansada del corazón, un corazón que sentía súbitamente despojado de deseos, de fatigas, de ambiciones,
de sueño...
Estrechó entre las suyas la mano de Tiberio.
Y, suavemente, con una ternura desconocida, la besó.

Alfredo quiso cortar su sombra

Tiberio ha reconocido la puerta aquélla. Una vez -la otra vez que estuvo con tía Evelina en la ciudad- pasó
por allí y se detuvo sin saber porqué. Le atraía aquel jardincillo sombrío; los cermeños y los naranjos
palidecían sin sol, mientras los macizos de crisantemos le recordaron las flores que cada Día de Difuntos
llevaba su madre, allá en el cementerio del pueblo, lleno de ortigas, zarzamoras y gatos muertos.
Quizá por eso, le gustó entonces este jardincillo, el túnel de madreselvas sin flor, la verja de hierro llena de
herrumbre:
-¡Tiberio, hijo!- le gritó la tía Evelina muy nerviosa.-¡No te pares ahí!
Ayer volvió Tiberio ante la puerta aquélla. Y esta vez no pasó de largo. Esta vez entró, cruzó con el señor
Marcelino la verja que sostenía el título de porcelana descascarillada: Manicomio Provincial
Y pasó bajo el túnel de madreselvas sin flor, pisando la hierba que desbordaba los setos descuidados. Todo
esto es un poco triste, aunque Tiberio quiere adivinar el silencio, al fondo de este jardín, antiguo convento
que aún conserva las ventanas con celosías y la misma campanilla de bronce y la espadaña, arriba, hiriendo
al cielo con el agudo lanzón de la veleta.
No hay ruidos; nadie canta ni grita; pasa por la calle un carro con lechugas dando tumbos, o ladra un perro.
Los ligeros ruidos de fuera denuncian este silencio sobrecogedor del manicomio.
Tiberio ha estado en un despacho. Frente a él, un hombre de frente estrecha y pelaje de león: el doctor
Quiñones, director del establecimiento.
El doctor Quiñones le hace muchas preguntas
-¡Dios mío!, ¿por qué le preguntan tanto estos hombres?- pero él no contesta. Lo hace, torpemente, el señor
Marcelino.
Tiberio sonríe feliz:
-¡“Sencillo”! ¿Dónde estabas? ¡Te he necesitado mucho!
-Tonto- sonríe el Ángel-, detrás del doctor. ¿No me sentiste a tu lado?
-Sí, pero no te veía. “Sencillo”, ¿qué hago aquí, por qué me han traído a esta casa?
-Han decidido que estás loco. ¿Tú qué crees?
-¿Loco yo?- sonríe Tiberio-. No, no. Aunque me veo muy distinto a todos; nadie me entiende. Y a veces...
-suspira- yo no les entiendo a ellos.
-Aquí encontrarás quien te comprenda, Tiberio. Y no temas, nunca me separo de ti.
El señor Marcelino se ha ido, como siempre, rascándose el pescuezo. ¡Vaya por Dios, él no comprende
nada de esto!
El doctor ha llamado a un timbre. Viene una monja, alta y pálida. Se llama Sor Herminia.

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-¿Tú eres Tiberio?
-Sí.
-Ven conmigo; te llevaré a tu dormitorio.
¡Oh!, él no quiere ir ahora al dormitorio. Quisiera huir de la tristeza de estas paredes húmedas; salir al jardín,
sentarse sobre la hierba y recordar a “Chicha y Pan” que ahora estará sentado en su puerta con los ojos fijos
en el morgaño de antenas palpitantes.
La monja anda con ruidos de llaves; con su enorme toca parece una cigüeña o un avión. Tiberio va detrás,
pisando de puntillas. Cruzan un pasillo; hay celdas con puertas de reja a la que se asoman hombres pálidos
con barbas y sueño, con ojos febriles que miran sin ver; que sacan una lengua blanca, con sarro, entre los
barrotes.
Pasa un hombre vestido de blanco con los brazos al aire, mostrando los bíceps poderosos:
-Hermana, al 43 le dio el patatús. Le he dado un pie de paliza que no se mueve en seis días.
Se ríe con dientes anchos, bestiales. Tiberio le ve el alma, torva, primitiva; es un hombre de las cavernas; y
en el fondo, cobarde. Sor Herminia abre una puerta:
-Aquí dormirás, Tiberio. La cama número 17.
Es una larga sala con ventanas estrechas; hay una docena de camas niqueladas cubiertas de amarillas
colchas desteñidas.
-Pero ahora ven; los demás están en el patio grande.- La hermana se detiene:
-Serás bueno, ¿eh, Tiberio?
Y Tiberio, ante aquellos ojos hundidos y desconfiados siente una gran congoja. ¿Ser bueno? ¿Qué es ser
bueno?
La monja comprende y sonríe; sus facciones se dulcifican. Tiberio ve su alma en el fondo de las pupilas. Y
siente Tiberio que su congoja se calma.
Sor Herminia ha dicho no sé qué y se ha marchado. Es un patio grande, desnudo; en el centro hay una
fuente de cemento y piedra, seca, y unos hombres que pasean lentos, en silencio. Unos hombres que se
quedan mirando al intruso con recelo:
-¡Hala, hala, uno nuevo!
-¡Eh, chico! ¡Ven acá!
Le examinan curiosos:
-Y a ti, ¿qué te pasa?
-Nada.
-Ah, claro. Nada. Eso decimos todos: Nada, nada, nada, nada...
-¡Cállate tú! ¡Oye, chico!, ¿cómo te llamas?
-Tiberio.
-¡Anda, mi madre! ¡Vaya un nombre!
-Era un emperador romano- tercia uno de los hombres aquellos.
Luego surge un aluvión de preguntas:
-¿De dónde eres? ¿Cuántos años tienes? ¿Dónde vas a dormir? ¿Qué te ha dicho el director? ¿Te han
pegado los loqueros?
-Le aturdís; dejadle en paz.
Tiberio les mira:
-Estoy en paz.
-¡No, estás loco!- chilla furioso un hombre de pelo rojo.
-¡Cállate!- interviene de nuevo el mediador; es un hombre maduro con las sienes blancas_. ¡Siempre has de
tomar las cosas por lo trágico! ¡Imbécil! _luego se vuelve a Tiberio: _Me llamo Alfredo. Dicen que estoy loco,
pero no es verdad. Sólo hablaba con mi sombra. Mi sombra es mía, ¿sabes? Una vez quise cortarla con un
cuchillo, la aborrecía. ¿Y sabes qué pasó?- hace una pausa, como si preparase un efecto:- ¡Pues que me
herí aquí, aquí!- y señala su pecho-. La sombra me arrancaba del corazón.
Tiembla, un poco excitado. Y de repente abre los ojos, los ojos extraños. La mano de Tiberio se ha puesto
en su hombro, protectora. Y siente la voz del muchacho como si hundiera sus manos en una fuente, como si
sintiera en las muñecas la frescura del agua, en pulseras de frío.
-La sombra es la angustia que huye del sol. Tú tenías tu alma en la sombra. Pero la sombra es buena. Las
sombras de los árboles y de la hierba. ¿Has visto la sombra del agua? Está en el fondo, fría y quieta. Tiene

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miedo del cuchillo del sol. Pero es buena la sombra. Es fiel, nos sigue, nunca nos deja solos. Tú no quisiste
matar tu sombra. Sólo querías herir tu angustia.
-¡Sí! ¡Sí! ¡Eso es! _exclama Alfredo admirado.- ¿Cómo lo sabes?
Callan todos. Algo raro les aprieta suavemente la garganta como si quisieran arrodillarse. Y se sientan a los
pies de Tiberio escuchándole, sintiendo que aquellas palabras vibran dulcemente en sus cerebros dormidos:
-La angustia, sí, es mala. Como un alacrán. Muerde nuestro cuerpo, nos hace daño. Pero no es posible
herirla con un cuchillo, hay que ahuyentarla al sol, y cerrarle el camino del corazón para que no nos robe la
luz del alma, para que el pensamiento no se quede quieto como un niño triste, como un niño pobre...
-suspira- ...como “Chicha y Pan”.
Desde la ventana de su despacho, el director y Sor Herminia miran asombrados. No oyen las palabras. Ven
sólo a los hombres sentados. Y a Tiberio, en el centro, de rodillas, elevando sus manos al cielo, como si
quisiera alcanzar los nidos de golondrinas del alero, como si estuviese haciendo una oblación a la luz.

El doctor es un pobre loco

-¿Por qué sonríes, “Sencillo”?


Se reclina el ángel sobre un olivo. Están en la huerta, poco más que un corral bordeado de árboles frutales.
Los almendros llueven un agua mansa de pétalos con rocío.
-Tienes de hombre la nostalgia. Buscas el silencio en torno, el eco de tu silencio interior. Pero ese silencio
sólo lo encontrarás un día...
Alza Tiberio sus ojos ensoñadores:
-Aún falta mucho..., ¿verdad?
-¿Mucho? ¿Y qué es mucho? ¿Lo que vive una flor, lo que canta un pájaro, lo que tarda el sol del horizonte
al cénit? Tienes también de hombre el lenguaje. Por esa aún no comprendes la eternidad.
-La eternidad, “Sencillo”, ¿es de día? ¡Quiero que sea de día, que haya un sol arriba, inmóvil, como una
naranja! Sí , aún no sé lo que es la eternidad.
Cierra los ojos y piensa:
-Siempre, siempre, siempre, siempre...
Siente vértigo, como si las estrellas girasen dentro de sus ojos. Luego piensa en “ellos”.
-¡Los quiero, “Sencillo”! Veo sus ojos con miedo, sus ojos asustados como de animales que no pueden huir.
Veo sus frentes hundidas y en ellas una nube, no sé si de alba o de la tarde; una nube lenta sin ángeles
jinetes; una nube quieta, tristemente quieta. Oigo crujir sus pensamientos como puertas antiguas que nunca
se abrieron; sus pensamientos lentos que no van a ningún sitio, mármoles, siempre inmóviles. Y veo la
angustia en torno suyo, cegándoles de pena, asediándoles como un guerrero a una torre...
Sí, y ve también sus vidas al fondo de sus pupilas inexpresivas. A veces, Tiberio siente vértigo ante estas
vidas adivinadas, igual que si pensase en la eternidad.
-¿Qué es, “Sencillo”, lo que desgarra sus cerebros como una mano crispada, lo que oprime sus corazones
sin risa?
Pasea con ellos, por el patio. Y ellos se acercan a él, tímidamente, con sus pupilas de niños en las que ve
Tiberio el terror y la espera.
Hay uno, Lorenzo, aquel del pelo rojo como una llama. Tiberio sintió un día los ojos del hombre en los suyos.
Y cuando alzó la vista se estremeció. ¡Dios!, ¿qué era aquello? Las pupilas verdes flotaban sobre un charco
de sangre hervorosa. Tiberio adivinó el estallido de aquel fuego crepitante que subía a la frente de Lorenzo y
le incendiaba el cabello. Tiberio sonreía. Y vio calmarse el hervor de los ojos, como un sol que se hunde en

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la tierra, como una pavesa que muere. Y los ojos de Lorenzo reflejaron sólo quietud.
Les conoce Tiberio como si hubiese husmeado allá arriba, en el despacho del director, que guarda en un
fichero metálico unas cartulinas grandes: allí están las vidas de estos enfermos. Son, sí, unos reflejos
grotescos y absurdos de esas vidas, donde el terror a la muerte sin remedio se llama “epilepsia” y las
lágrimas “histerismo”. El argot médico y las cifras pretenden resumir, científicamente, inhumanamente, todo
aquel barbotar de vidas. Y tras la ficha del inofensivo soñador Martín está la del terrible asesino Martínez.
A veces, junto a este fichero, el doctor ha sentido un escalofrío de orgullo; tiene allí escritas con la máquina
de letra cursiva que usa Sor Herminia, anotadas de su puño y letra, reducidas a esquemas, estas existencias
delirantes de sus enfermos. Y el doctor se siente un poco dios. Porque no es lo mismo -piensa él- extirpar un
apéndice o recetar sulfamidas que tocar con las manos ese misterio de la vida, ese desconocido soporte del
alma, esa incógnita del cerebro donde surge un poema genial o brota una blasfemia.
El doctor hunde sus manos avaras en aquel montón de ordenadas cartulinas. Sí, allí está Alfredo, que quiso
cortar su sombra; allí, Lorenzo, que un día tuvo en sus manos un cuchillo y lo hundió en el corazón
asombrado de un hombre; allí, Leocadio, el fabricante de sueños; allí, Jerónimo, que se declara autor del
“Quijote”. Incluso Pablo, ese loquito melancólico que espera cada mañana al doctor Quiñones junto a la
cancela y le dice severamente:
-Doctor, las nueve y cuarto... A ver si venimos un poco antes.
Allí está también la ficha de Tiberio. Precisamente ahora, en su visita matinal, el doctor ha bajado a la huerta
para charlar con el nuevo huésped:
-¿Cómo te encuentras, muchacho?
-Bien, señor.
-¿Necesitas algo?¿Puedo hacer algo por ti?
Tiberio deniega suavemente:
-No, señor; muchas gracias -su rostro se ilumina-. A no ser que...
-Vamos, ¿de qué se trata?
-¿Sabría usted explicarme lo que es la eternidad?
Se sobresalta el director:
-¿La eternidad? ¡Bah! ¿Para qué quieres saberlo? ¡No hace falta!
-Soy eterno, señor. Y también usted. Es un problema humano. “Sencillo” no quiere explicármelo, no quiere
decirme nada del futuro.
-¿“Sencillo”? ¿Quién es?
-Mi Ángel de la Guarda, señor.
-¿Tú tienes Ángel de la Guarda?
-Y usted- sonríe Tiberio con una mirada de reproche.
-¿Tú ves a... “Sencillo”?
-Como a usted ahora.
El doctor se limpia las gafas. Y piensa que se trata de esas visiones típicas de...
Pero Tiberio protesta:
-Nada de visiones, señor.
Ahora el doctor mira a Tiberio con ojos desorbitados, impresionado.
-¿Cómo? ¿Es que sabes leer el pensamiento?
-¿Leer...? Simplemente, lo veo a través de los ojos. Sus ojos, señor, están siempre turbados. ¡Desean tantas
cosas! Están turbados. ¡Pobre doctor!
El médico seca su frente sudorosa y se sienta junto a Tiberio sobre la hierba, bajo la sombra del olivo.
-¿Qué sabes de mí, Tiberio?
-Todo, señor. Tengo su vida ante mí, como usted las nuestras en su fichero. Pero con más amor. ¿Por qué
se inquieta, doctor? Cada hombre hace su vida; no hay un libro donde estén escritos nuestros actos futuros.
Tiberio se detiene y sigue luego en voz baja:
-Pero usted teme. Hace mal. Ella es buena y le quiere. Pero tiene miedo de usted. Usted le habla de sus
locos con ojos febriles, está en el lecho desvelado y dice palabras extrañas. ¿Se acuerda cuando quiso
injertar en el cerebro de Lorenzo el bulbo raquídeo de un perro? Sí, ya sé que usted quería devolverle la
salud; pero eso no puede hacerlo... Usted habla, en esas noches sin sueño. Y luego no recuerda nada. No
debe temer, doctor. Limpie su alma de todo ese poso de ambición; quiere usted brillar, ser grande, famoso,

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célebre. Y no se da cuenta de que no vale la pena. Nada vale la pena. Sólo la eternidad... Y usted no sabe lo
que es.
Siente el doctor la boca seca, ardiente. Pero una paz nueva atraviesa sus ojos, como una nube. Y con voz
ronca suspira:
-Sigue...
-Mire esos hombres. Muchos de ellos poseen la paz. Y usted les hace una ficha, con números, con palabras
de su ciencia. Pero ellos sólo quieren ser pájaros. ¿Están locos los pájaros, doctor? Mire aquellos gorriones.
Se ríen, cantan, dan saltos sobre las ramas. No piensan en hoy ni en ayer, no necesitan hablar... ¡Qué
tontería! Sólo quieren jugar, como los niños. Parten en dos el cielo con sus alas nerviosas, se dejan caer
para que se asusten los padres. Y luego, desde el suelo, vuelven arriba, con sus risas dichosas. Ellos
quieren ser pájaros, doctor. Y ustedes no lo ven; sólo quieren tenerlos quietos, disecados, como esas
perdices muertas de los Museos, en una caja de cristal... Ellos sí valen la pena. Sólo vale la pena el amor,
que es lo que hace posible la eternidad.
Se calla Tiberio. Y el médico, un poco confuso, un poco ansioso, pregunta:
-Entonces... ¿tú crees que...?
-Sí- Tiberio siente una infinita lástima de este hombre orgulloso, avergonzado ahora, suplicante, que tiende
manos ansiosas de una pequeña verdad. Ahora ha desaparecido su soberbia, la vanidad petulante de sus
conferencias, el acento de superioridad con que se dirige a sus colegas. Y sólo tiene deseos de una verdad-.
Sí. Pero destruya su terror con ternura. Sobre todo con fe.
El doctor se levanta, sacude la tierra de su traje y mira a Tiberio con ojos de gratitud.
-¿Y tú?
-Oh, nada. Déjeme sólo ir y venir libremente. Sentarme aquí, bajo este árbol para hablar con “Sencillo”
mientras oigo la canción de la vida en la hierba que crece, en el grano que germina, en las abejas que
zumban sordamente bajo el sol. Déjeme hablar con ellos, llevarles un poco de paz; déjeme cuidar de estos
pájaros-niños que ni siquiera pueden preguntar “por qué”.
Se aleja el doctor, pensativo, a largas zancadas. Y suspira Tiberio, moviendo suavemente la cabeza,
mientras en la mano una mariquita de San Antonio le cuenta dócil los dedos pálidos:
-¡Pobre loco!

El fabricante de sueños

-¡Loquitos, loquitos míos!- piensa Tiberio.


Una ternura muy suave y muy honda le estremece el alma:
-¡Loquitos niños, loquitos pequeños!
Casi se le saltan las lágrimas a Tiberio. Y no son lágrimas de tristeza, ¡qué va! Al contrario, como un infinito
gozo, como una dicha, porque Tiberio se siente un poco diosecillo misericordioso entre estos hombres
encerrados por fuera y por dentro. Él sabe calmar sus iras, sus espasmos epilépticos, sus ojos inyectados y
furiosos o su mirada, latente de malicia y perversidad. Le basta llamarlos por su nombre, poner la fina mano
en sus frentes congestionadas, erguirse ante el cuerpo caído y convulso.
-¡Loquitos locos!
El otro día le pasó “aquello” a Lorenzo. Estaban tranquilamente, tomando el sol en el patio de altos muros,
junto a la fuente seta, que parecía un aerolito espachurrado, un salivazo despectivo de la Vía Láctea.
Y de pronto Lorenzo se levantó. Tenía aquella mirada roja y estremecida de ansias; se le rompía la retina,
allí, al fondo, en un crepitar violento. La tarde se le oscureció de pronto; giraban mariposas rojas sobre su
frente; caían rojas estrellas; crecían árboles rojos; rojas fuentes desangraban la tierra. Empezó a dar vueltas
al patio, cada vez más rápidamente, como si le faltase el aire, como si el corazón, desbocado, se le partiera

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en borbotones. Luego cayó al suelo, rugiente; le desbordaba la espuma y contraía las mandíbulas y los
puños. Todo rojo, rojo, rojo...
Los locos se asustaron. Alfredo comenzó a gritar:
-¡Mi sombra, otra vez mi sombra!
Se movían alucinados, inquietos, como animales en la tormenta. Luego acudió un loquero, Cecilio; un
pedazo de bestia, de ojos saltones y ancho tórax de gorila, con pechos pronunciados como una mujer. Y
empezó a pegar a Lorenzo, caído en el suelo con los espasmos del ataque.
-¡Toma, canalla, para que no me alborotes el corral! ¡So mierda!
Le daba patadas en el pecho, en la espalda, donde podía. La punta de las botas hacía ¡chas! sobre las
costillas del enfermo.
-¡Farsante, asesino! ¡Toma, para que se te vaya pasando, hijo de perra!
Los locos enmudecían aterrados, hundidos en la sombra de los rincones, mientras Cecilio jadeaba, con la
Blanca camiseta empapada de sudor.
De pronto se oyó un grito, un alarido de angustia y de ira. Venía Tiberio, alarmado por el ruido de la paliza,
que llegaba hasta la tranquila huerta. Y se abrazó al caído Lorenzo desesperadamente, mientras sentía en
su propio costado el bárbaro impacto de una patada. Tiberio apenas se quejó; se levantó tan sólo, pálido y
amenazante, y miró al loquero. Cecilio retrocedió con un escalofrío, como si aquella mirada le taladrase los
huesos, como si se sintiera desarmado y desnudo; algo como una vara de olivo le cruzó el rostro dos veces;
dos surcos rojos señalaron el rostro aterrado del hombre, que miraba los brazos caídos de Tiberio, el temblor
leve de aquellos labios sin sangre. El loquero sintió un miedo espantoso. ¿Quién le había golpeado? ¿Qué
mano
invisible le hirió el rostro?
Huyó, cobarde, amedrentado ante aquella mirada acusadora que -estaba seguro de que había sido aquella
mirada- acababa de dejarle en las mejillas una doble y profunda señal.
Suspiraron los locos. Y Tiberio, inclinado sobre el caído, murmuró suavemente:
-¡Lorenzo...!
El rojo de la tarde azuleó de pronto; ya no había mariposas rosas; ya las estrellas eran blancas, y verdes los
árboles, y la sangre se amansaba en las venas.
Lorenzo sonrió:
-Tiberio...
Se levantó, sucio de espuma y de arena, y se limpió los labios con el pañuelo de Alfredo. Y luego fue a
sentarse en paz junto a la fuente.
Volvía Tiberio al silencio de la huerta, al silencio del aljibe, donde navegaban sin ruido las amarillentas hojas
del membrillo.
Alguien le seguía. Era Leocadio, aquel loco de ojos siempre entornados, como si estuviera tarareando una
canción. Era, quizás, el que menos loco parecía. Le gustaba estarse quieto mucho rato en soledad. Luego
se acercaba a alguno de los enfermos y le hablaba al oído, con amplios ademanes insinuadores.
Ahora siente Tiberio los pasos furtivos del hombre; pasos tímidos, indecisos, un poco avergonzados.
Al llegar al aljibe -ahora empiezan a bañarse las primeras estrellas en el agua oscura, donde duermen los
peces amarillos-, se sienta Tiberio sobre el bajo brocal de ladrillo. Y espera. Sabe que Leocadio está allí,
detrás del tronco del viejo manzano, sin atreverse a hablar.
Algo se anima en los ojos pensativos de Tiberio; algo como un deseo. Y Leocadio sale, obediente, de su
escondite y se sienta junto al muchacho, de espaldas a la empezada noche del aljibe. Luego, una pregunta
tímida y preocupada, ardorosa y bella, hace sonreír a Tiberio:
-Tú... tú... ¿quién eres?
-Tiberio. ¿No sabes mi nombre?
-Sí; tu nombre. ¿Qué es un nombre? ¿Bach era un nombre? No; era el diálogo de la armonía con Dios; eso
dijo Goethe. ¿Qué es un nombre: tu nombre, mi nombre?
Hace una pausa, e insiste después, tenazmente:
-Pero tú... ¿quién eres tú?
-Un loco.
-¿Loco? ¡No!- Leocadio mira en torno suyo, precavido; y susurra luego-: La locura no existe. Ellos nos
llaman locos porque saben que hemos encontrado la libertad; ellos están sujetos por pensamientos idiotas...

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No; mejor dicho, ellos no piensan; ellos son sólo instinto: instinto de comer, de dormir, de gozar, de bostezar,
de beber... En cambio, nosotros... -chasqueó los dedos, con un gracioso ademán, como si indicase que algo
había huido-. Escucha: nosotros somos el error de Dios. No, no te creas que digo una blasfemia. Yo lo he
descubierto: Dios está enamorado del hombre. ¿Sabes que Dios se hizo hombre y que bajó al mundo y
murió por el mundo? Dios está loco de amor por nosotros; ése es su error. No se da cuenta de que no
merecemos la pena... Dios hace hombres; millares, millones de hombres. Y con pocos, muy pocos, hace una
excepción: nos deja un poco más de su aliento. Y eso somos los locos; estamos, igual que las estrellas,
entre la tierra y el cielo. Caro le cuesta a Dios ese error.
Sonríe feliz, complacido, como un niño confiado.
-¡Figúrate! ¡Siempre somos niños; siempre tiene que llevarnos de la mano; puesto que en el mundo somos
los débiles, los abandonados, Él no puede dejarnos! Durante algún tiempo nos deja andar por aquí. Y luego
se asoma al firmamento, abre esa nube que hace de ventana y nos llama con una sonrisa, como una madre
a su niño que juega en la calle cuando llega la penumbra de la noche. Nos espera el hogar. Por eso “ellos”
nos envidian.
Se cae una estrella con larga cola de caballo: un cometa que gana el handicap de la luz. Y Leocadio insiste:
-Tú; Tiberio, ¿de dónde vienes?
-No sé... Hay un pueblo lejos, más allá de toda la llanura, de la montaña y del río.
Un pueblo blanco, al lado de unos cerros. Hay una iglesia antigua con un sacerdote de alma blanca que dice
misa, entierra a los niños y toca las campanas.
-¿Dónde está ese pueblo?
-Casi no me acuerdo. Quizá en el horizonte mismo, siempre en el horizonte. No sé... Ahora me pregunto si
ha existido alguna vez.
Leocadio mueve la cabeza suavemente, como alguien que está en el secreto:
-No... Tú vienes de más lejos. Quizá de una vid latina o de una catacumba; allí están el pan, el pez y la
paloma, los símbolos de Cristo. Quizá vengas de una isla donde un hombre vio el fin del mundo. No; tú
vienes de una catedral. O quizá de la armonía, como la emoción de Bach. Tú vienes con el viento, rozando
piedras y espigas; con la lluvia, aclarando el aire de los caminos; con el sol, a saltitos sobre la hierba tierna...
Yo te estoy sintiendo llegar desde mi principio. ¿Qué palabras traes -se excita Leocadio- para los hombres
de buena voluntad?
-No traigo palabras- suspira Tiberio-. Yo voy por ahí buscando el silencio. Mi ángel, “Sencillo”, me ha
prometido que lo hallaré algún día, ¿sabes? El silencio está alto; más que las campanas y las garzas. No sé;
debe de estar en una nube, digo yo. Casi lo encontré a veces en el coro de aquella iglesia, cuando la nave
estaba vacía y sólo don Tomás carraspeaba en el presbiterio y los murciélagos se golpeaban en las
arcadas... Pero me aturde el ruido de esa voz que siempre nos acompaña, ese fatigoso diálogo. Para
encontrar el silencio me parece a mí que tiene que callarse esa voz. Y luego, de tarde en tarde, algo como
un aire, algo lejano y suficiente para que no olvidemos que, por fin, hemos encontrado el silencio.
Tiberio alza sus ojos dulces. Y musita:
-Eso es todo; soy un buscador del silencio.
Leocadio espera antes de hablar. Luego su mano despierta en el agua un rojo pez dormido.
-Sí; lo sabía. Lo supe cuando llegaste. Adiviné que tú no necesitabas comprarme ningún sueño.
-¿Sueños?
-Sí. ¿No lo sabes? Por eso me encerraron aquí. Decidieron que estoy loco. Ya ves, ya ves; esos pobres que
un día acordaron por mayoría de votos que Dios no existe. ¡Bah!... “Está loco”, dijeron. Y ve tú a
convencerles de lo contrario. Ya ves. Todo porque fabrico y vendo sueños. Y “ellos”, ¡me necesitaban
tanto...! ¿no los has visto en la ciudad? Llenan las calles con su andar agitado, chocándose y otros,
rugiendo, la mirada baja, fríos los ojos; su corazón tiene, exactamente, el ritmo de un reloj. Gritan, se
enfadan, riñen, se asesinan. Luego declaran una guerra, y listo, unos millones menos. Comen el pan a
migajas; cuando miran el mar se asustan o piensan que contiene atunes; sólo levantan los ojos cuando pasa
un avión. Un árbol es una especie botánica; la hierba, pienso; la llanura, el cálculo de una cosecha; la mujer,
un poco de placer; el pájaro, un aperitivo de taberna...
Hace años que Leocadio desea hablar así. Nunca lo consiguió. Se le enredaban siempre los pensamientos y
las palabras, y el espejo, único oyente posible, recogía finalmente, el ademán resignado del fracaso.
Pero ahora, bajo estos ojos sonrientes de Tiberio, bajo esta cálida mirada que comprende, siente Leocadio

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que, por fin, su corazón está libre y hay luz en su entendimiento. Y habla, habla mucho, desquitándose de
años de forzado mutismo:
-Un día comprendí la causa de esa tristeza de los hombres: no tenían sueños. Luchaban por cosas tan
pequeñas como un poco de vanidad, un poco de dinero, un mucho de egoísmo. Me di cuenta de lo que
había en aquellos versos de Santa Teresa: Vivo sin vivir en mí, -y tan alta vida espero- que muero porque no
muero... Y me lancé a la calle; hablé en las plazas y las esquinas; en la puerta de los cuarteles y los Bancos,
en los jardines y en las cuevas de los suburbios. Centenares de hombres: ansiosos me seguían. Y volvían
luego a su vida con los sueños que yo fabricaba para ellos.
Eran felices, por fin. Habían encontrado lo que llenaría su soledad. Ya no lucharían sólo por dinero o por
comida; ahora luchaban por el amor, por los pájaros, por las estrellas, por la virtud. Se daban cuenta de que
estaban viviendo sin vivir. Y algunos desearon la muerte... -Leocadio se detiene y titubea-, la buscaron, la
consiguieron. Me acusaron a mí de todo ello. No, no es que aquellos hombres se mataran, no; es que sabían
que la muerte estaba esperándoles en algún lado y no quisieron faltar a la cita. Sabían que la muerte era la
liberación, era...
-El silencio- susurra Tiberio.
-Sí; creo que sí. Pero “ellos” dijeron que yo era el culpable. Me encerraron aquí. No importa; también estos
pobres necesitan sueños; también ellos esperan la vida que está al final de la vida.
Tiembla en el aire una campana; la señal de la cena. Tiberio y Leocadio se levantan y caminan hacia el
oscuro edificio. Y de pronto, el loco se arrodilla ante Tiberio:
-¡Sólo tú! ¡Sólo tú no necesitas sueños! Porque tú eres el sueño.
Está llorando, con sollozos hondos y conmovidos:
-¡Porque tú no eres de este mundo ni de esta vida! ¡Porque tú eres de Dios!
Tiberio le levanta suavemente:
-Sólo Dios es de Dios. Pero también los sueños, Leocadio, también los sueños son niños de Dios. -Luego,
casi pensándolo, murmura Tiberio:
-¡Loquitos, loquitos míos!
Y por primera vez en su vida, Tiberio se siente completamente, absolutamente feliz.

