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En el núcleo de la orientación familiar Con

la fuerza de la familia Familia, amor y


persona

Tomás Melendo
3
116 Parte IV. El colegio, familia de familias

que la presupone: la persona se incorpora a la sociedad política desde la familia y por la familia. Y lo
mismo vale respecto de cualquier otra organización asociativa.1

Incluidos, añado yo, los centros de enseñanza. Se trata, como anticipaba, de una cita llena de resonancias.
Admitiría, por tanto, una infinidad de comentarios. Me limitaré a resaltar dos ideas:

1. Que el de educar es para los padres un derecho y a la par un deber.


2. Que, en ambos sentidos, pero sobre todo como obligación, resulta indelegable: no pueden trasladarlo al
colegio, ni a los clubes juveniles... ni a nadie, precisamente porque en su cumplimiento nadie está
capacitado para remplazados, absolutamente nadie: ¡son insustituibles!

En perfecta concordancia con ello apunta Cardona algo más adelante:

Un grave obstáculo para la debida educación de la persona está constituido precisamente por una
irresponsable abdicación de los padres, con dejación de su derecho-deber educativo: por ignorancia o falta
de la debida preparación (sobre todo ética), por egoísmo, por múltiples presiones externas, por exceso de
trabajo fuera del hogar (no raramente materialismo práctico que hace del padre -y ahora frecuentemente
también de la madre, y esto es mucho más grave- el gran ausente del hogar, a cambio de determinados
beneficios económicos que permiten cierto nivel superior de vida). Aquella abdicación puede ser también
debida a la degradación ética del ambiente social. Y por último, también muchas veces, esa dejación puede
ser consecuencia del ataque frontal legislativo a la institución familiar, propio de las ideologías estatalistas
de cualquier signo.2

DOS PRINCIPIOS Y UNA TENDENCIA

Sentado lo cual, y tras un par de esclarecimientos sucesivos, se aventuraba a establecer los siguientes
principios:

♦ Primero: no se trata de que los profesores (y la entidad que sea, es igual) sean ayudados por los padres a
"sacar adelante el colegio" (económicamente, con su colaboración personal, etc.).

1 Carlos Cardona, Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid, 1990, p. 37. Las cursivas son mías.

2 Ibidem, pp. 38 y 39.

4
Cap. 16. La familia, ámbito natural 117

• Segundo: se trata, en cambio, de que los profesores (y la entidad que


sea, es igual) ayuden a los padres a "sacar adelante la familia" en aquel
aspecto esencial de sus deberes -tarea primordial del matrimonio- que es la
educación de los hijos: deber intransferible que origina un derecho
indelegable.3Con palabras un poco bruscas, pero que pueden servir de
despertador a más de uno: según lo que reclama la naturaleza misma del ser
humano, los actuales centros de enseñanza podrían perfectamente
desaparecer y ser remplazados por organizaciones más o menos equivalentes,
sin que, a fin de cuentas, pasara nada, absolutamente nada. No estamos ante
instituciones naturales, exigidas por la condición humana, aunque su
conveniencia en nuestra civilización y circunstancias nadie -y yo menos
todavía- las ponga en duda.
La familia, por el contrario, no admite en lo más mínimo ni
sustitutos ni sucedáneos; ni hoy, ni ayer ni nunca.
Por eso se halla del todo justificada la siguiente conclusión:

Me parece que orienta bastante la misión educativa del centro docente,


y de su profesorado, decir que entran de alguna manera en el ámbito familiar, y que
el colegio, en cierto modo, es una extensión del ámbito familiar.4

A mi entender, desde hace un par de lustros hasta ahora, la situación con


que nos encontramos los educadores no ha hecho sino refrendar esta y las
precedentes afirmaciones de Cardona.
En lo relativo al asentamiento de los principios: la familia es el ámbito
natural e insustituible de la educación de las personas.
Y en lo que concierne a las tendencias de hecho en las que se movía y se
sigue moviendo la sociedad:

a) Una cada vez más clara "delegación" en el colegio o instituto de la


propia misión educativa por parte de muchos padres.
Cierto "acostumbramiento" de los profesionales de la enseñanza ante este
estado de cosas, que les lleva con relativa frecuencia a pedir a los padres que
"les echen una mano" para sacar adelante las tareas que el centro propone o
asume, otorgándose inconscientemente un protagonismo excesivo... con la
mejor de las intenciones, pero a menudo en detrimento de quehaceres que
competen

La respuesta a estas interrogantes me parece tan fácil de


enunciar como, por desgracia, difícil de llevar a cabo. Pero, al mismo

3 lhidem, pp. 39 y 40.

