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Antropología del recuerdo y el olvido

Jóvenes, memoria y violencia en Medellín


Antropología del recuerdo
y el olvido
Jóvenes, memoria y violencia en Medellín

Pilar Riaño Alcalá

Antropología
Instituto Colombiano de Antropología e Historia - Icanh
Editorial Universidad de Antioquia
Colección Antropología
© Pilar Riaño Alcalá
© Editorial Universidad de Antioquia
© Instituto Colombiano de Antropología e Historia – Icanh
ISBN:
Título original: Dwellers of Memory, Youth and Violence in Medellín, Colombia
Primera edición (en inglés): Transaction Publishers, Nueva Jersey, 2006
Primera edición (español):
Traducción: Martha Segura
Coordinación editorial: Esther Fleisacher C.
Diseño de cubierta:
Motivo de cubierta: Fotografías de Luigi Baquero
Diagramación: Marcela Mejía Escobar
Impresión y terminación: Editorial Universidad de Antioquia
Impreso y hecho en Colombia / Printed and made in Colombia
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio
o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial
Universidad de Antioquia
Editorial Universidad de Antioquia
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Página web: www.editorialudea.com
Apartado 1226. Medellín. Colombia
Instituto Colombiano de Antropología e Historia – Icanh
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E-mail: icanh@mincultura.gov.co
Página web: www.icanh.gov.co
Apartado 407. Bogotá. Colombia
El contenido de la obra corresponde al derecho de expresión del autor
y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad de
Antioquia ni desata su responsabilidad frente a terceros. El autor asume la
responsabilidad por los derechos de autor y conexos contenidos en la obra,
así como por la eventual información sensible publicada en ella.
Contenido

Agradecimientos ........................................................... xiii

Presentación ................................................................. xvii

Prefacio ........................................................................ xxiii

Introducción.................................................................. xxix

Colombia en la encrucijada ..................................... xxxiv


Los olvidos de los jóvenes y las pugnas
de la memoria .......................................................... xxxvii
Puentes de la memoria ............................................ xliii
La circulación de memorias y los
tráficos de violencia .................................................. xlv
Una antropología del recuerdo y el olvido:
comentarios sobre el método ................................... xlix
Habitantes de la memoria:
los jóvenes en este libro ........................................... lvi

Capítulo 1
Historias locales bajo una luz nacional ...................... 1

Nubes de humo: los años treinta .............................. 3


Una guerra de colores y de horrores:
los años cincuenta .................................................... 10
Luces rojas en el barrio:
los años de la “tolerancia” ....................................... 14
viii

Lenguajes del encubrimiento: los años sesenta ....... 19


Viajes y viajeros: los años setenta ............................. 24
Una perturbadora imagen de la juventud:
las décadas del ochenta y el noventa ........................ 31
Congestiones callejeras ....................................... 37
Guerras locales ................................................... 42
Cerdos por la paz ..................................................... 45
“¿Por qué, a pesar de tanta mierda,
este barrio es poder?” .............................................. 49

Capítulo 2
Recordar el lugar: construir y percibir lugares ......... 51

Construir el lugar: paisajes y mojones


de la memoria ..................................................... 52
Un recorrido ....................................................... 55
La memoria de las cosas vistas ................................. 61
El paisaje sonoro ................................................. 66
Habitar ................................................................ 73
Nombrar el lugar ..................................................... 79
Cambiar nombres, cambiar dinámicas ............... 81
Tipologías del espacio social
y prácticas espaciales .......................................... 85
La añoranza de la “tierra” cuando se vive en
“tierra” ajena ...................................................... 89
La imaginación y el cruce de la frontera ................. 92
Comunidades de memoria en el lugar .................... 100

Capítulo 3
Las memorias vivas de la muerte:
historias orales de muerte y de muertos .................... 103

“Veo su sangre que cae como semilla”:


historias de los muertos ........................................... 105
“¿Cómo se le habla al desaparecido?” ................ 114
Cronologías de muerte y listas de muertos .............. 124
Los eventos y su significado:
darle un lugar a la muerte ....................................... 129
ix

Un lugar personificado para la muerte .............. 134


Sujetos de la muerte: los mártires ............................ 138

Capítulo 4
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros:
narraciones de miedo y violencia de género .............. 145

Historias de aparecidos y regulaciones sociales ....... 147


“A mí me ha pasado eso, lo he vivido”:
testigos y espíritus poseídos ..................................... 154
Cuerpos guerreros, mujeres y terror ....................... 159
Fisuras en el tejido social y tensiones sociales ......... 170

Capítulo 5
¿Un olvido generacional? ............................................. 173

Otredad territorial ................................................... 175


Senderos de desconfianza y venganza ..................... 185
Testimonio, sufrimiento y memoria ........................ 190

Epílogo
El nuevo tráfico de memorias ..................................... 198

Del 2000 al 2005:


¿años de cambio o de continuidad? ......................... 201
Voces perturbadoras:
jóvenes, memoria y procesos de paz ........................ 211

Mapas..... ........................................................................ 223

Bibliografía ................................................................... 223

Libros y artículos de revistas académicasa..................

Artículos de periódicos y revistas ................................ 223

Índice analítico ............................................................. 265


A mi hijo Sebastián
Y a Sebastián, en el barrio Antioquia
Agradecimientos

Muchos me han acompañado en el trayecto que condujo a termi-


nar este libro y a cada uno de ustedes muchas gracias. Recibí
valiosos comentarios críticos, además de apoyo e inspiración
intelectual, de varias personas: mi hermana Yvonne Riaño,
Dorothy Kidd, Joanne Rappaport, Catherine LeGrand, Mary
Roldán, Liisa North, María Emma Wills, Clemencia Rodrí-
guez, Amparo Sánchez, María Clemencia Ramírez, Margarita
Chávez, Elsa Blair, Alonso Salazar, Oline Luinenburg, Ann
Macklem, Barry Wright, Víctor Uribe y Garth Manning. Mi
hijo, Sebastián Gil Riaño, desempeñó un buen número de
tareas de apoyo a mi trabajo investigativo y, con la frescura de la
vida, ofreció comentarios y correcciones editoriales de gran
valor. Mis agradecimientos a los miembros de mi comité de
doctorado: Blanca Muratorio (mi supervisora), Julie Cruiks-
hank y Brian Elliott. Ellos me brindaron su entusiasmo, sus
observaciones críticas y un apoyo fundamental para transformar
la disertación en un libro. En Medellín, mi enorme gratitud
para los amigos e investigadores en Corporación Región por
facilitarme un espacio intelectual vigoroso e inspirador, por su
apoyo a mis tareas investigativas y en el trabajo de campo,
y por las muchas horas de placer y dolor que compartimos.
Gracias a Rubén Fernández, Marta Villa y Ana María Jaramillo
por las horas interminables de discusión y por su entusiasmo
con este trabajo. En el grupo de investigación, Marta, Ana y
Ramiro ejercieron una profunda influencia en mis ideas. El
apoyo y sugerencias de Juan Fernando, Fulvia, La Mona, Javier,
Humberto y Vicky (en Corporación Presencia) fueron cruciales
durante mi trabajo de campo. Ellos me facilitaron contactos en
xiv

barrios y comunidades, me acompañaron a diversos sitios y en


interminables conversaciones sobre los jóvenes de Medellín.
Jorge García, en Corporación Presencia Colombo-Suiza, apoyó
y motivó de muchas formas el trabajo en el barrio Antioquia.
Augusto, Rogelio, Wilson, Adriana, Álvaro, César, Milton,
Arlex, Sebastián, Arlén y Adriana caminaron y recorrieron sus
barrios y zonas conmigo, mientras me regalaban muchas de
sus historias y memorias. Estas historias e ideas han marcado
mi trabajo. Sebastián y Diana fueron mis asistentes de inves-
tigación y de ellos aprendí y recibí mucho. Sebastián asumió
con gran entusiasmo la tarea de elaborar mapas, entrevistar
y compartir sus ideas e información conmigo. Más tarde trasla-
dó ese entusiasmo a la universidad, cuando decidió estudiar
sociología. En los últimos siete años muchos colombianos de
regiones y sectores sociales muy diversos han participado en
los innumerables talleres de memoria que he llevado a cabo.
Cada uno de ellos, con sus historias y reflexiones, ha sido una
fuente de inspiración.
A mis maestras y maestros, fuente de inspiración intelec-
tual y de vida: Francisco Ibáñez Carrasco (compañero en esta
jornada y en la de la memoria), María Eugenia Vásquez, Julián
Vargas, Alfredo Ghiso, Jesús Martín Barbero, María Teresa
Uribe, Hernán Henao y Begoña Aretxaga.
Mis padres, Jaime y Ceci, me han ofrecido a lo largo de
los años apoyo de todo tipo y me han motivado en cada paso
de este trabajo; gracias mil por su dedicación y entusiasmo.
Mi hermana Jeannette apoyó de muchas formas mi trabajo,
seleccionando y archivando artículos periodísticos y haciendo
transcripciones. Barry, esposo y amigo inseparable, me ha
ofrecido su amor, solidaridad y compañía (¡aun en la lejanía!)
a lo largo del recorrido de este libro. Andrea, Raphaelle, Ga-
briel y Sebastián, mis hijos, entendieron y me apoyaron en mis
prolongadas ausencias. Eva Veres, Mario Tello, Marshall Beck,
Pascaline Nsekera, Anika Marcotte, Andrea Wright y Kenji
Stewart apoyaron el trabajo de computador, la revisión de textos
y la elaboración de mapas, y Dean Brown asumió el reto de las
traducciones más difíciles del español al inglés. La traducción
xv

del texto del inglés al español fue realizada por Martha Segura.
Su entusiasmo y la calidad de su trabajo le han dado un nuevo
vigor a este texto. Agradezco también a Esther Fleisacher por
su excelente trabajo en la edición final del texto.
El trabajo de campo fue posible con el apoyo financiero
del Consejo Canadiense de las Ciencias Sociales y Humanas
(SSHRC), del Centro Internacional de Investigación para el
Desarrollo (CIID) y de la Corporación Región. Reescribí varios
capítulos de este libro durante mi estadía como investigadora
asociada en el Instituto Colombiano de Antropología e His-
toria (Icanh), y más tarde en el Centro de Investigación sobre
Latinoamérica y el Caribe (Cerlac) de la Universidad de York
y en el Centro de Estudios del Refugio (CRS). María Victoria
Uribe, en el Icanh; Viviana Patroni, en el Cerlac; y Peter Penz,
en el CRS, me abrieron las puertas de estos institutos y me
brindaron todo su apoyo. Durante el último año de prepa-
ración de este manuscrito recibí el respaldo de la Escuela de
Trabajo Social y Estudios de la Familia en la Universidad de la
Columbia Británica.
Presentación

En mi ya largo oficio de lector de libros aún no publicados me


he topado pocas veces con un texto proveniente de una inves-
tigación con fines académicos que, como éste, haya logrado
sumar tal rigor intelectual a un lenguaje tan desprovisto de
jerga y, al mismo tiempo, tan cargado de pedagogía social,
esto es, de la capacidad de retornar a sus protagonistas-objeto
convertido en palabra generadora de sujetos. Un libro que
introduce la paradoja desde el título mismo: ¿cómo pueden jun-
tarse las palabras “jóvenes” y “memoria”, cuando todo en nuestra
sociedad tiende a pensar sus referentes como mundos radical-
mente opuestos en términos psicológicos y sociológicos? Menos
hoy, cuando los adultos hemos hallado en la imputación de la
amnesia a los jóvenes una de las más socorridas escapatorias a
nuestra incapacidad de hacernos cargo de sus incertidumbres y
desazones. Pero lo que el título nos proporciona es justamente
la pista de fondo: asumir la fractura generacional como una
de las heridas más profundas del conflicto que desgarra a
este país. Y a contracorriente de estereotipos que a derecha e
izquierda despojan de valor a cuanto ocurre entre los jóvenes,
o de tan escaso interés como para estudiarlos a fondo, lo que
aquí encontramos es una reflexión lúcida sobre lo que le duele a
Colombia en sus jóvenes, en la carne y el espíritu de la mayoría
de sus adolescentes.
Abrirle camino a esa indagación exige tener muy en cuenta
la desproporción enorme entre la visibilidad y centralidad que
adquirieron los jóvenes como agentes de violencia a partir del
día en que un adolescente de dieciséis años asesinó al ministro
de justicia Rodrigo Lara Bonilla, la marginación a que se hallan
sometidas las vidas de la mayoría de ellos y el pequeñísimo
xviii

grado de comprensión-valoración de la complejidad de los


cambios por los que atraviesan. Alejada tajantemente de la
imagen light que la publicidad fabrica de lo joven, pero también
de tanta simplificación crítica que la victimiza, vaciándola de
responsabilidad, Pilar Riaño traza una figura contradictoria,
densa y tensa, en la que hay olvido y también memoria, en la
que hay un fuerte sentido de lo efímero y mucho sufrimiento,
en la que el ansia de vivir choca íntimamente con un perma-
nente sentimiento de muerte. Uno de los mayores aportes de
este estudio reside en que mira la vida cotidiana de los jóve-
nes desde el choque y el entrelazamiento de temporalidades
muy diversas que, si de un lado desgarran, de otro dinamizan
poderosamente la búsqueda de supervivencia, potenciando
la creatividad. Porque hablar de memoria implica hablar de
aspectos muy distintos, de corto y largo alcance, ligados a un
sórdido resentimiento o a una perseverancia vital, capaces de
alentar esperanza o de matar toda iniciativa; del mismo modo
que en sus parches y bandas se entrelazan milicias guerrilleras o
paramilitares, organizaciones comunitarias de servicio al barrio
y movimientos culturales o contraculturales de rock y de teatro.
Es a la luz de esa compleja trama como resulta comprensible
e indispensable plantear la relación entre jóvenes y memoria,
justamente porque ahí emergen, sin el menor reato de cultu-
ralismo, las dimensiones culturales de la violencia.
Y quizás el mejor modo de adentrarnos en lo que esa mi-
rada ha permitido desentrañar, sea planteando la pregunta,
la cuestión de la que verdaderamente partió Pilar Riaño para
embarcarse a lo largo de cinco años en la aventura de una in-
vestigación pie a tierra, participante y participada, en algunos
de los barrios más violentos de Medellín: ¿saben los jóvenes
por qué arriesgan diariamente su vida o la arriesgan sin ra-
zones? Y si es esto último, ¿qué papel juega ahí el olvido y a
qué responde, esto es, qué visiones-representaciones del país
se disputan esa memoria? Preguntas todas que encontraron
su pista de elucidación más honda en otra desconcertante
paradoja: mientras vivimos en uno de los países con mayor
índice de muertes (pero aun aquí la sociedad tardomoderna
xix

que nos moldea busca obsesivamente ocultar, tapar todo signo


o alusión a la muerte, lo que valerosamente han denunciado
Susan Sontag y Zygmunt Bauman), los jóvenes de Medellín
hacen de la muerte una de las claves más expresivas de su
vida. Primero, visibilizándola con barrocos rituales funerarios y
formas múltiples de recordación que van de las marchas y pro-
cesiones, de los graffiti y monumentos callejeros, a las lápidas
y collages de los altares domésticos; segundo, transformándola
en hito y eje organizador de las interacciones cotidianas y en
hilo conductor del relato en que tejen sus memorias. Todo el
esfuerzo de búsqueda desplegado en este libro valió la pena,
aunque sólo fuera por habernos descubierto ese rostro oculto
de una juventud machaconamente acusada de frívola y vacía.
Pues en un país donde son tantos los muertos sin duelo, sin la
más mínima ceremonia humana de velación, es en la juventud
de los barrios pobres, populares, con todas las contradicciones
que conlleve, donde encontramos —por más heterodoxas y
excéntricas que sean— verdaderas ceremonias colectivas de
duelo, velación y recordación. La autora constata que entre los
jóvenes de barrio, en Medellín, “lo que más se recuerda son
los muertos” y ello mediante un habla visual que no se limita a
evocar, sino que busca convocar, retener a los muertos entre los
vivos, poner rostro a los desaparecidos, contar con ellos para
urdir proyectos y emprender aventuras. Y lo más sorprendente:
las prácticas de memoria con las que los jóvenes “significan a
los muertos en el mundo de los vivos son las que otorgan a la
vida diaria un sentido de continuidad y coherencia”. Las pistas
de investigación de este libro convergen entonces en esta otra
pregunta: ¿desde dónde y con qué materiales simbólicos cons-
truye esa juventud el sentido de su vida? Y la respuesta no es
entera ni clara, pero sí certera: en lugar de vaciar de sentido la
vida justificando cualquier conducta, la muerte anuda un tejido
de memorias y fidelidades colectivas con las que se construye
futuro y se dotan de un sentido de dignidad humana las vidas
de los individuos. Lo que hay de contundente en ese modo de
comprensión es que torna legibles e inteligibles algunas de las
narrativas más aparentemente opacas. Me refiero a aquello
xx

de lo que trata el capítulo 4: la recuperación, por parte de los


jóvenes urbanos, de los más viejos y tradicionales relatos rurales
de miedo y de misterio, de fantasmas, ánimas y resucitados, de
figuras satánicas y cuerpos poseídos, en “tenaz amalgama” con
las narraciones que provienen de la cultura afrocubana, de los
medios, del rock y del merengue, del cine y del video.
Evocadores de “mapas del miedo”, esos relatos y leyendas,
amalgamados eclécticamente, pasan a convertirse en generado-
res de “un terreno sensorial común”, para expresar emociones
en figuras reivindicadoras de las hazañas non sancetas de sus
héroes, otorgando una cierta coherencia moral y alguna esta-
bilidad a unas vidas situadas en los más turbios remolinos de
inseguridades y miedos, y sirviendo como dispositivo de des-
plazamiento (Freud) de los terrores vividos en la cruel realidad
cotidiana hacia otras esferas y planos de mediación simbólica
—memoria, magia, sobrenaturalidad, teatralidad emocional—,
desde los que se hace posible exorcizar y controlar de algún
modo la delirante violencia en que se desarrollan esas vidas.
Y la autora va más lejos al encontrar en esa mezcla de relatos
rurales y urbanos un ámbito estratégico de moldeamiento
activo de sus culturas para dotarlas de supervivencia, tanto en
sus dimensiones más largas y raizales, como en sus valores más
utilitarios: los ligados al éxito en los noviazgos o en las operacio-
nes de contrabando. Un tercer ingrediente clave de esa trama
cultural desde la cual los jóvenes negocian cotidianamente con
la violencia es la fuerte articulación entre memoria y territorio,
ya sea que los lugares —el barrio, la calle, el parque, la tienda
de la esquina— operen como desatadores de recuerdos, o
que las prácticas de memoria creen conexión entre diversos
y hasta apartados lugares. El mero circular por una ciudad
como Medellín —y desgraciadamente también por Bogotá o
Cali—, que ha minado físicamente buena parte de su memoria
y en la que muchas de sus calles se hallan minadas por muy
diferentes modalidades de “explosivos”, exige de sus jóvenes el
ejercicio de un especial saber proveniente de una experiencia
sensorial —los modos como el joven habita el territorio— y de
una competencia colectiva capaz de ponerle nombre y apellido
xxi

a los lugares. Porque nombrar es situar el lugar en el mapa de


la memoria colectiva, y adjetivarlo es señalar su temperatura
en el termómetro de las violencias y en el de los gustos, espe-
cialmente los del sonido, del olor y del sabor.
El rastreo de la historia del “barrio Antioquia” —uno de
los más excluidos, conflictivos y recursivos de Medellín, y lugar
neurálgico para esta investigación—, hecho de la mano a la
vez de análisis escritos y de relatos orales de sus vecinos, muestra
de sobra porqué este libro, tan honestamente referido sólo a
esa ciudad, está sin embargo hablándole al país entero, al que
cifradamente remiten las más desconcertantes y fecundas de
sus paradojas.

Jesús Martín Barbero


Bogotá, febrero del 2005
Prefacio

La imagen está impresa en mi memoria. Una iglesia en Bogotá


atiborrada con más de quinientos dolientes y cerca de tres mil
más en las calles. En las primeras horas del 19 de mayo de
1997, cinco hombres fuertemente armados irrumpieron en el
apartamento de Mario Calderón y Elsa Alvarado, dos inves-
tigadores sociales y ambientalistas colombianos. La ráfaga de
balas asesinó a Mario, a Elsa y a don Carlos, el padre de Elsa,
y dejó gravemente herida a su madre. Iván, su hijo de dos
años, fue el único que salió ileso. En la iglesia, Francisco, un
muchacho de once años, nos recordó que Iván había sobrevi-
vido sólo porque su madre lo había escondido en un armario.
Lo que dijo a continuación no lo puedo olvidar: “Me gustaría
vivir toda mi vida en un armario para no tener que ver eso”.
La masacre ocurrió mientras yo adelantaba trabajo de campo
en Medellín, la segunda ciudad de Colombia y la capital del
departamento de Antioquia. Ella marcó otra fase de terror en
un violento y complejo conflicto, en el que interactúan diversos
actores armados, escenarios y formas de violencia. La pérdi-
da de amigos en los horrores de la violencia armada orienta
mis preocupaciones por el reto de comunicar el sufrimiento
y las complejas posiciones de sujeto de quienes experimentan
el terror: ¿pueden la investigación y la escritura transmitir el
sufrimiento, el miedo y el terror enclavados en sucesos como
esta masacre? Este libro explora dicha posibilidad a través del
examen de cómo los jóvenes, en la ciudad de Medellín, recuer-
dan y le dan sentido a sus experiencias con las violencias entre
los años 1985 y 2000.
Los antecedentes de este libro están ligados a mi investiga-
ción previa sobre los jóvenes, la cultura popular y los barrios
xxiv

durante las décadas de 1970 y 1980, y a mis veinte años de


trabajo en educación popular, comunicación alternativa e in-
vestigación-acción participativa.
Salí de Colombia en 1986 para realizar mis estudios de
grado y regresé en 1996 con el fin de llevar a cabo el trabajo
de campo para este libro. Mis investigaciones previas, al igual
que mis experiencias comunitarias y educativas, me ofrecían
una ventaja a la hora de reconocerme con mi antigua comuni-
dad investigativa, establecer contactos con los investigadores
y la comunidad, y situarme culturalmente como alguien “de
la casa”1. Las bases de mi experiencia facilitaron mi trabajo y, al
mismo tiempo, motivaron el interés de mis amigos, conocidos,
investigadores y otros, así como sus expectativas en torno a lo
que yo podría proponer, particularmente en el área de inves-
tigación sobre violencia. Era claro para mí que el prospecto
de ofrecer esto a través de un futuro producto escrito —en un
idioma diferente, bajo el formato de un libro-disertación y unos
cinco a siete años más tarde— sería intangible para la mayoría
de ellos y, en el mejor de los casos, resultaría útil sólo para
unos cuantos. El modelo de investigación-acción, con el cual
tenía experiencia, no era aplicable en este contexto porque la
dirección y el propósito principal de mi indagación estaban bá-
sicamente determinados por las exigencias de una disertación
doctoral que sería presentada ante una universidad canadiense.
Aunque mi labor integraba los numerosos elementos de un
proceso de investigación-acción participativa (v. gr., la combina-
ción de investigación social, trabajo educativo y vínculos con las
acciones de la comunidad), no podía definirse como tal porque

1 Mi referencia a ser culturalmente “de la casa” es problemática. Obtuve mi


grado en antropología en Colombia y allí practiqué la disciplina durante diez
años. Los departamentos de antropología en Colombia, como en cualquier
otra parte, se fundan y debaten en torno a las mismas problemáticas y legados
coloniales. Mi educación estuvo enraizada en este legado. Cualquier cultura
se transforma en el transcurso de una década, y yo necesitaba comprometer-
me en un esfuerzo concertado para entender las dinámicas culturales y las
transformaciones políticas y sociales que Medellín había sobrellevado desde
mi partida.
xxv

los participantes no tendrían control sobre el proceso total y el


problema abordado no sería identificado por ellos.
Mi aproximación al dilema de la contribución social que la
investigación podría hacer se resolvió en el nivel metodológico
e investigativo en la pragmática de cómo realizaba mi labor.
Respondí a estas expectativas asegurando que los procesos y la
metodología tendrían algunos usos prácticos para los jóvenes,
los grupos comunitarios y las ONG con los que trabajé. En al-
gunos casos, la investigación y su metodología sustentaron sus
reflexiones sobre experiencias pasadas con el fin de desarrollar
posteriores planes de acción. En otros, mi trabajo se vinculó al
proceso de revaluar su aproximación al quehacer en comunidad
y, en otros, como parte de una tarea de sistematización de su
experiencia. La obra y las reflexiones de antropólogos colom-
bianos como Hernán Henao,2 quien exploró las posibilidades
de una investigación que “conecte la universidad con el mundo
real” y construya destrezas dentro de sectores más amplios de
la población, me ayudaron en esta labor. Por ejemplo, participé
en discusiones interdisciplinarias sobre el desarrollo de un plan
estratégico para la ciudad de Medellín. Mi trabajo sirvió de
enlace con iniciativas nacionales y municipales que buscaban
una resolución pacífica de los conflictos, a través de los muchos
seminarios y talleres de memoria que realicé con una variedad
de organizaciones nacionales no gubernamentales y sociales,
grupos sociales, antropólogos, colegios y universidades. En este
amplio contexto social, mi etnografía y escritura constituyen,
histórica y socialmente, productos específicos que se han ido
gestando a partir de ideas sociales más amplias (Ramos, 2000).
Mientras escribía este libro me debatí entre la incertidumbre de

2 Hernán Henao dedicó sus 25 años de vida profesional a la práctica de una


antropología que “promueva el diálogo y que ayude a los agentes sociales a
confrontarse, a imaginar futuros escenarios” (Rappaport, 1990b:59). Hernán,
profesor del Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia y
director del Instituto de Estudios Regionales —Iner— de dicha universidad,
fue asesinado por un escuadrón paramilitar a quemarropa en su oficina, el
4 de mayo de 1999.
xxvi

cómo preservar la “profundidad cultural” de las narrativas de


los jóvenes de Medellín y, al mismo tiempo, transmitir la falta
de coherencia, la insensatez de las violencias, sin deshumani-
zar a los sujetos mismos (Feldman, 1995). Indudablemente, la
ambigüedad y la contradicción habitan en mi propia ubicación
y en mi escritura (Daniel, 1996). La elaboración de este texto
implica el ejercicio de la interpretación etnográfica y asumir la
responsabilidad por mi línea de indagación (Aretxaga, 1997).
Esta responsabilidad incluyó la manera como llevé a cabo el
trabajo de campo, mi postura no neutral sobre el tópico de
este trabajo, y las decisiones que tomé en torno a las historias
que tejen estas páginas.
La escritura de este texto es parte intrínseca de un proceso
más amplio de comunicación con jóvenes, residentes e inte-
lectuales que se inició con mi trabajo de campo. La memoria
fue la herramienta metodológica que usé para explorar las
múltiples dimensiones de la violencia en la ciudad de Medellín,
y es la que me conduce a escribir: escribir como un acto de re-
membranza inmerso en mi más amplia conciencia social y en
mi praxis como antropóloga y como colombiana. Urdido por este
proceso de encuentros dialógicos y de la memoria, este texto
se presenta como una contribución hacia el entendimiento de
las complejas paradojas y dilemas humanos involucrados en las
pugnas de la memoria, tanto en aquellas sociedades sumidas en
la guerra, como en las que negocian procesos de paz, justicia y
reconciliación. El trabajo de campo y la escritura de este texto
han acarreado una exploración personal y social de mi propio
laberinto de recuerdos. Trabajo de campo y escritura se yerguen
como prácticas de memoria, por medio de las cuales he con-
figurado mi conocimiento (Ibáñez Carrasco, 1999), y reflejan
mi visión del sujeto de la memoria como intelectual. Ni la vio-
lencia ni la memoria se presentan ante mí como algo externo
a mi universo social, a mi ser conciente e histórico (Feldman,
1995). La rabia y dolor que se originan en la destrucción que
tiene lugar en Colombia, y el sentimiento de duelo por aquellos
jóvenes, amigos, parientes, compañeros de trabajo, colegas in-
telectuales y civiles que se han perdido en la violencia marcan
xxvii

mis tareas investigativas. Este hilo emocional está tejido en mi


investigación, escritura y prácticas de memoria. Es mi deseo que
este texto transmita respetuosamente las historias y sucesos que
presencié en Medellín, rinda homenaje a las memorias de aque-
llos perdidos en la violencia, y se convierta en una herramienta
para el fomento de otros encuentros dialógicos.
Introducción

Este libro considera las prácticas de recuerdo y olvido entre los


jóvenes, de la ciudad colombiana de Medellín, como parte de
un proyecto antropológico humanista que examina las maneras
en que los individuos hacen frente a la violencia y se construyen
como sujetos. Examino cómo los individuos reconfiguran sus
vidas y sus universos culturales en medio de violencias genera-
lizadas que transgreden los límites más familiares y destruyen
los soportes sociales básicos y las redes de confianza. Durante el
último cuarto del siglo XX, muchas formas entrecruzadas de po-
lítica, droga, crimen organizado y violencia ordinaria afectaron
profundamente la vida cotidiana en Medellín. En estos años,
los jóvenes se convirtieron en actores sociales claves en tanto
diseminadores o víctimas de violencia, pero también en líderes
de una variedad de iniciativas culturales y ciudadanas.
El evento representativo de este cambio generacional tuvo
lugar en abril de 1984, cuando dos sicarios en motocicleta ulti-
maron al ministro de justicia, Rodrigo Lara Bonilla, por orden
del Cartel de Medellín. Uno de los asesinos fue eliminado y
el otro capturado. La imagen de un adolescente de dieciséis
años, Byron de Jesús Velásquez, habitante de uno de los barrios
más pobres de Medellín, le dio la vuelta al país (“Antioquia
reacciona”, 1984:1) y se convirtió en el evento emblemático
de dos grandes tendencias sociales. La primera era el peso
que las redes del tráfico de drogas habían llegado a tener en
el tejido económico, político y social del país. La opulencia y
los recursos producidos por la economía de la droga corrom-
pieron todas las instituciones de la sociedad colombiana: la
rama judicial, el ejército, la iglesia y los gobiernos regionales
y locales. Los efectos también se sintieron en el ámbito social,
xxx

con la erosión de los valores, el aumento de la violencia armada


y, más visiblemente aún, con el vasto número de jóvenes que se
unieron a las bandas urbanas al servicio del crimen organizado.
La segunda tendencia fue el surgimiento de representaciones
públicas y mediáticas de los jóvenes como amenaza social y un
otro criminal. La imagen juvenil de los asesinos sacó a la luz los
dilemas de una generación inmersa en el consumismo y a la vez
afectada por la falta de oportunidades económicas y sociales
(Cano, 1991). A medida que sucedían las muertes de políticos,
jueces, periodistas y trabajadores de los derechos humanos, y
a cada una de ellas se asociaba la imagen de un joven sicario,
aumentaban las representaciones de una otredad violenta y la
actitud discriminatoria hacia los jóvenes marginales (Martín
Barbero, 1998; Salazar, Carvajal y otros, 1996). La espiral de
muerte, bombas, crimen y terror que asoló al país, particular-
mente a Medellín, desde mediados de los años ochenta hasta
principios de los noventa —lapso en el cual el Cartel presionó
al Estado para revertir la extradición de colombianos a Estados
Unidos—, se vistió con una imagen generacional. Las estadís-
ticas de muerte, crimen y actores armados estaban contenidas
en su mayoría en un rango de edad (dieciocho a veinticuatro)
y con frecuencia (aunque no exclusivamente) eran hombres
de una clase social pobre. Entre 1987 y 1990, más del 78% de
las víctimas de muertes violentas en Medellín fueron jóvenes
entre los quince y veinticuatro años, y ocho de cada diez eran
hombres (Consejería Presidencial para Medellín y su Área
Metropolitana, 1992; Rodríguez, 2001).
La muerte se volvió una mercancía altamente apreciada y
requerida por oscuros intereses económicos y políticos, y por
los carteles de la droga. Una mercancía que circulaba en un
tráfico de terror y violencia, que alcanzó sus expresiones más
dramáticas en la segunda mitad de 1980. Asociados con los
asesinos a sueldo y las bandas juveniles, los jóvenes se con-
virtieron en los administradores de esta valiosa mercancía y
en los más visibles agentes del ejercicio del terror (Camacho,
1992; Perea, 1998).
La expansión del Cartel de Medellín en estos años correspondió
xxxi

a la rápida multiplicación en la ciudad de bandas de sicarios, pandi-


llas juveniles y milicias urbanas.1 Estas últimas surgieron a principios
de 1990 como un híbrido de células de guerrilla urbana y asocia-
ciones comunitarias de autodefensa. Controlaron territorios en
las áreas periféricas populares de la ciudad y se encargaron de
erradicar de los barrios a las bandas, el consumo de drogas y
los crímenes menores. Durante estos años Medellín padeció
una profunda transformación debido a la penetración del nar-
cotráfico en todas las áreas de la vida social e institucional de
la ciudad. Semejante transformación no se vio en un grado tan
dramático en ningún otro lugar del país. Medellín ostentaba
el dudoso récord de ser la ciudad más violenta del país y de
América Latina (el punto más alto se alcanzó en 1991 y 1992
con una tasa de 444 homicidios por cada 100.000 habitantes),
al tiempo que exhibía los mayores índices de desempleo (35%
de desempleo juvenil en 1991) y de concentración de riqueza
del país (Melo, 1995).
Durante estos mismos años hubo un ambiente social con-
trastante de activa participación juvenil en cientos de grupos de
jóvenes2 y un florecimiento paralelo de expresiones contracul-
turales —v. gr., poesía, graffiti y expresiones musicales de rock,
punk, rap y metal— (Rincón, 1991; Giraldo, 1997). Medellín
fue la única ciudad en América Latina y una de las pocas en
el mundo que eligió un Consejo Municipal de Juventud para
asesorar al concejo y la administración municipales en materias
y políticas relacionadas con los jóvenes. La gran mayoría de
los jóvenes elegidos para este consejo provenían de los mismos

1 Entre 1985 y 1990, la Policía de Medellín y el Ejército registraron la presencia


territorial de 153 bandas en el área metropolitana de Medellín (Salazar y
Jaramillo, 1994).
2 De acuerdo con el censo de 1994, realizado por la Oficina de la Juventud
de Medellín, existían 600 grupos juveniles en el área metropolitana. Éstos
comprendían una gama diversa de grupos de tipo comunitario, cultural,
social y religioso. Casi la mitad (47,5%) de los jóvenes encuestados respondió
que se unía a estos grupos porque deseaba ayudar a sus comunidades, y el
49% declaró que permanecía en ellos porque quería proyectarse hacia sus
comunidades (Gaviria, Patiño y otros, 1995).
xxxii

barrios que quienes protagonizaban la violencia armada. En el


ámbito nacional, los jóvenes organizaron el Movimiento de la
Séptima Papeleta, que promovió una respuesta afirmativa al re-
ferendo sobre una nueva constitución (Giraldo, Hoyos y Zapata,
1997). Varios representantes juveniles participaron activamente
en la Asamblea Nacional que redactó la Constitución Nacional
de 1991 y reconoció a Colombia como un país pluricultural,
es decir, que respeta y promueve sus diferentes identidades
lingüísticas y culturales.
Cuando llegué a Medellín, en 1996, las cuestiones sobre
juventud y violencia continuaban desconcertando al país. Las
estadísticas de muerte y participación juvenil en los grupos
armados y el crimen organizado seguían siendo altas y la
ciudad mantenía el récord de ser la más violenta en la región,
con un promedio anual de 150 homicidios por cada 100.000
habitantes y más de 100 grupos armados de bandas y milicias
que operaban en la ciudad (ver mapa nº 5) (Daza y Salazar,
2001; Yarce, 2002). Según un periódico local, Medellín corría
el riesgo de convertirse en “una ciudad de viejos”, dado que
los jóvenes continuaban siendo el mayor grupo de víctimas de
homicidio (“Medellín sería una ciudad de viejos”, 1997: 2A).
La caída del Cartel de Medellín, en 1992, produjo un remezón
de poder y diversificó las actividades y servicios de las bandas
juveniles hacia una variedad de redes de pequeños traficantes
de drogas, crimen organizado y delincuencia urbana. La ciu-
dad padeció nuevas divisiones y luchas internas territoriales,
al tiempo que aumentaba la variedad de actores armados. En
el periodo comprendido entre 1992 y 1998, las milicias se
convirtieron en los principales detentadores del control terri-
torial de los barrios. En 1995, dos de los más grandes grupos
de milicianos firmaron un acuerdo de paz con el gobierno
nacional. Hacia 1997 existían numerosas milicias aún activas
en los barrios, aunque sus abusos en el control de la pobla-
ción, sus desalmadas prácticas de justicia privada en contra
de consumidores de droga o delincuentes, y la revitalización de
algunas bandas menoscabaron su poder. Igualmente había
autodefensas comunitarias que se oponían a las actividades de
xxxiii

limpieza social de las milicias y centraban su acción en defender


sus territorios (Jaramillo, Ceballos y Villa, 1998). Aun después
de haber firmado acuerdos de paz, existían bandas de jóvenes
que proporcionaban servicios de limpieza callejera y vigilancia a
los barrios, y una amplia variedad de grupos juveniles armados
que suministraban servicios a las redes del tráfico de drogas y
al crimen organizado. Las diferencias entre una milicia y una
banda eran más difíciles de establecer, especialmente desde
que el discurso político de las milicias se debilitó y numerosas
bandas empezaron a prestar “servicios sociales” a las comuni-
dades (Jaramillo, Ceballos y Villa, 1998).
El controvertido modelo de seguridad de las asociaciones
de autodefensa, conocido como las Convivir,3 promovido por
el gobernador Álvaro Uribe Vélez (quien se convirtió en pre-
sidente de Colombia en el 2002), se consolidó en estos años,
y para 1995 existían 45 asociaciones en la región (ver mapa
nº 3). El rápido crecimiento de estas asociaciones de “civiles”
armados de carácter privado coincidió con la agudización de
las luchas por el control territorial entre fuerzas paramilitares
y guerrilla, que tuvo como epicentro el departamento donde
está ubicada Medellín, específicamente la región de Urabá (ver
mapa nº 1). Desde 1996, los grupos paramilitares de extrema
derecha aumentaron su presencia en la ciudad de Medellín
(Daza, 2001) y las Milicias Bolivarianas surgieron como el frente
urbano de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
—FARC— (ver mapa nº 3). Con la mayor diversificación de los
actores armados, la intensificación de la confrontación armada y
la estrecha similitud en sus modus operandi —control territorial,
ejercicio de la justicia privada, regulación social y financiación
por medios ilegales en alianza con el crimen organizado—, las
fronteras entre las violencias política, criminal y cotidiana se
hicieron cada vez más difusas. Este libro examina este periodo
más reciente de violencia, específicamente el lapso entre mediados

3 Sus aspectos más controvertidos fueron sus vínculos con el proyecto paramilitar
en Antioquia y el ejercicio del terror y de acciones armadas que sobrepasaban
su misión de ser proveedoras de información para el Ejército.
xxxiv

de 1980 y el año 2000, cuando se intensifica el conflicto arma-


do, aunque hace énfasis en las continuidades históricas entre
expresiones de violencia presentes y pasadas (Roldán, 2002).
La violencia de los últimos veinte años en Medellín no puede
entenderse únicamente en relación con la economía de la dro-
ga. Se enlaza con una larga historia de conflicto social; luchas
por la tierra y los recursos; tensiones geopolíticas, culturales,
religiosas y étnicas; y sangrientas contiendas civiles como la
Guerra de los Mil Días (1899-1902), y La Violencia (1946-
1965).4 Las continuidades entre violencias presentes y pasadas
se basan en el predominio de acentuadas desigualdades eco-
nómicas, las dinámicas de la inclusión-exclusión social, étnica
y religiosa, y fundamentalmente en las pugnas nacionales en
torno a la memoria (Roldán, 2002). Los temas de la memoria
en una sociedad como la colombiana, que no se ha ocupado
de su violento pasado, constituyen un vínculo entre las guerras
anteriores y el actual conflicto armado y entre formas de vio-
lencia sanguinaria. En ellos se enlazan las acciones y dilemas
que encaran los jóvenes marginados en Medellín con fracturas
sociales mucho más amplias y las pugnas de la memoria.

Colombia en la encrucijada

El análisis antropológico que aquí se presenta está animado por


una preocupación en relación con las dinámicas culturales de las
violencias en un país situado en el centro de un escenario en el
que compiten intereses y fuerzas internacionales (v. gr., el paquete
de ayuda norteamericana por US$1.300 millones diferidos a

4 Los investigadores colombianistas subrayan la presencia del conflicto armado


durante la mayor parte de la historia colombiana (Payne, 1968; Safford y Pa-
lacios, 2002; Bergquist, Peñaranda y Sánchez, 2001). Ya en 1968, James Payne
anotaba que, desde la Independencia, Colombia había tenido diez guerras
civiles nacionales. Coatsworth (2003) señala que, desde 1820, ha habido por lo
menos veinte picos de violencia. Los trabajos de María Teresa Uribe (2001) y
Mary Roldán (2002) aportan los antecedentes históricos para examinar estos
nexos en la región de Antioquia.
xxxv

cinco años, conocido como el Plan Colombia, la Iniciativa Regio-


nal Andina). En los albores del siglo XXI, la violencia colombiana
representa la crisis más grave que afecta al continente, dados su
impacto geopolítico en toda la región, su singular entramado de
lucha guerrillera, guerra sucia, crimen organizado, guerra contra
las drogas y violencia social cotidiana, y la estratégica ubicación
del país. Las repercusiones de este conflicto multiforme para la
región no sólo radican en la amenaza a las naciones limítrofes y
en el impacto desestabilizador en los mercados. También tienen
que ver con los dramáticos costos humanos, sociales y culturales
de una guerra que se siente en el desplazamiento interno ma-
sivo (1 de cada 40 colombianos abandona su región debido a la
violencia); las estadísticas de muerte en ciudades como Medellín
(40.000 jóvenes asesinados entre 1985 y el 2002); el aumento del
número de refugiados (en diciembre del 2003 los colombianos
refugiados en todo el mundo sumaban 233.600);5 las elevadas
cifras de personas que abandonan el país; y los más altos índices
de secuestro en el mundo (50% del total mundial).
Colombia es uno de los muchos países enfrascados en un
conflicto armado que cobra las vidas de miles de civiles cada año y
ostenta un récord de violencia (77 homicidios por cada 100.000
habitantes en promedio entre mediados de 1980 y el 2000) que
lo sitúa como uno de los más violentos entre las sociedades con-
temporáneas (Palacios, 1997).6 Mario Calderón y Elsa Alvarado
—cuyo asesinato se describió en el prefacio de este libro— fue-
ron dos de las diez personas que murieron diariamente por
razones políticas7 y de los 26.000 homicidios cometidos cada año

5 Entre 1996 y el 2000 emigraron un millón de personas, de las cuales 300.000


tienen un nivel de escolaridad elevado (Semana, Bogotá, 2001).
6 Durante este periodo, el segundo país más violento de América fue Brasil,
pero sus estadísticas están lejos de las colombianas: 24 homicidios por cada
100.000 habitantes. La tasa reportada para Canadá es de 2,6/100.000, mien-
tras que para Estados Unidos es de 8/100.000 (Carrión, 1995).
7 Para el 2001 estas cifras habían cambiado en forma dramática: “De un pro-
medio diario de 10 personas muertas desde 1988 por razones sociopolíticas,
se pasó, entre octubre de 1998 y septiembre de 1999, a 12 víctimas diarias;
en el periodo de octubre de 1999 a marzo del 2000 aumentó a 14 en prome-
xxxvi

(Comisión Colombiana de Juristas, 1997). El número de víctimas


en el periodo 1996-1997 habla de la magnitud del problema:
3.173 muertes a causa de la violencia sociopolítica; 1.260 secues-
trados; una persona desaparecida cada tres días y 300.000 co-
lombianos desplazados por la fuerza entre 1994 y 1997 (Arango,
1997; El Tiempo, 4 de noviembre de 1997; Comisión Colombiana
de Juristas, 1997). Después de 1997, el panorama nacional se
tornó mucho más complicado cuando los grupos paramilitares
de extrema derecha lograron el control territorial por medio de
la fuerza; en la actualidad (2005), el conflicto de Colombia se
considera como uno de los más graves del mundo.
Las características del conflicto colombiano desafían
cualquier lectura simple. En el último siglo, Colombia ha
experimentado diferentes fases y formas de violencia. El con-
flicto armado entre la guerrilla y el ejército tiene sus raíces
en los inicios de los años sesenta, cuando se incrementan las
acciones de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
—FARC— y el Ejército de Liberación Nacional —ELN—. Las
FARC son el grupo guerrillero más antiguo y poderoso del país,
con 17.000 miembros activos y presencia en más del 60% del
territorio nacional (Palacios, 1997). Sus orígenes se remontan
a mediados de la década del cincuenta, cuando se organizaron
en respuesta a la ofensiva lanzada por el gobierno militar contra
los enclaves minifundistas de orientación comunista. El ELN se
creó en los años sesenta, inspirado en la revolución cubana. Es
el segundo grupo guerrillero más grande del país (Bergquist,
Peñaranda y Sánchez, 1992).
En los años ochenta, la economía, alimentada por las drogas
ilícitas, creció hasta convertirse en una de las más poderosas del
mundo. Colombia no sólo desempeñaba un papel importante en

dio diario; y en el periodo octubre del 2000 a marzo del 2001 se mantuvo el
promedio del semestre anterior (abril a septiembre del 2000), de aproxima-
damente 20 víctimas diarias. El promedio diario de víctimas por homicidio
político y ejecución extrajudicial se mantuvo en más de 11, el promedio de
desaparición forzada pasó a más de 1 diaria, y las víctimas de homicidio contra
personas socialmente marginadas aumentaron de 1 cada dos días a 1 cada
día” (Mesa de Trabajo “Mujer y Conflicto Armado”, 2001:8).
xxxvii

el procesamiento de la cocaína, sino que además logró tener bajo


su control el manejo y distribución del alcaloide (Salazar, 1998b).
En estos años, las organizaciones paramilitares consolidaron su
poder en el campo con el apoyo de acaudalados terratenientes
y de los carteles de la droga. A finales de los años noventa, es-
tas organizaciones se habían expandido a todo el país, con un
ejército de más de ocho mil miembros. Tanto guerrillas como
paramilitares financian algunas de sus operaciones con dineros
de la droga. El Ejército colombiano cumple muchos papeles en
esta violencia, ostenta uno de los peores historiales de abuso de
los derechos humanos, y respalda —según se ha probado— las
actividades paramilitares y la violencia. Hacia 1999, los Estados
Unidos habían aumentado su presencia militar en Colombia.
Se supone que su ayuda militar está orientada a combatir el
negocio de los narcóticos, pero también ha sido usada para
atacar a la guerrilla (véase el Epílogo, para una descripción de
los cambios en la ayuda militar de Estados Unidos después del
2001). Después de 1997, y con la elección del presidente Andrés
Pastrana, las relaciones con los Estados Unidos viraron hacia
una “cooperación total”. La aprobación e implementación del
Plan Colombia convirtió al país en el tercer receptor de ayuda
militar norteamericana en el mundo.

Los olvidos de los jóvenes y las pugnas


de la memoria

Los retos de hacer investigación sobre las dinámicas culturales


de la violencia a través de una observación etnográfica de cómo
los jóvenes actualizan sus memorias en la vida diaria —una
antropología del recuerdo y el olvido— fueron evidentes para
mí desde el inicio. En uno de mis primeros encuentros con tra-
bajadores e investigadores juveniles de la Corporación Región,
una ONG de Medellín,8 algunos de ellos expresaron sus reservas

8 Llevé a cabo el trabajo de campo con el auspicio de la Corporación Región,


una ONG local que trabaja en las áreas de derechos humanos, justicia y re-
xxxviii

respecto a la realización de una investigación sobre memoria


y juventud. Señalaron que los jóvenes tenían poco interés en
hablar acerca del pasado o del futuro, pues estaban, ante todo,
preocupados por vivir intensamente “el presente”, y que los
involucrados en el conflicto armado decían que no recordaban
exactamente qué había desatado los conflictos. Tales afirma-
ciones sugerían un campo de investigación lleno de desafíos:
¿Podrían los mismos jóvenes que estaban arriesgando sus vidas
en el conflicto armado no conocer las razones de su lucha?
¿Era este olvido un indicativo de cómo ellos le daban sentido
al conflicto y a sus vidas en Medellín? ¿Se había convertido el
olvido en una arena clave en la cual se disputaban y estatuían
representaciones generacionales, símbolos y reclamos sobre el
pasado? ¿O había sido tan mal tejida la memoria que la brecha
entre los actos violentos y las narraciones del pasado inmediato
parecía haberse ensanchado? Las reflexiones de los trabajadores
de Corporación Región me condujeron a una antropología del
recuerdo que se inició a partir de un olvido generacional. Un
olvido que indicaba una singular capa generacional de memoria
(Jelín, 2001; 2002) y la naturaleza conflictiva y creativa de los
trabajos con jóvenes en este campo.
Un rico corpus de literatura regional en torno a la juventud
y la violencia señala una discontinuidad entre el presente, el
pasado y el futuro de la juventud colombiana (Martín Barbero,
1998; Perea, 1998; Salazar, 1990; Serrano y Sánchez, 2000).
Algunos de estos trabajos aparecieron a finales de la década
de 1980, en un intento por entender las razones del dramático
surgimiento de los jóvenes como actores violentos. El trabajo
pionero de Alonso Salazar (1990) reveló una ruptura generacional

solución de conflictos, políticas y planeación urbanas, educación ciudadana e


investigación social. Conocí a numerosos trabajadores de Corporación Región
entre 1983 y 1986, cuando trabajé con el Centro de Investigación Social y Edu-
cación Popular —Cinep— en Bogotá y dirigí una investigación participativa
sobre cultura popular y prácticas de comunicación. Durante el tiempo que
pasé en Región su unidad investigativa estaba trabajando en un proyecto
sobre cultura política y conflicto en Medellín.
xxxix

en las maneras como los involucrados en bandas se relacio-


naban con el pasado o el futuro, con la vida y la muerte.9 Los
cambios operados en las actitudes de los jóvenes hacia la vida
y la muerte se ilustraban en la falta de temor a morir pronto,
en prácticas que desacralizaban la muerte (v. gr., bailar con los
cadáveres en los funerales, la muerte como un evento festivo)
y en actitudes del día a día, un “presente eterno” en el cual
las preguntas sobre el pasado y el futuro carecían de sentido.
Surgieron interrogantes sobre si la espiral de muerte que en-
volvía a la juventud y la falta de oportunidades económicas
destruían las posibilidades de esta generación de articular pro-
yectos para el futuro y de establecer una relación significativa
con el pasado. Durante los años noventa, las investigaciones
sobre juventud e identidades culturales cualificaron esta ge-
neralización, develando un retrato más amplio y complejo de
los jóvenes y sus preocupaciones sobre el futuro (Perea, 1998;
Serrano, 1998). Los investigadores estuvieron de acuerdo en que
las cambiantes sensibilidades generacionales y las relaciones de
los jóvenes con el pasado indicaban una transformación más
vasta en las sensibilidades local y nacional, una transformación
en las maneras de pensar y vivir la temporalidad en sí misma y en
las maneras en que se estaban construyendo las identidades
(Huyssen, 2003).
Aún albergaba dudas acerca de la conveniencia de escrutar
los significados culturales de violencia a través de un estudio
de las prácticas de memoria de los jóvenes. Los estudios sobre
memoria e identidad se han centrado primordialmente en
aquellos dominios, prácticas e individuos que juegan un papel
crucial en la transmisión de la memoria histórica. ¿Concentrar-
se en la juventud y en un ambiente urbano dirigiría la inves-
tigación a los sectores sociales y a las áreas donde la memoria
histórica se hallaba en mayor riesgo? No obstante, a medida
que avanzaba en mi trabajo de campo me percaté de que, en

9 Una actitud que fue captada por el título de la película de Víctor Gaviria,
Rodrigo D no futuro (1988), y por el libro de Alonso Salazar, No nacimos pa’
semilla (1990).
xl

medio de los olvidos generacionales y las amenazadas relacio-


nes con el pasado, había en juego otros procesos de memoria
vitales. Aprendí, por ejemplo, las maneras creativas en que los
residentes de una ciudad aparentemente “vaciada” de hitos de
memoria por el poder destructor de la violencia, pugnaban por
preservar una topografía significativa mediante el recuerdo de
lugares, personas y eventos emblemáticos, y de la historia oral.
También supe de las maneras en que los recuerdos de pasa-
das violencias (v. gr., La Violencia de la década del cincuenta)
mediaban actitudes y respuestas de los jóvenes a los actuales
conflictos sociales y a la violencia. La memoria se convirtió en
el lugar desde el cual examiné las dimensiones culturales de
la violencia, y las prácticas de memoria de los jóvenes suminis-
traron una perspectiva privilegiada desde la cual reflexionar
sobre cuestiones más abarcadoras en torno a las pugnas de la
memoria y a la violencia en la sociedad colombiana.
A través de la exploración de las prácticas de memoria, des-
taco en este libro las contradictorias y cambiantes posiciones
desde las cuales los jóvenes de Medellín se sitúan y le dan sen-
tido a las violencias. Algunos de ellos son agentes activos de la
violencia colombiana. La violencia ha afectado profundamente
el tejido social de sus comunidades y la postura ética desde
la que se definen a sí mismos como agentes de sus acciones y
miembros de comunidades específicas. Recalco en particular las
profundas fisuras en el tejido social de los habitantes de Medellín
en lo que se refiere a prácticas y representaciones de violencia
sexual y de género y al terror (v. gr., la violación). No obstante,
este fenómeno no ha agotado los universos culturales de estos
jóvenes ni sus subjetividades. Las siguientes páginas describen
cómo las prácticas de recuerdo y olvido, y las maneras en que
la memoria está embebida en el lugar, se han transformado
en arenas claves en la recomposición de las identidades de
los jóvenes. También exploran las fisuras en la memoria que
plantean riesgos para la memoria histórica y la supervivencia
cultural de los residentes de Medellín.
El corpus mayor de literatura existente sobre los antecedentes
históricos y las circunstancias políticas, económicas y sociales
xli

de los actuales conflictos mundiales (incluyendo el caso co-


lombiano), es mas amplio que la naturaleza de la destrucción
y dislocación de la vida diaria causadas por las violencias y a
la multiplicidad de respuestas de quienes se ven atrapados en
ellas (Das y Kleinman, 2001; Peabody, 2000; Warren, 1993b).
Una exploración del tópico de memoria y violencia desde una
perspectiva generacional abona el terreno para corregir estos
vacíos y provee un marco para examinar la correspondencia
entre memoria, identidades culturales y violencia. Mi análi-
sis prolonga la idea de Martín Barbero de que los cambios
culturales de los jóvenes y las sensibilidades problemáticas
son indicadoras de fisuras sociales y temores más profundos
(Martín Barbero, 1998). Las perturbadoras imágenes de los
jóvenes de Medellín evidencian pronunciadas fracturas socia-
les, inequidades históricas, redes de criminalidad e impunidad
que competen al conjunto de la sociedad. Que los jóvenes se
asocien a grupos tan diversos como las bandas, milicias, grupos
culturales o movimientos cívicos atestigua las fuerzas en disputa
y los campos de dinámica social en los cuales se negocian, en
situaciones críticas de violencia, las nociones de ciudadanía,
identidades culturales, relaciones de clase y poderes territoria-
les locales. Un análisis de estas dinámicas puede develar algunas
de las conexiones entre macro y microprocesos sociales, cultura
y política, mientras revela las paradojas y complejidades que
enfrentan quienes viven en medio de la violencia.
Las narraciones de diversos jóvenes marginados de Medellín
dan testimonio de la violencia en Colombia, de las críticas fracturas
sociales y de las extendidas fuerzas históricas y contextuales que
forjan el conflicto más grave del hemisferio occidental de los albo-
res del siglo XXI. Estas narrativas exteriorizan las hondas heridas
sociales que afectan a la sociedad colombiana y que atañen a su
relación irresuelta con el pasado y al olvido impuesto en torno a
las pérdidas y humillaciones causadas por la violencia armada y las
guerras pasadas. Incursionando en las relaciones entre memoria
y violencia desde el punto de vista de la juventud marginada, este
libro destaca los procesos y prácticas que han hecho de la memoria
un problema para la sociedad colombiana.
xlii

El historiador colombiano Gonzalo Sánchez sugiere que el


continuo estado de guerra en la vida del país ha engendrado
una suerte de “historia fija” y la percepción popular generali-
zada de una sociedad en un “presente perpetuo”, donde poco o
nada cambia (Sánchez, 2003). La guerra de los años cincuenta,
conocida como La Violencia, representó una experiencia de
humillación para las clases populares, pues fueron “arrastra-
das a una guerra que no les pertenecía a ellas, sino a la clase
política”, para luego ser estigmatizadas como las responsables
de la barbarie del conflicto (Pécaut, 2001). El dolor, las pér-
didas y las humillaciones se cubrieron con el velo del olvido
cuando los dos partidos contendores negociaron y crearon el
Frente Nacional, que hizo un llamado a la reconciliación na-
cional. Para la mayoría de la gente de los sectores populares,
quienes habían puesto las víctimas, perdido sus tierras y se
habían visto forzados a desplazarse, el olvido impuesto pesó
profundamente. A mediados de los años ochenta, cuando el
conflicto armado se intensificó y las mismas clases populares
fueron de nuevo señaladas como perpetradoras y víctimas
de la violencia armada, las heridas sociales se recrudecieron.
Como lo sostiene Sánchez (2003), el actual llamado en el país
a recordar el pasado no es para celebrarlo o reflejarse en él,
sino para rememorar la fractura.
Este libro tiene la intención de contribuir a esclarecer esta
tensión entre el recuerdo y el olvido. Mi trabajo subraya los
problemas y fisuras del tejido de la memoria en un país que
no ha resuelto apropiadamente su relación con el pasado, pero
también muestra que es en el ámbito de la memoria donde los
jóvenes de Medellín contrarrestan las narrativas dominantes del
pasado y le dan sentido al impacto de la violencia armada sobre
sus vidas. Sin formaciones culturales claras que las sostengan
o las alienten, y debatiéndose por alcanzar un ámbito público,
estas prácticas de memoria ofrecen una manera alternativa de
pensar sobre la memoria en Colombia.
xliii

Puentes de la memoria

La memoria está en el centro de mi exploración etnográfica


sobre las maneras en que los jóvenes les dan sentido a sus vidas
diarias en una sociedad profundamente afectada por múltiples
formas de violencia. La memoria constituye la aproximación
metodológica que usé —una antropología del recuerdo y el
olvido— para explorar las dinámicas culturales de la violencia.
A medida que recogía narraciones y realizaba la observación de
campo, aprendí que el estudio de las prácticas de memoria de los
jóvenes de Medellín podía suministrarnos pistas sobre las diná-
micas culturales de la violencia. Esta antropología del recuerdo y
el olvido proporciona indicios reveladores para examinar cómo la
violencia está (o no) modificando las maneras en que los jóvenes
se definen a sí mismos como miembros de colectividades, como
habitantes de un barrio, una ciudad y una nación.
En la búsqueda de claves que pudieran explicar cómo los jó-
venes le dan sentido a la violencia y manejan su presencia en sus
vidas cotidianas, me aproximé a la memoria como una práctica
cultural, una forma y sistema de acción que se relaciona con un
dominio del conocimiento y un locus de experiencia.10 Recordar
y olvidar no son actos pasivos de esencia puramente psicológica
o natural; están mediados por la actividad humana. Este en-
lace con el pasado desde el presente es parte integrante de la
creación de nuestra percepción de quiénes somos, de nuestras
identidades (Casey, 1996; Perlman, 1988). La memoria consti-
tuye una práctica material mediada culturalmente, en vez de un
proceso natural (Antze y Lambek, 1996; Seremetakis, 1994b).
La aproximación es fenomenológica y sitúa las prácticas de
recuerdo y olvido en el ámbito de la experiencia para entender
que en la medida en que éstas son producto de la experiencia,
“a su vez, la transforman” (Antze y Lambek, 1996:XII).

10 Foucault (1984a) define la práctica como sistemas diversos de acción en cuanto


están habitados por el pensamiento. La definición de memoria como práctica
que involucra formas de acción, un locus de experiencia y un dominio del
conocimiento.
xliv

La memoria, en tanto práctica cultural, funciona como un


puente entre el pasado, el presente y el futuro. La descripción
de la memoria como una práctica puente es fundamental en
la argumentación de este libro. Ilustra el papel de las prácticas
de memoria en la producción de asociaciones y relaciones con
el pasado. Los actos de recuerdo empiezan en el presente y
sitúan al individuo, devolviéndolo en el tiempo y revisitando el
pasado. La relación establecida indica la recreación, formación
y reimaginación del pasado para los propósitos del presente,
más que una mera preservación del pasado (Lowenthal, 1985;
Passerini, 1992). Todos los actos de recuerdo, en consecuencia,
involucran un proceso selectivo y una “demanda” o una serie
de demandas individuales en torno al pasado (Connerton,
1989). Esta capacidad humana de hacer reclamos sobre el
pasado proporciona una fuente de sentido a nuestras vidas y
un medio por el cual le damos significado.
El recuerdo y el olvido son prácticas en las que un individuo
sustenta su sentido de pertenencia a un grupo, una comunidad
o una nación, su unicidad y sus diferencias (Cole, 2001; Gillis,
1994; LeGoff, 1991a; Halbwachs, 1992). La memoria, en térmi-
nos de práctica cultural, sirve de puente entre el individuo y la
colectividad para facilitar procesos de construcción de identidad.
Las prácticas de recuerdo y olvido están mediadas social y cultu-
ralmente; en consecuencia, nuestros actos de memoria afirman o
niegan algo en relación con nuestros procesos de construcción de
identidad. A través de las prácticas de recuerdo y olvido giramos
atrás en el tiempo para revisitar el pasado y, por medio de estas
mismas prácticas, miramos hacia el futuro y combinamos un
sentido del pasado con posibilidades futuras (Perlman, 1988).
Al examinar las prácticas de memoria de los jóvenes en la
ciudad de Medellín, tomo en consideración la capacidad “per-
ceptiva” y la potencia “situacional” de la memoria. La relación
de los jóvenes con el ambiente citadino circundante (natural,
físico, social, imaginado) es crucial y, en consecuencia, es fun-
damental brindar atención a la memoria como una práctica
vivenciada, situada y percibida. Recordar implica un sujeto que
se localiza a sí mismo a una distancia, “la mirada de allí desde
xlv

acá, a una distancia situada” (Lambek, 1996:242).11 Esta idea


de la memoria como una distancia situada o una perspectiva,
expande mi análisis sobre la relación entre memoria e identi-
dad. La memoria empieza cuando la experiencia se traslada al
pasado (Antze y Lambek, 1996); el acto de recordar es, de alguna
manera, experiencial porque “los procesos mnemotécnicos se
entrelazan con el orden sensorial de tal manera que hacen de
cada percepción una repercepción” (Seremetakis, 1994b:9). Las
prácticas de recuerdo y olvido transforman un tipo de expe-
riencia (el acontecimiento) en un tipo distinto de experiencia
(el acto de recordar) (Casey, 1987).
Mi trabajo se define como una antropología del recuerdo y
el olvido; una observación etnográfica de aquello que los jóvenes
recuerdan y olvidan, y de cómo actualizan las memorias en la vida
diaria. Cuando la incertidumbre creada por las violencias amenaza
con destruir los universos sociales y materiales de los residentes
de Medellín, la memoria se ha convertido en una herramienta
estratégica para la supervivencia humana y cultural. Este libro
documenta las múltiples versiones del pasado inmediato que por
momentos se contradicen, los trabajos del olvido como forma
de conocimiento histórico y la mediación de los factores genera-
cionales, de género, clase y filiación política en las prácticas de
memoria de los residentes de Medellín (Jelín, 2002).

La circulación de memorias y los tráficos


de violencia

La circulación de las memorias en condiciones de guerra se


asemeja al diario transitar por una ciudad como Medellín.
Circular en esta ciudad requiere una habilidad y un sentido de

11 Esta idea de la memoria como una distancia situada y encarnada incluye esas
prácticas encarnadas y situadas de memoria que Connerton (1989:36) define
como “memoria-hábito social”. El cuerpo tiene una capacidad de aprendizaje,
una memoria corporal social para reproducir una cierta performance, para
seguir sus códigos y reglas. Esta noción de hábito social, según Connerton,
incluye un conocimiento y un recuerdo en las manos y en el cuerpo.
xlvi

la intuición de las rutas y atajos seguros que se deben tomar de


acuerdo con las cambiantes situaciones de riesgo. Al igual que
las señales de tráfico, la violencia armada a veces confina a los
individuos en sus casas o cuadras, otras veces los desplaza a la
fuerza. En otras ocasiones, la violencia destruye los referentes
físicos y sociales que están ligados a los lugares.
Entre 1985 y 2000, los residentes de Medellín han presen-
ciado un debilitamiento de espacios públicos como el barrio,
las calles o las plazas del centro de la ciudad, como escenarios
capaces de fomentar interacciones cultural y socialmente signi-
ficativas. Esta transformación es el resultado de múltiples pro-
cesos transnacionales y tecnológicos, dinámicas de crecimiento
urbano, violencias cotidianas, y políticas y planeación urbanas
(Naranjo y Villa, 1997). La ciudad ha presenciado el desplaza-
miento intraurbano de un gran número de ciudadanos desde
sus lugares de residencia a causa de las dinámicas de violencia
territorial y del impacto directo que las violencias a gran escala
han tenido en la marcación de cartografías definidas de terror
e imaginarios de miedo a lo largo de la ciudad. En el primer
semestre del 2002, por ejemplo, 2.250 residentes de Medellín
fueron desplazados a la fuerza de los barrios que habitaban
(“Con armas consiguen casa propia”: 2002). La llegada de un
gran número de personas afectadas por el desplazamiento
forzado desde áreas rurales y pueblos ha producido una crisis
multiforme, puesto que en un periodo de diez años surgieron
cerca de cincuenta nuevos asentamientos en las inmediacio-
nes de las montañas.12 Este desplazamiento masivo hacia las
ciudades evoca las migraciones masivas a centros urbanos de
las décadas del cincuenta y el sesenta, que transformaron ra-
dicalmente las ciudades colombianas.

12 Antioquia es el departamento de Colombia que registra el mayor número de


desplazamientos forzados (45%) (Comisión Colombiana de Juristas, 1997). En
1998, 8.000 familias desplazadas llegaron a Medellín. Estas familias fueron
en su mayoría ignoradas por las autoridades municipal, departamental y
nacional; y establecieron grandes zonas de invasión en áreas periféricas con
alto riesgo de derrumbes.
xlvii

Mi exploración de este tráfico de violencia y conflicto


territorial en Medellín se vincula a un corpus creciente de
trabajo antropológico, conocido como etnografías de la vio-
lencia, y a un rico material teórico e investigativo en torno
al mismo tema, desarrollado por colombianos expertos en
ciencias sociales.13 Apuntando a la ausencia de las dimensiones
vivenciales y subjetivas en la mayoría de los análisis sobre el
particular, los etnógrafos de la violencia sitúan sus trabajos y a
sí mismos en el contexto del problema. Su aproximación difiere
de los estudios esencialistas de la violencia, que rehúsan ver
cómo ella permea los más fundamentales aspectos de las vidas
de las personas (DAS, 2001; Robben y Nordstom, 1995a). Mi
trabajo de campo en Medellín reveló las complejidades de la
vida diaria en medio de esta realidad, las cambiantes posiciones
de los jóvenes como dolientes de la pérdida de sus bienamados
o de amigos cercanos, como perpetradores de agresión, como
portadores de odio y sentimientos de venganza, como colabo-
radores activos de propuestas democráticas, como testigos del
terror o como partícipes de movimientos sociales y expresiones
contraculturales. Para capturar este fluido ámbito de ubicación
cambiante y negociación diaria, cuatro premisas centrales guían
mi trabajo:

13 Esta producción académica, conocida como violentología, ha hecho una


contribución significativa al análisis histórico de la violencia contemporánea
y al reconocimiento de la diversidad regional, los sistemas de cohesión social
y las expresiones espaciales y socioculturales de los conflictos violentos en el
país (González, 1993, 1994; Jimeno, 1993; Sánchez, 1992). El trabajo de los
“violentólogos” analiza las mediaciones estructurales, políticas e institucionales
del conflicto violento en Colombia. Este grupo de investigadores ha genera-
do una línea de estudio articulada con los debates sociopolíticos nacionales
sobre violencia y paz, derechos humanos y coexistencia pacífica (Comisión
de Estudios sobre la Violencia, 1987; 1992; Palacios, 1997; Zambrano, 1994).
A pesar de que la preocupación por la relación entre cultura y violencia ha
estado presente en estos trabajos, hay escasos estudios etnográficos sobre la
experiencia vivida de violencia y poca reflexión en torno a sus dimensiones
culturales (Blair, 1998). Aumenta la producción que ha empezado a tratar
estas cuestiones (Jimeno y Roldán, 1996; Ramírez, 2001; Riaño Alcalá, 2002;
Villaveces, 2002).
xlviii

1) El análisis de la violencia —y las maneras como ella


se experimenta en la vida diaria— no puede reducirse a los
espacios de muerte y destrucción; también se deben tener en
cuenta las dimensiones humanas y socioculturales de la vida y
la reconstrucción (Jimeno, 1993; Robben y Nordstrom, 1995a;
Warren, 1993b).
2) La violencia es una manifestación, social y culturalmen-
te construida, de las complejas y plurales dimensiones de la
existencia humana. Por lo tanto, las preguntas sobre ella deben
apartarse de las explicaciones funcionalistas que la definen como
intrínseca a las sociedades y al comportamiento humano, y
situarla en el ámbito de la agencia humana y de la cultura
(Aretxaga, 1997; Jenkins, 1998; Feldman, 1995). Las subjeti-
vidades —“la experiencia vivida e imaginaria del sujeto en un
campo relacional” (Das, 2001)— se construyen por medio de
las experiencias de violencia (Das y Kleinman, 2001).
3) La prolongada exposición a la violencia por parte de
individuos y sociedades transforma el sentido de lo cotidiano
en tanto lugar de las relaciones que se dan por sentadas (Das
y Kleinman, 2001). Bajo el impacto de la violencia sostenida,
los referentes básicos de confianza en la vida diaria tienden a
desaparecer y las personas se hallan a sí mismas luchando con-
tinuamente para recuperar algunas de las cualidades de una
vida diaria “normal” (Daniel y Knudsen, 1995; Das, 2001).
4) La violencia es un campo multidimensional y de disputa
en el que se intersectan y negocian paradigmas, ideologías,
éticas, memorias y formas de poder. Es necesario analizar la
pluralidad de sus formas y reconocer los intereses en conflicto
y las divisiones dentro de los grupos sociales y la sociedad en
general (González, 1994; Rivera-Cusicanqui, 1993; Stern,
1991).
Estas premisas guían mi exploración de las dimensiones
culturales de la violencia a través de un estudio de las prácticas
de memoria de los jóvenes de Medellín. Destaco la noción de
agencia —potencial de acción de los sujetos— para subrayar
que, independientemente del “despliegue”, “alcance”, “regula-
ridad” o “intensidad” de la violencia, los seres humanos (como
xlix

agentes investidos de potencial de acción) les dan sentido a ex-


periencias que pueden ser profundamente deshumanizadoras
y denigrantes (Kleinman y Kleinman, 1996). Esta idea es un
punto de partida para retar a la literatura sobre antropología
y violencia que aplica conceptos como “culturas del terror” y
del “miedo” al describir a los latinoamericanos como víctimas
indefensas del Estado y de otras formas de violencia.
Al aproximarme a la violencia como una experiencia personal,
me esfuerzo en entender cómo los jóvenes acomodan sus estra-
tegias y prácticas culturales cuando enfrentan la ambigüedad
en sus condiciones de vida (Warren, 1993b). Estos interrogantes
sitúan a los jóvenes en el centro de mi análisis y me ayudan a
desafiar las caracterizaciones binarias o bipolares de víctimas o
agresores. Insisto en las complejas y cambiantes posiciones de
sujeto de los jóvenes cuando se ven enfrentados a las realida-
des de la muerte, la destrucción, el dolor y el terror, y cuando
negocian sus maneras de circular, mirar y vivir en una ciudad
como Medellín. Me aproximo al potencial de acción humana
y a la actividad cultural como contradictorios y continuamente
cambiantes (Guha 1983; Prakash, 1994). Desde esta perspectiva
pregunto: ¿cómo están representando y construyendo signifi-
cado los jóvenes de Medellín a partir de sus experiencias de
desplazamiento, terror y sufrimiento? (Warren, 1993b).

