Sie sind auf Seite 1von 10

Blas Matamoro

30 noviembre de 2003

Una de las inscripciones lapidarias de Adorno que más han circulado dice que,

después de Auschwitz, no se puede escribir poemas. Cabría preguntarse por qué


después de Auschwitz y no después de cualquier atrocidad anterior más o menos

voluminosa. La historia humana puede proveernos de unos cuantos ejemplos.

Poemas no, pero ¿sí, filosofía? Dicho más filosamente: ¿cabe seguir pensando

después de Auschwitz? Este fatídico nombre significa que la cultura puede ser
convertida en puro y mero dominio, o sea en barbarie, y que con el fenómeno

pueden construirse teorías como las de Carl Schmitt.

La respuesta nihilista estaba al alcance de la mano. Si todo ha sido aniquilado,

pensemos alegre o patéticamente a favor de la aniquilación. Proposiciones de esta

índole abundaban en el pensamiento contemporáneo. Llevada al extremo de sus


potencias, la nada se convierte en negación de sí misma, o sea que se vuelve positiva:

si todo es nada, la nada lo es todo. Consciente de este peligro, o sea de que admitir
el poderío de Auschwitz era aceptar su peor resultado —la cesación del

pensamiento—, Adorno buscó la salvación del pensar en medio del general derrumbe.
Anduvo casi toda su vida tentando salidas que pudieran activar el laberinto de la

historia y, hacia 1966, encontró una en Dialéctica negativa, texto que tal vez siga

siendo el último gran libro de la filosofía occidental.

Adorno empezó la búsqueda navegando con Ulises, que para él y su compañero


Max Horkheimer, en los tiempos de Dialéctica de la Ilustración, era el paradigma de

la humanidad moderna, la que se vale de la razón y de la astucia para vencer el miedo

que le producen la naturaleza y los dioses. Ulises engaña a los dioses y domina la
naturaleza. La recompensa material es modesta: una esposa veinte años más vieja

que al partir y un reino insular que excede en poco al islote Perejil. Pero el premio

simbólico es inmenso, porque su modelo se extiende hasta nuestros días. Es cuando


Adorno y Horkheimer, trémulos de pesimismo cultural, advierten la paradoja de la

Ilustración: para liberarse de aquellas amenazas, el hombre ensanchó su dominio y

creó medios de sumisión más poderosos que nunca, con los cuales fue sometiendo

a sus semejantes. Las herramientas de la liberación sirven también como aparatos


de opresión y así llegamos a Auschwitz: la ciencia y la técnica como legitimadoras de

la política, perversa mezcla de idealismo y positivismo, resultan ser la enésima y

bastarda consecuencia de los ideales ilustrados.

Ya solo y por su cuenta, Adorno propone un discurso del método que, partiendo

de Hegel, haga la crítica hegeliana del maestro y sirva para eludir los bloqueos que
padece el pensamiento del siglo XX cuando se pierde por los caminos de la filosofía

del ser (Heidegger, Sartre): el ser es una categoría filosófica inútil porque escapa a la

razón en la tautología que lo define: el ser es (lo que sea). La tautología denuncia

una imposibilidad de pensar. Ocupa el lugar del Dios muerto y sigue oponiéndose a
que den con su nombre verdadero. Adorno propone sustituirlo por una diosa: la

negatividad.

Es una potencia que nos conduce a rechazar tanto el mundo como algo

simplemente dado, como facticidad, cuanto a cualquier sistema que se ofrezca como
conjunto cerrado de explicaciones exhaustivas de todo lo real. No hay totalidad para

tal fuerza, ni como garantía utópica de la verdad (de nuevo Hegel) ni como mentira

eficaz para el curso del mundo. Pero tampoco hay cortapisas para su acción, ya que

se hace cargo de todo cuanto le interesa, desea y apetece. Sólo que su estilo no es
la totalidad, sino esa enciclopedia de fragmentos, de felices y momentáneas

epifanías, que es, para nuestro escritor, la filosofía contemporánea. Y, si se quiere,

una respuesta anticipada a las fiebres crónicas que producen en nuestros días las
deconstrucciones posmodernas. O, si se opta por traducir: que seguimos estando en

la modernidad, nos guste más o menos, y que, si elegimos cuestionarla en vez de

criticarla, celebraremos Auschwitz, Dachau y cualquier guerra santa. Más aún:


restauraremos la dictadura de Dios muerto y los recetarios totalizadores propuestos

por sus sacerdotes.

