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Adolescencia y autolesiones

Doctora, mi hijo se tajea.


Por Miriam Maidana.

(Revista Anfibia)

Los cortes en la piel y las autolesiones en adolescentes son más habituales de lo que creemos y atraviesan clases sociales. Si antes se hablaba de conductas suicidas,
hoy un tajo en un chico de 13 años se caratula de “moda”. Así, se evitan las preguntas incómodas por los vínculos entre esos cortes y la vida de los adultos.
Preocupados por la eterna juventud y las presiones para sostener un lugar económico, los padres cargan a los niños de responsabilidades para los que no están
preparados.

Aimara estuvo sin ir dos semanas al colegio hasta que del gabinete psicopedagógico llamaron a sus padres y le pidieron que la mandaran. Tiene 35 faltas. 30 fueron
por cuidar a su hermano de cinco, llevarlo al jardín, darle de comer. Tiene trece años y le gusta recordar cuando los sábados la mamá la llevaba a ella y a sus dos
hermanos mayores –de 15 y 18- al trabajo que tenía en un instituto de estudios médicos de la Capital Federal. “Yo conozco muchos lugares: fui al shopping Spinetto,
Plaza Once, el Obelisco”. Un día la madre se subió a limpiar un armario, se le cayó un vidrio y le rompió un tendón de la mano. Otro día la madre dejó de ir a
trabajar. El tendón cortó muchas cosas: los sábados “en la Capital”, los cuernos del padre con una vecina de la otra cuadra, la mesa servida con comida todos los
días, la obra social. Aimara a veces tiene que levantar a su mamá del piso y a veces tiene que ponerse en el medio cuando sus padres se tiran platos.

Airmara ya estuvo medicada una vez porque se distraía en el colegio: fue cuando la cena pasó a ser un matecocido, cuando la madre comenzó a estar todo el día
en la cama, cuando no pudo seguir jugando a Corazón de melón ni ver animé porque ya no hay wifi, ni cable ni nada. Como tampoco hay obra social, la mandan a
la psicóloga del hospital público: parte del tratamiento consiste en revisar sus carpetas, hacer un seguimiento de sus materias, prestar libros de animé. Aimara se
cortaba la mano, el brazo y un poco la panza. Hace tres meses que no se corta. “Igual las cicatrices me van a perseguir toda la vida”, dice estirando la remera
gastada.

Hace algunos años comencé a recibir en consulta a adolescentes que –además de las problemáticas que los habían llevado conmigo: adicciones, noviazgos
violentos, trastornos alimentarios, dificultades escolares, conflictos con la ley- empezaron a mostrar algo de su padecimiento vía marca en el cuerpo. Luego fui
comprobando que los cortes y autolesiones en la adolescencia son mucho más habituales que lo que creemos, que atraviesan toda clase social y que tendrán una
permanencia en un mundo donde lo efímero es mandato. Estas son algunas historias en relación a un tema “mudo”, del que prefiere no hablarse o –en tal caso-
tomarlo como una moda.
***
Yamila estudia en un colegio de arte en Capital Federal. Los cursos tienen pocos alumnos, la enseñanza es bastante personalizada. En su curso hay nueve chicas:
tres se cortan, tres se cortaron “antes” –a los 11, a los 12. Valentina y Dalila le preguntan a Yamila cómo puede ser que no se haya cortado nunca. “Todas lo
hacemos”. Laila no: “Yo empecé a los 10, ahora hace como un año que ya no me tajeo”.

Lisa no se corta: se muerde. Recuerda que cuando tenía 7 u 8 años, para no ir al colegio, se escondía con el perro debajo de la mesa. Hasta que no faltó como
quince días y el colegio llamó a su madre, nadie se dio cuenta. Cuando Lisa tenía tres años su padre se fue de la casa para irse con la hermana menor de su mujer.
Lisa terminó la primaria porque la subían a un micro que la dejaba en el colegio. En primer año comenzó con las mordidas. A los 15 sangró mucho, entró por
guardia y de ahí a tratamiento. No le creyeron lo de morderse y caratularon “intento de suicidio”. La internaron. Comenzó a vomitar para librarse de las pastillas.
Llegó a pesar 32 kilos.