Una antropología del recuerdo y el olvido:


comentarios sobre el método

El hecho de privilegiar en este texto las voces de jóvenes mar-


ginados que han testimoniado diversas formas de violencia
armada responde a una forma de teoría feminista del punto
de vista, que argumenta que esta perspectiva parcial representa
un recuento más apropiado del mundo cotidiano (Haraway,
1991; Harding, 2004; Narayan, 2004). En situaciones de vio-
lencia sostenida y generalizada, privilegiar las voces de quienes
están en el centro de la violencia — víctimas, perpetradores,
infractores o activistas—, y sin embargo en las márgenes de la
l

sociedad, brinda un conocimiento más inmediato y sutil de las


dinámicas de la violencia sanguinaria (Haraway, 1991). Que
los balances resultantes no provean una versión homogénea y
acabada de “la violencia” acentúa la naturaleza contradictoria y en
pugna de vivir en medio de ella y las maneras conflictivas y plu-
rales en que los individuos encuentran la violencia, la resisten
o se ajustan a ella. Si el pasado reciente ha de ser examinado
críticamente, las voces perturbadoras de estos jóvenes deben
entrar en el dominio histórico y antropológico; pero esto debe
hacerse más aún si se piensan conducir adecuadamente deba-
tes sociales más amplios en torno a la verdad, el perdón y la
reparación de injusticias pasadas.
Durante mi trabajo de campo fui conciente de los dilemas
y las tentaciones de volver mi mirada voyerista y describir
recuentos sensacionalistas de las violencias.14 Me aparté de la
idea de estudiar la violencia per se y cuestioné la legitimidad
del antropólogo, quien, al igual que un corresponsal de guerra,
recorre senderos de sangre y destrucción. Por el contrario,
rastreé los circuitos de la memoria para explorar el sinnúmero
de posiciones de sujeto activas que pueden adoptar los afectados
por la violencia. Recurrí al concepto de praxis15 para resolver
parcialmente los dilemas éticos y metodológicos que afronté en
el trabajo de campo y más tarde en la escritura. En el trabajo
de campo, mi consideración primordial fue implementar estra-
tegias de investigación que estimularan el diálogo, el análisis
crítico y una exploración del conocimiento como el “proceso

14 Daniel (1996) discute estas contradicciones cuando se refiere a la tendencia


de los relatos de violencia de resultar irritantes. Daniel plantea esta cuestión
en relación con la escritura de una antropografía de la violencia. Remarco la
importancia de trasladar al trabajo de campo este tipo de interrogante para
problematizar específicamente nuestra mirada etnográfica.
15 Aquí sigo a Patti Lather (1991:172) en su definición de praxis como “una
tensión dialéctica; la formación interactiva, recíproca de teoría y práctica que
veo en el centro de una ciencia social emancipadora”. Ortner (1984), Escobar
(1992) y Lather recalcan la necesidad de que los antropólogos e investigadores
de las ciencias sociales sitúen su trabajo en la coyuntura entre método, teoría
y postura política.
li

intersubjetivo de compartir experiencia, comparar notas,


intercambiar ideas y encontrar un terreno común” (Jackson,
1996:9). Esto me requirió estar alerta sobre las maneras en que
hice mi investigación, las relaciones que establecí, las decisiones
que tomé, las alianzas que busqué. También me demandó una
interrogación continua de mi posición en el campo y el recono-
cimiento de mi ubicación en tanto sujeto social e investigadora.
Un proceso de investigación que se sitúa en el campo de la
experiencia y la praxis, donde no hay una posición central desde
la cual hablar o situar a los sujetos de la investigación y a los
investigadores, sino diversas maneras de participar, conocer y
situarnos a nosotros mismos (Jackson, 1996; Ghiso, 1997; Lave
y Wenger, 1991; Riaño Alcalá, 1999).16
Mi aproximación pone en duda la posición adoptada por
ciertas corrientes de la antropología (particularmente por los
etnógrafos norteamericanos de la violencia), quienes sostienen
que su papel es el de testigos y escritores en contra del terror.
Subvirtiendo la iniciativa etnográfica tradicional, propongo
que los temas de la autoridad antropológica, la voz y la mira-
da necesitan resolverse al nivel de la praxis, más que al nivel
textual o conceptual. Teniendo la praxis como centro, uno es
capaz de alternar la etnografía, en tanto texto o género, con
las pragmáticas y procesos con que se conducen la investiga-
ción y el trabajo de campo: las maneras como el investigador
se relaciona con los sujetos y las comunidades estudiadas, las
contribuciones tangibles que puede aportar la investigación a
los procesos sociales y a las comunidades, y el uso de métodos

16 El concepto de participación periférica surge de teorías críticas y construc-


tivistas de educación. Al hablar de una participación periférica se reconoce
que hay diversas maneras de participar, “múltiples, variadas, más o menos
comprometidas e incluyentes maneras de estar localizado en el campo de
participación, definidas por una comunidad”, y que cualquiera de estos mo-
dos es más central o ideal para el proceso de investigación (Lave y Wenger,
1991:36). El concepto de participación periférica describe los modos en que
el individuo se sitúa en el mundo y las cambiantes posiciones y perspectivas
en las cuales tiene lugar el aprendizaje del individuo, la construcción de
identidades y las formas de membresía.
lii

que estimulen procesos dialógicos y reflexivos. A medida que la


violencia en Colombia espanta, cada vez más, las pocas certezas
que solía tener, me he vuelto cínica sobre la “utilidad” de un de-
ber antropológico de “escribir contra el terror” (Taussig, 1992;
Green, 1995). Valoro el potencial de la escritura para educar o
traer al conocimiento público lo que sucede en algunas partes
del mundo, pero el sufrimiento y la supervivencia cultural de
quienes viven en medio de la violencia requiere respuestas más
efectivas, pragmáticas y cívicas, respuestas que no pertenecen
exclusivamente a un texto o a los claustros y conferencias aca-
démicas, sino a los universos sociales que compartimos como
investigadores, ciudadanos o sujetos de investigación y al pro-
pósito de la creación de conocimiento como un “fenómeno
fluido” que guía nuestras prácticas y acciones (Caldeira, 2000;
Fals Borda, 1998:253).
Al aplicar la memoria como aproximación metodológica,
usé métodos de investigación grupal e interactiva, que inclu-
yeron talleres de memoria, y técnicas etnográficas, como los
recorridos. Los talleres de memoria reunían un grupo de in-
dividuos que interactuaban y se comprometían a recordar por
medio de expresiones artísticas verbales y visuales.17 Los talleres
duraron varias sesiones y cada sesión desde cuatro horas hasta
uno o dos días. Se aplicaron una variedad de expresiones ver-
bales y visuales —narración de historias, elaboración de mapas,
biografías visuales, creación de imágenes, colchas de papel,

17 Me basé en una combinación de métodos inspirada por el trabajo de histo-


riadores orales e investigadores de las artes verbales y visuales (Finnegan,
1992). La definición “artes verbales” enfatiza el carácter estético de formas
tales como el cuento tradicional, el proverbio, la leyenda, la adivinanza, la
cancion y el poema, y procesos verbales como nombrar o emplear la retórica.
En mi trabajo destaqué los aspectos performativos de estas formas en los actos
del recuerdo y la encarnación de estas expresiones. Incluí las “artes visuales”
para describir expresiones plásticas y visuales como dibujos, fotografías (desde
el punto de vista de una imagen enmarcada por un individuo) y colchas de
papel. Usé estas formas para despertar el recuerdo. En otras ocasiones observé
y grabé cómo se empleaban estas formas en las interacciones sociales de los
habitantes de la ciudad (ver figuras 5 y 6).
liii

música y fotografías— que exploraban las múltiples dimen-


siones encarnadas y sensoriales de las prácticas de recuerdo y
olvido, y las maneras en que las memorias se actualizan en la
vida diaria (véanse las figuras 1 a 6).18 Al diseñar los talleres me
cercioré de que los participantes tuvieran plena claridad de los
métodos aplicados, que se produjeran materiales específicos
—mapas, álbumes, anecdotarios— que ellos llevaran después
consigo, y que las transcripciones de las sesiones pudieran ser
usadas en su trabajo comunitario y en sus iniciativas individua-
les y grupales. Con cada grupo negociamos el uso potencial
o la contribución de estos talleres, bien fuera para su grupo
comunitario o su proceso grupal.
Dado que mi investigación abarcaba diferentes lugares
geográficos, sociales y mnemónicos, llevé a cabo largos y nu-
merosos recorridos con el propósito de situarme en el ambiente
de la ciudad. Los recorridos fueron en y a través de sectores
específicos de Medellín y estuvieron guiados por residentes.
Caminamos por entre sus rutas regulares de circulación, por
los lugares que consideraban significativos, a lo largo de esos
mojones que evocaban historias, memorias o eventos específi-
cos. Mediante estos recorridos me percaté de la organización
geográfica y espacial de estos sectores y también del ambiente
acústico, histórico y visual de las memorias locales. Durante los
recorridos por diversas zonas de Medellín llegué a identificar
el poder mnemónico y sensorial que poseen los lugares, y em-
pecé a documentar las prolíficas relaciones entre las personas
y los lugares.
La combinación del relato individual con la creación de
productos colectivos (v. gr., un mapa, una colcha de imágenes) y
las reflexiones de los participantes hicieron posible el intercam-
bio continuo en un proceso de producción de conocimiento y
generación de significado. Cuando un grupo explora su pasado
colectivamente a través de historias compartidas, las prácticas

18 Mi artículo “Recuerdos metodológicos” [Riaño Alcalá, 1999] detalla los usos


de los talleres de memoria como métodos etnográficos e interactivos y como
medios de diálogo entre participantes, comunidades e investigadores.
liv

de memoria suelen cubrir un continuo entre descripción, ex-


periencia sensorial y reflexión analítica (Riaño Alcalá, 1999).
Esto permite a los individuos construir significado y fortalecer
vínculos sociales y de identificación mutua. Generalmente, el
relato de una historia revive el recuerdo de otras historias que,
tras ser escuchadas, activan un proceso de reflexión. Tales pro-
cesos de recuerdo en cadena entretejen las historias individuales
en una red discernible de memorias y narraciones reflexivas.
En el tiempo y el espacio de un taller se negocia lentamente un
consenso narrativo en torno a lo que se ha vivido y su impac-
to. Al mismo tiempo surgen muchos debates y desacuerdos, y
emergen versiones diferentes y contradictorias (Reguillo, 1996a).
Este proceso de negociación constituye el núcleo de cómo las
memorias colectivas son compartidas por grupos de personas
en sus vidas diarias (García-Canclini y Rosas, 1996). No todos
los participantes han vivido las mismas experiencias y el re-
cuerdo revela facetas de experiencia y relaciones previamente
desconocidas. Estas instancias de negociación y consenso hacen
posible la reconstrucción y resignificación de la experiencia y
la elaboración de significado.
La interacción de grupo crea un ámbito social compartido
y las interacciones que tienen lugar en el taller entre los indi-
viduos se asemejan a las de la vida diaria (Ibáñez, 1986; Riaño
Alcalá, 1999). Los participantes alcanzan diferentes grados de
intimidad, influidos por las circunstancias específicas de su
recuerdo conjunto y por las dinámicas sociales establecidas
entre ellos y el investigador-facilitador. Cuando el grupo mayor
se rompe en pequeños grupos o en parejas, surgen momentos
de reflexión e intimidad por medio del reconocimiento de
emociones y penas compartidas. Lo que se produce como
grupo representa un producto negociado colectivamente, que
no necesariamente implica o requiere consenso.
Cuando invité a algunos individuos a integrarse a un taller
de memoria, lo que sucedió en la habitación no fue sólo una
intervención “investigativa” o un momento dialógico exitoso
de recolección de datos o de narración de historias. El recuerdo
en grupo y las emociones que brotaron indicaban que estaba
lv

ocurriendo un proceso de naturaleza individual y social. Como


investigadora, esto me exigía asumir una responsabilidad social
que iba más allá de los estándares éticos de investigación que
una universidad canadiense esperaba que yo mantuviera. Tuve
que decidir cómo responder a las manifestaciones de dolor y
pesadumbre, y a las expresiones de rabia y desesperación que
surgían en el taller y en mis propias reacciones emocionales. La
clave de mi respuesta se encontró en el contexto sociocultural
del taller de memoria y en su potencial para establecer una
relación reflexiva y dialógica con el pasado: el grupo y la inves-
tigadora crearon un espacio temporal no violento de escucha,
respeto y confianza, en el que fueron posibles el duelo, la re-
flexión, la participación significante y cierto grado de conflicto.
En suma, creamos una praxis ética que propende por estimular
procesos de grupo donde primen el respeto y las interacciones
sociales significativas, y que permite, tanto a los participantes
como al investigador, crear un tejido emocional y de memoria
para construir significado a partir de recuerdos dolorosos, pero
reconociendo las diferencias de locación y experiencia.
Un aspecto fundamental en el examen reflexivo de la res-
ponsabilidad social en el trabajo de campo es considerar las
implicaciones de nuestras intervenciones investigativas para
los sujetos mismos y las consecuencias de compartir historias
cuando el conflicto violento se mantiene (Olujic, 1995). Este
asunto se da en cualquier instancia de la investigación en la
cual interactuamos con otros seres humanos y les pedimos
que compartan historias, experiencias de vida y sentimientos.
Es preciso reconocer que cualquier interacción investigativa
repercute en el ámbito humano, social y emocional de los su-
jetos de la investigación, incluido el propio investigador. Pese
a ello, este tema ha sido “olvidado” durante mucho tiempo en
las discusiones metodológicas y reflexivas sobre los métodos
de investigación antropológica y la experiencia del trabajo de
campo. Esto no implica que debamos adoptar posiciones
terapéuticas o misionarias, sino que cuestionemos perma-
nentemente nuestras interacciones investigativas desde una
perspectiva ética y que asumamos la responsabilidad social de
lvi

dirigir la investigación y las consecuencias personales y sociales


de hacer preguntas.
Tuve plena conciencia de los efectos que una sesión de
recuerdo podría tener en los participantes (incluyendo la posi-
bilidad de reacciones emocionales “negativas” o incontrolables
o la irrupción de conflicto). Para garantizar la seguridad y un
clima de respeto social y cultural, siempre tomé decisiones
acerca de los talleres (quién, dónde y cómo) luego de con-
sultar con los líderes locales, los propios grupos y las ONG
involucradas. Corroborábamos que quienes fueran invitados
a los talleres tuvieran algunos lazos comunes, que hubiera un
nivel de confianza y respeto entre ellos, que el diseño del taller
respondiera a un proceso de grupo y que al comienzo de cada
sesión el grupo negociara acuerdos comunes que guiarían nues-
tra interacción durante esa sesión. Mi experiencia en métodos
de facilitación y educación popular también fue importante
en la medida en que la facilitación de estas sesiones requería
conocer las dinámicas de grupo, la resolución de conflictos y
tener herramientas para la facilitación y la comunicación, y una
profunda conciencia del poder del investigador para controlar
o dirigir al grupo.

Habitantes de la memoria: los jóvenes en este libro

Los jóvenes cuyas historias aparecen en este libro son residen-


tes en Medellín y viven en tres zonas diferentes de la ciudad,
en las que predominan los barrios populares. En la época en
que llevé a cabo mi trabajo de campo, eran mujeres y hombres
vinculados en distintas formas al conflicto armado en Mede-
llín: algunos como ex miembros de bandas juveniles, otros
como residentes de algunos de los barrios más afectados por
el conflicto armado, y otros como integrantes o ex integrantes
de grupos o iniciativas que se ocupaban de la violencia juvenil.
En cada caso, como residentes de los barrios o simplemente
como jóvenes, habían experimentado directamente los efectos
del feroz conflicto.
Un primer grupo estaba conformado por los que residían
lvii

en la zona nororiental,19 conocida como la comuna nororiental,


donde adelanté trabajo de campo con grupos de los barrios
Popular I, Popular II y Villa Niza (ver mapa nº 4). Ellos ha-
bían pertenecido a las casas juveniles, que surgieron como un
proyecto de la primera Consejería Presidencial para Medellín
en 1990. Éstas brindaban atención a jóvenes involucrados en
grupos armados y en riesgo, y estaban localizadas en algunos
de los barrios con mayores índices de violencia. También dirigí
talleres de memoria en este sector con miembros de una ONG
local ubicada en el barrio Villa Socorro, la cual organiza diversas
actividades educativas y culturales en los barrios circundantes
(ver mapa nº 3).
En la zona centroriental trabajé con jóvenes del barrio
Villatina (ver mapa nº 3), que pertenecen a un grupo llamado
Caminantes Constructores de Futuro. Esta agrupación había
estado activa por más de diez años, inicialmente como grupo
parroquial y más tarde como un grupo juvenil que participaba
en iniciativas locales y en la Red Juvenil de la ciudad. Las zonas
nororiental y centroriental de Medellín comprenden alrede-
dor de cien barrios y su desarrollo mayor tuvo lugar en las dé-
cadas de 1970 y 1980, principalmente por la urbanización ilegal
y las invasiones. Geográficamente, el elemento distintivo de
estas dos zonas es su ubicación en las laderas de las montañas,
de escarpada topografía. Estas dos áreas se han convertido en
asiento de nuevas colonias de desplazados internos, en especial
desde mediados de los años noventa. Barrios como el Popular
I, Popular II y Villatina presentan una historia única de urbani-
zaciones piratas o invasiones y lugares de variable interacción
con grupos políticos, religiosos y armados. Los barrios Popular
I y II, por ejemplo, fueron el epicentro, en los años sesenta, de
las Comunidades Eclesiales de Base, el movimiento popular
basado en la teología de la liberación. En el barrio Villatina se
establecieron, durante las décadas del setenta y ochenta, los

19 Medellín está dividida en 6 zonas urbanas y 16 comunas (ver mapa nº 4). Una
zona incluye un área de numerosos barrios de varios niveles sociales y económicos, y
se divide en comunas que comparten características sociales y económicas.
lviii

campamentos de paz de los dos movimientos guerrilleros de


izquierda; y también fue allí donde se originaron las primeras
bandas organizadas que prestaban servicios a las oficinas del
cartel de drogas y las primeras milicias urbanas.
En la zona suroccidental (ver mapa nº 3) dirigí un trabajo
etnográfico con la comunidad del barrio Antioquia,20 un barrio
con una rica y singular historia, que se describe en el capítulo
dos. Mi trabajo de campo etnográfico en este barrio fue más
extenso debido a que brindé apoyo, en calidad de investigado-
ra, a un proyecto local de producción de historia que buscaba
fortalecer un frágil proceso de paz entre las bandas juveniles
del barrio. Trabajé en este barrio con varios individuos y grupos
comunitarios: el grupo juvenil, las mujeres de un centro local
de capacitación, el consejo comunal y varios miembros de una
banda juvenil que estaba participando en el proceso de paz. Du-
rante mi trabajo de campo también dirigí numerosos “talleres
de memoria” con una variedad de grupos (v. gr., trabajadores
juveniles, profesores, mujeres, líderes comunitarios, ONG) y
residentes de éstas y otras áreas de Medellín.
Los capítulos de este libro describen cómo los jóvenes en
Medellín se relacionan con el pasado, el presente y el futuro,
mediante una exploración etnográfica de sus prácticas de
recuerdo y olvido, y un análisis de las maneras en que les dan
sentido a sus experiencias de violencia sangrienta por medio
de la memoria.
El capítulo 1 ofrece un contexto histórico y sociocultural a
las formas de violencia armada juvenil en Medellín, por medio
del examen de la historia del barrio Antioquia y las maneras
en que los eventos y las narrativas locales están entrelazados
con eventos regionales y nacionales y con tendencias históricas
mayores. Este capítulo aporta una visión general de los cambios
históricos claves que han tenido lugar en el país en los últimos
setenta y cinco años. Se rastrea la historia del barrio Antioquia
como medio para reseñar acontecimientos significativos de

20 El departamento, también llamado Antioquia, no debe confundirse con el barrio


Antioquia, localizado en Medellín, capital de este mismo departamento.
lix

tipo local, regional, nacional e internacional, y para indicar


cómo las historias y los procesos locales develan tendencias
sociales más amplias y proveen pistas para entender procesos
macrosociales.
El capítulo 2 se centra en un recuento etnográfico de las
prácticas culturales por medio de las cuales cobran significado
los lugares. Revisa cómo los jóvenes de Medellín construyen
tales lugares y los dotan de significado, y las prácticas de la
construcción de lugar, tales como nombrarlo, imaginar, esta-
blecer hitos y habitar. El capítulo destaca la poderosa, sensual
y rica relación entre las memorias, los lugares y la imaginación, y
la importancia de un sentido de lugar en la vida diaria de los
jóvenes de Medellín.
El capítulo 3 describe un tipo singular de narrativas orales y
prácticas de memoria organizadas alrededor de la muerte y los
muertos. Describe las formas narrativas de esta historia oral, las
maneras como se recuerda la muerte como un acontecimiento, y
algunos de los géneros de esta historia local. Argumenta que, en
Medellín, la muerte y los muertos tienen una historia oral. Esta
historia oral documenta la magnitud de las pérdidas humanas
y habilita salidas para que la comunidad explore emociones,
se reúna y restaure un cierto sentido de dignidad.
El capítulo 4 explora las construcciones sociales del miedo
dentro de un conjunto específico de narrativas sobre fantasmas,
brujas, maldiciones, figuras satánicas y cuerpos poseídos. Este
capítulo considera la revitalización de tales narrativas, arraiga-
das en relatos rurales y míticos de seres supernaturales, dentro
de un ambiente urbano que está afectado por prácticas tangibles
e inmediatas de terror y miedo. Se aproxima a estas prácticas
de memoria como estrategias sociales para confrontar el miedo,
sortear la incertidumbre y expresar tensiones sociales. Estas
narrativas del miedo se contrastan con las prácticas de terror
y de violencia de género, específicamente con la violación y,
particularmente, con las maneras en que tales prácticas son
normalizadas por medio de actos narrativos y prácticas de
memoria. Este capítulo resalta las perturbadoras contradiccio-
nes en el tejido social y ético de las comunidades locales, las
lx

tensiones entre las prácticas de memoria, por un lado como un


ámbito para el potencial de acción y la resistencia, y, por otro,
como medio para legitimar y normalizar prácticas patriarcales
del terror.
El capítulo 5 regresa al análisis, anticipado en esta intro-
ducción, en torno a los olvidos de los jóvenes de las razones de
sus luchas, para examinar la correspondencia entre el sujeto
individual, las dinámicas culturales de la violencia y la cons-
trucción de las identidades juveniles en la ciudad de Medellín.
Al examinar el olvido como una práctica de la memoria, este
capítulo describe las tensiones que suscita el recordar el origen
de los conflictos y las maneras como los jóvenes directamente
involucrados en el conflicto construyen su sentido de la di-
ferencia por medio de prácticas territoriales. Como capítulo
conclusivo también trata la significación y el potencial de las
prácticas de recuerdo para los jóvenes de Medellín.
El epílogo analiza los eventos y cambios que han tenido
lugar en Medellín y en Colombia, posteriores al año 2000.
Las prácticas de memoria y las cuestiones que conciernen a
la violencia juvenil han acaparado la atención a medida que
el país debate una ley sobre verdad, justicia y reconciliación, y
avanza en un proceso de paz con las Autodefensas Unidas de
Colombia —AUC—.
Capítulo 1

Historias locales
bajo una luz nacional

Muerto el gran contratador de sicarios, mi pobre Alexis


se quedó sin trabajo. Fue entonces cuando lo conocí. Por eso
los acontecimientos nacionales están ligados a los personales,
y las pobres ramplonas vidas de los humildes tramadas
con las de los grandes.

Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios

“La violencia colombiana empezó en el barrio Antioquia”,1


afirmó don José, un líder comunitario del barrio Antioquia,
poco después de haberlo conocido y explicarle el tema de mi
investigación. Días más tarde, mientras conversábamos en la
sede de la Junta de Acción Comunal del barrio, reiteró esta
afirmación y agregó: “La historia del barrio Antioquia es la
historia del país”.2 Con frecuencia recordé sus palabras cuando

1 Aquí, y a todo lo largo de este libro, las expresiones entre comillas correspon-
den a citas tomadas de mi memoria, de las notas del trabajo de campo o de
material grabado. En estos casos, la fuente, la fecha y la ocasión se incluyen
en un paréntesis adjunto.
2 Conocí a don José en mayo de 1997, la primera vez que vine al barrio An-
tioquia. Don José, un hombre de alrededor de cincuenta años, residente del
barrio, trabajaba con Probapaz, la organización creada para coordinar el
pacto de no agresión entre las bandas juveniles del barrio y para emprender
2 / Antropología del recuerdo y el olvido

escuchaba las historias de los acontecimientos que habían


tenido lugar en el barrio y en Medellín o mientras realizaba
la investigación bibliográfica sobre las tendencias históricas y
sociológicas de la región. La aseveración de don José en torno
al origen de la violencia y la historia del barrio nos presenta
una perspectiva de emplazamiento para explorar los temas
de las memorias y las identidades entre los jóvenes de Medellín, y
la relación entre los hechos locales y las tendencias históricas
nacionales y globales. Adelanto esta tarea examinando cómo
la historia del barrio Antioquia da cuenta de un espectro más
amplio de tendencias históricas urbanas y regionales, y el po-
tencial de las historias locales para develar procesos sociales,
históricos y culturales más vastos (Escobar, 2001; Gupta y Fer-
guson, 1997b; Roldán, 1992).
El historiador David Cohen (1994) ha llamado la atención
sobre cómo algunas prácticas significativas y alternativas de
la producción de historia tienen lugar por fuera del gremio
académico de historiadores y antropólogos, y gravitan en los
mismos universos sociales que los académicos estudian. Mi
tarea de producción de historia está animada por esta mirada
y reconoce que los métodos y herramientas del historiador-an-
tropólogo son sólo una parte de esta extensa práctica histórica.
Para la construcción de la narración histórica me baso en las
varias prácticas de producción de historia, los relatos de los re-
sidentes del barrio Antioquia y en mis observaciones etnográficas
de sus prácticas de recuerdo y olvido.3 Aunque mi narración

programas educativos, recreativos y comunitarios con niños y jóvenes. Tiem-


po atrás, en enero de 1997, don José había hecho una presentación en un
simposio universitario sobre el proceso de paz en el barrio Antioquia, para
lo cual entrevistó a dos antiguos residentes y líderes del barrio. Tan pronto
nos conocimos, me resumió su trabajo sobre la historia del barrio y enfatizó
su conclusión en las raíces de la violencia y la importancia de la historia de
la comunidad.
3 Esto fue de especial relevancia para la situación en la cual llegué a hacer
investigación en el barrio Antioquia, como parte de una iniciativa interins-
titucional respaldada por la Junta de Acción Comunal, para reconstruir la
historia del barrio por medio de un proceso comunitario. Los resultados de
Historias locales bajo una luz nacional / 3

mantiene un hilo cronológico, las historias de los habitantes del


barrio Antioquia subvierten la linealidad y la metanarrativa de
“la historia” para sugerir múltiples voces y temporalidades, y
algunas de las diversas maneras en que las identidades juveniles
se construyen y transforman a lo largo del tiempo.4

Nubes de humo: los años treinta

El 24 de junio de 1935, Manuel, su padre y la mayoría de sus


vecinos corrieron hacia el potrero del extremo suroriental del
barrio Antioquia.5 Un avión que se había estrellado e incendia-
do yacía sobre la hierba, y nubes de humo envolvían el lugar.
Mientras permanecía extasiado ante las llamas inmensas, Ma-
nuel oyó mencionar a Carlos Gardel. Durante los días siguientes
el humo persistió en el aire, mientras los rumores acerca de

este proceso superaron las expectativas del proyecto y derivaron, por ejemplo,
en la producción de tres videos aficionados a cargo del grupo de jóvenes,
la dramatización de varios fragmentos del “libro de anécdotas” durante las
celebraciones locales, y el uso del mismo libro por parte de las escuelas y
residentes que asumieron la tarea de escribir una historia del barrio. Las
prácticas de producción de historia de la comunidad incluyen la escritura
de ésta por parte de los residentes, para un concurso municipal, videos pro-
ducidos por una organización local a la que pertenecen algunos residentes,
eventos organizados en el marco de la celebración anual de la comunidad por
la paz, “Calles de cultura” (v. gr., sesiones de narración de historias, dramas
históricos) y las sesiones informales de narración de historias.
4 Se aglutinan fuentes orales y escritas, que incluyen: las historias rememoradas
por los residentes del barrio Antioquia durante los diversos talleres; las se-
siones de grupo del trabajo de campo y los encuentros informales; las notas
y observaciones etnográficas; la variedad de videos, dramas y actuaciones
puestos en escena por individuos y grupos de la comunidad; la literatura y
documentación sobre historia regional. Los sucesos narrados aquí, algunas
veces son reconstrucciones hechas a partir de historias contadas por habitantes
del barrio. Otras veces se narran tal y como los recordó un individuo o como
los describió la persona que realmente los vivió.
5 Cuando la familia de Manuel llegó, a principios de 1930, había sólo doce casas
en el barrio Antioquia. Manuel nació en el barrio y allí ha vivido sus sesenta y
cinco años. Ha sido testigo de los eventos claves que han tenido lugar allí y hoy
dice con orgullo que su familia es una de las fundadoras del barrio. Manuel
4 / Antropología del recuerdo y el olvido

lo que había pasado se esparcían como lo había hecho aquel


día el fuego voraz. Algunos decían que a Gardel, el famoso
cantante de tangos argentino, le habían disparado mientras
su avión despegaba de Medellín y otro intentaba aterrizar. Los
aviones chocaron y se rumoreó que Gardel había escapado con
vida. Otros mencionaban sólo un avión y nunca oyeron hablar
de disparos o de Gardel con vida, pero hasta la fecha todos
siguen recordando el suceso. La muerte de Carlos Gardel en
los terrenos del barrio ha marcado a varias de sus generacio-
nes, moldeando sus estilos y gustos musicales, al tiempo que
ha proveído un referente icónico que refuerza un sentido de
pertenencia “al barrio” donde murió Gardel.
En la década de 1930, los paisas6 reverenciaban a Gardel
y los tangos que inmortalizó. En toda la ciudad se escuchaba
tango: en los bares de la zona comercial y en la estación de
tren de Guayaquil, en los barrios de la clase obrera, en tiendas
de esquina o en las casas de los artesanos, los bohemios y los
innumerables inmigrantes recién llegados de las zonas rurales.
La infancia de Gardel como un niño pobre en los arrabales7 de
Argentina, su lucha por forjarse una carrera como cantante, y su
éxito y aceptación entre todas las clases sociales se convirtieron
en fuente de inspiración para las masas de inmigrantes cam-
pesinos, mujeres y hombres pobres que batallaban por sobrevivir
en la ciudad de Medellín (Savigliano, 1995). Por medio del
tango, el singular lenguaje lunfardo8 y la figura del malevo (un

contó esta historia durante una entrevista grupal con sus dos primas, Teresa y
Ofelia, realizada el 16 de agosto de 1997.
6 Paisas es la expresión utilizada en Colombia para referirse a las personas de
Antioquia, Caldas y la zona cafetera (ver mapa nº 2). Paisa viene de “paisano”,
término que describe la especial relación y las lealtades entre los habitantes
de una misma comarca.
7 A partir de 1870, grandes oleadas de nuevos inmigrantes provenientes de
Europa —en particular de Italia— y del campo argentino empezaron a llegar
al puerto de Buenos Aires. Todos ellos se aglomeraron a las afueras de la ciu-
dad, denominadas los arrabales o las orillas de Buenos Aires (Taylor, 1976).
8 El nombre es tomado de los lunfardos, ladrones profesionales. El vocabulario
y el uso del lunfardo combina palabras de varios grupos inmigrantes, pero
sobre todo del idioma italiano.
Historias locales bajo una luz nacional / 5

pendenciero y asesino que ama el tango y se disputa el control


territorial del barrio)9 se convirtieron en los modelos culturales
de las clases populares, que se los apropiaron y los recrearon
como estilos lingüísticos y culturales. Los malevos emularon la
figura rural del guapo10 y suministraron modelos culturales, es-
trategias de supervivencia y “artimañas callejeras” para aquellos
que, como los nuevos inmigrantes de los arrabales argentinos
y de las barriadas pobres de Medellín, vivían el desarraigo y
la soledad en una ciudad hostil que los excluía (Reyes, 1996;
Villa, 1991, 2000).
En contraste con otras grandes ciudades de Colombia,
Medellín fue fundada sólo hasta el último cuarto del siglo XVII
(1675) y pasó a ser la capital del departamento de Antioquia
en 1826 (Botero, 1996).11 En la década de 1910, muchos otros
campesinos abandonaron las áreas rurales de Antioquia, atraí-
dos por la prosperidad económica de Medellín, ciudad que se

9 El malevo es descrito como un varón, “el auténtico hombre valiente” que no


se deja intimidar por nada, actúa según sus propias leyes y no es un soplón
(Salazar, Carvajal y otros, 1996:204). Malevo se refiere a un estilo de hacer
las cosas, una imagen cultural de un hombre de acción que muestra un apego
profundo por su territorio y desprecio por la autoridad (Reyes, 1996; Villa,
1991).
10 En Colombia, la figura del guapo tuvo orígenes rurales en las zonas mineras
y más tarde en los barrios pobres de la ciudad. Reyes los describe como agre-
sores y rufianes, y como hombres orgullosos de su capacidad para desafiarlo
todo y arriesgar sus vidas en peleas suicidas con cuchillos, puñales y machetes,
usados como espadas en una original y compleja suerte de esgrima (Reyes,
1996). El guapo, según Villa (2000), encarna una imagen cultural regional
del “coraje paisa”. Más tarde, en las ciudades, esta actitud se vio reforzada
por el fondo musical del tango, que “interpreta su desarraigo y soledad en
la ciudad” (Villa, 1991:178).
11 La primera capital del departamento de Antioquia fue Santa Fe de Antioquia,
ubicada cerca de los centros de producción de las minas de oro. Esta localidad
concentró la actividad económica más importante de la región hasta el siglo
XVII. En aquella época, las minas de oro enfrentaron enormes dificultades
económicas debido al agotamiento de los yacimientos y a la necesidad de
mantener la mano de obra esclava (v. gr., dependencia de otras regiones
para obtener alimento, deficientes condiciones de transporte y acceso, tecnología
obsoleta) (Botero, 1996).
6 / Antropología del recuerdo y el olvido

había transformado en el centro industrial y comercial más


importante de la región. Entre 1912 y 1918, cerca de 14.000
personas llegaron a Medellín, que para entonces contaba con
menos de 40.000 habitantes (Salazar y Jaramillo, 1994). Una
generación de mineros, comerciantes y terratenientes migraron
y se establecieron en Medellín. La ciudad se convirtió en un
vibrante foco de actividad comercial e industrial (v. gr., plantas
empacadoras de café, industrias de alimentos, bebidas y tabaco,
textileras, aserraderos, cervecerías, etc.) y en el epicentro de la
actividad económica de la región cafetera del occidente colom-
biano. A pesar de estar marcada por el crecimiento económico
y la prosperidad, el espíritu de la ciudad era más bien el de
un pueblo aislado (Archila, 1991). Un factor que contribuía
a este aislamiento era la singular geografía de Medellín, una
ciudad rodeada de montañas y vegetación de bosque subtro-
pical. Debido al crecimiento económico y demográfico de la
ciudad, sus administradores trataron de superar las barreras
geográficas que separaban a la región del resto del país. Esto
fue posible en la década de 1920, con el establecimiento de la
red ferroviaria y la iniciación de las obras para la construcción
de la carretera al mar.
Durante las primeras décadas del siglo XX, la elite local
abrazó una idea de modernización que promovió la remoción
de cualquier señal de antecedentes rurales o indígenas en la
ciudad. Como dice Mary Roldán, “Antioquia se convirtió en
el teatro experimental de las nociones de progreso de la bur-
guesía” (Roldán, 1992:192). Los nombres de las calles fueron
alterados por nombres de héroes de la independencia; caballos
y mulas fueron remplazados por carros, tranvías y bicicletas;
edificios históricos y huertas fueron destruidos para dar paso
a nuevas casas art déco (Farnsworth, 2000:46; Roldán, 1992). El
amor al trabajo, las labores manuales, la familia, la religiosidad
y la creencia en la superioridad antioqueña fueron los valores
que rigieron la cultura paisa fomentada por la elite regional
(Reyes, 1996). Estos valores se expresaron en un estilo de vida
que se jactaba de la iniciativa de los antioqueños, su honesti-
dad, su talento para los negocios y su habilidad para inventar
Historias locales bajo una luz nacional / 7

formas eficientes de ganar dinero, “no sólo para satisfacer sus


necesidades y ambiciones, sino también para recibir una total
gratificación social” (Arango, 1988:18). Los valores del traba-
jo manual y el esfuerzo individual fueron adoptados por la
cultura popular y combinados con una devoción a la religión
católica y a la familia como las instituciones sociales claves que
regulaban la vida social. La fuerza de la cultura regional domi-
nante se enraizó en el mito elitista de la pureza racial blanca
de la “raza antioqueña”,12 pero la supuesta homogeneidad de
la cultura antioqueña siempre estuvo en duda, particularmen-
te en la década de 1930, con la significativa presencia de los
inmigrantes negros procedentes de la región de Urabá (ver
mapa nº 1), y debido al mestizaje étnico generalizado que ha
tenido lugar desde la Colonia. No obstante, estas mixturas
raizales fueron negadas por una elite “blanca” que promovió
el mito de su superioridad racial y su excluyente idea de una
sociedad en la que los negros, indígenas y mestizos no tenían
lugar (Reyes, 1996).
Uribe (1990) muestra cómo, desde principios de siglo, el
proyecto político de la elite antioqueña se ha cimentado en tres
frentes de igual importancia: el económico (el establecimiento
de una cadena mercantil regional, nacional e internacional de
oro y alimentos), el político y el cultural. La expansión de la
cadena mercantil se basó en una estrategia de colonización de
fronteras. Una característica central de este proceso de territo-
rialización fueron las dinámicas de inclusión-exclusión fomenta-
das por las elites regionales. Esto se expresó en la exclusión de
todos aquellos a los que no se consideraba blancos o católicos
(como prostitutas, vagabundos, indigentes y delincuentes) y,

12 La construcción social y cultural de “los paisas” como raza es el resultado de


un uso ecléctico de la historia regional, el folclor, la economía y la psicología.
Dicha construcción establece una diferenciación de los antioqueños, y su su-
perioridad, basada en una supuesta pureza racial blanca y en su gran ingenio
económico. Este mito emerge con la empresa de colonización emprendida
por los antioqueños a principios del siglo XX y el establecimiento de fuertes
actividades mineras y comerciales (Wade, 1986).
8 / Antropología del recuerdo y el olvido

geográficamente, en la formación de territorialidades muy


diversas.13 Uribe argumenta que las exclusiones y la diferen-
ciación creadas por estas dinámicas son las raíces de muchas
de las actuales expresiones violentas y conflictivas.
El barrio Antioquia fue oficialmente incorporado al perí-
metro urbano de Medellín en los años anteriores al accidente
de Gardel. El asentamiento humano, sin embargo, se había
iniciado a mediados de 1910. Familias provenientes de las áreas
rurales de Titiribí, Amagá, Jericó, Fredonia, Sonsón, Urrao,
Angostura y Girardota, del departamento de Antioquia (ver
mapa nº 2) y de varias partes de Medellín, se asentaron en el
costado oriental del río Medellín, un área despoblada, húmeda
y malsana. Los recién llegados cambiaban sus pertenencias
materiales y su fuerza de trabajo por un trozo de tierra. Se ga-
naban la vida recogiendo boñiga y amasando barro en medio
de las nubes de mosquitos que poblaban el pantano: “Según los
abuelos, don Arturo les daba la tierra [y decía]: ‘Traiga boñiga
traiga una herradura’. Mucha gente se hizo a casa con ese señor
recogiendo boñiga”.14 El asentamiento se expandió lentamente
hacia el área de las fincas de mayor tamaño y sus propietarios
las dividieron progresivamente en pequeñas parcelas.
Hacia los años treinta, el barrio Antioquia albergaba arte-
sanos, familias de clase obrera e inmigrantes. La región estaba
pasando por grandes cambios debido a las crecidas oleadas de
inmigración, que comenzaron a impactar la vida social y económi-
ca de Medellín. En el transcurso de dos décadas la población
de Medellín se duplicó y su área desarrollada aumentó ocho

13 Roldán (1992) desarrolla un análisis de estas diversas territorialidades. En las


zonas de producción cafetera que se expandieron durante las postrimerías
del siglo XIX, la tenencia de la tierra estaba equitativamente distribuida. La
mayoría de la población era blanca y mestiza, y había una fuerte influencia
de la Iglesia y la elite local. En contraste, las áreas fronterizas de colonización
más reciente se caracterizaron por intensas luchas por la tierra, alto crecimiento
demográfico y diversidad étnica (negros, indígenas, no antioqueños, trabaja-
dores migratorios y hombres solteros de paso).
14 La anécdota fue tomada de un anecdotario recopilado por los habitantes del
barrio en 1997, como parte del trabajo de los talleres de memoria.
Historias locales bajo una luz nacional / 9

veces en tamaño (Reyes, 1996). Las condiciones de vida de


las familias de la clase obrera y de los pobres se tornaron muy
difíciles y, debido a la escasez de alojamiento, las familias (que
eran las más grandes en el país, con un promedio de 6,6 miem-
bros) tuvieron que hacinarse en casas de uno o dos dormitorios
(Archila, 1991). La vivienda del proletariado se desarrolló en
nuevos barrios, principalmente en la parte noroccidental de la
ciudad. Mientras tanto, “la tendencia de las elites era la de
mantener la distancia, delimitar su territorio, no mezclarse y
diferenciarse del resto de la población” (Reyes, 1996:13).
Una mentalidad colectiva que estigmatizaba a los pobres y
a los “diferentes” se arraigó y empezó a materializarse bajo la
forma de marcadas diferenciaciones geográficas y divisiones
sociales del espacio urbano (Salazar y otros, 1996).
En estos años aparecieron pujantes conglomerados de
la industria textil, con una amplia tecnología de avanzada,
como la fábrica de tejidos Fabricato. El barrio Antioquia no
sólo albergaba a algunos de los trabajadores textiles, también
era asiento de una tradicional fábrica de calcetines en la que
trabajaban muchas personas del barrio. La fábrica del barrio,
Medias Cristal, era propiedad de Octavio Echavarría, miem-
bro de una tradicional y poderosa familia antioqueña de clase
alta, que poseía las dos fábricas de textiles más grandes y más
rentables del país. Los Echavarría manejaban sus fábricas con
una visión que combinaba el paternalismo católico hacia su
fuerza de trabajo, modernas instalaciones industriales, tarifas
proteccionistas y acciones caritativas (Farnsworth, 2000). La
elite local veía este modelo de manejo de la fábrica como un
mecanismo para prevenir la expansión de la agitación comu-
nista en Colombia. La Iglesia Católica local jugó un papel clave
en la formación de esta visión. Los jesuitas influyeron en la
familia Echavarría para que introdujeran las Ligas Católicas
en sus fábricas con el doble propósito de regular-controlar la
moral de la fuerza de trabajo y de prevenir la filiación comu-
nista (Farnsworth, 2000).
10 / Antropología del recuerdo y el olvido

Una guerra de colores y de horrores:


los años cincuenta

Un cura sin cabeza deambulaba por la manga15 de la Palma.


A principios de los años cincuenta los habitantes del barrio
Antioquia entraban y salían del barrio por este pastizal, pero
lo evitaban de noche, cuando podría aparecerse el aterrador
cura sin cabeza, precedido por el sonido de campanas.16 Sus
temores, sin embargo, no sólo eran ocasionados por el errante
cura fantasma, sino por los cuerpos flácidos que empezaron a
aparecer colgados de los árboles. Para entonces eran más de
mil los habitantes del barrio Antioquia. Artesanos y trabajado-
res de escasos recursos poblaban el barrio, cuya mayoría era
de filiación política liberal y había recibido con orgullo una
visita del líder nacional del partido, Jorge Eliécer Gaitán. En
la historia del barrio Antioquia, sin embargo, fue la llegada de la
familia Matías —seis hermanos conservadores, venidos del mu-
nicipio de Fredonia— la que trajo la inestabilidad, la violencia
y la muerte que el resto del país experimentaba en aquellos
años.17 Fueron los años de una guerra civil no declarada en
Colombia, conocida como la Violencia, una guerra civil que

15 Un destapado natural de hierba y árboles dentro de la ciudad.


16 El mito del cura sin cabeza se remonta a la época colonial y a zonas selváticas
como las del noroccidente de Antioquia. En el capítulo 4 se discuten éste y
otros mitos urbanos y leyendas.
17 Fredonia está localizada en el suroccidente del departamento de Antioquia
(ver mapas nº 1 y 2). Fredonia fue el más importante productor de café en la
región, pero se fraccionó profundamente debido a los enfrentamientos entre
los partidarios liberales y conservadores (Roldán, 2002). El suroccidente de
Antioquia fue uno de los epicentros de la violencia, particularmente el mu-
nicipio de Urrao, centro de operaciones de la guerrilla liberal. Mary Roldán
(1992) sostiene que la violencia fue más intensa en las áreas de frontera de la
colonización reciente, cuyos habitantes eran percibidos por la elite regional
antioqueña como “desviados”. Urrao limita con el departamento del Chocó,
la región con mayor población afrocolombiana. Roldán argumenta que los
individuos procedentes de estas áreas eran percibidos como “rebeldes” y peli-
grosos, y que en muchos casos ellos mismos se apropiaron de estos estereotipos.
Los hermanos Matías proporcionan un ejemplo de tal apropiación.
Historias locales bajo una luz nacional / 11

reclamó las vidas de aproximadamente 200 mil colombianos


a todo lo ancho del país. Dos partidos en disputa (el Liberal
y el Conservador) instigaron esta guerra, aparentemente por
el control del poder; no obstante, los problemas en juego
incluían conflictos sociales y factores económicos en torno a
la lucha por la tierra y los recursos, la irrupción de nuevas
elites, el control de las clases sociales más bajas, la diversidad
regional y la búsqueda de movilidad social (LeGrand, 1994;
Roldán, 1992; Bergquist, 1992; Pécaut, 1997a). La Violencia,
que abarcó desde 1946 hasta 1965, tuvo su periodo más crítico
entre 194818 y 1953.19 Antioquia sufrió inmensamente el impacto
de la violencia, y llegó a ocupar el tercer lugar en el número de
muertes violentas, con 26.115 muertos entre 1946 y 1957, y
el 5,7% de la población forzada a migrar de las áreas rurales
(Roldán, 1992, 1998). La violencia más cruenta se concentró
en la periferia del departamento, en áreas fronterizas que
la elite tradicional consideraba peligrosas y “desviadas”;
regiones pobladas por negros, indígenas, trabajadores migra-
torios, hombres solteros de paso, y donde estaban en ascenso
las haciendas dedicadas a los negocios del agro y el ganado
(Roldán, 1992, 1998).
En el barrio Antioquia, como en el resto del país, la Vio-
lencia tuvo algunas de sus más depravadas manifestaciones en
asesinatos brutales, cuerpos mutilados, masacres y torturas. El
rojo era el color que simbolizaba al Partido Liberal y el azul al
Partido Conservador. Respuestas violentas ante la vista del rojo
o el azul se volvieron parte de aquello a lo que el periodista
colombiano Arturo Alape se refiere como “la escritura del terror”.
Una señal, un color o un artefacto eran suficientes para provo-

18 Cuando el líder popular liberal Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado en Bogotá
y estalló una revuelta social en gran escala.
19 Las manifestaciones más violentas de esta guerra civil tuvieron lugar en el
campo y en regiones como la zona cafetera andina, los alrededores del río
Magdalena (un canal fluvial de comunicación clave para el país) y los Llanos
Orientales. Roldán (1998) explica la singularidad del caso de Antioquia en
el contexto nacional.
12 / Antropología del recuerdo y el olvido

car la tortura de una persona y para escenificar actos de terror


que dejaron una huella profunda y dolorosa en la memoria de
los colombianos.20
Don Arturo21 recuerda una tarde de domingo en que una
muchacha llevaba puesto un vestido rojo y estaba en la sala de
su casa recibiendo la visita de su novio. El color de su vestido
fue razón suficiente para que los hermanos Matías entraran
a su sala y la desnudaran. Otro día un hombre fue asesinado
en una de las calles del barrio porque limpiaba un carro con
un trapo rojo. Los señaladores —aquellos que avisaban quién
era liberal— y los aplanchadores —aquellos que cogían a los
liberales a planazos, es decir, a golpes con la parte plana del
machete— rondaban por las calles del barrio Antioquia, como
“los pájaros” merodeaban por las calles de ciudades y pueblos
colombianos.22 El miedo mantenía encerradas a las gentes en
sus casas o hacía que se apartaran cada vez que veían a un miem-
bro de la familia Matías o a su leal ayudante, el teniente Aragón,
quien comandaba la policía local. Teresa recuerda que,

aquí hubo uno que... Nos alegramos, la muerte de ese Aragón la


festejamos. ¡Cómo se festejó aquí la muerte de este hijo de […]!
Porque Aragón, él hizo y deshizo aquí, porque era un teniente de

20 Sánchez (1992) describe la escena del homicidio, característica de la época


de la Violencia. La práctica de la tortura era común; asimismo la puesta en
escena de este terror frente a niños, vecinos y familias. La simbología del
terror ejercido sobre los cuerpos de las víctimas incluía atrocidades tales
como la mutilación, la violación sexual, la profanación de los cadáveres de las
víctimas y la descripción de las matanzas de acuerdo con los cortes infligidos
a los cuerpos de las víctimas (v. gr., el corte de franela).
21 Don Arturo tiene setenta y cuatro años y llegó a vivir al barrio en la década
del sesenta. Contó esta historia basado en los relatos que escuchó sobre la
Violencia cuando abordó la tarea de escribir una historia para el concurso
municipal “Historia de mi barrio”. Don Arturo estuvo vinculado a la Junta
Comunal del barrio por muchos años y la presidió en varias ocasiones.
22 Los “pájaros” eran los encargados de las muertes en las zonas urbanas durante
la Violencia. Por lo general los financiaban figuras políticas y contaban con la
complicidad de las autoridades. Obtenían recompensas monetarias de acuerdo
con la importancia de las víctimas. Con frecuencia les enviaban sufragios a
las víctimas anunciándoles su muerte (Sánchez, 1992).
Historias locales bajo una luz nacional / 13

la Policía que comandaba la Policía de aquí y al amparo de él fue


mucho lo que hicieron.

Teresa y Ofelia23 tenían menos de diez años cuando se


enteraron de que los Matías, armados con machetes, venían
a atacar su casa: “Porque la familia de nosotros ha sido muy
liberal, vinieron aquí a la casa y resulta que nosotros todos nos
volamos por el solar”. Ayudándose unos a otros, los miembros
de su familia treparon por una pared hasta alcanzar una aber-
tura que los condujo fuera de la casa. En otra ocasión, las dos
niñas se mantuvieron despiertas toda la noche, llamando a las
puertas de sus vecinos para advertirles que estuvieran listos
porque los Matías se aproximaban. Al decir de don Arturo,
“durante la Violencia las personas del barrio Antioquia sufrieron
mucho, tanto como Medellín y el país entero”.
Manuel, Teresa y muchos otros de su generación recuer-
dan haber presenciado cómo se golpeaba y se mataba a las
personas:

Manuel: No sé por qué la gente… O son muy nuevas o no sé por


qué no se acuerdan. Sería como que a uno le tocaba ver gente tan
estimada por uno, tan sana, que nos tocó verla matar, y eso hace que
uno la recuerde mucho. Esa violencia fue muy tremenda, fue una
violencia política, no como la de ahora, que es una violencia sin ton
ni son (Entrevista, agosto, 1997).

En el barrio Antioquia, sin embargo, las peleas y el terror


entre vecinos cesaron cuando el Decreto Municipal 517 de 1951
lo declaró como la zona de tolerancia de Medellín. Como dice
Teresa, “el decreto sacó la violencia”.

23 Teresa y Ofelia son primas de Manuel. También ellas tienen alrededor de


sesenta años; ambas nacieron en el barrio y han vivido en la misma casa toda
la vida. Teresa participó en varios talleres de memoria y sesiones de grupo
durante mi trabajo de campo.
14 / Antropología del recuerdo y el olvido

Luces rojas en el barrio: los años de la “tolerancia”

Aunque rememoran el número preciso del decreto municipal


y la fecha de su expedición (Decreto 517 del 22 de septiembre
de 1951), la mayoría no recuerda el nombre del alcalde que lo
emitió. El Decreto 517 declaró el barrio Antioquia como la única
zona de tolerancia de Medellín. Para don José, este decreto es
la raíz de la violencia colombiana contemporánea, una violencia
que, según él, fue creada por el Estado. Para doña Cecilia,24 la
expedición del decreto marca el momento preciso en que el barrio
empezó a descomponerse. Para doña Débora,25 la violencia actual
del barrio es un legado del Decreto 517. Pobre, alejado del centro
de la ciudad y con una sola vía de acceso, el barrio Antioquia fue el
sitio escogido por el alcalde Luis Peláez Restrepo, con el respaldo
de la elite local y del obispo de la ciudad, para mantener a los
“indeseables” (prostitutas, homosexuales, drogadictos y alco-
hólicos, ladrones, negros e inmigrantes pobres recién llegados)
segregados del resto de la ciudad (Salazar, 1996).
Desde los primeros años del siglo, la administración local vio
con gran preocupación la concentración de la delincuencia en las
zonas de prostitución. Esto condujo a reglamentar las zonas de
prostitución, como forma de reducir la expansión geográfica de
la delincuencia (Jaramillo, 2001). El Decreto de 1951 indicaba un
evidente cambio moralista en la política hacia la eliminación de
todos los barrios de lupanares en la parte central de la ciudad; un
cambio que, en opinión del alcalde, era absolutamente necesario:
“En Medellín nos hemos ocupado mucho del agua y de la luz y
poco del problema moral”.(“Explicaciones del alcalde”, 1951:1)

24 Doña Cecilia nació en el barrio y es la orgullosa abuela de diez nietos. Tenía


ocho años cuando fue expedido el decreto. En esa época, había seis bares
alrededor de su casa y ella veía su cuadra llenarse de carros cada noche.
25 Doña Débora era la directora de una de las escuelas primarias del barrio.
Nacida en el barrio, Débora fue enviada a un internado cuando se aprobó el
decreto, de manera que sólo venía durante los fines de semana. Su padre fue
uno de los que lideró la oposición de la comunidad en contra de la mencio-
nada ley. Doña Débora falleció en 1998.
Historias locales bajo una luz nacional / 15

El carácter moralista de esta decisión ilustra las estrate-


gias de planeación e industrialización de la elite antioqueña,
fundadas en la doble cara de las normas católicas de com-
portamiento sexual y moral, el control del tiempo libre de la
clase obrera, las regulaciones y normas del lugar de trabajo, y
la regulación del espacio citadino (Jaramillo, 1994). La elite
local estableció que podría alcanzarse una mayor productividad
en el dinámico sector industrial por medio de una disciplina
paternalista derivada de una interpretación local de la moral
y las normas católicas. “Pureza” y virginidad para las mujeres
se transformaron en el prerrequisito explícito para conseguir
empleo (Farnsworth, 2000). El otro elemento importante para
disciplinar a la clase obrera era el control de su tiempo libre,
enfocado particularmente en torno al uso que los trabajadores
hacían de la céntrica zona de Guayaquil como lugar para beber
y socializar (Betancur, 2000; Jaramillo, 1994). Guayaquil estaba
ubicado en el centro de la ciudad y era el foco de la actividad
comercial, pero también un lugar de animado entretenimiento.
La zona se apodaba “puerto seco” y la vida nocturna bullía en
los cafés, cantinas, burdeles, pensiones y moteles. En contraste
con el resto de la ciudad, la moralidad era relajada y prospera-
ba una cultura clandestina (Reyes, 1996).26 En 1951, el barrio
Antioquia se convirtió en el único lugar de la ciudad en donde
los bares podían permanecer abiertos, tocando música las 24
horas del día. El conjunto de prohibiciones que acompañó este
decreto indica, además, el intento sexista de regular cualquier
tipo de actividad pública de las mujeres de Medellín:

Quedaron prohibidos los bailes fuera del barrio Antioquia […].


Quedó eliminada la presencia de mujeres en establecimientos de
cantina, a cualquier hora del día o de la noche, fuera del barrio

26 Con la apertura de la estación de tren en Guayaquil, en 1929, esta parte de la


ciudad se transformó en un centro comercial, al igual que en la primera zona
con la que tenían contacto los nuevos inmigrantes del campo. Guayaquil era
un lugar atiborrado de almacenes, depósitos, tiendas de esquina, ferreterías
y cacharrerías.
16 / Antropología del recuerdo y el olvido

Antioquia (“Inauditos atropellos se cometen bajo el amparo del


decreto 517”, 1951:1A).

La primera noche del decreto, Teresa y Ofelia no miraron


por la ventana para ver si se acercaban los hermanos Matías,
sino para observar la actividad en las calles:

Teresa: Entonces la primera noche de esas, las luces del barrio las
apagaron. ¿Por qué? Las casas de familia, que eran tres o cuatro,
eran con bombillo amarillo, todas las demás casas eran con bombi-
llitos rojos y en el barrio los hombres que pudieron salir a noveleriar
[vieron que] no había dónde colocar un alfiler de todos los carros
que fueron de Medellín a gozar la primera noche de la única zona
de tolerancia. Entonces a nosotros nos impactó eso. Nos dejaron
asomar un momento por la ventana para que viéramos cómo se veía,
y no había dónde poner un alfiler, y carros y carros, y eso se nos
grabó en la mente (ver figura 1).27

Camiones cargados de prostitutas de todos los rincones de


la ciudad llegaban día tras día. La mayoría de las trabajadoras
sexuales eran recogidas en Guayaquil. El primer día del decre-
to, 30 casas se convirtieron en prostíbulos; 45 días más tarde
había 215 (Cano, 1987). Se esperaba que los residentes del
barrio vendieran sus propiedades o cedieran sus arriendos y
se mudaran a otro lugar de la ciudad. Muchos partieron, pero
otros tantos decidieron quedarse y “dar la lucha” organizando
mítines, marchas y protestas encabezadas por niños y mujeres
ataviadas de luto y cargando la estatua de La Virgen. Fueron
respaldados por el diario de la ciudad —El Colombiano—, el
cura del barrio y algunos políticos. Durante meses, el barrio
Antioquia ocupó los titulares de los periódicos locales.

27 Teresa contó esta historia para describir la imagen que elaboró y que visua-
liza la primera noche del barrio convertido en zona de lupanares, uno de
los sucesos más significativos de su vida en el barrio. Presentó esta imagen
durante un taller de memoria con participantes del Centro de Capacitación
del barrio, el 27 de julio de 1997.
Historias locales bajo una luz nacional / 17

Figura 1 La primera noche del Decreto 517, por Teresa


Fuente: Taller Memoria, Centro capacitación barrio Antioquia, 27 de julio de 1997
18 / Antropología del recuerdo y el olvido

La vida cambió para quienes se quedaron. Las escuelas


cerraron y se convirtieron en centros profilácticos para las tra-
bajadoras sexuales. Los niños debían recorrer largas distancias
para asistir al colegio o ser enviados a internados. En casa se
les permitía jugar fuera muy poco tiempo y tenían prohibido
salir después de las cinco de la tarde. Desde sus ventanas y en
las calles presenciaban los carros, los borrachos, las peleas y las
brillantes luces rojas que se habían apoderado de su barrio,
mientras sus oídos se acostumbraban al mambo de Pérez Pra-
do y a los sonidos caribeños de Que viva Changó, que sonaba
noche tras noche.
Entre tanto, como si no fuera suficiente lidiar con una guerra
civil en casa, un batallón del Ejército colombiano se unió a los
aliados para pelear en la Guerra de Corea. Los colombianos se
enteraron de la guerra civil que tenía lugar en la lejana Corea
y de la amenaza del comunismo. Como resultado, el barrio
Antioquia fue apodado “Corea” porque “todo era peleas” y
porque entrañaba un peligro que, al igual que el comunismo,
desafiaba las bases morales de la sociedad dominante. Dos
años más tarde, cuando la mayoría de los negocios y prosti-
tutas se habían marchado,28 las presiones políticas y sociales
influyeron para que el decreto fuera derogado, pero el barrio y
la ciudad continuaron viviendo con su legado de delincuencia
y economía subterránea. En lugar de confinar la prostitución
a la periferia, el decreto oficial tuvo el efecto de añadir otra
zona de prostitución y causar el deterioro de las ya existentes
(Jaramillo, 1994). En estos años el estigma que había marcado
al barrio Antioquia como un peligroso lugar de “hampones”
e “indeseables” se afirmó rotundamente en la mentalidad
colectiva de los residentes de Medellín y del país.
Cuando casi todos los nuevos bares y burdeles cerraron, mu-
chos de los que habían llegado con el decreto decidieron hacer
del barrio su hogar permanente. Entre ellos había un grupo

28 Desde el punto de vista comercial, el barrio de lupanares no tuvo éxito porque


su ubicación, lejos del centro de la ciudad, no atrajo el flujo de gente necesario
para sostener el negocio.
Historias locales bajo una luz nacional / 19

grande de familias negras y muchas mujeres negras del Urabá


antioqueño. Trabajaban como empleadas domésticas internas
durante la semana y venían al barrio los fines de semana para
disfrutar de las fiestas que se celebraban en distintos lugares.
Este proceso de migración y residencia entre los antioqueños
negros era similar en otros puntos de la ciudad. Otra herencia
de los “años de la tolerancia”, como algunas de las personas del
barrio se refieren a este periodo, fue la introducción de la venta
de droga en el barrio. Mientras el cura del barrio movilizaba a
la comunidad para sanear la reputación del barrio mediante
el cambio de nombre por el de Santísima Trinidad, el barrio
se erigía como el principal proveedor de drogas psicoactivas
del área municipal de Medellín.

Lenguajes del encubrimiento: los años sesenta

Vestidos con pantalones holgados en colores verde, púrpura o


rojo, de “dieciocho centímetros de ancho en las rodillas y se-
tenta centímetros de ancho en las botas, camisas floreadas de
colores” (Entrevista con don Ruman, octubre de 1997), y un
larguísimo llavero de cadena que colgaba desde la cintura hasta
las rodillas y subía de vuelta hasta el bolsillo de los pantalones,
los camajanes fumaban marihuana abiertamente; admiraban a
músicos cubanos como Celia Cruz, Daniel Santos y La Sonora
Matancera; y se sabían de memoria las letras de los tangos y una
buena parte del vocabulario lunfardo.29 Los camajanes fueron
un grupo de hombres jóvenes que desarrollaron en Medellín,
durante las décadas de 1950 y 1960, un original estilo mascu-
lino que se “caracterizó por su manera extravagante de vestir”
(Filipo, 1983, citado por Villa, 1991). Se les veía con frecuencia

29 Las historias acerca de los camajanes las narraron don Ruman, quien llegó a
vivir al barrio a mediados de los años cincuenta y es el propietario de uno de
los bares, y don Andrés, antiguo residente y dueño de una de las farmacias
del barrio. Don Ruman le contó estas historias a Sebastián, un vecino del
barrio, líder juvenil y hoy estudiante de sociología, quien ha sido mi asistente
de investigación desde 1997.
20 / Antropología del recuerdo y el olvido

en el bar Medellín y en el bar Baliska del barrio Antioquia, o


en sus casas, escuchando música, fumando marihuana y ha-
blando en un peculiar idioma que mezclaba letras de tangos y
palabras en inglés, rico en metáforas, giros del léxico y recursos
eufemísticos (Villa, 1991).30
Este grupo se distinguió por su modo de comunicarse, su
jerga, manierismo y forma de vestir. Es más, los camajanes
transformaron su particular estilo en una respuesta cultural en
contra de la exclusión y en un código lingüístico que permitía
una comunicación secreta. Villa lo describe como un lenguaje
del encubrimiento: una forma de comunicarse secretamente
por medio del uso de señas, gestos y palabras que no tienen
sentido ni significado para los demás. En el barrio Antioquia,
los camajanes se formaron en medio de las letras de los tangos
y de la cultura subterránea de un barrio marginado que vibraba
con estos ritmos. Un número cada vez mayor de personas del
barrio habían estado viajando a los Estados Unidos desde co-
mienzos de los años sesenta para poner en práctica sus destrezas
como ladrones y carteristas: “Porque en el barrio había muy
buenos ladrones; no es bueno decir esto, pero había excelentes
ladrones”(Relato de don Andrés, el boticario).
Debido a esta familiarización con la cultura norteamericana, los
camajanes incorporaron términos del inglés a su lenguaje social.
Los viajes a los Estados Unidos empezaron en el barrio con
los “galofardos”, un grupo de ladrones refinados, altamente ca-
lificados, que adoptaron el estilo de los camajanes y crearon una
eficaz red de cosquilleros —ladrones tan hábiles que robaban la
billetera de sus víctimas sin que éstas lo notaran— que viajaban

30 Los vocablos en inglés eran incorporados y alterados en su significado, en su


escritura o en su pronunciación (v. gr., “bisnes” por “business” —negocio—).
Las transformaciones del léxico ocurrían por adición (v. gr., “yo-landa” para
referirse a “yo”); por permutación (v. gr., “teus” por “usted”) y por substitución
(v. gr., “Metrallo” por “Medellín”). Los recursos eufemísticos eran usados a
través de la manipulación de sonidos similares para conferir significados
diferentes (v. gr., “mafo” por “mafioso”), el uso de diminutivos o superlativos
para cambiar el significado de una palabra y el uso de expresiones para
reforzar la pertenencia exclusiva a una comunidad lingüística (Villa, 1991).
Historias locales bajo una luz nacional / 21

a grandes ciudades como Nueva York, Caracas y Panamá (Salazar,


2001). Los “galofardos” forjaron su lenguaje, su indumentaria y
sus pasiones musicales en un estilo característico:

Allí, en la Santísima Trinidad, se formó el gremio de los llamados


galofardos —hombres apasionados por la música antillana y el tango,
guapos que morían en pleitos de amor y de honor. Hablamos de
tiempos en los que matar y morir tenían una dosis de dignidad, don-
de los duelos se iniciaban en pie de igualdad, no se le daba a nadie
por detrás y los cuchillos se movían en una esgrima con cadencia y
ritmo, anuncio de la sangre (Salazar, 2001:49).

Hacia la década del setenta el estilo camaján se había


desvanecido, pero muchos de sus recursos expresivos y de sus
construcciones lingüísticas se habían recreado y transformado
en nuevos estilos, como el de los hippies y el de los “traquetos”,
aquellos que viajaban a los Estados Unidos a detectar y abrir
mercados para el tráfico de cocaína.31 Los más conocidos galo-
fardos del barrio Antioquia, como Darío Pestañas, fueron pio-
neros del tráfico de cocaína y del uso de aeronaves ligeras para
este fin (Salazar, 2001). Inicialmente transportaban marihuana
en sus maletas y luego, cuando vieron la demanda de cocaína,
se pasaron a este negocio más lucrativo: “Pablo [Escobar] hablaba
de Pestañas como camaján fino, bien vestido, con trajes verdes
y corbatas verdes claras o blancas y medias blancas. Había
sido un lavador de carros que se convirtió en activo atracador.
Aunque se hizo rico, conservaba la cadencia y el ritmo de los
camajanes y la guapura de los que han sido criados en la vida
dura del arrabal” (Salazar, 2001:51).

