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CELIA AMORÓS
GABRIEL BELLO
ENRIQUE BONETE
CARLOS CASTILLA DEL PINO
CAMILO J. CELA CONDE
ADELA CORTINA
SALVADOR GINER
FRANCISCO GOMÁ
FRANCISCO J. LAPORTA
JOSÉ RUBIO CARRACEDO
JAVIER SÁDABA
CARLOS THIEBAUT
FERNANDO VALLESPÍN
FERNANDO VELASCO
EDITORIAL CRÍTICA
Grupo editorial Grijalbo
BARCELONA
E sta o b ra ha sido ed itad a con la co laboración de la F u n d ació n Ju a n M arch
II
II I
IV
V ic t o r ia C a m ps
Sant Cugat ciel Vallès
F ernando V elasco
EL KRAUS-INSTITUCIONISMO: UN PROYECTO
DE RENOVACIÓN ÉTICA
PARA LA SOCIEDAD ESPAÑOLA
1.1. Introducción
2. A p r o x im a c ió n a l e t h o s in t e g r is t a
De este grupo que hemos denom inado in teg rista15 form a parte
un núm ero considerable del eclesiasticismo oficial. La historia del
pensam iento de Occidente se ha desarrollado durante muchos años;
unas veces en diálogo, en confrontación otras, con el pensam iento
cristiano. Éste siempre ha tratad o de pasar por el tam iz de sus plan
team ientos las diversas form as de pensam iento y de enfrentarse con
la realidad, que han ido apareciendo a lo largo de la historia. Con
la aparición en escena del kraus-institucionism o, los integristas sien
ten tam balearse todo su universo. La nueva corriente, según ellos,
afecta lo más esencial, pues introduce la subversión del orden n atu
ral y rom pe con la tradición, que significa cortar con la corriente
de la verdad. Las categorías con las que juegan los kraus-
institucionistas; razón, libertad, progreso, secularización, arm onía,
etc., obligan al eclesiasticismo oficial a fijar los presupuestos desde
los que venía actuando, aunque fuera p ara reafirm arlos: fe, au to ri
dad, tradición, orden, sacralización de la vida civil, poder tem poral
del papado, etc.
P ara los integristas nada puede subsistir sin base religiosa: ni
la dimensión m oral, ni la dim ensión política. No hay más que una
solución y una salida a los problem as planteados: la vuelta al pasa
do. Se apuesta por ella unilateralm ente. Sólo hay un cam ino para
llegar a Dios: a través de la m oral que dicta la Iglesia católica;
sólo así se regenerará E sp añ a.16 Todos debían sentirse orgullosos
de esta nación que sobresalía por su fidelidad a las consignas de
la Iglesia rom ana y que, gracias a ese m edio, España adquiriría
los niveles de vida más altos, y erradicaría todos los males que le
EL KRAUS-INSTITUCIONISMO 7
gos de la lib ertad , y que los am igos de la libertad son enem igos
del cato licism o .“2
3. A p r o x i m a c i ó n a l e t h o s k r a u s -i n s t i t u c i o n í s t a
3 .1 . K. C. F. Krause (1781-1812)
< A M l ’.S. ! f 1
18 HISTORIA DE LA ÉTICA
del m aestro sobre lo que pudiera llamarse la form ación del espíritu
racional en el individuo».43 No se puede, por tanto, m anipular al
niño ni educarlo en ninguna religión particular; «si hay una educa
ción religiosa que deba darse es la de la tolerancia positiva, no es
céptica e indiferente, de las simpatías hacia todos los cultos y creen
cias».1'1 Es una pedagogía con sentido de la tolerancia ni acepta
el laicismo agresivo, ni el eclesiasticismo ciego.
Con sentido de la secularización. Es una afirm ación de todo
ám bito de la realidad que no implica, ni teórica ni prácticam ente,
negar a Dios, sino el intento de poner a la religión, a la Iglesia,
en su sitio. Ei factor social-eclesial com o explicador de la realidad
va cediendo terreno a una explicación de la realidad (mundo-hombre)
inm anente a la naturaleza y al mismo hom bre.
Con sentido del bien p o r el bien. Todo com portam iento hum a
no, sin excepción de un solo acto, debe ser m oral y justo. Tanto
en la intención como en la ejecución debe buscar el bien y realizar
el bien. «El bien realizado libremente, sin otro motivo que el bien
mismo, constituye la moralidad.»"15 P o r ello, todo acto tiene que
ser libre, bueno y útil (los institucionistas querían ser aceptados
no en nom bre de la autoridad, sino por la perfección m oral).
Con sentido del sentim iento. No sólo se contem pla el aspecto
intelectual, sino tam bién se desarrolla el lúdico, artístico... Es un
ver y sentir la vida como arte. Se trata de que haya más vida y
menos angustia, se busca hacer agradable la virtud. De ahí la nece
sidad de educar la vista, la voz, el gesto, etc.
Con sentido de la actividad y utilidad. Es el niño el que debe
pensar, reflexionar, plantearse las cuestiones y corregirlas. Él es par
tícipe de la m archa de la historia, y gracias a su actividad se m odifi
can las cosas y el m undo. No es una pedagogía que perm ita una
actitud al margen de la vida, la sociedad, la historia. Está al servi
cio de la vida, de los dem ás. Es solidaria.
Con sentido ecológico. Ello conlleva un respeto tanto a nuestro
propio cuerpo (aseo, gimnasia) como a la naturaleza, a la que debe
mos aprender a m irar, respetar y conocer (excursiones).
Sin necesidad de prem ios. N ada de premios ni castigos, ni re
com pensas, ni reconocimientos y, mucho menos, de culto al éxito.
H ay una absoluta protesta contra todo aquello que intenta chanta
jear al hom bre en nom bre del futuro, bien con premios o bien con
castigos/16 Se obra por encima de todo premio.
EL KRAUS-INSTITUC’IONISMO 25
que siempre trataro n de que hubiera más vida que miedo, más de
sinterés que premios y castigos, más coherencia que superficialidad,
más pluralism o que dogm atism o, más tolerancia que incom pren
sión, más razón que pasión, más argum entos que impulsos viscera
les, más religión que hipocresía, más diálogo que agresividad... «Tex
tos vivos» de una actitud que introducía un orden más racional
en todos los ám bitos de la vida, tanto personal como social. A nte
elios tendríam os que repetir aquello de que «en verdad no encontré
en Israel m oral como ésta».
4. A p r o x im a c ió n a l e t h o s p o s it iv is t a
5. C o n c l u sio n e s
N otas
C A M l ’S. I I I
34 HISTORIA DE LA ÉTICA
necesario salvarlo retro ced ien d o , salvar la u nidad cató lica, fuerza y salud de la p a
tria: salvar el tro n o de V .M ...» (A . A parisi y G u ija rro , citad o en A . H eredia, op.
cit., p. 345).
17. « ... sin u n a cáte d ra divina ..., sin un m agisterio .... sin u n a au to rid a d ...
la em ancipación de la v o lu n tad es inevitable y n o to rio el extravío de los ánim os»
(J. O rti y Jove, op. c it., 2, p. 143).
18. C iviltá C attolica, citad o p o r J. M ,a L ab o a, E l in teg rism o , en la n o ta 15.
19. J. O rti y Jove, op. cit., II, p. 100; S ard a y Salvany, con su o b ra E l libera
lism o es p e c a d o , B arcelona, 1887, L ibrería C ató lica, P in o ’, es el p ro to tip o del re
chazo c o n tra el liberalism o: «El liberalism o es el d o g m a de la independencia ab so lu
ta de la razón individual y social; el catolicism o es eld o g m a de la sujeción ab so lu ta
de la razón individual y social a la ley de D ios. ¿C óm o co nciliar el sí y el no de
tan opuestas d o ctrin as? » (p. 24T; « ¿ P o r qué le hem os de hacer a la R evolución
el servicio de p reg o n ar sus glorias in fau stas? ¿A títu lo de qué? ¿De im parcialidad?
N O ; que no debe h ab er im p arcialid ad en ofensa de lo prin cip al, que es la verdad»
(p. 76); «D e la sana intransigencia católica en oposición a la falsa carid ad liberal»
(p. 79); « ... al m alo se le am a corrig ién d o lo con la represión o el castigo» (p. 80);
«L a sum a intransigencia católica es la sum a católica carid ad » (p. 82); «L a fe d o m i
na a la razón; ésta debe estarle en to d o su b o rd in a d a » (p. 150); «L a tesis católica
es el derecho que tiene D ios y el Elvangelio a rein ar exclusivam ente en la esfera
social, y el deber que tienen to d o s los órdenes de la esfera social de estar sujetas
a D ios y al E vangelio» (p. 180).
20. J . O rti y Jove; op. c it., II, p. 23.
21. IbicL, p. 320.
22. C f. F. G iner de los R íos, E stu d io s filo s ó fic o s y relig io so s, M ad rid , 1876,
pp. 299-341.
23. Señalam os a co n tin u ació n p arte de la b ib liografía m ás d estacad a referente
al m ovim iento k rau sísta y sus principales p ro tag o n istas: cf. J. L. A bellán, « L a IL E ,
cien años después». In fo rm a c io n e s (M ad rid , 13 de m ayo de 1976); L. A raq u istain ,
«El krausism o en E sp añ a» , C u a d ern o s d e l congreso p a ra la lib erta d de la cu ltu ra ,
44 (1960), pp. 5-12; J. A . Blasco C arrasco sa, Un a rq u etip o p ed a g ó g ico p e q u e ñ o -
burgués (teoría y p ra x is de la IL E ), V alencia, 1980; V. C acho V iu, L a IL E . O ríge
nes y etapa universitaria, M ad rid , 1962; J. L. C alvo B uezas, « M an u scrito s de Sanz
del R ío», C iencia T o m ista , 338 (1976), pp. 121-127; E . D íaz, L a filo s o fía social
del kra u sism o español, V alencia, 1983; M . T . R odríguez de Lecea, «El krausism o
español com o filosofía p ráctica» . S istem a , 49 (1982), pp. 119-128; F. M artín B ue
zas, L a teología d e S a n z d el R ío y d el kra u sism o e sp a ñ o l, M ad rid , 1977; E . T erró n ,
E studio p relim inar a ios « T exto s escogidos» de Sanz d el R ío , B arcelona, 1968; idem .
S ocied a d e ideología en los orígenes d e la E spaña c o n tem p o rá n ea , B arcelona, 1969;
J. X irau, « Ju lián Sanz del R ío y eí krausism o esp añ o l» , C u a d ern o s a m erica n o s,
4 (1944); F. D íaz de C erio, « Id eario religioso de F» G iner de los R íos», P en sa m ien
to, 22 (1966), pp. 231-270; n úm ero m on o g ráfico so b re F, G iner de los R íos, Insula,
220 (1965); n úm ero so b re ía IL E , C u a d ern o s de P ed a g o g ía, 22 (1976); J. J. Gil
C rem ades, E l refo rm ism o español: kra u sism o , escuela histórica, n e o to m is m o , B ar
celona, 1969; M .a D. G óm ez M olleda, L o s re fo rm a d o res de la E sp a ñ a co n te m p o rá
nea, M adrid, 1966; A . H eredia S o rian o , E l kra u sism o e sp a ñ o l (estu d io histórico-
bibliográfico d e varios au to res), M ad rid , 1975; A . Jim énez G arcía, L o s orígenes
EL KRAUS-INSTITUCIONISMO 35
32. Ib id ., p. 65.
33. Ib id ., p. 216.
34. Ib id ., p. 217=
35. I b id ., pp. 109-111.
36. F. G in er, citad o p o r G arcía M oren te, « P ró lo g o » a E stu d io s filo s ó fic o s y
religiosos, V I, M ad rid , 1922, VI.
37. F. G iner, E d u ca ció n y e n señ a n za , X II, M ad rid , 1933, p. 31.
38. C itad o p o r P ijo a n , «M i d o n F riscisco», B o letín d e la I L E (1932), p. 51.
39. F. G in er, E stu d io s so b re ed u ca ció n , M ad rid , 1886, p. 47.
40. A rtícu lo n .° 15 de los esta tu to s de la IL E (encabeza to d o s ios núm eros
del B oletín d e la IL E ).
41. C f. F. G in er, E d u ca ció n y enseñanza, X II, p. 83.
42. Ib id ., X II, p. 33.
43. Ib id ., X II, p. 135.
44. F, G in er, E stu d io s so b re la ed u ca ció n , pp. 74-75.
45. F. G in er, P rin cip io s d e derecho n a tu ra l, M ad rid , 1916, p. 152.
46. C om p árese con este texto de Lessing: « P a ra sus acciones m orales necesita
ba y era cap az de servirse de m otivaciones m ás nobles y dignas que los prem ios
y castigos con qu e h asta entonces fu era o rie n ta d a . G olosinas y juguetes ceden an te
el deseo incipiente de ser tan libre, tan h o n ra d o , tan feliz com o ve que es su h e rm a
no m ayor» (G . E . Lessing, op. c i t 586).
47. C a p ta ro n los ho m b res de la IL E el espíritu nuevo que c o rría p o r E u ro p a:
P estalozzi, F róebel, Spencer. W u n d t. D arw in. T ra b a ja m o s en estos m o m en tos, ade
m ás, sobre la relación que puede existir con el m u n d o inglés a través de la corriente
de S h aftesb u ry . Es m uy p ro b ab le qu e, bajo la in fluencia de S h aftesb u ry (con o b ras
com o In vestig a c io n es acerca de ¡a v irtu d o el m érito ), co m p ren d ieran la im posibili
d ad de aplicar al o rd en del m u n d o categorías com o las de cu lp a, prem ios y castigos,
etc., y descub rieran (tam bién) la del panen teísm o , la del bien p o r el bien, etc.
48. F. G iner, P edagogía u niversitaria, M ad rid , 1924, p. 27.
49. A . B uylla, « L a ed ucación física y m oral en la u n iv ersid ad » , B o letín de
la I L E (1985), p. 202.
50. G onzález, op. c it., p. 237.
51. S obre el positivism o, c f.. p o r ejem plo. D . Núfiez R uiz, L a m en ta lid a d p o s i
tiva en E spaña: desarrollo y crisis, M ad rid , 1975; C. F ern án d ez, M a rx ism o y p o s iti
vism o en el so cia lism o e sp a ñ o l, M ad rid , 1981; U . G onzález S erran o , E stu d io so b re
los p rin cip io s d e la m o ra l con relación a la d o ctrin a p o sitiv ista , M ad rid , 1871; G.
de A zcárate, «El positivism o y la civilización», en E stu d io s filo s ó fic o s y p o lític o s ,
M ad rid , 1877; F. G iner, L eccio n es su m a rio s d e p sico lo g ía , M ad rid , 1920; E . La-
fuente, « L a psicología de G iner de los Ríos y sus fu n d am en to s k rau sistas» , R ev.
de H isto ria d e la P sicología, 3 (1982), pp. 247-269; A . Jim én ez, «El krausism o
y la IL E » , en op. c it., p p . 112-130; c f., adem ás, R e v ista E u ro p ea , 1874-1879; R e v is
ta co n tem p o rá n e a (fu n d a d a p o r J. del P ero jo en 1875, es clave p a ra conocer la
m entalidad positiva); A n a le s d e las ciencias m édicas. P a ra un seguim iento de la
m entalidad integ rista que co n sid erab a al positivism o com o algo subversivo, cf. la
revista L a d efe n sa de la socied a d .
52. D . N úñez R uiz, op, c it., p. 39.
53. E . Sanz E scartin , citad o p o r D. Núfiez R uiz, ib id ., p. 70.
EL KRAUS-INST1TUCIONISMO 37
EL PRAGMATISM O AMERICANO
lo, podría arrojar luz sobre la misma relación Kant-Peirce tal como
la ha suscitado Apel. P ara ello nada m ejor que llevar el problem a
de la experiencia en general, en cuyo ám bito Peirce pretende tom ar
distancias de Kant, y de la experiencia científica de Peirce, al ám bi
to de la experiencia m oral genuina donde lo situará James.
Peirce identifica el significado verdadero de una proposición,
en general, con aquel que permite el autocontrol (su versión de la
autonom ía kantiana) en cualquier situación y para cualquier propó
sito. Es decir, plantea el problem a en térm inos de acción controla
da en una situación de incertidum bre en general. Su pregunta va
en pos de los límites sem iótico-pragm áticos de la acción controlada
en general; pero límites concebibles, d e iure, en sentido metódico,
no experim entados de hecho en esta o aquella situación concreta.
Pero, como señala L. M arcuse (1969, p. 83) —que, en la línea de
Dewey, ve en el proyecto filosófico de Peirce una sustitución del
«enlightm ent» y la razón pura por el experimento-—, la experimen
tación no está lim itada a los aparatos, puesto que el propio Peirce
habría experim entado hasta la saciedad con conceptos y significa
dos sin em plear en ello productos químicos. A partir de esta exten
sión del concepto de experim entación, M arcuse detecta un despla
zam iento hacia la experiencia ética, estética y religiosa, con lo cual
nos adentram os en los dominios explorados por James.
3. C r ít ic a s y r e c t if ic a c io n e s
período corto, entre 1890 y 1912, y convirtieron a las dos prim eras
décadas de este siglo en el m om ento estelar del pragm atism o como
la nueva oía de la filosofía, cuyos movimientos llegaron a Europa,
bien para fundirse con otros paralelos ya existentes, como el hum a
nismo de Schiller en Inglaterra (Schiller, 1903 y 1907), bien para
despertar ecos como el de Papini en Italia (Papini, 1913) o de Sorel
en Francia (Sorel, 1921). Jam es, como Nietzsche, al que recuerda
en algunos aspectos, gozó de m ala s a lu d 1 y quizá por eso m itifi
có la fuerza y ei ím petu. H erm ano del escritor Henry Jam es, su
figura de hom bre de m undo, de viajero infatigable, profesor reco
nocido y orador brillante en los más diversos foros, contrasta viva
mente con la inquietante reclusión de Peirce, un hom bre fracasado
tanto profesional como sentim entalm ente, por más que hubiera de
convertirse en uno de los filósofos más influyentes dentro y fuera
de América. James era el símbolo de lo que Russell consideraba
ía filosofía m ejor adaptada a nuestra época (Russell, 1968, p. 157).
Pero ya desde 1905 comienzan a producirse distanciamientos crí
ticos dentro del m ovimiento pragm atista. En ese año nada menos
que Peirce escribe un artículo (Peirce, 1905) en el que propone la
nueva denom inación de «pragm aticism o» con el objetivo de dife
renciar su filosofía de la de algunos pragm atistas entre los que esta
ban Jam es y Schiller. En 1910 aparecerán las implacables y sosteni
das críticas de Russell a Jam es y al pragm atism o en general, y en
1913-1914 las de Durkheím , centradas am bas en ei problem a de
la verdad, que repetirá H orkheim er casi treinta años más tarde en
su crítica de la racionalidad instrum entista. Russell, quien dedica
un largo ensayo a la teoría de la verdad de Jam es, llega a escribir:
«esta filosofía ... aunque empieza por la libertad y la tolerancia
concluye, por necesidad interna, en el recurso a la fuerza y a los
grandes batallones. P or ello se adapta igualmente bien a la dem o
cracia en el interior y al imperialismo en el exterior» (Russell, p.
157). D urkheim , por su parte, sentencia duram ente que «el prag
matism o falta, así, a los caracteres fundam entales que hay derecho
a exigir a una doctrina filosófica», puesto que (sobre todo el de
James) arranca de la contradicción de hacer de la mente un epife
nóm eno de 1a m ateria evolutiva y, a la vez, sostener una variante
de la tesis idealista «ser un ser percibido» (Durkheim, p. 107), sí
bien, parafraseando al propio Durkheim , acaso fuera m ejor decir,
para eí caso de Jam es, que «ser es ser deseado y después realiza
46 HISTORIA DE LA ÉTICA
do sus consecuencias» (M acD erm ott, pp. 59-60). Esta idea puede
parecer difícil pero no es menos sugerente, P ara Dewey implica la li
beración del ciclo sin fin de la repetición «verídica» de lo que ya
es, en lo que no hay posibilidad para la libertad y la organización
abierta del futuro en el que quepan posibilidades realmente nuevas.
Este giro de liberación y apertura al futuro como m ejor puede
ser entendido es en térm inos morales, de progreso y de satisfacción
creciente de nuestras aspiraciones en extensión e intensidad, Y esto
puede recogerse en una visión de la verdad para la cual «correspon
dencia con los hechos» signifique adecuación de las consecuencias
de las acciones: i) a sus condiciones materiales antecedentes o de
partida, pero también ii) a condiciones psicosociológicas subsiguien
tes. Éstas, por más que incluyan un elemento de estimación y valo
ración, en m odo alguno dejan de ser, por ello, fácticas. Acaso,
después de todo, se trate de un concepto dem asiado am bicioso que
intenta fundir y unificar el universo táctico con el valorativo y los
criterios de validez epistémica con los de validez m oral. El intento,
sin em bargo, no deja de ser sugerente en la m edida en que, en
los térm inos de Jam es, tam poco puede funcionar ningún criterio
de validez final o definitivo más que la renovación continua de la
experiencia im pulsada por la voluntad de creer-vivir.
James habría contribuido, asimismo, a la constitución de lo que,
después de lo dicho en el párrafo anterior, podemos denom inar
«instrumentalismo moral» (no epistemológico, como suele ser usual).
Es la doctrina de que los conceptos y teorías son instrum entos para
la constitución y producción de hechos futuros en form a específica.
El predicado «m oral» se justifica porque los «hechos futuros» son,
para Dewey, tendencialmente sociales y morales pese al arranque
biológico de la teoría. Efectivam ente, se trata de la idea bioevoluti-
va de que el sistema nervioso y, sobre todo, el cerebro, es un órga
no de coordinación de los estímulos sensoriales (amén de todos las
m odificaciones que experim entan debidas a la m em oria y la imagi
nación) con el propósito de ofrecer respuestas m otoras apropiadas
a las situaciones. La inteligencia en general, y en particular las ideas,
conceptos y teorías, com parten la posición central del cerebro y
su función coordinadora. Jam es habría de transferir esta idea bio
lógica a los dominios psicológicos al establecer que «el criterio de
la presencia de lo mental en un fenómeno está en la aspiración
activa de fines futuros y en la elección de los medios para su logro»
(cit. por Dewey en M acD erniott, p. 52; jas cursivas son mías). El
significado pragmático de esta visión instrumentalista de la vida men
tal consiste, una vez más, en sus consecuencias: que la percepción
de los objetos de una situación está orientada, un tan to alucinato-
riam ente, por la representación de la aspiración y la elección de
los medios. El énfasis de Dewey en el papel de la investigación me
tódicam ente crítica tiende a corregir, precisamente, este sesgo aluci-
natorio presente en toda definición m oralm ente inspirada de una
situación. Y no deja de ser cierto que la calidad de las consecuen
cias activas de la percepción de una situación depende de la calidad
lógica de las estructuras mentales, de la calidad m etodológica de
la investigación evaluativa, y de la calidad sem iótico-pragm ática de
la com unicación, que el énfasis en su función instrum ental puede
tender a minimizar.
