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Adriana Cabrera
Universidad de Oriente–Núcleo de Sucre
(Cumaná, Estado Sucre, Venezuela)
Daniel Pennac, en los noventa, enunció los derechos imprescindibles del lector1. Su
destacada trayectoria como educador y hombre entregado a la reflexión en torno a la
literatura y a la lectura refrendan su juicio. Sin embargo, la aceptación de su criterio exige,
para aquellos que pretendemos desde el ámbito institucional y familiar intervenir en la
formación de lectores, la reflexión sobre algunos problemas tan interesantes como difíciles.
El primero de ellos radica, precisamente, en la pertinencia de hablar de formación
de lectores, visto que tal hecho supone en los formadores la autoridad de modelar a sus
aprendices según la idea de lo que conciben como buenos lectores, muy al contrario de lo
que Pennac parece proponer. Deberíamos interrogarnos también sobre si tal imagen no
constituye, tal vez, el mayor obstáculo para quienes, con la mejor voluntad y ánimo ético,
pretenden llevar a cabo esta labor. Prevención que, como bien expresa Víctor Moreno
Vayona (2005, p. 154) en su tratamiento de este asunto, vale la pena hacerse :
La verdad es que puesto que no sabemos lo que es un lector, menos aún podemos
tener una noción exacta de lo que es un buen lector. ¿A qué llamamos, como
profesores, un buen lector? Es verdad que se han hecho tan ingeniosas como
literarias aproximaciones a la figura de lector. Así, podemos recordar las siguientes:
«el lector ideal»1; «el lector infrecuente»2; «El lector múltiple»3; «el lector
verdadero»4; «El lector erudito»5; «el lector ensimismado»6… Pero nadie se pone
de acuerdo en señalar qué características fundamentales lo definen como tal. (p.154)
Aún así tenemos el convencimiento de que la escuela debe hacer esfuerzos en esta
dirección, porque esta necesidad de formar buenos lectores surge de otra convicción
aceptada y extendida: es mejor leer que no leer.
Quienes asumen institucionalmente la educación de los jóvenes, y, de entre ellos,
especialmente los profesores de lengua y literatura han constatado muchas veces con
perplejidad y amargura que sus más afiladas herramientas pedagógicas fracasan al enfrentar
la hostilidad juvenil hacia la lectura. Y detrás de esta experiencia, ciertamente dolorosa,
está la certidumbre de que estos muchachos hacen todo lo posible para negarse la
posibilidad de ser personas cultas, preparadas; y si somos dados a dramatizar, están
construyendo un pasaje al infierno de la ignorancia y la mediocridad. Aparecen ante
nuestros ojos como seres estigmatizados que preguntan arteramente por qué deben leer.
1 Muy resumidamente, estos derechos comprenden la incuestionable potestad del lector a no leer; la
decisión de saltarse páginas; la posibilidad de no terminar de leer un libro; darse el gusto de releer; poder
escoger leer cualquier cosa y no sólo aquello que se considera provechoso; entregarse a los mundos
imaginarios que nos ofrecen los libros y dejar que ellos influyan en nuestras vidas; poder leer en todo
momento y en cualquier lugar que nos apetezca; la posibilidad de saltar de un libro a otro, de una página a
otra, de un tema a otro, asistemáticamente; poder leer en voz alta para deleitarnos con el sonido de las
palabras y la música de la ficción; y, por último, el derecho a callarnos, a mantener el secreto de la intimidad
que es el acto de lectura. (Pennac, 2006, pp. 153 y ss.)