31 Denominar “traquetos” a estos intermediarios es un ejemplo del uso y trans-


formación de vocablos ingleses. La raíz inglesa es to track (rastrear), y aquí el
verbo es transformado en un sustantivo que nombra a una persona encargada
de descubrir posibles clientes y mercados; más aún, el sonido de la palabra
es similar al que producen armas de fuego como la ametralladora ligera y
el rifle G3 cuando se cargan. El término también es usado como un verbo,
“traquetear”, que significa mover, agitar, sacudir (Villa, 1991; Castañeda y
Henao, 1996).
22 / Antropología del recuerdo y el olvido

La consolidación del barrio Antioquia como mercado de


la droga de Medellín se fortaleció en la década del sesenta,
cuando se incrementó el consumo de marihuana y la influencia
de normas culturales cambiantes se propagó entre los jóvenes de
todas las clases sociales.
Durante estos años, Antioquia fue la región que más cam-
pesinos expulsó de sus áreas rurales (Oquist, 1980), y la que
había sido alguna vez su vigorosa industria textil afrontó una
recesión económica debida al fracaso del modelo de industria-
lización por substitución de importaciones.32 Medellín estaba
padeciendo profundas transformaciones físicas, demográficas y
culturales. Entre 1960 y 1970, el 50% de los nuevos habitantes
de Medellín vivía en asentamientos ilegales que se habían di-
seminado por las colinas a los pies de las montañas. La ciudad
había agotado su capacidad física de expandirse debido a las
condiciones geográficas y, por consiguiente, las gentes se esta-
blecían en nuevos barrios en zonas de alto riesgo que carecían
de servicios públicos básicos y medios de transporte. La crisis
en estos años no se limitaba sólo a la economía tradicional y el
desempleo, también era una crisis urbana, pues la ciudad había
más que triplicado su población en menos de dos décadas.33
Mientras los nuevos habitantes de la ciudad tenían que recu-
rrir a una solución no legalizada de vivienda, las autoridades
citadinas eran incapaces de planear intervenciones urbanas
adecuadas. Poco a poco se modificaron los límites del períme-
tro urbano para incluir los nuevos asentamientos y empezaron
a solucionarse las necesidades básicas de los barrios —como
agua, electricidad o escuelas primarias—.
Un evento que evidenció los cambios que tenían lugar en
una región tradicionalmente dominada por la moral conserva-
dora y católica de la elite dirigente, fue la realización, en 1971,

32 Este modelo evaluó el “deterioro histórico de los términos de comercio contra


mercancías primarias de los países de la periferia”. El modelo recomendaba
el fortalecimiento de las industrias nacionales para manufacturar mercancías
que antes eran importadas (Escobar, 1995:80-81).
33 En 1951, Medellín tenía 358.189 habitantes; en 1964, 772.887; y en 1973,
1.071.252 (Jaramillo, Ceballos y Villa, 1998).
Historias locales bajo una luz nacional / 23

del Festival de Rock de Ancón. Se trataba de una versión local del


Festival de Woodstock y atrajo a miles de jóvenes de todo el país
al Parque de Ancón, ubicado cerca de Medellín. En el curso de
tres días, una gran cantidad de jóvenes que gritaban “versos
de paz” y desafiaban los valores sociales imperantes y la doble
moral de la cultura dominante con relación al sexo, la religión
y la ética, consumieron abiertamente marihuana y otras drogas
psicoactivas. Para los jóvenes que asistieron al festival, fumar
marihuana era un descubrimiento reciente, que marcaba una
tendencia. En ese punto, sin embargo, la gente del barrio An-
tioquia tenía un historial que se remontaba a los años cuarenta
y cincuenta, cuando el barrio era visto como el lugar de vicio de
bandidos y marginales (Strong, 1995). Muchas de las personas
del barrio Antioquia no fueron al Festival de Ancón a bailar,
cantar o fumar, sino a aprovechar la oportunidad de vender
marihuana abiertamente.
Al finalizar los tres días de rock, Medellín era un alboroto:
la plaza de toros se volvió una cárcel temporal para los erran-
tes participantes del concierto y el alcalde de la ciudad fue
obligado a dimitir porque “les entregó la ciudad para que le
abofetearan el rostro, la vistieran de loca, la revolcaran en el
fango y la ultrajaran entre carcajadas, alaridos y muecas ridículas
de inocencia”.34
Las tensiones avivadas por este acontecimiento indicaban
el debilitamiento de un modelo hegemónico de control social
y moral impuesto por la elite y la Iglesia durante la primera
mitad del siglo, y anunciaban la influencia que tendrían los
estilos de vida libertarios y las ideas de modernización en la
sociedad de Medellín en la década del setenta (Jaramillo y
otros, 1998). A nivel regional, la intervención de los Estados
Unidos en los asuntos nacionales se sintió con fuerza durante
esos años, cuando el temor de más “revoluciones cubanas” en-
dureció la mentalidad de la Guerra Fría y el desarrollismo, que
dominaban la agenda política y social de los Estados Unidos en

34 El padre Fernando Gómez hablando en su programa de radio, “La hora


católica” (citado en Nieto, 1993:11).
24 / Antropología del recuerdo y el olvido

Latinoamérica. Como parte de su estrategia “social”, los Estados


Unidos se comprometieron con la “Alianza para el Progreso”,
que promovía programas de desarrollo en las áreas de vivien-
da social, expansión de tecnología y desarrollo comunitario
por medio de la financiación de infraestructura y el envío de
Cuerpos de Paz a zonas pobres y aisladas. En Medellín, el sitio
escogido para las acciones desarrollistas de éstos fue el barrio
Antioquia. Su presencia fue recibida con una mezcla ambivalente
de sentimientos en el barrio y en todo el país. Mientras algunos
acogieron el hecho de que se involucraran en el establecimiento
de una “residencia social”, el control de ratas y enfermedades en
el barrio, y la organización de eventos deportivos y campañas
de salud, otros, como don Ruman, recelaban del objeto de su
misión y veían su presencia como la “infiltración encubierta de
organismos antidrogas como la DEA y la CIA”. En este senti-
do, Arango y Child (1984) han argumentado que la presencia
de los Cuerpos de Paz en muchas zonas del país condujo a la
expansión del consumo de marihuana, facilitó los contactos
entre los traficantes de droga norteamericanos y los locales, y el
aprendizaje de nuevas formas de refinar y utilizar la cocaína. En
esos años se consolidó la conexión entre las gentes del barrio
con la economía local de la droga y con el tráfico de drogas en
los Estados Unidos.

Viajes y viajeros: los años setenta

Los Mejía, una familia de cinco hermanos, son recordados en


el barrio Antioquia como los pioneros del “negocio” y de los
“cruces” con los Estados Unidos. Crecieron en condiciones de
mucha pobreza en el barrio y llegaron a ser muy ricos, pero
nunca olvidaron sus “orígenes”. Su negocio con “la blanca”
(cocaína) floreció luego de unos cuantos viajes a la USA.35
Tras su regreso al barrio, se los veía con frecuencia manejando

35 Localmente, la expresión usada para referirse a los Estados Unidos es “la


USA”.
Historias locales bajo una luz nacional / 25

elegantes carros nuevos y vistiendo ropas costosas y especta-


culares. Se mudaron a El Poblado, un tradicional y exclusivo
barrio de clase alta, que sufrió una profunda transformación
durante los años setenta y ochenta, cuando se convirtió en el
lugar de residencia de muchos traficantes de droga: “Luego,
como si se tratara de cierta retaliación social, los hijos de las
putas, que la ciudad había aventado al barrio periférico, en su
condición de nuevos ricos se trasladaron al exclusivo barrio El
Poblado, que se ganó por un tiempo el nombre de Altos de la
Santísima Trinidad” (Salazar, 2001:51).
No obstante, la lealtad de los Mejía al barrio permaneció in-
tacta y con frecuencia se los veía en el bar Baliska, haciendo sus
negocios, bebiendo y ayudando a cualquiera que lo necesitara.
Debido a sus influencias de tipo camaján y malevo, combinaban
su capacidad de correr riesgos, pelear y evadir a las autoridades
con un espíritu de delincuencia social, que asumía la protección
de los pobres como deber fundamental (Jaramillo, 1994). La
tradición de Año Nuevo era reunir dinero, comprar un cerdo
para la cuadra, matarlo y asarlo en un fogón abierto en medio
de la calle, mientras la gente se emborrachaba y bailaba. Los
Mejía proporcionaban los cerdos a los menos favorecidos y
ayudaban a cualquiera que lo necesitara. Doña Irma36 recuerda
que los Mejía entraron al negocio gracias a los temidos Matías
(los hermanos conservadores), quienes tenían las conexiones
políticas y conocían la burocracia gubernamental, lo que les
permitía establecer relaciones y lazos con los carteles de la droga
de los Estados Unidos. Parecidos lazos familiares y barriales
permitirían surgir y establecerse a muchos otros capos de la
droga locales y nacionales.37

36 Los padres de doña Irma también fueron una de las primeras familias que
llegaron al barrio. Doña Irma nació allí y ha mantenido un contacto cercano
con muchas personas, a raíz de sus servicios como costurera.
37 Ha habido una alianza cercana entre el tráfico de droga y la política. Mientras
estructuras tradicionales como la familia y el vecindario proveen la red de
lealtad y compromiso necesaria para poner en circulación la droga, las alianzas
políticas suministran los lazos y abren las puertas requeridas para mover la
droga sin ser atrapado.
26 / Antropología del recuerdo y el olvido

Durante una sesión que dirigí con un grupo de mujeres que


tenían entre treinta y cuarenta años, el nombre y la ubicación
del bar Andaluz, uno de los principales lugares de reunión
de los mafiosos, trajo de vuelta memorias vivas de los Mejía.
Trinidad y las demás recordaron el final de los años sesenta y
el principio de los setenta, cuando los mafiosos se apoderaron
del bar, y el mambo, el bolero y el son fueron reemplazados
por los acelerados sonidos urbanos de la salsa de Puerto Rico
y Nueva York:

Trinidad: Éste es El Andaluz (¡Ay, El Andaluz!, exclama otra desde


atrás).
Todas nos veníamos por allí.
Hilda: ¡Ay! Había unos bizcochos, los mafiosos.
Todas: ¡Ave María! ¡Ay, la mafia!… [risas y comentarios entre
ellas].
Pilar: Cuenten esa historia. Parece que también hay muchas historias
por el lado del Andaluz.
Trinidad: Por aquí es El Andaluz. Éste era El Andaluz. Éste tenía
puerta aquí, acá otra esquinera [le indican varios]. Así dizque eran
los Gómez, los Carreros... Entonces aquí era una ventana... [varias
mujeres hablan al tiempo y se ríen].
Pilar: A ver, un momentico, para poder escuchar las historias...
Trinidad: ¡Ay, que había unos bizcochos! Entonces aquí, en El Anda-
luz, jugaban cartas, billar, jugaban dominó, entonces aquí era una
flota de taxis, era la flota Andaluz. ¡Ay, pero miren que ese carro tan
pispo [refiriéndose al dibujo, risas] era un Chevrolet! Un modelo
antiguo. Sí, porque es que los taxis…
Trinidad: […] Los taxis no eran como los de ahora; eran muy
grandes, de ocho puestos y de esos que eran como puntudos y con
cachitos, así… Todavía se ven mucho, en la cuadra mía parquean
uno… Finísimos esos carros. Por aquí las chicas, por toda la 25 (y
ella era la que más andaba en la calle), se iban a mirar hombres. A
mirar a los Mejía, a los Gómez, al finado.
Pilar: ¿Quiénes iban, eran de acá del barrio o venían de afuera?
Hilda: No, eran todos de aquí del barrio, pero eran los mafiosos, los pri-
meros que habían ido a los Estados Unidos. Entonces, de ahí empezaron
a hacer negocios para irse a los Estados Unidos, y les empezó a ir bien,
se iban y regresaban llenos de bambas, carro bonito, y entonces, pues
Historias locales bajo una luz nacional / 27

las mujeres del barrio eran [¿éramos?] [risas] muy bonitas en esa época.
Entonces, ¡pero a mí no me tocó mafioso! Yo apenas miraba (risas).
¡Ah!, ¡y Édgar! Esos hombres se paraban con ese poco de muchachas y
los negocios los hacían aquí. [Taller de memoria, grupo de mujeres del
Centro de Capacitación del barrio Antioquia, 13 de junio de 1997].

El rápido incremento del negocio de la cocaína y la legen-


daria tenacidad de Griselda Blanco, quien creció en el barrio y
antes fue prostituta, pronto opacó la fama de los Mejía. Griselda
viajó a los Estados Unidos como una de las muchas carteristas
que dejaron el barrio para buscar suerte en el norte. Amiga de
los Mejía, se radicó en Queens y más tarde se mudó a Miami.
Hacia 1979, era la más célebre contrabandista de cocaína de los
Estados Unidos. Conocida como la “Abuela”, la “Viuda Negra”
o la “Reina de la Coca”, Griselda encabezaba una fuerte orga-
nización de tráfico de cocaína y fue la persona que introdujo a
Pablo Escobar38 en las más altas esferas del tráfico de cocaína
y en el negocio de la guerra (Gugliotta y Leen, 1989; Salazar,
2001). Alcanzó éxito operando su organización como una fa-
milia, por medio del establecimiento de una red de mujeres,
particularmente viudas, que viajaban desde Colombia hasta
los Estados Unidos llevando cocaína en ropa interior diseñada
a la usanza, y por su despiadada práctica de eliminar socios,
esposos y enemigos (Mermelstein, 1990; Salazar 2001).
En la década del setenta empezó el boom de las “mulas”39
y hoy muchos en el barrio afirman que ha habido por lo menos

38 Pablo Escobar se convirtió en una de las personas más ricas del mundo como
resultado de su participación y del control de un rentable negocio de tráfico
de cocaína. Escobar fue el líder indiscutible del cartel de Medellín y por un
breve periodo, a principios de 1980, congresista suplente. Fue expulsado en
1983, luego de un acalorado debate en el Senado con el ministro de justicia,
Rodrigo Lara Bonilla, en el que se alegaba sobre la corrupción del Congreso
por parte de la industria ilegal de la droga. Lara Bonilla fue asesinado por
orden de Pablo Escobar en 1984. Para una perceptiva y documentada biografía
de Escobar, véase el libro de Alonso Salazar, (2001).
39 Las “mulas” son aquellas que transportan individualmente pequeñas canti-
dades de droga.
28 / Antropología del recuerdo y el olvido

una “mula” de cada calle del barrio: “No hay una cuadra aquí
de la cual no se haya ido alguien a la USA, incluso si está en-
canado” (Giraldo, 1994).
Otros van más lejos y afirman convincentemente que
desde esos años “casi medio barrio” ha viajado a los Estados
Unidos. Doña Cecilia, Teresa, Ofelia y doña Irma, hoy abuelas,
crecieron con Griselda. A todas se les ofreció una oportunidad
semejante:

Doña Amparo: Buscaban sus mulas para que les hicieran el tal via-
jecito y se ganaban tanta plata y el que quería se quedaba por allá,
era fácil porque nadie los requisaba y mucha gente se fue. Yo no lo
hice porque mi amá no me dejó, o si no lo hubiera hecho y tendría
un poco de plata; aún después de casados me volvieron y me dijeron.
A uno le decían: ‘Vea, váyase que le pagamos tanto por un viaje’. La
gente se iba [...]. Aquí vino un señor y me dijo: ‘Yo sé que ustedes
están muy mal, váyase’. Yo estuve tentada a irme.

Después de enriquecerse, Griselda era vista con frecuen-


cia en el barrio, visitando parientes y amigos o concertando
negocios. Su mito creció con los años, localmente como una
verraca exitosa, e internacionalmente como una criminal te-
mible. Griselda se hizo famosa por sus “prácticas despiadadas
y violentas” y por su papel en las guerras de la cocaína en el
Miami de los años setenta. Fue comparada con Ma’ Barker, una
gángster americana de los años de la Depresión, quien dirigió
lo que fue literalmente una familia del crimen organizado. El
juez federal de los Estados Unidos que condenó a Griselda y
a sus tres primeros hijos a muchos años de prisión dijo: “Si
alguna vez hubo un caso, distinto del caso de Ma’ Barker, que
en verdad haya demostrado lo que no debería ser la influencia
materna, es éste. […] Esto es lo más increíble que he visto”
(Eddy, Sabogal y Walden, 1988:61).
Durante los años setenta no sólo los vivos regresaban de “la
USA”. La gente del barrio Antioquia se agolpaba en las puertas
de las casas en un intento por ver los cuerpos en ataúdes traídos
de los Estados Unidos. Fue entonces cuando empezó la “moda
Historias locales bajo una luz nacional / 29

de traer los cadáveres” de aquellos que eran asesinados en los


Estados Unidos. Gabriela, la primera muerta que llegó, estaba
ataviada con un vestido de seda color marfil con elaborados
encajes hechos a mano y que hacía juego con los zapatos en
seda marfil. Mujeres, hombres y niños se reunieron alrededor
de su ataúd para admirar su belleza y la suntuosidad de su
vestido y su féretro.

Hilda: Uno de los escándalos que hubo en el barrio Antioquia fue con
la primera persona que trajeron muerta de los Estados Unidos; era
una muchacha muy linda ella y que vivía en toda la 25. Todo el barrio
Antioquia se fue para allá y desde ahí cogieron la moda de traer los
cadáveres de los Estados Unidos. Y el primer hombre que trajeron
fue el difunto Pestañita, el esposo de Griselda Blanco, y cogieron la
moda de traer los muertos de los Estados Unidos. Estos fueron los
primeros que marcaron la pauta. (Taller con un grupo de mujeres
que participaron en un curso de costura industrial en el Centro de
Capacitación del barrio Antioquia, 16 de agosto de 1997).

A lo largo de los años setenta y ochenta el barrio constituyó


el sitio por excelencia para la actividad comunitaria y para la
construcción de redes sociales de comunicación, solidaridad,
autoayuda e intercambio (Riaño, 1996).40 Un sentido de comu-
nidad se había desarrollado entre las masas de pobres urbanos,
que no podían hallar lazos significativos con una ciudad que se-
guía excluyéndolos (Riaño, 1998, 1998a; Riaño Alcalá, 1991b).
Precisamente de estas redes sociales informales, construidas
a partir de unidades como la cuadra, la familia extensa o los
grupos de amigos de la infancia, se apropiaron los capos locales
para construir su red de apoyo y trabajo.41 El barrio Antioquia

40 La caracterización del barrio como lugar sociocultural está documentada


para muchas comunidades en América Latina. Véanse Arturo (1994); Martín
Barbero (1993); Riaño Alcalá (1991a, 1991b); Vargas (1985).
41 Thoumi (1995:237) explica la necesidad que tiene la economía de la droga
de desarrollar estas redes: “La industria ilegal de la droga necesita desarrollar
redes clandestinas para obtener insumos para la manufactura de la droga;
proteger productos almacenados, laboratorios y cargamentos; defender a sus
30 / Antropología del recuerdo y el olvido

abastecía varios de estos enlaces: en el nivel más bajo de la


jerarquía estaban las mulas, quienes transportaban pequeñas
cantidades de droga; luego estaban las bandas juveniles de
sicarios; las bandas intermediarias con enlaces directos a las
oficinas, y aquellos individuos que actuaban como lazo entre
el contratador de servicios y las bandas.
Hacia finales de la década, treinta compañías regionales
de textiles afrontaron su peor crisis financiera, mientras que
la tasa de desempleo de Medellín aumentó a un ritmo más
acelerado que la del resto del país. Éste fue el periodo en que
se afianzó una economía de la droga basada en el tráfico de
cocaína (Salazar y Jaramillo, 1994).
La industria de la droga se enraizó en la costumbre regional
del contrabando que se remonta a las actividades mineras y al co-
mercio con oro del siglo XIX y que ha persistido hasta hoy con
el contrabando de cigarrillos, licor y equipos de sonido pro-
venientes de los Estados Unidos y Panamá, y, desde principios
de los años setenta, con el tráfico de marihuana (Betancourt
y García, 1994).
La proximidad del barrio Antioquia al aeropuerto de la
ciudad lo convertía en un sitio estratégico para contrabandear
y traficar. La industria de la cocaína estaba en auge y los co-
lombianos se habían establecido en Miami y Queens (Nueva
York).
Tanto en el plano local como en el nacional, en estos años
se dio una influencia generalizada de las teorías marxistas y
las políticas de izquierda en los movimientos sociales, la clase
obrera, los estudiantes y la organización de grupos y activida-
des de base en el barrio. En el ámbito nacional, las políticas
de izquierda y los ideales revolucionarios marcaron a toda una
generación, que se adhirió a una variedad de partidos políticos
y movimientos guerrilleros revolucionarios. Aunque la mayoría

miembros del sistema judicial; lavar dinero y proteger la riqueza acumulada.


[...] Además, la propensión de la industria de la droga a intimidar y usar la
violencia acrecienta aún más su capacidad para enlistar el personal necesario
para cumplir sus objetivos”.
Historias locales bajo una luz nacional / 31

de los barrios pobres de las comunas42 de Medellín se involucraron


activamente con la política izquierdista y recibieron la influen-
cia radical del movimiento de la teología de la liberación, el
barrio Antioquia nunca se vio afectado por estas influencias.
Estas organizaciones, en una paradójica semejanza con la elite
antioqueña, evitaban lugares que estuvieran asociados con el
mundo subterráneo o el lumpen, a quienes consideraban inca-
paces de desarrollar una conciencia de clase.

Una perturbadora imagen de la juventud:


las décadas de 1980 y 1990

Hacia 1980, los capos de la droga de Medellín estaban bien


establecidos y sus negocios prosperaban. El barrio, como uni-
dad sociocultural y eje de relaciones dinámicas de vecindad
(amistad y parentesco), se convertiría en la fundación ideal sobre
la cual construir una amplia base de apoyo para los carteles de la
droga. Gente joven, golpeada duramente por el desempleo,43
fue atraída a estas actividades; su organización informal en
grupos denominados parches (redes de jóvenes asociados con
un territorio definido, que comparten actividades recreativas,
sociales y estilos de consumo) y combos (grupos informales de
jóvenes con una membresía definida y marcados límites terri-

42 Medellín está dividida en seis zonas urbanas y dieciséis comunas (ver mapa n° 3).
Una zona incluye un área de numerosos barrios de varios niveles sociales
y económicos. Una comuna es una división de la zona que incluye barrios
de similares niveles sociales y económicos (Secretaría de Bienestar Social,
1996).
43 Esta generación de jóvenes enfrentaba los efectos de una crisis industrial y
económica regional, un mercado laboral más competitivo y falta de opor-
tunidades económicas que hicieron crecer la tasa de desempleo a un ritmo
más acelerado que en cualquier otro lugar del país. Entre 1986 y 1992, en
Medellín, el 70% de los desempleados tenían menos de veintinueve años. La
gente joven soportaba no sólo el peso de las más altas tasas de desempleo, sino
también una menor participación en la fuerza de trabajo (37% en contraste
con un 55% de participación de la población mayor de 30 años) (Consejería
Presidencial y EAFIT, 1995).
32 / Antropología del recuerdo y el olvido

toriales, cuyos miembros comparten actividades sociales y


ocasionales delitos menores) se transformaron en estructuras
funcionales al interior de la compleja red y el funcionamiento
de la economía de la droga. La transformación de la figura del
típico sujeto violento en alguien de rostro joven la explica Ortiz
(1991) como originada a partir de dos tipos de organizaciones.
El primero de estos grupos es el del tipo guerrilla, que usó la
violencia con propósitos políticos o “revolucionarios” y ha diri-
gido un permanente trabajo político en los barrios populares
desde su asentamiento inicial. El segundo tipo fueron las orga-
nizaciones del narcotráfico, que reclutaron jóvenes. Los jóvenes
encontraron ambos tipos de organizaciones inmensamente
atractivas por la oportunidad de aprender a usar armas de fuego
y recibir entrenamiento militar —en el caso de la guerrilla— y
por la posibilidad del reconocimiento social y la mejora de su
estatus económico.
Para los jóvenes marginados, las bandas y las actividades
criminales se convirtieron en una opción atractiva que prometía
dinero y prestigio. En el transcurso de menos de cinco años
(1985-1990), se reportó la existencia de 150 bandas barriales
en Medellín, 30% de las cuales tenían vínculos directos con el
cartel (Salazar y Jaramillo, 1994).44 La presencia del negocio de
la cocaína impulsó a los jóvenes a involucrarse en actividades
criminales, especialmente como sicarios. Por toda la ciudad,
en barrios pobres, de clase media y alta, hombres y mujeres,
jóvenes y viejos se unieron a las redes de la economía de la
droga y obedecieron las directrices de jefes que, por primera
vez, eran de origen popular.
La leyenda de Pablo Escobar, quien creció pobre en Envi-

44 Estas bandas no estaban uniformemente distribuidas. Así, en la zona no-


roriental, una de las más pobres y populosas de Medellín, había ochenta y
siete bandas, mientras en la zona suroccidental, donde está ubicado el barrio
Antioquia, había sólo seis según informes del ejército y la policía. El escaso
número de bandas en esta zona se corresponde con la mezcla de orígenes
—residencial, industrial y en su mayoría clase media— de los barrios locali-
zados allí. El verdadero número de estos grupos era probablemente mayor
puesto que muchas no fueron registradas (Salazar y Jaramillo, 1994).
Historias locales bajo una luz nacional / 33

gado, a hora y media del barrio Antioquia, se esparció por la


ciudad, el país y el mundo. Don Pablo, al igual que los Mejía,
nunca olvidó sus orígenes ni la lealtad con su gente. Dio dinero
generosamente y construyó proyectos de vivienda social y obras
deportivas, y hasta el día de hoy es recordado y reverenciado
por los suyos. La Quica, Popeye y La Chirusa, algunos de los
lugartenientes de don Pablo, visitaban con frecuencia el barrio
Antioquia para hacer negocios, intercambiar socialmente o
emplear algún pela’o para hacer un mandado o encargarse de
algún asunto pendiente.
Hacia mediados de los ochenta, los habitantes del barrio
Antioquia podían diferenciar las bandas de apartamenteros
(bandas semiorganizadas de ladrones de casas) de otras más
consolidadas y “de mayor vuelo”, como El Coco y El Baliska,
que tenían nexos con las oficinas del cartel de la droga (ver
mapa n°5).45 La organización del cartel de la droga requería
“limpieza”, de manera que la delincuencia común, el exceso
de consumo de droga y la mendicidad eran vistas como una
interferencia en sus actividades. Los pela’os que deseaban unír-
seles debían “mostrar sus seriedad” (dejando de cometer delitos
menores y manteniendo bajo control el consumo de droga),
mientras que bandas como Los Chinos, en el barrio Antioquia,
conformada por pequeños bandidos y ladronzuelos, fueron
desmanteladas y se convirtieron en víctimas de las actividades de
“limpieza social”.46

45 Las “oficinas” estaban formadas por bandas organizadas que eran interme-
diarias directas de los capos de la droga y atendían sus solicitudes de servicios
(transporte, secuestro, asesinato, limpieza social, etc.) por medio del reclu-
tamiento o la contratación de la delincuencia local y las bandas juveniles.
Mientras las bandas juveniles de sicarios emergieron en los barrios pobres
de Medellín, las oficinas surgieron en los vecindarios de clase obrera, como
Aranjuez, en la zona nororiental (Daza, 2001).
46 Las actividades de limpieza social eran llevadas a cabo por escuadrones de vigilantes
quienes, en su mayoría, obedecían órdenes de “las oficinas” y se encargaban de
“limpiar” (por medio de homicidios, amenazas y desplazamiento) los barrios afec-
tados por el robo, el consumo de droga y los actos violentos de las bandas juveniles
de atracadores. A finales de 1980, “las oficinas” dominaban casi en su totalidad el
mercado del control del “orden público” en los barrios (Daza, 2001).
34 / Antropología del recuerdo y el olvido

Obsesionados con sueños de dinero, con la imagen y el poder


que les conferían las armas de fuego, con el ritmo de una “vida
rápida” y el halago de un consumismo conspicuo, los jóvenes del
barrio Antioquia, como otros miles a todo lo ancho de la ciudad,
convirtieron el homicidio, la violencia y el control territorial en
actividades diarias. Muchos jóvenes se volvieron sicarios o se
involucraron en otras prácticas afines. El asesinato de destacados
políticos de izquierda y derecha, de jueces, ministros y activistas
proliferó en el país, y con esas muertes, la imagen del sicario
terminó asociada a la de un hombre joven. Esta imagen de un
muchacho desposeído de afinidades ideológicas y pagado con
dineros privados para eliminar a alguien ilustra la magnitud
de la crisis social que tenía lugar en el país. La justicia privada
y la venganza se tornaron, además, los medios legítimos para
solucionar conflictos en cualquier ámbito o esfera de la socie-
dad. Al mismo tiempo, se menoscabó aún más la credibilidad
del sistema formal de justicia estatal.
Los sicarios se transformaron en mercancías cuyo valor esta-
ba determinado por un mercado creciente de oferta y demanda.
No sólo eran usados por los carteles de la droga, sino también
por empresarios que temían ser secuestrados, ganaderos y
hacendados que enfrentaban riesgos económicos, y políticos
y militares amenazados. Estos grupos mantenían un mercado
abierto para los jóvenes pues demandaban “profesionalismo”
y precisión en sus actividades (Ortiz, 1991). Hay continuidades
históricas importantes entre el proceso que sostuvo a los “pá-
jaros” durante la Violencia de los años cincuenta y los sicarios
posteriores a los ochenta. Durante los cincuenta, los “pájaros”
eran contratados por individuos poderosos que tenían el interés
político o económico de exterminar a sus enemigos. Las auto-
ridades conservadoras y la Iglesia “respaldaban secretamente”
sus acciones (Betancur y García, 1994). En los años setenta,
este modelo de homicidio fue adoptado por terratenientes y
hacendados en las regiones del sur y el noreste del país para de-
bilitar los movimientos campesinos, indígenas y sindicalistas en
expansión (Betancur y García, 1994). En las acciones dirigidas
por estos violentos actores sociales, el exterminio, la justicia y
Historias locales bajo una luz nacional / 35

la venganza representaban un asunto de decisión individual o


privada; más aún, el establecimiento de fronteras espaciales pasó
a ser un medio para controlar, privatizar y delimitar territorios
de miedo (Sánchez, 2000; Ortiz, 1991; Villa, 1999).47
La fuerte influencia que el narcotráfico habría de tener en
la cultura empezó a manifestarse en toda la ciudad. El contacto
con los Estados Unidos intensificó el deseo de la gente de exhi-
bir accesorios de oro, carros, equipos electrónicos y otros ítems
de notorio consumismo. Al mismo tiempo, el funcionamiento
organizacional y la vida social de la mafia local se arraigaron
profundamente en la cultura antioqueña. Paradójicamente,
el flujo de dinero promovió un regreso a los viejos valores y
comportamientos rurales que estaban a punto de extinguirse.
La propiedad de inmuebles en las áreas rurales, la devoción
a la imagen de la Virgen María, una pasión por los caballos y
el valor de la palabra empeñada fueron algunas de las mani-
festaciones que resurgieron de este retorno (Arango, 1988).
Aquellos del barrio que tuvieron éxito en “la USA” remodelaron
sus casas, añadiéndoles más pisos, e instalando ventanas, rejas
y puertas de aluminio. La fachada de sus casas fue decorada
con piedras jaspeadas y mármol, columnas entorchadas y
fuentes. Equipos de sonido gigantescos, que más tarde fueron
los amplificadores del barrio, y ornamentos bañados en oro se
convirtieron en piezas decorativas esenciales. Quienes se fue-
ron a vivir a El Poblado, los patrones, también transformaron
sus residencias, gracias a lo cual expandieron el mercado de
muebles y antigüedades que había atendido tradicionalmente
a una reducida clientela.
En los primeros años de 1990, lo que estaba sucediendo
con las bandas juveniles en el barrio Antioquia no era muy

47 Ortiz señala cómo esta forma de violencia también fue empleada por ganaderos
de las regiones del Cauca, Córdoba y Sucre para exterminar o intimidar cam-
pesinos e indígenas que se estaban organizando para pelear por sus derechos.
Villa (2000) explica que la figura del sicario tiene sus orígenes en la guerra de
los esmeralderos de la década de 1970 en el departamento de Boyacá.
36 / Antropología del recuerdo y el olvido

diferente de lo que acontecía en los barrios de las comunas


del nororiente y centroriente de Medellín o en barrios vecinos,
como Santa Fe y el municipio de Envigado. El estereotipo y la
estigmatización de los jóvenes echaron raíces a medida que
estos se involucraban cada vez más en actividades violentas.
En la mentalidad nacional y regional, la comuna nororiental
se transformó en un “nido de sicarios” y la imagen de un joven se
equiparaba con el comportamiento violento. Para los jóvenes
del barrio Antioquia la discriminación y la exclusión eran
inherentes al hecho de haber crecido en un barrio estigmati-
zado como lugar de “la maldad”; no obstante, ahora el foco de
atención estaba puesto en su generación. Los efectos de esta
nueva onda se sintieron en términos de menos oportunidades
de trabajo y educación, y en una generalizada actitud negativa
hacia la juventud. Por otro lado, para estos jóvenes, la experiencia
de haber sido convertidos en estereotipo y excluidos funcionó
como un boomerang, contribuyendo aún más a la expansión de la
violencia juvenil (Ortiz, 1991) y al arraigo de una imagen cultu-
ral del sicario que, al igual que sus predecesores, el malevo y el
“guapo”, estaba obsesionado por el lucro, la rivalidad, la fama
y el control territorial (Villa, 2000).
En la carrera por el dinero y el reconocimiento, las esta-
dísticas de muerte y los perfiles de las víctimas cambiaron dramá-
ticamente a nivel local y nacional. Las víctimas de homicidio
pasaron a ser en su mayoría hombres jóvenes. En ciudades
como Cali, Bogotá y Barranquilla, el curso de la violencia si-
guió el mismo patrón de un aumento sustancial en la tasa de
muertes por armas de fuego y la concentración de víctimas en
un grupo demográfico específico (Camacho y Guzmán, 1990).
Hacia 1985, el homicidio se convirtió en la primera causa de
mortandad en el país, tendencia que persiste hoy en día.
En este tenso ambiente, el estigma del barrio Antioquia
como lugar maligno y violento permaneció intacto. Esta imagen
del barrio y de su juventud también sirvió para estereotipar
aún más a los colombianos en Norteamérica. Eddy, Sabogal y
Walden (1988: 29-30), periodistas norteamericanos, reprodu-
jeron tal percepción:
Historias locales bajo una luz nacional / 37

El barrio Antioquia es sin duda la zona más peligrosa de Medellín.


Declarado zona de tolerancia hace varias décadas y ubicado al lado
del viejo aeropuerto, el barrio Antioquia alberga prostitutas de ambos
sexos y gente desposeída de los más mínimos valores. Los perpetra-
dores de los crímenes más atroces de Medellín son casi siempre del
barrio Antioquia y fueron en su mayor parte inmigrantes de este
arrabal quienes estuvieron al servicio de las depravadas “Guerras
de la Cocaína” que se vivieron en Miami y Nueva York entre 1979 y
1982. Junto con el municipio de Itagüí, al sur de Medellín, el barrio
Antioquia es el cómodo puesto de reclutamiento de asesinos a suel-
do. Los clientes interesados en un “trabajito” pueden literalmente
pararse en cualquier esquina y contratar un asesino.

Congestiones callejeras

Las calles fueron el eje de vida en la década de 1980. Personajes


callejeros como el “Loco Azula” recorrían el barrio entero recogien-
do sobras de comida. “Alicia la galletera”, ataviada con vestidos
de colores y joyas de fantasía en manos, cuello y orejas, vendía sus
galletas a los niños que se divertían siguiéndola a todas partes. A
los niños se los podía encontrar en las pistas del aeropuerto, arro-
jándoles piedras a los aviones que despegaban, buscando comida
sobrante de los aviones, persiguiendo cometas o corriendo a toda
velocidad mientras el furgón de equipajes del aeropuerto los
ahuyentaba de sus terrenos. Se decía que de noche un caballo con
un jinete sin cabeza arrastraba unas pesadas cadenas y su trote
fantasmal se escuchaba en las casas. Entre los sonidos nocturnos
producidos por las animadas conversaciones, la salsa y el baile,
una mujer vestida de túnica blanca y en tacones altos repique-
teaba en las calles hasta que alcanzaba el poste de luz de la casa
de doña Chinca, y se desvanecía exactamente a medianoche. Las
procesiones de la Virgen del Carmen y de Pascua, y las celebra-
ciones de la noche de brujas y la Navidad eran acontecimientos
colectivos que reunían a todos en las calles. Chun, el jefe de la
banda de Los Chunes, recorría las calles observando todo y se
rumoraba que cuando vestía una chaqueta negra significaba que
habría un “chulo fijo” (una muerte anunciada).
38 / Antropología del recuerdo y el olvido

Chun fue el último en morir de una familia de tres herma-


nos. Tras la muerte de su hermano menor, el odio y la sed de
venganza se apoderaron de él. A finales de 1989, Los Chunes
se unieron a muchas otras bandas en un nuevo y muy lucrativo
negocio financiado por el cartel de la droga: el asesinato de
oficiales de policía. La muerte de los tres hermanos está ligada
a que estaban involucrados con esta actividad. A la banda de
Chun se la recuerda en el barrio Antioquia, además, por ser
la primera que cruzó la frontera ética que siempre respetaron
quienes los precedieron, esto es, que el barrio, sus festejos y
su gente estaban fuera de sus límites. Con la presencia de Los
Chunes, el barrio se convirtió en un escenario más apto para
el horror. Los Chunes alternaban sus trabajos fuera del barrio
con trabajos dentro de éste, e incluían hurto, asalto, homicidio y
el empleo de la violación como arma perversa para amenazar
a sus enemigos o saldar cuentas.48
Hasta mediados de 1980, el Cartel de Medellín había dis-
frutado de varios años de relativa libertad y tolerancia como
resultado de su directa penetración en todos los sectores de
la sociedad: gobierno, política, religión, deportes, ejército y
policía. Con la aprobación de las medidas que permitían la

48 El capítulo 4 examina la violencia sexual en el contexto local. La violencia


sexual y la violación son prácticas comunes entre los distintos grupos arma-
dos y, localmente, empleadas por muchas de las bandas juveniles y algunas
de las milicias urbanas. Un compendio de las diversas formas de violencia
contra las mujeres en el marco del conflicto armado colombiano lo presenta
la Organización de la Naciones Unidas en su Report of the Special Rapporteur
on Violence against Women (2001:1): “Las mujeres han sido raptadas por
hombres armados, detenidas por un tiempo en condiciones de esclavitud
sexual, violadas y obligadas a realizar labores domésticas. Las mujeres han
sido señaladas como blanco por ser las parientes del ‘otro’ bando. Luego
de ser violadas, algunas mujeres han sido sexualmente mutiladas, antes de
ser ultimadas. Además, las supervivientes explican cómo los paramilitares
llegan a un pueblo, controlan y aterrorizan completamente a la población, y
cometen abusos contra los derechos humanos con total impunidad. El Special
Rapporteur también destaca la experiencia particular de las combatientes
de las facciones guerreras, quienes padecen abuso sexual y violación de sus
derechos reproductivos y, finalmente, la espantosa situación que enfrentan
las mujeres desplazadas internamente”.
Historias locales bajo una luz nacional / 39

extradición de colombianos a los Estados Unidos, tomadas


por el presidente Belisario Betancourt luego del asesinato
del ministro de justicia, el cartel de la droga inició un gran
movimiento para desestabilizar al Estado. Sus maniobras
letales en contra de jueces, ministros, periodistas y políticos
provocaron una respuesta enérgica del gobierno nacional y
de las autoridades regionales. En agosto de 1989, el gobierno
inició la más fuerte ofensiva alguna vez emprendida contra el
Cartel de Medellín. El cartel de la droga respondió con actos
terroristas: poderosos carros bomba que destruyeron edificios y
mataron a cientos de personas, asesinatos de jueces y políticos
famosos, y secuestros.
En Antioquia, el ejército inició una ofensiva contra las ban-
das de sicarios como una manera de debilitar la base social del
cartel de la droga. Con este propósito legitimaron todo tipo de
acciones que eran ejecutadas en su mayoría por escuadrones de la
muerte:49 desapariciones, torturas, masacres, capturas colec-
tivas. Tan sólo en el mes de junio de 1990, fueron liquidados
150 jóvenes en 20 masacres distintas. A su turno, el cartel de

49 La Comisión de Estudios sobre la Violencia (1992:268) define el surgimiento


y desarrollo de los escuadrones de la muerte “como un reemplazo o una ex-
tensión, a través de las armas y la violencia, de las entidades gubernamentales
encargadas de administrar justicia y mantener el orden público […]. Estas
bandas dirigen sus actos de exterminio contra movimientos políticos y parti-
dos, líderes de oposición, sindicalistas y sectores que se presume simpatizan
con la guerrilla. También tienen en la mira los sectores marginales de la
sociedad, que supuestamente alimentan las formas de delincuencia que los
escuadrones tratan de erradicar con operaciones de limpieza en las grandes
ciudades”. Hay un ámbito de “legalidad” en sus acciones, otorgado por la
Ley 48 de 1968, que facultó al Ejército para organizar y suministrar armas
a grupos de civiles, llamados unidades de “autodefensa”. A finales de 1970,
los escuadrones de la muerte hicieron su aparición en la ciudad. Salazar y
Jaramillo (1994) describen tres clases de escuadrones de la muerte. Un es-
cuadrón parapolicial, que se concentraba en eliminar ladrones, bandidos y
secuestradores; un escuadrón de la mafia, dedicado a matar jueces, policías,
testigos y personas que interfirieran en sus actividades; y un tercer escuadrón,
conocido como la “Asociación pro Defensa de Medellín”, que se definía a sí mis-
mo como encargado de administrar castigo “a mano armada” a los criminales
y a los funcionarios del gobierno que no cumplían con sus deberes.
40 / Antropología del recuerdo y el olvido

la droga respondía matando oficiales de policía. En el barrio


Antioquia y en los barrios del noreste y sureste de Medellín
corrió el rumor de que se daría una recompensa de más de
dos millones de pesos por cada policía muerto. El mismo mes,
160 policías habían sido asesinados en la ciudad y el número
continuaba incrementándose (Semana, nº 426, 1990). La gente
joven del barrio Antioquia recuerda los de 1991 y 1992 como
los años de confrontación con la policía y los años en que el CAI
—Centro de Atención Inmediata, pequeña estación de policía
ubicada en el barrio— fue bombardeado en varias ocasiones:

Sandra: ¿Se acuerdan? Cerraban la subestación con los tanques.


Alicia: Cuando estaban matando tantos policías.
Juan: Iban muy mal… Y una bomba… Y pasaban manes y póngale
cuidado…
Y pasaban y, tran, “encendían” la estación.

Acciones similares tenían lugar en otras partes de la ciu-


dad y en las demás grandes ciudades del país. Finalmente, el
gobierno y las fuerzas políticas lo admitieron: Medellín estaba
en guerra. Sus residentes recuerdan los primeros seis meses de
1990 como los peores de su historia. Las bombas, los muertos,
los secuestros y la inseguridad cundieron en todas partes. La
ciudad fue militarizada, mientras se hacían allanamientos y
detenciones. El gobierno nacional trató de enfrentar la situa-
ción de crisis creando la Consejería Presidencial para Medellín,
una oficina encargada de asesorar al presidente en materia de
conflicto, paz y programas sociales para Medellín, tales como
la canalización de fondos nacionales e internacionales para el
desarrollo de infraestructura en las áreas más pobres de Mede-
llín y la generación de oportunidades económicas de empleo
para la juventud.
A nivel nacional, también éstos fueron años muy difíciles.
El país había presenciado casos de la peor violencia, en esta
ocasión caracterizada por los actos terroristas de los carteles
de la droga en su intento por ejercer una presión nacional en
contra de la aprobación de la ley de extradición. Crearon éstos
Historias locales bajo una luz nacional / 41

un clima de terror generalizado por medio del secuestro de


políticos y periodistas, y la explosión de poderosas bombas en
aviones, edificios, centros comerciales y calles. En contraste,
estos años también produjeron expresiones sociales pacíficas
con el surgimiento de un movimiento democrático y partici-
pativo que condujo a una nueva Constitución. Ésta declaró a
Colombia país pluricultural e incrementó la participación de
la sociedad civil en los procesos de toma de decisiones políti-
cas. En 1991 la Asamblea Constituyente convocó50 una amplia
representación de todos los sectores políticos, étnicos y sociales
de la nación.
Muchos colombianos pensaron que lo peor de las tensiones
violentas había terminado en 1993, cuando Pablo Escobar fue
abaleado y el gobierno empezó a desmantelar las operaciones
de los carteles de Medellín y Cali. Pero al igual que las reper-
cusiones del Decreto 517 en el barrio Antioquia, el legado de
este periodo produjo otros efectos. Cuando escaseó el trabajo
con las oficinas del cartel de la droga, muchas de las bandas
retornaron a sus territorios en busca de reconocimiento social
y dinero. El control de territorios en el barrio Antioquia y en
otras partes de la ciudad se transformó en el recurso clave para
estos jóvenes. Las tensiones locales implicaron confrontaciones
entre las bandas juveniles por el control territorial, y tensiones
y peleas entre milicias urbanas y bandas. La época de la “gran
guerra” entre los carteles de la guerra y el gobierno había con-
cluido temporalmente, pero el periodo de las guerras locales
había empezado. Este cambio desafía nuestra tarea de tomar
la historia local como una vía para iluminar la historia regional
y nacional porque las conexiones no son tan claras y, por mo-
mentos, los eventos parecen destacar la posterior marginación
y fragmentación del tejido social del barrio Antioquia. En las
siguientes páginas esbozo algunas dinámicas que acentuaron

50 La Constitución Nacional de 1991 es un documento fundacional que prio-


riza el pluralismo y la inclusión (para insistir en la inclusión tanto de las
comunidades indígenas como afrocolombianas) y provee nuevos canales de
participación política (Tickner, 1998).
42 / Antropología del recuerdo y el olvido

la violencia que llegaría a caracterizar la década de 1990. Estos


años trajeron importantes iniciativas democráticas y sociales,
pero fue también en esa época cuando Colombia experimentó
una dramática polarización del conflicto y una fragmentación
errática del paisaje de la violencia.

Guerras locales

“¡Asesinos! ¡Hermanos de Caín! ¡Dementes! ¡Testarudos!”,


gritaba el padre Alejandro, mientras su rostro se enrojecía,
durante los 198 funerales que encabezó en la parroquia del
barrio Antioquia entre 1992 y 1993:

Padre Alejandro: Seis bandas de muchachos que se dedicaban a


matar, atracar, robar y cometer los más estúpidos crímenes. Cundió
en el barrio el facilismo del crimen, invadió toda la mentalidad de
los jóvenes. Aquí mataban y en otras partes mataban, robaban y atra-
caban. Eso fue creciendo hasta llegar a su punto culmen de violencia
tremenda, en el año 1992 y 1993. Miedoso, miedoso. Donde hubo
tanto muerto, más de 200 jóvenes matados en el barrio; aparecían
a cada instante, a cada día, por la mañana y por la tarde. Estos mu-
chachos integraron bandas que no se podían ver unos con otros; fue
una lucha que creó muchos momentos de dolor, de violencia y puso
muchos muertos en los cementerios.

El padre Alejandro recuerda que la mayoría de estos jó-


venes tenían entre catorce y dieciocho años de edad, “ninguno
más de cuarenta y cuatro entre los veintitrés y los treinta”. Con
la desaparición de Los Chunes, a finales de los años ochenta,
surgieron otras tres bandas. Sus actividades externas como
sicarios y proveedores de diversos servicios para los carteles
de la droga (transporte de carros y motocicletas, secuestro)
se combinaron con el control de territorios locales, el asalto a
camiones de alimentos y cerveza que circulaban en el territorio,
y la administración de un impuesto a las tiendas del vecindario.
Estas tres bandas se aliaron para enfrentar a la de El Coco, que
sostenía una relación más estable con la mafia local. La “guerra”
Historias locales bajo una luz nacional / 43

entre estos grupos dejaría muchos muertos, y tras un periodo


de tres años todas estaban casi extintas.
Hacia 1992, sin embargo, había otras seis bandas: El Coco,
El Chispero, La 24, La Cueva, Los Calvos y Santa Fe (ver mapa
nº 4). Estas bandas entablaron una compleja y cambiante red
de amistades, alianzas y conflictos, que desafiaron muchas de
las fronteras éticas y físicas de seguridad implícitas en el barrio.
José, uno de los pocos miembros de banda que sobrevivió a
estos años, recuerda:

Empezamos a monopolizar [el barrio], a braviar a cualquiera. De un


día para otro quisimos ser mejores que el resto del barrio. Nadie
podía pasar por nuestra cuadra. Más tarde la pelea arrancó entre
los que éramos de La 23 [una calle y el nombre de su banda] y los
del Baliska [un bar del barrio]. La policía ayudaba a cascar [matar]
a los del Baliska porque ellos mataban tombos (oficiales de policía).
Fueron como 46 muertos en mi grupo. Sobrevivimos seis. Cuatro
están en Bellavista [la cárcel municipal] (2001:12-13).

Las bandas Los Calvos y El Coco se aliaron para pelear


contra la banda El Chispero. Aunque Los Calvos y El Chispero
no habían tenido conflictos antes, la amistad cambió de golpe
cuando se desató la cadena de móviles lealtades y rumores.
El alto número de muertes por esta causa expone de forma
dramática el absurdo y la irracionalidad de este aspecto de la
violencia.
Durante 1993 el barrio encaró la peor ola de violencia que
jamás había experimentado. Fue una época que Milton, el
líder de una de las bandas juveniles, describió como “diarrea
de alta presión”; el tiempo de la guerra entre seis bandas por
el monopolio del control del barrio. La imagen cultural del
guapo como diestro peleador con un definido conjunto de
valores empezó a desdibujarse, aunque persistían elementos
como la territorialidad, las diferencias lingüísticas y el estilo. El
territorio local fue crucial para estos grupos que se esforzaban
por probar su habilidad y sus marcadas destrezas para combatir,
usar armas de fuego y ocultarse. Al mismo tiempo, los cambian-
44 / Antropología del recuerdo y el olvido

tes conflictos les proporcionaban el escenario necesario para


demostrar la verraquera que les garantizaría el reconocimiento
local, en especial el de las mujeres. La forma de comunicarse y
de vestir de las bandas, la pasión por la música salsa, los valores
religiosos conservadores y las actividades económicas violentas
combinaban características de las viejas figuras del guapo, “los
pájaros” o los malevos, con los guerreros tipo Rambo y los es-
tilos consumistas difundidos por los medios masivos.
De noche, jóvenes con chaquetas largas patrullaban el
barrio Antioquia, mientras de día continuaban las transaccio-
nes, las balaceras y la propagación de rumores. El número de
actores de la violencia en el barrio Antioquia se multiplicaba, a
la par que seguían apareciendo y desapareciendo de la noche
a la mañana. El odio, la venganza, el deseo de reconocimien-
to, el ajuste de cuentas, las deslealtades y la manipulación de
fuerzas externas más poderosas se mezclaban y confundían en
pequeñas guerras interminables.
Desde finales de los años ochenta, la proliferación de la
violencia, la diversificación de los actores armados y el incre-
mento de aquéllos involucrados en lo que se ha denominado
las “macroviolencias” desafían cualquier intento de interpretar
el conflicto colombiano en términos dualísticos o como un con-
flicto desatado por una sola causa, ya sea la filiación política,
la etnicidad, la religión, la pobreza o la división de clases. Los
grupos guerrilleros, en especial las FARC y el ELN, ostentaron
un crecimiento sostenido en el número de combatientes, te-
rritorios controlados y acciones subversivas. El poder de los
carteles más pequeños (que surgieron después de la ofensiva
del gobierno a principios de 1990) se mantuvo intacto, y los
grupos paramilitares de derecha dieron muestra de una ex-
pansión sin precedentes a todo lo largo y ancho del panorama
nacional, mientras la brecha económica entre ricos y pobres
continuaba ensanchándose (Salazar, 1993). Las milicias urba-
nas lograron una fuerte presencia en más de sesenta barrios
de Medellín y los escuadrones de la muerte continuaron con
sus campañas de limpieza, dirigidas principalmente contra
los jóvenes asociados con el movimiento guerrillero, el uso
Historias locales bajo una luz nacional / 45

de drogas o la perpetración de delitos (Comisión de Estudios


sobre la Violencia, 1992).

Cerdos por la paz

La memoria colectiva del barrio Antioquia dice que el 31 de


diciembre de 1993, Eduardo Roldán, El Patrón, le entregó un
cerdo y una botella de aguardiente a cada una de las seis bandas
en conflicto y con esto selló la paz.51 El Patrón les pidió a las
bandas detener la guerra que había costado las vidas de más de
doscientos jóvenes en menos de un año. A pesar de que varias
instituciones, líderes, el cura del barrio y miembros de la comu-
nidad participaron e hicieron posible el pacto de no agresión,
el acontecimiento es recordado como un asunto de marrano
asado y aguardiente con El Patrón. Jesús, un ex miembro de
una banda recuerda ese día:

Es que un diciembre dijeron que iban a hacer la paz y yo no creía…


Yo, honestamente, no creí que se diera porque eso estaba muy
grande. [Sí, nadie creía, comenta Clara]. O lo mataban o… [Sí,
nadie creía, dice otra vez Clara]. La paz era la muerte de uno. Y
empezaron a repartir marrano y todo el mundo ya todo contento,
ese diciembre, muy parrandero... comiendo marrano. […] Para mí,
ese es el mejor momento que yo he vivido en mi vida, esa Navidad.
Para mí, eso era volver a nacer uno (Sesión grupal Junta de Acción
Comunal barrio Antioquia, 10 de junio de 1997).

Las bandas acordaron un pacto de coexistencia y no agre-


sión, y entrevistarse con el consejero municipal, el alcalde
y otros funcionarios municipales para negociar alternativas
económicas, de capacitación y seguridad. Con los cerdos y el
aguardiente, las bandas sellaron un pacto de caballeros de no

51 Escuché esta versión sobre el proceso de paz de muchos residentes del barrio
Antioquia, incluyendo líderes comunitarios, algunos de los jóvenes involucra-
dos en el conflicto y mujeres.
46 / Antropología del recuerdo y el olvido

disparar más sus armas (Giraldo, 2001). Más tarde, en enero de


1994, hicieron otro acuerdo verbal que incluía un principio de
no agresión: “Cuando dos galladas se encontraban de frente,
andando por el barrio, entonces se levantaban las camisas y
así mostraban que no andaban armados, y todos seguían tran-
quilos” (Giraldo, 2001:313).
El acuerdo también estipulaba oportunidades de empleo
para los jóvenes, talleres de derechos humanos y sanciones para
aquellos que no lo acataran. Entre tanto, se negociaron un
número de alternativas económicas y de empleo, y la adminis-
tración municipal se comprometió a obtener la libreta militar,52
que le permitiría a estos jóvenes entrar al mercado laboral. Por
unos cuantos meses la gente del barrio recuperó la sensación
de libertad para circular y festejar. Veinte miembros de bandas
fueron empleados temporalmente en el aseo de calles. Otros
recibieron capacitación en fabricación y reparación de calzado,
pintura y peluquería. Aunque la paz sólo duró unos meses, fue
más larga que las fugaces oportunidades de empleo ofrecidas a
los jóvenes. Trabajos temporales e iniciativas poco realistas de
empleo caracterizaron la experiencia de la mayoría de los que
firmaron pactos de no agresión entre 1993 y 1997.
Durante el intervalo de paz, muchos de los jóvenes que
habían firmado el pacto fueron asesinados. Esta angustiosa
tendencia se observó en otras zonas de la ciudad y evocó el
anterior destino trágico de más de 3.000 miembros de la Unión
Patriótica (un movimiento político creado por las FARC, si-
guiendo una negociación de paz de mediados de 1980), quienes
fueron asesinados entre 1985 y 1990 por fuerzas paramilitares
y militares. La paz se rompió pocos meses después de la firma
del acuerdo, cuando otra guerra irrumpió entre las bandas El
Cuadradero y El Coco. Fue entonces cuando los muchachos
supieron que había una agenda oculta en el proceso de paz.

52 En Colombia, a todos los hombres jóvenes, física y mentalmente aptos, se les


exige prestar servicio en el Ejército por un periodo de un año. Al concluir el
servicio, el ejército les expide un pase (libreta militar). En la mayoría de los
trabajos se pide este pase como requisito de contratación.
Historias locales bajo una luz nacional / 47

Para las fuerzas externas del crimen organizado, el pacto de no


agresión era una oportunidad para hacer una “limpieza” que
garantizara que no habría “chivos” por ahí. Gustavo, miembro
de la banda El Cuadradero, fue testigo de este proceso de paz
y muerte, y hoy afirma que, “el mismo cartel se encargó [se
encarga, dice otro joven] de que los pela’os se mataran… que
no hubiera chivos por ahí”.
Milton, líder de la banda El Cuadradero, da su versión de
muerte y paz, y de porqué “tuvieron” que involucrarse en una
nueva guerra:

Nosotros no andábamos metidos en ese conflicto, nosotros éramos


pelados sanos… estudiantes, juiciosos, sin nada... Lo que hacíamos
lo hacíamos serios, nadie sabía lo que era uno… Esa paz [se refiere
a la paz de 1993] fue de La Cueva y El Coquito... Como ese cucho
[se refiere al capo local] aprovechó a los de la Cueva y los mandó
a matar, un señor los mandó a matar, en medio de la paz los mató a
todos uno por uno… Dizque éste no tiene problema, y pin pin, y
mataban a éste y mataban al otro y entonces, ya después, los del
Coquito querían monopolizar el barrio. Nosotros éramos sanos y a
nosotros nos tocó meternos en el conflicto.

Las alternativas económicas y de capacitación no funcio-


naron en el barrio Antioquia, como no lo hicieron en otras
zonas de la ciudad. Se concibieron como programas de auxilio
temporal y los jóvenes nunca recibieron las libretas militares
que les permitieran ingresar al mercado laboral. Además, nadie
tenía una visión clara de qué se requería para una adecuada
reinserción de los jóvenes en la sociedad.
A finales de 1995 se firmó otro pacto de no agresión, y se
hicieron nuevos acuerdos verbales con un nuevo grupo de jóve-
nes, programas de capacitación, promesas de libretas militares
y de oportunidades de empleo. Desde entonces continúa la
negociación entre paz y conflicto de alta presión. Entre 1995
y 1998 se han negociado otros dos acuerdos de paz y han es-
tallado dos nuevas guerras.
Usualmente los patrones colaboraban acercando a las ban-
48 / Antropología del recuerdo y el olvido

das para hablar y acordar “la paz”. Cada vez que se firmaba o
estaba a punto de firmarse un pacto de no agresión, las comu-
nidades y los jóvenes recuperaban la esperanza, volvían a hacer
uso animado de las calles y podían reunirse en los festejos del
vecindario. No obstante, siguieron circulando los rumores de
que al haber paz, también habría la oportunidad de llevar a
cabo “limpiezas”.
En el resto del país, también se dio una oscilación seme-
jante. La administración del presidente liberal César Gaviria
Trujillo negoció agendas de paz y acuerdos con varios grupos
guerrilleros, pero fracasaron las negociaciones de paz con los
dos mayores y más antiguos: las FARC y el ELN (Restrepo,
1997). A nivel nacional, al igual que en el barrio Antioquia, la
paz era un terreno minado, en el que no podían reconciliarse
agendas ocultas y no tan ocultas. El gobierno, desperado por
mostrar resultados en este campo mientras el país sobrellevaba
dramáticas reformas neoliberales, buscó negociaciones con
grupos guerrilleros menores, como el indígena Quintín Lame,
dos fracciones del EPL —Ejército Popular de Liberación— y
las milicias urbanas de Medellín. Los acuerdos con las milicias
urbanas se firmaron a principios de 1994, poco después de que
las seis bandas del barrio Antioquia ratificaran su pacto de
no agresión. Los gobiernos nacional, regional y municipal les
dieron la bienvenida a estos dos procesos y los utilizaron como
ejemplos de su voluntad política de negociar con los grupos
armados (Palacios, 1997).53
En 1997, mientras llevaba a cabo mi trabajo de campo, el
barrio Antioquia seguía viviendo en el oscilante movimiento
entre “paz” y “guerra”, alianzas y conflictos sangrientos. No
obstante, al mismo tiempo, la actividad comunitaria crecía en

53 La caracterización de las milicias urbanas como actores políticos ha sido cues-


tionada, puesto que es amplia la evidencia de su participación en actividades
de “delincuencia”. Palacios (1997) argumenta que el gobierno estaba deseoso de
pasar por alto este aspecto de sus actividades y de garantizarles reconocimiento
como insurgentes con el fin de salvar las apariencias y mantener alguna
credibilidad para sus iniciativas de paz.
Historias locales bajo una luz nacional / 49

los campos recreativo, cultural y educativo. Por primera vez en el


barrio, un grupo de mujeres y jóvenes asumía el liderazgo de
su comunidad. Estos nuevos líderes compartían una visión de su
barrio en la que la valoración de la historia local, la cultura y el
trabajo con los niños ofrecían los medios para reconstruir un
sentido de comunidad y una paz duradera. Después de 1997,
su trabajo obtuvo un reconocimiento importante y cumplió
significativas metas (v. gr., cientos de niños involucrados en
deportes, arte y danza, grupos juveniles de teatro, etc.). No
obstante, renovadas guerras territoriales, la ausencia de fondos
para financiar sus programas y los impredecibles cambios en
la política local y en las alianzas amenazaban la continuidad
de su trabajo y su liderazgo.

“¿Por qué, a pesar de tanta mierda,


este barrio es poder?”

Partimos de los orígenes campesinos de un barrio de artesanos


y de la formación de una ciudad económicamente próspera, y nos
movimos por los acontecimientos trascendentales que caracte-
rizan algunos de los rasgos culturales y las dinámicas sociales
del barrio Antioquia y de Medellín. Recuentos de experiencias de
varios periodos de violencia en el barrio nos dan ejemplos
concretos de cómo la economía local, las redes sociales y las
organizaciones informales conformaron la economía de la
droga y los modos en que los procesos locales se enlazan con
procesos regionales e internacionales más amplios.
La inclusión de esos episodios, que fueron rememora-
dos como los más significativos por los residentes del barrio
Antioquia, ilustra algunos de los temas que subyacen en una
discusión en torno a la memoria de los jóvenes, la violencia y
la identidad en Medellín: las dinámicas de una violencia mul-
tiforme, el impacto de políticas de exclusión, la visión moral
de la elite local, las fuerzas de mercados competitivos (tanto
económicos como políticos y el de la guerra) y la interacción
de intereses morales, económicos y políticos en la implemen-
50 / Antropología del recuerdo y el olvido

tación de políticas y regulaciones. Estos temas enfatizan las


históricas y complejas dinámicas sociales en las que los jóvenes
de Medellín construyen sus identidades y posiciones en un
ambiente violento.
Siguen pendientes varias preguntas sobre el tejido social de
una ciudad como Medellín y una comunidad como el barrio
Antioquia: ¿Por qué los habitantes del barrio Antioquia han
seguido reivindicando un sentido de pertenencia y arraigo a
su barrio a pesar del profundo impacto que ha tenido la vio-
lencia en su vida personal? ¿Qué papel juega la memoria en
la preservación de algunos de sus secretos de supervivencia
cultural y social? ¿Cómo opera la memoria en una sociedad
como la de Medellín, donde la violencia, en tanto sistema pri-
vilegiado de comunicación, se las ha arreglado para silenciar
muchos aspectos de la vida diaria? El punto de partida para mi
exploración está basado en otra pregunta, una que vi escrita
en un tablero improvisado en un cruce de la calle principal
del barrio Antioquia: “¿Por qué, a pesar de tanta mierda, este
barrio es poder?”.
La pregunta del graffiti remite a las temáticas que concier-
nen a este libro y que abarcan desde el ámbito de la vida diaria
y la experiencia vivida de violencia y poder, hasta las más suti-
les formas de supervivencia física y cultural, y los procesos de
creación de significado por parte de jóvenes en ambientes tan
discontinuos e impredecibles. El graffiti sugiere la presencia de
un saber implícito, construido por fuera de la capa inmediata
de experiencia vivida donde habita la “mierda”. Este saber les
proporciona a los jóvenes del barrio Antioquia la capacidad de
recuperación, la creatividad y la imaginación para continuar
dándole sentido al barrio como un lugar significativo propio,
como un barrio que es poder. En los siguientes capítulos con-
tinuaré explorando esta presencia oculta de saber y poder,
ahondando en este floreciente mercado clandestino que parece
desafiar la territorialidad del conflicto, para dar paso al tráfico de
recuerdos y olvidos entre los jóvenes de Medellín.
Capítulo 2

Recordar el lugar:
construir y percibir lugares

Lugar-corazón-memoria: he aquí una genuina misterium


coniunctionis que concede al corazón el lugar de la memoria,
a la memoria el lugar donde se ha dejado el corazón, al corazón
cuanto queda del lugar recordado.

Edward Casey, Getting Placed: Soul in Space

En las referencias al lugar y al territorio es donde los jóvenes


de Medellín pueden describir mejor la tangible presencia de
la violencia en sus vidas. Para ellos, la inmediatez del “aquí”, o
del no muy lejano “allí”, marca lugares e historias de muerte, la
violencia sobre estructuras físicas y los cuerpos, y las fronteras
invisibles que definen zonas de no circulación. La violencia
acecha en la calle, en la cuadra o en la casa, operando como una
fuerza que desplaza y segrega. Al igual que en un palimpsesto,
estos lugares se han convertido en marcas mnemónicas donde
se sobreponen capas de recuerdos. Los lugares están marcados
por reminiscencias de muerte, destrucción o enfrentamientos y
los rondan imágenes de horror y destrucción, pero los recuerdos
de rituales de grupo, mitos locales o momentos colectivos de
encuentro también se alojan en estos lugares. Las historias de los
jóvenes habitan en parques, bares y tiendas de esquina; circulan
por las calles y avenidas, y se organizan de acuerdo con hitos
52 / Antropología del recuerdo y el olvido

mnemónicos, tales como carteleras, edificios, barrancos o co-


linas. Este capítulo explora estas conexiones entre los jóvenes,
los recuerdos y la violencia, a través de un recuento etnográfico
de las prácticas culturales por medio de las cuales se les otorga
sentido a los lugares en Medellín. Explora de manera específica
cómo los jóvenes de Medellín construyen culturalmente los
lugares y cómo los invisten de significado —a esto me referiré
como “sentido de lugar”—.
Examino aquí las formas en que la memoria ha preservado
algunos de los secretos de la supervivencia cultural y social de
los habitantes de la ciudad de Medellín y los trabajos y pugnas
de la memoria en una sociedad donde las prácticas violentas
han silenciado muchos ámbitos de la vida cotidiana. Sostengo
que, en la ciudad de Medellín, la memoria se ha convertido en
una práctica puente que les permite a los jóvenes darle sentido
al entorno vital como un medio social y relacional. Las prácticas
de memoria, en este contexto, restauran un sentido de lugar
en las experiencias de desplazamiento, discontinuidad y frag-
mentación que la violencia inflige a las vidas de las personas.

Construir el lugar: paisajes


y mojones de la memoria

En un taller de memoria con trabajadores juveniles de la


ciudad de Medellín,1 Héctor, trabajador juvenil y poeta, se
pone de pie frente al grupo y nombra un lugar de la ciudad que
desata en él recuerdos y emociones plenos de significado:

Héctor: La Avenida de la Playa… Hay una época que yo recuerdo,


que me ha marcado, que ha marcado esta ciudad, y es entre el 87 y

1 Este taller tuvo lugar en abril de 1997, y contó con la participación de vein-
tisiete trabajadores juveniles involucrados con organismos gubernamentales,
ONG y organizaciones populares de toda la ciudad. Sus actividades incluyen
programas de liderazgo y organización juvenil, resolución de conflictos y pro-
cesos de paz, proyectos recreativos, educativos y culturales.
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 53

el 89. En esta ciudad había por lo menos diez talleres de poesía y yo


me acuerdo que, en una semana, hicimos el lanzamiento de siete
revistas de poesía. Y era precisamente la época en que estaban ma-
tando duro, duro, en Medellín. Había también muchos recitales, al
punto que nosotros nos reuníamos y programábamos los recitales
para no coincidir. Entonces uno salía del recital de la Nacional [la
Universidad Nacional] y entraba […] al otro día que iba pa’l de la
de Antioquia [la Universidad de Antioquia], después se iba pa’l de
la Medellín. Y hubo un momento, del famoso toque de queda, el
momento más, más duro,2 el día que Juan Gómez [el alcalde de la
ciudad] paró el toque de queda… A ese recital nadie faltó. La Ave-
nida la Playa era llena, eso fue tenaz, y nosotros rodamos poemas,
nosotros rodamos tragedia, y ese día queríamos saludar [se le quiebra
la voz] a un amigo, un poeta de los más jóvenes… Lo mataron junto
a otro pelado, allí, en la Oriental [una de las avenidas centrales de
Medellín]. Estaban fumando bareta [marihuana], y después [lloran-
do]… institucionalizaron la poesía en Medellín y todo quedó en un
hijueputa festival de poesía.

El sentido de lugar de Héctor está hecho del recuerdo de


una intensa experiencia vivida, así como de las emociones e
imágenes inducidas por hechos como la muerte de su amigo,
el acto conmemorativo, la presencia de la poesía en las calles y el
toque de queda en la ciudad. Los años a los que se refiere Héctor
fueron mencionados en casi todas las sesiones o entrevistas que
tuve con los habitantes de Medellín. Para algunos, esos fueron
los temidos tiempos de “las bombas”, cuando el Cartel de
Medellín impuso un clima de terror en el país para presionar
al gobierno a dar marcha atrás a la extradición de colombianos
a los Estados Unidos. La cotidianidad de todos aquellos que

2 Se refiere al periodo en que el Cartel declaró una guerra abierta contra


el gobierno y la guerrilla. Entre 1989 y 1990, particularmente el primer
semestre de 1990, los habitantes de Medellín presenciaron el homicidio de
numerosos personajes públicos y fueron víctimas del impacto de potentes
bombas puestas en distintas partes de la ciudad. También ésta fue la época
en que los escuadrones de la muerte sembraron el terror en los barrios por
medio de las desapariciones y la tortura de cientos de jóvenes.
54 / Antropología del recuerdo y el olvido

vivían en Medellín se vio afectada de forma dramática, pues


la probabilidad de una bomba en cualquier parte de la ciudad
era muy alta. La narración de Héctor también revela otras
circunstancias que tuvieron lugar durante esos años. La poesía
sobrevivía y coexistía con la violencia; la poesía circulaba en
calles que con frecuencia eran sitio de explosiones; la poesía
desafiaba los toques de queda; y la poesía también padecía el
dolor de la muerte.
En la narración de Héctor, el espacio físico de la avenida
adquiere un nuevo significado, que no se restringe a los límites
espaciales, sino que es recreado en la memoria por su experiencia
sensorial de haber estado allí, en los recitales de poesía y en
la conmemoración. Nos introduce en algunas de las maneras
como la juventud de Medellín encuentra y elabora lugares:
recordando y reconstruyendo lo que sucedió allí a través de la
narración de historias; revelando tipos específicos de saberes
sobre la vida en la ciudad; aprehendiendo su singularidad
física; nombrando o renombrando estos lugares; estableciendo
mojones; y, como dice Héctor, reconociendo las maneras en que
los lugares y los eventos los han “marcado”. Percibir el lugar es
una de las dimensiones más fundamentales de la experiencia
humana y la que nos brinda mayor información sobre nuestra
relación con el medio ambiente y el paisaje que nos rodean
(Basso, 1997; Casey, 1996). Los lugares constituyen ámbitos físi-
cos, sociales y sensoriales para nuestras acciones, pero asimismo
para nuestros recuerdos e imaginaciones. La construcción de
lugar es una actividad cultural que todos nosotros “hacemos”
con el fin de ubicarnos intencionadamente en el medio ambien-
te con el que interactuamos. Mi análisis sobre los modos en
que los jóvenes construyen los lugares examina la capacidad de
sitios como las calles y avenidas de Medellín para desatar los
recuerdos y la imaginación, para conectar a las personas con
un sentido de la historia y para revelar algunas de las maneras
por las cuales llegamos a definir quiénes somos y de dónde
proviene nuestro sentido de arraigo y pertenencia.
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 55

Un recorrido

En abril de 1997, Kelly3 me guió en un recorrido por la zona


centroriental de Medellín (ver mapa nº 3). Durante una parte
del trayecto visitamos los viejos barrios en los que Kelly creció
y empezó su trabajo con la comunidad. Nos bajamos del bus
en el Trece de Noviembre, un barrio de calles congestionadas,
llenas de personas que caminaban, hacían visita, conversaban,
y niños que jugaban. En los alrededores del paradero del bus
hay un parquecito que tiene una vista privilegiada de Mede-
llín, desde donde se observan el centro, la zona industrial y
los vecindarios de clase media y alta. Rodeando el valle están
las montañas en las que nos detuvimos en medio de cientos
de miles de viviendas. Se trata de una drástica diferenciación
topográfica y socioeconómica que el escritor Fernando Vallejo
(1994) describe como “dos ciudades”, “la de ‘abajo’ —la de los
negocios, la política y los barrios residenciales— y la ciudad de
‘arriba’ —la ‘violenta’ y marginal Metrallo:4 una ciudad rodea
a la otra torpemente, la estrecha con el abrazo de Judas”.
Kelly me muestra la “zona verde que sobrevive” y que su
grupo ecológico intenta proteger. Mirando hacia el pico de
las montañas, observamos las interminables series de estre-
chos escalones que permiten a los moradores subir y bajar los
empinados cerros donde se levantan sus casas. Filas y filas de
casas a distintos niveles están separadas sólo por las angostas
escaleras de cemento. Senderitos llenos de sinuosidades con-
fluyen en las escaleras y conducen a la gente hasta sus casas.
Kelly señala el barrio Isaac Gaviria, y más allá, hacia una zona
que describe como “calientísima” y “tenaz” por las continuas
balaceras. Caminando por la vía principal del barrio Trece de
Noviembre, observamos que una calle en construcción va en

3 Kelly es una líder juvenil del la zona centroriental y una de las fundadoras de
la Red Juvenil de la ciudad. Tiene un agudo interés en los asuntos juveniles,
ambientales y culturales. Es una talentosa narradora de historias y me guió
a lo largo de dos extensos recorridos.
4 Juego de palabras entre “Medellín” y “metralleta”.
56 / Antropología del recuerdo y el olvido

la misma dirección de las escaleras, a lo largo del talud de la


montaña. Kelly comenta que ésta será la primera calle que se
construya en esa dirección, pues siempre se han construido
perpendiculares a la loma, en sentido transversal. Tras hacer
una pausa para reflexionar, concluye que en la zona hay una
“cultura de la calle transversal” porque las calles nunca corren
en sentido diagonal. Su conceptualización de ésta como una
“cultura de la calle transversal” captura no sólo una tendencia
urbanística, sino también un sentido distinto de la dirección y
el movimiento, está ligado al hecho de transitar calles con una
inclinación tan dramática que casi asemejan paredes por las que
circulan carros y personas como si desafiaran la gravedad.
A medida que nos trasladamos de un barrio a otro, obser-
vamos la vegetación, una zanja de irrigación abandonada y
un conjunto de escalones que se convirtieron en el proyecto
ecológico ganador de su grupo ambiental. Su plan consistió
en usar el viejo sistema de irrigación y la descuidada gradería
como los elementos centrales de un parque ambiental. El
agua rodaría por los peldaños, y la zona se acondicionaría con
bancos y terrazas, al tiempo que se protegerían los árboles y la
vegetación circundante. Su grupo denominó el proyecto “El
sueño de las escalinatas”. Kelly recuerda con orgullo el día de
la inauguración: un inmenso carro tanque bombeando agua
escaleras abajo y cientos de niños y jóvenes jugando en el agua.
Desafortunadamente, ese fue el primer y único día en que el
agua rodó por las gradas, pues no se había realizado un estudio
técnico adecuado y resultó que no eran suficientes la pendi-
ente ni la presión para mantener el agua circulando. Hacia
finales de 1990, desplazados internos invadieron esta tierra.
Allí levantaron un nuevo asentamiento, La Mano de Dios, que
se convirtió en uno de los mayores asentamientos de personas
desplazadas en la ciudad. Un fuego de origen desconocido in-
cendió el barrio en marzo del 2003 y dejó cuatro mil personas
sin techo.
Durante nuestro paseo, Kelly señala los hitos que la sitúan
en el lugar, como “El sueño de las escalinatas” o el Cerro Pan de
Azúcar; una majestuosa colina y mojón natural que se aprecia
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 57

y se admira desde cualquier punto de la ciudad (ver mapa nº 3).