La mamá de Jessica detectó los cortes un año después de que comenzaron: le sacó el celular y la llevó a consulta. “No tiene ningún problema, nosotros le damos
todo lo que podemos y más también. Se copia, por eso le sacamos el celular”. Jessica, de 12 años, detesta el secundario, el cambio de colegio, los profesores, sus
compañeros y la vida en general. Tiene 10 materias por debajo del promedio –alcanza gimnasia y dibujo- , se perfora, se tiñe el pelo, y se enferma todo el tiempo.
No tiene ningún problema, se copia “porque en internet enseñan como cortarse, como dejar de comer”, dice la madre muy convencida. Minutos después contará
que el hermano de Jessica está viviendo en el interior del país con unos familiares porque “siempre se mete en problemas”, que el abuelo que vive en el fondo de
la casa suele tirar unos tiros al aire cuando toma un poco demás -es alcohólico crónico- y que la hermana de Jessica ya intentó colgarse dos veces: “Es muy novelera,
siempre está llamando la atención”.

Hasta hace pocos años, los “cortes” eran caratulados como intentos de suicidio y, en general, eran ingresados al ámbito psiquiátrico después de pasar por “guardia”
o “urgencia”. En la actualidad, suele agruparse esa conducta como “moda” o “copia”: es habitual escucharlo en el discurso de educadores y padres, así como en
medios de comunicación. El problema siempre parece estar del otro lado. Lo interesante es que el aumento de autolesiones atraviesa todas las clases sociales: se
corta la adolescente que dejó el colegio a los 11 años como la mejor alumna del colegio privado más caro de Belgrano.
***
Mientras el mundo actual, con hiperconexión y sobreinformación, nos introduce en lo efímero, adolescentes y jóvenes han encontrado la forma de dejar(se) una
huella. Una manera personal de inscribirse una historia, la propia.

Es grande la dificultad de afrontar los cambios en una adolescencia como la actual, caracterizada por el “achicamiento” de la infancia y el empuje a ocupar lugares
para los cuales aún el psiquismo no está listo, aunque el cuerpo desborde.

Pensemos, por ejemplo, en Ona Saez, Complot, 47Street y otras marcas de ropa: comenzaron orientadas a mujeres jóvenes, luego bajaron el target a adolescentes
y hoy tienen percheros repletos de indumentaria a partir de los 2/3 años. Cada una o dos semanas titulares de diarios nos anotician de que los niños comienzan a
utilizar tablets a edades más tempranas. Argentina tiene un índice creciente de embarazo en niñez y adolescencia (desde que la biología lo permite) y cada año
baja el índice de edad de inicio al consumo de sustancias, generalmente el alcohol.

Ahora bien, no todo es lo mismo: hay que diferenciar entre usar un short o hacerse una cresta, tomar cerveza o fumar un porro, que la amistad pase por la
virtualidad de grupos de wassap, o que una niña de 11 años esté pariendo hoy a un bebé en un hospital. Y preguntarse por la (in)capacidad de bancarse la mirada
que esos actos conllevan. Todo lo no posible de ser contenido, hablado, puesto en palabra pasa al acto.
Los cortes, pues, se ubican de ese lado: “cortan” la angustia, el dolor, el sufrimiento, lo no dicho, lo no comprendido, lo no procesado, lo traumático.

Algo que quedará en el cuerpo de manera permanente, que estigmatizará, nunca puede ser simplemente ubicado como una moda, como una muestra de
identificación colectiva.

El desconcierto manifestado por la puesta en duda de los roles fijos de la maternidad y la paternidad hacen que el traspaso de niños a adolescentes sea abrupto.
Y ese desconcierto no puede ser suplido por la copia o la identificación a un grupo de pares. Digo: no son los adolescentes que se cortan una nueva tribu urbana.
***
Rodrigo fue con sus padres al colegio hasta séptimo grado. Cuando comenzó primer año lo cambiaron de colegio contra su voluntad. Lo llevaron dos días hasta la
puerta y desde ahí ya le enunciaron sus nuevas responsabilidades: viajaría solo, retiraría a su hermanita de cinco de la sala de preescolar del nuevo colegio,
prepararía la merienda para ambos y se ocuparía de ordenar su cuarto. “Ya sos grande”.

