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MICHELET
SU VIDA Y SUS OBRA8

El 14 de Julio de 1898, el pueblo de París, festejando la famosa


toma de la Bastilla, agolpábase en una plaza de la gran ciudad para
presenciar la inauguración de una nueva estatua.
Una joven obrera, escogida entre las más bellas y virtuosas
para representar la Musa de París, depositaba una corona ante el
bronce recién descubierto, y la muchedumbre aplaudía dando vivas
a la República y a la sublime Revolución cuyo aniversario se
conmemoraba.
Aquella estatua era la del historiador del pueblo, la del que
supo relatar con inextinguible poesía los sufrimientos y las
sublimidades de los humildes y los oprimidos; la del cantor de la
Revolución Francesa, la del más grande de los escritores
republicanos: Michelet, en una palabra.
La ciudad de París realizó un acto de justicia uniendo el
centenario del nacimiento de Michelet con la fiesta de la
Revolución, el aniversario de la toma de la Bastilla. Nadie como
Michelet ha ensalzado al pueblo de París por sus jornadas
revolucionarias que salvaron a Francia y regeneraron después a
Europa. Para otros historiadores, la Revolución ha estado
condensada en los hombres célebres y no en las masas. Para unos
la Revolución ha sido obra de Robespierre; para otros de Danton o
de los Girondinos; siempre el hombre providencial guiando los
sucesos y preparando los acontecimientos. Para Michelet la
Revolución la hizo el pueblo, el héroe anónimo, la gran masa,
discordante en apariencia, pero unida por un sentimiento común,
por una inspiración instintiva.

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Por esto el pueblo de París se dejó arrebatar por delirante
entusiasmo ante la estatua de su historiador, de aquel escritor
ejemplo vivo de las sublimes obras que pueden producir la
inspiración poética y la delicadeza artística unidas a la ciencia
histórica.
A centenares cuenta la humanidad sus historiadores, y, sin
embargo, ni uno solo de ellos puede compararse con Michelet.
Forma éste escuela aparte, sin precursores ni discípulos; sin
modelos en que inspirarse ni imitadores capaces de seguir sus
pasos.
En la definición que daba de la Historia está todo el secreto
de su originalidad y su grandeza. «La Historia es una resurrección».
Michelet no relata, resucita el pasado con toda la fuerza de un
hiciera mago que revivir las muertas generaciones del polvo del
pasado.
Jamás faltó a la verdad en sus relatos: nunca a sabiendas
falseó un hecho para que así resultasen más hermoso su relato o
más lógicas sus conclusiones: expuso siempre con franqueza hasta
los hechos que pugnaban más con sus juicios; pero junto a esta
veracidad empleó tanto arte en la redacción de sus obras, buscó de
tal modo la vida y la acción de los hombres y los sucesos y se
mostró siempre tan fiel servidor de la amenidad, que puede
llamarse sin escrúpulo á Michelet «el novelista de la Historia».
Anticipándose en más de cincuenta años a Flaubert,
Goncourt, Zola, Daudet y Maupassant, los grandes maestros de la
novela naturalista, Michelet estudió los personajes históricos
como los modernos novelistas han estudiado el hombre vivo.
Presentía sin duda que la historia y la novelaron casi iguales, sin
otra diferencia que la historia trata de los actos y pasiones de los
pueblos y la novela de los hechos y sentimientos del individuo: y
valiéndose del mismo sistema que el novelista, estudió antes que
el personaje el ambiente en que vivía y sus influencias; trazó
retratos completos, valiéndose muchas veces de un simple detalle
de esos que parecen triviales a los historiadores solemnes y
monótonos, y todos sus relatos fueron resurrección, siempre
resurrección, haciendo palpitar el pasado de los pueblos en las

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páginas de la Historia como la vida moderna" palpita en los
capítulos de una novela.
¡Poderosa imaginación la de Michelet! ¡Asombrosa facilidad
de adivinación! Leyendo sus libros parece que Michelet tenía miles
de años, que había nacido en las épocas más remotas de la Historia
y que todo lo que relata lo había visto por sus propios ojos,
sufriendo dolores con los vencidos o entonando himnos de gloria
con los triunfadores.
Su pluma suena sobre el papel como la trompeta del Juicio
Final, que hace surgir vivas las generaciones, rompiendo sus
sepulturas de miles de años. A su evocación levántanse de entre la
hierba las rotas columnas, las cornisas hechas pedazos, y la
antigua basílica destácase sobre el cielo azul como la última
sonrisa del paganismo; la gótica abadía se reconstruye con las
pesadas bóvedas y las ligerísimas columnatas de un arte
puramente infantil, y en lo alto de la torre de afiligranada piedra, el
sonoro y majestuoso bronce conversa con el lejano esquilón del
castillo feudal, nido del águila rapaz, del señor cubierto de hierro
que comparte con el abad la explotación del siervo: el labriego
pegado al terruño vive como la bestia, sin más esperanza que la
muerte ni más alegría que las supersticiones restos dispersos del
paganismo que le ponen en contacto con la naturaleza; la teología
y el derecho de la fuerza pesan como enorme montaña sobre el
alma; el monje, el rey y el caballero se reparten el mundo; los
hombres forman rebaño; hasta que surge el Renacimiento, que es
una nueva alborada de la humanidad y viene después la
Revolución, el pleno día, en el cual los pueblos ven remontarse el
sol de la libertad en el horizonte de su historia.
Los siervos trocados en hombres, los oprimidos
transformados en ciudadanos, necesitaban un historiador que
entonase un canto eterno relatando su revolucionaria
metamorfosis, y éste fue Michelet.
Leyendo al gran escritor republicano se vive la vida de toda la
humanidad. Sus palabras son golpes de cincel que esculpen en el
mármol histórico la epopeya de los pueblos. Se ve cómo despiertan
del embrutecimiento del rebaño, cómo sienten la idea de la patria
y entran de lleno en la vida de nacionalidad; y frente a este ascenso

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de los humildes en busca de su dignificación se ve el desarrollo de
la tiranía mudando de forma y de colores como enorme serpiente
que cambia de sitio y retuerce los anillos buscando asir y ahogar
mejor al pueblo que despierta los guerreros se convierten en
déspotas; surgen las grandes monarquías de poder absurdo y sin
límites, resucitando en Europa las dinastías asiáticas, el rey
semidiós, el soberano-sol ante el cual la vida, la propiedad y el
honor individual no existen: luchan los dos poderes, el del pueblo
y el del rey y la Iglesia, como en las leyendas religiosas luchan los
dos principios antagónicos el Bien y el Mal, Dios y el Diablo; hasta
que llega el momento decisivo, la explosión que todo lo nivela, el
ajuste definitivo de una cuenta que data de muchos siglos, la
Revolución; y este momento supremo y sublime que no tiene igual
en la crónica del mundo es el que Michelet, con sus energías de
antiguo profeta y sus delicadezas de poeta de los humildes, relata
a la posteridad en su Historia de la Revolución.

. *
* *

La infancia de Michelet fue tan triste, tan dramática, que bien


merece ser conocida. El mismo Michelet fue su propio historiador
pues, en muchos pasajes de sus obras habla de su familia y
recuerda los hechos de su infancia y su juventud.
Los primeros años de este poeta de la historia no fueron
tranquilos como los de Lamartine, el gran poeta francés, ni felices
y afortunados como los de Goethe, el gran poeta alemán: no gozó
esa infancia dichosa y agradable de otros que, sin las
preocupaciones de la subsistencia, sólo han tenido que dar libertad
a las grandes facultades de que les había dotado la naturaleza para
conseguir inmediatamente la celebridad.
Al nacer Michelet sólo encontró junto a su cuna el hambre, la
enfermedad, el frío, la incertidumbre del mañana, la obligación de
ayudar a sus padres en su lucha terrible y diaria para conquistar el
pan. Gracias a su constancia, a la gran energía de carácter que
ocultaba en su cuerpo débil y enfermo, pudo triunfar de todos los
males y peligros con que la desigualdad social rodea a los pobres.

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El padre de Michelet era de Laon; la madre había nacido en
una aldea del departamento de Ardennes, el país de las rocas y de
los grandes bosques, cuyo clima rudo y durísimo hace las
costumbres austeras y obliga a las gentes a pesados trabajos. «Las
dos familias de que procedo—dice Michelet con el orgullo legítimo
del que llega muy alto viniendo de abajo—eran familias de
labriegos, en lucha continua con la tierra y con la miseria.»
El padre de Michelet iba a estudiar para cura. en Laon, donde
su padre era profesor de música y maestro de capilla, cuando
estalló la Revolución francesa, que cambió su destino al mismo
tiempo que transformaba todas las condiciones sociales. Se hizo
impresor, profesión propia de una época revolucionaria en que se
leía mucho y el periódico y el

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libro eran alimento indispensable para el pueblo; se trasladó a
París, entrando a trabajar en la imprenta donde se tiraban los
Asignados, papel moneda de aquel tiempo, y en esta situación
humilde y oscura transcurrieron para él los años del Terror, hasta
que, pasado este período, al ver que el comercio y la industria
recobraban su actividad, quiso trabajar por su propia cuenta. Con

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la mitad de la fortuna de su padre estableció una pequeña
imprenta, y entonces se casó con una mujer de más edad que él
llegada a París del fondo de las Ardennes para cuidar la casa de un
viejo canónigo que era tío suyo.
Julio Michelet vino al mundo en París el 21 de Agosto de 1798 en
el antiguo coro de una iglesia cerrada al culto por la Revolución y
que su padre había alquilado, estableciendo en ella la imprenta. ¡
El escritor más enemigo de la Monarquía y de la Iglesia naciendo
en el coro de un templo!... El destino se permite muchas veces
contrastes originalísimos.
Los parientes de Michelet encontraron al recién nacido «con
poca vida, enfermo sin enfermedad.» Su padre y su madre se
relevaban por la noche para velar al recién nacido y alimentarle,
creyendo que de un momento a otro iba a morir. Su infancia y su
adolescencia hasta los diez y ocho años fueron una serie
interminable de sufrimientos.
Michelet, al nacer enfermo y débil, caía en el centro de una
familia cuyos negocios no podían marchar peor. En tiempo de la
República el impresor Michelet había vivido relativamente bien
publicando libros y periódicos, pero la Francia acababa de darse un
amo creando primer Cónsul a Napoleón Bonaparte y la imprenta
agonizaba bajo el peso de la persecución. Este amo glorioso y
poderosísimo era por despotismo de carácter incapaz de sufrir la
menor contradicción, la más leve contrariedad; y como la Prensa
era el arma de que podían valerse sus enemigos los viejos
republicanos, hacía la sufrir una meticulosa vigilancia; la limitaba,
la restringía poco a poco, hasta que al fin acabó por suprimirla. La
ruina de la familia de Michelet sobrevino como consecuencia de las
medidas autoritarias que bajo el Consulado y el Imperio se dictaron
contra los periódicos y las imprentas.
Napoleón redujo en todo París a trece el número de los
periódicos. El padre de Michelet, para poder vivir, obtuvo permiso
para publicar una gaceta eclesiástica; pero después de hechos los
gastos le retiraron la autorización sin indemnizarle. Intentó
imprimir una novela y la policía destruyó el libro antes de ser
puesto a la venta, pretextando que molestaba a una persona
influyente. El infeliz impresor, imposibilitado de trabajar por la

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tiranía del gobierno imperial, contrajo deudas para mantener a su
esposa y el pequeñuelo; tomó a préstamo seis mil francos de un
usurero y un día la madre y el niño recibieron la noticia de que
acababa de ser encerrado en la prisión de Santa Pelagia, cárcel
destinada a los que no podían cumplir los compromisos de dinero.
Pero este padre infortunado logró enternecer al usurero, y, con el
compromiso de ir pagando poco a poco su deuda fue puesto en
libertad y trasladó su mezquina imprenta a la calle de Saints-Péres;
«un local inmenso—recuerda Michelet—destartalado, oscuro como
una cueva, donde vivíamos como perdidos, sin puerta ni ventana
que cerrase bien y sufriendo un frío horrible. Para llevar adelante la
imprenta se necesitaban brazos, y como no. teníamos con qué
pagar obreros, toda la familia trabajaba diez y seis y diez ocho
horas. Mi pobre abuelo, con sus manos temblorosas y sin saber el
oficio, ayudaba a mi padre. Mi madre, tocada ya por la cruel
enfermedad que debía arrebatárnosla prematuramente, se hizo
encuadernadora y plegaba, cortaba y cosía. Yo, niño de seis años,
componía lentamente, enseñándome sin la ayuda de nadie a reunir
las letras.»
Esta situación tan dura no era sin embargo para la familia
Michelet más que una tregua. Aún había de descender más por la
pendiente de la miseria. En 1812, al iniciarse el ocaso del Imperio,
los padres de Michelet recibieron el golpe de gracia. El número de
impresores en toda Francia fue reducido a sesenta: Napoleón
concedió una indemnización irrisoria a las imprentas que cerraba y
la policía puso los sellos a las prensas, inutilizándolas. El pan de la
pobre familia huía para siempre. Estos reveses se tradujeron en
horribles sufrimientos para el pobre niño. Michelet, al relatar su
infancia horrible de miseria, dice con una sencillez melancólica que
agolpa las lágrimas a los ojos: «A pesar de las comodidades de que
he gozado más tarde, llevo todavía en mí los efectos de aquella
época. Mi estatura más pequeña que la de todos los individuos de
mi familia, y una delgadez singular de mis extremidades dan a
entender que en mi infancia sufrí la falta de alimento. Mis
privaciones pueden resumirse en tres palabras: hasta la edad de
quince años nada de carne nada de vino, nada de fuego. Solo tuve
pan (y no mucho) y legumbres las más de las veces sin otro

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condimento que agua y sal. Si he sobre vivido es porque a pesar de
los sufrimientos la sana constitución de mi padre ha prevalecido en
mí. Mi figura pequeña y desmedrada ha quedado como un
monumento de aquellos tiempos de duelo: las cicatrices que
guarda mi mano derecha atestiguan tantos inviernos pasados sin
fuego.»
En Michelet no sólo sufría el cuerpo. La sensibilidad era
extremadamente delicada en aquel niño, hasta el punto de que el
hecho muy insignificante conmovía todos sus nervios. Los apuros
y la desesperación de sus padres repercutían dolorosamente en su
alma tierna. Las escenas de dolor de que fue testigo en sus
primeros años quedaron fijas para siempre en su memoria. Muchos
años después, cuando era ya un escritor famoso, aun veía la figura
repugnante del usurero perseguidor de su padre y creía oír su voz
ronca profiriendo terribles amenazas. De la primera visita a la
prisión donde estaba su padre, recordó siempre «los corredores
angostos donde es preciso bajar la cabeza para pasar, el ruido de
las puertas de hierro al cerrarse, el ruido de llaves que suena a cada
momento.» Estos dolores morales y físicos que tanto hacían sufrir
al pobre niño, lejos de atrofiar su inteligencia la desarrollaron
prematuramente, dando a su imaginación un inmenso poder para
resucitar las impresiones pasadas. En sus largas horas de soledad
su imaginación volaba lejos de aquella habitación oscura, fría y
malsana, y mientras trabajaba ante la caja de impresor
combinando mecánicamente las letras, su pensamiento marchaba
veloz por el país del ensueño.
Michelet había aprendido a leer y escribir, sin otra ayuda que
algunas lecciones de su padre. En este período de su infancia, como
consuelo a su soledad, buscó libros y la lectura le hizo sufrir dos
impresiones fuertes que ejercieron gran influencia sobre el resto de
su vida. El primer libro que leyó fue la Imitación de Cristo. Esta
obra, de un monje desconocido de la Edad Media, escrita para
consolar las almas heridas por la barbarie de la época y la maldad
de los hombres despertó en el niño el sentimiento de la divinidad,
le hizo ver por encima de las miserias de la vida presente la
esperanza de una vida futura en la que todas las injusticias son
reparadas; le reveló la existencia de un poder supremo paternal y

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misericordioso. Esta esperanza en la justicia divina, esta creencia
de la niñez persistió en Michelet hasta en los últimos momentos.
El gran demoledor del catolicismo, al escribir su testamento lo
encabezaba con estas hermosas palabras, que la admiración de
Francia ha hecho grabar sobre su tumba: «¡Dios me conceda el
volver a ver a los míos y a todos los que he amado en esta vida! ¡
Que él reciba mi alma agradecida de tantos bienes, de tantos años
laboriosos, de tantas obras, de tantas amistades! »
El otro libro que le impresionó profundamente, marcando su
porvenir, fue el «Museo de Monumentos Franceses», que dejó de
publicar en 1815. «Fue en él y no en otra parte—dice Michelet en sus
memorias Ma Jeunesse—donde recibí la viva impresión de la
historia. Yo sondeaba con mi imaginación aquellas tumbas que
veía grabadas; sentía sus muertos a través de los mármoles y no
sin cierto terror entraba con el pensamiento en las achatadas
bóvedas donde dormían Dagoberto, Chilperico y Fredegunda.»
Era la vocación de historiador que se revelaba en el niño.
El padre de Michelet tenía fe en aquel ser precoz y enfermizo
de una inteligencia superior a su edad. —«Mi hijo será mi
consuelo» decía a todos con convicción, seguro de que había de
sacar a la familia de sus desgracias. Por esto a pesar de su pobreza,
y de que le necesitaba como ayuda en su trabajo comenzó a
enviarle todos los días a un viejo maestro llamado Mr. Melot,
antiguo Jacobino arruinado por la caída de la República. Bajo su
dirección aprendió la gramática y comenzó el latín, pero pronto
supo todo lo que pudo enseñarle el viejo republicano y su
educación se detuvo.
Justamente era en el momento de mayor crisis para su
familia; en 1812, cuando la supresión de las imprentas les arrojaba
en la miseria; el instante crítico: su suerte iba a decidirse: impresor
o estudiante; obrero oscuro o grande hombre. Si al padre de
Michelet le hubiera faltado por un momento la fe en su hijo, el arte
de la imprenta había contado con un jornalero más, pero Francia
no tendría su historiador y el mundo un "gran artista. «En nuestra
extrema penuria—cuenta Michelet—un amigo de mi padre le
propuso hacerme entrar en la Imprenta Imperial. ¡Gran tentación
para los míos! Otros no habrían dudado ni un instante. Pero la fe
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había sido siempre grande en mi familia: primero la fe en mi padre
a quien todos nos habíamos inmolado; después la fe en mí que
debía repararlo todo, salvarlos a todos... Mi padre sin recursos y mi
madre enferma, sin dinero y con el hambre llamando todos los días
a nuestra puerta decidieron, que yo estudiase arrostrando cuanto
pudiera sobrevenir.»
Michelet entró como externo en el Liceo Carlomagno. La
primera vez que asistió a clase su corazón latía con fuerza. Vestido
pobremente con ropas pertenecientes a su padre y arregladas por
su madre; tímido, torpe y atolondrado al verse entre muchachos de
buen porte, su entrada en el colegio le hizo sufrir la impresión del
que pasa de la soledad absoluta a verse mezclado con una ruidosa
muchedumbre.
Su aspecto de pobre, su traje mísero y un tanto extravagante
y su timidez de muchacho criado en la soledad, le hicieron desde el
primer momento ser víctima de las bromas de algunos profesores
y de las mortificaciones de los condiscípulos. Este primer año de
Liceo fue un infierno para Michelet, criatura delicada y sensible.
Pero al volver a su casa por las noches, se aplicaba al estudio con
verdadera rabia para poder vencer a aquellos pequeños enemigos
que tanto se burlaban de él y al llegar los exámenes alcanzó el
primer premio.
Este triunfo fue la única alegría de la familia cada vez más
hundida en la miseria. Vivían los Michelet en la callejuela de
Perigueux, estrecha y sombría. La habitación constaba de una sola
pieza y un cuartucho negro donde dormía el pequeño estudiante.
La madre de Michelet estaba siempre en la cama sufriendo una
hidropesía que complicaba su enfermedad del pecho. No se sabía
nunca por la noche cual iba a ser el alimento del día siguiente:
«Viviendo en la calle de Saints-Peres— dice Michelet—era para mí un
regalo comer algunas legumbres un poco sazonadas: en la calle de
Perigueux este alimento me parecía la abundancia de un rico.» Los
más de los días llegaba Michelet al colegio con el estómago vacío
y la cabeza hueca. Cuando su abuela le daba alguna moneda, el
muchacho ingeniábase para comprar algo que engañase su
hambre y al mismo tiempo pareciera una golosina para evitar así
las burlas de sus camaradas. Las más de las veces compraba un

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monigote de bizcocho que le costaba dos sueldos: «Durante la
clase—dice —cuando sentía que el vértigo del hambre apoderábase
de mí y todos los objetos parecían temblar ante mis ojos, buscaba
en mi bolsillo el monigote de bizcocho y le arrancaba un brazo o
una pierna que mascaba disimuladamente. Mis camaradas más
cercanos no tardaron en apercibirse. —¿Qué comes tú? me preguntó
uno de ellos. Y yo contesté no sin rubor: —Es mi postre... El hambre
no era mi único tormento. Jamás encendíamos fuego en nuestra
habitación como no fuese para preparar los alimentos, y esto,
como ya he dicho, ocurría de tarde en tarde. Lo mismo en verano
que en invierno yo llevaba siempre el mismo trajecillo teñido de
negro. Me asfixiaba en la época del calor y en invierno el frío me
penetraba hasta los huesos.»
El dolor producido por la muerte vino a unirse a los
sufrimientos físicos y morales. El abuelo fue el primero en morir
«mi pobre abuelo que tanto me amaba y que tanto empeño había
mostrado por enseñarme la música, sin éxito alguno.» Después
murió la madre, aquella mártir silenciosa y resignada que aun caída
en el lecho, batallaba con la miseria procurando endulzar la
situación de su hijo; ayunando muchas veces para reservarle el
único pedazo de pan.
Michelet quedó solo con su padre en aquella habitación
desnuda, oscura y grande: el lecho vacío y la absoluta soledad le
destrozaban el alma. Su padre salía al amanecer a ganarse el pan y
no volvía hasta la noche. Michelet abandonado durante todo el día
estudiaba y asistía a sus clases.
Fue en aquel año, la caída del Imperio, la invasión de Francia
por los aliados, la restauración de los Borbones, el retorno de
Napoleón desde la isla de Elba, el efímero gobierno dé los Cien-
Días, la catástrofe de Waterloo y la segunda invasión extranjera
seguida de la segunda restauración. Todos estos hechos
sucediéndose atropelladamente en el curso de un año y
conmoviendo profundamente a Francia interrumpieron el curso
regular de los estudios de Michelet.
Ocurrió en este año que la desgracia después de quince años
de ensañamiento se cansó de perseguir a la familia. La muerte de
la pobre madre, mártir hasta en sus últimos momentos, pareció la

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señal de una abundancia y comodidad relativas. El padre de
Michelet encontró un empleo modesto en la casa de Salud del
doctor Duchemin al cual había prestado algunos servicios durante
la Revolución. Él y su hijo fueron a vivir en aquel hermoso edificio
rodeado de jardín y tuvieron un sitio en la mesa de los empleados.
Ya no tenían que preocuparse de la lucha por la vida: estaban al
abrigo del frío y del hambre.
Por primera vez el joven Michelet experimentó la alegría de
vivir en pleno sol y contemplar la verdura de los campos. Para
completar su felicidad encontró una segunda madre en madama
Hortensia, una señora viuda y de gran inteligencia a la que el doctor
había confiado la contabilidad del establecimiento y que, viendo
huérfano y triste a Michelet, lo tomó bajó su protección
prodigándole las dulzuras de una tierna solicitud que le faltaba
desde la muerte de su madre.
Bajo la influencia del bienestar moral y físico Michelet que
hasta entonces se mostraba, tímido, triste y como comprimido,
sintió desenvolverse sus aptitudes y que su pecho se hinchaba con
anhelos no sentidos hasta entonces, El despertar de esta alma
coincidía con el renacimiento de su patria, pues la Francia
arruinada por el militarismo napoleónico, vencida y desangrada
por las locas ambiciones del emperador insaciable, buscaba una
nueva vida y nuevas glorias en las artes de la paz, en el comercio,
en la industria y especialmente en la literatura y las ciencias.
Michelet en 1816 estudiando retórica, alcanzó un ruidoso
triunfo. Tenía un profesor eminente el famoso crítico Villemain, el
cual un día después de haber leído en clase con voz emocionada
por la sorpresa un trabajo literario que le había entregado aquel
pequeño discípulo, bajó de su cátedra y por un impulso de simpatía
y admiración fue a sentarse en el banco, al lado de él, para
examinarle de más cerca y convencerse de si realmente era el autor
de la obra. Por fin los sufrimientos del niño y la heroica
perseverancia del adolescente alcanzaron una recompensa digna
al terminar el curso. En la solemne distribución de premios a todos
los Liceos y colegios de París, fiesta presidida por el duque de
Richelieu, primer ministro de Luis XVIII, Michelet obtuvo los tres
primeros premios de discurso latino, versión latina y discurso

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francés. Este último en estilo conciso, nervioso, de una elocuencia
singular, anunciaba claramente al futuro escritor. Michelet fue el
héroe de aquel día. Todos le festejaron, los ministros quisieron
verle: se le anunció un hermoso porvenir en la literatura.
Cuando Michelet llegó al término de los estudios escolares y
salió del colegio mostrose indeciso sobre la carrera que iba a
seguir. Su padre le envió a las Ardennes, con la familia de su madre
y por primera vez vivió en el campo, rodeado de sus tíos, viejos
labriegos que por las noches le relataban junto a la lumbre las
leyendas del país, recuerdos de la época del feudalismo relatos de
terribles luchas entre los siervos y los señores.
«Entonces —según cuenta el mismo Michelet— se reveló su
vocación que ya se había manifestado en la infancia hojeando el
«Museo de Monumentos Franceses». Ahora érala historia viviente,
el pasado visible en las ruinas de los castillos y en los relatos de los
campesinos, lo que se revelaba a él, no la historia fría y petrificada
de las tumbas. Sería historiador ya que para esto había nacido.
Pero como le hacía falta una profesión que asegurase su existencia,
Michelet escogió lo que estaba más en armonía con su carácter y
aficiones: la enseñanza. «Dedicarse a formar almas es una
ocupación que obliga a llevar siempre alto el corazón y a
defenderse del desfallecimiento de ánimo. La enseñanza ha sido
siempre mi fuerza y mi consuelo.»
Comenzó modestamente en 1817, como auxiliar dé la clase
de filosofía e historia en el colegio Briaud con sesenta francos al
mes. Lo mismo en verano que en invierno, tenía que llegar al
colegio a las seis de la mañana lo que le obligaba a salir de su casa
a las cinco, caminando en invierno por las calles oscuras, entre la
bruma que velaba la luz de los reverberos, resbalando en el hielo
de las aceras. Sin embargo, nunca dejó de ser puntual.
Su existencia laboriosa transcurría entre su padre y su
condiscípulo el pintor Poinsot que vivía con él. Sin faltar a sus
obligaciones de la enseñanza, Michelet continuaba estudiando
para ganar los grados universitarios que le permitieran abandonar
su posición modesta.
En 1819 obtuvo el grado de doctor y finalizó para Michelet el
periodo de aprendizaje, periodo doloroso, en el que el fiambre, el

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frío, los duelos y las angustias del amor propio herido, fueron sus
inseparables acompañantes.
El adolescente enfermizo, débil y tímido desapareció,
quedando en su lugar un joven animoso que marchaba rectamente
a ser uno de los primeros escritores del siglo, impulsado por una
poderosa imaginación, una viva inteligencia, una voluntad
enérgica y constante y una sensibilidad artística de una delicadeza
infinita.

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Michelet vio asegurado su porvenir y mejorada la situación
de su casa cuando en 1821 alcanzó la plaza de profesor de historia
y filosofía en el colegio de Sainte-Barbe Rollin. Tenía entonces
veinticinco años y se casó con una joven de una belleza
melancólica, que vivía separada de su familia como señorita de
compañía de una vieja dama alojada en la casa de salud del doctor
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Duchemin. Allí la había conocido Michelet, sintiendo desde el
primer momento una dulce piedad por aquella joven a quien la
necesidad de vivir alejaba de los suyos. La vida del joven
matrimonio transcurría tranquilamente: él dedicado al estudio; ella
rodeándole de toda clase de tiernas solicitudes. «Era una gran
felicidad para mí —recuerda Michelet— el entrar por la mañana
después de explicar la lección, en mi casita cercana al Pere-
Lachaise, y en mi cuarto, tendido perezosamente, leer durante todo
el día los poetas Homero, Sófocles, Theocrito y otras veces los
historiadores. Uno de mis compañeros de profesión Mr. Poret se
dedicaba a las mismas lecturas y después en nuestros largos
paseos por el bosque de Vincennes hablábamos sobre ellas.»
Dedicado a la enseñanza no soñaba en escribir para el público.
Cuando salió del colegio, después del éxito alcanzado ante los
ministros y lo más ilustre del profesorado francés los libreros le
habían hecho proposiciones editoriales. —Yo no quiero vivir de mi
pluma: contestó el joven—yo creo como Rousseau que la literatura
no debe venderse pues es la cosa reservada, el más bello lujo de la
vida, la flor exterior del alma.
Pero mientras esto decía se preparaba para ser un escritor,
estudiando mucho, amasando todos los días nuevos
conocimientos, un tesoro inmenso de ideas que luego había de
lanzar sobre el papel. Las necesidades de la enseñanza le
impulsaron a la ciencia y en 1827 debutó como escritor con dos
obras que pudiéramos llamar de texto: Compendio de la Historia
moderna y Principios de la filosofía de la historia sacados de la
«Science Nouvelle» de Vico.
Estas dos obras hicieron entrar a Michelet en el gran movimiento
literario que se desarrollaba en Francia. El renacimiento intelectual
comenzado a la caída del Imperio, con la desaparición de la tiranía
militar y la existencia de una paz inmutable, estaba entonces en
plena florescencia.
Después del silencio que la Francia intelectual había guardado
bajo la dominación de Bonaparte, poetas, novelistas, historiadores,
filósofos, músicos, pintores y escultores rivalizaban en la
producción de obras caldeadas

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por el fuego de la juventud. El ruiseñor dé la inspiración animaba
con su trino infinito este amanecer del arte. La Historia participaba
de esta general renovación, y Guizot, Mignet, Thiers y otros,
comenzaban sus grandes trabajos históricos. Michelet que vivía
aislado, que no pertenecía a ninguna escuela y que ostentaba como
su mayor mérito su originalidad espontánea y profunda, figuró al
lado de este grupo de historiadores, pero con carácter propio.
Después de estas dos tentativas afortunadas, Michelet se
lanzó en plena producción literaria.
La Historia Romana fue su primera obra grande. Comenzada
en 1828, apareció en 1831 la primera parte que contiene la historia
de la república romana. El deseo de ver por sí mismo el escenario
donde se desarrollaba su relato, le hizo emprender un viaje a Italia
é impresionado por la melancólica belleza y la majestad de Roma,
escribió la descripción más hermosa que se conoce de la Ciudad
Eterna. Chateaubriand y todos cuantos habían descrito a Roma
antes que Michelet quedaron oscurecidos.
La historia del pueblo romano tan lejos ya de nosotros, tan
diferentes en ideas y costumbres adquirió, sin embargo, por el arte
mágico de Michelet el interés palpitante de la historia
contemporánea. Pero la intervención de los conquistadores
romanos en las Galias le hizo pensar en la historia de Francia: esta
idea se apoderó de él con atracción invencible. No pudo resistirse
a la tentación de escribir la historia de su país, y abandonando la
del Imperio Romano que debía ser la segunda parte de su obra, se
entregó a la Historia de Francia, dedicándola al resto de su vida.

*
**

Cuarenta años de la vida laboriosa y tenaz de Michelet, consumió


su Historia de Francia. Cuarenta años de labor incesante, sin un día
en que no pasara diez o doce horas hojeando libros y documentos
en las bibliotecas o sentado ante su mesa de trabajo llenando
cuartillas.

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La Historia de Francia es la obra más importante de Michelet
el más elocuente testimonio de su gloría. La comenzó en 1830 y no
la acabó basta 1867. Todavía después de la guerra franco-prusiana,
y con la dolorosa emoción que en él produjeron los desastres de la
patria, el anciano Michelet empleó las últimas energías que le
quedaban en escribir como apéndice a su grande obra una Historia
del siglo XIX, a la que no pudo dar fin, sorprendiéndole la muerte
cuando se ocupaba en relatar los sucesos de 1815 a la caída de
Napoleón.

20
21
De veinticuatro volúmenes consta esta historia, que abarca
desde los orígenes de Francia a los principios de la Revolución. La
escribió sin seguir en el trabajo un plan fijo; produciéndola por
épocas y escogiendo como primeras aquellas que más le atraían.
Primero escribió en seis volúmenes la historia de Francia desde la
época gala al reinado de Luis XI. Era la historia de la monarquía,
intercalando en ella la pintura de esa Edad-Media que Michelet ha
profundizado como nadie. Pero interrumpiéndose en su obra, creyó
que, para seguir adelante con la descripción de la monarquía
absoluta, necesitaba antes dar a conocer al público la Revolución,
como el epílogo de diez y ocho siglos, y desde 1847 a 1853 escribió
la Historia de la Revolución. En 1855 volvió otra vez a emprender
su antigua obra, no terminándola, como ya hemos dicho, basta
1867.
Obrero infatigable, Michelet se ponía al trabajo todos los días
a las cuatro de la madrugada en su tranquila casita inmediata al
Pere-Lachaise y sólo se interrumpía para ir a dar sus lecciones,
regresando inmediatamente al hogar, donde le esperaba la labor
literaria, que le dominaba como una dulce embriaguez.
Mientras tanto había hecho rápidos progresos en su carrera
de profesor. Sus primeras obras le valieron ser nombrado maestro
de conferencias de la Escuela Normal Superior; fue suplente de
Guizot en la cátedra de Historia de la Facultad de Letras de París,
mientras éste era ministro y jefe del gobierno, y en 1838 recibió por
fin la distinción más envidiada para un profesor, al ser nombrado
por el Instituto para ocupar la cátedra de Historia y Moral del
Colegio de Francia.
Sin faltar a sus deberes profesionales dedicaba toda su vida a
la grande obra que llevaba entre manos. Para escribir la Historia de
Francia no se contentó con las crónicas reunidas por los conventos
o por las sociedades de bellas letras en los pasados siglos, fecundo
arsenal al que acudían todos los historiadores: se remontó a las
mismas fuentes de conocimiento, a los documentos inéditos y
desconocidos que cubiertos de polvo dormían en los archivos.
Después de la revolución de 1830, el nuevo gobierno le nombró jefe
de la sección histórica en los Archivos Nacionales, y Michelet se
consideró feliz teniendo al alcance de sus manos toda aquella

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historia de Francia escrita a fragmentos por los testigos
presenciales: «Cuando yo penetre por primera vez—dice
atestiguando su alegría—en estas catacumbas de manuscritos
hubiera dicho con la misma satisfacción que cierto alemán al entrar
en el monasterio de Saint-Vannes:—He aquí la habitación que
escojo para toda la vida y mi reposo por los siglos de los siglos.»
Michelet, después de esta rebusca de cuarenta años y de la
prodigiosa acumulación de notas de que hizo acopio antes de
escribir su obra, pudo decir con legítimo orgullo: —Es la primera
vez que la historia descansa en una base seria.
Excelentes eran sus materiales históricos, pero no era menos
notable el arte con que construía el edificio. En Michelet no se sabe
quién es más grande, si el sabio o el artista. Hablando de sus
primeras visitas a los archivos exclamaba con toda su potencia
imaginativa: «No tardé en darme cuenta de que, en el silencio
aparente de las galerías repletas de manuscritos, había un
movimiento, un murmullo que no era el de la muerte. Estos
papeles, estos pergaminos abandonados allí tanto tiempo, no
pedían más que volver a la vida. Estos papeles no eran papeles:
eran vidas de hombres, de provincias, de pueblos enteros. Si
hubiera querido escucharlos todos no habría encontrado —como
decía cierto sepulturero después de una batalla— ni uno solo
muerto. Todos vivían, todos hablaban, rodeando al autor de un
ejército que se expresaba con cien lenguas a la vez.»
Estas voces que oía Michelet, voces de ultratumba, hablaban
a su imaginación un lenguaje conocido: los fantasmas que surgían
de entre los empolvados legajos de los archivos tomaban para él
cuerpo y fisonomía. De este modo resultaba Michelet el
contemporáneo de las épocas que relataba, pintándolo todo con el
mismo vigor que si se hubiera desarrollado ante sus ojos. El
espíritu científico y la imaginación poética producían esa
resurrección, en la que él encerraba todo el arte de la Historia, arte
que no tuvo jamás obrero tan hábil como Michelet.
Por su sensibilidad y su imaginación poderosa, Michelet hace
pasar cuando quiere un estremecimiento de emoción por el público
que le lee. El mismo conocía su poder cuando confesaba: «El don

23
que San Luis pedía al cielo y no obtuvo jamás yo lo tengo: el don
de las lágrimas.»
*.
**
Hora es ya que dejando a un lado el gran trabajo histórico de
Michelet hablemos de la parte más interesante para nosotros: la
Historia de la Revolución.
En su prefacio de la Historia de Francia cuenta Michelet como
fue impulsado a interrumpir el relato de los siglos monárquicos
para escribir la epopeya de la Revolución.
«Un día—dice—pasando por Reims vi detenidamente su
magnífica catedral. Desde la cornisa interior, por la que se puede
circular, a una altura de 80 pies, se ven las naves del templo
brillantes, ricamente floridas, alegres como un aleluya eterno. En
el inmenso espacio vacío se cree oír el gran clamoreo oficial que
algunos llaman la voz del pueblo. En los ventanales parece verse
los pájaros que huyen espantados por los cánticos de aquel clero,
que al ungir al rey de Francia establecía el pacto entre el trono y la
Iglesia. Saliendo, sobre los tejados que dominan la inmensa
Champagne, llegué basta el último campanario, situado detrás del
coro. Allí me sorprendió un espectáculo extraño. La redonda torre
tenía una guirnalda de ajusticiados de piedra. Unos con la cuerda
al cuello; otros habían perdido las orejas. Los mutilados aparecen
más horribles que los muertos. ¡Qué conmovedor contraste! La
iglesia de las fiestas monárquicas ostenta como collar nupcial este
lúgubre ornamento. El martirio del pueblo en la parte exterior del
altar. Imagen implacable de la Revolución. Entonces me convencí
de que era imposible comprender y narrar los siglos monárquicos,
si ante todo no afirmaba en mí, el alma y la fe del pueblo. Por esto
después de escribir el reinado de Luís XI pasé de un salto a escribir
la Revolución.»
Como se ve, la historia escrita por Michelet, más que un
trabajo puramente literario, es un acto de fe. Buscó en la
Revolución la luz que iluminara el pasado y el porvenir de Francia.
Michelet, al narrar la Revolución, pierde su sangre fría; se enardece,
llora de entusiasmo; increpa a unos, da coraje a otros, conversa con
los personajes de la gran epopeya revolucionaria, y las páginas

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parecen escritas con su propia sangre mezclada con lágrimas. Se
arrodilla ante la Revolución como un sacerdote ante Dios; su origen
humilde siente honda satisfacción ante el gran suceso que ensalzó
a los oprimidos: nieto de campesinos, su gratitud canta un himno
entusiasta a aquel cambio radical que arrancó la propiedad de
mano de los antiguos señores, convirtiendo en hombre libre y
dueño de la tierra al antiguo siervo.
Hay además que tener en cuenta las circunstancias porque
atravesaba Francia al escribir Michelet su Historia de la Revolución.
La comenzó en el momento en que se preparaba el movimiento
revolucionario que iba a derribar la monarquía de los Orleans,
estableciendo por segunda vez la República en Francia. Y la
terminó cuando esta República, fundada en 1848, sucumbía bajo el
atentado militar de Luis Bonaparte, quien se coronó emperador
con el título de Napoleón III. Todas las peripecias que sufrió Francia
en este período tempestuoso se reflejan en las diferentes partes de
la Historia de la Revolución. Al principio el entusiasmo, el ardor y
la confianza; los mismos sentimientos, que antes de 1848, sabía
infundir a la juventud republicana que se agolpaba a oír sus
lecciones de Historia en el Colegio de Francia: en las ultimas partes
de su obra, escritas cerca de Nantes, en una casita solitaria,
arrullado tristemente por el huracán y el tempestuoso oleaje, la
melancolía, el duelo por la libertad perdida, la amargura de ver
triunfante el cesarismo que le persiguió por sus méritos de escritor
republicano.
Esta Historia de la Revolución obra de fe, inspirada epopeya,
canto lírico sublime y vehemente como interminable oda, no es,
sin embargo, una improvisación ni una fantasía. La erudición, la
ciencia, la probidad histórica no pierden jamás sus derechos en
Michelet. Es el más poeta de los historiadores de la Revolución,
pero también el más verídico, el de conciencia más estrecha. Ni
Thiers, ni Luis Blanc ni los demás que han escrito sobre la famosa
Revolución, tuvieron la base de estudios que Michelet. La obra de
éste descansa sobre grandes rebuscas en los archivos nacionales,
que dieron por resultado el hallazgo de documentos hasta
entonces desconocidos. Por esto pudo dar al relato de la

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Revolución un carácter completamente original, contemplándola
desde puntos de vista realmente nuevos.
Su historia la escribió siendo jefe del Depósito Central de los
Archivos Nacionales, teniendo al alcance de su mano durante seis
años (1845-1850) toda la documentación oficial de la época
revolucionaria, rico tesoro del que no pudieron gozar otros
historiadores. Dispuso además del archivo de la Municipalidad de
París y del de la Prefectura de Policía, y al escribir la última parte
de su obra en Nantes, desterrado por el golpe de Estado, registró
el archivo de esta ciudad, virgen hasta entonces de todo examen,
lo que le proporcionó un caudal inmenso de nuevos datos sobre la
guerra de la Vendee.
Esta busca de datos en los archivos, la describe el mismo
Michelet con su inimitable estilo: «Yo encontraba alguna vez la
firma de Chanmette o de algún otro revolucionario en el papel
donde pusieron su pluma por última vez. Tal frase en el rudo libro
de actas del club de los Cordeleros está sin acabar, como cortada
por la presencia de la muerte. El polvo de aquel tiempo lo he
encontrado aún sobre los documentos. Es bueno respirarlo,
manejar esos papeles, esos cuadernos, esos registros. No están
mudos, ni están tan muertos como parece a primera vista. Jamás
los toco sin sentir emoción, como si percibiera que surge de ellos
cierto perfume indefinible... Es el alma.»
Su penetrante inteligencia, su poderosa facilidad de
evocación supieron interpretar todo este mundo de documentos,
dando figura y voz a los héroes de la Revolución y lanzándolos en
plena luz como seres vivientes. Aparte de los documentos,
Michelet tenía la tradición oral, el testimonio de muchos ancianos
que habían presenciado la Revolución y tomado parte en ella. Su
mismo padre, que había hecho guardia en la torre del Temple
donde estaba detenida la familia real y asistido a la ejecución de
Luis XVI, le relataba las escenas de aquel tiempo.
El padre de Michelet murió cuando su hijo escribía los
primeros capítulos de la Revolución; y el historiador, dolorido por
la desgracia, exclamaba así en el prefacio que en 1847 puso al
primer tomo de su obra: «Como todo se mezcla en esta vida con
doloroso contraste, al mismo tiempo que yo me sentía tan feliz

26
renovando la tradición revolucionaria de la Francia, mi tradición se
rompía para siempre. He perdido quien tantas veces me hizo el
relato de la Revolución; aquél que era para mí la imagen y el testigo
del gran siglo; el siglo XVIII. He perdido a mi padre, con el que viví
toda mi vida; cuarenta y ocho años.»
Para Michelet es el pueblo el único héroe de su Historia de la
Revolución. Conforme va sondeando el terreno histórico encuentra
que lo mejor está abajo, en las oscuras profundidades. Se indigna
viendo que pasan como actores únicos los oradores brillantes y
poderosos que no hicieron más que interpretar en sus discursos el
pensamiento de las masas. Para Michelet esos hombres han
recibido la impulsión del pueblo; no son ellos los que la han dado.
«El actor principal—dice—es el pueblo...» Y así como va entrando en
el estudio de la Revolución, hace ver que los jefes de los partidos,
los héroes de la historia convencional no han previsto ni preparado
nada, no han tenido ninguna iniciativa en los grandes sucesos,
pues estos fueron la obra unánime del pueblo, especialmente al
principio de la Revolución. Michelet ve esto, y lo dice con la
franqueza de una conciencia recta, derribando los ídolos
levantados por otros historiadores, destruyendo prejuicios, siendo
el gran justiciero del pueblo, que coloca la masa por encima de las
individualidades. Las más hermosas de sus páginas son aquellas
en que interviene solo el pueblo; en que este gran actor poderoso
y anónimo surge de la oscuridad, lanzándose en plena luz histórica,
unas veces irritado y arrollador como en el 14 de Julio al tomar la
Bastilla, otras fraternal y confiado como en Julio de 1790 al celebrar
las fiestas de la Federación," y por fin marchando rectamente
contra la monarquía, furioso y soberbio como en 10 de Agosto de
1792. Su relato de las Federaciones que unieron las aldeas, las
ciudades, los departamentos, toda la Francia, en fin, en un
sentimiento espontaneo y entusiasta de simpatía y esperanza,
tiene la belleza de un largo idilio donde late el alma de la
Revolución popular, tan pura y tan bondadosa al principio, antes
de que la exasperaran la resistencia de los nobles y del clero y la
traición de la corte.
La obra de Michelet es el monumento más grande, más sólido
y de mayor belleza que se ha elevado a la gloria de la Revolución.

