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MONOCORDIO
Blog de música y filosofía.
Presentación
El texto que pongo a continuación nos habla de abismos metarracionales, de la visión del hombre
trascendente, del Hombre, un dios en sí mismo que no necesita enajenarse. Un texto poético,
como siempre que la filosofía ha querido hablar de asuntos que parecen estar más allá de la kalia.gm@gmail.com
razón. Este Mesías que Nietzsche intuye resuelve la tragedia de la vida y de la muerte,
otorgando al cotidiano devenir lo que tradicionalmente se ha vinculado con lo divino: la eternidad.
Harmonica Divisio Monocordii
Con la idea del eterno retorno, lo que él llamaba su pensamiento abismal, Nietzsche preconiza el
hombre nuevo, un hombre evolucionado, verdaderamente libre que ya no requiere el consuelo de
religión alguna, que ya no supedita su vida a una supuesta realidad suprasensible, pero que
tampoco la concibe como un camino hacia la nada. Desde ese momento, desde esa visión
filosófica del instante eterno, cambiará radicalmente la posición ontológica del hombre: la
trascendencia la tendremos aquí mismo, la llevaremos con nosotros y para siempre.
La música es el aleteo del alma del
mundo y suena en el corazón del
hombre que sabe escuchar.
Indice de Contenidos
a vosotros solos os cuento el enigma que he visto, —la visión del más Blog de Metafísica
solitario . —
Visitas
Sombrío caminaba yo hace poco a través del crepúsculo de color de cadáver, —
sombrío y duro, con los labios apretados. Pues más de un sol se había hundido
en su ocaso para mí.
Avanzando mudo sobre el burlón crujido de los guijarros, aplastando la piedra que
lo hacía resbalar: así se abría paso mi pie hacia arriba.
Hacia arriba: —a pesar del espíritu que de él tiraba hacia abajo, hacia el abismo,
el espíritu de la pesadez, mi demonio y enemigo capital.
Hacia arriba: —aunque sobre mí iba sentado ese espíritu, mitad enano, mitad
topo; paralítico; paralizante; dejando caer plomo en mi oído, pensamientos-gotas
de plomo en mi cerebro.
Calló aquí el enano; y esto duró largo tiempo. Mas su silencio me oprimía; ¡y
cuando se está así entre dos, se está, en verdad, más solitario que cuando se está
solo!
Pero hay algo en mí que yo llamo valor: hasta ahora éste ha matado en mí todo
desaliento. Ese valor me hizo al fin detenerme y decir: “¡Enano! ¡Tú! ¡O yo!”—
El valor es, en efecto, el mejor matador, —el valor que ataca: pues todo ataque se
hace a tambor batiente.
Pero el hombre es el animal más valeroso: por ello ha vencido a todos los
animales. A tambor batiente ha vencido incluso todos los dolores; pero el dolor por
el hombre es el dolor más profundo.
El valor mata incluso el vértigo junto a los abismos: ¡y en qué lugar no estaría el
hombre junto a abismos! ¿El simple mirar no es —mirar abismos?
Pero el valor es el mejor matador, el valor que ataca: éste mata la muerte misma,
pues dice: “¿Era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!”
En estas palabras, sin embargo, hay mucho sonido de tambor batiente. Quien
tenga oídos, oiga.—
“¡Alto! ¡Enano!, dije. ¡Yo! ¡O tú! Pero yo soy el más fuerte de los dos: —¡tú no
conoces mi pensamiento abismal! ¡Ese —no podrías soportarlo!”—
Entonces ocurrió algo que me dejó más ligero: ¡pues el enano saltó de mi hombro,
el curioso! Y se puso en cuclillas sobre una piedra delante de mí. Cabalmente allí
donde nos habíamos detenido había un portón.
“¡Mira ese portón! ¡Enano!, seguí diciendo: tiene dos caras. Dos caminos
convergen aquí: nadie los ha recorrido aún hasta su final.
Esa larga calle hacia atrás: dura una eternidad. Y esa larga calle hacia delante —
es otra eternidad.
Pero si alguien recorriese uno de ellos —cada vez y cada vez más lejos: ¿crees
tú, enano, que esos caminos se contradicen eternamente?” —
“Todas las cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda
verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo”.
