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La necesidad de formar desde las aulas a profesionales con profundos

valores éticos para evitar una nueva crisis como la que nos acontece.

Ildefonso Camacho SJ
Facultad de Teología de Granada

Cada uno habla desde su propia experiencia, incluso cuando se trata de un


tema tan complejo como el de las nuevas relaciones entre el mercado, el
sistema financiero y la sociedad, que este número de Contrastes quiere
abordar teniendo como trasfondo la reciente crisis. Y mi experiencia personal
es la de haber enseñado “Ética social y empresarial” y “Ética económica y
financiera” desde hace ya más de 30 años. Es decir, cuando yo comencé a
hablar de ética, en las escuelas de negocios no estaba tan de moda como lo
está ahora.
Pues bien, esa experiencia mía tiene una indudable componente de impotencia
y de desamparo. Pero eso no me ha llevado a tirar la toalla como si estuviera
ante una empresa imposible. Me ha impulsado más bien a replantear
continuamente el enfoque a dar a estas materias. Esa impotencia y ese
desamparo me han hecho recordar a veces aquellas palabras de la Biblia (del
profeta Isaías, concretamente): “¡Voz que clama en el desierto…!”. Es la
impresión de que uno va contra corriente, que dice cosas que no entran en el
discurso común del mundo empresarial y financiero… Una vez me lo formuló
muy crudamente un alumno: “Lo que Ud. acaba de decir es justamente lo
contrario de lo que ha dicho el profesor que ha estado con nosotros en la hora
anterior”.
Esta experiencia me ha llevado siempre a pensar que la ética no puede ser
preocupación sólo del que tiene el encargo oficial de explicarla en una
asignatura. Por el contrario, tiene que estar presente, de algún modo, en el
conjunto de enseñanzas que conduce a la obtención de un título. Al menos,
como horizonte que queda abierto, como pregunta que queda planteada. No
todo profesor puede dedicar su docencia a la ética: ni es su responsabilidad, ni
en muchos casos tiene competencia para ello. Pero un profesor sensible a la
realidad y convencido de lo que está en juego en ella debe al menos apuntar la
dimensión ética de los temas que está tratando.
Porque, a fin de cuentas, la ética no es una normativa que se impone al
profesional como algo sobreañadido a su campo de actuación y dictado desde
una instancia que se presenta investida de autoridad para hacerlo. Esa es la
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idea de ética que tiene muchas veces el profesional. Naturalmente tal modo de
entender las cosas provoca automáticamente rechazo abierto o, al menos,
resistencia pasiva. Esa concepción extrinsecista de la ética (como algo que
viene “de fuera”) ha hecho no poco daño a la ética misma.
El enfoque adecuado lo concibo de forma muy distinta. La ética debe ser
presentada como una dimensión de la realidad humana, que está presente en
toda acción que tiene por sujeto a una persona o a una institución constituida
por personas. El ser humano es constitutivamente moral en la medida en que
actúa en función de valores. Incluso la decisión que pueda parecer más técnica
está inspirada por valores morales que motivan una opción determianda. Por
eso enseñar ética no es presentar códigos éticos y ponerlos a discusión;
tampoco es analizar y discutir casos solamente. Es, ante todo, explicitar los
valores éticos que están detrás de las personas y de las instituciones: de las
personas, motivándolas; de las instituciones, orientando su actuación y
legitimando sus objetivos y su forma de organizarse y actuar.
La docencia de la ética puede chocar entonces con varios tipos de resistencia:

• La del “científico” (lo pongo entre comillas), cuando cree a pie juntillas en
la neutralidad y la objetividad de la ciencia y se niega a aceptar que
detrás de todo análisis de la realidad social hay unos presupuestos que
no proceden del puro saber científico.

• La del profesional, cuando piensa que los negocios no son lugar para el
altruismo ni ofrecen mucho margen para pensar más que en los propios
intereses; alguno incluso llega a decir que la ética es un lujo que sólo
pueden permitirse las empresas que van bien.