Algo se ha roto en Tiberio

Desde que Tiberio está en el manicomio -y ya va para tres meses, como quien no quiere la cosa- la vida allí
ha cambiado mucho. Los enfermos mejoran, y se cuentan de locos muy divertidos. Los loqueros son menos
brutos, y todos, desde la última monja hasta el doctor Quiñones, están de mejor humor.
Sor Herminia sonríe y dice:
-Es la primavera.
Pero es que la buena de sor Herminia tiene la primavera en un oculto cascabeleo del corazón.
Desde el episodio de Lorenzo, Cecilio evita la presencia de Tiberio. Cuando se cruza con él por un pasillo se
le congestiona la cara y se le marcan en las mejillas dos extraños surcos violáceos.
Un día Tiberio se plantó frente al loquero:

-No debes tenerme miedo.


Cecilio miró de arriba abajo al muchacho. Luego se miró las manos, aquellas enormes manos musculosas, y
rezongó:
-Yo no tengo miedo a nadie. Y menos...
-Y menos a mí. No seas bruto, hombre.
-Yo soy lo que me da la gana. ¡“Nos’amolao” éste! Y déjame, que tengo prisa.

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-Mira, Cecilio. Esta flauta la hice yo con madera del manzano.
-¡Mierda!
-Tú tienes un hijo, ¿verdad, Cecilio?
-Sí, ¿qué pasa?
-Toma; llévasela. A los niños les gustan las flautas.
-Al mío, no.
-Sí, hombre; también al tuyo. ¿Por qué no lo traes alguna vez para que juegue conmigo? Le enseñaré a
hacer espantapájaros.
Cecilio aprieta tanto los dientes que una muela va y le hace ¡cras! y se le rompe. Luego la escupe y se aleja
por el pasillo, de babor a estribor, como un barco o como un carro cargado de heno.
Tiberio se ríe, porque sabe que al volver la esquina del pasillo Cecilio lleva a sus labios la flauta de
manzano, sopla tímidamente y hace:
-¡Pííí!
Y sigue luego su camino, sonriendo:
-¡Pues sí que le va a gustar al “chavea”!
Al día siguiente, que es domingo, el loquero trae a su niño. Tiberio está en la huerta cuando ve llegar a
Cecilio con un crío de siete o diez años que tiene la mismísima cara de su padre. Parece igual de mostrenco.
Luego resulta que lo es.
-Mi papá dice que me vas a hacer un tirador de goma- berrea el niño cuando Cecilio, sin decir ni pío, se larga
dejando allí a su vástago.
-¿Y para qué quieres un tirador?
-Para matar gurriatos. Fritos están muy buenos. Además, le voy a jorobar a mi tío Manolo, que es un roñica y
nunca me da para el cine. Le voy a apedrear los cristales. Le voy a esperar en el balcón, y cuando pase,
¡zas!, le arreo en la mascota con un cacho de plomo.
Tiberio se queda mirando calladamente a aquel pedazo de su padre.
-No. Yo no te haré tiradores.
El bestia de Cecilín se muerde una uña, estupefacto. Luego se mete el dedo en la nariz. Luego se vuelve a
morder la uña.
-Entonces, ¿para qué me ha traído mi papá?
-Escucha- sonríe Tiberio-; vamos a hacer un espantapájaros.
-Bueno. Y después lo quemamos, ¿quieres?
-Nooo... ¿Tú quieres que te encierren aquí? Lo dejaremos ahí, quieto.
-¡Pues vaya una diversión!
-No hay nada que hacer -piensa Tiberio-. Este crío tiene el alma en camiseta, como su padre. Tiene la
cabeza como una peladilla.
Y, en fin, como no hay manera de convencer al angelito, Tiberio empieza a armar el espantapájaros. Dos
palos en cruz atados con una cuerda y una camisa rota bastan para hacer un espantajo que no se lo salta un
surrealista.
Tiberio está tan absorto en su tarea, que sor Herminia tiene que llamar dos veces desde la ventana:
-¡Tiberio! ¡Tiberio! ¡Que está aquí tu familia!
Con una cáscara de calabaza y la camisa hecha jirones que ha tirado la lavandera, queda listo el muñeco.
-¡Voy en seguida! _grita Tiberio. Y luego se vuelve a Cecilín_: ¿Qué te parece?
-Se da un aire a mi tío Manolo, que es de “agarrao”...
-Ahora me tengo que ir, ¿sabes? No lo quemarás, ¿eh? Es pecado; el espantapájaros es el alma del huerto.
Y Tiberio se aleja, mientras el chico se queda rumiando las palabras. Al cabo de un rato sonríe; la boca le
llega de oreja a oreja, y dos gorriones se asustan de su berrido:
-¡Ah, bueno! ¡Si es el alma del huerto, no lo quemaré!
En tanto, la familia de Tiberio espera en el recibidor. Están todos: el señor Marcelino, la tía Evelina, Eufrasio
y Antolín. ¡Y poco endomingados que vienen! El señor Marcelino, con un traje de pana marrón tirando a
verde, que se lo ha repasado el señor Paco, el sastre de enfrente de la barbería; la tía Evelina, con el vestido
de satén negro, que sólo se ha puesto dos veces: cuando se casó y cuando enterró a su difunto esposo;
Eufrasio y Antolín, con sus trajes de cuadros, que hacen juego con sus bizqueras.
Han dejado en un ángulo de la sala sus cestas y paquetes, las alforjas y el bonito cabás de la tía. Y miran en

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torno suyo esta habitación gris, enorme y fría, con manchas de humedad en los zócalos y moscas
bordoneantes en la ventana, de cristales polvorientos. Hay un cuadro de Daoíz y Velarde, y otro,
ennegrecido, que parece ser un bodegón, con manzanas y perdices colgando del pica. Hay también un
calendario.
-¿A cuántos estamos?- pregunta, de pronto, la tía Evelina.
El señor Marcelino saca el reloj de bolsillo- un Roskof con tapa de plata que lo menos pesa dos kilos- y se lo
vuelve a guardar precipitadamente. Luego se le marcan dos venas gordas en la frente y suda.
-A martes.
-¿A martes, qué?- refunfuña la tía-. Digo del mes, gaznápiro. Ya sé, a quince. ¡Ese calendario es de hace
dos años! ¡Vaya un sanatorio éste!
-Esto es un manicomio- dice Eufrasio, ladeando la cabeza.
-¡Tú, a callar, niño! ¿no has leído nunca un tratado de urbanidad? ¡Los niños no hablan nunca si no se les
pregunta! ¡Y los niños como vosotros, ni aunque se les pregunte! ¡Y esto es un sanatorio! ¿Lo oyes? El
manicomio es tu casa.
-Bueno, bueno; sin ofender; que yo bien callado me estoy- masculla el señor Marcelino.
Suenan unos pasos y todos se ponen en pie. La silla de Antolín, que está coja, se cae con estrépito. Y entra
Tiberio.
-¡Hijo, hijo, hijo! ¡Hijo mío! -chilla nerviosísima la tía-. ¿Cómo estás, hijo de mi alma, hijo de mi vida? ¡Ven
que te abrace, capullo mío! ¡Dios mío, Dios mío, qué marranada han hecho contigo estos burros! ¡Encerrarte
aquí, decir que estás loco, tú, que eres santo y más listo que todos ellos juntos!
-No te preocupes, tía; si estoy muy bien y todos me quieren mucho.
-¡Estaría bueno que no te quisieran, pedazo de cielo! ¿Quién puede dejar de quererte?
-Padre, padre, ¿cómo estáis todos? ¿Y vosotros, Antolín, Eufrasio?
-Bien, mejorando lo presente -se aturde el señor Marcelino-. Pues que hemos venido por el suministro, y ya,
pues, digo, dije, vamos todos para que veáis al Tiberio.
Tiberio siente una profunda pena por su padre. Le ve más apocado, más hundido; se expresa peor y tiene el
pelo blanco.
-Tiberio; en el tejado de casa hay un nido de golondrinas -asegura Eufrasio.
-Y no las hemos matado -agrega Antolín.
-Ya les tengo dicho -dice el señor Marcelino- que como me toquen un pájaro les pego una paliza que los
deslomo. Ya se lo he dicho: “Mirad que el Tiberio se entera de todo”.
-Eso está bien -sonríe Tiberio-. Pero el otro día estuvisteis cortando el rabo a un lagarto en El Fondón.
-Era un “lagarto abuelo” -se relame Eufrasio; y Antolín añade entusiasmado, enseñando una uña gorda y
negra:
-¡Y tenía unos dientes así de grandes! Cuando crezca más y le cacemos, pues ya sabemos cuál es. ¡Como
lo hemos “señalao”!
-¡Qué va! Si les vuelve a crecer el rabo.
-¡A los “abuelos”, no!
El señor Marcelino les da un tortazo a cada uno, porque, como dice él, a ver si es posible que tengamos la
fiesta en paz.
-Lo que os he dicho de los pájaros, pues igual de los lagartos. Y de los perros, y los gatos, y las truchas, y de
todo.
La tía Evelina alcanza uno de los paquetes.
-Mira, hijo; te hemos traído chorizo, y pan blanco, y chicharrones, y peras...
-¿Peras también? -se alboroza Tiberio-. ¡Con lo que le gustan a Alfredo!
-¿Y quién es ese Alfredo? ¿Algún tonto? -frunce el ceño la tía Evelina; pero cuando ve los ojos apenados de
Tiberio carraspea, muy azorada: -Perdona, hijo; quiero decir un “enfermo” . Es que... esto es para ti; no para
que lo repartas, ¿sabes?
-¡Oh, tía! Ellos son tan buenos... Y me dan todo: sus pedazos de cristal, sus flores, sus pensamientos.
-Sí, claro -se hace un lío la buena mujer; y luego se anima, alegremente-. ¡Pues haberme dicho que a
Alfredo le gustan las peras! ¡Mañana mismo le mando una cesta con el ordinario!
-Gracias, tía; se pondrán muy contentos.
-Bueno, escucha: hemos hablado con el señor director, y dice que pronto podrás regresar al pueblo. Pero

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antes tienen que volver a verte los señores de la Junta.
-¡Volver al pueblo! -suspira Tiberio-. Es lo que más deseo. Pero no, no es posible... Y, además, además,
creo que nunca volveré.
-¡Hijo, hijo! -se sofoca la mujer-. ¡No digas eso, no digas eso nunca! ¡Claro que volverás, pues claro que sí!
¡Y te comerás todas las flores, y ayudarás a misa a don Tomás, y tocarás las campanas, y meteremos en la
cárcel al canalla de don Agapito, que me va a oír, y...
-¿Sabes, tía? -dice el muchacho con voz soñadora-. Me gustaría volver, sí, para estar con vosotros, para ver
a “Chicha y Pan”, que tiene mucha pena sin mí. Pero hasta que no lo diga “Sencillo”...
-¡Voy a tener que ajustar las cuentas a ese “Sencillo”! -se enfurece la tía, buscando en el aire fósil de la sala
la invisible figura del ángel.
-No digas eso, tía.
El señor Marcelino, que lleva mucho rato callado, abre la boca y va y dice:
-Evaristo ha plantado álamos en Los Abrevaderos, y han nombrado alguacil al señor Esteban.
Hay un silencio, sólo roto por el zumbido de las moscas. Un silencio triste, que toca el corazón de todos
como un pedazo de sombra. De repente se han dado cuenta de que no tienen nada más que decirse. No es
que se extrañen, no, porque Tiberio se encuentra allí a gusto, junto a los suyos, sin necesidad de charla.
Pero hay algo que les aleja sin remedio. El señor Marcelino y sus dos vástagos exploran las manchas de
humedad del zócalo, manchas con borrosas formas, que sugieren a Tiberio rostros y siluetas reales o
imaginadas, aunque a su padre y a sus hermanos sólo les sugieren una cosa: manchas.
La tía se queda medio dormida en la penumbra, y de cuando en cuando cabecea con voz plañidera:
-¡Hijo, hijo, hijo mío!
Suena un ruido de faldas y de llaves y el rozar de unas sandalias en el pasillo. Y entra sor Herminia,
sonriente:
-¿Qué tal, qué tal encuentran al mozo? ¡Guapo chico! ¡Y bueno como él solo! -le acaricia la barbilla a
Tiberio.
-Pues nosotros, dicho sea sin molestar -se incorpora pesadamente el tendero-, nos vamos a retirarnos,
porque ya es tarde, y el tren sale a las nueve. ¡Y el tren no espera, ya sabe! -se ríe él solo de su gracia.
Eufrasio y Antolín, hombro contra hombro, inclinadas las cabezas, bizcos exactos, quedan en pie, en el
centro, mirando con ojos inexpresivos a su hermano. Tía Evelina hace las últimas recomendaciones:
-Cuídenmelo mucho, hermana. Que coma bien. ¿Tienen jardín ustedes? ¿Hay rosas? No se enfaden si se
las come, ¿eh? Y mándele usted que se ponga el chaleco de punto si refresca. ¡Es tan distraído, es tan...,
tan...!
Y se echa a llorar como una Magdalena.
Sor Herminia los acompaña, con su tintineo de llaves.
Tiberio regresa a la huerta, junto al espantapájaros solitario, junto a la noche, que ha florecido arriba en
lejanas rosas de luz.
-“Sencillo”, “Sencillo” -suspira Tiberio-. Algo dentro de mí se ha roto. No sé lo que es. Siento que ya no me
ata ningún recuerdo. Estoy en blanco, como un recién nacido. No es que me asuste, “Sencillo”, pero me
angustio un poco. Sé que nunca volveré a verlos, nunca, nunca... Pero no me importa, “Sencillo”. Yo sólo
quiero que Dios no se olvide de mí, que Dios no tenga el corazón en blanco, como el mío...
El aire de la tarde hace ondear en la sombra la rota y blanca bandera del espantapájaros.

Locos bajo la lluvia

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Los días grises, como hoy, son aburridos para los locos. No pueden bajar al patio a saltar a “pídola” junto a
la fuente aquella, de cemento, seca, que parece una gota gordísima de algo que cayó desde el cielo y se
quedó allí, aplastada.
Como se mojarían, no pueden bajar a la huerta a hablar con aquel tío que está en el fondo del agua en la
alberca, como si fuese bobo. Los días grises, como hoy, los loquitos se ponen tristes, pasean por la vieja
galería sin cristales, con las manos atrás y los dientes rechinando; si acaso, si acaso, estudian geografía:
-Mira, aquella nube es el mapa de África.
-¿Hay negros tocando el tambor?
-¡Anda! ¡Y un tío bembón echando alpiste a los pájaros! ¿No lo ves?
Pablo, Pablito, el loco-reloj que lleva la cuenta del horario al doctor Quiñones, ladea el pescuezo y guiña los
ojitos:
-Pues a mí me parece que aquella nube es Alemania.
-En Alemania hay salchichas. ¡Más ricas!
-La otra noche nos dieron salchichas.
-Sí; pero serían de perro.
Los loquitos hablan y sueñan en los días grises como hoy. Sueñan con prados verdes -los que dejaron en el
pueblo-, con su árbol, su vaca y su hormiga. Los loquitos empiezan a ver ángeles sobre las nubes rojas que
van a California.
Tiberio siente hoy que se le revuelve todo el poso humano de su corazón. Le pasa ahora algunas veces.
Cuando está así, tan tranquilo, va y, ¡zas!, se siente hombre. Entonces los ojos se le nublan de recuerdos
felices y de cigüeñas aleteantes.
Llueve, y las gotas salpican el ruedo del infinito, con un menudo bombardeo musical. Tiberio sueña.
Le llega hasta las narices el olor agrio, mohoso, vital y caliente, de la tierra mojada. Se extiende la lluvia ante
sus ojos, danzante, vibrátil como una bailarina gris. Y recuerda cosas menudas, cositas tontas y sin
importancia. Tantas veces que le sorprendió la lluvia por los cerros, al lado de los juncos de la laguna
Pelocha, bajo los alcornoques y encinas del Espadañal. Primero, asomaban a tierra, desde los mil agujeros
de sus escondites, las hormigas aladas; las moscas se ponían muy tontas y volaban en zig-zag como
borrachitas. Se cuajaba el cielo con nubes espesas que parecían coágulos de barro y subía desde la tierra
un olor dulzón, sudor de tierra, sudor de miedo de las mieses doradas, por si los pedriscos. Corría un
pastorcillo -doce años- con sus ovejas de nacimiento.
-¡Juy, juy!
Con la manta sobre la cabeza y las abarcas llenas de barro:
-¡Juy, juy!
Con los ojos de oro sobre la piel de tierra cocida, de tierra de alfar.
-¡Juy, juy!
A Tiberio le da un calambre de recuerdos.
-“Sencillo”, me asusta vivir. Me asusta pasar, tan de prisa... Me asusta la lluvia, la lluvia dulce... ¿Es porque
también yo soy lluvia? Tú me dijiste una vez que yo era una nube y que moriría sobre un mar...
Tiberio mete la mano en la alberca y hay un relámpago de pececillos rojos y de color limón. Y ve junto a sí a
Felipillo. Tiberio está tan abstraído que casi no le conoce.
-Soy Felipe, Tiberio.
Felipe es hijo de labradores pobres. Vivía en un pueblo de esos que hay por el campo, en una choza de
tejavana, con una borrica, dos gallinas, una cabra que daba poca leche y un grillo cebollero que taladraba
las noches con su obsesionante flotar de élitros. Los padres de Felipe eran pobres, pobres. Y primos
hermanos; por eso dicen que Felipe salió tontito. Y eso que se casaron con dispensa, pero estaba de salir
así, qué le vamos a hacer.
Felipe era inofensivo y vegetal. Hasta su tontuna era agrícola. En el mes de noviembre cogía una hoz y se
iba a segar. O quería sembrar en agosto.
Para las Navidades, Felipe decía:
-Padre, a ver si limpiamos la era, que ya va siendo hora de trillar.
A Felipe lo que le pasaba era que había nacido a contrapelo del calendario. Si Felipe llega a nacer en la
Argentina, ni está loco ni nada, porque, aunque parezca mentira, allí se achicharran cuando aquí nos
helamos. Pero como la cigüeña-correo se equivocó, Felipe salió tonto.

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-Tiberio, he visto un nido de oropéndolas.
-Pero hace mucho tiempo -sonreía Tiberio rascándole la nuca-; eso fue cuando estabas en tu pueblo.
-Sí.
Felipe cerraba los ojos y soñaba con una apoteosis de sementeras:
-Yo creo que deberíamos sembrar ya los garbanzos, Tiberio.
Tiberio sabía mucho. Una vez cortó una rodaja de corcho, metió un grano de trigo en uno de sus agujeros y
la echó a la alberca. A los pocos días germinó y echó un tallito para arriba.
Felipe abría los ojos estupefacto:
-¡Oye, Tiberio! Podríamos sembrar trigo en todos los estanques, poniéndoles un corcho como has hecho tú.
A Felipe no le pasaba lo que a Hilario, otro loco del pueblo. Hilario se estaba todo el día quieto en un rincón
chasqueando la lengua. Cada vez que chasqueaba, ¡zas!, mataba una perdiz o una avutarda con su
escopeta. La escopeta era una caña y las perdices sólo estaban en la cabeza de Hilario. Pero daba lo
mismo. Hilario no hablaba nada; era sordomudo.
Pensando en sus locos, a Tiberio se le ponen los ojos tiernos. Se va hacia el cobertizo, mientras la lluvia le
empapa gozosamente y le corona de blancas perlas, como a una estatua de Neptuno.
Tiberio sabe que en el cobertizo está el “nuevo”, el loco Federico, que no hace más que tocarse la cabeza
con mucho cuidado.
-¡Hola, Federico!
El “nuevo” mira a Tiberio con ojos de susto. Pero se le deshace el miedo con la sonrisa cordial de este
muchacho coronado de lluvia.
-Yo soy Tiberio.
Federico mira sigilosamente en torno suyo. No hay nadie. Y cuchichea, temblándole los párpados.
-¿No traes..., no traes ningún pincho?
-No; mira. -Tiberio le enseña sus manos delgadas, translúcidas, llenas de suavidades mágicas, de
palpitaciones líricas, azuleadas de venas que no llevan sangre, no, sino pedacitos de cielo con nubes
teñidas en un crepúsculo-. Mira mis manos...
Federico coge esas manos firmes y delicadas y las huele, las acaricia, las muerde un poquito -sólo un
poquito, jugando-, las besa.
-No, eso no, Federico. Mira, tengo una pirindola -la hace bailar sobre la palma tersa.
-No será el movimiento continuo, ¿eh? -desconfía Federico receloso.
-No; es un trocito de madera que baila; como la lluvia, como los remolinos de polvo, como los pensamientos
tuyos cuando no tienes miedo.
Se le deshacen las sombras a Federico y la boca se le tensa y se abre luego, bruscamente, como un arco
flojo, disparando una sonrisa feliz:
-¿Me la das?
-Sí.
El “nuevo” quiere hacerla bailar en su mano. No sabe y se le llenan los ojos de lágrimas. Luego se queda en
suspenso.
-¿Oyes, Tiberio? ¡Unos pasos!
-Es tu corazón, Federico.
-Sí, mi corazón. Mi corazón anda, ¿sabes? Se pone a andar y se va de mí. Yo me quedo vacío, sin sentir la
vida. Sin corazón, ¡no puedo, no puedo soñar!
-Pero ¡si los sueños no están en tu corazón! -habla Tiberio-. Están en lo alto y los traen dos ángeles, uno
rubio y otro pelirrojo, uno de trigo y otro de fuego. Vienen bailando como la pirindola sobre el camino de los
hombres dormidos. Y ponen sobre su frente los sueños. A cada cual su sueño, el que merece. Como copitos
de lino, ¿sabes?
Se queda pensativo el “nuevo”. Después se sobresalta:
-¿Y navaja, tienes navaja?
-Sí: ésta.
-¡No! ¡No! -Federico tiembla convulso; se muerde una mano frenético y extiende la otra temerosamente,
igual que si quisiera detener una invisible amenaza-. ¡No la tocaréis! ¡Mi alma es mía!
La mano de Tiberio arroja el cuchillo, que cae, trazando un arco románico perfecto, en la profundidad silente
del estanque. ¡Clop!