Dicho al pasar y como personal digresión, anoto que algunas de las más felices

páginas de Adorno están entre sus ensayos breves de Disonancias, Notas de


literatura y Minima moralia. En tales búsquedas interdisciplinarias se advierte que su

preocupación era, justamente, la pequeña ética que plantean los problemas

prácticos que debían resolverse en la vida cotidiana, incluida en ella la hora de ir al

concierto o habitar la biblioteca.

Adorno continúa trabajando desde la base del pensamiento occidental, el vínculo


entre el sujeto y el objeto. Al menos, así lo estamos haciendo desde Descartes. Una

base que contiene una verdad (la condición dicotómica del hombre) y una falsedad

(la hipóstasis de tal relación como una invariante, la eterna división entre cuerpo y

alma, materia y mente, etcétera). Entonces: ni el idealismo del sujeto uno e indivisible,
ni el positivismo del objeto radical y absolutamente dominado por la ciencia. El

sujeto adorniano se desdobla y se critica negativamente a sí mismo sin cesar, se

mueve, se activa y se dirige a un objeto que admite como irreductible, o sea algo

que lo obliga a una tarea infinita. La cosa es siempre singular y el concepto puede
reprimirla pero no agotarla. Se trata de una labor diabólica, porque ya el Mefisto

goetheano se nos definió como el espíritu que todo lo niega y Adorno hace de la

negación lo propio del pensamiento.

Estrictamente, la dialéctica negativa apunta contra cualquier filosofía de la


identidad. La propuesta absoluta de que todo lo que es coincide total y

perfectamente consigo mismo, conduce a la ciega parálisis del pensamiento, a la

participación mística de las indistinciones, a la noche oscura del alma donde nunca
amanece. Si hay un absoluto adorniano, en el sentido de libertador, es el de la no

identidad, la autoconciencia del nocturno ciego que adquiere, de tal forma, el

sentido de la vista que distancia y distingue. La identidad provista por la esencia es


todo lo contrario: es el poder que determina, oprime y somete. Pensar a favor de la

unidad del ser es predisponerse al totalitarismo, instaurar una suerte de policía

ontológica.

Entonces: el sujeto nunca lo es del todo, como tampoco el objeto, y no hay un


tercero que concilie estas carencias. Por el contrario, son las carencias las que

mueven a la razón, que es siempre razón deseante, volitiva, hambrienta de mundo.

Por paradoja, si la unidad es absoluta lo es porque es doble, dúplice, y esta

duplicidad es, hegelianamente, lo propio del hombre. Todo lo humano se duplica,

tiene una alteridad que aparece como síntoma del espíritu. Tal vez convenga sustituir
"espíritu" por su sinónimo: fantasma. Lo propio del hombre es considerar lo real a la

vez como positivo y fantasmático, lo que exige el trabajo de una razón fantástica, la

que opera en el arte, otra peculiaridad humana. La filosofía, apenas, anda por el

camino que se abre en el mundo de los fenómenos, infinita ruta que se propone
como saber absoluto pero que, en realidad, construye un enésimo discurso del

método. Lo real es el camino y no la meta, que es ideal. O, por mejor decir: lo real es

el andar que hace caminos. La ruta —es decir: el método—es el resultado de la acción

del caminante, o sea el filósofo.