“Tu, espíritu de la pesadez, dije encolerizándome, ¡no tomes las cosas tan a la
ligera! O te dejo en cuclillas ahí donde te encuentras, ¡cojitranco! —¡y yo te he
subido hasta aquí!
¡Mira, continué diciendo, este instante! Desde este portón llamado Instante corre
hacia atrás una calle larga, eterna: a nuestras espaldas yace una eternidad.
Cada una de las cosas que pueden correr, ¿no tendrá ya que haber recorrido ya
alguna vez esa calle? Cada una de las cosas que pueden ocurrir, ¿no tendrá que
haber ocurrido, haber sido hecha, haber transcurrido ya alguna vez?
Y si todo ha existido ya: ¿qué piensas tú, enano, de este instante? ¿No tendrá
también este portón que — haber existido ya?
¿Y no están todas las cosas anudadas con fuerza, de modo que este instante
arrastra tras si todas las cosas venideras? ¿Por tanto — — — incluso a sí
mismo?
Pues cada una de las cosas que pueden correr: ¡también por esa larga calle hacia
delante —tiene que volver a correr una vez más!—
Y esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y esa misma luz de la
luna, y yo y tú, cuchicheando ambos junto a este portón, cuchicheando de cosas
eternas —¿no tenemos todos nosotros que haber existido ya?
—y venir de nuevo y correr por aquella otra calle, hacia adelante, delante de
nosotros, por esa larga, horrenda calle —¿no tenemos que retornar
eternamente?”—
Así dije, con voz cada vez más queda; pues tenía miedo de mis propios
pensamientos y del trasfondo de ellos. Entonces, de repente, oí aullar a un perro
cerca.
¿Había oído yo alguna vez aullar así a un perro? Mi pensamiento corrió hacia
atrás. ¡Sí! Cuando era niño, en remota infancia:
—entonces oí aullar así a un perro. Y también lo vi, con el pelo erizado, la cabeza
levantada, temblando, en la más silenciosa medianoche, cuando incluso los perros
creen en fantasmas:
de tal modo que me dio lástima. Pues justo en aquel momento la luna llena, con
un silencio de muerte, apareció por encima de la casa, justo en aquel momento se
había detenido, un disco incandescente, —detenido sobre el techo plano, como
sobre propiedad ajena:—
esto exasperó entonces al perro: pues los perros creen en ladrones y fantasmas.
Y cuando de nuevo volví a oírle aullar, de nuevo volvió a darme lástima.
¿A dónde se había ido ahora el enano? ¿Y el portón? ¿Y la araña? ¿Y todo el
cuchicheo? ¿Había yo soñado, pues? ¿Me había despertado? De repente me
encontré entre peñascos salvajes, solo, abandonado, en el más desierto claro de
luna.
¡Pero allí yacía por tierra un hombre! ¡Y allí! El perro saltando, con el pelo
erizado, gimiendo —ahora él me veía venir— y entonces aulló de nuevo, gritó: —
¿había yo oído alguna vez a un perro gritar así pidiendo socorro?
¿Había visto yo alguna vez tanto asco y tanto lívido espanto en un solo rostro?
Sin duda se había dormido. Y entonces la serpiente se deslizo en su garganta y
se aferraba a ella mordiendo.
Mi mano tiró de la serpiente, tiró y tiró: —¡en vano! No conseguí arrancarla de allí.
Entonces se me escapó un grito: “¡Muerde! ¡Muerde!
Pues fue una visón y una previsión: —¿qué vi yo entonces en símbolo? ¿Y quién
es el que algún día tiene que venir aún?
—Pero el pastor mordió, tal como se lo aconsejó mi grito; ¡dio un buen mordisco!