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Y Tiberio se vuelve hacia el loco compasivamente.
-¿Ves? ¡Ya no está! La he tirado, no tengas miedo. Yo soy tu amigo -reprocha con tristeza mientras el loco
jadea.
-Sí; tú, sí; pero ellos...
Se sientan en el suelo; de los alerones del cobertizo caen las gotas de lluvia, gruesas, musicales, con una
sonoridad de banda de regimiento.
-¡Pobrecillos! -suspira Tiberio.
-¿Quiénes?
-Los chinos. Ahora se está desbordando el Yan-tse-Kiang.
-Y ¿qué pasa?
-Van a morir veinte mil chinos.
-Hay muchos.
-Sí; hay muchos. Pero esos veinte mil tienen todos su cabeza y sus brazos, su corazón y su alma... Dios les
hizo también... ¡Adiós! -sonrió Tiberio levantando la mano hacia el cielo.
-¿A quién dices adiós?
-A un ángel conocido; va en aquella nube, ¿le ves?
Federico aguza los ojos. Luego, bruscamente, rompe a hablar, como si otra tormenta sacudiera las entrañas
de la atmósfera y lloviera una secreta, una oculta ansia de confidencias.
-No les dejaré, no; no les dejaré que toquen mi alma. El doctor dice que va a operarme; me abrirán la
cabeza, quedará al aire toda la masa cálida y palpitante de mi cerebro; querrán hurgar con sus dedos sucios,
con sus bisturíes en eso que nadie sabe, en la intimidad de mi vida, de mi historia y de mi futuro. Y querrán
verla, ver mi alma... ¿Sabes? Dice Descartes que el alma reside en la glándula pineal. Ellos querrán verla,
querrán tocarla, conocer su color: blanco, azul, verde, negro o violeta... ¡No quiero, Tiberio, defiéndeme!
Diles que dejen mi alma quieta, que no laven mi alma con alcohol de noventa grados. Cada hombre tiene en
su alma, Tiberio, la grandeza y podredumbre de su propia vida; ¡hay allí tanta belleza y tanta miseria! Yo
quiero ir con mi alma mía a la presencia de Dios; quiero presentarle todo lo bello de mi alma, para que Dios
sonría; pero quiero llevarle toda mi miseria, toda mi aberración, toda mi locura, para que Dios compadezca.
Y si Dios no supiese perdonar, Dios no sería tan bello. Porque yo quiero su justicia, pero quiero su caridad...
-Nadie puede tocar tu alma -y Tiberio piensa en aquel día, cuando le vieron aquellos hombres del hospital-;
nadie puede rozar tus pensamientos. Ese es el dominio de Dios; lo que los hombres nunca podrán palpar,
pesar ni medir. Tu alma es de Dios; Dios quiere tu alma tal como es; Dios quiere tu auténtica vida. Te quiere
con tu pecado para poder quererte con tu arrepentimiento. ¿Tú no sabes que Dios no nos hizo reos, sino
hijos? Sólo aquellos que se obstinan, sólo los rebeldes, conocerán la justicia de Dios. Tu alma no está en la
glándula pineal; tu alma es un cálido aliento que salió de la boca misma de Dios. Tú eres como un cristal
empañado sobre el que Dios ha pintado una cruz; tú eres como un niño pequeño buscando el pecho
rebosante de la ternura divina. Tu alma es un aire divino que te llena e invade, que ocupa tu cuerpo entero,
que te enciende y te levanta en equilibrio vertical. Tu alma es como una luminosa niebla, un relámpago
maravilloso. Nadie puede coger el relámpago ni la niebla...
Ha cesado la lluvia. Sobre las acacias y los manzanos del huerto saltan los gorriones, rozando las hojas que
aún conservan una redonda gota líquida. La hierba se esponja con un verde fresco y henchido, matizado y
suave. Al otro lado de la tapia, por la calle, pasa un camión “Pegaso” cargado de tomates, y se oye el pito de
un cartero que llama a don Francisco Izquierdo Martínez, dueño de una vaquería con grifo.
Es un crepúsculo verde como las vitrinas de un acuario, en el que flotan fantásticos peces dorados.
Federico y Tiberio vuelven hacia el edificio. A estas horas los locos estarán en la sala grande jugando a las
prendas.
Los ángeles clavan en el papel negro del cielo, con chinchetas de cristal, estrellas de purpurina. Y todos los
niños del mundo sueñan con un caballo de cartón que tenga espuelitas de plata.
Un caballo blanco, como el caballo blanco de Santiago, cuyo camino ha florecido ya, para los niños, con
lirios de luz.
Para los astrónomos, en castigo, el Camino de Santiago es sólo uno de los diez mil cúmulos estelares
catalogados.

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El Director, Tiberio y sus muchachos

La verdad es que no se sabe por qué encerraron a Nicolás. Nicolás es un hombre bondadoso y pacífico que
anda por la cuarentena; tiene una hermana casada con un asentador de frutas y verduras y se llama a sí
mismo Nicolás I, rey del Azul Prusia.
Más loca hay gente por ahí y, sin embargo, no la encierran.
Nicolás tiene un ojo más chico que otro y es pintor. Estaba empleado en un Banco, donde cobraba
cuatrocientas treinta y siete pesetas con cincuenta céntimos, descontados ya el Seguro de Enfermedad,
Impuestos de Utilidades, Cargas Familiares, etc., y sumado el 20 por 100 de Carestía de vida; Nicolás se
pasaba todo el día poniendo un sello, que decía “Efectos a negociar”, en unas pilas de letras de cambio. A lo
mejor es por eso por lo que está así, cualquiera sabe.
Nicolás empezó, como muchos, pintando la cocina de su casa y terminó, como muchos, pintando
bodegones. Pintaba en sus horas libres, que era de ocho a diez de la noche, y, además, los sábados por la
tarde, que se hacía semana inglesa, y los domingos después de la misa. Realmente no hacía mal a nadie.
El primer cuadro lo tituló “Naturaleza muerta”, y bien muerta que estaba, porque representaba un pollo
asado; lo pintó de memoria, claro, a falta de modelo.
El segundo cuadro se llamaba “Geráneos”, y lo pintó con maceta y todo.
El tercer cuadro se llamaba “Autorretrato”, y si le salió feo era porque Nicolás era feo, qué le vamos a hacer.
Poco después, una devoradora fiebre pictórica invadió a Nicolás. Pintaba con frenesí, con devoción, con
absoluto olvido de sí mismo y, por desgracia, de la más elemental educación artística. También como
muchos, claro.
-Soy un autodidacta -decía, como si dijese: “soy un marqués”.
Cuando pintó su cuadro centésimo trigésimo quinto se presentó en la oficina -a las nueve en punto, que
había firma- y le puso el sello de “Efectos a negociar” a su jefe de negociado en la mismísima frente.
Hay que ver lo que son las cosas, el jefe le tomó tirria; los empleados le llamaban don Efecto, y el que le
hacía al jefe era deplorable. Así que no paró hasta que le echaron a Nicolás, que se quedó sin sus
cuatrocientas treinta y siete con cincuenta, descontados el Seguro de Enfermedad, Impuesto de Utilidades y
los numerosos etcéteras.
-Yo me alegré, ¿sabes? -le contaba Nicolás a Tiberio, sentados los dos en la cama del segundo, a oscuras,
porque los loqueros apagaban las luces a las nueve y cuarto, que había que gastar el 50 por 100 de fluido
eléctrico.
-Bueno, pero no te rasques -decía Tiberio.
-Es la fiebre de la creación artística hombre. ¡Como hace trece meses que no puedo pintar más que con el
dedo en la tierra de la huerta...!
En la oscuridad, un loco cantaba:
Ay, mamá Inés,
ay, mamá Inés,
todos los negros tomamos...
-“¡Café!” -rugían todos los locos de la sala terminando el bonito cantable.
-Pues sí -continuaba Nicolás-, me alegré de que me echara don Efecto porque así podía dedicar todo mi
tiempo al arte, ¿comprendes? ¡Era el sueño de mi vida!
Empecé a ir todas las mañanas al Café Chinchón como todo artista de tono, porque allí suelen estar las
musas y los amigos Pacos que le pagan el café a uno. Allí, en un velador, fue donde concebí mi original
teoría, y redacté, con medio lápiz que me dejó uno de los Pacos esos, mi famoso y trascendental manifiesto
del Arte Puro. Me lo sé de memoria: “¡Oh república de las Letras y las Artes...!” No lo vayas a creer, lo de la
república produjo bastante follón y hasta vino un “guripa” al café, por si era pitorreo; pero... ¡es que la gente,
la masa, no entiende el noble lenguaje del artista. “¡Oh república de las Letras y las Artes! Han pasado los
tiempos en que el endoso artístico se sujetaba a inflexibles moratorias de rigurosidad estética”. ¡Fenómeno!,
¿eh? “La individualidad es la expresión máxima del libre albedrío, es la cuenta corriente donde, en cinco
minutos, se hace efectivo el cheque de la inspiración por su valor nominal”. Eso quedó bonito con el símil

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ése... “El Arte ha estado harto tiempo sumiso a la dictadura académica, y hora es de que levantemos acta de
protesto contra la indiferenciación demagógica del arte capitalizado al 20 por 100. El artista merece un
crédito de expresionabilidad sin usura, en que las garantías de las propias firmas hagan posible la emisión y
endoso del pensamiento estético”. Luego venía aquello de “la negociación de títulos artísticos, de nuestra
Cartera de Impagados, debe extenderse a la aceptación del propio ideario, en una valoración que haga
posible el autobalance definitivo con el aval de nuestros libramientos”...
Nicolás I encendió un cigarro de hoja de manzano y suspiró con evidente compasión hacia la humanidad:
-¿Quieres creer que la gente no lo entendía?
-Es que hay gente algo bruta -simpatizó Tiberio, sonriendo en la oscuridad, el muy cuco.
-Ahora que lo bueno venía más adelante; era mi Teoría de la Revolución Cromática. Ya sabes lo que dijo
Oscar Wilde: “La naturaleza imita al arte”. Es, por tanto, la naturaleza quien ha de sujetarse a la copia de la
expresión artística, y no al revés. Por no entenderlo así fracasaron todos, todos: desde Andrea del Sarto a
don Ramón de Campoamor.
-Campoamor no pintó nada.
-Bueno, es igual. Miguel Ángel, Murillo, Vázquez Díaz, Roberto Koch, Velázquez...
Todos los artistas fracasaron porque querían copiar a la naturaleza. Yo hice la Revolución del Arte, decreté
que, en adelante, la libertad creadora no debía tener límite alguno, ni siquiera el de la realidad. Y como
primera demostración de ello, todavía elemental, como en todo Arte incipiente, pinté un cuadro: “Eloísa”. Era
el retrato de una vecina mía, que tenía un gato siamés y que era viuda de un capitán del Cuerpo Jurídico.
Eloísa tenía el cabello blanco; yo lo pinté verde. Tenía los ojos azules; los pinté amarillos. Tenía la piel color
piel; la pinté violeta. A su lado tenía unas rosas rojas; las pinté azul prusia. También el fondo era azul prusia
y el gato también. Porque el azul prusia es el color básico y primario del nuevo Estado Artístico... ¿Tiberio?
¡Oye, Tiberio! ¿Te has dormido?
Nicolás I, rey del Azul Prusia, se fue a acostar. Soñaría con mares blancos y nubes verdes; con doña Eloísa,
toda azul ése, sentada en la copa de un pino haciendo ganchillo con hilos de araña, mientras el gato siamés
se relamía los bigotes viendo aletear por el aire lubinas imponentes.
Tiberio no dormía; desde hace tiempo, desde la visita de la familia, está viviendo Tiberio en una expectación
dulce y dolorosa, esperando el parto misterioso y desconocido de una hora que se aproxima sigilosamente
por el camino del tiempo.
Pero ahora, no. Ahora, con la cabeza en la almohada, con las manos enlazadas detrás de la nuca, en el
silencio de la sala llena de respiraciones en tonos de todos los surtidos, mientras los loquitos dormían,
Tiberio se hundía en el blando éxtasis de una idea naciente. De una idea que le surgía como un suave
fantasma; como la luz de un amanecer, dando poco a poco un contorno exacto a las cosas, ahuyentando
cucarachas de sombra que corrían chirriantes sobre el pavimento de los sueños. El gato de la luz extendía
sus uñas perezosas ante el rescoldo de un fantástico pensamiento.
Y Tiberio se durmió.
Al día siguiente, por la mañana, Tiberio esperaba junto a la puerta. Cuando entró el doctor Quiñones, Pablito
movió la cabeza con reproche:
-Las nueve y veinte, doctor. ¡A ver si venimos antes!
Tiberio se acercó al médico; sonreían ambos amistosamente.
-Doctor, quiero hablar con usted.
-Cuando quieras, hijo.
-No hay prisa; le esperaré en la huerta.
Junto a los manzanos, Tiberio fruncía los labios y silbaba la canción de los Gorriones Felices que tienen la
Tripita Llena; como un aire de cuna, acompañado por una masa coral de 55 pajarillos; 50 cantaban; los otros
cinco, no, porque eran muy pequeños, eran pájaros de pico.
El doctor llegó al mediodía, después de hacer la visita. Poca cosa; algún loco con catarro o que le había
sentado mal la cena o que se había caído en el patio jugando a la “chita pará”. El médico les examinaba
atentamente, miraba con toda seriedad el cuadro de temperaturas, que parecía un dibujo de montañitas
hecho por un niño; les tomaba el pulso, les auscultaba y se volvía a sor Herminia:
-A éste, bicarbonato. Dosis normal.
Lo que él decía:
-Si les mando sulfamidas, a lo mejor se me mueren y todo. Nada, nada; bicarbonato, que es inofensivo y

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económico.
Y todos se curaban, claro, porque ya sabían los microbios que allí no había nada que hacer; si esperaban
jugar al escondite con la hidrazida nicotínica o con la estreptomicina, estaban listos.
Bicarbonatito, un buche de agua y a jugar al patio.
-Tú dirás, Tiberio.
-Siéntese, doctor, siéntese. Como si estuviera en su casa. ¿Le ayudo a quitarse la chaqueta? ¿O quiere que
le vaya a por las zapatillas?
-Gracias, majo -agradeció el doctor-. Se está bien aquí, ¿eh?
-Ya lo creo.
-¿Qué tal los chicos? ¿Son buenos?
-Sí, doctor, muy buenos todos.
-¿Y “Sencillo”? ¿Tan simpático, tan campechanote?
-Sí, señor; ahí está, mirando los peces -y Tiberio le enviaba una mirada cariñosa al ángel. “Sencillo”, que era
muy sentido, enarcaba las alas satisfecho, como un gatito pequeño al que se le rasca en la nuca.
-Quería hablarle de ellos, doctor.
-¿De los muchachos? ¿Qué pasa?
-Nada, nada. Es que... ¿se ha parado usted a pensar en si acaso son felices?
-¡Hombre! -el doctor se rascaba la cabeza-. Yo creo que... No les mando más que bicarbonato; les damos
mermelada de calabaza un día sí y otro no. Y loquero que veo pegando a uno de los muchachos, loquero
que meto en el calabozo tres días a pan y agua.
-Ya. No me refiero a esa clase de felicidad física. Mire, doctor; todos estamos aquí por..., ¿sabe por qué?
-Por... por... Antes creía saberlo, pero ya... -el doctor se puso colorado.
-Porque todos deseábamos algo; algo sencillo y limpio, inofensivo y fugaz. Ellos, los... los “sanos”, no
comprenden eso. Ellos creen que todos los hombres tienen que desear cosas prácticas: dinero, honores,
estimación, un “haiga”, un sillón de despacho, una moto. Cuando no cosas peores, cosas sucias, cosas
tristes.
Nosotros no deseábamos esas cosas. Y los sanos, los prudentes, los normales, decidieron que éramos
peligrosos para la sociedad. La belleza de nuestros deseos hacía más miserables los suyos. Entonces se
veía toda la roña sucia y desdichada de sus almas con úlcera. Nos encerraron.
-Ya lo sé -dijo el doctor en voz baja.
-Yo creo -continuó Tiberio- que ya es hora de que hagamos algo por los chicos.
Leocadio sólo desea que le dejen vender sus
sueños, esos sueños que tanto necesita la humanidad; Pablito sólo quiere ser reloj y tocar la campana a la
hora de las comidas; Jerónimo quiere tan sólo que le creamos autor del “Quijote”; Felipe sueña con ser
agricultor a contrapelo; Hilario, con cazar perdices inexistentes, porque, aunque él no lo sabe, es
descendiente bastardo de Wifredo el Velloso; Fernando sueña siempre con dar un concierto con esa flauta
que les hice con una caña y un papel de fumar; Nicolás ansía una revolución del arte para pintar gatos de
color violeta... Doctor -y Tiberio miraba al médico con ojos límpidos de río de alta montaña-; doctor, ¿por qué
no les dejamos? ¿Por qué no establecemos un nuevo orden social?
-Pero es difícil...
-No, no lo es. ¿Acaso usted mismo no desea escapar de su propia vida, de su rutina y de su ciencia, de las
limitaciones que le asfixian? Su “bicarbonatoterapia”, ¿no es una evasión?
-Pero la Inspección...
-No, doctor. Comprenda que lo único serio que podemos hacer en este mundo es ofrecernos a los demás, a
nuestros chicos, a estos pobres recluidos, contrabandistas de mariposas, que sólo han encontrado la
negación del mundo. Doctor, si nuestra vida no es entrega... Doctor, ¡cómo hemos perdido nuestra vida!
El doctor Quiñones se quitó las gafas y las limpió con una gamuza amarilla. Sin los cristales sus ojos
aparecían hinchados, tristes, pero humanos.
-Yo soñé una vez -dijo Tiberio- con ser ingeniero de Jardines y Arroyos, con sembrar un clavel en el yunque
del herrero. Quizás ha llegado el momento de que el hierro dé rosas.
-¡No sé, Tiberio! ¡Tu idea es tan hermosa...! Desde que llegaste a esta casa nuestra vida, la de todos, está
tocada de una maravillosa locura. Creo que todos estamos locos, Tiberio; pero empiezo a sospechar si no
será la locura el estado perfecto del hombre. Empiezo a sospechar que a mí no me hizo Dios para que

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tuviese piorrea alveolar, para que cobre mi sueldo los días treinta ni para que organice un fichero. Pero
antes..., Tiberio, entonces... -tembló con miedo la voz del doctor Quiñones-, ¿no estará Dios un poco loco?
Se rieron los gorriones, todos con la misma risa alegre y dichosa de Tiberio.
-Empieza usted a rozar la verdad. Sí, Dios está loco porque es perfecto; porque nos creó, porque nos ama,
porque vino a la tierra, porque está en las iglesias silenciosas, sin más música que el roer de las polillas;
porque se levanta cada mañana, cada instante, como un pequeño sol blanco, y sonríe desde lo alto a las
moscas y a la hierba, a los árboles y a los hombres de buena voluntad. Dios tiene la feliz locura de la pureza
sin mancha de sí mismo. Y nosotros, los locos, estamos tocados de Dios, de la locura de Dios; para nosotros
no hay cielo ni infierno; hay sólo Dios, que ha retenido nuestra voluntad, y al darnos la desgracia de los
hombres, nos ha dado la gracia y la promesa de su eternidad.
“Sencillo”, sentado en la rama de un almendro, donde mascaba florecillas blancas, batió el aire con las
plumas exquisitas de sus alas.
Y así se estableció en el manicomio el nuevo orden social. No estaba escrito en ningún manifiesto, como el
artístico bancario de Nicolás. Emanaba de Tiberio, como el agua de un surtidor, y estaba en los corazones
de los locos. Una infinita paz, un absoluto sosiego, una serenidad perfecta posaban sus alas quietas sobre
aquellos seres.
El doctor juega al tute arrastrado y al julepe con Alfredo y Lorenzo. Sor Herminia, ¡qué risa!, se deja vendar
los ojos y es “la gallina ciega”; Cecilio, el loquero que estudió bandurria, ha organizado una orquesta de
bastante púa y regular de pulso. Felipe siembra lo que le da la gana y juega a trillar en el patio con dos
loquitos que le hacen de mulas. A Nicolás le han comprado una caja de acuarelas con los cuartos que se
guardaba antes el doctor Quiñones por específicos que no recetaba.
Jerónimo está empezando a escribir las “Novelas ejemplares”. A Pablito le han comprado una campana
nueva y se pasa el día:
-Din-don; din-don; din-don... Tin, tin, tin. ¡Son las tres!
Leocadio se ha hecho millonario de caracoles vendiendo sueños:
-A ver, tú, ¿quieres un sueñecito? ¿De qué lo quieres? ¿De general o de marino? ¡Tengo sueños, sueños de
poeta y de héroe, de pandero y de chocolate! ¡Baratitos los sueños! ¡Sólo cuestan un caracol!
Para los que no saben música se ha organizado una Orquesta Palafónica de Instrumentos Absurdos, donde
caben desde las tapaderas de cocina a las flautas de cañas y papel de fumar. Otro grupo de locos ha
fundado un Cuadro Artístico, donde se representan “El loco cantor”, “El idiota”, “Locura de amor”,
“Malvaloca” y un extenso repertorio entre obras originales y adaptaciones especiales, como “El puñal del
loco”, “La muerte de un locatis”, “Doña Rosita la loquera” y “Seis loquitos en busca de su doctor”.
Las veladas se prolongan hasta medianoche y todos ríen y se divierten disciplinadamente, eso sí, haciendo
lo que les da la gana.
El hombre que trae la leche por las mañanas se quedó el otro día rezongando:
-¡Así ya se puede ser loco! ¡Unos mucha locura y otros nada! ¡Siempre dije que el mundo estaba muy mal
hecho!
Sí, todos son felices. Tiberio también lo es, aunque el reloj de su corazón está empezando a hacer esos
ruidos que hacen los bellos y antiguos relojes cuando van a dar la hora. Una hora solemne y decisiva que va
a resonar en el alma de Tiberio como un viejo bronce, como el bronce de las campanas aquellas que él
rozaba con el dedo, en un pueblo, en su pueblo, suspirando el aire acribillado de zánganos:
-¿No oyes? ¡Es como si las tocaran muy lejos...!

Hoy llegó Sebastián

El día que trajeron a Sebastián fue uno de esos días raros en que el azul del cielo está cargado de alguna

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misteriosa potencia eléctrica.
Hubo relámpagos, aunque no había nubes. Cantaron los gallos en do sostenido menor.
Y la noche antes hubo un eclipse de luna, parcial en España y total en una aldea del Camerún; ahora que
allí, como todos son negros, ni se dieron cuenta del eclipse ni nada. Y es que, ya se sabe, los negritos viven
con los plomos fundidos. El único que se dio cuenta fue el jefe de la Administración Colonial, que era blanco,
pero estaba borracho y se creyó que una mariposa le había apagado el quinqué.
A Sebastián le trajeron en un coche celular, con dos guardias, dos loqueros y un chófer que era de
Villarrobledo, sólo que hacía muchos años que no iba por el pueblo.
Fue un día sensacional y extraño. Al atardecer se llenó de nubes rojas, afiladas como lanzas sangrientas. El
horizonte parecía fusilado de gritos y hubo una revolución en Guatemala, resultando triunfador el general
Martínez, que era masón.
Fue un día lleno de sorpresas y de calambres. Sor Herminia se cortó un dedo sacando punta a los lapiceros
del despacho. Los peces de la alberca, limón y naranja, zigzagueaban espantados, como si al agua le
hubiesen enchufado un cable de alta tensión.
Los locos, felices en el nuevo orden social establecido por Tiberio, estuvieron un poquito lacios, como flores
de macetas sin regar.
Un día, en fin, lleno de presagios, de temblores, de expectación y de hambres.
Un día subrayado con lápiz rojo en el calendario sin hojas de los ángeles.
Un día con hipertensión.
Un martes.
Tiberio tuvo su alma en suspenso y el corazón le latía de puntillas haciendo poquito ruido, igual que un reloj
de señora. Por la mañana estuvo nervioso y anhelante, cerrado a las nostalgias y clavado en tiempo
presente, como un bichito, con el alfiler de la espera.
El día que trajeron a Sebastián fue un día maduro y redondo.
Sebastián tenía un bigote caído que le ponía la boca entre paréntesis. Sus ojos cortaban el aire, como
alfanjes. Sus dedos huesudos se le ponían blancos de engarabitados que estaban. Era moreno y mediano.
Las venas de la frente eran como los ríos de un atlas, pero no como ríos pequeños, no, sino como el
Danubio, el Nilo, el Mississipí o el Amazonas, con sus afluentes y todo. ¿Qué caudal de violencias llevaban
del corazón al cerebro? Los ojos, con los párpados hinchados, eran como dos oes con el acento circunflejo
de las cejas peludas y rizadas.
Cuando sor Herminia miró a Sebastián su pecho palpitó bajo las tocas blancas, como si comprendiese, de
repente, que un misterioso alarido alanceaba al mundo. Y también como cuando uno siente, aun sin verlo,
que algo está mal colocado en una habitación que conocemos bien.
Tiberio está en la galería de cristales cuando llega el coche. Ve bajarse a los guardias, con porras y pistolas,
y luego a Sebastián. En el alma de Tiberio el destino llama tres veces con nudillos de angustia, como dicen
que hace San Roque, que si le rezas un Padrenuestro todos los días te avisa cuándo vas a morir.
El alma de Tiberio se ha puesto pálida. El corazón se le detiene un momento y luego se pone a hacer muy
fuerte:
-Tras, tras; tras, tras...
Tiberio se vuelve atontado con las palmas de las manos hacia arriba:
-¡“Sencillo”! ¡“Sencillo”!
Se hace visible el ángel; llega de perfil y suavemente y su sonrisa ensombrece la tarde y los pájaros de la
huerta gorjean gozosos.
-¡Tengo miedo, “Sencillo”! ¿Te acuerdas? No hace mucho, aquel día que vino mi familia, te dije que algo se
había roto en mí, que me encontraba en blanco como un niño que abre los ojos por primera vez. Ahora sé
que aquel temblor de mi alma era la expectación de este momento, de esta hora que ha llegado despacio,
sin prisas y silenciosamente, como el amanecer. ¿Qué pasará ahora, “Sencillo”? ¿Por qué me tiembla hoy el
alma, hoy, ahora, cuando ha llegado ese hombre? No sé quién es; no sé nada de él; pero sólo al verle se me
ha despertado un sueño cauto y perdido que yo tenía en mi corazón sin saberlo. Para mí, “Sencillo”, ya nada
puede volver a ser. Se me han desvanecido los recuerdos todos; ya no recuerdo ni siquiera este momento
que vivo, y mi mente se ilumina, como si alguien hubiese entreabierto en una rendija la puerta que guarda la
luz. Estoy estremecido y con fiebre; como un álamo que no sabe luchar contra el viento.
-Los álamos, Tiberio, los álamos no luchan.

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Se inclinan, reverentes, cuando los dobla el viento de Dios.
Tiberio siente que, de nuevo, vuelve a su corazón la paz. Poco a poco, lentamente, como si despertara a un
día tibio.
-No lucharé, “Sencillo” -suspira-; yo me doblaré como un árbol si es Dios quien empuja.
-Ten ánimo -sonrió el Ángel, y toda la tarde se vuelve de color manzana, con olor a manzanas-, porque esta
hora te estaba esperando en el camino de tu vida. Ha sido abierto arriba un libro misterioso de renglones de
plata; cada palabra es una música y un color cada letra. Lo que tú no sabes ni comprendes, está
esperándote; al final de un camino donde cantan mis ángeles hermanos. Recorrerán tus pies la senda del
Señor y se moverán tus brazos como alas; no sentirás el peso de tu cuerpo y un aire desconocido hará leve
tu paso.
Se calla el Ángel. Tiberio se pasa la mano por la frente ardorosa; detrás le cruzan pensamientos dorados,
como pececillos tras el vidrio de una pecera.
-¿He de decir algo para aceptar la voluntad de Dios? Siento, claramente, que mi destino es vagabundo y
flotante, igual que las hojas en el aire. No me apegaré a nada humano, “Sencillo”; quiero estar transparente
como un vaso de agua y saciar la sed de aquellos que lleguen a mí con su boca seca.
-Él tiene sed -susurra el Ángel-, él tiene un infinita sed que no puede calmar el agua de todas las fuentes del
mundo; él se abrasa estéril como la arena del desierto. Entre todas las criaturas de esta casa, de este
mundo, Tiberio... es la más desgraciada. Necesitará mucho amor, porque tiene el corazón llagado, porque la
espada de Aquel que no vino a traer la paz se ha clavado hasta el puño en su cuerpo. Y va chorreando una
dolorosa sangre, sin compasión de sí mismo.
“Sencillo” se ha fundido en la luz. Y Tiberio baja, emocionado y vehemente, al patio donde juegan los locos.
Sólo que hoy no juegan; están reunidos, en grupos, nerviosos e inquietos a algunos les tiemblan las aletas
de la nariz como a canes perdigueros. Hablan poco y en voz baja, pero manotean en el aire invadido en las
sombras primeras. La sangre les galopa en las venas:
-Tacatá, tacatá...
A Lorenzo se le pone una sombra, débil y roja, así, delante de los ojos.
-Es un hombre perdido. Es un criminal.
-Dicen -añade Alfredo- que tenía una pistola.
-Tiene las pupilas rojas -dice Nicolás-, rojas de minio y bermellón.
Nunca, nunca, desde la llegada de Tiberio se han sentido los locos así: tan excitados, tan pusilánimes, tan
miedosos.
Pablito tiembla de frío:
-¡A mí me ha mirado de un modo...!
Cuando llega Tiberio, todos se vuelven a él, anhelantes, asustados, ansiosos:
-¿Le has visto, Tiberio, le has visto?
-¿Al nuevo? -y Tiberio tarda un rato en contestar-. Sí.
-Se llama Sebastián -dice Pablito.
-¡Bah! -desprecia Fernando-. ¡Eso dirá él!
-¡Se llama Sebastián! -se excita Pablito congestionado-. ¡Se lo he oído decir a las monjas!
-¡Tú qué sabes! ¡Si eres un pobre tonto!
-¡Y tú, y tú también lo eres! -chilla Pablito.
-¡Bah! ¡Yo soy un loco! ¡Pero tú eres tonto!
A Tiberio le sube una congoja desde muy hondo:
-¡Pablo! ¡Fernando!
-Es que no me creen. Y además... -murmura avergonzado el loquito-reloj, que es un tipo mongólico, de ojos
oblicuos y pómulos salientes.
-Todos somos locos; todos somos tontos. Pero, por amor de Dios, no dejéis que la ira os apriete el corazón
con sus tenazas. ¿No veis la tarde qué hermosa está? Hay ángeles en la sombra apretando sus manos
tristes. No, callad, amigos. Nada puede romper la paz que ha puesto Dios en nuestra locura; nadie puede
asesinar vuestra calma, que es el éxtasis de Dios.
La voz de Tiberio se eleva dulce y llena de ternura. Salen los ángeles de la sombra, con las palmas abiertas,
y otra vez se posan con sus alas sobre el patio.
Los locos se sientan en el suelo, aún caliente, porque allí pega el sol todo el día.