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Como dice Víctor Hugo al ocuparse de esta obra: «Por la
primera vez la grande epopeya revolucionaria encontró un cantor
digno de ella.»
Lamartine en sus Girondinos no trató más que un episodio de
la Revolución en estilo lírico como el de Michelet, pero sin ninguna
base de erudición, fantaseando a su capricho, sin ese respeto a la
verdad que tan escrupuloso es en nuestro historiador. La obra de
Thiers, aunque notable, carece por completo de ese relieve que
únicamente puede dar a sus producciones un artista. Luis Blanc no
hizo más que exponer los mismos caracteres y los mismos hechos
que los otros, sometiéndolos a un detenido análisis, pero sin
rectificar los anteriores errores, pues no fue a buscar las fuentes de
su historia en los archivos y se guio únicamente por lo que otros
historiadores llevaban escrito.
La obra de Michelet queda y quedará eternamente por encima
de las de todos los historiadores de la Revolución. Como dice un
famoso crítico: «La Historia de la Revolución de Michelet ha
limpiado el campo histórico, que el espíritu monárquico había
obstruido con absurdas leyendas y queda y quedará como obra
poderosa de sinceridad, enérgica, vibrante y de una emoción que
subyuga al lector.»
*
**
A Michelet, como a todos los hombres que tienen fe en sus
ideas, le llegó la hora de las persecuciones.
Nunca quiso ser político militante. Al triunfar la revolución
contra los Borbones en Julio de 1830 su antiguo maestro de
retórica Villemain fue ministro y Guizot su compañero de
profesorado ocupó varias veces la presidencia del gobierno.
Ambos, que sentían por Michelet un verdadero cariño, quisieron
interesarle en la política, hacerle diputado, medio seguro de que
alcanzara una gran posición en la Cámara con su facilidad oratoria
de profesor acostumbrado a la explicación diaria; pero no quiso ser
más que escritor y maestro y siguió tranquilo y feliz dedicando su
pluma al público y su palabra a la juventud entusiasta que acudía
de todas parteé a oír sus lecciones de Historia en el Colegio de
Francia. Lo único que aceptó del gobierno nacido de la revolución

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de Julio fue la jefatura de la sección histórica en los Archivos
Nacionales por lo mucho que esto facilitaba sus estudios.
Al triunfar la revolución de 1848 y proclamarse la segunda
República Francesa, el pueblo de París le dirigió un mensaje
solicitando su permiso para elegirle diputado.
Michelet, hombre de estudio, aislado en su casa, dedicado a
un continuo trabajo y sin otro esparcimiento que su cátedra o
algún paseo solitario por los bosques inmediatos a París, resultaba
sin quererlo un hombre popular. A ello contribuía el primer tomo
de la Historia de la Revolución que acababa de publicarse con éxito
inmenso, pero más aún las persecuciones de que había sido objeto
por parte del elemento clerical poco tiempo antes de surgir la
revolución. Del 46 al 48 Michelet había publicado en pequeños
volúmenes El Pueblo y El sacerdote, la mujer y la familia, y en su
cátedra del Colegio de Francia dio unas conferencias sobre los
jesuitas que pusieron en conmoción a toda la juventud escolar de
París. Justamente era preocupación general entonces los
progresos que hacía la Compañía de Jesús a la sombra de la
monarquía de Luis Felipe, a pesar de ser este un rey nacido de la
revolución. Michelet, en su cátedra, abordó francamente la crítica
de la asociación jesuítica. Nunca recibió esta golpes tan certeros y
mortales como los que le asestó el gran historiador. La juventud
acudía ansiosa a aplaudir al gran maestro; gentes que jamás habían
pisado el Colegio de Francia se valieron de toda clase de medios
para poder entrar en el aula; los periódicos radicales insertaban
íntegras las lecciones de Michelet; publicáronse éstas en un
volumen que alcanzó una gran tirada y durante mucho tiempo
habló todo París de aquel valeroso profesor y de sus conferencias
contra los jesuitas.
La conmoción fue tan grande que el gobierno, influido por la
Compañía y por la consideración de que Michelet era republicano,
le despojó de su cátedra en medio de generales protestas de la
opinión, siendo esté hecho una de las causas que contribuyeron a
la caída de Luis Felipe.
Natural era que al establecerse poco después la República el
pueblo de París pensara en enviar a la Asamblea Constituyente al
sostenedor en la cátedra de las doctrinas republicanas y

29
librepensadoras. Pero Michelet no quiso aceptar. Habituado a las
tranquilas explicaciones profesionales y al silencio de su gabinete
de escritor, sentía repulsión ante las agitaciones de la vida pública
y las pequeñas luchas del parlamentarismo. Y, sin embargo, este
hombre tranquilo, que se mantenía alejado en medio de sus libros
y papeles de las batallas tumultuosas de la vida como un
benedictino de la literatura, era por la ley del contraste un
entusiasta adorador de la acción cuando esta servía para llevar a la
práctica los ideales de progreso.
Una vez que un admirador le manifestaba su entusiasmo por
sus obras, Michelet sonrió tristemente y mirando al suelo murmuró
con voz melancólica
—¡Ser Garibaldi!... Eso sí que es hermoso.
Mientras subsistió la segunda República, Michelet vivió
apartado de la vida pública, escribiendo su Historia de la
Revolución, desempeñando su cátedra y trabajando en sus
Archivos. Pero esta obra tan querida había de terminarla en las más
tristes circunstancias y agitado por penosas preocupaciones.
Poseído de entusiasmo por la Revolución narraba la historia
de la primera República; y la segunda, a cuyo nacimiento había
contribuido y en la cual no intervino para nada, se derrumbaba en
torno de él. Cantaba en su libro un himno a la libertad y de repente,
la vio una mañana perecer bajo los pies de los batallones ebrios
que Napoleón el Pequeño lanzó a las calles de París el 2 de
Diciembre para dar el golpe de Estado.
Sus amigos fueron presos o tuvieron como Víctor Hugo que
partir para un largo destierro: la persecución contra los
republicanos se organizó en toda Francia. Michelet se vio de nuevo
despojado de su cátedra del Colegio de Francia: el gobierno
cesarista procedió con él arbitrariamente, sin reconocerle siquiera
el derecho a la jubilación por sus muchos años de profesorado.
Bonaparte temía al escritor republicano, maestro de la juventud
literaria que desde su cátedra había de seguir manteniendo el
entusiasmo por la República.
Pocos meses después en Junio de 1852, le exigieron
juramento de adhesión al nuevo Imperio. El respetable profesor,
fiel siempre a la República, se negó a prestarlo alegando que era

30
contra su conciencia y le quitaron su puesto en los Archivos
Nacionales, prohibiendo además que en los establecimientos de
enseñanza se admitiesen sus obras como texto.
Privado de sus cargos tan legítimamente ganados, y con la
prohibición que pesaba sobre sus libros, Michelet vio en peligro su
subsistencia. Le quedaba su pluma; pero la Francia, anonadada por
el reciente cambio de instituciones, no quería leer a los escritores
republicanos y únicamente podían vivir los autores que adulaban
al Imperio.
En medio de su carrera de continuo trabajo le sorprendía la
fatalidad, arrebatándole los medios materiales de existencia; pero
no desmayó ante la desgracia. Lejos de ello, esta prueba penosa
sirvió para renovar su talento, que tuvo una segunda primavera,
próximo ya a la vejez.
Además, Michelet contaba con una buena hada para batirse
con la adversidad. Era su segunda mujer, la que fue la compañera
de los últimos veinticinco años de su vida, la inspiradora y
colaboradora de muchas de sus obras.
La desgracia que le abandonó en la adolescencia volvía en su
busca al verle viejo. Pero ahora era fuerte; una mujer joven le daba
su calor amoroso, comunicándole fuerza y energía para desafiar los
golpes de la suerte.
El segundo matrimonio de Michelet es la novela tierna y
sencilla entre un anciano glorioso y una joven que llega hasta el
amor por el camino de la admiración literaria. Es un idilio que surge
en plena vejez y hace crecer milagrosamente las rosas entre la
nieve de los años.
*
**
Luchando por la República durante el reinado de Luis Felipe,
dominado por la fiebre de la discusión batalladora en sus
conferencias contra los jesuitas que tanto agitaron la opinión,
Michelet no se daba cuenta de la Soledad que existía en torno de
él cuando volvía a su hogar.
Su esposa había muerto en 1839; un hijo que tenía vivía lejos
de él; una hija, se había casado y solo la veía de tarde en tarde; su
padre murió, como ya dijimos, cuando él acababa su primer tomo

31
de la Revolución. Michelet vivía solo como uno de esos profesores
solteros confiados al cuidado de una sirvienta vieja, sin más familia
que los libros ni más afectos que sus trabajos literarios. Al cesar la
fiebre del combate con el triunfo revolucionario de 1848 y reanudar
Michelet su metódica vida repartida entre la cátedra, los Archivos
y la redacción de su obra, se dio cuenta de la soledad y el silencio
que existían en torno de él.
Por entonces comenzó a entablar correspondencia con una
joven desconocida que vivía en Austria, prestando sus servicios en
una gran familia como institutriz francesa. Lejos de la patria y
obligada por la necesidad de ganarse el pan a vivir con gentes
extrañas que la trataban con altanera consideración, la pobre joven
languidecía en la tristeza y el fastidio. Al leer el último libro de
Michelet El sacerdote, la mujer y la familia, la señorita Athénais
Mialaret sintiose dominada por una profunda admiración hacia el
autor y le escribió pidiéndole que fuese el director de su conciencia,
exponiendo el estado de su alma, solicitando que la socorriera con
sus consejos. Michelet, seducido por el estilo ingenuo y al mismo
tiempo elevado de aquella joven le contestó, y desde entonces
estableciose entre el gran maestro y la pobre institutriz un cambio
de pensamientos e impresiones que las circunstancias habían de
convertir en algo más tierno.
Un día la señorita Mialaret se presentó en la casa de Michelet
en París. La revolución del 48, extendiéndose por toda Europa,
había obligado a emigrar a la noble familia austríaca, y la institutriz,
falta de colocación, regresaba a su casa. Al verla su eminente
amigo experimentó esa impresión instantánea y fulminante tantas
veces descrita en las novelas. «Eran las cuatro de la tarde—dice
Michelet—cuando vi por la primera vez a la que debía hacer el
destino de mi vida. La primera impresión que sentí fue de
sobrecogimiento. Pálida hasta el punto de hacer temblar por su
salud, ¿cómo podía vivir aquella criatura? Y lo que hacía resaltar
más esta palidez interesante era su traje negro con solo una rosa,
pálida también, en su sombrero de terciopelo como para indicar
que todo aquel negro no era de luto.» La joven, que era recatada y
no quería exponerse a la calumnia, al comprender que Michelet
había de visitarla abandonó el modesto hotel donde se había

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alojado y entró en un colegio a prestar sus servicios por solo la
comida y la habitación.
Michelet no tardó en darse cuenta del peligro a que le
impulsaba su viva simpatía por aquella joven. Un hombre de
cincuenta años, enamorado de una joven que aún no tenía veinte,
resultaba ridículo. Intentó resistirse, pero fue en vano. El grave
profesor del Colegio de Francia, el historiador célebre encanecido
en los archivos sufría a los cincuenta años las angustias amorosas,
los nerviosos anhelos de un adolescente. Se propuso no ir en busca
de la institutriz y en sus paseos iba siempre instintivamente hacia
el colegio donde estaba. Durante seis días pasó ante su puerta sin
atreverse a subir, pero al séptimo no pudo callar más tiempo y la
envió una carta: al octavo cayó a sus pies declarando su amor y
desde entonces a todas horas la escribió cartas ardientes de
pasión, tan hermosas, tan dignas de ser conocidas por su belleza
literaria que en este mismo año (1899) la viuda de Michelet, pocas
semanas antes de morir, las ha publicado con gran aplauso del
público.
Estas efusiones amorosas del hombre célebre satisfacían la
vanidad de la joven y la infundían lentamente el cariño de que
tantas pruebas dio algún tiempo después, cuando Michelet se vid
en la desgracia, necesitado de apoyo y consuelo. Michelet estaba
cada vez más enamorado. Allá a donde iba, a la cátedra, a los
archivos, a todos los lugares severos donde le llamaban sus
ocupaciones científicas le acompañaba la imagen melancólica de la
enfermiza joven. Esta, ante sus pretensiones amorosas, callaba
discretamente con la reserva que su edad y su sexo le imponían, y
el gran escritor, exasperado por esta prudencia, que bien pudo ser
coquetería, se exaltaba y la pedía con entonación lírica los más
insignificantes favores: «Mi querida joven, mi blanca señorita—le
escribía con la misma pluma que trazaba las páginas de la Historia
de Francia. —No puedo veros tan pálida sin sentir un profundo
dolor. Gocemos juntos un poco de aire, pasear a los lugares más
tranquilos y virtuosos de París. A las Tullerías, entre los corros de
niños, al Jardín de Plantas, donde algún estudiante miraba con
asombro al hombre célebre dando el brazo a una joven vestida
modestamente y con aire de enferma, al museo del Louvre, donde

33
paseaban seguidos por la opaca mirada de las momias egipcias.
Nada de conversaciones frívolas, ni de susurros amorosos en la
oreja: la conversación era digna de un gran escritor y de una
institutriz grave y algo romántica. Michelet hablaba de la
Naturaleza y de la muerte, le anticipaba lo que iba a decir al día
siguiente en "su cátedra o le leía las pruebas de su próximo libro.
En el Louvre, ante los sepulcros asirios o etruscos, daba para ella
sola magníficas conferencias de historia; pero poeta y enamorado,
sus graves palabras se impregnaban de la ternura que se
desbordaba de su corazón y a propósito de Sesostris o de Julio
César decía cosas que equivalían a declaraciones.
Por fin un día, tembloroso como un colegial, propuso a la
joven institutriz el llevar su nombre glorioso, que con tanto gusto
hubiesen aceptado muchas mujeres ricas y hermosas. La señorita
Mialaret por toda contestación le rogó gravemente que la
acompañase hasta su casa, y al despedirse ante la puerta prometió
escribirle.
Michelet esperó con ansiedad la carta prometida. Su corazón
de quincuagenario latía con impaciencias y fiebres de muchacho.
La tan esperada carta llegó por fin. «Os perteneceré cuando queráis
y como queráis, lo mismo en la felicidad que en la desgracia. Ya lo
sabéis. Lo que de mi hagáis me importa poco.» Estas palabras de
absoluta y dulce sumisión arrancan lágrimas de alegría á Michelet,
y su entusiasmo se desborda en una carta con frases de pasión que
parecen estrofas del Cántico de los Cánticos. «Creía vivir en las
tristes sombras de la noche y no es la noche lo que llega. Gracias a
ti es la mañana. Tú has llegado hasta mí, pálida y seductora,
refrescando mi corazón, haciéndolo revivir con tus dulces lágrimas.
Y desde entonces luce para mí la aurora.»
Michelet sintió la necesidad de comunicar su dicha a todo el
mundo. Corrió a casa de su hija e inútil es decir que esta y su
marido no se manifestaron tan contentos como él. Tres meses
pasaron de relaciones castas y fervorosas y por fin se realizó el
matrimonio. Madama Michelet fue adorada como no lo ha sido
ninguna mujer en el mundo. Los últimos libros de Michelet lo
atestiguan: el estilo tierno y sentimental de su última época, al

34
escribir El Amor, El Pájaro, etcétera, no era más que un reflejo de
aquel cariño siempre vivo y vehemente que sentía por su esposa.
Esta tenía derecho para escribir (pocas semanas antes de su
muerte) al frente del volumen que contiene las cartas inéditas de
Michelet, admirable libro de amor, estas tiernas palabras:
«Veinticinco años han pasado desde que murió Julio. Añadiendo
los otros veinticinco de nuestro estrecho himeneo forman justo un
medio siglo, hoy domingo 12 de Marzo de 1899. Solemnizo en mi
corazón el cincuentenario de nuestro matrimonio, porque yo no
soy su viuda, soy su alma que se ha retardado un poco sobre la
tierra.»

*
**

Volvamos a Michelet en el momento en que el Imperio le


despojó de sus funciones oficiales por su entereza republicana.
Sin recursos para seguir viviendo con el mismo desahogo que
antes, sin obligación de permanecer en París por haberle despojado
de su cátedra y de la dirección de los Archivos, disgustado por el
espectáculo que ofrecía la gran ciudad con las fiestas y el lujo
insolente de los aventureros elevados por el golpe de Estado,
Michelet resolvió retirarse al campo con su animosa compañera,
que hacía valientemente cara a la desgracia y le animaba a
continuar en sus trabajos.
Estableciéronse cerca de Nantes en una casita sobre una
colina inmediata al mar, y allí, entre el estrépito de las grandes
tempestades, acabó Michelet como ya hemos dicho su Historia de
la Revolución. Al terminar su obra y pasar los días en la inacción
abismándose en el examen de la Naturaleza, Michelet comenzó a
percibir las voces misteriosas y extrañas de la soledad. Su salud
estaba quebrantada por el exceso de trabajo, su esposa se hallaba
también enferma por el clima rudo de aquella costa y se vieron
obligados a buscar una temperatura más dulce, un cielo más
clemente, trasladándose a un pueblecillo italiano a dos leguas de
Génova en un pliegue de los Apeninos. Los médicos habían
prohibido todo trabajo a este trabajador infatigable; los libros

35
había de considerarlos como terribles enemigos después de haber
pasado su vida entre ellos; y obligado a abstenerse de leer y
escribir, se dedicó, según él mismo cuenta, «a correr por las rocas
en buena sociedad con los lagartos que juegan y duermen al sol.»
Pero en la costa de Génova, árida y bañada por un mar estéril
en el que apenas si existen peces, la vida animal es casi nula. Esta
vida que deseaba contemplar Michelet la encontró a su regreso a
Francia: «delante del Océano—dice—en el promontorio de Heve,
sobre las viejas cimas que lo dominan. Allí entre otras cosas
comencé a comprenderá los pájaros que hablan más que cantan;
las golondrinas, por ejemplo, que conversan sobre el buen tiempo,
la caza, el alimento escaso o abundante o la próxima partida para
las tierras cálidas: en fin, de todos sus asuntos.»
El fruto de esta renovación moral que sufrió Michelet viviendo
en plena naturaleza, el resultado de la influencia que sobre él
ejerció su segundo matrimonio, fue su libro El Pájaro, publicado en
1856.
Michelet, que había poetizado la historia de los pueblos, se entraba
ahora en la historia natural poetizándola también. En El Pájaro
aparece como en sus mejores obras históricas, la ciencia aliada con
el arte, el espíritu de observación unido a la potencia imaginativa.
Sobre la base de lectura de historia natural y de observaciones
directas, Michelet levantó un poema lírico tierno e inspirado, que
de tal puede calificarse El Pájaro. Viviendo en las montañas en
continuo trato con golondrinas, alondras ruiseñores y modestos
gorriones, el gran historiador acabó por adivinar los sucesos de su
vida, sus alegrías y sus tragedias, los riesgos y peligros sufridos en
la lucha por la subsistencia y escribió un libro donde está encerrada
el alma del pájaro, libro de una absoluta originalidad, único en el
mundo, sin modelo anterior y sin que nadie pueda imitarlo. El
deseo de Michelet al escribir el libro es «revelar el pájaro como
alma», «hacer ver que es una persona»; y lo logra, interesando al
lector con los amores, los dolores y las alegrías de las pequeñas
aves, a las que describe como «flores animadas», «topacios y
zafiros alados».
Su capítulo sobre el ruiseñor, el artista de los aires es una
maravilla; el viaje de la golondrina a través de Europa en busca del

36
país cálido, atravesando los Alpes donde aguardan su paso las aves
de presa, salvando toda clase de peligros con su prodigioso
instinto, tiene la grandeza de una Odisea, es un relato dramático
que parece la epopeya de un gran capitán salvando obstáculos y
burlando al enemigo.
El pájaro obtuvo un gran éxito. El público se asombré ante la
originalidad del gran historiador, que después de resucitar la vida
de los pueblos sabía crear un poema con la vida de los pájaros.
Casi a continuación escribió un nuevo libro, El insecto.
Absorbido en la contemplación de la naturaleza tras el átomo
viviente del espacio cantó la vida casi imperceptible que se desliza
sobre la tierra. «El insecto está separado del hombre por un abismo
más profundo que el Océano. Es el misterioso y mudo hijo de la
noche. Ninguna mirada en sus ojos; ningún movimiento en su
máscara muda. Dentro de su coraza de guerra permanece
impenetrable. Su corazón (indudablemente lo tiene) ¿se agita del
mismo modo que el mío? Sus sentidos son infinitamente más
sutiles; ¿pero son semejantes a mis sentidos? Indudablemente los
tiene de desconocidos en nosotros y que carecen de nombre, pero
se escapan a nuestra observación.»
Y Michelet, observador y poeta, unas veces paseando por las
riberas del lago de Lucerna y otras en los bosques de
Fontainebleau, sorprende el secreto de este mundo obscuro de los
insectos y lo traslada a su libro con ese estilo tierno, sentimental e
inimitable que no tiene semejanza con el de sus obras anteriores y
en el que se nota la influencia de su mujer, que muchas veces es
para él inspiradora y colaboradora. Como dice Corréard «la misma
oreja sutil que se deleitó con el canto del ruiseñor percibe el ruido
de pasos de la hormiga marchando a su trabajo matinal. El mismo
corazón que siguió emocionado al pájaro en la construcción de su
nido, en la larga y penosa inmovilidad de la incubación y en la difícil
enseñanza del vuelo, se interesa después en el doloroso drama de
la metamorfosis del insecto y en su dura labor mal recompensada.»
Esta alma misteriosa que Michelet revelaba en el pájaro y en
el insecto la sintió también en el vegetal y en el mineral. Quiso
continuar el poema de la naturaleza y escribió El Mar y La Montaña,

37
dos libros tan hermosos como los anteriores y que alcanzaron igual
éxito.
Después de sondear los misterios de la naturaleza Michelet
volvió los ojos a la sociedad contemporánea, buscando los medios
de regenerar y fortificar moralmente las nuevas generaciones.
Entonces escribió El Amor y La Mujer, sus dos obras más populares
en todo el mundo.
Para Michelet «el hogar es la piedra que sirve de cimiento a la
sociedad.» El principal interés de los pueblos es, pues, que este
hogar tenga una base inquebrantable. Tres seres lo forman: el
hombre, la mujer y el niño. La santa unión del hombre y la mujer,
el matrimonio es lo que funda el hogar: el niño es quien lo
perpetua. El matrimonio y la educación del niño son, pues, las dos
cuestiones más graves para la sociedad, y Michelet las trata con su
intuición y su ternura de siempre. Su imaginación poderosa reviste
estas graves cuestiones con toda la seducción de la poesía.
Al tratar de la educación da al padre y a la madre el título de
los mejores educadores. «Nadie en el mundo puede reemplazarlos.
Es la madre a quien pertenece el revelarnos la naturaleza y en la
naturaleza a Dios que la creó y la conserva.» «Es el padre quien
debe revelarnos la patria.»
Michelet pide que todos los niños estudien como base de
educación la historia y la geografía de su país.
«Conociendo bien la patria se la ama mucho más.»

*
**

Sin cesar nunca de producir, sin perder la actividad y la


lucidez del espíritu llegó Michelet a una vejez avanzada.
Lejos de decaer con la edad, su genio parecía resplandecer
más en el crepúsculo de su vida y su alma, sondeando las tinieblas
de la muerte, veía más allá de la fúnebre noche una nueva
existencia.
Un ambiente de simpatía y de respeto flotaba como nimbo de
santidad en torno de su venerable cabeza.

38
El profesor Monod, en su precioso libro dedicado a la
memoria del que fue su gran amigo, traza fielmente el retrato del
viejo maestro en los últimos años de su vida. «La parte superior de
su rostro era admirable por su nobleza y majestad. Su vasta frente,
encuadrada en una larga cabellera blanca, sus ojos llenos de fuego
al mismo tiempo que de bondad, revelaban su poesía, su
entusiasmo, su gran corazón. La nariz fina y dilatada expresaba una
intensidad de vida extraordinaria. Su boca, un poco grande, pero
de labios finos, dibujada con trazo acentuado y firme, era siempre
elocuente y espiritual y daba a su palabra un sonido limpio y
brillante que bacía adquirir relieve a la menor palabra. La parte baja
del rostro, la mandíbula cuadrada y fuerte revelaba el vigoroso
origen plebeyo. Cuando él hablaba, cuando el pensamiento
animaba sus ojos, no se veía más que su mirada, aquella mirada
que fue basta el final limpia y brillante como en todos los que
conservan el corazón joven. ¿Quién tuvo más que él, el don de la
eterna juventud? Encanecido a los veinticinco años, Michelet no se
cambió nunca; no envejeció jamás. De joven fue de una madurez
precoz y al ser viejo no perdió nada de su frescura y su ardor.»
Realmente Michelet fue uno de los escritores más fuertes que
se han conocido. Producir obras que suponen centenares de miles
de páginas escritas, trabajar diariamente durante cincuenta años
muchas horas sin interrupción y llegar, sin embargó, a la
ancianidad con el cuerpo sano y el cerebro vigoroso, resulta
extraordinario, aun teniendo en cuenta las costumbres virtuosas y
casi austeras del gran historiador.
Para abatir su energía e inclinar su cuerpo hacia la tierra, fue
preciso que el desastre cayera sobre su patria en 1870.
Michelet realmente no murió de una enfermedad conocida.
Como era el gran historiador de la Francia, murió a consecuencia
de las heridas sufridas por la patria francesa.
Cuando Prusia declaró la guerra a Francia, Michelet tuvo el
presentimiento del desastre, aunque no podía imaginarse que éste
alcanzase límites tan inmensos.
Su salud, quebrantada por las patrióticas emociones, le hizo
trasladarse a Suiza y de allí pasó a Italia, estableciéndose en Pisa,

39
la ciudad muerta y silenciosa que mejor convenía a sus tristezas de
viejo patriota.
Desde allí, separado de Francia por aquellos ejércitos
prusianos que iban enroscándose en torno de París, intentó servir
a su patria publicando un libro titulado La Francia delante de la
Europa. «En medio del horrible silencio que reinaba en Europa—-
dice Michelet—yo solo hablé. Mi libro, que escribí en cuarenta días,
fue la primera y por mucho tiempo la única defensa que se hizo de
la patria herida. Rompió la unanimidad de malevolencia que nos
había creado en todo el mundo el oro de Bismark. La conciencia
pública fue advertida desde el Támesis al Danubio. A este libro que
fue un grito del corazón le puse por epígrafe este grave aviso del
porvenir: «los jueces serán juzgados.»
Vana esperanza: cada día experimentaba nuevas angustias
ante la patria casi agonizante y su existencia fue lúgubre en el
invierno del 70 al 71. En Abril su organismo anunció el
quebrantamiento con un fuerte ataque. Michelet se desplomó en
una calle de Pisa como herido por un rayo, y sin conocimiento fue
trasladado a su casa para que lo cuidase otra enferma: su mujer. El
único consuelo de esta triste pareja, sola en país extranjero,
enferma y sin más distracción que aguardar las fatales noticias de
Francia, era un canario que acostumbraba a colocarse y a cantar
sobre la cama de su amo, quien agradecido abría los ojos
murmurando: —¡Pobre ¡pequeño espíritu! En los caracteres
tiernos hay siempre dulzuras infantiles.
Michelet tuvo que volver a Suiza y allí se restableció con el
aire de las montañas, volviendo a París después de terminada la
Conmune y restablecida la tranquilidad.
Todavía, a pesar de sus dolencias, tuvo ánimo para seguir
trabajando; y unas veces viviendo en el campo y otras en su
pacífico retiro de la calle d' Assas en París, consagró el resto de sus
fuerzas a escribir la Historia del siglo XIX, obra que no había de
terminar.
Mientras tanto sus fuerzas disminuían lentamente, y él se
daba cuenta exacta de su situación. Veía venir la muerte con
majestuosa serenidad: sin desearla, pensando en el dolor que

40
causaría á los que le amaban, pero creyendo en los indefinibles
placeres que proporciona á los que la buscan y la veneran.
Los médicos le hicieron trasladarse a Hyeres, en la azul y
sonriente costa del Mediterráneo, y allí murió tranquilamente el 9
de Febrero de 1874.
El lugar indiscutible para guardar los restos de Michelet. era
París, donde había transcurrido su vida; el cementerio del Pere
Lachaise, junto al cual había vivido muchos años y por cuyas
avenidas paseaba todas las tardes meditando entre aquella ciudad
de tumbas que le inspiraban graves pensamientos y dedicando su
piedad a todos los muertos, lo mismo amigos que desconocidos.
Cuando dos años después de su muerte, en Mayo de 1876, el
cuerpo de Michelet fue trasladado a París, la Francia republicana
saludó los despojos de uno de sus hijos más gloriosos con una
manifestación de duelo tan espontánea como imponente. Más de
veinte mil personas formaron el cortejo tras el carro fúnebre,
marchando al frente los primeros sabios, oradores y artistas de
Francia. Pero esta representación tan eminente de la inteligencia
quedaba como oscurecida por la juventud entusiasta del viejo
maestro, por los estudiantes a los que había hecho amar la
República y que acudían en masa de todas las Universidades de
Francia, mezclándose con las comisiones escolares de Varsovia, de
Roma, de Londres, de Palermo, de Bucarest, etc.
Al pasar el féretro por los barrios populares, escenario en otro
tiempo de explosiones revolucionarias, la muchedumbre obrera
saludaba grave y silenciosa al gran cantor de la Democracia, al
historiador de la Revolución.
Michelet duerme el eterno sueño, rodeado de ese pueblo de
París al que tanto amó y en el que puso la llama de su genio, el
calor de su corazón: duerme escoltado por el movimiento de una
generación joven y republicana a la que supo inspirar grandes
pensamientos y generosas ambiciones.
Como monumentos que indican su paso por el mundo
quedan para siempre la Historia de la Revolución; la Historia de
Francia-, los Orígenes del Derecho francés; El sacerdote, la mujer y
la familia; Los jesuitas, El Pueblo, La Biblia de la Humanidad, La
Bruja, Los soldados de la Revolución, Las mujeres de la Revolución,

41
Leyendas democráticas del Norte, El Pájaro, El Insecto, El Mar, La
Montaña, La mujer, El Amor, etc.
Una hermosa almohada sobre la cual puede descansar
tranquilamente su cabeza el ilustre maestro con la seguridad de
que vino al mundo para algo.
Para hombres como él la muerte es nueva vida.
Además, morir no es perecer, cuando se llega como Michelet
a desentrañar el misterio de la muerte.
«No es una vana poesía—dice el gran poeta de La Mujer. —Es
la exacta verdad. Nuestra muerte física no es más que un retorno
al vegetal. Poco, muy poco es sólido en esta móvil envoltura de
nuestro cuerpo: todo en ella es fluido y se evapora. Disueltos en el
espacio en muy poco tiempo, somos ávidamente recogidos por la
aspiración poderosa de las hierbas y el follaje. El mundo variado de
verdura que nos rodea es la boca, el pulmón absorbente de la
naturaleza que sin cesar tiene necesidad de nosotros y encuentra
su renovación en la disolución animal. Ella espera, pero tiene prisa.
Ella solo deja aquello que no necesita. Ella lo atrae todo
amorosamente, lo transforma y lo embellece con una perfecta
metamorfosis. Ella nos aspira por medio de las hojas y nos respira
en forma de flores. Para el cuerpo, así como para el alma morir es
vivir. No hay en este mundo más que la vida. La ignorancia de los
tiempos bárbaros hizo de la muerte un espectro. Y la muerte es una
flor.»

*
**

Cuenta el escritor francés Henri Charriaut al hacer la


semblanza de Castelar, que fue gran amigo suyo, que cuando él
estaba en Madrid, muchos días después de almorzar el eminente
tribuno le rogaba leyese en voz alta algunas páginas de la
Revolución de Michelet.
Cuando Charriaut terminaba la lectura de un capítulo Castelar
exclamaba con exaltación.
—¡Admirable! ¡sublime!

42
Y aproximándose al literato francés le rogaba con vehemente
interés.
—Querido Charriaut; volved a leer el mismo pasaje; os lo
suplico.
Es en Michelet—como dice el indicado escritor—donde Castelar
había aprendido a pensar, modelándose en las mismas formas del
eminente historiador poeta.
Michelet era un pensador, un poeta y un artista, y esto fue
Castelar, que, en todas sus obras, absolutamente en todas, hace
recordar al autor de la Historia de la Revolución. En su brillante
estilo, cargado de imágenes, exuberante de bellezas, suena como
una música lejana la poesía de Michelet, cuyo principal mérito es
haber influido poderosamente durante medio siglo sobre todos los
artistas de la palabra y sobre todos los grandes escritores que al
par que la belleza, amaron la libertad.
Le influencia de Michelet sobre su siglo ha sido considerable,
haciéndose notar en diversos sentidos. Siendo como era un gran
romántico, favoreció considerablemente la implantación del
naturalismo, introduciendo la psicología y la patología en la
historia; justificando y aclarando con ella sucesos que resultaban
de difícil explicación. Pero este naturalismo jamás le hizo caer en la
tendencia pesimista. Manteniendo su idealismo de los primeros
años, creyó hasta en sus últimos instantes sinceramente en el
progreso, viendo siempre en el porvenir horizontes luminosos que
debían de servir de norte a las naciones como la columna de fuego
que guiaba al pueblo de Israel por el desierto.
Tuvo Michelet otra influencia no menos importante, cual fue
la de fundar en Francia y en muchos otros pueblos lo que
pudiéramos llamar «la religión de la Revolución.» Como dice
Georges Meuniers, «su Historia de la Revolución Francesa es el
primer libro verdaderamente científico que se escribió sobre dicho
período, constituyendo un progreso inmenso sobre todas las obras
que se habían escrito antes. Mientras Thiers, Blanc, etc. no habían
visto más que la parte exterior de los sucesos, buscando solamente
la impresión dramática, Michelet desentrañó directamente las
verdaderas causas de la Revolución. Él estudia las
transformaciones profundas del espíritu popular; observa la vida

43
del pueblo y las modificaciones que sufre bajo la presión de los
hechos. En fin, no se contenta con examinar a fondo el
desenvolvimiento de estos hechos, sino que expone la psicología
de la Revolución, lo que pudiéramos llamar su teología o sea su
historia moral y religiosa, que ocupa una parte considerable en la
obra de Michelet. De este análisis crítico á que la sometió el gran
maestro, la Revolución surge más grande y más viva que nunca.»
Esta impresión de vida extraordinaria de que habla Meunier
es lo que más llama la atención en la obra de Michelet. Es un poema
épico en el que el pueblo resulta el único héroe. Las imágenes
tienen una admirable limpieza; las siluetas de los personajes una
intensidad extraordinaria. Mr. Gabriel Monod, el hombre que tal
vez conoció mejor á Michelet y le ha estudiado más a fondo, decía:
«Michelet ha formado más discípulos con sus libros que con sus
lecciones en cátedra. Sus obras son monumentos que admirar, no
modelos que imitar. No es el jefe de una escuela histórica: es un
gran historiador que nadie podrá imitar.»
En esto último se equivoca Monod, pues Michelet ha tenido
imitadores eminentes y ha hecho sentir su influencia en
posteriores obras.
Víctor Duruy, el historiador de los griegos y los romanos fue
influido poderosamente por Michelet, como Chérnel y el mismo
Fustel de Coulanges, que en el prefacio de su famoso libro La
ciudad antigua expone la misma doctrina científica que el autor de
la Historia de la Revolución.
Ernesto Renán resulta también otro de los discípulos de
Michelet tal vez por ser lo mismo que éste un compuesto de sabio
y artista que instintivamente llevaba a la gravedad de los estudios
históricos el encanto de la poesía. Para él es también la Historia
una resurrección y se compenetra igualmente con los hombres y
las épocas que estudia.
Y aparte de los historiadores, la influencia de Michelet ha
pesado también sobre la literatura. Desde que Sainte-Beuve le
señaló a la atención pública diciendo que sus obras eran «la
epopeya histórica de la Francia» y toda la nación le aplaudió,
Michelet, colocado en la primera fila de los escritores y los poetas,"
pesó en los derroteros literarios de la juventud con su bizarro

44
sistema, en el que se mezclan las crudezas del realismo psicológico
con las efusiones del lirismo romántico. El día en que explicó los
cambios incomprensibles de la política de Luis XIV por la irritación
que causaba en su carácter una enfermedad secreta, nació puede
decirse, la escuela naturalista haciendo mover a sus personajes por
causas puramente patológicas.
Podríamos aquí reproducir para demostrar aún más la
influencia de Michelet sobre este siglo, lo que de él dijeron Taine
en sus Ensayos de crítica e historia, Montegut en El Renacimiento
y la Reforma; Sainte-Beuve en sus Conversaciones de los. lunes,
Julio Simón en su Noticia histórica sobre Michelet, Lauson en la
Historia de la literatura francesa; Monod en su libro Renán, Taine y
Michelet; Faguet en los Estudios literarios sobre el siglo XIX\
Brunetiere en su Manual de Historia de la Literatura Francesa, y
Goncourt en su famoso Diario: pero son inoportunas tales
reproducciones en un trabajo ligero como el presente prólogo sin
pretensiones de estudio detenido sobre Michelet y sus obras.
Baste repetir con Meunier que si con justiciase llama al siglo
XIX el siglo de Víctor Hugo por la influencia literaria de carácter
universal ejercida por éste, Michelet es merecedor de figurar a su
lado, pues como él tocó todas las cuestiones generales que
interesaban a la humanidad; como él sembró en la juventud la fe y
el entusiasmo y como él fue un demócrata y un espiritualista.
Víctor Hugo era más grande, con el poder del genio: Michelet
era más conmovedor por su sensibilidad más viva, más aguda.
Víctor Hugo deslumbra, pero Michelet, con ser menos
brillante, es más sincero.

*
**

Historiador y pintor de la naturaleza, Michelet fue el punto de


unión de la crítica científica y la imaginación poética. Después de
examinar el alma humana adivinó la del pájaro y el insecto, la de
las cosas inanimadas como el mar, las montañas y los árboles
seculares. Pudo comprender tanto porque lo sentía todo y todo lo
amaba. El mal, la injusticia, la violencia excitaban en él generosas

45
indignaciones, santas cóleras; pero jamás alteraron estas su
bondad. Su ideal fue restablecer la justicia, hacer de la concordia la
ley de los hombres. La Fe, la Esperanza, el Amor y la Bondad fueron
sus musas. En sus ensueños sobre el porvenir veía el mundo como
el doctor Fausto en sus últimos momentos: una ciudad divina
abrazando en armoniosa belleza a todas las criaturas unidas por
las leyes del universal amor.
En los melancólicos paseos por el cementerio de Pere
Lachaise es imposible aproximarse a la tumba de Michelet sin
sentir intensa emoción.
Yo he visto junto a ella muchas tardes una mujer vestida de
luto con los plateados cabellos peinados en antiguas bandas y de
simpática presencia, que después de contemplar largo rato la
imagen del historiador esculpida en el mármol arrojaba algunos
puñados de trigo sobre las gradas, lo que hacía acudir en tropel
inmediatamente a los innumerables pájaros que pueblan los
frondosos árboles del cementerio.
En torno de la tumba agitábase una nube de inquietas
plumas, de alas nerviosas, de agudos chillidos. Los pequeños
espíritus de que hablaba el anciano enfermo de Pisa van a
revolotear en torno de su panteón y oyendo sus alborozados
jugueteos tal vez sonríe en su tumba el poeta de la suprema
ternura, el cantor de El Pájaro. -
Vicente Blasco Ibáñez

Valencia-Agosto de 1899

46
INTRODUCCIÓN
……….

PRIMERA PARTE
De la Religión de la Edad Media

47
Defino la Revolución francesa, diciendo que es el
advenimiento de la Ley, la resurrección del Derecho, la reacción de
la Justicia.
Muchos espíritus eminentes, con un loable propósito de
conciliación y de paz, han afirmado en nuestros días que la
Revolución fue el cumplimiento del cristianismo, que vino a
continuarlo, a realizarlo, a dar cuanto había prometido.
Si fuera fundada esta afirmación, el siglo XVIII, los filósofos,
los precursores de la Revolución se habrían equivocado, habrían
hecho una cosa completamente distinta de lo que se propusieron.
Tuvieron otro objeto que el cumplimiento del Cristianismo.
Si la Revolución fuese nada más que esto, no sería distinta
del Cristianismo; sería solamente una edad, su edad viril, su edad
de razón. En este caso no habría dos actores, sino uno solo, el
Cristianismo, y no existiendo más que un actor no hay drama, no
hay crisis.
Pero no, no es así. La lucha es demasiado real. No se trata
aquí de un combate simulado entre el mismo y el mismo. Hay dos
combatientes, dos principios, dos espíritus; el antiguo y el nuevo.
En vano el nuevo, seguro de vivir, y por tanto más pacífico,
dice dulcemente al antiguo: Vengo a cumplir, no a arrasar... El
antiguo no se presta de ningún modo a ser cumplido. Esta palabra
encierra para él algo de fúnebre y siniestro, rechaza aquella
bendición filial, no escucha ruegos ni oraciones.
Es necesario salir de vaguedades si se quiere saber dónde
vamos.
La Revolución continúa el Cristianismo, pero lo contradice. Es
a la vez heredero y adversario.
En lo que tienen de general y de humano, ó sea en el
sentimiento, los dos principios se unifican. En lo que constituye la
vida propia y especial, en la idea madre de cada uno, se rechazan y
son contrarios.
Están de acuerdo en el sentimiento de la fraternidad humana.
Este sentimiento nacido con el hombre, nacido con el mundo,
común a toda sociedad, ha sido profundizado y extendido por el
Cristianismo. A su vez la Revolución, hija del Cristianismo, lo ha

48
enseñado como única religión por todo el mundo que ilumina el
sol.
He aquí toda la semejanza. He aquí toda la diferencia.
La Revolución funda la fraternidad sobre el amor del hombre
al hombre, sobre el derecho y la justicia. Esta base es fundamental
y no necesita otra alguna.
En cambio, cuando el Cristianismo, doctrina opuesta a la
Justicia, fue llamado a gobernar y juzgar el mundo, cuando la
jurisprudencia descendió de su pretorio y dijo a la nueva fe: «Juzga
en mi lugar», se vio, en el fondo de una doctrina que parecía bastar
al mundo, un abismo de insuficiencia, de incertidumbre.
Permaneciendo fiel al principio de que la salvación es un don
y no el premio de la justicia, el hombre se cruzó de brazos y esperó;
sabía bien que sus obras nada podían en favor de su suerte. Toda
actividad moral cesó en el mundo.
Con el Cristianismo la iniquidad de la conquista, confirmada
por la voluntad de Dios, se autoriza y se cree justa. Los vencedores
son los elegidos; los vencidos son réprobos. La monarquía divina
crea la monarquía humana, gobernando sólo los elegidos.
¿Dónde se refugiará el hombre? La gracia reina en el cielo y el
favor aquí abajo.
Para que la justicia, dos veces proscrita, se atreva a levantar
la cabeza, es necesario una cosa difícil (de tal modo está agobiado
el sentimiento humano bajo la pesadumbre de los males y la
pesadumbre de los siglos), es necesario que la justicia comience de
nuevo a creerse justa, que despierte y tenga noción de sí misma y
vuelva a adquirir conciencia de su derecho.
Esta conciencia, recuperada lentamente durante seiscientos
años de tentativas religiosas, estalla en 1789 en el mundo político
y social.
La Revolución no es más que la reacción tardía de la justicia
contra el gobierno del favor y la religión de la gracia.

49
II
Si habéis viajado por las montañas habréis podido encontrar
lo que yo vi un día.
Entre una aglomeración confusa de rocas amontonadas, en
medio de árboles y verdura, se alzaba un pico inmenso. Este
solitario obscuro y pelado era, sin duda, hijo de profundísimas
entrañas del globo. Ninguna verdura lo adornaba; ninguna estación
hacía cambiar su aspecto; las aves apenas se posaban allí, como si
al tocar la mole escapada del fuego central se hubieran de quemar
sus alas. Aquel sombrío testimonio de las torturas del mundo
interior parecía soñar allí todavía, sin prestar atención a lo que le
rodeaba, sin dejarse distraer jamás de su salvaje melancolía...
¡Qué revoluciones subterráneas, qué incalculables fuerzas
combatieron en el seno de la tierra, para que esta mole,
desgarrando las montañas, conmoviendo las rocas, haciendo
añicos los bancos de mármol saliera hasta la superficie!... ¡Qué
convulsiones, qué torturas arrancaron del fondo del globo ese
prodigioso suspiro!
Conmovido, sentí mis ojos obscurecidos por las lágrimas,
lentas, penosas... La Naturaleza me había hecho recordar la
Historia. Este caos de montañas confundidas parecía oprimirse con
la misma pesadumbre que durante toda la Edad Media gravita
sobre el corazón del hombre; y en este picacho desolado que del
fondo de sus entrañas lanzó la tierra contra el cielo veo la imagen
de la desesperación, el grito doloroso del género humano.
La Justicia ha llevado mil años sobre su corazón la montaña
del dogma, y agobiada bajo tal pesadumbre ha ido contando las
horas, los días, los años, los interminables años... Para los que
sienten, esto es una fuente de lágrimas eternas. Aquel que, por la
historia, participe de este largo suplicio, no volverá a estar
contento; donde quiera que llegue se sentirá triste; el sol, la alegría
del mundo, no le alegrará más; ha vivido mucho tiempo en la
agonía y las tinieblas.
Lo que más ha conmovido mi corazón es la inagotable
resignación, la dulzura y paciencia de la Humanidad y el esfuerzo

50
que hizo para amar este mundo de odio y de maldición que la
oprimía.
Cuando el hombre, que se había privado de la libertad, y
cercenado la justicia, como un miembro inútil, para confiarse
ciegamente en manos de la Gracia, vio ésta reconcentrarse
únicamente en los privilegiados, en los elegidos, mientras el resto
de la Humanidad quedaba perdido sobre la tierra, perdido para la
eternidad, ¿creéis que se elevó de todas partes un vocerío de
blasfemia? No, sólo se oyó... un gemido y estas conmovedoras
palabras: «Si os place que yo sea castigado, hágase vuestra
voluntad, Señor.»
Y sometidos, resignados, se entregaron los hombres a su
suerte y aceptaron el castigo.
Hecho grave, - hecho digno de memoria que la teología no
había previsto jamás. Ella enseña que los dañados no pueden más
que odiar. Y, sin embargo, aman. Se ejercitaron en amar a sus
dueños, los elegidos. El sacerdote y el señor, estos hijos predilectos
del cielo, no encontraron durante siglos en el humilde pueblo más
que dulzura, docilidad, amor y confianza. Sirvió, sufrió en silencio;
azotado dio las gracias, no desplegó nunca sus labios, como hizo
el santo Job.
¿Qué le preservó de la muerte? Una sola cosa que refrescó y
reanimó al paciente en su largo suplicio. De esta rara dulzura de
alma que le hacía feliz; de su corazón torturado, pero bueno en
extremo, surge una fuente de dulce y tierna fantasía, un ensueño
de religión popular, contra la sequedad de la otra. Regada con esta
agua fecunda, la leyenda germina y crece, cubriendo el infortunio
de los humildes con sus flores... Flores del suelo natal, flores de la
patria que hicieron olvidar, a veces, la árida metafísica bizantina y
la teología de la muerte.
La muerte, sin embargo, permaneció bajo estas flores. El
santo patrón, el buen santo de la comarca no bastaba para
defender a sus protegidos contra un dogma amedrentador. El
diablo aguarda apenas que un hombre espire para apoderarse de
él. Todavía vivo, da vueltas a su alrededor. El diablo era señor del
mundo; el hombre era suyo: su presa. El diablo resulta parte

51
integrante del orden social de aquellos tiempos. ¡Qué constante
tentación de desesperación y de duda!...
La servidumbre de aquí abajo, con todas sus miserias, era el
comienzo de la condenación eterna. Primero, una vida de dolor y
después, para consolarse, el infierno... ¡Condenados de
antemano!... ¿Para qué, pues, esas comedias del juicio que la
Iglesia celebraba? Hay algo de barbarie en mantener en la
incertidumbre y la ansiedad más crueles, suspendido siempre
sobre el abismo, al hombre que antes de nacer ha sido ya
adjudicado al abismo y le pertenece.
¡Antes de nacer!... ¡El niño creado expresamente para el
infierno, a pesar de su inocencia!... ¿pero qué digo su inocencia? si
este es el horror del sistema; para la religión no hay inocencia.
No lo sé cierto, pero lo juraría. Aquí fue donde el alma humana
se detuvo, donde faltó la paciencia...
¡El niño condenado! Ante esto el corazón dé la madre debió
sentirse herido, torturado... Creedlo. De aquí nació el primen
suspiro... ¿De protesta? Todavía no... ¡Pero fue tan desgarrador el
maternal gemido!... El hombre que lo escuchó quedamente en las
sombras nocturnas no durmió más aquella noche... ni las
siguientes. Al amanecer iba a su labor y encontraba el valle y la
llanura más bajos, mucho más hondos, más profundos, como una
tumba; y más altas, más sombrías, más amenazadoras las dos
torres que en el horizonte se dibujaban y escuchaba; sombría la
campana de la iglesia, sombrío el esquilón del castillo feudal.
Entonces comenzó a comprender lo que decían las dos campanas.
La iglesia sonaba: Siempre. El esquilón sonaba: Jamás... Pero al
mismo tiempo una voz enérgica hablaba más alto en su corazón.
Esta voz decía: ¡Un dial...! ¡Era la voz de Dios!
Un día llegará la Justicia. Deja esas hueras campanas
balancearse en el viento... No te alarme tu duda. Esta duda es ya la
fe. Cree; espera; el Derecho desconocido surgirá algún día y vendrá
a juzgar en el dogma y en el mundo. Y ese día del Juicio se llamará
la Revolución.

52
III
Dedicado al sombrío estudio de la Edad Media, me he
preguntado muchas veces, al recorrer caminos llenos de
obstáculos, tristis usque ad mortem, cómo la religión,
extremadamente dulce en sus principios, puesto que parte del
amor mismo, ha podido cubrir el mundo de tan vasto mar de
sangre.
La antigüedad pagana, guerrera, sangrienta, destructora
prodigó la vida humana sin tener noción de su precio. Joven y sin
piedad, bella y fría como la virgen de Tauride, mata y no se
conmueve. No encontraréis en esas grandes destrucciones de la
antigüedad la pasión, el encarnizamiento, el furor de odio que
caracterizan en la Edad Media los combates, las luchas y venganzas
de la religión del amor.
La primera razón que de ello encuentro, y que ya consigné en
mi libro El Sacerdote, es la prodigiosa embriaguez de orgullo que
esta creencia da a su elegido. ¡Qué vértigo! ¡Todos los días hacer
bajar a Dios sobre el altar, hacerse obedecer de Dios!... ¿Me
atreveré a decirlo? (vacilo, temiendo blasfemar) hacer de Dios
todos los días!... ¿Cómo llamará quien diariamente realiza este
milagro de los milagros? ¿Un Dios? No es bastante.
Esta grandeza es antinatural, monstruosa, y quien la
reivindica para sí y la posee está inquieto, turbado... Imaginad
cuánta soberbia y violencia habrá en el hombre que llama a Dios,
que le hace descender a sus manos y le toca. Convenceos de que
si le fuera preciso, para mantenerse, suprimir el mundo con una
señal, exterminar con una palabra lo que con una palabra hizo Dios,
el mundo estaría exterminado.
Este estado de inquietud, de, cólera, de soberbia, basta para
explicar los increíbles furores de la Edad Media, a medida que ve
engrandecerse contra ella este rival: la Justicia.
Nada había tan bajo, tan pequeño, tan humilde como la
Justicia... Hierbecilla despreciable, olvidada en el surco, apenas se
la veía.

53
Justicia, tan débil, ¿cómo has podido crecer tan pronto?
Vuelvo un momento la cabeza y ya no te reconozco. Cada hora te
encuentro diez palmos más alta... La Teología se burla ante ti, ruge,
palidece...
Entre las dos comienza una lucha terrible, espantosa, para
cuya descripción son insuficientes las palabras... La teología,
arrojando la careta sonriente de la Gracia, abdicando, renegando
para destruir la justicia, se esfuerza en absorberla, en encerrarla en
sus entrañas...
Helas frente a frente; buscando al término de esta mortal
batalla cuál ha de absorber a la otra, cuál ha de incorporarse a su
enemiga asimilándosela.
Que el Terror revolucionario se guarde bien de compararse a
la Inquisición. ¿Cómo puede enorgullecerse de haber hecho en dos
o tres años lo que aquélla hizo en seis siglos?... ¡Cómo se reiría la
Inquisición!... ¿Qué son los seis mil guillotinados del Terror delante
de los millones de hombres ahogados, colgados, descuartizados y
de la piramidal carnicería, de los montones de carne quemada que
la Inquisición alzó hasta el cielo?
Sólo la Inquisición de España hace constar en un monumento
auténtico que quemó en dieciséis años veinte mil hombres... Mas,
¿por qué hablar de España, olvidando los Albigenses, o los
Vandenses de los Alpes, o los protestantes de Francia, o los de
Flandes, o la espantosa cruzada de que fueron víctimas tantos
pueblos que el Papa entregó al fuego y a la espada?
La Historia dirá que la Revolución, en su momento feroz,
implacable, temió agravar la muerte, endulzó el suplicio, prescindió
en la ejecución de la mano del hombre o inventó una máquina para
abreviar el dolor.
Y dirá también que la Iglesia de la Edad Media fue fecunda en
invenciones para aumentar el sufrimiento, para hacerlo más
doloroso y penetrante; que encontró escogidos procedimientos de
tortura, medios ingeniosos para hacer que sin morir se saboreara
largo tiempo la muerte... y que, detenida en su camino por la
inflexible naturaleza, que a tal grado de dolor se compadece y da
la muerte, lloró, no pudiendo prolongar el tormento más todavía.

54
No puedo, no quiero remover aquí ese mar de sangre. Si Dios
me concediera dar vida un día a esa sangre, correría a torrentes
para ahogar ' la falsa historia, a los defensores miserables del
asesinato, cerrando sus bocas mentirosas...
Estoy convencido de que la mayor parte de esas grandes
destrucciones no podrán nunca ser contadas. La Inquisición quemó
los huesos calcinados y aventó sus cenizas... ¿Cuándo encontraré
la historia de los Albigenses o de los Vandenses, por ejemplo? El
día que conozca la historia de la estrella que he visto en el cielo
esta noche... Un mundo, un mundo entero ha perecido... Se ha
encontrado un poema, se han encontrado esqueletos en el fondo
de las cavernas; pero ni un nombre, ni un signo... ¿Se puede con
estos tristes despojos rehacer la historia?... Triunfan nuestros
enemigos por el vacío de que nos han rodeado, por haber sido tan
bárbaros, ¡que no se puede con certidumbre narrar sus actos de
barbarie!... Y, sin embargo, -los relatan el desierto del Languedoc,
y la soledad de los Alpes, y las montañas despobladas de Bohemia
y tantos otros lugares donde el hombre ha desaparecido, donde la
tierra se ha tornado estéril, donde hasta la Naturaleza, después del
hombre, parece exterminada.
Pero hay algo que grita más alto que todas las destrucciones,
y es que el sistema que mataba en nombre de un principio, en
nombre de una fe, se servía indiferentemente de los dos principios
opuestos; de la tiranía de los reyes, de la ciega anarquía de los
pueblos.
En un siglo solamente, en el XVI, Roma cambia tres veces; se
inclina a la derecha, a la izquierda, sin pudor, sin arrepentimiento.
Primero se entrega a los reyes, después se arroja en brazos del
pueblo; más tarde retorna a los reyes. Tres políticas: un solo objeto.
¿Cómo explicarlo? No importa. ¿Qué objeto? La muerte del
pensamiento.
Un escritor ha averiguado que el Nuncio del Papa no tuvo
noticia anterior de la de Saint Barthélemy. Y yo he averiguado que
el Papa había trabajado diez años preparándola.
«¡Bagatela! —dice otro, —la matanza de San Bartolomé fue
simplemente un asunto municipal, una venganza de París.»