1
Desde el ámbito institucional, por muy diversas vías, a este muchacho «taimado»
pero sin duda inteligente que se ha atrevido a preguntar de viva voz se le ha respondido:
debes leer para aprender y convertirte en un profesional eficiente que contribuya con la
sociedad. Dudo, y creo que Pennac estaría de acuerdo con ello, que esa respuesta satisfaga
las expectativas inmediatas de ese muchacho, ni tampoco de los otros que, a través de la
reticencia, expresan mudamente la misma pregunta. Y sin embargo, aún cuando
reconozcamos este lugar de incomodidad educativo y argumentativo, nosotros, maestros,
profesores, funcionarios de los institutos culturales, bibliotecarios, sabemos que hay que
leer y que es preferible hacerlo a no hacerlo. Y lo sabemos porque entendemos que la
lectura es algo bueno y saludable para el espíritu, para el aprendizaje, para la cultura
individual, para la nación.
Ahora bien, si la mayoría no duda de estos dones, no es por un acto ciego de fe, sino
porque la realidad ha demostrado con creces que los pueblos cultivados son menos
vulnerables, más aventajados y más libres… o deberían serlo. O por otra evidencia más
inmediata y más individual: las personas educadas tienen mejores perspectivas de
supervivencia y prosperidad en las sociedades escriturarias… o deberían tenerlas. Y si estas
evidencias no nos satisfacen del todo, aún tenemos otra, menos evidente pero no por ello
menos fuerte: las personas cultivadas tienen mejores posibilidades de desarrollar
plenamente sus facultades y alcanzar cierto estado de felicidad vital.
Pero si educarse, y la lectura forma parte imprescindible de ello, es tan bueno, ¿por
qué nuestros alumnos se abocan con tanta energía a evitar ser educados en las aulas?
Trasladando la pregunta a nuestro centro de interés: ¿por qué se resisten a que los
formemos como lectores competentes mediante el desarrollo de hábitos de lectura? No creo
que esa respuesta plena que esperamos exista aún y no necesariamente por indolencia, falta
de preparación profesional o falta de voluntad. Creo que nos encontramos frente a un
problema de dimensiones descomunales, muy complejo, en cuyo laberinto todos los
implicados nos hallamos desorientados.
Eso no significa que dejemos de intentarlo: quien se embarca en esta aventura bien
sabe que debe quemar sus naves. Debe evitar la tentación de volverse a la comodidad de la
indiferencia y nunca podrá, como Bartleby, preferir no hacerlo. Emprender este camino
implica una revisión dolorosa de las flaquezas individuales e institucionales, implica
enfrentarnos al desaliento. Creo también que debemos saber reírnos de esos y otros
fantasmas, sospechar de nuestro rostro y mirar, sobre todo, en la profundidad de los ojos de
los otros. Pero retornemos de las esferas de las metáforas trascendentes a asuntos más
mundanos que no debemos rehuir.
Víctor Moreno Bayona (2005, p. 155) ha descrito lo que a nuestro juicio es una de
las coyunturas más problemáticas de la formación de lectores en el ámbito escolar. En su
juicio sobre el asunto implica la relación conflictiva entre formación de lectores
competentes y promoción de lectura:
2 Nótese la magnitud de la tarea. Por ejemplo, a juicio de Isabel Solé Gallart, un lector
competente es aquel capaz de ―…adoptar un pensamiento estratégico, dirigiendo y
autorregulando su propio proceso; eso es lo que caracteriza a un lector experto y en este
sentido deberían ir los esfuerzos de la enseñanza. Ésta debería proveer a los alumnos de las
estrategias que les permitieran abordar diferentes textos, académicos y cotidianos, con
diferentes intenciones —disfrutar, aprender, resolver un problema concreto, etc.‖ (En:
Bofarull, M. T., Cerezo, M., Gil, R. et al., 2005, pp.26, 27)
3
Cuestionaría lo que queremos enseñarle y se aburriría con cierta frecuencia en la escuela.
Creo también que sería un lector de literatura.