4 Ibidem, p. 40.

5
tiempo, pienso que resulta de todo punto ineludible. Más aún,
esencial e irrenuncia- ble. Por eso lo he escogido como tema de mi
intervención ante ustedes.
Se trata, en sustancia, de hacer conscientes a los padres de que
su papel en la educación de los hijos, y en la vida de la sociedad, es
de una trascendencia radical, casi infinita, y no puede ser realizado
más que por ellos.
Como a su modo la del propio Estado, la tarea del centro de
enseñanza en la educación de los niños podría calificarse de
"subsidiaria", siempre que tal palabra se entienda en su acepción
más cabal. Cosa que lleva consigo dos conocidas consecuencias: los
profesionales de la educación:

a.1. Han de auxiliar y hacer las veces de los padres y hermanos


allí donde éstos no actúen, aun cuando fuere por voluntaria
dejación de sus funciones propias; además, y como deber de
ningún modo secundario.
a.2. Han de esforzarse con todavía mayor empeño en reducir su
propio protagonismo, devolviendo en cuanto sea posible a la
familia
120 Parte IV. El colegio, familia de familias

el que por esencia les corresponde y, lo que es más actual y más


arduo, "obligando" amabilísimamente a los padres a asumir las
responsabilidades que por naturaleza, y de manera indelegable, les
son propias.

En cuanto familia de familias, y siéndolo él mismo muy certera y


verazmente, el colegio y el instituto han de acoger hoy la obligación de
"enseñar a sus familias a ser auténticas familias"... teniendo claro que, como la
experiencia demuestra y antes sugería, es muchísimo más sencillo "hacer" uno
mismo que "hacer hacer" a los demás.
Resulta más fácil suplir a los padres allá donde éstos no pueden o no
quieren llegar que plantarles cara cariñosamente hasta llevarles a caer en la
cuenta de que son ellos los responsables de la educación de sus hijos... y de
que deben obrar en consecuencia.
Más fácil el sustituir, decía; pero a la larga o incluso a la corta, menos
eficaz y, si se me apura, absolutamente inútil.

6
LA FAMILIA ES TAMBIÉN PARA
LOS "GRANDES"

Como apuntaba anteriormente, siguiendo también en esto sugerencias


del Romano Pontífice, en más de una ocasión he intentado poner de
manifiesto que la familia resulta insustituible para el desarrollo e incluso la
existencia de todos sus miembros, por serlo de la persona en cuanto tal en
todos y cada uno de sus niveles de desarrollo: desde la indigencia del recién
concebido, pasando por la inseguridad y las dudas del niño o del adolescente,
hasta la aparente firmeza autónoma del adulto, la plenitud del hombre y la
mujer en sazón y la fecunda pero frágil riqueza del anciano.
Desde este punto de vista, tal vez pudiera ser una buena táctica hacer
comprender a los padres, de la manera que en cada caso dicten las
circunstancias, que la familia es imprescindible no sólo para que sus hijos
alcancen la madurez mientras son más o menos pequeños e inexpertos o
cuando comienzan a "hombrear" y escapárseles de las manos; sino también
para que ellos -el padre y la madre, hechos y derechos y en muchos casos
auténticos "triunfadores" en la vida profesional o incluso pública- "se realicen"
en verdad como personas (que es el objetivo terminal de cualquier existencia
humana, y sin cuyo logro ninguna de ellas goza del más mínimo sentido).
Cap. 17. Devolver el protagonismo a las familias 121

Según ya esbocé, la idea de la familia-refugio ha ocupado un papel de


preeminencia durante mucho tiempo en la sociedad occidental desarrollada:
el ámbito familiar resultaría indispensable como remedio para la debilidad
del ser humano y justo en la proporción en que sus miembros se encuentran
necesitados de esa protección y apoyo.
Pero esto, que no deja de encerrar una buena dosis de verdad, no es ni de
lejos lo más serio que puede afirmarse de la familia. Como veíamos, el hecho
de que el Dios creador del Universo se nos haya revelado como Familia y el
que ese divino "modo de Ser" no constituya en absoluto ni una arbitrariedad
ni un capricho -¡cómo podría serlo!-, debería constituir una inequívoca pista a
la hora de orientar nuestro conocimiento sobre las relaciones entre familia y
persona.
Si la Trinidad personal de todo un Dios, en el que ninguna perfección
puede faltar, "tiene que" constituirse como Familia, está claro que ésta no
deriva esencialmente de indigencia alguna, sino, al contrario, de la misma
plenitud y feracidad pletórica del ser personal que, por naturaleza, se
encuentra llamado el don, a la entrega, y requiere un hábitat adecuado para
poder ofrendarse.
No, repito, en virtud de ninguna carencia, sino por todo lo opuesto:
resulta tanta la sobreabundancia de cada una de las Personas divinas que su

7
mismo Ser se constituye como un desbordarse gratuito y fecundísimo en
beneficio de las Otras dos, también perfectísimas y sobrex- cedentes y, por
ello, capaces de recibirla ... al entregarse de la manera adecuada.
Y algo análogo sucede con la persona humana, llamada a donarse más
conforme más se acerca a la plenitud. En un reciente texto se nos recuerda que

la familia es -más que cualquier otra realidad social- el ambiente en que el


hombre puede vivir "por sí mismo" a través de la entrega sincera de sí. Por esto la
familia es una institución social que no se puede ni se debe sustituir: es "el
santuario de la vida.5Conviene, entonces, recordar con insistencia que cuanto
más perfectos van siendo un hombre o una mujer, más precisan de la familia
como el ámbito en el que, sin ningún tipo de reservas ni trabas, pueden dar y
darse... con la seguridad de ser acogidos justo como personas.
POR ENCIMA DE TODA ACTIVIDAD...