55
A pesar del disgusto profundo, del desprecio y las náuseas
que me producen estas teorías, las he confrontado con
monumentos de la historia, con actos irrecusables. Y he
encontrado paso a paso la huella roja de la matanza. Desde el día
en que París propuso (1561) la venta general de los bienes del clero,
desde el día en que la Iglesia vio al rey incierto e inclinado hacia
aquella medida, se volvió rápida y violentamente hacia el pueblo,
empleando todos los medios de predicación, de dominio, de
influencia, utilizando su inmensa clientela, sus conventos, sus
mercaderes y sus mendigos, en organizar la matanza.
«Asunto popular», decís. Es verdad. Pero decid también por
qué habilidad diabólica y con qué perseverancia infernal habéis
trabajado diez años en pervertir el sentimiento del pueblo, en
turbarlo y volverle loco.
Espíritu de odio y de asesinato; he vivido demasiados siglos
en frente de ti, durante toda la Edad Media, para que abuses ahora
de mí. Después de haber negado tanto tiempo la justicia y la
libertad, tomas sus nombres como grito de guerra. En nombre
suyo has explotado una rica mina de odio, la eterna tristeza que la
desigualdad pone en el corazón del hombre, la envidia del pobre
para el rico... Tú has sido, sin necesidad, tirano; tú has sido el
propietario más absorbente del mundo, y apoderado de todo
quieres pasar de un golpe a las impracticables teorías de los
niveladores.

56
IV

Cuando había en el coliseo de Roma gran fiesta, gran carnicería;


cuando la arena estaba empapada de sangre; cuando los leones,
ahitos de carne humana, se tendían y estiraban en el suelo, para
divertir al pueblo y hacerle olvidar un poco, se le ofrecía una farsa,
una pantomima. Se colocaba un huevo en la mano de un miserable
esclavo condenado a ser devorado por las fieras y se le soltaba en
el ruedo. Si llegaba al otro extremo, si felizmente llevaba el huevo
hasta la grada, estaba salvado... La distancia no era muy larga; pero
¡cuán interminable le parecía!... Las bestias, satisfechas, dormidas
ya, no dejaban de abrir sus párpados y levantar la cabeza al leve
ruido de los pasos, rugiendo débilmente, protestando de que se
turbara su reposo con aquella ridícula escena... El esclavo, medio
muerto de terror, encogiéndose, encorvado, habría dicho a las
fieras, si las fieras pudieran entenderle: «¡Ah! ¡estoy tan flaco! ¡
oh, leones, señores leones, perdón!; dejad pasar al esqueleto; el
almuerzo no es digno de vosotros...» Jamás bufón ni mimo alguno
ha tenido tal éxito; las contorsiones y temblores del miedo
producían en los espectadores convulsiones de risa; se revolcaban
en las gradas; era una tempestad de alegría; un rugido de gozo.
Este espectáculo se ha reproducido en el final de la Edad
Media, cuando el viejo principio, furioso de verse agonizante, creyó
que tenía tiempo todavía para matar el pensamiento' humano. Se
volvió a ver entonces, como en el Coliseo, miserables esclavos
llevar a través de las fieras no satisfechas, no hartas, sino furiosas,
ávidas, el menguado depósito de la verdad proscrita, el huevo frágil
que podía salvar el mundo si llegaba hasta las gradas...
Muchos rieron... ¡Desgraciados!... Yo no reiría jamás ante
este espectáculo... La farsa, las contorsiones y encogimientos para
engañar a los monstruos, para divertir al pueblo indigno, me llenan
de dolor... Estos esclavos que veo pasar, allá abajo, sobre la arena
sanguinolenta, son los reyes del espíritu, los bienhechores del
género humano... ¡Oh, padres y hermanos míos!, Voltaire, Moliere,
Rabelais, amigos queridos de mi pensamiento: ¿sois vosotros

57
quienes temblorosos y sufridos hacéis aquella ridícula caminata?...
Genios sublimes encargados de llevar el depósito de Dios: ¿habéis
aceptado, por nosotros, el enorme martirio de ser los bufones del
terror?...
¡Envilecidos!... ¡Oh! no, ¡jamás! Desde en medio del
anfiteatro dicen dulcemente: «¿Qué importa que se rían de
nosotros? ¿qué importa que suframos los zarpazos y mordiscos de
las fieras salvajes, el ultraje de los hombres crueles, si llegamos
llevando el querido tesoro que queda puesto en salvo, para que el
tarde o temprano?... ¿Sabes bien qué tesoro es este? La libertad, la
justicia la verdad, la razón.»
Cuando se pasa por aquellas degradaciones, dificultades y
obstáculos, surge grandioso el pensamiento y se comprenden las
humillaciones y bajezas... ¿Quién podrá seguir, desde lo profundo
a la superficie, la ascensión de un pensamiento? ¿Quién
determinará las formas confusas, las mescolanzas y detenciones
funestas que sufre durante siglos? ¿Quién narrará su lento camino
del instinto al ensueño y del ensueño a la penumbra poética, entre
los niños y los humildes, los poetas y los locos?... ¡Una mañana
esta locura se torna en el buen sentido de todos!... Pero no es
bastante. Todos piensan, nadie se atreve a decirlo... ¿Por qué? ¿
Falta valor? Sí; ¿pero por qué falta? Porque la verdad encontrada
no es bastante pura todavía; es preciso que brille en todo su fulgor,
para que se ciegue por ella... Estalla al fin, luminosa, en un genio y
lo hace heroico y lo llena de devoción, de amor y de sacrificio... El
genio la coloca sobre su corazón y se lanza sobre la arena, a través
de los leones...
He ahí el raro espectáculo que yo veía, la farsa sublime y
terrible... Ved, ved cómo va aterrado, cómo pasa encogiéndose y
tembloroso, cómo aprieta en su mano cerrada ese objeto que
lleva... ¡Ah! no es por él su miedo... ¡Miedo glorioso, miedo
heroico!... ¿No veis que lleva la salvación del género humano?
Una sola cosa me inquieta... ¿Cuál es el lugar de refugio,
¿dónde va a ser ocultado este depósito, qué altar hay bastante
sagrado para el sagrado tesoro? ¿Y qué dios es bastante dios para
proteger lo que no es otra cosa que el pensamiento de Dios mismo?

58
Grandes hombres que lleváis este depósito de la salvación,
tiernamente abrazado, como una madre a su hijo: pensad bien, os
lo suplico, pensad bien el asilo donde lo confiáis... Temed de los
ídolos humanos, temed de los dioses de carne o madera, que lejos
de proteger a los otros no pueden protegerse...
A fines de la Edad Media os veo a todos, de los siglos XIII al
XVI, fiaros de un asilo inseguro, del Trono de la realeza. Para
destronar los ídolos erigís un ídolo... Le ofrecéis todo, oro, incienso
y mirra... Le otorgáis la sabiduría, la tolerancia, la libertad, la
filosofía y, en fin, la razón última de las sociedades: el Derecho.
¿Cómo no ha de agigantarse esta nueva divinidad? Los más
poderosos espíritus del mundo, perseguidos a muerte por el viejo
principio implacable, trabajan por elevar cada vez más su asilo... De
aquí nacieron leyendas, mitos, parábolas, amplificados por todos
los esfuerzos del genio: en el siglo XIII el rey santo, más sacerdote
que el sacerdote mismo; el rey caballero en el siglo XVI; el buen rey
en Enrique IV; el Rey-Dios Luis XIV.

59
SEGUNDA PARTE

De la antigua Monarquía

En 1300 veo a Dante, el gran poeta gibelino, cerrando contra


el Papa y elevando al nivel del sol el coloso del César. La unidad es
la salvación; un monarca, uno solo para toda la tierra. Después,
siguiendo ciegamente su austera lógica, inflexible, establece que
mientras más grande sea este monarca, mientras más lo sea todo,
mientras más Dios sea, se debe temer menos que jamás abuse de
nada. Teniéndolo todo, no deseará nada y menos podrá envidiar,
odiar... Será perfecto y perfecta y soberanamente justo; gobernará
precisamente como la justicia de Dios.
Esta ha sido la base de todas las teorías defendidas después
para apoyar este principio: la unidad y el supuesto resultado de la
unidad, que es la paz... Y entonces se habrían acabado las guerras.
Es necesario elevar menos el pensamiento que Dante y
descubrir y mirar en la tierra la profunda angustia popular donde
fue cimentado el coloso.
El hombre tiene necesidad de justicia. Cautivo en el círculo de
un dogma que lo entrega todo a la gracia arbitraria de Dios, creyó
salvar la justicia en una religión política, creando de un hombre un
Dios de justicia, esperando (pie este Dios visible establecería y
defendería la equidad, que el otro había olvidado.
Escucho salir de las entrañas de la vieja Francia esta palabra
tierna, de acento profundo: «¡Mi rey!»
No hay exageración en esto. Luis XIV, joven, fue
verdaderamente amado de dos personas: del pueblo y de La
Valliere.
Era, en aquel tiempo, la fe de todos. El sacerdote mismo
parecía retirar a su Dios del altar para colocar al nuevo dios. Los

60
jesuitas quitan a Jesús del pórtico de su residencia para poner la
efigie de Luis el Grande. En la capilla de Versalles se lee: «Intrabil
templum suum dominator.» La palabra no tenía doble sentido; la
Corte no conoce más que un Dios.
El obispo de Meaux, temiendo que Luis XIV no tuviera
bastante fe en él mismo, le anima diciéndole: «Oh, rey; ejerced sin
vacilaciones vuestro poder, que es divino... Vos sois de la raza de
los dioses.»
El pueblo no desea otra cosa que creer este dogma. Sufría
tantas tiranías locales, que desde los más alejados confines se
llamaba al Dios de aquí abajo, al dios de la monarquía. Ningún mal
se le achaca. Y las pobres gentes, creyendo al rey muy alto o muy
lejos, se consolaban diciendo: ... «¡Si el rey supiera!» —
Notase en esto un rasgo singular de la fisonomía moral de
Francia. Este pueblo no ha comprendido jamás la política sino
como devoción y amor.
Amor robusto, obstinado, ciego, que cree méritos todas las
imperfecciones de su Dios. Lejos de censurársele se le elogia
cuanto tiene de humano. Cree que si le viera de cerca le parecería
menos orgulloso, menos duro, más sensible. Sabe agradecer a
Enrique IV el amor a Gabriela.
Este amor de la realeza, en los comienzos de Luis XIV y de
Colbert, rayó en idolatría. Los esfuerzos del rey para hacer justicia
igual a todos y disminuir la odiosa desigualdad del impuesto, le
conquistaron el corazón del pueblo. Colbert arrancó sus
prerrogativas a cuarenta mil nobles y obligó a los burgueses a dar
cuenta de la administración de los pueblos que explotaban. Los
nobles que, en las provincias, aprovechándose del desorden, se
convertían en barones feudales, recibieron las visitas aterradoras
de los enviados del Parlamento. La justicia real era bendecida por
su rigor. El rey apareció terrible en sus Grandes días, como juez
último entre el pueblo y la nobleza, teniendo al pueblo a la derecha,
lleno de amor y de confianza...
«Temblad, tiranos: ¿no veis que Dios está con nosotros?»
Esta frase es exactamente el discurso de aquel sencillo pueblo, que
cree tener un rey para él. Se lo figura como el ángel de la
Revolución y le tiende los brazos, le invoca, lleno de ternura y de

61
esperanza. Nada más conmovedor puede leerse que el relato de los
Grandes días de Auvergne, viendo la inocente esperanza del
pueblo y el temor de la nobleza. Un paisano, hablando con un
señor, no se había descubierto; el noble le tiró el sombrero al suelo.
«Si no me lo recogéis, —dijo el paisano—los Grandes días se
acercan, y el rey os hará cortar la cabeza...» El noble tuvo miedo y
recogió el sombrero del paisano 1.
¡Tanta confianza y amor!... todo perdido. Este rey tan amado
fue duro para el pueblo. Buscad en todas partes, en los libros, en
los cuadros, ved sus retratos; no hay en ellos un movimiento, una
mirada que revele un corazón sensible. El amor del pueblo, cosa
tan grande, tan rara, verdadero milagro, no ha logrado hacer de su
ídolo más que un milagro de egoísmo.
Le gusta la palabra, la adora, se cree Dios. Ser dios es vivir
para todos... El, cada día más, se hacía el rey de su corte;
únicamente amaba aquella bandada de mendigos dorados que le
asistían y adulaban; este es su pueblo. Divinidad extraña, se ha
empequeñecido encerrando un mundo en un hombre, en lugar de
extenderse y engrandecerse este hombre a la medida de un
mundo. Todo su mundo es Versalles; allí mismo, buscad bien,
encontraréis un lugar pequeño, obscuro, un sombrío gabinete, ¡
una tumba ya!; es cuanto necesitaba; lo bastante para un individuo
2

1 Los agentes del Rey, los parlamentarios, que inspiraban al pueblo tanta confianza, y que
habían prestado verdaderos servicios, representaban la justicia, del mismo modo que el clero
representaba a Gracia. En última instancia esta justicia real estaba sometida a la arbitrariedad
del Rey. Un gran maestro en maquiavelismo, el cardenal Dubois, en una Memoria al Regente
contra los Estados generales explica con mucho donaire la sencilla mecánica de este juego
parlamentario, las figuras de aquel baile hasta el sillón de justicia donde, ante el Rey,
terminaba todo. Saint-Simón recomienda a los Estados generales como un medio agradable,
inocente y fácil para librarse de pagar sus deudas honrar la quiebra, canonizada (esta es su
palabra). El mismo Saint Simón afirma que estos Estados no tuvieron nunca nada serio.
Palabras y palabras nada más. Yo reo, en cambio, que en estos Estados y Parlamentos hay
algo demasiado serio; que estas vanas imágenes de. la libertad, consumían el escaso vigor y
el poco espíritu de resistencia que en la nación había. Esta fue la causa de que Francia no
pudiera en mucho tiempo tener constitución; creía que la tenía.
2 Me refiero a la obscura habitacioncita de madame Maintenón, donde concluyó Luis XV. Por
la creencia persona que tenía de su propia divinidad quiso ver sus memorias, escritas por
inspiración suya y revisadas por él.

62
II

Profundizaré estudiando la "idea de cómo vivían en Francia el


gobierno de la gracia y la monarquía paternal. Este examen será
duro si establezco de antemano por pruebas auténticas los
resultados que a la larga produce este sistema. El árbol se juzga
por los frutos.
Desde luego se puede asegurar que conquistaron para este
pueblo la gloria de una prodigiosa e increíble paciencia. Leed los
relatos de viajeros extranjeros y los veréis estupefactos
atravesando nuestras campiñas de miserable apariencia, llenas de
la tristeza del desierto, del horror de la pobreza, invadidas por el
pueblo famélico. Allí aprendieron lo que puede durar el hombre sin
morirse de hambre, de un hambre que nadie, ni inglés, ni holandés,
ni alemán hubiera soportado.
Y lo que más les llama la atención es la resignación del
pueblo., el respeto que tiene a sus señores laicos o eclesiásticos,
su adhesión idolátrica al rey... Es un raro misterio que en medio de
tantos sufrimientos conserve tanta paciencia, dulzura, bondad,
docilidad, tan pocos motivos para oprimirle. Se explica, acaso, en
parte por una especie de filosofía instintiva, por la facilidad,
demasiado ligera, con que el francés recibe el mal tiempo y se
acomoda en él: va vendrá el buen tiempo; llueve hoy, mañana hará
sol... Y no se acuerda más de la lluvia.
La sobriedad francesa., cualidad eminentemente militar,
contribuye a la resignación. En esto, como, en otras cosas,
nuestros soldados han pasado el límite de la fuerza humana. En sus
ayunos durante marchas penosas y trabajos excesivos, hubieran
desfallecido los solitarios anacoretas de la Tebaida, los Antonios y
Pancomios.
El mariscal de Villars relata cómo vivían los soldados de Luis
XIV 3

3
En Villars se lee también: «Si permanecierais aquí, veríais con edificación a los infantes y a
la caballería marchar con el mayor cuidado por un sendero que atraviesa un campo de trigo
que hay aquí cerca.»

63
«Muchas veces creímos que el pan nos faltaría en absoluto, y
después de grandes esfuerzos hemos logrado tenerlo para comer
medio día. El día siguiente lo pasamos ayunando. Mr. de Artagnan
ha marchado y las brigadas no han podido seguirle por hambre...
Es tan grande milagro el de nuestras subsistencias, como la virtud
y firmeza de nuestros soldados... Panem nostrum quotidianum da
nobis hodie, me decían los desventurados cuando recorría las filas,
antes de repartirles su cuarto de ración. Los animo, les hago
promesas, se contentan con encogerse de hombros y me miran con
una expresión de resignación que me conmueve... «El señor
mariscal tiene razón, —dicen—es preciso saber sufrir algunas
veces.»
¡Paciencia! ¡virtud!, ¡resignación! ¿Dónde no hallaremos
claramente marcadas las huellas de la bondad de nuestros padres?
¡Quién pudiera hacer la historia de sus inacabables
sufrimientos, de su dulzura y moderación! Durante mucho tiempo
fueron estas virtudes el asombro y a la vez la risa de Europa. ¡Cómo
se divertían los ingleses viendo este soldado enflaquecido y casi
desnudo, y sin embargo alegre, bueno para sus oficiales, haciendo
sin protesta enormes marchas y no encontrando al llegar la noche
para comer más que sus propias regocijadas canciones.
Si la paciencia tiene por premio el cielo, el pueblo francés, en
los dos últimos siglos, ha sobrepujado los méritos de los más
grandes santos. ¿Pero cómo rehacer esta leyenda?... Las huellas
están esparcidas. La miseria es un hecho general y la paciencia de
soportarla una virtud, tan común en Francia, que los historiadores
la consignan raras veces. Además, en el siglo XVIII la historia es
muy incompleta; Francia, después del cruel esfuerzo de las guerras
de Luis XIV, sufre demasiado para entretenerse en contar sus
hechos. No se hacen crónicas ni Memorias: la vanidad individual
misma calla, no teniendo más que vergüenzas que narrar. Hasta el
movimiento filosófico está callado y silencioso; silencioso como la
alcoba del moribundo que gobierna la nación, el viejo cardenal
Fleury.
La historia de esta época de miseria es tanto más difícil de
hacer cuanto que en ella no ha habido algaradas ni motines. Nunca
fueron estos más raros en ningún pueblo... Francia amaba a sus

64
señores; no se agitó en ninguna algarada; no hizo más que una
revolución.
Precisamente de estos señores mismos, reyes, príncipes,
ministros, prelados, magistrados, intendentes, sabemos nosotros
los trágicos extremos a que la nación había llegado.
El coro lúgubre donde parecen reunidos todos para cantar
uno a uno la muerte de Francia escucha en 1681 decir a Collbert:
«No se puede seguir así.» Y en lugar de poner enmienda, hace
morir en 1685 medio millón de hombres industriosos; y como si
fuese esto poco se mata todavía más en una guerra de treinta años.
¡Y cuántos, Dios mío, no han muerto de miseria!
Ya en 1698 el resultado se hace visible.
Los intendentes mismos que habían causado mucho mal
revelaban y deploraban aquel estado de cosas. En las memorias
que. les fueron pedidas por el joven duque de Borgoña declaraban
que tal país había perdido la cuarta parte de sus habitantes, tal otro
el tercio y alguno hasta la mitad. Y esta población no se repone; el
hombre del pueblo es físicamente tan miserable, que sus hijos son
todos débiles, enfermizos y no pueden vivir.
Sigamos bien el curso de los años. Esta época deplorable de
1698 es motivo de arrepentimiento. Un magistrado, Boisguillbert,
dice: «Entonces había aún aceite en la lámpara. Hoy (1707) todo ha
terminado; falta la primera materia...» Palabra lúgubre a la que
agrega otras amenazadoras que parecen pronunciadas estando ya
en el 89: «El proceso se va a desarrollar entre los que pagan y los
que no tienen otra ocupación que cobrar.»
El preceptor del nieto de Luis XIV, el arzobispo de Cambray
no es menos revolucionario que el magistrado normando: «Los
pueblos variarán pronto; no se debe confiar mucho en su paciencia.
La vieja máquina acabará por hacerse añicos al primer choque...
Nadie se atreverá a luchar contra el torrente desbordado... No
habrá más que cerrar los ojos...»
Luis XIV muere al fin, gracias a Dios. El buen duque de
Orleans, que de vivir Fenelón le hubiese tomado para consejero, se
encarga de la regencia; manda imprimir el Telémaco; Francia será
quietista. No más guerras. Nos hacemos amigos de Inglaterra; le
entregamos nuestro comercio, nuestro honor, hasta los secretos

65
de Estado. ¿Quién creerá que en plena paz, durante siete años
solamente, este amable príncipe encontró medios de hacer llegar
a dos mil quinientos millones la deuda que Luis XIV dejó en
setecientos cincuenta millones? —Todo pagado neto... en papel.
«Si yo estuviese oprimido—solía decir—me rebelaría.» Un día
que se le advirtió que se preparaba una algarada, repuso: «El
pueblo tiene razón; demasiado bueno es sufriendo tanto.»
Fleury era tan económico como pródigo el regente. ¿Se
rehace Francia? Lo dudo cuando veo que en 1739 enseñan a Luis
XV el pan que comía el pueblo, pan de maíz. El obispo de Chartres
le dijo que, en su diócesis, los hombres pastaban mezclados en los
rebaños. Y más expresivo y fuerte que todo esto, es que Mr. de
Argenson (un ministro), hablando de los sufrimientos de entonces,
se lamenta de que el buen tiempo estuviese ya lejano. ¿Y sabéis
cuál era este buen tiempo porque suspiraba uno de los ministros?
El de la regencia del duque; el tiempo en que Francia, asolada por
Luis XIV, convertida en una sola plaga, tiene, por único remedio la
bancarrota de tres mil millones.
Todo el mundo ve venir la crisis. Fenelón lo dice desde 1709.
«La vieja máquina se hará añicos al primer golpe.» Sin embargo,
no se rompe todavía. La querida de Luis XV, madame de
Cháteauroux, dice en 1743: «Veo venir un gran trastorno si no se
pone remedio.» Tenéis razón, señora, todo el mundo lo ve; lo ve el
rey, y aquella que os sucede en el favor de sus amores, madame de
Pompadour, y los economistas y los extranjeros: todo el mundo.
Todos admiran la bondad de este pueblo; Job entre las naciones.
¡Oh, dulzura! ¡oh, paciencia!... Walpole se rio; yo me entristezco y
lloro. ¡El pueblo infortunado ama todavía! Todavía cree y se
obstina en esperar. Espera siempre su salvador. ¿Quién? Su Dios-
hombre, su rey.
¡Risible idolatría!... Este Dios, este rey, ¿qué hará? Carece de
voluntad fuerte y no tiene poder para curar el mal inveterado,
profundo, universal, que corroe a esta sociedad y la altera y la
corrompe, que ha bebido su sangre y secado sus huesos.
El mal de la sociedad, que padecen en ella desde el más alto
al más bajo, es que está organizada para producir cada vez menos
y pagar cada vez más. Mal que de día en día va creciendo, que

66
después de la sangre corromperá el cerebro y que no tendrá fin,
hasta que estando en el último aliento de vida, a punto ya de
perderla, las convulsiones de la agonía levanten al enfermo y
sostengan de pie el cuerpo escuálido y débil... ¿Débil?... El furor
puede hacerlo fuerte y poderoso.
Subrayemos, si queréis, estas palabras: produciendo cada vez
menos. Son absolutamente exactas.
Desde Luis XIV, los impuestos pesan de tal modo, que en
Mantes y en Etampes la mayor parte de las viñas fueron
embargadas.
El labriego no tiene cosa de valor que ofrecer al fisco más que
el buey o la mula que le ayudaban a labrar la tierra. El fisco se
apodera de ellos y disminuye el ganado en los campos, resultando
inútil el cultivo de los pastos. La producción de cereales, extendida
en el siglo XVII por inmensos territorios, disminuye en el siglo
XVIII. La tierra no puede reparar sus fuerzas generadoras; falta de
abonos, se agota prematuramente; como ha concluido la
ganadería, parece concluir la tierra misma. No solamente la tierra
produce menos, sino que se cultiva mucho menos. En algunos
lugares no vale la pena cultivarla. Los grandes propietarios,
cansados de dar en arriendo terrenos cuyas rentas no cobraban,
abandonan la tierra cuyo cultivo exige algunos desembolsos. Los
campos cultivados menguan, el desierto se extiende, se ensancha.
Se habla mucho de agricultura, se escribe mucho de agricultura; se
hacen libros, ensayos costosos, cultivos nuevos, cultivos
comparados. Y entre tanto el cultivo sin abonos, sin dinero, sin
bestias de labor, agoniza, muere. Los hombres se amarran al arado
y a veces las mujeres y los niños también. Con las uñas labrarían si
pudieran; pero el surco apenas desgarra la tierra, que mal labrada,
da cada vez peores cosechas. Ya no son suficientes para alimentar
al hombre durante el año. A medida que se avanza hacia 1789, la
naturaleza produce menos, como bestia demasiado fatigada, que
cuando se la obliga a palos, prefiere a seguir andando, echarse en
tierra, morir. La libertad no es sólo la vida del hombre, es también
la de la naturaleza.

67
III

No digáis nunca que la naturaleza ha sido alguna vez


madrastra.
No creáis que Dios ha apartado de la tierra su mirada fecunda.
La tierra es siempre buena madre y cariñosa nodriza, que no desea
más que ayudar al hombre; estéril, ingrata en la superficie, encierra
un intenso amor a la humanidad.
Es el hombre quien no ama; es el hombre quien es enemigo
del hombre. La maldición que pesa sobre él no viene de Dios, nace
en su corazón y en sus labios; es la maldición del egoísmo y de la
injusticia, el agobio de una sociedad injusta. ¿A quién acusará? Ni
a la naturaleza ni a Dios, sino a sí mismo, a su obra, a sus ídolos, a
los dioses que se ha fabricado.
De un lado a otro ha paseado en todo tiempo y por todo el
mundo su idolatría. A estos dioses de mármol o madera les ha
dicho: «¡Protegedme; sed mis salvadores!» Y ha dicho esto a los
sacerdotes, lo ha dicho a los nobles, lo ha dicho al rey... ¡Eh, pobre
hombre!, sálvate tú mismo.
Pero los amaba; esta es su excusa, esto explica su ceguera.
¡Con qué intensidad amaba! ¡con qué fe creía! ¡Qué confianza
inocente en el buen señor, en el venerado santo hombre de Dios!
¡Cómo se arrodillaba en la calle y se inclinaba todavía sobre el
polvo mucho tiempo después que habían pasado! ¡Cómo
explotado, despreciado y apaleado por el señor y el sacerdote, se
obstina en poner en ellos todas sus esperanzas!... Siempre ínfimo,
siempre niño, encontraba no sé qué dulzura filial en no reservarse
nada contra ellos, en abandonarles todo el cuidado de su porvenir.
«No tengo nada; soy un pobre hombre; pero pertenezco al barón
de aquel hermoso castillo que está allá arriba.» O bien: «Tengo el
honor de ser siervo de ese famoso monasterio. No lo olvidaré
jamás.»
Y ahora, buen hombre, el día de tu necesidad, de tu hambre,
ve, llama a aquellas puertas.
¿Vas al castillo? La puerta está cerrada, la gran mesa donde
todos se sentaron no ha servido hace mucho tiempo; la chimenea
68
está fría, ni fuego, ni humo. El señor está en Versalles. Pero no te
ha olvidado. Ha dejado aquí para ti al administrador que te cobra y
al guarda que te apalea o te encarcela.
Pues bien, iré al monasterio. Esta casa de caridad ¿no es para
mí? ¿no es la del pobre?... La Iglesia me dice todos los días: «¡Dios
ama tanto al mundo! ¡Se hizo hombre, se hizo alimento para
sustentar al hombre! La Iglesia no es nada, o es la caridad divina
realizada sobre la tierra.»
¡Llama, llama, pobre Lázaro! estarás ahí mucho tiempo. ¿No
sabes que la Iglesia no se preocupa de la caridad? En la Edad Media
tenía dos cosas, de cuya posesión era muy celosa; pero más
equitativa en los tiempos modernos, ha hecho dos partes. Ha
guardado sus bienes, y las fundaciones, los hospitales, los asilos,
los patronatos, todo aquello que la unía al pobre y la mezclaba
demasiado en los asuntos de aquí abajo, lo ha entregado
generosamente al poder laico.
Tiene deberes que la absorben todo el tiempo, principalmente
el de defender hasta la muerte estas fundaciones piadosas de las
que es depositarla, de no desperdiciar nada de ellas, de
transmitirlas de generación en generación siempre aumentadas.
En esto es verdaderamente heroica; está dispuesta al martirio, si
necesario fuese. En 1788, el Estado, lleno de deudas, desesperado,
sin más recurso que cobrar a un pueblo arruinado, se dirige
suplicante al clero rogándole pague parte de los impuestos. Su
respuesta es admirable, digna de eterna memoria: «No, no se
pueden imponer caprichosamente tributos al pueblo.»
¡Invocar el nombre del pueblo para librarse de ayudarlo!
¡Ultima cima, verdaderamente sublime, donde debía ascender la
sabiduría farisaica! ¡Entre tanto llega el 89! El clero puede morir,
pero nada le hará variar de conducta; tiene el consuelo, tan raro en
los moribundos, de haberse aprovechado de la vida por todos los
caminos.

69
IV

El pueblo, en el siglo XVIII no espera nada del patronato, que


le sostuvo en otros tiempos, ni del clero, ni de la nobleza. Ninguno
hizo nada por él. Pero cree en el rey todavía y reconcentra en Luis
XV su fe y su necesidad de amar. Y el niño Luis XV, resto único de
una familia tan grande, salvado como Jonás, se ha salvado
aparentemente para que él, a su vez, salve a los demás. ¡Viéndole
tan niño, qué de lágrimas!... ¡Cuántos malos años pasaron! Y el
pueblo espera siempre que concluya esta miseria, esta larga tutela
de veinte o treinta años. Cuando se supo en París que Luis XV, que
había marchado para unirse al ejército, se había detenido enfermo
en Metz, era de noche. Se levantó la gente, corrió en tumulto por
las calles, sin saber dónde iba; las iglesias se abrieron de
madrugada... Se formaban grupos en las aceras, se increpaban é
interrogaban unos a otros sin conocerse. En muchas iglesias el
sacerdote, que rezaba la oración por la salud del rey, interrumpió
el canto, ahogado por sus lágrimas, y el pueblo le respondió con
sollozos y con gritos... El correo que trajo la noticia de la
convalecencia era abrazado y casi estrujado en las calles; besaban
su caballo, le llevaban en triunfo... y todo París retemblaba en un
grito de alegría: «¡El rey está curado!»
Esto era en 1744. Luis fue llamado el Bien Amado.
Han pasado diez años. El mismo pueblo cree que el Bien
Amado toma baños de sangre humana; cree que para fortalecer su
sangre empobrecida se sumerge en sangre de niños. Un día que la
policía, según su costumbre brutal, detenía en las calles a los
hombres y a los niños vagabundos y a las jóvenes (sobre todo a las
guapas), las madres lanzaron gritos desgarradores, el pueblo se
reúne, un motín estalla. Desde este momento el rey no vuelve
jamás a París. Alguna vez lo atravesó para ir de Versalles a
Compiegne, pero hizo construir un camino directo que evitaba a
París ver su rey y al rey ver su pueblo. Todavía lleva este camino el
nombre de la algarada popular.

70
Estos diez años son la crisis misma del siglo (1744-1754). El
rey, aquel dios de antes, es blanco de odios, motivo de horror. El
dogma de la encarnación real perece.
Y en su lugar se alza el reinado del espíritu. Montesquieu,
Buffon, Voltaire, publican en este intervalo sus grandes obras;
Rousseau comienza la suya.
Hasta aquí la unidad había respondido a la idea de
encarnación, religiosa o política. Hacía falta un dios humano, un
dios-de carne para unir la Iglesia y el Estado. La Humanidad, débil
todavía, fundaba la unión en un signo visible, vivo, en un hombre,
en un individuo. Pero la unidad más pura, que no necesita estas
condiciones materiales, se realizará en la unidad de los corazones,
la comunidad de los espíritus, el profundo enlace de los
sentimientos y las ideas de todos.
Aquellos grandes doctores de la nueva Iglesia disienten
todavía en las cosas secundarias, pero admirablemente están de
acuerdo en dos cosas esenciales que constituyen el genio del siglo
y el genio del porvenir.
l.° El espíritu es libre bajo todas las formas de la encarnación;
y al escribir lo desnudan del vestido de carne noble o miserable que
durante tantos siglos lo ha cubierto.
2.° El espíritu para aquellos escritores no es solamente luz;
es calor y amor, el ardiente amor del género humano. El amor por
sí. No sometido a tal dogma ni a tal condición de política religiosa.
La caridad de la Edad Media, esclava de la teología, ha seguido a
su imperiosa dueña; demasiado dócil, en verdad, pero conciliadora
solamente hasta admitir cuanto puede admitir el odio. ¿Es que la
caridad que hizo la Saint-Barthélemy no es la que enciende las
hogueras y organiza la Inquisición?
Descartando de la religión su carácter carnal, rechazando la
encarnación religiosa, este siglo, demasiado tímido para su
audacia, permanece mucho tiempo carnal en política; quisiera
poder respetar la encarnación real, utilizar al rey, al dios-hombre,
en hacer la felicidad de los hombres. Y la quimera de los filósofos
y los economistas, de Voltaire y de Turgot es hacer la Revolución
para el rey.

71
Nada más curioso que ver el ídolo disputado por los dos
partidos. Los filósofos tiran de un lado, el clero de otro. ¿Quién
logrará llevárselo? Las mujeres, porque el rey no es verdadero dios
de carne.
Madame Pompadour lo retiene veinte años; quiere convertir
al pueblo en defensor suyo contra la corte. Llama a los filósofos.
Voltaire escribe la historia del rey y poemas y dramas para el rey;
d'Argenson es ministro; el interventor general, Machault, pide un
estado de los bienes eclesiásticos... El clero se alborota. Los
jesuitas comienzan su lucha contra aquella mujer; discurren y
logran ponerle en frente de otra mujer, y triunfan... ¿Quién es esa
mujer? La propia hija del rey... Al llegar aquí sería preciso ser
Suetonio. Después de los doce Césares no se habían vuelto a ver
estas cosas.
Voltaire fue desterrado y d'Argenson y Machault más tarde.
La Pompadour se echa a los pies de la reina y suplica y pide gracia.
Entre tanto preparaba una triste e infame máquina para recobrar al
rey y tenerle hasta la muerte; un serrallo que se. abastecía con
niñas compradas.
Allí se encerró Luis XV. El dios de carne abdicó todo recuerdo
del espíritu.
Huyendo de París, huyendo de su pueblo, siempre alejado en
Versalles, encuentra allí todavía demasiada gente, demasiada luz.
Necesitaba las sombras, los bosques, la choza, el secreto de
Trianon o su convento del Parque de los Ciervos. Es extraño,
inexplicable, que estos amores, estas sombras, estas imágenes del
amor, al menos, endurezcan su corazón. Compra las hijas del
pueblo y por ellas vive con el pueblo; de ellas recibe rudas caricias
casi infantiles y de ellas aprende el lenguaje vulgar. Y duro, egoísta,
sin entrañas, sigue siendo enemigo del pueblo; luego de rey se
convierte en traficante de trigo, especulador en hambres...
En su alma muerta queda sólo un sentimiento vivo; el temor
de morir. Sin cesar hablaba de muerte, de entierro, de funerales.
Presentía, además, la muerte de la monarquía y le preocupaba sólo
que viviera tanto como él.

72
En un año de sequía (que entonces eran frecuentes) cazaba,
como de costumbre, en un bosque de Senart. Encontró un labriego
que llevaba a hombros un ataúd.
—¿Dónde llevas eso?
—A tal lugar.
—¿Para un hombre o una mujer?
—Para un hombre.
—¿De qué ha muerto?
—¡De hambre!

73
V

Este hombre muerto es la vieja Francia; aquella fúnebre caja


el ataud de la antigua Monarquía. Alejemos para siempre de
nosotros los ensueños y bellas frases que nos adormecieron;
realeza paternal, gobierno. de la gracia, clemencia de la monarquía,
caridad del sacerdote, confianza oficial, abandono en los dioses de
aquí abajo. La ficción de este viejo mundo, la mentirosa leyenda
que tuvo siempre en los labios era colocar el amor en el lugar de la
ley.
Si pudiera renacer este mundo torturado en nombre del
amor, explotado por la caridad y envilecido por la gracia, renacería
por la ley, la justicia y la equidad.
¡Blasfemia! Habían opuesto la gracia a la ley, el amor a la
justicia... ¡Como si la gracia injusta pudiera ser gracia; como si
estas cosas que la pequeñez humana divide no fuesen dos
aspectos de una misma cosa la derecha y la izquierda de Dios!
Hicieron de la justicia una cosa negativa, que prohíbe y
excluye; un soldado para detener y un cuchillo para degollar... No
sabían que la justicia es el ojo de la Providencia. El amor, ciego en
los hombres, clarividente en Dios, ve por la justicia. ¡Mirada vital y
fecunda! Es una fuerza prolífica en la justicia de Dios. Cuantas
veces se fija en la tierra se siente ésta dichosa y crea. El sol y la
aurora no son bastantes para fecundar; es preciso la justicia. Con
ella vienen los gérmenes, las semillas... Las semillas de los
hombres y de los pueblos quieren arraigar, germinar, florecer bajo
el sol de la equidad.
Un día de justicia, uno solo que se llama la Revolución, ha
producido diez millones de hombres.
Mas ¡qué lejos aparece todavía en medio del siglo XVIII,
rechazada, imposible!... Los dos salvadores del pueblo, el
sacerdote y el rey, han perdido al pueblo hasta el punto de que no
sabe dónde tomará con qué construir el porvenir. Nada de vida
feudal ni de vida municipal, absorbidas por la realeza. Nada de vida
religiosa extinguida por el clero. Y nada, ¡ah!, de leyendas locales
ni tradiciones nacionales, de estos dichosos prejuicios que
74
constituyen toda la infancia de los pueblos. Lo han destruido todo,
hasta sus errores. Todo desnudo y vacío. Todo en blanco. El
porvenir escribirá lo que pueda.
Espíritu puro, último habitante de este mundo destruido,
heredero universal de todos estos poderes extinguidos, ¿cómo vas
a instaurar lo único que hace vivir? ¿Cómo devolverás la justicia y
la noción del derecho?
No ves aquí nada más que obstáculos, viejas ruinas que es
preciso demoler todavía, hacerlas polvo y pasar al otro lado. Nada
queda vivo.
Por mucho que hagas tendrás al menos el consuelo de no
haber matado más que muertos.
El procedimiento del espíritu puro es el mismo de Dios; el arte
de Dios es su arte. Su construcción es demasiado profundamente
armónica por dentro, para que por fuera lo parezca. No busquéis la
simetría de las líneas rígidas de vuestros edificios de piedra y
mármol. En un organismo vivo la armonía es de otra clase, está
ante todo en el fondo de los órganos. Es preciso que este mundo
nuevo tenga vida material; démosle por comienzo, por primer
sillar, la colosal Historia Natural de Buffon; pongamos en orden la
Naturaleza; para ella el orden es la justicia.
Pero el orden es imposible todavía. De la naturaleza que
hierve y se anima, surge, como del cráter del Etna, un volcán
inmenso. Toda ciencia y todo arte brillan, fulguran... Concluida la
erupción, queda una masa enorme, mezcla de escoria y oro; la
Enciclopedia.
He aquí dos edades del mundo nuevo, dos días de la creación.
El orden falta, la unidad falta. Creemos el hombre, unidad del
mundo, que con él viene el orden y lo que esperamos
ansiosamente; la deseada luz de la justicia divina.
El hombre aparece bajo tres figuras: Montesquieu, Voltaire y
Rousseau. Tres intérpretes del justo.
Falta la ley, busquémosla. Acaso la encontremos oculta en
algún rincón del globo. Acaso en un clima favorable á la justicia,
una tierra mejor que esta produce el fruto de la equidad. El viajero
que va buscándola por todo el orbe es el grandiosamente tranquilo
Montesquieu. Pero la justicia huye delante de él; es relativa y

75
mudable; la ley para él es una relación de las personas, los hechos
y las cosas, ley abstracta y no vivificadora. No devolverá la salud a
la vida.
Montesquieu puede resignarse. Voltaire no. Voltaire es aquel
que sufre, que ha sentido todos los dolores de los hombres que
penan y los ha tomado para él, persiguiendo toda iniquidad.
Cuanto han hecho de malo en el mundo el fanatismo y la tiranía,
es a Voltaire a quien se lo han hecho. Mártir, víctima universal, fue
degollado en la Saint-Barthélemy, enterrado vivo en las grutas de
América, quemado en Sevilla, sometido al Parlamento de Tolosa y
condenado a la afrentosa rueda con Calas... En estos sufrimientos
llora y ríe; risa terrible que destruye las bastillas de los tiranos y los
templos de los fariseos.
Al mismo tiempo se destraban las rejas de las cárceles y se
cierran las iglesias que se llamaban universales, nada una a sí
misma, mientras quería destruir a las demás. Todas caen delante
de Voltaire para dejar paso a la iglesia humana, a la universal
iglesia que recibirá y contendrá a todos los hombres en la justicia
y en la paz.
Voltaire es el testigo del derecho, su apóstol y su mártir. Ha
resuelto la vieja cuestión planteada en el origen del mundo. ¿Puede
haber religión sin justicia, sin caridad?

76
VI

Montesquieu escribe, interpreta el derecho; Voltaire llora y


grita por el derecho. Y Rousseau lo funda.
Hermoso momento aquel en que Rousseau sorprende a
Voltaire agobiado por una nueva desgracia: el desastre de Lisboa.
Voltaire, cegado por el llanto, no ve el cielo. Rousseau le levanta,
le consuela, le vuelve a Dios y sobre las ruinas del mundo proclama
la Providencia.
Más que Lisboa, es el mundo entero el que se deshace. La
Religión y el Estado, las costumbres y las leyes, todo perece... ¿Y la
familia, ¿dónde está? ¿y el amor? ¿y el niño, el porvenir?... ¡Oh!
¿qué se puede pensar de un mundo, donde el amor maternal ha
concluido?
Y eres tú, pobre obrero, ignorante, solo, abandonado,
despreciado por los filósofos, despreciado por los clericales; tú,
enfermo en pleno invierno, agonizando sobre la nieve, en tu
guarida sin techo de Montmorency; tú, Rousseau, quien quieres
resistir solo, escribir, ¡reclamar contra la muerte!
¿Y eres tú, pobre músico, quien va a rechazar el mundo?
Tenías un hilo de voz, entusiasmo y una palabra sonora cuando
llegaste a París, rico de música y esperanza. Ha pasado mucho
tiempo, medio siglo; eres viejo: todo ha concluido... ¿Qué hablas
de renacimiento, de renacimiento de esta sociedad agonizante
cuando tú mismo no puedes más?
Sí, era verdaderamente difícil, aun para un hombre menos
cruelmente maltratado, sustraerse a la general decadencia, no caer
en el abismo, donde todo se corrompía.
¿Dónde encontró punto de apoyo el hombre fuerte que se
detuvo y se mantuvo firme?...
¿Dónde lo encontró, oh mundo deleznable, hombres débiles
o enfermos que lo preguntáis, hijos olvidadizos de Rousseau y de
la Revolución?
Lo encontró en aquello que vosotros habéis descuidado... En
su corazón. Sus sufrimientos le obligaron a leer allá en el fondo y
allí leyó lo que la Edad Media no pudo nunca leer: Un Dios justo...
77
Y aquello otro que ha dicho un glorioso discípulo de Rousseau: «El
derecho es el soberano del mundo.»
Estas magníficas palabras no han sido dichas hasta el final del
siglo; en la revelación es la fórmula profunda y sublime. Rousseau
lo ha dicho por boca de Mirabeau, pero la frase no deja de
pertenecer por eso al genio de Rousseau. Desde el momento que
se separa de la falsa ciencia de su tiempo y de aquella sociedad, no.
menos falsa, veis esta luz iluminar sus escritos; el deber, el
derecho.
Brilla con todo su esplendor, toda su dulce y fecunda potencia
en La Profesión de fe del Vicario Saboyano. ¡Dios mismo sometido
a la justicia! ¡Dios sujeto del derecho! —Digámoslo mejor: Dios y
el Derecho son idénticos.
Si Rousseau hubiera hablado en los términos de Mirabeau, su
palabra no hubiera producido efecto. Otros tiempos, otras
necesidades.
A un mundo dispuesto para obrar el día mismo de la acción,
Mirabeau decía: «El derecho es el soberano del mundo y vosotros
sois los sujetos del derecho!»
A un mundo dominado todavía, débil, inerte y sin empuje,
Rousseau debía decirle y decía: «La voluntad general es el derecho
y la razón.»
Vuestra voluntad es el derecho. ¡Levantaos, pues, esclavos!
«Vuestra voluntad colectiva es la Razón misma.» Dicho de
otro modo: Sois Dios.
¿Ser Dios? lo imposible se torna posible y fácil... Entonces
transformar un mundo es poco; se le puede crear de nuevo.
Y he aquí cómo se explica, porque este débil suspiro escapado
del pecho de un hombre, esa dulce melodía nacida en el corazón
del pobre músico nos hace resucitar.
Francia está removida hasta lo más hondo. Toda la Europa ha
cambiado. La vasta Alemania tiembla sobre sus viejos cimientos.
Critican, pero obedecen... «Sentimentalismo puro», dicen
pretendiendo sonreír, pero siguen nuestros pasos. Los filósofos
mismos, los abstractores de la quinta esencia, van, a pesar suyo,
detrás de las huellas del pobre Vicario saboyano.

78
¿Qué ha pasado? ¿Qué luz divina posee este hombre 'para
hacer un cambio tan grande? ¿Es la fuerza de una idea, de una
inspiración nueva, de una revelación de lo alto? Sí; ese hombre ha
tenido una revelación. Pero la novedad de las doctrinas no es en
este caso lo que más produce y crea. Hay en ello un fenómeno más
extraño; más misterioso, una influencia hasta para aquellos que no
leen, que no la comprenderán jamás. No se sabe de dónde viene
esto, pero desde que esta palabra ardiente ha sonado y se ha
extendido en los aires, la temperatura ha cambiado; es como si
hubiera soplado un aliento cálido y vivificador sobre el mundo; la
tierra comienza a dar frutos que no había producido jamás.
¿Qué es esto? Lo que turba y entusiasma los corazones es un
aire de juventud; he aquí por qué todos ceden. En vano nos
probaríais que aquella palabra es poco expresiva o que está llena
muchas veces de un sentimiento vulgar. Como es la juventud son
las pasiones. Así fuimos nosotros; y si muchas veces volviéramos
a los entusiasmos de la edad juvenil, no sentiríamos mejor el
encanto dulce y amargo a la vez del tiempo que no volverá más.
Entusiasmo, melodía penetrante; he aquí la magia de
Rousseau. Su fuerza tal como se presenta en el Emilio y en el
Contrato Social puede ser discutida, combatida. Pero por sus
Confesiones, sus Ensueños, por su ternura y debilidad ha vencido;
todos hemos llorado.
Los caracteres extraños, hostiles, pueden rechazar la luz, pero
han sentido el calor. No escuchaban la palabra, pero la música le
subyugaba... Los dioses de la armonía profunda, rivales de la
tempestad, que cantaban desde el Rhin á los Alpes, han sentido
también el encanto todopoderoso de la dulce melodía, de la
sencilla voz humana, del canto matinal entonado por vez primera
en la viña de los Charmettes.
Esta fresca y encantadora voz se escucha cuando aquel
corazón tan tierno hace mucho tiempo que yace bajo tierra. Las
Confesiones que se publicaron después de la muerte de Rousseau
parecen un suspiro de la tumba. Vuelve al mundo, resucita más
potente, más admirado, más adorado que nunca.

79
Este milagro tiene algo de común con el de su rival. Voltaire...
¿Rival"? No. ¿Enemigo? No.… que estén para siempre sobre el
mismo pedestal los dos apóstoles de la humanidad.
Voltaire, casi octogenario, enterrado en las nieves de los
Alpes, agotado por la edad y los trabajos, resucita también. El gran
pensamiento del siglo inaugurado por él debe ser por él recopilado;
quien dio la primera nota debe concluir el hermoso cántico del
esplendente coro. ¡Glorioso siglo! Merece ser llamado, para
siempre, la edad heroica del espíritu. He aquí un anciano al borde
de la tumba, que ha visto pasar a los demás, Montesquieu, Diderot
y Buffon, que ha presenciado el ruidoso triunfo de Rousseau...
Voltaire no se desanima; lleno de vida y joven, toma un camino
nuevo... ¿Dónde está el anciano Voltaire? Ha muerto. Pero una voz
le ha despertado en su tumba, la voz que le había hecho vivir; la
voz de la humanidad.
Viejo atleta, ¿tú mereces la corona?... ¡Todavía eres el
vencedor de los vencedores! Durante un siglo, en todos los
combates, sin preocuparte del ejército ni de la doctrina enemiga,
has luchado sin volver el rostro jamás; por un interés, por una
causa; por la humanidad santa... ¡Y te han llamado escéptico!... ¡Y
te han acusado de voluble!... Y han creído sorprenderte en
contradicciones aparentes de una palabra movible que sirvió
siempre al mismo pensamiento.
Tu fe tendrá por remate la obra misma de la fe. Las demás
invocaron la justicia; tú la has hecho; tus palabras son actos,
realidades. Tú defendiste a Galas y a La Barre; tú salvaste a Sirven;
tú hiciste pedazos el patíbulo de los protestantes. Venciste para la
libertad religiosa, y antes bien, para la libertad civil, consiguiendo,
como abogado de los últimos siervos, la reforma de nuestros
bárbaros procedimientos, de nuestras leyes criminales, más
criminales que el crimen mismo.
Todo esto es que la Revolución comienza. Tú las has hecho y
la ves... Para recompensa tuya, mira; hela aquí; ya hecha. Ahora
puedes dormir tranquilo; tu indestructible fe ha servido de aquí
abajo de punto partida, antes de que viésemos la tierra santa.