Dewey, acaso, una vez más, con un poco de ingenuidad filosófi
ca, trató de fundir o unificar dem asiado aprisa la teoría con la
práctica. Pero, com o dije antes a propósito de Jam es, un intento
semejante puede sugerir una ruta interesante. Antes de adentrarnos
en ella, debemos retornar a la figura de Ch. S. Peirce.
fatalm ente, ju sto lo que hace clel m étodo científico el más aceptable
para fijar la creencia, le vuelve tam bién el más ineficaz. Se trata de
su carácter crítico y, por lo tanto, falible. Lo prim ero, porque su
propia lógica interna lo im planta en una com unidad ilim itada (tanto
en el espacio como en el tiempo) de investigadores que se corrigen
m utuam ente sus propios errores individuales en un proceso de co
municación crítica siempre abierto, en cuyo horizonte asintótico aca
bará por aparecer la verdadera realidad, por lo cual la noción de
realidad está lógicamente referida a la de com unidad (Peírce, C .P .,
5.311). Lo segundo, porque el carácter crítico y autocorrectivo de
la investigación vuelve provisional y, por tanto, inseguro, cualquier
resultado parcial de la investigación. El significado pragm ático de
esta condición de la investigación, esto es, la consecuencia práctica,
es que el m étodo científico, que aparece en principio en Peirce como
el único fiable p ara fijar la creencia (por su carácter realista, desin
teresado, cooperativo, observacional, experimental, público y auto-
correctivo) y restaurar la seguridad del curso habitual de la acción,
al ser tam bién provisional, crítico y falible, resulta ineficaz y desa
consejable p ara la fijación y seguridad de la creencia en el hábito.
Peirce es tajante: «There is thus no proposition at all in Science which
answers the conception o f belief» (1.635, en G oudge, p. 253). ¿Qué
hacer ante esta paradoja? Com o la acción dem anda creencias segu
ras y la ciencia es incapaz de proporcionarlas, a Peirce sólo le queda
una solución: volverse hacía la dimensión energética, hacia las creen
cias instintivas que son «as fare most trustw orthy than best establis-
hed results o f Science» (6.496, Goudge, L., p. 253). Pero no se crea
que estam os ante una solución acom odaticia que trata de hacer vir
tud de la necesidad. P o r el contrario, estam os, según Peirce, ante
una exigencia lógica, pues es una prescripción de la razón que siga
mos los dictados del instinto cuando se trata de dar respuesta a nues
tros requerim ientos más inm ediatos, y es la lógica la que dem uestra
«de la m anera más clara que el mismo razonar testifica su propia
subordinación últim a al sentimiento» (Peirce, C .P ., 1.672). En últi
mo térm ino, «el hom bre avisado sigue su corazón y no se fía de su
cabeza» (Peirce, C .P ., 1.653). La separación entre práctica y teoría
no puede ser más com pleta y, pese a sus intentos de desmarcarse
de Jam es, Peirce acaba en una situación netam ente voluntarista e
instintivista, pero m ucho más consolidada teóricam ente, por ser el
resultado de su idea de la investigación y del m étodo científico.
EL PRAGMATISMO AMERICANO 53
e increm ente la lealtad entre ios hom bres» (Smith, 1966, p. 104).
Lo interesante, a mi parecer, de la aportación de Royce (dejan
do aquí y ahora a un lado su contribución al desarrollo de la idea
de com unidad en el pragm atism o) está en su com prom iso herme-
néutico que adopta abierta y explícitamente. T anto la com unidad
com o los individuos que la integran poseen una realidad simbólica
que se nutre de las interpretaciones com unales. El individuo deberá
llevar delante el proceso de form ación de su yo m ediante su partici
pación en la interpretación com unal de la form a norm al(izada) de
la yoidad según la causalidad com unitaria, m ediante sucesivas com
paraciones e identificaciones con los otros núcleos de identidad pre
sentes o pasados y sus rasgos: con qué o quién y con qué o quién
no se identifica. Esta idea de interacción identificatoria habría de
ser desarrollada de form a sistemática por G. H . Mead dando lugar
a su interaccionism o simbólico (M ead, 1934). Royce acabaría por
dotar a su idea de la G ran Com unidad de un contenido abiertam en
te cristiano que, seguram ente, no está muy lejos del substrato k an
tiano de la idea de com unidad que opera en Apel y H aberm as.
Pero a pesar del énfasis royceano en el individuo, su identidad
y su diferencia, la preem inencia que concede a la lealtad amenaza
siempre con fagocitarlo. Subsiste, pues, el problem a de la crítica
intracom unitaria en form a de pregunta: ¿cuál es el grado crítico
de lealtad que un individuo debe prestar a una causa com unitaria
para que no sufran m enoscabo ni él ni la causa? Pregunta que pue
de tener continuidad en otra que abre la cuestión de la crítica inter
com unitaria en los siguientes términos: ¿a qué com unidades se debe
o se puede prestar lealtad y a cuáles otras no?, pues existen los
casos de com unidades m añosas, los estados dictatoriales, etc. El
único criterio que parece proporcionarnos Royce, la lealtad a la
lealtad, o en todo caso, a la G ran C om unidad, no consuela dem a
siado. Desde que somos conscientes de la hegeliana astucia de la
razón, cualquier lealtad puede resultar a la postre sospechosa y cual
quier deslealtad redimirse por sus efectos. Considérese el caso del
terrorism o contem poráneo. Desde que los estados occidentales se
refuerzan considerablem ente en la lucha antiterrorista, cualquiera
que profese lealtad a la causa del Estado podría considerar m oral
mente justa la práctica del terrorism o como medio de favorecerla.
Es cierto que podría ser recrim inado desde la teoría de que un buen
fin no justifica medios reprobables. Pero el leal de nuestra historia
EL PRAGMATISMO AMERICANO 61
podría recurrir, por su parte, a la teoría del mal m enor para aducir
que siempre es un mal m enor el terrorism o por la causa del listado
que el terrorism o por cualquier otra causa. Como en este terreno
las categorías de «m ayor» y «m enor» son difícilmente operacionali-
zables (salvo, acaso, en núm ero de m uertos, etc.) lo que ha solido
ocurrir es que los diversos tipos de G ran Com unidad (desde la cris
tiana a la com unista pasando por la liberal-burguesa) a los que se
ha prestado lealtad, han dado lugar a guerras de religión e inquisi
ciones, campos de concentración y purgas, imperialismo y explota
ción. Quizás aun haya quien piense que hay causas que pueden
justificar m oralm ente barbaridades, porque ¿qué es lo que justifica
a una causa tal?
Este tipo de cuestiones son las que pretende abordar y respon
der Dewey con su explotación de la idea de com unidad como com u
nidad dem ocrática y de ésta como com unidad crítica.
6. D e w e y y l a c o m u n i d a d c i e n t í f i c o -p o l í t i c a :
ENTRE LA DEMOCRACIA Y EL MÉTODO CIENTÍFICO
C A M I ’S. III
66 HISTORIA DE LA ÉTICA
8. D EW E Y ; LA CONFRONTACIÓ N CRÍTICA
9. C o n c l u sió n
C A M I ' S , I !l
82 HISTORIA DE LA ÉTICA
B ib l io g r a f ía
En las citas que aparecen en tre paréntesis a lo largo del texto hay que
tener en cuenta: a) c u an d o aparecen dos cifras se refieren, usualm ente,
la p rim era a la fecha de edición y la segunda a la paginación; cu ando
aparece u n a sola se refiere a la p ag inación de la única o b ra del a u to r referi
do que ap arecerá en la lista biblio g ráfica; b) en las dos cifras de Peirce,
la p rim era se refiere al n ú m ero del volum en y la segunda al nú m ero del
p á rra fo de los C ollected P apers (C .P .).
O bras
N otas
5. S obre la crítica a Stevenson puede verse K erner, 1966, pp. 85-91. El libro
de .1. O . U n n so n , 1968, acaso d ebiera h ab er ido m ás allá de O gden y R ichards
{1923) h asta Peirce, en su rastreo de las raíces del em oüvism o ético.
6. Q ue G ad am er entiende com o «fenóm eno m o ral» pues, a) tal experiencia es
la esencia de la relación con la trad ic ió n , y b ) esta relación se p lan tea co m o con
un «tú» y tiene, p o r ta n to , un ca rácter personal (G ad am er, 1977, p p . 434-438).
7. Sobre el com p ro m iso h erm enéutico de R oyce, véase C o rrin g to n , 1984.
8. Sobre la retórica de Peirce, véase K rois, 1981, y K eveíson, 1984.
9. Me refiero a la teo ría w eberiana de la diferenciación de la ciencia, la m o rali
dad y ei arte en esferas p rofesionales incom unicadas en tre sí, y con la vida co tid ia
na, que H ab erm as co nvierte en u n a teo ría de la m o d ern id ad (H ab erm as, 1985a).
10. Sobre la diferencia B entham /lvliU , puede verse S m art y W illiam s 1981, pp.
217 y ss.
11. M e rem ito a las indicaciones que p ro p o rc io n a la n o ta 4.
12. H . A ibert sostiene que la altern ativ a a la decisión a rb itra ria de suspender
en un p u n to d ad o la d em an d a del «prin cip io de ju stificació n suficiente», sólo puede
ser la revelación com o m odelo de co nocim iento (A ib ert, 1985, pp. 18-21).
13. A un c u an d o el ya m encionado falibilism o reciente de H ab erm as p u d iera
rem itir a Peirce, in tro d u c to r de la idea, h a b ría una d iferencia esencial en tre Peirce
y H ab erm as: p ara el p rim ero , com o vim os en el epígrafe 3, el falibilism o es un
criterio de « n o solución» de pro b lem as m orales, m ien tras que el seg u n d o , siguiendo
a K olherg, considera la investigación falible com o cam p o de prueb as de las h ip ó te
sis, y esto se aviene con el carácter, a la vez ab ierto e incierto, de la experiencia
y la investigación m oral en Dewey (H ab erm as, 1988b, p. 141). B ernsteín, a quien
he citado en la n o ta 4 en relación con esto , ve la afin id ad en tre H ab erm as y Dewey
en in ten tar u n a reconstrucción de la filosofía que nos p erm ita b regar con los « p ro
blem as de los hom bres» en el co n tex to sociopolítíco (B ernsteín, 1986, p. 91).
14. El itinerario de M ills puede seguirse en A m én d o ía. Mills a ju sta cuentas
con el p ragm atism o en M ills, 1964.
15. Lo m ás represen tativ o de este « n eo p rag m atism o » que, co m o el de los « p a
dres fund ad o res» tiene u n a g ran p arte de diálogo crítico con los filósofos europeos
m ás influyentes o representativos del m o m en to , acaso sean R o rty , 1979 y 1982, M ar-
golis, 1984, y B ernsteín, 1986. Los a u to res europeos en liza suelen repetirse: H eideg-
ger, G adam er, H a b e rm a s... luego D errid á, M acln ty re , H . A re n d t...
C arlos C a s t il l a del P in o
FREUD Y LA GÉNESIS DE LA
CONCIENCIA MORAL
1. E l p s ic o a n á l is is : d e u n a p s ic o t e r a p ia
A UNA TEO R ÍA PSICO LÓ GICA
3. L a t e o r ía de la m o r a l en F reud
4. E l valor en F reud
K. t ' A M i ’S. I II
98 HISTORIA DE LA ÉTICA
5. La g é n e s is d e l a c o n c ie n c ia m o r a l
5 .1 . L a c o n c e p c ió n b io lo g is ta d e la c o n c ie n c ia m o r a l
la totalidad de las hem bras del clan, los hijos deciden su asesinato
y devoración. Tras éste, los hijos rivalizan entre sí, ninguno de ello
logra sustituir al padre, aparece, entonces, la «conciencia de culpa
del hijo varón», de la que deriva la obediencia al m andato del pa
dre, y entre ellos deciden el tipo de transacción que conlleva la
limitación ética. El precepto fundam ental,
«Estos dos tabúes del totem ism o, con los cuales comenzó la etici-
dad de los hom bres» son, por una parte, la prohibición del incesto
y, por otra, el respeto dei anim al totèmico, sustituto del padre ase
sinado. U na situación análoga parece darse, en el sentir de Freud,
en cada individuo con la situación que ha de denom inar desde en
tonces com plejo de Edipo. Pero es en el com plejo edipico com uni
tario en donde se han de situar, m ancom unadam ente (Freud, 1913,
X III, p. 158), los comienzos de la religión, la eticidad, la sociedad
misma, el arte. «Esta creadora conciencia de culpa no se ha extin
guido todavía en nosotros», y aunque fácticam ente no tiene lugar,
naturalm ente, el asesinato del padre, sí como realidad psíquica, en
form a de «meros impulsos de hostilidad hacia el padre» (Freud,
1913, X III, pp. 160-161). Es a partir de la am bivalencia hacia esa
figura —adm iración e incluso am or y hostilidad— cóm o se decide
la interiorización de su figura y de sus preceptos y la perpetuación
del patrim onio básico de la cultura.
Es así, pues, como en el hom bre aparece un sentimiento de cul
pa oscuro, inconsciente, que « b ro ta del com plejo de Edipo, frente
a los dos grandes propósitos delictivos, el de m atar al padre y el
de tener comercio sexual con la m adre», y que Freud eleva a p atri
m onio de la hum anidad, com o se deduce de este texto: «Y cumple
recordar tam bién el supuesto a que otras indagaciones nos han lle
vado, a saber, que la hum anidad ha adquirido su conciencia m oral,
que ahora se presenta como un poder anímico heredado, merced
al com plejo de Edipo» (Freud, 1916, XIV, pp. 338-339).
FREUD 103
6. E l su p e r-y o y l a c o n c ie n c ia m o r a l
R ecogen, pues, esos pensam ientos, los enlazan con diversos he
chos de la observación an alítica, p ro c u ra n deducir nuevas conclusio
nes de esta reu n ió n , p e ro no (ornan n u evo s présta m o s de la biología
y p o r eso se sitú a n m á s p ró x im o s al psicoanálisis (F reud, 1923, X IX ,
p. 13) (las cursivas son m ías).
Pero entonces aparece claro que el arrepentim iento es tan sólo una
racionalización —como se diría posteriorm ente, por A nna Freud,
al tratar de los mecanismos de defensa del yo— con la que se ju sti
fica, y con la que se pretende calm ar al super-yo, pero que no ga
rantiza que el acto no vuelva a reiterarse. P o r este motivo, el arre
pentim iento puede adquirir un carácter compulsivo pero ineficaz,
puesto que está sustentado ahora sobre una pulsión ya satisfecha,
y, por tanto, debilitada, frente a la misma fuerza de la conciencia
m oral. Asimetría que se volverá a favor de la pulsión una vez que
ésta adquiera de nuevo más fuerza que la conciencia m oral repro
batoria.
Muy concorde con el pensam iento biológico de la época, incluso
más propio del que caracteriza el inm ediato posdarw inism o (Hux-
ley, Haeckel), Freud va a extrapolar la analogía ontogenia/filoge-
nia del desarrollo individual de la conciencia m oral, del super-yo,
al desarrollo de la m oral cultural, aunque no sin precauciones:
B ib l io g r a f ía
N otas
II
III
II). - - C A S H ' S . I ll
130 H ISTORIA DE LA ÉTICA
IV
fica, entre los dos enfoques. Más aún, y por razones que m ayor
mente tenían que ver con la orientación general de su autor, su
m ensaje quedó sin oír, aun cuando algunas de las ideas de Bergson
—la distinción entre sociedades abiertas y cerradas acude fácilm en
te a la m em oria— estaban destinadas a atraer la atención de los
filósofos políticos.28 En general, sin em bargo, la filosofía m oral
—en todas sus versiones— siguió distanciándose de la teoría social.
Sólo el resurgir de la ética norm ativa y del pensam iento político
prescriptivo que ocurrió a comienzos de los años setenta abrió de
nuevo la posibilidad de un intercam bio fructífero entre las dos. Tal
vez la filosofía analítica, en últim a instancia, haya hecho mucho
bien a la sociología, pero durante su prim er surgimiento tendió muy
claram ente a aislarse de la ciencia social. En algunos casos notables
llegó a hacerlo hasta trabajando contra la plausibilidad de una ex
plicación racional y objetiva de los significados sociales. Así, el ar
gum ento de Peter W inch de que «no hay norm a para la inteligibili
dad en general» y que los criterios de la lógica son sólo inteligibles
en el contexto y dentro de los m odos de vida de cada sociedad
y cultura nos impide la posibilidad de entendim iento racional de
otras sociedades. P o r extensión, también nos im pide la com pren
sión de la m ayoría de las gentes de nuestra propia sociedad, porque
no pertenecen a nuestra clase, subcultura o com unidad específica.
Si Winch estuviese en lo cierto, tam poco seríamos capaces de com
prender las reglas de su lógica ni sus propios criterios de racio
nalidad.29
D urante el período 1920-1968, y aparte de las escuelas marxistas
o m arxistizantes, las dos corrientes sociológicas principales fueron
el conductism o y el estructural-funcionalism o. El positivismo puede
decirse que form ó, en su m ayor parte, su trasfondo com ún. De
las dos, fue el conductism o el que cortó tajantem ente sus lazos con
las especulaciones y prescripciones m orales. P o r su parte, el nacien
te paradigm a estructural-funcionalista puso m ayor cuidado en su
distanciación de la tentación ética, porque reclam aba la herencia
del pensam iento sociológico clásico, con todo lo que esto en traña
ba. A pesar de todo ello, y del m odo más revelador, am bas trad i
ciones abrazaron al final visiones prescriptivas sobre el hom bre y
la sociedad fundam entadas, en últim a instancia, en interpretaciones
metasociológicas y, en algunos casos, claram ente filosóficas.
El conductism o sociológico no es un m ero eco de su contrapar-
140 H ISTORIA DE LA ÉTICA
ticla psicológica. Fue tom ando cuerpo a partir ele un cierto ‘durk-
heimianismo vulgar’, es decir, a partir de la creencia de que todos
los ‘hechos sociales5 son cosas y que sólo sus propiedades em pírica
m ente observables pueden estudiarse y explicarse. P or otra parte,
el esquem a estím ulo-respuesta fue su colum na vertebral. Ello puso
a los juicios m orales más allá de su alcance. Según los conductistas
los significados morales son inverificables. Son meros conjuntos de
palabras y expresiones. Com o mucho, las expresiones morales ac
túan como respuestas verbales a estímulos o como estímulos para
la conducta. Un conductism o más refinado, com o el que representa
George H om ans, dio el paso arriesgado de asum ir ‘costes’ y ‘bene
ficios’ (y, por im plicación, alguna form a, no im porta cuán simple,
de subjetividad) en el análisis de la conducta social,10 pero la in
tencionalidad continúa estando ausente en él. Además, el análisis
más superficial de los supuestos del conductism o sociológico revela
un apoyo acrítico e ideológico al entorno institucional y político
de sus practicantes. La ‘m etáfora m ercantil’ del intercam bio desa
rrollada por H om ans (etiquetada así agudam ente por G ouldner),!'
le condujo a tratar los valores morales com o bienes en el mercado
de los intercam bios hum anos. Su antecedente psicológico, Burrhus
Frederic Skinner, ya había desarrollado una concepción del hom bre
cuya afinidad electiva con la suprem acía del m ercado com o criterio
para la cohesión social general es groseramente obvia. Mientras tanto,
y contra todo posible vaticinio, los sociólogos conductistas fueron
audaces y m ilitantes en sus esfuerzos por anunciar la prom esa so
cial de su enfoque. A pesar de su posición ‘m oralm ente libre’ y
neutra, fue Skinner quien dio el gran salto adelante en el terreno
de la prescripción. Resultado de ello fue la visión ingenua y biena
venturada de la Sociedad Buena contenida en su pequeña utopía
de 1942, Walden D os. Leyendo esta novela sintom ática o conside
rando los esfuerzos de Skinner por m ejorar la hum anidad mediante
el condicionam iento controlado (sin duda, de acuerdo con sus p ro
pios criterios morales sobre lo bueno, lo bello y lo cierto) surgen
cuestiones interesantes. U na de ellas es la transform ación del inte
rrogante tradicional qui custodiet ipsos cuasíodesl en el más con-
ductista de ‘¿quién condiciona a los condicionadores?’. P o r desdi
cha, no disponemos de respuesta por parte de los avisados seguidores
de tan científica y bienintencionada escuela.
El estructural-funcionalism o retuvo, por su parte, y aunque de
SOCIOLOGÍA Y FILOSOFÍA MORAL. 141
VI
VII
VIII
A g r a d e c im ie n t o s
B ib l io g r a f ìa
N otas
12. - I A M I ’S. I ll
162 HISTORIA Dli LA ÉTICA
ÉTICA ANALÍTICA
1. W it t g e n s t e in y el e m o t iv is m o
2. A y er y el em o t iv ís m o
Decir, com o hice u na vez, que estos juicios morales son simple
mente expresivos de ciertos sentimientos, sentimientos de a p ro b a
ción o d e saprobación, es una supersimpííficación. En realidad es,
más bien, que lo que se puede describir co m o actitudes morales co n
siste en ciertas pautas de cond ucta y que la expresión de un juicio
m oral es un elemento de esa conducta.
ellas se com porten m oralm ente. De ahí que se pueda hablar de per
suasión, influencia (magnetismo, dirá Stevenson), de poder en si
tuación, reclam ar la atención o lo que se quiera. Pero ahí acaba
la cuestión.
Ayer se apoya tercam ente en los principios epistemológicos vis
tos. P or eso, y por mucho que haya concedido desde su prim era
y más provocativa versión (más adelante lim ará su lenguaje de for
m a que sus m anifestaciones sean más precavidas: « ... los juicios
morales son más emotivos que descriptivos...» o «por lo menos
contribuiría a la claridad el hecho de que no se aplicasen a ellas
las categorías de verdad o falsedad» o « ... yo no estoy diciendo
... que no im porta lo que hagam os...»), el sustrato sigue siendo
el mismo. P o r otro lado, y en plena correspondencia con lo ante
rior, Ayer da una interpretación rígida de la ética como metaética.
Detengám onos un m om ento en este punto.
Supongamos que yo soy la persona concreta Alfred Ayer. Com o
tal puedo estar de acuerdo con que violar es m alo. De ahí que
lo condene, trate que se evite o desee que se persiga a los culpables.
Se sigue tam bién, en consecuencia, que algún principio m oral he
de tener del cual se infiera la m aldad, para mí, de las violaciones.
Pero en cuanto teórico, mi teoría es neutra en lo que atañe a cual
quier principio m oral. Me limito a describir el com portam iento m o
ral de los hom bres incluido mi com portam iento m oral. En modo
alguno se infiere de mi teoría —y en cuanto teórico— un enunciado
sem ejante a «violar es m alo» (a no ser que siguiendo a H um e usara
el predicado malo en sentido traslaticio, es decir, pasando el uso
que hago de lo bueno o malo en las creencias a los sentimientos).
