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GONZALEZ CAMPOS

LOS ÓRGANOS DEL ESTADO PARA LAS RELACIONES


INTERNACIONALES
I.    Los aspectos generales de las relaciones internacionales
El Estado soberano, como ya se ha visto, es la célula básica de todo el tejido social
internacional y presenta una vocación relacional con los restantes sujetos para el cumplimiento
de sus fines. Ciertamente, en los distintos modelos de la estructura social internacional pueden
detectarse, a su vez, gamas variables en las relaciones intersubjetivas, pero dejando a un lado
manifestaciones cada vez más excepcionales de Estados robinsones o autárquicos, puede
hablarse de una vocación básica de relación de los Estados con los restantes sujetos, vocación
a la que se une la necesidad de relacionarse en un mundo cada vez más interdependiente y en
el que se produce una verdadera división internacional del trabajo y de los modos de
producción económica. En todo caso, la aparición de las entidades paraestatales, primero, y
del Estado moderno, más tarde, coincide con el inicio de las relaciones internacionales stricto
sensu, hasta el punto de poder afirmarse que estamos en presencia de uno de los sectores
primigenios del derecho internacional público cuyos principios y normas se han desarrollado
secularmente a partir de una práctica generalmente aceptada como derecho. La antigua base
consuetudinaria de las normas reguladoras de las relaciones internacionales y de los órganos
estatales de manifestación de aquéllas, manifiesta a la perfección la necesidad social y política
de su existencia. Ahora bien, con la aparición de la sociedad internacional organizada, dichos
principios y normas fueron objeto de codificación y desarrollo progresivo en la Convención de
Viena de 1961 sobre Relaciones Diplomáticas, en la Convención de Viena de 1963 sobre
Relaciones Consulares y en la Convención de 1969 sobre misiones especiales. Más tarde, con
la proliferación de organizaciones internacionales y de conferencias de plenipotenciarios, se
hizo necesario codificar nuevas normas para la regulación de un nuevo tipo de relaciones
internacionales que, originadas fundamentalmente en el Congreso de Viena de 1815, se
continuarían a lo largo de los congresos y conferencias del siglo XIX (París 1856, Berlín 1878,
La Haya 1899 y 1907, etc.), culminando en el presente con el fenómeno de las organizaciones
internacionales. En este contexto se inserta la Convención de Viena de 1975 sobre la
representación de los Estados en sus relaciones con las organizaciones internacionales de
carácter universal, que aún no ha entrado en vigor.
De lo anterior se derivan las dos modalidades básicas a partir de las cuales se desarrollan las
relaciones exteriores de los Estados: de una parte, la diplomacia bilateral, de Estado a Estado,
que es la más antigua y que conoce asimismo el mecanismo de la diplomacia ad hoc; de otro
lado, la diplomacia multilateral, de signo institucional y que se lleva a cabo en el seno de
organizaciones y conferencias internacionales de plenipotenciarios, constituye una
manifestación habitual de las relaciones internacionales durante el presente siglo, en la
búsqueda de estrategias globales para la solución de problemas que conciernen a todos los
países.
Expuestos los aspectos anteriores, y teniendo en cuenta el carácter nuclear de la actividad
estatal, debe tenerse en cuenta que la organización y dirección de las actividades exteriores de

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los Estados corresponde a éstos en virtud de la competencia general de autoorganización