80
VII

Cuando estos dos hombres murieron, la Revolución estaba ya


hecha en la alta región de los espíritus.
A sus hijos, legítimos é ilegítimos, correspondía difundirla,
divulgarla de cien modos distintos; unos con verbosa elocuencia,
otros en ardiente sátira, alguno fundiendo las medallas de bronce
que corren de mano en mano. Los Mirabeau, los Beaunsarchais, los
Raynal, los Mably, los Sieyes quieren hacer su obra también.
La Revolución marcha, llevando siempre a la cabeza a
Rouscau y a Voltaire. Los reyes mismos la siguen; los Federicos, las
Catalinas, los Josés, los Leopoldos, son la corte de los dos jefes del
siglo... Reináis, grandes hombres, verdaderos reyes del mundo,
reináis, oh, ¡reyes míos!...
Todos parecen convertidos; todos quieren la Revolución; cada
uno, es verdad, la quiere no para él, pero sí para los demás. La
nobleza la haría voluntariamente contra el clero; el clero contra la
nobleza.
Turgot, ministro de Hacienda, apela a todos y les pregunta si
verdaderamente tienen propósito de enmendarse. Todos
responden lo mismo: «Que se haga lo que deba hacerse.»
Entre tanto, veo la Revolución en todas partes, en Versalles
mismo. Todos la admiten hasta un límite que no les alcance: Luis
XVI hasta los planes de Fenelón y del duque de Borgoña; el conde
de Artois hasta Fígaro y él obliga a la reina á que deje representar
el terrible drama. La reina quiere la Revolución en su mismo
palacio, al menos para los advenedizos y los improvisados;
recuérdese que aquella reina, sin prejuicios, despide a sus grandes
damas por conservar a su hermosa amiga, madame de Polignac.
Necker, el hacedor de empréstitos, los mata él mismo,
publicando la miseria de la monarquía. Revolucionario por la
publicidad, cree serlo por aquellas asambleas provinciales, donde
los privilegiados dijeron cuanto era preciso para deshonrar los
privilegios.
Le sucede el espiritual Calonne, que no pudiendo salvar el
Tesoro público, sometiendo a los privilegiados se decide por
81
acusarlos, entregándolos al odio del pueblo. Y así hizo la revolución
contra los notables en tanto que Loménie, sacerdote filósofo, la
hace contra los parlamentos.
Calonne pronunció una frase admirable, cuando declarando
el déficit, muestra el abismo que se abría: «¿Qué falta para
colmarlos? Los abusos.».
Esto era claro para todos, y lo único que no lo fue menos era
saber si Calonne no hablaba en nombre del primero de los abusos,
del que era fundamento y clave del triste edificio... En dos palabras;
¿la realeza contiene y ampara estos abusos denunciados por el
ministro del rey?
Era evidente- que el clero era un abuso y un abuso la nobleza.
El privilegio del clero fundado en la enseñanza y en el ejemplo
que daba al pueblo, había venido a ser un contrasentido. Nadie
tenía menos fe. En su última asamblea se alborota para conseguir
que se castigue a los filósofos, y para pedir esto designa a un ateo
y a un escéptico, a Lourénie y a Talleyrand.
Del mismo modo el privilegio de la nobleza era otro
contrasentido. No pagaba tributos porque pagaba su espada.
Estaba encargada de la leva de vasallos que constituían un ejército
indisciplinado, y que fue llamada por última vez en 1674. Continuó
dando al ejército la oficialidad, cerrando el paso a los demás en la
carrera, haciendo imposible la creación de un verdadero ejército.
La administración, la burocracia fueron invadidas por la nobleza. El
ejército eclesiástico, en sus altas esferas, se proveía con nobles
también. Los que hacían profesión de vivir noblemente, es decir,
de no hacer nada, estaban encargados de hacerlo todo. Y, claro es,
nada se hacía.
El clero y la nobleza eran un peso para la tierra, la maldición
del país, una mala hierba que era preciso cortar. Esto saltaba a la
vista de todos. La única cuestión obscura era la de la realeza;
cuestión no de pura forma, como tantas veces se ha repetido, sino
de fondo; cuestión íntima más viva y palpitante que ninguna otra
en Francia; cuestión, no de política solamente, sino de amor, de
religión. Ningún pueblo ha amado tanto a sus reyes.

82
Los ojos del pueblo que se abrieron bajo Luis XV volvieron a
cerrarse con Luis XVI; la cuestión se obscurece más. La esperanza
del pueblo se concentra una vez más en la realeza.
Turgot espera... Aquel pobre rey, tan mal nacido, tan mal
educado, hubiera querido poder hacer bien. Luchó consigo mismo,
pero sus prejuicios de nacimiento y educación, sus virtudes
mismas de familia le llevaron a la ruina. ¡Triste problema
histórico!... Los justos tienen disculpa, y, sin embargo, los justos
son condenados... Complicidad, restricciones mentales (poco
sorprendentes, sin duda, en el discípulo del partido jesuita), fueron
sus faltas, el crimen que le arrastró a la fuga y a la muerte... A pesar
de ello no puede olvidarse que fue mucho tiempo enemigo de
Austria, enemigo de Inglaterra, que tuvo verdadera pasión por el
engrandecimiento de la marina, que fundó Cherbourg a dieciocho
leguas de Portsmouth, que ayudó a dividir Inglaterra en dos,
creando una Inglaterra contra otra Inglaterra. Aquella lágrima que
Carnot derramó firmando su sentencia, permanece en la historia.
La historia y la justicia, al juzgarle, lloraron.
Cada día son mayores sus sufrimientos. No es este el lugar en
que debo contar estas cosas. Baste decir que el mejor fue el último,
—¡gran lección de la Providencia!—como si fuese necesario que
todos se convencieran de que el mal estaba más que en el hombre
en la institución misma; y así, más que el juicio del rey, la
Revolución hizo el juicio de la antigua realeza. Esta religión ha
concluido. Luis XV o Luis XVI, infame u honrado, eran sus dioses
igualmente, y como hombres fueron iguales, si no por vicio, por
virtud, por bondad débil. Incapaz de rechazar peticiones, de resistir,
cada día inmolaba el pueblo al pueblo de los cortesanos, y como el
Dios de los sacerdotes, dañando a la multitud, salvaba sus
elegidos.
Ya lo hemos dicho; la religión de la gracia, hecha para los
elegidos y el gobierno de la gracia en manos de favoritos son dos
hechos totalmente análogos. La mendicidad privilegiada, ya sea
repugnante y monástica o dorada como en Versalles, es siempre
mendicidad. Dos poderes paternales; la paternidad eclesiástica
caracterizada por la Inquisición y la paternidad monárquica por el
Libro Rojo y la Bastilla.

83
84
VIII
El Libro Rojo

Cuando la reina Ana de Austria se encontró regente, no tuvo,


—según el testimonio del cardenal de Retz— más que estas
palabras en la lengua: «¡La reina es tan buena!»
Aquel día se detuvo el progreso en Francia, y el
perfeccionamiento de las clases inferiores que, a pesar de la dura
administración de Richelieu, adquiría gran impulso, quedó
anulado. ¿Por qué? Porque la «reina era buena.» Colma de favores
la multitud brillante que se presenta en su palacio; toda la nobleza
de provincias, que con Richelieu había huido de la corte, vuelve,
pide, obtiene, toma; cuando menos, todos exigían exención de
impuestos. El labriego que había podido llegar a comprar algunos
pedazos de terruño es el único que paga, todo cae sobre él, no
puede soportar los impuestos y se ve obligado a vender, se
convierte en arrendatario, en jornalero después y en criado.
Luis XIV comienza siendo duro; nada de exención de
impuestos; Colbert suprime 40.000 exceptuados. El país prospera.
Pero Luis XIV también se vuelve bueno y cada día aumentan las
prerrogativas de la nobleza; todo para ella; grados, puestos,
pensiones, beneficios y Saint-Cyr para las señoritas nobles... La
nobleza está floreciente; Francia en la ruina.
Luis XVI es duro, gruñón y niega cuanto le piden; los
cortesanos se quejan amargamente de su rudeza, de sus
desplantes groseros. Es que tiene un mal ministro, el inflexible
Turgot; es que la reina no tiene aún influencia sobre él. En 1773 el
rey acaba por ceder; la reacción de la naturaleza produce su efecto
poderosamente en favor de la reina; él no le niega ya nada ni a su
hermano. Es nombrado interventor general el hombre más amable
de Francia; Mr. de Calonne, que pone tanta gracia y donaire en dar
como en negar sus antecesores. «Señora, —dice a la reina—si esto
es posible, téngase por hecho, y si es imposible se hará también.»

85
La reina compra Saint-Cloud; el rey, tan económico hasta
entonces, se deja arrastrar y compra Rambouillet. ¿Quién dirá que
todo esto es obra de Diana de Polignac que, dirigiendo hábilmente
a Julia de Polignac, saca mucho dinero? La Revolución lo desquicia
todo; arranca duramente el gracioso velo que cubría la ruina
pública. El velo arrancado deja ver el tonel sin fondo de las
Danaidas. El monstruoso negocio de Ruy Paulín y de Fenestrange,
los millones tirados entre la deuda y la bancarrota, arrojados por
una mujer insensata en el delantal de otra mujer, era mucho más
grave de lo que la sátira había dicho. Se ríe, pero se ríe de horror.
El inflexible informador del Comité de Hacienda reveló a la
Asamblea un misterio que nadie sabía: «Para los gastos del rey él
es el único ordenador.»
La única medida en los gastos era la bondad del rey.
Demasiado sensible para negar y afligirse por los que le suplicaban,
resultaba esclavo de todos. Al menor intento de economía se le
agobiaba y hacía retroceder. Muchos llegaban a gritar alto y fuerte.
Mr. de Coigny (primero o segundo amante de la reina por orden de
fecha) se negó a que le mermaran parte de uno de los varios
beneficios enormes que cobraba. Vio al rey y le gritó enfurecido. El
rey se encogió de hombros y no contestó. Aquella noche dijo el rey:
«Verdaderamente, si hubiera querido pegarme le hubiese dejado.»
No hay familia noble, algo tronada, ni madre ilustre en
vísperas de casar un hijo o una hija, que no saque dinero del rey:
«Estas grandes familias contribuyen al brillo de la monarquía, dan
esplendor al trono, etc., etc.» El rey firma tristemente y copia en su
libro rojo: «A Madame..., 500.000 libras.»
Las peticiones iban al ministro: «Yo no tengo dinero, señora.»
Ella insiste, amenaza, puede perjudicarle, tiene influencia
cerca de la reina. El ministro acaba por encontrar el dinero... Como
hizo Loménie, todos se ven obligados a aumentar los tributos de
los pequeños rentistas, que mueran de hambre, si quieren, o a
tomar los fondos de beneficencia y calamidades, y si fuera preciso
robarían las cajas de los hospitales.
Francia está en buenas manos. Todo va bien. Un rey tan
bueno, una reina tan amable... La única dificultad es que,
independientemente de los pobres privilegiados que están en

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Versalles, hay otra clase no menos noble y numerosa, los pobres
privilegiados de las provincias que no tienen nada, ni reciben nada,
según dicen, y gritan y protestan... Comenzaron la Revolución
antes que el pueblo.
A propósito... hay un pueblo. Entre estos pobres afortunados
y estos pobres olvidados, todos con fortuna, nos habíamos
olvidado del pueblo.
¡Ah! el pueblo mira hechos señores a los grandes
propietarios. Las cosas han cambiado. Antes los financieros eran
duros, económicos. Hoy todos son filántropos, dulces, amables,
magníficos. En una mano traen el hambre, es verdad; pero con la
otra reparten alimentos. Lanzan millones de hombres a la
mendicidad, pero hacen limosnas. Construyen hospitales y los
llenan.
«Persépolis, dice Voltaire en uno de sus cuentos, tiene treinta
reyes de los negocios, que sacan millones al pueblo, de los que
reintegran alguna parte al rey. Del impuesto territorial, que
producía ciento veinte millones, la administración general
guardaba sesenta y se dignaba dejar -al rey cincuenta o sesenta.»
La cobranza era una guerra organizada; dejaba caer contra los
contribuyentes un ejército de doscientos mil hambrientos. Estos
salteadores lo arrasaban todo. Para sacar algún jugo de un pueblo
así devorado, se hicieron leyes crueles, con una penalidad terrible,
las galeras, la horca, la rueda. Los cobradores estaban autorizados
para tomar las armas; mataban y eran juzgados por un tribunal
especial de la misma administración que los absolvía.
Lo más chocante del sistema era la bondad, la facilidad del
rey y de los grandes propietarios; de una parte, el rey y de otra los
treinta reyes del dinero daban o vendían la exención de impuestos;
el rey hacía nobles; los grandes propietarios creaban arrendatarios
fingidos que estaban exceptuados también. Así el fisco trabajaba
contra sí mismo. Al mismo tiempo que aumentaba la tributación,
disminuía el número de los que pagaban; el peso, agobiando cada
vez menos espaldas, era insoportable.
Los dos órdenes privilegiados pagaban lo que les parecía: el
clero un donativo voluntario pequeñísimo; la nobleza contribuía
por ciertos derechos, pero según lo que se le antojaba declarar; los

87
agentes del fisco, sombrero en mano, anotaban sin registro ni
inspección alguna. El vecino pagaba si no era noble.
Si fuese por derecho de conquista, por la tiranía de un señor
por lo que aquel pueblo perecía, podría resignarse. ¡Perecía por
bondad! ¡Sufriría la dureza de un Richelieu! pero ¿cómo soportar
la bondad de un Lomênie y de un Colonne, la sensibilidad de los
estadistas y financieros, la filantropía de los grandes propietarios?
¡Sufrir, morir en buena hora! pero sufrir por elección, morir
de lo arbitrario, de suerte que la gracia para uno, sea muerte y ruina
para el otro, ¡es demasiado, oh, es demasiado!
Hombres sensibles que lloráis los males de la Revolución (con
demasiada razón, sin duda): derramad aquí algunas lágrimas por
los males que la precedieron.
Venid a ver, os lo ruego, este pueblo tendido en tierra, pobre
Job, entre sus falsos amigos, sus patrones, sus famosos
salvadores, el clero, la nobleza y el rey. Ved la dolorosa mirada que
dirige al rey sin hablarle. Y esta mirada que dice:
«¡Oh, rey, del que yo había hecho mi Dios y a quien imploraba
como a Dios mismo; a quien desde el fondo de la muerte he pedido
tanto mi salvación, vos mi esperanza, ¡vos mi amor!, ¿por qué no
me habéis escuchado?»

88
IX
La Bastilla

El médico de Luis XV y de madame de Pompadour, el ilustre


Quesnay, que ocupaba una habitación en el palacio de Versalles,
vio un día entrar al rey de improviso y se turbó. La espiritual ayuda
de cámara, madame du Hausset, que tan curiosas Memorias ha
dejado escritas, le preguntó por qué se desconcertaba de aquel
modo. «Señora, respondió el médico, cuando veo al rey me digo:
He aquí un hombre que puede hacerme cortar la cabeza. »—«¡Oh,
dijo ella, el rey es demasiado bueno!»
Aquella mujer reasumía en dos palabras todas las garantías
de la monarquía.
El rey era demasiado bueno para hacer cortar la cabeza a un
hombre; además, esto no estaba en las costumbres. Pero, con una
sola palabra podía hacerle entrar en la Bastilla y olvidarle.
Queda por saber si vale más morir de un golpe, que perecer
lentamente en treinta o cuarenta años.
Había en Francia una veintena de bastillas, de las que seis
solamente en 1775, encerraban trescientos prisioneros. En París,
en 1779 había treinta prisiones donde se podía estar encerrado sin
haber sido sometido a juicio. Una infinidad de conventos servían
de cárceles suplementarias a estas bastillas.
Todas estas prisiones de Estado fueron a fines del reinado de
Luis XIV gobernadas, como todo lo demás, por los jesuitas. En sus
manos fueron instrumentos de suplicio para los protestantes y los
jansemistas, antros de conversión. Un secreto mucho más
profundo que el de las cárceles de Venecia, olvido de tumba, lo
envolvía todo. Los jesuitas eran confesores de la Bastilla y de las
demás cárceles; los prisioneros muertos eran enterrados con
nombres falsos en las iglesias de los jesuitas. Todos los
procedimientos de terror estaban en sus manos, especialmente el
encierro subterráneo, del que se salía casi siempre con las orejas y
las narices roídas por las ratas... No solamente el terror, sino la
seducción también... tan poderosos ambos medios para los pobres
89
prisioneros. El capellán, para hacer más eficaz la gracia, apelaba a
la cocina, mataba de hambre o alimentaba bien a los prisioneros,
según resistían o se entregaban. Se cita una prisión de Estado
donde los carceleros y los jesuitas alternaban con las prisioneras,
haciéndolas tener hijos. Una prefirió estrangularse.
El jefe de policía iba de vez en cuando a almorzar en la
Bastilla.
Esta visita era la vigilancia del magistrado, pero éste no se
enteraba de nada, y, sin embargo, era él quien únicamente
informaba al ministro. Una familia, una dinastía, Chateauneuf y su
hijo la Voilliere y su nieto Saint-Florentín (muerto en 1777),
desempeñaron durante un siglo el departamento de las prisiones
de Estado. Para que esta dinastía subsistiera era preciso que
hubiese prisioneros; cuando los protestantes alcanzaron la libertad
se encarceló a los jansemistas; después a los literatos, a los
filósofos, los Voltaire, los Freret, los Diderot. El ministro
generosamente daba órdenes de prisión en blanco a los
intendentes, a los obispos, a las personas influyentes. Solamente
Saint-Florentín regaló cincuenta mil. Jamás se fue más pródigo del
tesoro humano, de la libertad. Estas órdenes de prisión eran
motivo de un provechoso tráfico; se vendían a los padres que
querían encerrar a sus hijos y se regalaban a las mujeres guapas
que querían deshacerse de sus maridos. Esta última causa de
reclusión era la más frecuente.
Y todo esto por bondad. El rey era demasiado bueno para
negar una orden de prisión a un gran señor o a una alta dama. El
intendente era demasiado amable también para negarse a estas
peticiones. Los empleados del ministerio, los señores que los
colocaron y los amigos de los empleados y de los señores por
obligación, por gratitud, por simple favor obtenían, daban y
prestaban estas órdenes terribles con las que se enterraban vivos.
Enterrado el pobre diablo, porque tal era la incuria, la ligereza y
abandono de aquellos amables empleados del ministerio, nobles
casi todos, gentes de sociedad, muy ocupados en sus placeres,
podía olvidarse de la vida.

90
Así, el Gobierno de la gracia, con todas sus ventajas,
descendiendo desde el rey al último empleado de la oficina,
disponía a capricho de la libertad y de la vida.
Es necesario comprender bien el sistema.
¿Por qué da tales resultados? ¿Qué tiene para que todo se le
rinda? Tiene la gracia de Dios. Tiene la gracia del rey.
El que está en desgracia, en este mundo de la gracia atraviesa
el mundo... perseguido, castigado, maldito.
La Bastilla, la orden de prisión es la excomunión del rey.
¿La excomunión mata? No. Para matar hace falta una decisión
del rey, una resolución penosa, que mortificaría al mismo rey
porque se celebraría un juicio entre él y su conciencia.
Dispensémosle de juzgar, de matar. Hay un medio entre la vida y
la muerte; una vida muerta, enterrada. Organicemos un mundo
expresamente para el olvido. Pongamos la mentira en las puertas,
dentro y en los alrededores, y así la vida y la muerte permanecerán
en la incertidumbre... «¿Y mi mujer? —Tu mujer ha muerto... digo,
no... se ha vuelto a casar... —¿Y mis amigos, viven? ¿se acuerdan
de mí?... ¿Tus amigos, eh? Necio, ellos fueron los que te
traicionaron...» Así el alma del miserable, entregada a estos juegos
feroces, se alimenta de desesperaciones, de rabia y de mentiras.
¡Olvidado! Palabra terrible. ¿Quién fue hecho por Dios para la vida
no tenía, cuando menos, el derecho de vivir con el pensamiento?
¿Quién se atreverá, sobre la tierra, a dar al hombre más culpable
esta muerte, más horrible que cualquier otra, matarle en la
memoria de los seres que ama?
¡No lo creáis! Nada queda olvidado en este mundo; ningún
hombre, ninguna cosa. Lo que ha sido una vez no se borra
fácilmente... Los muros mismos no olvidarán, el suelo será
cómplice, el techo dejará pasar los sonidos, los rumores, el aire los
esparcirá por el mundo. Desde la puerta de San Antonio se ha visto,
se ha oído... ¿Qué digo? La Bastilla será derruida. Sobre los muros
hay escrito un himno entonado por una víctima en gloria de un
carcelero compasivo, bienhechor suyo... ¡Pobre agradecido!...
Aquel Lázaro, bárbaramente abandonado, comido de gusanos en
su tumba, recibió del carcelero una camisa...

91
Mientras escribo estas líneas, una montaña, una Bastilla
agobia mi pecho. ¿Por qué me detengo tanto tiempo hablando de
las prisiones demolidas, de los infortunados librados de las garras
de la muerte?... El mundo está cubierto de prisiones, desde
Spielberg a la Siberia, desde Spaudau al monte San Miguel. El
mundo es una prisión.
Vasto silencio del globo, sollozantes gemidos de la tierra
muda, os escucho demasiado... El espíritu cautivo que se esconde
en las especies inferiores, que sueña en el mundo bárbaro de África
y Asia, piensa y sufre en nuestra Europa. Acaso no habla en Francia,
a pesar de sus grilletes. Pero aquí el genio de la tierra encuentra
una voz. El mundo piensa; Francia habla.
Y justamente por esto, la Bastilla de Francia, la Bastilla de
París, la prisión del pensamiento fue entre todas las cárceles
execrable, infame y maldita. En los últimos siglos, París era ya la
voz del globo. El planeta se hacía oír en la voz de tres hombres:
Voltaire, Juan Jacobo y Montesquieu. ¡Que los intérpretes del
mundo tengan siempre suspendida sobre su cabeza la indigna
amenaza; que se intente cerrar la estrecha abertura por donde el
género humano puede exhalar sus lamentos, oh, ¿es demasiado?...
Nuestros padres asaltaron la Bastilla, arrancaron piedra a
piedra todas las de la inmensa mole con sus manos
ensangrentadas y las arrojaron muy lejos. Las tomaron en seguida,
y dándoles otra forma para que no volvieran a ser empleadas
contra el pueblo, construyeron con ellas el puente de la
Revolución...
Todas las prisiones se habían ido haciendo más tolerables. La
Bastilla se había endurecido. De reinado en reinado se disminuía lo
que irónicamente llamaban los carceleros, las libertades de la
Bastilla. Poco a poco se tapiaban las ventanas o se le agregaban
rejas. En tiempo de Luis XVI se quitó el jardín y se suprimieron los
paseos de que gozaban los reclusos dando vueltas, unos detrás de
otros, estrechamente vigilados. En esta época dos cosas
contribuyeron a aumentar la irritación; las memorias de Linguet,
que revelaron la innoble ferocidad interior y más decisivamente, la
historia de Latude, no escrita, no impresa, circulando
misteriosamente, pasando de boca en boca.

92
A mí al menos, me causaron un efecto profundo, cruel, las
cartas del prisionero. Enemigo declarado de la barbarie de las
penas perpetuas, pedí a Dios, en aquel momento, un infierno para
los tiranos.
¡Ali, M. de Sartine! ¡ah, madame Pompadour, con qué peso
os habéis agobiado! Cómo se ve en esta historia de qué modo, una
vez en la injusticia, se camina rápidamente, de mal en peor, de la
misma manera que el terror que va del tirano al esclavo, vuelve al
tirano. Habiendo sido detenido aquel desventurado, sin juicio
previo, por una falta ligera, la Pompadour y Sartine influyeron
contra él, y una piedra eterna, cubriendo la entrada de su prisión,
le lanzó en el infierno del silencio.
Y esto no puede tolerarse. Aquella piedra se mueve, se
levanta... y de detrás de ella sale una voz baja, profunda, terrible...
un doloroso lamento… un sollozo de fuego... En 1781 Sartine
siente el castigo... En 1784 el rey mismo es afrentado... En 1789 el
pueblo lo sabe todo, lo ve todo, basta la escala por donde se fuga
el prisionero... En 1793 la familia de Sartine sube a la guillotina.
Para desgracia de los tiranos, resultó que habían encerrado
en vez de un prisionero abatido, un hombre ardiente y terrible, que
nada podía domar, cuya voz atravesaba los muros y cuyo espíritu
y audacia eran invencibles. Cuerpo de hierro, indestructible, que
debía pasar por todas las prisiones, la Bastilla y Vicennes y
Charenton y finalmente los horrores de Bicetre, donde cualquier
otro hubiera perecido.
Y la acusación se agrava, porque este hombre, dos veces
escapado de sus prisiones, se entrega él mismo otras dos. Una de
ellas escribió a madame de Pompadour, quien le hace prender
nuevamente... Pues qué, ¿la alcoba de un rey no es un lugar
sagrado?
Desgraciadamente me veo obligado a decir que, en aquella
sociedad de molicie, débil, caduca, aquel preso portentoso
conmovió a filántropos, ministros, magistrados y grandes señores;
todos se lamentaron, pero ninguno hizo nada. Llora Malesherbes,
y de Gourgues y Lamoignon y Rohan; todos lloraron lágrimas
candentes pero infecundas.

93
El entre tanto, asfixiándose en la pestilencia de sus propios
excrementos, encerrado bajo tierra en Bicetre, rugiendo de
hambre, continúa en titánica lucha. Había dirigido un memorial a
no sé qué filántropo, valiéndose para ello de un carcelero borracho.
Afortunadamente éste pierde el documento, que encuentra una
mujer en medio de la calle. Lo lee y tiembla indignada. No llora,
pero comienza a trabajar.
Madame Legros era una pobre traficante en mercería, que
vivía de su trabajo, cosiendo en su tiendecita; su marido daba
lecciones de latín. No teme mezclarse en este terrible asunto. Con
un asombroso buen sentido vio lo que los demás no habían visto
o no habían querido ver; que el desgraciado prisionero no estaba
loco, sino que era víctima de la infamia del gobierno, necesitado de
encubrir sus faltas antiguas con nuevas felonías. Vio esto claro y
no desmayó un momento. No hay heroísmo más completo; tuvo
audacia para emprender, fuerza para perseverar, obstinación en el
sacrificio de cada día y cada hora, valor para despreciar las
amenazas, sagacidad y toda suerte de santas habilidades para
destruir las calumnias de los tiranos.
Tres años, día por día, persigue su objeto con una constancia
jamás vista en el bien, poniendo en el esclarecimiento del derecho
y la justicia aquel raro afán con que el cazador o el jugador siguen
la pieza o la carta; con el apego que todos los humanos solemos
poner en la satisfacción de las malas pasiones.
Le sobrevienen toda clase de desventuras, y cada vez más
terca y entusiasta, no abandona su empresa. Mueren su padre y su
madre, se arruina en su tráfico y cierra su tiendecita; sus parientes
sospechan de ella una villanía y la acusan cruelmente. Le
preguntan si es la querida del preso que defiende con tanto ahínco.
¡Querida de aquella sombra, de aquel cadáver, devorado por la
sarna y los piojos!
Y la tentación de las tentaciones, el colmo de los sufrimientos,
el dolor más grande de su calvario son las injustas desconfianzas
de aquel por quien hace este sacrificio.
¡Hermoso espectáculo el de esta mujer, pobre, mal vestida,
que va de puerta en puerta, acechando los descuidos de los

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porteros para entrar en los hoteles, defender su causa ante los
grandes y pedirles su apoyo!
La policía se indigna: Madame Legros puede ser detenida de
un momento a otro, encerrada, perdida para siempre; todos se lo
advierten.
El jefe de policía la llama a su despacho y le amenaza.
Permanece inmutable, firme. Es él quien tiembla.
Por fortuna, se le ofrece el apoyo de madame Duchesne, dama
de servicio en palacio. Marcha a Versalles, a pie, en pleno invierno,
estando embarazada de siete meses... La protectora está ausente;
corre tras ella, cae y sufre una torcedura, pero no por eso corre
menos... Madame Duchesne la oye, llora mucho, pero ¿qué puede
hacer? Una dama de servicio contra dos o tres ministros; la partida
es difícil. Tenía en la mano el memorial, y un abate de la corte que
está presente se lo arranca de las manos, diciéndole que se trata
de un miserable, de un incorregible del que no se debe volver a
acordar.
Bastó una frase parecida para que María Antonieta, a quien
habían hablado, y que estaba conmovida, se tranquilizara. Todo ha
concluido.
Seguramente no había en toda Francia hombre mejor que el
rey. Acabaron por apelar a él. El cardenal de Rohan (un licencioso,
pero algo caritativo) había tres veces a Luis XVI, quien se negó a
acceder. Luis XVI era demasiado bueno para no creer en M. de
Sartine. No estaba éste ahora en ningún alto puesto, pero no era
esa razón bastante para deshonrarlo y entregarle a sus enemigos.
Aparte esto, —preciso es decirlo, —Luis XVI amaba la Bastilla; no
quería en ella debilidades para que no mermara su reputación.
El rey era muy humano. Había moderado el régimen en
Chatelet, había suprimido Vincennes y creado la Forcé, para los
prisioneros por deudas, separándolos de los ladrones.
Pero ¡la Bastilla!, ¡la Bastilla!, era esta un viejo servidor al que
no debía maltratar la monarquía. Era un sistema de terror. Era
como dice Tácito: «Instrumentum regni.»
Cuando el conde de Artois y la reina, queriendo conseguir que
Fígaro se representara, le leyeron la obra, el rey dijo como única
respuesta: «¡Sería preciso, entonces, suprimir la Bastilla!

95
Cuando se hizo en París la revolución de Julio del 89, el rey,
bastante intranquilo, pareció tomar su partido. Pero cuando le
dijeron que el Ayuntamiento de París había acordado la demolición
de la Bastilla, recibió un golpe mortal. «¡Ah!, dijo: ¡es demasiado!»
En 1781 no podía el rey ordenar una información que
comprometiera la Bastilla. Repuso lo mismo que a Rohan cuando
éste le hablaba del infortunado Latude. Algunas damas de alto
rango insistieron también. Entonces hizo concienzudamente un
examen del asunto, leyendo todos los papeles; como no había más
documentos que los de la policía y los de gente interesada en tener
encarcelada a la víctima hasta su muerte, respondió el rey que se
trataba de un hombre peligroso, al que no devolvería la libertad
¡Jamás!
¡Jamás! Pues bien, lo que no se haga por el rey, se hará a
pesar del rey. Madame Legros, con fe asombrosa, persiste. La
acoge Condé, siempre descontento, y el duque de Orleans,
impulsado por su sensible esposa, la hija del buen Ponthievre, la.
acogen los filósofos, el marqués de Condorcet, secretario perpetuo
de la Academia de Ciencias; y Dupaty y de Villette, casi yernos de
Voltaire, etc., etc.
La opinión va creciendo; la onda va ensanchándose. Necker
había sustituido a Sartine; su amigo y sucesor Lenoir había caído
también del poder... La perseverancia será condenada pronto por
el éxito. Latude se obstina en vivir y madame Legros se obstina en
librar a Latude.
El amigo de la reina, Breteuil, tiene influencia en 1783 y quiere
conseguir que todos la adoren. Trata de ganarse voluntades y
permite a la Academia dar el premio de virtud a madame Legros,
coronarla en sesión pública... con la condición singular de que no
se diga el motivo.
Al año siguiente, en fin, se arranca a Luis XVI la libertad de
Latude. Y algunas semanas después se publica una orden
prohibiendo a los intendentes encerrar a nadie, a petición de sus
familias, sin razón bien fundamentada e indicando el tiempo
preciso de la detención, etc. Es decir, que se levantaba el velo del
monstruoso abismo en que Francia había estado sumida. El pueblo
sabía ya bastante, pero el Gobierno lo confesaba todo.

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Desde el sacerdote al rey, desde la Inquisición a la Bastilla, el
camino es directo, pero largo. ¡Santa, santa Revolución, ¡cuánto
tardas en llegar!... ¡Os esperaba hace mil años, en la huella
sangrienta de la Edad Media y todavía os espero!... ¡Qué
lentamente pasa el tiempo! ¡Cuento los días, las horas!... ¿Llegarás
alguna vez?
En 1784 dice Mably: «¡Ah, todo ha concluido; hemos caído
muy hondo; las costumbres son enervadoras! ¡Jamás, oh, nunca
jamás vendrá la Revolución!»
Hombres de poca fe, ¿no veis que mientras el espíritu de la
Revolución esté entre vosotros, filósofos, oradores, sofistas, no
puede hacer nada? Gracias a Dios, el espíritu penetra en los
obreros, en las mujeres, se extiende por el pueblo... Ahí está esa
mujer, que, por su voluntad perseverante, indomable, abre las
prisiones del Estado; ella, antes que nadie, ha tomado la Bastilla...
El día en que la libertad, la razón abandonen los razonamientos y
desciendan a la naturaleza y aniden en el corazón (y el corazón del
corazón es la mujer) todo habrá concluido; todo lo artificial será
destruido... Rousseau, te comprendemos. Con cuánta razón decía:
«¡Volvamos a la Naturaleza!»
Una mujer se bate en la Bastilla. Las mujeres hacen el 5 de
Octubre. En Febrero de 1789 leo con enternecimiento la valiente
carta de las mujeres casadas y solteras de Angers: «Declaramos
que pertenecemos a la nación, reservándonos el cuidado de los
bagajes, provisiones, consuelos y demás servicios que puedan
depender de nosotras; antes pereceremos que abandonar a
nuestros esposos, amantes, hijos y hermanos...»
¡Oh, Francia, estás salvada! ¡oh, mundo, estás redimido!...
¡En el cielo se divisa la ráfaga luminosa de Juana de Arco!... ¡Qué
importa que ahora aparezca en forma de varón joven Hoche,
Marceau, Joubert o Kleber!
¡Gran época, momento sublime en que los más guerreros de
los hombres son los hombres de la paz; en que el derecho, tanto
tiempo deseado y llorado, aparece; en que la gracia, en nombre de
la que la tiranía nos tortura, se presenta concordante, idéntica a la
justicia!

97
¿Qué es el antiguo régimen, el rey, el sacerdote, el noble, la
vieja monarquía? La tiranía en nombre de la gracia.
¿Qué es la Revolución? La reacción de la equidad, el
advenimiento tardío de la justicia eterna.
Justicia, madre mía; derecho, padre mío: sois con Dios una
sola cosa, un solo ser....
Porque yo, uno de la multitud, uno de aquellos diez millones
de hombres que sin la Revolución no hubieran nacido, ¿de quién
sino de vosotros me proclamaré efecto, heredero?...
Perdonadme, ¡oh, Justicia!; os creía austera y dura, sin
comprender que sois la gracia y el amor mismos... Por esto era
débil con la Edad Media, que repetía esta palabra del amor sin
hacer las obras del Amor.
Hoy, reconcentrado en mí mismo, con el corazón más
ardiente que nunca, te comprendo entera, hermosa justicia de
Dios...
Tú eres verdaderamente el amor; eres idéntica a la gracia...
Y como tú eres la justicia, tú me sostendrás en este libro,
donde mi corazón me marca el camino y donde no alentará mi
interés propio, ni ningún pensamiento de aquí abajo. Sé justa hacia
mí y yo lo seré con todos... porque, ¿para quién y por qué escribo
yo todo esto, sino por ti, Justicia eterna?

31 Enero, 1847.

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LIBRO PRIMERO

ABRIL-JULIO DE 1789

CAPITULO PRIMERO
Elecciones de 1789

El pueblo entero llamado a elegir los electores, escribir sus quejas y sus
peticiones, — Confiábase en la incapacidad del pueblo. —Seguridad del
instinto popular; firmeza del pueblo, su unanimidad. —Retárdase la
convocatoria de los Estados —Retárdanse las elecciones de París. —Primer acto
de la soberanía nacional. —Los electores perturbados por el motín. —Motín
Reveillón. —Quién tenía interés en las perturbaciones. —Terminan las
elecciones. (Enero-Abril de 1789).

La convocatoria de los Estados generales de 1789 es la


verdadera era del nacimiento del pueblo. Era el llamamiento del
pueblo entero al ejercicio de sus derechos.
Al menos pudo escribir sus quejas, dar sus votos, elegir sus
compromisarios.
Hasta entonces se había visto en pequeñas nacionalidades
republicanas ser admitidos todos sus ciudadanos en el ejercicio de
los derechos políticos, pero jamás se había hecho esto en un gran
reino, en un imperio, como era Francia. El caso era nuevo, no sólo
en nuestra historia, sino en la del mundo.
Así, cuando al cabo de tantos años, se escucharon estas
palabras: «Todos se reunirán para elegir4, todos presentarán sus
reclamaciones», se produjo una conmoción inmensa, profunda,
como un temblor de tierra; la conmoción llegaba a las regiones
obscuras y mudas, donde nadie hubiera sospechado que existiese
la vida.
Todas las ciudades y pueblos eligieron; no solamente las
ciudades importantes, como en los antiguos Estados; los pueblos,
las aldeas, los campos eligieron también.

4 Los contribuyentes mayores de 25 años debían elegir a los electores que nombraban
los diputados y concurrir a la redacción de las actas. Los impuestos alcanzaban a todo el
mundo, al menos por la capital, por lo que, exceptuando a los criados, toda la población era
convocada a las elecciones.

99
Cinco millones de hombres acudieron a las elecciones.
¡Grandioso y raro espectáculo ver todo un pueblo que en un
momento pasaba de la nada a la afirmación de su ser; ¡que basta
entonces callado, entonaba de pronto una voz solemne!
Idéntica llamada de igualdad había sido dirigida a poblaciones
prodigiosamente desiguales, no solamente en posición, sino en
cultura, estado moral y sobre todo en ideas. ¿Cómo respondería el
pueblo, tan raramente conformado? He aquí la cuestión. El fisco de
una parte, el feudalismo de otra, luchaban para ahogarle con la
pesadumbre de los males consuetudinarios. La realeza le había
otorgado la vida municipal y con ella la educación que comenzaba
a adquirir en el manejo de los asuntos comunales. El clero, su
maestro obligado, no le enseñaba nada desde hacía mucho tiempo.
Antes, al contrario, parecía haber hecho todo lo posible para
volverle incapaz, dejándole sin palabra ni pensamiento; y entonces,
cuando le vio más que amodorrado muerto, le decía: «Levántate,
anda, habla.»
Se había confiado demasiado en esta incapacidad del pueblo;
jamás se creyó haber provocado un movimiento semejante. Los
primeros que pronunciaron el nombre de los Estados generales, los
parlamentarios que los reclamaron, los ministros que los
prometieron, Necker que los convocó, todos, en fin, creían que el
pueblo miraría indiferente la elección y no tomaría parte en ella.
Creyeron con aquella convocatoria solemne, con aquella evocación
dirigida a una masa inerte, causar algún temor a los privilegiados.
La corte misma, que era el privilegiado de los privilegiados, el
abuso de los abusos no tenía deseo alguno de combatirlos.
Esperaba solamente forzar los impuestos sobre el clero y la
nobleza, llenando la caja pública de donde sacaba los fondos de la
suya.
La reina, ¿qué quería? Entregada a nobles improvisados,
escarnecida por la nobleza con canciones y epigramas, cada día
más menospreciada y sola, quería vengarse de sus burladores,
intimidarlos, obligándoles a estrecharse y unirse en derredor de su
rey. Había visto a su hermano José el sistema de oponer las aldeas
a las ciudades, a los prelados, a los grandes. Este ejemplo, sin duda
alguna, la hizo partidaria de las ideas de Necker, consintiendo en

100
dar al Tercer estado tantos diputados como sumasen el clero y la
nobleza reunidos.
Y Necker, ¿qué quería? Dos cosas a la vez; aparentar mucho
y hacer poco.
Para las apariencias, para la gloria, para ser celebrado,
exaltado en los salones, elogiado por el pueblo, quería
generosamente duplicar el número de los diputados del Tercer
estado.
En realidad, quería ser generoso sin serlo.
El Tercer estado, más o menos numeroso, no sería siempre
más que uno de los tres órdenes, un voto contra dos; Necker
confiaba en mantener la costumbre de votar por Estados, un voto
cada uno, sistema que tantas veces había hecho ineficaz la reunión
de los Estados generales5. Además, anteriormente, el Tercer
estado había sido muy modesto, muy respetuoso y bien
amaestrado. Elegían para diputados nobles, los más de ellos
improvisados, parlamentarios y algunos otros que se enorgullecían
de votar con la nobleza, contra los intereses de los que los habían
elegido.
Todo esto prueba que Necker no tenía propósitos serios, y
que únicamente quería, con aquella gran fantasmagoría, vencer el
egoísmo de los privilegiados, hacerles abrir el bolsillo, y que en
aquellos Estados, convocados contra ellos, se defendieran menos,
para asegurarse una influencia avasalladora 6.
Las asambleas populares debían ser elegidas en alta voz,
imponiéndose que los pobres, con tal procedimiento electoral, en
presencia de los nobles y los personajes, carecerían de firmeza para

5
Para conocer bien esto, conviene leer las curiosas apelaciones de Necker, su discurso dirigido
al Tercer Estado. (Obras, VI 419, 443, etc.) Como en todas sus obras se siente extraño, poco
firme en Francia, un viajero, siempre de paso, habla delante de la nobleza con el sombrero en
la mano; es un protestante que quisiera encontrar gracia delante del clero. Para defender los
privilegios contra el pobre Tercer Estado, se le presenta débil, tímido, casi de rodillas; aparenta
hacerle signos de inteligencia... Y a la vez quiere hacer entender a los de¬ más que todos los
que lo forman son unas excelentes personas, a quienes se podrá engañar enseguida.
6
Los órdenes privilegiados resultaban doblemente favorecidos: l.°No estaban sujetos a los
dos grados de la elección; elegían directamente sus diputados; 2.° Todos los nobles eran
electores, no solamente los que tenían vasallos, como en los antiguos Estados; y el privilegio,
extendido a una enorme población de nobles, resultaba más odioso todavía y más ridículas
sus pretensiones absorbentes.

101
mantener alta la cabeza y pronunciar otros nombres distintos de
los que le fueran dictados.
Llamando a la elección a las gentes del campo y de las aldeas,
Necker creía realizar un acto político habilidísimo; de tal
modo el espíritu democrático despertaba en las ciudades grandes
entusiasmos, mientras los campos estaban dominados por la
nobleza y el clero, poseedores de dos terceras partes de la tierra.
Así llegarían a la elección millones de hombres, dependientes,
trabajadores y arrendatarios de los nobles y el clero, que podían
ser intimidados por sus-agentes, intendentes, procuradores o
secretarios.
Necker sabía, por experiencia de Suiza, que el sufragio
universal podía ser, en ciertas ocasiones, el apoyo de la
aristocracia. Pareció tan bien esta idea a los notables a quien
consultó, que quisieron hacer electores a los criados mismos.
Necker no consintió esto y la elección cayó enteramente en manos
de los grandes propietarios.
El resultado desmintió todos los cálculos7. El pueblo, tan poco
preparado, demostró un instinto muy seguro/Cuando se le
convocó a la elección y-se le dijo su derecho se encontró con que
tenía bien poco que aprender. En este prodigioso movimiento de
cinco o seis millones de hombres, hubo alguna vacilación, por
ignorancia de los procedimientos y especialmente porque la mayor
parte no sabían escribir. Pero aquellos hombres supieron hablar;
supieron en presencia de sus señores, sin olvidar sus costumbres
respetuosas ni abandonar su humilde actitud, nombrar dignos
compromisarios, que eligieron diputados enérgicos y firmes.
La admisión de los campesinos en la elección dio el
inesperado resultado de llevar entre los diputados de los órdenes
privilegiados una democracia numerosa, en la que no se había
pensado; doscientos curas, y entre ellos tres enemigos de sus
obispos.

7
El rey declaró en la convocatoria de elecciones en París que no conocía exactamente el
número de habitantes de la ciudad más conocida del reino, y que por lo tanto no podía
adivinar el número de los electores, etc.