• La del estudiante, cuando se obsesiona con la competitividad y se


obnubila con llegar cuanto más lejos posible porque no piensa más que
en sí mismo y vive a los demás como una oportunidad para subir él o
como un potencial enemigo (que le disputa su presa).
Enseñar ética a futuros profesionales consistirá en entrenarlos para este
descubrimiento de algo que hay ya en ellos: que son sujetos morales, que la
libertad existe también en la actividad profesional (aunque no sea omnímoda e
ilimitada), que esa libertad va unida a una responsabilidad. Consistirá también
en invitarlos a tomar distancia crítica respecto a la realidad que estudian y a las
ciencias que frecuentan, para preguntarse por el sentido último de lo que se
hace en ellas: ¿qué tipo de sociedad aspiramos a construir o a mantener? ¿qué
tipo de persona es la que queremos promocionar? ¿para qué tipo de persona
estamos construyendo la sociedad, y de la que son pilares decisivos tanto el
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sistema socioeconómico como la actividad empresarial o profesional? ¿nos
contentamos con fabricar productores eficientes y consumidores dóciles, que
hipotequen su vida personal para ser buena mercancía en el mercado?
Una dificultad que ha condicionado el enfoque a dar a un curso de ética
aplicada, cualquiera que sea el ámbito de su aplicación, proviene de los pre-
conceptos con que el participante acude. Los llamo “pre-conceptos” porque son
ideas poco reflexionadas y sistematizadas. Pero precisamente por esa falta de
concreción actúan de una forma tan imperceptible como decisiva en la
recepción e interpretación de lo que se dice. De ahí que una tarea
imprescindible para comenzar sea la de ponerse de acuerdo en el sentido de
los términos que se utilizan: de otro modo, el curso se convierte en un “diálogo
de sordos”. En tres direcciones conviene orientar esta clarificación:
1. La ética no es sólo un conjunto de prohibiciones, ni siquiera de normas.
Lo más esencial en ella son los valores: es decir, ese horizonte ideal que
atrae al ser humano y que le invita a obrar porque en esa actuación la
persona se siente coherente consigo misma y con sus aspiraciones más
profundas. Desde ese horizonte de valores es posible luego identificar
algunos que son irrenunciables y que dan pie a normas obligatorias o a
prohibiciones: pero ni unas ni otras agotan la ética ni constituyen lo más
nuclear de ella.
2. La ética no tiene sólo una dimensión personal: tiene también una
dimensión social. Espontáneamente tendemos a pensar que la ética se
refiere sólo al comportamiento de un sujeto humano que actúa en
libertad y responsabilidad: y ese es sin duda el enfoque más propio de la
ética. Pero también es posible hacer un juicio moral de las estructuras
de nuestra sociedad: es verdad que dichas estructuras no dependen de
la actuación de una persona ni le son imputables a ella, pero son el
resultado de muchas actuaciones personales y colectivas, que favorecen
una determinada forma de entender a la persona en términos de valores
que se priorizan en su desarrollo. El sistema fiscal o el sistema educativo
de un país son dos ejemplos de estas estructuras, sobre los que es
posible y conveniente abrir un debate en el que en seguida entrarán en
juego diferentes opciones éticas de los participantes.
3. La ética supone una actitud crítica y, a la vez, abierta a la crítica. Ser
crítico significa tomar distancia, cuestionar y dejarse cuestionar.
Desgraciadamente no es infrecuente ver que la ética se emplea hoy más
para legitimar y justificar que para criticar o dejarse criticar. No deja de

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ser paradójico que, detrás de grandes declaraciones de identidad y
códigos éticos ejemplares se escondan conductas escandalosas. La
reciente crisis financiera lo ha puesto de manifiesto. Y uno recuerda
aquello de “dime de qué presumes y te diré de lo que careces”.
Enseñar ética profesional exige una cierta audacia para no dejarse llevar de la
impotencia y el pesimismo, y para no prestarse tampoco a ser
instrumentalizado como un cosmético que, más que transformar la realidad, la
disimula y la oculta. El mundo en que vivimos nos hace esclavos de su
pragmatismo cortoplacista. La crisis financiera ha ilustrado bien adónde lleva
ese buscar una rentabilidad suculenta e inmediata como único objetivo. La
ética puede ser un antídoto contra esa amenaza. Enseñar ética es entrenar al
futuro profesional, dotarle de habilidades para no dejarse enredar en una
actividad sin otros horizontes que esos.
Nuestra sociedad está necesitada de ética; nuestros profesionales, de la
enseñanza de la ética. Pero no de cualquier ética. Y hoy, cuando tanto se
insiste en que la docencia no puede limitarse a transmitir conocimientos sino
que tiene que adiestrar también en capacidades y actitudes, un curso de ética
tendría que proponerse al menos favorecer una actitud inquebrantable de
crítica constructiva: crítica, para tomar distancia y no dejarse engullir;
constructiva y creativa, para saber poner tantos medios como tenemos a
nuestra disposición en las sociedades económicamente desarrolladas al
servicio de otros fines más humanos y humanizadores.

Enviado a:
Norberto M. Ibáñez
Director
Revista Contrastes
www.contrastes.info
Tel. + 34 96 322 84 26 - + 34 629 754 522

Norberto Martínez Ibáñez [revistacontrastes@hotmail.com]

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