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José María Merino 41.

EI desertar
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Quedó entonces sola en casa, silenciosa Ia mayor parte del día -ex-
cepto cuando se acercaba a donde su hermana para alguna breve char-
Ia- en un pueblo también silencioso, del que faltaban Ios mozos y Ios
casados jóvenes, y que vivia esa ausencia con ánimo pasmado.
Se absorbía en Ias faenas con una poderosa voluntad de olvido. Así,
con minuciosa rigidez de horario, cumplía Ias labores cotidianas de Ia
41. EI desertor(1982) limpieza y Ia cocina, dellavadero y de Ias cuadras, yel calendario sucesivo
José María Merino (Espafía, 1941) de los trabajos dei campo, segando y trasladando Ia hierba, escardando Ias
Iegumbres y cavando los frutales, majando el centeno. Abstraída en Ia ta-
rea dei momento, que acaso le exigía, con el esfuerzo físico, un ritmo es-

E Iamor es algo muy especial. Por eso, cuando vio Ia sombra junto
a Ia puerta, a Ia claridad de Ia luna que, precisamente por su escasa
pecial, llegaba a pensar Ia ausencia de él como una nebulosa ensofíación
no dei todo real, de Ia que saldría en algún inmediato despertar.
luz, le daba una apariencia de gran borrón plano y ominoso, no tuvo Pero el tiempo iba pasandoy Ia guerra no terminaba. EUa no sabía
ningún miedo. Supo que él había regresado a casa. La suavidad de Ia muy bien los motivos de Ia guerra. Desde el púlpito, el cura les hablaba
noche de San juan, el cielo diáfano, el olor fresco de Ia hierba, el rumor dei enemigo como de un mal diabólico y ternible, infeccioso como una
del agua, el canto de los ruisefíores, açompasaban de pronto 10 más plaga. AI cabo, ya Ia guerra y elenemigo dejaron de ofrecer una referen-
benéfico de su naturaleza a Ia presencia recobrada. cia real, y era como si el esfuerzo bélico tuviese como objeto Ia defensa
La vida conyugal había durado apenas cinco meses cuando estalló la a ultranza frente a la invasión de unos seres monstruosos, venidos de
guerra. Le reclamaron, y ella fue conociendo entre líneas, en aquellas algún país Iejano y mortífero. Hasta tal punto que, en cierta ocasión,
cartas breves y llenas de, tachaduras, Ias vicisitudes del frente. Pero Ias car- cuando atravesó el pueblo un convoy con prisioneros y los vecinos sa-
tas, que ai principio hacían referencia, aunque confusa, aios sucesos y lieron a verlos con acuciante curiosidad, una mujerona manifestó en su
aios parajes, fueron cifiéndose cada vez más a Ia crónica simple de Ia pintoresca exclamación, Ia decepcionante sorpresa de compro bar que
nostalgia, de Ios deseos de regreso. Venían ya sin tachaduras y estaban los enemigos no mostraban el aspecto que Ias diatribas dei cura y otras
saturadas de una afíoranza tan descarnadamente relatada, que a ella le noticias les habían hecho imaginar:
hacían llorar siempre que Ias Ida. -jNo tienen rabo!
Entonces no estaba tan sola. En Ia casa vivia todavía Ia madre de No tenían rabo, ni pezufías, ni cuernos. Eran hombres. Tristes, os-
él, y Ia vieja, aunque muy enferma, le acompafíaba con su simple pre- curos, vestidos con capotes sucios, con chaquetas raídas. Sobre Ias cabe-
sencia, ocupada en menudos trajines, o eu charlas cotidianas y en los zas peladas, llevaban pasamontafías y gorrillas cuarteleras. Casi todos
comentarios sobre Ias cartas de él, y Ias oscuras noticias de Ia guerra. tenían Ia barba crecida en los rostros flacos, aunque también se veían Ias
AI afío, murió. Se quedómuerta en el rnismo escafío de Ia cocina, con mejillas barbilampifias de algunos mozalbetes.
un racirno en el regazo y.una uva entre los dedos de Ia mano derecha. A ella, de pronto, Ia visión de aquellos soldados maltrechos le trajo
Ella supo luego por otra carta de él que, cuando le llegó Ia noticia de a Ia mente Ia imaginación de su propio marido, acaso en esos momen-
Ia muerte de su madre, los jefes ya no consideraron procedente nin- tos; .también acarreado en algún camión sucio de barro, encogido bajo
gún permiso, puesto que Ia inhumación estaba consumada hacía un pardo capote. Hasta creyó reconocer en varios rostros el rostro que-
tiempo. rido, sumida en una súbita confusión que Ia llenó de angustia.
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Pasó el tiempo. Orro afio. EI pueblo siguió perdiendo gente y, al fin, Era preciso el sigilo más completo. Ella disimuló su alegría y conti-
sólo quedaron Ias ninas, Ias mujeres y Ias viejos. Las veladas habían de- nuó haciendo Ia vida de costumbre. ÉI permanecía oculto en algún
jado de ser ocasión alegre de contar fábulas y recordar sucesos, y eran ya lugar de Ia casa durante Ias horas de luz. Por Ia noche, cuando Ia oscu-