Un modelo tal, implicaría una visión de la lectura que no desdeñe la complejidad
cognitiva, estética y volitiva de enfrentarse a mundos textuales. Como bien sostiene Pedro
Cerrillo (2005, p. 134), leer, más allá de lo que ciertos discursos simplistas de animación a
la lectura parecen asegurar, no es un juego, sino una actividad cognitiva y comprensiva
enormemente compleja, en la que intervienen el pensamiento y la memoria, así como los
conocimientos previos del lector. Leer, una vez adquiridos los mecanismos que nos
permiten enfrentarnos a una lectura, es querer leer, es decir, una actividad individual y
voluntaria.
Y, a pesar de los compromisos sociales e institucionales del sistema educativo de
cualquier país y de las presiones que median en las sociedades escriturarias, es un derecho
que los hombres libres escogen o no ejercer. La lectura, por lo menos en este aspecto, es
ajena a cualquier condicionamiento normativo. Ya Pennac lo aventuraba.
Pero, precisamente por tratarse de un derecho, y aquí entramos en el tercer problema
que nos gustaría destacar, es que el estado y las instituciones deben ocuparse de sus lectores
—que son ciudadanos con derechos— y deben hacerlo de la mejor manera posible,
empalmando su búsqueda con la de los docentes y funcionarios preocupados sobre los
cuales cae una pesada carga. Y esto no es posible sin planes y programas de incentivo a la
lectura que sean coherentes con la realidad de los lectores jóvenes. La ausencia de tales
planes y políticas o la ineficiencia en su implementación sólo revela la desatención del
estado de un derecho ciudadano de importancia y quienes desprecian las políticas de lectura
no pueden exigir eficiencia a las instituciones educativas, pues ellas se ocuparían de un
contingente humano mutilado3. Cuidar de este derecho comienza, en una suerte de
intervención no sentida, con la cantidad de opciones de calidad que una sociedad puede
ofrecer a la infancia, como bien dice Felipe Garrido: ―Todo niño debería tener esa
oportunidad de sentirse libre en el universo de los libros. Todo niño debería ser así
abandonado a su voluntad entre un exceso de oportunidades para elegir‖ (1993, p. 13). En
la escuela esta oportunidad de libertad lectora se traduce en la propuesta, muy sencilla, al
decir de Isabel Solé Gallart (2005, p.30):
Se trata, simplemente, de leer por leer. La función de las bibliotecas, los talleres de
recomendación de libros, el papel de las familias, la influencia benéfica de los
medios de comunicación en las prácticas de lectura, etc. son aspectos que la escuela,
a su nivel, se puede plantear, pero que en su amplitud reclaman una política global
de fomento de la lectura. Mientras pedimos que esta política sea una realidad,
conviene no dejar de hacer aquello que en la escuela se puede hacer y que tan
buenos resultados da cuando se hace.
3 Si bien no parece ser directa la relación entre rendimiento escolar y hábitos de lectura, estudios como
Investigación iberoamericana sobre eficacia escolar, llevado a cabo bajo el convenio Andrés Bello (Bolivia,
Chile, Colombia, Cuba, Ecuador, España, México, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana y
República Bolivariana de Venezuela), en 2007, arrojan como resultado que uno de los ―factores del alumno
asociados con el logro académico cognitivo‖ es el hábito cultural de la lectura y, más significativamente, en el
rendimiento en la clase de lengua (pp.140-142). Por otra parte, sí es innegable que un lector competente es,
casi sin lugar a error, un alumno académicamente exitoso.