Lejos de sí escupió la cabeza de la serpiente: —y se puso en pie de un salto.—
Mi anhelo de esa risa me devora: ¡oh, cómo soporto el vivir aún! ¡Y cómo
soportaría el morir ahora!—
Así pues, no sin gran osadía voy a atreverme a recoger el reto con el que acaba la narración y
voy a aventurarme por las aguas enigmáticas de este texto. Como uno de esos “audaces
buscadores e indagadores”, voy a intentar arrojar desde mi pequeña cala alguna luz que pueda
señalar el rumbo a los lectores de este blog. Lectores que, presumo, sois de esos “que gozáis
con enigmas”, como estos intrépidos navegantes a los que se dirige Zaratustra, y que sí os dejáis
llevar sin temor por los cantos de las sirenas. Navegantes que no caminan con los pies en la
tierra, sino que se deslizan por líquidas superficies de enigmas y adivinaciones, por laberintos
tortuosos donde no existe siquiera un hilo tendido, una guía racional trazada, pues en su afán por
conocer no temen adentrarse por territorios ignotos, más allá de la deducción lógica, más allá
incluso de la razón. Aunque mis velas no son tan astutas como mi atrevimiento desearía,
afortunadamente, no estoy sola frente al “gran enigma”, pues antes de mí muchos otros bastante
más avezados que yo han ido desbrozándome el camino. Intentaré, pues, apuntar a continuación
algunas de las ideas que este texto me ha ido despertando, reconociendo de antemano que,
seguramente, todas o la mayor parte de ellas no serán originales, sino que las habré ido
recogiendo aquí y allá, sin poder afirmar con precisión, en la mayor parte de los casos, qué autor
o qué lecturas me las han ido descubriendo.
Pero antes de nada un breve apunte: el sonido (la música entendida en un sentido amplio)
aparece en todo este texto como un vehículo poderoso, no sólo capaz de tornar el ánimo, sino
también la percepción de la realidad, incluso, casi diría, la realidad misma. En cada uno de los
grados iniciáticos hacia la sabiduría en los que vamos a imaginar organizada la narración de
Zaratustra podemos encontrar que el desencadenante siempre ha sido el sonido. Los iniciados,
navegantes o lectores, son los que se dejan seducir por las metafóricas sonoridades de las
flautas. El sonido de las palabras extrañas que oye en aquel barco tiene el poder de "abrir sus
oídos" y de transformar el ánimo melancólico de Zaratustra, que estaba "sordo de tristeza", para
empezar a hablar, para narrar su viaje iniciático por la montaña de la sabiduría. Más adelante, el
redoble de los tambores (instrumento de percusión, dionisiaco, usado comúnmente en rituales
religiosos para lograr el arrebato místico) sirve de metáfora del estruendo que en el alma causa la
búsqueda del coraje necesario para vencer al miedo, el compañero más empecinado del hombre,
coraje necesario para desprenderse del peso del pensamiento dominante y lanzarse al abismo
de la búsqueda personal. Finalmente otro sonido, el desgarrador aullido de un perro en una
silenciosa noche de luna llena, desencadena la visión propiamente dicha, el punto culminante de
la narración de Zaratustra.
En efecto, para entender qué es lo que verdaderamente Nietzsche está contándonos me parece
una buena idea pensar que este texto está escrito en clave de lo que podríamos llamar
antimística o, tal vez mejor, nueva mística, algo así como una mística laica. Aunque, por otra
parte, tampoco es tan nueva, pues la sabiduría filosófica que Zaratustra predica y su relación con
l o s misterios iniciáticos, despojados de implicaciones religiosas, fue una idea común en la
Antigüedad y tenemos noticia de ella, al menos ya, en el pensamiento pitagórico (e incluso en
buena parte del platónico, no del platonismo pasado por el tamiz cristiano que Nietzsche
expresamente desecha). Lo cierto es que en un constante juego de semejanzas y oposiciones, y
mediante una especie de reelaboración literaria de los escritos religiosos, Nietzsche intenta
llevarnos a ideas esencialmente opuestas. En toda la narración encontramos palabras literales de
la Biblia. Escuchamos también resonancias de creencias antiguas en la eternidad, la muerte y la
resurrección. El mismo Zaratustra (o Zoroastro) es ya una reencarnación poética del profeta
histórico. Pero también viene a identificarse con San Juan Bautista, el que predica en el desierto
anunciando la llegada del Mesías. Además, del mismo modo que Cristo antes de difundir su
palabra entre los hombres debe ayunar en la montaña donde es sometido a tentaciones
demoníacas, ahora Zaratustra tiene que superar las tentaciones que lo arrastran hacia abajo,
tentaciones simbolizadas por las palabras del enano-topo que lleva sobre sus hombros, el
espíritu de la pesadez, el pensamiento común. Finalmente nos percatamos de que ese nuevo
hombre que Zaratustra contempla en su visión, “el que algún día tiene que venir aún”, aparece
como un nuevo Mesías, trasunto del Cristo que vence a la serpiente.