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-¿Quién es, Tiberio; quién es ese hombre?
-No lo sé -murmura Tiberio, preocupado.
-Tú lo sabes todo. ¿No quieres decírnoslo?
-“Sencillo” no ha querido decírmelo. Es un hombre que está en soledad como las águilas, como las fieras.
Presiento que es un hombre que se revuelve a mordiscos contra un mundo que no le comprende.
Recordad, tampoco a nosotros nos comprenden.
-Entonces... -inquiere tímidamente Alfredo-, entonces, ¿es de los nuestros?
-Sí; de los nuestros, pero todavía más solo, más perseguido, más desgraciado.
-Le querremos, le querremos, Tiberio -dice en voz baja Fernando.
-No sé si le bastará con nuestro amor. No sé si querrá amor de nadie. No sé si sabrá qué cosa es amor.
-Yo sí lo sé; amor es tocar la flauta que tú me has hecho.
-Sí, Fernando; para ti, amor es tocar la flauta. Es así como tú hablas con Dios. Porque tú, Fernando, no
sabes sino tocar la flauta.
-Pero la toco muy bien, ¿eh?
-Maravillosamente bien.
-Si no necesita amor -suspira Lorenzo, que ya no siente aquella venda sutilmente roja ante su vista-, si no
necesita amor, Tiberio, ¡qué desgraciado debe de ser!
-Sí, Lorenzo. Porque dar amor es bello, pero necesitarlo es triste. Hubo un héroe de un cuento antiguo,
Prometeo, que robó al sol la antorcha del fuego y se la entregó a los hombres. En castigo fue encadenado a
la cumbre de una montaña y, todos los días, aves voraces devoraban sus entrañas en vivo. No hubo amor
para aquel hombre, no hubo piedad.
-¿Y Sebastián?
-Tal vez ha robado un fuego sagrado; tal vez lo ha abandonado en medio de los hombres. Pero, sin duda,
encadenado está y devorándose a sí mismo, insaciable. Hasta que un día, alguien rompa sus cadenas y
encuentre la paz.
Fosforecen los ojos en la noche recién estrenada. Palpitan en la sombra palabras idas, palabras muertas. Un
cementerio de palabras fósiles blanquea en cada rincón. Los locos suspiran y suena la campana de la cena,
que hoy, con tanto jaleo, tiene que tocar la hermana cocinera, porque a Pablito se le ha olvidado.
Se levantan los hombres en una alegre desbandada.
Sólo Tiberio se queda en el patio, a oscuras, bajo la luz de las estrellas, que dan chispas como un arco
voltaico y encienden la verbena de la sombra. Tiberio, que extiende sus manos hacia lo alto y suspira
quedamente, angustiadamente, como en una interrogación suplicante y misteriosa:
-Si no necesita amor...

Anarkos y su historia

El manicomio ha vuelto a su estado normal. Prosigue el benéfico influjo del orden social y el director, en sus
exámenes periódicos, va descubriendo que los locos sanan; vamos, no es que se pongan cuerdos, ni falta
que les hace, sino que desaparecen los ataques, los tics nerviosos, la violencia y la fiebre.
El doctor, como no se atreve a confesar la realidad de lo que pasa en el establecimiento, la auténtica causa
de que aquello se haya convertido en un celestial rincón de angelitos más o menos filarmónicos, está
preparando una comunicación para la Academia Nacional de Medicina, con el título de: “La
bicarbonatoterapia, procedimiento decisivo en la restauración psíquica del individuo, según la teoría del
doctor Quiñones y frente a los sofismas de Kraussmenozekoff”. Le está saliendo de perilla.
Sor Herminia se pasea por las galerías con su chín-chín de llaves ya inútiles, y Cecilio está ensayando con
los muchachos eso de “Los sitios de Zaragoza”, que es tan bonito, sobre todo cuando Cecilio dice:

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-Ahora se oyen los cañones... ahora los fusiles... ahora las ametralladoras... ahora la bomba de “driógeno”.
Y todos, catapán, chín, chín, tan tan, venga a hacer los ruidos esos que parece una guerra de verdad.
Pero no todo es música celestial. Hay tres hombres en la casa que no participan de la serena felicidad de los
demás loquitos.
Uno, es el doctor Quiñones; otro, Tiberio; el tercero, Sebastián. Y todo por culpa de este último.
El doctor ha ensayado lo del bicarbonato con el loco nuevo, porque ya está absolutamente convencido,
después de tanta tesis, de lo científico de su sistema. Pero se le fue la mano y en lugar de recetar veinticinco
gramos, puso doscientos cincuenta, y Sebastián no hacía más que levantarse por la noche y hacer ruidos
groseros; se ha quedado estropeadísimo.
A Tiberio le preocupa mucho Sebastián, que no quiere hablar con nadie; contesta enseñando los dientes y
gruñendo palabras feas y se pasa el día solo, paseando, con la cabeza hundida en el pecho, que se va a
hacer un agujero con la barbilla en el esternón.
Los locos estuvieron cariñosos y atentos con Sebastián y trataron de atraerle y de que participase en sus
juegos, pero nada.
-Mira -le había dicho Leocadio-, aquí cada cual hace lo que quiere. ¡Anímate, hombre!
-¿Ah, sí? -soltó Sebastián abriendo paréntesis de bigote-. Bueno, pues yo lo que quiero es quemar esta casa
con todos vosotros dentro. Conque... ¡dame cerillas!
Leocadio se asustó tanto que tuvo que ir al médico a que le recetara algo para los nervios. Se le calmaron
con bicarbonato, así es que el doctor ya tiene pensado el titulo de su segunda comunicación científica: “El
bicarbonato, nueva y eficaz terapia de choque en el tratamiento de la hipertensión nerviosa, según los
experimentos del doctor Quiñones y frente a los sofismas del doctor Kraussmenozekoff”.
Pero a lo que vamos. En vista de lo brutísimo que se ponía Sebastián -¡por algo le trajeron con guardias!-,
los loquitos han decidido dejarle tranquilo y ni se acuerdan de él. Nada, como si no existiera.
Sólo Tiberio. Tiberio que está aprendido a sufrir. Tiberio que siente que su serenidad se rompe ante su
propia impotencia, ante este hombre que sufre tan visiblemente, sin que nadie pueda ayudarle. Por primera
vez en su vida Tiberio siente que sus entrañas se le abren, desgarradas, en el parto de un sentimiento
nuevo: el Dolor.
Tiberio pasea por la huerta, silencioso y furtivo, detrás de Sebastián. El loco le mira con una rabia sorda
temblándole en el labio de abajo.
Pero no le mira a los ojos. Por eso, Tiberio no puede hacer nada, lo que se dice nada. Si los ojos de
Sebastián se alzaran hasta los ojos de Tiberio, un momento, sólo un momento... Pero parece como si el loco
se diera cuenta; el muy ladino mira siempre a Tiberio a las rodillas o a los zapatos.
Tiberio ha intentado todo; desde ofrecerle la pera más gorda de la cesta que mandó tía Evelina, hasta
hacerle un espantapájaros o una cachimba de higuera, que huelen que es una gloria. No olerlas, claro.
Sebastián, impertérrito, olímpico y tremebundo, y esotérico, que tampoco suena mal, sigue paseando, las
manos atrás y la barbilla hundida, sin más interés que pisar bichos en el suelo.
Goza con cazar moscas y espachurrarlas con el tacón; con tirar piedras a los gorriones que lanzan unos “pío
pío” de socorro que parten el alma de Tiberio. Con arrancar la fruta y tirarla al pozo; con decapitar flores con
un palo. La huerta está hecha una porquería desde que llegó Sebastián.
Cada vez que ve cómo corta una rosa y la pisotea, Tiberio cierra los ojos y se le pone la carne de gallina.
Indudablemente Sebastián está poseído de un demonio violento. Y lo peor es que él, en el fondo, también
siente dolor cuando destroza algo.
Pero es un dolor tan pequeñito que ni parece dolor ni nada; como si no lo sintiera.
Tiberio ha visto en los ficheros del doctor la cartulina de Sebastián. Dice así:
“-RODRÍGUEZ PIÑERO (Sebastián).
-Treinta y ocho años.
-Hijo de Isauro y de Hermelanda.
-Natural de Erustes (Toledo).
-Sietemesino.
-PSICOFISIOGNOMÍA: Nariz oblicua, dura y angulosa, correspondiente al tipo desequilibrado, desarmónico
y duro; difícil catequización pedagógica.
-LÍNEAS DE HUTER: Eje de concentración, largo; eje efectivo, escaso; eje de carácter, largo; eje de
actividad, regulín regulán. Occipucio, feo. Nuca, flaca.

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-OBSERVACIONES: Distimia depresiva con trastornos paranoides. Su padre, además de Isauro, era
epiléptico, alcohólico y escéptico.
-DIAGNÓSTICO: Parapatía anancástica; neurosis disfóricosensitiva y psicasténica; propensión a la
mitomanía psicoplástica que puede conducir a la metamorfosis zoantrópica”.
Todo estaba escrito a máquina. Al dorso de la ficha, el doctor Quiñones había escrito a mano:
-“No dice ni pío. Asegura llamarse Anarkos. Está como una cabra. Bicarbonato y tratamiento Tibérico, a ver
qué pasa”.
Todo esto, claro, de poco le sirve a Tiberio. Así que sigue dando paseos por la huerta detrás del otro,
isócrono, como un eco, como una sombra. Como una sombra. Porque un día, Anarkos se paró en seco y se
volvió a Tiberio:
-¿Tú eres tú o eres mi sombra?
-Tu sombra -sonrió Tiberio.
-Ah, bueno...
Anarkos se encogió de hombros y siguió dando zancadas.
Al día siguiente, puso cejas circunflejas y miró a Tiberio; a los zapatos de Tiberio, claro:
-¿Y te llamas Sombra o qué?
-Me llamo Tiberio.
Anarkos se sobresaltó:
-¡Arrea! ¡De modo que mi sombra se llama Tiberio! De la “gens Claudia”, ¿eh? ¡Cómo te cargaste al Agripa,
so cerdo! Y a Germánicos, a Seyano, a Druso, a la Agripina... Le pegaste la patada a Poncio Pilato y te
quedaste más fresco que una lechuga. Lo que tú decías: “Cuando yo me muera, que se hunda el mundo”.
De poco te valió, amigo. Te cascaron con una manta.
-No -sonrió Tiberio alegremente-. Yo no soy ése.
-¿Ah, no?
Anarkos le miró de través, apretó los labios sombríos y continuó su pasear silencioso.
Lo menos pasaron diez días sin que Anarkos abriese la boca. Al cabo de este tiempo, paseando por la
galería, seguido de Tiberio y de “Sencillo”, que los traía con la lengua fuera, se plantó en jarras y se volvió a
su sombra:
-¿Sabes lo que escribió Dostoievski? Escúchalo: “Es muy fácil vivir haciendo el tonto. De haberlo sabido
antes me hubiese declarado idiota desde niño y puede que a estas fechas fuese más inteligente. Pero quise
tener ingenio demasiado pronto y heme aquí ahora hecho un imbécil”.
Se sonó las narices y sonrió de lado, aviesamente:
-No está mal, ¿eh? ¡Algo así ha sido mi vida!
Se guardó el pañuelo y sonrió con sarcasmo:
-¡Y tan imbécil! Me fui de la lengua y mira, aquí me tienes encerrado. Con esos pobres bobos, que se ríen de
todo, los muy memos.
“Sencillo” le sopló algo a Tiberio. Este añadió con picardía.
-Sí, reírse de todo es propio de tontos, como dijo Erasmo, pero no reírse de nada lo es de estúpidos.
Anarkos abrió la boca, asombrado.
-¿Sabes que eres una sombra bastante leída y escribida? No sé si mandarte a freír espárragos o echarte a
patadas.
-Nadie puede salirse de sí mismo.
-No -gruñó Anarkos-; de acuerdo, pero lo pueden echar a uno a patadas. Lo pueden destripar como yo
machaco a esta hormiga.
-Eso es crueldad.
-Soy cruel, luego existo -se rió el Piñero, tan bruto el tío.
Así, poquitos a poquitos, Sebastián Rodríguez Piñero, por otro nombre Anarkos, iba abriéndose como un
higo pasado, sólo que mucho más despacio. A lo peor se estaba una semana entera sin hablar a Tiberio,
quien tenía descuidados a los locos, a las nubes y a las hormigas.
A medida que se abría Anarkos, Tiberio le hurgaba dentro como los pájaros a los higos.
Anarkos movía los labios hablando para sí.
Luego le arreaba una patada a la pared:
-¡Hay que librar a las cosas de la servidumbre de un fin! -bramaba.

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Tiberio sonreía con una chispita de malicia, recordando a aquel juez que había leído a Nietzsche:
-Eso no es muy original.
-Bah -despreciaba el otro-, yo puedo ser tan original como me dé la gana. Uno puede ser original en
cualquier cosa, menos a la hora de palmarla. Todo el mundo se muere igual. Aunque cambien las
circunstancias, la muerte es la misma: abre uno la boca, resuella un poco, ¡zás!, se para el corazón y estira
uno la pata. Los ministros igual que los barrenderos.
-Eso sí es verdad.
-¡Verdad, verdad! -gruñía Anarkos-. ¿Y qué es la verdad?
-La verdad es blanca.
-¿Blanca?
-Sí, blanca y redonda. La Verdad se come, igual que las rosas, pero da la felicidad. La Verdad está en un
sitio silencioso donde arde una luz débil y hay olor de lirios azules.
-¿Tú la has comido?
-Sí, muchas veces.
Anarkos le miró con curiosidad. Luego crispó las manos:
-Y aunque sea así. ¿qué dosis de verdad puede soportar un hombre?
-Como hombre, muy poca -meditaba Tiberio-; si la verdad fuese sólo luz, una rendija, un solo rayo. Porque la
Verdad mata al hombre humano. Pero después de muerto le hace grande y bello; le llena de Dios. La verdad
nos acerca a Dios y nos acerca a los hombres.
-Bah, para amar a los hombres hay que huir de ellos. Si los conoces tienes que odiarlos.
Tiberio chascaba la lengua.
-Si los conoces tienes que compadecerlos. Y la compasión es amor. ¿Tú no compadeces a nadie?
-Yo -murmuró Anarkos sombrío, amenazador-, no he aprendido a compadecer, sólo me han enseñado a
maldecir -se volvió iracundo-. ¡Y si quieres estar conmigo no me compadezcas!
-Hay una forma del amor que está muy por encima de la compasión -dijo tímidamente Tiberio.
-¡Bah!
Elocuente, Anarkos se dio media vuelta:
-¡No turbemos la digestión de los tontos! ¡Amor! Eres una sombra bastante ridícula. No me servirás de
mucho cuando llegue la hora de mi revolución. Para vosotros, la digestión tranquila es vuestra meta. Para
mí, no; ni siquiera la revolución es una meta, sino una transformación que no cesa. Ni siquiera la anarquía es
un fin. He leído alguna vez que la libertad engendra la anarquía, la anarquía el despotismo, y el despotismo,
otra vez la libertad.
-Entonces, la libertad es tu fin.
-Yo quiero la libertad para perderla; igual que quiero los cuartos para gastármelos. Lo que quiero es la
revolución; una revolución integral, vertical, horizontal y oblicua; que nada, absolutamente nada, quede como
está.
-Pero tú no puedes crear ni siquiera el desorden.
-No -gritó Anarkos con rabia-, no puedo crear. Pero puedo destruir...
Se echó la mano al estómago y barbotó:
-¡El bestia ese del doctor le va a dar el bicarbonato a su padre!
Cuando se le pasó el retortijón, siguió triunfal:
-¡Yo puedo crear la destrucción! Lo estupendo no es hacer pompas de jabón, sino pincharlas con un alfiler y
ver cómo hacen ¡paf! ¿Comprendes? Bueno, pues en lugar de pompas cosas y hombres. ¡Paf! Se les pincha
un poco y se quedan pachuchos y arrugados. ¡Yo sueño con una gran pira funeraria!
-Entonces -Tiberio parecía un gallo de pelea-, ¿por qué das esos gritos por la noche?
-¿Yo? -abrió los ojos; casi se le salían de las órbitas.
-Sí, tú; te oigo todas las noches; me acerco a ti y estás temblando, lleno de sudor, con las manos crispadas.
-Tengo pesadillas...
-Lo sé.
-Es raro; sé que estoy soñando... cosas... esas cosas... sé que grito, dormido; me falla el aire, como si me
ahogase, parece que me va a reventar el corazón... Y de pronto, se calma todo; la pesadilla desaparece y
noto que mi descanso es más profundo, más suave...
-Mis manos -murmuró Tiberio con sencillez.

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-¿Qué le pasa a tus manos?
-Las pongo en tu frente.
-¿Es así como...?
-Sí.
Anarkos se quedó turbado. Por su alma ruin pasó algo, tembló algo, como una congoja, como un sollozo. Y
por un momento, sólo por un momento, miró a los ojos de Tiberio. Le dio un escalofrío; eran como espejos y
se había visto en ellos; sabía que aquella figura contrahecha, deforme y rojiza era la suya, su alma. Pero
había visto algo más: un fondo de blanquísimas alas electrizantes, una mansa y llana blancura que, sólo por
un momento, le produjo la sensación de una lluvia fresca en un día de ardoroso verano.
Anarkos bajó la mirada; la detuvo en sus manos, poderosas y rudas:
-Mis manos asesinas -pensó, él mismo no sabía si con orgullo o con pena.
Se aclaró la garganta, volvió el rostro hacia la galería y balbució con voz seca:
-Tú..., ¿quién eres tú?
-Ya lo sabes -sonrió Tiberio-, tu sombra.
-Y... y... ¿estarás conmigo hasta el final?
-Hasta el final.
La voz de Tiberio llegó lejana y rotunda como un trueno amortiguado. Tiberio supo que aquella voz había
pasado por su garganta, pero venía de más lejos, de muy lejos. Aquella voz estaba viniendo desde el
principio de los tiempos como la luz de algunos astros y acababa de estremecer a dos hombres.
Como en el primer día en el que aquella voz fue escuchada por oídos humanos.

Anarkos cuenta su historia

Hacía ya ocho meses que llegó Anarkos al manicomio. Doscientas cuarenta veces que amaneció;
doscientas cuarenta veces que anocheció; cuatrocientos ochenta prodigios de los que pocos se dieron
cuenta.
Por noviembre, el cuadro artístico del manicomio puso el “Tenorio”; Jerónimo terminó las “Novelas
ejemplares” y anunció que empezaba a escribir los “Trabajos de Persiles y Segismunda”. De menos nos hizo
Dios.
Hizo frío, calor, otra vez frío y etcétera. Una vez llovió. Nevó dos veces. En fin, la vida.
Anarkos y Tiberio se hicieron amigos.
Anarkos seguía con la vista baja y con las mismas ideas, eso sí, que era un barbián de pelo en pecho. La
huerta se había convertido en jardín de Academos, donde los dos personajes charlaban y paseaban. Por lo
menos, Anarkos dejó de matar bichos, de decapitar rosas y de apedrear pájaros. Su mente se ocupaba
ahora en planes más serios: en destruir el mundo y cosas por el estilo.
A veces se extasiaba mirando al cielo:
-A ver si ahora, con la bomba de cobalto...
El portero le dejaba todos los días el ABC, y cuando leía que en la Anatolia habían muerto seis mil personas
en un terremoto, que el año pasado la cascaron 28.552 yanquis en accidentes callejeros o que un nuevo
volcán había destruido las islas Célebes, aquél era un día grande para Anarkos.
-Eso debe ser de nacimiento -pensaba Tiberio buscándole disculpas-. ¡Como es sietemesino y zoantrópico!
-¡Inmolemos a la Humanidad en el altar de la catástrofe! -berreaba Anarkos, después de leer que un tren
había descarrilado cerca de Manchester y que alrededor de trescientos hijos de la Gran Bretaña había
muerto sin decir ni pío.
Un día, mientras Anarkos se sentía transportado de filantrópicos sueños, sor Herminia le chistó a Tiberio
desde una ventana:

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-¡Tiberio! ¡Tiberio! ¡Ven en seguida!
La monja le llevó a la sala de visitas; allí siguen Daoiz y Velarde en su marco descolorido, con los pelos
alborotados, las levitas descosidas y los espadines al aire; continúan las manchas de humedad, sólo que
más numerosas y más grandes; siguen el mismo almanaque, el mismo bodegón y las mismas moscas; todo
igual que el año pasado cuando vino la familia de Tiberio.
No hay más que una cosa nueva; una mujer arrebujada en un mantón negro, con un negro y largo vestido
lleno de faltriqueras. Es una campesina, casi anciana, arrugada como una haba seca y con el pelo tirando ya
a cano.
-Esta señora -dice sor Herminia- es la madre de Sebastián. Yo le he hablado de ti, le he dicho que eras
amigo... bueno, el único amigo de su hijo. Y ella ha querido conocerte.
Tiberio alza sus ojos límpidos y encuentra los ojos aguados, cansados, de la mujer. Y contempla su alma,
torpe, elemental y sencilla. Es un alma analfabeta y ruda, pero la maternidad la ha rodeado de un suave
contorno, como un halo.
En los ojos, casi invisibles de pequeños, como dos punzadas de alfiler sobre una piel cocida a todos los
soles y seca a todas las heladas, brilla una lejana chispa. La mujer no sabe qué hacer con sus enormes
manos tostadas y las esconde en el mantón. Los ojos se le ponen tímidos y apocados.
-¿Está usté bien?
Sor Herminia se ha marchado y Tiberio sonríe con dulzura, rompiendo la tirantez del momento:
-Siéntese, señora... ¡No! Ahí no; esa silla tiene la pata rota; siéntese aquí, que se está más blandito.
La mujer se sienta en el borde mismo del diván, desesperadamente incómoda:
-Pues como la Hermana me dijo que usté era muy bueno y que era amigo de mi Sebastián...
Tendía hacia Tiberio sus manos huesudas:
-¿Cómo está mi hijo?
-Bien -sonrió Tiberio-. Está mucho mejor. Es... es un poco raro, pero...
La mujer rompió a llorar con un hipo que sacudía las paredes.
-...Pero lo importante es que está más tranquilo.
-¡Es un desgraciado! -suspiró la mujer, secándose las lágrimas-. Yo ya se lo dije a mi Isauro, que en paz
descanse y con los santos se halle; que ese hijo iba a ser muy desgraciado. ¡Si por lo menos se hubiese
estado en el pueblo! Pero se vino a la ciudad y aquí me lo envenenaron... Y ahora, ya ve usté, ni ver a su
madre quiere, como si yo no le hubiese parido, como si no se hubiese criado a mis pechos. Usté disimule la
pregunta: ¿usté tiene madre?
Tiberio cerró los ojos con nostalgia:
-No. Murió cuando yo nací -y agregó con voz baja-: Mi vida por la suya...
-¡Pobre! Pero algún día sabrá usté lo que duelen los hijos; traerlos al mundo, hacerlos hombres y luego...
Usté tiene cara de bueno, señor. Me lo ha dicho la Hermana. ¡No deje usté a Sebastián! En el fondo él
también es bueno, sólo que esas ideas... ¡No le deje usté!
-No le dejaré. Seré para él como... como... su Ángel de la Guarda.
De nuevo Tiberio se sintió estremecido, como aquella vez, meses antes, como aquel día que hablaba con
Anarkos en la galería.
De nuevo sintió que aquellas palabras últimas habían salido de sus labios, habían vibrado en su garganta.
Pero sintió la extraña sensación de que aquellas palabras no eran suyas, no habían nacido en su cerebro.
Habían resonado, sí, igual que un apagado trueno, con el eco de una misteriosa voz de bronce; él quería
decir algo así, pero las palabras surgieron de su boca antes de haberlas pensado, antes de desear decirlas.
Desconcertado Tiberio miró en torno suyo y suspiró anhelante, dolorido.
-¡“Sencillo”! ¡“Sencillo”!
Pero ya se levantaba la señora Hermelanda Piñero...
-Para lo que usté quiera mandar. Sabiendo que está usté con mi hijo me voy más tranquila, aunque no ha
querido verme. En Erustes tiene usté su casa. Hay tren, ¿sabe usté? La estación está muy cerca del pueblo.
Que Dios lo bendiga, hijo.
Titubeó un momento y luego, impulsivamente, le dio un beso en la frente y se marchó azorada con sus
guardapieses y faltriqueras.
Tiberio se quedó inmóvil, contemplando las manchas que parecían figuras vivas: un caballo, un mapa, un
avión, un higo chumbo...

