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LAS PEQUEÑAS VIRTUDES

(“Enseñanzas Espirituales”. San Marcelino Champagnat. Cap. XXVIII, pag. 242)

Se puede ser observante, piadoso, celoso de la propia santificación; se puede, en una palabra, amar
a Dios y al prójimo, sin tener la perfección de la caridad, esto es, sin poseer las pequeñas virtudes que son
los frutos, los adornos más delicados y la corona de la caridad; ahora bien, sin la práctica diaria y habitual
de las pequeñas virtudes no puede haber unión perfecta en las casas. El descuido y falta de las pequeñas
virtudes: he aquí la mayor y casi la única de las disensiones, divisiones y discordias entre los hombres.
-Padre, permítame que le diga que no comprendo bien lo que entiende por pequeñas virtudes, y le
suplico que me lo explique.
- Aunque la enumeración y definición de las pequeñas virtudes resulte algo largo, voy a complacerle.
Las pequeñas virtudes son:

Primera pequeña virtud: La indulgencia, que excusa las faltas del prójimo, las disminuye, las
perdona también muy fácilmente, aunque no pueda prometerse otro tanto para sí. San Bernardo nos ofrece
un magnífico ejemplo de este espíritu indulgente. “Queridos Hermanos -dice a sus religiosos-, haced
conmigo lo que queráis; estoy resuelto a amaros siempre, aunque vosotros no me améis. Mi amor me tendrá
unido con vosotros, aun a pesar vuestro. Si me insultáis, tendré paciencia, inclinaré la cabeza a las injurias;
venceré vuestro mal proceder con beneficios; iré adelante de los que me desprecien, porque somos
miembros unos de otros.

Segunda pequeña virtud: La disimulación caritativa, en la medida que sea compatible con el deber
de la corrección fraterna y con el de informar al Superior, así parecerá no darse cuenta de los defectos,
sinrazones, faltas y palabras poco atentas al prójimo, y que todo lo soporta sin decir nada ni quejarse.
“Disimulad, soportad los defectos de vuestros hermanos” (Col 3, 13) -dice San Pablo-. ¿Por qué no dice el
Apóstol: Reprended, corregid, castigad, sino más bien soportad? Porque ordinariamente no tenemos la
misión de corregir; este oficio pertenece a los Superiores; nuestro deber es tener paciencia. En segundo
lugar, aun después de corregir o reprender, es necesario sufrir y soportar, habiendo como hay defectos que
sólo se curan con el ejercicio de la paciencia y sufriéndolos. Además, hay en las almas virtuosas defectos
de que no se enmiendan, a pesar de los esfuerzos que hacen: Dios permite que perduren para ejercitar la
virtud de aquel que a tales efectos está sujeto y la de los que viven en su compañía.

Tercera pequeña virtud: La compasión, que se apropia de las penas de los que padecen para
aminorarlas; llora con los que lloran, participa en los trabajos de todos e interviene para aliviarlos o
sobrellevarlos.

Cuarta pequeña virtud: La santa alegría, que se apropia también de los gozos de los que viven
dichosos, para acrecentarlos y para difundir entre los Hermanos los consuelos y la felicidad de la virtud y
de la vida de comunidad. San Pablo nos ofrece un ejemplo admirable de esta caridad, que toma todas las
formas para ser útil al prójimo: “Me he hecho para todos -dice-; lloro con los que lloran, me alegro con los
que están alegres; nadie enferma que no me enferme yo con él; nadie se ha escandalizado sin que yo me
abrase: en una palabra, he tomado todas las formas, a fin de serviros y ganaros a todos para Jesucristo”
(1Co 9, 19-22 y 2Co 11, 29). San Cipriano, siguiendo los ejemplos del Apóstol, decía a su pueblo:
“Hermanos, me compadezco de todos vuestros dolores, comparto todas vuestras alegrías; estoy enfermo
con los enfermos, mi amor hacia vosotros me hace sentir por igual vuestras penas y vuestros consuelos”.

Quinta pequeña virtud: La flexibilidad de ánimo que, sin motivos poderosos, jamás impone a nadie
sus opiniones, sino que admite sin resistencia lo bueno y racional que hay en las ideas de los Hermanos y
aplaude sin envidia las iniciativas y pareceres de los demás, a fin de conservar la unión y caridad fraternas.
Es la renuncia voluntaria de sus pruritos personales, y la antítesis de la obstinación e intransigencia en las
propias ideas.

No disputes, “huye de contiendas de palabras” (2 Tm 2,12) -dice el Espíritu Santo-. Pero si alguno
dijese: Yo tengo razón, y no puedo sufrir las boberías o yerros de mis Hermanos, oiga ese tal la respuesta
de Belarmino: “Más vale una onza de caridad que cien libras de razón”. Exponed vuestro parecer para
seguir y animar la conversación, pero después dejad que lo combatan sin defenderlo; mejor es ceder y
conformarse con lo que dicen los demás. Decía San Eloy que en esta clase de combates queda vencedor el
que cede, porque se hace superior a los demás en virtud. San Efrén aseguraba que, a fin de mantener la paz
general, había cedido siempre en las discusiones, y San José de Calasanz añadía: “Quien quiere paz a nadie
contradiga”.