102
En Bretaña y en el Midi, el campesino elegía voluntariamente
a su cura, que, además, siendo el único que sabía escribir, recibía
los votos y organizó toda la elección.
El pueblo de las ciudades, un poco mejor preparado, habiendo
recibido algunos destellos de la filosofía del siglo, demostró un
admirable entusiasmo, un exacto conocimiento de su derecho. No
ha habido en el mundo elecciones como aquellas, por la rapidez y
certidumbre con que las masas de hombres inexperimentados
dieron su primer paso político.
En las notas donde consignaron sus quejas y peticiones
apareció una mancomunidad y acuerdo inesperados, imponentes,
que dieron al voto público una fuerza irresistible. ¡Desde cuánto
tiempo atrás estaban aquellas quejas en todos los corazones!...
Costó mucho escribirlas todas. En uno de los distritos se presentó
un cuaderno que comprendía un código; fue comenzado a media
noche y se concluyó de leer a las tres.
Un movimiento tan extenso, tan variado, con tan escasa
preparación, resulta unánime... Todos toman parte en él, y
exceptuando un número imperceptible, todos quieren lo mismo.
Fue un acuerdo unánime, sin reservas y creó una situación
muy clara; de un lado la nación, de otro el privilegio. Y en la nación
no se notaba ninguna distinción posible ni separación entre el
pueblo y la burguesía ni entre los cultos y letrados y los ignorantes.
Las letras sólo hablaron y escribieron, pero escribieron el
pensamiento de todos. Los cultos formularon las peticiones
comunes y, con noble desprendimiento, aquellas peticiones
interesaban más a la masa muda que a ellos.
¡Ah! ¿En el porvenir quién no se sentirá conmovido al
recordar este momento sublime que fue punto de partida? El
momento fue breve, pero en él fue engendrado el ideal, donde
tendremos siempre concentrada la esperanza del porvenir...
¡Sublime acuerdo en que las nacientes libertades de cada
clase social, más tarde opuestas, se abrazaron tan tiernamente
como hermanos en la cuna!...
Esta unión de clases diversas, esta gran aparición del pueblo,
en su formidable unidad, llena de espanto a la corte, haciéndose
los últimos esfuerzos cerca del rey para decidirle a faltar a su

103
palabra. El comité Polignac había imaginado para amedrentarle,
poniéndole entre dos temores, hacer escribir y firmar a los
príncipes una carta audaz en la que amenazaban al rey,
presentándose como jefes de los privilegiados, hablando de
negación de impuestos, de divisiones, casi de la guerra civil.
¿Pero cómo hubiera podido el rey impedir la reunión de los
Estados? Pedida por los parlamentos y los notables, prometida por
Brienne y por Necker, debían, al fin, los estados reunirse el 27 de
Abril. Se aplazó la apertura para el 4 de Mayo... ¡Prórroga
peligrosa! Alas voces que se elevaban uniose una nueva, que no se
había querido escuchar durante todo el siglo XVIII, la voz de la
tierra... de la tierra desolada, estéril, negándose á sustentar al
hombre... El invierno había sido terrible, el estío fue una
prolongada sequía; la tierra no produjo nada; el hambre comenzó.
Los panaderos, cuyas tiendas peligraban, ante la multitud
amotinada y hambrienta, denunciaron a varias compañías
acaparadoras de cereales. Sólo una cosa contenía al pueblo,
obligándole pacientemente á ayunar y esperar: la reunión de los
Estados generales. Vaga esperanza, pero esperanza, al fin, que
alentaba y sostenía; la próxima Asamblea era un Mesías; bastaría
que hablase para que las piedras se tornaran panes.
Las elecciones, ya retrasadas, lo fueron mucho más en París,
donde se celebraron las vísperas de la reunión de los Estados.
Creíase que la mayoría de los diputados no asistirían a las primeras
sesiones, pudiéndose asegurar la separación de los tres órdenes,
dando así mayoría a los privilegiados.
París fue ocupado militarmente; por las calles desfilaban sin
cesar patrullas de soldados; los locales donde la elección había de
celebrarse fueron rodeados por las tropas, que cargaban sus armas
delante de la multitud.
Ante estas demostraciones, que parecían buscar un pretexto
de algarada, los electores se mantuvieron serenos y firmes. Apenas
se reunieron las masas, fueron destituidos los presidentes
nombrados por el rey. En sesenta distritos sólo tres de aquellos
fueron reelegidos, haciéndoles declarar antes que presidirían como
elegidos del pueblo. Grave medida; primer acto de la soberanía
nacional, que era en efecto lo que todos deseaban, lo que todos

104
querían establecer. Las cuestiones de dinero, de reformas,
quedaban postergadas. No existiendo derecho constituido ¿qué
garantías, qué reformas serias podían esperarse?
Los comisarios nombrados por estas asambleas de distrito
trataron precisamente de hacer la misma obra. Eligieron presidente
al abogado Target, vicepresidente a Camus, el abogado del clero;
secretarios al académico Baylly y al doctor Guillotin, un médico
filántropo.
La corte quedó asombrada de la decisión, firmeza y
homogeneidad con que procedieron veinticinco mil electores
primarios tan nuevos en la vida política. No hubo ningún desorden.
Reunidos en las iglesias, sintieron la emoción de la misión santa y
grande que cumplían. Los acuerdos más osados, la destitución de
los presidentes designados por el rey, se realizaron sin alboroto,
sin gritos, con la vigorosa sencillez que da el conocimiento del
derecho.
Los electores, bajo un presidente de su elección, iban a
proceder a la fusión de uno sólo de los legajos de cada distrito, y al
comenzar la redacción acordaron por consejo de Sieyes la utilidad
de colocar al comienzo del documento una declaración de los
derechos del hombre. En medio de este -delicado y difícil trabajo
metafísico, una algarada terrible los interrumpe. Era la multitud
alborotada que venía a pedir la cabeza de uno de sus colegas, de
un elector, Reveillón, fabricante de papel del barrio de San Antonio.
Reveillón se había escondido; el tumulto tomaba incremento. Era
el 28 de Abril. Los Estados generales, convocados para el 27, habían
sido aplazados hasta el 4 de Mayo. Si el motín duraba se corría
peligro de que fuese tomado por pretexto para un nuevo
aplazamiento.
Propagar el motín hubiera sido facilísimo en aquella
población hambrienta. Había circulado en el barrio de San Antonio
el rumor de que Reveillón, viejo obrero enriquecido, había dicho
que haría bajar los jornales a tres reales, y la gente, al saberlo, pedía
que se le condecorara con la orden del cordón negro, que se le
ahorcara, en suma. El motín estalla. Un grupo ahorca una efigie de
Reveillón en la puerta de su casa y luego, clavada en una pica, la
pasea, la lleva a la Greve, la quema en una hoguera bajo las

105
ventanas del Hotel-de-Ville, en presencia de la autoridad municipal,
que permanece impasible. Esta autoridad y las demás, tan
vigilantes antes de las elecciones, parecen dormidas. El jefe de
policía, el preboste Fleselles, el intendente Berthier, todos aquellos
agentes de la corte que rodearon las elecciones de soldados han
perdido su actividad.
La multitud amotinada ha gritado muy alto que al día
siguiente iría a casa de Reveillón a hacer justicia. La policía no toma
precauciones. El coronel de las guardias francesas envía
espontáneamente treinta hombres, recurso ridículo por lo exiguo
ante una multitud compacta de mil o dos mil amotinados y de cien
mil curiosos que van a casa de Reveillón a cumplir su palabra. Los
soldados no quieren, no pueden hacer nada. La casa es tomada por
asalto, se destroza y se incendia todo. Nada se encontró después,
excepto quinientos luises de oró. Muchos se instalaron en las
bodegas y se bebieron el vino y los colores de la fábrica, que
tomaron por vino. Cosa increíble; la escena bochornosa dura todo
el día. Fijaos en que ocurría a la entrada misma del barrio de San
Antonio, al alcance del cañón de la Bastilla, a la puerta de la
fortaleza. Reveillón, que se había refugiado en la Bastilla,
presenciaba el motín desde las torres de la prisión.
De rato en rato aparecía alguna compañía de guardias
franceses que disparaban con pólvora sola al comienzo y luego con
balas. Los amotinados no hacían caso y contestaban con piedras,
únicas armas de que disponían. Tarde, bastante tarde, el
comandante Besenval envió, a los suizos; los amotinados
resistieron todavía y mataron algunos soldados; éstos
respondieron con algunas descargas asesinas, que dejaron sobre
el arrojo muchos heridos y muertos.
Si durante estos dos días en que los magistrados durmieron
y Besenval se abstuvo de enviar tropas, el barrio de San Antonio
hubiera seguido é imitado al grupo que saqueaba la casa de
Reveillón, si cincuenta mil obreros sin trabajo, sin pan, imitando
aquel ejemplo, se hubieran entregado al saqueo de las casas ricas,
todo hubiera cambiado de pronto; la corte hubiera tenido un
excelente motivo para concentrar un ejército sobre París y sobre
Versalles, un pretexto para aplazar la reunión de los Estados. Pero

106
la gran masa del barrio permaneció impasible, sin mezclarse en el
motín. La algarada, reducida de este modo a algunos centenares
de borrachos y ladrones, era vergonzosa sólo para la autoridad que
la toleraba. Al fin Besenval comprendió el ridículo que hacía y
acabó con el motín bruscamente. La corte vio con desagrado su
conducta; no se atrevió a quejarse, pero tampoco le dijo una
palabra de aprobación.
El parlamento, por honor suyo, se vio obligado a abrir una
información, que nada puso en claro. Se decía, sin pruebas para
ello, que el rey recomendó no se investigara en el asunto.
¿Quiénes fueron los instigadores? Acaso nadie. En los
momentos de tormenta el fuego se enciende j propaga solo. No se
dejó de acusar al «partido revolucionario.» ¿Qué partido era este?
no había entonces ninguna asociación activa.
Se dijo también que el duque de Orleans había dado dinero.
¿Para qué? ¿Qué ganaba con ello entonces? El gran movimiento
que comenzaba ofrecía a su ambición demasiados caminos legales
para que en aquella época tuviera necesidad de recurrir al motín.
Es verdad que estaba en relaciones con intrigantes dispuestos a
todo; pero su plan entonces se basaba únicamente en los Estados
generales; aquellos mismos que le rodeaban estaban convencidos
de que siendo el único príncipe popular, habría de desempeñar el
principal papel en los Estados, j todo suceso que pudiera retardar
su reunión les parecía una verdadera desgracia.
¿Quién deseaba retardar los Estados? ¿Quién encontraba
provecho en aterrorizar a los electores? ¿A quién convenía el
motín?
Sólo a la corte; preciso es declararlo. El asunto se le ofrecía
tan oportunamente, que podría creerse que era ella el autor. Más
probable es que no tuviera parte en el comienzo de la algarada,
pero es indudable que la vio vigorosa, que no hizo nada para
impedirla y que sintió que condujera. El barrio de San Antonio no
tenía entonces su terrible reputación; el motín, bajo el cañón
mismo de la Bastilla, no parecía peligroso.
Los nobles de Bretaña habían dado el ejemplo, turbando las
operaciones legales de los Estados provinciales, alborotando a los

107
campesinos, lanzando contra el pueblo un populacho de sirvientes
y lacayos.
En París mismo, un periódico, EL Amigo del Rey, días antes
de las elecciones, pocos días antes del motín, ensayaba los mismos
medios, diciendo hipócritamente: «¿ Qué importan las elecciones?;
el pobre será siempre pobre; el porvenir de la parte más numerosa
del reino está olvidado, etc...» Como si los primeros resultados de
la Revolución, que comenzó con aquellas elecciones, la supresión
del diezmo y de los consumos, la venta a bajo precio de la mitad
de los terrenos no hubieran producido la más súbita mejora de la
suerte de los pobres, que país alguno ha conocido.
En la mañana del 29 de Abril todo estaba tranquilo. La
asamblea de los electores pudo renovar sus trabajos
tranquilamente. Duró la reunión hasta el 20 de Mayo, y con el
retraso de la convocatoria la corte obtuvo la ventaja que deseaba,
logrando impedir que la diputación de París asistiera a las primeras
sesiones de los Estados generales. El último elegido de París y de
Francia era, a juicio de la opinión, el primero de todos, quien de
antemano había trazado a la Revolución una marcha tan recta y
sencilla, que desde el comienzo se conocían uno a uno los pasos
que había de dar. Este hombre era Sieyes, y su obra marchaba
majestuosa, pacífica y firme, como la ley.
Sólo la ley iba a reinar; después de tantos siglos dominando
el arbitrio y el capricho, llegaba el tiempo en que nadie tendría
razón contra la razón.
¡Que se abran, que se reúnan y hablen los Estados generales!
¡Quienes los convocaron, y que ahora desearían su exterminio, no
pueden hacer ya nada! Es el Océano alborotado por la tempestad,
por causas infinitas, profundas, surgiendo del fondo de los siglos...
Oponeos, si queréis. Para ello todos los ejércitos del mundo y el
dedo de un niño tendrían la misma fuerza... La Revolución marcha;
Dios la impulsa... ¡Es la justicia tardía, la expiación del pasado, la
salvación del porvenir!

108
CAPITULO II
Apertura de los Estados Generales

Procesión de los Estados generales. —Apertura, 5 de Mayo. —Discurso


de Necker—Separación de los órdenes. —El Tercer Estado invitado a la
reunión.—Inacción de la Asamblea.—Lazos que se le tienden (4 de Mayo-9 de
Junio de 1789). La víspera de la apertura de los Estados generales se dijo
solemnemente en Versalles la misa del Espíritu Santo. 0 aquel día o nunca se
hubiera debido cantar el himno profético: «Vas a crear pueblos; la faz de la
tierra será renovada.»

Este gran día fue el 4 de Mayo. Los mil doscientos diputados,


el rey, la reina, toda la corte escucharon en la iglesia de Notre-
Dame el Veni-Creator. Después la inmensa procesión, atravesando
toda la ciudad, volviose a San Luis. Las largas calles de Versalles,
llenas de guardias franceses y guardias suizos, adornados los
balcones con tapices de la corona, no podían contener la multitud
que en ellas se agolpaba.
Todo París había ido. Las ventanas y hasta los tejados estaban
llenos de gente. En los balcones se veían hermosas y conocidas
damas, con el peinado coquetón y airoso que entonces se usaba,
mezcla rara de plumas y de flores. La multitud enmudecía, llena de
turbación y de esperanzas.
Comenzaba un gran hecho. ¿Cuál sería el resultado? ¿Cómo
el desarrollo? ¿Quién podía decirlo?... El esplendor de aquel
espectáculo brillante, tan variado y majestuoso, las músicas
colocadas de trecho en trecho, el mismo rumor de las gentes
alejaban todo otro pensamiento.
¿Era este hermoso día el último de la paz y el primero de un
inmenso porvenir?
Las pasiones eran diversas, opuestas sin duda, pero no eran
como otras veces enconadas. Los mismos que habían deseado y
acelerado esta nueva era 110 podían abstraerse de la emoción
común a todos, e igualmente ocurría a los adversarios del
movimiento iniciado. Un diputado de la nobleza lloraba de alegría:
«¡Veo a mi Francia, a mi patria, apoyada por la religión, decirnos:

109
¡Borrad vuestras querellas!... Lágrima corren de mis ojos. Mi Dios,
mi patria y mis conciudadanos han venido a confundirse en mí
mismo.»
Al frente de la procesión aparecía una masa de hombres,
vestido; de negro, fuerte batallón formado por los quinientos
cincuenta diputados del Tercer Estado; después más de trescientos
jurisconsultos, abogados y magistrados representaban claramente
el advenimiento de la ley. Modestamente vestidos, firmes en su
andar y en sus miradas, se encontraban reunidos, sin distinción de
partidos, dichosos en aquel gran día, que proclamaba su victoria.
Detrás iba el grupo brillante, a pesar de ser poco numeroso,
de los diputados de la nobleza, con sus sombreros con pluma, sus
ricos encajes y sus colgantes de oro. Los aplausos que se habían
prodigado al pasar el Tercer Estado cesaron de pronto. A pesar de
ello había en el grupo de los nobles cuarenta que eran amigos y
amparadores del pueblo.
Con el mismo silencio fue acogido el paso del clero.
Presentaba éste un aspecto muy curioso. Del mismo modo que la
diferencia de la riqueza de los trajes separaba al Tercer Estado de
la nobleza, la riqueza de los trajes dividía al clero, además de una
banda de música. Delante unos treinta prelados con sus capas
violetas o escarlatas; detrás el humilde grupo de doscientos curas
con sus sotanas y sus capas negras.
Al mirar esta imponente masa de mil doscientos hombres
animados, sin duda, por grandes entusiasmos, cualquier
observador atento podía fijarse en una cosa. Había entre ellos
muchos hombres honrados, muchos de clara inteligencia, pero no
había ninguno que, reuniendo en sí las autoridades del genio y del
carácter, tuviera poder bastante para arrastrar la multitud con su
elocuencia, la fuerza de sus pensamientos o su heroísmo.
Los precursores, los innovadores, que habían iniciado la
marcha del siglo, no existían ya. Quedaba su pensamiento para
arrastrar a las naciones. Grandes oradores surgieron después para
expresar y aplicar el credo de aquellos titanes, pero no agregaron
nada nuevo. La gloria de la revolución, y su peligro también, en
aquellos primeros momentos, era ir solo delante de la multitud,

110
arrastrarla, sin más escudo que las ideas, ni más idea que la fe de
la razón pura, sin ídolos humanos y sin falso Dios.
La nobleza, que se presentaba como guardián y depositario
de nuestra gloria militar, no tenía ningún general célebre en sus
filas. «Todos los grandes señores de Francia eran ilustres
desconocidos.» Sólo uno podía despertar algún interés: el primero
que, á pesar de la corte, había tomado parte en la guerra de
América, el joven y rubio Lafayette. Nadie podía sospechar el
desmedido papel que la fortuna había de hacerle desempeñar. El
Tercer Estado, multitud desconocida, llevaba ya en su seno la
Convención. Pero ¿quién la hubiera podido ver?, ¿quién hubiera
podido distinguir en medio de aquella masa de abogados el
escuálido cuerpecillo y el rostro pálido de Robespierre, el abogado
de Arras?
Dos cosas notables había en aquella singularísima procesión:
la ausencia de Sieyes y la presencia de Mirabeau.
Sieyes no había ido a Versalles todavía y el pueblo buscaba
ávidamente, en aquel gran movimiento, la figura del hombre, cuya
sagacidad lo había previsto todo, calculado y formulado.
Mirabeau atraía todas las miradas. Su inmensa cabellera, su
cabeza leonina, marcada con el sello de una poderosa soberbia,
casi insultante, arrastraba a la multitud que no podía separar de él
los ojos. Visiblemente Mirabeau era un hombre; los demás, a su
lado, eran sombras cuyas siluetas se borraban al pasar; hombre era
desgraciadamente de su tiempo y de su clase, vicioso como la alta
sociedad de entonces, escandaloso y encenagado en todas las
liviandades; esto le había perdido. El mundo estaba lleno de la
novela de sus aventuras, de sus cautiverios y pasiones, de las que
se conocían dos violentas, furiosas... La tiranía de estas pasiones
exigentes y absorbentes le había arrastrado hasta bien hondo...
Pobre por la dureza de corazón de su familia, tuvo las miserias
morales y los vicios del pobre, y además los vicios del rico. Soportó
la tiranía de la familia, la tiranía del Estado, siendo tiranizado
además moral e interiormente por la pasión... ¡Ah!, nadie podía
saludar con más entusiasmo esta aurora de libertad, aquel
renovamiento del alma. Así lo decía a sus amigos. Iba a renacer
joven con Francia, iba a arrojar su vieja capa rota y sucia... Iba a

111
comenzar a vivir entonces; en aquella vida nueva que se abría
fuerte, ardiente, apasionada. Se le veía profundamente conmovido;
su rostro se contraía y palidecían sus mejillas... ¡No importa!;
alzaba erguida su enorme cabeza y su mirada llena de audacia se
fijaba en la multitud. Todo el mundo presentía que había de ser la
gran voz de la Francia.
El Tercer Estado fue aplaudido en general; del grupo de la
nobleza sólo aplaudió el pueblo al duque de Orleans y luego al rey,
a quien agradecía haber convocado los Estados generales. Tal fue
la justicia del pueblo. Al pasar la reina se oyeron algunos
murmullos; las mujeres gritaron: «¡Viva el duque de Orleans!»
creyendo molestarla al nombrar a su enemigo. La reina se
impresionó vivamente y estuvo a punto de desmayarse; la
sostuvieron, pero se repuso pronto y levantó en alto su soberbia
cabeza, bella todavía, intentando desafiar el odio público con una
mirada firme y despreciativa... Triste esfuerzo que le arrebató toda
su belleza. En el retrato que hizo en 1783 su pintor, madame
Lebrun, que quería mucho a la reina, se nota ya algo repulsivo, una
expresión dura y brutalmente desdeñosa8.
En aquella hermosa fiesta de paz y unión se inició la guerra.
Se había señalado un día a Francia para que todos se abrazaran en
un pensamiento común, y al mismo tiempo se hacía todo lo
necesario para dividir la nación. En la diversidad de procedimientos
con que se trataba a los diputados y en las diferencias de sus
vestidos, se veía realizada la dura frase de Sieyes: «¿Tres Estados?
No; ¡tres naciones!»
En la corte se habían hojeado escrupulosamente libracos
antiguos para conocer, con todos sus detalles, el odioso
ceremonial gótico en que estaban marcadas todas las oposiciones
de clase, todas las señales de distinción y de odio sociales que era
preciso, destruir. ¡Etiquetas, blasones, encomiendas, títulos,
honores después de Voltaire, después de Fígaro!...

8
Se ve la transformación que experimentó María Antonieta en los tres retratos que existen
en Versalles. En el primero (vestido de raso blanco), aparece coqueta y dulce todavía; se ve
que comprende el amor que le profesan. En el segundo (vestido rojo) está rodeada de sus
hijos; su hija se apoya dulcemente sobre ella; todo en vano; la rigidez y sequedad de su rostro
son ya incorregibles; la mirada es fija, dura, ingrata (1787). En el tercero (vestido azul, 1788)
está sola, con su altivez de reina, pero triste y de expresión dura.

112
Era demasiado tarde. En verdad, no eran aficiones tradicionales las
que impulsaron a la corte a restablecer el viejo ceremonial, sino el
secreto deseo de mortificar y abatir a los pequeños, recordándoles
su bajo origen... La verdadera debilidad se entregaba una vez más
al peligroso divertimiento de humillar a los verdaderamente
fuertes.
El 3 de Mayo, víspera de la misa del. Espíritu Santo, se
presentaron los diputados en Versalles. En aquel momento de
cordialidad, de fácil emoción, sufrió el Tercer Estado, casi todo
inclinado en favor del rey, un enorme desengaño. En lugar de
recibir a los reunidos por provincias, los recibió agrupados por
órdenes; el clero, la nobleza y.… luego los representantes del
pueblo, después de un intermedio bastante largo.
Se ha querido achacar a los servidores aquella y otras
insolencias del rey, pero Luis XYI demostró bien claramente que
gustaba demasiado de aquel ritual.
En la sesión del día 5, estando el rey cubierto, y la nobleza que
le rodeaba también, el Tercer Estado quiso hacer otro tanto; y Luis
XVI, para impedir que se igualara a la nobleza, prefirió descubrirse.
¿Quién podrá creer que esta corte insensata pretendía
renovar la vieja costumbre, de hacer que el discurso del Tercer
Estado fuese pronunciado de rodillas? Siendo imposible restaurar
el odioso procedimiento, se decidió que ante el rey no hablara el
presidente del Tercer Estado. Es decir, que al cabo de doscientos
años de separación y de silencio, volvía el rey a ver su pueblo y le
prohibía hablar.
El 5 de Mayo se abrió la Asamblea, no en el palacio del rey,
sino en la avenida de París, en la sala llamada des Menus. Esta sala,
que desgraciadamente no existe ya, era inmensa, puliendo
contener, a más de los mil doscientos diputados, a cuatro mil
espectadores.
Un testigo ocular, madame de Stael, hija de Necker, que fue
a aplaudir a su padre, dice que al tomar asiento Mirabeau se
escucharon algunos murmullos... ¿Murmullos contra el hombre
inmoral? Aquella sociedad brillante que agonizaba de sus vicios no
tiene derecho a ser severa.

113
La Asamblea escuchó tres discursos: del rey, del ministro de
Justicia o guardasellos y de Necker, todos idénticos y todos
indignos de aquellos momentos. El rey se encontraba al fin en
presencia de la nación y no tuvo una palabra paternal que decirla,
una palabra del corazón al corazón nacional. El exordio era una
reprimenda tímida y encubierta sobre el espíritu de innovación.
Después expresaba su afecto... para los dos órdenes superiores,
«que se mostraban dispuestos a renunciar sus privilegios
pecuniarios.» La preocupación del dinero dominaba en los tres
discursos; poco o nada sobre la cuestión del derecho, que era
precisamente lo que llenaba y conmovía todas las almas; el
derecho a la igualdad. El rey y sus ministros, aunque ocultándolo
en sus discursos enrevesados, sin finalidad, y donde la afectación
ridícula se unía a la vulgaridad, parecían convencidos de que se
trataba únicamente del impuesto, del dinero, de las subsistencias,
de una cuestión de estómago. Creían que, si los privilegiados
concedían al Tercer Estado, como limosna, la igualdad del
impuesto, todo se arreglaría sin dificultades. Por esto hicieron tres
panegíricos, tres discursos, por el voluntario sacrificio de los
órdenes superiores, que querían renunciar sus exenciones. Los
elogios van en crescendo hasta Necker, que declara no conocer en
la historia ningún caso de heroísmo comparable con este.
Estos elogios, que más parecen una indicación, demuestran
claramente que el admirable sacrificio, tan loado, no se ha
realizado todavía. ¡Que se haga pronto! esta es toda la cuestión
para el rey y sus ministros que han convocado al Tercer Estado para
amedrentar a los privilegiados. Del gran sacrificio no había
entonces más que promesas parciales, dudosas; algunos señores
han ofrecido acceder, pero los más se han burlado de ellos.
También han prometido algunos miembros del clero, pero la
mayoría de los prelados de la Asamblea son contrarios a la
renuncia del privilegio. Los dos órdenes no han podido explicarse
todavía; no han pronunciado la palabra decisiva, pero la tienen en
la punta de la lengua. Es preciso que pasen dos meses y las más
graves y terribles circunstancias; es necesaria la victoria del Tercer
Estado para que, al fin, el 26 de Junio, el clero vencido renuncie el
privilegio y la nobleza prometa solamente renunciarlo también.

114
Necker habló tres horas de la hacienda y de moral: «Nada
puede existir—dice, —sin moral pública y nada sin moral particular.»
Su discurso fue, en suma, la inmoral enumeración de los medios
con que el rey contaba para prescindir de los Estados generales y
continuar el régimen de la arbitrariedad. Desde entonces la reunión
de los Estados era una limosna, un favor revocable.
Imprudentemente dejó entender que el rey estaba
intranquilo... y expresó el deseo de que los dos órdenes superiores,
quedándose solos y libres, realizaran su sacrificio, sin perjuicio de
reunirse con el Tercer Estado luego para discutir las cuestiones de
interés común. ¡Peligrosa insinuación! Una vez libre el ministro
para imponer tributos a los ricos acaparadores de la propiedad, no
hubiera vuelto a reunir los órdenes. Los privilegiados hubieran
conservado su falsa mayoría, y unidos dos órdenes contra uno,
hubieran impedido el planteamiento de las reformas. ¡Qué
importaba! La bancarrota hubiera sido evitada; habría cesado la
carestía y la opinión hubiera vuelto a dormirse, quedando aplazada
la cuestión del derecho y la garantía, y triunfante lo ilegal y
arbitrario. Necker reinaba, al menos que la corte, una vez pasado
el peligro, no hubiera devuelto a Ginebra el sentimental banquero.
El 6 de Mayo los diputados del Tercer Estado entran en la sala
de sesiones, y la multitud impaciente, que se agolpaba en las
puertas, se precipita tras ellos.
La nobleza y el clero, á parte, se reúnen en las Cámaras, y sin
perder tiempo deciden que los acuerdos deben ser tomados, por
cada orden, reunidos independientemente. La nobleza reúne fuerte
mayoría; el clero pequeño; muchos curas quieren unirse al Tercer
Estado.
El Tercer Estado, poderoso por su número, y dueño del gran
salón, declara que espera a los otros dos órdenes. El vacío que
quedaba en aquel inmenso local parecía acusarles de su ausencia.
La cuestión de la forma de reunión de los órdenes aplazaba
todas las demás. El Tercer Estado, doble en número, había de
fortalecerse todavía con la adhesión de unos cincuenta nobles y
cerca de cien curas, pudiendo dominar a los otros dos órdenes con
una enorme mayoría y encontrarse en completa libertad de todo
su juicio. ¡El privilegiado juzgado por aquellos contra quienes fue

115
establecido! Fácil era prever el resultado. Entre tanto, el Tercer
Estado espera al clero y la nobleza; confiaba en su fuerza
pacientemente, como toda cosa eterna. Los privilegiados temían y,
demasiado tarde, se concentraban en derredor del gran
privilegiado, del rey, su centro natural, que ellos mismos habían
debilitado. Así, en este compás de espera, que dura más de un mes,
las cosas se clasifican, según sus afinidades; los privilegiados con
el rey, la Asamblea con el pueblo.
Vivía con él, hablaba con él, manteniendo de par en par las
grandes puertas del edificio, sin ninguna traba todavía para entrar.
París sitiaba á Versalles, lo invadía en confuso montón con los
diputados. Entre las dos poblaciones había establecida una
comunicación continua. La asamblea de los electores de París,
asamblea tumultuosa que la multitud formaba en el Palais-Royal,
pedía cada momento noticias de sus diputados; se preguntaba
ávidamente a todo el que venía de Versalles.
El Tercer Estado, que veía la corte, cada día más irritada,
rodearse de soldados, no confiaba en más defensa que en la
multitud que lo escuchaba y en la prensa que lo propalaba en todo
el reino.
El día mismo de la apertura de los Estados, la corte intenta
hacer enmudecer la prensa; un decreto del Consejo suprimió y
condenó el Diario de los Estados generales que Mirabeau
publicaba, y en otro decreto se sometió a los periódicos a la previa
censura, prohibiéndose la publicación de nuevos periódicos sin un
permiso especial.
Así la censura, inactiva desde hacía muchos meses y como
suspendida, fue restablecida frente a la nación en asamblea;
restablecida para la comunicación necesaria, indispensable, de los
diputados y los electores. Mirabeau no hizo caso y continuó su
publicación con el título Cartas a mis comitentes. La asamblea de
los electores de París, que no había terminado sus trabajos, fue
interrumpida en su labor el 7 de Mayo, para protestar del decreto
del Consejo. Esta fue la primera intervención de París en los
asuntos generales. De pronto quedó planteada la capital cuestión
de la libertad de la prensa. La corte podía rodearse de cañones y de

116
ejércitos; una artillería mucho más poderosa, la prensa, detonaba
diariamente en el oído mismo del pueblo; todo el reino escuchaba.
El 7 de Mayo, el Tercer Estado, por una proposición de
Malouet y Mounier, nombra una comisión que invite al clero y la
nobleza a tomar asiento en la Asamblea. La nobleza se reúne a
deliberar. El clero, más dividido, más temeroso, quiere ver venir las
cosas; los prelados creían así reconquistar los votos de los curas.
Pasan otros seis días perdidos. El 15 de Mayo Rabaut de
Saint-Etienne, diputado protestante de Nimes, hijo del anciano
mártir de Cévennes, propone nuevamente conferenciar con los
otros órdenes para llegar a un acuerdo. Chapelier propone que en
lugar de conferencias se le envíe «una notificación de la extrañeza
con que el Tercer Estado veía la ausencia de los otros órdenes, de
la imposibilidad de conferenciar y acordar fuera de una reunión
común, del interés y el derecho que cada diputado tenía de
examinar y juzgar la validez de las actas de los demás», y además
pidió que se consignara que, «abiertos los Estados, no hay ya
diputados de orden ni provincia, sino solamente representantes de
la nación; con esto los diputados del privilegio ganaban, porque
sus funciones resultaban engrandecidas.»
Se aprobó, por ser de mayor templanza, la proposición de
Rabaut. Se celebraron las conferencias y no sirvieron más que para
agriar las cosas. El 24 de Mayo Mirabeau reproduce una
proposición, que antes había presentado, intentando separar al
clero de la nobleza, invitándolo a la Asamblea «en nombre de la
paz.» La proposición era muy política; gran número de curas
esperaba impaciente ocasión de reunirse. La ocasión era esta. Con
gran trabajo los prelados obtuvieron un aplazamiento. Aquella
noche se apresuraron a ir al castillo a la reunión Polignac. Por
medio de la reina se sacó al rey una carta en que declaraba «desear
que las conferencias se celebrasen delante del ministro de Justicia
y de una comisión real.» Así impedía el rey la unión del clero al
Tercer Estado y ostensiblemente se hacía el agente de los
privilegiados.
Esta carta, poco digna de un rey, era un lazo. Si el Tercer
Estado aceptaba, el rey, juez de las conferencias, podría resolver
por un decreto del Consejo y los órdenes permanecerían divididos.

117
Si el Tercer Estado rehusaba, aceptarían los otros dos órdenes y
aquél cargaría solamente con la odiosa responsabilidad de la
inacción común; solamente los diputados del pueblo no se
prestarían a que la nación fuese socorrida en aquellos momentos
de miseria y hambre. Mirabeau, mostrando el lazo que se les
tendía, aconsejó a la Asamblea protestar en un manifiesto de verse
obligados a aceptar unas conferencias donde habían de ser
engañados.
Nuevo lazo. En estas conferencias Necker apeló al
sentimiento, a la generosidad, a la confianza. Aconsejaba que cada
orden entregara a los otros el examen de la legitimidad de sus
poderes; en caso de divergencia, el rey decidiría. El clero aceptó sin
vacilar. Si la nobleza hubiera aceptado, el Tercer Estado hubiese
estado solo contra dos. ¿Quién le sacó de este peligro? La nobleza
misma, loca ya y corriendo desatinada a su ruina. El grupo Polignac
no quiso aceptar el fácil recurso, propuesto por su enemigo. Aun
antes de haber leído la carta del rey, la nobleza había acordado,
para cerrar el camino a toda conciliación, que la deliberación por
órdenes y el veto de cada orden sobre los acuerdos de los otros,
eran principios constitutivos de la monarquía. El plan de Necker
parecía bueno a muchos nobles moderados, pero dos de gran
talento, aunque de muy violento carácter, Cazalés y Eprémesnil,
embrollaron la discusión y consiguieron rechazar este último
medio de salvación, el madero que el rey les ofrecía en su naufragio
(6 de Junio).
¡Un mes de tardanza después de los tres aplazamientos de la
convocatoria! ¡Un mes en plena hambre!... Es preciso tener en
cuenta, además, que el compás de espera no se había abierto sólo
en los espíritus, sino también en la realidad de la vida. Los grandes
propietarios habían suspendido todas sus labores. El pueblo no
trabajaba. Quien no tenía en sus brazos más que el jornal del día,
para comer iba a buscar trabajo; no encontrándolo, mendigaba; no
recibiendo limosnas, robaba... Partidas de hambrientos recorrían el
país, y donde encontraban resistencia, llenas de furia mataban,
incendiaban; las comunicaciones comenzaron a cesar; el pánico se
extendió por todas partes; la carestía aumentaba. En el pueblo
circulaban deboca en boca cuentos y leyendas absurdos; se decía

118
que había bandoleros pagados por la corte, y la corte, a su vez,
lanzaba la misma acusación contra el duque de Orleans.
La posición de la Asamblea era muy difícil. Permanecía
inactiva, cuando todo el remedio que se podía esperar estaba en
su acción. La Asamblea debía cerrar los oídos al grito doloroso de
Francia, para poder salvar la nación, fundando la libertad.
El clero agravó la cruel posición en que estaba la Asamblea, y
preparó contra el Tercer Estado un ardid verdaderamente farisaico.
Un prelado entró en la Asamblea y gimió por el pobre pueblo, por
la miseria de los campos. Delante de las cuatro mil personas que
asistían a la sesión, sacó de su bolsillo un repugnante pedazo de
pan negro y, enseñándolo, dijo: «He aquí el pan que comen los
pobres.» El clero proponía nombrar una comisión para conferenciar
en seguida sobre la cuestión de las subsistencias, sobre la miseria
de los pobres.
¡Peligrosa piedad! O la Asamblea cedía entrando en actividad
y consagrando la separación de los órdenes, o se declaraba
insensible a las desdichas públicas. La responsabilidad de los
desórdenes que ya comenzaban por todas partes caía sobre ella.
Los oradores ordinarios de la Asamblea se engañaron en esta
cuestión comprometedora, pero dos diputados desconocidos,
Populus y Robespierre9, expresaron con violencia y con talento los
sentimientos generales. Gracias a esto no se accedió a la petición
del clero que fue invitado a venir a la sala común a deliberar sobre
los males públicos, por los que la Asamblea no estaba menos -
conmovida que el clero.
Esta respuesta no hizo disminuir el peligro. La corte, los
nobles y los obispos, ¿no habían de aprovecharse de estas
circunstancias? ¿Y qué pretexto para alborotar al pueblo, como una
asamblea de abogados orgullosa, ambiciosa, que había prometido
salvar a Francia y la dejaba morir de miseria antes que ceder a una
injusta pretensión?
La corte se agarró ávidamente a esta arma, creyendo poder
matar la Asamblea. El rey dijo al presidente del clero que fue a

9
Robespierre recriminó al prelado con gran habilidad. «Los antiguos cánones—le dijo—
autorizaban para vender hasta los cálices, cuando había necesidad de remediar las desdichas
del pobre.»

119
someterle la caritativa proposición de su orden sobre
subsistencias, «que vería con gusto formarse una comisión de los
Estados generales que pudiera ayudarle con sus consejos.»
El clero pensaba en el pueblo y el rey también; nada impedía
a la nobleza imitar la conducta de aquéllos. El Tercer Estado
quedaría solo. Iba a probarse que todos querían el bien del pueblo;
todos, menos el Tercer Estado.

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CAPITULO III
Asamblea Nacional

Última apelación del Tercer Estado, 10 de Junio. —Toma el nombre de


Comunnes. —Las Comunnes toman el título de Asamblea Nacional, 17 de
Junio. —Se abrogan el derecho del impuesto. —El rey manda cerrar el local.—
La Asamblea en el Juego de Pelota, 20 de Junio de 1789.

El 10 de Junio, Sieyes dijo entrando en la Asamblea:


«Cortemos el cable; es tiempo todavía.»
Desde este día la nave de la revolución, a pesar de las
tempestades y a pesar de las calmas, retardada, pero no detenida,
dibuja su silueta en el horizonte del porvenir.
Aquel gran teórico, que de antemano lo había calculado todo
tan exactamente, se mostró en esta ocasión como un verdadero
hombre de Estado: había dicho lo que era preciso hacer y lo hizo al
momento.
Hay un momento propicio para cada cosa. En esta ocasión,
era el 10 de Junio el momento, ni prematuro ni tardío. Antes, la
nación no estaba bastante convencida del endurecimiento y
egoísmo de los privilegiados; fue necesario que transcurriera un
mes para que se viera claramente toda su mala voluntad. Más
¿arde habría habido que temer dos cosas: o que el pueblo prefiriera
un pedazo de pan a la libertad, y que los privilegiados concluyeran
con todo renunciando a su privilegio en los impuestos, o también
que la nobleza, uniéndose al clero, formara una alta cámara, como
le aconsejaban. Tal cámara, que en nuestros días no es más que
una máquina que la realeza hace funcionar cómodamente, hubiera
sido en 1789 una potencia por sí misma, porque hubiera reunido a
los que poseían entonces la mitad o dos tercios del territorio, y a
las que, por sus agentes, arrendatarios e innumerables criados,
tenían medios para influir en los campos. Estaba fresco aún el
recuerdo de los Países Bajos, donde el formidable concierto de
estos dos órdenes había amotinado al pueblo, vencido a los
Austrias y desposeído al emperador.

121
El miércoles 10 de Junio de 1789, Sieyes propuso llamar por
última vez al clero y a la nobleza, advirtiéndoles que la
convocatoria tenía de plazo sólo una hora y que se anotarían las
faltas de los que no comparecieran, Esta convocatoria en forma
judicial fue un golpe inesperado. Los diputados de las comunidades
tomaban, ante aquellos que les negaban igualdad, una posición
superior; la de jueces.
Este paso fue muy hábil, aunque muchos lo creyeron
arriesgado. Se ha repetido mucho que los que tenían todo un
pueblo detrás de sí y sobre todo una ciudad como París, no debían
temer nada, que eran los fuertes que avanzaban sin peligro... Se
puede sostener esta tesis, pero no es absolutamente exacta. Sin
duda los que dieron este paso se sentían una gran fuerza, pero esta
fuerza no estaba organizada; el pueblo no era militar como lo fue
más tarde. Un ejército rodeaba a Versalles, formado por cerca de
quince regimientos de alemanes y suizos en su mayor parte; una
batería de cañones había sido colocada delante de la Asamblea...
La gloria del gran lógico que formuló el pensamiento nacional y la
gloria de la Asamblea que aceptó la fórmula consistió en no ver
estas amenazas, creer en la lógica y avanzar en su fe.
La corte, muy irresoluta, no supo hacer otra cosa que
encerrarse en un desdeñoso silencio. Dos veces el rey se niega a
recibir al presidente del Tercer Estado, pretextando estar de cacería
o encontrarse demasiado afligido por la reciente muerte del delfín.
En cambio, era público que diariamente recibía a los prelados y a
los nobles. Comenzaban a disgustarse e iban a ofrecerse al rey. La
corte los escuchaba y sondeaba y meditaba sus temores. Era
evidente que el rey, obsesionado por ellos, su prisionero casi les
pertenecería todo entero y se mostraría cada vez más lo que era;
un privilegiado a la cabeza de los privilegiados. La situación había
llegado a quedar planteada claramente; el privilegio de un lado y el
derecho de otro.
La Asamblea había hablado alto y claro y esperaba se le
reuniese una parte del clero. Los curas se sentían hijos del pueblo
y querían tomar sitio al lado del pueblo; pero las costumbres de
subordinación eclesiástica, las intrigas de los prelados, su
autoridad y amenazas, y de otra parte la corte y la reina, sobre

122
todo, los sujetaban en su orden. Tres solamente se decidieron,
luego siete y al fin dieciocho. En la corte se tomó a broma y chacota
la conquista que el Tercer Estado había hecho.
La Asamblea debía o perecer o avanzar; tenía que dar un
segundo paso. Debía dar cuerpo a la situación sencilla y terrible
que hemos indicado varias veces; el derecho en frente del
privilegio, el derecho de la nación concentrado en la Asamblea...
No bastaba ver esto; era preciso hacerlo ver y promulgarlo, dando
a la Asamblea su verdadero nombre: Asamblea nacional.
En su famoso discurso, Sieyes había dicho lo que todos los
corazones sentían; palabras que no cayeron en terreno baldío: «El
Tercer Estado solo, podrá decirse, no puede constituir los Estados
generales... ¡Ah, tanto mejor!; formará una Asamblea nacional.»
Tomar este título, realizar así el dogma revolucionario
propuesto por Sieyes: «El Tercer Estado es el todo») era un paso
demasiado atrevido para franquearlo de pronto. Era preciso
preparar los espíritus, encaminarlos hacia este fin poco a poco y
gradualmente.
Las palabras Asamblea nacional no se pronunciaron la
primera vez en la Asamblea misma, sino en París, entre los
electores que habían elegido á Sieyes, y no temían hablar su
mismo lenguaje.
El 15 de Mayo, M. Boissy d'Anglas, desconocido entonces y
sin influencia, pronunció aquellas palabras en la Asamblea, pero
para alejarlas, advirtiendo a la Cámara que debía evitar toda
precipitación, librándose del más ligero reproche de ligereza...
Antes que el movimiento comenzara quería ja dejarlo entrever.
La Asamblea acordó darse el nombre de Comunnes, que
aparte su humilde significación, mal definida, le libraba de su
nombre especial e inexacto de Tercer Estado. Esto dio lugar a vivas
reclamaciones por parte de la nobleza.
El 15 de Junio, Sieyes, audaz y prudente a la vez, pidió que se
acordara el nombre de Asamblea de los representantes conocidos
y proclamados de la nación francesa, Así parecía enunciar un hecho
probado; los diputados de las comunnes habían sometido sus
poderes al examen y discusión de la Asamblea, pública y
solemnemente en la gran sala abierta y delante de la multitud. Los

123
otros dos órdenes habían examinado sus actas entre ellos a puerta
cerrada. La simple palabra de diputados proclamados reducía los
otros a la calidad de diputados presuntos; ¿podían éstos impedir a
aquéllos que discutieran, acordaran y hablasen? ¿Los ausentes
podían paralizar la acción de los presentes? Sieyes probó que los
reunidos en la Asamblea representaban cuando menos noventa y
seis centésimas de la nación.
Conocían todos demasiado bien a Sieyes para dudar que
aquella proposición no fuese precursora de otra más atrevida y
decisiva. Mirabeau, sin embargo, le censuró «por lanzar a la
Asamblea en una carrera, sin mostrarle el fin donde quería
conducirla.»
Al segundo día de discusión se hizo la luz. Dos diputados
sirvieron de precursores a Sieyes. M. Legraud propuso que la
asamblea se constituyera en Asamblea general y no se detuviera
ante nada que no procediese de la indivisibilidad de una asamblea
nacional. M. Galaud pidió se declarara que la nobleza y el clero eran
simplemente las corporaciones, en tanto que la nación era una e
indivisible, y que por esto la Asamblea se constituía en Asamblea
legítima y activa de los representantes de la nación francesa.
Sieyes abandonó entonces su anterior obscuridad, y sin rodeos
propuso el título de, Asamblea nacional.
Desde la sesión del día 10, Mirabeau miraba a Sieyes en su
habilísima marcha, que fatalmente conducía a un punto donde se
encontraría frente a frente de la realeza y la aristocracia. ¿Se
detendría allí por respeto al ídolo legendario? Las apariencias
indicaban lo contrario. Entonces, a pesar de la dura disciplina con
que la tiranía formó a Mirabeau para la libertad, el gran orador
sintió temores y escrúpulos. Necesario es reconocer que Mirabeau
era aristócrata por afición y costumbres y que en el fondo de su
corazón era realista; lo era de origen y de sangre. Dos cosas,
además; una alta y otra rastrera, le impulsaban. Rodeado de
mujeres insaciables, necesitaba dinero y la monarquía le parecía la
mano pródiga y abierta, derramando mercedes j dinero. La realeza
había sido dura y cruel con él, pero esto mismo le alentaba;
Mirabeau creía hermoso salvar un rey que diecisiete veces había
firmado contra él órdenes de prisión. Tal era este desventurado

124
gran hombre, magnánimo y generoso, que ansiaba poder arrojar
sus vicios sobre las gentes corrompidas que le habían rodeado y
sobre la barbarie paternal que muy joven le alejó de la familia. Su
padre le persiguió durante toda su vida, y Mirabeau al morir pedía
que le enterraran cerca de su padre.
El día 10, cuando propuso Sieyes anular todo derecho a los
que no habían concurrido al llamamiento del Tercer Estado,
Mirabeau habló fuerte y firme en apoyo de la proposición, pero
aquella noche viendo el peligro, fue a ver a Necker, su enemigo,
queriendo poner en claro su situación y ofrecer a la realeza el
concurso de su poderosa palabra.
Mal recibido e indignado, formó el propósito de seguir el
camino marcado por Sieyes, entregándose con todas sus fuerzas a
la Revolución, creyendo poder acelerarla, como antes había creído
que poniéndose enfrente hubiera podido detenerla.
Cualquier otro se hubiera hundido para siempre sin poder
volver a levantarse. Caído una vez más en la impopularidad, volvió
a conquistar sus prestigios, y esto prueba el grandioso poder de la
elocuencia en esta nación, sensible más que ninguna otra al genio
de la palabra.
¡Cosa más difícil de sostener que la tesis de Mirabeau! Ante
la multitud conmovida, exaltada, ante un pueblo educado en la
grandeza de la crisis que atravesaba, quería demostrar «que el
pueblo no se interesaba en tales discusiones, que solamente pedía
no pagar lo que no podía y soportar pacíficamente su miseria.»
Después de estas palabras bajas, aflictivas,
descorazonadoras, y en tesis general falsas, se atrevía a plantear la
cuestión de principio: «¿Quién os ha convocado? El rey... ¿Vuestros
poderes, vuestras actas os autorizan a declarar la Asamblea
constituida solamente por los representantes aquí proclamados?...
¿Y si el rey niega su sanción?... La consecuencia es evidente. ¡
Ocasionaréis motines y carnicerías; habréis tenido el execrable
honor de encender la guerra civil! »
Mounier y los imitadores del régimen inglés proponían el
siguiente nombre: Representantes de la mayor parte de la nación
en ausencia de la minoría. Esto dividía a la nación en dos partes,
conduciendo al establecimiento de dos cámaras.

125
Mirabeau prefería la fórmula: Representantes del pueblo
francés. Esta palabra—decía, —es más elástica y puede expresar
mucho o poco.
Esta fue precisamente la observación que le hicieron dos
juristas eminentes: Target, de París y Thouret, de Rouen. Le
preguntaron si pueblo significaba plebeyos o el latino populus. El
equívoco apareció al desnudo. El rey, el clero y la nobleza, hubieran
sin duda algún interpretado pueblo, en el sentido de plebe, pueblo
inferior, parte pequeña de la nación.
Muchos no habrían sentido toda la fuerza del equívoco, ni
comprendieron cuánto terreno haría perder a la Asamblea, si lo
aceptaba, hasta que vieron que Malouet, el amigo de Necker
aceptaba aquella denominación.
El temor que Mirabeau creyó causar hablando del velo real,
no hizo más que indignar a la Asamblea. El jansenista Camus, uno
de los más firmes caracteres de la Asamblea, respondió estas
enérgicas palabras: «Nosotros somos lo que somos. ¿El veto podrá
impedir que la verdad sea una e inmutable? ¿La sanción real puede
cambiar el orden de las cosas y alterar su naturaleza? »
Mirabeau, irritado por la contradicción y perdiendo toda
prudencia, llegó a decir: «Creo el veto del rey de tal modo
necesario, que si no lo ejerce preferiré vivir en Constantinopla
antes que en Francia... Sí, lo declaro; no conozco nada más terrible
que la aristocracia soberana de seiscientas personas que mañana
pudieran declararse inamovibles y pasado mañana hereditarias, y
concluyeran como la aristocracia de todos los países del mundo
por invadirlo y acapararlo todo.»
Así, de dos males, uno posible y otro presente, Mirabeau
prefería el mal presente y cierto. En la hipótesis de que un día esta
Asamblea pudiera querer perpetuarse y convertirse en un tirano
hereditario, quería dar armas al poder tiránico para impedir toda
reforma en aquella corte incorregible que se quería reformar... ¡El
rey!, ¡el rey!, ¿por qué abusar tanto de esta vieja religión? ¿Quién
no sabía que desde Luis XIV el rey ídolo no existía? La guerra se
entablaba entre dos repúblicas: una que se sentaba en la Asamblea
donde estaban los grandes espíritus de la época, los mejores
ciudadanos, Francia misma; otra la república de los abusos, que

126
tenía su conciliábulo en casa de Diana de Polignac, en los viejos
gabinetes de Dubois, de la Pompadour y de la Du Barry.
El discurso de Mirabeau fue acogido con un torrente de
indignación, con una tempestad de imprecaciones e insultos. La
retórica elocuencia con que combatía lo que nadie había dicho (que
la palabra pueblo fuese vil), no hizo efecto alguno.
Eran las nueve de la noche. Se terminó la discusión para
proceder a votar. La singular claridad con que el problema de la
realeza misma había sido planteado, hacía temer que la corte
hiciera lo único que le quedaba por hacer para impedir al pueblo
que al día siguiente fuese rey; disponía de la fuerza bruta, de un
ejército cercando a Versalles; podía utilizarlo, prender los
diputados más significados, -disolver los Estados; y. sí París
protestaba tumultuosamente, enviar fuerzas y ensangrentar sus
calles... Este crimen odioso era la última carta que le quedaba, y se
tenía la evidencia de que la jugaría.
En previsión de esto, se quería que la Asamblea quedara
constituida aquella misma noche. Este era el deseo de más de
cuatrocientos diputados; un centenar se oponía. Esta pequeña
minoría impidió durante toda la noche, con gritos y violencias, que
se pudiera hacer la votación nominal. Ante este triste espectáculo
de una mayoría tiranizada, de la vida de la Asamblea puesta en
peligro por la tardanza en constituirse, ante la idea de que de un
momento a otro la obra de la libertad, la salvación del porvenir
pudiera ser destruida, se exasperó la multitud que llenaba las
tribunas; un hombre se abalanzó sobre Malouet, el agitador
principal de los obstinados alborotadores y le zarandeó por el
cuello. El hombre se escapó. Los gritos continuaron. «En presencia
de este tumulto—dice Bailly, que presidía, —la Asamblea
permanece firme y digna, tan paciente como fuerte, esperando
silenciosa que ese grupo alborotador sea ahogado por sus mismos
gritos.» A la una de la madrugada era menor el número de
diputados; se aplazó la votación hasta por la mañana.
Por la mañana, en el momento de comenzar la votación,
recibió el presidente la noticia de que había sido mandado llamar
de la cancillería para entregarle una carta del rey. Esta carta, en la
que se recordaba al presidente que la Asamblea no podía hacer

127
nada sin el concurso de los dos órdenes restantes, aportaría un
texto concluyente al centenar de la oposición y daría motivo para
largos discursos, inquietando y haciendo desfallecer a los espíritus
débiles.
La Asamblea, con una solemne gravedad, recibió la noticia
prohibiendo a su presidente abandonar la sala hasta el fin de la
sesión. Quería votar y votó.
Las diversas proposiciones podían reducirse a tres, o, mejor
dicho, a dos: 1a La de Sieyes: Asamblea nacional. 2a La de Mounier:
Asamblea de representantes de la mayoría de la nación en ausencia
de la menor parle. La fórmula equívoca de Mirabeau estaba
comprendida en la de Mounier, pudiendo incluirse la palabra
pueblo en un sentido amplio, como la mayor parte de la nación.
La proposición Mounier tenía la ventaja aparente de estar
expresado sin sentido en la letra con una exactitud justa,
aritmética, encubriendo un fondo absolutamente contrario a la
justicia. Colocaba simétricamente en un mismo nivel valores
enormemente distintos. La Asamblea representaba a la nación
menos los privilegiados; esto es, 96 o 98 centésimas partes, contra
4 centésimas, según Sieyes, y 2 centésimas, según el mismo
Necker. ¿Por qué dar a estas 2 o 4 centésimas tan enorme
importancia? No era seguramente porque conservaran fuerza
moral, de la que carecían totalmente; era, en realidad, porque toda
la gran propiedad del reino, los dos tercios de la tierra, había ido a
parar a sus manos. Mounier era el abogado de la propiedad contra
la población, de la tierra contra el hombre. Punto de vista feudal,
inglés y materialista; Sieyes había dado la fórmula francesa.
Con la aritmética de Mounier, su justicia era injusta, y con el
equívoco de Mirabeau, la nación sólo era una clase, y la gran
propiedad, la tierra, constituía otra clase enfrente de la nación. Así
permanecíamos en la injusticia antigua; la Edad Media continuaba
el sistema bárbaro en que la gleba era todo y el hombre nada; en
que la tierra, el establo, el polvo eran superiores al espíritu.
La proposición de Sieyes obtuvo cerca de quinientos votos,
no llegando a un centenar los que votaron en contra. Entonces fue
proclamada la Asamblea nacional. Muchos gritaron: «Viva el rey.»