Todo el asunto está en que, al margen de las razones, circunstan
cias o, en últim o térm ino, al margen de cómo estemos constituidos
los hom bres, no hay form a de establecer una conexión lógica entre
cualquier hecho y la bondad o la m aldad. La teoría, simplemente,
se limita a constatar lo que el análisis le perm ite. Así, la distinción
entre ética y m etaética es total. C uando Ayer puntualiza que «lo
que he tratado de dem ostrar 110 es que la teoría que estoy defen
diendo es conveniente sino que es verdadera» no quiere sino enfati
zar ese hecho. Y si alguien dijera que su teoría, de una u otra m a
nera, influirá en los com portam ientos morales, Ayer tiene dos
respuestas a m ano. U na, más irrelevante, consiste en señalar cómo
los que así opinan —como él— no suelen ser mejores o peores de
ÉTICA ANALÍTICA 181
3. S t e v e n s o n y el e m o tiv ísim o
14. - C’ A M I ' S . l l i
194 HISTORIA DE LA ÉTICA
Los juicios del tipo llam ado «U» se atribuirían a los juicios va-
lorativos y norm ativos, pero en m odo alguno a los im perativos y
a los deseos. Aplicarlos a los im perativos parece un sinsentido, y
aplicarlos a los deseos parece una arbitrariedad. Que yo, en deter
m inadas circunstancias, quiera o desee X en m anera alguna implica
que M auricio, en las mismas circunstancias, haya de querer o de
sear tam bién X. Y a la hora de seguir especificando el valor m oral
de los juicios en cuestión, H aré nos señalará cómo la apelación
a los hechos es propia del razonam iento m oral, tal y com o vimos,
o cóm o la inclinación o el interés determ ina el valor m oral de los
juicios: si digo que todos los alemanes son unos nazis y deben estar
encerrados, y descubro que soy alemán he de m antener que soy
tam bién un nazi o retirar el principio. N inguna dem ostración m ejor
para poner a prueba mi m oral que confrontarla con mis inclinacio
nes. No menos im portancia tiene el papel que H aré otorga a la
im aginación en lo que atañe al juicio m oral. En últim o térm ino
se trata de la capacidad para colocarse en el lugar de los otros.
Y era esto lo que exigía el principio lógico, base de la argum enta
ción m oral. Porque pedir de otro que haga todo lo que yo debo
hacer en una situación determ inada, no es sólo im aginarm e al otro
en esa situación, sino im aginarm e a mí mismo en aquella que, por
hipótesis, contradice mis inclinaciones. H e de im aginarm e las con
secuencias que se derivarían de pedir el exterminio de algunos seres
hum anos si yo me encontrara dentro de la categoría de tales seres.
Y he de im aginarm e, sobre todo, si estaría dispuesto a aceptar tales
consecuencias.
Vamos a pasar revista a continuación a los com entarios críticos
que de la obra de H aré se han realizado. Algo hemos dicho de
pasada, pero ahora seleccionaremos, entre las múltiples críticas que
se le han hecho, algunas que nos parecen de especial interés.
6. O b je c io n e s a H a r é
nes hay que lom arlas con prudencia. Porque nunca es un argum en
to decisivo el hecho de que habitualm ente se haga una cosa para
tom arla como más adecuada. Y porque un síntom a histórico tam
poco es una razón decisiva respecto a la racionalidad o irracionali
dad de una postura. Además, la m oral bien podría ser, en un senti
do nada irrelevante, cosa de grupos, formas de vida o ideales
compartidos que funcionan como principios en una comunidad dada.
Pasemos ya a las objeciones particulares anunciadas y que constitu
yen una m uestra de las que se le hacen a Haré.
Lo que acabam os de exponer nos lleva directam ente a la prim e
ra objeción fuerte contra el sistema ético de H aré.3 Es la conoci
da como objeción existencial y la vamos a desarrollar siguiendo
a G. H arm an. Supongam os que Félix e Isabel tienen principios en
conflicto. Félix, siguiendo sus principios, dice que hay que hacer
D, m ientras que los principios de Isabel llevan a la conclusión de
que no hay que hacer D. Pues bien, según el análisis de H aré, en
donde el requisito respecto a los principios es la consistencia, Félix
tendría que afirm ar que Isabel debe hacer D y por tanto dice que
Isabel haga D. A hora bien, es bastante extraño que se le diga a
alguien que haga D cuando de los principios de éste no se sigue
ninguna razón para que realice D. Porque, ¿cómo podrían los prin
cipios de Félix, por llenos de razones que estuvieran, dar una sola
razón a Isabel si ésta no com parte ios principios de aquél? Y ¿cómo
puede evitarse, desde la teoría de H aré, que Félix no diga que Isa
bel debe hacer D?
Intentem os algún ensayo de respuesta para ver si da resultado.
O bien negando que alguien deba hacer D sólo si tiene una razón
para ello o bien diciendo que alguien tiene una razón para hacer
D simplemente porque debe hacerlo. Comencemos por la prim era
posibilidad. Tengamos en cuenta, antes de nada, que Félix podría
contener entre sus principios morales uno que llam aríam os P y que
dijera que cualquiera, y por tanto tam bién Isabel, debe hacer algo
sólo si tiene una razón para realizarlo. En tal caso, y con el princi
pio P, no se im plicaría que Isabel tenga que hacer sea lo que sea,
aunque carezca de razón para ello. Pero el asunto es que no hay
nada en el análisis de H aré que requiera que Félix —o quien sea—
deba poseer tal principio P. Com o vimos, a los principios Ies es
suficiente que sean consistentes y en ningún sitio se nos dice que
haya una serie de principios que inevitablemente ha de elegir cual
202 HISTORIA DE LA ÉTICA
7. D e s p u é s de H a r é
( AMl' S. III
21 0 HISTORIA DE LA ÉTICA
... !a necesidad que hay de la justicia en el trato con los dem ás de
pende del hecho de que son hom bres y no objetos inanim ados o
anímales. Si u na persona solamente necesitara de los dem ás como
necesita de los objetos caseros, y sí los hom bres p udieran ser m a n i
pulados com o estos últimos, o ser som etidos a golpes com o los b u
rros, sería distinto. P e ro tal y com o están las cosas, la suposición
de que la injusticia produce más beneficios que la justicia es muy
du d o sa aunq ue, co m o la cobardía, la intem perancia puede ser bene
ficiosa en un m om e n to dado.
En la misma línea, P h. Foot nos dirá, contra H aré, que recom enda
mos al hom bre que es valiente por su valentía y no al revés, o
sea, es valiente porque le recom endam os. Hay un nexo lógico entre
recom endar la valentía e implicar el im perativo de que uno ha de
ser valiente, contra la teoría de Haré. La m oral tendría más conte
nido que el supuesto por H aré. El uso del térm ino «bueno» no
es razón ni suficiente ni necesaria para que nos decidamos a realizar
eso que se supone que es bueno. U no puede no estar dispuesto
a elegir tal bondad de la misma m anera que puede no estar obliga
do a elegirlo.
Transcribam os ahora estas palabras de G. J. W arnock (en C on-
iemporary M oral Philosophy):
8. E l s ig n if ic a d o d e la f a l a c ia n a t u r a l is t a
9. N o t a so b r e el r a z o n a m ie n t o p r á c t ic o
Im perativo Indicativo
T ú no cerrar la puerta ... p o r fa v o r tú no cerrar la puerta ... si
10. E. T ugendhat
B ib l io g r a f ía
N otas
cía ele Holmes es que de hecho nos inste a rechazar todo ello y
a tener buen cuidado en deslindar con claridad una presunta «línea
fronteriza» entre la ética y el derecho. Las coincidencias term inoló
gicas o la liturgia judicial nos invitan en efecto a atribuir un cierto
valor o una cierta im portancia moral al m undo del derecho, pero
¿por qué resistir la invitación? ¿Se trata en realidad de una ‘invita
ción5? ¿Es ese lenguaje un 'préstam o7 term inológico o es, por el
contrarío, algo consustancial al propio derecho? ¿Está el derecho
constituido por com ponentes morales que le sirven de fundam ento
y de los que ni su lenguaje ni su mismo fin pueden prescindir?
Estas y otras cuestiones cercanas a ellas son las que vamos a tratar
de desenm arañar a lo largo de estas páginas presentando un pano
ram a aproxim ado y sencillo de algunos de los problem as más im
portantes que esconden inadvertidam ente y en torno a los cuales
el pensam iento jurídico contem poráneo debate constantem ente
(Lyons, 1986).
clica era la de predecir cómo iban a com portarse los tribunales ante
los casos, porque el derecho en sentido estricto era lo que los tri
bunales de justicia determ inaban. En el seno de ese movimiento,
bastante difuso y am biguo por cierto, cabe distinguir a los llam a
dos ‘escépticos de las reglas1 (rule-skeptics), como Karl Llewellyn,
y los ‘escépticos de los hechos’ (fact-skepiics), como Jerom e F rank.
Los prim eros ponían en cuestión la idea de que los tribunales
aplicaran norm as jurídicas preestablecidas, porque, decían, los
jueces distorsionan de tal m odo el sentido de las regías y de
los precedentes que cabe decir que literalm ente las reinventan para
cada caso. P ara ellos no existen criterios de interpretación que
puedan conducirnos a obtener un significado preciso de las pro
posiciones jurídicas. C ada juez las utiliza a su m anera, lo que
es equivalente a decir que, en pura lógica, las reglas jurídicas
no existen por encima de ellos. Los ‘escépticos de los hechos’ iban
aún más lejos. A firm aban que tam poco los hechos eran suscepti
bles de un establecimiento y determ inación rigurosos; los medios
de prueba, el procedim iento contradictorio, la sugestionabilidad de
los jurados, etc., se confabulaban para presentar ante el juez una
versión distorsionada, esperpéntica de los hechos. La mente del juez
se encargaba de todo lo dem ás, y el resultado esta vez era la rein
vención de los hechos. En definitiva, el derecho aparecía ante los
realistas como la sum a de las decisiones que tom aban los jueces
y tribunales, y la ciencia del derecho, si quería llamarse tal, sería
aquel conjunto de conocimientos que nos perm itiera predecir cómo
se iban a com portar aquellos jueces y tribunales. Esto im plicaba,
evidentemente, una separación conceptual entre el derecho y la
m oral. Lo jurídico era simplemente aquello que se contenía en
el fallo judicial, independientem ente de su calidad m oral. Los rea
listas am ericanos aceptaban que las convicciones morales y políticas
de los jueces determ inaban con frecuencia el sentido del fallo, pero,
insistiendo en la distinción entre el derecho que es y el derecho
que debe ser, opinaban en su m ayoría que no había criterios m ora
les básicos capaces de identificar conceptuaímente el derecho en cuan
to tal. Incluso valores éticos que parecían estar implícitos en las
norm as jurídicas, tales como la seguridad o la certeza del derecho,
no eran para ellos sino un puro espejismo. Las apelaciones a esa
seguridad jurídica que parecía derivarse de la aplicación imparcial
de norm as preestablecidas se les antojaban disfraces para ocultar
232 HISTORIA DE LA ÉTICA
Las conclusiones del jurista alem án, que había sentido las heridas
de esa conm oción intelectual, sobre las relaciones entre derecho y
justicia (o, en nuestros térm inos, entre derecho y moral) están con
tundentem ente expresadas en estos párrafos:
a la ley» (p. 35). Ciertam ente, si por validez de las leyes se entiende
'v alo r1 en sentido fuerte, es decir, valor m oral o valor de justicia,
el positivismo no puede fundar la validez de las leyes. Pero como
hemos visto en las peripecias intelectuales de Kelsen o, más clara
mente todavía, en las teorías em piristas del derecho, el positivismo
evita deliberadam ente tales pretensiones. Más bien la acusación de
Radbruch podría haberse dirigido con más razón hacia el explícito
escepticismo m oral de que hicieron gaia la mayoría de los positivis
tas hasta los años cincuenta. Lo que ellos trataban de construir
era más bien un enfoque científico riguroso para obtener con él,
desde una perspectiva descriptiva, una visión satisfactoria de lo que
es la ley, y no de lo que debe ser. Es verdad tam bién que por «posi
tivismo jurídico» se han entendido cosas dem asiado dispares (Bob-
bio, 1965) y puede haber habido en la m entalidad rutinaria de los
jueces europeos algunos rasgos de sacralización del derecho positi
vo, pero ello no autoriza a tom arlos como definitorios de una posi
ción teórica que más bien ha tendido a desm itificar y a poner en
claro las emocionales y turbias aguas del lenguaje am puloso de los
juristas.
Ciertam ente, hay que reconocer que la realidad jurídica del n a
cionalsocialismo exasperó hasta tal punto los térm inos de nuestro
problem a que muchos jueces tuvieron que verse ante un gran dile
ma m oral. En los prim eros años de la posguerra se sometieron a
la jurisdicción tanto de tribunales alemanes como de tribunales in
ternacionales algunos casos ocurridos durante la era nazi en los cuales
se ponía de manifiesto que ciudadanos que habían cum plido con
escrupuloso respeto la letra de la ley nazi habían desencadenado
con ello consecuencias reales m oralm ente abom inables. El tipo de
supuesto más discutido fue el de aquellos ciudadanos que habían
recurrido a la obligación jurídica de denunciar actividades co ntra
rias al Reich para desem barazarse limpiamente (es decir, jurídica
mente) de sus enemigos o de algunos parientes incóm odos. El caso
de una m ujer que trató de ‘asesinar’ legalmente a su m arido cum
pliendo su obligación jurídica de delación fue particularm ente re
pulsivo. Si Jos jueces sentenciaban con arreglo a derecho participa
ban de la inmoralidad, si lo hacían siguiendo pautas morales extrañas
a las leyes traicionaban los supuestos básicos de su propia condi
ción de jueces. A este dilema se han dado numerosas respuestas
(Finch, 1974, cap. 3), pero ninguna de ellas logra, a mi juicio, ha
238 HISTORIA DE LA ÉTICA
y entre las más im portantes de las cuales estaba la que denom inaba
‘regla de reconocim iento7, por ser aquella que expresaba plenam en
te esa ‘práctica social’ de identificación de criterios de validez ju
rídica.
Frente a Fuller, que, com o hemos visto, trataba de atribuir di
mensiones éticas a las señas de identidad de los sistemas jurídicos,
H art buscaba m antener la separación entre derecho y m oral sobre
la base de encontrar para lo jurídico un «pedigree» predom inante
mente em pírico. C ontinuaba, pues, con él la tradición contem porá
nea de dar cuenta, desde un punto de vista descriptivo, del fenóm e
no jurídico. Es un problem a y una tradición que merece la pena
detenerse a considerar en su estado actual.
( A M l ' N . III
242 H I S T O R IA DE LA É T IC A
los que, o bien por no estar expresam ente previstos en ana norm a,
o bien por caer en la «zona de penum bra» (am bigüedad, vague
dad, etc.) del área de significado de alguna norm a, fuerzan ai juez
a emitir una decisión creadora de derecho, y no m eram ente adjudi
cadora del mismo, por la sencilla razón de que puede decirse que
para justificar esa decisión no dispone de norm a clara alguna en
el seno del sistema. Esto es la discrecionalidad judicial. Y es a esto
precisamente a lo que se opone Dworkin. Si el juez crea una norm a
para resolver un caso concreto —dice— se cometen dos irregulari
dades: en prim er lugar, un órgano o funcionario no elegido dem o
cráticam ente dicta una regla nueva; en segundo lugar, esa regla es
retroactiva puesto que se aplica a un supuesto anterior a su propio
nacimiento como regla. En am bos casos estam os ante hipótesis no
adm itidas por el sistema. Esto no sólo es indeseable, sino que la
teoría que lo propone como una descripción suficiente de lo que
realmente sucede es una teoría incapaz de dar cuenta del funciona
miento del derecho. Dworkin pretende que su teoría es más com ple
ta como descripción de las cosas y más deseable tam bién. P ara él,
el punto de partida erróneo es pretender que el derecho es sólo
un sistema de norm as. Porque en los «casos difíciles», es decir en
aquellos casos que, por definición, no están previstos en norm as,
desemboca en las irregularidades mencionadas. Pero el derecho no
es sólo un conjunto más o menos coherente de norm as, sino que
incorpora tam bién un com ponente fundam ental, que son los princi
p io s. Pero cuando Dworkin habla de «principios» es preciso recor
dar que no parece estar hablando de lo que en la jurisprudencia
continental se llaman tradicionalm ente «principios generales del de
recho». Estos son proposiciones abstractas de derecho que expresan
el sentido básico y las directrices más generales que inspiran a una
institución, a un conjunto de instituciones o al ordenam iento ju ríd i
co en su conjunto. Es decir, no son comprensibles sin esas institu
ciones o ese ordenam iento porque son una abstracción de sus con
tenidos más particulares. Los principios de Dworkin, por el contrario,
tienen un origen que descansa no tanto en alguna decisión particu
lar de algún legislador, sino «en un sentido de conveniencia (appro
priateness) desarrollado por los profesionales y el público a lo lar
go del tiem po» (p. 40 orig. inglés). Son, digámoslo así, convic
ciones, prácticas, intuiciones profesionales y populares entendidas
en sentido am plio. No están, pues, sometidas al control norm ativo
É T IC A Y D E R E C H O 251
2. ¿ L e g a liz a r la m o ra l?
Ese prin cip io es que el único fin p ara el que el género hum ano
está a u to riz a d o , in dividual o colectivam ente, a in terferir en la liber
tad de acción de cu alq u iera de sus m iem bros es la p ro p ia protección.
Q ue el único p ro p ó sito con el que el poder puede ser legítim am ente
(rightfuU y) ejercido sobre cualquier m iem bro de u n a com u n id ad ci
vilizada c o n tra su vo lu n tad es p a ra prevenir el daño a o tro s. No
p uede ser legítim am ente com pelido a hacer u om itir algo p o rq u e ello
sea m e jo r p a ra él, p o rq u e le vaya a hacer m ás feliz, p o rq u e , en
la o p in ió n de o tro s, hacerlo fuera sabio o incluso m o ralm ente co
rrecto (right).
P ara Kant, el gobierno paternal que trata a los súbditos como niños
es el m ayor despotism o pensable, y todo lo que no sea una legisla
ción que garantice la convivencia de las libertades individuales es
la expresión de una constitución despótica. El Estado que busque
la felicidad de los ciudadanos por encima de su libertad es un E sta
do ilegítimo.
Esta tom a de posición que asimila a Kant con Mili es el núcleo
del m oderno debate sobre el paternalism o. Porque el paternalism o
es, en la definición pionera de Ronald Dworkin (R. Dworkin, en
W asserstrom , 1971, p. 108), «la interferencia con la libertad de ac
ción de una persona justificada por razones que se refieren exclusi
vam ente al bienestar, bien, felicidad, necesidades, intereses o valo
res de la persona coaccionada», es decir, la interferencia con la
libertad de una persona «por su propio bien». Leyes tales como
las que obligan a los m otoristas a llevar casco, las que prohíben
cierto tipo de trabajo a las mujeres, las que obligan a contribuir
a la Seguridad Social o las que limitan los tipos de interés financie
ro serían en general leyes de tipo «paternalista». Nadie discute que
pueda hacerse cierto paternalism o con los menores o con los «in
com petentes». El problem a es el paternalism o para con los adultos
y, en general, la utilización del concepto de «incom petente». Se
264 HISTORIA DE LA ÉTICA
jurídica actuar en térm inos de buen sam aritano. Sobre este mismo
esquema podría sugerirse, por ejemplo, la idea de la justificación
de una legislación fiscal redistributiva en el m arco de un Estado
de bienestar que tendría como sentido básico la articulación y orga
nización de nuestros deberes positivos p ara los demás en términos
de reforzam iento jurídico y sanciones legales. El llam ado Estado
social podría así ser reinterpretado como un aparato norm ativo ju
rídico que incorpora a sus norm as la dimensión específicamente m o
ral de los deberes positivos tanto particulares com o generales, y,
en ese sentido, hace una apelación particularm ente intensa a la éti
ca. Pero como puede suponerse cualquiera de estos problem as y
cualquiera de esas posiciones suscita cuestiones teóricas y prácticas
intrincadas.
3. M o r a l iz a r el d e r e c h o
que una ley puede tener un contenido inm oral o desencadenar una
serie de consecuencias inm orales y seguir siendo una ley. Será sin
duda una ley inm oral, pero es una ley. Lo que aquí vamos ahora
a tratar precisamente es de un área de problem as relativos a los
requisitos que han de cum plir las leyes y los demás com ponentes
del sistema jurídico para que podam os decir que son norm as ju ríd i
cas «m orales», es decir, en térm inos usuales, norm as jurídicas «jus
tas». Estos problem as pueden ser seleccionados desde perspectivas
muy diversas, pero será conveniente utilizar un criterio que logre
identificar con cierta independencia aquellos problem as morales más
característicamente jurídicos, es decir, aquellas cuestiones éticas que
surjan como consecuencia del funcionam iento o de la simple exis
tencia de un sistema jurídico m oderno. Com o antes decía, la idea
de la justicia de las leyes ha sido la noción prototipo para hacer
referencia a este conjunto de problem as, pero sin em bargo me pare
ce poco adecuada a nuestros efectos. P o r un lado no es una noción
privativam ente jurídica contra lo que pudiera parecer. Es cierto que
la justicia es un segmento de la m oralidad que se ha usado desde
siempre para enjuiciar las norm as jurídicas y los «reinos», pero
no obstante se pueden utilizar sus mismos parám etros para evaluar
también cualquier situación, decisión o interacción hum ana ajena
al derecho. Com o nos sugiere John Rawls, los principios de justicia
son aplicables tanto a las instituciones com o a ios individuos. P or
otro lado la idea de justicia no es el único segmento de la m orali
dad que tiene que ver con el derecho, ni algunos de los problemas
que nos salen al paso desde el derecho m oderno pueden ser ab o rd a
dos convenientemente m ediante una simple apelación a la justicia.
En todo caso el tem a general de las relaciones entre el derecho y
la justicia queda aquí m encionado com o el gran tópico histórico
y actual que expresa y canaliza muchos de los episodios y aspectos
del lugar de la ética en el territorio de lo jurídico. N osotros, en
vez de perm anecer en ese plano abstracto y, en definitiva, poco
prem etedor, vamos a ir a buscar problem as de justificación más
concretos y característicos.
ÉTICA Y DERECHO 269
Uno de los criterios tácitos que suele ser utilizado para poner
de m anifiesto el sentido de la evolución histórica y del perfecciona
m iento de los sistemas jurídicos es la intensidad de su apelación
a la ética. Se suele asumir cotidianam ente que el derecho m oderno
está más perfeccionado y es más preciso porque ha incorporado
algunos rasgos y nociones que parecen haberle capacitado para abor
dar los problem as a que se enfrenta más satisfactoriam ente. Pues
bien, puede decirse que muchos de esos rasgos y esas nociones son
lisa y llanam ente los derivados de una im portación cada día más
creciente de material proveniente de la m oral. Tal im portación ha
venido realizándose de dos m odos diversos. En prim er lugar se ha
introducido en la textura de grandes sectores del sistema jurídico
un enfoque ético que ha determ inado una variación fundam ental
de su alcance. El caso más evidente de ello ha sido el derecho pe
nal. En segundo lugar la im portación se ha producido tam bién me
diante apelaciones directas a norm as o principios de ética social
o personal que recibían así una inm ediata vigencia en el territorio
del derecho en virtud de la remisión que éste hacía a esas norm as
como aplicables en dicho contexto. T anto una como otra operación
plantean a veces difíciles problem as de interpretación, y, con no
escasa frecuencia, sumen a ios autores en la perplejidad de no saber
a ciencia cierta dónde term inan los limites de lo jurídico y empiezan
los de lo m oral. Quizá sea esta apelación expresa o tácita a la ética
lo que ha determ inado que se haya tendido a identificar y a confun
dir la una con el otro. H ay autores que afirm an que el derecho
está unido a la m oral porque en los ordenam ientos jurídicos en
que viven o sobre los que trab ajan se ha producido esta apelación.