El sentido de lugar de Kelly toma este cerro como referente
de ubicación y paisaje, un sentido que se enriquece con sus
recuerdos de infancia de muchos paseos divertidos. Ahora, su
apego al cerro está marcado por el conocimiento de que es un
territorio donde se esconden y operan las milicias, y un lugar
donde es peligroso transitar. El barrio Villatina es otro referente
importante para Kelly porque es el lugar donde están empla-
zados algunos de sus recuerdos infantiles más especiales.5
En el barrio Villatina nos detuvimos en una zona desolada y
seca donde, el 27 de noviembre de 1984, murieron cerca de 500
personas y más de 2.000 perdieron sus pertenencias cuando una
avalancha de lodo devastó la zona. Parada allí, me sobrecoge
un silencio apabullante; un silencio que tiene eco embebido en
el ambiente y que experimento como un paisaje sonoro. Más
arriba, la colina es el sitio donde empezó la avalancha de lodo y
que Kelly describe como “un hueco muy grande, escalofriante”.
En la zona de la avalancha hay numerosas cruces. Kelly retrocede
en el tiempo y recuerda que se enteró de la avalancha cuando
estaba en el colegio.6 Corrió a casa, se cambió y salió a ofrecerse
como voluntaria para ayudar. Le pusieron un brazalete de volun-
taria alrededor del brazo y se dispuso a brindar ayuda, pero no
pudo hacerlo porque no podía dejar de llorar.
Ahora Kelly apunta hacia una cancha de fútbol, vacía y
deteriorada, que le recuerda que fue allí, en su comuna, donde
se erradicó la violencia gracias al deporte. El acuerdo de paz
entre las bandas juveniles en disputa se pactó y se negoció
usando partidos de fútbol como principal símbolo y medio de

5 El barrio Villatina se desarrolló en la década de 1950, cuando los pobladores


del oriente antioqueño les compraron lotes en esta zona a los ricos de Medellín.
Durante los años setenta, colonos expulsados de otro barrio se asentaron en
Villatina. El barrio siguió creciendo, y para principios de 1990 tenía más de
15.000 habitantes (Silva y otros, 1991; Zapata, 1992).
6 Buena parte de los barrios de esta zona de Medellín están a merced de los
desastres naturales (derrumbes, inundaciones). Estos barrios se desarrollaron
como invasiones o asentamientos piratas.
58 / Antropología del recuerdo y el olvido

reunificación.7 Este acuerdo estaba funcionando bastante bien


hasta que un día, mientras los equipos de fútbol descansaban,
una avalancha de lodo cubrió la cancha. Desde entonces, dice
Kelly, el acuerdo de paz se ha debilitado y las bandas juveniles
están de nuevo en conflicto unas con otras.
Entramos al sector principal del barrio Villatina. Kelly me
pide que adivine cuál es la casa que sirve como base del ejér-
cito. Una cuadra más allá, observo una típica casa de barrio
rodeada por una barricada de sacos de arena. De pie, en varias
esquinas, soldados con uniformes camuflados de manchas café
y ocre portan pesadas ametralladoras. Durante muchos años
la comunidad de Villatina ha estado luchando para hacer que
el gobierno reconozca la responsabilidad de los militares en
la masacre de los muchachos que pertenecían al grupo juvenil
de la parroquia, ocurrida en 1992. Un comando de quince
hombres fuertemente armados llegó, en la noche del 15 de
noviembre de 1992, y atacó al grupo de jóvenes que estaban
conversando y oyendo música en una esquina. Nueve de ellos
murieron. Los padres y amigos de las víctimas organizaron
un movimiento de solidaridad para exigir justicia. Uribe y
Vásquez (1995) sostienen que el origen proletario del barrio, la
influencia de las Comunidades Eclesiales de Base8 y la presencia
de la guerrilla fueron vistos por los escuadrones de la muerte
como indicadores de que ésta era una zona peligrosa, foco de
actividades delictivas y de milicia. El barrio —en particular sus
jóvenes— se convirtió en el blanco de los escuadrones de la

7 Ya en 1989 había varias bandas del barrio, como Los Barbados, Los Porkys
y Los de Abajo, que se disputaban entre ellos. Cada banda pertenecía a un
sector geográfico diferente del barrio: la piedra, la escuela, la capilla. La
guerra entre las bandas adversarias tuvo su periodo más severo entre 1989 y
1993, época en la que murieron muchos de sus miembros. El primer acuerdo
de paz se negoció en 1993 (Zapata, 1992).
8 Las Comunidades Eclesiales de Base —CEB— surgieron luego de la Segunda
Conferencia Episcopal Latinoamericana (1968), que tuvo lugar en Medellín.
Estas comunidades están basadas en las tesis de la Teología de la Liberación,
que enfatizaba “una opción preferencial por los pobres”. Participaron en
organizaciones populares, en actividades revolucionarias o movimientos
sociales en pro de la justicia social.
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 59

muerte. Numerosos organismos internacionales de derechos


humanos revisaron el caso y recomendaron que la comunidad
fuera compensada, y que el gobierno asumiera su responsabili-
dad y pidiera una disculpa formal. Se ha reconocido la autoría
del ejército, pero no se ha compensado a la comunidad (ver
el epílogo). Kelly explica que hace poco el ejército hizo una
alianza con una de las bandas, para combatir a otra de ellas, y
que también ha habido colaboración entre este cuerpo armado
y las bandas para atacar a las milicias.
Abundan las historias de alianzas entre todos los sectores
armados y sus cambiantes luchas y enemigos.9 Las milicias se
encuentran en los barrios más altos de los cerros de la ciudad.
Llegaron a la zona después de 1993 y, con el tiempo, se han
vuelto muy poderosas. Kelly comenta que su ubicación en
los puntos más altos dificulta las cosas para todo el mundo
porque ellos pueden verlo todo desde allí arriba. Ver es un
elemento clave de supervivencia para todos: para algunos se
trata de controlar territorios, para otros es asunto de circular
de manera segura, y para la mayoría de los que viven en zo-
nas de riesgo implica sobrevivir a los desastres naturales y a la
violencia. Kelly cuenta de un barrio en el que las familias se
alternan cada noche para vigilar si viene una avalancha. En
las calles de Villatina nos encontramos con varias personas, algu-
nas de grupos comunitarios locales. En Villatina hay una larga
tradición de trabajo comunitario que se origina en la historia
del barrio como un asentamiento de invasión y en su desarrollo
por medio de la autoayuda y el trabajo colectivo. Durante
la tregua de 1984 entre el movimiento guerrillero nacional
M-19 y el gobierno, el M-19 organizó dos “campamentos de
paz” en Medellín (uno de ellos en el barrio Villatina) y varios

9 Jaramillo, Ceballos y Villa (1998) explican que durante su investigación sobre


conflicto y política cultural en Medellín, supieron de alianzas entre bandas
enemigas para combatir un grupo de milicianos; entre el ejército y algunas
bandas para eliminar a las milicias; entre la Policía y las milicias para erradi-
car a los pillos; o entre el ejército y las milicias, las bandas y las milicias, y los
paramilitares y las milicias para pelear contra otros grupos de milicianos.
60 / Antropología del recuerdo y el olvido

en Cali y Bogotá. Estos barrios fueron escogidos debido a su


pobreza y a su ubicación estratégica, cerca de las montañas. Se
reclutaron jóvenes para que se unieran a los campamentos de
paz, en los que se combinaron trabajo político “de base” con
las comunidades y entrenamiento en armas de fuego. En los
campamentos, el M-19 ponía en práctica algunos de los rituales,
símbolos y dinámicas de un ejército: himnos, banderas, jerar-
quías de orden y discusiones en torno al trabajo político con
los pobres. A los jóvenes les atraía mucho esto:

“Se dispuso un ‘patio de armas’ donde todas las mañanas se hacían


formaciones para izar la bandera, se cantaban los himnos y se co-
reaban consignas. Fue como una bomba. Los muchachos llegaron
por montones. Los convocaba más la guerra que la paz, así fuera en
el terreno simbólico” (Vásquez, 2001:372).

Cuando la tregua se rompió y la guerrilla regresó a la lucha


armada, la mayoría de los jóvenes adiestrados en estos campa-
mentos no estuvieron interesados en seguir al M-19 hacia las
montañas. En cambio, permanecieron en los barrios y, con el
tiempo, llegaron a usar el conocimiento adquirido para crear
bandas o vincularse a las milicias.
Luego de atravesar a pie el barrio Villatina y de conocer a
algunos de sus vecinos, concluimos nuestro tour. Este recorrido
con Kelly documenta las prolíficas relaciones entre las personas
y los lugares en Medellín. Acontecimientos y experiencias, como
la fundación y el asentamiento del barrio, las luchas diarias por la
supervivencia individual y colectiva, las formas como se han
usado los espacios públicos como lugares de socialización, y
como las tensiones territoriales y restricciones dentro de loca-
ciones específicas influyen en la experiencia de lugar de los jóvenes
de Medellín y la estructuran. Prácticas como “paisajear”,10
marcar mojones y circular son las herramientas empleadas

10 Gracias a Martha Segura —a su creatividad lingüística y sus argucias de la


memoria— por este término y por sus búsquedas en internet. Fascinada con
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 61

para construir el lugar. A través de la práctica de “paisajear”,


los individuos capturan escenas tan significativas como la serie
de escalinatas, que los sitúan en el entorno vivo y sensorial de sus
cotidianidades. La práctica de marcar mojones reconoce el
entorno por medio de la identificación de puntos claves de
referencia (objetos como árboles, edificaciones o piedras). En
este recorrido con Kelly, tales puntos incluyeron el cerro Pan
de Azúcar, en tanto mojón natural, y el sitio del deslizamiento de
tierra, en tanto mojón mnemónico. La práctica de circular se
refiere a las maneras en que las personas se mueven a lo largo
de calles, escaleras o senderos y la experiencia sensorial ligada
a estos movimientos, como por ejemplo la práctica de transitar
sólo por calles que corren en dirección transversal. Las habili-
dades para construir lugar se ilustran en la capacidad de Kelly
para circular y reconocer los rasgos sociales e históricos de los
lugares y en su aptitud para capturar y recrear los recuerdos que
habitan en aquellos lugares.

La memoria de las cosas vistas

For the ancient Aztecs, in tlilli, in tlapalli,


la tinta negra y roja de sus códices
were the colors symbolizing escritura y sabiduría [...]
An image is a bridge between evoked emotions and conscious knowl-
edge; words are cables that hold up the bridge.

las posibilidades de este verbo para la acción, me permito citar las palabras
de Martha en un mensaje electrónico que me dirigió: “Sobre ‘paisajear’
encontré cosas muy divertidas, entre ellas que se usa en la jerga futbolística
como ‘quedarse quieto ante una acción rival’; o esta joya que no puede ser
descrita sino por sí misma: ‘La Convención Europea del Paisaje entiende
que el camino para otorgar un cuerpo jurídico al derecho al paisaje pasa por
su consideración como una actividad espiritual y no como un objeto que se
observa —lo que lo asimilaría a territorio, a ambiente—. Habría que crear
el verbo ‘paisajear’ en su acepción de ‘disfrutar con todos los sentidos de un
paisaje’ (http://www.us.es/giest/sierra1.htm)”.
62 / Antropología del recuerdo y el olvido

Images are more direct, more immediate than words, and close to
the unconscious.
I write the myth in me, the myths I am, the myths I want to be-
come.
The word, the image and the feeling have a palatable energy, a
kind of power.
Con imágenes domo mi miedo, cruzo los abismos que tengo por
dentro.
Gloria Anzaldúa, Tlilli, Tlapalli: el sendero de la tinta roja y negra11

En un taller de memoria con jóvenes del barrio Antioquia,


escucho a Jennifer, una muchacha de dieciocho años nacida
en el barrio y que participaba intermitentemente en el grupo
juvenil.12 Ella ha elaborado una imagen (ver figura 2) a partir
de recortes y la ha puesto sobre una base cuadrada para crear
una colcha de memoria sobre la “guerra”.13 La historia que

11 Extracto tomado de “Tlilli, tlapalli: el sendero de la tinta roja y negra”, de


la autora chicana Gloria Anzaldúa (1988: 28-40). La traducción de los versos
en inglés es como sigue:
Para los antiguos Aztecas, en tilli, en tlapalli,/la tinta negra y roja de sus códices/
eran los colores que simbolizaban escritura y sabiduría [...]/ Una imagen es
un puente entre las emociones evocadas y el saber consciente; las palabras
son los cables que sostienen el puente /Las imágenes son más directas, más
inmediatas que las palabras y cercanas a lo inconsciente. /Escribo el mito en
mí, los mitos que soy, los mitos que quiero ser /La palabra, la imagen y los
sentimientos tienen una energía palpable, una especie de poder /Con imá-
genes domo mi miedo, cruzo los abismos que tengo por dentro.
12 Estos jóvenes eran miembros del grupo juvenil del barrio Antioquia deno-
minado “Juenfu”. Los participantes del grupo eran hombres y mujeres entre
los trece y los treinta años. Con ellos llevé a cabo un taller de memoria, cinco
sesiones de grupo y varias actividades formales e informales en las que reco-
gimos información y compartimos recuerdos. El grupo llegó a estar extrema-
damente motivado por conocer la historia del barrio; llenos de entusiasmo
entrevistaron a sus vecinos, a sus parientes y a los fundadores del barrio y,
desde 1997, han seguido apoyando mi trabajo de investigación de muchas
maneras. Buscaron fotografías viejas y recientes del barrio, reunieron recortes
de periódico, elaboraron mapas y me guiaron en numerosos recorridos por
el barrio y sus alrededores. Dos miembros de este grupo se convirtieron en
mis asistentes de investigación.
13 Los jóvenes del barrio Antioquia se refieren a “la guerra” como el periodo, a
principios de los años noventa, en que el barrio estuvo territorialmente dividido
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 63

Figura 2 . “La noche”, colcha de imágenes, por Jennifer


Fuente: Taller Memoria, grupo juvenil barrio Antioquia, 30 de mayo de 1997
64 / Antropología del recuerdo y el olvido

cuenta está enmarcada en referentes paisajísticos y topográ-


ficos, y revela la experiencia sensorial que implica para estos
jóvenes caminar y vagar por las calles. Jennifer muestra su
imagen, creada en intensos colores rojo y negro, de una calle
del barrio en la noche:

Jennifer: Quiero representar la noche. El día en que mataron a mi


mejor amigo, que se llamaba Camilo. A ver, ese día yo me encontraba
durmiendo en mi casa, o sea, y él sabía que por ahí no se podía me-
ter [un callejón] porque sabía que lo mataban, pero, no sé, cuando
uno se va a morir, la muerte lo busca. Él, ese día él se metió por ahí
y cuando llegó a la esquina lo estaban esperando, lo mataron. Los
muchachos se metieron hasta allá y lo sacaron por todo esto…, hasta
la 25, y llegaron a esta esquina, que es la esquina donde yo vivo, no
sé, y en ese momento mi hermanita entró, la chiquitica, y me despertó
y me dijo: ‘Jennifer, Jennifer, mataron a Camilo’. Cuando yo llegué
lo tenían ya en la mitad de la cuadra. Entonces yo, pues yo ya no
podía hacer nada, yo salí y me fui con ellos para el hospital, pero
ya él iba muerto. Ese día mataron a otro también. Entonces yo, con
mi dibujo, quiero como expresar la tristeza que a mí me dio cuando
me di cuenta que habían matado a mi amigo (véase la figura 2 “La
noche”, colcha de imágenes elaborada por Jennifer).

Al representar el suceso de la muerte de su amigo, Jennifer


captura, por medio del color y de la forma, y más tarde por
medio de la narración, el impacto de este acontecimiento en su
vida. A medida que describe la noche en que ocurrió el suceso,
entendemos que es el recuerdo de una intensa experiencia visual,
sensorial y de lugar el que asiste a Jennifer en la creación de
su imagen. Es la memoria de “cosas vistas” la que ilustra la
relación dialéctica entre recuerdo y producción de imagen, y
las maneras en que uno y otro se informan y operan (Küchler
y Melion, 1991b).
Jennifer evoca una potente imagen que le otorga importancia

en seis sectores. La “guerra” tuvo lugar entre las bandas que controlaban cada
uno de los seis sectores y se describe con mayor detalle en el capítulo 1.
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 65

capital a los aspectos físicos del lugar donde fue aniquilado


su amigo y al lugar en donde ella lo vio por última vez. Por
medio de una llamativa combinación de colores y formas,
Jennifer mapea sus emociones en muros y calles. El tamaño
de las calles es ciertamente notorio para cualquier visitante del
barrio Antioquia, dado que son las más amplias que yo haya
visto en un barrio popular de Medellín. En contraste con la
gran mayoría de vecindarios humildes, el barrio Antioquia está
ubicado en una zona céntrica de la ciudad. Emplazado en un
terreno llano, lo circundan el antiguo aeropuerto de Medellín
y la zona industrial. En la imagen de Jennifer, la acción tiene
lugar en la mitad de la calle. Por lo regular, estas calles se uti-
lizan con propósitos sociales y recreativos, y juegan un papel
fundamental en la vida social del barrio. En la actualidad se
celebra su importancia en un festival anual llamado “Calles de
Cultura”. El festival reúne personas, escuelas, instituciones y
organizaciones en torno a la música, los desfiles callejeros, el
teatro, la poesía, los mimos, el arte y las actividades artesana-
les. El festival “Calles de Cultura”, las procesiones de Semana
Santa y de la Virgen del Carmen, el desfile de Halloween y
las celebraciones de Navidad son reconocidos como eventos
“neutrales” y respetados por todos. El acuerdo tácito es que
estas actividades no deben ser interrumpidas con ningún tipo
de violencia y que en estas ocasiones es posible circular por
todo el barrio con el desfile. Los mojones en la imagen de
Jennifer también están ligados a estructuras físicas específicas,
a edificios como el de Medias Cristal —donde funciona una
fábrica de calcetines y ropa en la que trabajan muchas personas
del barrio—, a aspectos del paisaje —como los árboles— y a
las calles y callejones por los que los moradores pueden o no
pueden caminar.
La historia de Jennifer también revela los devastadores
efectos de la violencia en espacios como las calles, que han cons-
tituido lugares de interacción social importantes para los habi-
tantes del barrio. La transformación de las calles en territorios
de cruenta violencia es sólo una de las muchas expresiones del
fenómeno que han experimentado los habitantes de Medellín.
66 / Antropología del recuerdo y el olvido

Un aspecto notorio de la transformación urbana de Medellín


se ve en las maneras como un territorio se convierte:

[...] no sólo es el escenario de confrontaciones; también es lo que


simboliza el poder, lo que se otorga en momentos de alianza, lo que se
negocia en las épocas de tregua. Pero no sólo para ellos. El territorio
se ha convertido, para el conjunto de la ciudad, en el registro más
cercano de los vaivenes de la guerra. (Villa, 1999:2).

En este cambiante paisaje urbano, los habitantes de Mede-


llín luchan por mantener un sentido de coherencia a través de
la prácticas de memoria y de construcción de lugar.

El paisaje sonoro

La música es un elemento clave del paisaje sonoro de los barrios


de Medellín. La música brota de los buses, las casas, las tiendas de
barrio y los bares sin que al parecer esto cree ningún conflicto
o moleste a nadie. En los barrios populares es común encon-
trar dos parlantes gigantescos puestos al frente de una casa,
emitiendo salsa, baladas o música disco a todo volumen. Los
sonidos musicales, puede decirse, están grabados en el lugar
y son descriptores esenciales de las formas en que se sienten
los lugares. Nidier, un muchacho del barrio Antioquia, me
hizo caer en cuenta del poder de la música para evocar hechos
pasados y para describir sentimientos colectivos y memorias
sociales. Su idea era que ella es la llave que activa el recuerdo
de los jóvenes porque tiene el poder de devolverlo a uno en
el tiempo y trasladarlo al lugar. Durante el taller, Nidier cons-
truyó una imagen para una colcha de imágenes (ver figura
3) en la que recreó una zona verde en los linderos del barrio
Antioquia, una zona con árboles muy viejos y una quebrada.
Nidier la describió así:

Nidier: Acá yo represento el tiempo, ¿sí? Como que el tiempo era


de la violencia. Pues esto acá era como la quebradita, el sector de
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 67

La Cueva. Sí, entonces esto era pura manga, el río, la quebrada.


Bueno, entonces yo representé ahí porque yo, con un compañero
[...], en cierta oportunidad varios compañeros y yo estábamos ahí,
todos en su discurso, en sus comentarios, y uno de ellos dio el co-
mentario: ‘El día que yo me muera me ponen este disco, que con
este disco significa todo’ (Nidier toca la canción Siempre alegre, de
Raphie Leavitt):

Hay que pasar la vida siempre alegre


Después que uno se muere, de qué vale
Hay que gozar de todos los placeres
Cuándo uno va a morir, nadie lo sabe
Como la vida es corta, yo la vivo
Y gozo con el vino y las mujeres
Que he de pasar mi vida siempre alegre
Ay, le lo lay, le lo lay
Ay, le lo lay, siempre alegre
No quiero que me llores cuando muera
Si tienes que llorar, llórame en vida.
Entonces, este disco es el que siempre… eso a mí me trae buenos
recuerdos.

La imagen de Nidier aporta el paisaje sonoro a la construc-


ción y percepción del lugar. En su narrativa, y por medio de
su imagen, la sonorización del paisaje (los sonidos del entorno
natural, la conversación de los amigos y la música), la puesta en
escena y los hechos están totalmente integrados a su recuerdo.
La memoria de su amigo muerto se recrea en un paisaje natural
y se evoca al escuchar y tocar la canción. La letra dice “cómo
hay que vivir la vida” y este mensaje se transmite a la expe-
riencia del lugar. La lección se apoya en una lógica que mitiga
la inminencia de la muerte para estos jóvenes, al enfatizar el
mensaje de la vida como un mero asunto de gozo.14

14 En un análisis histórico de las expresiones culturales de los jóvenes en Bogotá,


argumento que las relaciones que se establecen con la música y con los espacios
urbanos han determinado las expresiones culturales juveniles. La música, en
68 / Antropología del recuerdo y el olvido

Figura 3 “Esa época”, colcha de imágenes, por Nidier


Fuente: Taller Memoria, grupo juvenil barrio Antioquia, 30 de mayo de 1997
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 69

Las canciones, en particular, tienen un ciclo de vida social


que les otorga capacidades representacionales y documentales;
más aún, pueden proveer una orientación sobre las maneras
como un grupo específico siente y construye el lugar. La vida
social de las canciones hace referencia a los periodos durante
los cuales una pieza musical es escuchada por la mayoría y a
los hechos específicos que tuvieron lugar durante esos perio-
dos. Tiempo después, cuando la canción vuelve a sonar, se los
rememoran. La fama del cantante popular Darío Gómez, “El
Rey del Despecho”, a mediados de los ochenta y principios
de los noventa, ilustra el potencial de la música para capturar
sentimientos sociales en una época particular. Su tonada Nadie
es eterno, popularmente apodada El himno del despecho, vendió
millones y se convirtió en el tema musical acostumbrado en los
funerales de los jóvenes:

Cuando ustedes me estén despidiendo


con el último adiós de este mundo,
no me lloren que nadie es eterno,
nadie vuelve del sueño profundo”.15

Las temporadas de fiesta y celebración son otra fuente de


recuerdo del paisaje sonoro. Una de las épocas que se recuer-
dan en el barrio Antioquia son los años ochenta, cuando el
barrio entero aprendió a bailar la lambada brasilera; la opresiva

sus diversas manifestaciones rítmicas, es un elemento mediador en la expe-


riencia juvenil urbana, les suministra a los jóvenes un campo significativo
en el cual afirmar distintos estilos que, a fin de cuentas, se convierten en los
cimientos de las identidades juveniles (Riaño Alcalá, 1991b). Hay un extenso
repertorio de canciones de salsa que acompañan y proporcionan “orientación”
a los jóvenes de Medellín. En los talleres de memoria, los jóvenes hablaban
acerca de los himnos y símbolos de su barrio o de su grupo. La mayoría de
estas canciones les cantan a las crudas realidades de la pobreza, la muerte, las
drogas y la violencia, pero también exponen algunos de los valores básicos y
la lógica de las lealtades que esta generación ha aceptado.
15 Darío Gómez, “El Rey del Despecho”, 1996, RCA International.
70 / Antropología del recuerdo y el olvido

presencia de la violencia dejó una huella en el recuerdo de la


música y de los lugares donde se escuchaba.
“Diario, 19 de junio de 1997. Taller de memoria con un
grupo de treinta mujeres y dos hombres del Centro de Ca-
pacitación del barrio Antioquia:16 Sandra, una viuda de alre-
dedor de veinte años y madre de dos hijas, pone un casete de
lambada. La respuesta al ritmo es inmediata y todos empiezan
a aplaudir, a moverse, a balancearse de izquierda a derecha
golpeando las caderas unos con otros, y a reír. Aura y Sandra
terminan bailando frente a todos. Bailan haciendo amplios
movimientos pélvicos, subiendo y bajando las piernas, y on-
dulando el resto de sus cuerpos al ritmo sensual, con posturas
apasionadas y teatrales. Los demás las siguen dando palmas
(ver figura 4). Todos se ríen y se mueven. Cuando concluye la
canción, Sandra explica:

Sandra: Ah, no... Mire, esa música me gustaba mucho y la bailaban en


el barrio Antioquia, la cantaba Natusha. [‘¿En que año fue?’, pregunta
otra persona. ‘En el 89’, dice Rocío.] Fue en el mes de diciembre del
año 1989. Se bailaba en filita, todo el mundo salía como en trencito,
todo el mundo salía… [Varias hablan, gritan, explican] Una falda
alta, ombliguera y una balaca. [‘¡Es que la Natusha era tremenda,
pues!’, dice otra. ‘¡Hasta la ropa!’, grita otra.] Todo el mundo en
trencito bailando. En ese entonces el que escuchara a Natusha era
tremendo, hasta salió la moda de la ropa de ella, se hacían concursos
del que mejor bailara y la imitara. [...]
Santiago: Sí, que por esa época, con esa música en una discoteca
los hicieron desnudar y bailar desnudos, y si no lo hacían los ma-
taban.

16 En el barrio Antioquia también realicé una investigación con dos grupos com-
puestos mayoritariamente por mujeres entre los veinte y los cuarenta años,
vinculadas a un centro de capacitación que la ONG Corporación Presencia
tiene en el barrio. Este centro imparte instrucción en costura industrial a
las personas del barrio —dando prioridad a quienes han sido directamente
afectados por el conflicto local— y engancha a algunos de los aprendices
como trabajadores en las fábricas del sector. Con ambos grupos llevé a cabo
cuatro reuniones grupales y un taller de memoria de un día. En estas sesiones
participaron un total de cuarenta mujeres.
Figura 4 “La bailábamos en filita”
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 71

Fuente: Taller Memoria, Centro Capacitación Barrio Antioquia, 27 de julio de 1997


72 / Antropología del recuerdo y el olvido

Pilar: ¿Quiénes eran ellos? Santiago: Un combo; en ese tiempo eran


Los Chinos, que vivían en el chispero.

El paisaje sonoro de la lambada, descrito por Sandra y


Santiago deja entrever la vida y el temperamento del barrio
durante un periodo específico de tiempo. Mientras la música
y el baile los reúnen a todos en la comunidad del movimiento,
recuerdo y placer, la violencia entra como un marcador clan-
destino de la memoria, de la música y de los lugares en donde
se escuchó y se bailó la lambada. La penetrante presencia de
la violencia no ha destruido el recuerdo intensamente cálido
de los tiempos placenteros. Es una coexistencia conflictiva,
ambas series de recuerdos siguen habitando los lugares. Esta
coexistencia problemática revela las dinámicas culturales que
operan en lugares afectados por la violencia y la ambigüedad
de las fronteras éticas y sociales en la experiencia cotidiana de
aquellos afectados por la violencia.
Nidier y Jennifer se pusieron de pie frente al grupo para
contar sus historias, como lo hizo Sandra con sus relatos y su
baile. Las contaron con sus cuerpos, sus movimientos, sus pau-
sas y sus voces. La expresiva práctica de contar y las maneras
como escenificaron las historias, infundieron de significado
los actos, los eventos y los objetos. Sus cuerpos recordaron
mediante los actos de flexionar, caminar o bailar, mientras que
su recuerdo se convirtió en una nueva puesta en escena de los
acontecimientos descritos y en una expresión de las maneras
como ellos, como jóvenes, experimentan y sienten el lugar.
Es precisamente este sentido de lugar, en tanto ámbito de la
experiencia encarnada, el que le proporciona un sentido de
pertenencia y un saber a jóvenes como Nidier, Jennifer o Sandra,
que mantiene la coherencia y la continuidad, incluso cuando
se ven enfrentados a la muerte y la destrucción.
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 73

Habitar

Los recuerdos siempre están atados o inherentes a lugares;


el lugar es la casa de la memoria y la memoria es la casa
del lugar en el alma.

Michael Perlman, Imaginal Memory


and the Place of Hiroshima.

Julián, un líder juvenil de la zona nororiental de Medellín (ver


mapa nº 3), habla de sus experiencias con las casas juveniles.17
Las casas juveniles, establecidas en 1990, fueron una de las
iniciativas emprendidas por la primera Consejería Presiden-
cial para Medellín para responder a la dramática situación de
violencia que afectaba la ciudad, en particular la zona nororien-
tal.18 La zona nororiental está ubicada al occidente del centro

17 A mi llegada a Medellín, la unidad juvenil de la Corporación Región había


recibido fondos para sistematizar sus tres años labor organizativa y educativa
con las casas juveniles. Estas entidades se crearon en algunos de los barrios
identificados como los más afectados por la violencia. Muchas de ellas estaban
situadas en la zona nororiental de la ciudad, que por entonces padecía pro-
fundamente el impacto de la violencia juvenil y de la economía de la droga.
La sede se alquilaba o bien se adquiría y se le asignaba a un grupo de jóvenes que
se hacían responsables de administrarla y de organizar actividades recreativas
y educativas. Los jóvenes vinculados a las casas eran de muy variado tipo. En
cualquier casa juvenil uno podía toparse con músicos (grupos de rap y punk),
activistas comunitarios, equipos deportivos, líderes populares, activistas de
izquierda, miembros de parroquia o jóvenes involucrados en el conflicto, entre
otros. Varias instituciones gubernamentales y no gubernamentales apoyaban a
estos jóvenes en la planeación de sus actividades y en su componente educativo.
La unidad juvenil de la Corporación Región se interesó en aplicar, a la tarea
de sistematizar su experiencia, el diseño y el proceso que yo empleaba en los
talleres de memoria. Dirigí, entonces, cuatro talleres de memoria y participé
en otras dos sesiones con los miembros de las casas juveniles de los barrios
Popular 1, Popular 2, Villa Niza y Villa del Socorro.
18 La misión de la primera Consejería Presidencial para Medellín fue desarrollar
alternativas para la crítica emergencia social que enfrentaba la ciudad. En 1990,
las casas juveniles empezaron a prestar atención a quienes se hallaban en riesgo
e involucrados en estilos de vida violentos (Márquez y Ospina, 1999).
74 / Antropología del recuerdo y el olvido

de la ciudad. Su proceso de asentamiento tuvo lugar principal-


mente durante las décadas del setenta y el ochenta, por medio
de urbanizaciones ilegales e invasiones, y algo de urbanización
comercial.19 En los años ochenta y noventa, la zona nororiental
registró los más altos índices de muertes violentas de la ciudad.
La imagen de Julián (ver figura 5) y su historia nos envuelven
en las múltiples relaciones vividas que los jóvenes establecen con
los lugares, y los procesos por los cuales locaciones específicas
—como los edificios— adquieren significado. Julián describe una
imagen mientras hace el recuento de varios sucesos:

Julián: Éste es el horizonte, aquí hay un sol chiquitico que está ama-
neciendo; una calle que baja; éste soy yo y éste un amigo mío; ésta es
una tienda; aquí, como en la parte de atrás de la tienda, aquí están
doña Rubiela y una hermana de ella lavando una mancha de sangre
que había en esta calle. Esto fue un 24 de diciembre, en la madru-
gada (en la madrugada no, ya fue en la mañana). Ahora, cuando les
comentaba la actividad que hicimos en el 93, que fue como lo último
que hicimos juntos por allá, ese fue como el punto final, como de
esas coincidencias extrañas. [….] A partir del 91, es decir, nosotros
integramos la casa desde finales del 89. Giovany fue el último, pero
eso fue como progresivo. A partir de cierto periodo empezaron a
haber muchas peleas, muchos problemas, mucha disputa allá aden-
tro; entonces muchos optaron y optamos por salirnos. Pero de todas
maneras quiero hacer ese comentario, lo del trabajo juvenil, porque
lo de casa juvenil en ese momento era, y yo creo que siempre lo va a
ser, algo que no estaba remitido como a un espacio así, cuatro paredes
y un techo, sino que era algo más, como un sentimiento, como una
especie de deber. En todo caso, nosotros estábamos ya todos por
fuera de la casa juvenil y en diciembre del 93 decidimos hacer una
actividad en el barrio, o sea, nosotros ya no pertenecíamos a ningún

19 La zona nororiental se convirtió en el epicentro del activismo político de las


Comunidades Eclesiales de Base y de las organizaciones de izquierda, inclu-
yendo los grupos guerrilleros ELN, M-19 y EPL. Las redes de “chichipatos”
(ladronzuelos) y de pequeñas bandas dedicadas a la delincuencia común han
sido comunes en esta zona. Como se mencionó en los capítulos anteriores, las
primeras milicias urbanas y las “oficinas” más poderosas del Cartel también
se instalaron allí.
Figura 5 “Esto fue un 24 de diciembre, en la madrugada”, colcha de imágenes, por Julián
Fuente: Taller Memoria, casas juveniles de la zona nororiental, 11 de octubre. de 1997
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 75
76 / Antropología del recuerdo y el olvido

grupo, pero entonces decíamos: vamos a hacer alguna actividad de


diciembre en el barrio, a ver si la gente se anima o alguna cosa, y
nos reunimos los que habíamos salido del grupo.

Y continúa describiendo cómo, entre otras cosas, com-


praron regalos para los niños más pobres del barrio:

Entonces nosotros agarramos (ése es el recuerdo que yo tengo atado


a la quebrada), agarramos un montón de regalos, un montón de
cosas que teníamos listas y nos las llevamos para la cañada, en bolsas
y en costales… (‘Pero compramos unos papelitos muy bonitos’, dice
otro.) Los decoramos y arrancamos para la cañada; recuerdo que…
un compañero que ya no está con nosotros, pero en todo caso fue
algo muy curioso, que yo siempre guardé como con mucho cariño,
porque nosotros íbamos como muy atarugados con muchas cosas y
él, como era más o menos gordito o acuerpado…(‘Él decía que era
acuerpado’, dice otro.) Entonces él llevaba dos paquetes, así, todo
picado, entonces la cañada está canalizada hasta cierto tramo, listo,
y se resbaló, y al levantarse (el man quedó así, de lado a lado), y no-
sotros mirándolo, y el man: ‘¿Qué, no han visto nada, güevones? ¿Me
van a recibir o qué?’. Pero era como eso. Creo que fue al día siguiente
o a la misma madrugada de ese día que fue que a él lo asesinaron y
de todas maneras ese momento fue de los que uno compartió con
él y es de los más vivos que uno tiene y lo más especial que me trae
a mí ese recuerdo es pensar, concluir, que el trabajo comunitario no
se agota con la pertenencia a un grupo o que usted tenga una hoja
de vida ya o que le den carné, sino los lazos de amistad que usted
construyó alguna vez allá.

Julián emplea los términos “sentimiento” y “una especie


de deber” para describir el escenario y transmitir, con toda
su riqueza, los diversos significados de “estar en el lugar”. Se
trata de la experiencia y el saber desarrollados a través de la
conciencia y la familiaridad de “haber estado allí”; se trata
de un cuerpo en movimiento que siente las “cualidades” de
los lugares (sonidos, olores, eventos, riesgos, etc.) y que, en
este caso, es recordado por Julián como “atado” a un lugar: la
quebrada. Al contar la historia de sus amigos y sus actividades,
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 77

Julián hizo a un lado su entorno habitual y su vida cotidiana


para tomar plena conciencia de cómo percibía lugares como
la cañada o la casa juvenil.
La historia de Julián gira ostensiblemente en torno al que-
hacer de una comunidad, pero también en torno a la muerte de
su amigo. La narración se desplaza entre estos dos eventos y la
evocación del lugar que está atado a sus recuerdos de amistad,
vecinos y trabajo comunitario; a mojones específicos como la
quebrada; y a imágenes como la de las dos vecinas lavando la sangre
y el hilo de sangre corriendo por la calle; o su amigo colgando
del borde del barranco. Su relación con los lugares se funda
en el emplazamiento: estamos en los lugares o los habitamos
por medio de nuestros cuerpos, al situarnos allí concretamente
(Casey, 1996).
El lugar de las casas juveniles, que va más allá del aspecto
físico hasta evocar “un sentimiento” y “una especie de deber”,
se repitió en muchas de las sesiones que tuve con miembros
y ex miembros de estos centros juveniles. La casa habita en la
memoria como el deseo de estar juntos, de ser parte de un
grupo. La arquitectura de un lugar se construye simbólicamente
en la historia de Julián porque para los integrantes de las casas
juveniles, la casa es, primero y antes que todo, una construcción
emotiva. Las casas cambiaban, se trasteaban de un sitio a otro,
pero persistía la idea de la casa como un lugar de amistad,
aceptación y reunión. Ocasionalmente, la edificación misma
conlleva un profundo significado, cuando la antecede una historia
de esfuerzo colectivo, como en el recuerdo de este joven sobre
la construcción de la casa:

Arley: La casa juvenil… la última, pues, en la que yo estuve, que-


daba junto a la iglesia. Yo me acuerdo mucho, pues, de verdad, [la]
construimos como desde lo material y desde lo interior. Todos par-
ticipábamos, fuera barriendo o haciendo cualquier cosa y, al mismo
tiempo, cada uno sentía que sí, eso era de él, porque no solamente
iba a las reuniones, sino que decía: ‘Yo pinté esa pared o yo barro
el piso’... Eso fue en el 92, si mal no estoy… a ver, de lo que más
procuro rememorar aquí, [son] esos momentos… De algún modo,
estructurándolos bien [para que] pueda mirar qué cosas sirven como
78 / Antropología del recuerdo y el olvido

para ahora, ¿cierto? Yo creo que, de los momentos más gloriosos


que tuvo la casa juvenil, fue ese, en ese momento la casa juvenil
verdaderamente era algo que uno soñó alguna vez y eso mismo me
gustaría que fuera ahora también.

La casa, como espacio físico, también se convirtió en un


refugio y en un sitio alternativo a la calle:

César: Una cosa muy bonita de Corazones Abiertos (el nombre de


una de las casas juveniles) es haber ingresado al proceso y haber
vinculado a muchos pelados, porque los pelados se mantenían por
ahí fumando vicio y los acechaban mucho los milicianos20 (…). Y
nosotros les decíamos: ‘Que si se hacen ahí, les va a pasar algo’.
‘Que si no cambian…’. En fin, hoy muchos no están para contar la
historia, eso fue muy duro en esa época.

En el trasfondo de estos relatos estaba el reconocimiento de


que era “allí” donde ellos, como jóvenes, eran capaces de cons-
truir un lugar para sí mismos en la sociedad. Por entonces, los
jóvenes de la zona nororiental (popularmente conocida como
“la comuna nororiental”) se estaban ganando la reputación
de ser violentos y asesinos a sueldo. El estereotipo del joven
violento fue ampliamente usado para describir y excluir a los
jóvenes de esta zona. En este contexto de exclusión, encontrar
un lugar en las casas juveniles marcó profundamente a estos
muchachos y les proporcionó los referentes para mantener un

20 Cuando los milicianos hicieron su aparición en los barrios, asumieron la tarea


de “limpiarlos” de inseguridad y riesgos. Señalaron a los drogadictos con el
argumento de que habían estado involucrados en actos de violencia contra la
gente del barrio. Los milicianos les hacían hasta tres advertencias en las que
les exigían que dejaran de consumir droga y de atacar a las personas del barrio.
Si no acataban sus órdenes, los liquidaban. Al principio, muchos de estos actos
fueron acogidos con beneplácito por los pobladores, en la medida en que les
permitían llegar, salir y moverse en el barrio sin el temor de ser robados o
atacados. Sin embargo, con el tiempo, muchos empezaron a cuestionar sus
formas de “limpieza social”, su ejercicio vertical del poder y la negativa de
oportunidades a los consumidores de drogas.
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 79

sentido de pertenencia y una manera de encontrar significado


a un periodo extremadamente difícil de su vida.
El tema de la casa se manifestó de muchas formas en las
memorias de estos jóvenes. La casa evoca potentes imágenes
de refugio, un lugar propio, recuerdos especiales, e inspira
también una forma de habitar el lugar. El proyecto de las ca-
sas juveniles, en tanto alternativa económica, social y cultural
para jóvenes involucrados en la espiral de la violencia, chocó
con muchos obstáculos y no consiguió los resultados institu-
cionales que se esperaban. La idea de “nuestra propia casa,”
sin embargo, penetró profundamente en quienes participaron
y se mantiene viva. Esta forma de construir lugar nos ayuda
a entender que la relación entre individuos y lugares no se
restringe al papel de sitios para la acción. Es una relación que
abarca las maneras en que los individuos toman conciencia de
sí mismos en la interacción con su medio ambiente y confirma
el poder de los lugares para comprometer sensorialmente a los
individuos con ese medio ambiente.

Nombrar el lugar

Las prácticas de nombrar el lugar sitúan a las personas en el


tiempo y espacio histórico, las conectan con su pasado y esti-
mulan un repertorio de saberes e historias locales que anclan a
los individuos con un paisaje y una geografía sensorial (Basso,
1997; Cronon, 1992; Cruikshank, 1990; Fox, 1997). Examino
aquí el significado cultural de nombrar el lugar en un ambiente
urbano como Medellín. La exploración de estas prácticas ofrece
un terreno fértil para examinar cómo los jóvenes de Medellín
le dan sentido al medio ambiente que los rodea, y los sistemas
conceptuales con los cuales se lo apropian.
En septiembre de 1997, yo estaba en casa de Ana con otras
dos mujeres; una de ellas tenía casi la misma edad de Ana (al-
rededor de veintiocho años), la otra tenía dieciocho. Estaban
conversando sobre una grabación en video que se había hecho
ese día en torno a la historia del barrio. Durante la conversación
mencionaron “el callejón del infierno”. Les pregunté por ese
80 / Antropología del recuerdo y el olvido

nombre y Ana respondió que había surgido a raíz de que un


muchacho, que era “drogadicto”, había matado a su madre allí.
Ana describió la desesperación del muchacho por conseguir
drogas y cómo sus amigos le dijeron que la única forma de
obtenerlas era matando a su madre y llevándoles su corazón.
Ana recalcó que el muchacho estaba tan desesperado por las
drogas que mató a su madre con un puñal, le sacó el corazón
y empezó a correr. Mientras corría por el callejón, se tropezó,
cayó, y el corazón de su madre se le resbaló de las manos. Desde
el suelo, el corazón le preguntó: “¿Mijo, se aporrió mucho?”.
Ana concluye su historia diciendo que por esta razón a ese sitio
se le llama “el callejón del infierno”.
Mientras la escuchaba, el contenido de la historia me so-
naba familiar. Le dije que yo había oído esa historia antes, en
otra parte diferente del barrio Antioquia. Ana me respondió
enfáticamente que esa historia era exclusiva de su comunidad. Su
abuela, muerta varios años atrás, la había contado durante mu-
cho tiempo. Su amiga estuvo de acuerdo, pero la muchacha más
joven del grupo afirmó que ella nunca antes la había escuchado.
Ana me sugirió que lo corroborara con su suegra, quien también
conocía la historia. Compartí el relato con un amigo y, mientras
se lo narraba, recordé dónde y cuándo la había oído antes. Había
sido en junio de 1997, durante el Festival Internacional de Poesía
que tiene lugar una vez al año en Medellín. La última noche, en
un teatro al aire libre, 60 poetas de todo el mundo leyeron sus
poemas ante un auditorio de más de 2.000 personas. Uno de
ellos era Nedzad Ibrisimovic, un poeta de Bosnia-Herzegovina,
quien leyó un poema que le gustó mucho al público y fue muy
ovacionado. Su poema giraba en torno a un joven combatiente
que, durante la guerra de los Balcanes, se vio atrapado en una
espiral de guerra y violencia. Este joven combatiente mata a
su madre, le saca el corazón, corre y cae. Estando en el piso, el
corazón le pregunta si se encuentra bien.
Se pueden derivar muchas lecciones de esta historia,
particularmente en un medio ambiente como el del barrio
Antioquia, donde es frecuente el uso de las drogas y es habitual
la imagen de una persona joven desafiada a cruzar fronteras
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 81

morales y éticas. La historia del “callejón del infierno” nom-


bra un umbral situacional, dado que el límite que este joven
cruza es uno de los más “sagrados”: el del respeto de la vida
de una madre, un icono reverenciado en la cultura regional.21
A pesar de que ésta es una historia controvertida que no todos
comparten en el barrio, ilustra el saber social y el repertorio
moral que circula a través de lugares y nombres, y las maneras
como éstos se convierten en textos simbólicos colectivos a partir
de los cuales se elaboran glosas sociales y lecciones morales.
Es más, hacen referencia a un material mítico y a experiencias
cotidianas, a las tensiones endémicas y a los dilemas (Warren,
1998). El origen de la historia y sus similitudes con la narrada
en el poema de Ibrisimovic aluden a sus cualidades míticas y a
las maneras en que los cuerpos, los sujetos y las relaciones han
sido elaborados en diversos contextos geográficos y culturales
para ejemplificar valores culturales que corren peligro y las
fisuras del tejido ético y social generadas por el impacto de la
violencia prolongada y de la guerra.

Cambiar nombres, cambiar dinámicas

“El Quinto”, nombre de una de las calles del barrio Antio-


quia, ilustra otro tipo de saber social en circulación e incluso
el poder comunicativo de nombrar el lugar:

21 Tradicionalmente, en la cultura regional antioqueña, la madre ha jugado un


papel clave como centro del mundo doméstico y de la familia extensa. Durante
los años setenta y ochenta, debido a la crisis económica y social de la región,
este papel se acentuó con el incremento del número de mujeres cabezas de
familia y madres solteras (Salazar y Jaramillo, 1994). Salazar ha documentado
la recreación de las bandas juveniles, de ciertos elementos culturales regionales,
tales como prácticas religiosas católicas y el espíritu de la retaliación, que les ha
proporcionado a los miembros de las bandas una especie de telón de fondo
ético para sus acciones violentas. Especialmente significativa es la devoción a
la Virgen María. De hecho, según Salazar, “Dios ha sido destronado. La Virgen
le dio un golpe de Estado” (Salazar, 1990:197). Ésta es una figura más cercana,
femenina, leal y más permisiva; a ella se encomiendan los miembros de las
bandas para pedirle que los proteja porque ella es una madre.
82 / Antropología del recuerdo y el olvido

María: El Quinto… porque ha sido como el patio quinto de la cárcel


Bellavista. Era una calle de casas donde vendían puro vicio. Uno
pasaba por allá y todos eran así [se pone en posición de cuclillas].
En las cárceles los presos son así, ofreciendo marihuana, todo el
mundo fumando así.

Antes de “El Quinto”, la calle se denominaba “El Callejón


del Oeste” por su parecido con el “Oeste americano” que los
pobladores del barrio Antioquia han visto en televisión: ba-
laceras continuas, señales de disparos en las puertas, peleas,
matones y todo tipo de transacciones ilegales. Ambos nombres
capturan un temperamento que se siente en este lugar, un movi-
miento que tiene lugar en esta cuadra en cualquier momento.
Ambos poseen ricas cualidades descriptivas enfocadas en las
dinámicas sociales, más que en los aspectos geográficos. Los
nombres funcionan, en este caso, como metáforas visuales y
comparativas entre las acciones que tienen lugar en las calles
y las imágenes de la cárcel en la televisión.
El cambiante nombre de uno de los sectores del barrio An-
tioquia, El Chispero, sugiere un tipo de historicidad parecido
en las prácticas de nombrar el lugar. Martha explica los cambios
de nombre, empezando por el de “Marquetalia”:

Martha: La calle Marquetalia, eso fue detrás del Centro de Salud,


por la calle nueva que abrieron después. He oído decir que le decían
Marquetalia porque allí vivió mucho tiempo un señor que era muy
malo y le decían Marquetalio. Él se murió y así “colocaron” la calle.
Después llegaron Los Chunes, hace como siete años, o tal vez más;
ellos se hacían en la esquina. A uno de ellos le decían Chun y por
eso los colocaron así. En todo caso ellos se hacían en esa esquina y
hacían una choza para meterse a fumar marihuana y por eso la pu-
sieron El Chispero. Primero era porque mataban y después, ¡porque
encendían muchas chispas! [al fumar marihuana y bazuco].

El nombre de “Marquetalia” también se conecta con una his-


toria nacional de violencia. A finales de la década de 1950 y prin-
cipios de la década de 1960, un grupo de milicianos campesinos
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 83

liberales, entre los que se hallaba Tirofijo (el líder de las FARC),
fundó la “República Independiente de Marquetalia” en una
región central colombiana. En 1964, el gobierno colombiano
atacó la población, en la más vasta operación militar hasta en-
tonces apoyada por los Estados Unidos. Este evento condujo
a la creación de las FARC.
Los lugares cambian de nombre a medida que cambian
el barrio, su situación social y sus ocupantes. En los dos casos
citados, el cambio de nombre refleja el cambio de actividades,
actores sociales y dinámicas sociales.
El Callejón del Oeste era el nombre que se utilizaba cuan-
do esta calle estaba en el centro del conflicto, porque era el
territorio de las bandas de apartamenteros. Cuando la venta
de droga transformó las dinámicas de la calle, se rebautizó
como El Quinto. El cambio de nombre, además, es parte de la
historia del barrio Antioquia e ilustra las historias, los intere-
ses y los poderes que se capturan y se debaten en un nombre.
Un líder de la comunidad habla de los distintos nombres del
barrio:22

Pablo: El primer nombre fue Fundadores porque toda la gente que


había en este terreno se refería como la parte de Fundadores; no
fue que dijeran que así se llamaría, sino que la gente lo llamaba así
porque allí vivían sus propios fundadores. Después lo llamaron barrio
Antioquia porque venía gente de todas partes del departamento. El
barrio tuvo otro nombre: era Corea. Cuando llegó la zona de tole-
rancia en todo Medellín le decían a este barrio Corea debido a lo
de las prostitutas, la violencia, etc. Luego vino el nombre de barrio
Trinidad con la fundación de la Iglesia Santísima Trinidad; eso hace

22 En el barrio Antioquia también trabajé con los miembros de la Junta de Ac-


ción Comunal y con un grupo de residentes que participaban en un proyecto
recreativo y educativo de corto plazo denominado Probapaz. Este proyecto
estaba apoyando el proceso de paz. Llevamos a cabo tres sesiones con un
grupo de quince hombres y mujeres entre los treinta y los sesenta años. Una
sesión adicional se realizó con algunos de los miembros de las organizaciones
comunitarias, y profesores y directores de los colegios de primaria y bachille-
rato de la zona.
84 / Antropología del recuerdo y el olvido

más o menos cincuenta años, cuando el padre Mario Morales moti-


vó a llamar el barrio con este nombre porque el nombre de barrio
Antioquia o Fundadores estaba muy sucio y él quería darle una cara
nueva. Él fue el de la idea.

La narración establece una diferencia entre la práctica


de nombrar y aquella de referir o marcar temporalidades. El
nombre dado se reserva para el lugar donde hay un sentido de
pertenencia —en este caso al “barrio Antioquia”— o el nom-
bre que se asigna oficialmente, “barrio Trinidad”. Los otros
nombres dados son modos de referencia que describen lo que
sucede durante un periodo particular; por ejemplo, “Fundado-
res” nombra los orígenes del barrio y “Corea” describe cuando
el barrio se convirtió en una zona de tolerancia, durante la
década de 1950, los años en que Colombia envió tropas para
combatir en la Guerra de Corea. La historia de los cambios de
nombre en el barrio Antioquia ejemplifica cómo el estigma so-
cial y la exclusión son moldeados por intervenciones políticas y
religiosas, y cómo las prácticas de nombrar de una comunidad
se resisten a esto y simultáneamente lo recuerdan.
La gente del barrio Antioquia lo divide territorialmente en
sectores: La Cueva, El Cuadradero, La 68, El Chispero, El Coco,
La 65, La 25 y Los Ranchos (ver mapas nº 5 y 6). Al nombrar
lugares, los habitantes de la ciudad se ubican a sí mismos en
referentes topográficos distintivos y diferencian entre sectores,
dinámicas, redes sociales y relaciones barriales. En barrios
como el Antioquia, las redes de solidaridad y amistad están
ligadas fundamentalmente al sector en que se vive. Nombrar
el sector en que se vive es una manera de identificar “de dónde
vengo”. El sector se convierte en la fuente de un sentimiento
de arraigo y de redes de amistad, solidaridad y ayuda. En el
clima de violencia y conflicto social que ha permeado estos
barrios, éste también es el medio principal de diferenciación.
Al interior del barrio Antioquia, por ejemplo, las diferencias
territoriales y de lugar marcan y definen quién se relaciona con
quién, qué tipos de interacción comunicativa usan las personas,
sus maneras de moverse en el barrio y los límites territoriales
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 85

del conflicto. Esta dinámica territorial organiza la experiencia de


violencia vivida por los residentes del barrio y establece los
límites de su circulación por calles y espacios públicos. Sin
embargo, fuera de allí y cuando se habla con un extraño, es
el nombre de “barrio Antioquia” el que sirve de referente de
pertenencia para todos.

Tipologías del espacio social y prácticas espaciales

Los nombres cambian a medida que cambian las dinámicas del


lugar. Los mudables nombres transmiten, en forma gráfica,
información práctica sobre el emplazamiento de la violencia y
sus actores sociales. Los lugares y sus nombres son herramientas
que los moradores del barrio emplean para relacionarse con
el paisaje que los circunda, con la aguda conciencia de quién
está presente, qué está sucediendo y qué podría suceder. La
conciencia también proviene de una desarrollada tipología
de los lugares, según el grado de peligro y la intensidad del
conflicto. Esta tipología se aplica para cualificar los nombres
de sitios específicos, no sólo en este barrio, sino también en
muchos otros de Medellín. Los habitantes de la ciudad clasifi-
can y nombran lugares de acuerdo al grado de peligro o seguridad
y las actividades que tienen lugar allí. El término “calientes”,
por ejemplo, describe lugares que se hallan en medio de la
confrontación y donde se puede correr riesgo físico. La deno-
minación es rica en variaciones lingüísticas empleadas para
denotar los distintos grados de peligro que puede experimentar
un individuo: “caliente”, “que arde”, “que hierve”, y así sucesiva-
mente. El reconocimiento del “temperamento” que caracteriza
cada territorio es un componente vital de los saberes que los ha-
bitantes de la ciudad aplican a sus experiencias diarias. Durante
mi extenso trabajo de campo, entre 1996 y 1997, y en las muchas
otras ocasiones en que regresé a Medellín, aprendí a reconocer
los cambios en el temperamento y temperatura de los barrios y
las calles de acuerdo con la mejoría o el deterioro del conflicto.
Tomé conciencia, por ejemplo, de cómo cambiaban en los adultos,
jóvenes y niños los modos de mirar, moverse e interactuar en la
86 / Antropología del recuerdo y el olvido

calle, y los usos de estructuras físicas y edificios (v. gr., la apertura


o el cierre de puertas y ventanas). El temperamento de un lugar
se aprehende principalmente a través de un saber directo y una
conciencia alerta de los cambios en los rasgos sensoriales, emo-
cionales, sociales y geográficos. En este estado avizor, el individuo
se relaciona con el espacio social circundante y captura la energía
generada por cada lugar (Walter, 1988). La memoria juega un
papel clave aquí, en cuanto les proporciona a los habitantes de la
ciudad las herramientas y los referentes para percibir los lugares
y las transformaciones que se operan en ellos.
Hay un conjunto secundario de tipologías de nombres
que describe el temperamento de lugares y territorios, y está
construido en gran parte alrededor de imágenes de fuego y
metáforas de muerte. Los términos relacionados con la muerte
se usan para describir las transformaciones que pueden haber
sufrido los territorios como resultado de cambios en las diná-
micas del conflicto o en los sentimientos que los individuos
adjudican a estos lugares. Se hacen referencias, por ejemplo,
a un conflicto “que está muerto” y a sectores geográficos “que
están muertos”. Mientras hacía un mapa mental del barrio,
Milton, líder de la banda El Cuadradero, del barrio Antioquia,
describía La Cueva como un sector que “ahora está muerto”.23
Explicaba que el conflicto en este sector ya no estaba activo y,
por lo tanto, él lo consideraba un sector “muerto”. Un “sector

23 Los miembros de una de las bandas del barrio que firmaron el acuerdo de
paz en 1995, también se vincularon a las sesiones y a los talleres de memoria
que facilité en el barrio Antioquia. Este grupo era conocido en el barrio como
la banda de El Cuadradero. Estaba conformado por ocho hombres entre los
diecisiete y los veintisiete años de edad, que habían estado involucrados en
la última “guerra” que había tenido lugar en el barrio. Realicé tres sesiones de
grupo con ellos, un taller de memoria de dos días, y muchas otras reuniones
informales en las que ellos recopilaron información y compartieron historias.
Las primeras tres sesiones con este grupo se realizaron fuera del barrio, en la
zona nororiental, donde estaban recibiendo un curso de capacitación en me-
cánica y reparación de motocicletas. Aunque al principio estaban recelosos,
su entusiasmo creció en cada sesión. Reunieron fotografías, documentaron
sus propios recuerdos como miembros de la banda y entrevistaron a algunos
de los vecinos del sector.
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 87

muerto” también implica que no hay una banda activa o sen-


timientos exaltados contra este territorio. La “muerte” se usa
para describir la ausencia, pérdida o carencia de disputa.
Las imágenes de calor y los verbos asociados al fuego fun-
cionan como descriptores simbólicos y sensoriales de maldad y
violencia: los individuos, los grupos y los territorios “se calientan”
se vuelven peligrosos, y algunos sectores o barrios se convierten en
territorios de confrontación y violencia. “Calentarse” se ha conver-
tido en un modismo local que describe la transición sensorial y la
efervescencia que siente el individuo que se sumerge de lleno en
actividades violentas, y también se usa en su tradicional acepción
popular como descriptor de excitación sexual. En la jerga local,
“calentarse” inscribe un activo potencial de acción (agencia) en
el individuo, específicamente en los hombres jóvenes, pero tam-
bién asigna este activo potencial de acción al lugar o al territorio.
Los lugares “calientes” se caracterizan por un temperamento
territorial que se comporta como el fuego. La aprehensión de
dicho temperamento requiere de un razonamiento sensible en
el que la sensación y el deseo se entrelazan profundamente para
otorgarles a los individuos un saber del lugar.24 Esta percepción
del lugar involucra al cuerpo y se articula con una experiencia
personificada de conciencia acrecentada. Para el ciudadano co-
mún, este conocimiento de los lugares, según su temperamento
y su “temperatura”, funciona como lo hace una señal de tráfico
con los caminos y desviaciones que se deben tomar. La transición
sensorial de “calentarse” suscita la fuerza —devastadora y abra-
siva— del fuego y el calor, pero también sitúa al deseo como ele-
mento fundamental del temperamento que adquieren los lugares

24 En este punto sigo el análisis de Walter en torno a la filosofía de Platón, quien


considera el lugar como una matriz de energías y un receptáculo activo. Walter
cree que la aprehensión de un lugar requiere un razonamiento sensible; amplía
la idea de Platón, según la cual asir y conocer el lugar están por fuera de la
razón y la sensación, “sino, en algo más, en un curioso, espurio modo de asir
la realidad” (Walter, 1988:121-122). La aprehensión del temperamento de
los lugares se rige por esta especie de razonamiento sensible. Es un saber que
es necesario aprehender con mucho cuidado cuando se intenta capturar el
temperamento de los lugares que están sujetos a las dinámicas de violencia.
88 / Antropología del recuerdo y el olvido

y los individuos. “Calentarse” y los actos de violencia sangrienta


asociados a ello están ligados al placer y al deseo. Las decisiones
y las subsecuentes acciones de alguien que está “caliente” mez-
clan deseo sexual, sensibilidad y una conciencia que se desarrolla
cuando un individuo participa activamente en acciones violentas.
En un contexto local en el cual el uso de armas y el control de
territorios son fuertemente reconocidos, ser un “calentón” otorga
estatus, primordialmente para los hombres, pero también para
las mujeres. De acuerdo con el siguiente diálogo, sostenido por
miembros de la banda El Cuadradero, la condición de “calentón”
les abre oportunidades de reconocimiento social y sexual:

Milton: Lo que mata al barrio es que todo el mundo quiere tener


fama [‘¡Sí, sí, sí!’, asienten varios].
Wilfredo: Las peladas también, entre uno más malo sea, más lo
quieren […].
Milton: No es que las mujeres en el barrio solamente… porque la que
tenga más fama se come al más teso… En el barrio uno, como hombre,
no tiene la necesidad de vacilar las mujeres, ellas le dicen a uno: ‘Oíste,
como estás de bueno’. Sí, y uno calentón más fácil las consigue.

Al volverse calientes, los individuos tienen acceso a la


“fama”. Escuchamos de Milton que la gente del barrio “muere
por” la fama. Ligados a ella están el poder territorial y el re-
conocimiento social y sexual. Esta conexión entre calentarse y
ganar fama es, como bien lo saben los miembros de la banda El
Cuadradero, una fuerza que empuja a los jóvenes a involucrarse
en acciones violentas. Bajo esta óptica, la violencia se convier-
te en una experiencia sensorial y comunicativa que induce al
placer y se manifiesta por medio de prácticas territoriales, y
deseos corporales y territoriales. Esta jerga y estas narrativas
también configuran las construcciones locales de las relaciones
de género y los ejes de diferencia y desigualdad al interior de las
comunidades (Theidon, 2003). Refuerzan los valores guerreros y
un modelo de heroísmo masculino que mezcla proezas sexuales
y violentas como elementos cruciales en la construcción de las
identidades masculinas y en la legitimación tanto del poder
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 89

local de los grupos armados como de los mecanismos de dife-


renciación y opresión de género (Theidon, 2003).
El temperamento de los lugares se capta mediante un co-
nocimiento local directo de la calidad percibida de los lugares.
También es una práctica que les permite a los jóvenes entender
el entorno urbano y las relaciones sociales que se despliegan en
él. Las tipologías del temperamento de los lugares revelan los
tipos de interacciones, apropiaciones y usos de territorios y
lugares específicos por parte de los habitantes de la ciudad,
y operan como una herramienta, una especie de termómetro
que les ayuda a los pobladores a medir los riesgos asociados
con el viaje por la ciudad.

La añoranza de la “tierra”
cuando se vive en “tierra” ajena

A lo largo de los años, el número de viajeros del barrio


Antioquia a los Estados Unidos, como parte de las redes del
tráfico de droga, se ha mantenido alto. Algunos de ellos se han
quedado fuera por largos periodos y otros han ido y vuelto con
regularidad. En el “Norte” americano, los habitantes del barrio
han intentado “reconstruir” un sentido de lugar, recreando el
ambiente y las relaciones del barrio, y nombrando lugares. Un
sector de Queens, en Nueva York, se denomina “el barrio Antio-
quia de la USA”, porque, como dice don Ramón, “era el centro de
reunión de la gente que era del barrio Antioquia”. Don Ramón,
un antiguo vecino del barrio, le describe a Santiago, mi asistente
de investigación y líder juvenil del barrio, cómo evolucionaron
los nombres en Estados Unidos:

Ramón: No, la gran mayoría de gente, de los que fuimos a los


Estados Unidos —yo soy de por allá del año 77, que fui la primera
vez yo—, pero la gran mayoría que fue antes iba a trabajar en lo
que fuera: lavando platos, haciendo mandados, en las fábricas, en
todas esas cuestiones. Ya había uno que otro que tenía las malas
mañas, como los carteristas, pero se dieron cuenta de una gran
cosa: que los gringos no acostumbran a sacar dinero en la cartera,
90 / Antropología del recuerdo y el olvido

únicamente las tarjetas de crédito; entonces aquí no sabíamos lo


que representaba una tarjeta de crédito. Entonces se robaban la
cartera, ¡las tarjetas, las botaban! Pero la gran mayoría de los que
viajamos en esa época —porque yo te digo: yo empecé a viajar, o
yo fui la primera vez allá en el año 77—; la gente iba y se le medía
a los trabajos que fueran allá. Que siempre en Estados Unidos a los
que íbamos de todas estas partes de aquí se nos tenía como indios,
que éramos, que hacíamos cualquier cosa por cualquier miseria.
[‘Cualquier dinero’, dice Santiago]. Pero de resto, la gran mayoría
íbamos a esos trabajos, trabajos sucios que llaman los americanos,
trabajos demasiado complicados por lo que era ensuciarse uno, ¡y
muy duro! Mal pagos y muy duros. Ya después de esto, a lo que ya
empezó el auge de la… del polvo, entonces ya sí empezó a viajar
la gente. Y me cuentan, me contaba alguien allá, en los Estados
Unidos, que allá hacían los negocios de la cocaína, los negocios los
hacían en las mesas de los cafés, ¿sí? Se examinaba el material y se
contaba la plata; ahí, en las mesas de los negocios: [en bares como]
Las Acacias, La Fonda, Gran Colombia… ¡Eh!… ¿Cómo se llama-
ba? La Herradura, Añoranzas, que no sé si Añoranzas era de esa
época, pero que ahí, en Añoranzas, siempre terminaban hablando
de negocios todas esas personas.
Santiago: Estos sectores de los que me estaba hablando, ¿de dónde
eran?
Ramón: Eso era en el sector de Queens. Exactamente en Roosevelt
Avenue, eso era más que todo Roosevelt Avenue, eso era en deter-
minado momento, eso fue llamado… Por ejemplo, un negocio que
se llamaba La Fonda, la gente lo llamaban allá El Baliska [nombre
del bar más popular del barrio]. ¡Ah, imaginate, pues! O sea, que
era el centro de reunión de la gente que era del barrio Antioquia.
¡Claro! Allí se encontraban, conversaban, hacían negocios… Ahí
comían, porque era un restaurante colombiano. Eso era de… según
me dicen a mí el restaurante, no el negocio en sí, el restaurante era
de doña Alicia, doña Alicia, la esposa de ese señor de los Mejía,25 al
que le llaman el Majapo. ¡El Majapo, exactamente! La esposa de él
era la dueña del restaurante. Por allá servían unas bandejas paisas,
eso. Entonces allá todo el mundo se reunía a disfrutar de la buena

25 Los Mejía fueron la familia del barrio Antioquia que empezó el “negocio” en
los Estados Unidos, durante la década del sesenta.
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 91

comida y muchos se encontraban ahí como punto de reunión, en


ese entonces, ¿cierto? Y ya después la policía empezó a caerle a estos
sitios así, entonces eso espantó mucho a la gente, ¡sí!

Los lazos de esta comunidad con la distribución de drogas


han recreado referentes sociales locales y de lugar en los Es-
tados Unidos mediante la práctica de renombrar lugares de
encuentro en ese país con los nombres de los lugares ubicados en
el barrio; sin embargo, prácticamente no existen referentes
de lugar que se relacionen con la ciudad de Medellín entre
los habitantes del barrio Antioquia. La inexistencia de estos
referentes de ciudad puede explicarse por la estigmatización
y la exclusión del resto de la ciudad que la gente del barrio
Antioquia ha experimentado desde 1950, cuando el barrio fue
declarado la zona de tolerancia de Medellín. En contraste, los
vecinos del barrio reconocen numerosos referentes de lugar
que están ubicados en los Estados Unidos. Pero, como sugiere
la narración anterior, la práctica de nombrar el lugar y de
reconstruirlo es aquella de imaginar y reconstruir “la tierra”
lejos de la “la tierra de uno”. Los sentimientos de añoranza en
una tierra ajena, donde los residentes del barrio viven en una
situación de permanente riesgo, se experimentan en los bares,
los restaurantes y las calles. Allí se reúnen para recordar la “tierra”,
enterarse de qué está pasando en casa, escuchar música “con
los paisanos” y comer.
La insistencia en nombrar el lugar entre los residentes del
barrio Antioquia puede verse como una manera de conservar
el sentido de lugar. Esto se nutre de la historicidad de los
eventos evocados por el nombre, de la textura biográfica y
mnemónica que está ligada tanto al lugar como a su nombre,
de las lecciones morales que pueden extraerse de las historias
que hablan de lugares y, en ocasiones, de la precisión de sus
descripciones topográficas y físicas. Los nombres de los lugares
en este contexto urbano están imbuidos de maneras creativas
de nombrar, que evocan historias pasadas, mitos fundacionales,
emociones, lecciones morales o poderosas descripciones de
los rasgos físicos y sociales del lugar. Los nombres de lugar les
92 / Antropología del recuerdo y el olvido

proveen a los residentes de la ciudad imágenes mentales y un


saber social que guía sus prácticas de caminar, circular e inte-
ractuar, y se convierten en recursos culturales que los orientan
en sus vidas cotidianas.