4
Así las cosas, garantizar ese derecho con un mínimo margen de solvencia se
convierte en un problema costoso para los estados. La superestructura que soporta su
ejercicio implica la articulación de políticas educativas y culturales que asuman la inclusión
de la lectura en la forma de programas y estrategias de promoción donde se involucren los
entornos familiares, las instituciones educativas, las políticas editoriales, diversas
instituciones culturales y redes de bibliotecas, por nombrar los más evidentes. En la
complejidad de este entorno es posible fallar de muchas maneras, incluso cuando la mejor
voluntad anima a los actores, lo cual, sabemos, no es el caso absoluto. En mi país los
resultados son pobres. Hay pocos lectores y menos lectores competentes, de hecho, el
avance en los niveles del sistema educativo parece no implicar necesariamente un avance
en el dominio de la lectura. Esta articulación problemática entre educación, competencia
lectora y formación de lectores es el lugar donde hace crisis la confusión institucional, al
intentar atender y, por tanto, juntar, el problema de la educación escolar de los lectores, la
erradicación del analfabetismo y el analfabetismo funcional, el derecho a la educación y a
la información, la conservación de los valores culturales, el acceso al libro, la igualdad de
oportunidades, la democratización del saber, la implantación de orientaciones ideológicas
oficiales y pare de contar4.
4 Apuntaremos en este margen tres referencias que, en su confusión, pueden hacer una suerte de ilustración
del asunto aludido en el contexto de mi país:
El estado desatiende sus propias propuestas de promoción de lectura: Eddy D. Souza, en un artículo
titulado ―La Promoción de la Lectura en Venezuela: una muestra de promotores y propuestas‖, elabora
una lista de numerosos esfuerzos implementados en Venezuela, por lo menos hasta el 2007. Es una lista
que, vista en su conjunto, apunta hacia una proliferación muy benéfica de iniciativas tendentes a
fortalecer los hábitos de lectura en ámbitos institucionales y no formales, como las comunidades o las
familias, así como a reforzar los espacios editoriales, las bibliotecas, los círculos, talleres y clubes de
lectura ¿Cuántos de estos esfuerzos permanecen? ¿Cuántos llegaron a implementarse con éxito? ¿Cuáles
son los resultados de su implementación? No disponemos de estadísticas oficiales para saberlo. Sólo la
cercanía de ciertos contextos nos informa de implementaciones muy parciales: de más de cien talleres con
la presencia de escritores planificados para las escuelas del Estado Sucre durante 2007, no llegaron a
realizarse más de veinte. La desatención al sector también se evidencia en el hecho de que la Biblioteca
Pública Central de la capital del estado permaneciera más de dos años cerrada (una vez reparada luego de
que un evento sísmico afectara las instalaciones) sin que se explicara a la comunidad el motivo.
El estado propone planes sumamente ambiciosos (por la cantidad de problemas que intenta abordar) que
luego no atiende presupuestariamente: en el Plan Nacional de Lectura 2002-2012. Todos por la lectura
se lee:
Resulta imprescindible promover el valor de la lectura y las ventajas que trae consigo, a través de un
gran proyecto nacional de promoción de lectura y de escritura. Hay que informar, trabajar de cerca
con los maestros, los bibliotecarios, los padres, las madres, para que lean con los niños, les narren
cuentos de la tradición oral, lean juntos la prensa, conversen sobre temas de interés común, les lean
en voz alta, les cuenten anécdotas e historias, les regalen libros, los inscriban en las bibliotecas
públicas, es decir propicien un entorno lector desde temprana edad, condición necesaria y eficiente
para alfabetizarse; puesto que la alfabetización es la consecuencia de vivir en el seno de una cultura
escrita (pp. 111,112)
Pero si revisamos el Plan Operativo Anual Nacional. Ejercicio Fiscal 2010 lo que observamos es una baja
distribución presupuestaria para programas de promoción de lectura. Concentrados en la Directriz ―Suprema
felicidad social‖, aparte de esfuerzos editoriales que parecen prometedores, en los espacios escolares las
asignaciones presupuestarias se destinan casi en su totalidad al proyecto ―Fortalecimiento y creación de
espacios para el Periodismo Escolar en sus diferentes formatos y Plan de Lectura‖. De manera semejante al
postulado del Plan Nacional de Lectura, este Proyecto persigue un objetivo específico muy ambicioso para la
5
¿Quiere decir esto que mejor sería ahorrar el esfuerzo y la plata? De ninguna
manera. Es incuestionable que sin este aparato estaríamos cuando menos a la deriva. Aún
así, no es tampoco una salida para quienes se involucran directamente en la formación de
lectores cargar la culpa sobre el rostro informe de la institucionalidad. Y no es una salida,
porque el docente seguirá allí, frente al semillero juvenil que aguarda el ensanchamiento del
mundo. Ciertamente, quejarse de las carencias no resolverá el asunto que veníamos
problematizando. Y es que una vez constituida una imagen del lector que querríamos
formar durante el paso por las instituciones educativas, ¿no riñe esta actividad formadora
precisamente con el derecho del libre ejercicio de la lectura? De hecho, sí. Aún más, y este
es un punto sensible, ¿no está muy reñido con el derecho de leer la convicción en el ámbito
institucional de que un modelo de lector competente es aquel que lee obras literarias?