Pero ello no debe inducirnos a la confusión. Las norm as morales
que tienen vigencia en el seno de los sistemas jurídicos no han ad
quirido tal vigencia p o r su carácter m oral, es decir, en virtud de
su propia im portancia ética, sino porque una norm a específicamen
te jurídica del sistema hace a ellas esa remisión. Esa precaución
perm ite m antener al mismo tiem po la idea de que no hay conexión
necesaria entre el derecho y la m oral, y la idea de que, a pesar
de ello, las norm as jurídicas de los ordenam ientos m odernos están
con frecuencia fuertem ente penetradas de contenido m oral.
Eso acaece, com o antes decía, en el derecho penal. El derecho
270 HISTORIA DE LA ÉTICA
esté vigente una razón suficiente para que el juez fundam ente en
ella su decisión? Se trata del tema de si las norm as jurídicas son
razones para la decisión, y, en su caso, qué clase de razones son.
Si el juez, como se suele decir, debe aplicar las norm as legales,
¿qué clase de deber es éste? ¿Dónde encuentra su justificación?
(Niño, 1985). N aturalm ente no podem os afirm ar que sea un deber
jurídico porque incurriríam os en una clara petición de principio:
debe jurídicam ente aplicar las norm as jurídicas porque una norm a
jurídica dice que debe hacerlo. Pero la pregunta es ¿por qué debe
com portarse como dice una norm a jurídica que «debe» com portar
se? U na obligación de com portarse con arreglo al derecho implica
una razón para hacer aquello que exige el derecho. La cuestión
es si la m era vigencia de una norm a sum inistra esa razón. P ara
aceptar lo que dice una norm a jurídica puede haber muchas razo
nes. Si se trata de una norm a que incorpora valores morales puede
haber razones morales para acatarla; si se trata de una norm a p u ra
mente organizatoria puede haber razones prudenciales o de utilidad
para acatarla. Pero nuestra cuestión es otra: nosotros nos pregunta
mos si el mero hecho de que una norm a jurídica diga algo es razón
para que aquello que dice sea aceptado por el juez. Si la respuesta
es negativa, com o se ha afirm ado, entonces las relaciones entre el
juez y las norm as del sistema que aplica son más complejas de lo
que cabría suponer. El juez, según esa respuesta, tiene que acudir
para tom ar su decisión, no sólo a las norm as jurídicas, sino a otro
tipo de juicios y principios que le sum inistren razones para alcanzar
su decisión. Tiene que encontrar una razón ulterior para «adherir
se» a ellas (Niño, 1985). Y a este respecto, en térm inos generales
(y no desde un enfoque norm a a norm a) se ha hablado de dos
criterios básicos: de acuerdo con el prim ero el juez debe aplicar
las norm as jurídicas vigentes porque su misma condición de juez
lleva consigo un com prom iso en virtud del cual se obliga a ello.
Se trata simplemente de un caso de obligación que tiene su origen
en la institución de la prom esa y pertenece con toda claridad al
m undo de la ética. De acuerdo con el segundo criterio el juez debe
aplicar esas norm as cuando son el producto de un proceso de pro
ducción norm ativa «legítimo». Si las norm as jurídicas transportan
una legitimidad determ inada y se crean de conform idad a un con
junto de criterios de ética política, entonces deben ser utilizadas
por el juez como razón de su decisión.
ETICA Y DERECHO 281
:o. ~ t ' A M i ’S , I II
290 HISTORIA DE LA ÉTICA
do»; pero sin em bargo, las norm as les son aplicables igualmente
a ellos.
H ay una segunda vía de argum entación que parece más sólida
para justificar la prim acía del procedim iento de decisión por m ayo
ría com o sistema de producción de las norm as jurídicas. Todo el
universo de la ética parece descansar en el reconocim iento origina
rio de la esencial igualdad m oral de los seres Jium anos. Com o agen
tes m orales, com o individuos dotados de una determ inada dim en
sión m oral, todos los seres hum anos son considerados iguales. La
regla de oro («No hagas a los demás lo que no quieras...»), el im
perativo categórico, el principio de universalización de los juicios
morales, etc., son versiones de esa idea básica que preside la vida
m oral. Pues bien, cualquier norm a o institución que, en el ám bito
de su especialidad, opere reconociendo esa igualdad originaria, es
taría inicialmente dotada de una dim ensión ética. Y cuando se trata
de una institución cuya función es articular una decisión colectiva
sobre qué norm as jurídicas o qué poder político-jurídico son im
plantados en una com unidad, la única institución que considera a
todos los miembros como iguales es el procedim iento de decisión
colectiva por m ayoría, y ello porque se trata de un procedim iento
que atribuye igual valor a la decisión de cada uno de ellos. En
la dictadura, la decisión de uno recibe todo el valor y la de los
demás ninguno. En la dem ocracia oligárquica o censitaria, el voto
de cada uno de los oligarcas tiene valor m ientras que el de cada
uno de los demás carece de valor. En la decisión por m ayorías cua
lificadas (m ayoría de dos tercios, po r ejemplo) en la que, a diferen
cia de las dos anteriores, participan todos, sin em bargo el voto de
los que «vetan» (un tercio, por ejemplo) tiene más fuerza decisoria
que el voto de los que proponen (dos tercios). Y, por últim o, en
la regla de unanim idad se produce la dictadura «al revés», puesto
que un solo voto tiene el mismo poder de decisión (el derecho de
veto) que la totalidad de los votos de los demás. Sólo en el procedi
miento de decisión por m ayoría simple cada uno de los votos tiende
a poseer el mismo valor, y los votantes tienden a ser tratados como
iguales. Es por tan to un procedim iento que traduce a su ám bito
de aplicación aquel principio ético de la igualdad m oral de todos
los seres hum anos como personas. Y en la m edida que una institu
ción está justificada cuando se fundam enta en un principio m oral
de esas características, entonces el procedim iento de decisión por
ÉTICA Y DERECHO 291
B ib l io g r a f ía
1. Un t e s t im o n io
2. El desarrollo de una v id a f il o s ó f ic a
4. El método f e n o m e n o l ó g ic o
5. T e o r ía general, d el va lo r
luz del ser»: por esto es el Da-sein. Zubiri dice, con otras pala
bras, que «el ser es la m anera como la realidad se presenta al
hom bre».
P or tanto , en nuestro alegato en pro del valor pretendem os sólo
oponernos al naturalism o ingenuo, pragm ático y sin problem as. No
es verdad que el m undo sea un gran almacén de cosas, no hum anas
y hum anas, y nada más.
Decíamos anteriorm ente que la biología m oderna ha establecido
sin lugar a dudas que todo animal tiene su am biente o m undo cir
cundante (Umwelt) cuya estructura corresponde a la índole del su
jeto vivo que lo centra y a sus capacidades de realización. En el
caso del hom bre ocurre lo mismo, en principio, pero con im portan
tes diferencias en realidad. El hom bre tiene muy pocos instintos
y sus tendencias están inacabadas y poco ajustadas a un am biente
específico. La situación del hom bre, su m undo am biente, se presen
ta más bien como un «repertorio de posibilidades» ob-jetivadas a
distancia.
Pero lo más im portante es que lo que son «estímulos» para el
anim al, son «ob-jetos» o cosas para el hom bre. Éste tiene ante s í
realidades que pueden ser conocidas y estimadas según perspectivas
diversas.
Situado, pues, frente a ob-jetos distantes, cuyo conjunto au tó
nom o organizado es un m u n d o , y no un m ero am biente, com o es
el caso del animal irracional, el hom bre se sabe libre por esta des
conexión.
El ejercicio de la libertad implica que los objetos del m undo
propongan sus posibilidades, sus atractivos o sus am enazas, es de
cir exhiban valores o sean portadores de valores.
EJ curso de la vida, y más aún la hum ana, es un proceso dialéc
tico que consta de fases de exploración y adaptación a un am biente
que persiste m ientras cam bia, com pensadas por fases de aprehen
sión y asimilación. En su desarrollo se constituye el m undo y se
configura la persona.
Los valores no están presentes como las cosas reales; simple
mente pretenden valer, en sus diferentes m odalidades: por ejemplo,
la pintura ex-puesta pretende ser apreciada como bella porque pare
ce expresar la belleza; la acción ju sta pretende ser preferida a una
m entira porque es estim ada como m oralm ente digna y buena, etc.
Asum ir el valor preferido quiere decir contribuir a su realiza-
306 HISTORIA DE LA ÉTICA
ción. Con ello los seres hum anos organizam os las culturas y tram a
mos la historia.
Los valores se pueden definir como cualidades objetivas, térm i
nos de un aprecio posible, que se dan o son portados por cosas,
los bienes. No son inm anentes a su soporte como accidentes de
algo, sino trascendentes a su p o rtador. Com o las esencias, los valo
res preceden a sus especificaciones y form an un reino autónom o
y articulado sistem áticam ente según grados de preferencia a priori.
Los valores son polares: a todo valor se opone un contra-valor;
participables por su po rtad o r o por el sujeto hum ano que los efec
túa, y jerárquicos de tal m anera que estimar un valor equivale a
situarle en el lugar que le corresponde en la gradación objetiva.
La patencia de los valores y la reacción del ser hum ano ante
ellos precede a la función cognoscitiva de los sentidos. El niño apre
hende prim ero lo agradable o am enazador, lo am istoso o enemigo;
más tarde tendrá sensaciones propiam ente inform adoras. Tal prece
dencia persistirá incluso en el hom bre m aduro.
De acuerdo con la interpretación fenomenológiea, Scheler asi
m ila los valores a las esencias porque son tam bién objetos directos
de una intuición, la del W ertgefühl o sentim iento de valor, ya cita
do en el apartado 2. En su obra fundam ental, E l fo rm a lism o en
la ética y la ética material de los valores, de Í916, a partir de aque
lla asim ilación, el plano entero de los valores eleva su nivel.
Al designar el sentim iento como órgano de los valores, tal como
los ojos lo son de los colores, Scheler en su etapa de m adurez pone
especial énfasis en el carácter activo, ilum inador del sentimiento
del valor (W ertgefühl).
A partándose de la pasividad sensual, este sentim iento se «espiri
tualiza» hasta tal punto que Scheler lo incluye en la zona de lo
em ocional del espíritu (das Em otionale des Geistes) que es estricta
mente espiritual e incluye adem ás del sentir, el preferir, el am or
y el odio.
Sin dificultad puede atribuir la intencionalidad a dicho senti
miento como si se tratara de la inteligencia consciente, y del mismo
m odo que los objetos propios de ésta, las esencias, son universales
y necesarias, así tam bién los valores gozan de validez universal y
sus relaciones son tam bién necesarias. Scheler ha superado el peli
gro del relativismo axiológico.
De aquí en adelante, será obligado recordar que el órgano de
SCHELER 307
los valores es espiritual y que si los seres del m undo físico son po r
tadores de valor, como así ocurre, es porque participan de algo
espiritual.
Lo em ocional del espíritu, que acabamos de introducir, en un
mismo acto reconoce el valor, lo aprecia y prefiere. Pero no como
si se tratara del conocim iento «respetuoso» de algo dado, sino en
un m ovimiento ascensional por el am or que lo anima.
La luz perm ite ver y el am or permite sentir el valor de todas
las cosas.
Procedam os ahora a desarrollar algunas clasificaciones de los
valores. Fundam entalm ente seguiremos la obra citada: E l form a lis
m o en la ética. Las modalidades axiológicas que Scheler distingue
son las siguientes (naturalm ente el autor se refiere al contenido mis
mo o materia de los valores, aparte de las clases de soporte y de
las relaciones que se puedan establecer con ellos):
1. La serie de lo agradable y lo desagradable que corresponde
a lo que en la vida afectiva se llama placer y dolor, goce y pena,
direcciones básicas de la sensibilidad corporal. Dicha corresponden
cia puede variar según los sujetos; por ejem plo, en el sadismo o
en el m asoquism o.
2. La segunda m odalidad axiológica está com puesta por los
valores de la sensibilidad vital cuyos polos opuestos son lo noble
(o bien constituido) y lo vulgar o com ún, innoble (en el sentido
de mal conform ado o de mala índole). Form as subordinadas de
lo mismo son la vitalidad ascendente y la decadente.
3. Vienen en tercer térm ino los « valores espirituales» que apre
hendem os m ediante un sentim iento axiológico espiritual anim ado
por un am or u odio igualmente espirituales. Sus variedades princi
pales son: a) lo bello, lo feo y todos los valores estéticos; b) lo
justo y lo injusto, fundam ento de un orden jurídico objetivo, ai
margen de cualquier legislación positiva; c) los valores del puro-
conocim iento-de-la-verdad: valores derivados son los valores-cle-la-
ciencia y ios valores-de-la-cultura.
4. La últim a m odalidad está integrada por lo sagrado y lo p ro
fa n o . Los estados afectivos correspondientes son la beatitud y la
desesperación (totalm ente distintos de la felicidad y la desgracia).
Respuestas pertinentes a este tipo de valores son la fe, la adoración,
y, opuesta, la incredulidad.
Las cuatro m odalidades constituyen una jerarquía en ascenso
308 HISTORIA DE LA ÉTICA
6. E l RESENTIMIENTO EN LA MORAL
8. V id a y e s p ír it u . L a p e r so n a
CAMPS, III
322 HISTORIA DE LA ÉTICA
9. La r e l a c i ó n i n t e r p e r s o n a l y el am or
P or tan to , son los valores los térm inos de orientación del am or,
que siempre va hacia los más altos; pero el am or no am a los valo
res, sino a sus portadores, y em inentem ente a los seres vivos racio
nales, las personas.
El am or es creador y clarividente. Lo prim ero, porque des-cubre
o re-vela en el sujeto am ado valores que no parecían existir en él;
lo segundo, porque guiado por el am or, el sujeto m ejora y se per
fecciona.
Sólo quien am a puede invocar la máxim a tan citada: ¡llega a
ser el que eresl (werde der du bist). Posiblem ente, Kant pronuncia
ra la frase como un im perativo; Scheler lo haría como una afectuo
sa incitación: una apelación a la propia m anera de ser de cada cual.
Puede que el desencadenam iento del proceso am oroso, como
fenómeno excelso de la vida y concentración del psiquismo, obe
dezca a anécdotas concretas. Pero el am or com o acto intencional,
revelación de valores, es mucho más que un episodio de la biografía.
En el F orm alism o, Scheler lo enlaza con el acto divino, creador
y conservador del m undo. En su tardía Conferencia de 1928, de
fiende más bien que el im pulso afectivo —Drang—• y el espíritu
— Geist— se cruzan en el hom bre. El am or ya no puede tener ca
rácter salvífico: más bien es un proceso de com penetración m utua
que contribuye a la evolución de la vida y a la historia del espíritu
hum ano.
M ax Scheler m urió poco tiempo después: el 19 de mayo de 1928.
Tenía 53 años.
B ib l io g r a f ía
O bras d e M a x Scheler
O bras so b re su p e n sa m ien to
SARTRE
1. U n a é t ic a o n t o l ó g ic a po sk a n t ia n a
N ada más ajeno a Sartre, sin em bargo, que la idea de una sub
jetividad productora. La búsqueda de lo absoluto no es introspecti
va sino que se dirige hacia las cosas: «era realista por m oral». «La
prim era m oral que construí —dice Sartre, sobre algunas líneas de
L a Possesion du m o n d e, de D uham el— prescribía gozar con la per
cepción de cualquier cosa.» La percepción venía a ser concebida
de este m odo como «algo sagrado», com o la «com unicación de
dos sustancias». Y la voluntad —el Sartre de la etapa de su movili
zación la identificaba ya, com o Spinoza, con la conciencia— , que
sustenta la existencia m oral, tiene, «como su estructura esencial ... la
trascendencia». La trascendencia implica, precisamente, algo dado
que hay que trascender: de otro m odo, la voluntad no podría ser
tal y se identificaría con el sueño. Pues
El término que mejor nos parece significar [la] relación entre co-
nocer y ser es la palabra realizar..., con su doble sentido ontològico
y gnóstico. Realizo un proyecto en tanto que le doy el ser, pero
realizo también mi situación en tanto que la vivo, que la hago ser
con mi ser; realizo la magnitud de una catástrofe, la dificultad de
una empresa. Conocer es realizar en ambos sentidos del término.
Es hacer que haya ser habiendo-ofe-se/* la negación reflejada de este
ser: lo real es realización».1
norm a alguna para la acción hum ana? H abrá que buscarla, más
bien, del lado de la realidad hum ana, de la que ya sabemos que
es trascendencia y proyecto. O, dicho de otro m odo, una estructura
ontològica tal que sólo sufre las causas trascendiéndolas en su auto
determinación hacia fin es. A diferencia de Kant, no hay aquí dos
niveles: uno, noum énico, en que el hom bre sería libre (la ciudad
de los fines), y otro, fenoménico, donde el mismo sujeto se vería
inscrito en las conexiones causales: en tanto que capacidad nihiliza-
dora, la m odalidad de inserción de la realidad hum ana en la se
cuencia de las causas y los efectos sólo es posible por el desplaza
miento y la redefinición perm anente de las causas por los fines
proyectados y, en últim a instancia, por el proyecto existencia! mis
mo. Frente a la duplicación de los órdenes, Sartre contem pla un
paisaje ontològico sobrio y desértico —en el sentido de Q uíne— ,
pero en el que se ha producido un verdadero trastorno en sentido
radical. Al final de E l ser y la nada recurrirá como m etáfora a
la ilustración del principio de conservación de la energía por algu
nos divulgadores:
na? ... A ella misma como fin»,10 dirá, con ciaras resonancias
kantianas. Pero rápidam ente dará su propia m odulación a esta con
cepción de la realidad hum ana com o fin. «Ningún otro fin puede
serle propuesto. [Pues] un fin sólo puede ser planteado por un ser
que sea sus propias posibilidades, es decir, que se proyecte hacia
esas posibilidades en el porvenir» —los ecos son ahora heidegge-
rianos— . A ñadirá, sin em bargo, relevantes puntualizaciones: «un
fin no puede ser ni por com pleto trascendente a quien se lo plantea,
ni totalm ente inm anente». En el prim er caso, «no sería su posibili
dad». A quí remite Sartre a cierto sustrato spinozista que emerge
de form a recurrente en otros estratos de su pensam iento; recorde
mos la Proposición X XIX de la P arte C uarta de la É tic a : «U na
cosa singular cualquiera, cuya naturaleza sea com pletam ente distin
ta de la nuestra, no puede favorecer ni reprim ir nuestra potencia
de obrar; y, en térm inos absolutos, ninguna cosa puede ser para
nosotros buena o m ala si no tiene algo com ún con no so tro s» .11
Ahora bien, hemos visto que un fin por com pleto inm anente sería
para una subjetividad soñado, pero no querido. Ni trascendente
ni inm anente, el fin tiene «un tipo de existencia muy particular».
Como la realidad hum ana misma, condición de posibilidad de que
algo pueda ser propuesto a título de fin. P or definición, no puede
ser algo dado, sino «por venir, que vuelve del porvenir sobre la
realidad hum ana [extraño itinerario, sólo posible por el trastorno
ontològico] como algo que exige ser realizado por ella en un presen
te».1" De este m odo, la voluntad divina, «eterna y trascendente»,
«no podría ser fin para la voluntad hum ana. P o r el contrario, la
realidad hum ana puede y debe ser fin para sí misma porgue está
siempre del lado del porvenir, es su propio aplazam iento».13 Di
cho de otro m odo —y volveremos sobre ello— : su constricción on
tològica a reunirse consigo misma a través del m undo —hum ano
a su vez— es tam bién un deber ético.
Planteado de este m odo, «el problem a m oral es específicamente
hum ano. Supone una voluntad lim itada: no tiene sentido fuera de
ella, ni en el anim al ni en el espíritu divino». Independientem ente
de que la Divinidad exista o no, «la m oral es un asunto entre hu
manos y Dios no tiene que intervenir en ello».1'1 Sartre se distan
cia así radicalm ente de toda form a de teísmo moral: «la existencia
de la m oral ... lejos de p robar a Dios, lo deja al margen, pues
es una estructura personal de la realidad h u m an a» .15 Así pues, si
SARTRE 333
2. V a l o r y a m b ig ü e d a d
2Í. — CAMPS, i il
338 HISTORIA DE LA ÉTICA
n o r m a t i v o n o t ie n e se r, p r e c i s a m e n t e , e n t a n t o q u e r e a l i d a d . S u
s e r es s e r v a l o r , es d e c ir , n o se r s e r » . 27 ( R e c o r d e m o s q u e é s ta se
r í a la c o a r t a d a s a r t r e a n a , e s b o z a d a y a e n L e s C a r n e ts , c o n t r a las
c r ític a s a la f a l a c i a n a t u r a l i s t a , e n la m e d i d a e n q u e v o l v e r í a n v u l
n e r a b l e u n a é tic a c o n s c i e n t e m e n t e o n t o l ó g i c a . ) P e r o si
... el Valor (en el sentido ético del térm ino ... ) es ... la unidad
con tradictoria de la praxis (como libre superación que se afirm a a
su vez, co m o posibilidad indefinida de superarlo tod o en la trasluci-
dez de la acción creadora) y de la exigencia com o porvenir insupera
ble. De la pu ra pra xis el V alor conserva esta traslucidez de la liber
tad que se afirm a a sí misma, pero, en ta n to que la finalidad
proyectada es en realidad u na significación inerte e insuperable del
porvenir prefabricad o, el V alor asum e un ser pasivo independiente.
En lugar de ser la simple p ra x is dándo se sus leyes (lo cual lo privaría
de su característica de exterioridad interior, o, si se prefiere, de tras
cendencia en la inm anencia y lo reduciría a la mera tom a de concien
cia), se aísla. A h o r a bien, com o su inercia ha de hacerlo superable
y su característica práctico-inerte es la ¡nsuperabilidad, se afirma como
la u n id a d trascendente de todas las superaciones posibles: es decir,
co m o el térm ino insuperable — en ta n to que situado en el infinito—
hacia el cual to da acción supera las condiciones materiales que la
suscitan.29
3. La c re e n c ia y e l p o u r -a u t í w i
pió ser problem ático, pues «si el hom bre es el ser cuya existencia
está en cuestión en su ser... ello significa que su elección de ser
está al mismo tiempo en cuestión en su ser».'15 La existencia m o
ral remite de este m odo a un proceso constituyente el proceso cons
tituido, y lo hace ateniéndose al sentido mismo de su constitución.