A la semana de comenzar esta rutina se perdió: por un problema de tránsito el colectivo que tomaba no pasó por la avenida por donde él circulaba. Dos días
después una persona se bajó de la moto y le robó la mochila y el celular en la esquina del colegio. Sus padres lo culpabilizaron por ser un “distraído” y le prohibieron
jugar a la play por un mes. Sin celular, sin play, con nuevos compañeros de colegio, con responsabilidades para los que no estaba preparado, Rodrigo explotó vía
la autolesión: se cortó con el vaso donde tomaba la chocolatada.

Rodrigo pertenece a una generación de chicos que han convivido desde jardín maternal con diagnósticos: ser travieso es TGD (Trastorno generalizado del
desarrollo), ser distraído ADD (Trastorno por déficit de atención), ser tímido es Asperger, ser callado es Autismo. La madre, en su muro de Facebook, publicó una
foto del primer día de clases: “Orgullosa de mi hombrecito: verte tan grande me emociona.” Pasaron menos de 90 días desde que Rodrigo iba en auto al colegio y
no se ocupaba de nada. Ahora, el “hombrecito” dice que preferiría volver a tener cinco años, ir a preescolar, que se ocupen de él: la sangre se confunde con la
chocolatada. Dejó de usar mangas cortas, no quiere que nadie sepa de sus cicatrices. En el único lugar que se siente seguro es en su pieza. Ha llegado a cortarse
en la planta de los pies, con un cuchillo con poco filo. Cada tanto siente que va a explotar.

Las autolesiones comenzaron a diferenciarse de los intentos de suicidio en los tratamientos por adicciones. En mi experiencia clínica en Toxicomanías y adicciones,
con frecuencia recibí usuarios de cocaína que no bajaban la ingesta compulsiva (es habitual que lo hagan con marihuana, psicofármacos o algo de alcohol) y se
provocaban pequeños cortes para calmar la situación. Se escuchaba hablar de “bajar”, “alivio”, “parar”. No estaban ligados a ideas de muerte, sino a contener una
situación que se les iba de las manos (taquicardia, insomnio, paranoia). Es más: la muerte era una idea que atemorizaba mucho. Cortarse también era algo muy
difundido entre poblaciones privadas de su libertad, donde se dan los primeros intentos de sistematización de la práctica para no poner en riesgo la vida y si lograr
algún beneficio: ser ingresados a enfermería, por ejemplo.

Los cortes y autolesiones ahora difundidos entre adolescentes y jóvenes son marcas visibles pero que no lesionan órgano. Cuchillos con poco filo, tijeritas escolares,
trozos de plástico, hojas de afeitar usadas. Sí, son dolorosos: cortar la piel duele. Muchos adolescentes dicen que al sentir el dolor es como que dejan de “hacerse
la cabeza”. Desplazan, diríamos, el dolor psíquico para el que no tienen herramientas defensivas por el dolor físico, que tendrá un pico y luego cesará. Esto de
todas formas no implica descartar lastimaduras profundas, que pueden ocurrir. Sólo intento marcar que no es el objetivo matarse.
La dificultad mayor, hoy, no la tienen los niños ni los adolescentes, sino los adultos. Los mandatos de eterna juventud, las presiones por sostener cierto lugar
económico que brinde un mínimo de seguridad en un mundo que no asegura nada, la competencia laboral, intelectual, el terror a quedar en los márgenes hace
que los niños sean llevados a ocuparse de cuestiones para los que no están listos. Esto incluye quedarse solos por horas, ser sus tutores escolares, ocuparse de
hermanos más pequeños, pasar horas y horas sin motivación, en la calle, haciendo nada.