interna que se deriva de la soberanía, sin que el ordenamiento internacional ofrezca reglas
particulares en esta materia. Es el Estado, en uno de los ámbitos de su jurisdicción exclusiva,
quien determina los órganos internos que están dotados de competencia para las relaciones
internacionales, resultando significativo, en este orden de ideas, que en materia de tratados
internacionales tan sólo se encuentren referencias genéricas a este tipo de cuestiones en los
artículos 7.2 y 46 de la Convención de Viena de 1969 sobre el derecho de los tratados.
En términos generales, cabe hablar de órganos del poder central del Estado dotados de
competencias en materia de relaciones internacionales, y de órganos específicos de la
Administración exterior del Estado, unipersonales en unos casos y colectivos en otros
supuestos. Por utilizar el ejemplo particular del derecho español, entre los primeros se
encuentra el Rey/Jefe del Estado (que asume su más alta representación en las relaciones
internacionales, según el art. 56.1 de la Constitución), el Presidente del Gobierno (quien dirige
la acción del Gobierno, órgano que a su vez dirige la política exterior del Estado, a tenor de los
arts. 97 y 98 de la Constitución) y el Ministro de Asuntos Exteriores. Entre los segundos, el
artículo 2 del Real Decreto 632/1987, de 8 de mayo, sobre organización de la administración
del Estado en el exterior, menciona: a) las misiones diplomáticas, para el desarrollo de las
relaciones bilaterales; b) las representaciones permanentes ante organizaciones
internacionales y las delegaciones ante órganos de organizaciones o de conferencias
internacionales, para el desarrollo de las relaciones multilaterales; c) las oficinas consulares,
para el ejercicio de las funciones consulares en defensa de los derechos e intereses de los
nacionales en el extranjero, y d) las instituciones y servicios de la administración del Estado en
el extranjero.
Ahora bien, la mayor parte de los órganos mencionados en primer lugar son unipersonales, se
concretan y representan por personas, lo que exige, como primera medida, la clarificación de
su status individual en lo que se denomina el régimen de inviolabilidades, privilegios e
inmunidades diplomáticas. En términos generales, el derecho diplomático codificado es
ampliamente favorable —como tendremos ocasión de comprobar en las páginas inmediatas—
a la limitación de la soberanía del Estado territorial, en beneficio no de personas o bienes
singulares de otro Estado sino del principio de funcionalidad de las representaciones para el
cumplimiento de sus fines, principio acreditado en el secular brocardo ne impeditur legado.
Todo este derecho es, pues, el resultado dialéctico y de coordinación entre la soberanía del
Estado receptor y la del país acreditante (en el caso de la diplomacia bilateral), o entre la
soberanía estatal de los miembros o participantes y la personalidad jurídica funcional de la
organización o conferencia internacionales, claro está, vinculadas en este último supuesto a los
acuerdos con los Estados de sede.
Inviolabilidades, privilegios e inmunidades que no siempre son bien comprendidos por la
opinión pública, pues se vinculan de ordinario con los beneficios de carácter personal (para los
agentes diplomáticos, funcionarios consulares, otro personal, etc.), cuando es lo cierto que
dicho régimen jurídico no beneficia a personas individuales —por alto que sea su rango
administrativo o político— sino en tanto en cuanto representan a un Estado extranjero y en el
cumplimiento de las funciones que les son propias. Se trata antes de derechos de los Estados
que de derechos de las personas, pues sólo benefician a estas últimas si actúan en nombre y
por cuenta del Estado que las acredita. En suma, constituyen una consecuencia concreta, que
en ocasiones presenta inevitables manifestaciones ad hominem, del principio esencial de
igualdad jurídica de los Estados.

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II.    Los órganos centrales del Estado. Funciones y estatuto internacional


Como se ha indicado anteriormente, los órganos centrales del Estado para las relaciones
internacionales son: el Jefe del Estado, el Jefe o Presidente del Gobierno y el Ministro de
Asuntos Exteriores. Se trata de una precisión no derivada directamente del derecho
internacional, dado que cada Estado determina libremente por medio de disposiciones de su
derecho interno tales órganos, sino del dato empírico derivado de la mayor parte de las
Constituciones estatales que suelen contemplar ordinariamente la existencia de tales órganos.
Examinaremos a continuación el status de cada uno de ellos.

1.   EL JEFE DEL ESTADO Y EL JEFE o PRESIDENTE DEL GOBIERNO


Tanto una como otra figura tienen reconocida, en el ámbito internacional, la más alta expresión
de las relaciones internacionales, como es la de comprometer, no sólo políticamente sino
también en términos jurídicos, al Estado al que representan. Este reconocimiento se expresa
en el derecho de los tratados en la conocida fórmula del artículo 7.2 de la Convención de Viena
de 1969, al afirmar que en «virtud de sus funciones, y sin necesidad de presentar plenos
poderes, se considerará que representan a su Estado... para la ejecución de todos los actos
relativos a la celebración de un tratado». Por consiguiente, se reconoce la representatividad
máxima de tales órganos por razones funcionales, incluso para la manifestación del
consentimiento en obligarse, de suerte que en el ámbito de los tratados internacionales tales
órganos siempre representan al Estado.
Como es natural, la anterior regla jurídica internacional no obsta, en modo alguno, a que tales
órganos deban observar ciertas limitaciones impuestas por su ordenamiento constitucional en
el proceso interno de celebración de tratados, concretadas frecuentemente en la autorización
parlamentaria. La intervención del poder legislativo, como representante de la soberanía
popular, es habitual en los regímenes democráticos tras la práctica desaparición de los sistema
absolutistas que concentraban todos los poderes en el Rey o en el Jefe del Estado. De ahí que
el derecho internacional se muestre sumamente respetuoso con las disposiciones internas de
los Estados soberanos, aunque el artículo 46 de la Convención de Viena de 1969 sobre el
derecho de los tratados solamente contemple como causa de nulidad de un tratado, por vicio
del consentimiento, la «vio¬lación de una disposición de su derecho interno concerniente a la
competencia para celebrar tratados», siempre que «esa violación sea manifiesta (esto es, "si
resulta objetivamente evidente para cualquier Estado que proceda en la materia conforme a la
práctica usual y de buena fe") y afecte a una norma de importancia fundamental de su derecho
interno». Esta es la única limitación que el ordenamiento internacional considera respecto al ius
representationis prácticamente absoluto de estos órganos en el plano convencional, límite que
si es traspasado por el Jefe del Estado o del Gobierno podría abocar en nulidad. Pero debe
tenerse en cuenta la fórmula restrictiva utilizada en el anterior precepto, cuyos términos
equivalen a una consideración excepcional de esta causa de nulidad que sitúa los límites
convencionales a la representación del Jefe del Estado y del Gobierno en una violación casi
grosera de las normas fundamentales (es decir, constitucionales o cuasi-constitucionales) de
su derecho interno.
De otra parte, en el apartado correspondiente a las declaraciones unilaterales de carácter
obligatorio, tuvimos ocasión de comprobar a partir de la Sentencia de 1974, en los asuntos de
los Ensayos Nucleares, que las declaraciones o manifestaciones del Jefe del Estado francés