La imaginación y el cruce de la frontera

El vínculo entre imaginación y lugar no es un asunto trivial.


La pregunta existencial, “¿a dónde pertenezco?”, se le formula
a la imaginación.

Eugene Walter, Placeways

Durante mi trabajo de campo, me impresionó la pasión


con la que muchos de los trabajadores comunitarios y los
jóvenes vislumbraban y se comprometían con proyectos que
transformaran sus alrededores en lugares significativos para su
imaginación. Me topé con esta especie de “visión” en la zona
nororiental. Hernán, director de una ONG local y vecino de
la zona, me llevó a un sitio ubicado bajo un puente de tráfico
pesado que brinda acceso al barrio Villa del Socorro y a muchos
otros.26 Años atrás, Manuel, un líder comunitario, concibió la
idea de construir un teatro al aire libre bajo el puente (ver mapa
nº 3). El proyecto arrancó con la ayuda de un arquitecto, pero
Manuel nunca lo vio terminado, pues lo mataron antes de que
el teatro estuviera listo. Hoy, una placa conmemorativa sobre la
columna central del puente le rinde homenaje al líder y explica

26 También realicé un taller de memoria con los trabajadores y voluntarios de


Convivamos, una ONG de la zona nororiental, fundada por vecinos de dicha
zona, en especial de los barrios Villa del Socorro, Moscú y La Salle. Este or-
ganismo promueve la organización comunitaria con jóvenes, mujeres, niños y
cooperativas, e iniciativas de salud y paz en el sector. Para Convivamos, el taller
fue una oportunidad de revisar su trabajo y sus recuerdos como residentes.
Ellos integraron las transcripciones y los productos de este taller a su recopi-
lación escrita de una historia de la organización. Uno de sus coordinadores
me llevó a hacer dos recorridos por la zona.
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 93

el “bautizo” del teatro con su nombre. El singular diseño del


teatro se mezcla con cada aspecto del paisaje. Las escaleras de
concreto son las sillas del teatro y están dispuestas en círculo,
desde el pie de la colina hasta arriba, al nivel de la calle, por
entre los muchos declives del escarpado terreno. A cada lado
de las filas de escalones, explica Hernán, se hallan casas que
han sido embellecidas gracias a los esfuerzos de los residentes,
siguiendo el acabado del teatro. El escenario está ubicado en
la parte más baja y plana. Las columnas del costado norte del
puente se usan para la proyección de películas y para guardar
los equipos de proyección. Las columnas del costado sur cons-
tituyen el trasfondo del escenario (ver figuras 6 y 7). En una
de ellas, Nemo, un paisajista urbano francés, pintó uno de sus
errabundos personajes urbanos. En medio de las columnas, al
costado sur, se construyó un salón comunitario. Las paredes
de ladrillo rojo del salón comunitario y el piso del escenario
contrastan con el entorno verde y lleno de hierba, las piedras
amarillas y el color gris de las casi cien filas de escalones.
Hernán habla con entusiasmo de este proyecto. Describe el
paisaje anterior, un maloliente depósito de basuras, un temible
“hueco”, una quebrada muy fangosa, resbaladiza, que producía
una gran erosión en los inclinados y deforestados pies de las
colinas, mientras las casas de los alrededores se deslizaban.
Habla de los esfuerzos y el intenso trabajo que implicó educar
a la comunidad de Villa del Socorro en torno al valor y al futuro
de un proyecto semejante. Su vínculo con este lugar es tanto
sentimental como simbólico, y es compartido por muchos otros.
Hoy, el paisaje se funde con la energía humana y mnemónica
que sitúa al puente como un centro de actividad cultural y
social. Este acto de construcción de lugar envuelve, en una re-
lación dialéctica, los actos de recordar e imaginar. La cualidad
del lugar se experimenta aquí por medio de la memoria y la
imaginación (Walter, 1988). Al imaginar este lugar, Manuel,
Hernán y otros, crearon una visión de otra comunidad. Hoy, la
placa conmemorativa devuelve a Hernán a cuanto ha sucedido
y al recuerdo de la muerte de Manuel. El puente, entretanto,
continúa dándole un arraigo material y simbólico a su trabajo y
94 / Antropología del recuerdo y el olvido

Figuras 6 El teatro bajo el puente


Fuente: fotografía Pilar Riaño
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 95

Figura 7 El teatro bajo el puente


Fuente: fotografía Pilar Riaño
96 / Antropología del recuerdo y el olvido

a sus sueños sobre las posibilidades para su trabajo comunitario.


Los fuertes lazos y la relación dinámica entre lugar, memoria e
imaginación hablan de la relación entre pasado, presente y futu-
ro, embebida en los actos del recuerdo y el olvido. Esta dinámica
relación también está inserta en las prácticas de circulación y en
las estrategias adoptadas por los residentes para cruzar los límites
impuestos y las restricciones territoriales.
Circular por un territorio “prohibido”, bien sea porque se lo
percibe como inseguro o porque hay una prohibición explícita,
fue definido por algunos jóvenes como “cruzar la frontera”.
Estas prácticas de cruzar la frontera y circular conducen a una
trasgresión territorial que desafía las territorialidades creadas
como resultado de los conflictos armados. Estas prácticas, ade-
más, evidencian las tensiones y continuidades entre las prácticas
de construir, mantener y sobrepasar límites, que se asocian a
la violencia territorial, y las que se asocian a la construcción de
identidades generacionales y culturales (Fernández, 2000). En
la zona nororiental, la firma del pacto de paz con las milicias,
en 1994, levantó las restricciones para circular, de los jóvenes
que participaban en las casas juveniles. Desde la creación de las
casas juveniles, sus miembros debían encontrarse fuera de la
zona. Wilfredo, fundador de la casa juvenil del barrio Popular 1,27
recuerda estas visitas como una de las “cosas más bonitas” en
las que participaron:

27 La historia de El Popular es representativa de muchos otros barrios de la


zona nororiental. Se inició en la década del setenta, como invasión de terre-
nos apoyada por un cura revolucionario. Muchos de los colonos eran campesinos
recién llegados que buscaban escapar de la Violencia. La Iglesia y las organi-
zaciones de izquierda tenían una fuerte presencia en la vida del barrio, en lo
que respecta al reclutamiento de vecinos para sus movimientos y al apoyo de
luchas destinadas a la obtención de infraestructura básica. A finales de los años
setenta se conformó la primera “defensa civil”. La policía autorizó que los
residentes usaran armas de fuego y patrullaran el barrio. Como una reacción
contra los excesos de la defensa civil, los jóvenes se organizaron en la banda
de Los Nachos; poco después surgieron muchas otras bandas. En la década
del ochenta, había varios grupos de punk en el barrio, que combinaban sus
gestos y estilos musicales y consumistas con las actividades regulares de una
banda. A mediados de 1980, el M-19 estableció allí un campamento de paz.
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 97

Wilfredo: Por ejemplo, yo, a Julián, lo conozco es por eso, por las
casas: yo bajaba a Villa Niza; él subía. […] Por ejemplo, si aquí hubiera
asistido alguien de Villa del Socorro o alguna gente del Popular 2
o de Santa Cruz, hubiéramos mirado el lazo, o sea una cadena de
puntos que habíamos unido con el Popular 1, hasta arriba. Ésa era
la idea, porque en esa época una de las cosas más bonitas era, por
ejemplo, era que sabíamos que verdaderamente estaba pasando algo
y uno sentía lo que pasaba cuando uno subía a pie hasta el Popular;
o sea que históricamente ahí había unas comunidades, entonces;
sabía que había muros, (pero después) uno subía en gallada pues,
y ya desde esa época uno los veía bajar a ellos. […] Muchas veces
uno dejaba de arrancar porque había un sancocho o no subía la
gallada, entonces uno arrancaba sólo y subía por allá, se iba pa’ la
casa juvenil, porque ya había lazos, relaciones de confianza, es decir,
ya se había producido eso.

Wilfredo subraya esta experiencia de visitar y construir rela-


ciones de confianza. Con un profundo sentido de la historia, él
declara su condición de hacedor de historia porque “sabíamos
que verdaderamente estaba pasando algo”. Su imagen carto-
gráfica es aquella de un viaje a través del cual ellos trazaron
sus lazos y establecieron un trayecto: subiendo y bajando las
pendientes lomas para visitarse unos a otros, cocinando sanco-
chos y reforzando los lazos que cruzaban fronteras y barreras.
El trayecto, para Michel de Certeau, sugiere un movimiento
temporal a través del espacio, “la unidad de una sucesión dia-
crónica de puntos por los cuales pasa éste y no la figura que
forman estos puntos en un espacio que se supone es sincrónico
o acrónico” (De Certeau, 1988:35). La descripción de Wilfredo

Cuando fracasaron las negociaciones con el gobierno nacional, los militantes


regresaron a las montañas y la mayoría de los jóvenes entrenados en estos
campos se unieron a las bandas y, más tarde, a las milicias urbanas. Cientos
de bandas emergieron en el área, muchas de ellas con vínculos con las redes
del tráfico de droga, y muchas otras volcadas a la intimidación y el amedren-
tamiento de los vecinos. A principios de 1990, las milicias urbanas hicieron
su aparición en el barrio. Desde entonces, milicias y bandas se han disputado
el control de éste. A finales de 1990, el frente urbano de los paramilitares, el
Bloque Metro, tomó el control del área.
98 / Antropología del recuerdo y el olvido

incorpora ambos elementos de movimiento y figura para ilus-


trar los cambios en la vida diaria y en las relaciones entre los
jóvenes después de la firma del acuerdo de paz.
Martín, otro joven de las casas juveniles, lo denomina “rom-
per fronteras”, echar abajo “las barreras” para circular:

Martín: Porque no se podía o porque había problemas [ir a otros


barrios o sectores], entonces ahí fue donde hubo la unión de muchos
grupos y barrios, porque había dificultades entre barrios y uno no
podía pasar de acá porque lo mataban o le hacían algo. Entonces,
por medio de los grupos, eso fue de mucha ayuda, como romper esas
fronteras, esas barreras.(Taller con miembros de las casas juveniles,
11 de octubre de 1997).

Los jóvenes de las casas trasgredieron identificaciones


territoriales limitadas a su cuadra, su barrio o sus casas juve-
niles y construyeron lazos al otro lado de los límites. Estaban
construyendo, por medio de la imaginación, nuevos territorios
libres de fronteras. Ésta no siempre es una tarea fácil, como lo
ilustra el siguiente ejemplo.
En la zona centroriental de Medellín (ver mapa nº 3), el
comité para la integración juvenil promovió un evento para
juntar los grupos juveniles de todos los sectores bajo el eslogan
“por una zona sin fronteras”. Estos jóvenes estaban promovien-
do la participación juvenil en asuntos que concernían a toda
la ciudad y estableciendo alianzas juveniles que no se restrin-
gieran a filiaciones territoriales. Durante un fin de semana, en
el mes de julio de 1997, entre diez y doce grupos juveniles de
diversos barrios intercambiaron sus experiencias y participa-
ron en eventos musicales y actividades culturales, educativas y
recreativas. Sin embargo, los jóvenes organizadores del evento
temían que los actores armados, específicamente las bandas,
irrumpieran allí, y para prevenirlo solicitaron la presencia de
la policía. Paradójicamente, la manera en que la policía dio a
conocer su presencia terminó contradiciendo la idea de “una
zona sin fronteras”. Al acercarse a la escuela donde tenía lugar
el evento, el primer impacto visual era una barricada de rocas
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 99

y cuerdas puesta por la policía en la calle que conducía a la


escuela. A medida que quienes se aproximaban al evento “de
una zona sin fronteras” cruzaban la barricada y empezaban a
remontar la calle, el segundo impacto visual era la imagen de un
camión de la policía en toda la cima de la colina. Esta imagen
estableció una frontera simbólica porque para la gran mayoría
de los habitantes de la ciudad la presencia de esta fuerza está
asociada con la represión. Las pancartas y los letreros puestos
por los grupos juveniles quedaron bloqueados por el camión.
En la tarde, una banda juvenil del barrio más alto de la colina
bajó y algunos de los jóvenes del sector los retaron a una pelea
a puños. Los organizadores debieron clausurar el evento tem-
prano para prevenir cualquier choque y porque la policía se
estaba marchando. Los temores del grupo validaron su decisión
de solicitar protección policial. Infortunadamente, la manera
como se prestó dicha “protección” recreó las mismas prácticas
de exclusión que el evento esperaba impugnar.
La violencia determina de manera fundamental las activi-
dades de caminar y viajar en Medellín. No obstante, afecta a
los individuos de diversas formas, de acuerdo con su experiencia
pasada (en especial con la delincuencia callejera) y con el grado
de distancia social que establezcan con el conflicto violento (v. gr.,
el reconocimiento de su neutralidad, lealtades y simpatías). Las
prácticas de circulación también son moldeadas por las historias
y los imaginarios colectivos,28 por ejemplo, el miedo o la fe,
que expresan un punto de vista singular sobre la seguridad de
cómo y dónde circular (García-Canclini, 1989). Las prácticas
de imaginar o cruzar límites desafían la noción de territorio
como instrumento de guerra y medio para manipular los
temores. Estas prácticas alternativas articulan una memoria

28 La noción de imaginario se enlaza con dos términos; primero con “imagen”,


en el sentido general de la acepción (no sólo visual, sino también de forma);
y segundo, con la noción de invención. Cornelius Castoriadis (1997) entiende
imaginario no como un adjetivo, sino como un sustantivo: un lugar de creación
en cualquier colectivo humano, una “dimensión de imágenes, consciente o
inconsciente, percibida o imaginada” (Battaglia, 1995:440).
100 / Antropología del recuerdo y el olvido

de territorialidad y circulación como eventos significativos de


construcción de lugar.

Comunidades de memoria en el lugar

Mi preocupación por las dimensiones culturales de la violen-


cia ha moldeado mi enfoque etnográfico sobre la experiencia
vivida por la juventud de Medellín. El énfasis en este enfoque
no está puesto en una forma de violencia —política, doméstica o
relacionada con la droga—, sino en las múltiples formas como
la violencia impacta las vidas cotidianas de los habitantes de la
ciudad y sus respuestas plurales y trascendentes: resistencia,
capacidad de recuperación, pesadumbre, dolor, humor e iro-
nía (Kleinman y Kleinman, 1997). Tomando distancia de las
aproximaciones esencialistas y singulares de violencia, que se
rehúsan a ver cómo penetra los aspectos más fundamentales
de las vidas de las personas, este capítulo ha documentado las
maneras como la memoria y un sentido de lugar moldean la
experiencia de la violencia en la cotidianidad de los jóvenes de
Medellín (Robben y Nordstrom, 1995a). En él se examinaron
los efectos territoriales de la violencia en el paisaje social y físico
de Medellín y cómo sus habitantes, por medio de la memoria y
la construcción de lugar, resignifican territorios y reconfiguran
sus identidades culturales.
Este capítulo esbozó prácticas sociales y culturales que ligan
a los jóvenes con los territorios y facilitan su circulación por
la ciudad, a pesar del conflicto violento. Las restricciones a
las prácticas rutinarias de caminar de un lugar a otro, las han
desplazado del terreno de lo ordinario al de lo impredecible e
incierto. En este contexto local, conceptos tales como “franjas” y
“fronteras” toman forma no sólo como descriptores de las diná-
micas territoriales, sino también como metáforas espaciales que
ilustran las maneras en que circulan los recuerdos socialmente
excluidos. Este tráfico de recuerdos entre fronteras y márgenes
hace posible la formación de comunidades de memoria. Los
recuerdos cruzan límites y transgreden fronteras con mucha
más facilidad y libertad que los individuos. Investir lugares
Recordar el lugar: construir y percibir lugares / 101

de significado —incluso en sitios físicos donde todos los lazos


sociales o los referentes físicos han sido removidos— se facilita
gracias a la capacidad de la memoria de transgredir fronteras
físicas. La memoria actúa como una “práctica puente” que
preserva un saber implícito, que les informa a los habitantes
de la ciudad cuáles son las rutas de circulación seguras y las
maneras de conducirse mientras caminan o viajan. Más aún,
les informa sobre tácticas de circulación que combinan recur-
sividad, sagacidad, pericia, sentido de la oportunidad y una
profunda percepción del temperamento y las energías de los
territorios.
Bajo las dinámicas territoriales de violencia en Medellín,
las asociaciones entre las personas, los recuerdos y los lugares
con frecuencia son problemáticas. Los recuerdos que aglutinan a
las personas y que las instruyen sobre quiénes son, habitan
en los lugares, como lo hacen las sensaciones de destrucción
y dolor. Los recuerdos del terror están impresos en los lugares, y
los sentimientos de miedo han transformado radicalmente las
relaciones entre la gente y los lugares. Así, la memoria está en
peligro cuando es “exiliada y abatida” por el violento borrón
de sus marcas físicas, de la reterritorialización de los lugares
como sitios de guerra y el poder que tiene la violencia —como
forma de comunicación— para suprimir y fragmentar (Delga-
do, 1997; Gupta y Ferguson, 1997b).
Cuando el tejido social de la vida diaria se ve seriamente
afectado por las dinámicas de la violencia, es en el recuerdo y el
olvido donde los jóvenes de Medellín encuentran referentes co-
munes y una conciencia de las cosas y los seres que han perdido
a causa de la violencia. En el interior de comunidades divididas
por la guerra, para quienes las oportunidades de comunicarse
e interactuar están amenazadas, esta manera compartida de
percibir los lugares mediante la memoria es una expresión
y una metáfora para establecer un sentido de continuidad e
identidad. Estas comunidades de memoria se construyen de
manera temporal, cuando los vecinos se encuentran y compar-
ten historias, y pueden llegar a aferrarse de lazos sociales más
duraderos, como el grupo juvenil o la familia. Estar arraigado,
102 / Antropología del recuerdo y el olvido

en este contexto desafía los restringidos límites espaciales y


sociales y los referentes fijos de identidad o comunidad para
implicar aquello a lo que alude Liisa Malkki (1995) con una
movilidad “crónica” y los desplazamiento rutinarios que les
exigen a las personas “inventar hogares y patrias” a través de
la memoria.
Capítulo 3

Las memorias vivas de la muerte:


historias orales de muerte
y de muertos

Uno a veces piensa (que) después de uno muerto el otro


no piensa, no ve, no siente lo que uno cree del otro… ¡Vida,
hermano en vida, y mentiras! Que aunque haya muerto
hace tiempo, (a) uno (lo) va(n) a recordar siempre, entonces
se pueden evocar sentimientos.

Rodrigo, líder de las casas juveniles

En Medellín, específicamente en aquellos sectores azotados


de forma continua por la cruenta violencia, los muertos y la
muerte tienen una historia oral. Esta memoria viviente del pasado
se halla en anécdotas personales, en experiencias individuales
y de grupo, en el recuerdo de hechos que presenciaron, en
rumores y la tradición oral,1 y se organiza en una cartografía de
lugares mnemónicos. Las narraciones locales de cómo murió

1 El capítulo 1 ilustra esta tradición oral que, en Colombia y en el contexto


regional de Antioquia, alude a los dos periodos de violencia bipartidista: la
Guerra de los Mil Días (1899-1902) y la época de La Violencia, entre finales
de los años cuarenta y la década del cincuenta.
104 / Antropología del recuerdo y el olvido

alguien, el lugar que ocupan los muertos en las vidas de los


vivos, y las actitudes hacia la muerte y los muertos, ofrecen un
terreno fértil para entender cómo los jóvenes de Medellín le
dan sentido a su vida diaria y cómo han moldeado sus culturas
para enfrentar la incertidumbre y las paradojas de una impre-
decible situación violenta (Jenkins, 1998).
Mediante el estudio de una singular serie de narraciones
orales y prácticas de memoria que se organizan alrededor de la
muerte y los muertos, exploro en este capítulo la formación de
comunidades temporales para recordar a los muertos y su fun-
damento en un sentido de lugar. Veo la muerte y a los muertos
como hilos conductores de la narración de una historia oral y
una imaginería simbólica, y como organizadores centrales de
las interacciones cotidianas de los jóvenes. Este material nos
confronta con las heridas sociales y el sufrimiento humano que
la muerte y la pérdida infligen en los jóvenes, y las profundas
contradicciones y dilemas éticos que estas vivencias plantean.
Para examinar los usos y significados de esta historia oral en
la vida cotidiana, me guío por preguntas acerca de la agencia
humana —los modos como los jóvenes construyen sentido de
situaciones límites y de dolor profundo—. Cuestiono teorías
como la rutinización del terror, la banalización de la violencia o
la generación del no futuro, comúnmente usadas para describir
las experiencias de los jóvenes de Medellín. Estas elaboracio-
nes teóricas enfatizan la fragilidad, cuando no la impotencia,
del accionar humano cuando la violencia se convierte en “una
forma de vida”. Pero estos enfoques se rehúsan a admitir la va-
riedad de las respuestas humanas ante la violencia y los intentos
de los individuos por crear significado y esperanza a partir de
experiencias deshumanizantes por fuera de lo común.
Las memorias vivas de la muerte... / 105

“Veo su sangre que cae como semilla”:


historias de los muertos

En este recuerdo están mucho los ausentes; por ejemplo,


él recuerda a Fercho, que fue muy importante, porque él era
amigo de todos, parecía de todas las casas juveniles. Sus
charlas, su alegría, era el más integrado con todos. Y es muy
verraco recordar a uno porque se tiene uno que acordar de
todos. Muchos cayeron, a muchos tuvimos que enterrar.

Guillermo, casa juvenil de El Popular 1

Ellos y ellas, los que se han ido, son organizadores centrales


de las memorias colectivas de los jóvenes de Medellín. Las
referencias al estatus de una persona en la vida y en la muerte
se intercalan en las narraciones cotidianas y funcionan como
un modo de contextualizar e inscribir en una época las his-
torias compartidas. Constituyen un acto de reconocimiento y
remembranza de la persona ausente. Para examinar cómo los
muertos determinan las narraciones orales y las vidas diarias,
me baso en un material rico y complejo que fue tomado duran-
te las diferentes sesiones realizadas con jóvenes en tres zonas
de Medellín (nororiental, centroriental y suroccidental). Los
siguientes relatos ilustran las variadas maneras de nombrar o
referirse a los muertos:

Alberto: Cuando llegué a la casa juvenil era simplemente alguien


que entrenaba artes marciales. Fue llegando la gente, los niños se
fueron arrimando, y a la casa juvenil le debo yo ser instructor de
artes marciales y ser maestro en la institución en que estoy ahora.
Porque la gente que se reunió ahí, en la casa, que son ahora algunos
de ellos jóvenes, otros ya adultos, hicimos cosas lindas con los jóvenes,
pero también recordando cosas malucas, como son los muchachos
desaparecidos.
Eddison: …Lo quisimos mucho y lamentablemente no pudimos
hacer muchas cosas por él y lo mataron.
Juan Diego: ¿Y por qué no retomamos el trabajo de un amigo y
106 / Antropología del recuerdo y el olvido

compañero nuestro, que todos ustedes lo distinguieron, Geovany,


que en paz descanse, el coordinador de la casa juvenil del Parche?
Fue uno de los que tanto lucharon por esa casa juvenil y por sacar
su sector o su barrio a la libertad o a luchar por nuestros ideales.
Tuvo que dar su vida por esos ideales.
Yerson: Pero, sin embargo, nosotros hicimos muchas cosas buenas.
Hicimos algo en la cuadra de abajo, en la 42, por donde Juaco;
desafortunadamente fue la última actividad de recreación que hi-
cimos con el pela’o, porque al pela’o lo cascaron. No sabíamos sino
hacer recreación y beber; nosotros no sabíamos sino joder la vida y
nada más; y es lo único, pues, que yo recuerde, que he vivido eso,
pues...
John Jairo: Antes de que el grupo existiera como casa juvenil, yo ya
había entrado ahí en el 87. Eddison Vélez era una gran persona,
tenía mucho proyecto, lo mataron de plomonía. Óscar: Un recuerdo
bonito cuando nos manteníamos todos, los mellos, los que ya no
están. Carlos, que es uno de los más veteranos, este bobo que se
fue... [para la USA]…
Juancho: Cuando vamos voltiando ahí, cuando aparece el Papao
con Jairito, un morenito de La Cueva —¡Ah, el de La Cueva, sí!—,
un gordito él. Yo me acuerdo de él, que en paz descanse —¡Ah,
ayer me hablaron de él!—, en paz descanse, también lo tumbaron
—¡güevón!—. ¡Claro, a Jairito ya lo quebraron, también lo quebraron,
güevón!

Las historias van desde los recuerdos de la infancia hasta


el trabajo en las casas juveniles, las interacciones comunitarias
y los pasatiempos juveniles. En todas ellas, la referencia a
una persona está acompañada de su ubicación en el mundo
de los vivos: ya no está, les tocó marcharse, ha desaparecido.
La referencia al individuo muerto funciona en dos sentidos.
El primero constituye una estrategia para permitirles a los
oyentes o al extraño conocer sus recuerdos pasados como
grupo, el estatus de la persona nombrada en vida y muerte, y
el tipo de relación que existía entre el narrador de la historia
y la persona muerta. Ésta puede describirse como una función
informativa y locativa.
El segundo es como un marcador del discurso que actúa
como puntuación, como una manera de hacer una pausa
Las memorias vivas de la muerte... / 107

y contextualizar las historias compartidas. Esto se lleva a cabo


colocando una muletilla que cualifica o identifica inmediata-
mente después del nombre de la persona. En las narraciones
incluidas, este “apéndice” varía desde la manera tradicional
religiosa de nombrar a los muertos, usada en la narración de Juan
Diego —q.e.p.d.—, pasando por las maneras locales de enfa-
tizar la ausencia —“ya no están”— o la desaparición, hasta las
vívidas imágenes de la muerte de una persona, ilustradas en
las expresiones “lo cascaron”, “lo quebraron” “plomonía” o “lo
tumbaron”.2 Expresiones como “lo quebraron” o “lo tumbaron”
manipulan juguetonamente elementos fonéticos, fonológicos y
semánticos del lenguaje del grupo y son una indicación de la
importancia de las imágenes en las maneras de hablar y contar
historias de estos jóvenes. Metáforas, imágenes y palabras que
nombran o verbalizan acciones relacionadas con los muertos
y la muerte abundan en el lenguaje de este grupo. Esto puede
apreciarse en el término plomonía, donde la imagen temeraria
y pavorosa de ser asesinado a tiros surge de la combinación de
los vocablos “plomo” y “pulmonía”, y de su exposición en forma
de diagnóstico: “Murió de plomonía”. El término “plomonía” y
su uso entre los jóvenes da un ejemplo sobre las maneras como
éstos formulan comentarios sociales en torno a una situación
que los afecta como participantes activos en la creación de tal
situación y, a la vez, como miembros de una sociedad que sufre
con la pérdida de vidas.
Castañeda y Henao (1996) documentan la aparición, en
la década de 1980, de un “dialecto social” entre los jóvenes
pobres de Medellín y su expansión y uso extendido durante los
años noventa. Ellos ven este lenguaje como resultado de un proceso

2 Para evitar establecer jerarquías de lenguaje, caracterizo el lenguaje hablado


por estos jóvenes como una “comunidad del habla”, en el sentido que Duranti
le da al concepto, “el producto de las actividades comunicativas emprendidas
por un determinado grupo de personas” (1997:82). Este léxico es resultado
de un proceso de transformaciones de palabras ya existentes por medio de
la adición o substracción de fonemas (diferenciando sonidos idiomáticos), el
cambio de género en fonemas, la inversión silábica o la fusión de significados
de dos palabras en una.
108 / Antropología del recuerdo y el olvido

de diferenciación juvenil y como respuesta a la discriminación


experimentada por toda la sociedad. Martín Barbero (1995a)
pone de relieve que el habla de las bandas juveniles en Medellín
está llena de imágenes en las que la narración de la historia es
un acto de intercalar imágenes (casi como en una producción
audiovisual, pero con palabras), el cual tiene poco parecido
con una sintaxis escrita. Martín Barbero denomina esta for-
ma de habla una segunda oralidad. Se trata de una oralidad
que integra tradiciones orales con una apropiación de nuevas
tecnologías y lenguajes audiovisuales. Expresiones como lo
quebraron o lo tumbaron capturan una imagen visual y móvil
de la manera como el individuo fue asesinado y constituyen
una descripción sensorial de lo que le sucedió a su cuerpo.
El lenguaje suele contrastar la compasiva referencia al amigo
muerto con la agresiva desvaloración del otro (Salazar, 1998a).
Debe señalarse que las versiones antes citadas son en su mayoría
de jóvenes que no han estado enrolados en bandas o milicias.
Esto subraya un uso más amplio de esta “habla visual” entre
jóvenes de muy diversas procedencias.
En la estructura narrativa de estas historias, “los muertos”
son los actores principales de un relato subyacente que es con-
tado simultáneamente con otros acerca de las casas juveniles o
los juegos de infancia. Estos recuentos, además, ejemplifican
cómo las memorias de vivencias significativas en las casas ju-
veniles o con los amigos, están enmarcadas en un profundo
nexo emocional con aquellos que murieron. Un ejemplo de
esto es la historia de Alberto sobre la enseñanza de artes mar-
ciales en las casas juveniles y su recuerdo de los jóvenes que se
reunían en ellas para aprenderlas, como de “cosas lindas”. Ellos
recuerdan a los muchachos desaparecidos, como Eddison, a
quien “quisieron mucho”, pero “lamentablemente no pudimos
hacer muchas cosas por él y lo mataron”. Los muertos regresan
a su vida diaria al ser nombrados como los ausentes, como
aquellos que han partido del mundo de los vivos. Aunque el
cuerpo muerto no tiene una presencia corporal física, continúa
ocupando un lugar en las vidas de estos jóvenes a través de la
memoria. Theo, miembro activo de la casa juvenil del barrio
Las memorias vivas de la muerte... / 109

Popular 2, ofrece un ejemplo eficaz en su alegórica evocación


de sus amigos muertos, en la que usa símbolos como árboles
y semillas:

Theo: Un árbol, cada uno de nosotros somos árboles. Recuerdo la


muerte de mi amigo, veo su sangre que cae como semilla. Recuerdo
la muerte de dos personas que para mí valieron mucho, como es
Pocho, joven que quizá quería vivir, pero la situación del barrio, la
situación de su propia vida lo lleva a que cometa un error y ese error
le cueste la vida. Una amiga que quise mucho y falleció el año pasado
(1996), Sandra, y ella siempre va a estar ahí, siempre será nuestra
amiga. La muerte no nos puede separar del recuerdo de la amistad
que siempre hemos tenido.(Taller de memoria, casa juvenil Barrio
Popular 2 —zona nororiental—, 18 de mayo de 1997).

Pocho y Sandra “estarán siempre allí” para Theo. Estas


maneras de nombrar a los muertos sugieren que los cuerpos
ausentes de jóvenes como Pocho, Sandra y otros, siguen sien-
do parte del “espíritu del lugar”, lo cual hace las locaciones
singulares y a la vez específicas (Casey, 1993). En el siguiente
relato, Julián, un líder de la casa juvenil de Villa Niza, ilustra
esta presencia de los muertos en el lugar. La narración de Ju-
lián se desencadena al escuchar a Juanca recordar a aquellos
a quienes que les tocó marcharse:

Julián: Por ejemplo, ahorita, Juanca hablaba de Hugo y estábamos


hablando de Luis Carlos y hay otros muchachos por ahí que, por
azares o por lo que sea, por mala suerte, les tocó marcharse, pero
antes de irse… A uno, que le tocó quedarse acá, le toca seguir pe-
liando aquí con muchas enseñanzas; por ejemplo, ese sitio [un muro
en el que solían sentarse y pasar el rato], ya no hay posibilidades
de habitarlo porque ahí hay un señor que vende chuzos, entonces
el hombre armó una especie de carpa ahí y cada ocho días saca los
chuzos, y no hay cómo, dónde sentarse. De todas maneras, como
desde la vivencia, ése era uno de los sitios preferidos míos en esa
época, y cuando quiero recordar a la gente que ya no está, me remito
al murito” (Taller de memoria, casas juveniles de la zona nororiental,
11 de octubre de 1997).
110 / Antropología del recuerdo y el olvido

La relación de Julián con lugares como el murito está


profundamente determinada por el recuerdo de sus amigos
muertos. Los cuerpos de aquellos “que ya no están aquí” no
habitan el ahora, pero permanecen en el aquí a través de su
inscripción mnemónica y cartográfica en el paisaje del barrio, en el
lugar donde murieron o, como en el caso del amigo de Julián,
en los rincones donde experimentaban un sentido de perte-
nencia. En este contexto, referirse a lugares ayuda a mantener
una historia oral y estimula las conversaciones requeridas para
crear comunidades temporales de memoria.
Para estos jóvenes, la presencia de “los ausentes” en su
memoria puede “pesar” más que un cuerpo vivo porque ocupa
obsesivamente el presente a través de los relatos, los artefactos
del mundo material que conllevan su recuerdo, las canciones
tocadas una y otra vez en las esquinas, los bares o las casas,
y las conversaciones cotidianas. Un recuerdo tan intenso y
profundo, en el cual tanto los vivos como los ausentes ocupan
lugares por medio de sus cuerpos, sus memorias, el entorno
acústico y el movimiento físico y sensorial en el espacio, es fun-
damental para las construcciones locales de un sentido de lugar.
El conocimiento de la “cualidad sentida de un lugar” (Pred,
1983) se acrecienta y se construye intensamente a través de las
prácticas del recuerdo que, como señala Aretxaga en el caso
de Belfast Occidental, son parte de un conocimiento del lugar
que se “construye a través de los sentidos —movimiento, vista,
oído, evocación, olfato—, que dotan las imágenes espaciales
de temperamentos emocionales —nostalgia, rabia, amargura,
esperanza, distancia simulada, anhelo— para transmitir un sen-
tido de lugar, un lugar que fue a la vez objeto de conocimiento
y objeto de sentimiento” (Aretxaga, 1997:25).
Las prácticas de memoria, a través de las cuales los jóvenes
de Medellín resignifican a los muertos en el mundo de los
vivos, sugieren una forma de reconciliar la pérdida de vidas
humanas y la pesadumbre. Estas prácticas de memoria le otor-
gan a la vida diaria un sentido de continuidad y coherencia.
Al asignarle a un lugar en particular cierto temperamento o
espíritu, o por medio de marcas hechas en entornos físicos,
Las memorias vivas de la muerte... / 111

los difuntos son inscritos en el lugar y continúan teniendo un


vínculo con los vivos.3
En diciembre de 1997, tres de los jóvenes que habían sido fun-
dadores de las casas juveniles me escoltaron en un recorrido
por la comuna nororiental. En el camino destacaron algunos
de los mojones mnemónicos de su entorno y las maneras
como las memorias de los muertos se inscriben en el lugar. En
las paredes de un centro comunitario observamos una placa
conmemorativa en homenaje a Ramón, uno de los líderes de
las casas juveniles ya fallecido. La inscripción perpetuaba la
memoria de su liderazgo y la forma en que sus amigos y colegas
deseaban que fuera recordado: “Núcleo de Vida Ciudadana
‘Ramón Emilio Urrego’. No hay que explicar que te has ido
porque hasta un niño sabe cuándo quedó el nido vacío. 15 de
septiembre de 1995”.
La placa ejemplifica una manera de conmemorar y recor-
dar a los muertos. También condensa la interpretación que los
amigos de Ramón hacen sobre su muerte-ausencia como “dejar
el nido vacío”. La conmemoración, en este contexto, supone el
significado de un “recuerdo intensificado” de aquellos que
fueron parte del grupo (Perlman, 1988:10). Durante el trayec-
to, también vimos la nueva sede deportiva que fue dedicada
a la memoria de Giovanny, otro líder juvenil recientemente
asesinado. En las casas juveniles, los coliseos deportivos, los cen-
tros comunitarios y los murales se colocan placas de los jóvenes
que ejercieron brevemente su liderazgo en la comunidad. Las
placas conmemoran un aspecto de su vínculo con la comuni-
dad, v. gr., la organización de olimpiadas, festivales, reuniones,
protestas por los derechos comunitarios, etc. Otros aspectos de
su vida, tales como sus perturbadores nexos con las milicias

3 Scheper-Hughes (1992) hace una observación similar para la comunidad de


Bom Jesus, en Brasil. En ella indica cómo en esta comunidad la encarnación
no termina con la muerte, y se prolonga en el presente a través de fotografías
retocadas de la persona (niño)(a) muerto(a) en su ataúd, las cuales cuelgan en
las paredes, o por medio de la continua aparición de los muertos en visiones,
sueños y fantasmagorías.
112 / Antropología del recuerdo y el olvido

urbanas o las bandas, sus ideas sobre la venganza o la justicia


privada, o sus enemigos, se dejan a un lado, olvidados en el
acto conmemorativo. Sus recuerdos como líderes comunitarios
se salvaguardan y se transmiten públicamente. Que se hayan
involucrado en “otras” actividades, esas que todos en el barrio
conocen, se recuerda sólo en la privacidad e intimidad del
hogar o en las reuniones de amigos.
Esta división entre un recuerdo “público” y uno “privado”
fue evidente durante los talleres de memoria y las sesiones
realizadas a lo largo de mi trabajo de campo. Las sesiones co-
lectivas de recuerdo estaban sujetas a normas sociales implícitas
en las que el silencio jugaba un papel crucial para enmarcar las
narrativas. Los participantes eran cuidadosos al contar sus his-
torias, en particular al recordar a los muertos. La mayor parte
del tiempo, ponían el énfasis en el recuerdo de los ausentes, de
sus contribuciones, de los aspectos positivos de sus vidas y en
el sentimiento de pérdida. A las contradicciones y las tensiones
de su vida se aludía en comentarios indirectos y metafóricos
que suprimían los errores cometidos, su ejercicio del mal o la
ininteligibilidad de cuanto había sucedido. Cuando nuestro
intercambio era más informal (generalmente en interaccio-
nes uno a uno, en el bar, las casas o cafeterías), hablar sobre
quienes murieron incluía aspectos de sus vidas más íntimos
y conflictivos, y las contradicciones que ellos sabían que sus
amigos habían confrontado. Esta interacción entre lo colecti-
vo, lo individual y lo íntimo, y entre las representaciones que
surgían de cada plano, caracteriza el dinámico campo de las
prácticas y representaciones a partir de las cuales se construyen
las memorias colectivas.
La ambigüedad que traspasa estas dinámicas del recuerdo
y el olvido sugiere las tensiones que rodean la cotidianidad en
una sociedad en la que las lógicas y referentes culturales de la
“guerra” han llegado a ocupar un lugar central. Según esos
referentes, el poder y el reconocimiento se obtienen efíme-
ramente por medio del control de las armas y los territorios.
Sin embargo, estas dinámicas de guerra también se entrelazan
en la vida diaria y, aunque los actores en conflicto controlen
Las memorias vivas de la muerte... / 113

físicamente los territorios y la circulación, las comunidades con-


tinúan dándole sentido a su entorno de vida y “controlándolo”
por medio de la memoria. Así, en la cotidianidad, el silencio y
el olvido constituyen herramientas esenciales para conservar
la memoria social y un sentido de dignidad en términos de
“comunidad”. Consideremos, por ejemplo, el siguiente relato
del texto El parlache. En este fragmento un hombre joven re-
flexiona sobre la necesidad de recordar a los muertos con el
fin de seguir defendiendo a la sociedad de ese “oficio atroz de
torear la muerte”:

La muerte sola no es muerte completa. La muerte completa es el


olvido. Así que no hay muertos más muertos que los que se olvidan.
Esto lo debíamos saber mejor los habitantes de Medellín, que en los
últimos veinte años nos ha tocado aprender en suerte, y al son del
sálvese quien pueda, ese oficio atroz que es torear la muerte, además
con el capote más rojo, más alegre, más vivo… más débil: nuestra
juventud. Pero también, y con el otro lado del mismo capote, hemos
aprendido el oficio del olvido (Castañeda y Henao, 1996:32).

La muerte verdadera o completa es el olvido de los muertos, nos


recuerda este joven. A los habitantes de la ciudad de Medellín
se los exhorta a seguir recordando. Artefactos conmemorativos,
como las placas y actos conmemorativos, como las procesiones,
los homenajes, las marchas por la vida,5 son ejemplos de una
construcción de comunidad temporal que evoca los recuerdos

6 Desde 1989, la “Semana por la paz, la vida y el desarrollo” se organiza anual-


mente en la zona nororiental con el propósito de promover la paz, romper el
miedo a circular en espacios públicos y recordar a aquellos que han muerto.
Un evento importante durante esta semana es la “Marcha por la vida”, en la
cual las gentes portan fotografías de aquellos que han muerto a causa de la
violencia y luego las cuelgan de los muros con leyendas como “recuérdenlos
como seres humanos, independientemente de por qué murieron. […] La idea
es recordarlos a todos y que quienes vengan a mirarlos reflexionen sobre la
insensatez de la muerte” (líder comunitario en una entrevista para el periódico
El Mundo, 13 de octubre de 1997:10).
114 / Antropología del recuerdo y el olvido

del líder y los episodios públicos asociados a él.6 Esta correlación


entre memorias privadas y relatos públicos ilustra el cambian-
te movimiento a través del cual recordamos y reforzamos los
lazos existentes que crean una “comunidad temporal de sen-
timientos y emociones compartidas” (Portelli, 1991:174). En
conclusión, estas formas de recordar proporcionan una visión
y un discurso sobre la vida pública y los líderes comunitarios
dentro de una narrativa histórica que restaura un sentido de
dignidad comunitaria en torno a sus muertos (Portelli, 1991).
Los muertos, además, constituyen fuerzas claves en la creación
de un lugar emocional compartido para el recuerdo y el olvido,
y en la activación de mecanismos por medio de los cuales las
comunidades de memoria se recrean continuamente.

“¿Cómo se le habla al desaparecido?”

“Desaparecido” es otra forma de nombrar a la persona ausente y


a su cuerpo. Hay dos construcciones culturales en las memorias
de los jóvenes de Medellín sobre los desaparecidos. La primera
construcción hace referencia a las víctimas de las prácticas de des-
aparición forzada por parte de los escuadrones de la muerte
estatales y paramilitares.7 La segunda es una construcción que

6 Los ejemplos presentados enfocan el aspecto conmemorativo de estos escritos


o placas. Los mensajes escritos sobre las paredes y los graffiti también tienen
otros usos. Algunas veces el mensaje escrito, especialmente en el caso del
graffiti, le atribuye la responsabilidad de la muerte de alguien a un grupo en
particular y claman por justicia o venganza.
7 Las desapariciones se han llevado a cabo en Colombia por más de veinte
años. La cifra de desapariciones forzadas en Colombia es la más alta en América
Latina; hacia 1996 había alcanzado un total de 2.340 (Comisión Colombiana
de Juristas, 1997). Desde 1999, este número ha aumentado dramáticamente
a una persona desaparecida cada día (Mesa de Trabajo “Mujer y Conflicto
Armado”, 2001). En el 2000 el gobierno promulgó la ley 589, mediante la
cual incorpora al Código Penal las definiciones de desaparición forzada, ge-
nocidio, desplazamiento forzado y otros excesos. En el 2001 Colombia ratificó
la Convención Interamericana de Desaparición Forzada de Personas. La cifra
de desapariciones luego de estos avances no ha cambiado, debido a la falta de
voluntad política para capturar a los criminales y enfrentar la impunidad.
Las memorias vivas de la muerte... / 115

acentúa el vacío del “aquí y ahora” sin la presencia corporal del


amigo o el amado. En este caso, el desaparecido no es aquel
que ha sido desaparecido por “otros”, sino el que está ausente
del ámbito de los vivos.
Entre 1989 y 1992, un aumento dramático en las prácticas
militares y paramilitares de desaparición forzada azotó la ciu-
dad de Medellín, en especial la zona nororiental. Durante este
duro periodo, camionetas negras y jeeps sin placas rondaban
con frecuencia en aquellos barrios identificados como refugio
de bandas de sicarios, de oficinas del Cartel o de “subversivos”,
como los guerrilleros, los activistas de izquierda y los milicianos.
Estos escuadrones de la muerte iban fuertemente armados y
a la caza de jóvenes (Uribe y Vásquez, 1995).8 Perpetraban
masacres en las esquinas de las calles, en las salas de las casas e
incluso en los funerales, o se llevaban a los individuos y los “des-
aparecían”. El hallazgo de cuerpos torturados, la interminable
cadena de rumores y zozobra sobre lo que habría sucedido o
podría suceder, crearon un clima de terror para jóvenes como
Rodrigo, el líder de la casa juvenil de El Popular 2, al igual
que para todos los demás integrantes de las casas juveniles. En
1991, sus temores se tradujeron en franco terror cuando un
miembro activo de las casas juveniles desapareció y más tarde
fue encontrado torturado y muerto:

Rodrigo: También me acuerdo mucho de lo de Pocho, de su muerte.


Todos estábamos muy preocupados porque la amenaza era que se
iban a seguir llevando a todos los jóvenes de la casa y entonces la
gente de Región y otras instituciones venían y eran detrás de noso-
tros: ‘Vea, cuidado con ese carro, con ese señor que no es conocido’.
Y nosotros éramos todos nerviosos y Carlos era camine por aquí,
camine por allá; entonces uno era más asustado… Y los gritos de
Tito allá en el cementerio que quería justicia, y todo el mundo se

8 Uribe y Vásquez (1995) documentan el homicidio de 568 jóvenes y 96 masacres


a manos de los escuadrones de la muerte en Medellín durante el periodo de
1985 a 1992. El más alto porcentaje (30%) de estas masacres se llevó a cabo
en la zona nororiental.
116 / Antropología del recuerdo y el olvido

quedó callado, callado. Eso fue muy duro, pero muy bacano (Taller
de memoria, casa juvenil Barrio Popular 2 —zona nororiental—,
10 de marzo de 1997).

Rodrigo, como muchos otros, sufrió el fantasma de la


desaparición, la creciente ansiedad a medida que corrían los
rumores y el miedo a “ser el próximo en la lista”.9 En aquellos
días, veía los carros, a la policía y a esos “otros” en uniforme
“hacer lo que se les daba la gana”. La única fuente de infor-
mación disponible sobre los motivos de las desapariciones y
quién podría ser el responsable eran los rumores, y lo siguen
siendo hasta hoy. Los desaparecidos y los acontecimientos de
finales de los años ochenta habitan en la memoria de estos
jóvenes con la sintaxis del terror, el miedo a no saber, o aun
peor, a nunca saber (Simons, 1995), y con el silencio de lo
“no dicho”, que es parte de la cadena del rumor (Feldman,
1995). Si bien los rumores, los chismes y las habladurías esta-
ban signados por el miedo, constituían algunos de los escasos
canales de comunicación existentes. Estos canales, además, les
proporcionaban un sentido de cercanía y continuidad —una
comunidad de memoria— a los individuos cuya vida cotidiana era
dramáticamente interrumpida. El recuerdo de “esos tiempos”
habita en los cementerios y las avenidas, como lo ilustra el
siguiente relato:

Álvaro: Si uno va al cementerio de San Pedro, ve uno que ese cemen-


terio es inmenso, que ese cementerio puede estar lleno de gente de
estas comunas, del Popular, de muchos barrios, que realmente son
gente muy joven que ha caído a causa de la violencia y con desapa-
riciones en ese tiempo por allá por Las Palmas, donde encontraban

9 Los funcionarios de las organizaciones gubernamentales y no gubernamenta-


les que apoyaron y acompañaron el establecimiento de estas casas juveniles,
recordaban el terror que sintieron y la zozobra de aquel tiempo. Una de ellas
hizo un relato de una noche en la que Pocho, quien temía la posibilidad de su
desaparición y tuvo la premonición de su muerte inminente, se abrió a ella
y recordó su vida entera.
Las memorias vivas de la muerte... / 117

mucha gente desaparecida. Afortunadamente ya no aparecen tantos.


(Taller de memoria, casas juveniles —zona nororiental—, 17 de
octubre de 1997).

Denominar desaparecidos a aquellos que se extraviaron a


la fuerza nombra el lugar vacío que han dejado tras de sí y su
ubicación fuera de lugar (Scheper-Hughes, 1992). El desapa-
recido es un cuerpo desplazado que se lleva por la fuerza a un
lugar donde puede ser sometido al dolor, la tortura y el abuso
físico y psicológico. Este espectro de horror y la “distribución”
de cuerpos en fosas, vaciaderos, o al borde de las carreteras
empaña la ciudad con paisajes de dolor y terror. Estos lugares
adquieren un significado elusivo y demuestran lo impredeci-
ble de la vida diaria, a medida que el hallazgo de un cuerpo
perdido “allí” o en cualquier otra parte marca las relaciones de
los habitantes de la ciudad con esos lugares y tiñe de miedo e
incertidumbre sus maneras de transitar por la ciudad.
En el segundo significado del desaparecido, como una
construcción imaginaria de los muertos, las fronteras entre
la vida y la muerte se vuelven borrosas. El ausente gana el
estatus “temporal” y simbólico de un extraviado. Denominar
al muerto desaparecido es una evocación nostálgica, el anhelo
por tener una cercanía con aquellos que han hecho el tránsito
más allá del reino de los vivos y la nostalgia de su regreso a casa
(Seremetakis, 1994a).10 Un ejemplo de esto puede hallarse en
la popularización de la canción de salsa Los desaparecidos, del
cantante y compositor panameño Rubén Blades. Esta canción se
convirtió en uno de los temas más sonados en los funerales de los

10 Seremetakis (1994a) diferencia entre el vocablo inglés nostalgia, que implica


trivializar un sentimentalismo romántico, y el término griego nostalghía y el
verbo nostalghó, compuesto por nosto (retornar, regresar a la patria), y alghó, que
significa sentir una ardiente pena (en alma y cuerpo). La nostalgia, entonces,
es “el deseo o el anhelo con ardiente pena de viajar”. La manera en que estos
jóvenes recuerdan y sienten nostalgia se aproxima más a la construcción griega
de nostalgia, particularmente las ideas del regreso y el anhelo, la sensorialidad
y la carga emocional de la memoria del desaparecido.
118 / Antropología del recuerdo y el olvido

jóvenes de Medellín. Aunque la canción trata sobre las desapa-


riciones forzadas de origen político, los jóvenes de Medellín se
reapropiaron de su letra y su ritmo para recordar a los amigos,
independientemente de la razón de su muerte:

Anoche escuché varias explosiones,


tiros de escopeta y de revólveres,
carros acelerados, frenos, gritos,
ecos de botas en la calle,
toques de puerta, quejas, pordioses, platos rotos.
¿A dónde van los desaparecidos?
Busca en el agua y en los matorrales.
¿Y por qué es que desaparecen?
Porque no todos somos iguales.
¿Y cuándo vuelve el desaparecido?
Cada vez que los trae el pensamiento.
¿Cómo se le habla al desaparecido?
Con la emoción apretando por dentro.11

Los jóvenes involucrados en bandas y en el consumo de


drogas psicoactivas y alcohol adoptaron esta canción para
recordar, lamentarse y hablarles a sus amigos muertos, “con la
emoción apretando por dentro”:

Fabio: Desaparecidos es ante todo el disco predilecto de los jóvenes


o de la comunidad, llámese pues como se llame; pero creo que es
también como el himno de aquellas personas que tiran vicio, los
marihuaneros que llamamos, porque uno va por una esquina donde
está sonando ese disco, están bebiendo, tirando su vicio y cuando
escuchan este disco es como lo que siente un costeño cuando escucha
un vallenato...12 Y lo otro es lo que lamentablemente se ve en todos
los velorios y es la forma de torturar a amigos y a familiares...

11 “Los desaparecidos”, Rubén Blades, en: Buscando América, Elektra Entertain-


ment, 1984.
12 El vallenato es un ritmo musical nativo de la costa Atlántica colombiana.
Puede describirse como una tradición oral musical: cada canción cuenta una
historia. Mezcla influencias culturales africanas, indígenas y españolas.
Las memorias vivas de la muerte... / 119

Julián: Los desaparecidos, como decía Fabio ahora, sólo lo remiten


a uno a la idea de muertos. Esa canción es de esas que uno escucha
en La Ponce [un bar] y de inmediato mira quién cierra por allá
los ojos y entre las pestañas, así apretadas, se le vuela una lágrima
pues (Taller de memoria, casas juveniles —zona nororiental—, 17
de octubre de 1997).

Fabio y Julián evocan algunas de las prácticas del recuerdo


que recrean esta historia oral de los muertos con el paisaje
sonoro; las prácticas de escuchar canciones en las esquinas de
las calles, donde algunos jóvenes consumen droga, y lo que
sucede en las discotecas cuando suena la canción. En medio
del tumulto y de la fiesta, aquellos que recuerdan le ceden un
momento a la aflicción. Como bellamente lo describe Julián,
éste es un momento de intimidad durante el cual el individuo
cierra los ojos y, “entre las pestañas, así apretadas, se le vuela
una lágrima”. Al denominarlos desaparecidos, los muertos con-
tinúan teniendo un lugar simbólico y emocional en el mundo
de los vivos y queda abierta la posibilidad de su regreso. La
persona desaparecida se hace presente con mayor fuerza en las
acciones, los lugares, los artefactos y los paisajes sonoros de la
remembranza. La repisa de madera que pende de una de las
paredes del cuarto de Nidier13 es en parte un altar y en parte el
lugar de remembranza de sus amigos muertos. Nidier vive en
La Cueva, uno de los sectores del barrio Antioquia involucrados
en el conflicto. En el estante inferior, cuidadosamente alineadas
una junto a la otra, están las fotografías enmarcadas de siete
de sus amigos muertos. En las fotografías, muchachos de ojos
oscuros, pelo corto y rasurado, o largo y ensortijado, están de
pie o sentados o abrazados y sonrientes. Son los amigos que
desaparecieron de la vida de Nidier durante la guerra entre
la banda La Cueva y la banda El Coco, en el barrio Antioquia.
Las fotos crean una secuencia que evoca amistad y camaradería,
al tiempo que constituyen un registro visual de la pérdida y la

13 Nidier es del barrio Antioquia y fue un activo participante de los talleres de


memoria. Me condujo en varios recorridos y sesiones de toma de fotografías.
120 / Antropología del recuerdo y el olvido

añoranza. El orden y la secuencia de las fotografías sugieren


un sentido de continuidad con un pasado de amistad, y marcan
los cambios temporales en la vida de Nidier (Radley, 1990).
Las imágenes de la Virgen María cargando al niño Jesús y del
Sagrado Corazón, puestas en el estante superior, vigilan la
habitación y protegen a los muertos.
En las salas y los cuartos se erigen altares o monumentos
caseros hechos con objetos o artefactos mundanos que conme-
moran a los muertos. Estos objetos juegan un papel clave en la
preservación de los recuerdos de familiares y amigos en torno
a los ausentes y a su pasado colectivo (Radley, 1990). Afuera,
en los espacios públicos, las tumbas y paredes se han conver-
tido en los lugares donde amigos y familiares hablan, cantan,
escriben o lloran a sus muertos (ver figura 8). Las inscripciones
grabadas en las piedras o en pequeños trozos de papel adhe-
ridos a las lápidas expresan los sentimientos personales y de
grupo, sus angustias, esperanzas y deseos: “Vivirás por siempre
en nuestros corazones”, “Te extraño tanto”, “Sé que no estás
ausente”, etc.
El vínculo comunicante con los muertos se acentúa, además,
por medio de los símbolos decorativos y los artefactos añadidos
a las lápidas: el escudo del equipo de fútbol preferido por la
persona muerta, corazones rojos y rosados, dibujos, cintas de
colores, lemas, fotos y el uso de músicos —serenateros—, que
le cantan al difunto sus canciones favoritas.14 La diversidad
de escritos, imágenes y objetos situados en las tumbas crean
epitafios “polifónicos”, producidos colectiva y progresivamente
por amigos y parientes.

14 A finales de los años ochenta y principios de los noventa, visitar a los muertos
en los cementerios se convirtió en la actividad obligada de grupos de amigos
y miembros de bandas. Llevaban consigo parlantes, licor y elementos deco-
rativos para las lápidas y usaban los cementerios para pasar el rato, festejar
y lamentarse. Los jóvenes de las bandas suspendieron sus visitas cuando
se convirtieron en blanco fácil de sus enemigos. La práctica de visitar a los
muertos y decorar sus tumbas la siguen llevando a cabo, especialmente las
mujeres y los amigos que no están involucrados en el conflicto.
Figura 8 Tumba de un joven en un cementerio local
Las memorias vivas de la muerte... / 121

Fuente: fotografía Pilar Riaño


122 / Antropología del recuerdo y el olvido

Parte del universo tangible que organiza el día a día y que


se convierte en fuente de material para las narraciones orales,
son los artefactos y las prácticas del recuerdo que establecen una
forma de continuidad entre la vida y la muerte de la persona
ausente. La continuidad se establece a través de medios como
los recordatorios. Tan pronto como se enredan en actividades
violentas, los jóvenes involucrados en el conflicto suelen escribir
las palabras que desean que se incluyan en sus recordatorios.
Milton era el jefe de la banda del Cuadradero y, aunque su
banda había firmado un pacto de no agresión en 1995 y él se
había transformado en un activo líder comunitario, no dejó de
escribir las palabras que, en febrero de 1998, se incluyeron en
su recordatorio, tras su muerte violenta:15

Esto no es un adiós, sino un hasta luego, para todos mis amigos y la


gente de mis ranchos, aquellos que hicieron hasta lo imposible para
que yo saliera siempre adelante; gracias por estar conmigo hasta el
último de mis días. Para mi familia, que a pesar de todos mis errores
nunca me dejaron solo: no me olviden. Oren por mí.

Las familias y los amigos conservan estos recordatorios y


con frecuencia los exhiben en álbumes fotográficos, relicarios
y paredes. En uno de los cementerios locales, en un muro cer-
cano a la tumba de Pacho, observé su mensaje, un híbrido de
epitafio y graffiti, escrito en grandes letras impresas:

No tuve tiempo de decirles adiós porque la prisa del viento fue


más rápida que mis deseos de partir. En aquel duro momento mi
pensamiento estuvo siempre con ustedes. Ya saben que mi partida

15 Milton fue asesinado tarde en la noche, mientras dormía. Para entonces,


había pasado más de un año desde que él y su grupo habían negociado el
pacto de no agresión. Milton se había convertido en un carismático líder
en el barrio, encabezando proyectos tales como la apertura de una escuela
nocturna, la reconstrucción de la historia del barrio y la gestión en pro de
una escolarización especial para los niños en riesgo.
Las memorias vivas de la muerte... / 123

fue cruel, pero nunca les fallé porque yo, Pacho, su amigo, siempre
tuve un lugar en mi mente y mi corazón para todos.

Tanto Milton como Pacho, escribieron sus mensajes con


la certeza de que tendrían una muerte violenta, y ambos de-
seaban asegurar la continuidad, un enlace entre el pasado, el
presente y el futuro, y que sus amigos y parientes supieran que
ellos los consideraban importantes. Artefactos, monumentos
y escenarios públicos son parte de un universo material que
la memoria empuña y manipula. Representan herramientas
que entran en funcionamiento cuando las personas se reúnen
a recordar. Rituales, prácticas del recuerdo y artefactos, guían
la pugna de los jóvenes contra la rutinización de la muerte y
el inobjetado estatus de la violencia. Estos rituales —prácticas
verbales y performativas— transforman el universo material,
permitiendo de paso que los jóvenes reconstruyan los signifi-
cados y el pasado.
Este análisis de la memoria y el sufrimiento humano en-
tre los jóvenes de Medellín contrasta con las actitudes hacia
la vida y la muerte documentadas por otros investigadores
colombianos (Salazar, 1990; Salazar y Jaramillo, 1994; Perea,
1996). Estos autores subrayan las actitudes de los jóvenes hacia
la vida y la muerte de una manera que enfatiza la vivencia de
sus vidas en el inmediato presente, donde las preguntas sobre
el futuro y su legado de vida se han vaciado de significado.
Aunque esta actitud puede ser documentada más adelante, a
través del material etnográfico compilado durante mi trabajo
de campo, este material también problematiza la interpreta-
ción de este cambio como una suspensión de los esfuerzos de
los jóvenes por establecer una continuidad, un legado entre
la vida y la muerte. Las vivencias de dolor de los jóvenes en
torno a la pérdida de sus amigos y parientes, y sus intentos por
establecer una continuidad entre la vida y la muerte a través
de canciones, recordatorios o relatos, proveen ejemplos de
respuestas humanas a la muerte y la destrucción. La muerte
no es un asunto trivial para estos jóvenes cuando enfrentan la
pérdida de un ser amado. Si no se introduce esta dimensión
124 / Antropología del recuerdo y el olvido

de la experiencia vivida, existe el riesgo de negarles a estos su-


jetos su humanidad y su potencial de acción, y de reducirlos a
actores mecánicos de un guión, adormecidos en la violencia.
No obstante, esta visión del sufrimiento juvenil no intenta ade-
lantar una mirada romántica de quienes, en Medellín, son de
hecho agentes activos de la espiral de violencia. El propósito
es ilustrar cómo ellos intentan lidiar con el terror y el horror
de la violencia que los rodea, estableciendo lazos con sus vidas
pasadas y presentes.

Cronologías de muerte y listas de muertos

Las narraciones cronológicas de cómo alguien fue liquidado y el


mapeo espacial de secuencias de muerte forman parte de aquello
a lo que me referiré como el género “recitativo” de recordar a
los muertos.16 En estas narraciones, “la muerte” constituye el
hilo narrativo de un discurso público comunitario que registra
las muchas maneras en que la vida diaria es alterada por accio-
nes violentas; un terreno discursivo en el cual la comunidad se
congrega para recordar.17
En el siguiente relato, Ana, integrante del grupo juvenil y
una de mis asistentes de investigación, rememora periodos particu-
lares en el barrio Antioquia. Habló de estos recuerdos durante
una sesión con el grupo juvenil en la que todos reconstruyeron
su mapa mental del barrio. Como era la mayor del grupo,
Ana hizo un esfuerzo consciente por aprehender la muerte,
secuenciando y llevando cuidadosa cuenta del tiempo de los

16 Un género, en tanto convención histórica y social, alude a: 1) Las distintas


características estilísticas y narrativas del recuerdo, que incluyen, en este caso,
la “recitación” y “las listas” como formas de expresión sobre cuándo, cómo
y dónde murió alguien, y 2) El uso y la práctica discursiva asociada con el
establecimiento de secuencias y cronologías que marcan periodos singulares
de vida en la comunidad (Finnegan, 1992; Bauman, 1992).
17 Este género “recitativo” se usa más comúnmente en zonas como el barrio An-
tioquia, donde la inmediatez y la frecuencia de acciones violentas y asesinatos
sitúan la muerte en lugares y cartografías definidas.
Las memorias vivas de la muerte... / 125

homicidios, contándolos, describiendo el tipo de muertes y los


lugares donde ocurrieron y, a la vez, interponiendo exclama-
ciones y comentarios que registraban sus propias reacciones
emocionales y sus reflexiones:

Ana: Lo que es la Terminal, esta parte por donde mataron al Tata...


Ahí por la 68. Esta cuadrita viene a ser la 68. […] Al acabarse los
matones, como fueron El Monus, mataron El Mocho y a todos estos
muchachos, salió otra galladita nueva, que era la gallada de Tata y
El Gordo; por aquí los mataron a ellos. Por aquí los mataron a ellos.
[…] Los cogieron y ellos se metieron con la familia de un señor
llamado Marion, que tenía mucha plata, y según dicen se fueron,
según contaban se fueron para la casa de él y violaron la abuelita de
él, la mamá de él y luego las mataron. Entonces este señor, ya con
la venganza, empezó a venir y a matar todos estos pela’os del barrio.
Estos fueron los últimos que cayeron; aquí cayeron como cuatro, Tata,
El Gordo, y otro muchacho que vivía, ¿por dónde era?
César: Usted es la de la “vieja guardia”.
Ana: Sí. Tata, el Gordo y dos muchachos, claro que quedaron dos
vivos y después los mataron nuevamente. Éstos de aquí los volvieron
nada, los volvieron como un colador; de tanta bala que les dieron
les botaron los dientes, los ojos. Fue impresionante. Ese día los
mataron a ellos como a las tres de la tarde y por aquí, en esta otra
cuadra, ese mismo día a las siete de la noche mataron cinco. En ese
tiempo la violencia era muy horrible. Mataron primero estos tres de
acá, hirieron dos y aquí mataron cinco, que a todos los fumigaron
desde un carro.
Pilar: ¿De qué año estás hablando?
Ana: Hace trece años, en 1984. ¿De qué más me puedo recordar?,
la 68, luego vino la muerte de este muchacho, eso fue un viernes. Al
sábado mataron otros por la 24, esos fueron tres, a ver, ubicame…
Aquí, propiamente por acá, en este pedacito de aquí; por acá mataron
otras cuatro personas, entre viernes y sábado mataron como catorce
personas, pela’os ya de esta guardia. Ya después las bandas que han
salido ya han sido peores. Pero bueno, éstas son de las que más me
acuerdo, las que menciono son las que más tragedia dejaron.

El recuerdo de Ana es un pasmoso mapa de las listas de


muertos. Ella instituye estas muertes como marcadores tempo-
126 / Antropología del recuerdo y el olvido

rales de una época signada por la tragedia, cuando “la violencia


era muy horrible”. Ana continúa sus listas de muertos y ahora
toma en consideración el género:

Ana: A las mujeres ya las empezaron a matar después, o sea, a esta


muchacha [se refiere a Sol, una amiga suya que estaba involucrada
con los apartamenteros] la mataron, pero ella ya venía en el con-
flicto. Imagínese que a ella la mataron hace siete años apenas, más
o menos, y de ahí ya empezaron a mandar otras bandas con otras
peladas, y las peladas también eran cagadas. Por ejemplo, una de
ellas, una zarca, la hermanita de[…] Una que hay acá, le dieron tanta
bala que ella era negra, morochita, a ella la mataron en... Bueno,
así quién… O sea, que yo me acuerde, mataron a Sol, mataron a La
Gringa. ¡Ah! Y a Eliana […]. Cuando eso yo tenía catorce años […].
Entonces está ella, sí, ella fue primero […]. Por eso, porque era negra
zarca, después Eliana, La Gringa, antes de La Gringa mataron a una
muchacha… ¿Cómo es que se llamaba? Por el Andaluz...

Escuchamos de Ana la hora, el lugar y el método de los


asesinatos. En sus narraciones, la evocación se centra en el
evento, en el cómo y dónde murió esta persona y en qué se-
cuencia de muertes. Ana se ubica como testigo de los asesinatos
y la destrucción. Cuenta la historia en primera persona, como un
sujeto corporal y sensorialmente presente. Esta ubicación del
sujeto marca su implicación emocional y sensorial con los hechos
que presenció y su papel narrativo de registrar y “cuantificar”
el profundo impacto que la violencia ha tenido en su vida. Su
relato también indica cómo la vida cotidiana es alterada por la
violencia y cómo los individuos adoptan ciertos comportamientos
y toman ciertas decisiones como mecanismo de supervivencia.
Compartir con frecuencia estas historias en la vida diaria le
permite a los miembros de la comunidad reconocer senti-
mientos individuales y colectivos de miedo, pérdida, amenaza
y terror. Esto es lo que Feldman (1991) describe como una
comunidad que se marca a sí misma con una cartografía de
actos de muerte.
Aunque el terror y la violencia fueron, y continúan siendo,
una realidad diaria para estos jóvenes y mujeres, sus recuerdos
Las memorias vivas de la muerte... / 127

atestiguan la cualidad “fuera de lo común” que cualquiera de


estos eventos tiene para ellos, y el dolor y la pesadumbre que
continuamente traen a sus vidas. Sus recuentos de experiencias
vividas y sus recuerdos, difícilmente hablan de una rutinización
de la violencia y el terror. En realidad, desmienten una inter-
pretación que se ha generalizado sobre la rutinización del terror
en las vivencias de violencia entre las clases populares de América
Latina (Taussig, 1992; Scheper-Hughes, 1992; Green, 1995).
Numerosos autores han argumentado que, cuando se extienden
así la intensidad y la frecuencia de la violencia y del terror, se
crea un vacío emocional y vivencial, particularmente para los
“pobres”, y que, al convertirse en un lugar común, llegan a ser
lo que Michael Taussig denomina “el terror como algo habi-
tual”. Esta caracterización deslegitima el sufrimiento humano,
socava las elaboraciones culturales del dolor y, así, despoja a
los sujetos de su potencial de acción. La frecuencia de la muerte
en lugares como el barrio Antioquia, y el hecho de que vecinos
o parientes sean a veces los asesinos o perpetradores, quizá
sitúe la muerte en un ámbito donde puede ser banalizada. El
tono pragmático y factual en la narración de algunas de las
historias citadas podría usarse como un ejemplo de cómo la
muerte es trivializada; sin embargo, los relatos también están
puntuados con enunciados de sobresalto (“la violencia era
muy horrible”, “fue impresionante”, “éstas son de las que más
me acuerdo, las que menciono son las que más tragedia dejaron”)
que revelan que la experiencia vivida por el narrador ha estado
marcada por el sufrimiento.
Estas narraciones aluden a las continuas alteraciones de
la rutina diaria y de la circulación en el barrio, debidas a las
acciones violentas. La estructura narrativa descansa en el
simbolismo y la funcionalidad de lo que Ana denomina una
“tragedia”. Una tragedia que los ha signado con el destino
colectivo de vivir en medio de la violencia, que los hace testigos
de imágenes de horror (sangre, cuerpos desfigurados) y que
los aproxima física y emocionalmente al evento de la muerte.
Esta recitación de las listas de los muertos establece un agudo
contraste con las narraciones de ausentes o desaparecidos, donde
128 / Antropología del recuerdo y el olvido

abundan las imágenes de martirio y sacrificio. En la narración


de listas, la imaginería se construye por medio de descripciones
precisas del color (la sangre sobre el pavimento), el movimiento
(la caída, la agonía, el disparo), y la secuencia (la velocidad de los
acontecimientos). Como señalé antes, éstas son maneras de re-
gistrar las emociones colectivas de cara a la violencia.
Las formas narrativas de listas de muertos registran emocio-
nes colectivas e individuales de miedo, tristeza, sorpresa, rabia,
etc. Estas emociones, en tanto estrategias retóricas, moldean
las experiencias de los jóvenes como testigos de la muerte. Los
recuerdos erigidos alrededor del testimonio de la muerte do-
cumentan las pérdidas y activan un discurso público sobre la
interrupción de la vida cotidiana y de los espacios públicos. Las
estrategias narrativas de las listas de muerte y el mapeo de los
lugares de muerte describen el alcance de esta interrupción y
abren espacios culturales para hacerle frente a la sensación de
pérdida y destrucción. También hay economía política en estas
emociones (Lutz y Abu-Lughod, 1990). Aquellos que testimo-
nian el acto, administran la pesadumbre y el dolor al tiempo
que mantienen un recuerdo grupal que también moldea un
ámbito público de la memoria colectiva. Al recitar o enumerar
a los muertos, un sentido de la interrupción colectiva de la vida
comunitaria se emplaza en una narrativa histórica que docu-
menta la intensidad de una experiencia de terror y violencia
vivida. La memoria, en este sentido, también es una memoria so-
cial, en la medida que transmite una construcción pública de
la experiencia individual y colectiva.
Las memorias vivas de la muerte... / 129

Los eventos y su significado:


darle un lugar a la muerte

Caminante, son tus huellas


el camino y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.