Carolina dice que lo que más la enoja es encontrarse con su madre y sus amigas en el mismo boliche adonde ella va a bailar. “Mi vieja perrea, entendés? Se pone
calzas, me saca una remera y se hace la más puta, la más reventada, la más liberada”. Silvio tiene una mamá que se presenta como “madre y padre”. Francisco
tiene la llave de su casa desde los seis años: el portero lo esperaba en la puerta cuando salía de doble escolaridad, sus padres son comerciantes y no llegaban
nunca antes de las 21 horas. No soportó nunca que nadie lo cuidara: “Ahora me di cuenta que es porque me imaginaba a otros chicos que iban a tener que vivir
como yo, sin sus padres”. Eso sí: ya fue cuatro veces a Disney, y sus últimas vacaciones fueron en Vietnam, que está “de moda”. Lila vive con su mamá en un dos
ambientes: dejó de cortarse cuando la mamá consintió en mudarse a su pieza y ella pasó a dormir en el living. Comenzó a cortarse cuando un novio de la madre
la miraba dormir, salir del baño con un toallón y le daba nalgadas. También los escuchaba tener sexo a los gritos, a través de la delgada pared.

No hay una solución única para las autolesiones. El objetivo de esta nota es bien modesto: no pueden asociarse marcas permanentes con “moda”. Un corte no es
el pelo rosado, vestirse con ropa rota o no bañarse. ¿Están dirigidos? Sí: a los adultos. Por eso hay ser cuidadosos con el ataque frontal a los poquísimos pilares
que logran armar –a modo de dique, a modo de defensa- los adolescentes: los amigos, la música, el agrupamiento en tribus urbanas, el amor.

Y también entender que los objetos cumplen hoy otra función: el castigo más “popular” ante situaciones inmanejables suelen ser siempre los mismos: “Te saco el
celular, la Play, no podés recibir a nadie en casa”. La forma de lazo social ha cambiado: el grupo de Whatsapp hoy en día es más importante que el tiempo que se
ven en el colegio. La Play incorporó hace bastante el juego en red, y hace lazo. Por poner un ejemplo: todos sabemos que la violencia en noviazgos adolescentes
se manifiesta con signos de control: claves, fotos, vestimenta.

Más que “prohibir”, deberían propiciarse debates sobre el tema en los colegios. Ya casi no se habla de cuidados sexuales: “los chicos están al tanto de todo”,
“saben del tema más que nosotros”. La cadena de chistes “Me lo contó un forro” no puede reemplazar nunca un debate en vivo entre personas de la misma edad
con adultos. ¿Están al tanto de porqué tantas chicas dejan de comer panchos? Es porque no soportan las burlas de sus compañeros: “Yo ni sabía que significaba
“petera”, pero un día en un cumpleaños me sacaron fotos comiendo panchos, con cartelitos, y las empezaron a mandar por el grupo de WhatsApp. Cuando lo
googleé me quería matar!”. Steffy aún no tuvo relaciones; tiene doce años. Por Yahoo se enteró que petera es “un término porteño de Argentina y significa que
te gusta chupar penes (SIC)”.

La crisis del mundo adulto se evidencia en la sorpresa. Cuesta pensar que adolescentes que bajan 20 kilos, se tatúan, se perforan, se cortan, se rapan, se llevan
diez materias, sean “una sorpresa”. Algo está pasando con la mirada adulta. Por esto cobra mucha importancia del funcionamiento institucional cuando algo de
suplencia puede hacer: el colegio que convoca ante un problema y hace un seguimiento, el sistema de salud que contiene y aloja, hasta el juez que impone una
medida que no castiga sino cuida.
En un colegio secundario hubo cinco suicidios de adolescentes en un mes. La solución fue no dictar clases dos días por “duelo”. Brian, primo de una de las chicas
que se colgó, llegó a consulta y lloró 20 minutos: “Yo quiero gritar, patear, estoy enojado…y me mandan a mi casa y no puedo dejar de pensar en que V. ya había
hecho de todo para llamar la atención y no le dieron bola…”.

Brian, que iba con un arma al colegio, ahora hace boxeo cinco días a la semana. El arma la tiró por ahí, y sabe que cuando algo le duele mucho puede enojarse,
pero no es necesario lastimarse o lastimar a otros.