Si bien oscuros años de errar en las estrategias de enseñanza de la lectura más una
buena dosis de desarrollo de la pedagogía, la lingüística y la psicología infantil y juvenil
nos han enseñado a tratar de mejor manera al estudiantado, ciertamente no nos hemos
distinguido por elevar al mismo nivel los éxitos en la formación de lectores. Tengo la
impresión de que en las escuelas venezolanas del siglo XXI, con las posibilidades que se
ofrecen para leer según los intereses de los alumnos, se lee menos que en las del XX con su
libro de lecturas obligatorias. Y no se trata de proclamar que el pasado fue mejor. Las
generaciones de los setenta y los ochenta estudiaron bajo sistemas profundamente
fracturados, y sin embargo, lo que podemos apreciar en la actualidad, una vez que
generaciones más jóvenes ocupan los pupitres que nosotros ocupamos, revela un cada vez
más rápido e indetenible declive. No ya de eso que se llama cultura literaria, que agoniza
desde hace más tiempo, sino, para decirlo brevemente, de la cultura.
Aún así, en algo hemos avanzado. El docente de hoy conoce mejor las
implicaciones del acto de lectura y de su promoción y, elemento de primordial
consideración, sabe que la lectura puede y debe exhibirse como una actividad placentera y,
en cierto modo, transgresora, aunque no hayamos logrado escaparnos con éxito del
fantasma persecutorio de la lectura utilitaria.
Sin embargo, con frecuencia se sostiene que la mayoría de los profesores de ese hoy
al que aludimos, especialmente los de lengua y literatura, mal formados, agotados por un
trabajo extenuante y no lectores, y con ello entramos al último nudo problemático que
trataremos en estas páginas, son precisamente los responsables del declive al que
aludíamos. Se dice que la escuela no cumple su papel en cuanto a la formación de lectores
se refiere, y hay mucha verdad en ello. Pero, por otra parte, ¿quién no recuerda a un mal
profesor de lo que sea? Y, con la misma intensidad, no deberíamos dejar de recordar a los
poca variedad discursiva en la que se centra: ―Fomentar en la comunidad educativa los hábitos de lectura, el
valor de la escritura, el periodismo escolar, el uso responsable de Internet y otras formas informáticas de
comunicación, así como facilitar el acceso de las comunidades a los medios de comunicación.‖ (p.9)
El estado mantiene una política agresiva de injerencia ideológica en los programas oficiales de
promoción de la lectura: el Plan Revolucionario de Lectura, por ejemplo, bajo la tutela del Ministerio del
Poder Popular para las Comunas, el Ministerio del Poder Popular para la Educación Superior, el
Ministerio del Poder Popular para la Educación y el Ministerio del Poder Popular para la Cultura tiene,
cito textualmente del portal del MPPC, ―como objetivo primordial la democratización del libro y la
lectura, bajo una nueva concepción de esta última como acto colectivo que permite construir otra visión
de la cultura bajo los valores y principios fundamentales del socialismo bolivariano‖.