Si os parece, podríamos adentramos en el texto desde esa perspectiva antimística: no sería difícil
de este modo distinguir varios grados en el proceso mistérico que conduce a Zaratustra hasta la
cúspide del conocimiento, a su visión abismal. Podemos pensar que el primer grado iniciático es
el que comparte con los navegantes que le escuchan cuando por fin les relata su experiencia. Yo
creo que en realidad estos navegantes vienen a ser los lectores del libro de Nietzsche, que de
algún modo son tratados como iniciados porque saben verdaderamente de qué se está hablando.
Estos iniciados, estos navegantes, me parece, deben de ser todos aquellos que tienen interés
por los asuntos filosóficos y no quieren conformarse con la común opinión, con el pensamiento
convencional al uso en cada época, sino que disfrutan paseando por territorios laberínticos, por
parajes de lo diferente o incluso de lo desconocido, como seguramente hacéis muchos de los
ahora que estáis leyendo estas líneas.
El segundo grado, que podríamos llamar ascético, sería el de la primera parte del trayecto, el de
Zaratustra con el enano sobre sus hombros subiendo por la montaña, por la empinado senda del
conocimiento. Este camino está descrito como un clásico sendero de iniciación, comúnmente
recorrido por los profetas de todos los credos: igual que la senda ascética que conduce al
encuentro y comunión con el dios en los poemas místicos, el camino ascendente de Zaratustra
es pedregoso y difícil, es un camino de desapegos, duro y seco, por terrenos donde reina el
crepúsculo, sumidos en difusas luminosidades, entre aquí y allá, un camino que le va llevando
penosamente hacia un territorio cada vez más esquilmado y solitario.
En esta tercera etapa Zaratustra toma la palabra y habla con el enano: “¡Tú no conoces mi
pensamiento abismal! ¡Ese - no podrías soportarlo!”, le dice. Delante de ese punto en el que el
pasado y el futuro se oponen, al borde del precipicio del tiempo, empieza su razonamiento,
empieza a hablarnos de su pensamiento abismal, de sus ideas sobre el eterno retorno.
Comienza preguntando: “¿crees tú, enano, que esos caminos se contradicen eternamente?”.
Está planteando la cuestión del tiempo, la cuestión sobre si los caminos temporales de lo que ya
no es y de lo que habrá de ser, el pasado y el futuro, se oponen para siempre en ese punto, en
ese portón-instante, cual dos infinitudes rectilíneas que se abrieran y se alejaran más y más, o si
esos caminos no se alejan infinitamente, sino que habrán de reencontrarse de nuevo, con lo que
no serían dos los caminos sino uno solo, circular. Vemos que la pregunta viene a resumir dos
consideraciones tradicionales sobre el tiempo en la Historia de la Filosofía: el tiempo es una
infinitud rectilínea o el tiempo es circular.
En la respuesta que con displicencia da el enano, “Todas las cosas derechas mienten, …. Toda
verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo”, podemos escuchar ideas que encontramos en el
Antiguo Egipto, en el pitagorismo, en Platón y en buena parte del pensamiento oriental,
usualmente asociadas a creencias en la trasmigración de las almas. Esta explicación del enano
pretende ser más sabia que la más frecuente en el pensamiento occidental, la que concibe el
tiempo como una secuencia lineal de acontecimientos, como algo infinito, quizá con un origen,
pero sin un fin, donde los eventos, la vida del hombre incluida, empiezan y se acaban -es decir,
no son propiamente-, y donde a este devenir en el tiempo de las cosas sensibles se contrapone
una noción suprasensible de eternidad, de Verdad, de Dios. Las palabras del enano, sin
embargo, reflejan la concepción del tiempo como algo cíclico, en un universo imaginado como
una maquinaria perfecta de constitución esférica, donde los acontecimientos estarían regulados
por un movimiento eterno, sin principio ni fin, e implica que todos los sucesos habrán de repetirse
exactamente del mismo modo y en la misma secuencia, al cabo de un número finito de años. Y
así eternamente.
Pero, ¿por qué Zaratustra no se conforma con la explicación proporcionada por el enano sobre el
eterno retorno?, ¿por qué se indigna tanto?