Joan Manuel Serrat, Andares

La importancia de resistirse a las generalizaciones sobre el


significado de las narrativas relacionadas con la muerte y los
muertos fue clara para mí durante el taller de memoria y las
sesiones de recuerdo que se llevaron a cabo con un grupo de
jóvenes de la zona centroriental de Medellín (ver mapa nº 3).
Estos muchachos y muchachas —algunos de ellos participan
activamente en movimientos sociales juveniles para toda la
ciudad, como la Red Juvenil y el Consejo Municipal de Juven-
tudes—18 han estado juntos, como grupo, desde la infancia,
cuando se unieron a un grupo juvenil de la parroquia y se au-
todenominaron Caminantes Constructores de Futuro.19 Estos
jóvenes se reunían en la iglesia a cantar, a prepararse para el
ritual católico de la confirmación, a planear actividades barria-
les y, sobre todo, a disfrutar de su amistad. La mayoría eran

18 La Red Juvenil es una red urbana que promueve la participación juvenil en


organizaciones populares, diseño de políticas y búsqueda de alternativas pací-
ficas para la resolución de conflictos. El Consejo Municipal de Juventudes está
compuesto por dieciséis jóvenes, elegidos por voto popular, que representan
cada una de las zonas de Medellín; tiene un papel asesor en los asuntos y las
políticas juveniles en el área metropolitana de Medellín.
19 Este grupo de la zona centroriental de Medellín estaba interesado en reali-
zar talleres de memoria que les permitieran examinar su historia y decidir
cómo podrían seguir trabajando en tanto grupo comunitario. El grupo está
conformado por hombres y mujeres, la mayoría estudiantes entre los veinte
y veinticinco años. Llevamos a cabo dos sesiones de grupo y un taller de
memoria. En las sesiones de recuerdo participaron aproximadamente quince
jóvenes.
130 / Antropología del recuerdo y el olvido

del barrio Villatina, que en ese momento vivía un ambiente de


mucha tensión debido a la confrontación territorial entre las
bandas juveniles.
Para diferenciarse de los jóvenes involucrados en bandas o
milicias, los miembros de este grupo se percibían a sí mismos
como “únicos” porque nunca han usado armas de fuego, no
se han implicado en actividades delictivas ni han consumido
drogas psicoactivas. No obstante, también ellos han sido al-
canzados por la muerte y la violencia. La noche del 15 de no-
viembre de 1992, siete integrantes del grupo y otros dos amigos
se reunieron a conversar y oír música en una esquina. Quince
hombres “no identificados”, fuertemente armados, descen-
dieron en tres carros, dispararon sus armas y los asesinaron a
todos, así como a una niña de nueve años. El grupo de jóvenes
de la zona centroriental recordó y elaboró este evento de una
manera notable, que contrasta con las maneras de recordar a los
muertos descritas hasta el momento. El siguiente relato, hecho
por Mary, la líder fundadora del grupo y novia de uno de los
jóvenes asesinados, ilustra esta manera de recordar la muerte
de los muchachos. Durante la primera sesión de grupo, Mary
se refirió a lo significativo que fue este episodio para todos:

Mary: Otra cosa que recuerdo también, otra cosa que [risas]... muy...
también muy significativo, que de pronto algunos han comentado,
pero, entonces, como que quiero hacer un poquito de énfasis, es por
el hecho, pues, de la muerte de los muchachos. Ya el grupo se volvió
po-pu-lar. ¡Qué! Pero, entonces, ya toda persona quería pertenecer
a ese grupo juvenil. Entonces, nosotros teníamos momentos en que
eran 20, 25, 30 personas... ¡Qué no! Que todas querían ser parte
del grupo... Pero era simplemente como por ese hecho. Porque, a
ver: estábamos muy dolidos, muy tocados, muy ¡de todo! […] Algo,
pues, como que… que surgió de eso [...] es tanto hecho de vida
que generó... porque entonces lo acercó a uno más con diferentes
personas, con las familias... Las familias entre sí con otros grupos
juveniles... Por el hecho de que ese fue el grupo que marcó y, enton-
ces, todo mundo como muy pendiente de uno, y otros hechos, pues,
las eucaristías... en la animación de las eucaristías... Una que Ana
María ya comentaba por allá, que celebramos cada año y había, por
Las memorias vivas de la muerte... / 131

ejemplo, esas bombitas que ella tiene allá… Al final de misa siempre
hay un símbolo que caracteriza como esa eucaristía (¡hum!) y que se
ofrece; entonces yo recuerdo que el primer año fueron unas bombas
blancas que las inflamos con gas y decía el nombre de cada uno de los
muchachos, entonces era… Al final cantábamos ese disco que “Mirar
la vida con ojos nuevos” y las echábamos a volar. (Taller de memoria,
zona centroriental, 9 de junio de 1997).

Sorprendentemente, la muerte les trajo “popularidad” y


desencadenó muchas otras cosas: expansión del grupo, so-
lidaridad, lazos de amistad, experiencias más profundas de
espiritualidad y visibilidad en el barrio. Más adelante los condujo
a “mirar la vida con ojos nuevos”, como la letra de la canción
que cantaron al finalizar la misa anunciada.
Para la comunidad y para los miembros del grupo, la
masacre de los jóvenes representó una experiencia límite. Es
una forma de sufrimiento20 que ocurre cuando un grupo de
individuos experimenta el umbral de una situación, un evento
extraordinario (v. gr., una masacre) que los sitúa en un ámbi-
to de la experiencia en donde las emociones se exaltan y se
estremece la base misma de la existencia cotidiana. Fue un
momento de profundo sufrimiento que Mary describe como
aquel en que estaban “muy dolidos” y en que el barrio en su
totalidad estaba “muy tocado”. Como expresó Tomás: “Yo me
acuerdo en ese entonces que la gente del barrio estaba muy
tocada porque esa masacre… pues, esa masacre había marcado
mucho al barrio”.

20 El concepto de sufrimiento humano como núcleo de una etnografía de la


experiencia es útil cuando se examinan los significados culturales que este
grupo construyó en torno a este recordado evento de muerte (Kleinman y
Kleinman, 1996). Kleinman y Kleinman (1996:174) definen el sufrimiento
como un aspecto de la experiencia humana “en el que los individuos y los
grupos tienen que padecer o soportar ciertas cargas, problemas y serias
heridas en el cuerpo y el espíritu, que pueden agruparse en una variedad
de formas”. Hay formas rutinizadas de sufrimiento que son producto, ya sea de
enfermedades crónicas o de privaciones u opresiones experimentadas por un
grupo de individuos (v. gr., los pobres, los derrotados), y hay otra que surge
de condiciones extremas en situaciones de holocausto o genocidio.
132 / Antropología del recuerdo y el olvido

Estos jóvenes enmarcaron aquel hecho y le dieron significado


por medio de una narrativa del renacimiento que claramente se
afianzó en la imaginería de la religión católica y en la influencia
que el cura y la monja de la parroquia tuvieron sobre el grupo.
El recuerdo del asesinato y de los muertos se transformó en
otro poderoso recuerdo del grupo y de un sentir comunitario
de la vida. Según Fabio, fue un hecho que los inspiró a “pisar
fuerte..., a pararnos en la tierra y seguir pa’delante”. La me-
moria no es la del recuerdo del evento de muerte, sino de lo
que generó para el grupo y de la serie de eventos altamente
ritualizados, como la misa, la canción y el echar globos al aire (ver
figura 9). Estos actos ritualizados imbuyeron la muerte de es-
tos jóvenes en un simbolismo religioso y en una narrativa que
enfatizó la transitoria condición humana de caminantes de la
tierra, el círculo de la vida y la muerte en el que la muerte es
siempre un nuevo comienzo, una nueva forma de dar vida.
La letra de la canción entonada durante la ceremonia religiosa
le dio al grupo un enlace entre su construcción social de la
muerte como un evento de vida y el enriquecido significado
del nombre de su grupo como “Caminantes”:

Fercho: El primer año, conmemorando la muerte de los muchachos,


se quería hacer algo simbólico sobre ese paso de la muerte a la vida,
ver esa masacre no como muerte, sino como algo que nos llevó a
fortalecer los espacios grupales y a empezar a trabajar por eso. Eso
se simbolizó en una eucaristía; en cada bomba se colocó el nombre
de cada uno de los muchachos, y luego a través de una canción.

Cuando Fercho menciona la canción, el grupo entero,


espontáneamente, empieza a cantar, al tiempo que se miran
unos a otros:

Para mirar la vida con ojos nuevos,


romper barreras sin mirar atrás,
borrar palabras, hacer versos nuevos,
decir te quiero, empezar a amar...
Sen-ci-lla-men-te ponerse a andar.
Las memorias vivas de la muerte... / 133

Figura 9 “De la muerte a la vida”. Colcha de imágenes, creación colectiva


Fuente: Grupo Caminantes barrio Villatina, 9 de junio de 1997
134 / Antropología del recuerdo y el olvido

Éste es un suceso muy recordado y estatuido de manera


colectiva por medio del canto conjunto, la risa, el recuerdo
ininterrumpido y sus historias contadas entre ellos mismos.
Existía una red de apoyo para este grupo, que le suministró a
sus miembros los espacios y los símbolos para el duelo indivi-
dual y colectivo. La presencia de un cura y una monja en la vida
del grupo influyó en la narración de muerte-vida construida por el
grupo y en el emplazamiento de los muertos en lo que describen
como un lugar de honor: la remembranza de “cuán importan-
tes” fueron. Para los miembros del grupo, este evento, con todas
sus implicaciones emocionales y sociales, fue el catalizador que
los llevó a donde se encuentran hoy.
Durante las tres sesiones que estuvimos juntos, estos jóvenes
no mencionaron, recordaron o describieron el momento del
homicidio, el momento en que supieron de las muertes o las
razones y circunstancias de la masacre. Los jóvenes asesinados
fueron recordados colectivamente como “los muchachos”. La
experiencia de hacerle frente a la muerte, sus maneras de ha-
cer duelo y el renovado sentido de trabajo en comunidad, se
transformaron en medios a través de los cuales establecieron
su diferencia, su condición de jóvenes “sanos”. El hecho se
convirtió en el terreno sobre el cual se construyó una memoria
colectiva, con un simbolismo y una narrativa que sigue instru-
yendo la ética de sus vidas y sus diferencias.

Un lugar personificado para la muerte

Juancho perteneció a la banda Los Calvos, en el barrio Antio-


quia, y durante el tiempo en que estuvo con ellos vio “la risa
de la muerte” en más de una ocasión.21 Él recordó “un día
cualquiera” en el que salió de su casa porque quería “trabarse”
(consumir droga) y fue a la casa de su vecino a pedirle una bicicleta

21 Juancho le relató esta historia a Sebastián y a un grupo de amigos que se


reunieron espontáneamente, mientras Sebastián lo entrevistaba sobre el tema
de las bandas del barrio, en diciembre de 1997.
Las memorias vivas de la muerte... / 135

prestada. Salió de la casa, ajeno a las señales de muerte que se


anunciaban en todas partes:

Juancho: Yo estoy acostado y me da por levantarme y salgo ahí a


la puerta, güevón, y entonces, cuando miro pa’l frente, pillo a uno
del Chispero ahí, ¿ah? Un calvito ahí, cargando una 38, güevón,
ahí, metiéndole las balas. Entonces, cuando me da por mirar así,
pa’diagonal, así, al murito ese que le digo yo, pa’salir a la Paraguay,
que hay una canchita por ahí, sizas, que hay una plataforma, enton-
ces los otros manes con los fierros en las manos, güevón. Entonces,
¿sabe qué? Como es la costumbre de verlos a ellos con los fierros en
la mano, entonces yo no le paro bolas.

Su vecino le aconsejó que no fuera, pues los rumores que cir-


culaban decían que la banda El Chispero planeaba exterminar
a los miembros de Los Calvos. Juancho tenía la confianza de que a
ellos no “les debemos nada”, así que insistió en tomar la bicicleta.
Cuando llegó al Cuadradero —el sitio de encuentro de su ban-
da—, el lugar estaba desolado, excepto por Bombín, que acababa
de meterse una “rochita”.22 Éste le pidió a Juancho que le diera
un aventón hasta la casa de su novia. Luego de que compartieron
un “pastusazo”,23 Bombín se sentó en el manubrio y empezaron
a recorrer las calles, inusualmente silenciosa y vacías:

Juancho: Cuando arrancamos del Cuadradero, a salir a los ranchos,


[…] para salir por la esquina de Las Estefas... cuando vamos vol-
tiando, ahí, ¿y sabe qué? Ahí mismo aparece el pela’o, ahí, güevón,
aparecieron esos dos manes; entonces pasan, pasa Papao, y pasa ese
pela’o que le digo Jairito, ése; el Bombín los saluda, y esos manes
no le dicen nada, siguen en bicicleta. Entonces, ¿sabe qué me dice
Bombín? Se me baja del manubrio y me dice: ‘No, no, no, ¿sabés qué,
güevón? Vení te montás vos en el manubrio, que vos bien ciego que
sos [risas], nos demoramos más, güevón’ [risas]. Así me dijo, parce,
y, ¿sabe qué? Palabra, güevón, yo me le monto en el manubrio a

22 Droga psicoactiva, comercialmente conocida como Rophynol.


23 Un cigarrillo de crack.
136 / Antropología del recuerdo y el olvido

esa gonorrea, parce, en el momento en que estoy yo cogido del


manubrio, el pela’o ya estaba acomodando el pedal, ¡dale! cuando se
aparece… por un murito ahí de Las Estefas. El man se rió, güevón,
la risa de la muerte llevaba esa gonorrea, ¡parce! Una risa toda ma-
quiavélica. Esa risa, ¿sabe qué? Yo he visto dos veces esa hijueputa...
¡Pero no me ha podido coronar esa marica, parce!

Las señales de la muerte estaban por dondequiera… Bom-


bín fue tan indiferente al peligro que saludó al “enemigo”,
sólo para recibir a cambio una risa mortífera. Y fue entonces
cuando Juancho sintió el primer disparo, el segundo y el
tercero. Mientras Bombín yacía moribundo, Juancho corrió
desesperadamente con el agresor “a punto de alcanzarme” y
se las arregló para refugiarse en la tienda de una esquina.
Amistad, lugar y muerte fueron los temas comunes de
recuerdo entre los jóvenes de Medellín. Para Juancho y los
otros jóvenes del barrio Antioquia, los lugares que habitan
están marcados por la presencia de la muerte. La muerte es
una entidad encarnada, revestida de potencial de acción. A la
muerte se la puede ver en los ojos del otro y tiene el privilegio
de un poder comunicativo y expresivo que puede controlar y
regular la vida diaria, como en el caso de Juancho, a la vuelta
de la esquina, cazándolo, sonriéndole. Juancho le otorga a la
muerte una forma encarnada a través de la sonrisa en el rostro
de su enemigo; en la secuencia de ambos movimientos, los suyos
y los del enemigo, y por medio del vacío del espacio, que silen-
ciosamente grita lo inevitable. Su narración enmarca este hecho
en una lucha con la muerte y el destino, que lo sitúa a él como
el sobreviviente. Un sobreviviente, en este contexto específico,
es aquel que entra en contacto —físico y psíquico— cercano
con la muerte, al punto de sentir “como si su corazón estuviera
en su dedo”. Juancho siguió vivo porque, de acuerdo con su
comprensión de la muerte, no era el momento de morir.
Estas construcciones de muerte también revelan tensiones
sociales latentes para los jóvenes y me condujeron a pregun-
tarme si acaso la construcción social de la muerte como algo
inevitable obstruye el reconocimiento de los individuos como
Las memorias vivas de la muerte... / 137

sujetos de sus propias acciones. Este desplazamiento del po-


tencial de acción desde el individuo-sujeto hacia la muerte
misma, ¿qué consecuencias tiene en nuestra comprensión del
sufrimiento humano y de los modos como los jóvenes afron-
tan el miedo, la pérdida de amigos y las consecuencias de sus
acciones sobre otros?
La construcción social de la muerte como “inevitable” o
“predestinación” mezcla elementos del catolicismo popular
y de formas culturales populares del fatalismo que también
pueden rastrearse en las letras de la salsa, la música “de ca-
rrilera” y el tango. Ésta se yergue en contraste con la elaboración
sobre la muerte que hacen Mary y Fercho (los caminantes), que
le concede a los sobrevivientes un renovado sentido de la vida.
Para Juancho, por el contrario, la muerte da al sobreviviente un
espejo y una permanente sombra de vida.24 La muerte consti-
tuye un agente que regula y limita sus vivencias porque, como
lo expresó previamente Jennifer, en el capítulo 2, “cuando
uno se va a morir, la muerte lo busca”. Esta construcción guía
a Juancho y a Jennifer en sus maneras de caminar y de prote-
gerse, la estructura narrativa en que sus historias se enmarcan,
se interpretan y se relatan de nuevo, y las complejas maneras
en que las subjetividades de estos jóvenes se procesan a través
de sus experiencias con la violencia.
Las dos muertes descritas en esta sección y los modos en
que tales acontecimientos fueron elaborados ilustran algunos
de los divergentes procedimientos por medio de los cuales los
jóvenes de Medellín construyen sus relaciones con la vida y la
muerte, y su elaboración en la memoria colectiva. La analogía
más sorprendente entre estas dos historias opuestas —y las
formas como fueron interpretadas— es que la muerte está
dotada con un potencial de acción. Para el grupo de los Cami-
nantes, la muerte es portadora de vida, constituye una señal de
su renovación. Para Juancho, la muerte es un mensajero que
controla sus vidas. En ambos casos, la muerte es un vehículo
de la memoria que devela tensiones sociales específicas y las

24 Agradezco a Luis Alberto Restrepo por sugerirme estas conexiones.


138 / Antropología del recuerdo y el olvido

formas en que estos jóvenes construyen sus diferencias y se


sitúan a sí mismos en el violento entorno social.

Sujetos de la muerte: los mártires

El mártir es una de las figuras culturales usadas por los habitantes


de la ciudad de Medellín para recordar a los muertos y sus accio-
nes en vida. El icono del mártir se creó a partir de la mitología
católica del sacrificio, en la cual el simbolismo de la sangre y el
acto de morir se entienden como un sacrificio por la libertad y la
liberación (Aretxaga, 1997). Zulaika (1988) analiza el martirio en
el contexto de la lucha por la independencia vasca en España, para
destacar que un mártir es un activista que reafirma su “verdad”
durante el acto autotrascendente de “entregar su propia vida”.
Al igual que Jesucristo, el mártir está listo para dar su vida como
genuina expresión de compromiso con la lucha de su pueblo.
El ritual político de arriesgar la vida se establece por medio del
espectáculo del levantamiento en armas (como ritual de virilidad
o una expresión de “verraquera”) y por los actos concretos de la
guerra (como el ethos distintivo del guerrero). Zulaika (1988) y
Aretxaga (1997) ven el mito del mártir como un modelo histórico
de heroísmo masculino que se enraiza en una mitología del sacri-
ficio y se apoya en acciones como las huelgas de hambre.
Esta superposición de imaginería religiosa y discurso po-
lítico explica algunas de las maneras en que los muertos son
recordados colectivamente en Medellín. Sin embargo, la “mito-
logía del sacrificio” no puede explicar por su propia cuenta las
acciones de los actores armados ni tampoco puede, de forma
independiente, imbuir las acciones políticas de nuevos signi-
ficados. Los individuos eligen si responden a la mitología del
sacrificio y cuándo lo hacen; algunos individuos responderán
en ciertos momentos, pero no en otros (Aretxaga, 1997).25 El

25 Aretxaga advierte sobre las implicaciones de explicar la violencia, y la opción


de emplear o levantarse en armas dentro de una mitología del sacrificio que
valida y abastece las acciones y la historia de un grupo-comunidad. El proble-
Las memorias vivas de la muerte... / 139

martirio es un modelo que inspira un tipo de relato y una ética


basados en la comunidad, que ensalza las acciones de los indi-
viduos involucrados en el conflicto.26 El modelo del martirio
se aplica en particular a los recuerdos de los miembros de las
milicias urbanas u otros activistas políticos —v. gr., guerrilleros,
líderes comunitarios— cuyo discurso y acciones se enmarcan en
la política revolucionaria. Arraigados en la ética revolucionaria
de una lucha humana por el cambio social, las acciones de estos
individuos están investidas de significación política. Aprendí
que el ambiguo nexo de algunos de estos líderes con la acción
delictiva o criminal estaba legitimado por la ética del “bandido
solitario”, cuya lealtad y cuyas acciones benefician en últimas
a la comunidad. En este contexto, la construcción cultural del
mártir ha soportado un proceso de hibridación de la ética de
la lucha revolucionaria con aquella del “bandido solitario”.
Si bien el mártir proporciona una figura para recordar a los
amigos y parientes muertos, también ha sido puesta en cuestión.
Un ejemplo es el intercambio que tuvo lugar en un taller de
memoria con miembros y ex miembros de la casa juvenil del
barrio Popular 2. Tito, que estuvo con las casas juveniles desde
su creación, recordó el año de 1989, cuando era un adolescente
“sin rumbo”, que “sólo vivo el momento”. En aquellos días co-
noció a unos individuos que lo orientaron mientras maduraba
hasta convertirse en adulto. Entre ellos estaba Norberto, quien
fue asesinado en el primer año de funcionamiento de las casas
juveniles. Tito lo recordó por medio de una puesta en escena
y un discurso hábilmente elaborados:

Tito: La vida y la muerte son compañeras inseparables; ahí están en


cada momento; debemos quererlas. Recuerdo con tristeza la muerte

ma consiste en que esta explicación asume “que los mitos tienen una fuerza
propia, capaz de determinar el comportamiento de la gente”, y desconoce
que el mito requiere contextos sociales para convertirse en “algo más que
llamativas historias” (1997:94).
26 Zulaika (1988) argumenta que la ética del martirio se construye a partir de un ethos
de militarismo y una mentalidad belicista que percibe el combate como la empresa
decisiva en la vida, y la guerra como la condición fundamental de la vida.
140 / Antropología del recuerdo y el olvido

de mi amigo Norberto, persona que me irradió mucha, pero mu-


cha energía de vivir; siempre está en nuestros recuerdos, lo que él
quería un día, poco a poco se ha tratado de hacer: ‘Vamos, calidoso,
luchemos la vida con calidad’, frase muy conocida en él. Su muerte
nos llena de tristeza, pero a la vez nos anima a salir adelante, pero
realmente se cumple algo escrito que dice, ‘la sangre de los mártires
es semilla de libertad’.(Taller de memoria, casa juvenil Popular 2
—zona nororiental—, 18 de mayo de 1997).

La reminiscencia hablada de Tito fue seguida de los aplau-


sos de quienes recordaron el impacto que la muerte de Nor-
berto había tenido en todos ellos. Las causas de la muerte de
Norberto son contradictorias y ambiguas, pero están más allá
del centro de interés en el recuerdo del grupo. La muerte de
Norberto fue sentida como una gran pérdida, y ellos se deba-
tían por enmarcarla de tal manera que les aportara significado
a ellos mismos y a su comunidad. Y hacían esto idealizando a
Norberto como mártir. La sangre de Norberto, como nos contó
Tito, era la “semilla de libertad”, fuerza poderosa que trajo
unión y un nuevo sentido de compromiso al trabajo de las
casas juveniles. Más tarde, en el mismo taller, Tito reflexionó
sobre la historia conjunta, los retos impuestos por la fuerte
presencia de grupos armados (milicias) en la zona, y su misión
como grupo comunitario:

Tito: Sigamos adelante; yo creo que El Popular, día a día, va a ne-


cesitar de nosotros. No importa que haya gente armada a los lados
y que nos mire con recelo, porque muchos hemos sufrido eso; el
recelo de mucha gente que está a nuestro lado, que quizás en este
momento tienen un poder y que, si esto lo hablo en el barrio, quizá
me puede costar hasta la vida, pero como la misma Biblia lo dice, y
mucha gente lo dice: ‘la sangre de los mártires es semilla de libera-
ción’. Y vamos a liberar ese pueblo. (Taller de memoria, casa juvenil
Popular 2 —zona nororiental—, 18 de mayo de 1997).

Tito acudió de nuevo al simbolismo que le permitió encon-


trar significado en la muerte de su amigo y situarse como agente
moral y liberador de su pueblo. Cuando empalmó el trabajo
Las memorias vivas de la muerte... / 141

comunitario del grupo y el recelo que éste podía causar con la


posibilidad de morir, Tito añadió el sesgo heroico. La ética a
la que apeló está basada en el discurso bíblico de liberación y
redención, y en la ética heroica revolucionaria de los guerre-
ros por la libertad.27 Su meta era investir de significado tanto
la muerte de su amigo como su propio trabajo, y así lo hizo
al definir el lugar de ambos en el mundo dentro del ámbito
heroico de “liberar a su pueblo”.
Cuando Tito concluyó su reflexión, Rodrigo, otro de los
fundadores de la casa juvenil, expresó su desacuerdo con el
postulado que hacía de los muertos unos mártires. Cuestionó
la asociación del trabajo comunitario con los ideales de la lucha
armada y sangrienta a nombre de la liberación. Afirmó que ya
había “demasiados mártires” y que “ha corrido mucha sangre
y con los muertos no vamos a hacer nada”. Él afirmó:

Muchas veces se han muerto muchas personas y hemos dejado que


esas personas se mueran con sus ideas, con sus propósitos. Yo pienso
que no es hacer mártires... Y en eso de que los del pueblo quieren
a los que tienen el fierro —arma—, eso es mentira.

Rodrigo desafió la imaginería del martirio, más aún, la


política de hacer mártires:28

Rodrigo: Aclaración, la propuesta no es querer ser mártires para


poder construir algo; hay personas que quieren ser mártires, porque

27 La unión entre movimientos revolucionarios e Iglesia católica tiene una larga


y copiosa historia en América Latina. La teología de la liberación exhortó al
compromiso católico y a adherirse a las luchas de los pobres. En Medellín,
una ciudad que tiene una de las más fuertes tradiciones católicas del país, la
influencia de la teología de la liberación fue (es) muy amplia. En Colombia,
la figura del cura católico Camilo Torres reforzó la mezcla de religión y lu-
cha armada. Camilo Torres, dirigente intelectual y social del país, se unió al
movimiento guerrillero en la década de 1970 y permaneció activo en sus filas
hasta que murió en combate.
28 Este discurso se fundamenta en los símbolos maoístas e izquierdistas, que asocian
al individuo armado y al poder que otorgan las armas con el amor del pueblo.
142 / Antropología del recuerdo y el olvido

el pensar nos queda muy duro, porque la propuesta desde el amor,


desde la experiencia, es querer amar y querer llegar a un gobierno
del amor y que no necesita nunca, nunca, la doble presión, la doble
intención y el doble desgaste por medio del poder o el utilizar al
otro. De esta manera se están haciendo mártires en las comunidades
por hacer algo. Yo creo que lo que hay que hacer es apostarle a la
vida, y hay que pensar muy bien eso, y todo lo que se ha hecho en
el Popular 2 ha tenido esa intención, de que mucha gente esté ahí,
que haga, que construya. Pero mucho cuidado con irse a los cañones,
a las quebradas, a los vacíos para poder sentirse supermanes, super-
hombres en las comunidades, porque no necesitamos mártires en las
comunidades; necesitamos es gente que viva, entre más anónimo,
más escondido para resguardar su vida, pero que pueda acompañar
al otro, le creo mucho más.

La reflexión de Rodrigo problematiza las construcciones he-


roicas de la muerte, del morir y de la moral, que están arraigadas
en los principios del “sacrificio”, de entregar y de arriesgar la
vida. Para él, la opción del martirio toma “la salida fácil” y distrae
a los actores sociales de reflexionar sobre el impacto de la muerte.
Es más, la mitología del sacrificio encierra una doble moral y
una manipulación de los otros por medio del recuerdo.
Las contrastantes imágenes aportadas por Tito y Rodrigo
fluctúan entre la figura pública, heroica del mártir y la figura
anónima y humilde de aquellos “que desean vivir”. Revelan
los contrastes de los discursos sociales y políticos sobre la ética
de la violencia. Factores como el “cansancio” y el sufrimiento
—que la intensa acción violenta ha traído a la vida de los jóve-
nes—, y los cambiantes discursos políticos en torno a la guerra
y la paz, están en juego en estas imágenes opuestas. Sugieren
los diversos marcos explicativos desde los cuales los jóvenes,
basados en sus vivencias de violencia, se ubican a sí mismos y
recuerdan. También indican los abismos entre la experiencia
cotidiana de vida y las formulaciones ideológicas de los discursos
sobre la violencia (Feldman, 1995).
Aquí hay varias dinámicas en funcionamiento. El intento
de Tito por impregnar de glamour y de estética la muerte de
sus amigos es, al mismo tiempo, un esfuerzo por darle sentido
Las memorias vivas de la muerte... / 143

a los efectos del dolor y del sufrimiento en sus vidas. También


mantiene un discurso público que devuelve la dignidad de los
muertos y que articula sus muertes con un discurso político. Al
recordar a los muertos dentro de estas construcciones idealizadas,
la memoria colectiva restaura parcialmente el sentido del honor
y el sentido de propósito de una experiencia violenta que carece
de dignidad y de visión (Portelli, 1991). Pero surge una tensión
cuando este discurso se convierte en una manera de olvidar el su-
frimiento que acompaña cada muerte y en la tácita legitimación
de la violencia como medio para resolver los conflictos sociales.
Desde el punto de vista de Rodrigo, esta forma de recordar niega
las opciones de vida y amor en la construcción del yo.
El mártir funciona como una mitología que los individuos
usan para dar a conocer sus acciones comunitarias o su conni-
vencia con los grupos armados. También especifica el tipo de
sujeto que aspiran a ser y a que se recuerde. Pero ahora la figura
del mártir y la mitología del sacrificio están siendo cuestiona-
das. Algunos jóvenes rechazan el uso de la imagen del mártir
para recordar a los muertos y para justificar la participación de
los individuos en los conflictos violentos. En cambio, enfatizan
el sentimiento de pérdida y sufrimiento en torno a los muertos,
y un sentido de vida y anonimato en torno a los vivos.
He propuesto tomar la muerte y los muertos como un hilo
narrativo tejido en la historia oral de la comunidad, y como
organizador clave de las interacciones diarias entre los jóvenes.
La historia oral de la comunidad está arraigada en las interac-
ciones diarias y se organiza alrededor de relatos sobre aquellos
que han muerto. Artefactos, lugares, puestas en escena y marcas
físicas preservan los recuerdos de quienes han muerto y actualizan
su memoria en la vida diaria. Este capítulo también destaca
cómo las historias orales de los muertos nutren la formación
de comunidades de memoria e impulsan a los habitantes de
la ciudad de Medellín a convertirse en supervivientes social-
mente activos.
Feldman (1991) argumenta que en Belfast existe un tipo
de historia oral similar. Allí las personas entablan diálogo con
los extraños por medio de la “recitación de los muertos”. Las
144 / Antropología del recuerdo y el olvido

biografías, los relatos orales de cuentas familiares y la solida-


ridad del vecindario se organizan alrededor de genealogías
compartidas de los muertos y éstos definen identidades étnicas
y filiaciones políticas. En Medellín, las filiaciones políticas y
las afinidades y fronteras sociales o étnicas entre la violencia
originada en la política, la delincuencia común o el narcotráfico
son más difusas. Esto se refleja en el uso de una historia oral
de muerte en la vida cotidiana. La historia oral de muerte en
Medellín documenta la magnitud de las pérdidas humanas y el
impacto que la muerte y el morir, la violencia y el asesinato tie-
nen en la realidad de los habitantes urbanos; narra la tragedia
de la muerte, la violencia y la interrupción de la vida que tiene
lugar en las comunidades y los grupos sociales. Al documentar
las experiencias que atestiguan la muerte, y al impulsar los dis-
cursos públicos comunitarios tanto hacia el sufrimiento como
hacia la supervivencia, la historia oral sirve como herramienta
de supervivencia.
La construcción de los muertos como “cuerpos ausentes-
presentes” y como “desaparecidos” contiene un simbolismo
colectivo que centra la muerte en el ámbito de la experiencia
vivida. Ya la cantidad y regularidad de estas formas de recuer-
do pone de relieve cómo los muertos se han convertido en un
referente de las maneras de habitar el aquí y ahora, particular-
mente para los jóvenes que tienen una experiencia cercana con
la violencia. La presencia en la memoria de aquellos “que ya no
están” jalona un referente de identidad que no se agota en el
“nosotros” ni en el “otro”. Su presencia introduce otro elemento
de la formación de identidad: ellos/ellas, los que ya no están. En
estas prácticas de memoria, los cuerpos pasados y ausentes se
tornan estrechamente ligados a las acciones contemporáneas.
El cuerpo ausente es una imagen del pasado, pero también lo
es del ahora. Es una imagen que habita lugares significativos;
en palabras de Walter Benjamin (1986a), es una imagen “en la
cual el pasado y el ahora resplandecen en una constelación”.
Capítulo 4

Fantasmas, cuerpos poseídos


y guerreros: narraciones
de miedo y violencia de género

Periodista: ¿A qué le tiene miedo?


Álvaro Uribe Vélez: A tener miedo.

Entrevista Cromos

El jinete negro es el temido fantasma de un hombre alto, ataviado


de luto, con un sombrero negro sobre el cráneo y que cabalga
una mula negra. El jinete negro se reconoce por el ruido de las
espuelas, el viento helado que acompaña su marcha y por sus re-
pentinas apariciones y desapariciones. Este mito, que se remonta
al siglo XVI, se hizo popular en Medellín en el XIX y, a lo largo de
los años, ha sido recreado en una multitud de versiones urbanas y
rurales. Una adaptación local describe al jinete como un general
de la Guerra de los Mil Días,1 que terminó convertido en bandido
durante los años sesenta y setenta.2 ¿Qué continuidades históricas

1 La Guerra de los Mil Días, entre conservadores y liberales, tuvo lugar entre
1899 y 1902, con un estimado de 100.000 personas muertas.
2 Puede ampliarse la información al respecto en: Duque, 1990; Villa, 1991;
http://www.colombia.com/colombiainfo/mitos; http:// www.conexiones.eafit.
edu.co/antioquia/contarhistorias.
146 / Antropología del recuerdo y el olvido

podemos establecer cuando relatos tradicionales de fantasmas,


como el del jinete negro, reaparecieron en los años ochenta, en el
contexto urbano del boom de la economía de la droga y el mercado
ilegal de armas? ¿Qué procesos de reciclaje cultural tuvieron lugar
cuando, por ejemplo, algunas mujeres temían la presencia de las
milicias urbanas en la zona nororiental de Medellín como una
reaparición del viejo mito colonial del cura sin cabeza?3 ¿Cómo
podemos relacionar esta representación fantasmal de los actores
armados con el miedo paralizador que El Ángel —líder de la
primera milicia de la zona nororiental— sentía por el cura sin
cabeza?4 ¿De qué maneras estas formaciones simbólicas, ancladas
en las tradiciones míticas orales, median la experiencia cotidiana
de una violencia que se ve, se oye, se siente y se teme?
Investigo el renacimiento de los relatos de fantasmas,
brujas, maldiciones, figuras satánicas y cuerpos poseídos que
animan recuerdos y temores de la juventud de la ciudad, a la
vez que configuran sus relaciones sociales, el conocimiento local
y las representaciones de la violencia. Examino la forma como
los miedos —en tanto emoción que se experimenta individual-
mente, se construye socialmente y se comparte culturalmente
(Sánchez, Villa y Jaramillo, 2002)— se actualizan en respuesta
a un paisaje cambiante de violencia. Las historias de miedo se
abordan como construcciones culturales ligadas a sistemas especí-
ficos de representación de la violencia y a estrategias sociales
para hacer frente a la violencia y la incertidumbre y comba-

3 El cura sin cabeza es una leyenda colonial que, con algunas variaciones,
puede hallarse en muchos pueblos andinos de Colombia, Ecuador y Perú. De
acuerdo con la tradición oral de la región, el cura de un pueblo iba de viaje a
evangelizar indios, cuando estos lo mataron para robarle sus copones. Desde
entonces, recorre caminos y plazas clamando justicia. Su imagen aterrorizaba
a los transeúntes quienes, de lejos, veían un cura vestido con una túnica negra,
pero, a medida que se le aproximaban, quedaban paralizados por la pavorosa
visión de un cura descabezado. Ambos, el cura sin cabeza y el jinete negro,
son figuras vengativas (véase, http://home.graffiti.net/calim).
4 El Ángel, en una entrevista con la escritora colombiana Laura Restrepo, habló
sobre esto: “El Ángel dice que no tiene miedo de matar o morir, pero que es
incapaz de dormir solo porque lo paralizan los demonios, el cura sin cabeza
y los gatos negros” (Restrepo, 1991).
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 147

tirlas (Villa, Sánchez y Jaramillo, 2003). El resurgimiento de


estos relatos, particularmente entre los jóvenes, enriquece su
capacidad de manifestar tensiones sociales específicas, revelar
dilemas individuales y sociales, y recordar el pasado (Perera,
2001; Warren, 1998). Confronto estas construcciones socia-
les del miedo, que mediante la narración y la imaginación
contrarrestan el poder abrasivo de la violencia, con prácticas
patriarcales del terror, específicamente la violación, que por
medio de la violencia corporal y el silenciamiento perpetúan
los regímenes patriarcales de violencia. La desigual coexistencia
de las formaciones de miedo, sistemas de terror y las respuestas
locales que éstas educen, permea la vida cotidiana de los jóve-
nes de Medellín y resalta las tensiones sociales que marcan las
interacciones diarias de los residentes de una ciudad afectada
por una multitud de formas de violencia.

Historias de aparecidos y regulaciones sociales

Los misteriosos relatos de fantasmas, las ánimas, las variadas


formas de magia (v. gr., indígena, negra) y la posesión de espí-
ritus revitalizan la tradición oral de la ciudad y hacen circular
construcciones sociales específicas del miedo. Durante mi tra-
bajo de campo, escuché historias de espíritus errabundos que
aparecen y desaparecen en los campos, un caballo arrastrando
unas cadenas, una hermosa mujer delirante que es asesinada
por su marido, un cura sin cabeza, y un demonio que se le apa-
rece a los incrédulos, los drogadictos, los mafiosos y los malos.
Algunas veces este demonio se aparece como una mujer rubia,
alta y sensual; otras veces, es una bestia con un cuerno y un
tridente y, ocasionalmente, va vestido de sacoleva y sombrero.
Hay brujas que corren sobre los tejados tratando de seducir
a los jóvenes; duendes que, al igual que los embaucadores,
emplean trucos y engaños para confundir y atemorizar a los
“muchachos”; y los “fuegos fatuos”, que se encienden de re-
pente en terrenos baldíos. La noche es el momento y el lugar
paradigmático para el deambular de estas criaturas fantásticas y
fantasmales, así como para las actividades ilícitas y marginales.
148 / Antropología del recuerdo y el olvido

Les oí estos relatos a hombres y mujeres, jóvenes y viejos; cada


vez que se contaba una de estas historias, era recibida con gran
entusiasmo y complementada con otras similares.
¿Cómo puede explicarse la dinámica presencia de estos
relatos, que evocan mapas del miedo construidos a partir de la
incertidumbre de lo desconocido, los dilemas de la naturaleza
y los poderes de lo sobrenatural? ¿Cómo explicamos que estos
cuentos hayan revivido ahora en un contexto urbano como
Medellín, donde la inmediatez de la violencia señala mapas
tangibles de miedo y terror? El contenido de muchas de estas
historias se asemeja al de los relatos campesinos de la región
cafetera de Antioquia y de las zonas de frontera, como en el caso
del jinete negro. Han sido transmitidas de generación en ge-
neración desde épocas coloniales (v. gr., el cura sin cabeza) y
por lo tanto están profundamente arraigadas en la imaginación
nacional. Su vitalidad indica la naturaleza sedimentaria de los
recuerdos que se transmiten de generación en generación, al
igual que los patrones migratorios y las influencias culturales
de los cuenteros.
El miedo, en tanto respuesta sensorial, hace parte de estas
historias cotidianas de fantasmas y seres sobrenaturales. Algu-
nas veces está en la inesperada respuesta de los oyentes, otras,
en la representación cultural que contiene un saber particular
o un conjunto de convenciones y reglas implícitas, tales como
“no traspasar”. Un ejemplo de esto es la historia contada por
Mello, ex miembro de una banda juvenil y residente del barrio
Antioquia, sobre una procesión y una maldición:

Mello: Estamos hablando sobre una historia que ocurrió en una


procesión que íbamos… Yo estaba muy niño en esa época, pero yo
me acuerdo, yo estaba en la procesión [...] que venía un muchacho
Yomar, que venía, pues, venía todo alberizquiado,5 venía en una bici-
cleta, entonces venía la procesión normal, ¿sí o qué? Yo llegué y me
parché en la esquina, cuando él venía y dejó la bicicleta al lado mío,

5 Listo para la pelea.


Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 149

cuando encendió a unos pela’os a bala ahí, en toda la procesión, y


esos pela’os lo único que hacían era tirarle tejas; se subieron a los
techos y tirándole tejas, y qué sé yo. Y desde eso, eso es lo que tienen
allá, pues, una maldición... Dicen que’l que daña una procesión o
una misa, que es una maldición, y [a] ese pela’o lo mataron, el que
dañó la procesión, de una... No duró ocho días... No... Ahí mismo
lo pegaron de una también, pues por lo mismo malo que él hizo.
Pues esa es la historia sobre las procesiones allá, que nadie las debe
dañar. (Taller de memoria, banda El Cuadradero, barrio Antioquia,
29 de octubre de 1997).

Las maldiciones, o mejor, el miedo a ellas, se convierte en


un mecanismo estratégico para mantener la neutralidad y la
seguridad de las procesiones y, en consecuencia, para preservar
rituales claves de la cultura y conservar un grado de estabilidad
en la vida social.
En el trueque informal de estas narraciones entre amigos
y familiares, o a través de los susurros de los relatos nocturnos,
estas prácticas de tradición oral descubren espacios para con-
frontar miedos y hacerle frente a la incertidumbre.
Pocos días antes del 2 de noviembre, Día de los Muertos,
quince de nosotros celebramos los cumpleaños de dos inte-
grantes del grupo juvenil del barrio Antioquia. Esa noche,
Dani —madre de dos hijos— nos contó de una bruja que solía
aterrorizarla a ella y a sus hermanas cada quince días, cuando
pasaba volando en una escoba y proyectando su sombra para
que ellas la vieran. Llegaron a tenerle tanto miedo a la bruja,
que se iban a casa mucho más temprano de lo habitual. La
historia de Dani no sólo propició un animado intercambio de
relatos de brujas y fantasmas, sino también de estas experiencias
juveniles y construcciones sociales del miedo. Ana habló sobre
cómo el diablo asustaba a muchos en el barrio, en especial a
los arrogantes:

Ana: Fue en ese periodo, en el año 86, y como que se le aparecía a


las personas más horribles. Se le apareció a mi hermano, a los del
Baliska, vestido de mujer, después como un viejito […]. Eso dicen,
o sería por la borrachera; y cuando se iba, dejaba el olor a azufre.
150 / Antropología del recuerdo y el olvido

Yo pienso que eso fue cosas de la traba y todo eso. Digo eso porque,
como él era tan vicioso, pienso que fue a causa de eso, y como era tan
grosero, mi mamá le vivía deseando que se le apareciera el diablo.
Mi mamá cuenta que sintió unos gritos [...]

Jeannette recordó las ánimas en pena que se le aparecieron


a su familia en el cementerio; y Jennifer describió una ocasión
en que ella y dos amigas estaban observando la luna, mientras
compartían un cigarrillo de bazuco, cuando, de repente, la luna
adoptó la forma de un búho. Luego, el búho se desvaneció y
la luna se transformó en tres calaveras:

Jennifer: Yo las miraba [a las calaveras] y comencé a temblar porque


me daba mucho miedo; yo le decía: ‘Lina, mirá, mirá, mirá’. La
otra amiga no las veía, decía: ‘Muchachas, yo no veo nada’. Cuando
menos pensé se desaparecieron las tres calaveras y se formó una
sola grande, con un ojo cerrado y con un cuchillo clavado. Yo corrí
para mi casa, rezaba y lloraba. Mi mamá muchas veces me decía que
en cualquier momento se me iba a aparecer el diablo por grosera.
Desde ese día dije que jamás volvía a mirar la luna llena y es la que
más me gusta… Sería por eso.

Arlén, César, Iván y los demás escuchaban las historias con


fascinación, y todos alternábamos entre la risa y el temblor
causado por el miedo. Lentamente, estos jóvenes y mujeres
que viven en uno de los barrios más afectados por la violencia
pandillera, crearon un terreno sensorial común para expresar
emociones de miedo.
Varias de las historias evocadas esa noche —el diablo que
se le apareció al hermano, la luna que se convirtió en calave-
ra— dan cuenta de la manera reguladora como las narraciones
míticas se inscriben en las formaciones culturales para encarnar
la maldad que sobreviene a los individuos que transgreden la
moral local (Villa, 1991). Las evocaciones de brujas, demo-
nios y lunas en forma de calavera expresan tensiones locales
específicas en torno al empleo de la violencia sangrienta en la
comunidad por parte de individuos que crecieron juntos, y al
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 151

quebrantamiento de regulaciones sociales y valores familiares.


Estas figuras castigan transgresiones morales y sociales, como
la drogadicción y la falta de respeto a los linderos sociales del
barrio (Orrego, 1997; Warren, 1998).6 Lo que subyace a esta
conexión entre las figuras míticas o fantásticas y el orden o
tejido social es un miedo colectivo muy profundo a la ruptura
de los reguladores sociales necesarios para mantener un gra-
do de estabilidad en las vidas sociales de los habitantes de la
ciudad.
La reconfiguración de estas historias mediante gramáticas
específicas, estrategias pragmáticas y regulaciones, ayuda a
crear un espacio compartido en el que se alivia la presencia
abrasiva de la violencia. Esta reconfiguración se logra despla-
zando el terror y el miedo del ámbito de la violencia cotidiana
y trasladándolo a otras esferas: la memoria, las emociones, lo
sobrenatural y la magia. Las historias equiparan la irraciona-
lidad y el sinsentido de la realidad inmediata con el ámbito
de la memoria e intentan reafirmar el control por medio de la
exageración y la imaginación (Feldman, 1991). Exageraciones
e imaginación se encuentran en el contenido y en las imágenes
de historias que tienen origen en los tiempos de la guerra civil
(v. gr., la Violencia), en el campo y en el proceso de transfor-
mación urbana y ambiental que ha tenido lugar en Medellín
(v. gr., la desaparición de bosques y quebradas, la urbanización
de lotes vacíos).
La mayoría de las historias que recopilé se referían a la apari-
ción de brujas y fantasmas en zonas límites del barrio, como lotes
baldíos, parques y matorrales. En escenarios contemporáneos,

6 Orrego (1997) describe cómo las tradicionales figuras vengativas rurales (v. gr.,
la Pat’etarro, la Madremonte, la patasola) han desaparecido de las mitologías
urbanas y han sido reemplazadas por brujas y maldiciones. Según advierte,
estas figuras siempre aparecen como seres antagónicos y vengativos. De
acuerdo con las historias recogidas por Orrego en la ciudad de Medellín, las
brujas vengan la transformación de la naturaleza, actúan contra humanos que
se apropian del territorio, devoran “lo salvaje” (no urbanizado) y lo convierten
en un producto cultural: la ciudad. En los casos discutidos, la naturaleza de la
vindicación es distinta porque la transformación se da en el tejido cultural.
152 / Antropología del recuerdo y el olvido

estas apariciones fantasmales marcan una frontera entre las


áreas urbanizadas y las no urbanizadas, pero también entre los
territorios peligrosos y los seguros. Historias rurales como la del
cura sin cabeza se asociaban originalmente con la protección de
áreas cultivadas de la incursión destructiva de los niños (Orrego,
1997). En la ciudad, tales historias advierten a los miembros de
la comunidad sobre áreas específicas que deben evitarse. De tal
manera, estas historias se reinscriben y se ponen al servicio de
los actores locales. En el caso del Departamento de Antioquia,
mitos tales como la mula con tres patas, el cura sin cabeza y
la barbacoa (una suerte de ataúd usado para transportar a los
muertos desde tiempos coloniales) han sido transpuestos a las
realidades del contrabando, del narcotráfico y de prácticas
que transgreden las reglas sociales y morales establecidas. Villa
(1991:225) documenta cómo estos tres mitos fueron usados “a
favor de cierto antioqueño vividor y recursivo” para sostener
relaciones románticas y transportar aguardiente y tabaco de
contrabando. Recientes historias de demonios y fantasmas con-
servan este sentido utilitarista y, por esta razón, comparten la
noche con las prácticas ilícitas y el terror (v. gr., desapariciones
forzadas, violaciones).
En medio de estas respuestas culturalmente estratégicas
al miedo y al terror institucional, persiste la pregunta sobre
las maneras como el miedo regula la vida diaria en la ciudad. El
miedo, como forma de vida en regímenes a base de terror ins-
titucionalizado, ha sido ampliamente discutido en la literatura
antropológica y sociológica sobre América Latina (Caldeira,
2000; Koonings y Kruijt, 1999; Taussig, 1992). Estos trabajos
destacan la omnipresencia del miedo en la vida diaria de estas
sociedades y en la relación entre sujetos, Estado e instituciones,
primordialmente en aquéllas asociadas con el totalitarismo y los
militares. La presencia latente y abrasiva del miedo es revestida
de carácter institucional e inducida por el ejercicio arbitrario de la
violencia por parte de organizaciones paraestatales y parami-
litares. Semejante presencia inscribe el miedo en una realidad
rutinizada y en un estado sensorial permanente y crónico. En
Colombia, esta presencia institucionalizada del miedo y la
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 153

opresiva militarización de todos los aspectos de la vida han


alterado profundamente el uso de los espacios públicos y las
relaciones interpersonales.
En Medellín, además, el control territorial y las acciones
violentas de los grupos armados inscriben el movimiento de
los habitantes de la ciudad en una geografía restringida y en el
desplazamiento continuo. El miedo y su paisaje público regulan
los movimientos de las personas, su uso del espacio público
y sus estrategias de defensa (v. gr., seguridad privada en los
barrios, cercados y rejas, perros guardianes, circuitos cerrados
con cámaras de televisión, cooperativas de vigilancia y grupos
de autodefensa). En los barrios periféricos, “la protección de
la ciudadana” se ha vuelto parte de un discurso generalizado
y de una fuente lucrativa de ingresos para los grupos armados.
Paradójicamente, los acuerdos de paz firmados con las milicias
o las bandas han legitimado estas funciones de vigilancia. El
acuerdo de paz de 1994 con las milicias urbanas incluyó la
creación de una cooperativa de seguridad que empleó a 350 ex
milicianos para patrullar y brindar seguridad a cinco sectores
de la zona nororiental.7 Las milicias, las “autodefensas comu-
nitarias”, las bandas y el ejército, han incorporado un discurso
comunitario en torno a la “protección de la ciudadanía”. Como
resultado, muchos de ellos han hecho de la vigilancia de las
calles su pequeño negocio, a menudo alternado con actividades
de limpieza social (Jaramillo, Ceballos y Villa, 1998). En nom-
bre de la “seguridad” y la “justicia privada”, estas respuestas

7 Jaramillo, Ceballos y Villa (1998) documentan cómo la iniciativa de reinsertar


las milicias en el patrullaje de los barrios fue concebida por las autoridades
locales como la oportunidad de tener acceso y de establecer algunos vínculos
con aquellas comunidades donde las fuerzas policiales no eran aceptadas como
legítimas. Sin embargo, el experimento no tuvo éxito. El repentino papel
oficial asumido por los miembros de la milicia redundó en un ambiente de
confrontaciones de poder y de abusos de autoridad entre ellos. Como resul-
tado, los actos de vigilancia se transformaban por momentos en actividades
de retaliación contra los residentes que se quejaban del abuso de autoridad,
o en sangrientos ajustes de cuentas que produjeron, en muy corto tiempo,
un centenar de muertos entre los milicianos.
154 / Antropología del recuerdo y el olvido

sirven para establecer un control armado e infundir miedo a


los residentes de la zona.
Para explicar la presencia sistémica del miedo, autores como
Green (1995; 1999) y Taussig (1992) emplean el concepto de
“culturas del miedo”, con el cual describen una forma de vida
impuesta que regula las comunicaciones diarias, las respuestas
al miedo, las estrategias de resistencia y la memoria social. El
análisis de esta dimensión institucionalizada del miedo nos
permite explorar las estrategias de represión, silenciamiento
y terror por parte del Estado y de otros estamentos armados, y
su penetración en la vida cotidiana. A lo largo de este texto se
han dado ejemplos de tales estrategias: desapariciones forzadas,
limpieza social, asesinatos selectivos, violencia sexual, masacres
y control territorial. Pero en esta teoría de las culturas del terror
hace falta examinar las activas y complejas maneras en que los
agentes sociales reconfiguran sus culturas y resignifican sus
imaginarios del miedo para responder a la presencia del terror
y del sufrimiento en su vida (Jimeno, 1996). Las historias de
fantasmas compartidas por los jóvenes del barrio Antioquia son
un ejemplo de las maneras en que los sujetos moldean activa-
mente su cultura en un intento por enfrentar sus experiencias de
violencia. La construcción narrativa de estas historias de seres
sobrenaturales sugiere que, a pesar de que la vida cotidiana
está marcada por el peligro potencial, es en este mismo ámbito
y por medio de las prácticas culturales de la memoria como los
residentes de la ciudad encuentran los medios para darle algún
sentido de control al ímpetu impredecible con que la violencia
penetra sus vidas (Das y Kleinman, 2001).

“A mí me ha pasado eso, lo he vivido”:


testigos y espíritus poseídos

Un tipo de historia que exterioriza tensiones locales específicas,


al tiempo que reubica los miedos asociados con la violencia, es
el de la posesión de espíritus. Durante un taller de memoria con
los miembros de la banda El Cuadradero, del barrio Antioquia,
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 155

Milton, su líder, se puso de pie ante el grupo para hacer un


recuento de sus experiencias con un brujo que estaba “poseído
por cinco espíritus” y “había hecho un pacto con el diablo”.
Enmarcó su relato advirtiéndonos que “quienes la han vivido”
son los únicos que conocen la historia. Milton se situó a sí mismo
y a sus amigos como testigos de la posesión del espíritu y de
su intervención en las actividades de la banda. La historia que
le escuchamos a Milton habla desde “la verdad” porque “a mí
me ha pasado eso, yo he vivido eso”. Milton recordó a un brujo
“ecléctico” que sólo era poseído luego de haber consumido
una jarra llena de chamber, una mezcla de alcohol puro, vino
dulce, malta y leche condensada:

Milton: Un brujo… Y yo ni siquiera creía en Dios… Y ese man sí…


Vea, yo robaba y le llevaba a él... Y le llevaba una garrafa de vino, se
la bebía y se le metía el espíritu y dizque… [Milton cambia la voz y
empieza a usar un sonido gutural muy profundo] ¡Aahhgff, uuff! Así
hablaba, vea, a este man [señala a Wilson, que lo mira y se ríe] le daba
miedo. ¡Ah! La otra vez fueron y, vea, que dizque “métalo a la casa”,
“venga y metámonos a la casa”. Me decía, ¿sabe qué?: ‘Tráigame una
garrafa de chamber’. De chamberlaina,8 de alcohol y, ¿sabe qué? A
mí me ha pasado eso, lo he vivido. Vea, él cogía las garrafas así de
grandes y, eso tan grande, y cogía… [se mueve imitando tener una
gran jarra en sus manos bebiendo de ella] y ¡ra-ra-ra-rá!… ¡Ah! Se
las tomaba, se las tomaba cuando tenía el espíritu. ¿Usted cree que
se emborrachaba? ¡Nada! ¡Ua... ua... uaf! ¿Sabe qué? Se le metían
como cinco espíritus, que mucha paz, yo no sé qué, y los llamaba,
¿sabe qué? Apagaba las luces; yo estaba ahí parado [...]

Milton recostó su espalda y sus manos contra la pared para


ilustrar sus propias reacciones ante el brujo poseído. Todos
en el grupo estaban absortos con su historia, al tiempo que
hablaban y reían. De nuevo, Milton asumió el rol de testigo,
urgiéndonos a aceptar su relato como una verdad legitimada

8 Chamber o chamberlaina es la combinación de alcohol puro con malta y leche


condensada o vino.
156 / Antropología del recuerdo y el olvido

por su experiencia directa y su memoria: “A mí me ha pasado


eso, lo he vivido”. La posición de Milton como testigo en la
narración de su historia revela las conexiones entre experien-
cia, potencial de acción y subjetividad. Él reinscribe su experiencia
directa con la violencia y la posesión del espíritu y así testifica
la irracionalidad de la violencia. Su posición como testigo hace
eco de algunos de los desafíos que encara en tanto observador
y agente de la muerte. Continúa su narración, haciendo gala
de las mejores habilidades de cuentero:

Milton: Y me decía: ‘¿Quieren conocer mi garra?’. Era como la mano


de Freddy Kruger, nadie creía, yo así, parado, cuando yo siento diz-
que… siiizzz. Y él ahí, eso todo oscuro, y saca, y no sé, y con la mano
así, ¿sabe qué nos dice? ‘Pongan la mano así…’. Y todo ese muro
echando candela, dizque… uuuff guafff [todo el grupo se ríe, chifla,
hace comentarios], como cuando están limando un cuchillo, ¡fiu! Y
yo… Y eso todo peludo, y yo así, y… ¡Uy, jue’mama! Y él decía: ‘Yo
soy más fuerte que Dios’. Me decía así, y yo lo alababa... ¿Sabe qué
nos decía? Y colocaba la mano así, para que le entregaran el alma, yo
no, yo… No sé si hice un pacto con él, pero mis amigos dizque decían
que sí. Yo hice un pacto con él porque yo era tan malo, que yo veo el
diablo que me dice que vuelva donde él, pero en formas diferentes, y
yo le digo: ‘¡No! Ya me le entregué al Señor’ (Taller de memoria con
miembros de la banda El Cuadradero, 19 de julio de 1997).

Caracterizo al brujo como ecléctico por dos razones. En


primer lugar, la posesión del espíritu ha sido definida como
el sentimiento de un individuo de ser poseído por un espíritu
maligno que hace que él o ella actúe como eso desea y no como
él o ella quiere (Caro Baroja, 1964). En este caso no hubo des-
acuerdo entre el brujo y los cinco espíritus que lo poseían, por
el contrario, los espíritus hacían lo que el brujo deseaba que
hicieran. La segunda razón para caracterizar al brujo como
ecléctico es en términos de la combinación de las prácticas de
posesión del espíritu y los rituales (asociados más a las ciencias
ocultas y a las religiones afroamericanas) con cultos satánicos
en los que la posesión del espíritu es poco frecuente. Aquí en-
tran en juego complejos procesos de apropiación, adaptación
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 157

e hibridación de religiones afroamericanas, medios masivos de


comunicación, ciencias ocultas, cultos satánicos y catolicismo
popular. Las condiciones en las cuales tiene lugar esta ecléctica
práctica de posesión del espíritu son resultado de la implica-
ción directa de estos jóvenes con las bandas de sicarios, y del
resurgimiento de prácticas esotéricas y de magia entre los de
su generación.9 Más que mediante un trance espiritual, estas
posesiones tienen lugar a través de medios como el alcohol y
las drogas. Los medios mundanos por los cuales el brujo es po-
seído asumen unas singulares manifestaciones: la perpetración
de actos violentos, el abuso del alcohol y las drogas.
En la narración de Milton, el potencial de acción oscila
continuamente entre él —como testigo corporal—, el brujo
—como cuerpo poseído— y los cinco espíritus que poseen al
brujo, y nuevamente a él. Los recuerdos contenidos en este
suceso, le escuchamos decir a Milton, son aquellos que evocan
sus poderes como “más fuertes que Dios”, y los que guiaban
a su banda en la participación en nuevas acciones violentas.
Los espíritus que poseen al brujo intervienen para guiar las
acciones malévolas de su banda, conmemorando la conciencia
homicida, el uso de armas de fuego y las imágenes de horror.
Los espíritus se convierten en vehículos de la memoria, del
testimonio y del potencial de acción.
En este caso, contrariamente a la literatura que describe la
posesión del espíritu en África, América Latina o Asia (Lambek,
1996; Stoller, 1995; Warren, 1998; Perera, 2001), el brujo es el
que controla a los espíritus en lugar de que estos lo controlen a
él y a su cuerpo. En esta dinámica, el potencial de acción está
claramente asignado. La narración de Milton le otorga poten-
cial de acción al espíritu, al brujo y, lo más importante, a su
banda: “Milton: Y por eso empezó más la violencia en el barrio
de nosotros, [fue] cuando hubo más violencia de nosotros”.

9 Sólo una limitada bibliografía consigna estas prácticas. Álvarez y Ochoa (2001)
documentan un aumento en el número de jóvenes colombianos que se unen a
sectas satánicas y a otras formas de “tribus urbanas”; por ejemplo los grupos
de jóvenes que se definen como vampiros.
158 / Antropología del recuerdo y el olvido

Los espíritus y el brujo se convierten en el médium por el


cual las experiencias de la banda de Milton se organizan en
acciones violentas específicas (Aretxaga, 1997) y en los medios
por los que Milton reconoce los dilemas morales que afrontan
como resultado de sus acciones.
En el recuerdo de Milton, el brujo es más un vehículo que él
usa para convertirse en testigo de la violencia. Al adjudicarle al
brujo la responsabilidad de la violencia que tuvo lugar en esos
tiempos, Milton da cuenta del complejo tejido de relaciones en
las que él y su banda se involucraron. El brujo representa un
“otro” que transgrede y materializa el terror, reinscribiendo así
el potencial de acción violenta y sus efectos culturales. Milton
recalca las características extraordinarias de su experiencia,
para lo cual se apoya en un relato y, particularmente, en una
expresión corporal en la que desempeña de nuevo el papel del
brujo que es poseído: la pared en llamas y una pavorosa “garra”.
El relato también habla de la creación de un ámbito vivencial
de “posesión” que comparten el brujo y sus espectadores —la
banda de Milton—, cuando el brujo poseído invita a Milton a
“conocer su garra”.
Esta historia le permite a Milton explorar cuál fue su partici-
pación en el ejercicio de la violencia y su lugar en el ambivalente
mundo de cuestionables lealtades e irracionalidad que se puso
ante ellos como grupo y como miembros de una comunidad. Al
mismo tiempo, contar esta historia le permite documentar el
cambio en su estilo de vida e introducir un mensaje moral de
redención. Cuando Milton expuso su relato, el grupo explotó
en una catarsis de risa, pero lo siguió con gran interés. Milton
habló de un recuerdo que todos ellos conocían como miembros
de su banda. Su turbulento pasado hizo el camino de regreso
a través de la narración y la puesta en escena de esta historia
(Aretxaga, 1997). Contar y escuchar estos tipos de historias
de fantasmas y posesiones de espíritus crea un canal de co-
municación dinámico que descubre posibilidades de elaborar
emociones individuales y colectivas. Los relatos culturales de
fantasmas y espíritus poseídos registran las maneras en que
colectividades específicas capotean los miedos individuales y
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 159

de grupo. La siguiente sección continúa este examen mediante


una exploración de los arquetipos culturales de género que
conjuran el miedo, pero que, al mismo tiempo, permanecen
enclavados en relaciones de poder desiguales y opresivas.

Cuerpos guerreros, mujeres y terror

Las historias de guerreros ilustran un modelo cultural del recuer-


do en el que la violencia está incrustada en la puesta en escena
corporal. Las construcciones culturales del yo individual y
colectivo se basan en el estatus y la reputación obtenidos por
medio del dominio de las armas y la lucha. La “amazona” es
una construcción cultural de género que pone el cuerpo como
el medio expresivo de una figura femenina y guerrera.10 En
la figura de la amazona se valora mucho la capacidad física,
pues el cuerpo se compromete en la arriesgada función social
del combate. Caí en cuenta del predominio de un modelo de
tenacidad y temeridad de género, durante un taller de memo-
ria con un grupo de jóvenes del barrio Antioquia. Mientras
practicábamos entrevistas de historia oral, los participantes se
interrogaron mutuamente sobre las mujeres que ellos conside-
raban líderes del barrio. Stella nos dio su respuesta sobre las
mujeres que César considerada líderes:

Estela: Él me habló de una familia líder, la familia Echeverri, que


son las carniceras. Él las considera líderes porque son... que las
amazonas del barrio.
Pilar: ¿Amazonas? ¿Cómo así?
Estela: Mujeres muy luchadoras, emprendedoras, ya [risas].

10 En la mitología griega, la amazona era miembro de una tribu de mujeres guer-


reras que combatieron a griegos y troyanos, y cuya forma de vida sustentaba
una cultura exclusivamente femenina (criaban sólo niñas). Eran maestras en el
uso de la jabalina y del arco y la flecha. El término amazona se interpretó como
carente de un seno, “se explicó que las mujeres cercenaban uno de los senos
de cada niña para que éste no interfiriera con el uso del venablo ni del arco
y la flecha” (The Meridian Handbook of Classical Mythology, 1970:41).
160 / Antropología del recuerdo y el olvido

César: Se le dice amazona a la mujer que es luchadora… [empren-


dedora, dice Alonso] Exacto, como amazonas se les ha considerado a
las mujeres luchadoras, guerreras, y entonces yo a ellas las considero
así... Porque siempre han sido...
Jennifer: Ellas han contribuido mucho a la violencia del barrio.
Pilar: ¿A la violencia? ¿Contribuyen a la violencia?
Santiago: A hechos violentos.