Sexta pequeña virtud: La solicitud caritativa, que previene las necesidades ajenas para evitar al
prójimo la pena de sentirlas y la humillación de pedir asistencia; la bondad de corazón que anda sabe negar,
que está siempre en acecho para poder servir, para dar gusto y obsequiar a todos. San Hugo, Obispo de
Grenoble, se retiraba de cuando en cuando a la Gran Cartuja para vivir como simple religioso bajo la
dirección de San Bruno. En cierta ocasión, se le dio por camarada a un monje llamado Guillermo. (Entre
los Cartujos se usaba entonces el vivir dos en cada celda). El buen Guillermo se quejó con vehemencia del
obispo a San Bruno; y ¿sabéis de qué? De que, a pesar suyo, el santo obispo cumplía los menesteres más
bajos y pesados, y no se portaba como compañero, sino como sirviente, prestándole los servicios más
humildes. Rogó, pues, con instancia a San Bruno que moderase esta humildad y caridad del Santo, y le
ordenase que, a lo menos, se repartiesen y dividiesen por mitad los quehaceres de la celda. Por su parte,
San Hugo insistía ante San Bruno para que le permitiese satisfacer su devoción y dedicarse al servicio de
su Hermano; ¡he aquí cuáles son las disputas de los Santos! ¡Cuán eficaces son para conservar la paz!

Séptima pequeña virtud: La afabilidad, que atiende a los importunos sin mostrar la más leve
impaciencia, que siempre está pronta para acudir en ayuda de los que piden su auxilio, instruye a los
ignorantes sin cansarse y con toda paciencia. San Vicente de Paul nos ofrece un raro ejemplo de esa virtud.
Se le vio interrumpir la conversación que tenía con personas de categoría, para repetir cinco veces la misma
cosa al que no la entendía bien, diciéndola la última vez con igual tranquilidad que la primera. Se le vio
escuchar sin sombra de impaciencia a pobres campesinos que hablaban mal y prolijamente; se le vio,
estando sumamente atareado, interrumpir sus ocupaciones treinta veces en un día para atender a personas
escrupulosas que no hacían más que repetir inútilmente lo mismo con diferentes términos, escucharlas hasta
el fin con invencible paciencia, escribirles algunas veces de su puño y letra lo que les había dicho y
explicárselo más detenidamente cuando no le entendían bien y, finalmente, interrumpir innumerables veces
el Oficio divino y el sueño para servir al prójimo.

Octava pequeña virtud: La urbanidad y cortesía, que previenen a todos en demostraciones de


respeto, atención y deferencia, y ceden siempre el primer lugar en obsequio de otros. “Anticipaos unos a
otros en las señales de honor” (Rm 12, 10) -dice San Pablo-. Las demostraciones de estima y veneración
manifestadas con sinceridad fomentan el amor mutuo, como el aceite alimenta la llama de la lámpara; sin
esto no hay unión posible ni caridad fraterna. Todos los hombres, naturalmente, experimentan satisfacción
en verse honrados por razón de un secreto sentimiento de la propia excelencia que los hace muy sensibles
al desprecio y delicados en puntos de honra; de donde proviene que cada uno ama al que le trata con respeto
y se reconoce obligado a corresponder con la misma atención. “Amad -dice San Juan Crisóstomo- y seréis
amado; alabad a los otros y seréis alabado; respetadlos y os respetarán; dadles de buena gana la preferencia,
y os tendrán toda suerte de atenciones”.
No maltratéis a nadie; no falten a nadie vuestras atenciones; y guardaos de despreciar a ninguno de
vuestros Hermanos, o mostraros áspero con él porque tenga defectos. ¿Os burláis por ventura de vuestra
mano o pie cuando están llagados, maltrechos o sucios? ¿No tenéis, por el contrario, mayor cuidado de
ellos? ¿No los tratáis con más esmero y suavidad que cuando están sanos?

Novena pequeña virtud: La condescendencia, que se presta fácilmente a los deseos de otros, cede
para complacer a los inferiores, escucha las observaciones y muestra apreciarlas, aunque no siempre estén
completamente fundadas.
Ser condescendientes -dice San Francisco de Sales-, es acomodarse a todos en cuanto lo permitan la
ley de Dios y la recta razón. Es ser, como una bola de blanda cera, susceptible de todas las formas, siempre
que sean buenas; es buscar no el propio interés, sino el del prójimo y la gloria de Dios. La condescendencia
es hija de la caridad, y no hay que confundirla con cierta debilidad de carácter que impide el reprender las
faltas de otro cuando a ello se está obligado; esto no sería un acto de caridad, sino, al revés, una cooperación
al pecado.
La condescendencia a los gustos de los otros y la paciencia en soportar al prójimo, eran las virtudes
predilectas de San Francisco de Sales, y las aconsejaba incesantemente a los que estaban bajo su dirección.
Con frecuencia decía que se consigue mucho más presto el acomodarse a los deseos de los demás, que el
doblegarlos a nuestro carácter y opiniones. No se encontraba a nadie más manso y complaciente que él;
pero, al mismo tiempo, era muy recto y firme en corregir y reprender.

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