Voy a intentar explicar que es lo que, a mi entender, Nietzsche quiere contarnos en este tercer
momento, cuando propiamente comienza a hablar de su “pensamiento abismal”. Empecemos
comprendiendo cómo para él el instante es una suerte de punto en el tiempo; pero no es un
punto estático, sino que en cada punto temporal los acontecimientos mismos que lo configuran
están fluyendo. El instante consiste en realidad en un particular devenir de acontecimientos. Y
ese devenir ahora adquiere categoría de ser.
Tal vez la clave para comprender las ideas de Nietzsche sobre el eterno retorno pudiera residir
en la pregunta que se hace un poco más adelante Zaratustra: “¿Y no están todas las cosas
anudadas con fuerza, de modo que este instante arrastra tras si todas las cosas venideras? ¿Por
tanto - - - incluso a sí mismo?”. Y en la continuación: “Pues cada una de las cosas que pueden
correr: ¡también por esa larga calle hacia delante - tiene que volver a correr una vez más! -”. La
eternidad de lo que ha pasado y la eternidad de lo que habrá de suceder convergen en ese
portón, en ese instante mismo en el que Zaratustra y el enano están conversando. Pero también
convergen en el instante que le
precede y en el que le sigue, en
todos los demás instantes. No
se trata de dos eternidades
diferentes, sino de la misma,
una suerte de lugar donde
ocurren todas las cosas que
pueden ocurrir. El instante, o lo
que es lo mismo, el devenir de
los acontecimientos que lo
configuran, existe, tiene
entidad, queda particularizado y
diferenciado de los otros
instantes. Pero existe
encadenado con lazos
indisolubles con cada uno de
los instantes futuros y con
todos los instantes pasados: en cada uno de los acontecimientos que configuran un instante está
implícito también el resto de los acontecimientos del mundo, el resto de las cosas pasadas y
venideras, pues todo cuanto en él se produce es consecuencia de la combinación de todos los
acontecimientos precedentes, del mismo modo que la conjunción exacta de los acontecimientos
que ocurren en cada instante desencadenará el conjunto de los acontecimientos venideros. Por
eso cada instante encierra dentro de sí todo el pasado y todo el futuro. Por eso el instante es
eterno, debe de haber existido ya y para siempre: lo que es posible, lo que tiene posibilidad de
ser, tiene que ser siempre, continuamente, debe de haber ocurrido ya y ocurrirá, será,
eternamente.
Ahora el ser es precisamente devenir constante, movimiento. Con esto se produce una revolución
total en la ontología: si hasta entonces el ser venía a identificarse con lo que no cambia y el
devenir de las cosas era visto del lado del no ser, ahora el ser no es concebido como algo inmóvil
más allá de las cosas, sino que está definido por el movimiento mismo, por el propio devenir. Por
eso Nietzsche no habla de que las cosas son, sino de que las cosas corren por esas calles que
duran una eternidad, por el tiempo. El instante delimitado entre dos infinitudes que se
contraponen me recuerda de algún modo la concepción griega del ser como límite en lo
indefinido, como un eidos que lo individualiza y lo distingue del continuo infinito. Pero lo
novedoso es que ahora ese límite está entendido como movimiento (aunque, como quizá intente
explicar en otra ocasión, esta idea ya podría estar tambien presente en el pensamiento pitagórico,
en su concepción musical del universo según el modelo de la cuerda vibrante). Pero tal vez lo
más interesante, en mi opinión, de esta inversión ontológica, de la adjudicación de la categoría
de ser al puro devenir, de eternidad a lo pasajero, es que dota de inmortalidad a lo
aparentemente perecedero, y con ello va a dar al traste con la concepción del hombre como un
ser en tránsito, sometido a leyes incognoscibles del más allá, sometido a un mundo suprasensible
que sólo puede vislumbrar por la creencia. Y al cambiar la posición del hombre en el mundo,
también cambiarán los imperativos morales y vitales por los que se habrá de regir.
Por eso Zaratustra se indigna con el enano, con la concepción tópica sobre el eterno retorno con
la que le ha respondido. No es que los acontecimientos que se producen en cada momento
retornen exactamente iguales al cabo de un número grande de años como consecuencia de que
el tiempo es un círculo, diría, sino que el instante existe siempre, siempre es el mismo en una
eterna dimensión temporal. En tanto que cada instante es eterno, si todo lo que puede existir ha
existido ya, se puede hablar de un retorno, pero sólo de un modo impropio, visto desde la lógica
temporal humana, que únicamente puede imaginar lo que acontece en sucesión. Lo que no ha
desaparecido no puede retornar, sino que ya está, en otro lugar. El retorno del que habla
Nietzsche no es eterno porque se repita incesantemente, es eterno porque siempre es el mismo.