Las palabras del Pontífice al respecto no pueden ser más claras:

El hombre -asegura-, por encima de toda actividad intelectual o


social por alta que sea, encuentra su desarrollo pleno, su realización
integral, su riqueza insustituible en la familia. Aquí, realmente, más que
en cualquier otro campo de su vida, se juega el destino del hombre. Por
encima de toda actividad intelectual o social por alta que sea...; más que
en cualquier otro campo de su vida.

También Juan Pablo II es categórico, porque, como la espada de que


hablan las Escrituras, sabe prescindir de todo lo superfluo y adentrarse hasta
la médula de las realidades que esclarece.
Pero, en este caso concreto, los padres y las madres de familia pueden
fácilmente "experimentar" lo que el Pontífice afirma. Pueden caer en la cuenta
de que equivocan el rumbo cuando, incluso con toda sinceridad y la mejor de
las voluntades, descuidan la atención directa e inmediata de los demás
miembros de su familia para dedicarse a otras tareas, profesionales o sociales,
en las que incluso alcanzan el éxito más absoluto... buscando con franca
generosidad el bien de las personas con quienes así entran en contacto.
Porque ese triunfo no es capaz de ahogar la especie de desazón íntima que les
asalta siempre, en los momentos más honda y sentidamente humanos, por el
hecho de desatender el ámbito familiar, en el que, en expresión del Papa,
habría de encontrar "su realización integral, su riqueza insustituible".
Hoy es misión de los profesionales de la enseñanza, y misión prioritaria
hacer saber a los padres que la familia resulta imprescindible para el íntegro

5 Juan Pablo II, Carta a las familias, núm. 11.

8
desarrollo de sus hijos, incluidas casi siempre las calificaciones, porque en
primer término lo es también para él o para ella como padre o como madre.
Explicando, como de pasada, que un padre insatisfecho por no desarrollarse
en plenitud dentro de su propio hogar no puede aportar auténtica vida ni
apoyo sólido a ninguno de los hijos que en ese mismo hogar han venido a la
existencia y en el que encuentran también la principal palestra para su
robustecimiento personal y la base ineludible para el despliegue enriquecedor
en cualquier otro ámbito de su vivir.

EL AMOR ENTRE LOS


CÓNYUGES, EN LA RAÍZ DE LA
VIDA FAMILIAR

Para seguir avanzando sin necesidad de perderme en


demostraciones de lo que, por otro lado, resulta bastante obvio,
citaré unas muy conocidas palabras del precedente Pontífice:

El futuro de cada núcleo familiar depende de este "amor


hermoso": amor recíproco de los esposos, de los padres y de los
hijos, amor de todas las generaciones. El amor es la verdadera
fuente de unidad y fuerza de la familia}

Queda clara, entonces, la sustancia de las obligaciones de los


padres con respecto a sus hijos. Pero también sugiere el texto,
aunque en apariencia resulte paradójico, que el inicial de los deberes
formalmente paternos no se dirige primordialmente a la prole, sino
que se instaura en el interior del propio matrimonio. De manera
expresa, cuando sea necesario, los profesores y directivos han de
exponer convincentemente que la pri- . mera -y casi la única- cosa
que un hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran
entre sí.
Se trata de una idea expresada con brillante sencillez por Carlos
Llano: como la educación de los hijos no es sino la más genuina
expre-
1
Juan Pablo 11, Carta a las familias, núm. 20.

9
124 Parte IV. El colegio, familia de familias

sión del amor de los padres hacia ellos, y como este amor no puede ser a su vez
sino el desarrollo del amor mutuo entre los esposos (animado por el amor a Dios:
igual que el hijo es la síntesis viva del padre y de la madre, y de Dios, que pone el
alma), el que los cónyuges se amen de veras constituye el núcleo esencial, y casi
el todo, de su misión dentro de la familia.
Llano escribe:

La conditio sine qua non para que la familia se constituya como ámbito
formativo del carácter de los hijos es el amor firme de los padres, con las notas
propias que los clásicos le asignaron desde antiguo: constans, fidus, gravis
(Cicerón): el amor familiar ha de ser constante, lleno de confianza y responsable,
si quiere poseer valor formativo [...]. La inducción del carácter es, diríamos, una
emanación del amor conyugal, una extensión -casi un apéndice- suyo: los padres
no tendrían otra cosa que hacer más que amarse de manera constante -con todos los
atributos que la fidelidad acarrea-, llena de confianza -con las notas que esa
apertura lleva consigo- y responsable -con las características que siguen a la
responsabilidad-. Habría después, sí, recomendaciones, sistemas, técnicas,
fórmulas, procesos y recetas positivas para lograr el objetivo [de formación] de
los hijos, pero todas las recomendaciones para ello serán apenas una cabeza de
alfiler en el profundo y extenso universo del amor familiar en que se desarrollen.
Al menos, puede afirmarse sin equivocación que tales recomendaciones,
sistemas, técnicas, fórmulas, procesos y recetas serán bordados en el vacío si no se
dan dentro del espacio del amor familiar, la primera e imprescindible condición,
y casi la única.6Los directivos y profesores están hoy más obligados que nunca a
insistir en este extremo, porque desafortunadamente ni se presenta claro para la
inteligencia ni fácil de instaurar en la vida vivida.
Y, sin embargo, se trata de algo muy cierto y de radical relevancia: lo más
importante que tienen que hacer los esposos con vistas al desarrollo y la
felicidad de sus hijos es quererse el uno al otro hasta el fondo, de forma
creciente, con un amor que trascienda las discrepancias de carácter, las
pequeñas incomprensiones, las dificultades, las pretendidas afrentas...
La marcha de toda la familia, en cada uno de sus componentes, viene casi por
entero determinada por el amor mutuo que se ofrenden los padres. Amor
conyugal, amor familiar, escribí como título de uno de los ensayos ofrecidos en
este compendio. Y el sentido de la expresión estaba claro: la calidad del amor
familiar -del paterno-filial y del fraterno, an-
Cap. 18. La familia, definida por el amor 125

6Carlos Llano, Formación de la inteligencia, la voluntad y el carácter, Trillas, México, 1999, p. 127. Las
cursivas y los corchetes son míos.
tes que nada- se encuentra determinada por las características y la
categoría del habitat que origina el cariño mutuo de los cónyuges.
Con metáfora que raya un tanto en lo cursi podría decirse: desde que sale del
útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño
necesita imperiosamente otro "útero" y otro "líquido", sin los que no podría crecer
y desarrollarse; a saber, los que promueven el padre y la madre cuando se quieren
de veras. Fuera de ese ambiente es muy difícil, por no decir imposible, que el
muchacho progrese de la manera pertinente, hasta conquistar la estatura inefable
de la persona cuajada que por naturaleza está llamado a adquirir. Y el centro
escolar, por más que lo pretenda y luche por lograrlo, a duras penas colmará el
déficit causado por el vacío de amor de los padres.

"EL" DERECHO ESENCIAL DE LOS HIJOS

"Hacemos que no le falte de nada, y sin embargo..." Expresiones como ésta se


oyen a menudo en los colegios, proferidas por matrimonios que se vuelcan
aparentemente sobre sus hijos -alimentos sanos, reconstituyentes, clases
particulares, juegos, vestidos de marca, vacaciones junto al mar, diversiones
alambicadas, etc.-, pero se olvidan de lo que éstos más necesitan: que los propios
padres se amen y estén unidos ... y que ese amor se desborde, genuino y eficaz,
hacia cada uno de los hijos.
La primera de las dos cuestiones, a la que he dedicado el parágrafo
precedente, podría ilustrarse con una anécdota acaecida en una institución de
enseñanza hace todavía muy poco tiempo.
Me la comentaba el profesor protagonista del suceso. El chico iba mal. Se le
veía descentrado, rebelde, inquieto. Llamaron a sus padres, divorciados, que
acudieron sin embargo juntos a la cita. Comenzaron a darle vueltas al asunto. Se
trataba de definir lo que al hijo le hacía falta para mejorar. Los padres y el
profesor acumulaban sugerencias. El muchacho callaba, retraído y en apariencia
ausente. Al cabo de un buen rato sin avanzar apenas, el chico no pudo más y,
entre gritando y llorando, les espetó: "¡Lo único que necesito es que os queráis de
verdad!"
Amor, pues, entre los padres. ¿Y del amor hacia el hijo? Este extremo debe
tratarse con suma delicadeza, insistiendo incluso en lo muy sabido. Porque en
relación con él no es oro todo lo que reluce ... aunque reluzca con la mejor de las
intenciones. De acuerdo con la ya clásica y repetida descripción aristotélica, se
ama a una persona cuando se procura y se le ofrenda lo que es bueno para ella.
Realmente bueno. No, esto debe que- 126 Parte IV. El colegio, familia de familias

