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En la vida de las personas santas, las lagrimas son generalmente expresión de aflicción por los
pecados propios y ajenos y con frecuencia ponen en evidencia «el rocío divino del Espíritu»,
para decirlo con la espiritualidad del Oriente cristiano; es decir, son lágrimas místicas, dadas a
quien ha recibido algo de la contemplación de la luz inaccesible de Dios, una especie de com-
prensión particular y profunda del amor de Dios, expresión de un corazón que arde totalmen-
te por El. Son, pues, la señal de un camino místico hacia la santidad.
También para Don Bosco el testimonio de las lágrimas es frecuente y llamativo. Nosotros nos
preguntamos si se puede hablar y hasta qué punto, de una simple característica de su persona-
lidad tan sensible o más bien de verdaderas y propias experiencias místicas.
Alma sensible
Dos circunstancias, entre otras, nos impresionan en el muchacho Juan Bosco y nos revelan un
alma particularmente sensible. Son la conmoción y la tristeza prolongada, alrededor de los 12
años, por la muerte de un mirlo criado con tanto cuidado e improvisamente despedazado y
devorado por el gato; además, cuando tenía 15 años, hacia finales del 1830, el llanto inconso-
lable, «con el corazón hecho pedazos», y que duro muchos días, por la muerte de Don Calos-
so, tanto que su madre, seriamente preocupa-
da, lo manda a pasar un tiempo en el ambiente
sereno de la casa de los abuelos en Capriglio.
Ya adulto y sacerdote, sigue siendo fácil con-
moverse. En las contrariedades y en los grandes
disgustos la reacción de Don Bosco es la de
cerrarse en el sufrimiento y dejar que corran las
lagrimas, como cuando en el prado Filippi llora
ante la incertidumbre y el abandono en que se
encuentra acerca de su futuro; cuando es trata-
do de forma villana por un joven al que había llamado la atención por su conducta, como
atestigua el joven Brovio, que, sorprendido por el llanto de Don Bosco, siente fuertemente
dentro de sí el instinto de correr a vengarle; frente al enésimo tentativo de enredos que se
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están tramando contra su persona y la de sus primeros salesianos, en 1882, como nos lo des-
criben las Memorias Biográficas, durante incomprensiones y los contrastes, con el Arzobispo
Gastaldi; cuando, para obtener la aprobación y los reconocimientos necesarios para la nacien-
te Congregación salesiana por parte de la Santa Sede, se entrelazan como en un torbellino
fatigas, oposiciones, contradicciones, humillaciones, retrasos y desilusiones. Avanzando en
edad, según se va acercando su ida al cielo, Don Bosco se vuelve más sensible a la conmoción
y al llanto. Un temperamento, pues, muy sensible, plasmado poco a poco por los sufrimientos
y por las fatigas de la vida. Ciertamente la presencia casi Continua de Mama Margarita, duran-
te el crecimiento y el itinerario de maduración de su hijo, con su fibra fuerte y al mismo tiempo
tiernísima, da una aportación notable en la formación de su naturaleza y de su corazón parti-
cularmente sensible.
Sin embargo, podemos también constatar que su facilidad para conmoverse no proviene de
un temperamento romántico, casi lánguido, de quien siempre tiene miedo o se siente débil y,
por eso, sin otro modo de desahogarse que el llanto. Al contrario, Juan, -así concuerdan las
biografías- tenía un carácter fácilmente inflamable y al mismo tiempo poco dúctil, casi duro;
carácter más bien serio, de buen observador; no demasiado prodigo en palabras y al mismo
tiempo, con manifestaciones de valor, que impresionan, al afrontar situaciones complejas y
dificultades, y esto, desde pequeño.
Un testigo afirma, que durante los jolgorios carnavalescos, exhortaba a hacer fervorosas co-
muniones y a permanecer en Adoración delante del Sagrario, para reparar el mucho mal que
se acometía; mientras hablaba, pensando en los insultos que recibía Jesús, lloraba e inducía a
la conmoción a los presentes. El Cardenal Cagliero nos asegura que, mientras Don Bosco pre-
dicaba sobre el amor de Dios, sobre la condenación de las almas, sobre la pasión de Jesucristo
el Viernes santo, sobre la Santísima Eucaristía, sobre la buena muerte y sobre la esperanza del
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Paraíso, él lo veía muchísimas veces derramar lágrimas de amor, de dolor, de alegría. Otro
testigo lo vio prorrumpir en lágrimas en el santuario de la Consolata, mientras predicaba so-
bre, el juicio universal. Conmovido hasta las lágrimas, mientras hablaba de la vida eterna, sa-
bia llevar a la conversión a pecadores obstinados, los cuales, después del sermón, lo buscaban
para confesarse.
Esta gran e necesidad de llanto, que distingue y se
observa frecuentemente en la oración y en el mi-
nisterio sacerdotal de Don Bosco, nos induce a
creer que nos encontramos verdaderamente ante
un gran don de Dios, ante una especie de fenóme-
no místico, con abundancia de detalles, documen-
tado en la historia de la espiritualidad tanto orien-
tal como occidental.
En Don Bosco se da todo esto, como hemos brevemente expuesto y, podríamos también ul-
teriormente ampliado por la pasión y por la necesidad de la salvación de los jóvenes. El llora
entonces en su nombre y poniéndose en la condición de ellos, como integrando su responsa-
bilidad aun no madura acerca de la importancia de la salvación del alma; su dificultad para
aceptar la lucha sin cuartel contra el mal y la ruptura con el pecado; su alegría y su agradeci-
miento aun poco desarrollados para con los dones de Dios, particularmente por su amor, que
precede, acompaña y salva; su determinación aun débil de orientar bien la vida según el pro-
yecto de Dios hacia «aquel trozo de Paraíso que todo lo arregla».