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Así es que, ¿había llegado la hora?
El muchacho inclinó la cabeza, pero ahora no le llegaba ninguna melodía interior. No oía sino el vuelo de las
moscas que vibraban sordamente en el cuarto solitario.
En vista de eso, se fue en busca de Sebastián. Le encontró en la alberca, tratando de pinchar a los peces
con un alambre. Cuando vio venir a Tiberio tiró el alambre al agua, se puso las manos atrás y levantó los
ojos hacia las nubes:
-Buen día, ¿eh?
Tiberio no contestó; sentado en el borde de ladrillo, contempló largo rato a su amigo; luego habló.
-¿Sabes con quién he estado?
-¿Con quién?
-Con tu madre.
Anarkos abrió la boca para decir algo, una burrada, seguro; pero se lo pensó mejor y soltó un lacónico:
-¡Ah!
-¿Por qué no has querido verla?
-Porque no me dio la gana.
-No te pongas bruto.
Anarkos frunció el ceño, se mordisqueó los paréntesis y su rostro adquirió un tono grave y sombrío:
-Si yo fuese... otro, no tendría nada contra mi madre. Es una mujer ignorante y torpe; pero es que nadie la
educó. Es buena; supongo que lo es.
-Pero...
-¡Pero yo soy Anarkos! ¡En torno mío sólo tuve odio! ¡Me han engendrado en odio! Yo no pedí la vida; nadie
me consultó si quería nacer. Por tanto, ¡no le agradezco que me pusiera de patas en este asqueroso
barrizal! ¡No agradezco nada a nadie! -continuó, feroz-. ¡Ni siquiera te agradezco que seas mi sombra! ¡Yo
no quería nada de esto! ¿Quién señaló con el dedo a un poco de noche, de nube y de asco y dijo: “Que de
aquí salga Anarkos”?
-Dios.
-Tu Dios es un embuste. Y si existiera, tampoco tendría nada que agradecerle.
Hubo una larguísima pausa. Una abeja se cayó al agua, y Tiberio le puso una ramita para que saliera.
Desde el patio llegaban las voces de los locos, que jugaban a las cuatro esquinas y echaban a suertes, a ver
quién era el que se quedaba:
China,
china,
capuchina,
¿en qué mano
está la china?
Cuatro patas
tiene un gato:
una, dos,
tres y cuatro.
Le tocó a Nicolás I, Rey del Azul Prusia.
Tiberio mordisqueó una hoja. Ya iba siendo hora de conocer la historia de Anarkos. Así que decidió tirarle de
la lengua.
-¿Por qué te fuiste del pueblo?
Anarkos sonrió sardónico:
-No me fui; me llevaron.
-¿Te llevaron?
El otro se levantó y dio unos pasos, agitado y ceñudo.
-Pienso si la libertad no será un castigo.
-Lo es -chispearon los ojos de Tiberio-. Por eso los que están aquí son felices: porque no tienen libertad;
porque Dios y el doctor deciden por ellos; porque nunca se encontrarán en una encrucijada ante la
pesadumbre de elegir un camino. Y ni siquiera tienen libertad para pensar, porque sus pensamientos no son
suyos; se los he dado yo.
-Sí -gruñó Anarkos-; a esa libertad me refiero: a la libertad de pensar. ¡Si desde chico le pusieran a uno rejas

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en la cabeza...! Mi padre era un borracho; tenía abandonadas la casa y la heredad; en cuanto lampaba un
duro, se lo bebía. Y yo...
-Y tú...
-Crecí como una ortiga salvaje y un poco venenosa. Mi madre se reventaba los riñones cavando,
sembrando, yendo tras el arado... Nadie se podía ocupar de mí, por lo visto. Por entonces me alegraba de
ello. Eso me daba... libertad. ¡Valiente porquería de cosa!
-¡Es tan hermoso tener libertad y dársela a Dios! -suspiró Tiberio-. Decirle: “Señor, llévate esta voluntad que
me has dado y que de nada me sirve, porque un día puede ser una mala voluntad; úneme a tu voluntad...”
-Yo era -continuó Anarkos, abstraído-, yo era... un retrasado mental. Algo en mi cabeza estaba fuera de su
sitio. No sé en qué misteriosas circunvoluciones cerebrales se albergan el odio y el amor; no lo sé. Pero en
mí se habían cambiado de lugar. Fui a la escuela; había un maestro lo bastante burro como para afirmar que
la letra con sangre entra. Y sí, entraba... con sangre. Yo era un pobre muchacho solitario y amargo. Durante
catorce años tuve el honor de ser el tonto del pueblo.
Anarkos hablaba con voz opaca y temblorosa.
-No era verdad; yo no era tonto, aunque sentía, a veces, que me sacudían intensas ráfagas de violencia: me
gustaba espachurrar cosas, romper cristales y quemar los pajares para ver cómo los apagaban. Yo no era
tonto, aunque hablaba mal, me expresaba con dificultad y tenía los ojos de buey. Pero cuando se me
acercaba una de aquellas crisis, de aquellos ataques de odio, cuando me sacudía el aura, yo era mucho
más inteligente que todos; el más inteligente del mundo.
-Pobre Anarkos; en soledad.
-Sí; tal vez merezca compasión, aunque también odio la compasión, y no sé por qué te la consiento a ti...
Quizá porque sabes escucharme... Yo creo que, en mi fondo, el niño normal que había en mí se estremecía
de miedo, de pavor y de locura ante aquella violencia que se hacía dueña de mi ser, que me poseía. Y aún
me estremezco de terror, por las noches..., tú lo sabes..., cuando monstruos amarillos, pulpos sin párpados,
algas como serpientes, ahogan mi cuello.
Anarkos se limpiaba el sudor, y gritó:
-¡Hay un mundo en torno mío! ¿No es así? ¡Hay un mundo con hombres y con iglesias, con sopas de cuartel
y coches americanos! ¡Hay un mundo que vive y se divierte! ¿Qué ha hecho ese mundo tuyo por mí?
¿Cuándo me ayudó, cuándo tuvo piedad de aquel niño aterrado que yo era, de aquella pobre bestia solitaria
y errante que sólo hubiese querido un poco de esa caridad de que el mundo habla como un metal que suena
o una campana que retiñe?
Temblaba, lleno de fiebre, ante los ojos humedecidos y angustiados de Tiberio. De Tiberio, que sentía su
corazón en cruz, despedazado y roto, sangrante y deshecho, como si una zarpa bestial le desgarrara las
vísceras y un dolor, el Dolor, sacudiera sus miembros en un espasmo.
-¡Me dejaron solo, solo, solo! ¡Con aquel odio agazapado en mi cerebro, acechándome, cortándome de raíz
todo sentimiento que no fuera la náusea! Esa es la razón de mi vida: yo he nacido para odiar -iba
serenándose-, como las gallinas para poner huevos.
Suspiró.
-Un día, a los catorce años, me fijé en los pájaros. Los odiaba, claro; pero sentía una grande, una intensa
envidia de sus alas. Ellos podían huir, podían volar, podían alejarse... Entonces deseé ser pájaro. Pensé que
si ellos movían rápidamente las alas y se sostenían en el aire, yo también podría hacerlo. Subí al segundo
piso de una cuadra... y me tiré al suelo, moviendo los brazos desesperadamente. Entonces fue cuando salí
del pueblo... En una ambulancia. Me había partido no sé cuántas costillas; fractura de la base del cráneo,
traumatismo general... Qué sé yo.
Habían enmudecido los pájaros de la huerta, desoladoramente tristes.
-Me trajeron al Hospital Provincial. Y me curé, dirías tú, milagrosamente. Pero, lo que es más extraño, me
desapareció aquella tiniebla del cerebro. Mis ojos adquirieron una expresión normal; hablaba ya como el
resto de los humanos. Ya no era un retrasado mental. De algo me había valido mi deseo de ser pájaro. Volé
realmente; volé hasta mi verdadera edad mental, recorriendo de un salto trece años de diferencia.
-¿Y...?
-Creí que mi salud era completa. Por vez primera en mi vida, al salir del hospital, sentía gusto en mirar a las
gentes, al sol, a los niños que jugaban en la calle. No quise volver al pueblo; aquel vuelo me había llevado
demasiado lejos para resignarme otra vez a ser el tonto municipal del que se ríen las muchachas histéricas.

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No. Me quedé en la ciudad. Sólo que aquí... Yo no sabía hacer nada, no valía para nada. Así que a
jorobarme y a cargar maletas en la estación, a la llegada del Lusitania Exprés. Maletas de piel de cerdo,
propiedad de tipos de piel de cerdo. Uno no sabía dónde empezaba la maleta y dónde el dueño. Maletas de
diplomáticos bigotudos, negociantes flacos y zorras internacionales. Mis contactos con la alta sociedad me
produjeron lo suficiente para comer y un reuma en la paletilla como una casa.
Se echó mano a la espalda:
-Por lo menos, me sirve para saber cuándo va a cambiar el tiempo.
Y siguió, ante la mirada alentadora de Tiberio:
-Una vez, una de aquellas zorras perdió el maletín. Gritaba en franchute como una bellaca, igual que las
cerdas moribundas. Decía que en aquel maletín llevaba las alhajas, y que valían cuatro mil duros. Era una
tipa flaca, que a lo mejor no estaba mal; habría que quitarle toda aquella escayola para verlo. Acudió el jefe
de estación; acudieron los factores; acudieron los guardias. No acudieron el alcalde y los bomberos por una
casualidad, porque, desde luego, la tía aullaba como cincuenta. Desde que empezó, yo me olí el tomate; ya
sabía que las culpas las llevaría un servidor. Sólo que en vez de salir pitando me quedé allí, como un
grandísimo bobo. El jefe le preguntó a la elementa que cómo había perdido la maleta; ella dijo que un mozo
se la había robado; levantó el dedo, empezó a dar vueltas como una loca y, ¡catapúm!, me señaló a mí como
Colón; lo mismo pudo señalar a otro, pero para eso tengo yo una suerte más negra que nadie. De nada me
valió jurar, como era verdad, que yo no sabía nada de aquella tipa, que yo no le había llevado el equipaje.
Yo sabía que era el Chepas el que había birlado el bolso; pero no lo iba a decir, para que me llamaran
chivato. Total, me echaron mano, y mientras las cosas se aclaraban o no, me dieron una paliza monumental.
Luego resultó que todos se convencieron de mi inocencia; pero la paliza me la tragué...
Anarkos se pasó los dedos por los cabellos.
-Aquellas malas bestias me dejaron en tal estado que tuvieron que llevarme al hospital otra vez... Bueno; yo
no sé si fue de la paliza o del berrinche. Lo que sé es que mientras me llevaban me dio un ataque. Y otra
vez, ¡otra vez! -silbó con rabia-, sentí que mi cerebro se llenaba de una salvaje violencia, de un infinito deseo
de matar, de aplastar, de retorcer pescuezos. Otra vez me sentí lleno de odio, de amargura y de asco.
Tres golondrinas cruzaron el cielo, y sonó en la calle el grito de un vendedor ambulante. Anarkos respiró
hondamente.
-Cuando salí del hospital -añadió-, lo primero que hice fue buscar al Chepas, llevármelo a un desmonte,
pegarle una paliza y pasarme una hora pinchándole con una aguja, después de amordazarle. Creí que con
aquello calmaría mi odio, que bastaría para cobrarme la deuda que tenía pendiente con el mundo. Pero
después de pinchar al Chepas, después de verle ensuciarse de pánico, después de contemplarle babeante y
enloquecido pidiéndome perdón, comprendí que no, que yo no podría perdonar nunca nada ni a nadie. Era
para mí un sentimiento prohibido. No; mi deuda no estaba cobrada; era demasiado antigua y demasiado
grande, y decidí dedicar mi vida a esa revancha.
Tiberio le contemplaba dolorido:
-Es una amarga historia, Anarkos; es una amarga vida.
Anarkos se rió de colmillos.
-Es sólo la mitad de la historia; la otra mitad, si algún día te la contase, verías que es igualmente inmunda.
-Y cuando te trajeron los guardias...
-¡Bah! Le había pegado con una estaca a uno de ellos. Medio le desnuqué. Pero ¿es que un hombre no
puede vivir tranquilo? Quise huir de la ciudad. La ciudad me corrompía; me hacía olvidar la razón de mi vida;
me traía ideas nuevas; ponía libros en mis manos... Entonces fue cuando decidí irme al otro mundo.
-¡Anarkos! -el grito de Tiberio resonó desesperadamente-. ¿Quisiste... intentaste acaso...?
-¡No, aún no! Lo que hice fue irme a vivir al cementerio. Llevaba una escala de mano en el bolsillo, y así
saltaba la tapia. Pude escoger libremente mi... hotel. Tenía a mi disposición los más hermosos, bellos y
monumentales panteones: mármoles, bronces, estatuas... Elegí el panteón de un marqués que se murió
bastante viejo y bastante rico. Mejor dicho, lo mataron. Lo mató un jornalero con una hoz. Era el panteón
más lujoso, y, además..., el de un hombre que murió con la levita y los chapines puestos; una víctima de la
violencia.
-¿Y allí viviste?
-Como un rey, Tiberio; como un rey de la muerte. Por la noche leía el periódico a la luz de los fuegos fatuos.
Me instalé a conciencia; puse un colchón, una estantería con libros y un retrato de tu viejo compadre

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Calígula; un gran tipo ese emperador romano... Pero lo bueno nunca dura; se enteró un guarda, llamó a dos
guripas y quisieron sacarme a la fuerza. Y lo que yo digo: a la fuerza, no; así que le rompí la estaca al tío
aquel en la cabezota. Mala suerte; hoy por ti, ayer por mí. Lo que pasa es que acudieron más tíos, y así no
hubo manera de hacerse el héroe; me trincaron. Después de la paliza de costumbre, para abrir boca, un
médico dijo que yo era un irresponsable y que me internasen aquí. ¡Lo que me extraña es que no me tengan
encerrado!
-Yo le dije al doctor que te dejase libre, que no había peligro.
-¿Tú? ¿Por qué lo hiciste?
Suspiró Tiberio:
-No lo sé... Pero me hice responsable de ti.
Anarkos arrugó el gesto. Y chilló:
-¿Por qué, por qué, por qué? ¡Has hecho mal! ¿Qué tienes tú que ver conmigo? Estoy harto de que me
hagas favores? ¡Vete al diablo!
Tiberio alargó su mano cariñosa; pero el otro retrocedió como si viera un ciempiés:
-¡No! ¡No me toques! ¡Ya conozco tus trucos! ¡No me toques! ¡Vete, vete de aquí! ¡Dejadme en paz!
La voz de Tiberio estaba escalofriada de tristeza.
-Tú sólo sabes odiar; no es culpa tuya. Pero yo sólo sé amar, y tampoco es culpa mía. No temas; no te
tocaré. Eres una pobre estrella solitaria fuera de la órbita de todo sistema estelar. Eres un pobre ser sin
caridad. Pero no puedo dejarte. ¿No ves que soy tu sombra? Soy la tierra que se adhiere a tus pies, el polvo
que cubre tus cabellos, el aire que te envuelve y te limita.
Anarkos tartamudeó:
-Lo siento; no quería decir... Sí, tú eres mi sombra; al menos, encuentro en ti mi eco y el remedio a mi
soledad. Pero no me compadezcas, no me toques, no quieras que te mire, porque entonces me siento
avergonzado y desnudo, sacudido por un huracán invisible como un árbol niño en medio de la tormenta.
Porque... porque el odio es la razón de mi vida. Y si no lucho contra ti, tú asesinarás mi odio.
Tiberio vio sonreír a “Sencillo”.

Sombra de estas sombras

Nicolás ha terminado su obra cumbre: su Gioconda, su Capilla Sixtina, su Conde de Orgaz. La ha titulado
Sonata lírica en azul sostenido mayor, opus magna, número 171.
Es un lienzo todo él pintado de azul, ni más ni menos.
Nicolás lo explica a los que no lo entienden:
-Vamos a ver. ¿Qué es lo más bello de la Creación? El cielo, ¿no es así? Todos los grandes artistas hemos
querido pintar el cielo: personajes o paisajes celestes. Menos yo, todos fracasaron, desde el Greco a
Salvador Dalí. Yo lo he conseguido. Fray Angélico pintaba el cielo de rodillas; yo lo pinto cabeza abajo. Y
cuando un hombre se pone cabeza abajo, el cielo es, definitivamente, así.
-Pero...
-Ya sé -cortaba Nicolás, impaciente-; tú piensas que no hay ninguna figura. Eso es lo malo de tantos
pintores, que se empeñan en pintar algo, y luego, lo que pasa... No; la misión del arte no es describir, sino
sugerir. Y el cielo azul lo sugiere todo. Yo he pintado el Todo.
-No veo nada -decía un loco tímido que pasaba por allí.
-Claro, hombre; el Todo está detrás del azul, que es la Nada.
Raimundo ha estado pachucho, el hombre. Parece ser que se ha tragado un caballo. El doctor Quiñones
quiso darle el bicarbonato, pero Raimundo se negó rotundamente; dijo que el bicarbonato no le cae bien,
que le produce aire y le revuelve la vesícula; que era mejor que le operase.

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En vista de eso, el doctor le metió en las narices el frasco del cloroformo y mandó traer el viejo caballo del
hortelano.
Cuando se despabiló y abrió los ojos, Raimundo movió la cabeza.
-No, doctor; el caballo que yo me he tragado es blanco, y éste es pinto. A no ser -menea la cabeza
dubitativo- que en vez de uno me tragase dos...
Como no se convencía, el doctor mandó recado a Tiberio.
-Pero ¿a quién se le ocurre tragarse un caballo? -le riñó Tiberio cariñosamente.
-No sé, chico. Digo yo si sería en la sopa; no me di cuenta. Ya sabes; en las cocinas de estos sitios son poco
escrupulosos...
Miró, preocupado, a su amigo:
-¿Tú crees que esto será grave?
-¡No tiene ninguna importancia! Aquí donde me ves -le consoló Tiberio-, todos los años, por el 30 de
septiembre, yo me trago las mariposas del mundo.
-¿Todas, todas?
-Todas. Las tengo aquí para que no se hielen. Y las suelto cuando llega el 21 de marzo y emprende su viaje
el Arcángel San Gabriel.
-Está bien eso -aprobó Raimundo-. Claro que un caballo no es lo mismo. Es más grande y tiene huesos y
herraduras; no como las mariposas, que son blanditas.
-Sí, eso sí -admitió Tiberio-. Pero... ¿tenía silla de montar el caballo?
-No, no; no tenía. ¿Es importante eso? -preguntó ansioso el loco Raimundo.
-¡Huy, importantísimo! ¡Esencial! Si no tenía silla de montar, no te preocupes; entonces no tiene ninguna
importancia.
-¡Ah, bueno!
-Nada, nada. Hale, levántate y vete a jugar por ahí. Y no te ocupes del caballo. Ahora -le miró
respetuosamente-, ahora... ¡eres un centauro!
-Sí -admitió modestamente Raimundo, pero con un brillo de alegría intensísima en la mirada-. ¡Es verdad!
¡Ahora soy un centauro!
Se levantó y se fue al patio relinchando.
Pedro, que es un poeta cuadrado con la cabeza redonda, tiene pocos años y bastantes ideas: lo menos dos
o tres. Es muy amigo de Nicolás, y se pasan el día charlando apaciblemente de literatura, de arte, de poesía
y de mermelada de calabaza, que les gusta a los dos como deben gustarles a ellos las cosas: con locura.
Pedro está acorde con Nicolás en eso de que la misión del arte es sugerir. Y, así, ha creado un nuevo
movimiento literario: el sugerentismo. Con su manifiesto y todo, claro, porque estos amigos o hacen las
cosas bien, o, la verdad, no las hacen.
Un día atacó radiante al doctor:
-¡He creado el sugerentismo!
-¿El migerentismo?
-No sea bobo, doctor; el sugerentismo es la salvación de la literatura.
En vista de que el doctor dijo que tenía mucha prisa, que tenía que comprar unos zapatos y le iban a cerrar
las tiendas, Pedro ha arrinconado a Jerónimo en el patio y le ha largado el disco.
-Yo, Pedro, he creado el sugerentismo.
-Bueno -dijo Jerónimo, que no cree en los ismos, porque él es un clásico-. ¿Y eso qué es?
-Una nueva expresión poética.
-¿Y qué?
-He suprimido la rima, porque se sacrifica la idea; he suprimido las frases, porque la unión de las palabras es
impura; he suprimido la metáfora, he suprimido el ritmo, he suprimido la descripción...
-¿Queda algo?
-¡Sí! ¡La Poesía, con P mayúscula! La poesía, que debe ser sugerencia, y para ello sólo puede valerse de
palabras aisladas, de palabras puras. El valor de la sugerencia es incalculable, es decisivo, es infinito.
-¡Ah!
-¿No lo comprendes? Hasta ahora, los puentes se hacían sobre los ríos; yo he sido el primero en hacer un
río sobre un puente.
-A ver si se cala el puente.

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-Nada, nada; el sugerentismo es una realidad sólida, un fruto maduro, una meta alcanzada.
-Bueno; seremos sugerentistas
-¡No! ¡Para ser fiel al postulado creador, el sugerentismo no puede ser un huerto sin paredes donde entréis
todos los robaperas!
Es preciso no seguir haciendo poesía sugerentista, porque eso ya no sería... sugerir. Por eso yo, que lo he
creado, detengo al sugerentismo y lo condeno a cadena perpetua. No lo mato. Ahora puede ser aplicado a
otros aspectos del arte: la ciencia, la cultura, la economía, la industria, el comercio, el artesanado y la vida.
-Pues si ya no hay sugerentismo... -y Jerónimo hizo ademán de marcharse.
-¡El sugerentismo soy yo! Nadie debe seguirme.
-Bueno, bueno; pues no te seguiremos.
A Jerónimo se le quita un peso de encima.
-Y ahora -remacha Pedro- tendrás el privilegio de conocer un poema mío; se titula Si, y dice:
Amor
campanas
cristales
violentamente
suprahumanizadamente
nada
infinitud
rojo
desierto
inundarte
viento
diente
luna
plenitud
uno
corazón.
-¿Qué te parece? -sonrió triunfal.
-Yo creo que mejor es que no me parezca.
-¡Sí, sí, opina!
-Allá voy. La rima no sacrifica, sino que sólo oculta, necesariamente, un pedazo de la verdad artística; no se
puede suprimir la frase, porque la palabra es una nuez madura que se casca con el chisme ese de la idea...
-¡Protesto!
-Una sola piedra nunca fue un templo; ni un árbol, un bosque. Además, la poesía es metáfora porque la vida
es metáfora. La poesía es una trinidad: idea, palabra y forma, sin pérdida posible.
-¡Protesto!
-El sugerentismo es, en realidad, un palabrismo. Acabas de ser padre de una criatura tan vieja como el
mundo; has hecho lo que Adán cuando extendió el dedo: señaló a una cosa y dijo: “Árbol”. Tú eres como el
niño que orina y grita “¡Mamá, he hecho un río!”. Tu sugerentismo es una casa construida de latas vacías de
conservas. Has querido cubrir de sal a Cartago, inútilmente...
-¡Protesto!
-Tu palabrismo es un festín de criados a base de las sobras de los señores; un intento de catedral con seis
ladrillos viejos; la aspiración de una ojiva con sólo un pedrusco; el sueño de una playa con cinco chinatos; un
bosque con un clavel y los cabellos cadáveres de una peluquería; una risa con sólo la letra jota.
Pedro palidecía mortalmente.
-Tu palabrismo es un señor disfrazado, con bigote de verbena, bebiendo limoná. Mira, ahora mismo te hago
un poema sugerentista que se titula Perico:
Gritos
esperanzadamente
chisporroteo
ayer
anteayer

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trasanteayer
elotrodiaporlatarde
silencio
nada.
Jerónimo estaba inspirado y magnífico, rotundo y feroz. Merecía, de veras, haber sido Cervantes.
Pero Pedro se indignaba:
-¡Tú qué sabes de esto! ¡No sabes nada de nada!
-¿Ah, no? ¡Yo he escrito el Quijote!
-Bueno, ¿y qué?
-¡Y las Novelas ejemplares!
-¿Y qué, y qué? ¡Haría falta saber si, de verdad, el Quijote es tuyo o es que se lo has copiado a un novel!
Jerónimo palideció, perdió la calma y a punto estuvo de hacer perder la salud a Pedro. Menos mal que al
ruido de los gritos acudió Tiberio.
-¿Qué pasa, chicos?
-¡Se atreve a dudar de que yo he escrito el Quijote!
-Eso no ofrece duda alguna -sonrió Tiberio maliciosamente-. ¿No has visto, Pedro, el manuscrito? Jerónimo
lo tiene en su maleta, debajo de la cama.
-Eso sí... -gruñó Pedro, vencido por una razón tan clara y tan evidente; pero continuó enfadado-. ¡Es que él
se ha metido con el sugerentismo, se ha burlado!
-Tú me pediste opinión. Te la di en nombre de la verdadera poesía.
Se miraban como dos lobos hambrientos. Terció Tiberio:
-La poesía, chicos, es una gran cosa. Es un pedacito de la belleza, y ¿qué forma tiene la belleza, qué forma
tiene Dios? Cada cual puede imaginarse como quiera el rostro de Dios según ese personal sentido de la
belleza. ¿No creéis que lo importante es que cada hombre sienta esa belleza y la exprese como pueda y
como sepa?
Los dos locos movieron la cabeza afirmativamente.
-Pues eso; tú sigue escribiendo tus obras clásicas y tú sigue creando poemas sugerentistas. Eso es lo que
hemos establecido aquí, con el nuevo orden social. ¿De acuerdo?
-Sí -respondieron, avergonzados, y a dúo, los dos poetas.
Y se fueron del brazo, amicalmente, hablando mal de los versos de don Ramón de Campoamor.
Don Sabino es un hombre educadísimo y perfectamente normal, según parece. Don Sabino no tiene más
que una sola, insignificante y misteriosa manía: escribir cartas. Recibe una correspondencia numerosísima,
que va despachando a lo largo del mes, y el día 5, cuando viene a verle una señora muy rica que es prima
hermana suya, le da un gran paquete de cartas para franquearlas y echarlas al correo.
Tiberio ha descubierto que don Sabino es un filósofo amable y simpaticón, dócil y sonriente, aunque
ligeramente fúnebre.
Porque don Sabino escribe cartas de pésame, sólo cartas de pésame.
Todos los días lee las esquelas mortuorias de los periódicos y las señala con lápiz rojo:
-R.I.P. El ilustrísimo señor don Prudencio de Lacalle, ex ministro de Hacienda, ex diputado a Cortes, ex
subsecretario de Marina, ex senador vitalicio...
-R.I.P. El excelentísimo señor don Felicísimo Martínez, prócer, Gran Cruz de Carlos III, Gran Collar de Isabel
la Católica, encomienda con placa de la Real Orden de Don Ataúlfo I...
-R.I.P. El excelentísimo señor don Gregorio Nacianceno de las Batuecas, duque de Bengala, marqués de
Arañuelo, conde de Pérez, barón de Trifonte, gentilhombre de Su Majestad con ejercicio y servidumbre...
-R.I.P. El excelentísimo señor don Juan Gualberto Gervasio, presidente del Consejo de Administración de
B.E.P.A.S.A., consejero delegado de la T.U.F.I.S.A., director de la M.I.P.O.S.A., principal accionista de la
N.A.M.E.S.A.
-R.I.P. Don Jenaro Rodríguez, del Comercio...
-R.I.P. Don Norberto Sánchez...
Don Sabino escribe sus cartas, con pluma de palillero y escribanía de cristal, en altos y severos folios de
papel de instancia:
“...he sabido la grave pérdida de su difunto padre, que él gloria haya...”
“...en esta hora tristísima en que todos lloramos la venerable figura de aquel hombre...”