128
Dos interrupciones sobrevinieron entonces, intentando
detener la organización de la Asamblea: una de la nobleza, enviada
con un pretexto; otra de algunos diputados que ante todo querían
se nombrara un presidente y una mesa organizada. La Asamblea
no les atendió y procedió a la solemnidad del juramento. Ante una
multitud conmovida de cuatro mil espectadores, los seiscientos
diputados la mano en alto, en medio de un silencio profundo, fijos
los ojos en la venerable figura del presidente, escucharon la
fórmula del juramento y gritaron: «¡Lo juramos!» Un sentimiento
poderoso de respeto y religión llenaba todos los corazones.
La Asamblea estaba fundada, vivía; le faltaba la fuerza, la
certidumbre de vivir. Y adquirió esta condición necesaria
abrogándose el derecho de imponer, declarando que el impuesto,
ilegal hasta entonces, sería cobrado provisionalmente «hasta el día
de la disolución de la presente Asamblea.» Esto era, en un sólo
golpe, condenar todo el pasado y apoderarse del porvenir.
En seguida abordó otra cuestión trascendental de honor, la
deuda, y la amparó con su garantía.
Todos estos actos reales se consignaban en lenguaje real, con
las mismas fórmulas que sólo el rey había empleado hasta
entonces: «La Asamblea entiende y decreta...»
Finalmente se preocupó de la carestía de las subsistencias.
Habiendo fracasado el poder administrativo, el legislativo, única
autoridad respetada entonces, estaba obligado a intervenir.
Acordó pedir para la comisión nombrada lo mismo que el rey había
ofrecido espontáneamente a la diputación del clero, una porción de
datos que aclaraban el asunto. Pero el rey no quiso acceder a la
petición.
El más sorprendido de todos fue Necker; creía inocentemente
conducir al mundo a su antojo y el mundo se le venía encima. Había
mirado siempre a la joven Asamblea como hija o pupila suya; había
asegurado al rey que sería aquélla dócil y prudente, y he aquí que
inesperadamente, sin consultar al tutor, marchaba sola, avanzaba,
destruía todos los obstáculos añejos... En su estupefacción inmóvil,
Necker recibió dos consejos, de un realista y de un republicano, y
ambos eran idénticos. Era el realista el intendente Bertrand de
Molleville, empleado del antiguo régimen, hombre apasionado y

129
violento; el republicano era Durovray, uno de los demócratas que
el rey había hecho desterrar de Ginebra en 1782.
Conviene saber quién era este extranjero que, en una crisis
tan grave, se interesaba tanto por Francia y se atrevía a dar
consejos. Durovray, establecido en Inglaterra, pensionado por los
ingleses, se había hecho inglés de corazón y de ideas y vivía en
Francia como jefe de emigrados. En aquel tiempo formaba parte de
un comité ginebrino, que desgraciadamente para nosotros
rodeaba a Mirabeau. Inglaterra parecía inspirar al órgano principal
de la libertad francesa. Poco favorable a los ingleses hasta
entonces, el gran orador se había dejado dominar por aquellos
republicanos, que a sí mismos se llamaban mártires de la libertad.
Los Durovray, los Dumond y otras medianías infatigables, estaban
siempre a su lado, siendo acicates de su pereza. Estaba ya enfermo
y hacía cuanto podía para agravarse. Sus noches crapulosas
acababan con sus días; por la mañana llegaba a la Asamblea, y al
reconcentrar su pensamiento, pensaba en inglés, influido por los
ginebrinos. Tal era su facilidad de asimilación y de improvisación,
que en la tribuna misma su palabra admirable no era muchas veces
más que una traducción o ampliación de las notas que los
ginebrinos hacían entregarle a cada momento.
Durovray, que tenía ya anteriormente relaciones con Necker,
se convirtió en aquellas graves circunstancias en su consejero
oficioso.
Quería Durovray, como Bertrand de Molleville, que el rey
anulara el decreto de la Asamblea dándose el título de Asamblea
nacional, ordenara la reunión de los tres órdenes y, declarándose
legislador provisional de Francia, hiciera por la autoridad real lo
que el Tercer Estado había hecho sin ella. Bertrand creía con razón
que después de este golpe había que disolver la Asamblea.
Durovray entendía que la Asamblea, fustigada y humillada por la
autoridad real, aceptaría tranquilamente el papel de máquina para
hacer leyes.
En la noche del 17, los jefes del clero, el cardenal de
Larochefoucauld y el arzobispo de París, acudieron a Marly a
implorar al rey y a la reina. El 19 hubo inútiles discusiones en la
cámara de la nobleza; el duque de Orleans proponía unirse al Tercer

130
Estado, y Montesquieu pedía la unión con el clero. Aquel mismo
día los curas habían convenido unirse a la Asamblea, llevando la
mayoría de su orden y dividiendo éste en dos. Aquella noche el
cardenal y el arzobispo volvieron a Marly y, arrojándose a las
plantas del rey, exclamaron: «La religión perece.» Más tarde
llegaron algunos que habían asistido a la sesión de la Asamblea:
«La monarquía está perdida si no disuelve los Estados», dijeron.
Resolución peligrosa, ya imposible de adoptar. La tempestad
aumenta de hora en hora. París y Versalles se agitan. Necker había
convencido a dos o tres de los ministros, al rey mismo, de que su
proyecto era el único medio de salvación.
En la noche del viernes 19, se celebró un Consejo definitivo,
se volvió a leer dicho proyecto y quedó aprobado: «Cerrábamos ya
las carteras—dice Necker, —cuando rápidamente entró un oficial de
servicio. Habló quedamente al oído a su majestad, y éste se levantó
ordenando a sus ministros que volvieran a tomar asiento.» M. de
Montmorín, que estaba a mi lado, me dijo: «Trabajo perdido; sólo
la reina ha podido atreverse a interrumpir el Consejo de Estado.»
Cambió el aspecto de las cosas, y bien había podido ser
previsto, porque no para otra cosa, sin duda alguna, se habían
llevado el rey a Marly, lejos de Versalles y del pueblo, solo con la
reina, precisamente cuando por el dolor común de la muerte de su
hijo el rey era más tierno y débil para con ella... Buena ocasión, bien
utilizada por los prelados para sus sugestiones. ¿La muerte del
delfín no era un severo aviso de la Providencia por prestarse el rey
a las peligrosas innovaciones de un ministro protestante?
El rey, vacilante todavía, pero casi convencido ya, se contentó
con ordenar, para impedir al clero reunirse con el Tercer Estado,
que la sala donde se celebraban las sesiones fuese cerrada al día
siguiente (sábado 20 Junio), con el pretexto de hacerlos
preparativos necesarios para una sesión real que se celebraría el
lunes.
Esto acordado por la noche, no se supo en Versalles hasta las
seis de la mañana. El presidente de la Asamblea supo, por
casualidad, que esta no podría reunirse. Eran más de las siete
cuando recibió una carta, no del rey (el rey acostumbraba a escribir
de su puño y letra al presidente del Parlamento), sino del joven

131
Brézé, maestro de ceremonias. Este aviso no debía haber sido dado
a M. Bailly en su casa, sino al presidente en la Asamblea. Bailly no
podía ocupar su puesto. A la hora señalada, la víspera para
comenzarla sesión, a las ocho de la mañana, se reunió con muchos
diputados a la puerta de la sala. Detenido por un centinela,
protestó y allí mismo declaró la sesión abierta. Muchos diputados
quisieron forzar la puerta. El oficial de guardia mandó tomar las
armas a sus soldados, advirtiendo a Bailly que su consigna era la
de no tener presente la inviolabilidad de los diputados.
He aquí a nuestros nuevos reyes puestos de patitas en la calle,
como escolares indóciles, y helos formando grupos con el pueblo
en la avenida de París. Todos convinieron en la necesidad de
celebrar sesión. Unos gritaban: ¡A la plaza de Armas! Otros: ¡A
Marly! Y los más: ¡A París! Esto último hubiera sido una resolución
extrema; era encender la mecha y arrojarla sobre la pólvora...
El diputado Guillotin aconsejó algo menos peligroso; dirigirse
al Viejo Versalles y establecer la Asamblea en el Juego de Pelota...
Lugar triste, frío, desamueblado y pobre... Mejor que mejor. La
Asamblea era pobre, y más que en ningún otro día, en aquél
representaba al pueblo. Allí permaneció todo el día, teniendo
apenas un banco de pino... Y este fue el refugio de la nueva religión,
su establo de Belén.
Uno de aquellos sacerdotes intrépidos que habían decidido la
reunión del clero al Tercer Estado, el ilustre Grégoire, mucho
tiempo después, cuando el Imperio había destruido tan cruelmente
la obra de la Revolución, su madre, iba con frecuencia a Versalles a
ver las ruinas de Port-Royal. Un día entró en el Juego de Pelota...
Aquél arruinado, éste abandonado... Lágrimas dolorosas salieron
de este hombre tan firme que no había llorado jamás... ¡Dos
religiones perdidas es demasiado para un corazón humano!
En 1846 he ido yo también a ver de nuevo aquel testigo de la
libertad; aquel lugar donde el eco repetía su primera palabra... Pero
¿qué podíamos decirle? ¿qué noticias darle del mundo que
engendró?... ¡Ah! el tiempo ha marchado aceleradamente, las
generaciones se han sucedido, pero la obra ha avanzado poco...
Cuando pisé aquel suelo venerable, honda pena llenó mi corazón,

132
pensando lo que somos, lo poco que hemos hecho. Lleno de
indignación, salí de aquel lugar sagrado.

133
CAPITULO IV
Juramento del Juego de Pelota

Juramento del Juego de Pelota, 20 de Junio 1789. —La Asamblea errante. —Golpe de Estado;
proyecto de Necker; Declaración del rey, 23 de Junio de 1789; la Asamblea se niega a
separarse.
—El rey ruega a Necker se aleje, pero no revoca su declaración.

Helos reunidos en el Juego de Pelota, a pesar del rey... Pero


¿qué quieren hacer?
No olvidemos que en aquella época la Asamblea era
enteramente realista, sin exceptuar uno sólo de sus miembros.
No olvidemos que el día 17, cuando se consagró con el título
de Asamblea Nacional, gritó: «¡Viva el rey!» Y cuando se abrogó el
derecho de fijar el impuesto, declarando ilegal el cobrado basta
entonces, muchos que habían combatido la proposición
abandonaron la sala para no autorizar con su presencia aquel
atentado a la autoridad real 10.
El rey, vieja sombra, superstición antigua, tan poderosa en la
sala de los Estados generales, se esfumó, desapareció en el Juego
de Pelota. El miserable recinto de construcción moderna, desnudo,
desamueblado, no tenía un sólo rincón donde pudieran refugiarse
las leyendas del pasado. Reinaban allí el espíritu puro, la razón, la
justicia, rey del porvenir.
Aquel día no hubo oposiciones; la Asamblea fue un sólo
pensamiento y un corazón sólo. Precisamente fue uno de los
moderados, Mounier de Grenoble, quien presentó a la Asamblea
una proposición de la declaración célebre: «Que en cualquier lugar
que se viera obligada a reunirse, era siempre la Asamblea, nacional;
que nada podría impedirla continuar sus deliberaciones; que basta
la conclusión y afianzamiento de la constitución, juraba no
separarse jamás.»

10
La Asamblea no iba más lejos. Rechazó la moción atrevida y verdadera de Chapelier, que
tenía el defecto de decir muy claramente lo que todos pensaban. Propuso se acordara, un
mensaje «para advertir a su majestad que los enemigos de la patria obsesionaban al Trono y
que sus consejos no tenían otro fin que colocar al monarca al frente de un partido.»

134
Bailly juró el primero y pronunció el juramento, tan
claramente, tan alto, que la multitud que se agolpaba fuera lo oyó
y ebria de entusiasmo aplaudió largo rato... Algunas vivas al rey se
mezclaron a las vivas a la Asamblea y al pueblo... Aquel era el grito
de la vieja Francia en sus emociones, y todavía se unía a los nuevos
entusiasmos, precisamente ante el juramento de la resistencia.
En 1792, Mounier, emigrado, solo en extranjera tierra, se
preguntaba si su proposición del 20 de Junio estaba fundamentada
en derecho, si su lealtad de realista y su deber de ciudadano
estaban de acuerdo... Y allí mismo, con todos los prejuicios del odio
y del destierro, se responde: «¡Sí!, el juramento fue justo; la
disolución se hubiese verificado si el juramento no lo hubiera
evitado; la corte, libre de los Estados generales, no los hubiera
convocado jamás y hubiera sido necesario renunciar a la
constitución reclamada unánimemente por todos los votos
escritos de Francia...» He aquí lo que un realista, el moderado de
los moderados, jurista habituado a encontrar decisiones morales
en los textos positivos, dijo sobre el acto primordial de nuestra
Revolución.
Entretanto, ¿qué hacían en Marly? El sábado y el domingo
Necker llegó a las manos con los parlamentarios, a quienes el rey
lo había entregado y quienes con la sangre fría que muchas veces
tienen los locos, discutían su proyecto y lo desaprobaban,
prefiriendo un golpe de Estado brutal a lo Luis XV, un sencillo
decreto del rey, como los que tantas veces habían acabado con la
vida de los parlamentos. Las discusiones duraron toda la noche. De
madrugada se anunció al presidente de la Asamblea que la sesión
real no se celebraría aquella mañana, habiendo sido aplazada hasta
el martes.
La nobleza, en gran número y muy alborotada, fue el domingo
a Marly. Sin rodeos declaró ante el rey que se trataba de hundir al
trono más que de ella misma. La corte estaba animada por una
audacia caballeresca; los militares no esperaban más que una señal
para sacar sus espadas contra los hombres de pluma. El conde de
Artois, ebrio de insolencia entre aquellos bravos, envió a decir al
Juego de Pelota que nadie entrase allí al día siguiente, porque iba
a ir él a jugar una partida.

135
La Asamblea se encontró en la mañana del lunes en las calles
de Versalles, errabunda, sin hogar. Motivo de gozo para la corte. El
dueño de la sala tiene miedo. La Asamblea se reúne a la puerta de
los Recoletos; llama y quiere entrar, pero los frailes no se atreven
a comprometerse... ¿Quiénes son estos vagabundos, esta
peligrosa partida ante la cual todas las puertas se cierran'?...
Apenas nadie; la nación misma.
¿Y por qué no deliberar bajo el cielo? ¿Cuál sería lugar más
noble para una Asamblea popular?... Aquel mismo día la mayoría
del clero iba a tomar asiento en las Comunnes. ¿Dónde recibirlos?
Afortunadamente los ciento treinta y cuatro sacerdotes, con
algunos prelados al frente, se habían reunido aquella mañana en la
iglesia de San Luis. La Asamblea entró en la nave y los
eclesiásticos, reunidos en el coro, salieron para tomar puesto en su
seno. ¡Hermoso momento de sincera alegría! «El templo de la
religión—dice un orador conmovido—se convierte en templo de la
patria.»
Aquel mismo día, lunes 22, Necker luchaba todavía en vano.
Su proyecto, funesto para la libertad porque conservaba una
sombra de moderación, fue sustituido por otro más franco, más
propio para poner las cosas en su punto. Necker no era más que un
mediador culpable entre el bien y el mal, guardador de un raro
equilibrio entre lo justo y lo injusto, cortesano a la vez del pueblo
y de los enemigos del pueblo.
En el último Consejo celebrado el lunes en Versalles fueron
llamados a consulta los grandes personajes de la corte, quienes
prestaron a la libertad el grandísimo servicio de descartar al
equívoco intermediario que impedía a la razón y al absurdo
ponerse frente a frente.
Antes de continuar Conviene que examinemos los dos
proyectos: el de Necker y el de la corte.

136
PROYECTO DE NECKER

En su libro de 1796, escrito en plena reacción, Necker nos


demuestra confidencialmente que su proyecto era atrevido, muy
atrevido... en favor de los privilegiados. «El defecto de mi proyecto
es precisamente su gran atrevimiento; arriesgaba en él todo lo que
podía arriesgar... Explicaos... Lo liaré, debo hacerlo.»
Esta apología la dirige Necker a los emigrados. ¡Vana
empresa! ¿Cómo le perdonarán jamás haber llamado al pueblo a la
vida política, haciendo cinco millones de electores?
1.° Las reformas necesarias, indefectibles, que la corte había
rechazado tanto tiempo y que ahora aceptaba por fuerza, serían
promulgadas por el rey. Necker, que había aprendido a costa suya
que el rey era para la reina y la corte un juguete, una simple figura
decorativa y nada más, se prestaba a continuar la triste comedia.
2.° Nada de unidad legislativa; cuando menos se
establecerían dos cámaras. Esto era un consejo tímido a Francia
para que imitara el régimen inglés. Tenía, en efecto, dos ventajas:
fortificar a los privilegiados reuniendo el clero y la nobleza en una
alta cámara, y además facilitar al rey medios para eximirse de
responsabilidades y burlar al pueblo, impidiendo su regeneración
por medio de la alta cámara en lugar de impedirlo él
personalmente; esto es, tener dos vetos en lugar de uno.
3.° El rey permitiría a los tres órdenes deliberar juntos sobre
los asuntos generales; pero en cuanto a los privilegios de distinción
personal, de honor, y en cuanto a los derechos sobre los siervos,
no se toleraría ninguna discusión común... Y esto es precisamente
lo que Francia creía el asunto general por excelencia.
4.° Estos Estados, tanto reunidos como separados en tres
órdenes, activos o inmóviles por su triple movimiento, quedaban
balanceados, compensados, neutralizados por los Estados
provinciales que Necker quería crear, aumentando la división
cuando Francia aspiraba a la unidad.
5.° Concede todo esto, pero al instante lo retira... Nadie verá
funcionar la hermosa máquina legislativa; el espectáculo está
prohibido, se desarrollará a puerta cerrada. No se tolerará
137
publicidad de las sesiones. Así las leyes se harían en las tinieblas,
como pudiera fraguarse un complot contra la ley.
6.° ¡La ley! ¿qué significa esta palabra sin libertad personal?
¿quién puede obrar, elegir, votar libremente, cuando nadie está
seguro de dormir en su casa? No asegura Necker todavía esta
primera condición de la vida social anterior, indispensable a la
acción política. El rey invitará a la Asamblea a buscar medios que
puedan permitir la supresión de los mandatos de prisión... Entre
tanto guarda en la Bastilla a los encarcelados arbitrariamente, a los
prisioneros de Estado.
He aquí la última concesión que en su más propicio momento,
apoyada por un ministro popular, puede hacer la realeza. Pero no
puede todavía llegar a tanto. El rey nominal promete; el verdadero
rey, que es la corte, se burla de la promesa... ¡Que mueran
confundidos en su pecado!

DECLARACIÓN DEL REY (23 DE JUNIO DE 1789)

El plan de la corte es más claro que el bastardo plan de Necker. Al


menos así parece. Todo lo malo del plan de Necker ha sido
conservado y aumentado.
Este acto, que se puede llamar el testamento del despotismo,
se divide en dos partes: 1a La prohibición de las garantías bajo este
título: Declaración concerniente a la presente reunión de los
Estados; 2a Las reformas, las concesiones, las mercedes, como ellos
dicen. Declaración de las intenciones del rey, de sus deseos para
las contingencias futuras. El mal es seguro y el bien sólo fortuito.
Veamos el detalle:
I. El rey anula la voluntad de cinco millones de electores,
declarando que sus peticiones no son más que informes, datos.
El rey anula los acuerdos de los diputados del Tercer Estado,
declarándolos «nulos, ilegales y anticonstitucionales.» El rey
quiere que los órdenes permanezcan divididos, que uno sólo pueda
anular a los otros (que dos centésimas de la nación pesen tanto
como la nación entera).

138
Si quieren reunirse lo permite por esta vez solamente, y
solamente todavía para los negocios ¡generales, en los que no
están comprendidos ni los derechos de los tres órdenes, ni la
constitución de los próximos Estados, ni las propiedades feudales
y señoriales, ni los privilegios de dinero u honor... Así, todo el
antiguo régimen queda exceptuado, indiscutible, irreformable...
Todo esto es el pensamiento de la corte. Según las
apariencias, he aquí el artículo del rey, el que abrigaba en su
corazón y escribió él mismo: «El orden del clero tendrá un veto
especial (contra la nobleza y el Tercer Estado) para todo lo
referente a la religión, la disciplina y el régimen de las órdenes
seculares y regulares.» Así de ningún modo había que esperar
ninguna reforma. El clero quería mantener todos aquellos
conceptos cada día más odiosos y más inútiles... La nobleza se
puso furiosa. Perdía una de sus más alegres esperanzas; tarde o
temprano confiaba en apoderarse de los bienes del clero; era una
presa que le pertenecía; cuando menos, confiaba en que, si el rey y
el pueblo la obligaban a hacer algunos sacrificios, el mismo rey
haría generosamente el sacrificio del clero.
Veto sobre veto... ¿Para qué? He aquí un lujo de precauciones
para hacer imposible todo resultado. En las deliberaciones
comunes de los tres órdenes bastaba que dos terceras partes de
uno sólo reclamaran contra la deliberación para que el asunto
quedara en suspenso y sometido a la decisión del rey. Además,
tomado un acuerdo, bastaba que cien miembros reclamasen para
que el acuerdo fuera nulo... Es decir, que las palabras asamblea,
discusión, deliberación, votaciones y acuerdo, no eran más que una
mixtificación, una farsa... ¿pero ¿quién la representará sin reír?...
II. He aquí las concesiones: Publicidad de las cuentas de la
Hacienda, votación del impuesto, determinación de los gastos,
para los cuales los Estados indicarán los medios y su majestad «los
adoptará, si están conformes con lo, dignidad real y la celeridad del
servicio público.»
Segunda concesión: El rey sancionará la, igualdad del
impuesto cuando el clero y la nobleza quieran renunciar a sus
privilegios pecuniarios.

139
Tercera concesión: Las propiedades serán respetadas,
especialmente los diezmos, derechos y deberes feudales.
Cuarta concesión: ¿Libertad individual? No. El rey invita á los
Estados a buscar y proponerle medios para conciliar la abolición de
las órdenes de prisión arbitrarias con las precauciones necesarias
para amparar el honor de las familias o reprimir los comienzos de
sedición, etc.
Quinta concesión: ¿Libertad de la prensa? No. Los Estados
buscarán el medio de conciliar la libertad de la prensa con el
respeto debido a la religión, a las costumbres y al honor de los
ciudadanos.
Sexta concesión: ¿Admisión de todas las clases a los empleos
públicos? No. Prohibida expresamente en el ejército. El rey declara
del modo más terminante que quiere conservar íntegra, sin la
menor modificación, la institución armada. Es decir, que el que no
sea noble no llegará jamás a tener grados militares, etc. Así, el
imbécil legislador entrega las cosas a la violencia, a la fuerza, a la
espada. Y precisamente elige este momento para tomar 1a. suya...
Que llame entre tanto más y más soldados, que rodee de ellos la
Asamblea, que los lance contra París... Son otros tantos defensores
más que da a la Revolución.
La víspera del gran día, a media noche, tres diputados nobles,
M. M. d'Aiquillon, de Menou y de Montmorency, fueron a enterar
al presidente del resultado del consejo celebrado aquella misma
noche en Versalles: «Necker no apoyará un proyecto contrario al
suyo, no irá a la sesión, y sin duda alguna se dispone a marchar.»
La sesión se abre a las diez. Bailly dice a algunos diputados, y estos
lo propalan, el gran secreto. La opinión se hubiera dividido y
llamado a engaño, si hubiese visto al ministro popular sentarse al
lado del rey; pero ausente Necker, el rey quedó descubierto frente
a frente ya de la opinión. La corte confiaba dar el preparado golpe
de mano al abrigo de Necker y a costa de su popularidad y
prestigio; jamás le ha perdonado que no tolerase le deshonrara y
abusase de él.
La prueba de que todo había sido descubierto está en que a
la salida del rey del castillo la multitud lo acogió con un silencio frío

140
y adverso. El negocio había fracasado; la gran escena preparada
con tanta habilidad no causaría efecto.
El miserable espíritu de insolencia que inspiraba a la corte
había ideado que entraran en la sala por la puerta grande los dos
órdenes privilegiados y que el Tercer Estado entrara después por
una puerta trasera, quedando bajo un cobertizo la mitad á la
intemperie y a la lluvia.
Así, humillado y mojado, estaría con la cabeza baja para
recibir la lección que se le preparaba.
La puerta cerrada; nadie para introducir al Tercer Estado. —
Mirabeau al presidente: «¡Señor, conducid la nación delante del
rey!»—El presidente llama a la puerta. Los guardias de corps
responden. —El presidente: «Señores, ¿dónde está el maestro de
ceremonias?»—Los guardias de corps: «No sabemos nada.»—Los
diputados: «Pues bien, entonces entraremos.»—Al fin el presidente
hace venir al capitán de la guardia y éste marcha- a buscar a Brézé.
Los diputados entran en fila y encuentran en la sala al clero y
a la nobleza que, ya sentados, parecen esperarlos como jueces... El
resto de la sala está vacío. Nada más triste que aquel salón
inmenso de donde el pueblo había sido desterrado.
El rey leyó con su sencillez ordinaria la arenga que le habían
compuesto, resultando raras en sus labios aquellas palabras
despóticas. Sentía y comprendía poco aquel espíritu la violencia
provocativa, y por eso estaba sorprendido del aspecto que la
Asamblea provocaba. Los nobles aplaudieron el artículo que
consagraba los derechos feudales, y con voces claras y altas
dijeron: «¡Esa es la paz!»
El rey, después de un momento de silencio y extrañeza,
concluyó con palabras intolerables que arrojaban el guante a la
Asamblea y eran el principio de la guerra: «Si me abandonáis en
esta hermosa empresa, yo solo haré el bien de mis pueblos y solo
yo me consideraré como su verdadero representante.
Y finalmente: «Os ordeno, señores, separaros en seguida y
reunirás mañana en las cámaras afectas a vuestro orden para
reanudar vuestras sesiones.»

141
Salió el rey; Siguiéronle el clero y la nobleza. El Tercer Estado
quedó allí reunido, tranquilo, en silencio 11.
El maestro de ceremonias entró entonces y en voz baja dijo
al presidente: «Señor, ¿habéis oído la orden del rey?»—El presidente
respondió: «La Asamblea se ha reunido después de la sesión real;
no puedo disolverla sin que haya deliberado. Y volviéndose a los
compañeros que le rodeaban, exclamó: «Me parece que la nación
reunida en Asamblea no puede recibir órdenes.»
Mirabeau interpretó estas palabras admirablemente;
dirigiéndose al maestro de ceremonias, con su voz fuerte,
imponente y de una majestad terrible, lanzó estas admirables
palabras: «Conocemos las intenciones que han sido sugeridas al
rey; y vos, señor, que no sabríais ser su órgano ante la Asamblea,
vos que no tenéis aquí ni puesto ni voto, ni derecho de hablar, no
tenéis para que recordarnos su discurso…Id a decir a quienes os
han enviado que estamos aquí por la voluntad del pueblo y que no
se nos arrojará de este sitio sino por la fuerza de las bayonetas12.
Brézé quedó desconcertado, aterrado; sintió el poder de la
nueva realeza, y recordando lo que la etiqueta prescribía para la
antigua, salió de la Asamblea andando de espaldas, retrocediendo
como se hacía delante del rey13.
La corte había imaginado otro medio de expulsar a las
comunnes, medio brutal, empleado otras veces con éxito en los
Estados generales. Consistía sencillamente en hacer desamueblar
la sala y deshacer el anfiteatro y el estrado del rey. Entraron, en
efecto, los obreros; pero a una palabra del presidente se
detuvieron, soltaron sus herramientas, contemplaron con
admiración la majestuosa calma de la Asamblea y se convirtieron
en espectadores atentos y respetuosos

11
No hubo excitación ni consternación, como dice Dumont erróneamente. Los radicales, como
Gregoire (Memorias, I, ¿sí), los moderados como Malouet, estaban perfectamente de acuerdo.
Con este motivo Malouet ha dicho estas hermosas y sencillas palabras: «No podíamos tomar
otro camino... Debíamos a Francia una constitución.» (Malouet. Explicaciones a sus
comitentes).
12
Esta versión es la verdadera. Mirabeau era realista; no hubiera dicho jamás: Id a decir a
vuestro dueño, ni las otras palabras que se han supuesto.
13
Relatado por M. Frochot, testigo ocular, al hijo de Mirabeau ... Memorias VI, 39. La familia
Brézé ha querido negar algunos detalles de esta escena tan conocida, cuarenta v cuatro años
después del suceso.

142
Un diputado propone discutir al día siguiente las resoluciones
del rey. No fue oído. (Camus demuestra vigorosamente y hace
declarar que la sesión real no era más que un acto ministerial y que
la Asamblea persistía en todos sus anteriores acuerdos.
El joven Barnave: «Habéis declarado lo que sois; no tenéis
necesidad de sanción.»
El bretón Grezen: «¡Cómo! El soberano habla como dueño,
cuando debería consultar.»
Pétion, Buzot, Garat y Gregoire hablaron tan vigorosamente
como los anteriores. Y Sieyes, con sencillez: «Señores, sois hoy lo
que ayer erais.»
La Asamblea declara en seguida, por la proposición de
Mirabeau, que sus miembros eran inviolables y que cualquiera que
pusiera la mano sobre un diputado era infame y merecedor de la
muerte.
Este decreto no fue inútil. Los guardias de corps habían
"formado en línea delante de la sala.
Se suponía que sesenta diputados serían hechos prisioneros
durante la noche. La nobleza, con su presidente a la cabeza, fue a
dar las gracias a su salvador el conde de Artois, buena persona que
más tarde fue prudente y se guardó bien de permanecer en su casa.
Muchos fueron a ver a la reina triunfante, regocijada, que dando la
mano a su hija que tenía en brazos al delfín, les dijo: «A la nobleza
lo confío.»
El rey no participaba de esta alegría. El silencio del pueblo,
tan nuevo e inesperado para él, le había turbado y preocupado.
Cuando llegó Brézé á decirle que los diputados del Tercer Estado
continuaban reunidos en sesión y le pidió sus órdenes, paseó
durante algunos minutos, y con el tono de voz del hombre
agobiado, dijo luego: «Pues bien, que los dejen.»
El rey habló sabiamente. Todo lo temía. Un paso más y París
marcharía contra Versalles. Ya Versalles estaba alborotado. A
cinco millas de la población, seis mil hombres llegan al castillo. Le
reina ve con terror aquella extraña corte completamente nueva que
invade los jardines, las terrazas y llega a las habitaciones. Ruega,
suplica al rey que deshaga lo hecho, que vuelva a llamar a Necker...
No tenía que venir de lejos; estaba cerca, aguardando convencido,

143
como siempre, que nada podría hacerse sin él. Luis XVI le dijo
bonachonamente: «Yo no he hecho en balde mi Declaración; no la
retiro.»
Necker no puso ninguna condición. Satisfecha su vanidad,
ebrio de oír gritar; ¡Necker!, no tuvo ningún otro pensamiento.
Salió esponjado de alegría a la gran galería del castillo, y para
convencer bien a la multitud pasó a través de ella... Dos locos se
pusieron ante él de rodillas y le besaron las manos. El, turbado,
conmovido: «Sí, hijos míos; sí, hijos míos, me quedo, estad
seguros...» Y llorando como un niño entró en su gabinete.
Pobre instrumento de la corte quedaba allí sin exigir nada;
quedaba para cubrir la intriga con su nombre, servir de tapadera,
asegurar la corte contra el pueblo; devolvió el valor a los brazos
que se escondían ante la multitud y les dio tiempo para llamar a las
tropas.

144
CAPITULO V
Movimiento de París

Asamblea de los electores, 25 de Junio. —Movimiento de


guardias franceses. —Agitación del Palais- Royal. —Intrigas del
partido de Orleans. — El rey ordena la reunión de los órdenes, 27 de
Junio. —El pueblo liberta a los guardias franceses, 30 de Junio. —
La corte prepara la guerra, — París pide ser armado. —Caída de
Necker, 11 de Julio de 1789.

La situación era extraña, visiblemente provisional.


La Asamblea no había obedecido. El rey nada había revocado.
El rey había vuelto a llamar a Necker, pero tenía a la Asamblea
como prisionera en medio de tropas; había logrado que el público
no pudiera asistir a las sesiones; la puerta grande permanecía
cerrada y los diputados entraban por la puerta posterior y discutían
sin auditorio.
La Asamblea reclamó débilmente. La resistencia del día 23
parecía "haber agotado sus energías.
París no se abate del mismo modo.
No se resigna ver sus diputados haciendo leyes, prisioneros.
El 24 la agitación fue terrible.
El 25 estalla de tres modos a la vez: por la multitud, por los
electores y por los soldados.
El trono de la Revolución se establece en París.
Los electores habían acordado reunirse después de las
elecciones para completar sus instrucciones a los diputados que
habían elegido. Aunque el ministerio les negó permiso para
reunirse, el golpe de Estado del 23 les animó; dieron también su
golpe de Estado y se reunieron el día 25 en la calle Dauphine. Una
miserable sala de una fonda, ocupada en aquel momento por una
boda que dejó su puesto, sirvió para reunirse la Asamblea de
electores de París. Este fue su Juego de Pelota.
Allí, París, por su órgano electoral, se comprometió a sostener
la Asamblea nacional.

145
Uno de los electores, Thuriot, propuso trasladarse al Hotel-
de-Ville a la gran sala de San Juan.
Estos electores eran en su mayor parte ricos y burgueses
notables; la aristocracia también era allí numerosa. Pero entre ellos
había muchos exaltados. Dos, sobre todo, eran ardientes
revolucionarios, con una singular tendencia al misticismo: uno, el
abate Fauchet, elocuente é intrépido; el otro su amigo Bonneville
(el traductor de Shakespeare). En el siglo XIII ambos hubieran sido
quemados por heréticos seguramente. En el XVIII tomaron, antes
que nadie, la iniciativa de la resistencia, que no hubiera podido
esperarse sin ellos de la Asamblea burguesa de los electores14.
Bonneville el 6 de Junio propuso que el pueblo de París fuera
armado y fue el primero en gritar: «¡A las armas!»15.
Fauchet, Bonneville, Bertolio y Carra, un violento periodista,
presentaron proposiciones que ya hubieran debido haberse hecho
en la Asamblea nacional: 1.a La guardia burguesa. 2.a La
organización próxima de una verdadera comunne electiva y anual.
3.a Un mensaje al rey pidiendo el alejamiento de las tropas y la
libertad de la Asamblea, revocando el golpe de Estado del día 2316.
El mismo día de la primera reunión de los electores, como si
el grito ¡á las armas! hubiera repercutido en todas partes, los
soldados de las guardias francesas, retenidos durante muchos días,
forzaron la consigna, se pasearon por París y fraternizaron con el
pueblo del Palais-Royal. Desde hacía mucho tiempo se organizaban
entre ellos sociedades secretas y juraban no obedecer a ningún
orden que fuese enemigo de los de la Asamblea. El acto del día 23,
en el que el rey declaró de la manera más terminante que no
cambiaría jamás la constitución del ejército, es decir, que la
nobleza tendría siempre acaparados los grados, que el plebeyo no
podría subir, que el soldado moriría soldado, fue una declaración

14
Comparad las memorias de Bailly y el proceso-verbal de los electores redactado por Bailly
y Duveyrier.
15
En ninguna parte se confió más nunca en la debilidad del pueblo. La conocida dulzura de las
costumbres parisienses, el gran número de funcionarios, las gentes de negocios que no
podían menos de perder en el movimiento, la multitud de los que vivían de los abusos hizo
creer antes de las elecciones que París se mostraría muy burgués y tímido. (Véase Bailly. p.
16, 150)
16
Dussaulx. Obra de los siete días.», p. 271 (edición 1822).

146
insensata que acabó lo que el contagio revolucionario había
comenzado.
Los guardias franceses, habituados a vivir en París, casados
la mayor parte, habían visto poco antes suprimir por su coronel M.
Du Châtelet, hombre duro y violento, la escuela donde se educaba
gratis a sus hijos. El único cambio que en las instituciones militares
se había hecho, se hizo contra ellos.
Para apreciar bien estas palabras, instituciones del ejército,
conviene saber que en los presupuestos de aquella época los
oficiales consumían 49 millones y los soldados 44, cinco menos17.
Es preciso saber, además, que Jourdan, Joubert y Kleber, que
habían servido, abandonaron el estado militar, como un callejón
sin salida aña carrera desesperada. Augereau era suboficial de
infantería; Hoche era sargento de las guardias francesas; Marceau
soldado; estos jóvenes de gran corazón y muchas ambiciones,
estaban así detenidos para siempre. Hoche tenía veintiún años y se
educaba como si hubiera de llegar a general en jefe: literatura,
política, filosofía, lo leía y devoraba todo. ¡Para poder comprar
algunos libros este gran hombre hacía camisetas y las vendía en
un café! Las míseras pagas del soldado, con cualquier pretexto
eran retenidas por los oficiales, quienes, según se decía, la
disipaban entre ellos 18.
El movimiento de las guardias francesas no era, pues, un
motín pretoriano, una brutal algarada de soldadesca
indisciplinada. Se hizo en apoyo de las declaraciones y de los
electores del pueblo.
Este ejército verdaderamente francés, parisién en su mayor
parte, seguía a París, seguía la ley, la ley viva, la Asamblea nacional.
Llegaron al Palais-Royal saludados, abrazados por la multitud,
apretados, casi estrujados por ella. El soldado, este verdadero paria
de la vieja monarquía, tan maltratado por los nobles, es recibido
por el pueblo... ¿Y cómo no, si bajo el uniforme es el pueblo mismo?
Dos hermanos se encuentran, el soldado y el ciudadano, dos hijos
de una misma madre; caen el uno en brazos del otro y corren
lágrimas de sus ojos...

17
Necker. Administración, II, 422, 43a (1784).
18
Sólo el regimiento de Beauce se creía estafado en las sumas de 240 y 727 libras.

147
El odio, la ira y el espíritu de partido, han desfigurado estas
grandes escenas, han obscurecido la historia a su gusto. Se les ha
agregado tal o cual anécdota ridícula. ¡Digno divertimiento de los
espíritus pequeños! Se ha atribuido a estos inmensos movimientos
no sé qué miserables, imperceptibles causas...
No, estos movimientos fueron de un pueblo, verdaderos,
sinceros, inmensos, unánimes; Francia tomó parte en ellos, tomó
parte París (cada uno en su medida), todos despertaron; aquéllos
con el brazo, estos con la voz y otros con el pensamiento,
despertaron de lo más profundo de su corazón el ardiente deseo
que dormía.
¿Qué digo Francia? El mundo entero, pudiera decir mejor. Un
enemigo, un envidioso, un ginebrino imbuido de todos los
prejuicios ingleses, no pudo menos de reconocer que en este
momento decisivo el mundo entero miraba con inquieta simpatía
la marcha de nuestra Revolución, sintiendo que Francia resolvía a
su costa y riesgo los asuntos del género humano 19...
Un agrónomo inglés, Arthur Yonng, hombre positivo,
especial, que había venido a Francia—cosa graciosa—á estudiar la
agricultura en aquellos momentos, se extraña del profundo silencio
que reina alrededor de París; ningún coche, apenas un hombre. La
terrible agitación que concentraba a la gente en el interior
convertía las afueras en un desierto... Entra y el tumulto le extraña,
atravesando asombrado esta capital del ruido. Va al Palais-Royal,
al centro del incendio, al punto más brillante de la hoguera. Diez
mil hombres hablaban a la vez; era aquel un día de victoria para el
pueblo; la alegría era verdadera locura... Asustado, aturdido en
aquella Babel, se retira deprisa... Pero la emoción tan grande, tan
viva de aquel pueblo unido en un solo pensamiento, ha germinado
también en el espíritu del viajero, apoderándose de él; sin notar el
cambio y sin achacarlo al deseo de libertad, el inglés se asocia poco
a poco al movimiento y hace votos por Francia 20.
Todos se olvidaban. El lugar, el extraño lugar donde la escena
se desarrollaba, parecía en tales momentos olvidarse de sí mismo.

19
Et. Dumont. Recuerdos, pág. 133.
20
Claro es que con reservas y a condición de que Francia adoptara la constitución de
Inglaterra. Arthur Yonng, Viaje, tom. I.

148
El Palais-Royal no sería ya más el Palais-Royal. El vicio, en la pasión
de una grandeza tan sincera, en la llama del entusiasmo, se hacía
puro un instante. Los más depravados levantaban la cabeza y
miraban el cielo; su pasado, un mal sueño, había muerto, al menos
por un día; ¿honrados?, no podían serlo, pero se sentían heroicos
en nombre de las libertades del mundo... Amigos del pueblo,
hermanos entre ellos, no teniendo nada de egoístas, estaban
dispuestos a repartirlo todo.
Que hubo agitadores interesados en aquella multitud, no
puede constituir una duda para nadie. La minoría de la nobleza,
ambiciosos y agitadores, los Lameth y los Duport, trabajaban al
pueblo por medio de sus agentes. Otros peores todavía se
agregaron al movimiento. Todo ello pasaba—preciso es decirlo—
bajo las ventanas del duque de Orleans, de aquella corte intrigante,
codiciosa, inmunda... ¡Ah!, ¿quién no tendrá piedad de nuestra
Revolución, de aquel movimiento inocente, desinteresado,
sublime, cegado por aquellos mismos que creían un día u otro
orientarla en provecho suyo?
Miremos a aquellas ventanas. Veo distintamente una mujer
blanca, un hombre negro; el vicio y la virtud; madame de Genlis y
Choderlos de Lacios, los consejeros del príncipe. Los papeles están
divididos. En aquella casa donde todo es falso, la virtud está
representada por madame Genlis, sequedad y sensiblería, un
torrente de lágrimas y de tinta, el charlatanismo de una educación
modelo, la constante exhibición de su hija adulterina, la linda
Pamela21. En este lado del palacio está la oficina filantrópica, donde
la caridad se organiza con gran aparato la víspera de las
elecciones22.
No ha pasado mucho tiempo desde que el príncipe de
Orleans, después de comer, corría completamente desnudo de
París á Bagatelle. Pero hoy es un hombre de Estado, ante todo, un
jefe de partido; asilo quieren sus queridas. Han soñado estas
buenas mujeres dos cosas: una amplia ley de divorcio y un cambio
de dinastía. El confidente político del príncipe es aquel hombre

21
Hasta enviarla a caballo en medio de la multitud, seguida de un criado con la librea de
Orleans. Madame Lebrun fue testigo de esta escena.
22
Brissot trabajó allí algún tiempo. Memorias, II, 430.

149
sombrío, taciturno, que parece deciros: «Yo conspiro, nosotros
conspiramos.» Es el profundo Lacios, que por su librito Alianzas
peligrosas se enorgullece de haber hecho pasar la novela del vicio,
insinuando allí que la galantería hábil es un preludio útil a la
habilidad política. Y esta es su ambición, este el papel que quiere
desempeñar... Muchos dicen para dañar al príncipe: «Lacios es un
hombre negro.» No era fácil convertir en jefe de partido al duque
de Orleans; en aquella época estaba ja gastado, agotado de cuerpo
y de corazón, muy débil de espíritu.
Unos estafadores le hacían buscar la fórmula de fabricar oro en los
graneros de Palais-Royal y le hicieron entablar relaciones con el
diablo23
Otra dificultad era que el príncipe, además de todos los vicios
adquiridos, tenía uno natural, fundamental e imperecedero, que no
concluye con el agotamiento físico como los otros y que
permanece fiel a su dueño. Hablo de la avaricia. Alguna vez dijo:
«Yo daría la opinión pública por un escudo de seis francos.» Esto
no era una frase vana. Bien lo demostró cuando a pesar del clamor
público apuntaló el Palais-Royal.
Sus consejeros políticos no eran bastante hábiles para
hacerle parecer mejor y le hicieron dar más de un paso falso e
imprudente.
En 1788, el hermano de madame de Genlis, un joven sin otro
título que el de oficial de la casa de Orleans, escribió al rey para
pedirle... nada más que el primer ministerio, la plaza de Necker y
de Turgot, asegurando restablecer en un momento la hacienda de
la monarquía. El duque de Orleans fue el portador de la increíble
misiva, la entregó al rey y la apoyó en un largo discurso, siendo
motivo de chacota para la corte.
Los sabios consejeros del príncipe habían creído apoderarse
del poder con este procedimiento. Cuando se vieron engañados y

23
El príncipe hacía oro, como se ha intentado hacer siempre. Entre otros ingredientes era
necesario un esqueleto humano que llevara enterrado tal número de años y tantos días. Se
buscó entre los muertos conocidos y encontró que precisamente el esqueleto del sabio Pascal
reunía todas las condiciones apetecidas. Fueron sobornados los guardias de Saint- Etienne-
du-Mont y el pobre Pascal fue entregado a las manipulaciones del Palais-Royal. Tal es al
menos el relato de una persona que vivió mucho tiempo con madame de Genlis y le oyó contar
la extraña anécdota.

150
perdida toda esperanza, obraron más claramente e intentaron
hacer del duque un Guisa o un Cromwell, volviéndose del lado del
pueblo. Aquí también encontraron grandes dificultades. Pocos
fueron las engañados; la ciudad de Orleans no eligió al príncipe, y
éste tomó su represalia retirándola bruscamente las concesiones
que le había hecho y con las que había creído comprar su elección.
En este tiempo no había ahorrado nada; ni dinero ni intrigas.
Los que conducían el negocio imaginaron mezclar un folleto entero
de Sieyes en las instrucciones electorales que el duque envió a sus
dominios, colocando así a su dueño bajo el amparo y patronato del
gran pensador, entonces tan popular, quien no tenía ninguna clase
de relaciones con el duque de Orleans.
Cuando las Comunnes dieron el paso decisivo de tomar el
título de Asamblea nacional, se advirtió al duque de Orleans que
había llegado el momento de presentarse, de hablar, de obrar; que
un jefe de partido no podía ser un personaje mudo. Se consiguió
de él que cuando menos leyera un discurso de cuatro líneas para
invitar a la nobleza a unirse al Tercer Estado. Lo hizo, pero cuando
comenzó a leer le faltó valor y se desmayó. Le desabotonaron para
que respirara mejor y se vio que, por temor a ser asesinado por la
corte, aquel príncipe demasiado prudente llevaba una verdadera
coraza de lana, seis o siete camisetas, unas sobre otras.
El día del golpe de Estado fracasado (23 de Junio), el duque
creyó al rey perdido y se vio rey para muy pronto 24. La terrible
agitación de París de aquella noche y del día siguiente, anunciaban
bastante claro que iba a establecer un gran movimiento. El 25 la
minoría de la nobleza notó que perdería mucho si París tomaba la
iniciativa, y fue con el duque de Orleans a la cabeza a unirse a las
Comunnes. El hombre del príncipe, Sillery, el cómodo marido de
madame de Genlis, hizo en nombre de todos, un discurso
inconveniente, el que hubiera hecho un mediador, un árbitro
aceptado entre el rey y el pueblo: «No perdemos jamás de vista el
respeto que debemos al mejor de los reyes... Nos ofrece la paz.
¿Podremos dejar de aceptarla? etc.

24
Arthur Yonng, que comía con él y otros diputados, estaba escandalizado de verle reír sin
freno.

151
Aquella noche hubo gran alegría en París por esta unión de
los nobles amigos del pueblo. En el café de Foy se presentó un
mensaje a la Asamblea; todos firmaron, hasta tres mil personas, de
prisa, a escape, firmando casi todos sin leer. Este documento
contenía una extraña palabra sobre el duque de Orleans: «Este
príncipe, objeto de la veneración pública.» Tal palabra aplicada a
tal hombre parecía cruelmente irrisoria; un enemigo no lo hubiera
dicho mejor. Los torpes agentes del príncipe creyeron
aparentemente que el elogio más exagerado sería el mejor pagado.
Gracias a Dios, la grandeza, la inmensidad del movimiento,
libró a la Revolución de aquel indigno mediador. Después del 25
fue el movimiento de tal modo unánime, tan poderoso el acuerdo,
que los agitadores interesados, arrastrados por la corriente,
debieron perder toda esperanza de poder dirigir nada. Los Catilina
de salones y cales tuvieron que desaparecer. Una autoridad se
encontró inesperadamente constituida en París, que se había
supuesto sin jefe y sin guía; la Asamblea de los electores. Además,
los guardias franceses comenzaron a declararse, y se pudo prever
entonces que no faltaría fuerza a la nueva autoridad. Resumiendo,
en una palabra: los mediadores podían estar tranquilos; si la
Asamblea estaba cautiva en Versalles, tenía en París un asilo, en el
corazón mismo de Francia, y si fuera necesario tendría un ejército;
París.
La corte indignada, iracunda, pero todavía más soberbia,
decidió en la noche del 26 la reunión de los órdenes. El rey invitó a
la nobleza, y para buscar un pretexto de protestar contra todo lo
que se había hecho, se hizo escribir por el conde de Artois estas
imprudentes palabras, falsas entonces: «La vida del rey está en
peligro.»
El 27 tuvo lugar la tan esperada reunión. La alegría fue
excesiva en Versalles, insensata y loca. El pueblo, para demostrar
su alegría, encendió fogatas y gritaba: ¡Viva la reina! Fue necesario
que se asomara al balcón. La multitud pidió que saliera el delfín en
señal de reconciliación completa. Ella consintió y volvió a aparecer
con el niño. Pero aquella mujer despreciaba a la multitud crédula y
llamaba a las tropas, en las que tenía mucha fe.

152
No había, tenido parte alguna en la reunión de los órdenes...
Pero ¿sé, puede decir que hubo tal reunión? Eran enemigos que
mientras estaban en una misma sala se veían y toleraban. El clero
había manifestado, expresamente sus reservas. Las protestas de
los nobles llegaban una a una, queriendo ser impertinentes y
entorpeciendo las sesiones; los que entraban no se dignaban
sentarse; paseaban y estaban quietos en un sitio como simples
espectadores. Alguna vez se sentaban, pero entonces era para
murmurar en conciliábulo. Muchos habían anunciado su marcha y,
sin embargo, permanecían en Versalles; se veía bien claro;
esperaban.
La Asamblea perdía el tiempo. Los abogados, que estaban allí
en mayoría, hablaban mucho y largamente; creían demasiado en la
eficacia de la palabra. Que se haga la Constitución y todo se habrá
salvado, según ellos. ¡Como si la Constitución pudiera ser algo con
un gobierno en conspiración permanente! Una libertad de papel,
escrita o verbal, en tanto que el despotismo tuviera la fuerza y la
espada. ¡Contrasentido, absurdo!
Y en tanto, ¡ni la corte ni París quieren contraer mutuos
compromisos! Todo conduce a la violencia, a la guerra franca y
abierta. Los militares de la corte estaban impacientes por
comenzar a obrar. M. Du Châtelet, coronel de las guardias
francesas, había encerrado en la Abbaye once soldados que habían
jurado no obedecer ninguna orden contraria a las de la Asamblea.
No estaba satisfecho. Quería sacarles de la prisión y enviarlos a la
de los ladrones, a aquella espantosa prisión, hospital a la vez, que
reunía en la misma galería a los condenados a galera y a los
enfermos de venéreo25. El terrible asunto de Latude, llevado allí
para morir, había dado a conocer la bestialidad de Bicêtre; un libro
reciente de Mirabeau había sublevado los corazones, aterrorizado
los espíritus26 ... Y era allí donde iban a ser llevados once hombres,
cuyo delito fue no querer ser soldados más que de la ley.