El intercambio revela mi propia perplejidad al tratar de


entender la caracterización de César de estas mujeres como
líderes, carniceras y amazonas. La caracterización de las her-
manas Echeverri como amazonas traduce los valores guerreros
de tenacidad, agudeza, temeridad e iniciativa a un contexto en
el que, de hecho, las mujeres han jugado un papel de liderazgo
en la vida social. La construcción social de la “líder” planteada
por estos jóvenes parte de una caracterización estándar del
caudillo como un defensor de los derechos de la comunidad.
Su caracterización mezcla ambiguamente el estatus local, el
ejercicio de la violencia y la transgresión de los valores tradi-
cionales de mansedumbre y relación con el cuerpo.
El papel dominante de las mujeres está ligado al valor cultural
de la verraquera (tenacidad física y emocional, ausencia de miedo)
como una habilidad encarnada y un modelo de comportamiento
de individuos temerarios que ejemplifican mujeres del barrio
como las hermanas Echeverri. El modelo de la amazona como
una personificación de la verraquera es exclusivamente femenino.
Históricamente, una construcción cultural como la verraquera ha
llegado a ser, en los ámbitos local y nacional, una cualidad sobresa-
liente en la que los individuos se sitúan a sí mismos dentro de sus
comunidades (Ortiz, 1991). Sirve como un modelo paradigmático
de comportamiento que establece la tenacidad y la temeridad
como valores centrales de la cultura local. Lo que los individuos
hacen con este modelo de comportamiento varía. Para algunos,
enmarca sus acciones violentas en tanto miembros de bandas o
milicianos; para otros, describe una posición de sujeto en su li-
derazgo de procesos sociales comunitarios o en una posición en
contra de la resolución violenta de conflictos.
Valores como la dureza se basan en un reconocimiento de las
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 161

habilidades de las mujeres y de su perspicacia en el uso de sus


cuerpos y armas y en el desarrollo de sistemas de comunicación
—que incluyen el chisme y el rumor— y el reconocimiento de
rutas de circulación. Los roles comunicativos asumidos por algunas
mujeres y las diversas formas de engancharlas en los conflictos y
“guerras” locales han sido fundamentales para mantener una
economía clandestina de ladronas experimentadas y trafican-
tes de droga en el barrio Antioquia y en las actividades de las
distintas bandas. En el contexto de una “cultura amazona” que
transgrede barreras morales y sociales, las hermanas Echeverri
(conocidas en el barrio por haber sido mulas, transportadoras
y distribuidoras de droga) son reconocidas como líderes comu-
nitarias, a pesar de su activa vinculación con la violencia san-
grienta. Ortiz (1991) y Salazar (1990, 1996) retratan conductas
y actitudes similares en la figura rural del guapo, descrita en
el capítulo 1.
Esta construcción cultural de las mujeres como amazonas enri-
quece la representación del luchador y recrea acciones violentas
en una figura imaginaria y estética que difiere de las demás.
Los valores de la fuerza física y la temeridad no se basan en
principios abstractos, universales de justicia y moralidad, sino
en principios relativos, locales y de género, que, indiferentes
a los efectos de la violencia en las vidas de otros, idealizan los
valores de la lucha per se. La “amazona” es una construcción
híbrida que rompe los estereotipos del papel pasivo y sumiso
de las mujeres y combina nociones “masculinas” de heroísmo y
valentía con un modelo proteico del heroísmo.11 También está
influenciada por las imágenes locales de bandidos perspicaces y
ladrones extraordinarios que se encuentran en historias rurales
y leyendas urbanas.12 Para Ortiz (1991), el modelo del guerrero

11 Zulaika (1988) define al héroe proteico como una figura versátil. Se trata de
individuos vacilantes y sin compromiso, cuyo heroísmo admite la duda y la
experimentación. El autor contrasta este modelo con el de Prometeo, en el
cual el héroe niega la ambigüedad, las concesiones y el cambio.
12 Éste es el caso del marco cultural del guerrero en la cultura juvenil masculina.
Salazar (1996) ha documentado la “rambotización” de la figura del guerrero
y su carácter híbrido, el cual ahora combina un consumismo conspicuo, la
162 / Antropología del recuerdo y el olvido

se conecta con creencias culturales, nacionales y regionales, que


instauran la guerra y al guerrero como valores supremos. Este
entorno cultural aprueba prácticas como el uso de la “justicia”
privada para recuperar el honor perdido por medio de la ven-
ganza (Salazar, 1996). La figura de la amazona, al igual que
la imagen del guerrero, está enraizada en creencias culturales
en torno a la superioridad de la fuerza física, la verraquera
y la sagacidad. En Colombia, la verraquera es considerada
una cualidad suprema y un modelo de comportamiento en
campos tan diversos como la lucha armada, el crimen orga-
nizado y no organizado, el liderazgo comunitario, la política
y la maternidad. Este modelo de género también está ligado
a la historia del barrio, particularmente al periodo en que el
barrio Antioquia fue convertido, por decreto municipal (de
1951), en la zona de tolerancia de Medellín. Desde entonces
las mujeres, en tanto trabajadoras sexuales, han transgredido
una moralidad conservadora que censuraba su relación, más
libre y sensual, con sus cuerpos.
Hago énfasis en las complejas relaciones entre la figura de la
amazona y las prácticas de la violencia sangrienta, por un lado,
y las prácticas de la resistencia y la trasgresión, por el otro. La
complejidad de las relaciones entre género, agencia y violencia,
ilustradas en la construcción local de las amazonas, ratifica
que un análisis de las dimensiones culturales de la violencia
no se agota dividiendo a los perpetradores y a sus víctimas en
dos líneas de género. Ésta contribuye al reconocimiento de
los múltiples papeles que juegan las mujeres en la guerra y la
paz (International Center for Ethnic Studies, 2002). Más aún,
este análisis cuestiona la tendencia a ponderar las dinámicas
de la cultura patriarcal en América Latina en términos de los
conceptos bipolares de machismo —hipervirilidad— y maria-
nismo —un arquetipo femenino de pureza y sumisión—; en
otras palabras, los hombres violentos y las mujeres pacíficas.

fascinación por la tecnología de las armas y el crimen, y la figura de heroicos


exterminadores.
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 163

La construcción cultural de la amazona también realza


el cuerpo femenino como un “lugar en pugna”. El cuerpo
femenino representa un territorio en disputa sobre el cual se
actualiza la violencia y de ello dan cuenta las altas cifras de actos
de violencia sexual contra las mujeres que todos los actores ar-
mados utilizan como táctica de guerra (Mesa de trabajo mujer
y conflicto armado, 2001; 2003). Fue precisamente en este
contexto de una cultura local que valora el potencial de acción
de la mujer como guerrera, como aquella que usa su cuerpo
para combatir y transgredir los valores dominantes establecidos,
donde encontré tan molesto adoptar una posición en torno a
la práctica de la violación.
En las confrontaciones territoriales entre bandas, la viola-
ción ha sido una de las armas empleadas para intimidar a los
miembros de la comunidad, humillar a las mujeres y ejercer
control por medio de la construcción del cuerpo femenino
como símbolo del territorio en disputa. Durante mi trabajo
de campo escuché numerosos relatos de violaciones y de otras
formas de violencia sexual, a la vez que aprendí a reconocer
cómo las mujeres encarnan el sufrimiento. El terror producido
se evidenciaba no sólo en el sigilo con que se narraban tales
historias, sino también en las emociones y reacciones que ge-
neraba su referencia. Los ataques sexuales a los cuerpos de las
mujeres hacen parte del ejercicio del terror por parte de los
diversos grupos armados marcando una cartografía del peli-
gro en lugares tales como las mangas, los parques y las zonas
oscuras. El sufrimiento que acarrea la violación hace parte de
la fenomenología del miedo e indica cómo el terror desmiem-
bra cuerpos, vidas y entes sociales al penetrar los espacios
más íntimos. Hubo un ejemplo de un recuerdo semejante que
desafió mi propia postura ética y mi ubicación como sujeto,
como investigadora y como mujer.
Durante una sesión con un grupo mixto de residentes del
barrio Antioquia, un ex miembro de una banda recordó la banda
de Los Chunes y sus sangrientas tácticas de venganza, entre
las que se incluía la violación múltiple. Hubo “cosas”, afirmó
este hombre, que él nunca podría olvidar, “las llevaban a esas
164 / Antropología del recuerdo y el olvido

sardinas para hacerles de todo; entonces ésas son cosas que


uno ve y no se le olvidan a uno”. Su comentario suscitó una
discusión de grupo, que me pidieron no grabar. Una mujer
de alrededor de sesenta años, una activa líder comunitaria, le
preguntó a los otros si uno o dos hombres que obligaban a una
mujer a tener sexo constituía una violación.
Los demás participantes incluían una mujer de alrededor
de veinte años, un joven de veinte y un hombre de sesenta,
todos ellos activamente involucrados con la comunidad. El más
joven, quien acababa de hablar sobre lo aterrador que había
sido para él darse cuenta de la violación múltiple, respondió
que, para que esta acción fuese considerada una “violación”,
se requeriría la participación de más de dos hombres.
Para confirmarlo, el hombre mayor puso el ejemplo de una
aguja y un hilo, argumentando que si la aguja se mueve no
hay manera de ensartar el hilo, y así expuso como una prueba
evidente que a una mujer sólo se la podía violar si era física-
mente sometida por más de dos hombres (violación múltiple).
No hubo desacuerdo en el grupo y la conversación viró hacia
el recuento del número de guerras que habían tenido lugar
en el barrio.
¿Cómo podemos aproximarnos a esta equívoca conceptua-
lización de la violación en un contexto social que, por un lado
valora a las amazonas y considera que la violación múltiple es
brutal y, por el otro, es cómplice de la violación “individual”?
Esto indica el desempoderamiento del marco cultural de la
amazona y el predominio de una ideología patriarcal que niega
estas formas de denigración sexual y de opresión institucionali-
zada (Caro Hollander, 1996).13 La violencia de este acto concibe

13 Mi análisis de la violación está limitado por el enfoque de mi trabajo sobre


las prácticas de la memoria de los jóvenes. Considero aquí cómo se recordó
y se discutió el asunto de la violación en el contexto específico de un taller de
memoria. Soy conciente de que mi discusión no abarca de manera adecuada
la violación como forma de violencia y opresión contra las mujeres en una
sociedad patriarcal ni como práctica de guerra. Éste es un campo que, en
el contexto colombiano, urge ser interrogado en profundidad y que sólo
recientemente empezó a ser documentado por la Mesa de Trabajo “Mujer y
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 165

el cuerpo como un campo de acción y de representación, y lo


transforma en objeto de humillación por medio de la violencia
sexual y el terror. Una forma opresiva de silenciamiento social
opera por medio de la degradación y del dolor que experimenta
el cuerpo de la mujer, y bloquea posibilidades de expresar el
sufrimiento social (Scarry, 1985).
Éste es un ejemplo de algunas de las abrumadoras fisuras
que existen en el tejido social y ético de la comunidad, que
son resultado de una inveterada práctica del terror, que le
otorga un alto valor a la subyugación física del otro, y de una
ideología patriarcal, que legitima la violación con una muy
limitada comprensión de lo que significa la coerción (Bell,
1993).14 Lo que falta en la conversación de este grupo es la
comprensión de cómo opera el terror en el cuerpo femenino,
y el sufrimiento y el dolor extremo causados por la violación.
La conversación también revela las maneras como la violación
es normalizada y silenciada mediante la memoria cultural. La
falta de reconocimiento de ambos dolores, el individual y el
social, indica el impacto de relaciones de poder desiguales y las
maneras en que éstas permean los lazos sociales que ligan a los
individuos a sus colectividades sociales (Cohen, 2000). Scarry
(1985:13) señala que el dolor se presenta a sí mismo como algo

Conflicto Armado” (2001, 2002) y por el movimiento de la Ruta Pacífica de


las Mujeres por la Paz (2003). Estos grupos advierten un uso generalizado
de la violación por parte de todos los grupos armados y el creciente uso de
otras prácticas, como la abducción y la esclavitud sexual (Organización de las
Naciones Unidas, 2002; Mesa de Trabajo “Mujer y Conflicto Armado”, 2001,
2002). En conversaciones informales con integrantes de la Mesa de Trabajo
“Mujer y Conflicto Armado”, supe que sus esfuerzos por presentar evidencia
de estos actos ante todos los actores armados se toparon con el silencio o
fueron desdeñados con el argumento de que sus organizaciones prohíben
actos de violencia sexual.
14 Recuerdo haber escuchado en mi infancia que Jorge Eliécer Gaitán (el líder
del Partido Liberal, cuyo asesinato en 1948 desató la escalada de la guerra
civil) usó con éxito la analogía de la aguja y el hilo para defender a su cliente,
un hombre acusado de violar a una prostituta. La construcción de la violación
como la subyugación física de una mujer está arraigada en estas actitudes pa-
triarcales. Localmente, la violación ha sido desplegada en guerras territoriales
y las víctimas constituyen un botín de guerra.
166 / Antropología del recuerdo y el olvido

que no puede negarse, pero que al mismo tiempo no puede


confirmarse: “Tener dolor es tener una certeza, escuchar so-
bre el dolor es tener una duda”. Es en este terreno de la duda y
la ambigüedad donde este grupo negocia su “definición” de la
violación (Winkler, 1995).
Esta construcción problemática de la violación refleja una
ruptura ética en las maneras como se instiga a los hombres a
reconocer sus obligaciones morales (los modos de la sujeción),
en las maneras en que despliegan poder físico y sexual, y en
el apoyo social (o la falta de éste) que encuentran las mujeres
cuando se ven enfrentadas a la violación (Foucault, 1984b).
Estos individuos están signados por la ambigüedad ética y
las contradicciones morales (Diprose, 1994). Sin embargo, la
ambigüedad y la contradicción están presentes en cualquier
interrogación ética, si asumimos que el yo transparente no
existe. Lo que debe cuestionarse es el tipo de “trastorno” ético
que tiene lugar y hasta dónde esta ubicación del sujeto y estas
construcciones culturales del cuerpo femenino, del ser y del
“otro” (las mujeres) implican la denigración de los modos de
ser de las mujeres (Diprose, 1994).
El silencio, la normalización y la supresión se han conver-
tido en las técnicas de un poder encarnado y de género que
denigra los modos de ser de las mujeres y sobrevalora las formas
patriarcales de opresión sobre sus cuerpos, al tiempo que insti-
tucionaliza estrategias de terror y miedo que son normalizadas
por los sujetos.15 Por otro lado, es precisamente en la expresiva
ausencia del dolor (su silenciamiento) donde tiene lugar la
construcción de la duda social desde donde se desconoce y
niega la violación. La legitimación de este tipo de expresiones

15 En contraste con esta función normalizadora del silencio comunitario, mis


silencios en este evento conllevan el ejercicio de mi autoridad-poder etno-
gráfico. Mi silencio es otro — no ciertamente el de las “víctimas”. Cuando
apago la grabadora no expreso mi acuerdo o desacuerdo frente al grupo,
opto por no contar ciertos “detalles” en el texto escrito y transmito la rabia
y el desconcierto de mis emociones. Ésta es una decisión mediante la cual
intento mantener coherencia con mi posición como investigadora en el ámbito
complejo y contradictorio de la violencia armada.
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 167

violentas en el contexto de las guerras territoriales y el ejercicio


del terror en los cuerpos indican la erosión de las maneras en
que los individuos reconocen sus obligaciones morales y sus
maneras de comportarse éticamente. En consecuencia, este
tipo de violencia social crea y transforma la interacción entre
los procesos morales y las condiciones emocionales, orientando
normas y normalidades (Das y Kleinman, 2001).
El suceso de violación antes descrito cuestiona mi línea
de argumentación a lo largo de este texto. He subrayado la
compleja reciprocidad entre posibilidad, resistencia, dolor
e impulsos destructivos en los recuerdos y experiencias de
violencia de los residentes de Medellín, la presencia de una
fuerza agenciadora en medio del caos y la destrucción, y la
dificultad de dividir a los actores sociales en rígidas categorías
ideológicas de “bueno” o “malo”, “violento” o “pacífico”. Las
posibilidades de redención y resistencia a la violencia existen en
el mismo campo sensorial, vivencial y mnemónico en el que se
actualiza la violencia en la vida diaria. El relato de la violación
pone en duda esta reciprocidad entre el potencial de acción,
la violencia y los modos culturales de resistencia, pues según
parece no hay un contrapeso redentor o representaciones que
desafíen la violencia cuando ésta es de género16. La herida social
(Feitlowitz, 2001) creada por los repetidos actos de violación
de los cuerpos de las mujeres y la negación que tiene lugar en
las prácticas discursivas erosionan el terreno en el que puede
construirse una ética de la posibilidad. La paradójica posición
del grupo de miembros de la comunidad del barrio Antioquia
es una turbadora ilustración de tal negativa y de las maneras en
que la violación es normalizada por medio de actos narrativos y
prácticas de la memoria. Su negación de la violación habla de una
de las consecuencias más dramáticas de la guerra y la violencia:
el mantenimiento de una narrativa patriarcal dominante y de

16 Debo algunas de las ideas presentadas en este segmento a Oline Luinenburg,


quien hizo perspicaces observaciones sobre los desafíos que la descripción de
este evento planteaba en mi línea de argumentación. Martha Segura también
aportó ideas críticas para el análisis de esta historia.
168 / Antropología del recuerdo y el olvido

un telón de fondo ideológico que legitiman el terror sobre los


cuerpos de las mujeres, al tiempo que condenan a sus víctimas
a una muerte social por medio del silencio y la traición en el
interior de sus propias comunidades.
Pero debería introducirse otra serie de preguntas para
cuestionar estas prácticas de violencia sexual desde el punto de
vista de las propias mujeres de la localidad. ¿Cómo expresan las
mujeres el sufrimiento que se les ha infligido? ¿Cómo atestiguan
el daño hecho a sus cuerpos y a los universos morales de sus
comunidades? (Das, 2001). La siguiente narración de una líder
juvenil de Medellín sugiere una, entre muchas otras respuestas
posibles. Lisa es una joven de alrededor de veinte años, líder
y trabajadora juvenil. En un taller de memoria con treinta
trabajadores juveniles provenientes de toda la ciudad, recordó
un hecho dramático en el que, siendo una adolescente de trece
años, desafió a los sicarios que aterrorizaban su barrio:

Lisa: Una de las cosas a las que más temor tengo es a recordar.
Para mí los recuerdos son desastrosos, y no porque los tenga malos
y negativos, sino porque es duro asumirlos. Yo viví en la época del
89-91, ustedes la recuerdan perfectamente. En el 89-91 yo viví en
el barrio que se había constituido como “la oficina” de la mafia y el
narcotráfico en la ciudad [silencio]. Yo tenía trece años más o me-
nos; doce, trece años. Y en esa época los grandes sicarios de Pablo
Escobar estaban allí: Carson, la Kika, una cantidad de ellos. Y en un
momento determinado me tocó asumir el diálogo con ellos porque
en mi corta edad yo decía: ‘Me parece injusto que los muchachos
sanos de mi cuadra, de mi barrio, con los que yo comparto diariamen-
te, estén muriendo por culpa de ellos, estén muriendo por la droga o
estén muriendo por las balas que nos están cruzando diariamente’.
Porque esos señores llegan y destruyen cualquier cosa.

Lisa nos advierte sobre los riesgos y las aflicciones de un


recuerdo que despierta memorias dolorosas. “Es muy duro”,
dice, pero hay el deber de recordar.
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 169

Lisa: Fue muy duro porque yo era una “culicagada”, perdonen la


expresión, de doce y trece años, contra los más grandes sicarios de
Medellín. Pero fue un reto muy lindo que me puse y, en algún mo-
mento de mi historia, en ese instante, hablando con uno de ellos,
uno de los más duros, pues, uno de los más duros sentimentalmente,
era una persona casi que bruta. Violó a una de mis amigas, una de
mis mejores amigas. Entonces le hablé, le hablé muy duro, con el
corazón, y lo hice llorar. Entonces esa imagen la tengo grabada en
la mente, siempre la recuerdo [...]. Para mí eso siempre va a ser
significativo en mi vida. (Taller con trabajadoras juveniles del área
municipal de Medellín, 17 de abril de 1997).

Siendo una adolescente, Lisa asumió sus deberes hacia el


presente desde tres posiciones de sujeto complementarias:
como amiga, como mujer y como habitante del barrio. Estas
posiciones la impulsaron a actuar “para detener” el impacto
que estaba ejerciendo sobre su comunidad una insensata vio-
lencia. Lisa se situó a sí misma como quien debía “asumir el
diálogo” y enfrontar a un “verdadero bruto”. Las herramientas
a las que recurrió en su diálogo con el sicario fueron las “del
corazón”. Lisa habló enérgicamente, vitalizada por la rabia y
la indignación que sentía a causa de la violación de su mejor
amiga y de la violencia en el barrio. Al mencionar la violación
y referirse a sus devastadoras consecuencias para su amiga,
Lisa transgrede el silencio impuesto en el ámbito de su propia
comunidad. Lisa habló desde su corazón y, al hacerlo, nos
dice, desarmó al hombre rudo y lo hizo llorar. Esta imagen
de un “duro” doblegado por las tácticas de un diálogo salido
del corazón está grabada en la mente de Lisa como imagen
emblemática y como un hecho que ha de ser recordado una
y otra vez; una imagen que ha moldeado su yo y su posición
como mujer y líder juvenil. El relato de Lisa revela un sujeto
que asume la responsabilidad de sus actos y que se sitúa a sí
mismo a cierta distancia desde la cual se ejercen la memoria
y el juicio (Diprose, 1994). Éste es un sujeto que emplea el re-
cuerdo y el olvido para renovar sus singulares definiciones del
yo, sus códigos y prácticas morales (Diprose, 1994; Foucault,
1984). El recuerdo de Lisa conjuga la poderosa acepción del
170 / Antropología del recuerdo y el olvido

vocablo español recordar17 y su raíz latina recordis, que signi-


fica “volver a pasar por el corazón” (Galeano, 1989, citado por
Ibáñez Carrasco, 1999). Éste es un ejemplo del poder de una
memoria que actúa como un exemplum,18 en la que el pasado se
convierte en un principio de acción para el presente (Todorov,
1997). Es una memoria transformada en acción, que instruye
a la persona en la definición de sí misma como líder juvenil,
mujer y amiga.
Aunque la historia de Lisa nos da una ventana parcial para
examinar cómo confrontó la violación en el interior de su co-
munidad, no ofrece una solución a los dilemas de la traición
comunitaria y a la violencia de género planteada por mi anterior
análisis en torno a la violación. De igual manera, las fisuras en
mi línea de argumentación persisten en este texto para atesti-
guar la parcialidad de nuestros conceptos y las dificultades para
formular explicaciones definitivas sobre las respuestas humanas
y las transacciones con la violencia y la maldad.

Fisuras en el tejido social y tensiones sociales

Los relatos orales y las prácticas de recuerdo aquí registrados


revelan las complejas maneras como se construyen el miedo

17 Ibáñez Carrasco (1999:4) explica las diferencias entre el vocablo español re-
cordar y el inglés remember (rememorar): “En español el término remembrar,
juntar los miembros dispersos de un cuerpo, puede traducirse como reme-
morar, pero esto es lenguaje poético, no doméstico; la palabra comúnmente
usada para significar remembrar es recordar, del latín recordis”.
18 Todorov (1997) distingue entre las formas literal y ejemplar de recordar.
Cuando el suceso recordado es evocado por el sujeto de una manera literal,
la memoria del hecho no va más allá de sí misma. Las asociaciones motiva-
das por la memoria del hecho son de una causalidad directa: se subrayan
las causas y las consecuencias, se identifica y acusa a los autores del evento
desencadenado, y se infieren las acciones (v. gr., la venganza). Cuando el
evento es trabajado como un exemplum, el sujeto decide utilizarlo como una
instancia y un modelo para comprender nuevas situaciones. En este proceso
el individuo elabora el recuerdo para hacer de él un exemplum y extraer una
lección.
Fantasmas, cuerpos poseídos y guerreros... / 171

y el terror en sociedades que experimentan intenso malestar


social y violencia. Las historias orales de fantasmas y espíritus
poseídos hacen parte de un saber que se mantiene por medio
de los relatos, las construcciones míticas y los rituales culturales.
Compartir estas historias crea lugares sensoriales para negociar
el miedo, aliviar tensiones sociales tangibles y sortear las incer-
tidumbres y dolores generados por la experiencia cotidiana de
la violencia. Los cuentos de fantasmas y de posesión de espíritus
constituyen un recurso para documentar cómo el pasado, “en su
multiplicidad de formas míticas, tiene un modo persistente de
regresar al presente, machacando y presionando, organizando
las experiencias a manera de acciones” (Aretxaga, 1997:40).
Las historias se refieren a la imaginación, la exageración y, a
veces, al contradictorio ámbito en que estos jóvenes asumen
una posición como agentes. Manifiestan tensiones específicas
en relación con el consumo y el tráfico de drogas, las lealtades
locales y el trato directo con la violencia. Es más, el contenido
narrativo y la puesta en escena de estas historias transmiten
construcciones culturales específicas sobre el yo y la otredad.
La construcción del sujeto como testigo, brujo o amazona
revela el intento de los individuos por situarse a sí mismos
diferenciándose de los otros (por medio de la diferenciación
física, la definición de valores o la mediación sobrenatural) y
las complejas maneras en que se definen como sujetos activos
con relación al miedo, el terror y la violencia.
En Medellín, la ambigüedad y las contradicciones morales
persiguen constantemente a los actores sociales cuando estos
encaran las realidades de la vida y la muerte, la amistad y la
enemistad, la violación y la tortura, las lealtades territoriales
y la guerra. Las tensiones observadas en las maneras como los
jóvenes adoptan una posición de mártires, amazonas, activis-
tas comunitarios, líderes juveniles, caminantes de la ciudad o
testigos, pueden a veces dar cuenta de una ética ambigua. Esta
ambigüedad se ve afectada directamente por las dinámicas
de violencia en las cuales algunos habitantes de la ciudad se
constituyen a sí mismos como agentes del homicidio, la vio-
lación y la coerción. He consignado aquí cómo algunas clases
172 / Antropología del recuerdo y el olvido

de sufrimiento tienden a ser menospreciadas, en tanto la vio-


lencia y el terror infligidos a otros tienden a ser legitimados.
Esto revela la presencia de lo que he denominado “fisuras” en
el tejido social y ético. Estas fisuras hablan de la reciprocidad
del poder y la opresión en el contexto local y cómo, por ejem-
plo, el predominio de las ideologías patriarcales legitima las
violaciones sexuales, al tiempo que desempodera la existencia
y las acciones de trasgresión femenina. Para concluir, estas fi-
suras amenazan seriamente las tentativas de los habitantes de
la ciudad por construir una ética de la posibilidad que incluya
elementos de consideración, diálogo, respeto, diferencia y
responsabilidad.
Capítulo 5

¿Un olvido generacional?

Le pregunté porqué peleaba; él me miró y, con toda seriedad,


respondió:
“Lo olvidé”.
Para esta persona, el vestido andrajoso que llevaba puesto,
el fusil que cargaba, el miedo y el hambre que sentía
constantemente […] eran realidades.
El “porqué” de ello era para él menos inteligible; incluso sin
importancia.

Carolyn Nordstrom, War on the Front Lines

La entrada en escena de los jóvenes, como diseminadores y


a la par víctimas de la violencia, señaló un giro crítico en las
relaciones entre la sociedad y la violencia en Colombia durante
la década del ochenta. El cambiante perfil generacional obser-
vado en las estadísticas de mortalidad y las difundidas imáge-
nes de jóvenes sicarios fascinados con el consumismo y las armas
de fuego se convirtieron en los indicadores de una profunda
reconfiguración en las relaciones entre memoria, violencia e
identidades culturales en la sociedad colombiana (Martín Bar-
bero, 1998; Perea, 1998, 2000; Riaño Alcalá, 2000). Mi trabajo
de campo indicó que muchos de los referentes culturales que se
apropiaron los jóvenes de Medellín se originan en los discursos,
las formas culturales y las memorias de la “violencia”. El uso
174 / Antropología del recuerdo y el olvido

de la imaginería bélica, la promulgación de la territorialidad


como símbolo de reconocimiento y poder, las construcciones
culturales de la “fama” por medio del dominio de las armas, las
prácticas de poner en riesgo la vida, y valores culturales como
la verraquera, ilustran el imaginario de la violencia. Pero mi
investigación también cuestionó una asociación simplista entre
estos referentes culturales de violencia y la formación de las
identidades juveniles.
Las prácticas de memoria reseñadas en este texto mapean
los complejos y con frecuencia creativos procesos de abrazar y
rechazar ideas e identidades que se entrecruzan en una ciudad
culturalmente diversa. Los jóvenes no son meros “objetos” sub-
yugados por la violencia y sus procesos de producción cultural
no se agotan en la violencia ni se limitan a ella. Los jóvenes con
quienes interactué en Medellín enfrentaban tensiones creativas
y profundos dilemas sociales en la búsqueda de su identidad,
en un ambiente en el que el reconocimiento social y la movili-
dad estaban atados fundamentalmente a las redes del crimen
organizado y relacionados con las violencias. Esto sugiere que
la memoria constituye un terreno crucial en el que los jóvenes
le dan sentido al impacto de la violencia en sus vidas y se sitúan
en universos sociales más amplios (Warren, 1998). Mi análisis de
los procesos de formación de identidad versa sobre cómo los
jóvenes narran un sentido de experiencia compartida con otros y
establecen los límites de la diferencia a través de prácticas de
memoria e inscripciones de territorialidad específicas (Barth,
2000; Fernández, 2000).
En sociedades marcadas por un agudo conflicto sociopolíti-
co, la opción de un individuo de unirse a la lucha ha sido
descrita como un acto de reafirmación, autodeterminación y
reconocimiento de filiaciones étnicas, políticas o religiosas (De
Vries y Weber, 1997; Daniel, 1996). Para Daniel (1996:68), en
estos conflictos lo que está en juego es la muerte de la identi-
dad de un grupo:

“Más bien lo que está en juego, especialmente para aquellos cuyos


cuerpos han escapado a la destrucción de la muerte, es la muerte
¿Un olvido generacional? / 175

de una manera de estar-en-el-mundo, la muerte de aquello que


constituye su identidad, honor y dignidad”.

Aunque en Medellín esta tensión en torno a la pérdida de


una “manera de estar en el mundo” no configura de manera
distinta los discursos y acciones de los jóvenes involucrados en
los grupos armados, y las identificaciones de grupo y una bús-
queda de reconocimiento social sí dan forma a sus fidelidades y
opciones. El olvido expresado por algunos de los jóvenes sobre
lo que desata la contienda nos da un punto de partida para
examinar la singular reciprocidad de las dinámicas culturales
conflictivas, las opciones individuales y el reconocimiento social
entre ellos. Este capítulo final examina los actos de olvido de los
jóvenes de Medellín con el propósito de develar algunas de las
tensiones sociales y las posiciones de sujeto conflictivas que son
resultado de la experiencia diaria y cercana con una violencia
letal. Volvemos a la paradoja inicial de la investigación: ¿Cómo
puede una antropología del recuerdo mapear los procesos de
identidad juvenil cuando la antropología tiene lugar con una
generación que olvida? Me aproximo al olvido como forma
de memoria y como práctica social. El olvido no equivale a
la pérdida de la memoria, pues responde a las tentativas de
los individuos o los grupos sociales de “cambiar” el pasado
por medio del silencio, la remoción o la supresión (Teski y
Climo, 1995; Cohen,1994). La discusión sobre el olvido y las
identidades juveniles nos dirige hacia una reflexión en torno
al papel de la memoria, el duelo y la posición de los jóvenes
como testigos de la violencia.

Otredad territorial

Un cura, cuya parroquia está ubicada en uno de los sectores


más violentos de la zona centroriental y que se involucró per-
sonalmente en el logro de un pacto de no agresión entre dos
bandas del barrio, evoca cómo los miembros de éstas habían
olvidado los orígenes del conflicto y las razones de su confrontación.
176 / Antropología del recuerdo y el olvido

Durante una redada policial, los miembros de las dos bandas


rivales fueron conducidos a la estación en el mismo furgón.
Estando en el vehículo, sus líderes hablaron entre sí. Nicio, el
segundo al mando de una de ellas, le contó esta conversación
al cura, quien recrea su recuerdo:1

Nicio: ¿Y nosotros por qué es que nos damos bala?


Memo: Ah, yo no sé, parce, porque vos vivís abajo y yo vivo es arriba.
Es que yo no tengo nada con vos. ¿Vos por qué es que me tenés que
dar bala a mí?
Nicio: Ah, yo no sé, parce, yo a vos ni siquiera te conocía. ¿Pero vos
por qué me das bala a mí?

Esta primera conversación entre los dos líderes de las ban-


das le reveló al cura hasta dónde la “falta total de conocimiento
entre los individuos” había alimentado las hostilidades. Esta
ausencia de recuerdo de los orígenes del conflicto violento
fue, sin lugar a dudas, tema habitual en las historias que oí
durante mi trabajo de campo. La inclusión de afirmaciones
semejantes en las narrativas de los jóvenes sugiere, en lugar de
una pérdida de memoria, el uso del olvido como medio para
recomponer el pasado (Cole, 2001). Santiago —mi asistente de
investigación— y Juan, en ocasiones distintas, evocaron eventos
de riña entre las bandas del barrio, al tiempo que expresaron
su olvido sobre cómo se iniciaron estos conflictos:

Santiago: [Los Chunes] tenían muy buenas relaciones con los de La


Cueva; en ese tiempo empezaron a surgir esos pela’os. No recuerdo los
nombres de más de uno de ellos, pero sí fue por esa época y tenían
buenas relaciones, y no sé por qué motivo que… Inclusive hasta los
mismos pela’os dicen que no se sabe por qué esa gente [Los Chunes]
empezó a atacarlos, encenderlos a bala. Entonces, a partir de ahí,
empezó el enfrentamiento de Cueva y Chunes.(Entrevista con un joven
residente del barrio Antioquia, 8 de diciembre de 1997).

1 El sacerdote fue entrevistado por un investigador de Corporación Región


para su estudio sobre conflicto urbano y cultura política en Medellín.
¿Un olvido generacional? / 177

Juan: Los parceros de arriba del Cuadradero… No, pues… Como


te iba ‘iciendo, homb’e, que no... ¡Éramos calientes, hermano! Yo
no sé, yo no me di cuenta cuándo esa gente empezó a calentarse en
esa forma, güevón. (Entrevista con joven del barrio Antioquia, 20
de diciembre de 1997).

Un elemento sorprendente en estas dos historias de jóvenes


del barrio Antioquia es que el “no saber” está enmarcado como
un olvido y como la ausencia de conciencia. Lo que obra aquí
es la práctica del olvido. Es un olvido que mapea los silencios
individuales y colectivos, la parcialidad y conflictividad del saber
(Cohen, 1994) y la posición de sujeto, en lo que Visweswaran
(1994) conceptualiza como una “negativa a hablar”.2 El olvido,
verbalizado como el “no saber”, oscurece las razones de la
lucha y la presencia discursiva de un “otro”. En este proceso,
el narrador se rehúsa a hablar de los factores que desataron el
conflicto. El saber, como Cohen (1994) y Passerini (1992) lo
han defendido, habla del poder por medio del olvido. La “falta
de saber” de los jóvenes expone una jerarquía implícita de lo
que es importante recordar y lo que es necesario olvidar con el
fin de continuar y validar sus actuales “tareas” violentas como
grupo. Esto también connota la arbitrariedad del conflicto y
su impacto en los universos sociales locales. El olvido, como
proceso de selección y supresión, les permite a estos jóvenes
tomar distancia de sus actos reprobables. Es una táctica que sugiere
que hay riesgos en recordar los orígenes del conflicto.
Las tensiones que subyacen al olvido están arraigadas en los
lazos sociales y emocionales entre estos jóvenes que crecieron
en los mismos barrios, compartieron redes sociales de amistad
y vecindad, disfrutaron similares tipos de música y vestimenta,

2 La perspicaz discusión de Visweswaran (1994) en torno a la negativa de los


sujetos a hablar está enmarcada por la interacción investigativa del etnógrafo
y los sujetos. En el contexto social al que estoy haciendo referencia, la negativa
se sitúa principalmente dentro de los universos sociales y las vidas cotidianas
de los jóvenes involucrados con el conflicto violento. No obstante, también
apareció en algunas de mis propias interacciones investigativas.
178 / Antropología del recuerdo y el olvido

y tuvieron experiencias análogas de pobreza y exclusión social y


económica. También tiene que ver con los paradójicos efectos
que su definición de “enemigos” tiene sobre sus comunidades,
al igual que sobre sí mismos. En un contexto de violencia
política se asume que, para que “el combate sea significativo, el
enemigo y el aliado deben defender causas distintas; para jus-
tificar la aniquilación, el asesino y la víctima deben pertenecer
a categorías distintas” (Zulaika, 1988:97).3
Ciertamente, esto se pone en cuestión cuando los individu-
os, como aquellos del barrio, comparten la “intimidad” de la vida
comunal y no sostienen posiciones ideológicas opuestas. Para
los individuos involucrados en el conflicto, recordar su “origen”
puede sacar a la luz esta paradoja. Recordar los orígenes puede
revelar que los móviles de la violencia no sirven para justificar
la violencia entre vecinos ni el impacto desestabilizador en las
relaciones sociales locales. El olvido constituye un ámbito en
el que se ponen en escena las representaciones generacionales
de la violencia y las demandas sobre el pasado.
Gutiérrez (1998) sostiene que no hay una relación directa
entre la fragmentación territorial y sociocultural de Medellín.
Observa que, a diferencia de otras violencias de Estados-na-
ciones contemporáneos, la violencia urbana colombiana de
los años ochenta y noventa carece de un claro sustento social.
Esto se puede apreciar en las formas como los actores de la
violencia en Medellín tienden a perderle el rastro a las razones
que desatan el conflicto en el que están inmersos con tanta
intensidad. Sin embargo, el argumento de Gutiérrez falla a la
hora de reconocer conexiones más sutiles entre la lucha y la frag-
mentación territorial y cultural que tiene lugar. Como se dijo
antes, la negativa a hablar opera como una estrategia discursiva

3 Zulaika (1988) presenta una reflexión similar en su etnografía sobre la eficien-


cia comunicativa y la efectividad de los rituales en un contexto de violencia
como el del pueblo vasco de Itziar (España). En un poblado en el que los lazos
de infancia, la amistad y las redes locales son fuertes, la ubicación de algunos
de sus lugareños en lados opuestos de la contienda expresa la paradoja interna
de la lucha nacionalista.
¿Un olvido generacional? / 179

y performativa que saca a la luz la fragmentación cultural que


tiene lugar cuando los valores locales, las relaciones y las redes
son amenazados por el ejercicio de la violencia. Las conexiones
entre la fragmentación cultural y la fragmentación territorial
en Medellín residen, precisamente, en la manera en que el ter-
ritorio sale al encuentro de las identidades culturales juveniles;
el territorio, entonces, actúa como dispositivo físico, mental y
simbólico para la construcción de la otredad juvenil (Fernán-
dez, 2000). La territorialidad requiere referentes simbólicos y
geográficos y actúa como mediación entre los universos natu-
ral, social y cultural. Activa sentimientos de identidad a través
de su capacidad para articular rituales cotidianos, lenguajes y
sentidos de pertenencia.
Para los jóvenes marginados que residen en vecindarios
de las áreas periféricas de las zonas nororiental, centroriental
y suroccidental de Medellín, el sentido de un yo colectivo se
ha formado mediante las prácticas territoriales de delimitar
fronteras —la percepción que cada grupo tiene de sus rasgos
distintivos— y mantenerlas alrededor de sus barrios. Estas
nociones de límite, asociadas con prácticas territoriales, subra-
yan los distintivos procesos de construcción de identidad entre
los jóvenes (Cohen, 2000). Las prácticas de territorialidad se
convierten en el patrón para una puesta en escena de la di-
ferenciación entre los jóvenes, y dan un soporte sociocultural
a su lucha.4 Estableciendo fronteras geográficas y simbólicas,
el territorio se dispone como un escenario en el que se perso-
nifican los deseos de reconocimiento social —como jóvenes y
como actores sociales— y las representaciones de la otredad
juvenil. Las prácticas del olvido analizadas aquí están asociadas

4 Desde los primeros trabajos de la Escuela de Chicago, y en la literatura dedi-


cada a las subculturas juveniles, se ha insistido en la importancia del territorio
como un ámbito expresivo (material y simbólico) para grupos como las bandas,
las expresiones juveniles contraculturales o los grupos marginados (Riaño
Alcalá, 1991a,1991b). Las prácticas de territorialidad establecen vínculos
entre las personas y los lugares, facilitan la clasificación y la comunicación, y
ofrecen un marco de referencia desde el cual los miembros del grupo crean
un significado compartido (Knox y Marston, 1998).
180 / Antropología del recuerdo y el olvido

con estos procesos de delimitación de fronteras y ponen en


evidencia algunas de las paradojas creadas por la validación
de la violencia sangrienta en contra de los otros territoriales
y la ubicación de algunos de los miembros de la comunidad
como actores armados.
Para ilustrar mejor el argumento que propone el territo-
rio como lugar en el que se negocian y ponen en escena las
diferencias juveniles, analizo aquí una colcha de imágenes
elaborada por los ex miembros de la banda El Cuadradero (ver
figura 10). Esta figura es una diciente ilustración del significado
y del proceso por medio del cual el “territorio” —las cuadras
en las que nacieron— se convierte en un sitio central para la
construcción de una identidad de grupo y de la otredad. (Taller
de dos días con ex miembros de la banda El Cuadradero, 28 y
29 de octubre de 1997).
Durante el taller de memoria, los participantes decidie-
ron hacer colchas de imágenes que recrearan sus memorias
de un suceso significativo para sus vidas en el barrio. Cada
uno de ellos trabajó por separado. Tan pronto concluyeron y
empezaron a compartir sus imágenes e historias, Wilson notó
que cada una de las imágenes individuales correspondía a un
segmento geográfico del sector del Cuadradero. Entonces
procedió a arreglar las imágenes en “orden” en la colcha ma-
triz. De inmediato, los otros se dieron cuenta de que él estaba
armando un mapa del sector y comenzaron a orientarlo en el
orden que debía seguir. Wilson se percató de que faltaba una
parte geográfica del sector, así que rápidamente elaboró un
fragmento más de colcha. Una vez que todas las imágenes
estuvieron acomodadas, los participantes compartieron sus
historias en “orden” cartográfico.
Sus historias describían cómo habían empezado a apropiar-
se de este espacio físico como su territorio: sus travesuras en
la pista del aeropuerto, sus partidos de fútbol en las calles, sus
aventuras reciclando botellas y envases de plástico del vertedero
de basuras, las fiestas de Halloween, la esquina en donde se
encontraban para pasar el rato y donde uno de ellos fue aba-
leado, la circulación de rumores en la cuadra —que derivó en
¿Un olvido generacional? / 181

Figura 10 “El Cuadradero”, colcha de imágenes, creación colectiva


Fuente: Jóvenes de la Banda de El Cuadradero, barrio Antioquia; 28 de octubre
de 1997
182 / Antropología del recuerdo y el olvido

la explosión de una bomba en una de sus casas— y los lugares


para esconderse. Sus imágenes mapearon con precisión las
características físicas que están grabadas en su memoria y el
paisaje que constituye su territorio: las calles, las pistas, los
basureros, las casas, los escondrijos y la esquina. El sentido de
lugar de estos jóvenes es el producto de prácticas compartidas
de territorialidad, lenguaje, símbolos e historias grabadas en
el paisaje circundante. Esto sugiere un punto crucial en la
comprensión de los procesos de diferenciación de los jóvenes
que están activos en bandas y milicias. Las diferencias y el es-
tatus relacional de los jóvenes con la sociedad son delineados
a través de procesos de marcación de territorios. Esta práctica
de delimitar fronteras configura su sentido de identidad y sus
maneras de ser en el mundo. Por lo tanto, el sentido del “otro”
está mediado por prácticas territoriales.5
Bandas, milicias y autodefensas comunitarias en Medellín
buscan el reconocimiento social por medio de proyectos locales
de defensa de territorios, la articulación de un discurso de “de-
fensa y limpieza comunitarias”, y la preservación de imágenes de
guerreros y mártires. En este contexto, el territorio representa
poder y un medio para ganar reconocimiento en el ámbito local
de los barrios o los sectores geográficos. En contraste, hay una
relación muy débil entre estas construcciones de otredad y una ex-
presión contracultural generacional de alteridad observada en
otros grupos juveniles locales, como los metaleros, los góticos,
los punkeros y los raperos, para quienes los estilos de grupo
se oponen a los valores culturales y sociales dominantes de la
competitividad, el individualismo y el racionalismo (Costa, Pérez
y Tropea, 1996). Los jóvenes de bandas y milicias comparten
símbolos de guerra, gustos culturales y estilos, una fascinación
por el consumismo, y todos ellos construyen su razón de ser en
torno a proyectos locales de defensa de territorios. El otro, “el
enemigo”, no es aquel o aquella a quien no se acepta debido a

5 Agradezco a Elsa Blair y a Ana María Jaramillo, quienes me hicieron caer en


cuenta de este sentido del otro.
¿Un olvido generacional? / 183

su diferencia cultural, su estilo o su filiación política. El otro es


aquel que denomina y evoca a un otro territorial.
En Medellín, durante la década de 1980, surgieron ex-
presiones contraculturales, como el movimiento punk, pero
fueron asimiladas por las redes del tráfico de drogas, las cuales
les ofrecían a los jóvenes y a amplios sectores de la sociedad
un “estilo de vida alternativo” (Salazar, 1998a). El movimiento
punk que surgió en los barrios y cuyos adeptos establecieron
sus diferencias radicales a través de la música, el estilo y una
distintiva visión del mundo generacional, fue cooptado por el
boom de la economía de la droga y la consecuente implicación
de estos jóvenes como sicarios. El nuevo estilo de vida en las
redes del tráfico de drogas fue dominado por un consumismo
conspicuo y sus pilares culturales se anclaron en un “regreso
a la tradición” en cuanto a valores, estilos musicales, gustos
y prácticas religiosas. Fue también una propuesta cultural
que desdibujó las diferencias generacionales. El aumento de
actores armados —como la guerrilla o las milicias— durante
la década de 1990 y su propósito explícito de enrolar jóvenes
de los barrios populares debilitaron aún más las expresiones
subculturales y contraculturales. Al inicio de los años noventa
quedaban pocos rastros del movimiento punk. La desaparición
de este movimiento en los barrios populares no ha significado
una ausencia total de expresiones contraculturales o subcul-
turales en una ciudad como Medellín. Por el contrario, a lo
largo de los noventa, el rock, el rap, el punk y el hip-hop han
aglutinado movimientos culturales y propuestas musicales muy
importantes. La diferencia, sin embargo, radica en que la gran
mayoría de los jóvenes que participan en estos movimientos
no están enrolados con grupos armados tales como bandas,
autodefensas o milicias.
Las dinámicas históricas de exclusión y discriminación po-
seen una expresión geográfica definida en Medellín, al igual
que en muchas otras ciudades de América Latina (Caldeira,
2000). Como resultado de las fuerzas de segregación y discrimi-
nación, la mayoría de los jóvenes de las zonas populares de la
ciudad tienen una débil conexión con la ciudad en general, con
184 / Antropología del recuerdo y el olvido

sus espacios públicos y sus hitos. Pero, si bien no existen relacio-


nes significativas con la gran ciudad, sus prácticas territoriales
y su uso de la violencia no están desprovistos de aspiraciones
sociales más amplias. Las prácticas territoriales de protección
cívica y policiva por parte de grupos armados, como las milicias,
por ejemplo, indican la tentativa —aunque controvertida— de
ejercer una función ciudadana (Gutiérrez, 1998). El ejercicio
de esta función cívica de la “seguridad”, los roles de los sicarios
como administradores de la muerte, y las luchas territoriales
internas son medios para visibilizarse socialmente e intentos
de comunicarse con la sociedad. En estas circunstancias, las
razones que desatan la contienda se tornan secundarias frente
al acto mismo de la violencia como un medio de comunicación
con una sociedad que, de lo contrario, ignora o excluye a los
jóvenes pobres. Las imágenes de los jóvenes como perpetrado-
res de violencia son las que, irónicamente, dieron principio a
su visibilidad y las que les abrieron una forma de participación
en la sociedad a través de la negociación de acuerdos de paz o
de espectaculares representaciones mediáticas.
La otredad territorial de los jóvenes y sus olvidos de los
orígenes de la disputa revelan las trágicas maneras en que gru-
pos como las bandas juveniles y las milicias urbanas pretenden
reafirmar su propia imagen y ejercer el poder local por medio
de una violencia letal. El uso del territorio como ámbito privile-
giado de la expresión juvenil produce una peligrosa fragmenta-
ción social y plantea numerosos interrogantes en torno a cómo
los jóvenes están tratando de construir formas de ciudadanía
o conexiones sociales con la sociedad mayor. ¿Deberían leerse
estos procesos como los que metafóricamente se han denomi-
nado impulsos hacia la neotribalización —caracterizada por la
ausencia de un proyecto político o de aspiraciones sociales más
amplias, y cuya preocupación principal consiste en vivir el pre-
sente (Maffesoli, 1990)— hacia identidades cerradas y referen-
tes microgrupales?6 ¿Sugieren la desaparición de lazos sociales

6 La territorialidad y la construcción de diferencias parecen ser aspectos sobre-


salientes en las vidas de los jóvenes de todas las procedencias sociales. Los
¿Un olvido generacional? / 185

significativos y de un sentido de pertenencia a una sociedad


mayor? Las identidades microgrupales y los débiles lazos sociales
en los grupos armados de Medellín resaltan sus controvertidos
intentos de resolver sus experiencias de exclusión y marginali-
zación en el ámbito local. No obstante, estas respuestas no se
restringen a una construcción aislada de identidad de grupo
porque en cada caso existe una conexión con redes políticas
o socioeconómicas más amplias (v. gr., crimen organizado,
economía de la droga, guerrilla) y un claro ímpetu relacional
que busca comunicarse con la sociedad mayor. Las identidades
juveniles se constituyen desde ubicaciones periféricas que, en
el caso de los jóvenes de los barrios de Medellín, son tanto
físicas como socioculturales. Esta mirada relacional entiende
las identidades como construidas y cambiantes por medio de un
rango de interacciones sociales y políticas con otros actores
sociales (Cohen, 2000; Ramírez, 2001; Tilly, 1998).

Senderos de desconfianza y venganza

Los actos mediante los que se comparten las memorias tienen


distintas funciones de acuerdo con las necesidades de los in-
dividuos de movilizar sus memorias sociales para sostener la
identidad de grupo y la construcción de las imágenes a través
de las cuales los individuos se perciben a sí mismos y como co-
lectividad. Esta sección continúa la exploración de las prácticas
de memoria y las identidades juveniles a partir del análisis de
cómo los integrantes de la banda El Cuadradero construyen
un sentido de continuidad y discontinuidad con su pasado y de
cómo la memoria y la construcción de ciertas versiones sobre
el pasado permite a estos jóvenes reconocerse como colectivo.
Luego del primer taller de memoria con varios jóvenes que

territorios difieren, particularmente la relación entre violencia y territorio,


pero el establecimiento de fronteras imaginarias está ligado a muchas ex-
presiones sociales y culturales de jóvenes de todas las clases sociales (Brake,
1985; Riaño Alcalá, 1991b).
186 / Antropología del recuerdo y el olvido

fueron miembros de la banda El Cuadradero (del barrio An-


tioquia), les pregunté si les gustaría seguir encontrándose. Mi
interpelación motivó el siguiente diálogo:

Wilson: Claro que sí porque, o si no, nunca hubiéramos […].


Omar: Nunca pensamos que algún día íbamos a dibujar el barrio de
nosotros, de niños, desde que nos conocemos, desde culicagaditos,
y así ha sido siempre. ¡Y estamos vivos porque Mi diosito nos quiere
tener aquí reunidos para hacer algo positivo y bien!
Milton: ¿Sabe por qué se puede decir que es bien? Porque es algo
que lo hemos vivido todos.
Wilson: Más que todo la familia de nosotros, que no han sido tan
afortunados como nosotros, que podemos estar aquí dialogando,
porque todos... están muertos, ¿sí o qué? Entonces, por lo menos uno
ya puede tomarlos como espejo, y si éste fue muy malo, y a ver qué
fue lo que consiguieron: el cementerio. Eso es algo que no debemos
seguir porque… porque lo tenemos más que escrito, porque así es la
vida... Que tenemos que seguir la maldad y la venganza por punta
y punta, porque por familia y familia...
Omar: Uno se labra el destino.
Wilson: Es el destino…
Milton: Pero ya pasó eso, gracias a Dios…
Wilson: ¡Todos lo hemos vivido, güevón!
Milton: Uno pa´ pararse tiene que caer, ¡usted no se para estando
parado!7

Hay varios aspectos que vale la pena señalar aquí. El recuer-


do de Omar es una manera de mapear sus memorias y tener una
perspectiva sobre su pasado. El tono reverente de Omar ante la
habilidad de todos para recordar, subraya su propio alborozo
frente al hecho de que aún estén con vida. Wilson lleva más

7 A partir del trabajo de Michel Maffesoli (1990), las contraculturas juveniles


urbanas contemporáneas se definen en cierta literatura como tribus urbanas.
El término enfatiza la respuesta de estos jóvenes a una sociedad marcada por
el anonimato, la falta de cohesión social y el individualismo, y el reemplazo
de los vínculos de membresía contractuales por los emocionales (Costa, Pérez
y Tropea, 1996).
¿Un olvido generacional? / 187

lejos esta reflexión y, en el recuerdo del sino de su familia, halla


un espejo a partir del cual ellos, como sobrevivientes, pueden
construir un sentido distinto de la vida y de sí mismos (“uno
ya puede tomarlos como espejo”), desafiando así la percepción
del “destino” de su familia. No obstante, todos ellos estuvie-
ron de acuerdo en lo difícil que es afrontar la venganza como
expectativa social, código de comportamiento, sentimiento
sin resolver y forma de la memoria. El intercambio de ideas y
recuerdos entre los sujetos de este grupo les proporciona una
distancia situada desde la cual evaluar el pasado (Lambek,
1996). Esta definición de la memoria como distancia situada
apunta a la capacidad de las prácticas de memoria de actuar
como puente para conectar el presente, el pasado y el futuro.
Desde esta ubicación, los dos hermanos establecen su diferencia
en relación con los miembros de su familia ya muertos y con
muchos otros jóvenes del barrio.
Milton cierra este diálogo introduciendo otro aspecto de
sus posiciones como sujetos ubicados por fuera de “la maldad”.
Apelando a la imaginería religiosa católica (las caídas de Jesús
en su camino a la crucifixión), argumenta que, “para pararse,
uno tiene que caer”. Milton se ubica a sí mismo como alguien
que está mejor preparado, debido a su vivencia directa con
la “maldad”, para ubicarse de otro modo. Pero esta postura
ética —la de sujetos que retaron a sus violentos destinos y se
apartaron del mal “levantándose luego de caer”— es puesta
a prueba continuamente en su vida diaria. En otra sesión de
grupo, mencionaron su relación con el capo local de la droga.
La memoria de las acciones del capo de la droga dio origen a
una reflexión sobre cómo el pasado les había enseñado la virtud
de la prudencia y a desconfiar “de todos”:

Milton: El pasado dejó algo hermoso en la vida, que nosotros no


podemos confiar en nadie; como ese mismo cucho hizo eso a los de
arriba, a los de La Cueva, entonces nos hace lo mismo a nosotros;
entonces el pasado sí sirve, el pasado sí deja un ejemplo, deja ense-
ñanzas, deja sabiduría, deja madurez, el pasado siempre sirve.
188 / Antropología del recuerdo y el olvido

Esteban: Por ejemplo, el mismo cucho que hizo la paz, lo compraba


a uno primero pa’ después mata’lo…
Omar: Engordaba una gallina y después la descuartizaba…
Esteban: Después la despelucaba.
Milton: Entonces, por ejemplo, fue una enseñanza, aunque sea muy
violenta, porque eso es de pura violencia, pero nos dejó algo en la
vida ¿Qué me dejó? Inteligencia, sabiduría, me dejó prudencia.
Wilson: No se deje engordar porque después lo van a despelu-
car…
Esteban: No confiar en nadie, o si no…
Milton: Nos dejó algo malo, que es desconfianza (Taller de memoria,
7 de octubre de 1997).

En sus experiencias con las redes del crimen organizado,


la confianza ha sido minada por la traición. El aprendizaje del
pasado también ha significado que la desconfianza se ha conver-
tido, para estos jóvenes, en una manera de estar en el mundo,
una ubicación que afecta las relaciones con otros individuos
especialmente poderosos, tales como el capo local de la droga
(Daniel y Knudsen, 1995). Recordar y aprender del pasado les
dejó las virtudes de la “inteligencia, la sabiduría y la prudencia”.
En consecuencia, se consideran a sí mismos virtuosos, sabios y
capaces de ejercer la prudencia, una de las virtudes cardinales en
el arte clásico griego de la memoria.8 No obstante, la prudencia
está asediada por la desconfianza y la sospecha, como resultado
de la violencia que el cucho (capo de la droga y antiguo jefe)
les ha infligido. La lección se transmite mediante la violencia

8 Es de destacar cómo este concepto de memoria, prudencia y sabiduría sigue de


cerca las aproximaciones griegas y clásicas a las artes de la memoria. Frances
Yates (1966) explica cómo, en el arte clásico de la memoria, la “prudencia”
era la virtud cardinal. La memoria, la inteligencia y la providencia (memoria,
intelligentia, providentia) hacían parte de la prudencia. En consecuencia, la
práctica ética de la memoria era vista como parte de la virtud de la pruden-
cia. La prudencia, según Cicerón, es el “conocimiento de lo que es bueno,
lo que es malo, y lo que no es ni bueno ni malo” (Cicerón, citado por Yates,
1966:20). Cicerón hizo más explícita la conexión entre memoria y prudencia
al observar que “el conocimiento del pasado y la preocupación prudente por
el presente y el futuro están íntimamente ligados” (Perlman, 1988:7).
¿Un olvido generacional? / 189

y ésta sitúa su poder como medio de comunicación y como


medio por el cual se producen sus subjetividades. Las acciones
violentas a partir de las cuales aprendieron a desconfiar son
descritas con la mordaz imagen de sí mismos como gallinas
engordadas, descuartizadas y despelucadas.
Esta explicación de Omar, Wilson, Milton y Esteban reve-
la cómo abrazan ambiguamente una ética en la que ocupan
un lugar central las virtudes de la prudencia, el diálogo y el
aprendizaje desde la experiencia (caerse y levantarse). Para
examinar la postura ética de estos jóvenes resulta útil el argu-
mento de Diprose (1994), según el cual la ética no concierne
sólo a principios morales y juicios morales, sino también a la
ubicación, la posición y el lugar: “Se trata de estar ubicado en
torno a otros y de asumir una posición en relación con ellos”
(Diprose, 1994:18). Milton, Esteban, Wilson y Omar se ubican
entre la virtud de la prudencia, un sentimiento de descon-
fianza (como jóvenes que firmaron un acuerdo de paz y que
intentan reinsertarse en la “vida civil”) y un lugar (el barrio).
La pragmática secunda sus dudas éticas y sus sentimientos de
desconfianza. Ésta es una ética basada en “consideraciones con-
cretas, próximas, personales”, y que establece una visión moral
diferente de aquella que está basada en “principios abstractos y
universales de justicia, equidad e igualdad” (Scheper-Hughes,
1992:407).
Este punto nos devuelve a los elementos de diferencia y
ubicación desde los cuales podemos examinar la subjetividad,
el sufrimiento y la violencia. Gran parte de la literatura contem-
poránea sobre la violencia ubica a quienes viven rodeados de
violencia dentro de unos límites prescritos, como “víctimas” y
“perpetradores”, mientras desconoce las complejas y cambian-
tes posiciones asumidas por individuos como Milton, Omar y
Wilson cada vez que se ven enfrentados con las realidades de
la lealtad, la traición, la vida y la muerte, a un mismo tiempo
como perpetradores y víctimas de la violencia (Peabody, 2000).
Las construcciones estáticas del sujeto son cuestionadas clara-
mente cuando exploramos la formación de estos entes sociales
desde una perspectiva humanista y fenomenológica. En estas
190 / Antropología del recuerdo y el olvido

aproximaciones, el individuo es visto como agente activo(a) de


sus acciones y creado a través de relaciones sociales y agencias
diversas (v. gr., la ley, el deseo, el placer, el discurso y el pensa-
miento) (Scott, 1990; Sullivan, 1990). Las reflexiones de este
grupo de jóvenes en torno a las lecciones aprendidas de sus
pasados sugieren la forma intrínseca en que sus subjetividades
están mediadas por otras contradictorias experiencias de vio-
lencia, exclusión, diferencias generacionales y de clase.

Testimonio, sufrimiento y memoria

Al examinar las prácticas de memoria de los jóvenes de Mede-


llín, aprendí a reconocer las maneras como ésta y el potencial
de acción humana se relacionan para revelar que la violencia,
si bien es un suceso diario en sus vidas, no los ha paralizado.
El mapa nº 5 es una demostración visual de estas dinámicas.
Este mapa ubica las historias y las narrativas recordadas por
los residentes del barrio Antioquia durante mi trabajo de
campo (los puntos señalados equivalen a memorias situadas y
lugares recordados). La cartografía que resulta de rastrear las
narrativas y las rutas de la memoria resignifica la geografía de
la fragmentación territorial. Mientras los actores armados im-
ponen cartografías de terror y una circulación restringida, los
residentes del barrio crean corredores de seguridad y conservan
un sentido de lugar al conferirles memorias a los lugares. Estas
prácticas de memoria establecen conexiones que traspasan las
fronteras territoriales y construyen una geografía alternativa
que vincula memorias, lugares e individuos.
¿Cuál es entonces la trascendencia y el potencial del recor-
dar para los grupos e individuos afectados por experiencias
violentas y traumáticas? La importancia de estos procesos, lo he
argumentado, reside en la capacidad de la memoria de servir
de puente entre el pasado, el presente y el futuro; de fomentar
asociaciones entre un pasado de sufrimientos, tristezas, ven-
ganza y violencia, con un futuro de reposición, remembranza
y activa reconstrucción. A través de la creación de instancias
temporales de recuerdo colectivo, los jóvenes de Medellín están
¿Un olvido generacional? / 191

tratando de conservar un sentido de lugar y de reconstruir su


vida. Sin embargo, mi trabajo de campo en Medellín reveló
que la ausencia de canales para expresar el duelo constituye
un obstáculo significativo para establecer conexiones perdu-
rables entre este sentido de lugar y solucionar los conflictos de
manera pacífica. En Medellín, esta falta de canales para llorar a
los muertos tiene un hilo histórico. La conversación entre los dos
hermanos sobre su historia familiar a través de generaciones
ejemplifica esta continuidad.
Si bien es cierto que las prácticas de la memoria establecen
enlaces de continuidad con el pasado y proporcionan algunas
instancias para el duelo (como se ilustra en el capítulo 4), tam-
bién lo es que el exceso de una violencia que se reitera en el
tiempo y el espacio obstruye las posibilidades de procesar co-
lectivamente las condiciones de la pérdida. Y es precisamente este
tipo de duelo colectivo el que se necesita cuando el sufrimiento
humano tiene sus orígenes en la violencia a gran escala y en po-
deres políticos y económicos. Cuando las sociedades atraviesan
prolongados periodos de conflicto violento que desdibujan la
textura cotidiana que se da por sentada, las ansiedades colecti-
vas dejan un sedimento emocional que puede tornarse en odio
y acciones vengativas, y reafirman las ideologías que sustentan
estos comportamientos. En resumen, el tejido social se debilita
gradualmente, los mecanismos sociales y rituales para negociar
el dolor se bloquean, y el agotador impacto de la violencia en
las esferas psicológica, social y cultural se intensifica. El efecto
de los actos violentos que acompañan las políticas de exclusión
social ha sido devastador para la convivencia social en Medellín.
Encontramos huellas de estos efectos en el concepto de “herida
social” desarrollado por la artista Doris Salcedo,9 al igual que

9 El trabajo visual de Doris Salcedo se basa en una cuidadosa documentación


de testimonios de víctimas de la violencia. Salcedo, en calidad de testigo se-
cundaria, presenta luego estas narrativas en imágenes que están cargadas con
tales experiencias, y sin embargo silentes (Feitlowitz, 2001). Salcedo sostiene
que, aunque la aflicción de la familia es de naturaleza íntima, cuando los
eventos que causan este dolor son de naturaleza política, entonces la sociedad
necesita admitir el carácter colectivo, social de la injuria.
192 / Antropología del recuerdo y el olvido

en una exploración de cómo se experimentan y resignifican la


pena y el sufrimiento individual y colectivo como experiencias
sociales (Das y Kleinman, 2001). El fuego cruzado entre los pro-
cesos de planeación urbana, la violencia política y la economía
política de la industria de la droga inflige heridas colectivas.
El sufrimiento social resultante emana de los efectos de estos
poderes —nacional y local— sobre la experiencia extrema
diaria de enfrentar la muerte, los paradigmáticos juegos de
lealtades, la carencia de procesos comunitarios de duelo y la
desintegración de la confianza social. Este sufrimiento tiene
sus orígenes y consecuencias en las devastadoras lesiones pro-
ducto de las fuerzas sociales que atentan contra la experiencia
humana (Kleinman, Das y Lock, 1997).
Incluso cuando de parte de algunos jóvenes hay voluntad de
trabajar por la paz, las condiciones para la reconciliación con
el pasado son frágiles. Esto no se debe sólo a que sus conflictos
territoriales están inmersos en conflictos más amplios, sino a
que las estructuras básicas de la solidaridad en el vecindario,
la cuadra y la familia se han debilitado. El terror generado por la
guerra territorial y la percepción de que incluso los rituales
fúnebres son objeto de violencia, limitan las posibilidades de
cumplir rituales que permitan confrontar el pasado.
En 1999, un grupo de líderes juveniles, cinco organizacio-
nes gubernamentales y otras no gubernamentales, la artista
norteamericana Suzanne Lacy y yo dirigimos un proyecto de
arte público comunitario en el barrio Antioquia. “La piel de la
memoria: pasado, presente y futuro del barrio Antioquia” fue
un proyecto que pretendió responder al vacío y la ausencia
social de duelo por medio del arte, la conmemoración y el
ritual.
Durante la primera parte del proyecto de arte público co-
munitario, un equipo de jóvenes y mujeres del barrio reunió
alrededor de quinientos objetos que simbolizaban la memoria
para las gentes del barrio Antioquia. Estos objetos se instalaron
en un bus que se adaptó para servir de museo-memoria y que
deambuló por los distintos sectores del barrio y por una esta-
ción del metro de Medellín. El proyecto hacía énfasis en los
¿Un olvido generacional? / 193

procesos de duelo y reflexión en torno al pasado, por medio


de una selección de artefactos, cada uno de los cuales simboli-
zaba un recuerdo personal significativo para los residentes. A
medida que los encargados de recopilar los objetos visitaban a
sus vecinos, se transformaban a la vez en testigos y escribanos
de las historias y emociones que acompañaban estos objetos del
mundo material. Los objetos transformaron el museo en un sitio
dinámico, de memorias individuales y colectivas, en un lugar que
rendía tributo a la gente del barrio, pero que también develaba
el carácter conflictivo y las orientaciones que se disputaban las
memorias locales. Las pinceladas de memoria relacionadas
con eventos nacionales que sobrevivían en la vida familiar se
hicieron evidentes, junto con las conexiones entre los conflictos
locales y los procesos macrosociales, como la violencia política
de la década del cincuenta, el mercado global de drogas ilícitas
y las políticas de planeación urbana y exclusión social.
La segunda parte del proyecto se propuso superar la des-
confianza y la hostilidad entre los residentes y crear un canal
expresivo para vislumbrar el futuro. Todos los residentes que
contribuyeron con artefactos y los visitantes del museo escri-
bieron una carta, destinada a un vecino desconocido, en la que
manifestaban un deseo para ese anónimo lector y un anhelo
específico para el futuro del barrio Antioquia. Cerca de dos
mil cartas, escritas en cartulina blanca, fueron empacadas en
grandes sobres blancos, selladas y exhibidas en el museo junto
a los objetos.
Diez días después de inaugurado, y tras haber recibido
más de cuatro mil visitantes provenientes de toda la ciudad, el
proyecto artístico concluyó con una celebración-performance en
la que seis compañías teatrales actuaron en las calles del barrio.
De estos grupos escénicos hacían parte jóvenes y adultos en una
coreografía compuesta de ciclistas, mimos, cuenteros y chiri-
mías,10 zanqueros y peatones. Todos ellos recorrieron el barrio

10 La chirimía es un instrumento músico de viento, hecho de madera, a modo


de clarinete, de unos siete decímetros de largo, con diez agujeros y boquilla
con lengüeta de caña. En este contexto hace referencia a la interpretación
194 / Antropología del recuerdo y el olvido

celebrando la instalación del museo y anticipando el futuro por


medio de la entrega de una carta por cada casa de la zona.
El museo, en tanto espacio creativo que articuló las memo-
rias colectivas de los residentes de este barrio, se empeñó en
presentar un “montaje respetuoso del conjunto de los objetos,
(que) creara una nueva presencia estética: un espacio compar-
tido de la memoria y el dolor colectivos” (Lacy, 2003). Luego
de haber visitado el bus, César, un joven del barrio, escribió
en su carta a un vecino desconocido:

Y los muertos aquí lo pasamos muy bien entre flores de colores 11


Pero sería mejor que estuviesen con nosotros. ¿Sabe qué triste es,
o fue, ver todos esos cadáveres desangrarse y morir en silencio,
chismes, gritos de los demás? ¿Sabe qué triste es, o fue, enterrar,
maldecir, llorar, rezar y ver inerte en una caja más patética que la
muerte de nuestro ser amado? ¿Sabe? Es triste y duele, pero más
triste y doloroso es que ignoremos.
César.

La carta de César se yergue como acto testimonial. Las narra-


ciones culturales son creadas como actos morales y políticos, a
través de los cuales las personas comunican sus experiencias del
conflicto, expresan su comprensión de las realidades oscilantes
e intentan influenciar y disputar las representaciones gráficas
de los otros. César disputa las representaciones gráficas y los
silencios de los demás al referirse a nuestra propia complicidad
con la violencia y la muerte por la vía de la pasividad, el olvido
o la llana indiferencia. En tanto residentes de Medellín y del
barrio Antioquia, los jóvenes como César no pueden distan-
ciarse fácilmente del sufrimiento que acompaña la violencia.
Con demasiada frecuencia son testigos del horror infligido a sus

musical, callejera y en vivo, de dicho instrumento, por parte de una o varias


personas.
11 Fragmento del estribillo de la canción No es serio este cementerio, del grupo
español Mecano.
¿Un olvido generacional? / 195

conocidos o seres que aman. Al describir el género recitativo de


las listas de muerte, aludí a la ubicación de los individuos y a su
construcción como agentes que sufren y recuerdan la tragedia
que tiene lugar en sus comunidades. En esta posición de sujeto,
la mirada oscila entre la de un desprendido observador y la de
un testigo que documenta la magnitud y el impacto de las pér-
didas y se sitúa como parte de este universo social. El individuo
se convierte en un sujeto que da testimonio del sufrimiento y
el dolor, de los actos de la violencia arbitraria y caótica, de la
insensata pérdida de vidas. Pero ver les plantea una pregunta
posterior: ¿qué hacer con aquello que ven? (Feldman, 1995).
Ésta es una pregunta que suele rondar a los residentes de Mede-
llín que son testigos de atrocidades en las que tanto los “unos”
como los “otros” enfrentados en el conflicto son sus conocidos,
ya sea por lazos de parentesco o de vecindad.
Para el residente de Medellín, la figura del “testigo-emi-
sario” es un acertijo cargado de ambigüedad y contradicción.
¿Ante quién van ellos a dar testimonio? Situarse a sí mismo
como testigo en el paisaje de violencia antes descrito suele ser
una práctica amenazada por la violencia y el terror. El alcance
de aquélla puede entorpecer la posibilidad de registrar sus
efectos, de “recibir un mensaje cifrado de lo que se ha visto”
(Feldman, 1995:250). En otros momentos, esta posición de
sujeto puede poner en riesgo al individuo si él o ella llegan a
ser percibidos por “otros” como alguien que sabe demasiado.
Jóvenes como César se debaten por encontrar posiciones de
sujeto que, si bien no están del todo libres de riesgo, los incitan
a reconocerse como agentes activos y sujetos que dan testimonio
por medio de sus prácticas de memoria.
En el futuro cercano, no parece factible una solución a los
conflictos violentos y a las formas de violencia que hoy afectan
a Colombia. Teniendo esto presente, la indagación sobre el
tipo de memoria necesaria para asumir “las tareas del presen-
te” adquiere mayor relevancia. Tal interrogación aplica a las
pugnas de la memoria en la vida cotidiana, a los más amplios
esfuerzos sociales en busca de la paz y también a los campos aca-
démicos e investigativos. Personalmente, en mi condición de
196 / Antropología del recuerdo y el olvido

investigadora de la memoria y la violencia, al hacerles frente


a estas preguntas he admitido la ambivalencia y la exigüidad
de conclusión (Mertz, 2002) en mi argumentación, particular-
mente en la formulación de enunciados conclusivos sobre los
jóvenes, la memoria y la violencia en Medellín. No obstante,
esta ambivalencia no implica inacción. Una de las maneras
como me he enfrentado a estos dilemas y los he abordado en
parte, incluye mi enfoque metodológico y la posición de mis
actividades investigativas como formas de praxis social, y los
vínculos entre la actividad investigativa y las responsabilidades
sociales que nosotros, en tanto investigadores, compartimos con
otros cada vez que nuestra investigación trata temas críticos,
como son éstos de la memoria y la violencia (ver capítulo 1).
Como investigadores, debemos examinar nuestras posiciones,
estrategias de producción del saber, teorías y métodos, así como
los usos y abusos de la memoria que éstas acarrean. Debemos
preguntar, por ejemplo, cómo abordar las problemáticas de la
voz y la investigación cuando el sujeto de estudio está situado
en un campo acorralado por ambigüedades y silencios. Este
cuestionamiento nos lleva a una discusión harto necesaria, en
relación con las concepciones del conocimiento, la metodología
y la ética en circunstancias catastróficas, muerte y destrucción.
Reclama un cuestionamiento de las maneras como se relaciona
el investigador con los sujetos y las comunidades estudiadas y
las formas como las metodologías de investigación garantizan
que se establezcan interacciones y un diálogo significativo.
Por sobre todo, éstas son preguntas en torno a las contribuciones
tangibles que la investigación puede hacer a las comunidades es-
tudiadas, preguntas que, en mi opinión, requieren respuestas
efectivas que retiren la investigación y al investigador de su
posición académica fija y los trasladen al ámbito social. Las
preguntas quedan abiertas, como invitación a otras reflexiones
más profundas.
En Medellín, las interpelaciones sobre las tareas de la me-
moria son oportunas, pues la ciudad ha sobrellevado más de un
centenar de pactos de no agresión con las bandas y milicias urbanas
durante los últimos quince años (Vélez, 2001). La mayoría de
¿Un olvido generacional? / 197

estos pactos tuvieron una vida corta, y en cuestión de meses los


grupos, o nuevas versiones de ellos, retornaron al ejercicio de
la violencia y la lucha. Factores tales como los lazos intrínsecos
entre las violencias local, nacional y regional, la ausencia de
estrategias económicas y sociales viables para estos jóvenes, la
impunidad rampante y la débil voluntad política de apoyar
estos procesos se suman para dar cuenta de su reiterado fracaso
(Riaño Alcalá, 2003). Pero los descalabros también han tenido
que ver con la ausencia de intervenciones socioculturales que
aborden los impactos de la violencia y la guerra en el tejido
cultural, psíquico y social. Negarse a enfrentar el sufrimiento
social y la falta de oportunidades para el duelo ahonda los
olvidos históricos no resueltos, entorpece la reconciliación en
el ámbito local, y las maneras de reconstruir la confianza social
y sustentar procesos de coexistencia pacífica.
Epílogo

El nuevo tráfico de memorias1

En estos primeros años del siglo XXI, las disputas sobre la memoria
han ocupado un lugar central en el escenario público de Colom-
bia. Los asuntos de la memoria, la justicia y la reconciliación pola-
rizan la sociedad a medida que el gobierno avanza en un proceso
de paz con las Autodefensas Unidas de Colombia —AUC—, que
en el Congreso cursan varias y divergentes propuestas de leyes
sobre “verdad, justicia y reparación”, y que actores nacionales e
internacionales expresan su preocupación por la ausencia de
un marco legal integral que permita a Colombia confrontar la
impunidad y los crímenes de lesa humanidad (Inter-American
Commission on Human Rights, 2004; Vivanco, 2004).
Cerca de cuatro mil combatientes de seis diferentes grupos
paramilitares (cinco rurales y uno urbano) se desmovilizaron entre
los años 2003 y 2004 (Arnson, 2005; Alto Comisionado para la
Paz, 2004). El Bloque Cacique Nutibara —BCN—, facción urbana
de las AUC en Medellín, fue el primero en desmovilizarse, en
noviembre del 2003. El hecho desató una controversia cuando

1 The New Traffic(king) of Memory es el título original de este epílogo. La autora


hace allí un juego gráfico al poner entre paréntesis el sufijo del sustantivo
trafficking (tráfico). Llama así la atención sobre los dos sustantivos presentes
en el término: traffic (tráfico) y king (rey, amo y señor), lo cual induce a una
segunda lectura implícita en la forma inglesa: “El nuevo rey del tráfico de la
memoria” (N. de la T.).
Epílogo / 199

líderes sociales e incluso funcionarios gubernamentales revelaron


que algunos de los 868 paramilitares desmovilizados habían sido
reclutados “a última hora” entre las bandas juveniles locales.
Otros expresaron su inquietud por el escaso número de armas
entregadas (200), la presencia continuada de otras facciones pa-
ramilitares en el área metropolitana de Medellín, el estatus de
las bandas juveniles que habían estado aliadas al BCN y bajo su
control, la falta de una revisión de los expedientes criminales de
los paramilitares desmovilizados y la ausencia de un proyecto
que garantizara justicia para las víctimas de abuso por parte
de fuerzas paramilitares (Balbín, 2004; Vivanco, 2004). (“Diez
preguntas para pensar. 2003). En la ceremonia pública de des-
movilización, Giovanni Marín, también conocido como Coman-
dante R, vocero político del BCN, pidió perdón “a la sociedad
civil por los sufrimientos y pérdidas que de manera involuntaria
hemos ocasionado”. (“Paramilitares colombianos entregan ar-
mas”, 2003). La solicitud de perdón de Marín no reconoció las
víctimas ni aceptó responsabilidad alguna por el terror y por los
actos violentos que los habitantes de Medellín habían presenciado
en los años anteriores. Las víctimas, argumentó María Teresa
Uribe (2004b:4), fueron “asépticamente cercenadas” y, una vez
más, desplazadas hacia los confines del olvido y el silencio.
Poco menos de un año después, la controversia alcanzó
nuevas proporciones cuando el secretario de gobierno de
Medellín, Alonso Salazar, exhortó al establecimiento de una
Comisión de la Verdad que ayudara “a esclarecer la situación
de muchas víctimas de la violencia cuyos casos permanecen sin
resolverse”, y sirviera como un “instrumento social de repa-
ración que contribuya a que la historia no se olvide y no se
repita”. Un “verdadero” proceso de paz, dijo Salazar, puede
“conllevar al perdón, pero no al olvido”. (Carlos Salgado, “Medellín
pide Comisión de la Verdad”, 2004, “Secretario de Gobierno de
Medellín explicó la propuesta de Comisión de Verdad para un
proceso con ‘paras’”, 2004). El Alto Comisionado para la Paz
rechazó el llamado de Salazar, tildándolo de populista. El tema
de la reparación, expresó el Comisionado, se debe resolver a
nivel local permitiendo a quienes hayan cometido crímenes
200 / Antropología del recuerdo y el olvido

“desarrollar acciones en beneficio de la comunidad”. (“Alto


Comisionado califica de ‘populista’ propuesta de Comisión de
Verdad para las autodefensas”, 2004).
Los jefes de las AUC se oponen a la propuesta de Sala-
zar. Argumentan que el proceso de paz con su ejército debe
basarse en principios de reconciliación y perdón, puesto que
sus acciones armadas y su violencia fueron producto de su
“servicio patriótico a la nación”, y su presencia en el territorio
nacional cumplió el papel del Estado en aquellas áreas donde
aquél estaba ausente (Arnson, 2005). El inspector general de las
AUC, Adolfo Paz, quien posee un largo historial vinculado a
los carteles de la droga y al crimen organizado en Medellín
(Aranguren, 2001; Bowden,2001; Isacson y otros, 2004; Sala-
zar, 2001), sostiene que el papel de la justicia en el proceso de
paz consiste exclusivamente en proporcionar un marco para la
reconciliación (Paz, 2005). Las proposiciones que claman por
justicia y castigo para los crímenes contra la humanidad, afirma
Paz, son meros instrumentos de “venganza”. En una columna
publicada en la página web de las AUC, Paz llega incluso a ar-
gumentar que el perdón y el olvido son el único camino hacia
la paz: “Lo único que puede cambiar el pasado es el perdón,
porque cuando alguien perdona de verdad, el pasado deja de
existir” (Paz, 2005).
Esta insistente presión por el perdón y la reconciliación,
¿representa un triunfo del olvido sobre el recuerdo? ¿Acaso
una invitación al olvido y al perdón “pacificaría” la irresuelta
memoria histórica de los millones de víctimas de las guerras,
tanto las remotas como las más recientes; de aquellos que per-
dieron sus tierras, sus hogares, sus pertenencias y a sus seres
queridos? ¿Qué podría suceder si estas personas se encuentran
a sí mismas excluidas (nuevamente) del relato del perdón y la
reconciliación? (Paris, 2000; Uribe 2004b). Antes de avanzar
en este debate sobre el nuevo tráfico2 de memoria, presento

2 La autora pone de nuevo en evidencia los términos traffic (tráfico) y king (rey, amo
y señor), como se enunció en la primera nota de este epílogo (N. de la T.).
Epílogo / 201

una breve discusión de los eventos clave que tuvieron lugar en


Medellín entre el 2000 y el 2004. A lo largo de este periodo,
y tal como había sucedido durante los veinte años anteriores,
los jóvenes estuvieron en la intersección no sólo de múltiples
formas de violencia, sino también de impugnados procesos
de paz.3

Del 2000 al 2005: ¿años de cambio


o de continuidad?