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“...sírvase, señora duquesa, considerarme como devoto amigo que en esta amarguísima hora...”
“...aquel noble corazón donde toda libertad tenía su asiento y toda iniquidad severa repulsa...”
Hay quien dice que don Sabino ni está loco ni nada. Sólo que su señora prima, que estaba harta de tenerle
en casa, de franquearle las cartas y, encima, darle de comer y de vestir, movió poderosas influencias con
cierto director general para que se llevaran a don Sabino a un asilo, sólo que no había plaza libre en
ninguno, únicamente en el manicomio, y por eso le trajeron aquí.
Su señora prima le franquea las cartas -lo menos diez duros al mes en sellos- y viene a verle, el día 5 de
cada mes, y le trae en una cestita tres croquetas...
-que hicimos anoche y estaban riquísimas, tanto que Úrsulo se chupó los dedos. Y dije, pues le voy a llevar
al pobre Sabino estas tres croquetitas, que allí no las catará...
El loco Lucas estudiaba para ingeniero industrial y era un empollón que jamás usaba “chuletas” ni sobornaba
bedeles para que le dejaran solo un momento mientras iba a “Caballeros”.
Lo que decía Lucas:
-O estudiar y ser un ingeniero industrial que se coloque en seguida en la Compañía Arrendataria de
Fósforos, o nada, a vivir de la familia.
La segunda opción no valía, porque Lucas no tiene padre ni madre ni perrito que le ladre; nada más que
algunos primos cuartos o quintos. Así que, ¡Lucas, a aplicar los codos!
Y lo que pasa, que al hombre, aunque era español, bachiller, tenía salud, carrera de antecedentes penales,
reunía todas las condiciones exigidas por las leyes generales del Estado y había aprobado sucesivamente
los grupos de ingreso, le pasó lo que a don Alonso Quijano, que de tanto estudiar se le secó la duramáter y
se le quedó el cerebro como una nuez, con su cáscara, su membrana y sus arruguitas.
Tanta Geodesia, tanta Fisicoquímica y Termodinámica, tanta Metalurgia y Siderurgia y tanta Hidráulica, le
volvieron loquito, y así está, el pobre, muy empeñado en organizar técnica e industrialmente la producción
de palabras en el mundo.
Se lo explicó un día a Tiberio:
-El mundo anda mal porque la gente habla demasiado. Yo he creado una nueva especialización científica, la
racionalización del esfuerzo laríngeo, en orden a una más rigurosa y selecta productividad de la
conversación humana. Instalaré, Dios mediante, una gran fábrica de Palabras en Serie y organizaré unos
cupos de distribución para cada “quisque”. Habrá permiso de importación para palabras, previo sacudido de
los machacantes.
Porque en el manicomio se había vuelto así de soez y de ordinario.
-Cada individuo tendrá un cupo diario de cien palabras. Cuando se le acaben, a callarse. Y si se pone tonto,
restricciones, corte de fluido lingual seis días por semana y multita en papel del Estado a abonar en mi casa.
El papel del Estado lo fabricaré yo.
No era tan loco, no.
-En cuanto la gente hable menos, ni guerras, ni huelgas, ni crisis, ni nada. Se acaban los Parlamentos, los
Senados, las Cámaras de Representantes, los Consejos de Administración, las tertulias de café y los
periódicos. Y el mundo, arreglado.
Lucas tenía la chifladura de los antirrecords.
-Mira qué memez -le dijo un día a Tiberio enseñándole un periódico-; aquí vienen los récords más estúpidos
del año: un locutor de radio que habló cien horas seguidas... ¿No te digo? Un estudiante de Michigan que se
comió setenta y ocho ostras; otro, doce docenas de salchichas; otro, cuarenta y nueve huevos duros. Un
holandés que se comió dieciséis periódicos bebiendo agua; una pareja de bailarines que estuvo danzando
cuatrocientas treinta y dos horas; un ama de casa de cuarenta y siete años que se fumó un cigarro sin que
se le cayese una mota de ceniza; un yanqui que pasó ciento diecisiete horas en un mástil; un bávaro que
bebió treinta y tres jarras de cerveza... ¡Estúpidos! ¡Idiotas! Yo los gano a todos; yo soy el “hombre
antirrecords”. La gente: a ver quién hace más de esto o de aquello. Yo gano al revés; yo soy el que hace
menos de todo. Es más cómodo, higiénico y social.
Roque es herborista y se titula a sí mismo “hombre de ciencia”. Tuvo una tienda de tisanas, un herbolario, en
la calle del Barquillo y le metieron en el manicomio porque inventó un líquido, el “Líquido de Roque”, que lo
sacaba de la raíz de unos yerbajos, que en latín se llamaban Petroselinum sativum, planta umbelífera,
subclase de las arquiclamídeas -de corola diapétala-, clase dicotiledóneas, subtipo angiospermas, tipo
fancrógamas. El Petroselinum sativum tiene inflorescencia en umbela y es planta inferovárica... La gente de

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la calle, que es tan brutísima, lo llama sólo por su nombre corriente y moliente: “perejil”.
Don Roque fue inofensivo hasta lo del “líquido vital” “maravilla de la naturaleza”. Hizo una campaña de
propaganda fenomenal, inundando el país de folletos y octavillas en los que don Roque contaba su
genealogía: por parte de padre, malagueño; por parte de abuelo materno, leonés; por su parte, de Tarancón;
Andalucía, León y Castilla en su sangre jaranera.
-Yo hice mi descubrimiento -confesaba a Tiberio con una desvergonzada falta de modestia- influido por la
fama y sabiduría de dos antepasados míos y parientes, el sabio Lenco y la sabia Eutiquia, naturales del
Ponto Euxino. También por mi tía Encarnita, que me inició en la Botánica.
-Vaya -decía Tiberio, ganándose el cielo.
-Yo me inicié en la bella tarea de arrancar a la Madre Natura sus áureos secretos o materias primas, tan
frecuentemente elogiadas por médicos, industriales, laboratorios, ministros, Academia Sueca del Premio
Nobel, Consejo de Investigaciones Botánicas, veterinarios y farmacéuticos. Y eso que yo soy cojo, como
puedes ver, que es de nacimiento. Pero no he cejado en mi propósito de facilitar a los ciudadanos y ejércitos
de tierra, mar y aire los adelantos y hallazgos de mi potentísimo talento. El nombre de don Roque -siguió-
campea ya en las crónicas, como mariposa en el páramo, junto a Monturiol, don Ramón y Cajal, Peral,
Torres Quevedo, Juan de la Cierva, Goicoechea, Pío del Río y otros insignes patriotas, todos los cuales
ofrendamos nuestro genio en el ara de la patria. Porque el “Líquido de Roque” es modernidad, genio,
audacia, seguridad y belleza, y sirve para curar el tifus, el cáncer, la tuberculosis, la lepra, el constipado
nasal y otros azotes mortales, aplicado en finas y frías unturas segundos antes de entregarse al benéfico
descanso restaurador de las humanas energías.
Don Roque meneaba la cabeza:
-¿Querrá usted creer, amigo Tiberio, que se me ha combatido abiertamente, a mí, benefactor primero de la
humanidad? Se me acusó de curandero, cuando lo cierto es que yo he recomendado como imprescindible,
vital, mi líquido salutífero, pero advirtiendo siempre que mi extracto de petroselinum de nada serviría si el
enfermo no visitase al médico y siguiese rigurosamente el plan terapéutico que cada doctor estableciese.
Don Roque llevaba siempre los bolsillos atestados de un folletito instructivo, destinado a fomentar la cultura,
a fomentar el patriotismo y a fomentar el “Líquido de Roque”. Allí se hablaba de la riqueza botánica española
que, aunque latente, es la primera de todas las potencias del universo mundial; dedicaba un loor a Tarancón;
incluía varias profecías, la biografía de Rockefeller y se declaraba autor “en esta memorable fecha, cumbre
de la civilización occidental”, del líquido de marras, logrado “a costa de tantos sacrificios”.
Luego explicaba cómo se aplicó a sí mismo, por vez primera, el “Líquido de Roque” con ocasión de una
enfermedad que le produjo una erupción; todo su cuerpo estaba “al igual que un cacho de bacalao o vianda
rebozada con una gruesa capa de huevo con harina; la descripción era patética; cómo se desviaron de él
sus “frágiles amistades”, cómo rezumaba “pestilente olor” por unos “escalofriantes orificios”, arrojado de los
lugares públicos, viajando solo en el tranvía porque hasta el cobrador se arrojaba, aullando, a la calzada al
verle. Menos mal que se puso bueno con el perejil. Los folletitos terminaban con una autobiografía,
adjetivada de “sugestiva, breve, curiosa e interesante”, en la que se hacía saber que don Roque había
llegado a la pirámide del saber humano, él solito, sin becas ni vitalicio, ahorrando céntimo a céntimo, hasta
poder presumir de “fe, genio, patriotismo y perseverancia tales, que me hacen acreedor, cojo como soy, al
laurel del Premio Nobel, honor que reivindico para mi persona y mi patria”.
Tiberio escucha, tercia, arbitra, sonríe, habla de las cigüeñas y las nubes, pasa repartiendo amor, asiente,
comprende, abre sus manos céreas, da la vida y el júbilo de vivirla. Tiberio, sombra de estas sombras, se da
todo y por entero. Y es feliz: mejor dicho, sería feliz si...

Se atasca el universo

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Después de aquella expansión, cuando contó su vida a Tiberio, Anarkos se puso bastante lacónico y se ha
pasado una temporada sin abrir la boca.
Por fin, hoy ha estado un poco más locuaz. Se ha levantado con un extraño e inquietante brillo en los ojos,
palpitante la nariz, como si olisquease algo extraordinario, algo sensacional.
El cielo está cubierto por un techo bajo de nubes densas y oscuras y el pulso de la tierra apenas si se oye.
Es un día tristón y gris.
El viento hace girar y rechinar la antigua veleta que corona la espadaña y se agita la esquila de bronce del
tejado.
Los locos están hoy un poco deprimidos.
-Ha bajado el barómetro. Aumenta la presión -ha dicho el doctor a sor Herminia-. Pida diez kilogramos más
de bicarbonato.
A mediodía, uno de los locos se ha empeñado en bañarse en el aljibe y han tenido que sacarle y llevárselo a
la cama, tiritando de frío, con la carne de gallina y la piel de color verde ceñida de ovas. En el fondo del
agua, asustados, los pececillos miran hacia arriba con sus ojitos saltones y sin párpados, con sus ojitos de
asombro.
Los locos juegan a la oca, al parchís o a las damas; algunos, al ajedrez; otros, al bonito “juego del asalto”.
Se aburren. El doctor no quiere que se aburran; ha leído en el Medical Journal of America un artículo del
doctor Myers que afirma que el aburrimiento es la causa de la muerte de muchos miles de americanos al
año, aproximadamente. El doctor Myers ha fundado una escuela para enseñar a las gentes a vivir sin hacer
nada.
El director, olvidando por hoy sus trabajos sobre la “bicarbonatoterapia”, ha mandado a los loqueros que
hagan el payaso para ver si los locos se distraen.
Los loqueros cuentan chistes muy sosos, tan sosos que los locos están cada vez más tristes, cada vez más
tristes. Un loquero le ha pegado a otro un guantazo de clown, sólo que, como no saben el truco, le ha
sacudido de verdad; le ha saltado una muela. Los locos se ríen y el doctor ordena tajante:
-¡Venga, a darse tortas!
Los loqueros se zurran de lo lindo y los locos están ya algo más animadillos.
Tiberio, que ha ido a la capilla a rezar un Padrenuestro, Ave María y Gloria por todos los hombres que andan
por el mundo y no saben por qué, ha estado buscando a Anarkos, pero no le ha encontrado en la huerta.
Como el día está desapacible, Tiberio se ha ido a la sala grande, donde están los locos.
Le sigue preocupando Anarkos, claro está. En los últimos días ha estado muy deprimido, y esta mañana, en
cambio, le ha encontrado cambiado, lleno de energía, como si hubiese bebido un trago del “Líquido de
Roque”, y se le hubiese subido a la cabeza.
-Tiberio -le ha dicho esta mañana Anarkos-; la libertad es un castigo, de acuerdo; pero estarse mano sobre
mano cuando hay tantas cosas que destruir, también es una tontería, ¿eh?
Lo que pasa es que Anarkos ha estado leyendo el ABC, que hoy trae un artículo sobre el turismo, un
editorial sobre la peseta, un anuncio de la venta del duro y una información sobre la última depuración en
Rusia, donde han cascado más de cinco mil hijos del Partido. Con esa mescolanza, piensa Tiberio, nada de
raro que Anarkos ande un poco excitado.
-La materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma -dice Tiberio, que ha estudiado con “Sencillo” las
teorías de Lavoisier.
-Bueno, llámalo hache. Yo lo que quiero entonces es transformar el mundo en humo y tipos despanzurrados.
Hoy no se puede discutir con Anarkos, piensa Tiberio, así que lo mejor es dejarle tranquilo a ver si se le
pasa.
Tiberio se ha dejado ganar a todo, al parchís, al ajedrez, a la oca... El doctor ha perdido seis duros al julepe
con Alfredo y don Sabino, y está, sin embargo, más campante que unas pascuas. Luego, todos han jugado
al baile ese:
El señorito Leocadio ha entrado en el baile: “que la baile, que lo baile, y si no lo baila medio cuartillo va; que
lo pague, que lo pague; salga usté, que lo quiero ver bailar, saltar y brincar con las piernas al aire. ¡Con lo
bien que lo baila el loquito, déjale solo, solito en el baile...”
Se corean con palmadas. Tiberio ha bailado también, atadamente, como un Nijinsky, entre las largas filas de
tíos berreantes. Después le ha tocado al doctor, luego al hortelano y después querían hacer bailar a sor
Herminia, y Jerónimo ha hablado de que Santa Teresa bailaba y tocaba el tambor o no sé qué, pero sor

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Herminia ha dicho que no, que no está bien que bailen las monjas y que lo de Santa Teresa era otra cosa,
que Jerónimo ha oído Santa Teresa y no sabe dónde.
Cuando estaba bailando don Roque -que aprovechaba la oportunidad para distribuir su bonito y alentador
opúsculo- ha pasado algo sensacional. Parece que a Tiberio le ha dado un ataque; eso dicen Pedro y
Raimundo, que estaban cerca; que Tiberio se puso blanco, blanco, como si estuviese muerto; que cerró los
ojos y los puños y se clavó las uñas en la mano; que luego empezó a oscilar y se cayó, pero sin llegar al
suelo, porque cuando le faltaba medio palmo para darse el tortazo se incorporó como si alguien le hubiese
cogido en sus brazos. Pedro y Raimundo afirman también que han sentido algo que les rozaba las mejillas,
algo suave y fino como unas plumas...
Lo cierto es que Tiberio estaba riéndose, viendo bailar a don Roque, con la gracia de un oso, cuando sintió,
brutalmente, un largo y agudo pinchazo en el corazón; volvió el rostro y vio entrar a “Sencillo”, agitado, con el
rostro descompuesto. Y fue su grito lo que hizo desvanecerse a Tiberio.
-¡Anarkos se ha escapado!
Cuando se caía, los largos brazos de “Sencillo” han recogido a Tiberio.
Los locos están asustadísimos y el director mucho más. Todos se han acercado al muchacho, solícitos:
-¿Qué te pasa, Tiberio?
-¿Te encuentras mal?
-¿Estás mareado?
-¿Te traemos café?
-¡Vamos a acostarle!
-¡Tiberio, Tiberio!
Pablito solloza en un rincón y sor Herminia viene corriendo con una inyección de aceite alcanforado.
Pero Tiberio los detiene a todos con un gesto imperioso, enérgico; brillan sus ojos con decisión sobre el
rostro todavía pálido, blanco como el papel. Y llama al director:
-Quiero hablar con usted.
Se van a un rincón.
-Doctor, Anarkos se ha escapado.
Ahora es el médico el que está a punto de ponerse malo:
-¡No es posible! ¿Cómo lo sabes?
-Acaba de decírmelo “Sencillo”.
-¡No, no es posible! ¡Sor Herminia! -llama desfallecido. Y la monja acude con la jeringa-: ¡Píncheme a mí!
-¿A usted?
-¡Sí, pronto, pronto!
Se levanta la manga de la chaqueta y sor Herminia le pincha. El médico ordena:
-¡Que cierren las puertas! ¡Que busque todo el mundo a Sebastián!
-Es inútil, doctor.
-¡Dios mío, Dios mío, y mañana que viene la inspección! ¡Habrá que avisar a la Policía! ¡Será un escándalo,
me expulsarán...!
Tiberio le corta, tajante:
-Doctor, me voy.
-¿Qué? ¿Que te vas? ¿Adónde?
-A buscar a Anarkos.
-¡Imposible, imposible! ¡Serían dos fallas en vez de una! ¿No te he dicho que mañana viene la inspección?
-Aunque venga. Tengo que irme, doctor. Es mi deber.
-¡No puede ser! Además... tú, Tiberio, tú no puedes irte, no puedes dejarnos.
-Intentaré volver, doctor; le traeré de nuevo a Sebastián.
El doctor está a punto de ceder, pero reacciona enérgicamente:
-¡No, no!
Baja las escaleras corriendo, y ante la mirada atónita del portero, echa el cerrojo y la llave a la cancela.
Tiberio, que ha ido detrás, le ve obrar con el corazón angustiado.
Pero el doctor no mira, no quiere mirar a Tiberio. Marca un número en el teléfono y pregunta nerviosamente:
-¡Oiga! ¿Es la Policía? Aquí el manicomio. Habla el director. Un momento...
Interrumpe la conversación para escuchar lo que le dice un loquero:

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-Es verdad, doctor; el Piñero no aparece. Ha debido de escaparse...
-¡Oiga, oiga! -ruge el doctor-. ¡No, claro que no es un pitorreo! ¡Que le digo que no! ¡Oiga, que se ha
escapado un enfermo! ¿Cómo? ¡Sí, sí, un enfermo, y además bastante violento! Nos lo entregaron ustedes
mismos. Sí, Rodríguez, Sebastián Rodríguez Piñero... Sí, les espero ahora mismo...
Tiberio no ha esperado el término de la conversación. Desencajado, tembloroso, ha huido a refugiarse en la
tranquila oscuridad del patio. Frías y lejanas brillan las estrellas y el aire trae el sonido de una radio que
emite la gula comercial:
-“¿Mareos? ¿Vértigos? ¡Vertigosán, sólo Vertigosán, de venta en farmacias! ¡Atención, señoras, las mejores
medias...!”
Tiberio solloza en la sombra, atónita de mariposas negras y golondrinas desveladas.
Es el suyo un dolor que estremece las entrañas del mundo y hasta la muerte lo respeta, y en estos
momentos ni un solo hombre se muere en la tierra. El pasmo de la creación ante el llanto del muchacho
conmueve los cielos, y hay una lluvia de estrellas, como si Orión, la Vía Láctea o Andrómeda acompañasen
el sollozo convulso de Tiberio. Los ángeles, demudados, aletean en la noche, desconcertados y tristes. Y la
oración de Tiberio se eleva pétrea y maravillosa, purísima y transparente como una estalagmita.
-¡Señor, apiádate de él! ¿Por qué ha huido, por qué, ahora que empezaba a abrirme su pobre corazón de
hombre perseguido? ¡Oh Señor! ¿No habrá para él un rincón en tus bienaventuranzas? Es un hombre que
sufre, un hombre poseído por la violencia. Yo siento que él era mi misión en este mundo; yo he pasado por
el tiempo esperando la llegada de este pobre ser atormentado. Ahora veo que todo en mí ha sido
preparación de ese encuentro... ¿Qué puedo hacer yo, Señor, un simple muchacho?
Durante unos minutos la tierra está quieta y la luna se detiene y todo el incesante ritmo del universo se
queda estático, pendiente de una respuesta. Los astrónomos de todos los países corren azorados ante un
extraño fenómeno que inmoviliza sus aparatos; se agitan estupefactos consultando lentes y tablas
trigonométricas; rehacen apresurados sus cálculos porque, comprenden, el universo se ha detenido.
Ellos no saben por qué; no saben que la causa de este asombro de los astros es el espectáculo
insignificante de este muchacho, que llora en la oscuridad absorta en el patio de un manicomio. Que el
universo se detiene siempre que un hombre limpio eleva su corazón a Dios.
Tiberio está en el centro del patio, clavado en tierra como un ciprés, como un chopo que alberga nidos de
ruiseñores solitarios a las márgenes de un río. Eleva sus brazos en súplica hacia las estrellas. La oscuridad
empieza a esfumarse ante la silueta fosforescente de “Sencillo”, que viene jadeante, como un mensajero.
-¡Señor, tú mismo has estado junto a mí; tú, que has tenido hambre y yo no te di de comer; tú, que tuviste
sed y yo no humedecí tu boca! ¿De qué me sirve tener lengua de hombre y corazón de ángel, si mi voz es
sólo bronce que resuena? ¿Para qué quiero conocer los secretos del mundo y tener la fe que traslada los
montes si no soy nada? ¿De qué me sirve no tener cosa mía y consumirme en este fuego si no puedo volar?
Aún soy niño, Señor, y hablo como niño, pienso como niño, razono como niño. Sólo conozco en parte tu
verdad. Pero todo me estorba, Señor, si esa alma sufriente sigue en la soledad que le devora; si yo no
puedo llevarle una antorcha de tu fuego y llenarle del incendio divino de tu caridad...
Miles de luciérnagas son como fuegos fatuos sobre la hierba del mundo. En una remota iglesia un sacerdote
anciano reza de rodillas; un niño tonto que recoge boñigas alza sus ojos a las estrellas y contempla alegre
una lluvia de astros. Pero ya llega “Sencillo”, transfigurado, resplandeciente y magnífico, calzado con
sandalias de espuma, ceñido de vientos, coronado de luceros.
Tiberio se vuelve con voz doliente a su Ángel de la Guarda:
-¡Ha huido, “Sencillo”! ¡Y ya no podré ayudarle!
-¿Por qué no, Tiberio? -la voz del ángel trae resonancias lejanas, como si hablase en el silencio hueco y
vacío de una gran catedral en sombras.
-¿Tú crees...? -brillan rotos de júbilo los ojos de Tiberio-. Pero... ha huido y yo no puedo seguirlo.
“Sencillo” posa su mano sobre el hombro del muchacho:
-¿Ya no quieres ser álamo y doblarte con el viento de Dios? ¿Ya no quieres seguir buscando el silencio?
-Sí; tú sabes que sí...
-¿No recuerdas? “Lo que no conoces está esperándote, te dije, al final de un camino donde cantan mis
ángeles hermanos. Tus pies recorrerán las sendas del Señor y se moverán tus brazos como alas; no
sentirás el peso de tu cuerpo y un aire desconocido hará leve tu paso...”
-¡Sí, sí, “Sencillo”!

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El ángel ha extendido su mano hacia la mano de Tiberio; su calor ha derretido la angustia última en el
corazón del muchacho. Y juntos despegan del suelo, se elevan, cruzan la tapia y descienden sobre la
ciudad.
Los hombres de ciencia respiran, aliviados. El universo ha recobrado su ritmo.

samuel 24

Saúl perdonado por David


24 1 David subió de allí y se estableció en los sitios bien protegidos de Engadí.
2 Cuando Saúl volvió de perseguir a los filisteos, le dieron esta noticia: "David está en el desierto de
Engadí".
3 Entonces reunió a tres mil hombres seleccionados entre todo Israel y partió en busca de David y
sus hombres, hacia las Peñas de las Cabras salvajes.
4 Al llegar a los corrales de ovejas que están junto al camino, donde había una cueva, Saúl entró a
hacer sus necesidades. En el fondo de la cueva, estaban sentados David y sus hombres.
5 Ellos le dijeron: "Este es el día en que el Señor te dice: ‘Yo pongo a tu enemigo en tus manos; tú lo
tratarás como mejor te parezca’". Entonces David se levantó y cortó sigilosamente el borde del
manto de Saúl.
6 Pero después le remordió la conciencia, por haber cortado el borde del manto de Saúl, 7 y dijo a
sus hombres: "¡Dios me libre de hacer semejante cosa a mi señor, el ungido del Señor! ¡No extenderé
mi mano contra él, porque es el ungido del Señor!".
8 Con estas palabras, David retuvo a sus hombres y no dejó que se abalanzaran sobre Saúl. Así Saúl
abandonó la cueva y siguió su camino.
La recriminación de David a Saúl
9 Después de esto, David se levantó, salió de la cueva y gritó detrás de Saúl: "¡Mi señor, el rey!". Saúl
miró hacia atrás, y David, inclinándose con el rostro en tierra, se postró 10 y le dijo: "¿Por qué haces
caso a los rumores de la gente, cuando dicen que David busca tu ruina?
11 Hoy has visto con tus propios ojos que el Señor te puso en mis manos dentro de la cueva. Aquí
se habló de matarte, pero yo tuve compasión de ti y dije: ‘No extenderé mi mano contra mi señor,
porque es el ungido del Señor’.
12 ¡Mira, padre mío, sí, mira en mi mano el borde de tu manto! Si yo corté el borde de tu manto y no
te maté, tienes que comprender que no hay en mí ni perfidia ni rebeldía, y que no he pecado contra ti.
¡Eres tú el que me acechas para quitarme la vida!
13 Que el Señor juzgue entre tú y yo, y que él me vengue de ti. Pero mi mano no se alzará contra ti.
14 ‘La maldad engendra maldad’, dice el viejo refrán. Pero yo no alzaré mi mano contra ti.
15 ¿Detrás de quién ha salido el rey de Israel? ¿A quién estás persiguiendo? ¡A un perro muerto! ¡A
una pulga!
16 ¡Que el Señor sea el árbitro y juzgue entre tú y yo; que él examine y defienda mi causa, y me haga
justicia, librándome de tu mano!".
17 Cuando David terminó de dirigir estas palabras a Saúl, este exclamó: "¿No es esa tu voz, hijo mío,
David?", y prorrumpió en sollozos.
18 Luego dijo a David: "La justicia está de tu parte, no de la mía. Porque tú me has tratado bien y yo
te he tratado mal.
19 Hoy sí que has demostrado tu bondad para conmigo, porque el Señor me puso en tus manos y tú

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no me mataste.
20 Cuando alguien encuentra a su enemigo, ¿lo deja seguir su camino tranquilamente? ¡Que el
Señor te recompense por el bien que me has hecho hoy!
21 Ahora sé muy bien que tú serás rey y que la realeza sobre Israel se mantendrá firme en tus
manos.
22 Júrame, entonces, por el Señor, que no extirparás mi descendencia después de mí, ni borrarás el
nombre de mi familia".
23 Así se lo juró David a Saúl, y este se fue a su casa, mientras David y sus hombres subían a su
refugio.