dar claro, lo que viene a suplir una falta de auténtica dedicación al ser querido,
poniendo coto a sus quejas, sino lo que efectivamente lo hace crecer, acercándolo
con eficacia a su cumplimiento como persona. A este amor nuestros hijos tienen
derecho, un derecho absoluto: ¡a estel
Pero no tienen derecho, porque contraría la naturaleza del cariño genuino, ni
al premio desmesurado por las buenas calificaciones -que deberían ser de por sí
gratificación más que suficiente-, ni a la paga también desmedida, ni a las noches
locas e incontroladas del fin de semana, ni a las prendas de marca tiranizadas por
la moda, ni a las vacaciones por encima de nuestras posibilidades económicas o
de lo simplemente razonable, ni a la moto o al coche cuando todavía no son
responsables en otros ámbitos de su existencia, ni... a tantas cosas por el estilo.
¡A lo único que nuestros hijos tienen derecho, un derecho del que nadie
debería intentar hacerles prescindir, es, diciéndolo con tres palabras, a nuestra
propia personal; o, si se prefiere, a lo que existe de más personal en cada uno de
nosotros: a nuestro tiempo, a nuestra dedicación, a nuestro real interés por lo que
les ocupa y preocupa, a nuestro consejo no impuesto ni avasallador, a nuestro
diálogo, al ejercicio razonado de nuestra autoridad, a la fortaleza que nos lleve a
no escurrir el bulto cuando por obligación inderogable hemos de "sufrir por
hacerles sufrir", a nuestra intimidad personal, a que prudentemente le demos a
conocer nuestros momentos de exaltación y nuestras derrotas, a que los
introduzcamos efectivamente en nuestras vidas en lugar de inducirles a adoptar,
con nuestro hermetismo descuidado y a veces un tanto vanidoso, una existencia
independiente...
Y todo lo que sea "intercambiar" esa entrega comprometida por regalos y
concesiones irresponsables que acarician lo menos noble de su yo y los conducen
a centrarse en sí mismos y en la satisfacción de sus caprichos, equivale, en el
sentido más fuerte y literal de la expresión, a comprar a nuestros hijos y, como
consecuencia, a prostituirlos, tratándolos como cosas y no como personas.
Lo que, sea dicho de pasada, destruye cualquier ambiente de familia, porque
la lógica del "intercambio", del do ut des mercantilista e interesado es lo más
opuesto a la gratuidad del amor que debe imperar en el hogar.
LA PERSONA COMO "REGALO ESENCIAL"

Gratuidad de la entrega. Como he hecho ya en esta misma recopilación de


ensayos, cito muy a menudo unos versos de La voz a ti debida,
Cap. 18. La familia, definida por el amor 127

de Pedro Salinas, porque encierran, con toda la brillantez de la poesía lograda, la


quintaesencia más genuina de la donación personal y del sentido definitivo de
cualquier regalo. "¿Regalo, don, entrega? -se pregunta el poeta- / Símbolo puro,
signo / de que me quiero dar. / Qué dolor, separarme / de aquello que te entrego
/ y que te pertenece / sin más destino ya / que ser tuyo, de ti, / mientras que yo
me quedo / en la otra orilla, solo, / todavía tan mío. / Cómo quisiera ser / eso
que yo te doy ¡ y no quien te lo da".
¿Por qué la quintaesencia del regalo?
Sugeriré tan sólo en la línea que nos incumbe. Aunque todos tenemos
conciencia de nuestra propia pequeñez e incluso de la mezquindad ocasional de
algunos de nuestros comportamientos, la índole personal de cada sujeto humano
lo eleva a una altura tan prodigiosa, tan disparatada, que hace que también para
él resulte plenamente efectivo el siguiente aforismo: "Es tanta la perfección radical
de la persona, que nada se muestra digno de serle obsequiado si resulta menor
que... ¡otra persona!; cualquier realidad distinta que se le ofrende se queda corta,
permanece muy por debajo de lo que la densidad personal reclama."
Por eso, el regalo sólo realiza su función en la medida estricta en que en él se
encuentre comprometida, y como encarnada, la persona que lo hace. Esto lo
sabían muy bien las culturas antiguas, por ejemplo, la griega; y, así, cuando
Telémaco intenta retener a Atenea, disfrazada de forastero, y le ofrece "un
presente, un regalo inestimable y hermoso que será para ti un tesoro de mí, como
los que hospedan dan a sus huéspedes", Atenea, la de los "ojos brillantes", le
contesta:

No me detengas más, que ya ansio el camino. El regalo que tu corazón


te empuje a darme, entrégamelo cuando vuelva otra vez para llevarlo a casa.
Escoge uno bueno de verdad y tendrás otro igual en recompensa. 7Todo ello,
por desgracia, se ha ido abandonando en el mundo "civilizado" de hoy. Y los
grandes almacenes, con sus ofertas ya dispuestas y bien embaladas -¡y con sus
benditas "tarjetas-regalo"!- no ayudan mucho a reparar esa pérdida. No obstante,
también ahora sigue siendo cierto que, con independencia absoluta de su valor
material, un obsequio vale lo que valga la persona que se ha implicado en él.