Si cada instante existe eternamente, si cada instante es verdaderamente, la sucesión lineal de
acontecimientos, el tiempo tal y como normalmente lo concebimos, quedará relegada a una
apariencia de realidad, como un punto de vista reducido, propio de la limitada condición humana.
Percibimos que cambia el tiempo porque cambian los acontecimientos que ocurren en el tiempo.
Quizás la Fisica actual no esté tan lejos de mostrarnos las consecuencias que se derivan de que
el tiempo sólo sea un lugar más. Tal vez Nietzsche fuera capaz de intuir algo de todo esto: el
Tiempo, el tiempo de verdad, vendría a ser una dimensión más, como las dimensiones
acostumbradas del espacio.
Al final, el último grado, la visión mística, la revelación. Podríamos llamar a este grado el de la
suprarracionalidad, más allá de la razón, más allá de la filosofía, el grado de la sabiduría
visionaria al que sólo llegarían unos pocos. Quizá se trata de un saber más propio del Arte, un
saber tan intrincado que la lógica lineal de las palabras no alcanza para abordarlo. Quizá sea un
saber propiamente, puramente, espiritual. Por eso el visionario, mitad poeta entusiasmado, mitad
loco enajenado, está completamente solo, sin interlocutor alguno. En la cúspide de la montaña,
delante del abismo de eternidades, el enano que acompaña a Zaratustra tiene que desaparecer.
Solo, aterradoramente abandonado por su pensamiento racional, llega a su visión, que es a la
vez una previsión, nos dice, una anticipación del futuro.
Pero, vayamos por partes: ¿quiénes son los personajes que aparecen en la Revelación del
Tiempo, en la visión del Instante Eterno?, ¿quién es ese hombre que yace por tierra, ese pastor
que se retuerce lleno de espanto? ¿Y la serpiente? Este es el interrogante que lanza Zaratustra a
sus compañeros navegantes; esa es la pregunta que Nietzsche deja abierta a sus lectores.
Lo que con más fuerza arrastra nuestra imaginación cuando leemos la descripción que hace
Zaratustra de su visión es esa feroz imagen del pastor agonizante que se atreve finalmente a
morder la cabeza de la serpiente, acuciado por las palabras del profeta. El lenguaje simbólico
permite expresar la dimensión del sentimiento, el desgarro interior del que ha visto, del que ha
conocido. A mi entender, Nietzsche está desarrollando en esta última etapa del metafórico viaje
de Zaratustra por la montaña las ideas que ha lanzado como preguntas arrojadizas en el
momento anterior, cuando aún estaba conversando filosóficamente con el enano. Ahora describe
la violenta escena de la transfiguración del hombre, de moribundo a eterno. Es él mismo,
Zaratustra, pero ya resucitado. En realidad ese pastor que se transmuta y ríe porque es capaz de
sobreponerse al miedo es un paradigma de todos nosotros. El poder que adquiere en el
momento en el que arranca de un mordisco la cabeza de la serpiente que lo atenazaba vendría a
simbolizar, a mi juicio, la fuerza del que ve de repente, del que comprende que nada perece, que
todas las cosas, mejor dicho, todos los acontecimientos que ocurren y que constituyen las cosas,
son eternos, que no hay paraísos ni infiernos de futuro, en definitiva, cuando ve ese instante
perenne, constantemente retornado.