6
maravillosos maestros y profesores que nos tocaron en suerte, que fueron, seguramente,
más que los malos; que sacaron lectores con recursos mínimos y con quienes guardamos
deudas impagables.
También tendríamos que mirar más allá, o más acá, según se vea. En el entorno
familiar de los que hoy son lectores encontraremos con frecuencia un mundo tejido de
historias familiares, de admiración por la cultura y el bien hablar, una biblioteca casera con
los libros viejos de un tío desconocido, una vieja enciclopedia bellamente ilustrada del tipo
El mundo de los niños o El tesoro de la juventud. Cierto lustre en torno al libro y a la
lectura. A veces, esos maravillosos profesores que recordamos no lo eran de profesión, sino
un reposado abuelo lleno de recuerdos e historias. A su modo, todos ellos, profesionales o
no, son recordados bajo el nimbo de la maravilla porque nos enseñaron a apreciar la verdad
y la imaginación y a sumergirnos en sus numerosos colores. Esa complicidad imaginaria, la
vivencia vacilante de los mundos al borde de lo real se traslada luego con más facilidad que
dificultad al universo de la lectura. Creo que en ese punto es que el adulto interviene de
modo más feliz en la transformación de niños oidores de historias a lectores. En la medida
en que el adulto ―permita crear un espacio cómplice de las aventuras y magia que la lectura
puede transmitir y hacerles vivir‖ (Maén Puerta et al.(Coords.), 2006. P. 23). Por supuesto,
ese adulto ha de ser un lector. O, expresado en palabras de Jenny Pavisic:
Un tatarabuelo que llegó pobre de las Canarias nos hizo anhelar un mundo más
ancho y más ajeno; una tabaquera que se volvió loca de dolor cuando la gripe española se
llevó a sus pequeños nos dijo qué era el sufrimiento y nos hizo temer la muerte y el dolor y
experimentamos la compasión; la historia de un cura borracho, ladrón y mujeriego nos
enseñó que las cosas no siempre son lo que parecen y maduramos en la desconfianza; La
Llorona todavía grita en nuestros sueños; y el libro de historia nos adiestró en la estupidez
humana; y vinieron los libros, olorosos a nuevo, olorosos a polvo que pica en la nariz y en
las manos. Un universo ancho al alcance de los dedos, poblados de mundos más viejos que
el hombre y otros tan nuevos que todavía no existen. Historias. También podría decir
literatura o maravilla. ¿Pero cómo se enseña esto que ni siquiera puedo expresar
correctamente con palabras? Nuestros alumnos solo conocerán este gozo por sí mismos.
La escuela hará su parte. Sin herramientas de comprensión de lectura y sin
conocimiento de la lengua, los mundos más fantásticos y ricos tendrán las puertas cerradas.
Sin espacio para la lectura pura y simple en los programas de estudio los cuentos, el
conocimiento y la cultura pierden su sabor, y con el gusto, la oportunidad; sin libros en las
aulas y en las bibliotecas el saber es estrecho, monótono y, muchas veces, imposible. ―Es
urgente que la lectura en la escuela sea repensada, por lo menos en una triple dimensión:
como objetivo de conocimiento en sí misma; como instrumento de conocimiento, y como
medio para el placer, el gozo y la distracción.‖, sostiene Isabel Solé Gallart (2005, p.28).
Tanto más cuanto el lector que somos no se parece al que será, y nuestra experiencia
y nuestros estudios son apenas un frágil asidero frente a ese nuevo lector que se perfila ya
en el horizonte de las instituciones escolares (Cf. Cerrillo, pp. 141-143, en: Utanda et al.
(Coords.), 2005). Ese lector es un consumidor de tecnologías y códigos. Se viaja a alta
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velocidad y casi sin limitaciones por los más diversos paisajes del ciberespacio. Es voraz y
se alimenta de todo tipo de discurso. Ese lector es un nativo de internet, ha nacido desde un
link y no desde los libros. Es un lector fascinante y problemático. Así lo describe Lucía
Fraca de Barrera (2009):
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la libertad, la tolerancia y la autonomía crítica; condiciones que al fin y al cabo son las que
determinan al lector competente.