La ética es, así, la instancia de convalidación del proyecto existen-
cial, al que legitima si se ajusta a la relación entre el en-sí y para-sí
ontológicam ente adecuada; es decir, si el hom bre renuncia a ser
Dios, a ser causa sui y a legitimarse en tanto que ser. O sea, si
deja de ser la pretensión frustrada de ser Dios para realizar la de
ser hom bre tratando de crear un m undo h u m ano...
Sin em bargo, la ética sólo procede a la convalidación luego de
una tarea de descalificación de las form as no válidas —por ontoló
gicamente mal planteadas— de inserción del hom bre en el m undo.
Al hacerlo así, sigue el m ovimiento de la ontología fenomenológi-
ea, en que la conciencia se presenta prim ero como conciencia caída,
alienada en la inautenticidad y en la m ala fe y sólo se salva luego,
al reasumirse en «la reflexión pura» procediendo a su conversión.
El esquema es el mismo de Heidegger, para quien el «estado de
yecto» del D a-Sein, su caída en el m undo en la form a de la «im pro
piedad» es «su form a de ser inm ediata» así como aquella «en que
se mantiene regularmente»;"6 de este m odo, la «determ inación de
las posibilidades óntico-existenciales [del ‘poder ser’ propio del Da-
Sein] ... será alcanzada m archando en contra de ello».47 No obs
tante, «el hilo conductor» lo ha proporcionado «una idea previa
de la existencia» como «verdad original». Del mismo m odo, en Sar-
tre, «la reflexión pura» es aquella sobre el fundam ento de la cual
aparece la reflexión im pura, y tam bién aquella que jam ás es previa
mente dada, aquella que es preciso alcanzar por una especie de
«catarsis».48 P o r o tra parte, las prim eras form ulaciones sartreanas
del tem a de la m ala fe y de la conversión, en su diario de guerra
—CDG — se encuentran muy próxim as a las concepciones heidegge-
rianas —profundam ente gnóstieas y deudoras de Kierkegaard en
no poca m edida— . Sin em bargo, aparecen en el contexto explícito
de intereses y preocupaciones éticos:
:a . ~ C A M I ’.S, I I!
354 HISTORIA DE LA ÉTICA
la concepción liberal que sólo puede tratar la libertad del otro como
límite, se relaciona estructuralm ente con la igualdad, con la reci
procidad de las libertades. Tendrem os que volver sobre ello. Pero
ahora nos es preciso, para reconstruir lo que podríam os llamar las
figuras de la mala fe, exponer el análisis de las relaciones hum anas
en el m undo de la enajenación prefigurado por la reflexión cóm pli
ce, en el que tratam os a ios demás como trascendencias trascendi
das, m odelando nuestra relación con ellos según el esquema por
el que pretendemos recuperar a título de objeto nuestra trascenden
cia propia. En este m undo alterado, ciudad de los medios y no
de los fines, soy cómplice de la alienación de que el otro me hace
objeto en la medida en que le hago hacerse cómplice de la altera
ción enajenante a que le someto. En este sentido, en la opción por
la que configuro mi proyecto existencial diseño un esquema univer-
salizador: al elegirme a mí misma elijo a los demás a través de
una determ inada estructuración del m undo hum ano y a la inversa.
No hay que entender esto en el sentido kantiano del querer de la
buena voluntad, com o querer que sea universalizable la máxima
de mi acción: unlversalizar no es en Sartre lo que debemos hacer,
sino lo que hacemos. Al m entir, elijo de hecho un m undo en que
las libertades sistem áticam ente no puedan trascender sino datos fal
sos, luego quiero en cierto m odo libertades salpicadas de puntos
ciegos, a quienes hurto la posibilidad de la lucidez, con lo que yo,
a mi vez, he de asum ir el lastre de tener que trascender unas tras
cendencias que parten de la hipoteca que yo misma les he creado.
(Puede verse, una vez más, la transposición al registro ontològico
de planteamientos que en Kant son pertinentes en otros planos, como
el de la razón práctica en este caso.)
Es bien conocida la frase eie Sartre «el infierno son los demás»,
de su obra dram ática A puerta cerrada. La relación entre las con
ciencias puede ser estéticamente dram atizada porque es en sí un
dram a ontològico cuyas aristas hay que asumir si no se quiere luego
hacer una ética blanda. H ay una pluralidad de conciencias: es un
hecho. El para-sí, o m ejor dicho, los para-síes son su propio princi
pio de individuación, pues «si la realidad hum ana fuera pura con
ciencia [de] ser negación sincrética e indiferenciada, no podría de
terminarse a sí misma ni, por consiguiente, ser una totalidad concreta
aunque destotalizada por sus determ inaciones».58 A utodeterm ina
ción —«por nihilizacíón del en-sí individual y singular»— es indivi-
SARTRE 357
la define como ser adjetivo, sin fines propios, y así podríam os mul
tiplicar los ejemplos. En otros contextos, el énfasis se pondrá en
sentido inverso y se argum entará que determ inados colectivos —en
otros aspectos, hum anos en apariencia— no pueden ser libres por
que «no son com o nosotros», no son nuestros iguales; así, los indí
genas cuya cultura es extraña e «inferior», no están «preparados
para la independencia».
En la C R D , Sartre reprocha a Hegel haber planteado en la dia
léctica del am o y el esclavo de la Fenom enología del espíritu la
relación entre ambas figuras sin tener en cuenta las relaciones de
los amos entre sí, así como las de los esclavos.
4. F ig u ra s de l a m a la fe
.15. - C A M I '- S , m
370 HISTORIA DE LA ÉTICA
B ib lio g ra fía
O bras de Sartre
N otas
93. Ib id e m , p. 266.
94. T o dav ía con terminología heideggeriana, Sartre anticipa aquí lo que descri
birá co m o «estructura serial» de las relaciones h u m an as en C R D ,
E n r iq u e B onete
1. In t r o d u c c ió n
ral, sino en hacer ver, como Kant, que la bondad m oral exige nece
sariam ente la creencia en Dios y en la vida eterna: «... si se da
en un hom bre la fe en Dios unida a una vida de pureza y elección
m oral, no es tanto que el creer en Dios le haga bueno cuanto que
el ser bueno, gracias a Dios, le hace creer en ÉL La bondad es
la m ejor fuente de clarividencia espiritual» (VII, p. 125).
Todo lo dicho no equivale a sostener que el enfoque de Unamu-
no sea plenam ente kantiano; U nam uno no diría, com o Kant, que
la religión depende de la m oral, sino que, como lo específicamente
religioso lo constituye el problem a de la inm ortalización, la afirm a
ción católica inversa a la anterior —«la m oral depende de la reli
gión»— cabe entenderla en el sentido de que no puede darse un
hom bre que haga el bien y llegue a ser bueno sin anhelar en el
fondo de su alm a la eternidad: « ... no concibo la libertad de un
corazón ni la tranquilidad de una conciencia que no estén seguras
de su perdurabilidad después de la muerte» (VII, p. 150). Se podría
decir que para U nam uno la relación entre la m oral y la religión
tiene lugar en dos frentes contrapuestos: por una parte en que sin
escatología quedan frustradas las expectativas de todo hom bre bue
no, y por otra, en que es de la misma bondad hum ana de donde
em ana la fe religiosa en la inm ortalidad. U nam uno, aunque acepta
el postulado kantiano de la inm ortalidad y considera que lo m ejor
que podem os hacer es obrar como si nos estuviese reservada una
prolongación ilim itada de nuestra vida terrenal, le da un matiz dis
tinto. Piensa que haciendo el bien, y sobre todo, siendo bueno,
es como resultará más evidente, si se puede hablar en tales térm i
nos, que no merecem os m orir, que no es ju sto que nuestro esfuerzo
m oral, nuestra bondad adquirida a lo largo de la vida, queden anu
lados en una nada desgarradora y corrosiva. La idea kantiana de
o b rar para «ser dignos de la felicidad» se ve hasta cierto punto
m atizada por U nam uno al afirm ar que debem os obrar para «m ere
cer la inm ortalidad» (VII, p. 267), para que quede patente que es
una grave injusticia, un gran crimen contra nuestra persona el que
sea la nada lo que nos espere después de nuestro com portam iento
m oral. Lo que es en K ant obrar para ser dignos de la felicidad
lo convierte U nam uno en este im perativo: «O bra de m odo que me
rezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que
te hagas insustituible, que no merezcas m orir» (VII, p. 264).
Es evidente pues que las ideas éticas unam unianas están en per-
392 HISTORIA DE LA ÉTICA
2 .3 . Z u h ir i: la u n id a d s e r - d e b e r e n la « r e a lid a d d e b ito r ia »
27. - C A M P .S . III
402 HISTORIA DE LA ÉTICA
entre «ser» y «deber»— , Ferrater no los adm ite com o deberes espe
cíficam ente morales, sino únicam ente como tipos de deberes socia
les a los que, en determ inadas condiciones y en virtud de ciertos
fines, se les llama «m orales». P o r tanto, su m oralidad está determ i
nada por las condiciones y fines, siempre modificables. En última
instancia, para este au to r «los deberes llamados ‘m orales5 son siem
pre deberes sociales de un cierto género» (MR, p. 140), por lo que,
«aunque se los llame ‘m orales’, los deberes (y las norm as) de que
se habla no salen nunca o, en el vocabulario tradicional, no tras
cienden nunca el contexto social» ( MR, p. 141). Y como el contexto
social form a parte del continuo orgánico-social (es decir, del «ser»),
el deontologism o, en sentido kantiano, no es posible, se convierte
en una posición-límite o un concepto-lím ite sin realidad ontològica,
com o se deriva de su m étodo integracionista. Olvidar esto conduce
a planteam ientos filosóficos insostenibles por su extremismo y a
dicotomías insalvables. P o r todo ello, la estimación kantiana de que
«hay ciertos deberes ‘m orales’ sin más, o absolutam ente, con inde
pendencia del contexto social, es una ilusión» ( MR, p. 145), com
parable a las ilusiones metafísicas que Kant tan agudam ente criticó.
P ara Ferrater M ora se puede afirm ar que, en rigor, «ningún deber
merece el nom bre de ‘m oral’ de un m odo absoluto o incontroverti
ble» ( MR, p. 150); así pues, nuestra dimensión m oral, con sus
juicios, formulaciones y sentimientos morales no nos viene del «cie
lo», sino que, y estas palabras servirían como síntesis del antikan
tismo ferrateriano, «nos viene de ‘la tierra’, de nuestra constitución
biosocial, y del curso de nuestra experiencia cultural e histórica»,
de tal form a que «una pura razón práctica sin un sentido moral
arraigado en nuestra realidad biosocial y social-cultural sería vacía»
(EA, p. 40). En conclusión, Ferrater, desde su ontologia y su inte-
gracionismo m etodológico, niega la separación típica de Kant entre
m undo natural y m undo m oral y la existencia del «deber puro»
al margen de nuestra constitución biosocial, indispensable siempre
para dar sentido a la existencia de «deberes».
LA ÉTICA EN LA FILOSOFÍA ESPAÑOLA DEL SIGLO XX 407
3. P er so n a y pe r so n a l id a d m o r a l
... n a d a califica más a uténticam ente a cada una de las personas que
conocem os com o la altura de la m eta hacia la cual proyecta su vida.
La m ay or p arte rehúye el proyectar, lo cual no es menos proyección.
Van a la deriva, sin ru m b o propio: h a n elegido no tener destino
a parte y prefieren diluirse en las corrientes colectivas. O tros ponen
su vida a metas de escasa a ltu ra y no p o d rá esperarse de ellos sino
cosas terre a ierre. P e ro algunos disparan hacia lo alto de su existen
cia, y esto disciplina a u tom áticam ente tod os sus actos y ennoblece
hasta su régimen cotidiano. El h o m b re superior no lo es ta n to por
sus dotes co m o p o r sus aspiraciones, si p or aspiraciones se entiende
el efectivo esfuerzo de ascensión y no el creer que se ha llegado
( I I , p , 6 44 ).
nes y lejanas ele toda m ediocridad. Así resume O rtega los dos m o
dos de ser moral:
2R. — C A M P S , ¡ti
418 HISTORIA DE LA ÉTICA
y h á b i t o s v a m o s m o l d e a n d o el t a l a n t e p a r a f o r m a r n o s u n a p e r s o n a
lid ad p r o p i a . E s t e e th o s o s e g u n d a n a t u r a l e z a c o n s i s t e e n la a p r o
p ia c ió n re a l d e p o s i b i l i d a d e s (e n t e r m i n o l o g í a z u b i r i a n a ) c o n la q u e
voy c o n fig u ra n d o mi p e rso n a lid a d m oral:
S e g ú n A r a n g u r e n , el o b j e t o d e la é tic a s e r á el c a r á c t e r m o r a l q u e
en la v i d a a d q u i r i m o s :
T o d o e ste p l a n t e a m i e n t o p r e s u p o n e el e n f o q u e z u b i r i a n o , s e g ú n el
c u a l, en la r e a l i z a c i ó n d e u n a c t o e s t a m o s a p r o p i á n d o n o s u n a p o s i
b il id a d d e s e r q u e v a p e r m a n e c i e n d o en n o s o t r o s y q u e se c o n v e r t i
r á así e n la r e a l i d a d m o r a l f u n d a m e n t a l .
O t r a r a z ó n p o r la q u e el o b j e t o m a t e r i a l d e la é t ic a es el e th o s
A r a n g u r e n la e n c u e n t r a e n el l e n g u a j e c o t i d i a n o y e n las e x p e r i e n
cias m o r a l e s m á s c o m p a r t i d a s (lo q u e d e n o m i n a p r i n c i p i o « p r e f i l o -
s ó f i c o » d e la é tic a ). E s e v i d e n t e en n u e s t r a v id a d i a r i a la te n d e n c i a
g e n e r a liz a d a a s o b r e v a l o r a r el « s e r » s o b r e el « h a c e r » . D ic h o en o t r o s
t é r m i n o s : el s a b e r p o p u l a r y p r e t e ó r i c o h a c e c o n f r e c u e n c i a c o m p a
tible las m a l a s a c c io n e s y la « m a l a v i d a » c o n el s e r b u e n o . El s a b e r
p o p u l a r v a l o r a m á s el ser u n h o m b r e b u e n o q u e el r e a l i z a r u n a c to
b u e n o (O , p . 4 2 4 ), del m i s m o m o d o q u e A r a n g u r e n c o n s i d e r a m u
c h o m á s s i g n i f i c a t i v o , m o r a l m e n t e h a b l a n d o , la p e r s o n a l i d a d m o r a l
q u e los a c t o s a i s l a d o s y los h á b i t o s r e p e t i d o s p o r c o s t u m b r e .
LA ÉTICA EN LA FILOSOFÍA ESPAÑOLA DEL SIGLO XX 421
que queda, no la vida, sino lo que con ella hemos hecho ... El
objeto form al de la ética es, en últim a instancia, no la vida, sino
el carácter adquirido en ella...» (O , p. 755). Sabemos que para Aran-
guren el hom bre irremediablemente tiene que conducir su vida, crear
su ethos; y sabemos tam bién que es en esta conducción, en este
hacerse a sí mismo, en lo que consiste la m oral com o estructura.
El hom bre, al conducir su vida se va realizando, va conquistando
su m odo de ser (ethos). Pero no sólo en este irse haciendo consiste
la m oral para A ranguren, sino que, adem ás, lo m oral es tam bién
la vida tal com o queda hecha. El ethos o personalidad m oral («se
gunda naturaleza») es también lo que queda del pasar que es la
vida, lo realizado en ella. P o r tan to , podem os decir, para concluir,
que A ranguren, al defender como objeto más propio de la ética
el ethos, está considerando al tem a de la personalidad m oral el prio
ritario en su reflexión, com pletando así ideas antropológicas que
sostuvieron tanto O rtega y Zubiri com o el mismo U nam uno.
Lo que Ferrater quiere indicar es que «el hom bre consiste esencial
mente en forjar su propia vida», es decir, el hom bre se espiritualiza
o se personaliza, no es espíritu o persona por el mero hecho de
ser hom bre.
El F errater de E l ser y la m uerte se encuentra en la línea reflexi
va orteguiano-zubiriana: «el hom bre no es un ser que vive; es su
p ropio vivir... A lo que más se parece el hacerse a sí mismo es
a una serie de esfuerzos destinados a alcanzar, en medio de conti
nuos tropiezos, la propia realidad» (SM , p. 121). Adm ite las afir
maciones sartrianas sobre la inesquivable libertad del hom bre, au n
que la considera, no com o algo dado, sino más bien com o una
realidad que se va adquiriendo en la m edida en que se va siendo
hom bre. P aradójicam ente se presenta com o una condición de toda
existencia hum ana y a la vez como una creación personal. P o r eso
el hom bre es, en definitiva, «el ser que se hace y que se deshace:
es el ser que tiene la posibilidad de ser sí mismo y dejar de serlo;
que puede apropiarse a sí mismo y enajenarse de sí mismo» (SM,
p. 122). Somos una realidad que tiene que construir su propia liber
tad a m edida que se constituye como tal realidad hum ana. No es
exacto afirm ar que estamos «condenados» o «forzados» a ser li
bres, com o sostienen Sartre y O rtega respectivam ente. Ferrater es
consciente de encontrarse encerrado en un círculo vicioso, pero lo
considera inevitable en cualquier análisis de la vida hum ana: por
un lado afirm a que «sólo la libertad hace posible ai hom bre», y
por otro que «el hom bre se constituye m ediante la libertad»; la
consecuencia actúa a la vez como principio (SM , p. 130).
424 HÍSTORÉA de la é t ic a
4. F e l ic id a d y v o c a c ió n
de P índaro tan am ado por O rtega («Llega a ser el que eres») cons
tituye el parám etro de la felicid a d de un hom bre. C uanto más se
acerca uno en su vida al que verdaderam ente es, más fácilmente
se produce el extraño fenóm eno de la felicidad. ¿Y cómo se sabe
si uno está realizando verdaderam ente su vocación y su proyecto
vital? A través de los sentimientos (angustia, mal hum or, vacío,
e n o jo ...) que afloran en cada situación y acción. P o r eso, según
O rtega, «la infelicidad le va avisando (a cada hom bre), como la
aguja de un aparato registrador, cuándo su vida efectiva realiza
su program a vital, su entelequia, y cuándo se desvía de ella» (IV,
p. 407). No obstante, las circunstancias juegan un papel im portante
en la adquisición de la felicidad, pues ellas pueden o no favorecer
la coincidencia entre mi yo proyectado y mi yo en ejecución. Tal
cual sea la arm onía entre mi yo (futurizante y proyectado) y mis
circunstancias (presentes y reales) así estaré más cerca de lograr o
m alograr la felicidad:
car que el hom bre busca la felicidad, sino el que inexorablem ente
tenga que buscarla. El hecho de buscar la felicidad depende de que
el hom bre al hacerse cargo de la realidad de las cosas tiene proyec
tada frente a sí su propia realidad, es decir, su felicidad com o algo
indeterm inado, como problem a. La felicidad de mi propia realidad
es pura posibilidad, pero como soy un «ser felicitante», esta posibi
lidad la tengo de antem ano apropiada, es una propiedad m oral ab
soluta y radical. En otras palabras: «si el hom bre tiene ante sí la
imagen de una posible felicidad es porque está sobre sí, porque
tiene que salir de una situación, hacerse cargo de la realidad, esto
es, por su propia estructura felicitante» (S H , p. 407). Y justam ente
por ser la posibilidad ya apropiada se convierte inesquivablemente
en la posibilidad de todas las demás posibilidades, que hace que
todas las restantes sean apropiables. Es decir, cualquier posibilidad
lo es form alm ente sólo si está inscrita dentro de la posibilidad ya
apropiada; es decir, si se relaciona con la tarea principal del hom
bre: ser feliz.
En conclusión, los rasgos que presenta el com plejo concepto zu-
biriano de felicidad podrían resumirse en los siguientes: a) la felici
dad es la resolución de las situaciones perfilando la figura de uno
mismo; b) es la fuente de todo bien y la posibilidad de todas las
posibilidades; c) es la form a como el hom bre está proyectado; por
todo ello, d) la felicidad será constitutivam ente indeterm inada y plu
ral, e) inseparable del bienestar, y J) inexorable y estructural. Evi
dentem ente, todos estos rasgos se relacionan entre sí y remiten en
definitiva al ám bito más propio de la m oralidad: a la «apropia
ción» y a la «personalidad» que de ella resulta.
2'i. -»- C A M P S , i ll
434 HISTORIA DE LA ÉTICA
B ibliografía
B ibliografía citada
Bibliografía básica
I. Sobre U n am uno
2. So b re O rtega
3. Sob re Z u b iri
Feijóo, J. et al., Z ub iri: P ensam iento y ciencia, Fun dació n M arcelino Bo
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Gracia, D ., V o lu n ta d de verdad. Para leer a Z u b iri, L a b o r, M adrid, 1986.
LA ÉTICA EN LA FILOSOFÍA ESPAÑOLA DEL SIGLO XX 439
4. So b re A ran g u ren
LA ESCUELA DE FRANKFURT
vio vedado este camino con su critica del historicismo. «[La pers
pectiva de H orkheim er] sigue siendo filosofía mora! porque se negó
persistentemente a seguir el cam ino tom ado por muchos marxistas
y que conducía desde la ética a la filosofía de la historia» (Schná-
delbach, 1986, p. 55). La cuestión se torna, entonces, en cómo fun
dam entar explícitamente y justificar teóricam ente el punto de vísta
de la crítica, negadora y superadora de las form as alienadas de con
ciencia y de las form as reificadoras del pensam iento form alista, re
lativista o em pirista. Ese problem a norm ativo será tam bién, enton
ces, el del carácter social e histórico de la filosofía y de los programas
que explícitamente ponen sus miras en la transform ación em ancipa
to n a de la sociedad, el de sus aporías y sus límites.
P or eso, tal vez la continuada pertinencia de los trabajos del
colectivo cle F ran k fu rt p ara las discusiones de la filosofía práctica
contem poránea pivote, ante todo, sobre esa cuestión teórica y no r
mativa, y sobre la m anera en que tal cuestión se relacionaba con
las tareas y los contextos específicos que desarrollaron las discusio
nes filosóficas. El análisis de los program as teóricos del Instituto,
así como el de la organización interna de su trabajo, tan centrada
en torno a la figura determ inante de H orkheim er, apunta a que
las diversas elaboraciones del colectivo estaban en relación directa
con su entorno social y político (el movimiento obrero alem án, las
experiencias ele la U nión Soviética y el nazismo) y que las m odifica
ciones que en éste acontecieron —la «integración del proletariado»—
determ inaron y acom pañaron el progresivo aislam iento del grupo
y la «soledad de la Intelligentzia» (Dubiel, 1978). El proyecto teóri
co del Instituto se refería, así, a un contexto histórico cam biante
y, al ir efectuando esa referencia, se iba m odificando su propia
com prensión de sus teorizaciones. La referencia norm ativa central
de los trabajos es, pues, la de la definición de la m anera en que
la teoría se interpretaba en su relación con la sociedad que preten
día com prender y, al menos inicialmente, transform ar; la de las
formas en las que iba siendo posible, o imposible, pensar su supera
ción. Pero tam bién esa referencia fue la constatación de los límites
y las dificultades del proyecto teórico y político del marxismo euro
peo, que nunca fue entendido por el colectivo com o una doctrina
acabada, y que rem terpretó en su crisis y en su negación. L a refle
xión resultante, desde el final de los oscuros años cuarenta, recoge,
como veremos, la idea de crítica como negativídad y su contexto
LA ESCUELA DE FRANKFURT 449
sam m elte Schriften, III, F rankfurt, 1972, pp. 279-283),2 y que ca
racteriza a am plios sectores de la intelectualidad crítica europea en
los años veinte. C iertam ente, el pensam iento m arxista cataliza esa
reacción frente a la sensibilidad finisecular y frente a los fracasos
de la época revolucionaria, y es el cam ino seguido o el instrum ento
em pleado para la superación de sus m om entos más específicamente
melancólicos. Pero esa airada reacción, teñida de conciencia anti
burguesa, no llega a ocultar un rasgo central y tam bién propio de
esa herida sensibilidad crítica: un pesimismo, muchas veces de ori
gen schopenhaueriano (H orkheim er, 1974b; Schmidt, 1986, pp.