Lo sabe ahora, que tiene 17 años y 5 tatuajes que le cubren el brazo para tapar los cortes que se hizo desde los 12 hasta los 15. Ahora junta plata para el sexto: se
va a tatuar el nombre de V.

La mayoría de los adolescentes no quieren morirse ni enterrar a sus pares. Solo que a veces estar vivos les cuesta mucho, no saben bien cómo hacerlo. Por eso,
entre otras cosas, necesitan de adultos que los miren, los acompañen y los sostengan. Y que entiendan que la adolescencia es una etapa que pasará: sólo que no
lo saben mientras la están atravesando.

Coco, la muerte y el Oscar.


Calaveras y diablitos

Por Mercedes Liska.


(Revista Anfibia)

La última película de Disney volvió a calar en la sensibilidad de grandes y chicos. Sólo por eso tiene méritos suficientes para conseguir un Oscar. ¿Qué otros
temas aborda Coco a partir de la muerte? La música popular en clave melodramática, el robo de canciones y los ídolos como figuras controversiales. Alerta
spoiler.
El ídolo popular homenajeado por sus fans que como persona es detestable. La mujer que resigna su vocación artística cuando queda embarazada. El niño Generación
Z que aprende música con materiales de la cultura de masas. Las celebraciones latinoamericanas por sobre los rituales de Halloween.

Este cuadro a cuadro de escenas de Coco permite analizar cómo el mainstream del entretenimiento reinterpreta temas sociales actuales y los vuelve su discurso.

Los elogios hacia la película se esparcieron en las redes sociales. “Disney vuelve a hacer magia”, sostiene uno de los tantos comentarios.

El tratamiento de la muerte es un tema sensible siempre, y mucho más si se trata en relación con la infancia. Será en parte por eso que captó la atención de adultos
que encontraron un recurso para acercar el tema a hijos e hijas. Restar dramatismo, pensarla como parte del ciclo de la vida y, de paso, reivindicar la religiosidad
popular a partir del día de los muertos tal y como se celebra en México, rito sobre el que la historia hace eje.

Es paradójico: abordando este tabú Disney reafirma su inmortalidad. Fusionado con la compañía Pixar, gana impulso y recupera iniciativa en la capacidad de
visualizar elementos culturales latentes, de apropiarse de contenidos emergentes del habla cotidiana en el momento justo.

En esta oportunidad lo hace aprovechando el impulso que tomaron en los últimos años religiosidades que vienen a dar otro tipo de respuestas frente al saber centrado
en el conocimiento racional. Creencias que, incluso, le disputan el protagonismo que ha tenido la psicología en determinados sectores sociales a la hora de aquietar
angustias existenciales, sanar procesos internos de dolor, acompañar pérdidas.

Además de la temática de la muerte -o mejor dicho, de la muerte como la segunda vida-, Coco habla de la música popular. Y esta narrativa que atraviesa toda la
película tiene un desenlace que se vuelve oscuro.

Alerta spoiler.

Miguel, un nene de 12 años que vive en un pueblo mexicano, quiere dedicarse a la música. La familia, en especial su abuela, rechaza este proyecto. Parte de ese
deseo se sostiene a través de la admiración por un cantautor popular, un Gardel mexicano, ídolo de otros tiempos que muere joven.

Desafiando el mandato de su clan, Miguel traspasa la frontera de la vida durante el día de la celebración y visita el mundo de los muertos. A partir de allí empieza la
travesía para conocer personalmente al cantante de gloria eterna. Cree que su ídolo va a ayudarlo en su carrera musical y en el regreso con los vivos.

Pero el punto es que, promediando el final de la película, Miguel descubre que este cantante es en realidad un farsante, porque le había robado a otro músico las
composiciones que lo hicieron famoso. No sólo eso: para borrar la evidencia echó veneno en un shot de tequila, y lo mató.
***
Coco repone otra vez el melodrama clásico que divide al mundo en buenos muy buenos y malos muy malos, revisita el sentido trágico de la vida y lo hace de un
modo bastante perverso ya que Miguel adora a un músico que es un asesino.