Tiberio se avergüenza de ser hombre

Tiberio y “Sencillo” andan recorriendo la ciudad como galgos en busca de Anarkos. Pero ni rastro. Anarkos
se ha fundido en el aire igual que un poquito de humo, el muy zorro.
Lo primero que han hecho ha sido ir al Hospital, porque ya se sabe, si le hubiesen trincado al loco, paliza al
canto y hospital de resultas. Pero ni en el hospital ni en sitio alguno les han dado razón del tío.
En vista de eso, esta mañana, cuando se han despertado, después del café con churros del desayuno de
Tiberio, y de los pétalos de pensamientos y la angélica gimnasia del desayuno de “Sencillo”, se han ido los
dos hacia el Cementerio.
La mañana está fresca, pero apacible. El sol calienta poco, pero alumbra, y eso ya es algo. Se va alzando la
niebla de la noche que se posa cada crepúsculo, como nubes bajas, sobre la pétrea armazón de la ciudad.
Bueno, cualquiera sabe si es que se posa o es que se alza; si son nubes que bajan hasta los edificios o es
una niebla hecha de humos de cocina, de vahos, de alientos, de bostezos, de lágrimas y de gritos de la vida
de la ciudad, que arroja al río, por los vertederos de las cloacas, todos los detritus del día; de la ciudad que
arroja hacia el cielo todos los detritus inmateriales de sus veinticuatro horas.
Tiberio y “Sencillo” salen de la ciudad; han seguido una larguísima calle; dejan al lado la Plaza de Toros y el
Fielato Municipal y siguen por otra calle que primero baja, luego sube y después tuerce a la derecha y pasa
sobre un puente.
A los lados de esta calle hay docenas y docenas de establecimientos donde se fabrican y venden lápidas y
panteones.
-“Adolfo Matute. Lapidería en piedras finas para panteones de próceres”.
-“Guillermo Barbero. Trabajos para cementerios y monumentos. Especialidad en granito berroqueño
pulimentado”.
-“Felipe Gutiérrez. Sarcófagos garantizados para muertos nerviosos. No se salen”.
-“Pastor Ortiz. Estatuas para sepulcros; una, quince mil pesetas; llevando tres, rebaja del diez por ciento”.
-“Eutiquio Rivero. Mausoleos muy confortables. Agua, electricidad, luz y disco con “La Danza Macabra”, de
Saint-Saëns”.
-“Eulogio Chacón. Tumbas económicas. Al contado y a plazos. La tumba del porvenir”.
A los lados de la calle figuraban bonitos anuncios alusivos.
-“¿Piensa usted morirse? Nuestros servicios le serán útiles. Enterradores Reunidos, S. A.”
-“Juan Simón, maestro de la pala. Sepultamientos en veinticuatro horas. Tarifas de urgencia para asesinos
que no saben qué hacer con el fiambre”.
-“Muérase, hombre. Las Sepulturas Manolito le garantizan el eterno reposo”.
A Tiberio, toda esta fúnebre literatura sepulcral le revolvía el café con churros.
-¿Es que puede negociarse con la muerte?
-Sí, hijo, se negocia. Esos hombres que, como te decía, han alquilado un tercio de su vida a una entidad
cualquiera, necesitan para morirse el pasaporte con visado de la sepultura. En cierto modo, compran su
muerte. Por lo menos el sitio donde se mueren y la losa que les cubre.
-¿El sitio también?
-Sí; por tres mil pesetas te venden una sepultura perpetua de cuatro o cinco cuerpos. Es un buen negocio.
Resulta a un precio que ni un solar en la Gran Avenida.
-Vivir es caro -meditó Tiberio-, pero morirse es un auténtico lujo; ¿y el que no puede comprar ese hueco de
tierra?

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-Va a parar a la fosa común.
-Parece mentira. ¡Vaya lío de huesos el día de la Resurrección de la Carne! Es terrible, “Sencillo”, que le
vendan a uno la muerte. Los escarabajos lo hacen gratis y mejor. Claro que los escarabajos son criaturitas
de Dios y estos negociantes fúnebres no..., yo creo que no. La gente, “Sencillo”, no sabe lo que es la muerte.
Creo que si lo supiera, el mundo sería mejor y más habitable.
La conversación se ha puesto así de seria. Siguen caminando hacia la necrópolis, bajo un sol ya más tibio,
más humano, que templa la costra de la tierra.
Llegan al cementerio.
-Pregunta al portero -dice “Sencillo”.
Es un hombre viejo, con bigote blanco y gorra de plato. Está sentado en una silla, al sol, a la puerta misma
del reino de la muerte. De ese reino al que él mismo no tardará mucho en bajar, por una breve escalera de
un solo peldaño. Pero el hombre se lo toma con filosofía y ahí está, sentado, tan tranquilo, leyendo la página
de deportes del “Ya” y la crónica de Washington, que habla hoy del Pacto del Atlántico y de cómo zumban
árabes y judíos en Palestina.
-Perdone, ¿vive aquí Sebastián?
El portero se baja las gafas hasta la punta de la nariz, de un manotazo, y mira con cara de juerga a Tiberio.
-Aquí, hijo de mi alma, aquí no vive nadie.
Se sube las gafas y de nuevo se enfrasca en el periódico; ahora es la crónica de Londres, que habla de
cómo se van a zumbar los rusos y los yanquies en el Estrecho de Behring.
-Perdone -insiste Tiberio-; Sebastián vivía aquí.
El portero vuelve a mirar por encima de las gafas.
-Moría, hijo, moría. Y seguirá muerto si es que no ha llegado la hora del Juicio Final.
-No, no; Sebastián está vivo; se escondía aquí, en el panteón de un marqués.
El portero cae por fin:
-¡A...cabáramos, hombre! Tú te refieres a aquel pobrecillo que... No; se lo llevaron los guardias; por cierto
que por bien poco no se cargó a uno de ellos. Se lo llevaron; creo que está en el Manicomio.
-Estaba. Se ha escapado.
-¡Carape!
-Por eso vengo, porque a lo mejor ha vuelto.
El viejo se queda pensativo:
-¡Qué cosa! ¿Y es amigo tuyo ese bárbaro? ¡Je! ¡Bien puedes decir que es el único tipo que vivía aquí! Si
quieres, vamos a dar un vistazo, por si las moscas.
Van en fila india: el portero, Tiberio y “Sencillo”. Pero nada; el panteón está vacío.
-Muchas gracias, y usted dispense.
-De nada, chico. Y... ¡a ver si no nos vemos! Es lo mejor que puedo desearte.
El muchacho y su Ángel vuelven hacia la ciudad.
-Un buen hombre, este hombre.
-Sí, pero no por mucho.
-¿Se...?
-Sí; la semana que viene.
-¿Por qué no se lo decimos?
-¡Nóóó! ¡Imposible! Ningún hombre debe conocer la hora hasta que llegue, hasta que suenen las
campanadas en el reloj de Dios.
Como la mañana está tan rica, se sientan a descansar un rato en un jardín público. Juegan niños por las
avenidas de arena; juegan al escondite entre los setos de boj, bajo la sombra afilada de unos árboles falsos
y artificiales. Tiberio los contempla y se pone tierno.
Son unos niños blanquecinos, lechosos y un poco repipis; les falta ese aliento vital de los chicos de campo,
de los niños que intuyen la sólida realidad de las cosas; el mundo tal como debe ser, no como lo ha
modificado el hombre.
-¡Hola! -dice Tiberio a una niñita rubia de dulces tirabuzones y ojos garzos.
-¡Hola! ¿Tú quién eres?
-Un amiguito tuyo, ¿quieres?
-Bueno, aunque la Madre Rafaela dice que no hablemos con desconocidos.

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-Pero yo no soy un desconocido. Yo te conozco y estoy viendo tu alma.
-¡Huy, señor, qué cosas más raras dice usted! ¡Me parece que tiene razón la Madre!
Tiberio lo intenta de nuevo, con un chico de siete u ocho años ahora:
-¿Cómo te llamas?
-Niño.
-¿Niño? ¿Y eso qué es?
-Francisco de Asís Javier Adolfo.
-¡Ah, bueno! ¿A qué estás jugando?
-A las tiendas, con esas niñas. Yo soy el tendero.
Tiberio tiene un escalofrío.
-¿Tendero? ¿No te gustaría más jugar a la “chita paró”?
-¿Y eso qué es?
-Bueno, o a los bolindres.
-No sé.
-¿Y a la maricolla?
-No, tampoco.
-Veamos, ¿a qué sabes jugar?
-Pues... a muchas cosas... A tiendas, a hacer puentes y ríos y embalses, a justicias y ladrones... a muchas
cosas.
-Ya.
Tiberio se siente hecho polvo.
-¿Y no te gustaría más bañarte en un río y comer higos en una higuera, por la mañana tempranito, después
de refrescarlos en agua del pozo?
-No sé... Los higos no me gustan... ¡Yo voy todos los años a San Sebastián y me baño en la Concha, que es
una playa muy grande!
Aunque hay mucha gente y no se puede correr. Además, mamá no me deja que entre mucho en el mar.
Cuando el agua me llega a las rodillas, ya está mamá: “¡Niño!”. Y me tengo que salir.
Tiberio hace un último, heroico y desesperado intento:
-¿Y qué te gustaría ser a ti? ¿Marino? ¿Capitán? ¿Jinete? ¿Aviador?
-No, dice papá que yo voy a ser notario.
“Sencillo” pone en las manos de Tiberio un puñado de caramelos y el muchacho se los da a Niño.
-Muchas gracias.
-Repártelos con tus amigos.
-Bueno.
El chico se aleja. Pero se detiene un momento, se vuelve a Tiberio y pregunta:
-Usted perdone, ¿es usted de pueblo?
-Sí...
-Ya me lo suponía.
El Ángel se ríe de la cara de Tiberio. Pero éste se lamenta:
-¿Estos son los niños de la ciudad? ¡Qué lástima! ¡Un niño que quiere ser notario! Compadezcámosle un
poco.
-Bueno.
Cuando ya le han compadecido un ratito, Tiberio y “Sencillo” se marchan a seguir deambulando por la
ciudad.
-Tú no comprendes, Tiberio, que un niño no quiera ser jinete, que no le apetezca comer higos con la fresca y
que sueñe con ser notario. No comprendes, con razón, que la ciudad aplaste el alma de los niños. Pero es
lógico, porque la ciudad impone un género de vida convencional, absurda y falsa. Mira, ¿ves aquel señor del
periódico?
-Sí.
-Es una típica víctima de la civilización artificial. Es una víctima del anuncio, de las guías comerciales y de la
publicidad en gran escala. Duerme en camas “Toledo”, que son las que más se anuncian, aunque son
incómodas; lleva calcetines y ropa interior de Almacenes Pi, que sólo venden géneros de desecho, pero que
se anuncian como unos leones; va a ver la película que le aconseja la radio; come en el restaurante de

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mayor publicidad; va a veranear a Fresnedillas, porque se lo ha dicho el periódico. Es un hombre fastidiado y
amargo, que ha perdido la voluntad de escoger, de comprar donde quiera y de comer donde le dé la gana: la
de comer y la otra. No, este señor está esclavizado por la publicidad. Razona elementalmente; cuando se
tiene que comprar una gabardina, sólo se acuerda de la marca “Chirimiri”, que lleva meses bombardeándole
los oídos y los ojos con sus supuestas excelencias. La publicidad es el arte de estafar a la gente. Como
decían tus abuelos, “el buen paño en el arca se vende”. La publicidad tiene por objeto hacer que la gente
compre aquello que uno no necesita, exactamente...
“Sencillo” se interrumpe bruscamente.
-¡Mira!
-¿El qué?
-Ese periódico abandonado. ¿No ves?
Bajo el título de “Sucesos”, el periódico publica una noticia: “Continúan las pesquisas de la policía para dar
con el paradero de los dos enfermos mentales que se escaparon recientemente del manicomio Provincial.
Según nuestros informes, uno de ellos, el llamado Sebastián Rodríguez Piñero, está trabajando en una
fábrica de esta ciudad, naturalmente con nombre falso...”
-¡En una fábrica! Pero, ¿en cuál, “Sencillo”? ¡Habrá tantas en la ciudad...!
El ángel titubea y, por fin, añade:
-Vamos... Te ayudaré...
-¿Tú lo sabías?
-Sí, pero no puedo..., no debo ayudarte. Encontrar a Sebastián es misión tuya; yo sólo tengo que
acompañarte; sin embargo, haré una excepción...
La fábrica está allí cerca y tardan poco en llegar. Es un enorme edificio de ladrillo desteñido y sucio, con dos
altas chimeneas que siembran el cielo de nubes negras y fétidas. Un ruido sordo, una vibración ciclópea,
conmueve los cimientos, y aun el suelo, en un radio de medio kilómetro.
Entran por una puerta cristalera, después de cruzar la verja. Una sala vastísima, llena de aparatos que
zumban, correas que giran sin fin, hélices que vibran, armatostes que arman endiablado ruido.
Algunos hombres manejan palancas y ruedas, botones y cuadros de distribución con esferitas de cristal y
agujas inquietas.
Tiberio detiene a un hombre que pasa.
El hombre chilla, enfadado:
-¡Necesito los cuadros de producción, sea como sea! ¡Si no los encuentran, que los pinten!
La voz se pierde entre el estrépito de las máquinas. El hombre se va, irritado.
-Bajemos -dice “Sencillo”.
Bajan a la nave por una escalerita de hierro. Tiberio se dirige a un hombre vestido como todos los demás
con un mono azul.
-¿Puede usted decirme...?
-¡Doscientos voltios! ¡Si el jefe no lo quiere creer, que venga y lo vea!
Y le da la espalda a Tiberio.
-Ensayaremos otro... -suspira el muchacho. Y se aproxima a un hombre joven, también con mono, que está
en pie, delante de un cuadro de distribución.
-Quisiera saber...
-¿Es usted el mecánico?
-No, yo soy...
-Lo que he pedido ha sido un mecánico; esta llave se engancha...
Se aleja dando gritos:
-¡Jacinto, afloja la presión, que la llave del tabulador no funciona!
-Lo mejor -dice “Sencillo”- es que busquemos por nuestra cuenta.
Correas que giran, hélices que zumban, motores que vibran... Tiberio siente que le corre un sudor frío y que
se le va la vista. Siguen recorriendo las naves, donde hombres absortos manejan ruedas y palancas,
olvidados de todo, pendientes de su trabajo; alejados del mundo, de todo lo que no sea cifras y máquinas:
doscientos voltios, una llave que se engancha, unos cuadros de producción que no aparecen.
Tiberio se indigna y grita al oído de uno de los hombres:
-¡Esto es absurdo, es inhumano esto...!

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El hombre le mira, distraído, sin verle, y sigue musitando:
-Ciento diez, ciento veinte...
-Lo comprendo todo, “Sencillo” -dice Tiberio con los ojos húmedos y el corazón helado-; lo admito todo; el
mundo es un oscuro valle triste, una habitación en angustiosa penumbra, una cadena que ata a los
hombres... ¡Pero esto, no! ¡Estos hombres esclavos de una cosa bestial y moviente, de una máquina
horrible! ¡Estos hombres abstraídos y lejanos, moviéndose ellos mismos como engranajes de esta terrible
cosa! ¡Estos hombres desposeídos de su voluntad y de su pensamiento! ¡Estos hombres, creados con
aliento de Dios, por Dios! ¡La tierra es suya; los árboles, los paisajes, la libertad, el mar, los ríos, la lluvia y el
sol! ¡Estos hombres que trepidan como sus máquinas mismas, que no saben para qué les creó Dios, que
Dios les hizo reyes de la tierra y no esclavos de sí mismos! ¡Cómo me avergüenza ser hombre!
Está a punto de echarse a llorar. “Sencillo” le coge del brazo y salen al aire libre.
-¿Te olvidas de que Dios fue Hombre?
-No, “Sencillo”; pero comprendo mejor el Amor de Dios; porque se hizo hombre. ¿Por qué me has traído a
este lugar monstruoso?
-¿No comprendes? Porque era necesario que tu caridad fuese menos ideal y más real; porque así no sólo
compadecerás a los hombres, sino que harás algo más grandioso y más sublime, los amarás.
-Yo amaba ya a los hombres.
-Sí, Tiberio; en el amor de Dios. Pero ya los quieres por sí mismos, porque te duele la vida. Ahora amarás a
Dios en ellos.
-¿Cuándo encontraré el Silencio, “Sencillo”? Esta vida humana me hastía, me hace sentirme huérfano de
Dios. Quiero ir a Dios, “Sencillo”.
-Vas, puesto que vives. Este es el “camino mejor”.
-Sí, tienes razón. Pero aún tengo que encontrar a Anarkos.
-Ahora podrás encontrarle, porque ahora su lenguaje, aunque te siga doliendo, será más comprensible para
ti. Vamos.
-Sí; preguntaremos en la puerta.
Un hombre con gafas, tras una mampara de cristales, se le queda mirando:
-¿Desea usted algo?
-Sí; busco a un hombre... Es moreno, regular de alto, como yo, tiene unos bigotes, así, caídos... Empezó a
trabajar hace unos días.
-Ah, sí... No me acuerdo cómo dijo que se llamaba; no, no está aquí.
-Pero...
-No sé... Usted perdone; tengo que hacer.
-Por favor...
Los ojos de Tiberio miran al hombre, suplicantes, humildes. Aquel hombre se siente conmovido por un
extraño sentimiento de pena, de pena de sí mismo. Levanta sus ojos cansados y sonríe amistosamente,
tímidamente.
-No quise ser brusco. Pero le he dicho la verdad. Era un hombre violento y tuvo una discusión bastante agria
con uno de los capataces. Le echaron ayer. Sólo ha trabajado dos o tres días. ¿Es usted pariente suyo?
Creo que se trata de un loco, huido del manicomio, o algo así. Hace un rato estuvieron aquí unos agentes de
Policía preguntando por él... Si quiere usted hablar con el gerente...
-No, gracias.
Tiberio y “Sencillo” se alejan otra vez hacia la ciudad. Tiberio se siente cansado, pero lleno de ternura por la
ciudad, por la gente de las calles y los paseos. Se encuentra a sí mismo un poco cambiado, más maduro, tal
vez más humano que en aquellos lejanos tiempos del pueblo y aun del Manicomio:
-Sí, “Sencillo” -suspiró-; tienes razón; siempre tienes razón. Ahora los amo porque me duele la vida.

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"No nos dejes caer en la tentación"

Este incansable zigzag urbano les ha llevado hasta los límites de la ciudad, más allá de unos raquíticos
huertecillos que dan exquisitas coliflores y escarolas porque allí pasa una de las cloacas que van a verter al
río. Con ese agua, los hortelanos riegan su tierrecilla. De vez en cuando, viene una epidemia de tifus
exantemático y las lechugas llevan los bacilos a los más honorables y empingorotados estómagos de la
ciudad.
Ahora que, con esto de la cloromicetina, los bacilos del tifus están quedando en el más lamentable de los
ridículos.
Más allá de los huertos, al otro lado del río, hay unas chavolas construidas con piedras, latas vacías,
pedazos de uralita y ladrillos escamoteados de las obras en construcción...
Tiberio y “Sencillo” han llegado hasta allí, como perros pachones, tras una confusa pista de Anarkos. Como
la tarde está buena, se sientan a descansar en el suelo; un suelo seco y sin mantillo, mezcla de arena, cal
apagada y pedruscos.
Algunas margaritas asoman, desesperadas, sus tallitos verdes y sus florecillas gualda y blancas, en un
espectacular esfuerzo por arraigar sobre aquel suelo impotente. A la madre Natura, como diría don Roque,
le cuesta mucho más trabajo abortar aquí una margarita que dar a luz una cosecha anual de trigo en la
República Argentina. Con sus petalitos monjiles, la cara redonda y amarilla de las margaritas tiene un
patético gesto de auxilio, de S.O.S. urgente y conmovedor.
-“Sencillo”, me aburre el mundo. Me parece que ya me lo sé de memoria. Y hasta me encuentro viejo...
-Tienes mis cuatro mil años de humana experiencia. Este es un excesivo peso para ti, que tienes mucho de
hombre. Porque los hombres están obsesionados, tratando de encontrar la fuente de la juventud, el elixir de
larga vida. ¡Vivir, vivir más! ¿Para qué? ¿Para escribir más ensayos sobre el cultivo del algarrobo en Alicante
o las Ordenes Militares en el siglo XVII? ¿Para seguir rellenando impresos, cavando surcos, hablando del
tiempo, cortándose el pelo y curándose catarros? Adán vivió novecientos treinta años; Set, novecientos
doce; Malaleel y Jared, novecientos sesenta y dos; Matusalén, novecientos sesenta y nueve; Noé,
novecientos cincuenta; Lamec...., bueno, Lamec era un crío cuando murió, en la flor de la vida, a los
quinientos noventa y cinco años... Yo conocí a muchos de ellos; se aburrían como lo que eran, como unos
patriarcas. Y como, además, muchos eran perversos y sensuales, tuvo que decir el Señor: “No permanecerá
por siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne. Ciento veinte años serán sus días”.
-Pero ahora viven menos.
-Sí; se matan más. Viven insensatamente hacinados y revueltos; respiran el pegajoso aire de las fábricas...
Afortunadamente para ellos, viven menos.
Las chavolas se diseminan a lo largo del camino que va paralelo al río. En algunas, dentro de vacías latas de
sardinas, crecen geranios o enredaderas. La ciudad se levanta, lejana, sobre las colinas.
Este lugar es tranquilo. A las puertas de las casas juegan algunos niños sucios y lentos. Y un hombre viejo y
barbado, vestido con un traje que se cae, de puro asqueroso, viene por el camino con su rueda, porque es
un afilador. Se detiene a la sombra de la misma higuera que cobija a Tiberio y “Sencillo” y enciende su vieja
cachimba con un suspiro de satisfacción:
-¡No hay nada como recorrer el mundo y fumarse una pipa a la sombra! ¿eh, muchacho?
Tiberio le dirige una sonrisa simpática y acogedora:
-De muy lejos, ¿eh?
El viejo mordisquea, jovial, su pipa:
-Un poco... Desde el día de mi nacimiento, jovencito. Y sí que está lejos: ¡tengo sesenta años!
-Cuando yo era niño -confiesa Tiberio- me gustaba mucho ver trabajar a los afiladores, dar con el pie a la
tabla de su rueda grande y sacar miles de chispas con su rueda de pedernal. Y luego, tocaban un pito de
pasta, verde o amarillo.
-Como éste... -el hombre mira a las nubes bonachón-. Bueno, yo soy un afilador disfrazado.
-Disfrazado... ¿de qué?
-De afilador. Yo -baja la voz confidencial y alegre-, yo soy un vagamundos. Si hubiese nacido ocho siglos
atrás, yo hubiese sido Lancelot o cualquier caballero de la Tabla Redonda. Y en vez de rueda de afilador
llevaría caballo, adarga y coraza. Pero me equivoqué de siglo, y tuve que cargar con esta rueda, porque, ya
sabes, ser vagamundos es un delito en todos los códigos penales del mundo. La sociedad aplasta

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brutalmente todo brote de vagamundaje, como si fuésemos un peligro.
-Yo también soy un vagamundos -dice Tiberio.
-Estupendo, compadre, chócala. Así me gusta. Gran cosa, ¿eh? Si nos dejasen en paz, andar por la vida...
-Sí; somos un peligro; ponemos en peligro la siesta del mundo. Llevamos en el corazón un brote de rebeldía
contra el artificio de la vida humana; llevamos la pesadumbre de la vida en común; pero llevamos una chispa
de Dios, que, cuando se hizo Hombre, también fue vagamundos hasta su Muerte.
-De acuerdo... ¿cómo te llamas? ¿Tiberio? Yo me llamo Baldomero, el vagamundos Baldomero. Pues sí,
Tiberio, estamos de acuerdo. Nosotros, los vagamundos, vivimos la vida de Dios, la vida de los hombres
libres y desterrados. ¡Me dan escalofríos esos hombres que nunca han tenido ganas de echarse a los
caminos a conocer la vida; andar por el campo, bajo la lluvia; dormir en un pajar, con olor dulce de heno, o
sobre el corazón de la tierra con los ojos en las estrellas; ser señor de sí mismo hasta el fin; comer pan de
hogaza, junto a una cuneta del camino, sobre la hierba dorada del verano; hacer cometas para los chicos y
hablar de cosechas con los hombres...! ¡Esta es la vida! Pero hay que nacer; unos nacemos vagamundos,
como otros nacen para ingenieros del I.C.A.I.; es cuestión de cuna; es cuestión de adivinar que, la vida, lo
malo que tiene es que se muere uno. Nacer es ponerse en peligro de muerte.
El viejo vacía la cachimba golpeándola sobre una piedra y la guarda con parsimonia:
-En fin, hay que disimular que somos vagamundos; yo por eso soy afilador, como otros son caldereros o
saltimbanquis, peregrinos o mendigos, cómicos de la legua o navegantes solitarios. ¿Y tú, Tiberio, qué eres
tú? ¿De qué te disfrazas?
-¿Yo? De hombre.
-¡Hum! ¡No creo que te baste! ¡Cualquier día te echan mano los “guripas” de la civilización! Vente conmigo,
de ayudante, ¿quieres? Puedo comprarte una rueda de afilador, y ¡hala!, a andar por ahí.
-No, no puedo; busco a un hombre.
-¿A un hombre? ¡Puaf! Hay muchos; bullen como piojos.
-Busco a un hombre solo; a un hombre que también huye de la vida; a un hombre que sufre.
-Déjalo; vente conmigo por ahí. Cuando llueva nos refugiaremos en un pajar, bajo un árbol, en las ruinas de
alguna pequeña ermita derruida... Y cuando alumbre el sol, saldremos al camino, como los caracoles.
-Me gustaría mucho, Baldomero. Pero no es posible; tengo que seguir, con “Sencillo” -mi Ángel de la
Guarda, ¿sabes?-, buscando a ese hombre.
-Yo también tengo mi Ángel de la Guarda -declara, enfático, Baldomero-, se llama Apolinar. Buen chico. Un
poco... escrupuloso. Cuando veo una gallina por ahí suelta, una gallina sin dueño, claro, y se me antoja
comer pechuga, ya empieza Apolinar a ponerse el hombre pesadillo: “Que no, Baldo, que no; que eso está
feo”. Total, que me quedo sin gallina.
-¿Has visto a tu Ángel?
-No; ¿cómo iba a verle? Cuando me muera le veré; sé que me estará esperando al otro lado. “¡Hola,
Apolinar!” le diré yo. “Baldo, muchacho, lávate la cara y ponte los pingajos del domingo, que vamos a ver a
Dios”. ¡Gran cosa ver a Dios! -runrunea, lleno de satisfacción-. Yo creo que lo veré... eso espero... porque
procuro tener limpio el corazón. Claro que tengo unas ganas de comer pechuga... Yo no sé si me las voy a
aguantar siempre -se queja Baldomero-; ¡ya podía Apolinar hacer la vista gorda aunque sólo fuese por una
vez!
Tiberio sonríe. Se le hace visible Apolinar, que es un ángel rubiales, con piel de musgo de terciopelo
florecido y largas piernas de andarín; si no fuese tan andarín, estaría listo. ¡Como Baldomero no para dos
horas en ningún sitio...! Hasta cuando duerme tiene el alma vagamunda.
-¡Hola! -saluda Tiberio, muy fino. Apolinar le sonríe y le hace un amistoso ademán a su hermano “Sencillo”.
-¿Con quién hablas? -curiosea Baldomero.
-Con tu ángel Apolinar. Dice que bueno, que hará la vista gorda; pero sólo una gallina, ¿eh? Mírala.
Ante ellos, bruscamente, aparece una gallina, gorda y blanca, bien cebadita con trigo celestial. Baldomero
abre unos ojos así de redondos y asombrados:
-¿Cómo lo has hecho? ¿Eres prestidigitador?
-No.
-¡Pues chico, harías tu fortuna en un circo! Y... y esta gallina, ¿es mía, es para mí?
-Sí. Para ti. Comerás pechuga, anda...
Baldomero extiende la mano, codicioso y glotón.