181-190), y que será un leitm otiv de creciente im portancia en los
años posteriores, y que aparece, entre otros textos, en ese crucial
laboratorio de la subjetividad que son los prim eros textos del D äm
m erung de H orkheim er, antes incluso que en M inim a m oralia, a
él dedicado por su amigo A dorno. Com o luego veremos, el saber
y la ciencia de la melancolía recogen ese relato de la subjetividad
herida que tiene sus raíces en la sensibilidad finisecular transform a
da por la pasión de la crítica racional y por el fracaso insuperable
de la barbarie bélica.
íiorkheim er que com entam os, aunque tal vez más radical, «Filoso
fía y teoría crítica» (M arcuse, 1967, pp. 79-96), acentúa el carácter
político y crítico-social (y no m eram ente m etodológico o teórico)
de esa form a de crítica profunda a las form as de racionalidad cien
tífica. De esa m anera, apunta M arcuse, la teoría crítica puede ubi
carse social y políticam ente ella misma como crítica de la razón
tradicional. Este traspaso de la actividad social y política a la activi
dad de crítica teórica, que tom a el lugar de aquélla y asume sus
com petencias, se corresponde en el análisis de H orkheim er con la
constatación de la pérdida de la dimensión revolucionaria:
Esa negadvidacl hace resonar elementos tom ados del pesimismo me-
tafísico de origen shopenhaueriano: el hom bre siempre estará en
conflicto consigo mismo hasta que alcance su identidad, y ello no
es lo que el presente adelanta.
4. L a subjetividad herida
'I ( A M I ’S . I ll
466 H I S T O R I A DE LA É T IC A
por medio del único instrum ental que el hom bre posee, su razón.
Esta secuencia es, com o dijimos, un retrato de la misma sociedad
capitalista, y tam bién es un retrato de su contenido moral.
6. N eg a tiv id a d y resistencia
B ib l io g r a f ía
N otas
LA PSICOLOGÍA MORAL
(DE PIA G ET A KOHLBERG)
1. E l c o n t e x t o d e la in v e s t ig a c ió n p ia g e t ía n a
- ( A M I ’S, n i
482 H IS T O R IA D E L A É T IC A
2. L a g é n e sis d e l c r it e r io m o r a l se g ú n P ia g e t
P ara tal fin, Piaget elige uno de los juegos sociales más simples,
el juego de las canicas, que tiene la ventaja de regirse por reglas
susceptibles de elaboración por los mismos niños, a diferencia de
otros juegos mucho más rígidamente norm ados por los adultos. El
486 H IS T O R IA D E LA É T IC A
3. L a t e o r ía p ia g e t ia n a a n t e la c r ít ic a
sus teorías. Poco después aparecieron tam bién duras críticas, que
se concentraban especialmente sobre el énfasis puesto por Piagei
en los factores cognitivos del juicio m oral, m ientras que descuidaba
los factores m otivacionales.4 J. Gabriel (1971) llega a reelaborar la
teoría de Piaget en térm inos de capacidad creciente de autocontrol
en lugar de un desarrollo de la inteligencia: el niño pequeño, inca
paz de dom inar sus impulsos, es víctima frecuente de la ansiedad.
Ello explicaría su adhesión a una ley objetiva e inm utable. Sus p ro
gresos en el autocontrol le irán liberando poco a poco de la hete-
ronom ía.
O tras objeciones hacían referencia a la omisión por parte de
Piaget de los efectos que la enseñanza racional de la m oral produce
en el criterio ético del niño. Pero lo cierto es que el m aestro ginebri-
no está interesado, ante todo, en la m oral práctica, sobre la que
ha dem ostrado que la teoría aprendida influye escasamente; es de
cir, lo que persigue es la educación m oral, no la enseñanza de la
ética. M ás relevante parece la objeción que le reprocha no atender
suficientem ente las diferencias individuales en el ritm o del desarro
llo m oral de los niños, las diferencias m otivadas por la clase social,
la fam ilia, el m odo de convivencia, etc. Obviam ente, la investiga
ción de Piaget tenía sus límites precisos. Pero no deja de ser curiosa
la alineación que su obra produce en los críticos, unos a favor y
otros en contra, com o observa Kay, quien ejemplifica a los prim e
ros en G oldm an y a los segundos en Fleming (W. Kay, 1970, p. 47).
Entre los críticos más duros de Piaget se cuentan II. J. Flavell
y S. Isaacs. El prim ero pone en duda la obra general del maestro
ginebrino ya que adolece, a su entender, de vaguedad e im precisio
nes, de excesos de elaboración teórica y de interpretaciones subjeti
vas o preconcebidas, no dudando en forzar los datos renuentes (Fla
vell, 1968, pp. 449-457). El segundo le reprocha la subestim ación
que hace de la riqueza y variabilidad de la personalidad infantil,
encerrando en estadios secuenciales lo que es un crecimiento en com
plejidad (Isaacs, pp. 97-107); pero Isaacs habla desde su propio
enfoque psicoanalítico.
La crítica más persistente es la que procede del enfoque conduc-
tista o teoría del aprendizaje social (Social Learning Theory). A.
B andura y F. J. M cDonald fueron los prim eros en criticar la con
cepción de Piaget sobre el proceso cognitivo m oral concebido como
unidireccional e irreversible. Su investigación (Bandura y McDo-
496 H IS T O R IA DE LA É TIC A
nald, 1963) dem ostraba una gran variabilidad, sobre todo bajo el
influjo de la im itación: la presencia de un modelo adulto intensifica
o hace retroceder la m adurez moral del niño; de igual m odo, con
independencia de la m adurez intelectual del sujeto, un aprendizaje
adecuado produce un avance en su proceso m oral. Piaget responde
rá invariablem ente que tales avances se dan únicam ente en la m oral
teórica, pero no se ha dem ostrado que influyan en la m oral prácti
ca, objeto de su investigación.
Tam bién han merecido críticas adversas algunos puntos concre
tos de su teoría cognitivo-evolutiva del criterio m oral en el niño.
Así, N. J. Bull le reprocha su incom prensión real de los fenómenos
de la heteronom ía m oral ya que, en definitiva, los preceptos adul
tos son la raíz de los conceptos morales autónom os, al igual que
la disciplina es el cam ino para la autodisciplina (Bull, 1969). Crítica
que asume tam bién D. G raham : la autoridad adulta, y no sólo la
participación de los mayores en los procesos regidos por el respeto
m utuo, constituye un m om ento imprescindible en la m aduración
m oral infantil (G raham , 1972).
Bull ha cuestionado también la particular concepción de la auto
nom ía m oral que sostiene Piaget, en tanto que fruto de la coopera
ción entre iguales en condiciones de reciprocidad; según el ginebri-
no los procesos sociales realizados en el m arco del respeto m utuo
parecen producir automáticamente la autonom ía moral; pero lo cierto
es que esta teoría no la dem uestra en ningún m om ento. H ay mucha
más plausibilidad, a su entender, en su tesis de que la autonom ía
se genera a partir de la heteronom ía, como la autodisciplina lo hace
a partir de la disciplina (Bull, 1969). P o r su parte, tam bién G raham
critica la unilateralidad del planteam iento piagetiano: sólo resulta
positiva la interacción con los iguales; los padres y profesores son
vistos únicam ente desde el prism a negativo de la presión adulta so
bre la conducta infantil. Ello es así porque «es prim ariam ente, casi
exclusivamente, una teoría cognitiva, racionalista, a diferencia de
la teoría psicoanalítica que destaca los factores emocionales, y de
la teoría del aprendizaje que destaca los factores emocionales y com-
portam entales» (G raham , 1972, p. 203).
Ciertam ente, la m etodología utilizada por Piaget tiene mucho
que ver con los resultados obtenidos. Varios com entaristas coinci
den en afirm ar que el mismo diseño del experimento condiciona
en cierto m odo los hallazgos de la investigación. Un simple cam bio
LA P S IC O L O G ÍA M O R A L 497
4. E l e n f o q u e c o c n it iv o - e s t r u c t u r a l d e L. K ohlberg
N IV E L A: N iv e l p re c o n v e n c io n a l
N IV E L B. N iv e l c o n v e n c io n a l
N IV E L B /C . N i v e l t r a n s i c i o n a l
E ste nivel es p osconvencional, pero to d av ía no de principios.
C o n ten id o d e la tran sició n : E n el estadio 4,5 la elección es personal
y su b jetiv a. Se basa en las em ociones, la conciencia se considera com o
a rb itra ria y relativa, al igual que las ideas com o «deber» y « m oralm ente
co rrecto » .
P erspectiva social transicional: E n este estadio la perspectiva es la de
un individuo que se sitúa fuera de su p ro p ia sociedad y se considera com o
un su jeto q u e to m a sus decisiones sin un com prom iso general o c o n trato
con la sociedad. U n o p uede to m a r y elegir obligaciones que están definidas
p o r sociedades p articu lares, pero no tiene principios p a ra tal elección.
N IV E L C . N i v e l p o s c o n v e n c i o n a l y d e p r i n c i p i o s
L as decisiones m orales se generan a p a rtir de derechos, valores o p rin ci
pios que son (o p o d ría n ser) aceptables p o r to d o s los individuos que com
p o n en o crean u n a sociedad con el designio de tener prácticas equitativas
y beneficiosas.
te: los sujetos sólo com prenden el razonam iento m oral del propio
estadio y de los estadios inferiores. Asimismo juzga firm emente es
tablecida la invariabilidad de la secuencia evolutiva tanto en su es
tudio longitudinal com o en los estudios interculturales; de ahí que
considere probada su universalidad e irreversibilidad, justamente por
que expresan una secuencia lógica. P or eso insiste en que cada esta
dio constituye un «todo estructurado» y form a con los demás una
estructura lógica en la que se implican m utuam ente. Pero el sentido
jerárquico de los estadios lo confirm a tam bién por apelación a la
filosofía m oral contem poránea (prescriptivismo y Rawls): sólo el
estadio 6 cum ple las exigencias máximas de m oralidad.7
P or lo demás, aunque Kohlberg acentúa el cognitivismo, no pres
cinde por com pleto, como se le reprocha frecuentem ente, de las
experiencias sociales piagetianas: la m aduración del juicio m oral lo
concibe tam bién com o el resultado de dos factores com binados, el
desarrollo lógico y la adopción de roles sociales; aunque es cierto
que incluso la asunción de los roles sociales la entiende en térm inos
cognitivos; pero am bos factores por separado no pasan de ser con
diciones necesarias, pero no suficientes, para el desarrollo m oral.
De igual m odo, el juicio m oral autónom o no garantiza una conduc
ta m oral consistente; ésta requiere la intervención de otros factores
psicológicos genéricamente llamados «fuerza del yo» (Díaz-Aguado,
1982, pp. 244-245).
Desde el enfoque conductista, la jerarquía de los estadios se en
tiende simplemente como adquisiciones o internalizaciones de los
conceptos morales del universo cultural de los adultos. Pero K ohl
berg ha m antenido siempre que no se trata de pautas sociocultura-
les secuencialmente adquiridas, sino de seis «estructuras que em er
gen de la interacción del niño con su entorno social»; por supuesto
que el niño conoce e internaliza las prohibiciones y m andatos bási
cos de su cultura; pero los sucesivos estadios m uestran un influjo
progresivam ente decreciente de la presión del medio sobre el niño,
desde la com pulsión externa que dom ina el estadio 1, el sistema
de intercam bios y satisfacción de necesidades del estadio 2, el m an
tenim iento de expectativas legítimas de los estadios 3 y 4, hasta
los ideales o principios lógicos generales que dom inan los estadios
5 y 6. Todo sugiere que son los sujetos quienes organizan y elabo
ran de m odo cada vez más personal y autónom o el universo socio-
cultural. Justam ente, en base a esta creatividad relativa de los suje
506 H IS T O R IA D E LA É T IC A
lógico, los veinticinco aspectos del juicio m oral pueden ser defini
dos consistentemente a partir de los conceptos centrales de los seis
estadios; y desde el punto de vista em pírico, su consistencia parece
igualm ente dem ostrada por los experimentos antes reseñados: los
estadios obtienen una correlación media de 0,51, siendo la más alta
de 0,75 y la más baja de 0,31, De este carácter estructural se infiere
que los estadios superiores representan estructuras mejores o más
equilibradas que los inferiores, al menos hasta el estadio 4 inclusi
ve. Experiencias concretas m uestran que los sujetos que se hacen
adultos sin sobrepasar los estadios 1 y 2 cristalizan en tipos puros
(entre los que figuran los delincuentes), m ientras que los que alcan
zan ios estadios 4, 5 y 6 se estabilizan más lentam ente, dando los
tipos puros alrededor de los 25 años (nótese que Piaget situaba la
autonom ía m oral al inicio de la adolescencia). El carácter estructu
ral de los estadios se corrobora por su capacidad de predictibiíidad,
ya que se ha obtenido una correlación entre la m adurez m oral de
los 16 años y la de los 25 de 0,78 o más (Kohlberg, ibid., pp.
388-389).
5. La te o r ía de K o h l b e r g a n t e la c r ít ic a
Los resu ltad o s indican que mi estadio sexto fue principalm ente
un c o n stru cto que m e fue sugerido p o r ciertos escritos de figuras
excepcionales com o M artín L. King, n o un co n stru cto evolutivo c o n
firm a d o em píricam ente. A la luz de los su bestadios de C olby, pienso
que la in terp retació n m ás segura sería co nsiderar el co n stru cto del
estadio sexto com o u n a elab o ració n del su bestadio (o fo rm a avan za
da) del estadio q u in to » (K ohlberg, 1978).
6. L as r e v is io n e s d e K o h l b e r g
E ta p a s de interacción, perspectivas
E stru ctu ra
E stru c tu ra de expectativa C o n cep to
T ipos de acción de perspectivas de com portam iento de au to rid ad
Precon vencional:
Interacción a u to V inculación reci M odelo de co m A u to rid ad de p er
ritaria p ro ca dé perspec p o rtam ien to p a r sonas de referen
tiv a s d e a c c ió n ticular cia; alb ed río san
cio n ad o exterior-
m ente
C ooperación orien
tad a p o r intereses
Convencional:
R egla de co m p ro
bación de p rinci
pios: procedim ien
to de fundam enta-
ción de norm as
LA P S IC O L O G ÍA M O R A L 525
P erspectivas sociales
B ib l io g r a f ía
— CAMPS, il l
530 H IS T O R IA D E LA É T IC A
N otas
LA ÉTICA DISCURSIVA
i. U n a é t ic a in s c r it a e n e l p r o y e c t o d e l a m o d e r n id a d
C RÍTICA *
2. El c o g n it iv is m o ÉTICO:
LA RECONSTRUCCIÓN DE LA RAZÓN PRÁCTIC A
las ciencias y para ías inferencias lógicas, o bien fundam entar las
ciencias sociales en definitiva en un program a cientificista de uni
dad metodológica de explicación y predicción, determ inado por in
tereses tecnológicos. Asum ir prácticam ente la m archa de la historia
no significa para los frankfurtianos intervenir técnicamente en ella,
com o querría una razón menguada en sentido positivista. Frente
al positivismo y al racionalism o crítico se hizo, pues, necesario am
pliar el cam po de la racionalidad y a tal necesidad respondió la
doctrina de los intereses cognoscitivos, diseñada por Apel y Haber-
mas, que hunde sus raíces en la doctrina scheleriana de las tres
form as del saber. A su luz la especie hum ana se reveía orientada
por tres intereses cognoscitivos, trascendentales o cuasitrascenden-
tales, que no se atribuyen ya a un sujeto trascendental — more
kantiano— , sino a un género hum ano, surgido contingentem ente
en la historia y que se reproduce em píricamente. El interés técnico
por dom inar —m otor de las ciencias em pírico-analíticas— , el inte
rés práctico por el entendim iento —raíz de las ciencias histórico-
herm enéuticas— y el interés por la em ancipación —móvil de las
ciencias sociales críticas— , se nos revelan como «orientaciones bási
cas, inherentes a determ inadas condiciones fundam entales de la re
producción y la autoconstitución posibles de la especie hum ana;
es decir, al ‘tra b a jo ’ y a la ‘interacción’».'1
El m étodo adoptado para descubrir estos intereses es en el caso
de Apel el de una filosofía trascendental, semióticamente tran sfo r
m ada, que descubre en los planteam ientos herm enéutico y científico
dos intereses distintos, descartando con ello toda pretensión cienti
ficista de unidad de m étodo y de interés. La unidad de la ciencia
descansa únicam ente en «la unidad de la pretensión de verdad y
de su posible resolución en el discurso argum entativo».5 Y una fi
losofía trascendental transform ada, que intentara dilucidar las con
diciones de posibilidad, no ya del conocim iento, sino de todo plan
team iento científico con sentido, daría lugar a una antropología del
conocim iento —superadora de la teoría del conocim iento clásica—
de la que form aría parte la doctrina de los intereses cognoscitivos.
Tales intereses son, pues, indispensables para la constitución del
sentido de los enunciados científicos, m ientras que una pragm ática
trascendental señalará las condiciones de validez de los enunciados
y las norm as.
H aberm as, por su parte, recurre en esta prim era etapa a una
540 H I S T O R IA DE LA É T IC A
ta prim ariam ente hacia una meta, elige los medios y calcula las
consecuencias; el éxito de la acción consiste en que se realice en
el m undo un estado de cosas deseado. Esta acción puede ser, a
su vez: instrum ental, cuando se atiene a reglas técnicas de acción
que descansan en el saber empírico e implican pronósticos sobre
sucesos observables, que pueden resultar verdaderos o falsos; estra
tégica, cuando se atiene a las reglas de la elección racional y valora
la influencia que pueden tener en un contrincante racional. Esencial
para nuestro tem a es el hecho de que las acciones instrum entales
puedan ligarse a interacciones, m ientras que las acciones estratégi
cas son en sí mismas sociales.
En efecto, la acción estratégica, al ser un tipo de interacción,
viene presidida por la categoría de reciprocidad, de m odo que en
ella los sujetos se instrumentalizan recíprocamente y orientan su
acción según las expectativas del com portam iento de los dem ás, u ti
lizándoles com o medio para lograr fines propios. O bviam ente, esta
es la base de las teorías de los ju eg o s, que tratan de resolver los
problem as de la interacción desde la com petición o la cooperación
entre egoístas racionales y que tiene su expresión política en el libe
ralismo neocontractual: la única racionalidad posible es la defensa
estratégica de los derechos subjetivos mediante un pacto de egoísmos.
A hora bien, si esta es la única racionalidad posible, la m oral
se com pone de im perativos hipotéticos, dictados por la prudencia
individual o grupal, y tiene razón A. M aclntyre cuando afirm a que
el intento kantiano de fundam entación de lo m oral constituye uno
de los fracasos de la Ilustración: la incondicionalidad de los im pe
rativos categóricos es una secularización de los m andatos teológi
cos, pero, como no hay equivalentes funcionales seculares, aquello
a lo que la religión daba sentido no puede dárselo la filosofía; el
valor absoluto del hom bre pierde to d a base racional cuando se la
busca en un presunto «fin en sí mismo» y no ya en el hom bre
como imagen de Dios. Si queremos eludir el emotivismo socialmen
te im perante sin recurrir a Nietzsche, no queda sino retornar —dirá
M aclntyre— a una racionalidad prem oderna, similar a la aristo
télica.6
Y, ciertam ente, a am bas opciones —la neoaristotélica y la
neonietzscheana— térm inos como «incondicionalidad» o «categori-
cidad» parecen resultarles insoportables, bien por creer más sensato
retornar al ejercicio de la prudencia dentro de los límites de la etici-
LA ÉTICA DISCURSIVA 543
Ciertam ente la lógica del discurso práctico, que argum enta acer
ca de la corrección de las norm as, constituye la clave de la ética
discursiva, y no es ocioso señalar que se vale de la contradicción
perform ativa para descubrir aquellas regías, aquellos presupuestos
que son trascendentales porque cualquier participante en un discur
so las ha reconocido ya im plícitam ente. R. Alexy se ocupa de deter
m inar tales presupuestos y los condensa en tres tipos de reglas: las
que corresponden a una lógica mínima; los presupuestos pragm áti
cos de la argum entación, entendida como un procedim iento para
buscar el entendim iento, entre los que ya aparecen norm as con con
tenido ético porque suponen relaciones de reconocimiento recípro
co; y, por últim o, las estructuras de una situación ideal de habla.
En efecto, el discurso se considera como un proceso de com unica
ción, que ha de satisfacer condiciones im probables con vistas a lo
grar un acuerdo m otivado racionalm ente, y desde esta perspectiva
se revelan las estructuras de una situación ideal de habla, inm uniza
da frente a la represión y la desigualdad. De la consideración de
tales reglas se deduce fácilmente que una norm a sólo será aceptada
si vale el principio de universalización;10 luego este principio, como
regla de argum entación, pertenece a la lógica del discurso práctico.
N uestra ética es una ética universalista, pero en ella el principio
de universalización —de igual m odo que en K ant— no es el princi
pio m oral, sino una regla de la argum entación, m ediante la que
com probam os que el principio ético se aplica correctam ente, igual
que el discurso teórico se sirve del principio de inducción. Sin em
bargo, frente a la form ulación kantiana del im perativo de la univer
salización, nuestro principio llevará incorporado el consecuencialis-
mo en su mismo seno, puesto que se form ula del siguiente m odo:
«cada norm a válida habrá de satisfacer la condición de que las con
secuencias y efectos secundarios que se seguirían de su acatam iento
universal p ara la satisfacción de los intereses de cada uno (previsi
blemente) puedan resultar aceptados por todos los afectados (y pre
feridos a las consecuencias de las posibles alternativas co
nocidas)».11
Nos encontram os, pues, con una reform ulación del im perativo
kantiano de la universalización, en la que se expresa una razón dia-
lógica, y cuya prueba de fuego no es la contradicción con el pensa
550 HISTORIA DE LA ÉTICA
cépticos, pero tam bién por las democracias liberales, que separan la
vida pública de la privada, entregando la prim era al conocimiento
racional de los expertos y la segunda a las decisiones privadas e
irracionales de conciencia, de modo que la vida pública se inm uniza
frente a la crítica m oral y la m oralidad queda en manos del subjeti
vismo. P or el contrario, el concepto de razón descubierto nos muestra
que sobre las cuestiones morales se puede y se debe argum entar, ya
que siguiendo el principio form al de la ética discursiva es posible
medir la corrección y la incorrección de las norm as morales.