Así pues, podríamos pensar que el joven pastor que yace tendido en la tierra bien podría ser
simbólicamente el último hombre, agonizante a causa de la negra serpiente que le penetra por la
boca, de las fuerzas castradoras que lo someten, e incluso por la sabiduría tradicional que ha ido
adquiriendo, pero que le impiden dar un paso más allá. En definitiva, por las fuerzas de su yo
primitivo que lo atenazan, imposibilitándole elevarse a una condición moral superior. Aquel
hombre que, limitado por su linealidad temporal, concebía la vida como una prisión, agoniza en
una muerte terrible, nauseabunda, mientras el perro grita aterrorizado porque ya ningún sol
ilumina, sólo la pálida luz de la luna. Es el hombre sometido, al que no le quedaba más remedio
que purificarse, que vivir una vida de postración en la confianza de una eternidad salvadora, más
allá, en un mundo ideal intangible. Pero también es el hombre contemporáneo, que muere, que
se debate en una vida sin esperanza, pues se ha quedado sólo, sin ninguna estrella capaz de
iluminar su vida. Ya ningún sol alumbra. Ya ha perdido a Dios. La ciencia de finales del
diecinueve, la evolución de la tecnología, el pensamiento materialista, han acabado con Dios (en
el sentido amplio que esta palabra tiene para Nietzsche y que antes he explicado), con la idea de
Dios, y los hombres desde entonces, huérfanos de divinidades, sucumben agonizantes en un
sentimiento nihilista. El sol ha decaído; el ocaso del astro iluminador de verdades, metáfora de
Dios y de la Metafísica clásica, ha dejado en la soledad al eremita, ha dejado al hombre solo en
la noche oscura. El enano ha desaparecido, sólo queda Zaratustra. Únicamente la sombría luz de
la luna llena ilumina al último hombre, a ese pastor que lucha contra las fuerzas tenebrosas del
inconsciente.
El pastor moribundo que renace transfigurado tras arrojar lejos de sí la cabeza de la serpiente
viene a ser un nuevo Cristo, un nuevo Osiris o un Orfeo capaz de regresar desde la muerte:
gracias al poder que adquiere cuando decide actuar, cuando por medio de su voluntad vence al
miedo y se atreve a morder la cabeza de esa serpiente devastadora surge el hombre nuevo, lo
que en otros momentos Nietzsche llama el Superhombre (o Suprahombre, Übermensch). Esta
voluntad de actuar, de sobreponerse, de no doblegarse, es verdaderamente la que va a dar
origen al ese nuevo Mesías que Zaratustra descubre en su visión de futuro. Mediante el poder
que arranca de su voluntad, ese Hombre, cual nuevo Cristo que vence a la serpiente, se hace
sobrehumano. En definitiva, la voluntad de poder hará surgir ese dios que habita en cada uno de
nosotros.
Pero, ¿qué es en esencia esa enigmática visión abismal, tan poderosa que transfigura al que la
ha experimentado de tal modo que a partir de entonces pertenecerá a la especie de los dioses?
Es la visión del eterno retorno. En la más profunda y solitaria introspección Zaratustra de repente
ve a la vez, ve lo mismo, ve el tiempo en toda su dimensión: ve el presente, el pasado y el futuro.
Y en ese futuro ve al nuevo hombre, él mismo, transfigurado. Ve ese instante que retorna
eternamente porque no se ha ido, porque no ha desaparecido. Existe, está, unido no sólo a los
instantes que le preceden y que le siguen, sino, lo mejor, unido transversalmente a otros
instantes pasados y futuros, a otros momentos de su vida. La luz de la luna en el silencio de la
noche, el perro aullando de terror a la luna
y él mismo con su propio sentimiento de
lástima por el perro que ladra, aparecen
en los tres momentos, que viene a ser el
m i m o momento que retorna: en el
presente, cuando cuchicheaba con el
enano sobre eternidades y oye el aullido
lastimoso de un perro; en el pasado,
cuando de niño ve al perro con el pelo
erizado aullando de miedo a la luna llena
que se detiene sobre el tejado de la casa;
y en el futuro, cuando en “el más desierto
claro de luna” ve al perro gritando de
terror, con el pelo erizado, ante el hombre
que yace mordido en su garganta por una
negra serpiente. Los tres momentos son a
la vez el mismo momento y el relato de
cada uno de ellos se complementa para
c o m p o n e r un relato de la escena
completa.
Esa búsqueda de acuerdo, de plena aceptación, de plena satisfacción y asentimiento con esta
vida de aquí, y que se resume en en esta frase podría servirnos como conclusión también ahora.
Aunque en lo que a mí concierne no he visto ni de lejos ese hombre que Zaratustra preconiza,
reconozco que me atrae la poesía de su existencia y no me parece mala idea intentar vivir como
si así fuera, como si cada uno de los instantes de nuestra vida durara para siempre, con lo que tal
vez pudiéramos llegar a descubrir que ese nuevo hombre habitaba ya en cada uno de nosotros.
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