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sobre situaciones concretas de hecho o de derecho «pueden tener como efecto el crear
obligaciones jurídicas». Esta capacidad del Jefe del Estado de obligar unilateralmente al país al
que representa puede ser afirmada mutatis mutandis al Jefe o Presidente del Gobierno, pues
ambos órganos representan siempre al Estado en las relaciones convencionales, y en muchos
sistemas constitucionales la dirección de la política exterior reposa precisamente en el Jefe del
poder ejecutivo y no en la Jefatura del Estado. En este sentido, resulta esclarecedora la
previsión del artículo 13 del Reglamento del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas,
conforme al cual el Jefe del Gobierno de los países miembros tiene «derecho a ocupar un
asiento en el Consejo de Seguridad sin presentar credenciales». En otras palabras, si el Jefe
del Gobierno ostenta la más alta representación política y jurídica de su Estado, no existe razón
alguna para negar su representatividad en el caso de los actos unilaterales. En cuanto
representantes del Estado, ambos órganos están protegidos por un especial régimen de
inviolabilidades, privilegios e inmunidades. En primer lugar, el Jefe del Estado goza de la
protección de normas consuetudinarias internacionales de contenido no absolutamente preciso,
a las que renvía el artículo 21.1 de la Conven¬ción de 1969 sobre Misiones especiales cuando
establece: «El Jefe del Estado que envía, cuando encabece una misión especial, gozará en el
Estado receptor o en un tercer Estado de las facilidades y de los privilegios e inmunidades
reconocidos por el derecho internacional a los Jefes de Estado en visita oficial». Entre las
inviolabilidades destaca la imposibilidad de tomar medidas coercitivas contra su persona y su
familia, así como en relación a sus propiedades, equipaje, correspondencia o documentos
oficiales, debiendo adoptar el Estado territorial las medidas adecuadas para garantizar la
seguridad de su persona, tanto en sentido material como en sentido jurídico-formal. En cuanto
a las inmunidades, se le reconoce una inmu¬nidad de jurisdicción penal absoluta que incluye
cualquier medida de policía o procesal, aunque en el ámbito de la jurisdicción civil la práctica
estatal no es uniforme, oscilando entre aquellos países que reconocen una inmunidad plena en
este ámbito y aquellos otros que solamente la reco¬nocen por actos realizados en el ejercicio
de las funciones que le son propias. En materia de privilegios resulta más difícil precisar hasta
dónde llegan los usos de la cortesía diplomática y en qué momento comienzan las obligaciones
jurídicas, aunque se reconoce generalmente la exención de impuestos personales y la
concesión de las máximas facilidades aduaneras.
Conviene tener presente, en relación a las anteriores inviolabilidades e inmunidades, que el
artículo 1 de la Convención sobre la prevención y castigo de delitos contra personas
intemacionalmente protegidas, incluidos agentes diplomáticos (B.O.E. de 7 de febrero de
1986), aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1973, incluye
expresamente a los Jefes de Estado entre las personas protegidas y obliga a los Estados
partes a tipificar como delito en su legislación penal interna una serie de actos dirigidos en su
contra, estableciendo asimismo una obligación de cooperar para evitar que los culpables de
dichos delitos puedan encontrar refugio en el territorio de otro Estado parte. En segundo
término, el Jefe del Gobierno goza de similares privilegios e inmunidades a las mencionadas
para los Jefes de Estado. En efecto, el artículo 21.2 de la citada Convención sobre Misiones
especiales le incluye también entre los órganos beneficiarios «de las facilidades y de los
privilegios e inmunidades reconocidas por el derecho internacional», lo que en la práctica
internacional más generalizada asimila el status del jefe del ejecutivo al de la jefatura del
Estado. En esta misma dirección, el ya mencionado artículo 1 de la Convención sobre la
prevención y castigo de delitos contra personas Ínternacionalmente protegidas, incluidos los
agentes diplomáticos, incorpora también de modo expreso a los Jefes de Gobierno entre las

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personas protegidas. En suma, no parece derivarse de la práctica contemporánea un


tratamiento jurídico diferenciado entre ambos órganos estatales, ni tan siquiera en lo tocante a
las posibles dudas relativas a su situación cuando se hallan en viaje oficial, representando
oficialmente a un Estado, o cuando lo hacen a título estrictamente privado.