No se trata, pues, con nuestro cognitivismo ético de regresar
a A ristóteles, reconociendo una verdad práctica, ni de propiciar el
intuicionism o, sino de señalar una analogía entre la verdad a la
que aspira el discurso teórico y la corrección que da sentido al dis
curso práctico: la aplicación del principio de la ética discursiva nos
perm itirá distinguir entre la validez lógica de una norm a y su mera
vigencia fáctica. Es este un p im ío crucial en la ética discursiva, que
ha llevado a Apel en ocasiones a prevenir a H aberm as frente a
una posible resignación sociologicista ante lo vigente en el m undo
de la vida. Sin negar que éste suponga una riqueza que un herme-
neuta nunca despreciará, la herm enéutica de Apel y H aberm as debe
m antener un canon crítico, inm anente pero tam bién trascendente
al m undo de la vida, que perm ita distinguir lo válido de lo vigente.
Con ello no recaemos en el intelectualismo m oral, que identifica
saber y virtud, porque Apel tiene buen cuidado en destacar —no
así H aberm as— el papel de la voluntad en las decisiones concretas.
Y es este un elemento que la ética discursiva debe cuidar, porque
el abandono de la «buena voluntad» podría acabar disolviendo la
m oral en derecho, com o veremos. El descuido de la subjetividad
podría llevarnos a una objetividad am oral. Pero antes de pasar a
esta cuestión, considerarem os las restantes características de la ética
discursiva m encionadas al comienzo.
dialéctica entre las dos com unidades —ideal y real— que ha de con
ducirnos a la meta. Y aunque la secularización sea, según Apel,
una categoría herm enéutica, cabe dudar de que para las ofertas reli
giosas pueda existir en el m undo secularizado un equivalente fun
cional. Pero son toda éstas sospechas que nos obligan a dar un
paso más y adentrarnos en el m undo de la relación de nuestra ética
con las distintas vertientes de la filosofía práctica.
5. I d e a d e un E s ta d o d e m o c r á ti c o d e d e r e c h o
6. U n a t e o r ía d e l o s d e r e c h o s h u m a n o s
B ib l io g r a f ía
K. O. A p e l
J. H aberm as
N otas
blanlc sólo puede a firm a r aquello en lo que v erdaderam ente cree» y «quien in tro d u
ce un enuncia do o n o rm a que no es o bjeto de la discusión debe d a r un a razón
de ello»; m ientras que en el tercero pro po ne: «cualquier sujeto capaz de lenguaje
y acción puede participar en los discursos», «cualquiera puede p robiem atizar cual
quier afirm ación», «cualquiera puede introducir en el discurso cualquier a firm a
ción», «cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades» y «no puede
impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos, establecidos en las reglas a n te
riores, m ediante coacción interna o externa al discurso». Véase tam bién R. Alexy,
«E ine Theorie des praktischen Diskurses» en W. Oelmüller, ed., N o rm en b eg rü n -
düng, N orm endurch seizu n g y S chöningh, P ad erbo rn , 1978, pp. 22-58.
11. J. H aberm as, M o ra lb ew u sstsein u n d k o m m u n ik a tiv e s H a n d e ln , pp. 75, 76
y 103.
12. Ibid.* pp. 103 y 76.
13. K. O. Apel, T ra n sfo rm a tio n der P h ilo so p h ie, U, p. 400. (I-Iay trad. cast.
T aurus, M adrid, 1985.)
14. Ch. T aylo r, «D ie M otive einer V erfahrcnsclhik», en W . K uh lm ann , ed.,
M o ralität u n d S ittlic h k e it, pp. 101-135; «Sprache und Gesellschaft», en A. H on-
neth, y H. Joas, cds., K o m m u n ik a tiv e s H a n d e ln , pp. 35-52.
15. De esta coinplementación de la ética discursiva me he o cu p a d o más am p lia
mente en A. C ortina, « L a reconstrucción de la razón práctica. Más allá del procedi-
mentalism o y el sustancialismo», en E stu d io s filo s ó fic o s. n.° 104 (1988), pp. 165-193;
«Substantielle Ethik oder wertfreie V erfahrensethik? Der eigentümliche Deonlologis-
mus der praktischen V ern un ft» , en K. O. Apel, R. Pozzo, eds.. Z u r R e k o n str u k tio n
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16. K. O . Apel, T ra n sfo rm a tio n der P h ilo so p h ie , II, p. 412.
17= C. Gilligan, In a D iffe re n t Voice. P sych o lo g ica l T h eo ry a n d W o m en 's D e
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19. Véase J. Muguerza, «Etica y comunicación (una discusión del pensam iento
político de Jürgen H ab erm as)» , en R evista de E stu d io s P o lítico s (nueva época),
n.° 56 (1987), pp. 7-63.
20. K. O . Apel, «Notw endigkeit, Schwierigkeit und Möglichkeit einer philoso
phischen B egründung der Ethik im Zeitalter der Wissenschaft», en P. Kanellopou-
los, ed., Festschrift für K. Tsatsos, A tenas, 1980, p. 272 (trad. cast. en E stu d io s
é tico s, pp. 105-173). Véase tam bién J. De Z an, «Karl O tto Apel y el problem a
de la fu nd am en tación de la ética en la época de la ciencia», en S tro m a ta (1986),
pp. 159-209, especialmente pp. 199-209.
21. M. Brumlik, «Ü ber die A nsprüche U ngeborener u nd U nm ündiger. Wie ad-
vokalorisch ist die diskursive E th ik ?» , en W . K u hlm an n, ed ., o p . e it., pp. 296-298.
F ernando V a l l e spín
EL NEOCONTRACTUALISMO: JO H N RAWLS
1. E l h o m b r e y su obra
<K. C A M P S . I II
578 HISTORIA DE LA ÉTICA
2. E l problem a
3. P r e su pu e st o s t e ó r ic o s
4. El «CONSTRUCTIVISMO KANTIANO»
5. L a POSICIÓN ORIGINAL
ción igualitaria, a menos que quede claro que pueden salir ganando
si se favorecen algunas excepciones a esta regla general. En este
sentido, Rawls considera como absolutam ente incom patible con sus
premisas toda posibilidad de bargaining o regateo con bienes tales
como la libertad o la igualdad de oportunidades, dado que su «uti
lidad m arginal es infinita» (1974, p. 143) y son esenciales para la
realización de los intereses básicos de la personalidad. Su propia
descripción de la personalidad m oral dentro de los moldes kantia
nos im pediría este tipo de prácticas con lo que constituye la fuente
de la autonom ía y la personalidad m oral (véase 1980, pp. 526 y
ss., y 1982b). O tro tem a son ya los ingresos y la riqueza u otros
bienes socioeconómicos, respecto a ios cuales se acepta una regla
de distribución desigualitaria sólo si ello va en beneficio de los me
nos aventajados. Se presume que el estímulo de mayores ingresos
y riquezas no sólo increm entaría la producción sin perjudicar a n a
die, sino que todos saldrían beneficiados. De no ser así tal adm isión
carecería de sentido. El hecho es que se abren las puertas a determ i
nados criterios de eficiencia que todo el m undo consideraría justos
y razonables. A esta regla, Rawls la denom ina el principio de la
diferencia. El resultado se concretaría, pues, en los siguientes prin
cipios:
intervenir a menos que los colocados previam ente hayan sido satis
fechos o vayan a ser aplicables» (77, p. 43). Es decir, que hasta
que no se consiga el nivel adecuado en uno de los principios, el
siguiente no entra en juego. Con ello la jerarquización entre distin
tos bienes prim arios se hace evidente. Con la ordenación lexicográ
fica entre el prim ero y el segundo principio no se podrá nunca re
nunciar a ninguna de las libertades básicas por mucho que ello pueda
com pensar desde el punto de vista socioeconómico (para una discu
sión más extensa de estos principios, véase Vallespín, 1985, pp.
100-131).
Q ueda por abordar el espinoso y debatido problem a del tipo
de sociedad y sistema político capaz de honrar estos principios. Rawls
es trem endam ente am biguo al respecto y da pie a todo tipo de posi
bilidades y com binaciones entre los regímenes políticos existentes.
En esencia, lo que Rawls viene a decir es, pura y simplemente, que
cualquier sistema político que acepte las libertades contenidas en
el prim er principio y aplique una política socioeconómica dirigida
a propiciar la igualdad de oportunidades y la preservación de un
mínimo vital para todos los sectores sociales, podría encajar en sus
criterios de la justicia (véase 77, pp. 266 y ss.). En todo caso, para
afirm ar la justicia com o equidad en el marco institucional de una
sociedad, es preciso afianzar las libertades políticas en un sistema
de intercam bio de opiniones, de organización de partidos, etc., ab
solutam ente transparente. Sin un m arco de lo público desde el cual
replantearse continuam ente las directrices políticas, sometiéndolas
continuam ente a la prueba de la generalidad o, si se quiere, de la
intersubjetividad, no se podría satisfacer nunca una teoría fundada
precisamente en la racionalidad dialógica. Indudablem ente esto pre
supone una reestructuración en profundidad de las bases de la desi
gualdad. Todo depende del contenido o extensión de que dotemos
a conceptos tales como el «autorrespeto», la «dignidad» o la «igual
dad efectiva de oportunidades».
7. El «EQUILIBRIO REFLEXIVO»
m entos convincentes que nos perm itan aceptar com o válidos, tanto
el procedim iento com o los principios derivados de él. Parece claro
que no basta con justificar una determ inada decisión racional, sino
que hace falta, adem ás, que los condicionantes y demás circunstan
cias procedim entales que la predeterm inan sean justificados a su
vez. A estos efectos, Rawls introduce un elemento justificador que
consiste en lo siguiente: toda persona tiene una idea intuitiva sobre
la justicia que, confrontada y añadida a la de los dem ás, nos perm i
te definirnos sobre ella. De la abstracción de estas ideas y represen
taciones de lo que com ún y cotidianam ente entendem os por justicia
deducimos algunos principios vagos y generales que podem os con
trastar con los principios elegidos en la posición original, así como
con los principales elementos que la configuran. Esta confrontación
se entiende com o un proceso de ajuste y reajuste continuo hasta
que se logra una perfecta concordancia o conform idad entre todos
ellos. En esto estriba el equilibrio reflexivo (véase 77, p. 20 y secc.
87).
Con este m ecanismo, Rawls no pretende, sin em bargo, que este
mos todos de acuerdo con todas y cada una de sus premisas, sino,
simplemente, que seamos capaces de «razonar conjuntam ente» so
bre determ inados problem as morales dentro de un determ inado pro
cedimiento donde han de ponerse a prueba los juicios éticos que
intuitivam ente consideram os como más razonables, ya sea porque
los hemos heredado de una determ inada tradición histórica, o po r
que son los más congruentes con un orden m oral concreto del que
todos participam os por una com ún educación, o por otro motivo.
Lo que Rawls hace es proponer un modelo en el que se avanza
ya un esquem a que com partim os todos nosotros a la hora de razo
nar sobre la m oral, o que al menos podem os ser persuadidos de
com partir tras una reflexión crítica. Una vez construido ese m ode
lo, lo utilizamos para poner a prueba cualquiera de las intuiciones
que podam os considerar com o «verdaderas», consiguiendo así un
m ayor nivel de legitimación para las mismas. De esta form a no
sólo se nos ponen al descubierto las suposiciones que subyacen a
los principios que decretam os como más congruentes con este es
quem a, sino que tam bién nos sirve de guía para afianzar o desechar
aquellos supuestos en los que no tenemos una posición definida
o tenemos intuiciones contradictorias.
La racionalidad m oral pasa a convertirse entonces en auténtica
592 H IS T O R I A DE LA É T IC A
8. K a n t en R aw ls
.19. — C A M K S , I II
594 H IS T O R I A DE LA É T IC A
9. R a w l s y el l ib e r a l ism o
Sea como fuere, la clave sigue estando en ese difícil juego entre
los dos aspectos de la racionalidad: «lo racional» y «lo razonable»;
en particular en la fuente de la justificación de la prioridad de este
últim o, que elude la elaboración y legitimación de un concepto de
la justicia a partir de un criterio teleologico de maximización
de las distintas concepciones del bien, tal y como ocurre con el
utilitarism o. Los derechos individuales no pueden ser así sacrifi
cados en nom bre del bienestar general, al igual que los principios
de la justicia no se pueden extraer de una determ inada concep
ción de la vida buena. Una teoría de la justicia que se presenta
a sí mism a como de la «im parcialidad» o equidad no puede sino
prom over un firme principio de neutralidad frente a las distintas
concepciones del bien. En esto Rawls se aproxim a claramente a otras
teorías contem poráneas sobre el liberalismo, como las de R. D wor
kin (véase 1978) o B. A ckerm an (1980), que recientem ente ha dise
ñado un original «principio de la neutralidad». El problem a estriba
en ver si este escepticismo o neutralidad es, de hecho, posible, p ar
596 H I S T O R I A DE LA É T IC A
B ib l io g r a fía
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C a m il o J. C ela C onde
i. El r e su r g ir n a t u r a l is t a
El prem io Pullitzer del año 1978 fue otorgado a una obra insóli
ta: On H um an Nature. Edw ard O. Wilson, su autor, un entom ólo
go muy conocido dentro de la profesión, había trascendido ya antes
los estrechos límites de la fam a corporativa, instalándose en el olimpo
de los am bientes académicos interdisciplinarios gracias a un prim er
libro de notable éxito, S o á o b io lo g y, en el que se presentaba en
sociedad una nueva ciencia llam ada así: «sociobiología». P ero a
pesar de las grandes tiradas que alcanzó ese prim er libro, se tratab a
todavía de un texto destinado a los especialistas: biólogos, otólo
gos, antropólogos, sociólogos, y filósofos, en últim o térm ino. Su
segundo libro era diferente. Con él Wilson pretendía h onrar el títu
lo de On H itm an N ature divulgando la form a cóm o los sociobiólo-
gos entienden ciertos aspectos de la naturaleza hum ana difícilmente
asimilables por los hum anistas, y lo hacía de una form a por cierto
original: buscando similitudes entre el hom bre y las term itas.
Las term itas son una especie del orden de los H ym enoptera,
unos insectos que se organizan en colonias, y cuya vida social, al
decir de W ilson, com parte muchas claves con la nuestra. On H u
man N ature proporciona una larga lista de características culturales
com unes a las term itas y los seres hum anos, entre las que se en
602 H I S T O R IA D E LA É T IC A
derecho que tendrían, pongam os por caso, los fontaneros o los in
genieros aeronáuticos, o si, por el contrario, la condición de biólo
go añade alguna capacidad especial.
Parece claro que cuando Wilson reclama para su gremio el estu
dio de la ética entiende que la ciencia biológica puede ap o rtar unos
conocimientos al respecto que son exclusivos suyos (o ajenos, en
cualquier caso, a los filósofos tout cauri); conocimientos capaces,
adem ás, de arreglar el m undo más bien caótico de esa parcela del
com portam iento hum ano. Pero ei lector em ocionado con ese plan
team iento y ávido de tan novedosos cauces puede quedar rápida
mente defraudado: ¿dónde están las soluciones para nuestros pro
blemas morales y políticos? Las páginas de la Sociobiology pasan
y pasan sin más que referencias muy marginales a la conducta m o
ral, salvo aquello referente a un extraño altruism o muy com ún,
por lo visto, entre los H ym enoptera. Al hojear textos ya claram ente
destinados ai tratam iento sociobiológico de nuestra especie, como
los de Alexander (1977), W ilson (1978) o Lopreato (1984), nos en
contram os con el mismo problem a: salvo la discusión teórica acerca
del status del altruism o, ' el resto es pura especulación, y no de
la m ejor.
Ya tenemos, pues, una clave im portante. Si dejam os de lado
algunos aspectos —parciales'— de la obra m adura de Wilson y Lums-
den (Lumsden y W ilson, 1981, 1983), el nuevo naturalism o ofrece
muy escasos temas en los que pueda com probarse la eficacia de
una aproxim ación científica a los problem as de la ética. M uchos
de los más notables biólogos evolucionistas, como los grandes au to
res de la síntesis neodarwinista (Dobzhansky, Huxley, W addington),
han publicado páginas y más páginas acerca de la conducta moral
hum ana. Pero páginas en las que nos proponen especulaciones filo
sóficas,'1 y no leyes genéticas ni de ningún otro tipo.
En descargo de Wilson y, en general, de los naturalistas contem
poráneos, quisiera advertir que, en mi opinión, tan im portante era
plantear el debate en térm inos diferentes a los ya excesivamente
manidos como encontrar una respuesta que se m uestra más bien
huidiza. Porque sería bueno entender que una cosa es que la ap ro
ximación naturalista sea posible (en términos lógicos a la postre)
y otra muy diferente que la hayam os encontrado ya. El lector fer
voroso, si es que hay un lector así, puede sentirse molesto precisa
mente porque haya quedado convencido de la viabilidad del n atu ra
EL N A T U R A L IS M O C O N T E M P O R Á N E O 605
2. L as r a íc e s f il o s ó f ic a s
DEL NATURALISMO CONTEMPORÁNEO
•10. C A M P .S , I I !
t
610 H ISTO RIA DE LA ÉTICA
3. L a SOLUCIÓN NATURALISTA
BlBLIOGRAFiA
N otas
1. C o n fío en que las com illas sirvan, al m enos, p a ra m an ifestar mi d esco n fian
za en esa m an era de d ividir los oficios, p o r o tra p arte bien gen eralizad a. M ás a d e
lan te se d irá algo acerca de la actividad especulativa y la activ id ad científica.
2. A lo largo de este capítu lo se h a b la rá de «ética» y « m o ral» com o si se tr a ta
se de conceptos equivalentes. C o n fío en no ca u sar p o r ello d ificultades insalvables
al lector que esté aco stu m b ra d o a reservar el térm in o de « m o ral» p a ra las norm as
y el de «ética» p a ra las discusiones so b re las n o rm as.
3. Q uede claro que tal insistencia en el p ro b lem a del a ltru ism o está bien ju s tifi
cad a. M ás ad elan te figura un epígrafe dedicad o al fen ó m en o de la c o n d u cta altru ista
en el que se verá p o r qué.
4. E spero que no se encuentre n ingún m atiz pey o rativ o en la asignación de
u n p ensam iento especulativo a las tareas filosóficas, específico de ellas y diferente
de aquel en el que se u tiliza en la ex p erim entación científica. N a d a m ás ru in y d ep ri
m ente que m endigar u n as supuestas «ciencias filosóficas» c u an d o la especulación
es un tra b a jo intelectual de ta n ta im p o rtan cia y categ o ría co m o cu alq u ier o tro . A un
c u an d o la fro n te ra en tre u n o y o tro tip o de p en sam ien to es vaga, y m ás todavía
en el d o m inio de las ciencias de la vid a, conviene d istinguir m ucho m ás e n tre fo rm as
de p ensar q u e entre oficios, y darse c u en ta de c u án d o un b iólogo está haciendo
ciencia o está filo so fan d o .
5. L um sden y W ilson (1981) d e n o m in an m odelo del gen p ro m e te ic o el que ve
en la inform ación genética tan sólo una fuente de capacidades p ara la conducta m oral.
6. E n tre ios que se e n cu en tran , si n o Ies he en ten d id o m al, T o u lm in (1960)
o M uguerza (1977).
7. D arw in, com o verem os m ás ad elan te, tiene que recu rrir a u n m ecanism o
de herencia de los caracteres ad q u irid o s p a ra que su m odelo ético de pro g reso se
sostenga.
8. R eferidas, sobre to d o , al fun cio n alism o m o ral p ro p io de D arw in, de los p ri
m eros neodarw inistas y de los etólogos clásicos. L a llam ad a seg u n d a so cio b io lo g ía
(a p a rtir de la o b ra co n ju n ta de L um sden y W ilson) sigue d e rro tero s m ás com plejos.
9. T a n to en térm in o s individuales com o colectivos, y con u n a perspectiva que
llega, m iran d o hacia a trá s, h asta el d esarro llo filogenético de las características de
n uestra especie.
E L N A T U R A L IS M O C O N T E M P O R Á N E O 631
10. Ball (1988) h a hecho hincapié en ia d iferencia que hay en tre sostener que
los valores se reducen a los hechos (operación que sería falaz), o que so n d ete rm in a
d o s (de algún m o d o ) p o r los hechos, cosa que no su p o n d ría falacia alguna.
11. M ás ad elan te se h a b la rá del papel que ju eg an los antecesores de H um e,
com o H utcheso n y S h aftesb u ry , en algunos aspectos de la teo ría del m o ra l sense.
Í2. L a distinción k a n tia n a e n tre el m u n d o de la n a tu ra lez a y el de ia razó n ,
tal com o aparece en la K ritik d er reinen V e rn u n ft p o d ría parecer m uy sem ejante
y m ejor co n stru id a . L a d iferencia principal consiste en el c a rá c ter m ucho m ás rígido
de la m etafísica de K an t, que no perm ite ni el m ás m ínim o resquicio en tre uno
y o tro reino. C o m o p ro n to vam os a ver, la d ico to m ía m o tiv o /c rite rio perm itirá
el establecim iento de u n p u en te e n tre u no y o tro . E n o tro lugar (C ela C o n d e, 1985)
he p lan tead o u n m odelo m ás com pleto de in te rp re tació n de los fenóm enos m orales,
d istinguiendo en ellos hasta c u a tro d om inios diferen tes (m otivos psicológicos, c rite
rios éticos personales, n o rm as em píricas y fines últim os) en lu g ar de los dos que
a h o ra se discuten.
13. L a altern ativ a n o es en realidad ta n sencilla co m o la estoy p la n te a n d o aquí:
u n a g ran p arte del interés del n atu ralism o c o n tem p o rán eo consiste en su insistencia
en ra stre a r el posible origen in n ato de ciertas convenciones sociales, y, p o r lo que
hace a los m otivos de la acción, sería ridículo negar la in fluencia que pueden tener
en ella los valores m orales. M e lim ito a h o ra a in d icar có m o , a g ran d es rasgos, esa
d istinción m o tiv o /c rite rio rep ro d u ce la clásica en tre n a turaleza /c o n v e n c ió n .
14. El tip o de n a tu raleza o , si se prefiere, de su stra to psicológico que d ab a
so p o rte a la existencia de la m o ral no gozó de un a b so lu to consenso. P e ro ya fuese
el egoísm o de De M andevilie o el altru ism o de S h aftesb u ry , se su p o n ía indeleble
m ente g ra b a d o de fo rm a in n a ta en el ser h u m an o .
15. Es ese el m otivo fu n d am en tal deí rech azo p o r p a rte d e K o n rad L orenz del
im perativo categ ó rico k an tia n o co m o m ecanism o básico de la c o n d u cta m o ral. No
sirve, sencillam ente, de m o to r de las acciones que deben d esarro llarse a un ritm o
m ucho m ás cercano al de las respuestas em otivas.