¿Puede la literatura servir a estos fines? Creo que sí. Siempre y cuando no se le
convierta en mera herramienta. Por suerte, el sentido de la lengua, la libertad, la tolerancia
y la autonomía crítica son propias de eso que llamamos literatura. Y también es tiempo para
estar solo y pensar, y es diálogo con los libros, con los cibertextos, con el cine y la
televisión, con el mundo.
Un lector literario no emprende una guerra moral contra las máquinas, ¿cómo
podría? Pero discute el asunto. Tampoco se define siempre por la cantidad ni el tipo de
libros que lee, sino por la intensidad de su hambre de palabras, y me atrevería a decir que
tal vez no le importe mucho que de vez en cuando éstas sean habladas o rimadas o
cantadas.
Generaciones jóvenes, tan seguras de sí mismas y tan temerosas como las nuestras
en su momento, esperan a que hagamos el primer movimiento en la numerosa espesura de
la vida. Ella se entrevera con la empresa ilimitada de la lectura. En un punto de esa
aventura debemos detenernos y mirar seriamente a los ojos del otro, de lector a lector.
Referencias
Barthes, R. (2004). El placer del texto y lección inauguralde la Cátedra de Semiología Literaria del
Collège de France. (S/T) Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina S.A.
Cerrillo, P. (2005). ―Los nuevos lectores: la formación del lector literario‖. En: Utanda H., M. C.;
Cerrillo T., P. C.; García P., J. (Coords.). Literatura infantil y educación literaria. Cuenca:
Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha. Pp. 133-156.
Ministerio de Educación, Cultura y Deportes (2008). Plan Nacional de Lectura 2002-2012. Todos
por la lectura. En: ―Documentos‖. Acción pedagógica. Nº 17. Pp. 106-117. URL:
www.saber.ula.ve/bitstream/123456789/27487/1/articulo11.pdf Fecha de consulta: 10-02-
2011.
Ministerio del Poder Popular para la Cultura (2009) ―Plan Nacional de Lectura es participativo‖.
URL:
http://www.ministeriodelacultura.gob.ve/index.php?option=com_content&task=view&id=7
545&Itemid=192 Fecha de consulta: 10-02-2011.
Ministerio para el Poder Popular para la Planificación y el Desarrollo (2009). Plan Operativo Anual
Nacional. Ejercicio Fiscal 2010. URL:
http://www.mpd.gob.ve/POAN2010/PDFPoan2010.pdf.
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Moreno Vayona, V. (2005). ―Lectores competentes‖. En: Revista de Educación. Número
Extraordinario: Sociedad lectora y educación. Madrid: Ministerio de Educación. Pp. 153-
167. URL: http://www.revistaeducacion.mec.es/re2005_10.htm. Fecha de consulta: 06-01-
2011.
Murillo T., F.J. (Coord.) (2007). Investigación iberoamericana sobre eficacia escolar. Bogotá:
Convenio Andrés Bello.
Pavisic P., J. (1997). ―Cada uno es su propio recurso‖ En: Martha Sastrías (Comp.). Camino a la
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niños. México, D.F.: Editorial Pax México /Librería Carlos Césarman, S.A. Pp. 63-68.
Pennac, D. (2006). Como una novela. Trad. Moisés Melo. Bogotá: Grupo Editorial Norma.
Puerta, M.; Gutiérrez, M.; y Ball, M. (2006). ―Presencia de la literatura‖. En. Puerta, M.; Gutiérrez,
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Solé G., I. (2005). ―Leer, lectura, comprensión: ¿hemos hablado siempre de lo mismo?‖. En:
Bofarull, M. T., Cerezo, M., Gil, R. et al. Comprensión lectora: el uso de la lengua como
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