Entre los años 2000 y 2001, las guerrillas y los paramilitares


se disputaron el control de áreas estratégicas de la ciudad de
Medellín. La violencia alcanzó puntos tan altos como no se
veían desde principios de 1990, a medida que ambos grupos
buscaban formar alianzas y atraer a las bandas juveniles y a las
milicias para que se unieran a sus filas. La lucha por el control
territorial urbano fue indicio del creciente impacto del con-
flicto armado nacional en las áreas urbanas y de su estratégico
desplazamiento hacia las ciudades. Fue una tendencia descrita
como la urbanización de la guerra; y Medellín, la ciudad que
la ilustró más claramente.
Desde finales de 1990, los paramilitares y las guerrillas
habían empezado a contratar miembros de las bandas juveni-
les para la prestación de servicios delincuenciales. Las bandas
circulaban libremente por este mercado de violencia y conti-
nuaban en sus roles de administradores de la mercancía de la
muerte. En un inicio, los paramilitares actuaron en Medellín
por medio de “oficinas” del crimen organizado, tales como
La Terraza, y de las bandas juveniles; pero luego decidieron
actuar más directamente, para lo cual se seleccionaron algunos
integrantes de las bandas juveniles y se los envió a recibir entre-
namiento en los campos de las AUC, al noreste del departamento.

3 El proceso de desmovilización que se llevó a cabo con el BCN incluyó una


población mayoritariamente juvenil (el 95% de los miembros del BCN tienen
entre dieciocho y veinticinco años de edad) (Villegas, 2005).
202 / Antropología del recuerdo y el olvido

El plan paramilitar apuntó hacia el control territorial del nar-


cotráfico y del comercio ilegal de armas (Franco y otros, 2004).
Al mismo tiempo, el brazo urbano de las AUC emprendió el
proyecto de consolidar su presencia en la ciudad enlistando
residentes que pudieran asumir el liderazgo social y político, y
creando sus propias organizaciones sociales.4 El proyecto no
excluía objetivos contrainsurgentes, pero éstos no eran el foco
principal, dado que durante la década del noventa las guerrillas
no tenían una presencia clara y consolidada en la ciudad (ver
mapa nº 3) (Franco y otros, 2004). Las FARC y el ELN también
estaban tratando de expandir su control territorial, principal-
mente de reclutar combatientes armados para recaudar dinero
por medio de la extorsión y el secuestro, y de establecer nexos
propagandísticos y de control sobre puntos clave de acceso a
la ciudad y a las regiones circundantes.5 Ganar el control de
los barrios periféricos de Medellín constituía un objetivo es-
tratégico y geopolítico, en tanto estos asentamientos estaban
ubicados en las entradas y salidas de la ciudad que se extendían
hacia las carreteras nacionales y las rutas de comercio (legales e
ilegales), y ofrecían control sobre el acceso a las costas Atlántica
y Pacífica y al interior del país (Franco y otros, 2004).
El conocimiento que las bandas juveniles y las milicias te-
nían del combate urbano, y la singular geografía de la ciudad,
representaban un capital humano y social que paramilitares y
guerrilla, por igual, pretendían ganar para sus filas. (“Medellín,
atrapada por la violencia”, 2001: A1-A3). La prensa nacional captó
esta intención con titulares del tipo “La guerra por Medellín”11
o “Una bolsa de 8.600 sicarios” (“La guerra por Medellín”,
2002: A3-A4): “Paras” y guerrilla ofrecían a las bandas juveniles
y a las milicias armamento sofisticado, dinero y electrodomés-
ticos a cambio de su vinculación al conflicto urbano. (“Una
bolsa de 8.600 sicarios”, 2000: A26, A27). Las negociaciones

4 Entrevista con Manuel Alonso, director del Instituto de Estudios Políticos de


la Universidad de Antioquia, 15 de diciembre del 2004.
5 Ídem.
Epílogo / 203

y reyertas entre paramilitares y guerrilla para enlistar bandas y


milicias produjeron una nueva crisis de violencia. En la zona
centroriental (ver mapa nº 3), el conflicto territorial implicó a las
milicias Seis y Siete de Noviembre, a grupos paramilitares y a
la banda La Cañada. En la zona noroccidental (ver mapa nº 3) la
confrontación tuvo lugar entre la banda de Frank —una alianza de
diecisiete bandas de la zona— y los grupos paramilitares, y en la
zona centro-occidental, entre las AUC y las milicias. En la zona
nororiental, las AUC, el ELN y las FARC, así como bandas de
diferentes barrios, se disputaron el control territorial (“Guerra
en la ciudad”, 2002; “Medellín. En jaque”, 2002). (Franco y
otros, 2004).
Los sangrientos combates armados se prolongaron en las
calles de los barrios; las muertes violentas aumentaron enorme-
mente y miles de residentes huyeron de las áreas en contienda.
Las amenazas a los residentes y el temor de que sus hijos fuesen
reclutados por las facciones guerreras obligaron a muchos a
marcharse y abandonar sus hogares. Las estadísticas de la po-
licía y del gobierno municipal a finales del 2001 describían los
devastadores efectos de la violencia: 4.357 homicidios —el nú-
mero más alto en diez años y un aumento del 6,9% con respecto
al año anterior— y más de 10.000 jóvenes alzados en armas
(Fajardo, 2004). La tendencia de esta cruenta violencia seguía
los patrones de la década anterior: los hombres jóvenes conti-
nuaban siendo las víctimas más comunes de la muerte violenta
(el 53% de los muertos eran jóvenes menores de veinticuatro
años y el 94% de ellos eran hombres), y las luchas territoriales
intestinas y el narcotráfico seguían afectando la evolución del
conflicto y los pactos de no agresión (Fajardo, 2004; Franco y
otros, 2004). Adicionalmente, los primeros años del siglo XXI
fueron testigos del uso generalizado de la violencia de género
y el terror (violación, muertes, amenazas y acoso sexual), por
parte de todos los actores armados, y de un agudo incremento
del desplazamiento intraurbano, en los años en que éste fue
mayor (Ruiz, 2002).
Para finales del 2002, los paramilitares controlaban el 70%
de los barrios de la ciudad, y las FARC y los Comandos Armados
204 / Antropología del recuerdo y el olvido

del Pueblo —CAP— (una milicia urbana) controlaban áreas


más pequeñas, pero estratégicos, en su periferia (Yarce, 2002).
En aquel año, el alcalde de la ciudad cerró la Oficina de Paz y
Convivencia (responsable de los pactos de no agresión y de la
mediación con los actores armados locales), con el argumento
de que no había cumplido su papel y que los recursos a su
disposición se usaban para fines ilícitos, e hizo un llamado a
la revisión del programa (Balbín, 2004). El cierre de la oficina
dejó la ciudad sin una política oficial para manejar el conflicto
armado y volvió a encender el debate sobre la naturaleza de
las negociaciones de paz con los actores armados locales. Algu-
nos alegaron que el modelo de paz y coexistencia pacífica no
había logrado poner freno a la violencia armada y había sido
manipulado por los actores armados locales como medio para
obtener reconocimiento social y político (así como beneficios
económicos), sin tener que rendir cuentas de su responsabilidad
por la espiral de muertes (Salazar, 2002; Uribe, 2004b; Vélez,
2001). También se cuestionó la probabilidad de que los pactos
de no agresión tuviesen éxito en áreas donde el Estado no tenía
el monopolio de la fuerza (Vélez, 2001). Esta discusión volvió
a resonar en los últimos años, cuando el municipio asumió la
responsabilidad de monitorear y apoyar la desmovilización
colectiva de los miembros del BCN.
En medio de esta ola de rivalidad y violencia, y diez años
después de la masacre de nueve adolescentes en el barrio
Villatina (descrita en los capítulos 1 y 3), las madres de estos
jóvenes lograron que el Estado colombiano firmara un acuerdo
en el que reconocía su responsabilidad por los hechos violen-
tos. Estas madres, decididas a mantener viva la memoria de
los jóvenes asesinados, trabajaron sin descanso para develar la
verdad de lo sucedido e incluso llevaron el caso ante instituciones
de derechos humanos y organismos internacionales, como la
Comisión Interamericana de la Organización de Estados Ame-
ricanos. En el 2002, las madres llegaron a un acuerdo con el
Estado colombiano, en el que se pactaron varios compromisos:
el Estado reconoció su culpabilidad, así como el derecho de las
víctimas a exigir justicia; aceptó hacer reparaciones individuales
Epílogo / 205

y sociales en términos de salud y educación, construir un monu-


mento para recordar a las víctimas y desarrollar un proyecto
productivo. Este acuerdo fue apenas el segundo de su tipo en ser
suscrito desde que Colombia firmó la Convención Americana de
Derechos Humanos en 1973 (“Estado admite ante ONG respon-
sabilidad en matanza de ocho jóvenes”, 2002; “Estado reconoce
responsabilidad en matanza de Villa Tina”, 2002).
En el plano nacional, el 2002 marcó el fracaso de las ne-
gociaciones de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y las
FARC, y la elección de Álvaro Uribe Vélez como presidente para
el periodo 2002-2006. El proceso de paz se vino abajo como
resultado de los abusos de las FARC en la zona de despeje,
la ausencia de una estrategia clara de negociación por parte
del gobierno y la falta de información apropiada en torno a
las metas de una solución negociada del conflicto (González y
otros, 2003). La campaña presidencial de Uribe capitalizó para
sí la distancia existente entre los dos lados y el endurecimiento
de la opinión pública en contra de un final negociado para el
conflicto. Uribe propuso, como su meta principal, una polí-
tica de seguridad democrática que prometía tomar medidas
enérgicas contra las actividades de la guerrilla, como parte
de la guerra contra el terrorismo (Leech, 2004; Transnational
Institute, 2005; Uribe, 2004a; U.S. Institute of Peace, 2004).
Esta política le permitió a Uribe tomar medidas excepcionales
encaminadas a reestablecer el orden público, entre ellas po-
ner regiones enteras —como el departamento de Arauca o la
Comuna Trece (en Medellín)— bajo el control militar y crear
una controvertida red de informantes civiles pagados.6 Estas
medidas: la declaración de un Estado de excepción que facultó
la suspensión legal de las libertades civiles, y el aumento de
arrestos y acciones legales en contra de líderes sociales y de-
fensores de los derechos humanos, indicaron una proclividad
autoritaria en la administración Uribe y el cierre de espacios

6 En la red de informantes, los civiles están vinculados (por una remuneración)


a tácticas de inteligencia militar, tales como vigilancia, control y suministro
de información sobre actividades sospechosas de insurgencia.
206 / Antropología del recuerdo y el olvido

para el disentimiento y el desacuerdo (Leech, 2004; Uribe,


2004a; U.S. Institute of Peace, 2004).
Poco después de su elección, Uribe escogió el departamento
de Antioquia —su tierra natal— y a su capital, Medellín, como
el territorio donde se iniciarían la arremetida contrainsurgente y
la intervención armada urbana más importantes por parte
del Estado. El sector escogido fue la Comuna Trece (ver mapa
nº 4), donde las milicias y guerrillas que controlaban el área
estaban enfrentadas con los grupos paramilitares. El conflicto
había cobrado más de cuatrocientas muertes en menos de un
año y había causado un éxodo dramático entre las personas
del área. (Véase “Comuna Trece. Con la guerra a cuestas”, 2002).
La ofensiva del gobierno, denominada “Operación Orión”,
fue presentada como una campaña contrainsurgente y un
ejemplo del objetivo de la política de seguridad democrática
de Uribe de tener una “mayor presencia gubernamental en
aquellas zonas en las que la ausencia del Estado le ha dejado
el espacio libre a los violentos”. (“La pelea es peleando” 2002).
Los aterrorizados pobladores fueron testigos de la llegada, a
sus estrechas y escalonadas calles, de más de mil hombres de
las tropas de asalto y la policía, respaldados por una flota de
helicópteros artillados en busca de las milicias. Luego de dos
días de combate las milicias fueron erradicadas del área, 9
civiles resultaron muertos, 37 heridos y numerosas viviendas
destruidas. El Ejército tomó el control de la zona y el gobierno
ofreció un ambicioso programa de inversión social que, más de
un año después, aún no había sido implementado. Los habitan-
tes empezaron a sentir algún respiro y acogieron la presencia
del Estado en el área; sin embargo, poco después de la ofensiva,
se principiaron a reportar asesinatos selectivos y reconocidos
paramilitares empezaron a circular abiertamente, a controlar
actividades locales y a reclutar jóvenes por la fuerza. (“¿Cambio
de manos?”, 2003; “Miedo en la Comuna Trece”, 2004). La
relación entre el comienzo de las operaciones de la Policía y el
Ejército y la expansión de las actividades paramilitares no sólo
se observó en la Comuna Trece, sino también en otras áreas
del país. (U.S. Office in Colombia, 2003)
Epílogo / 207

Durante los años 2002 y 2003, el BCN de las AUC se con-


virtió en un actor hegemónico en la ciudad, una vez adueñado
del control de amplios sectores de los barrios.7 Una tendencia
similar se manifestaba en todo el país. Para la época en que
los paramilitares declararon un cese al fuego unilateral, en
noviembre del 2002, contaban con un promedio de 15.000 a
20.000 combatientes, control directo o indirecto (económico,
político, judicial) sobre grandes porciones del territorio nacio-
nal y poseían vastas extensiones de tierra adquiridas a través
de la expropiación violenta y el desplazamiento forzado (Arn-
son, 2005; Romero, 2003; Transnational Institute, 2005). Los
paramilitares no siempre consiguieron controlar las bandas y
algunas milicias de Medellín por medio de confrontaciones
violentas; también usaron la cooptación, la coerción y la nego-
ciación con actores locales; y les ofrecieron a las comunidades
hacerse cargo de la seguridad y regular el orden, el crimen y la
seguridad. Los sucesos que tuvieron lugar en el barrio Antioquia
y en la zona nororiental de Medellín son una muestra de cómo
los paramilitares ganaron el control de las áreas urbanas.
Entre los años 2000 y 2002, una nueva guerra territorial
hizo explosión entre tres bandas del barrio Antioquia, con
dinámicas similares a las descritas en los capítulos preceden-
tes. Miembros de bandas juveniles, alimentados por historias
de odios personales y venganza, y fascinados por el poder y
la “autoridad” que emanan de las armas, se envolvieron en
sanguinarias guerras territoriales, y emplearon la violencia

7 El BCN asumió el control de Medellín tras una feroz disputa con el Bloque
Metro, cuya presencia en Medellín era mucho más fuerte a finales de los años
noventa y principios del 2000. El enfrentamiento de estos dos bloques, la
desaparición del Bloque Metro y el control absoluto por parte del BCN ponen de
manifiesto las fisuras y tensiones del proyecto paramilitar. El Bloque Metro
estaba dirigido por el Comandante Doble Cero, un cercano aliado de Carlos
Castaño. Mantenía estrecho contacto con las elites locales que respaldaban el
proyecto contrainsurgente de las AUC. Éstas siempre habían tenido contacto
directo con La Terraza, la “oficina” criminal más poderosa de la ciudad, pero
ciertos desacuerdos en torno a dinero y poder condujeron a una confrontación
que concluyó con el estallido de una potente bomba en un centro comercial
de clase alta y al exterminio de la banda.
208 / Antropología del recuerdo y el olvido

como medio para difundir e imponer el terror. Durante estos


años, Leo (líder de una de las bandas del barrio y que cumplía
una sentencia de diez años en la cárcel municipal), estableció
una alianza con los paramilitares de la “oficina” de Santa Fe y
del BCN. Les envió comunicados a las bandas en conflicto en
los que las instaba a detener la contienda; al mismo tiempo,
camionetas 4x48 con vidrios polarizados recorrían las calles del
barrio distribuyendo panfletos que advertían sobre una futura
“limpieza social”. Tras ser puesto en libertad, Leo contactó
personalmente a los miembros de las bandas para pedirles
que desistieran de pelear. Así describe un vecino del barrio lo
que sucedió:

[...] hasta que un día los paracos anunciaron que de regalo de amor
y amistad el barrio tendría nuevamente paz. Efectivamente, éstos ini-
ciaron acercamientos con los del Coco y la 59, ingresaron sujetos
extraños al barrio y en autos que no eran tampoco de alguien que
viviera o conocido del barrio. Y esto conllevó a crear un operativo
en contra de los de la 24, hasta que fueron acorralados y se les quitó
el dominio y el poder que tenían en su sector. (…) Y así fue como en
septiembre del 2002 el barrio celebró por enésima vez la paz. El día
del amor y la amistad los paracos regalaron marrano, aguardiente,
y en toda la 25 hicieron una rumba.

Ante la presencia de las autoridades municipales, los


miembros de las bandas firmaron un pacto de reconciliación,
el cuarto en diez años, y prometieron empezar a trabajar en
proyectos productivos (Restrepo, 2002). Por la misma época,
los residentes del barrio se levantaron para verlo cubierto de los
graffiti que anunciaban la llegada de las AUC. La alianza de
los “señores” —jefes de paras, cabecillas de bandas y pequeños
capos de la droga— ejercía ahora un estrecho control sobre el
barrio, después de lo cual las muertes violentas decrecieron
y, una vez más, los residentes circularon libremente. El BCN

8 En el original: SUV (Sport Utility Vehicles) (N. de la T.).


Epílogo / 209

monitorea y ejerce atento control sobre todos los aspectos de


la vida del barrio: las bandas deben pagar “impuestos” sobre las
ganancias de sus ventas de drogas y armas; se supone que
todos los residentes pagan un “impuesto voluntario” por los
servicios de seguridad que les suministran los paramilitares;
los negocios deben pagar grandes cantidades de dinero para
permanecer abiertos; y los conflictos domésticos y persona-
les o los abusos no han de ser resueltos por los individuos
involucrados. Desde la implementación del acuerdo de paz
nacional con el BCN, sus miembros se han mezclado en tra-
bajo político y comunitario, y han participado activamente
en las juntas directivas de la asociación comunitaria local y
de otras organizaciones sociales.
El proceso fue similar en la zona nororiental. Entre 1997
y 2000, las bandas juveniles, amparadas por la “oficina” de La
Terraza —el grupo criminal más poderoso de Medellín desde
la muerte de Pablo Escobar—, erradicaron la mayoría de los
grupos de milicianos de la zona. Después del 2000 hubo una
brutal confrontación entre la oficina de La Terraza y las AUC,
que concluyó con la eliminación de La Terraza. Los parami-
litares se empeñaron entonces, en un esfuerzo concertado,
en atraer a las milicias y bandas restantes hacia sus filas. Un
habitante del área describió cómo los Núcleos Revolucionarios
Seis y Siete (un grupo miliciano activo en el sector) fueron ab-
sorbidos por las AUC: “Llegaron los paracos y les ofrecieron
plata y, como se dice popularmente, se torcieron” (“Medellín.
En jaque”, 2002). Una vez en el área, los paramilitares em-
pezaron a reclutar jóvenes y se esparció el mensaje según el
cual las familias debían aceptar el reclutamiento de sus hijos o
abandonar el sector (Franco y otros, 2004).
La evolución de los hechos en estas áreas sugiere los cambios
que se están dando en la economía de la droga y el narcotráfico
debidos al creciente poderío de los paramilitares. En el 2003,
diez años después de la muerte de Pablo Escobar, el negocio del
tráfico de drogas se había sometido a un cambio que incluía
la desaparición de la estructura organizacional del cartel y la
irrupción de nuevos “señores” que mantenían un bajo perfil
210 / Antropología del recuerdo y el olvido

(v. gr., descenso substancial del uso de asesinos a sueldo y vio-


lencia sanguinaria para dirimir disputas o imponer control) y
manejaban la operación como un negocio de inversionistas.
(Yarce, 2003) La estructura de este nuevo crimen organizado
la controlan las fuerzas paramilitares en sus híbridos roles de
empresarios violentos, reguladores sociales, jefes de la droga,
y, actualmente, combatientes desmovilizados como amos de
la guerra. La estructura incluye bandas juveniles que se en-
cargan de los mercados y territorios locales, y que les pagan
“impuestos” a los paramilitares a cambio del derecho a manejar
“negocios” (Romero, 2003).
Desde el 2003 han caído las tasas de violencia, homicidio y
secuestro en Medellín. El control hegemónico de los parami-
litares sobre el territorio urbano podría explicar parcialmente
esta tendencia. El declive de la violencia también podría estar
relacionado con los muchos esfuerzos educativos y cívicos em-
prendidos por los municipios y las organizaciones sociales, al
igual que con la implementación de la política de seguridad
democrática de Uribe. Los acontecimientos que se han presen-
tado en Medellín durante estos años continúan desafiando los
análisis simplistas del conflicto armado y de las intersecciones
entre prácticas de violencia y terror, participación ciudadana
y prácticas democráticas. Un claro ejemplo fue la elección, en
el 2003, del primer alcalde políticamente independiente de la
ciudad. Sergio Fajardo ganó con el más alto número de votos
en la historia y a pesar de la posición oficial del BCN de no
votar por él.
En marzo del 2003, el gobierno municipal anunció que los
asesinatos habían descendido en un 40% y los secuestros en un
70%. Para enero del 2004, la policía reportó un 52% menos de
homicidios que en enero del 2003, y las estadísticas de la Fisca-
lía General de la Nación revelaron que “durante los primeros
cuatro meses del 2004, el número de homicidios disminuyó
tres veces con relación al 2002 y un 39% con relación al 2003”
(Villegas, 2005). En el país, las tasas de homicidios y secues-
tros también decayeron, pero las consecuencias humanitarias
del conflicto continúan siendo graves (U.S. Institute of Peace,
Epílogo / 211

2004). En los primeros cuatro años del siglo XXI, Colombia se


convirtió en el epicentro de la arremetida contraterrorista de
mayor envergadura y de más amplio alcance respaldada por
los Estados Unidos en toda América. La autorización que el
gobierno norteamericano le extendió a Colombia (en octubre
del 2002) para que tomara los 1.300 millones de dólares de
ayuda garantizados por el Plan Colombia para la guerra contra
las drogas y los empleara en financiar la guerra estatal contra el
terror dio como resultado un incremento en la ayuda militar,
duplicó el número de soldados colombianos entrenados en
los Estados Unidos (15.000 oficiales militares y de la policía
entrenados por los norteamericanos desde el 2002) e involucró
aún más —en la cantidad y el tipo de actividades— tanto a las
fuerzas armadas de los Estados Unidos como a los “contratis-
tas privados” (mercenarios) en entrenamiento y acciones militares
(Isacson y otros, 2004; U.S. Institute of Peace, 2004).9

Voces perturbadoras: jóvenes, memoria


y procesos de paz

A lo largo de las diversas fases del conflicto armado en Me-


dellín, las bandas juveniles y las milicias persistieron como
actores centrales del tráfico del crimen, las drogas, la muerte y
las armas. Las imágenes de estos jóvenes habitantes portando

9 Desde su introducción en el 2001, el Plan Colombia ha sido renovado anual-


mente por los Estados Unidos como la Iniciativa Regional Andina contra las
Drogas (US$1.300 millones de ayuda; US$860 millones para Colombia y tres
cuartos de esta cifra para iniciativas militares). Un informe reciente del U.S.
Institute of Peace señala el viraje que dieron los Estados Unidos en América
Latina entre la ayuda económica y la militar. Mientras en 1997 la ayuda eco-
nómica ofrecida a la región casi doblaba la ayuda militar, en el 2004 la ayuda
militar norteamericana casi iguala la ayuda económica. Más adelante, el
informe suministra las cifras de la creciente presencia militar en Colombia y
el cambio y la expansión de su objetivo. El lanzamiento del Plan Patriota, en el
2003 (la más grande ofensiva militar emprendida por el Ejército de Colombia
para tomar control del bastión de las FARC en el sur del país), evidenció este
cambio cuando las Fuerzas Especiales Norteamericanas y contratistas privados
212 / Antropología del recuerdo y el olvido

potentes armas de fuego, administrando el negocio de la muer-


te y controlando territorios continúa inquietando al gobierno
local, a la sociedad y a sus comunidades. Aunque ha habido
un descenso estadístico en la violencia general, la violencia
juvenil sigue azotando la ciudad. En el 2004, por ejemplo, un
periódico de cobertura nacional reportó nuevos cambios en el mapa
de la violencia territorial y cómo, a pesar del desarme del BCN,
las bandas aliadas continuaban perpetrando “las vacunas, los
asesinatos, la ocupación de viviendas, el desplazamiento de
familias, el robo de vehículos y el narcotráfico” (Yarce, 2004).
La imagen del joven como un otro violento circula e influye
en la opinión pública a pesar del constante trabajo social y
comunitario de más de 700 grupos juveniles y de sus más de
17.000 miembros (Fajardo, 2004).
En este panorama, los interrogantes en torno a la paz y la
reinserción en la sociedad plantean muchos retos porque, tal
como lo demostró el director del Programa Paz y Reconciliación
de la Alcaldía de Medellín, las bandas locales son, junto con las
guerrillas y los paramilitares, los actores primordiales del con-
flicto (Villegas, 2005). Los desafíos que afronta la comunidad
abarcan los problemáticos aspectos de la verdad, la justicia y la
reparación (incluyendo la cuestión de quién responde por las
víctimas de la violencia de bandas y milicias), pero también la falta
de atención a las bandas juveniles en los actuales procesos de paz.
No existe un marco legal que permita al gobierno local negociar
procesos de paz que contengan acuerdos sobre la desmoviliza-
ción, el perdón judicial o la amnistía con las bandas juveniles y
las milicias.10 El municipio sólo puede establecer pactos de no
agresión que garanticen beneficios relacionados con la educación,
la salud o el empleo, pero no puede avalar concesiones legales o
judiciales (Salazar, 2002; Vélez, 2001; Villegas, 2005).

asesoraron y entrenaron a las unidades móviles, y les proporcionaron ayuda


a las tropas y servicios de inteligencia en el terreno (Isacson y otros, 2004;
U.S. Institute of Peace, 2004).
10 Entrevista con dos funcionarios de la Oficina de Paz y Reconciliación y de la Se-
cretaría de Gobierno, respectivamente, Medellín, 10 de diciembre del 2004.
Epílogo / 213

En la introducción de este libro abogué por la necesidad de


que las voces perturbadoras de los jóvenes marginados entraran
en el dominio histórico y antropológico, si el pasado reciente
ha de ser críticamente examinado.
A medida que tiene lugar un proceso de paz que involucra
a los responsables de tantas masacres, secuestros, desapari-
ciones y desplazamientos forzados en Medellín, las voces de
estos jóvenes —sus conflictivas memorias, sus historias como
víctimas, testigos, asesinos a sueldo, milicias o paramilitares
desmovilizados— deberían constituir un testimonio en la
búsqueda de la verdad sobre lo que ha sucedido en Medellín
y en el país en los últimos veinte años. Si, como se indicó en
este libro, estos relatos presentan versiones discordantes o
contrarias del pasado, esto debería ayudar a develar el tejido
emocional de las memorias y la contradictoria figura de quie-
nes, al igual que los jóvenes en este libro, se debatieron entre
lealtades fluctuantes, emociones opuestas, sufrimiento social y
su papel en la violencia territorial y la muerte. La búsqueda de
la verdad sobre pasadas atrocidades tiene el deber de atribuir
responsabilidades y de hacer una descripción clara y precisa
de los actos de terror y violencia; sin embargo, también debe
reconocer que el testimonio de testigos, víctimas o personas
inocentes ofrecerá múltiples versiones de este pasado.
El peso de más de 40.000 muertes, cientos de masacres,
destrucción física y desplazamiento forzado dentro de la ciudad,
y la participación de múltiples actores armados en esta des-
trucción ha causado un profundo impacto en los residentes
de Medellín. Uno se pregunta si la ciudad puede siquiera
contemplar proyectos de paz, desmovilización, reconciliación
o nuevos comienzos si las voces, los testimonios de víctimas y
testigos no han sido escuchados. Porque si en un periodo de
veinte años, la ciudad ha experimentado una ola de violencia
y destrucción tan devastadora, en estos mismos veinte años los
residentes de la ciudad no han podido confrontar públicamente
el pasado.
Las voces y actos vivos de los jóvenes sobre los que este libro
discute han hecho parte de un periodo crítico de la historia,
214 / Antropología del recuerdo y el olvido

y muchos de ellos son emblemáticos de las profundas fractu-


ras sociales y fisuras éticas de la sociedad colombiana. Quizás
demuestren, a partir de la experiencia local, las maneras en
que los recuerdos históricos ejercen una influencia decisiva
en las relaciones que los individuos tienen con el presente, y
sus posturas sobre la paz, la violencia, la reconciliación y la
justicia. Estos elementos juegan un papel central en los actuales
procesos de negociación nacional, cuando informan las bases
desde las cuales los diversos actores, incluido el Estado, definen
y negocian sus posiciones. Muy perceptivamente, Orozco afirma
que los problemas del castigo, la reparación y la reconciliación
deberían ser considerados más allá de la perspectiva de un
sujeto racional e incluir la perspectiva de un sujeto apasio-
nado (y yo agregaría: de un sujeto de apasionados recuerdos
y olvidos). Lo que debe reconocerse, entonces, es cómo un
particular sentido de justicia, pasiones y emociones fuertes pue-
den influir sobre quienes se involucran en negociaciones de
paz (Orozco, 2002).
Los intentos de la sociedad por enfrentar un pasado de
terror deberían incorporar un reconocimiento de las historias
silenciadas. Esto requiere el examen de las atrocidades que se
han cometido y la aceptación de culpabilidad por parte del
Estado y de los actores armados, en tanto se hallan senderos
apropiados que conduzcan a la reparación social. En este
marco de ideas, la reconciliación puede rearticularse como
un deseo de confrontarnos a nosotros mismos por medio del
pasado, en lugar de un silenciamiento del pasado (Humprey,
2002; Riaño Alcalá, 2003). Los procesos de reconciliación
pueden considerarse, entonces, como aquellos que brindan
una estructura y un marco temporal por medio de los cuales
la sociedad puede reconocer el sufrimiento, manejar el dolor
individual y colectivo, y afrontar la desestructuración que la
violencia inflige al mundo social; un proceso humano, social y
cultural que conquiste lugares colectivos para dar testimonio
del pasado, y a partir del cual las sociedades y los individuos
puedan estar mejor preparados para exigir verdad y justicia,
hacia la recreación de una comunidad moral.
Mapas
Mapas / 217

Mapa 1. Regiones, departamento de Antioquia


218 / Antropología del recuerdo y el olvido

Mapa 2 Municipios, departamento de Antioquia


Mapa 3 Grupos armados y control territorial, municipio de Medellín 1995-2000
Mapas / 219
Mapa 4 Bandas en el barrio Antioquia 1970-1990, municipio de Medellín
Mapa 5 Memorias y territorios, barrio Antioquia, municipio de Medellín
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Índice

A v. t. Heroísmo, masculino;
Resistencia, modos culturales
Activista(s), xlix, 73, 171 de; Valores tradicionales,
izquierda, de, 73, 115, 138 transgresión de; Violencia(s),
políticos, 34, 139 prácticas de la
v. t. Guerrilla; Martirio, modelo del Ancón, Festival de Rock de, 70
Actores Arquetipos, género, de, 159, 162
armados, xxiii, xxx, xxxii, xxxiii, v. t. Machismo; Marianismo
xxxix, 34, 44, 98, 112, 138, 146, Arrabal(es), 4, 21, 37
163, 165, 178, 183, 190, 203, v. t. Barrio Antioquia; Camaján(es);
204, 207, 211, 212, 213 Tango
v. t. Autodefensa(s); Conflicto Asamblea Constituyente, 32, 41
armado; ELN; EPL; FARC; v. t. Constitución Nacional de 1991
Guerrilla; Milicia(s), AUC, lx, 198, 200, 203, 207-209
urbana(s) v.t. Actores, armados; Perdón,
políticos, 50 olvido, y
sociales, xxix, 83, 85, 124, 142, Autodefensa(s), xxxiii, 39, 153, 183
152, 167, 171, 185, 198, 214 asociaciones (de), xxxi, xxxii
Acuerdo(s), xxxii, xxxix, lvi, 46, 47, 48, v. t. Convivir
57, 58, 65, 98, 86, 153, 166, 184, comunitaria(s), xxxii, 153, 182
189, 204, 205, 206, 207, 209, 212 v. t. Milicia(s), urbana(s)
v. t. Paz, acuerdo(s) de Unidas de Colombia v. AUC
Agencia, xlviii, 87, 104, 162, 167, 190 v.t. Actores, armados
v.t. Calentarse Banda(s), xviii, xxx-xxxiii, xxxix, xli,
Agenda(s), oculta(s), 46, 48 lviii, 30, 32, 33, 37, 39, 41, 42, 44,
v. t. Limpieza social; Paz, proceso 45, 46, 48, 58-60, 81, 86, 87, 96-
de 98, 108, 112, 115, 118, 122, 125,
Alianza para el Progreso, 24 126, 130, 134, 153, 155, 157, 158,
v. t. Estados Unidos, tráfico de 159, 160, 161, 163, 175, 176, 177,
drogas en 182, 183, 184, 196, 199, 202, 207-
Altos de la Santísima Trinidad v. 209, 211, 212
Barrio(s), Poblado, El apartamenteros, de, 33, 83, 125
Alvarado, Elsa, xxiii, xxxv El Chispero, 43, 72, 82, 84, 135
Amazona(s), 159-164, 171 El Coco, 33, 42, 43, 46, 119, 208
desempoderamiento de la, 164 El Cuadradero, 46, 47, 86-88, 122,
v. t. Ideología patriarcal 149, 155, 177, 180, 181, 186
mujeres como, 160 Frank, de, 202
268 / Antropología del recuerdo y el olvido

juvenil(es), lvi, lviii, 1, 30, 35, 38, Poblado, El, 25, 35


42, 43, 57, 58, 81, 108, 130, Popular 1, lvii, 73, 96, 97, 105, 116
148, 201, 202, 207, 209-212 Popular 2, lvii, 73, 96, 109, 115,
v. t. Milicia(s) urbana(s); 116, 139-140, 142
Oficina(s); Pacto(s), populares, xix, xxxi, xlii, lvi, 31,
coexistencia y no agresión, 32, 52, 66, 127, 183
de; Sicario(s) Santa Fe, 36, 208
La Cañada, 202 Trinidad v. Barrio(s), Antioquia
La Cueva, 43, 47, 86, 106, 119, Villa Niza, lvii, 73, 97
176, 187 Villa Socorro, 73, 92
Los Barbados, 58 Villatina, lvii, 57-60, 130, 204
Los Calvos, 43, 134, 135 Blanco, Griselda, 27-28
Los Chunes, 37, 38, 42, 82, 163, 176 v. t. Cocaína, tráfico de; Escobar,
Los de Abajo, 58 Pablo; Mula(s)
Los Nachos, 96
Los Porkys, 58
Santa Fe, 43 C
sicarios, de, 115, 157, Calderón, Mario, xxiii, xxxv
Calentarse, 87-88, 177
B v. t. Agencia; Violencia(s), actos de
Camaján(es), 19-21, 25
Bar estilo (de los), 20, 25
Baliska, 20, 25, 33, 43, 89, 149 v. t. Cruz, Celia; Santos, Daniel;
El Andaluz, 26, 126 Sonora Matancera, La; Tango
Medellín, 20 v. t. Arrabal(es); Cultura(s)
Barrio(s) subterránea; Delincuencia,
Antioquia, xxi, lvii, lviii, 1, 2, 3, 8, juvenil; Delincuencia social;
9, 10-16, 18, 20, 22-24, 28-30 , Exclusión, respuesta(s)
31, 33, 34, 36-38, 40, 41, 44, 45, cultural(es) contra la
47-50, 62, 65, 66, 70, 80-86, 89- Cambio(s), social, lucha humana por
91, 119, 124, 127, 134, 136, 148, el, 138,
149, 154, 159, 161, 163, 167, Cartel de Medellín, xxviii, xxx, xxxii,
177, 181, 186, 190, 192-194, 207 38, 53
memoria colectiva del, 45 v. t. Droga(s), cartel(es) de la
v. t. Arrabal(es); Droga(s), Casa(s) juvenil(es), lvi, 73-75, 77-79,
mercado de la; Gardel, 97, 98, 103, 105, 106, 108, 111,
Carlos; Medias Cristal; 115, 138-139, 141
Solidaridad, red(es) social(es) v. t. Consejería Presidencial para
de; Violencia(s), colombiana Medellín
clase obrera, de, 4, 8, 32, Caudillo, caracterización del, 160
control territorial de(l) (los), xxxi, v. t. Comunidad, derechos de
xxxii, xxxiv, 5, 201, 203 la; Valores tradicionales,
v. t. Control territorial; Luchas transgresión de
territoriales; Milicia(s) Coca, Reina de la v. Blanco, Griselda
urbana(s); Paramilitares Cocaína, xxxvi, 22, 24, 27, 28, 30,
Corea v. Barrio(s), Antioquia 37, 89
Fundadores v. Barrio(s), Antioquia tráfico de, 27, 28, 30, 37, 89
La Salle, 92 v.t. Blanco, Griselda; Escobar,
Moscú, 92 Pablo; Estados Unidos,
Índice analítico / 269

tráfico de drogas en; Mejía, Conflicto(s)


los; Mula(s) ; Traqueto(s) armado, xxxiii, xxxv, xxxvi, xxxviii,
Combo(s), 31, 72 xlii, lvi, 38, 164, 201, 204, 210
Comuna(s), lvi-lviii, 31, 35, 58, 79, v. t. Actores, armados; ELN;
111, 116, 36, 51, 62, 98, 127, 138, EPL; FARC; Tierra, lucha por
155, 199, 205 la; Violencia(s), formas de
centroriental, lvii, 55, 98, 105, 129, social(es), xvii, xxv, xxxiv, xxxv,
179, 203 xxxvi, xxxviii, xl, xlii, xlvii, lv-
noroccidental, 9, 203 lvii, lx, 10, 34, 40, 42-45, 47, 49,
nororiental, lvi, 32, 33, 35, 73, 74, 50, 57, 66, 83-85, 99, 112, 119,
78, 79, 86, 92, 96, 105, 111, 114, 122, 125, 139, 143, 174-178,
145, 154, 179, 203, 207, 209 190, 192-195, 203, 205-207,
suroccidental, 179 209, 210, 212
Trece, 205, 206, 207 solución negociada del, 205
Comunicación, xxxvii, 11, 20, 29, territorialidad del, 102
50, 101, 116, 157, 158, 161, 179, Consejería Presidencial para
184, 189 Medellín, lvii, 40, 73
alternativa, xxiv v. t. Casa(s) juvenil(es)
canales de, 116, 158 Consejo Municipal de Juventudes,
jóvenes, con, lvi 123, 129
prácticas de, xxxvii Constitución Nacional de 1991, xxxi, 41
Comunidad(es), xiii, xxiv, xxxiii, xl, v. t. Asamblea Constituyente;
xliv, li, lviii, lix, xxxi, li, liii, 1-3, Casa(s) juvenil(es)
14, 19, 29, 41, 45, 48-50, 55, 58, Control
60, 72, 77, 80, 83, 84, 89, 91, 93, social, 10, 14, 23, 151, 154, 206-
96, 97, 100, 101, 111, 113, 114, 208, 210,
116, 118, 124, 126, 131, 134, 138, territorial, xxxii, xxxvi, 4, 34, 36,
139, 140, 142, 150, 152, 153, 158, 41, 43, 44, 59, 87, 136, 138,
160, 163-165, 167-170, 178, 179, 153, 154, 163, 201-203, 206,
195, 196, 207, 212, 214 207, 208, 210, 211
derechos de la, 258 v. t. Barrio(s), control territorial
v. t. Caudillo, caracterización del de(l) (los); Guerrilla
desigualdad en las, 88 Convivir, xxxiii
Eclesiales de Base, lvii, 58, 74 v. t. Autodefensa(s), asociaciones
fisuras en el tejido social y ético de (de); Uribe Vélez, Álvaro
la, 165 Corporación Región, xiii, xv, xxxvii,
v. t. Sufrimiento, menosprecio del; xxxviii, 73, 176
Violencia(s), legitimación de la Cosquilleros, 20,
historia oral de la, 143 v. t. Guapo(s) ; Estados Unidos,
liderazgo en la, 111 viajes a
lingüística, 20, 107 Crimen organizado, xxviii, xxx, xxii-
memoria, de, 100, 101, 104, 110, 143 xxxiv, 28, 46, 162, 174, 185, 188,
referentes de, 291 200, 201, 209
Comunitaria(s) redes del, 174, 188
actividad(es), 29, 49, 83, 143 v. t. Paramilitar(es)
autodefensas v. Autodefensa(s), Cruz, Celia, 19,
comunitaria(s) v. t. Camaján(es), estilo (de los);
experiencias, xxiv, 106, Sonora Matancera, La
organización(es), xviii, 92, 209 Cuerpo(s), xx, xlv, 10, 12, 28, 51, 60,
270 / Antropología del recuerdo y el olvido

69, 72, 76, 77, 87, 107, 110, 117, común, 74, 144,
127, 131, 157, 159, 164, 174 social, 25
armado, 58 v. t. Camaján(es)
ausente(s), 109, 114, 144 urbana, xxxii
v. t. Desaparecido(s) Desaparecido(s), xviii, 105, 106, 108,
ausentes-presentes, 110, 144 114-119, 127, 144
capacidad de aprendizaje del, xlv significado(s) del, 114, 117
daño a los, 168 v. t. Cuerpo(s), ausente
guerreros, 159, Descriptores simbólicos, 66, 87, 101
muerto, 108, Desempleo, xxx, 22, 31
mujer(es), de la(s), 163, 164, 165, juvenil, xxx
terror sobre los, 166, tasa(s) de, xxx, 30,
mutilados, 11 Desplazamiento
opresión sobre los, 166 experiencias de, xlix, 52
poseído(s), xx, 145, 147, 157 forzado, xlvi, 114, 203, 207, 213
relación con el, 160, 161-163 intraurbano, xlvi, 206
torturados, 115, 117 masivo, xxxiv, xlvi
violación de los, 167 Diversidad regional, xlvii, 11
Cuerpos de Paz, 23 reconocimiento de la, xlvii
v. t. DEA; Estados Unidos, tráfico Dolor
de drogas en; Marihuana, colectivo v. social
consumo de efectos del, 142
Cultura(s) elaboraciones culturales del, 127
calle transversal, de la, 55 experiencias de, 42, 101, 105, 123,
clandestina, 15 168, 170
miedo, del, xlviii, 154 individual, 165, 214
paisa, 35, 80, 81, 160, 163 silenciamiento del, 166
valores de la, 6 social, 165, 194, 214
patriarcal, 163 Droga(s)
popular, xxiii, xxxvii, 7 capo(s) de la, 26, 30, 31, 47, 187,
subterránea, 20 188, 208
v.t. Camaján(es) cartel(es) de la, xxx, xxxii, xxxvii,
Cura sin cabeza, el, 10, 145, 147, lviii, 26, 31-34, 38-42, 45, 47,
148, 151 53, 115, 200, 209
v. t. Violencia(s), la (época) Estados Unidos, de, 26
v. t. Cartel de Medellín
dineros de la, xxxvii
D economía de la, xxix, xxxiii, xxxiv,
DEA, 24 29-32, 49, 73, 146, 185, 209
v. t. Cuerpos de Paz mercado de la, 22
Decreto Municipal 517 del 22 de v.t. Barrio(s), Antioquia; Estados
septiembre de 1951, 14-16, 18, 41, Unidos, tráfico de drogas en
42, 161, 162 tráfico de, xxix, xxxiii, 21, 24, 27,
v. t. Barrio(s), Antioquia, violencia 89, 171, 183, 209
en el; Peláez Restrepo, Luis redes del, 25, 89, 183
(alcalde) ; Prostitución: zonas de Drug Enforcement Administration v. DEA
zonas de Duelo
Delincuencia, 14, 18, 33, 34, 48, 49 instancias para el, 134, 191
callejera, 99 procesos de, xviii, xxvi, 21, 192, 193
Índice analítico / 271

v.t. Sufrimiento, experiencias de Ética de la posibilidad, 168, 233


símbolos para el, 134 Eventos, historicidad de los, 92
Exclusión, xxxiv, 7-8, 36, 91, 190, 193
políticas de, 49, 191
E prácticas de, 36, 78, 84, 98, 178,
Ejército de Liberación Nacional v. 183-185
ELN respuesta cultural contra la, 20
Ejército Popular de Liberación v. EPL v.t. Camaján(es)
Elite(s) Experiencia(s)
antioqueña, 7, 15, 31, 49 locus de la, xliii
local(es), 6, 9, 10, 14, 15, 23 lugar, de, 61, 67
tradicional, 72 recuentos de, 49, 126
ELN, xxxvi, 44, 48, 202, 203 resignificación de las, xxxiii, xlv,
v. t. Actores armados; Conflicto(s), xlviii- xlix, liv
armado; Guerrilla violencia, de la, xxxiii, xlviii, 100, 105
Emplazamiento, 77 Expresión(es)
muertos, de los, 134 contracultural(es), xxxi, xlviii, 182
perspectiva de, 2 cultural(es), lii, 67
violencia, de la, 85 juvenil, 67, 184
Encuentro, momentos colectivos de, 51 Extradición, 39, 40, 53
Energía mnemónica, 93 Extrema derecha, xxxiii, xxxvi
EPL, 48, 74 v.t. Paramilitar(es)
v. t. Actores armados; Conflicto(s),
armado; Guerrilla F
Escobar, Pablo, 27, 33, 41, 168, 209
v. t. Blanco, Griselda; Cocaína, FARC, xxxiii, xxxvi, 44, 46, 48, 83,
tráfico de 202, 203, 205
Esmeralderos, guerra de los, 35 v. t. Actores armados; Conflicto(s)
Espacio armado; Guerrilla; Milicia(s),
público, xlvi, 15, 60, 85, 120, 128, Bolivarianas
132, 149, 153, 183 Fragmentación
social, 65, 85 social, 42, 52, 184
tipología(s) del, 85 v. t. Neotribalización, impulsos
urbano, divisiones sociales del, 9 hacia la
Estados Unidos, xxix, xxxv, xxxvii, territorial y sociocultural, 178, 190
20, 28-30, 35, 89, 90 Frontera(s), xxxiii, 98-101, 117, 148,
agenda política y social de, en 151, 190
Latinoamérica, 23 colonización de, 7, 99
apoyo militar de, 83, 211 cruzar la, 92, 96-98, 190
extradición a, 39, 53 v. t. Territorio(s), prohibido
intervencionismo de, 23 delimitación de, 35, 179, 180
presencia militar en Colombia, 211 ética(s), 38
v.t. Plan Colombia físicas de seguridad, y, 43
referentes de lugar en, 91 morales y, 81
tráfico de drogas en, 24-26, 28, sociales, y, 72
30, 91 simbólica, 51, 99, 179
v.t. Cocaína, tráfico de; Cuerpos sociales, 144
de Paz; Droga(s): mercado de la Fuerzas Armadas Revolucionarias de
viajes a, 20, 22, 27, 28, 89 Colombia v. FARC
272 / Antropología del recuerdo y el olvido

G producción de, lviii, 3


prácticas de, 3
Galofardo(s) v. Cosquilleros Historicidad
Gardel, Carlos, 3 eventos, de los, 92
v.t. Barrio(s), Antioquia v. t. Lugar(es), nombrar el,
Gaviria Trujillo, César (presidente), prácticas de
48 Huelgas de hambre, 138
Gaviria, Víctor (escritor), xxxix v. t. Sacrificio, mitología del
Geopolítico, impacto, xxxiv
Gómez Martínez, Juan (alcalde), 53
Gómez, Darío (cantante), 69 I
Grupo
Identidad(es)
interacción de, liv, 112
cerradas, 185
procesos de, liv
culturales, xxxviii, xl, 101, 173,
rituales de, 51
juveniles, 179
Guapo(s), 4, 21, 36, 43, 161
étnicas, 144
v.t. Cosquilleros
formación de, 144
Guayaquil, 4, 15, 16
procesos de, 174
Guerra(s)
generacionales y culturales,
bandas, entre, 43, 45-47, 49, 58,
construcción de las, 97
60, 62, 119, 207
grupo, de, 180, 185
locales, 42, 49, 101, 161, 164,
juvenil(es), lx, 174, 175, 185
167, 192
formación de las, lx, 3
negocio de la, 27, 49
v. t. Jóvenes, cambios
no declarada, 10
culturales de los
urbanización de la, 201
procesos de, 174
Guerrilla, xxxi, xxxiii, xxxvi, xxxvii,
lingüísticas y culturales, xxxii
32, 58, 60, 183, 185, 201, 202,
masculinas, construcción de las, 89
205, 206, 212
microgrupales, 185
v. t. Activista(s), políticos; Actores
mirada relacional de la, 185
armados; Control, territorial;
muerte de la, 175
ELN; EPL; FARC
referente de, 144
sentido de, 287
H v. t. Territorial(es), práctica(s)
sentimientos de, 179
Henao Jaramillo, Hernán, xiv, xxv Ideología patriarcal, 164
Herida social, 167, 191 predominio de la, 164
Heroísmo v.t. Amazona(s),
masculino, 89, 138, desempoderamiento de la
v.t. Amazona(s), mujeres como Iglesia, La, xxiii, xxix, 10, 27, 35,
modelo del, 161 96, 14
Historia(s) Inclusión-exclusión, dinámicas de,
comunidad, de la, 1, 2 xxxiv, 7
local(es), lix, 1, 3, 42, 49, 79 v. t. Planeación urbana, políticas
metanarrativa de la, 3 de; Territorialización
oral, xl, lix, 103, 105, 110, 119, Interacción(es)
143, 144 comunitarias, 112, 106
formas narrativas de, lix cotidianas, xix, liv, 104, 112, 143, 147
muerte, de la, 144 grupo, de v. Grupo, interacción de
Índice analítico / 273

intereses, de, 49 Maldición(es), lix, 146, 148, 149, 151


investigativa(s), lv, 177 miedo a las, 149
social(es), lii, 65, 185 Malevo(s), 5, 25, 36, 44
significativa(s), vli, lv, 196 figura del, 4, 5
Interpretación etnográfica, xxvi Mapa(s) mental(es), xxi, 86, 124, 125
Investigación miedo, del, xx, 148
-acción participativa, xxiv Marianismo, 162
contribución social de la, xxv Marihuana, 20, 53
social, xxiv, xxxviii consumo de, 19, 22-24, 82
Investigador(a), responsabilidad v.t. Cuerpos de Paz
social del, lv tráfico de, 30
transporte de, 21
venta de, 23, 82
J Martirio, modelo del, 139
Jóvenes, cambios culturales de los, xli v.t. Activista(s), políticos
v.t. Identidad(es),juvenil(es), Matías, hermanos, 10, 12, 13, 16, 25
formación de las Medias Cristal, 9, 65
v.t. Barrio(s), Antioquia
Mejía, los, 24-27, 33, 90
L Memoria(s)
Lara Bonilla, Rodrigo (ministro de aproximación metodológica,
justicia), xvii, xxix, 27, como, liii
Libreta militar, , colcha de, liii, 62-64, 66, 68, 75,
v. t. Desempleo juvenil 135, 180, 181
Limpieza social, xxxiii, 33, 78, 154, 208 colectiva(s), xxi, liv, 45, 105, 112,
actividades de, xxxiii, 33, 39, 44, 128, 134, 137, 143, 194
47, 48, 153, 182 ámbito público de la, 128
v.t. Agenda(s) oculta(s); Pájaro(s) comunidad(es) de, 100, 101, 114,
Luchas territoriales, xxxii, xxxiii, 8, 116, 143
11, 42, 178, 179, 184, 203 cosas vistas, de las, 61, 64
v. t. Barrio(s), control territorial hábito social, como, lxv
de(l) (los); Milicias urbanas locales, ambiente acústico,
Lugar(es) histórico y visual de las, liii
construcción de, lix, 54, 66, 93, muerte como vehículo de la, 137
100 paisajes de la, 110, 117
experiencia del, 67 práctica puente, como, xix, xx,
mnemónicos, cartografía de, 103 xliv, 52, 101
nombrar el, prácticas de, 79, 82 práctica(s) de (la), xix, xx, xxvi,
v.t. Historicidad, eventos, de los xxvii, xxix, xxxix, xl, xli, xliii,
sentido de, lix, 52, 53, 57, 72, 89, xliv, xlv, xlviii, liii, liv, lviii-lx, 2,
91, 100, 104, 110, 182, 190, 191 66, 104, 110, 112, 119, 122, 123,
vínculo entre imaginación y, 92 144, 154, 164, 167, 174, 177,
185, 187, 188, 190, 191, 195
v.t. Olvido
M procesos de, xl, liv
pugnas de la, xxiv, xxxiv, xxxvii,
M-19, 59, 60, 74, 96 xl, 52, 195
Machismo, 162 social, 113, 128, 154
Macroviolencias, 44 taller(es) de, xiv, xxv, lii-lv, lvii,
274 / Antropología del recuerdo y el olvido

lviii, 8, 13, 16, 27, 52, 62, 69, Movimiento 19 de Abril v. M-19
70, 73, 86, 92, 109, 112, 116, Muerte
117, 119, 129, 131, 139, 140, actos de, cartografía de, 126
149, 154, 156, 159, 164, 168, banalización de la, 127
180, 185, 188 construcción social de la, 132,
métodos etnográficos e 136, 137
interactivos, como, liii construcciones de, 136, 144
tráfico de la(s), 100, 198 cronologías de, 124
vehículos de la, 157 elaboración sobre la, 137
Miedo escuadrones de la, xxv, 39, 44, 53,
carácter institucional del, 152, 154, 166 58, 114, 115
construcciones sociales del, lix, jóvenes como testigos de la, 128, 175
147, 149 mapeo de los lugares de, 128
culturas del v. Cultura(s), miedo, del reminiscencias de, 51
fenomenología del, 163 rutinización de la, 123
maldiciones, a las v. Maldición(es), v.t. Taussig, Michael
miedo a las secuencias de, mapeo espacial de, 124
mapas del, xx, xlvi, 148 señales de la, 136
narraciones de, xx, 145 sujetos de la, 138
narrativas del, lix Muerte-vida, narración de, 134
presencia sistémica del, 154 Muerto(s)
territorios de, 35 listas de, 124-128, 195
Milicia(s) recitación de los, 124, 127, 143,
Bolivarianas, xxxiii vínculo comunicante con los, 120
v.t. FARC Mujer(es)
urbana(s), xviii, xxxi-xxxiii, xli, lviii, virginidad de las, 15
38, 41, 44, 48, 57, 59, 60, 74, 96, conflicto, en el, 38
97, 108, 112, 130, 139, 140, 146, blanco, como, 38
153, 182-184, 196, 201-204, 206, dolor de la, 165
207, 209, 211-213 guerra, en la, 162
acuerdos con las, 48 guerrera(s), 159, 160, 163
v. t. Actores, armados; líderes, 159, 160
Autodefensa(s), mutilación de las, 38
comunitaria(s); Banda(s), v.t. Violación
juvenil(es); Barrio(s), negación de las, 166, 167
control territorial de(l) (los); subyugación física de la, 165
Guerrilla, urbana, células de; violencia contra las, 163, 164
Luchas territoriales Mula(s), 27, 28, 30, 161
Mnemónicas, marcas, 51
Mnemónicos
hitos, 52 N
lugares, 103 Neotribalización, impulsos hacia la, 184
mojón(es), 61, 111
Modelo(s) cultural(es), 5, 159
clases populares, de las, 5 O
Mojón(es) Oficina(s), lviii, 30, 40, 41, 74, 115,
marcar, práctica de, 54, 60, 61 168, 201, 207-209
mnemónico(s), liii, 52, 111 Olvido, xviii, xxix, xxxvii, xxxviii,
natural, 65, 77 xl-xlv, xlix, liii, lviii, lix, 2, 33, 101,
Índice analítico / 275

113, 173, 175-179, 184, 194, 197, Paz


199, 200, 214 acuerdo(s) de, xxxii, 57, 58, 86, 98,
poder por medio del, 177 153, 189, 209
v.t. Memoria(s), práctica(s) de (la); v t. Acuerdo(s); Pacto(s)
Perdón, olvido, y; Recuerdo(s), agendas de, 48
antropología del, olvido, y campamentos de, lviii, 59-60
del; Recuerdo(s), olvido, y, Cuerpos de v. Cuerpos de Paz
práctica(s) de negociaciones de, 48, 204, 205, 214
ONG, xxv, xxxvii, lvi-lviii, 52,70, proceso de, lviii, lx, 2, 45-47, 83,
92, 205 198-200, 205, 213
Oralidad, segunda, 108 v.t. Agenda(s), oculta(s)
Organizaciones comunitarias, xviii, 83 Peláez Restrepo, Luis (alcalde), 14
Organizaciones no gubernamentales v.t. Decreto Municipal 517 del 22
v. ONG de septiembre de 1951
Perdón, olvido, y, 199, 200
v. t. AUC; Olvido
P Plan Colombia, xxxv, xxxvii, 211
Pacto(s) v.t. Estados Unidos,
coexistencia y no agresión, de, 1, presencia militar en
45, 46-48, 122, 175, 196, 197, Planeación urbana, políticas de, 193
203, 204, 212, , v.t. Inclusión-exclusión, dinámicas de
paz, de, 96 Poder(es)
reconciliación, de, 208 formas de, xlviii
v. t. Banda(s), juvenil(es); Paz, relaciones de, 159, 165
acuerdo(s) de territoriales locales, xli
Paisaje Poesía, Festival Internacional de, 80
inscripción mnemónica en el, 110 Práctica(s)
sonorización del, 67 cultural(es), xliii, xliv, xlix, 52, 154
sonoro, 57, 66, 67, 69, 72, 119 democráticas, 210
Paisajear, 60, 61 Prostitución, 14, 18
Pájaro(s), 12, 34, 44 zonas de, 13, 14, 16, 18, 37, 83,
v.t. Limpieza social, actividades de 84, 91, 162
Paraestatales, organizaciones, 152 v.t. Decreto Municipal 517 del
v.t. Violencia(s), ejercicio de la 22 de septiembre de 1951
Paramilitar(es), xviii, xxv, xxxiii,
xxxvi, xxxvii, 38, 44, 46, 49, 97, R
114, 115, 152, 198, 199, 201-203,
206-210, 212, 213 Raza antioqueña, 7
v.t. Barrio(s), control territorial Reconciliación, procesos de, xxiv,
de(l) (los); Control, territorial; 200, 214
Extrema derecha Recordar, muertos, a los, 104, 111-
Parche(s), xviii, 31, 106 113, 118, 124, 130, 138, 143
Participación Recordatorio(s), 122, 123
ciudadana, 41, 210, Recuerdo(s)
juvenil, xxxi, xxxii, 98, 129 actos de, xliv
periférica, li v.t. Demandas individuales,
política, canales de, pasado, en torno al
Pasado, silenciamiento del, 214 antropología del, xxxvii, xxxviii,
Pastrana, Andrés, xxxvii, 205 xliii, xlv, xlix, 175
276 / Antropología del recuerdo y el olvido

capas de, 51 tendencias, xxix, lix


grupo, en, liv tensión(es), 136, 137, 147, 170,
naturaleza sedimentaria de 171, 175, 207
los, 148 Sociedad tardomoderna, xviii
olvido, y, práctica(s) de, xxix, xl, Solidaridad, red(es) social(es) de, 84
xliii-xlv, liii, lviii, lx, 2, 170 Sonora Matancera, La, 19
práctica(s) del, significación de v.t. Camaján(es), estilo (de los);
las, lxv Cruz, Celia
privado, 112 Sufrimiento
procesos de, liv experiencias de, xlix, 131,
público, 112 v.t. Duelo, procesos de
Recursos culturales, 92 menosprecio del, 127, 131, 163
Relato(s) v.t. Comunidad(es), fisuras en
individuales, liv, 193 el tejido social y ético de
rurales y míticos, lix la; Violación; Violencia(s),
Resistencia, lx, 100, 154, 162, 167 legitimación de la
modos culturales de, 167 social, 165, 192, 197, 213
v.t. Amazona(s), mujeres como v.t. Violencia(s), actos de
Sujeto(s)
individual, lx
S posición(es) de, 160, 177, 195
Sacrificio, mitología del, 138, 142, activas, 44
143 potencial de acción de los v.
v.t. Huelgas de hambre Agencia
Santos, Daniel, 19 ubicación del, 126, 166
v.t. Camaján(es), estilo (de los)
Seguridad democrática, política de, T
205, 206, 210
Séptima Papeleta, movimiento de la, Tango, 4, 19-21, 137
xxxii v.t. Arrabal(es); Camaján(es), estilo
Sicario(s), xxix, xxx, 1, 32, 34, 36, 42, (de los)
168, 169, 173, 183, 184 Taussig, Michael, 127, 154
bandas juveniles de, xxxi, 30, 33, v.t. Muerte, rutinización de la;
39, 115, 157 Terror, algo habitual, como
imagen cultural del, 34, 35 Temperamento, lugar(es), del (los),
v.t. Banda(s), juvenil(es) 72, 82, 85-87, 89, 101, 110
Significado Teología de la liberación, lvii, 31, 58,
construcción de, xlix, liii, liv, lv, lix, 141
20, 50, 54 Terraza, La, 201, 207, 209
procesos de creación de, 50 v.t. Banda(s); Oficina(s)
Silenciamiento social, 165 Territorial(es)
Simbólica, mediación, planos de, xx conflicto(s), xlvii, 192, 203
Sobreviviente(s), 136, 137, 187 fragmentación, geografía de la,
Social(es) 190
dialecto, 107 prácticas, lx, 88, 179, 182, 184
fractura(s), xxxiv, xli, xlii, 214 v.t. Identidad(es), sentido de
movimiento(s), xlvii, 30, 58, 129 Territorialidad, memoria de, 99
tejido, xl, lix, 41, 50, 81, 101, 151, Territorialización, 7, 101
165, 170, 172, 191, 197 v.t. Inclusión-exclusión, dinámicas de
Índice analítico / 277

Territorio(s) actores de la, 44, 178


control de, 41, 42, 88 actos de, 78, 88
local(es), 42, 43, 210 v.t. Calentarse; Sufrimiento, social
marcación de, 182 agentes de la, xviii, xxx, xl, 124,
prohibido, 96 171
v.t. Frontera(s), cruzar la análisis de la, xlviii
Terror banalización de la, 104
algo habitual, como, 127 colombiana, xxxv, xl, 1, 14
cartografías de, 190 v.t. Barrio(s), Antioquia,
culturas del, xlix, 154 violencia en el
ejercicio del, xxx, xxxiii, 163, 167 contemporánea, análisis histórico
cuerpos, en los, 167 de la, xlvii
escritura del, 11 cultura y, relación entre, xlvii
prácticas (de), lix declive de la, 210
patriarcales del, lx, 147 dimensiones culturales de la, xviii,
sintaxis del, 116 xl, xlviii, 100, 162
sistemas de, 147 dinámica(s) cultural(es) de la,
tráfico de, xxx xxxiv, xxxvii, xliii, lx
Tierra, lucha por la, 11 discursos sobre la, 142
Tolerancia, zona de, 13, 14, 16, 37, efecto(s) de la, 65, 161, 203
83, 84, 91, 162 ejercicio de la, 158, 160, 179, 197
Tradición(es) v.t. Paraestatales, organizaciones
míticas, 146 epicentros de la, 10
oral(es), 103, 108, 118, 146, 147, 149, estatus de la, 123
Transgresión femenina, 160 ética de la, 142
Traqueto(s), 21 etnografías de la, xlvii
v.t. Cocaína, tráfico de etnógrafos de la, xlvii, li
experiencia(s) de (la), xlviii, 85,
100, 154, 167, 190
U exposición a la, xlviii
Umbral situacional, 81, 131 formas de, xxiii, xxxiv, xxxvi, xliii,
Unión Patriótica, 46 xlix, xlix, lviii, 38, 147, 163,
Uribe Vélez, Álvaro, xxxiii, 145, 205, 195, 201
206, 210 género, de, lix, 145, 170, 203
Valores tradicionales, 160 horror(es) de la, xxiii, 124
imaginario de la, 174
impacto de la, xlii, xlviii, 11, 73,
V 81, 174, 191
Vida juvenil, lvi, lx, 36, 73, 212
arriesgar la, 138, 142 la (época), xxxiv, xl, xlii, xlvii, 10-
muerte como portadora de, 137 13, 34, 39, 96, 103, 151
social, xxxi, 7, 8, 35, 65, 69, 149, v.t. Cura sin cabeza, el
160 legitimación de la, 143
estabilidad en la, 149 v.t. Comunidad(es), fisuras en
Violación, xl, lix, 12, 38, 147, 163- el tejido social y ético de la;
167, 169-171, 203 Sufrimiento, menosprecio del
v.t. Mujeres, mutilación de las; Medellín, en, 101, 178, 196
Sufrimiento, menosprecio del móviles de la, 178
Violencia(s) origen de la, 2
278 / Antropología del recuerdo y el olvido

perspectiva generacional, desde


una, xli
poder, y, 50
prácticas de la, 162
v.t. Amazona(s), mujeres como
proliferación de la, 44
raíz(ces) de la, 2, 14
representaciones de la, 146
rutinización de la, 123, 127
sexual, xl, 38, 154, 163, 165, 168
situaciones críticas de, xli
sociedad colombiana, en la, xl
sociopolítica, xxxvi
territorial, xlvi, 96, 212, 213
tráfico de, xlvii
uso de la, 184
validación de la, 180
víctimas de la, xlii, 114, 173, 189,
191, 199, 200, 212
Violentología, xlvii
Se terminó de imprimir
en el mes de septiembre de 2006
en la Imprenta Universidad de Antioquia
Teléfono: (574) 210 53 30
E-mail: imprenta@quimbaya.udea.edu.co

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