2.    EL MINISTRO DE ASUNTOS EXTERIORES


La figura del Ministro de Asuntos Exteriores no resulta diferente a la del Jefe del Estado o del
Gobierno desde el punto de vista del ius repre-sentationis, pues el artículo 7.2 de la
Convención de Viena de 1969 sobre el derecho de los tratados le excluye también de la
necesaria presentación de plenos poderes para participar en todas las fases de celebración de
los tratados internacionales, representando siempre al Estado para la mani-festación del
consentimiento en obligarse. Además, el artículo 13 del Reglamento del Consejo de Seguridad
de las Naciones Unidas lo considera siempre como representante del Estado miembro a los
fines de ocupar asiento en el Consejo, cuando proceda, sin necesidad de presentar
credenciales. Por otra parte, como afirmara el T.P.J.I. en el asunto de Groenlandia Oriental:
«semejante respuesta a una petición del representante diplomático de una Potencia extranjera,
hecha por el Ministro de Asuntos Exteriores en nombre del Gobierno, en un asunto que es de
su competencia, obliga al país al que pertenece el ministro» (C.P.J.I., Serie A/B, núm. 53, p.
72). En consecuencia, el Ministro de Asuntos Exteriores es considerado también como un
órgano del Estado que representa a éste en el entramado obligacional de los actos unilaterales.
Si este ministro puede obligar al Estado (unilateralmente o no) y si representa al Estado en
órganos de organizaciones internacionales que incluso pueden adoptar actos jurídicamente
obligatorios, es porque representa siempre a su Estado desde el punto de vista político y
diplomático, y porque además manifiesta el compromiso para obligarse jurídicamente. La
diferencia respecto a los dos órganos estatales estudiados anteriormente será, en todo caso,
de grado o jerarquía, pero no de fondo. Dependiendo del derecho interno de cada país, estará
subordinado jerárquicamente al Jefe del Estado o del Gobierno, o a ambos a la vez, pero
representa políticamente al Estado frente a otros y le puede obligar en términos jurídicos.
Además, desempeña un papel decisivo en la diplomacia bilateral y multilateral, pues es el
órgano del poder central del Estado a través del cual se desarrollan habitualmente las
relaciones internacionales.
Paradójicamente su posición en materia de privilegios e inmunidades dista mucho de ser clara
en la práctica convencional e interna de los Estados. De nuevo, el artículo 21.1 de la
Convención de 1969 sobre Misiones especiales le reconoce facilidades, privilegios e
inmunidades, remitiendo además a los reconocidos por el derecho internacional. Por su parte,
el artículo 1 de la Convención sobre la prevención y castigo de delitos contra personas
internacionalmente protegidas, incluidos los agentes diplomáticos, incluye a este ministro entre
las personas protegidas. De lo anterior se deriva que el Ministro de Asuntos Exteriores goza de
inviolabilidad, facilidades, privilegios e inmunidades, en todo caso cuando actúa oficialmente. El
problema radica en la necesidad de acudir a la práctica estatal en la materia, ante las evidentes
insuficiencias de las normas anteriores. En términos generales, la doctrina —nada abundante
en este punto— se decanta hacia una aceptación de su inviolabilidad personal (lo que le deja al
margen de toda actuación coercitiva de las autoridades locales) y de su inmunidad de
jurisdicción penal y de policía, estando también cubierta su integridad física en su calidad de

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persona internacionalmente protegida. Sin embargo, en cuanto a otros privilegios, facilidades e


inmunidades, su figura queda más borrosa, pues resulta difícil percibir hasta qué punto los
Estados los reconocen en el mero ámbito de la cortesía diplomática, o en calidad de norma
jurídicamente obligatoria. En todo caso, el carácter y contenido esencialmente funcional de este
órgano estatal aconseja el reconocimiento de cuantos beneficios sean necesarios para el
cumplimiento de sus funciones cuando actúa, en calidad de representante del Estado; esto es,
en una posición no muy distinta a la del Jefe del Gobierno, pues no tendría sentido desde esta
perspectiva que el jefe de la diplomacia de un Estado tuviera una posición de protección inferior
a la que gozan otros miembros integrantes de misiones especiales o de misiones diplomáticas
ante las autoridades y el ordenamiento del Estado receptor.

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