7Odisea, 1,311-318.
¿Recuerdan la escena memorable de La sociedad de los poetas muertos,
cuando los mismos enseres de escritorio, ofrecidos por dos veces 126 Parte IV. El
colegio, familia de familias

dar claro, lo que viene a suplir una falta de auténtica dedicación al ser querido,
poniendo coto a sus quejas, sino lo que efectivamente lo hace crecer, acercándolo
con eficacia a su cumplimiento como persona. A este amor nuestros hijos tienen
derecho, un derecho absoluto: ¡a este\
Pero no tienen derecho, porque contraría la naturaleza del cariño genuino, ni
al premio desmesurado por las buenas calificaciones -que deberían ser de por sí
gratificación más que suficiente-, ni a la paga también desmedida, ni a las noches
locas e incontroladas del fin de semana, ni a las prendas de marca tiranizadas por
la moda, ni a las vacaciones por encima de nuestras posibilidades económicas o
de lo simplemente razonable, ni a la moto o al coche cuando todavía no son
responsables en otros ámbitos de su existencia, ni... a tantas cosas por el estilo.
¡A lo único que nuestros hijos tienen derecho, un derecho del que nadie
debería intentar hacerles prescindir, es, diciéndolo con tres palabras, a nuestra
propia personal; o, si se prefiere, a lo que existe de más personal en cada uno de
nosotros: a nuestro tiempo, a nuestra dedicación, a nuestro real interés por lo que
les ocupa y preocupa, a nuestro consejo no impuesto ni avasallador, a nuestro
diálogo, al ejercicio razonado de nuestra autoridad, a la fortaleza que nos lleve a
no escurrir el bulto cuando por obligación inderogable hemos de "sufrir por
hacerles sufrir", a nuestra intimidad personal, a que prudentemente le demos a
conocer nuestros momentos de exaltación y nuestras derrotas, a que los
introduzcamos efectivamente en nuestras vidas en lugar de inducirles a adoptar,
con nuestro hermetismo descuidado y a veces un tanto vanidoso, una existencia
independiente...
Y todo lo que sea "intercambiar" esa entrega comprometida por regalos y
concesiones irresponsables que acarician lo menos noble de su yo y los conducen
a centrarse en sí mismos y en la satisfacción de sus caprichos, equivale, en el
sentido más fuerte y literal de la expresión, a comprar a nuestros hijos y, como
consecuencia, a prostituirlos, tratándolos como cosas y no como personas.
Lo que, sea dicho de pasada, destruye cualquier ambiente de familia, porque
la lógica del "intercambio", del do ut des mercantilista e interesado es lo más
opuesto a la gratuidad del amor que debe imperar en el hogar.
LA PERSONA COMO "REGALO ESENCIAL"

Gratuidad de la entrega. Como he hecho ya en esta misma recopilación de


ensayos, cito muy a menudo unos versos de La voz a ti debida,
Cap. 18. La familia, definida por el amor 127

de Pedro Salinas, porque encierran, con toda la brillantez de la poesía lograda, la


quintaesencia más genuina de la donación personal y del sentido definitivo de
cualquier regalo. "¿Regalo, don, entrega? -se pregunta el poeta- / Símbolo puro,
signo / de que me quiero dar. / Qué dolor, separarme / de aquello que te entrego
/ y que te pertenece / sin más destino ya / que ser tuyo, de tí, / mientras que yo
me quedo / en la otra orilla, solo, / todavía tan mío. / Cómo quisiera ser / eso
que yo te doy / y no quien te lo da".
¿Por qué la quintaesencia del regalo?
Sugeriré tan sólo en la línea que nos incumbe. Aunque todos tenemos
conciencia de nuestra propia pequeñez e incluso de la mezquindad ocasional de
algunos de nuestros comportamientos, la índole personal de cada sujeto humano
lo eleva a una altura tan prodigiosa, tan disparatada, que hace que también para
él resulte plenamente efectivo el siguiente aforismo: "Es tanta la perfección radical
de la persona, que nada se muestra digno de serle obsequiado si resulta menor
que... ¡otra persona!; cualquier realidad distinta que se le ofrende se queda corta,
permanece muy por debajo de lo que la densidad personal reclama."
Por eso, el regalo sólo realiza su función en la medida estricta en que en él se
encuentre comprometida, y como encarnada, la persona que lo hace. Esto lo
sabían muy bien las culturas antiguas, por ejemplo, la griega; y, así, cuando
Telémaco intenta retener a Atenea, disfrazada de forastero, y le ofrece "un
presente, un regalo inestimable y hermoso que será para ti un tesoro de mí, como
los que hospedan dan a sus huéspedes", Atenea, la de los "ojos brillantes", le
contesta:

No me detengas más, que ya ansio el camino. El regalo que tu corazón


te empuje a darme, entrégamelo cuando vuelva otra vez para llevarlo a casa.
Escoge uno bueno de verdad y tendrás otro igual en recompensa. 8Todo ello,
por desgracia, se ha ido abandonando en el mundo "civilizado" de hoy. Y los
grandes almacenes, con sus ofertas ya dispuestas y bien embaladas -¡y con sus
benditas "tarjetas-regalo"!- no ayudan mucho a reparar esa pérdida. No obstante,
también ahora sigue siendo cierto que, con independencia absoluta de su valor
material, un obsequio vale lo que valga la persona que se ha implicado en él.
¿Recuerdan la escena memorable de La sociedad de los poetas muertos,
cuando los mismos enseres de escritorio, ofrecidos por dos veces
8Odisea, 1,311-318.
128 Parte IV. El colegio, familia de familias

consecutivas al coprotagonista como presente de cumpleaños, salen


volando, por despecho, desde lo alto del pequeño cavalcavia que une dos
edificios? Estamos ante un ejemplo elocuente de lo que, por desgracia,
prolifera en nuestra cultura: incluso entre padres e hijos, el regalo se utiliza
a menudo no como manifestación de amor y símbolo de entrega, sino como
medio para aplacar la propia mala conciencia por el escaso interés que
demostramos por quienes deberíamos querer, y para "comprar", como antes
insinuaba, a unos hijos a los que no se atiende como es debido y de los que
sobre todo se desea, a veces de manera sólo semicons- ciente, "que nos
dejen vivir en paz nuestra vida".
En el extremo contrario, emociona todavía el embeleso con que recibe
la madre esos cuatro trazos mal dispuestos que el crío o la cría de muy poca
edad le ofrece con ocasión de su santo o cumpleaños o del día de la madre.
Bosquejo que no vale nada, absolutamente nada... excepto toda la persona del
niño, que se ha volcado en su elaboración durante una, dos o más semanas.
Las madres aprecian efectivamente la valía de esa muestra de donación
¡infinita!, como la persona misma del hijo, aunque su precio comercial sea
nulo y menos que nulo.
De este género ha de ser el amor mediante el que los padres extraigan
lo mejor que existe, a veces bastante en bruto, en el corazón de cada uno de
sus hijos. Y todo lo que no sea alzarse hasta las cimas de este auténtico
afecto de entrega personal comprometida, además de hacer vana la tarea de
formación dentro de la familia, tornará muy penosa e irrelevante la labor
que se pretenda llevar a cabo en y desde el colegio.
¡Personalmente!

LA FAMILIA, PERSONAS ENTRE PERSONAS

Para adentrarme en el último extremo al que quiero referirme en este rato de


conversación, acudiré a un nuevo texto de Juan Pablo II:
La familia, en cuanto es y debe ser siempre comunión y comunidad de personas,
encuentra en el amor la fuente y el estímulo incesante para acoger, respetar y promover
a cada uno de sus miembros en la altísima dignidad de personas, esto es, de imágenes
vivientes de Dios. Como han afirmado justamente los Padres Sinodales, el criterio moral
de la autenticidad de las relaciones conyugales y familiares consiste en la promoción de
la dignidad y vocación de cada una de las personas, las cuales logran su plenitud
mediante el don sincero de sí mismas.1

Al nexo indisoluble que liga las realidades de la familia, el amor y la persona


he dedicado mi atención en multitud de ocasiones: algunas de las reflexiones al
respecto han sido recogidas en este mismo libro. Habiendo tratado ya
someramente lo que corresponde a la institución familiar en cuanto reino del
amor, recordemos ahora algunas de las consecuencias que derivan de la índole
estrictamente personal -de personas-personas, explico a menudo- que compete a
cada uno de sus miembros.

'Juan Pablo II, Familiaris consortio, 22 de noviembre de 1981, núm. 22. Las cursivas son mías.
130 Paite IV. El colegio, familia de familias

La primera y más neta, y más pertinente para nuestras reflexiones, podría


enunciarse como sigue: para que la familia actúe como tal y cumpla el cometido
esencial que le compete de educación de sus miembros, éstos han de establecer
entre sí relaciones estrictamente personales. Se ha dicho durante siglos que el
diamante se pule sólo con el diamante. Hoy día, con los avances galopantes de la
técnica, puede ser que esa afirmación esté ya superada. Pero lo que actualmente
es verdad, lo ha sido en el pasado y lo será siempre es que la educación de la
persona, el proceso de acrisolamiento que saca maravillas de su fondo y pule y da
brillo a las riquezas depositadas en él, únicamente puede llevarse a término desde
otra persona y poniendo en juego los resortes más configuradoramente
personales de una y otra. Y esto, repito, ayer, hoy y siempre, por más que
evolucione la cultura y el dominio técnico sobre la naturaleza alcance cotas que
en el momento presente, tras las revoluciones progresivamente aceleradas de las
últimas décadas, ni siquiera alcancemos a sospechar.
Pero aquí es conveniente evitar malentendidos. Como antes sugería, cuando
hablo de solicitar a la persona desde la persona no me estoy refiriendo sólo al uno
a uno, al cara a cara, que por lo común no falta en el seno de las familias... a pesar
del cada vez más inquietante peligro de incomunicación mutua. También a eso, si
se me apura, pero a mucho más. De lo que se trata, según decía, es de
comprometer la propia vida, nuestra vida más personal, para requerir lo que en
los demás individuos -nuestros hijos, en el supuesto que nos ocupa- existe
también de más estrictamente personal: a saber, su inteligencia y, sobre todo, su
voluntad; su capacidad de amar, de querer y construir el bien de los otros en
cuanto otros. Así es como Dios reclama una respuesta de cada uno de nosotros:
apelando a nuestra individualidad, sin concesiones al anonimato y, por ende,
removiendo nuestro entendimiento y nuestra voluntad, que son las potencias más
propiamente personales e individualizadoras.
Con palabras más cercanas. Lo que se nos pide siempre, pero en particular
como padres de familia, es que nos pongamos personalmente en juego, en
peligro, que estemos dispuestos a sufrir... justo para poder amar y cumplir así el
cometido esencial e ineludible de cualquier familia que aspire a serlo de veras.
¿Para poder amar?
Sí. La cuestión no es sencilla, y requeriría bastante más espacio del que
disponemos en este acto. Pero son muchísimas las personas, de características
muy diversas, que aseguran en la teoría y en la práctica esta ley fundamental: en
la condición actual del ser humano el sufrimiento, el dolor, es un medio
imprescindible para el acrisolamiento del amor. Te-
Cap. 19. ¡Personalmente! 131