La negatividad es el núcleo de la crítica y esto, tanto para Adorno como para sus

compañeros de la Escuela de Frankfurt, equivale a decir teoría social, teoría crítica de

la sociedad. Se trata no ya de la crítica de la razón pura teórica o práctica, sino de la

crítica de una sociedad determinada. La tarea parece categórica pero plantea difíciles
preguntas. En efecto, ¿es la crítica una institución social o está fuera de la sociedad,

en un espacio asocial y, por lo mismo, utópico? ¿Es la utopía un elemento ineludible

de la crítica o ésta debe hacerse siempre desde algún lugar de la sociedad?


La política marxista clásica proponía situarse en la sociedad y hacer la crítica del

propio lugar, en cuyo caso se corre el riesgo de paralizar la acción, que siempre es

maniquea. El utopismo, por su parte, domina en ciertos herederos de la Escuela,


como Jürgen Habermas, con su construcción utópica de la acción comunicativa,

propia de una sociedad donde el lenguaje nada oculta ni se permite ambigüedades

ni duplicidades, o sea que deja de ser humano y se torna palabra divina. La

transparencia es propia de seres incorpóreos, carentes de opacidad corporal, para


los cuales la comunicación plena es factible en el tiempo y no en la suspensión

temporal del éxtasis.

Si se trata de efectuar la crítica social desde un lugar político concreto, surge el

dilema planteado por Max Weber acerca de la profesión intelectual y sus relaciones

con la profesión política. Para decir políticamente algo, el intelectual ha de


encuadrarse, organizarse y someterse a la disciplina de un partido, de modo que su

pensamiento perderá la autonomía que lo caracteriza como tal, bonificado por los

objetivos del bien político que el buen partido persigue. La plena eficacia de la acción

puede descabezar al intelectual comprometido con una organización y ensancharlo


y reducirlo a ser sujeto de una acción pura, legitimada por el aparato. Cualquier

combinación ideológica podrá justificar, entonces, el acto puro: habrá un socialismo

de derechas en el nacionalismo prusiano, un fascismo de izquierdas en la guerrilla

tercermundista, cruzadas por la libertad y teólogos de la liberación.


Este nudo donde se ajustan, a veces hasta el estrangulamiento, la teoría y la

práctica, el intelectual y el político, ha sido un motivo de reflexión dejado al pasar

por Adorno y los suyos. En efecto: ¿desde dónde se formula la crítica de la sociedad?

¿Hay un lugar externo a la dialéctica negativa que sirva para tal fin? Nuestra
experiencia de la sociedad es de toda ella, pues la totalidad social funciona a cada

instante de nuestra vida con los demás. Pero nuestra conciencia individual no es

capaz de aprehender tal totalidad, de modo que la crítica de la sociedad ha de ser,


igualmente, la crítica de la crítica, una suerte de tarea hipercrítica sin término visible.

Y esto difícilmente es compatible con el carné de afiliado a cualquier partido político.

Dificultades colaterales surgen cuando se ahonda en el tema. La teoría está


inmersa en la práctica. Todo conocimiento es resultado de un deseo de conocer y

tiene el interés de conocer. El conocimiento, por su parte, es dominio y el dominio

es poder. Es decir: no se puede conocer sin sumergirse en la objetalidad que se trata

de conocer a distancia. De ahí el movimiento de negatividad recíproca que Adorno


propone como meollo de la dialéctica: un sujeto sin identidad fija y un objeto sin

límites domeñables.