solamente motivo de rezas. Rasarias y letanías, novenas y misas, ocupa- ridad 10 tapaba todo, salían a Ia huerta y se sentaban uno junto al otro,
ban Ias horas de Ia comunicación colectiva. sintiendo latir Ias estrellas parpadeantes, el río que murmuraba, los pá-
Cuando llegó aquel San Juan, ya ni creían recordar el tiernpo en que jaros que se reclamaban entre Ias enrarnadas invisibles.
Ias mozos, con su rey, encendían Ia gran hoguera tradicional en Ia alto Recuperó en sus brazos el sabor de aquellos primeros tiempos de
del cerro. Fueron Ias nifios los que suscitaron Ia memoria de Ia antigua matrimonio, y Ia congoja de Ias besos y los abrazos definitivos. Y como
fiesta, haciendo un gran fuego en Ia plaza. EI fuego atrajo a Ia gente, el amor es algo muy especial, todos los problemas -Ia guerra, su es-
que fue reuniéndose en torno a él. Era una noche clara, cálida, sin una fuerzo solitario que debía multiplicarse en tantas tareas, los complica-
pizca de viento. dos trueques para conseguir todo Ia necesario para una regular subsis-
Los ninas griraban alrededor del fuego, en el límite del caluroso re- tencia- pasaron a una consideración muy secundaria.
verbero. Los mayores recordaron otras noches de San Juan, a sus mozos Su única preocupación era que él no fuese descubierto. Una tarde,
llenándolas de algarabía y desorden. Lo que, cuando estaban los mozos, cuando regresaba con unas cargas de leria, encontró a Ias guardias en su
se aceptaba con esa obligada .rnezcla de indulgencia y malhumor que casa. Portadores de Ia denuncia que produjo Ia deserción -cuyo pro-
traía Ia sumisión a un rito inevitable, aquella noche se afioraba como pósito había sido ai parecer anunciado entre Ias pesadillas febriles del
una parte amputada de su vida. hospital-Ios guardias registraron Ia casa. Y aunque no fueron capaces
Porque aquel afio, como el pasado, no habría necesidad de vigilar de encontrarlo, aquella visita inesperada Ia colrnó de angustia, al pensar
los huevos, Ias matanzas, los hervidores. Nadie llegaría sigiloso en Ia no- que podian sorprenderle algún día y llevárselo orra vez, para castigar
che para hurtarlos. Y tampoco nadie borraría Ias sendas ni profanaría el acaso su huida con Ia muerte.
rescoldo de Ias hogares. Así, entre Ias dulzuras de tenerlo en casa y los sobresaltos de sus te-
EI pueblo se había quedado sin mocedad, y el aliento dulce de Ia mores, fue transcurriendo el verano. A veces se ponía a cantar, sin darse
noche le daba a aquella evidencia, más dolorosa aún por Ias circunstan- cuenta, y en el pueblo callado y mohíno su actitud era acogida con sor-
cias que Ia motivaban, una particular melancolía. presa desconcertada.
Cuando Ia hoguera se extinguió, el encuentro improvisado se des- Sin embargo, un extrafio sentimiento le hacía desvelarse en mitad
hizo. EUa pasó por casa de su hermana, saludó rápidamente a Ia fami- de Ia noche y, a pesar de sentir el cuerpo de él a su lado, cruzaba su ima-
lia y se fue a su propia casa. Entonces via Ia sombra junto a Ia puerta ginación un tropel desordenado de miedos sombrios, como si el futuro
y, reconociéndole al instante, echó a correr y 10 abrazó con todas sus estuviera ya marcado y se cumpliesen en él toda clase de augurios des-
fuerzas. favorables.
Había cambiado. Estaba más flaco, más pálido, y en sus gestos había EI mismo día que empezaba septiernbre, cuando despertó, no estaba
adquirido una especie de reflexiva demora. Supo que había desertado. junto a ella. Era un día gris, oloroso a humedad. Lo buscó en Ia casa, en
Herido por Ia metralla de una granada, había ingresado en el hospital. el corral, pero no pudo hallarle. Aquella ausencia, que le devolvía Ia
Cuando estuvo curado y repuesto, decidió escapar y volver a casa. Fue imagen de Ia larga soledad, suscitó en ella una intuición temerosa.
una huida penosa, que duró semanas. Pero allí estaba ya, silencioso y A Ia hora del ángelus vio acercarse aios guardias. Se había puesto a
sonriente. llover con más fuerza y tenían los capotes de hule cubiertos de agua.
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Lo habían encontrado. Estaba en 10 alto del cerro, entre Ias penas,


con Ias miembros estirados para asa mar 10 más posible Ia cabeza en di-
rección al pueblo, Sin duda Ia herida se le había vuelto a abrir en el Íar-
go camino de Ia huida. EI cuerpo estaba reseco como una muda de
culebra. Los guardias decían que llevaría muerto, por 10 menos, desde
San Juan.

En Cuentos del reino secreto,


Madrid, Alfaguara, 1982, págs. 81-85.

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