25
¿Podrá creerse que en 1790 se ejecutaban todavía en Bicetre las antiguas y bárbaras
ordenanzas que prescribían hacer preceder una paliza a todo tratamiento venéreo? El célebre
doctor Cullorier lo ha afirmado así.
26
Observaciones de un inglés sobre Bicetre, traducidas y comentadas por Mirabeau, 1788.

153
En el Palais-Royal se supo el día mismo en que iban a ser
trasladados a Bicetre. Un joven, su oído en una silla, grita: «¡A la
Abbaye!, vamos a librar a los que no han querido disparar contra
el pueblo!» Algunos soldados se ofrecen; los ciudadanos lo
agradecen, pero quieren ir solos. En el camino la multitud aumenta;
los obreros se proveen de buenas barras de hierro. Al llegar a la
Abbaye eran cuatro mil. Hacen saltar el postigo; destrozan a fuerza
de cuchillos, hachas y barras las grandes puertas interiores. Las
víctimas son libertadas. A la salida la multitud encuentra a los
húsares y dragones que vienen a caballo tendido, con la espada en
alto... El pueblo sujétalos caballos, se explica a voces; los soldados
no quieren asesinar a los libertadores de los soldados, se abrazan,
se despojan de sus cascos, llenándolos de vino y todos beben en
honor del rey y de la nación.
Cuantos estaban en la prisión fueron libertados al mismo
tiempo. La multitud conduce su conquista a su casa, al Palais-
Royal. Entre los libertados va un viejo soldado que desde hacía
muchos años perecía en la Abbaye y no podía andar... El pobre
diablo, que durante tanto tiempo no soportó más que rigores, iba
muy conmovido: «¡Me muero, señores— decía, —me muero de
tanta bondad!»
No había más que uno verdaderamente culpable y fue
conducido a otra prisión. La multitud, compuesta de ciudadanos,
soldados y prisioneros seguidos de un cortejo inmenso, llega al
Palais-Royal; se coloca una mesa en el jardín y se les hace sentar.
La dificultad estaba en alojarlos para la noche; fueron acostados en
la sala de Variedades y se puso guardia a la puerta. Al día siguiente
fueron instalados en un hotel, pagados y -alimentados por el
pueblo. Durante toda la noche estuvo París iluminado, sobre todo
las cercanías de la Abbaye y del Palais-Royal. Burgueses y obreros,
ricos y pobres, dragones, húsares y guardias franceses, se
paseaban mezclados, sin que se escucharan otras voces que los
¡viva la nación! En aquella reunión fraternal todos se entregaban a
los transportes alegres de su confianza en el porvenir de la libertad.
A la mañana siguiente algunos jóvenes se encontraban en
Versalles a la puerta de la Asamblea. Allí no encontraron sino hielo.
Una dominación militar, una prisión parecía Versalles bajo el

154
aspecto más siniestro. Mirabeau propuso un mensaje a los
parisienses aconsejándoles prudencia. Se acordó declarar que
perteneciendo el asunto al rey no se le podía pedir misericordia;
acuerdo poco eficaz para los que esperaban la intercesión de la
Asamblea.
Esto fue el 1. °de Julio. El día 2 escribió el rey, no a la
Asamblea, sino al arzobispo de París, diciéndole que si los
culpables vuelven a la prisión podrá perdonarlos. La multitud
encuentra esta promesa tan poco segura, que va al Hotel de Ville,
donde estaban reunidos los electores, a preguntarles qué debe
creer. Aquéllos aconsejan prudencia, pero la multitud insiste y a la
vez aumenta a cada instante. A la una de la madrugada los
electores acuerdan ir en seguida á Versalles y no volver sin el
perdón a París. Con esta palabra los libertados se constituyen
nuevamente en la prisión, donde bien pronto fueron encarcelados.
La guerra amenazaba a París. Todos los regimientos
extranjeros habían llegado. Para mandarlos había sido llamado el
Hércules y el Aquiles de la antigua monarquía, el viejo mariscal de
Broglie. La reina había llamado a Breteuil, su hombre de confianza,
exembajador en Viena, hombre de pluma que por lo violento y
altanero valía por uno de espada. «El rudo son de su voz hacia
temblar; andaba con gran ruido, hiriendo la tierra con el pie, como
si hubiera querido hacer germinar un ejército de una patada...»
Todo este aparato de guerra alarma por fin a la Asamblea.
Mirabeau, que ya el 27 había leído sin ser escuchado una
proposición para la paz, presenta una nueva pidiendo el
alejamiento de las tropas; esta oración armoniosa y sonora,
aduladora a veces para el rey, fue oída atentamente por la
Asamblea. Lo mejor que contenía, la petición de una guardia
burguesa fue la única que se calló27.
Los electores de París, que habían sido los primeros en hacer
esta petición desechada por la Asamblea, la presentaron
nuevamente con verdadero vigor el 10 de Julio.

27
No es inverosímil que el duque de Orleans, viendo que no se solicitaba su mediación, incitara
á Mirabeau a hablar, a fin de amedrentar a la corte, antes que hubiera completado sus
preparativos de guerra. M. Droz coloca en este punto las primeras relaciones de Mirabeau con
Lacios y cita el dinero que aquél recibió.

155
Carra, en una disertación muy abstracta, a lo Sieyes, defendió
el derecho de la Comunne, derecho imprescriptible y, según dijo,
anterior a aquel de la monarquía, que comprende especialmente el
de guardarse y defenderse a sí misma. Bonneville, en su nombre y
en el de su amigo Fauchet, pedía que se pasara a la aplicación del
derecho, que se constituyera en Comunne, conservando
provisionalmente el pretendido organismo municipal. Charton
quería más, quería que los sesenta distritos de París se reunieran
nuevamente en Asamblea, que se transmitieran sus decisiones a la
Asamblea nacional y que se entendiera directamente con las
demás grandes ciudades del reino.
Todas estas atrevidas proposiciones se hacían en la gran sala
de San Juan del Hotel de Ville ante un público inmenso; París
parecía estrecharse alrededor de esta autoridad que él mismo
había creado, no fiándose de ninguna otra; el pueblo hubiera
querido arrancarle cuanto antes la orden de organizarse, de
armarse, de asegurar él mismo, su salvación.
La debilidad y abatimiento de la Asamblea nacional no era
bastante para asegurarla. El 11 de Julio recibe la respuesta del rey
al Mensaje y se contenta. ¿Qué respuesta había recibido? Que las
tropas estaban allí para asegurar la libertad de la Asamblea; más si
ésta quería la autorizaría a trasladarse a Noyon o á Soissons, es
decir, la colocaría entre dos ó tres cuerpos de ejército. Mirabeau no
pudo conseguir que se insistiera pidiendo el alejamiento de las
tropas. Evidentemente, la reunión de los quinientos diputados del
clero y de la nobleza había enervado la Asamblea. Dejó el asunto
más importante y se puso a escuchar una declaración de los
derechos del hombre que presentó Lafayette.
Un moderado muy moderado, el filántropo Guillotín, fue
expresamente a París para comunicar a los electores aquella
quietud de la Asamblea. Hombre honrado, se engañó, sin duda,
asegurando que todo iba bien y que Necker estaba más firme que
nunca lo estuviera. Esta excelente noticia fue acogida con
aplausos, y los electores, no menos engañados que la Asamblea,
se entretuvieron también leyendo la admirable declaración de los
derechos del hombre que felizmente acababa de llegar de
Versalles. Aquel mismo día, mientras el buen Guillotin hablaba,

156
Necker, despedido, estaba ya bastante lejos en camino para
Bruselas.
Cuando Necker recibió la orden de marchar en seguida., se
disponía a sentarse a la mesa, donde solía estar tres horas. El pobre
hombre que tan tiernamente había vuelto al Ministerio y que nunca
lo abandonó sin llorar, supo contenerse delante de sus convidados
y se mostró afable y satisfecho. Después de comer, sin advertir a
su hija siquiera, marchó con su mujer, tomando el camino más
corto para salir del reino, el de los Países Bajos. Los parciales de la
reina estaban avisados para vigilarle y detenerle en caso necesario;
¡conocían tan poco a Necker, que abrigaban el temor de que
desobedeciese al rey y entrara en París!
M. M. de Broglie y de Breteuil, el primer día que fueron
llamados al castillo, quedaron sorprendidos. Broglie no era
partidario de la expulsión de Necker; Breteuil dijo: - «Dadme cien
mil hombres y cien millones.»—«Los tendréis»—repuso la reina. —Y
se puso a fabricar secretamente una moneda de papel28 (1).
Broglie, sin estar preparado de antemano, agobiado por sus
setenta y un años, trabajaba mucho sin hacer nada de provecho.
Órdenes y contraórdenes se cruzaban. Su hotel era un cuartel
general lleno de ordenanzas, de ayudas de campo, dispuestos a
montar a caballo. «Se hacía una lista de los oficiales generales y se
confeccionaba un plan de batalla.»
Las autoridades militares no estaban de acuerdo. Había nada
menos que tres jefes: Broglie, que iba a ser ministro de la Guerra;
Puysegur, que lo era todavía y, finalmente, Besenval, que tenía
desde hacía ocho años el mando de las provincias del interior y a
quien se indicó secamente que se limitara a obedecer al viejo
mariscal. Besenval le explicó la situación, el peligro; trató de
convencerle de que no se estaba en campaña, sino ante una ciudad
de ochocientas mil almas en el último grado de exaltación. Broglie
no quiso escucharle. Encerrado en su experiencia de la guerra de
los Siete Años, no conociendo más que al soldado, las fuerzas
brutas; lleno de desprecio para los burgueses y el pueblo, estaba
convencido de que ante la presencia de un solo uniforme el pueblo

28
«Muchos de mis colegas me han asegurado haberlas visto ya impresas.» (Palabras de Bailly).

157
huiría. No creyó necesario enviar tropas a París; solamente lo rodeó
de regimientos extranjeros, no preocupándose de si aumentaría
con ello la irritación del pueblo. Aquellos soldados alemanes tenían
el aspecto de una invasión austríaca o suiza; los nombres bárbaros
de sus regimientos chocaban al oído francés; Royal-Cravate estaba
en Charenton; en Sèvres Reinach y Diesbàch; Nassau en Versalles;
Salis-Samade en Issy; los húsares de Berchiny en la Escuela Militar,
y en los alrededores Châteauvieux, Esterhazy, Roemer, etc.
La Bastilla, bastante defendida con sus fortísimos muros,
acababa de recibir un refuerzo de suizos. Tenía municiones
bastantes y una monstruosa masa de pólvora, suficiente para hacer
volar la ciudad entera. Los cañones, en batería desde el 30 de Junio,
miraban a París y, bien cargados, asomaban sus negras bocas
amenazadoras por las almenas.

158
CAPITULO VI
Insurrección de París

Peligro de París. —Explosión de París, 12 de Julio de 1789—Inacción de


Versalles. —Provocación de las tropas; París toma las armas.—La Asamblea
nacional se dirige en vano al rey, 13 de Julio.—Los electores de París autorizan
ei armamento.—Organización de la guardia burguesa.— Vacilación de los
electores.—El pueblo se provee de pólvora y busca fusiles.—Seguridad de la
corte.

Desde el 23 de Junio al 12 de Julio, o sea desde la amenaza


del rey a la explosión del pueblo, hubo un paréntesis extraño. Era
aquél, dice un observador, un tiempo tempestuoso, nublado,
sombrío, como un sueño agitado y penoso, lleno de ilusiones y
temores. Falsas alarmas; falsas noticias; fábulas, invenciones de
todas clases. Se sabía todo y no se sabía nada. Se quería explicarlo
todo y adivinarlo todo. ¡Se veían causas profundas aun en cosas
nimias e indiferentes. Comenzaban ya movimientos sin iniciador y
sin plan, nacidos espontáneamente de aquel fondo general de
recelo y de sorda cólera. La tierra rugía, el sol estaba como
eclipsado, parecía que se escuchaba la próxima erupción del
volcán.
Ya hemos visto que en la primera Asamblea de los electores
Bonneville había gritado ¡á las armas!, grito extraño en aquella
asamblea de los notables de París. Muchos temblaron, otros
sonrieron y uno de ellos proféticamente, dijo: «Joven, aplazad
vuestra proposición quince días.»
¿A las armas contra un ejército organizado que estaba a las
puertas de la ciudad? ¿A las armas, cuando este ejército podía
cercar a París por hambre, cuando ya la carestía comenzaba a
sentirse, cuando ya se veía formarse cola de hombres y mujeres en
las puertas de las panaderías...? Los pobres de la campiña entraban
por todos los barrios pálidos, famélicos, apoyados en sus largos
bastones de viaje. Una masa de veinte mil mendigos, a la que se

159
daba trabajo en Montmartre, estaba suspendida sobre la ciudad; si
París hacía un movimiento podría descender este otro ejército.
Algunos mendigos habían intentado ya quemar o romper la valla
que les encerraba.
Había motivo para suponer que la corte iniciaría las primeras
provocaciones; necesitaba vencer los escrúpulos del rey, sus
deseos de paz, concluir de una vez con todos los compromisos...
Algunos jóvenes oficiales de húsares, los Sombreuil y los
Polignac, fueron al Palais-Royal a insultar a la multitud y salieron
de allí sable en mano. Evidentemente la corte se creía muy fuerte
y apelaba a la violencia. En la mañana del domingo 12 de Julio,
basta las diez no supo nadie la despedida de Necker. El primero
que habló de ello en el Palais-Royal fue tratado de aristócrata,
amenazado. Pero la noticia circula, se confirma, produciendo ira,
furor... En aquel momento, el medio día, sonó el cañón del Palais-
Royal. «No se puede describir, dice El Amigo del Rey, el sombrío
sentimiento de terror que aquel cañonazo produjo en todos los
ánimos.» Un joven, Camilo Desmoulins, sale del café de Foy, sube
sobre una mesa, desenvaina la espada, empuña una pistola y grita:
«¡A las armas! ¡Los alemanes del Campo de Marte entrarán esta
noche en París para degollarnos! Hagamos una escarapela.»
Arrancó una hoja de un árbol y la puso en la cinta de su sombrero;
todo el mundo imitó su conducta y los árboles quedaron
deshojados.
¡Nada de teatros! ¡nada de bailes!; ¡es un día de luto! Fue la
multitud a la galería de figuras de cera y se apoderó del busto de
Necker; otros, para aprovechar y utilizar todas las circunstancias,
tomaron el del duque de Orleans. Adornados con gasas negras
fueron conducidos a través de París; el cortejo, armado de
bastones, de espadas, de pistolas y hachas, siguió la calle Richelieu
y después, volviendo hacia el boulevard, recorrió las calles San
Martín, San Dionisio y San Honorato, llegando a la plaza de
Vendôme. Allí un destacamento de dragones esperaba al pueblo;
cargó sobre él, lo dispersó e hizo pedazos el busto de Necker; un
guardia francés, sin armas, no huyó, esperó la carga a pie firme y
fue muerto.

160
Allí estaban los graneros de la Asociación de grandes
propietarios defendidos por una barrera recién construida. Aquel
mismo día fueron atacados por el pueblo y mal defendidos por la
tropa que mató mucha gente, pero durante la noche fueron
incendiados.
La corte, tan cerca de París, no podía ignorar nada de esto.
Permaneció inmóvil, sin enviar órdenes ni tropas. Esperaba
tranquilamente que la algarada aumentase, volviéndose motín
serio y guerra, dándola lo que el tumulto Reveillón, apagado
demasiado pronto, no pudo darle; un pretexto para disolver la
Asamblea. Ahora dejaba a París en libertad. Ella estaba bien
defendida en Versalles; tomados los puentes de Sévres y Saint-
Cloud, podía cortar toda comunicación y en cualquier momento era
capaz de cercar a París y rendirlo por hambre. Rodeada de tropas,
alemanas dos terceras partes, ¿qué tenía que temer?... Nada. A lo
sumo perder a Francia.
El ministro de París (había uno entonces) permaneció en
Versalles. Las demás autoridades, el jefe de policía, el preboste o
alcalde Fleselles, el intendente Berthier, aparecieron inactivos.
Fleselles, enviado a la corte, no pudo regresar, pero recibió
instrucciones.
El comandante Besenval, sin responsabilidad, puesto que no
podía hacer nada sin orden de Broglie, se quedó perezosamente en
la Escuela Militar. No se atrevió a utilizar los guardias franceses, a
quienes tenía acuartelados, pero disponía de muchos
destacamentos de otros cuerpos y de tres regimientos, uno de
suizos y dos de caballería alemana. Al medio día, viendo aumentar
el tumulto, puso los suizos en los Campos Elíseos con cuatro piezas
de cañón y reunió la caballería en la plaza de Luis XV. Poco antes
de la caída de la tarde la multitud paseaba por los Campos Elíseos,
llenaba las Tullerías; los más eran personas pacíficas que paseaban
tranquilamente, familias que querían regresar temprano a sus
casas, «porque había temores de algarada.» Pero la vista de
aquellos soldados alemanes formados como para una batalla,
conmueve a mucha gente. Algunos hombres profirieron injurias;

161
los chiquillos tiran unas piedras29. Entonces Besenval, temiendo al
fin que le reprocharan en Versalles su pasividad inofensiva, dio la
orden insensata, bárbara, comprensible sólo en su aturdimiento,
de alejar al pueblo con los dragones. No podían éstos moverse en
aquella multitud compacta e hirieron a algunas personas. Su
coronel, el príncipe de Lambesc, entra en las Tullerías, pero no
puede dar un paso. Encuentra una barricada de sillas; botellas y
piedras comienzan a caer sobre él, que, iracundo, responde con
pistoletazos. Las mujeres lanzan gritos desgarradores; los
hombres se empeñan en cerrar las Tullerías dejándole dentro, pero
él juzgó prudente salir aprovechando los instantes. Un hombre fue
apaleado, muerto; un viejo que huía fue herido gravemente.
La multitud salió de las Tullerías, y con los gritos de su ira e
indignación enteró a todo París de aquella brutalidad, de aquellos
alemanes arrojando sus caballos sobre las mujeres y los niños, de
aquel viejo herido, según decían, por la propia mano del príncipe...
La gente corre a las tiendas de los armeros y toma cuanto
encuentra; corre al Hotel de Ville para pedir armas y tocar a rebato,
á somatén. Ningún magistrado municipal se encontraba en la Casa
del pueblo. Algunos electores de buena voluntad se reunieron allí
a las seis de la tarde, ocuparon el gran salón y en sesión secreta
acordaron calmar la multitud. Pero detrás de la multitud, que
invadía el edificio, había otra que llenaba la plaza y que gritaba:
¡Armas!, que creía que el Hotel de Ville era un arsenal oculto, y.
amenazaba con destruirlo todo. Atropellan la guardia, invaden la
sala, derriban la verja y siguen a los electores hasta su despacho.
A la vez les hacen mil relatos distintos de lo que acaba de pasar...
Los electores no pueden negar las armas de los guardias urbanos;
pero cuando acceden ya el pueblo las había buscado, encontrado y
tomado; ya un hombre en mangas de camisa, sin gorra y descalzo,
se convierte en oficial y, orgullosa y fieramente, con el fusil a la
espalda, dispone una guardia en la puerta del salón.
Los electores retroceden ante la responsabilidad de autorizar
el movimiento. Acuerdan solamente la convocatoria de los

29
Si el pueblo hubiera disparado muchos pistoletazos y herido algunos dragones, como
afirmó Besenval, su defensor habilísimo, Deseze, lo hubiera hecho constar en sus
observaciones sobre el informe de la acusación.

162
distritos y envían una comisión a los puestos de ciudadanos
armados para rogarles, en nombre de la patria, eviten atropellos y
hagan lo posible por no pasará vías de hecho. Pero la noche había
comenzado de manera demasiado seria. Los guardias franceses,
escapados de sus cuarteles, se formaron en el Palais-Rojal,
marcharon contra los alemanes y vengaron a su cama rada,
matando a tres de caballería en el boulevard. Después fueron a la
plaza de Luis XV, que encontraron evacuada.
El lunes 13 de Julio el diputado Guillotín, acompañado de dos
electores, fue a Versalles a suplicar a la Asamblea que acordara el
armamento de una guardia burguesa. Ante la Asamblea hicieron
una viva descripción del estado de París. La Asamblea nombró dos
diputaciones: una para el rey, la otra para la ciudad alborotada. Del
rey no obtuvo más que una seca e ingrata respuesta, bien
extemporánea en aquellos momentos en que la sangre comenzaba
a correr: «Que ninguna de no podía cambiar las medidas que había
tomado; que él era el único juez de su necesidad; que la presencia
de los diputados en París no podía causar ningún bien...» La
Asamblea, indignada, acordó: 1." Que la nación deseaba el regreso
de M. Necker, como el de un bien perdido. 2.° Que insistía en la
necesidad del alejamiento de las tropas. 3.° Que no solamente los
ministros, sino los consejeros del rey, de cualquier clase que
pudieran ser, eran personalmente responsables de las desdichas
presentes. 4.° Que ningún poder tenía derecho para pronunciar la
infame palabra bancarrota. El artículo 3. ° señalaba bastante
claramente a la reina y a los príncipes; el último los acusaba
concretamente. La Asamblea toma así su noble actitud; desarmada
en medio de las tropas, sin otro apoyo que el de la ley, amenazada
para aquella misma noche con ser disuelta, bravamente marcó a
sus enemigos en la faz, con su verdadero nombre: estafadores 30.
La Asamblea, después de votar esta moción, no tenía más que
un asilo, la Asamblea misma, la sala que ocupaba; fuera de ella no

30
Michelet emplea la enérgica palabra francesa: banqueroutiers, que al ser traducida pierde
su energía: autores de quiebra fraudulenta, de mala fe. Para conservar la hermosa virilidad de
aquel apostrofe, hemos puesto la palabra estafadores. (Nota del traductor). Querían hacer los
pagos con un papel-moneda, sin otra garantía que la firma de un rey insolvente. Véase el
capítulo VIII.

163
tenía ni un pedazo de tierra en el mundo; ninguno de sus miembros
se atrevió a ir a dormir a su casa. Temió también que la corte
pusiera mano en sus archivos. La víspera, el domingo, uno de los
secretarios, Gregoire, había encarpetado, sellado y ocultado todos
los papeles en una casa de Versalles31 (2). El lunes presidió
interinamente y animó valerosamente a los que vacilaban,
recordándoles el juramento prestado en el Juego de Pelota y la
hermosa frase del romano: Impahidum ferient ruines: «Que el
mundo estalle; las ruinas le herirán sin amedrentarle.»
Se declaró permanente la sesión y continuó durante setenta
y dos horas. M. de Lafayette, que había contribuido mucho al
vigoroso acuerdo, fue nombrado vicepresidente.
París se encontraba entretanto en la más viva ansiedad. El
barrio Saint-Honoré creía a cada momento ver entrar a las tropas.
A pesar de los esfuerzos de los electores que corrieron durante la
noche para hacer deponer las armas, todo el mundo se armó; nadie
estaba dispuesto a recibir pacíficamente los húsares Croatos y los
Panduros. El lunes por la mañana, a las seis, todas las campanas
de las iglesias sonaron tocando a rebato. Algunos electores se
fueron al Hotel de Ville y encontraron allí ya a la multitud,
enviándola distribuida a los distritos. A las ocho, viendo que
insistía, afirmaron para tranquilizarla que la guardia burguesa
había sido autorizada, aunque no lo estaba todavía. El pueblo grita
siempre: ¡A las armas! á lo que los electores responden: «Si la
ciudad las tuviera, sólo el alcalde podría facilitarlas.» «Pues bien—
responden en la plaza, — ¡enviad a buscarle!»
El preboste Flesselles había sido llamado a la vez por el rey a
Versalles y por el pueblo al Hotel de Ville. Bien porque no se
atreviera a desobedecer el llamamiento del pueblo o porque
creyera servir mejor al rey quedándose en París, Fleselles fue al
Hotel de Ville, siendo aplaudido en la Grève cuando dijo
paternalmente: «Quedaréis contentos, amigos míos. ¡Soy vuestro
padre! » Al entrar en la sala declaró que no quería presidir sino por
elección del pueblo. Nueva manifestación de entusiasmo popular.
No había todavía ejército parisién y se discutía ya quién sería su

31
Memorias de Gregoire, I, 382.

164
general. El americano Monreau de Saint-Méry que presidiadlos
electores, mostró un busto de Lafayette, se pronunció su nombre
y fue muy aplaudido. Otros propusieron y obtuvieron que se
ofreciera el mando del nuevo ejército al duque de Aumont, quien
pidió veinticuatro horas para pensarlo, acabando por no aceptar. El
segundo jefe fue el marqués de la Salle, militar probado, escritor
patriota y hombre entusiasta y animoso. En todo esto se invertía
tiempo y la multitud rugía de impaciencia; quería ser armada
inmediatamente y no le faltaba razón. Los mendigos de
Montmartre arrojaban sus herramientas y bajaban a la ciudad
mezclándose a la multitud. La espantosa miseria de los campos
había arrojado de todas partes turbas de famélicos sobre París; el
hambre poblaba la capital.
Por la mañana circuló el rumor de que en San Lázaro había
trigo; la multitud corrió allí y encontró, en efecto, una enorme
cantidad de harinas que los buenos frailes habían escondido. Cargó
más de cincuenta carros y los condujo a la Hollé. Revolvió todo en
el convento y comió y bebió de cuanto encontró a mano. De otras
cosas nadie cogió nada. El primero que intentó hacerlo fue colgado
por el pueblo mismo.
Los prisioneros de San Lázaro aprovecharon la ocasión para
escaparse. Fueron libertados también los que estaban en la Forcé
detenidos por deudas. Los criminales del Châtelet creyeron que el
momento de su libertad había llegado y ya echaban abajo las
puertas de su prisión. El carcelero llamó a un grupo del pueblo que
pasaba: entró éste, hizo fuego sobre los rebeldes y los obligó a
volver a someterse a su disciplina.
Las armas del Garde-Meuble fueron robadas, pero más tarde
fueron devueltas fielmente.
Los electores, ya que no podían diferir el armamento,
intentaron limitarlo. Votaron y el preboste pronunció: «Que cada
uno de los sesenta distritos elegiría y armaría doscientos hombres
y el resto sería desarmado. —Esto era un ejército de doce mil
elegidos que servirían bien para policía, pero mal para la defensa.
París hubiera sido saqueado. Aquel mismo día, al comenzar la
tarde, se acordó aumentar el ejército a cuarenta y ocho mil
hombres. La escarapela tendría los colores de la ciudad, azul y

165
rojo32. Este acuerdo fue confirmado a los pocos momentos por
todos los distritos. Para velar noche y día por el orden público, se
formó un comité permanente compuesto de electores. —«¿Por qué
sólo los electores? —dice un hombre saliendo del montón. —¿Y a
quién queréis que se nombre? —le preguntaron. —¡A mí!»—
exclamó. Fue nombrado por aclamación.
El preboste plantea entonces una cuestión grave: «¿A quién
se prestará el juramento? —A la Asamblea de ciudadanos»—dice un
elector.
La cuestión de subsistencias preocupaba tanto como la del
armamento. El jefe de policía llamado por los electores, declaró que
no llegaban las expediciones. La ciudad debía alimentarse como
pudiera. Todos los alrededores estaban ocupados por las tropas;
era preciso que los almacenistas y mercaderes que traían los
géneros se aventurasen a atravesar los destacamentos de
extranjeros que sólo hablaban alemán. Suponiendo que llegasen a
proveerse de alimentos, les sería muy difícil volver a la ciudad.
París debía morirse de hambre o vencer; y vencer en un día.
¿Cómo realizar este milagro? Tenía al enemigo en la ciudad misma,
en la Bastilla y en la Escuela Militar; los guardias franceses, salvo
un pequeño número, permanecían acuartelados, sin acabar de
decidirse. Que el milagro se hiciera por los parisienses solos, era
ridículo hasta decirlo. Pasaban por ser una población dulce;
habituada a la molicie, niño dócil. Nada era tan inverosímil como
pensar que este pueblo pudiera convertirse de pronto en un
ejército y ejército aguerrido.
He aquí ciertamente lo que pensaban los hombres fríos, los
notables llenos de experiencia, los burgueses que componían el
comité de la ciudad. Querían ganar tiempo para no agravar la
inmensa responsabilidad que ya pesaba sobre ellos. Gobernaban
París desde el día 12. ¿A título de qué? ¿cómo electores? ¿el poder
electoral podía ampliarse hasta aquella fecha? A cada momento
creían ver llegar al viejo mariscal de Broglie con sus tropas a

32
Pero cómo estos colores eran también los de la casa de 0rleans, a propuesta de 31. de
Lafayette se agregó el blanco, antiguo color de la bandera de Francia. Al entregar la
escarapela" al pueblo, dijo Lafayette sus famosas palabras: «Os doy una escarapela que dará
la vuelta al mundo.»

166
pedirles cuenta... De ahí sus vacilaciones, su conducta, largo
tiempo equívoca; de ahí la desconfianza del pueblo, que
encontraba en ellos el principal obstáculo, y acabó por arreglar sus
asuntos sin contar con ellos.
Hacia el mediodía regresaron los electores que habían sido
enviados a Versalles; traían la amenazadora respuesta del rey y el
decreto de la Asamblea.
Esto era la guerra. Los emisarios habían encontrado en los
caminos soldados con escarapela verde, color del conde de Artois.
Además, habían pasado a través de la caballería, de todas las
tropas alemanas que llenaban los caminos, bajo sus blancas capas
austríacas.
La situación era terrible, desesperada, pero el corazón era
inmenso; cada uno lo sentía hora por hora engrandecerse en su
pecho. Al Hotel de Ville llegaban corporaciones de los barrios
formando legiones de voluntarios a ofrecerse para el combate. La
compañía de arcabuceros ofreció sus servicios. Se presentó la
Escuela de Cirugía con Boyer a la cabeza; la Basoche (asociación de
alegres estudiantes) quería ir delante, combatir en la vanguardia;
todos aquellos jóvenes juraron morir hasta el último.
¿Combatir? ¿pero con qué? ¿sin armas, sin fusiles, sin
pólvora?
El Arsenal, se decía, está vacío. El pueblo no se satisface. Un
inválido y un peluquero estuvieron espiando en los alrededores y
bien pronto vieron salir una gran cantidad de pólvora que iba a ser
embarcada para Rouen. Corrieron al Hotel de Ville y obligaron a los
electores a mandar detener el hermoso cargamento. Un bravo cura
se encargó de la peligrosa misión de guardarla y distribuirla al
pueblo33.
No faltaba más que fusiles. Se sabía que había un gran
depósito en París. El intendente Berthier había mandado traer
treinta mil y fabricar doscientos mil cartuchos. El preboste no podía
ignorar estas órdenes de la intendencia. Obligado a indicar el lugar

33
El cura Lefevre d'Ormesson, un hombre heroico. Nadie prestó mayor servicio a la Revolución
y a la ciudad de París. Estuvo cuarenta y ocho horas sobre el volcán, entre la plebe furiosa que
se disputaba la pólvora; recibió muchos golpes; un borracho se puso a fumar sobre los toneles
abiertos, etc.

167
del depósito, declaró que la fábrica de Charleville tenía treinta mil
fusiles y que, además, de un momento a otro, debían llegar doce
mil. En apoyo de esta mentira varios carromatos atraviesan la
Grève, llevando escrita esta palabra: «Artillería.» Son los fusiles sin
duda. El preboste hace almacenar las cajas y pide algunos guardias
franceses para hacer la distribución. Se corre a los cuarteles y,
como era de esperar, ni un soldado; es preciso que los electores
mismos hagan el reparto. ¡Se abren las cajas!... ¿Qué contienen? ¡
Estopa vieja! El furor del pueblo llega al colmo y en sus labios
estalla la palabra: ¡Traición! Fleselles, no sabiendo qué decir,
exclama: «Los frailes tienen armas escondidas», y envía a la casa
de los celestinos, de los chartreses. Nuevo desencanto. Los
chartreses abren las puertas del convento de par en par, enseñan
todos los rincones. Ni un fusil.
Los electores autorizaron a los distritos para fabricar
cincuenta mil picas, que fueron forjadas en treinta y seis horas;
pero este tiempo tan corto era demasiado largo en una crisis tan
larga. Todo podía concluir en la noche. El pueblo, que sabe siempre
lo que sus jefes ignoran, se enteró aquella noche de la existencia
de un gran depósito de fusiles en los Inválidos. Los diputados de
un distrito fueron aquella noche misma a buscar al comandante
Besenval y á Sombreuil, gobernador de los Inválidos. «Escribiré a
Versalles», respondió fríamente Besenval. ¡Cosa extraña,
prodigiosa! No tuvo ninguna respuesta.
Este silencio inconcebible tenía, sin duda, por causa la
completa anarquía que reinaba en el Consejo donde todos estaban
disconformes con todo, menos en una cosa en que había perfecta
unanimidad: la inmediata disolución de la Asamblea nacional.
Había, según creo, otra causa: el desprecio de la corte que,
demasiado sutil, se empeña en ver en este movimiento admirable
una pequeña intriga, creyendo que todo se hacía en el Palais-Royal
y que todo lo pagaba el duque de Orleans... Explicación pueril; ¿es
que puede tenerse a sueldo millones de hombres? ¿Había también
pagado el duque la sublevación de Lyon y la del Delfinado, que se
negaban a aceptar los impuestos? ¿Había pagado también a las
ciudades de Bretaña que se habían lanzado a las armas y había

168
pagado a los soldados que en Rennes se negaron a disparar sobre
el pueblo?
Es verdad que el busto del príncipe había sido paseado en
triunfo. Pero el príncipe mismo había ido a Versalles a entregarse
a sus enemigos, protestando de que él temía más que nadie el
motín. Allí le rogaron que se quedase a dormir en el castillo.
Teniéndole en su mano, creía la corte tener al organizador de
aquella maquinación y no se inquietó por lo ocurrido. El viejo
mariscal, a quien habían sido encomendadas todas las tropas, se
rodeó bien de soldados, puso al rey en lugar seguro, acumuló toda
clase de defensas en Versalles, en el que nadie había pensado, y
dejó la vana humareda de París disiparse ella misma.

169
CAPITULO VII

Toma de la Bastilla, 14 de Julio de 1789

Dificultades de la toma de la Bastilla. —La idea del ataque pertenece al


pueblo —Odio del pueblo a la Bastilla. —Alegría del mundo al saber la toma de
la Bastilla. —El pueblo se apodera de fusiles en los Inválidos. —La Bastilla se
defiende. —Thuriot emplaza a la Bastilla. —Los electores envían allí inútilmente
muchas comisiones. —Último ataque; Elie, Hullin. —Peligro de retardar la
toma. —El pueblo se cree traicionado, amenaza al preboste y a los electores.
—Los vencedores del Hotel de Ville. —Cómo se entrega la Bastilla. —Muerte
del gobernador. —Prisioneros condenados a muerte. —Prisioneros
indultados.—Clemencia del pueblo.

Versalles, con un gobierno organizado, un rey, ministros, un


general, un ejército no era más que vacilaciones, duda,
incertidumbre, viviendo en la más completa anarquía moral.
París, alborotado, desprovisto de toda autoridad legal, en un
desorden aparente, demuestra y posee el 14 de Julio lo que
moralmente constituye el orden más profundo; la unanimidad de
los espíritus.
El 13 de Julio París sólo pensaba en defenderse; El 14- ataca.
El 13 por la noche había aún algunas dudas. Desaparecieron
a la mañana siguiente. La noche estaba llena de furor desordenado,
de tumulto. La mañana fue luminosa y de una serenidad terrible.
Una idea se alzó sobre París con el día y todos vieron la misma
luz. Una luz en todos los espíritus, y en cada corazón una voz que
decía: «¡Ve y tomarás la Bastilla!»
Esto era imposible, insensato, y hasta decirlo parecía locura...
Y, sin embargo, todos lo creyeron fácil, hacedero. Y se hizo.
La Bastilla, a pesar de ser una vieja fortaleza, era
inexpugnable, a menos de disponer de muchos días y muchos
cañones. En aquella crisis el pueblo no tenía ni tiempo que perder
ni medios de hacer un sitio en regla. Aun así, la Bastilla nada
hubiera temido, teniendo víveres bastantes para esperar un

170
socorro seguro y cercano y contando como contaba con inmensa
cantidad de municiones de guerra. Sus muros, de diez pies de
espesor en las torres y de treinta a cuarenta en la base, podían
reírse mucho tiempo de las balas. Sus baterías, en cambio, cuyos
fuegos do minaban la ciudad, hubieran podido arrasar todo el
Marais, todo el barrio de San Antonio. Sus torres, llenas de
estrechas ventanas y aspilleras con dobles y triples rejas, permitían
a la guarnición hacer impunemente una horrenda carnicería en los
asaltantes.
El ataque a la Bastilla no era sensato. Fue un acto de fe.
Nadie lo propuso. Pero todos lo pensaron y todos lo pusieron
en práctica. En las calles, en los arrabales, en los puentes, en los
boulevards la multitud gritaba a la multitud: ¡A la Bastilla!, ¡a la
Bastilla!... Y en el somatén que sonaba todos creían oír: ¡A la
Bastilla! Nadie, lo repito, inició el movimiento ni le dio impulso. Los
parlanchines del Palais-Royal pasaron el tiempo redactando una
lista de proscriptos; juzgando a la reina, a la Polignac, á Artois y al
preboste Fleselles y a otros condenándolos a muerte... Pero entre
los nombres de los vencedores de la Bastilla no figura ninguno de
aquellos que presentaron proposiciones y mociones en el Palais-
Royal. No fue el Palais Roy el punto de partida y no fue el Palais-
Royal donde los vencedores llevaron los despojos de los
prisioneros.
Menos aún surgió la idea del ataque en los electores que se
sentaban en el Hotel de Ville. Lejos de esto, para impedirlo, para
evitar la carnicería que la Bastilla podía hacer tan fácilmente,
llegaron hasta prometer al gobernador de la odiada fortaleza que,
si retiraba los cañones enfilados sobre París, el pueblo no atacaría.
Los electores no cometieron la traición de que fueron luego
acusados, pero no tenían fe.
¿Quién la tuvo? Aquel que tiene también fervor y fuerza para
realizar su fe. - ¿Quién? El pueblo. Todo el mundo.
Los ancianos que tuvieron la suerte y la desgracia de
presenciar cuanto se hizo en ese medio siglo único, donde todos
los siglos parecen refundirse, declaran que cuanto ocurrió grande,
nacional, durante la República y el Imperio tuvo carácter parcial, no
unánime, y que sólo el 14 de Julio fue el día del pueblo entero. ¡Que

171
perdure como una de las fiestas eternas del género humano, no
solamente por haber sido el primero de la libertad, sino por haber
sido el más grande en la concordia!
¿Qué sucedió en aquella corta noche en la que nadie durmió,
para que a la mañana siguiente todo disentimiento, toda
incertidumbre desapareciesen, mostrándose todos unidos en los
mismos pensamientos?
Se conoce lo que se hizo en el Palais-Royal y en el Hotel de
Ville; pero lo que es necesario saber es lo que ocurrió en el pueblo.
Por lo que ocurrió después, se adivina que cada uno durante
aquella noche formuló en su corazón el juicio definitivo del pasado;
antes de herir, cada uno dictó la sentencia de muerte... Aquella
noche la historia se aparece a los ojos de todos, una larga historia
de sufrimientos, despertando el instinto vengador y justiciero del
pueblo. El alma de los padres que durante tantos siglos sufrieron y
murieron en silencio, encarna en el alma de los hijos y habla.
Hombres fuertes, hombres pacientes, hasta entonces
pacíficos, que debíais descargar en aquel día el gran golpe de la
Providencia: no amedrenta vuestro corazón la vista de vuestras
familias. Al contrario, mirando vuestros hijos dormidos, cuyo
destino y porvenir iban a decidirse en el nuevo día, vuestro
pensamiento se ensancha fijo en las generaciones libres que de
ellos saldrían. ¡Sentisteis aquel día todo el combate del porvenir!
El porvenir y el pasado dan la misma respuesta; ambos dicen:
¡Ve!...
- Y lo que está fuera del tiempo, fuera del porvenir y fuera del
pasado, el derecho inmutable os lo dice también. El inmortal
sentimiento de lo justo da nuevo ánimo al agitado corazón del
hombre, diciéndole: — Ve tranquilo; ¿qué te importa? ¡De cualquier
modo que llegues, muerto o vencedor, estoy contigo!
¿Qué daño había hecho la Bastilla al pueblo? Los hombres del
pueblo no entraron allí jamás... Pero la justicia les hablaba y les
hablaba también una voz que conmueve aún más al corazón, la voz
de humanidad y de misericordia. Esa voz dulce que parece débil y
que hacía diez años había atravesado aquellos pesados muros, fue
quien rindió la Bastilla.

172
Es preciso decirlo: si alguien tiene derecho a la gloria, es
aquella mujer intrépida que durante tanto tiempo trabajó en
libertar a Latude contra todas las potencias del mundo. La realeza
niega la merced y la nación la otorga; aquella mujer o héroe fue
coronada en una solemnidad pública. Coronar a quien, por decirlo
así, había forzado las prisiones de Estado, era ya censurarlas,
entregarlas a la execración pública, demolerlas en el corazón y en
el deseo de los hombres... Esta mujer fue la primera que tomó a la
Bastilla.
Desde entonces el pueblo del barrio y de la ciudad, que
pasaba sin cesar bajo la sombra de la Bastilla 34, no dejaba ni una
vez de maldecirla. Merecía bien aquel odio. Había otras prisiones,
pero la Bastilla era la del despotismo, la de la arbitrariedad
caprichosa, la de la inquisición eclesiástica y burocrática. La corte,
tan poco religiosa en aquel siglo, había hecho de la Bastilla el
domicilio de los espíritus libres, la prisión del pensamiento.
Teniendo bajo Luis XVI menos prisioneros, se había hecho su
régimen más severo y duro (el paseo de los presos había sido
prohibido) y menos justo. Francia se avergonzó al saber que el
crimen de uno de los prisioneros había sido ofrecer a nuestra
marina un invento útil; ¡se temió que ofreciera el secreto a otros
países!
El mundo entero conocía, abominaba la Bastilla. Bastilla y
tiranía, eran en todos los idiomas palabras sinónimas. Todas las
naciones al conocer la noticia de su ruina se creyeron libertadas.
En Rusia, en ese imperio del misterio y del silencio, en esa
bastilla monstruosa colocada entre Europa y Asia, apenas llegó la
noticia se vio a hombres de todas las naciones gritar y llorar en las
plazas y en las calles; se arrojaban los unos en brazos de los otros,
comunicándose la fausta nueva: «¡Cómo no llorar de alegría! La
Bastilla ha sido tomada, derruida 35(2).
La mañana misma del gran día el pueblo no tenía armas
todavía.
34
«La sombra de la Bastilla llenaba la calle de San Antonio», dice Linguet. Los senadores más
convencidos de la Bastilla eran del barrio o del arrabal de Saint-Paúl.
35
El suceso ha sido narrado por un testigo nada sospechoso, el conde de Segur, embajador
en Rusia, que no participaba de aquel entusiasmo: «Esta locura que, aun narrándola, me
cuesta trabajo creer, etc.» Segur, ¿Memoria?, III, 508.

173
La pólvora tomada la víspera en el Arsenal y que había sido
conducida al Hotel de Ville, era distribuida lentamente durante la
noche por tres hombres solamente. A las dos de la madrugada cesó
la distribución un momento, y la multitud, desesperada, echó abajo
las puertas del almacén a martillazos.
¡No tenía fusiles! Iba a ir a tomarlos, a robarlos en los
Inválidos. Esto era muy peligroso. Es verdad que los Inválidos era
un cuartel sin defensa, una casa abierta, pero el gobernador
Sombreuil, viejo y bravo militar, había recibido un destacamento
de artillería y algunos cañones, además de los que allí tenía
preparados. Por poco que estos cañones sirvieran, la multitud
podía ser fácilmente dispersada por los regimientos que Besenval
había reunido en la Escuela Militar.
¿Se hubieran negado a pelear aquellos regimientos
extranjeros? Besenval cree que no. Más bien parece cierto que
careciendo de órdenes, Besenval estaba lleno de vacilaciones y
como paralizado de espíritu. las cinco de la madrugada había
recibido una extraña visita. Entró un hombre pálido, encendidos
los ojos, la palabra rápida, y entrecortada, audaces los ademanes...
El viejo Besenval, hablador é impertinente, que era el oficial más
frívolo del antiguo régimen, aunque valiente, le mira absorto:
«Señor barón—dice el hombre, —vengo a advertiros que evitéis la
resistencia. Los obstáculos serán destruidos hoy36; estoy seguro de
ello y no puedo impedirlo; vos tampoco. No intentéis impedirlo.»
Besenval no tuvo temor, pero el golpe estaba dado y el efecto
moral producido. «Encontré en aquel hombre—dice él mismo—no sé
qué de elocuente que me cautivó... Hubiera debido mandarle
arrestar, pero no lo hice...» Eran el antiguo régimen y la Revolución
que acababan de verse frente a frente y ésta dejaba a aquél lleno
de estupor.
No eran aún las nueve de la mañana y ya había delante de los
Inválidos treinta mil hombres. A la cabeza estaba el procurador de

36
Estas frases prueban que á las cinco de la madrugada no había formado ningún plan. Aquel
hombre que no era del pueblo repetía, al parecer, los rumores del Palais-Royal. —Los utopistas
se entretenían desde hacía tiempo en estudiar la utilidad de destruir la Bastilla, formaban
planes, etc. Pero la idea heroica, insensata, de tomarla en un día, no pudo nacer más que en
el pueblo mismo.

174
la ciudad, a quien el Comité de los electores no se había atrevido a
prohibírselo. También estaban allí algunas compañías de guardias
franceses escapadas de su cuartel y los estudiantes de la Basoche,
con su viejo hábito rojo, y el cura de Saint-Etiénne-du-Mont que,
nombrado presidente de la Asamblea reunida en su iglesia no
rechazó él peligroso cargo de conducir a la fuerza armada.
El viejo Sombreuil. fue muy hábil. Se presentó en la verja y
dijo que efectivamente había allí fusiles, pero que constituían un
depósito que le había sido confiado y su delicadeza de militar y de
gentilhombre no le permitía entregarlos, faltando a la promesa de
su custodia. Este argumento imprevisto detuvo a la multitud;
admirable candor del pueblo en la primera edad de la Revolución.
—Sombreuil agregó que había enviado un correo a Versalles y que
esperaba la respuesta, haciendo grandes protestas de adhesión y
amistad al municipio y a la ciudad entera.
Los más querían esperar. Afortunadamente hubo allí un
hombre menos escrupuloso37 que evitó fuese engañada la
multitud. No había tiempo que perder y, después de todo,
¿aquellas armas a quién pertenecían sino a la nación?... La multitud
saltó los fosos y el hotel fue invadido; en los sótanos se
encontraron veintiocho mil fusiles y veinte piezas de cañón.
Esto ocurrió de nueve a once. Corramos a la Bastilla.
El gobernador de Launay estaba sobre las armas desde las
dos de la madrugada del día 13. No había olvidado ninguna
precaución. Además de los cañones de las torres, tenía los del
Arsenal, que puso cargados de metralla. Hizo subir a las torres seis
carros de balas, pólvora y municiones para destruir a los
asaltantes. En las aspilleras de la parte baja había colocado doce
grandes trabucos, cada uno de los cuales arrojaba en cada disparo
libra y media de balas. Abajo había colocado sus soldados más
seguros, treinta y dos suizos, que no tenían escrúpulo alguno en
disparar contra los franceses. Los ochenta y dos inválidos estaban
distribuidos en varios sitios, lejos de las puertas, en las torres. Su
última precaución fue desalojar las habitaciones avanzadas que
cubrían la base de la fortaleza.

37
Uno sólo de los ciudadanos allí reunidos. Proceso verbal de los electores, pág. 300.

175
El día 13 no ocurrió nada, aparte las injurias dirigidas a la
Bastilla por los que por allí pasaban.
El 14, al comenzar la madruga, sonaron siete disparos hechos
por los centinelas de las torres. Hubo alarma. El gobernador subió
con el estado mayor y permaneció en la terraza media hora
escuchando los rumores lejanos de la ciudad; por fin, no oyendo
nada, bajó a sus habitaciones.
Por la mañana numerosos grupos de gente del pueblo y
muchos jóvenes (del Palais-Royal u otros puntos) se acercan a la
Bastilla pidiendo a gritos les sean entregadas las armas. No se les
oye. En cambio, se deja entrar a una comisión pacífica del Hotel de
Ville, que se presenta a las diez rogando al gobernador retire los
cañones enfilados sobre París, prometiéndole que si él no tira el
pueblo no atacará. No teniendo orden de hacer fuego, el
gobernador acepta la proposición y lleno de alegría invita a
almorzar a los comisionados.
Cuando salían se presenta un hombre que habla en tono
completamente distinto.
Es un hombre violento, audaz, sin respetos humanos, sin
temor ni piedad, desconocedor de los obstáculos y las
conveniencias, inspirado por el genio colérico de la Revolución...
Iba a emplazar la Bastilla. El terror entra con él. La Bastilla tiene
miedo; el gobernador no sabe por qué, pero se turba, balbucea.
Aquel hombre era Thuriot, una terrible fiera de la raza de
Danton; lo encontraremos dos veces, al comienzo y al fin; su
palabra es dos veces mortal; mata la Bastilla38, mata a Robespierre.
No debe pasar el puente, el gobernador se lo prohíbe y
Thuriot pasa. Del primer recinto pasa al segando; nueva
prohibición y entra; franquea el segundo foso por el puente
levadizo. Y hele ya enfrente de la enorme verja que cierra el tercer
recinto, que parecía un abismo monstruoso, cuyas paredes estaban
formadas por las ocho torres unidas entre sí. En aquel lado los
muros no tenían ni una ventana y en el fondo del abismo estaba el
único paseo del prisionero, donde angustiado, perdido en el

38
La mata de dos maneras. Introduce en la división, la desmoralización, y cuando fue tomada
propone demolerla. Mata a Robespierre negándole la palabra el 9 termidor; Thuriot era
entonces presidente de la Convención.