El marxismo clásico, con sus rudimentos teóricos de la ideología como falsa

conciencia, dio alguna pista para investigar el asunto, pero la sociedad de clases que

concibe el marxismo no tiene un lugar para los intelectuales, que no son una clase
en el sentido de grupo inserto en el proceso de producción. Un sugestivo fenómeno

se fue dando en tiempos de Marx y Engels dentro de la sociedad burguesa avanzada

y es la romántica oposición del intelectual surgido de la burguesía contra el burgués

filisteo y beocio.
Los pensadores de la Escuela de Frankfurt anduvieron buscando y criticando su

lugar en la sociedad para legitimar su teoría social como teoría crítica de esa misma

sociedad. Esta búsqueda se vio enfatizada por el hecho de la emigración, cuando el

nazismo los obligó a escapar de Alemania y, por sucesivas expulsiones, ir de Holanda


a Francia y a Estados Unidos. El retorno de algunos a Alemania Adorno y Horkheimer,

la permanencia de otros en los Estados Unidos Marcuse, más las distintas fortunas

sufridas o gozadas entre los movimientos estudiantiles y juveniles de los años

sesenta, bifurcaron todavía más los senderos de este dramático jardín. Marcuse fue
tomado como guía, en tanto Adorno era la bestia negra del pensamiento

aristocratizante. Lukács y otros ortodoxos ironizaron sobre estos habitantes del hotel

al borde del abismo, que observaban los pródromos del Apocalipsis a través de
limpios ventanales, en un tibio ambiente calefaccionado, con un fondo de música

dodecafónica, Cardhu en mano y Davidoff encendido.

La filosofía ¿es entonces un viaje al confín de la sima, un reconocimiento del


abismo desde el hotel burgués convertido en albergue para pobres sin casa? Si la

clase obrera se había olvidado de la revolución y el comunismo se concentraba en

construir el capitalismo de Estado, ¿es la revolución una tarea de los desesperados?

Despojada de su estremecimiento libertario, la filosofía se torna en ciencia triste y el


saber es una forma egregia de la desdicha, todo según Pascal, por ejemplo.

Algunos contactos incómodos se hicieron entonces presentes en la vida de los

frankfurtianos. Diría que dos: el magisterio de Heidegger (Marcuse fue uno de sus

discípulos preferidos) y la condición judía. Heidegger resultaba peligroso porque su

filosofía, que pretendió sustituir la metafísica por la ontología, el estudio del Ser fuera
de los entes, sin historia, atemporal, pleno de sentido y horro de significados,

conducía al nazismo como única garantía de esa plenitud irracional que toda

vacuidad inefable busca a ciegas. La identidad del Ser consigo mismo, la primigenia

unidad recuperada y la mítica memoria del Ser perdida en el tiempo de la historia,


se asentaban sobre la tierra húmeda todavía por la sangre de los héroes que se

habían mudado al Walhalla de los paladines germánicos.

Por el lado judío, pendía la advertencia del predecesor Walter Benjamin, cuya obra

dispersa reunió y editó Adorno, no sin manipulaciones y censuras propias del


poderoso. Benjamin tiene una visión mesiánica de la historia, lugar donde el hombre

ha de limpiarse la mancha del pecado original que está en la fundación de la historia

misma. Pero, como el Mesías no llega, según la trágica convicción judaica, la historia

deja de ser redención y se convierte en catástrofe, con lo que cualquier intento de


mejora, revolucionaria o no, queda derogado por la índole misma de la historia, el

coro de los desgraciados que claman justicia o mera venganza por sus
padecimientos. Dolor y ruina caracterizan la obra de este siniestro Ángel de la

Historia, desesperado y sublime, pero simplemente patético.

Creo que los frankfurtianos buscaron la salida, como dije, en un reformulado


Hegel, un Hegel adicto a la dialéctica como infinito proceso de la negatividad, y ajeno

al sistema del idealismo objetivo que concilia todas las contradicciones y encuentra

a cada rato rastros positivos del absoluto en modelos de Estado, cuando no de

conductores victoriosos que montan a caballo como la encarnación del curso del
mundo. El Hegel de Gadamer y no el de Kojève, por citar a dos contemporáneos.

La historia, para Adorno, es trascendencia, de aquella manera, pero no salvación.

Nada hay que salvar porque nada se perdió en el origen. Y la trascendencia es el

pensamiento en que el pensador la degüella a la vez que es degollado por la rasante

crítica de la negatividad, en tanto las cabezas de ambos recrecen como si se tratara


de un monstruo mitológico. El Ángel de la Historia se ha transformado en una hidra.