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Pero se detiene pensativo, frunce el ceño y luego menea enérgicamente su peluda testa:
-No: creo que no...
-¿No?
-¡No! Definitivamente, Tiberio. Me parece... peligroso.
-¿Por qué?
“Sencillo” y Apolinar se tronchan de risa, aunque tienen un extraño y húmedo brillo en la mirada.
-Mira, Tiberio. Yo no deseo nada en este mundo; nada..., excepto comer pechuga de gallina. Es lo único...,
lo único que puedo ofrecer, ¿comprendes?; mi única renuncia...; por lo menos, la única que me cuesta
trabajo, que tiene mérito para mí...
-Baldomero... -la voz de Tiberio tiembla un poco, maravillosamente comprensiva, y su mano desciende
amigable hasta el hombro del afilador.
-Bah... -gruñe Baldomero, turbado en el fondo-. Es mucho más bonito tener ganas de una cosa que
poseerla. La posesión de algo, Tiberio, siempre desilusiona un poco; era más bello el deseo, más bella la
espera, que... En fin, cuando a uno se le cumple un deseo siempre le queda a uno un posillo de tristeza... -el
vagamundo se echa a reír-. Además, si como pechuga..., ¿qué voy a pedirle a la vida?
Se pone en pie, con la cachimba vacía entre los dientes.
-Ya me está hormigueando la sangre, muchacho. Me voy. Siento que no vengas conmigo. Espero... espero
que nos veamos alguna vez.
-Seguro -promete Tiberio con los ojos dulces, pero con la voz extrañamente firme, extrañamente seria. Y
Baldomero, que es un limpio de corazón, siente la deliciosa felicidad de la espera.
Se dan la mano, y Baldomero se aleja. Pero a los pocos pasos para su rueda y se vuelve:
-Tiberio..., ¿tú crees que si voy al cielo alguna vez..., tú crees que me dejarán comer pechuga de gallina?
-Las más exquisitas y tiernas pechugas de gallina- promete Tiberio mansamente. Se dicen adiós, con los
pañuelos al aire. Y Tiberio todavía grita:

-¡Adiós, Apolinar!
También ellos se ponen en pie y regresan hacia el río.
-¿En qué piensas, “Sencillo”?
-Oh, en Apolinar. ¡Es un ángel más bueno! Hacía rato que no nos veíamos. Pues fue... verás; sí, en la
batalla del Guadalete. Era el ángel de la guarda del rey don Rodrigo. Entonces lo perdí de vista. ¡Como hubo
aquel lío y don Rodrigo desapareció...!
Camina en silencio. Tiberio va pensando, cariñosamente, en Baldomero.
-¿Sabes, “Sencillo”? -se le ocurre de pronto al muchacho-. Me nombro a mí mismo Protector de las
Mariposas Vagamundas y Gran Comendador de las Encrucijadas.
-Bueno.
-Y otorgo el primer título de Gran Cruz con zafiros de cielo y rubíes de crepúsculos a Baldomero, Gran
Mariposa de los Caminos.
Cuando le vean, los niños de todo el mundo sentirán en sus corazones la oración de la primavera recién
llegada: “¡Mariposa blanca, sube al cielo y dile a Dios que me dé la buena suerte!” ¿Te parece?
-Sí
-Y, además, creo la Gran Orden de los Zánganos. Le otorgo la Medalla de Asfalto a la ciudad.
-Bueno.
-Y Grandes Cruces de hojalata al herrero del pueblo, a don Ganimedes, a don Agapito, a Evaristo; a Alfonsa,
la mujer de Práxedes; a don León..., y distintivo café con leche a todos los hombres sedentarios del mundo
que lo sean por vocación.
-Confirmadas, Tiberio.
Se ríen los dos, cantarines, y el suelo va y se abre, y nace un manantial.
Siguen hacia la ciudad. Tiberio siente que su corazón de hombre le da un brinco y se le sienta en el polvo.
-No sé qué me pasa, “Sencillo”...
El ángel despereza sus alas preocupadas. Pero guarda silencio. Han llegado hasta una casita blanca, junto
a la carretera, que tiene la puerta sombreada de una bíblica parra. Racimos de oro y ámbar cuelgan de los
nudosos troncos, y las hojas dan sobre el suelo sombras de corazones.
La casa tiene un poyo en la puerta. Una muchacha está allí sentada, junto a una arcillosa jarra que rezuma

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agua fresca, agua de pozo profundo y en sombra.
-¿Quiere darme un poco de agua?
La muchacha le tiende la jarra y Tiberio bebe ansiosamente, con una extraña inquietud que le pone la carne
de gallina, con misteriosos puntitos de escalofrío.
La muchacha es morena y de óvalo suave. Tiene unos ojos garzos y grandes, tan grandes como un lago.
Uno espera ver cisnes curvados en estos ojos, bordeados del espeso bosque de las pestañas, que son
como los rayos luminosos de un sol.
Mientras bebe, Tiberio siente sobre sí los ojos dulces de la muchacha y le tiemblan las manos que sostienen
la jarra. Tanto, que la vasija resbala de sus manos y se estrella violentamente contra el suelo.
-¡Oh, cuánto lo siento!
La muchacha mueve la cabeza y sus cabellos morenos le ondean al aire, como algas oscuras.
-No se preocupe; no tiene importancia.
Se quedan los dos frente a frente y conmovidos.
-Es... un sitio muy tranquilo.
-Sí -se entornan los ojos de la muchacha.
-Me llamo Tiberio.
-Yo, Marina.
-Es bonito. Es nombre de acuarela.
-Tiberio es raro; pero suena bien...
Se abre una pausa larga, muy larga, durante la cual ambos oyen el rumor de sus propios pulsos.
-¿Quiere sentarse?
-Bueno...
La tarde se abre en largos suspiros de silencio.
-¿Por qué me mira?
Ella enrojece:
-No..., no sé... Pensaba... ¿Es usted forastero?
-Sí; soy forastero... -Tiberio habla con acento soñador. Los ojos de la muchacha están despertando un ritmo
desconocido en su corazón. Siente, por primera vez, que tiene venas; que por ellas le corre la sangre; que
su sangre es roja y cálida.
Siente que es feliz sentado allí con Marina. Una poderosa tentación le asalta: la tentación del descanso, de
la tarde mansa bajo el emparrado, de aceptar un papel de espectador junto a la carretera, por donde pasan
hombres y vehículos.
-¿Por qué me mira?
-Es usted extraño...
-Soy un vagamundos.
Le punza de repente el recuerdo de Baldomero. Quisiera irse, levantarse y huir; llamar a “Sencillo”, que se
ha esfumado sobre la carretera. Le asalta una honda congoja, como si descubriera ahora mismo que su
alma tiene raíces y que esas raíces obedecen a un misterioso impulso divino y quieren ahondarse en la
tierra, clavarse en el suelo. Sí; se siente árbol con raíz, con deseo de tronco, de hojas y de frutos; de dar
sombra a sus retoños sobre este paisaje.
En los ojos de la muchacha hay un temblor de pestañas nerviosas. Y su boca se le queda seca y ardiente.
-Tiberio, usted...
-Marina.
Es un nombre rítmico, melódico, que nace en los labios, se rompe en el paladar y muere junto a los dientes:
-Ma-ri-na...
Sí, quisiera huir; pero otra oculta voluntad le ha nacido de no sabe qué profundo desván del alma. Quisiera
huir, pero quisiera quedarse: estar allí sentado, al lado de Marina, tal vez tomar su mano fina y morena, tal
vez oírle decir:
-Tiberio...
Nunca le ha parecido tan bello, tan musical y tan triste su propio nombre. Y se turba, confusamente. ¿Qué es
esto que le arde dulcemente en la sangre, que le clava alfileres de impaciencia y de temor sobre la piel, que
le consume en una sed desconocida?
-Ma-ri-na...

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Es un nombre suave, para decirlo muy bajito, allí, junto a la muchacha, ante la gloria del atardecer. Tiberio
oye las voces y las risas de unos niños invisibles, de unos niños morenos, de ojos garzos inmensos, como
lagos donde uno quisiera ver la blanca interrogación de los cisnes.
-Ma-ri-na...
La muchacha tiene los párpados cruzados de venas azules. Su cuello es largo y delgado y en su nuca se
rizan los cabellos cortos. Sus hombros son pequeños y redondos. Hay en el cuerpo de Marina una
comenzada serenidad de adolescente, un contorno acogedor como una promesa, algo maternal y sencillo de
cierva joven y libre.
Tiberio se sorprende de sus propios pensamientos. ¿Qué es esto, Dios mío, qué es esto que le invade, esta
ternura distinta y melancólica, esta dejadez que consume su cansancio y le hace sentirse con gozo de la
vida?
Lejana, sobre el camino, ve Tiberio la figura débil y empequeñecida de “Sencillo”. Su vida, la torre con
cigüeñas, don Tomás sollozando en el presbiterio, “Chicha y Pan” contando estrellas, tía Evelina regando
sus rosales, sus locos persiguiendo mariposas de cristal sobre el prado de la tarde, la ciudad, las máquinas,
los hombres, Anarkos...
-¡Anarkos!
Un grito le sacude el sopor del alma. El corazón le brinca y se le pone en pie. Siente una remota llamada,
una distante voz, una lejana angustia. Se estremece Tiberio, vibran sus nervios electrizados ante ese oscuro
mensaje que le sube a flor desde el fondo sereno de su agua.
-¡Anarkos!
Es un grito “como bronce que suena o campana que retiñe”...
Y unas palabras llegan: “Si alguno desconoce, él será desconocido...”
Tiberio se incorpora y corre, sin decir adiós a la muchacha, por la carretera polvorienta. Su grito perfora el
silencio y se clava como una saeta en la diana de las nubes:
-¡“Sencillo”, “Sencillo”!
Corre, jadeante y sudoroso, tropezando en las piedras, cayendo y levantándose, extendidos los brazos. Y
cuando llega al lado del ángel ve la mirada de “Sencillo” rebrillar de alegría y extenderse sus alas como una
acción de gracias. Los labios de Tiberio se entreabren, felices, en una oración que le llena los ojos de
lágrimas:
-“...Ten cuenta de mi vida errante; pon mis lágrimas en tu redoma. ¿No están escritas en tu libro?... Porque
tú me arrancas a la muerte, y arrancas mis pies de falsos pasos, para que pueda andar en la presencia de
Dios, en la luz de la vida...”

Tiberio encuentra el silencio

Ha amanecido este día sobre la ciudad.


La lluvia caída durante la noche esponja los árboles de los paseos y las flores de los parques, y convierte el
asfalto en un espejo, sucio y gris, donde se contempla, narcisista, la chata y lóbrega arquitectura de la
ciudad.
Tiberio y “Sencillo” han dormido en la sala de espera de la estación. La tarde antes, Tiberio suplicó a su
ángel:
-Quiero encontrar a Anarkos. No sé cuánto tiempo ha pasado, “Sencillo”; he perdido la memoria de las calles
que hemos recorrido, de los millares de kilómetros que hemos saltado con nuestros pasos. Hemos buscado
por toda la ciudad. ¡No puedo, no puedo dejarle solo por más tiempo! Está acorralado, como un pobre
animal feroz; me despiertan por la noche sus terrores y sus gritos de león solitario. Sé que le consume la
violencia, que le deshace la ira; me da miedo, “Sencillo”, de que no haya sitio para él en las

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bienaventuranzas de Dios...
-Estamos a punto de encontrarle, Tiberio. Han sido necesarias su soledad y tu soledad. Ahora, sobre
vuestros torcidos renglones humanos, va a escribirse la recta y alta caligrafía de Dios...
-Entonces...
-Ahora, vamos...
Bajaron juntos por aquella calle ancha y llegaron a la estación. Los trenes, inmóviles, dormían en la
oscuridad una larga fatiga de rieles. A través de las ventanillas se veían los asientos, con su forro de tela
blanca, asientos fantasmas y errabundos, que soportaban, día tras día, los cuerpos de hombres que eran
distintos y, sin embargo, tan iguales, tan monótonos; se respiraba en la estación una atmósfera de
carbonilla, de humos pegajosos, de grasa de engranajes, de petróleo. Llegaban ruidos de cadenas; de
vagones que chocaban, allá fuera, en alguna maniobra; de martillos que golpeaban los ejes; de pisadas
sobre la grava menuda de las vías.
-¿Por qué venimos a la estación? -preguntaba Tiberio.
-Dormiremos aquí esta noche, en la sala de espera.
Una sala grande, democrática y espesa, albergaba a una docena de personas inmóviles. Hombres y mujeres
que parecían dormidos: algún soldado, campesinas, algunos tratantes. Pesaba sobre la sala un frío solemne
y silencioso; se hablaba en voz baja, como en la consulta del dentista, o, mejor, no se hablaba. Flotaba un
aburrimiento letárgico y horadado de moscas; sobre los muros se mostraba un mosaico de firmas y dibujos,
más o menos groseros; generaciones de hombres habían estampado allí algunas rayas; de hombres que ya
nada tenían que ofrecer a los gusanos, como no fuesen sus huesos mondos y lirondos.
Allí, con la cabeza en la pared, ha dormido anoche Tiberio. Después ha amanecido. Un día glorioso, porque
el alfanje del sol ha segado las nubes, y los trenes, entre vías, muestran el brillo de sus dorados -Wagons
Lits- y de los cristales de las ventanillas.
Sí; el día está glorioso y solemne. Han salido un par de trenes; un corto y el mensajero, que llegará a su
destino dentro de algunos días, si es que llega; si no llegase, tampoco importaría nada. Total, unas mujeres
que salen del hospital, unos soldados con permiso, algunos labriegos con enormes cestas...
Tiberio mira anhelosamente a aquella multitud abigarrada y hosca que llega y que se va.
-¿Va a venir Anarkos?
-A las nueve y cuarto sale un mercancías. Viajaremos en él -“Sencillo” está lacónico y serio, casi
trascendente.
Dan la vuelta al tren para entrar por el otro lado. “Sencillo” descorre las puertas correderas de un vacío
vagón de ganados; suben y vuelven a cerrar rápidamente. Se están quietos en un rincón. Tiberio casi no se
atreve a respirar, por si los ferroviarios.
Fuera se oye la voz de un hombre:
-¡No dejes de traerme la cesta de huevos! ¡Ah, y un par de conejos!
El tren recula; silva la máquina y, muy lentamente, a pequeños tirones que hacen tambalearse a Tiberio,
comienza la marcha.
Entonces, sólo entonces, se da cuenta Tiberio de que hay alguien que comparte el vagón con ellos. Allí, en
un rincón, fosforecen unos ojos y alguien respira, rápida y entrecortadamente.
-¿Oyes? -cuchichea Tiberio al oído de “Sencillo”-. Hay alguien ahí.
-Espera -dice el Ángel- hasta que salgamos de la estación.
Transcurren unos minutos densos, en los que el corazón de Tiberio casi se detiene.
Luego, el Ángel descorre la Puerta y entra la luz y el aire fresco de la mañana.
Casi al mismo tiempo, de la garganta de Tiberio brota un gemido apasionado:
-¡¡Anarkos!!
Sí, es él, enflaquecido y sucio, con la barba crecida señalándole los salientes pómulos, con el cabello
revuelto y lleno de polvo; con los ojos obsesos e inmóviles. Se muerde un poco el bigote derecho, como si
quisiera sonreír:
-Hola, Tiberio, mi vieja sombra.
-¡Anarkos! ¿Cómo estás aquí? ¿Cuándo has entrado?
Sebastián se pasa la mano -pálida y nudosa- por la frente húmeda.
-Llevo dos días aquí.
-¿Y ni siquiera has comido?

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-Sí; robé algo de fruta.
Habla con una voz metálica, en la que hay un trágico poso de fatiga:
-Te sentí entrar; pensé que eras algún guardia. ¿Sabes que la Policía me persigue?
-Ahora no pienses en eso.
-Luego, cuando vi que la puerta se cerraba -¿quién la cerró, tu ángel?-, pensé que serías algún
vagamundos, como yo, algún huido.
-Soy un huido y un vagamundos, como tú. Te hemos buscado, durante días y días, por toda la ciudad;
estuvimos en el cementerio; en aquella fábrica; luego en las chavolas del río, donde decía el periódico que te
ocultabas... Hemos vivido unos angustiosos días, Anarkos, sin saber nada de ti.
-¿Qué podía hacer? -gruñe Anarkos con ferocidad-. ¡Los hombres a la caza del hombre! Me han ido
siguiendo, acorralándome como a un bicho venenoso y maldito. He pasado días... no sé dónde; en los
suburbios, en el campo, durmiendo en las cloacas que llevaban toda la porquería humana, toda la
humanidad podrida... Robaba para comer o no comía. Al fin, pensé que estaba equivocado; ocultarse en la
ciudad es más fácil, pero indigno. Prefiero que me maten al aire libre, bajo el sol, a la luz del campo; la
ciudad me parecía un ridículo escenario para morir... Este tren, ¿dónde va?
-No lo sé, Anarkos -Tiberio se queda pensativo-, no lo sé. Ni siquiera sé si este tren es real, si es que
estamos muertos; si, tal vez, nos hemos helado de frío alguna de estas noches y vamos ya camino de Dios...
-¡No! ¡No! ¡Todavía no! ¡Aún quiero herir, matar, hacer daño, incendiar, destruir! ¡Aún quiero vengarme de
esta mierda de mundo! ¡Alguna vez quiero ser martillo y no yunque! ¡Después podré ir a tu Dios! ¡Le miraré
cara a cara; podré gritarle: “Tú has creado, pero yo he destruido tu obra”!
-Tú eres también obra de Dios, Anarkos -contesta Tiberio, gravemente-. No, ni siquiera puedes destruir; es
Dios quien crea y Dios quien destruye. Y nosotros sólo somos brazos de Dios.
-¡No! ¡Yo sólo soy una verruga del mundo, una mísera excrecencia de la costra terrena! Porque el mundo
me ha aborrecido.
-¿Nunca leíste el Evangelio? “Si el mundo os aborrece, sabed que me aborrece a mí primero que a vosotros.
Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo, pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del
mundo, por esto el mundo os aborrece”.
-¿Por qué me dices eso?
-Es Dios quien lo dice; Dios que vino al mundo y “el mundo no le conoció. Vino a los suyos y los suyos no le
recibieron”. Antes que tú, Anarkos, hace ya dos mil años, hubo un Hombre que era Dios encarnado en
hombre; fue injuriado y perseguido; se burlaron de él, le dieron bofetadas, le escupieron al rostro, le dejaron
sin sangre y sin vida. Y, al fin, fue colgado como reo, entre reos, para vergüenza del mundo.
-¿Hizo Dios eso? ¿Y por qué no se vengó, destruyendo, aniquilando a ese mundo?
-Tuvo legiones de ángeles que a un solo deseo suyo hubiesen borrado la especie humana. Pero no vino
para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvado.
-O yo soy muy bruto... o Dios está más loco que yo.
-Alguien me dijo eso alguna vez -suspiraba Tiberio, buscando en el rincón de los recuerdos-. Está loco, sí,
porque los hombres han establecido una absurda división tajante y llaman locura a todo lo que no
comprenden, lo que no cabe en sus pequeños cerebros; ¡como si pudiesen comprender a Dios!
-Entonces..., ¡Dios es de los nuestros! ¡Dios está con nosotros! Pero... pero... yo no creo en Dios...
-Tú crees en Dios con la más hermosa y apasionada fe que he visto nunca. Detrás de la corteza de tu odio
está la realidad de tu amor. Detrás de tu negación hay la más bella profesión de fe. Porque has luchado
contra lo injusto y no era estéril el grano seco de tu violencia. Porque has deseado un mundo donde los
pobres, los desheredados, los perseguidos, pudiesen poseer la paz. Pero la paz no es de este mundo,
Sebastián...
El tren cabecea lentamente; están cruzando campos sembrados donde ya crece la mies y blanquean las
margaritas.
Escucha Anarkos, jadeante, apagados los ojos, y Tiberio habla, transfigurado y hermoso, mientras el viento
que entra por la puerta descorrida le ciñe la cabeza de banderolas y ráfagas.
-“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados; bienaventurados los que tienen hambre y
sed de justicia, porque ellos serán hartos; bienaventurados los que padecen persecución de la justicia,
porque ellos verán a Dios...”
Anarkos siente su boca seca y unos escalofríos le sacuden el cuerpo de arriba abajo. Tiberio le mira,

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asombrado. Porque Anarkos está pálido, sombrío, casi céreo.
-¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras mal?
Anarkos jadea y trata de sonreír con desdén:
-Bah, un poco de fiebre.
-¡Si tienes la frente ardiendo!
-Creo que... debí de enfriarme. Una noche que dormí sobre un banco.
Le castañetean los dientes con la calentura; ahora se va poniendo rojo, congestionado, y le suena el pecho,
al respirar, como un viejo órgano de fuelle.
-“Sencillo”-suplica Tiberio.
El Ángel mira al muchacho con gravedad, serenamente.
-Sí...
A Tiberio la mirada se le pone amarga, dolorosa, reconcentrada:
-¡Anarkos! ¡Anarkos! ¡Bajaremos en la primera estación! ¡Iremos a un médico y te pondrás bueno!
Sebastián sonríe con tristeza:
-Tal vez..., tal vez no haya tiempo. Tal vez no haya ninguna primera estación. Oye.... Tiberio... ¿Y dices que
Dios fue perseguido..., odiado como yo?
-Como tú, Anarkos, pero aún con más odio, con más pasión, porque Él era Dios.
A Anarkos se le van nublando los ojos; ve el rostro de su amigo a través de una neblina, como una imagen
desenfocada:
-Yo soñaba con una revolución, Tiberio.
-Soñabas con la revolución de Dios. Pero tampoco esa revolución es de este mundo.
-Creo... Durante la mayor parte de mi vida no he sabido lo que decía, ni siquiera lo que pensaba. ¿He sido
un poseso, Tiberio? A veces..., cuando me crecía aquí dentro un zumbar sordo, como una gran hélice... y
mis oídos ensordecían... y un odio espeso me llenaba de asco y de miedo. No siempre..., no siempre mi
voluntad obraba. Fui el tonto del pueblo..., ¿te acuerdas? Esta noche también ha venido borracho mi padre...
Está ahí, en la habitación, pegando patadas a los baúles... Después..., ¿no oyes? Se ha quitado el cinturón,
ancho como un cincha..., ¡y viene, Tiberio! ¿No le sientes? Tengo que huir... ¿Funcionarán mis alas, Tiberio?
Es fácil, muy fácil; los pájaros vuelan, los pájaros huyen. Vamos, vamos... Ellos están en el cementerio; mira,
los fuegos fatuos...; vamos a leer el periódico... Aquella mujer, ¡gritaba tanto! ¡No he sido yo, os digo que no
he sido...!
Se le desorbitaban los ojos. Tiberio le retiene en sus brazos. Pero se le escapa y trata de levantarse:
-¡Bienaventurados los que... padecen... persecución..., porque ellos... verán a Dios...!
Un movimiento del tren lo derriba sobre el viejo y apolillado suelo de madera.
-¡Anarkos!
-¡Yo veré a Dios..., a tu Dios y mi Dios!
Durante un rato permanece en el suelo, caído, amodorrado, mientras sus miembros se estremecen con
espasmos convulsos.
Pero luego abre los ojos, tranquilos, apagados. Hay en ellos una resignación, una dulzura que emociona a
Tiberio; es una mirada infantil, de niño solitario, de niño triste.
-Tiberio; me parece... que ya he encontrado la paz. Ya no siento hervir mi sangre ni ese zumbar horrible que
taladraba mi cerebro. Ni siquiera siento odio, Tiberio. ¿Qué es el odio? ¿Puedo odiar a alguien? ¡Qué día tan
hermoso, tan azul! ¡Aquí sí puedo morirme, viendo el cielo y el campo...! ¿Por qué brillas de ese modo,
Tiberio? Pareces de otro mundo.
El tren va ahora más de prisa; apenas se nota el salto de las ruedas sobre las junturas de los rieles.
-¿Qué día es hoy, Tiberio?
-Tres de febrero... ¡Tres de febrero! -se exalta Tiberio-. Hoy vuelven las cigüeñas, Anarkos. Vienen
planeando sobre el aire con sus grandes y hermosas alas; cuando la mies se aúpa sobre los surcos con
pisadas de perdices y tibias camadas de liebres.
-Me gusta, Tiberio; me gusta porque... Contéstame, Tiberio. ¿Voy a morirme?
Los ojos del muchacho sonríen ahora:
-Sí, Anarkos. Vas a morir, a morirte, a morir a ti. Vas a vivir a Dios.
-Pues me alegro de morirme hoy, cuando vuelven las cigüeñas... No sé rezar, Tiberio.
-Ya has rezado; toda tu vida y tu locura, hasta tus mismas blasfemias, tu ira y tu amargura, eran oración,

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Anarkos. Porque tú no eras culpable de ti.
Suspira Anarkos:
-Tiberio..., ya sé por qué fosforeces de ese modo; ya sé por qué brillas así; ya sé porqué calmabas mis
pesadillas con el contacto de tus manos; ya sé por qué no quería mirarte a los ojos, esos ojos tuyos que dan
la vergüenza y la paz. Ya lo sé, Tiberio; es porque...
Tiberio pone su mano sobre los abrasados labios de Anarkos y sonríe:
-Calla, calla...
Los ojos de Anarkos se contraen; algo como una sombra entra en sus aguas limpias, algo como un
atardecer, como si una nube ocultara el sol y arrojara sobre la tierra su espesa y movible sombra:
-Tiberio..., ¡sí! ¡La Verdad es blanca y redonda!... ¡Dios! ¡Dios!
Todavía un último grito sobrecoge la mañana:
-¡Dios!
Durante mucho tiempo Tiberio permanece inmóvil, igual que una estatua, junto al cadáver de Sebastián
Rodríguez Piñero, de treinta y ocho años, natural de Erustes (Toledo), hijo de Isauro y de Hermelanda,
neurótico disfóricosensitivo y psicasténico... Anarkos ha muerto como vivió, dando gritos. Tiberio le baja los
párpados con dedos de caricia; los párpados, que caen sobre unos ojos inmóviles que han ganado ya,
definitivamente, la serenidad.
Luego, Tiberio suspira:
-“Sencillo”; ya está.
Chisporrotea la mirada del Ángel como un cirio que se consume:
-Hoy es tres de febrero, Tiberio. La eternidad es de día. Mira, hay un sol allá arriba, inmóvil como una
naranja. ¿No ves ya el futuro ante ti? Tiberio, nube mía, hoy vas a llover sobre el mar.
Tiberio se pone en pie, electrizado, casi febril. Le cruzan relámpagos de alegría por los ojos y el corazón se
le pone a cantar como loco.
-¡¡¡“Sencillo”!!!
-Sí -y el Ángel toma entre las suyas la mano de Tiberio-; estás subiendo hacia el Silencio. Querido,
inolvidable Tiberio, error de Dios, que es perfecto y maravilloso hasta en sus errores...
Un viento suave mece las campánulas doradas, las digitales y las grises hojas de las encinas. Un aire que
trae una inaudible melodía, que viene bailando en torbellinos de polvo sobre los caminos del mundo.
-“Yo ya no estoy en el mundo; pero ellos están en el mundo mientras yo voy a Ti. Padre santo, guarda en tu
nombre a éstos que me has dado para que sean uno como nosotros... Yo les he dado tu palabra, y el mundo
los aborreció porque no eran del mundo, como yo no soy del mundo... Santifícalos en la verdad, pues tu
palabra es verdad... Quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú
me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha
conocido, yo te conocí y éstos conocieron que tú me han enviado...”
Hay sobre las nubes una apoteosis de ángeles jinetes que van al Afganistán. De extremo a extremo de la
tierra se tiende la señal de la amistad de Dios; un arco iris, puerta de la gloria, por donde Tiberio y “Sencillo”
acaban de entrar en el Reino del Silencio.
Desde la tierra, un anciano sacerdote eleva sus ojos asombrados hacia la torre de su iglesia, hacia las
campanas, que están tocando solas entre una bandada de cigüeñas. Y sus ojos se aguzan en la distancia,
conmovidos, para ver el más extraño de los prodigios, un Ángel y un muchacho que caminan por el cielo. Su
mano se levanta, trémula y suplicante:
-¡Tiberio! ¡Adiós, Tiberio!

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