nemos un ejemplo paradigmático en Jesucristo. Y, por el momento, nos basta


añadir a él estas palabras de Juan Pablo II:

En la intención divina los sufrimientos están destinados a favorecer el


crecimiento del amor y, por esto, a ennoblecer y enriquecer la existencia
humana. El sufrimiento nunca es enviado por Dios con la finalidad de
aplastar, ni disminuir a la persona humana o impedir su desarrollo. Tiene
siempre la finalidad de elevar la calidad de su vida, estimulándola a una
generosidad mayor.9

O estas otras de San Josemaría Escrivá, escuetas pero sugerentes: "Durante


nuestro caminar terreno, el dolor es la piedra de toque del amor." 10

UNA APLICACIÓN CONCRETA:


CONFIAR EN LOS HIJOS

De ahí que, en la familia y fuera de ella, el proceso educativo, que es siempre


función de amor, no pueda llevarse a cabo sin cierta dosis de sufrimiento propio y
ajeno; y de ahí que ponerse en juego consista, por ejemplo, en depositar real y
efectivamente nuestra confianza en cada uno de nuestros hijos, apostando con
decisión por su deseo y su capacidad de mejora, y estando dispuestos a perder y

9 Juan Pablo II, Audiencia general, 27 de abril de 1983.

10 San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, núm. 24.
dolemos con su derrota. Ya que el amor -es una de las pocas verdades que vio
claramente Freud, aunque no lograra situarla del modo más adecuado- torna
vulnerables a quienes aman.
Y esclarezco el ejemplo. Todos los que nos movemos en estas lides sabemos
bien que sin confianza recíproca cualquier intento de formación resulta vano.
Pero lo que a veces se nos escapa es que semejante crédito ha de ser real, sin
fisuras, y justamente con ese hijo que nos plantea más problemas y justo en los
aspectos en que más deja que desear (incluidos los estudios). Ahí, precisamente,
es donde hemos de depositar el vigor de nuestra esperanza, sin fingimientos,
confiando con nuestra alma entera en que el chico o la chica, dispuesto a luchar
con todas sus fuerzas, podrá al término vencer, con la ayuda de Dios y con
nuestro pobre auxilio.
Y cuando fracase, porque muchas veces fracasará, nosotros, que nos hemos
comprometido personalmente en sus escaramuzas, fracasamos también con él. Y,
lejos de pronunciar en tono de conmiseración el triste y desresponsabilizante "ya
te lo había advertido", padecemos en lo 132 Parte IV. El colegio, familia de familias

más hondo con el descalabro, porque, al habernos identificado con el hijo a través
de la confianza sincera en él depositada, ese pequeño "desastre" es tan suyo como
nuestro; y, echando mano de nuestros mayores recursos como personas adultas,
nos rehacemos de la derrota y del dolor, y rehacemos al muchacho... y volvemos a
depositar en él toda nuestra confianza, real, sin ardides ni triquiñuelas.
Sólo en ese clima, incompatible con la despreocupación "ocupadísi- ma" de
quien no encuentra tiempo más que para sus actividades individuales (ya sean en
el ámbito de la profesión, ya en el de la vida social, las diversiones y
entretenimientos, los propios hobbies, etc.), son posibles el crecimiento y la
maduración fecundas de quienes tenemos encomendados en el seno de nuestra
familia. Porque tanto en el interior del matrimonio como en las relaciones
paterno-filiales, lo decisivo es "soportar", en el sentido fuertemente solidario de
servir de apoyo, y no "soportar", en la acepción de aguantar lastimeramente los
defectos, la incompetencia o la falta de madurez del otro.

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