Así de simple. Esto, unido al pesimismo cultural de cuño romántico que se distribuye

entre los frankfurtianos, hace de la dialéctica histórica una caja de sorpresas que vale

la pena investigar, aunque sin ninguna esperanza de mejoría, porque los avances son
siempre compensados por los retrocesos.

La tarea del historiador o del mero meditabundo de la historia consiste, entonces,

en admitir que hacemos la historia sin saber que la hacemos, conforme a la figura

del decapitado, pero que somos capaces de desarrollar una provisoria cabeza y
razonar la ciega necesidad, único sitio de nuestra libertad. Dónde situar este espacio

es tal vez el enigma supremo de la razón histórica, que Adorno resuelve

dialécticamente: somos la materia y a la vez la conciencia de la historia, todo por

junto en un movimiento dialéctico que actúa sin prisa ni pausa. Justamente es el


desarrollo de la conciencia histórica el que da sentido de la vista a la ciega necesidad

que genera los hechos históricos. No se trata de elevar el espíritu objetivo al cielo de
la historia, sino de hacer que actúe de doble fantasmal de los cuerpos que habitan

esta tierra.

El momento histórico en que se formulan estas reflexiones no daba para bromas.


La figura del proletario capaz de encabezar una revolución socialista mundial se

había disuelto en el enjambre de nacionalismos y fascismos que actuaron entre las

dos guerras mundiales. Ajenos a cualquier disciplina partidaria, los frankfurtianos

repensaron el marxismo a la luz de ese doble evento: la clase obrera había dejado
de ser revolucionaria y las masas habían suplantado a las clases en la estructura de

la sociedad avanzada. La tarea del intelectual que heredaba la Ilustración a través del

materialismo histórico (resuelto en clave dialéctica y no positivista) era restaurar la

imagen de la revolución pero desvinculándola de la necesidad histórica, porque esta

mostraba que las masas se volvían fascistas con facilidad y Auschwitz se convertía
en el destino de la razón instrumental.

Por paradoja, estos atentos lectores del socialismo científico hallaron un enésimo

camino de Utopía. Se trata de una suerte de fantasía de retorno al mundo pregenital,

donde el juego sustituye al trabajo. Si trabajar es someterse a una actividad cuyas


finalidades están impuestas, jugar es actuar fijándose libremente las finalidades, que

se convierten en el Reino de los Fines donde todos somos libres y podemos convivir

armónicamente sin imposiciones represivas. La utopía no es, como en la noción

clásica de revolución, el deber ser de la revolución frente al ser de lo establecido,


sino la denuncia de la unidad totalitaria del sujeto que ha perdido su dimensión

crítica y se ha visto reducido a ser lo que Marcuse denomina el hombre

unidimensional.

Adorno, creo, se imaginó parte de eso que Ortega llamaba minoría egregia o
enérgica. No una aristocracia, que es casual y hereditaria, sino una nobleza, que es

vocacional y libre. Sus estudios sobre la cultura de masas que atomiza sin socializar,

y sobre la personalidad autoritaria, que compensa la debilidad del sujeto individual


con la adhesión al líder omnipotente o la institución que lo remplaza, todo esto

apunta a la contrapuesta figura del intelectual que se zafa de la compulsión social

en un apasionado ejercicio de negatividad. En este par de actitudes se funda la


renovada actualidad de su pensamiento.

¿Podemos pensar después de Auschwitz? Sí, podemos y no sólo podemos, sino

que debemos. Nuestras locuras son la trágica medida de nuestra racionalidad. Y

Auschwitz es Hiroshima, Vietnam, el Gulag, Afganistán. Se trata de que el terror no


nos paralice el pensamiento ni nos haga simpático al verdugo. La tiniebla subsiste,

pero es la razón y quizá la excusa para la tarea de la luz.

Das könnte Ihnen auch gefallen