16. P a ra T ay lo r (1965), ios arg u m en to s significativos de H u tch eso n son los de
A S ystem o f M o ra l P h ilo so p h y (1755), es decir, los que sitú an el origen del derecho
a la p ro p ied ad p riv ad a en características de la n atu ra le z a h u m a n a com o la b enevo
lencia y la sim p atía. P ero la p o stu ra de H u tch eso n es m ás co m p leja en sus o b ras
tem p ran as, co m o la In q u iry concerning M o r a l G o o d a n d E v il (1725), y co rresp o n d e
m ejo r al m odelo m ecánico de fuerzas co n tra p u e stas q u e se describe a q u í. En una
fo rm a parecida respecto a la m ecánica de los sentim ientos arg u m en ta n o tro s au to res
de esta escuela, com o H en ry I-lomes, lord K am es, a u to r de los E ssays on th e P rin ci
p ie s o f M o ra lity a n d R e lig ió n .
17. L a sim p atía aparece ya en la o b ra de H u tch eso n , p o r su p u esto , p ero es
en la de H u m e d o n d e c o b ra un papel p ro ta g o n ista im p o rtan te.
18. L ib ro III, p a rte 1L sección II.
19. D esp o jad a a h o ra del c a rácter n atu ralista que le h ab ía c o n ferid o H u tch eso n .
20. U n detalle m ay o r de esa tran sfo rm a ció n de la filosofía del Treatise en las
In q u in e s puede e n co n trarse en S ao n er y C ela C o n d e (1979).
21. R ichards (1987) atribuye al abuelo de D arw in, E rasm us D arw in (1731-1802),
m édico y a u to r de los dos volúm enes de Z o o n o m ia (1794), m ás que a la psicología
de H u m e, la v erd ad era in fluencia sobre las concepciones n atu ralistas de D arw in
632 H I S T O R IA D E LA É T IC A
en esta m ateria. A un así, R ichards pone de m anifiesto tam bién repetidas veces el
vínculo existente en tre H u m e y D arw in, y d etalla incluso las o p o rtu n id a d e s que tuvo
C harles D arw in de estu d iar la In q u iry C oncerning H u m a n U nderstanding.
22. M ackintosh, J ., D isserta tio n on th e P rogress o f E th ica l P h ilo so p h y (1836);
M artin eau , H ., H o w ío O bserve: M a n n e rs a n d M o rá is (1838); la 8 a . edición de
A bercrom bie, J ., In q u in e s C oncerning th e In tellectu a l Poxvers (1838); P aley, W .,
M o ra l a n d P o litíca l P h ilo so p h y (s.f.). A cerca de las lecturas del jo v en D arw in, véa
se M aníer (1978) y R ichards (1987).
23. C onvendría situ a r en su co rrecta perspectiva el sentido de esas prim eras
descripciones etnográficas. L a co n statació n de las diferencias cu lturales no había
b astad o , desde luego, p a ra elim inar to d o s los prejucios etn o cc n tristas, y b u en a p ru e
ba de ello son los co m en tario s de D arw in acerca de las «co stu m b res m orales in n o
bles» de los indios, d estin ad as, en el esquem a un ta n to p an g lo sian o de pro g reso
que D arw in nos ofrece, a ser felizm ente su stitu id as p or las propias de la civilización.
24. E n ese libro D arw in utiliza p ro fu sam en te el libro de Bain (1868), y reco n o
ce su d eu d a con él.
25. Ese «sentido m o ral» resulta tan im p o rta n te en la o b ra de D arw in que es
el único facto r capaz de distin g u irn o s de los anim ales, es decir, cap az de ju stific a r
que se califiquen com o «éticas» ciertas acciones cu an d o el que las lleva a cab o es
un ser h u m an o .
26. P a ra u n a discusión del sen tid o de «progreso» en el darw inism o y su sentido
axiotógico, véase C astro d eza (1988).
27. La teoría de la herencia de W eissm an ha sido san cio n ad a, en térm in o s
generales y con excepciones p o co significativas, p o r los m odelos de la genética m o
lecular acerca del flu jo de la in fo rm ac ió n genética en un sentido único que conduce
desde los ácidos nucleicos (los p o rta d o re s de la in fo rm ació n genética) h acia las p ro
teínas.
28. E n tre los neodarw inistas h u b o p o stu ras m uy distintas acerca de la relación
entre proceso evolutivo y ética, p o stu ras que a q u í, en este a p resu ra d o resum en, no
se tra ta n con el suficiente respeto. E n tre W ad d in g to n (1941) y K eith (1947), por
ejem plo, hay u n a d istan cia tan considerable casi com o la que p u ed a h ab er entre
el prim er W ilson (1975) y sus críticos de Science f o r th e P eo p le (1977). U n análisis
m ás cuidadoso de las d istin tas p o stu ras de los n eodarw inistas figura en A lexander
(1987).
29. A h o rraré la discusión de esas referencias, m ás bien traíd as p o r los pelos,
que en algunos casos —co m o el de la p reten d id a explicación sociobiológica de la
hom osexualidad— se las verían m al p a ra satisfacer el rigor científico exigido por
el m ás to leran te de los freu d ian o s.
30. E sta extinción ab so lu ta de los altru istas es discutible, p o r las d ificultades
ad ap ta tiv as que en co n tra ría un indiv id u o egoísta d en tro de un g ru p o com puesto
p o r individuos sem ejantes. Se h an c o n stru id o m odelos m atem áticos (M aynard Sm ith,
1976, p o r ejem plo) que definen la «estrategia ev olutivam ente estable» de un g ru p o ,
es decir la m ezcla ideal de altru istas y egoístas. P ero ese p lan team ien to está en la
línea de las teorías de selección de grupo y de parentesco a las que nos vam os a referir.
31. La cu ltu ra puede en tenderse com o el resu ltad o de un as disposiciones genéti
cas a las que se añ ad en las presiones del m edio am b ien te, cosa que elim ina los
m odelos radicales, ta n to cu itu ralistas co m o in n atistas.
EL N A T U R A L I S M O C O N T E M P O R Á N E O 633
C astro , F ederico de, 5, 17, 21, 32, 35 D escent o f M a n , 602, 615, 616, 620
C astro , F ern an d o de, 5, 10, 12, 14 origen de las especies, E l, 47, 633
C astro d eza, C ., 628, 632 D arw in, E rasm u s, 631
C ela C onde, C am ilo J ., 601, 628, 629, D aw kins, R ich ard , 606, 620, 621, 628
631, 633, 634 De M andcvüle, 631
C erezo, P ., 439 De P alm a, D . J ., 528, 531
C icourel, A . V ., 156, 161 De Z an , J ., 576
C ierva, R icardo de Ja, 31 Deledalle, G ., 79
C lavería, C ., 438 D epioige, S ., 157, 160
C ohen-S olal, A nnie, 381 D erridä, 86
C o h n , P ., 157, 440 Descartes, René, 38, 55, 296-298, 317, 536
C olby, A ., 500, 508, 509, 528, 529, 531, D evlin, P a tric k , 258-262, 294
532 Dewey, Jo h n , 38, 41, 46, 48-51, 54, 56,
M a n u a l, véase K ohlberg, L. 57, 61-82, 85, 86
C olom bel, Jean ette, 381 C o n stru c tio n o f th e G o o d , T he, 66
C ollins, R ., 157, 161 H u m a n N a tu re a n d C o n d u c t, 54, 82
C om ín C olom er, C ., 33 in flu en c e o f D arw in in P h ilo so p h y ,
C om te, A ugust, 123-125, 128, 143, 159 T h e , 47
C ornil, J ., 575 D iaz, E lias, 33, 34, 261, 283, 292, 294
C o n stan t, B ., 571 D iaz A g u ad o , M ." J ., 505, 528, 531
C o n ta l, 381 D iaz de C erio , F ., 33, 34
C o o p er, D . G ., 382, 529 D ilthey, W ., 35, 298, 540
C o p érn ico , N icolás, 91 D obzh an sk y , 604
C o rrin g to n , R. S ., 86 D ’O rs, E ugeni, 386
C ortés, D o n o so , 5 D ostoïevski, T e o d o r M ,, 334
E n sa yo so b re el catolicism o, el libera D riesch, 320
lism o y el so cia lism o , 5 D ubiel, H ., 444, 445, 448, 468, 479
C o rtin a O rts, A dela, 477, 533, 573, 575, D ubois, 87
576 D uham el, 329
C ossio, M anuel B artolo m é, 5 P ossesion d u m o n d e , L a , 329
C ousin, V íctor, 31 D upuy, 326
C reuzet, M ., 31 D u rk h eim , E m il, 45, 46, 126-129, 131,
C ro o k , J . H ., 622, 628 138, 157, 160, 482, 483
C uenca T o rib io , J. M ., 32 É d u c a tio n m orale, L \ 157
D w orkin, R onald, 249-253, 259, 260, 263,
292, 294, 595, 559
C h a rc o t, Je a n M ., 87, 92
C hisholm , R ., 219
C h u rch lan d , P . M ., 628, 634 E delstein, W ., 574, 576
E d w ard s, C. P ., 516
E hrenfels, C h ristian , 299
D aniels, N ., 577, 599 E isen, A ., 157, 160
D anielli, J. F ., 627, 628 E isenck, 482
D arley, 497 Elka'im-Sartre, A rlette, 327, 381, 382, 383
D arw in, C harles, 4, 29, 36, 37, 91, 319, E picteto , 374
601, 602, 606, 614-617, 620, 621, E rd y n ast, A ., 520
630-633 E rik so n , E . H ., 481, 513, 516, 528, 532
638 H I S T O R IA DE LA É T IC A
Levine, D . N ., 159, 553, 576 M ack in to sh , Jam es, 614, 615, 632
L ew ontin, R. C ., 629. 633 M acR ae, D ., 530, 531
L ickona, T ., 529-531 M ad ariag a, S alv ad o r de, 31
L ida, C ., 33 M aier, H . W ., 484, 530, 531
L iébault, 87 M alu q u cr de M otes, Jo rd i, 33
L ieberm an, P .. 629, 633 M anier, 632
L ieberm ann, M ., 532 M an n , M ichael, 159
L ocke, Jo h n , 363 M an n , T h o m a s, 115
L ópez B allesteros, L ., 116 M an n h eim , K ., 135, 158, 160
L ópez C astellón, E ., 530. 531 M arcuse, H e rb e rt, 442, 446, 447, 455,
L ópez M orillas, J ., 35 460, 461, 462, 467, 473, 479
L o p reato , J ., 604, 629 C u ltu ra y so c ie d a d . 479
L orenz, K o n rad , 607, 612, 629, 631 E ro s y civiliza ció n , 473, 479
L oren znen, 80 « F ilo so fía y teo ría crítica» , 462
L otze, R. H ., 29, 299 h o m b re u n id im ensio n a l, E l, 467, 479
L ow enthal, L eo, 447. 479 M arcuse, L ., 41, 48, 75, 76, 84, 149
L u h m an , N ., 284, 574 M ard o n es, J. M ., 575
L ukács, G yórgy, 147. 443, 444, 447, 450, M argolis, J ., 82, 84, 86
454, 461, 466, 473 M arías, Ju lián , 32, 438, 439
H isto ria y conciencia cíe clase, 147, M arín del C am p o , J ., 33
443, 450 M a rq u a rd , 561, 576
L ukes, S ., 158. 159, 160 M arq u ín ez A rg o te, G ., 439
L um sden, C. J ., 604, 606, 624, 625, 630, M artín , M ., 37
634 M artín Buezas, F ., 34
G enes, M in d a n d C u ltu re (con E. O, M artin Sosa, N ., 32
W ilson), 624, 629, 634 M a rtin a , G ., 32
P ro m eth ea n Fire (con E . O . W ilson), M a rtin eau , H ., 614, 632
624 M artínez, M ., 35
L u ndberg, G ., 158. 161 M artin ez C o n trera s, Jo rg e, 382
L u n d stcd t, V ilhelm , 233. 248 M artín ez de Sas, M . T .. 32
L utero, M artin , 400 M artín ez G óm ez, L ., 32
L uxem burgo, R osa, 450 M arx, K arl, 4, 123, 124, 125, 143, 148,
L yons, D ., 222. 294 159, 459, 460
L y o tard , J . F ,, 55, 560 M axw ell, M ., 624, 629
M ay, 481
L lam bías de A cevedo, J ., 326 M cC arth y , 575
L lanos, A lfredo, 383 M cD o n ald , F. J ., 495-496, 497, 528
Llew ellyn, K arl, 231 M cM u rrin , S ., 598
L lobernas, 161 M ead, G . H ., 60, 82, 83, 151, 162, 535,
536, 553, 575
M eas, 519
M acC orm ick , N ., 262, 279, 295 M eek, R ., 158, 159
M acD erm o tt, 38, 47, 49, 50, 61-62, 63, M enéndez P eíayo, M arcelino, 4, 22, 32,
65, 66, 84 35
M acIntyre, A ., 86, 189, 190, 202-203, M enéndez U reñ a, E ., 575
542, 543, 568. 575, 596, 599 M entkow ski, M ., 530
Tras la V irtu d , 568 M erm all, T ., 439
ÍN D I C E A L F A B É T I C O 643
M erton, R. K ., 141, 142, 158, 161 301, 308-310, 312, 333, 340, 394, 458,
M esser, A ., 326 474, 475, 542, 543
M eszáros, J . f 382 G enealogía d e la m o ra l, 308
M eyer, G erh ard , 460 N ino, C. S ., 225, 280, 291, 295
M eynert, 87, 92 N izan, 328
Mill, Jo h n S tu a rt. 72, 76, 86, 92, 125, N ow eel-Sm ith, 193, 215
166, 216, 256-260. 262, 263f 267, 577, N ozick, R .f 596, 599
597, 609, 610 N u n n er-W in k ler, G ., 574, 576
On lib e rty , 256 N úñez R uiz, D ., 36, 37
M illán, F ., 35
M illar, Jo h n , 123
O elim ülïer, W ., 573, 576
origen d e la d istin c ió n d e lo s rangos,
O g d en , C . K ., 85, 86, 181
E l, 123
O livecrona, K arl, 233, 234
Mills, C harles W ., 81, 84, 142, 149, 150,
derech o c o m o h ech o , E l, 233
158, 161
O rteg a y G asset, José, 30, 37, 296, 326,
im aginación sociológica, L a , 158
386-388, 392-395f 409-413, 414, 415,
P eople, C u ltu re, P o w er, 158
418, 422-430, 435, 436, 437, 438
M ischel, T h ., 529, 530
E sp a ñ a in verteb ra d a , 393
M istcherlinch, A ., 116
M itchell, W eir, 88 E stética en el tranvía, 392
Id ea s so b re P ío fía ro ja , 426
M ontesquieu, b aró n de, 122, 143, 159
E spíritu d e las leyes, E L 122, 143 M ed ita c io n e s d e l Q u ijo te , 395
M onti, J ., 158, 161 M ira b ea u o el p o lític o , 412
M oore, 56, 163-168, 183, 184, 194, 195, tem a d e n u estro tiem p o , E l, 394
197, 219 O rth , E . W ., 575
P rincipia E tilica , J 63 O rti y Jo v e, J ., 33, 34
M orente. 386 O rtí y L ara, J. M ., 5, 33
M orón A rro y o . 439 O ssow ska, M aría, 147
M orris, C h ., 56, 83, 84 base de una ciencia d e la m oralidad,
M osterín. J ., 440 L a , 147
M ounce, 211
M ounier, 425 P alacio A tar, V ., 32
M uguerza, J ., 575, 576, 599, 629, 630
P aley, W illiam , 614, 632
M uñoz, Ja c o b o . 460, 471, 479, 480
P a o litto , D .. 529
M urphy. J. M ., 520, 527, 530, 532
P ap in i, G ., 45, 83
M urray, F. B ., 530
P ra g m a tism o , 83
M usil, 212
P a re to , 126
P a rso n s, T ., 141, 142, 158, 161, 284
N adal, J ., 31 sistem a social, E l, 141, 158, 161
N avarro V ilfoslada, F ., 5, 33 P ascal, B ., 297, 310
N elson, W .t 286, 291, 295 P a tric ia , 634
N eum ann. 460, 468 P a u l, 634
N ew ton, Isaac, 29 P eirats, J ., 33
N iehburg, R ., 75 P eirce, C harles S anders, 38-41, 42, 45,
N ielsen, K ., 207 46, 50-56, 57-59, 64, 67, 69, 71, 82,
N ieto, C .. 440 83, 85, 86, 540, 545, 556, 559
N ietzsche, 4, 45, 92, 165, 191, 212, 299, C o llected P apers, 82
644 H I S T O R I A D E LA É T IC A
Pells, R. H ., 85 D ew ey L e c tu re s, 579
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Peters, R. S ., 521, 530, 531 530, 553, 577-579, 581-583, 585,
P eterson, S. A ., 622, 629 587-593, 595, 598
Phillips, D . Z „ 158, 161, 211, 220 R az, J ., 282, 294
P h illipson, M ., 158, 161 Regius, H eninch, véase H orkheim er, Max
Piaget, Jean, 161, 481-500, 507, 510, 514, R eim er, J ., 529
519, 520, 530, 531, 634 R escher, N ., 209, 215, 216, 220
criterio m o ra l en el n iñ o , E l, 481, 530 R est, Jam es, 481, 506, 508, 512, 530
P ijo a n , 36 R icoeur, P ., 599
P in d aro , 392, 394, 395, 410, 429 R ichards, I. A ., 85, 86, 116, 181
P in to r R am os, A ., 439 R ichards, R. J ., 629, 631, 632
P la tó n , 195, 321 Rivas, P e d ro , 384
Poggi, G ., 158-160 Rivera de V entosa, E ., 438
P o llock, F riedrich, 447, 455, 4 5 9 s 460, R obles, L ., 32
468 Roces, W ., 384
P o p p er, K ., 76, 176, 195 R odilla, M . A ., 579, 598, 599
P o sad a, A lfonso, 5, 35 R odríguez de Lecea, M . T ., 34
Post one, M ., 460, 480 R odríguez M arín , J ., 530, 531
P o tte r, V ., 57, 58, 84 R orty, R ., 54, 55, 82, 84-86, 579, 580,
P ozzo, R „ 574, 576 592
P rich ard , I-I. A ., 165, 167, 220 Rose, S ., 629, 633
«D oes M oral P h ilo so p h y Rest on a R osenthal, L ., 116, 117
M istake?», 167, 220 R oss, A lf, 233, 241-243, 245, 246, 295
P rio r, A ., 164, 165, 220 R oss, W . D ., 165, 167, 206, 208, 209
Puelles B enitez, M . de, 3 Í, 35 R ousseau, Je an -Jacq u es, 363
P uente O jea, G ., 383 Royce, R ., 56, 57, 59, 60, 62, 83, 86, 572
P u tm a n , Jam es J ., 117 P ro b lem o f C hristianity, T he, 83
R ubio C arra c ed o , J ., 162, 481, 530-532
R uibal, A m o r, 386
Q uillian, M . R ., 625, 629 R uncim an, W . G ., 159, 598
Q uine, 82, 331, 354, 365 R usconi, G . E ., 480
Russell, B ertrand, 45, 48, 68, 79, 84, 177
E n sa yo s filo s ó fic o s , 84
R abossi. E ., 274, 295 R ybalka, 381
R ad b ru ch , G ., 235-238, 295
R ank, O ., 93
R atcliffe, Jam es J ., 265, 295 S abine, 611
R aw ls, J ., 162, 206, 207, 218, 2 5 Í, 252, Sade, m arqués de, 458, 469
268, 291, 505, 519-522, 527, 530, 552, S ahlins, M ., 631, 633
553, 564, 577-600 S aint-S im on, 125
ÍN D I C E A L F A B É T I C O 645
T eona de los sentim ientos m orales, 123 sprachanalitysche P h ilo so p h ie. 218,
Sm ith, J. M ay n ard , 629, 632 220
Socrates, 213 T im ó n de L ara, M anuel, 31
Söllner, A ., 444, 480 T u riel, E ., 481, 498, 509, 516, 531
S om it, A ., 622, 629 T u rin , Z ., 35
Sorel, G .. 45, 83
u tilité d u p ra g m a tism , L \ 83
S peicher-D ubin, B ., 529 U n am u n o , M iguel de, 386, 388-392.
S pencer, 29, 36 407-410, 415, 418, 422, 437, 438
Spinoza, véase E sp in o sa, B aruch de agonía d el cristianism o, L a , 408-410,
Stegm üller, W ., 301, 326 437
Stekel, 93 D el sentim iento trágico de la vida. 388,
Stevenson, C harles L ., 56. 84, 85, 173, 409, 410, 437
176, 178, 180-190, 220 D iario ín tim o , 390, 407, 410, 437
E th ics a n d Language, 56. 84, 181, 220 U rales, F .f 32, 33
F acts a n d V alues, 220 U reñ a, E . M ., 15, 32, 35
S tew ard. D ugald, 159 U rm so n , J. O ., 85, 86, 181, 189
Stierle, K. H ., 576
S tone, B ., 381
V alcárcel, A m elia, 383
S trachey, Jam es, 89, 98, 103, 116
V alm ar, J ., 382
S trüm pell, 87
V ailespín, F e rn an d o , 577, 587, 590, 599
Suances M arcos, M . A ., 326
V elasco, F ern a n d o , 1
Sullivan, 481
V ernet G inés, J ., 32
Sufter, E ., 33
V erstraeten , P ierre, 347, 381, 383
Vicens Vives, Jau m e , 32
V illacorta B años, F ., 32
T aylor, C h., 554, 555, 576, 596, 600, 611,
V incen, G ., 282
631
Vives, L uis, 10
T erm es, JL, 33
Von B rücke, 92
T e rró n , E ., 34
Von Ficker, 170
T h ay er, 40, 42, 44, 46, 47, 66, 67, 71,
Von M einong, A lexius, 299
79, 84
Von W righ t, 206, 215
T hib erg h ien , 29, 35
Varieties o f G oodness, T h e , 206
T h ieb au t, C arlos, 441
T h o m as, J. J. R ., 159, 160
T hom asius, 255 W ad d in g to n , C. H ., 604, 606, 629, 630,
T iedem ann, R ., 466, 467. 478. 480 632
T ierno G alván, E n riq u e, 386 W ag n er, R ich ard , 48
T önnies, 126, 143 W alzer, M ., 600
T o u lm in , S. E ., 170, 178, 194, 207, 220, W arn o ck , G . J ., 209, 210, 212
629, 630 C o n tem p o ra ry M o ra l P h ilo so p h y, 210
T rivers, R. L ., 629, 633, 634 W arn o ck , M ., 220
T u g en d h at, E ., 196, 218-219, 220 W arn u n g , R ., 577
P ro b lem a s d e la ética, 218, 220 W asserstro m , R ., 258, 263, 295
S elb st b e w usstsein u n d S elb stb e stim W eber, M ax, 66, 80, 88, 126, 131-138,
m u n g , 218 143, 146-148, 150, 153, 159, 160, 162,
Vorlesungen z u r E in fü h ru n g in d ie 227, 283, 471, 474; 552; 563, 564
Í N D IC E A L F A B É T IC O 647