Disney aprieta pero no ahorca. Necesita espectadores para sus próximas películas -y de todos los públicos para el efecto de masas que persigue-. Por eso, algo impide
que el niño naufrague en la desilusión. Final feliz con la reivindicación del compositor anónimo que terminó siendo pariente, el antepasado artístico de la familia del
propio Miguel.
Con este giro, Disney apela nuevamente a datos de la realidad. A principios del siglo XX, en la génesis de la historia de la canción como mercancía, hubo un vacío
legal debido a la falta de registro de autoría. Algunos músicos de mejor posición aprovecharon y se valieron de repertorio ajeno.

En la Argentina Francisco Canaro es un caso conocido, un artista clave del tango sobre el que circularon historias de favores y pagos menores a cambio de canciones.
Sobre él recayó un mal recuerdo pero disfrutó en vida de los beneficios económicos igualmente modestos si consideramos el capital que aporta la música actualmente
a la industria del entretenimiento.

Disney construye de este modo un cuestionamiento al poder que se erige sobre las figuras famosas de la canción popular como seres excepcionales, sobrenaturales
e inaccesibles. En definitiva, a la farsa del éxito individual.

Sin embargo, el relato también se vuelve clásico en la capacidad de ocultar la injerencia del sistema capitalista y de una industria de la música que se estructura sobre
la base de las grandes figuras y de la ascendencia y recepción que tienen. Es la lógica del starsystem o sistema de estrellas. En Coco la industria no existe y así delega
responsabilidades, cuestiona la moralidad de los músicos y no muestra ni un poquito los términos exclusivos y desiguales que propicia la comercialización musical
en detrimento de las aspiraciones profesionales de muchísima gente.
***
Una sublínea de la historia también refiere al lugar de las mujeres en relación con el medio artístico.

La familia de Miguel rechaza la música y el estilo de vida de los artistas. ¿La causa? Un antepasado varón que decide abandonar a su pareja y a su hija para desarrollar
su carrera, aunque después de arrepiente. La esposa también era música, pero al convertirse en madre se aleja de la actividad, se establece en la vida doméstica y
despliega otro oficio que le permite el sostén económico del núcleo familiar.

Acá también la película retoma y marca tópicos activos y relevantes de los debates contemporáneos como los roles de género, y recuerda que en la historia de la
música popular en el siglo XX, ser mujer y dedicarse a la música implicaba elegir entre la carrera o la familia, ya que se percibían como modos de vida incompatibles.

En el acto de renuncia a realizarse en la música, la madre de Coco ingresa al grupo de personas buenas.

***
Incluso teniendo en cuenta todo esto, la intención no es decir que Coco es una mala película.

Señalar estas cuestiones permite ver la complejidad de sentidos que movilizan las narrativas de la cultura de masas y las vueltas de tuerca que realiza de aquello que
toma de las densidades sociales actuales, cómo se recicla la empresa, el delicado equilibrio y la ambigüedad que componen el discurso dominante.

¿Cuál es el lugar de la fantasía del ídolo?

En Coco, la fascinación artística es un motor creativo. Miguel desarrolla su sensibilidad expresiva a través de esa conexión, aprende a tocar la guitarra y a cantar
escuchando y mirando una y otra vez las cintas de películas antiguas del artista en una televisión escondida, practica la digitación y el tipo de rasgueo sobre las
cuerdas, repara en la entonación, las inflexiones y los distintos registros de carácter de la voz para crear su interpretación.

Miguel desarrolla competencias musicales a partir de su fanatismo y a través de la cultura masiva que distribuye la industria en un contexto social en el que parece
imposible pagar clases de música o asistir a una institución de enseñanza formal.
Es un niño que tiene que ponerse a trabajar pronto, aprender el oficio de zapatero para colaborar en la economía familiar. La película infantil se vuelve drama social,
y sin embargo el uso inesperado de las cosas que se nos ofrece describe el mundo de los que están vivos. Pero para eso no necesitamos a Disney, lo sabemos.

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