176
enorme pozo, oprimido por la mole de piedra, no podía contemplar
más que la inexorable desnudez de los muros. En un lado
solamente rompía aquella asfixiante monotonía un reloj colocado
entre dos cautivos de piedra, como para encadenar el tiempo y
hacer más lenta y pesada la sucesión de las horas.
Allí estaban los cañones cargados, la guarnición, el estado
mayor.
Nada importa á Thuriot: «Señor—dice al gobernador, —os
emplazo en nombre del pueblo, en nombre del honor y de la patria,
para que retiréis vuestros cañones y entreguéis la Bastilla.» Y
volviéndose a la guarnición repitió las mismas palabras.
Si M. de Launay hubiera sido un verdadero militar, no hubiera
introducido de este modo al parlamentario en el mismo corazón de
la fortaleza y menos aún le hubiera tolerado dirigirse á la
guarnición. Pero es preciso tener en cuenta que los oficiales de la
Bastilla lo eran, en su mayor parte, por gracia del jefe de policía;
muchos de ellos que no habían servido jamás, lucían en el pecho la
cruz de San Luis. Todos, desde el gobernador al último criado,
habían comprado sus puestos y sacaban de ellos el partido que
podían. El gobernador, además de sus sesenta mil libras de sueldo,
sacaba cada año otro tanto de sus rapiñas. A costa de los
prisioneros alimentaba su casa, ganaba con el vino 39, con los
muebles, con todo. Y ¡hecho impío, bárbaro!, alquiló a un jardinero
el jardín de la Bastilla, que era pequeño, y por aquella miserable
ganancia privó a los prisioneros del paseo, del aire y de la luz.
Aquel alma rastrera y codiciosa sabía que era conocido, y esto
le quitaba todo valor; las terribles Memorias de Linguet hicieron a
de Launay famoso en toda Europa. La Bastilla era odiada y su
gobernador, personalmente, era odiado también. Los furiosos
gritos del pueblo, que resonaban allá fuera, creían que eran
exclusivamente contra él; estaba lleno de turbación y temor.
Las palabras de Thuriot produjeron diferente efecto en los
suizos y en los franceses. Los suizos no las comprendieron, pero el
39
El gobernador tenía derecho de hacer entrar cien barricas de vino francas de impuesto.
"Vendía este derecho a una taberna ¿i cambio de vinagre que daba á beber á sus prisioneros
y de una gruesa cantidad, Puede verse en el libro La Bastilla destruida, la historia de un
prisionero rico que de Launay llevaba por las noches a casa de una joven, a quien el
gobernador había puesto casa y cuyos gastos hacía pagar al otro.

177
Estado Mayor y los Inválidos se conmovieron; aquellos viejos
soldados en trato diario con las gentes del barrio no tenían ganas
de disparar contra sus amigos. La guarnición se divide; ¿qué harán
ambos bandos? Si no se ponen de acuerdo ¿querrán luchar entre
sí?
El amedrentado gobernador con tono quejumbroso declaró
que había llegado a un acuerdo con el municipio y juró e hizo jurar
a la guarnición que si no eran atacados no harían un sólo disparo.
Thuriot no se contenta con esto. Quiere subir a las torres, ver
si efectivamente han sido retirados los cañones. De Launay, harto
arrepentido de haberle dejado entrar, se niega, pero sus oficiales le
aconsejan que acepte, hacen presión sobre él y al fin sube con
Thuriot.
Los cañones habían sido retirados de las troneras, cubiertos,
pero continuaban enfilados. La vista que se ofrecía desde aquella
altura de ciento cuarenta pies era inmensa, enloquecedora; las
calles y las plazas llenas de gente; todo el jardín del arsenal
cubierto por hombres armados... Y he aquí que en el otro lado se
ve una masa negra que avanza...Es el pueblo del barrio de San
Antonio...
El gobernador palidece. Coge a Thuriot por un brazo: «¿Qué
habéis hecho? ¡abusáis del título de parlamentario! ¡me habéis
engañado, traicionado!»
Ambos estaban en el borde del muro y de Launay tenía un
centinela en la torre. Todo el mundo en la Bastilla prestaba
juramento de obediencia y fidelidad al gobernador; en su fortaleza
era el rey y la ley. Podía vengarse...
Pero fue, al contrario. Thuriot permaneció sereno y el
gobernador tembló de miedo cuando aquél le repuso: «Caballero,
una palabra más y os juro que uno de los dos caerá al foso.»
En aquel mismo momento el centinela se acerca tan turbado
como el gobernador y, dirigiéndose a Thuriot, exclama: «Por favor,
señor, asomaos a las almenas... No hay tiempo que perder; el
pueblo avanza...Como no os ven, quieren atacar.» Thuriot se
asomó y el pueblo, viéndole vivo, lanzó un inmenso clamoreo de
alegría y estalló en ruidosos aplausos.

178
Thuriot bajó con el gobernador, atravesó de nuevo el tercer
recinto y dirigiéndose otra vez a la guarnición, dijo: «Espero que el
pueblo no se negará a dar una guardia burguesa que preste servicio
en la Bastilla con vosotros.
El pueblo creía entrar en la Bastilla cuando saliera Thuriot.
Como le vio salir y marchar al Hotel de Ville para hacer la misma
oferta que había hecho a la guarnición de la Bastilla, le creyó traidor
y le amenazó. La impaciencia se convirtió en furor; la multitud se
apoderó de tres inválidos y quiso matarlos. Se apoderó de una
señorita a quien creyó hija del gobernador y quería quemarla si su
padre no se rendía. Pudo ser arrancada de manos del pueblo. «¿
Qué será de nosotros si no tomamos la Bastilla antes de la noche?»
El grueso Santerre, un cervecero que el barrio había nombrado
comandante propuso incendiar la plaza arrojando aceite y resina
que había preparado la víspera. Mandó buscar las barricas.
Un carretero, que había sido soldado, comenzó bravamente
la obra y avanzó con un hacha en la mano, se subió al techo de un
pabellón del cuerpo de guardia adosado al primer puente levadizo,
y bajo una lluvia de balas trabaja tranquilamente golpe a golpe,
destroza los maderos donde afianzaban las cadenas, y el puente se
abre, cae. La multitud se lanza y penetra en el primer recinto. Desde
las torres y las aspilleras bajas hacen un fuego nutrido y el pueblo
cae a montones, sin que la guarnición recibiera daño alguno. De
todos los disparos que el pueblo hizo, sólo dos tiros penetraron;
uno sólo de los sitiados quedó muerto.
El comité de los electores, que comenzó a ver llegar los
heridos al Hotel de Ville, y que deploraba la efusión de sangre,
hubiera querido detener el ataque. No había para esto más que un
medio. Apoderarse de la Bastilla en nombre de la ciudad y hacer
entrar en ella la guardia burguesa. El preboste vacilaba demasiado;
Fauchet insistía; otros electores hicieron presión también. Fueron
como diputados del Municipio, pero entre el fuego y el humo no
fueron vistos; nadie se fijó en ellos. Ni la Bastilla ni el pueblo
cesaron de tirar. Los diputados corrieron grandísimo peligro.
Una segunda comisión, con el procurador de la ciudad a la
cabeza, llevando al lado un tambor y una bandera, apareció en la
plaza. Los soldados, que estaban en las torres, arbolaron una

179
bandera blanca y suspendieron el fuego. El pueblo cesó de tirar, y
siguiendo a los diputados, penetró en el recinto. Una furiosa
descarga de la Bastilla tendió muchos hombres en tierra, al lado
mismo de los diputados. Probablemente los suizos que estaban
abajo con de Launay no se enteraron de las señales que habían
hecho los inválidos en las torres40.
La rabia del pueblo no tuvo límites entonces. Desde por la
mañana se decía que el gobernador había facilitado
engañosamente la entrada del pueblo en el primer recinto para
fusilarlo a mansalva; se creyeron dos veces engañados y
resolvieron perecer o vengarse de los traidores. A los que
aconsejaban prudencia les respondían: «Nuestros cadáveres
servirán al menos para llenar los fosos.» Y se lanzaban
obstinadamente sin desanimarse jamás contra la fusilería, contra
aquellas torres asesinas, creyendo que a fuerza de morir podrían
destruirlas.
Pero entonces, y cada vez más, gran número de hombres
generosos que no habían tomado parte en la lucha, se indignaron
de aquella pelea tan desigual, que era un asesinato cometido a
mansalva, y todos se pusieron de parte del pueblo. Fueron a buscar
los comandantes nombrados por la ciudad y les obligaron a
entregar cinco cañones. Se formaron dos columnas: de obreros y
burgueses una, y la otra de guardias franceses. La primera nombró
jefe a un joven de estatura y fuerza heroicas, a Hullin, relojero de
Ginebra, que había abandonado su oficio para ser criado y cazador
del marqués de Conflans; el vestido del cazador fue tomado, sin
duda, por un uniforme; las libreas de la servidumbre guiaron al
pueblo al combate de la libertad. El jefe de la otra columna fue Elie,
un afortunado oficial del regimiento de la reina que, estando
vestido de paisano, se puso su brillante uniforme, señalándose
bravamente, en medio de la multitud, a los suyos y al enemigo.
Entre sus soldados había uno admirable por su valentía, juventud
y pureza, una de las glorias de Francia, Marceau, que se contentó
con combatir y no reclamó nada en los honores de la victoria.

40
Esta es la única manera de conciliar las declaraciones, opuestas en apariencia, de los sitiados
y la diputación.

180
Cuando llegaron estas dos columnas el pueblo había
conseguido poco. Se había logrado con tres carros de paja hacer
arder los pabellones y las cocinas, pero no se sabía qué más hacer
ni cómo hacerlo. La desesperación del pueblo recaía en el Hotel de
Ville. Se acusaba al preboste a los electores y les pedían con
amenaza ordenasen el sitio de la Bastilla. Jamás se les pudo
arrancar la orden. Diversos medios raros y extraños eran
propuestos a los electores para tomar la fortaleza. Un carpintero
aconsejaba una obra de madera, una catapulta romana para lanzar
piedras contra los muros. Los comandantes de la ciudad decían que
era preciso hacer el sitio en regla y abrir una mina. Durante estos
largos y vanos discursos se lee una carta que Besenval escribía a
de Launay y que fue interceptada, en la que le recomienda que se
defendiera hasta el último extremo.
Para calcular el valor del tiempo en esta crisis suprema, para
explicar el terror de la tardanza, conviene saber que cada momento
circulaba una nueva falsa alarma. Se suponía que la corte, a dos
horas de distancia, estaba enterada del ataque a la Bastilla
comenzado al medio día y se preparaba a lanzar sobre París sus
suizos y- sus alemanes. Los de la Escuela Militar ¿pasarían el día
con los brazos cruzados? No era verosímil. La poca confianza que
Besenval tenía en sus tropas era o parecía una excusa. Los suizos
se mostraban firmes y fieles en la Bastilla, haciendo una carnicería.
Los dragones alemanes habían hecho muchas descargas el día 12
y matado algunos guardias franceses. Estos, a su vez, habían
matado algunos dragones. El odio de cuerpo aseguraba la
fidelidad.
El barrio Saint-Honoré se despoblaba creyéndose atacado de
un momento a otro. La Ciudadela estaba en el mismo peligro y
efectivamente fue ocupada por un regimiento, pero demasiado
tarde.
Toda lentitud parecía al pueblo traición. Las tergiversaciones
del preboste le hacían sospechoso, y del mismo modo acontecía a
los electores. La multitud, indignada, comprendió que perdía el
tiempo con ellos. Un viejo grita: «Amigos, ¿qué hacemos entre
estos traidores? • Vámonos todos a la Bastilla! » La indicación fue
atendida por todos. Los electores, estupefactos, se encuentran

181
solos... Uno de ellos sale y vuelve pálido, con el rostro de un
espectro: «Si permanecéis aquí no os quedan más que diez
minutos de vida... En la plaza ruge la multitud rabiosa... Ya
suben...» No intentaron huir y esto les salvó.
Todo el furor del pueblo se concentra contra el preboste. Los
enviados de los distritos se presentan uno tras otro, arrojándole su
traición a la cara. Algunos de los electores, viéndose
comprometidos delante del pueblo por su imprudencia y sus
mentiras, se vuelven contra él y le acusan. Otros, el buen viejo
Dussaulx (el traductor de Juvenal) y el intrépido Fauchet,
intentaron defenderle, salvarle la vida, inocente o culpable.
Obligado por el pueblo, pasa del despacho en que estaba a la gran
sala de San Juan, sus amparadores lo rodean y Fauchet se sienta a
su lado. Las huellas de la muerte se marcaban ya en su rostro, dice
Dussaulx. Rodeado de papeles, de cartas, de gentes que iban a
hablarle, en medio del vocerío, de los gritos de muerte, se
esforzaba para responder a todos con afabilidad. Los del Palais-
Royal y los del distrito de Sant-Roch, eran los que más furiosos
estaban. Fauchet corrió allí a pedir gracia, conmiseración. El
distrito estaba reunido en Asamblea en la iglesia de San Roque y
dos veces Fauchet subió al púlpito, rogando, llorando, con las
palabras más ardientes que su gran corazón podía inspirarle; su
ropa, acribillada a balazos en la Bastilla, era elocuente también;
rogaba por el pueblo mismo, por el honor de aquel gran día, para
dejar puro y sin mancha el triunfo de la libertad.
El preboste y los electores permanecían en la sala de San
Juan entre la vida y la muerte. «Cuantos estaban allí—dice
Dussaulx—parecían salvajes; muchas veces escuchaban, miraban
en silencio; otras un murmullo terrible, un rugido sordo, como el
estremecimiento de un terremoto, salía de la multitud. Muchos
hablaban y gritaban, pero los más estaban aturdidos por la
novedad del espectáculo. Los rumores, las voces, las noticias, las
alarmas, las cartas detenidas, los descubrimientos falsos o
verdaderos, tantos secretos revelados, tantos hombres-llevados
ante el tribunal, obscurecían el espíritu y la razón. Uno de los
electores decía: «¿No es este el Juicio final?» El aturdimiento había

182
llegado a tal grado, que todo se había olvidado: el preboste y la
Bastilla.
Eran las cinco y media. Un inmenso grito estalla en la plaza
del Hotel de Ville, en la Grève; luego un clamoreo que viene de
lejos, que avanza y se acerca con la rapidez de la tempestad... ¡La
Bastilla ha sido tomada!
En la sala, ya llena, entran de una vez mil hombres y diez mil
empujan detrás de ellos. El suelo tiembla, los bancos ruedan, la
verja es empujada hasta la mesa del presidente.
Todos vienen armados, unos casi desnudos; otros vestidos
con retazos de todos colores. Un hombre era llevado en un millón
y coronado de laureles; era Elie; le rodeaban todos los prisioneros.
A la cabeza, en medio del inmenso ruido, en que no se hubiera
escuchado un cañonazo, marchaba un joven en actitud de religioso
recogimiento; llevaba clavada en su bayoneta una cosa impía, tres
veces maldita, el reglamento de la Bastilla. También llevaban las
llaves monstruosas, innobles, groseras, usadas por los siglos y por
los dolores de los hombres. La casualidad o la Providencia quiso
que fuesen a parar a manos de un hombre que las conocía
demasiado, a un antiguo prisionero. La Asamblea nacional coloca
en sus archivos estas viejas máquinas de los tiranos, al lado de las
leyes que destruyeron la tiranía. Todavía hoy conservamos las
llaves en el armario de hierro de los archivos de Francia... ¡Ah! ¡Si
pudieran encerrarse en la misma vitrina las llaves de todas las
Bastillas del mundo!
La Bastilla, forzoso es reconocerlo, no fue tomada; se entregó
ella, turbada, enloquecida por la conciencia de su maldad.
Allá dentro, unos querían que se rindiera: otros seguían
disparando, sobre todo los suizos, que, durante cinco horas, sin
riesgo ni temor alguno, se divirtieron escogiendo y apuntando bien
a las víctimas que querían. Allí mataron ochenta y tres hombres e
hirieron a ochenta y ocho. Veinte de los muertos eran pobres
padres de familia que dejaron mujeres e hijos, condenados a morir
de hambre.
La vergüenza de aquella guerra sin riesgo y el horror de ver
derramada sangre francesa por los suizos, que la odiaban,
acabaron por hacer caer las armas de los inválidos. Los

183
suboficiales, a las cuatro, rogaron, suplicaron a de Launay que
pusiera término a aquellos asesinatos. El gobernador sabía cuál era
su destino y lo que merecía. Pensaba sólo en morir matando. Un
momento tuvo una idea horriblemente feroz; volar la Bastilla;
hubiera destruido un tercio de París. Sus ciento treinta y cinco
barriles de pólvora hubieran lanzado a los aires, deshecha en
pedazos, la inmensa mole de la Bastilla y al caer las piedras
hubieran arrasado todo el barrio, todo el Marais y todo el arrabal
del Arsenal... Tomó la mecha de un cañón. Dos oficiales impidieron
el crimen; cruzaron sus aceros y le impidieron la entrada en el
depósito de la pólvora. Entonces intentó suicidarse y desenvainó
un cuchillo, que le fue arrebatado.
Estaba trastornado y no podía dar órdenes41. Cuando los
guardias franceses colocaron en batería sus cañones y disparado
(según algunos), el capitán de los suizos comprendió que era
necesario entregarse; escribió y envió un mensaje42 en que se pedía
salir de la fortaleza con los honores de guerra. —Negativa. —
Después pidió que se respetara la vida de los sitiados.—Hullin y Elie
lo prometieron.
La dificultad estaba en hacer respetar la promesa. ¿Quién
podía impedir una venganza deseada desde hacía tantos siglos,
irritada ahora con tantos asesinatos como acababa de hacer la
Bastilla...? Una autoridad que tenía una hora de existencia, surgida
en la Grève y que apenas era conocida por más de dos grupos que
peleaban en la vanguardia, no era suficiente para contener á los
cien mil hombres que la seguían.
La multitud estaba ciega, orgullosa de su mortandad misma.
En la plaza no mata más que a un hombre; mira con desdén a los
suizos a quienes toma por prisioneros o por criados y hiere y
maltrata a sus amigos los inválidos. Hubiera querido poder
exterminar la Bastilla; rompe a pedradas los dos esclavos del reloj;
sube a las torres para insultar a los cañones; muchos se agarran a
las piedras, ensangrentándose las manos por querer arrancarlas.
Bajan rápidamente a los calabozos para librar a los prisioneros; dos

41
Desde la mañana, según testimonio de Thuriot.
42
Para tomar el mensaje se colocó una plancha de madera sobre el foso. El primero que se
atrevió a pasar cayó; el segundo, que fue Maillard, fue más afortunado y recogió la carta.

184
se habían vuelto locos. Uno, asustado del ruido, quería defenderse;
quedose sorprendido cuando los que abrieron la puerta de su
encierro se arrojaron en sus brazos, mojándole el rostro con sus
lágrimas. Otro, que tenía una barba hasta la cintura, preguntó
cómo se portaba Luis XY; creía que reinaba todavía. A los que le
preguntaron su nombre respondió que se llamaba el Mayor de la
Inmensidad.
Los vencedores no habían concluido; en la calle de San
Antonio sostenían otro combate. Avanzando hacía la Grève
encontraron algunos grupos de hombres que, no habiendo tomado
parte en el combate, querían hacer algo, asesinar a los prisioneros
cuando menos. Uno de ellos quedó muerto en la calle de
Joureellos, otro en el arrabal. Algunas mujeres, desgreñadas, que
acababan de reconocer a sus maridos entre los muertos de la
Bastilla, corrían detrás de los asesinos; una de ellas, loca de dolor,
pedía a todo el mundo que le diesen un cuchillo.
De Launay era llevado, sostenido y defendido en este gran
peligro por dos hombres de corazón y de una fuerza poco común:
Hullin y otro. Conducir a aquel hombre de la Bastilla a la Grève, que
estaba tan cerca, no era obra menor que los doce trabajos de
Hércules. No sabiendo ya cómo defenderle y viendo que la gente
conocía a Launay solamente en que iba sin sombrero, tuvo la idea
heroica de ponerle el suyo, recibiendo en aquel momento los
golpes que a Launay iban dirigidos43. Llegó en fin al pórtico de San
Juan; si conseguía lanzarle en la escalera, todo había concluido. La
multitud lo comprendió e hizo un furioso esfuerzo. La fuerza de
gigante que Hullin había desplegado no le sirvió entonces de nada.
Estrujado por aquella enorme boa que la masa formaba alrededor

43
La tradición realista, que tiene la difícil preocupación de hacer interesantes á los hombres
menos interesantes, ha querido hacer creer que de Launay, más heroico aún que Hullin, le
había devuelto el sombrero, volviendo a colocárselo en la cabeza, prefiriendo perecer a
exponerlo a morir La misma tradición obsequia con el mismo hecho, algunos días después, a
Berthier, el intendente de París. Se cuenta también que el Mayor de la Bastilla, reconocido y
defendido en la Grève por uno de sus antiguos prisioneros, a quien había traído con cariño, le
alejó de sí diciéndole: «Os perdéis vos sin salvarme.» Este último relato da idea de los otros
dos. Los precedentes de Launay y Berthier, no ofrecen nada que pueda hacer creer en el
heroísmo de sus últimos momentos El silencio de la biografía Michaud, en el artículo sobre
de Launay, redactado con informes facilitados por su propia familia, prueba que ella misma
no creía en esta tradición.

185
de él, apretándole, perdió tierra y fue empujado de uno a otro lado
hasta caer al suelo. Se levantó dos veces. A la segunda vio en el
aire, clavada en una pica, la cabeza de Launay.
Otra escena se desarrollaba en la sala de San Juan. Los
prisioneros estaban allí en gran peligro de muerte; la multitud se
encarnizaba, sobre todo contra tres inválidos, en quienes creía
reconocer a los artilleros de la Bastilla; uno estaba herido; el
comandante de La Salle, haciendo increíbles esfuerzos, invocando
su título de comandante, logró salvarle; mientras lo llevaba fuera,
los otros dos fueron arrastrados y colgados en el farol del rincón
de la Vannerie, frente al Hotel de Ville.
Este gran movimiento, que parecía haber hecho olvidar a
Fleselles, fue, sin embargo, lo que le perdió. Sus implacables
acusadores del Palais-Royal, descontentos de ver a la multitud
ocupándose de otras cosas, se mantenían cerca de su mesa, le
amenazaban, le invitaban a seguirles... Concluyó por ceder, acaso
porque una espera tan larga de la muerte le pareciera peor que la
muerte misma, o porque confiaba poder escapar en la universal
preocupación del gran suceso del día. «Pues bien, señores—dijo, —
vamos al Palais-Royal.» No había llegado al portal, cuando un joven
le deshizo la cabeza de un pistoletazo.
La masa del pueblo, acumulada en la sala, no pedía más
sangre; la veía correr con estupor, dice un testigo ocular. Miraba
con la boca abierta este prodigioso espectáculo, extraordinario,
capaz de volver loco al más fuerte y sereno. Las armas de la Edad
Media, de todas las edades, se confundían allí; los siglos estaban
presentes. Elie, subido sobre una mesa, con el casco en la cabeza,
su enorme espada en la mano parecía un guerrero romano. Estaba
rodeado de prisioneros y pedía gracia para ellos. Los guardias
franceses pedían por única recompensa el perdón de los
prisioneros. En este momento la multitud se apodera de un
hombre seguido de su mujer: era el príncipe de Montbarey,
exministro. La mujer se desmayó; el hombre es arrojado encima de
la mesa, sostenido por doce hombres con el cuerpo doblado... El
pobre diablo, en esta rara actitud, explicó que no era ministro
desde hacía mucho tiempo, que su hijo había tomado gran parte
en la revolución de su provincia... El comandante de La Salle habla

186
en su favor exponiéndose mucho. Los hombres que le habían
apresado no querían soltarle; pero La Salle que era más fuerte,
coge al desgraciado y le pone de pie... Este rasgo de fuerza gusta
al pueblo y aplaude...
En aquel mismo momento el bravo y excelente Elie encuentra
medio de concluir de un golpe con todo proceso y todo juicio. Vio
a los niños de servicio en la Bastilla, que eran conducidos a la sala
y se puso a gritar: «¡Perdón para los niños! ¡Perdón!»
Hubierais visto entonces los rostros y las manos
ennegrecidas por la pólvora y el humo comenzarse a lavar con
gruesas lágrimas, como caen después de la tempestad gruesas
gotas de lluvia... Ya no se hizo más justicia ni venganza. El tribunal
había sido destruido. Elie había vencido a los vencedores de la
Bastilla. Hicieron jurar a los prisioneros fidelidad a la nación y los
dejaron libres; los inválidos se fueron tranquilamente a su hotel;
los guardias franceses se apoderaron de los suizos y los llevaron,
según su rango, a sus propias casas, donde los alojaron y
alimentaron.
Las viudas, ¡hecho admirable!, se mostraron también
magnánimas. Indigentes y cargadas de hijos, no quisieron recibir
solas una modesta cantidad que les fue repartida; hicieron también
entrar en el reparto a la viuda de un pobre inválido que había
contribuido a impedir la explosión de la pólvora de la Bastilla y que
fue muerto por error. La mujer del sitiado fue protegida por las
mujeres de los sitiadores.

187
LIBRO SEGUNDO
14 DE JULIO—6 DE OCTUBRE DE 1789

CAPITULO PRIMERO
La Paz falsa

Versalles, el 14 de Julio. —El rey en la Asamblea el 15 de Julio. —Duelo


y miseria de París. —Diputación de la Asamblea en la ciudad de París el 15 de
Julio.—La paz falsa.—El rey va a París el 17 de Julio.—Primera emigración: Artois,
Condé, Polignac, etc.—Soledad del rey.

La Asamblea pasó todo el día 14 entre dos temores, las


violencias de la corte y las violencias de París con los incidentes de
una insurrección, acaso desgraciada, que mataría la libertad. Se
escuchaban todos los rumores, se ponía el oído en tierra y se creía
percibir el eco de un cañoneo lejano.
Este movimiento podía ser el último; muchos querían que con
toda rapidez quedaran acordadas las bases de la constitución para
que, si la Asamblea era dispersada y destruida, dejara este
testamento, esta luz para guiar la resistencia y señalar el camino
del porvenir.
La corte organizaba el ataque; pocas cosas faltaban para la
ejecución. A las dos todavía ordenaba Berthier algunos detalles en
la Escuela Militar. Su suegro, Foulon, subministro de la Guerra,
ordenaba los preparativos en Versalles. Aquella noche París debía
ser atacado por siete lados a la vez. En consejo se discutía la lista
de los diputados que serían presos aquella noche, se señalaba a
otros para ser proscriptos y algunos eran exceptuados. M. de
Breteuil defendía la inocencia de Bailly. La reina y madama de
Polignac, iban entretanto a la Orangerie a animar a las tropas, a
hacer repartir vino a los soldados, que formaban grupos y bailaban.
Para completar la embriaguez, Polignac, la hermosa entre las

188
hermosas, llevaba a su casa a los oficiales, les obsequiaba con
licores y los perturbaba con sus dulces palabras y sus miradas...
Una vez lanzados aquellos ciegos, la noche hubiera sido
sangrienta... Se interceptaron cartas suyas donde escribían:
«Marchamos contra el enemigo...» ¿Quién era el enemigo? La Ley
y Francia.
De pronto una nube de polvo aparece en la carretera de París;
es un grupo de caballeros que vienen a galope tendido; es el
príncipe de Lámbesc con todos sus oficiales, que huye del pueblo
de París. Pero encuentra allí al pueblo de Versalles; si no hubiera
sido por temor de herir a los otros, la gente hubiera disparado
contra el príncipe.
Llega M. de Noailles: «La Bastilla ha sido tomada.» Llega M.
de Wimpfen: «El gobernador ha sido muerto. Murió como debía.»
Dos emisarios de los electores llegan después y exponen a la
Asamblea el escandaloso estado de París. La Asamblea se indigna,
se invoca la venganza de Dios y de los hombres para la corte y sus
ministros. «¡Cabezas!, grita Mirabeau. Necesitamos la de M. de
Broglie.»
Una diputación de la Asamblea va a buscar al rey y no obtiene
de él más que palabras equívocas. El rey envía oficiales para que
tomen el mando de la milicia burguesa... Ordena a las tropas del
Campo de Marte replegarse... Movimiento muy oportuno para el
ataque general.
Indignación de la Asamblea, griterío, envío de una nueva
comisión... «El corazón del rey está destrozado, pero no puede
hacer más.»
Luis XVI, cuya debilidad se ha deplorado tanto, tenía aquel
día la apariencia de una firmeza deplorable.
Berthier había ido a Versalles y estaba a su lado; le animaba,
le decía que todo lo ocurrido era poca cosa. En la turbación y
desorden en que París se encontraba, había todavía medios para el
gran ataque de la noche. En esto se supo que París se preparaba,
que organizaba sus centinelas, que había colocado cañones en
Mont-martre que cubrían la Ciudadela y tenían en jaque a Saint-
Denis.

189
Vacilando entre los informes contradictorios, el rey no dio
ninguna orden y, fiel a sus costumbres, se acostó temprano. El
duque de Liancourt, que por razón de su cargo entraba en la
cámara regia a cualquier hora del día o de la noche, no quiso dejar
perecer al rey en su apatía e ignorancia. Le explicó el peligro que
corría, la importancia del movimiento, su irresistible fuerza que
debía aceptar, le recomendó que se atrajera al duque de Orleans,
que se acercara a la Asamblea... Luis XVI, mal despierto (pasó su
vida amodorrado), exclamó: «¿Pero ¿qué? ¿es un motín? —Señor,
¡es una revolución!»
El rey no ocultaba nada a la reina; se supo todo en casa del
conde de Artois. Sus servidores tuvieron miedo; la realeza podía
salvarse a expensas suyas. Uno de aquéllos, que conocía bien al
príncipe, le asedió por su lado flaco; por el miedo. Le dijo que
estaba proscripto del Palais-Royal, como Flesselles y de Launay,
que podía calmar los espíritus uniéndose al rey en la política
popular que la necesidad de los tiempos imponía. El mismo
individuo, que era diputado, corrió a la Asamblea (era media noche)
y encontró al bueno de Bailly, que no se atrevía a irse a dormir, y
le pidió de parte del príncipe un discurso que el rey pudiera
pronunciar al día siguiente.
Alguien había en Versalles más afligido y azorado que nadie.
El duque de Orleans. El 12 de Julio, en busto, había sido paseado
en triunfo y luego brutalmente destrozado. Todo concluyó allí.
Nadie se conmovió. El 13 algunos hablaron de nombrarle general;
pero aquel pueblo estaba como sordo, no oía ni entendía lo que no
quería oír. El 14 por la mañana, madama de Genlis tuvo la increíble
audacia de enviar su Pamela con un lacayo rojo al lugar del
tumulto. Alguno dijo: «¿No es esta la reina?» Y nadie hizo caso...
Todas las bajas intrigas cayeron en el vacío en aquel inmenso
movimiento; todo interés mezquino y miserable pereció en el
empuje de aquel movimiento sagrado.
El pobre duque de Orleans fue en la mañana del 15 al castillo
para entrar en consejo. Pero se quedó a la puerta. Esperó un rato y
luego escribió al rey, no para pedir la intendencia general ni para
ofrecer su mediación (como estaba convenido entre él, Mirabeau y
otros), sino para asegurar al rey que si los tiempos continúan

190
alborotados se iría a Inglaterra. Durante todo el día no se movió de
la Asamblea y por la noche fue al castillo; contra las acusaciones
de complot, el príncipe probaba la coartada, se lavaba las manos
en la toma de la Bastilla. Mirabeau, cuando lo supo, se puso furioso,
y desde entonces se alejó de él, diciendo: «Es un eunuco para el
crimen. ¡Quisiera, pero no puede!»
El hombre del duque de Orleans, Sillery-Genlis, mientras el
duque hacía antesala a la puerta del Consejo, trabajaba para
vengarle; leía y hacía adoptar un insidioso proyecto que aminoraría
seguramente el efecto de la visita del rey, quitarle la sensación de
lo imprevisto, helar de antemano todos los corazones, evitar
cualquier entusiasmo que pudiera nacer: «Venid, Señor, vuestra
majestad verá la consternación de la Asamblea, pero acaso su
calma y serenidad os extrañen...» Y al mismo tiempo anunciaba
que las harinas que iban destinadas a París habían sido detenidas
en Sevres... «¡Qué ocurrirá cuando esta noticia sea conocida en la
capital!»
Mirabeau tuvo para él una hermosa respuesta. Dirigiéndose a
los diputados que iban a ir a ver al rey, dijo: «Pues bien, decid al rey
que las hordas extranjeras de que estamos rodeados han recibido
ayer la visita de los príncipes y las princesas, de los favoritos y las
favoritas, y sus caricias, y sus exhortaciones, y sus regalos. Decidle
que, durante toda la noche, estos satélites extranjeros, ahitos de
vino y de oro, han predicho en sus cantos impíos el arrasamiento
de Francia y su servidumbre y que sus votos brutales invocaban la
destrucción de la Asamblea nacional. Decidle que, en su palacio
mismo, los cortesanos han unido sus bailes al son de una música
bárbara, ¡y que tales fueron los preliminares de la Saint-
Barthélemy!... Decidle que aquel Enrique, cuya memoria bendice el
universo, aquel de sus abuelos a quien quería tomar por modelo,
hacía pasar víveres a París amotinado, que él sitiaba en persona y
que sus feroces consejeros hacen detener las harinas que el
comercio lleva a París hambriento y fiel.»
La diputación sale, pero he aquí al rey que llega, entra sin
guardias, con sus hermanos. Da algunos pasos en la sala, é
inesperadamente, frente a la Asamblea, anuncia que ha dado orden
a las tropas de alejarse de París a Versalles e invita a la Asamblea

191
a comunicar la noticia a París... ¡Demasiado sabe que su palabra
será poco creída si la Asamblea no asegura que el rey no ha
mentido!... Luego agrega una frase más noble, más hábil: «Se han
atrevido a propalar que vuestras personas no estaban seguras.
¿Será necesario que yo hable de estos culpables rumores,
desmentidos de antemano por mi carácter bien conocido? Pues
bien, aquí estoy, yo que soy uno solo con la nación, yo que me
entrego a vosotros y en vosotros confío.»
Alejar las tropas de París y de Versalles sin indicar la distancia,
era una promesa obscura, equívoca, medianamente
tranquilizadora. Pero la Asamblea estaba tan alarmada de la
inmensidad obscura que se entreabría ante ella, sentía tal
necesidad de orden y de reposo, que se mostró crédula y
entusiasta para el rey, hasta el punto de olvidar lo que a sí misma
se debía.
Todos se precipitan de sus asientos y le siguen. El rey vuelve
a pie al castillo. La Asamblea, el pueblo le rodean, le estrujan; el
rey, atravesando la zona tórrida de la plaza de Armas, no puede
resistir el calor y varios diputados, el duque de Orleans entre ellos,
hacen, una cadena alrededor de él, librándole de toda molestia. A
la llegada la música toca la canción: «¿Dónde se puede estar mejor
que en el seno de la familia?» Familia demasiado limitada. El
pueblo no entra allí; ante él cierran las puertas. El rey ordena que
se abran de nuevo, pero se excusa de recibir a los diputados que
quieren verle todavía, pretextando que va a dar gracias a Dios. La
reina aparece en el balcón con sus hijos y los del conde de Artois,
mostrando una alegría desconfiada, no sabiendo qué pensar de
aquel entusiasmo tan poco merecido.
Versalles se inundaba de alegría. París, a pesar de su victoria,
estaba lleno de alarma y tristeza. Se enterraron los muertos.
Muchos de ellos dejaban familias numerosas sin recursos. Los que
no tenían familias fueron llevados a la fosa por sus compañeros.
Habían puesto un sombrero en el suelo al lado de uno de los
muertos y decían a los transeúntes: «¡Señor, para este pobre diablo
que se ha hecho matar por la nación!; ¡señora, para este pobre
diablo que se ha hecho matar por la nación!» ¡Humilde y sencilla

192
oración fúnebre para aquellos hombres cuya muerte había dado
vida a Francia...
Todo el mundo guardando a París, haciendo servicio militar y
nadie trabajaba. Ninguna obra ni taller abierto. Pocas subsistencias
y caras. El municipio aseguraba que París tenía víveres para quince
días y apenas tenía para tres. Fue preciso ordenar un impuesto para
mantener los pobres. Las harinas eran detenidas por las tropas en
Sevres y en Saint-Denis. Dos nuevos regimientos llegaron a la vez
que prometía el rey el alejamiento de las tropas. Los húsares
entraban a hacer reconocimientos en los alrededores y en las
murallas. Circuló el rumor de que se había intentado sorprender la
Bastilla. Las alarmas eran tales, que a las dos el comité de electores
no puede negar al pueblo una orden para levantar barricadas en
París.
A esta misma hora llega un hombre, apresurado, anhelante,
con apariencias de venir enfermo... Viene corriendo desde Sevres,
donde las tropas querían detenerlo... «Todo ha concluido: la
Revolución ha concluido; el rey ha ido a la Asamblea y ha dicho: «A
vosotros me fío...» Cien diputados salen en este momento de
Versalles enviados por la Asamblea a la ciudad de París.»
Estos diputados se pusieron en seguida en camino. Por no
tardar, Bailly no quiso ni comer. Los electores apenas tienen
tiempo de correr a su encuentro como estaban, sucios y en
desorden, después de varias noches sin acostarse. Se quiso hacer
salvas, pero el cañón estaba en batería y no pudieron traerlo. No
eran necesarias para solemnizar la fiesta. París estaba bastante
hermoso con su sol de Julio, su tumulto, su gran pueblo armado.
Los cien diputados, precedidos de guardias franceses, de los
suizos, de oficiales de la milicia ciudadana, de los comisionados, de
los electores, avanzaban por la calle Saint-Honoré al son de
trompetas...Todos los brazos se extendían hacia ellos... De todas
las ventanas llovían bendiciones, llores y en todos los ojos había
lágrimas...
¡La Asamblea nacional y el pueblo de París, el juramento del
Juego de Pelota y la toma de La Bastilla y la victoria, se abrazaban!

193
Muchos diputados besaron llorando las banderas de los
guardias franceses: «¡Banderas de la patria! —decían—¡banderas
de la libertad!»
Llegados al Hotel de Villa, se hizo sentar en la plataforma a
Lafayette, Bailly, el arzobispo de París, Sieyes y Clermont-Tonerre.
Lafayette habló fría y sabiamente; luego Lally-Tollendal con su
tono irlandés y sus lágrimas prontas a salir. Allí mismo, en la Grève,
en aquella plaza que se extendía ante el Hotel de Ville, el antiguo
régimen treinta años antes había decapitado al padre de Lally; su
discurso, de honda ternura, no fue más que una amnistía del
antiguo régimen, amnistía verdaderamente prematura, puesto que
el antiguo régimen tenía todavía a París rodeado de tropas.
Aquella ternura se difundió en la reunión de burgueses del
Hotel de Ville. «El más gordo de los hombres sentimentales», como
se llamaba a Lally, fue coronado de flores-, conducido a viva fuerza
a una ventana y enseñado a la multitud... Resistiendo cuanto podía,
puso la corona en la frente de Bailly, primer presidente que había
tenido la Asamblea nacional. Bailly la rechazó también, pero fue
retenida en su cabeza por la mano del arzobispo... Extraño
espectáculo, que demostraba lo falso de aquella situación. El
presidente del Juego de Pelota fue coronado por el prelado que
aconsejó el golpe de Estado y que obligó a París a vencer...
La contradicción fue tan poco notada, que el arzobispo no
temió proponer un Te Deum y consiguió que todos le siguieran a
la iglesia de Notre Dame... Hubiera sido mucho mejor que hubiera
dicho un De Profanáis por las almas de los muertos que había
causado.
A pesar de la emoción general, el pueblo permanece en su
admirable buen sentido. No soporta voluntariamente que se olvide
su victoria. Esto no era ni justo ni útil; preciso es decirlo. La victoria
no era bastante completa para sacrificarla y olvidarla tan pronto. El
efecto moral había sido inmenso, pero el resultado material débil e
incierto todavía. Desde la calle Saint-Honoré la guardia ciudadana
(entonces formada por todo el pueblo) lleva delante de los
diputados, al son de marchas militares, al guardia francés que fue
el primero en detener y apresar al gobernador de la Bastilla; era
conducido en triunfo, coronado de laureles en el mismo coche de

194
Launay, luciendo en el pecho la cruz de San Luis que el pueblo
arrancó al carcelero para otorgársela a su vencedor... La mostraba
orgullosamente sobre el pecho... La multitud aplaude, los
diputados aplauden también, aprobando así lo que se había hecho
la víspera.
Otro incidente más claro todavía: En uno de los discursos que
se pronunciaron en el Hotel de Ville, M. de Liancourt, buen hombre,
pero aturdido, dijo que el rey perdonaba voluntariamente a los
guardias franceses. Muchos de ellos que estaban allí protestaron,
y uno de ellos dijo: «No tiene nadie nada que perdonarnos.
Sirviendo a la nación servimos al rey; los propósitos que él mismo
manifiesta hoy, demuestran bien claramente a Francia que acaso
nosotros solamente hemos sido fieles al rey y a la patria.»
Bailly es proclamado alcalde y Lafayette comandante de la
milicia ciudadana. Marchan al Te Deum. El arzobispo daba el brazo
al bravo cura Lefevre, que había guardado y distribuido la pólvora,
que salía ahora por primera vez de su antro y estaba todavía negro
y sucio. Bailly, conducido del brazo también por Hullín, era
aplaudido, rodeado, oprimido por la multitud. Cuatro soldados le
seguían; a pesar de la alegría de aquel día y del honor inesperado
de su nueva posición, no pudo sustraerse al pensamiento «de que
parecía un hombre conducido a una prisión...» ¡Si hubiera podido
prever mejor, hubiera tenido razón diciendo que le conducían a la
muerte!
Este Te Deum ¿qué era sino una mentira? ¿Quién podía creer
que el arzobispo daba gracias a Dios de buena fe por la toma de la
Bastilla? Nada había cambiado, ni los hombres, ni los principios...
La corte seguía siendo la corte, el enemigo siempre sería el
enemigo.
Lo hecho estaba hecho. La Asamblea nacional y los electores
de París con todo su poderío, no podían borrar lo pasado. El 14 de
Julio había habido un vencido, el rey; un vencedor, el pueblo.
¿Cómo deshacer esto, hacer que lo que fue no fuese, borrar la
historia, cambiarla realidad de los sucesos consumados, cambiar
los sentimientos del rey y del pueblo de modo que aquél se sintiera
dichoso por haber sido vapuleado y éste se entregara sin
desconfianza en manos de un dueño tan cruelmente provocado?

195
Mounier, narrando el día 16 en la Asamblea nacional la visita
de los cien diputados a la ciudad de París apoyó la extraña
proposición (presentada y votada al día siguiente en el Hotel de
Ville) de alzar una estatua a Luis XVI en la plaza de la Bastilla
demolida... Una estatua por una derrota es cosa nueva y original...
El ridículo se hacía más de notar cada día; ¿quién podía engañar
así? ¿Hacer triunfar al vencido era verdaderamente bastante para
poder escamotear la victoria?
La obstinación del rey, durante todo el día 14, demuestra a los
más simples que el acto del 15 no fue espontáneo. En el momento
mismo en que la Asamblea le acompañaba al castillo, durante
aquel delirio fingido o real, una mujer abraza sus rodillas y no tiene
miedo de decirle: «¡Ah! Señor, ¿habéis sido sincero? ¿no os harán
cambiar de ideas?»
El pueblo de París abrigaba los más sombríos pensamientos.
No podía creer que con cuarenta mil hombres en los
alrededores de Versalles la corte no destruyera todo lo hecho. Creía
que el acto del rey no era más que un medio para adormecer al
pueblo y atacarle más ventajosamente. El pueblo desconfía de los
electores; dos de ellos enviados el día 15 a Versalles, fueron a su
regreso acusados de traidores y amenazados, corriendo grave
riesgo. Los guardias franceses temían alguna sorpresa en sus
cuarteles y se negaban a recogerse en ellos. El pueblo se obstinaba
en creer que, si la corte no se atrevía a combatir, se vengaría por
medio de cualquier villano atentado, o estaría fabricando alguna
mina para hacer volar a París.
El temor no era ridículo; mucho más lo era la confianza. ¿Por
qué creerse seguros? Las tropas, a pesar de la promesa del rey, no
se alejaban. El barón de Falckenheim, que mandaba las fuerzas de
Saint-Denis, decía que no había recibido órdenes. En las murallas
fueron detenidos dos de sus oficiales que se habían acercado a
inspeccionar. Ocurrió una cosa no menos grave, y fue que el jefe de
policía presentó su dimisión; el intendente Berthier había huido y
con él todos los empleados y documentos de la administración de
subsistencias. Un día o dos más y acaso se encontrara el mercado
sin harina. El pueblo iba al Hotel de Ville a pedir pan y las cabezas

196
de los magistrados. Los electores enviaron muchos comisionados
a buscar trigo á Genlis, á Vernon, hasta al Havre mismo.
París esperaba al rey. Creía que, si había hablado con entera
franqueza, con el corazón, dejaría su Versalles y sus malos
consejeros y se arrojaría en brazos del pueblo.
Nada hubiera sido más hábil, de mayor efecto el día 15; debió
marchar á París al salir de la Asamblea, confiarse, no de palabra,
sino verdaderamente con su misma persona, entrar atrevidamente
en la multitud, confundirse con aquel pueblo armado... La emoción,
tan grande todavía, se hubiera concentrado enteramente en él.
He aquí lo que el pueblo esperaba; lo que creía y decía. Lo dijo
en el Hotel de Ville y lo repitió en las calles. El rey vacila, consulta,
deja pasar un día y lo perdió todo.
¿Dónde pasó este día irreparable? Toda la noche del 15 y la
mañana del 16 estuvo encerrado con aquellos mismos ministros,
cuya audaz ineptitud había ensangrentado a París y quebrantado
para siempre el trono. En ese consejo la reina quería o huir y alejar
al rey, o ponerle a la cabeza de las tropas y comenzar la guerra civil.
¿Pero estaban seguros de las tropas? ¿Qué ocurriría si la guerra
estallaba en el ejército mismo, entre los soldados franceses y los
mercenarios extranjeros? ¿No valía más ganar tiempo, divertir al
pueblo, engañarle?... Luis XVI entre aquellos dilemas no se decidió
por ninguno; estaba dispuesto a seguir indiferentemente cualquier
camino. La mayoría del Consejo se decidió por el último recurso y
el rey lo aceptó.
Un alcalde de París y un jefe militar de París nombrados por
los electores sin la aquiescencia del rey; aceptados esos puestos
por hombres tan respetables y serios como Bailly y Lafayette;
confirmados los nombramientos por la Asamblea sin consultar al
rey ni pedirle sanción... esto no era un trastorno, era una revolución
bien y enérgicamente organizada. Lafayette, «no dudando que
todos los municipios desearían confiar su defensa a los ciudadanos
armados», propuso que la milicia ciudadana se llamase guardia
nacional (palabra ya utilizada por Sieyes). Esta palabra parece
generalizarse, extender el armamento de París a todo el-reino, del
mismo modo que la escarapela azul y roja de la ciudad, aumentada

197
con el blanco, el antiguo color francés, se convierte en divisa de
Francia entera.
Si el rey permanecía en Versalles, si tardaba, hubiera
sublevado a París. Cada vez eran los propósitos más hostiles.
Habiendo sido invitados los distritos a unir sus comisionados a los
del Hotel de Ville para ir a dar las gracias al rey, respondieron
muchos de ellos que «nada tenían aún que agradecer.»
En la noche del 16, Bailly, que encontró casualmente a Vicq
d'Azyr, el médico de la reina le advirtió que la ciudad de París
esperaba al rey, deseaba verlo. El rey prometió ir y aquella misma
noche escribió á M. Necker, rogándole volviera a su lado.
El 17 se puso en camino el rey a las nueve de la mañana,
demasiado serio, triste, pálido; había oído misa y comulgado y
entregó a su hermano un nombramiento de teniente general para
el caso de que él fuese muerto o retenido prisionero; la reina en su
ausencia escribió con mano convulsa el discurso que iría a
pronunciar a la Asamblea si el rey quedaba detenido en París.
Sin guardias, pero rodeado de trescientos o cuatrocientos
diputados, llegó el rey a las tres de la tarde a las murallas de París.
El alcalde, presentándole las llaves de la ciudad, le dijo: «Estas son
las mismas llaves que fueron presentadas a Enrique IV que había
reconquistado su pueblo; ahora es el pueblo quien ha
reconquistado a su rey.» Esta última frase, tan verdadera, tan
exacta de la que acaso el mismo Bailly no comprendió toda su
trascendencia, fue vivamente aplaudida.
En la plaza de Luis XV había un círculo de tropas, y en el
centro, formando cuadro, estaban los guardias franceses. Abriose
el batallón, se puso en filas, dejando ver en el centro algunos
cañones. (¿Eran los de la Bastilla?) Se puso a la cabeza del cortejo
arrastrando sus cureñas... y el rey seguía detrás.
Delante del coche del rey, iba a caballo, la espada en la mano
y la escarapela en el sombrero, el comandante Lafayette. El orden
era grande44; el silencio también; ni un grito de ¡viva el rey! de
44
Por una desgraciada casualidad se disparó un fusil e hirió a una mujer. Pero no hubo en ello
intención alguna contra el rey. Todo el mundo era realista; la Asamblea y el pueblo Marat
mismo lo era todavía en 1791. En una carta inédita de Robespierre que M. de George me ha
enseñado, en la que cuenta la visita del rey a París, parece creer en la buena fe de Luis XVI.
(23 de Julio de 1789.)

198
cuando en cuando se oía: ¡Viva la nación! Desde Point-de-Jour a
París, desde la muralla al Hotel de Ville, había doscientos mil
hombres armados, poco más de treinta mil con fusiles y el resto
con cincuenta mil picas y lanzas, sables, espadas y guadañas. No
tenían uniformes, pero estaban correctamente formados en dos
líneas de tres en fondo, y en algunos sitios de cuatro o cinco, a todo
lo largo de aquella inmensa carrera.
¡Formidable aparición de la nación armada!... El rey no podía
vacilar; aquello no era un partido. ¡Entre tanta diversidad de
hombres y uniformes se veía una misma alma y un mismo silencio!
Allí estaban todos; nadie faltó a esta revista solemne. Se veía
las mujeres armadas al lado de sus maridos y las jóvenes junto a
sus padres. Entre los vencedores de la Bastilla había una mujer.
Los frailes, creyendo también que eran hombres y
ciudadanos, habían acudido a tomar parte en aquella gran cruzada.
Los Mathurins estaban en fila junto al estandarte de su orden, que
había llegado a ser la bandera del distrito donde estaba el
convento. Los capuchinos iban armados de espada y fusil. Las
señoras de la plaza Maubert habían puesto la revolución de París
bajo la protección de Santa Genoveva y le habían ofrecido un
cuadro donde la santa animaba al ángel exterminador a destruir la
Bastilla, que aparecía tambaleándose, con las almenas y las torres
desprendiéndose y cayendo a tierra.
La multitud aplaudió a dos hombres: a Bailly y a Lafayette; a
nadie más. Los diputados marchaban alrededor del coche del rey,
tristes, temerosos; había algo de sombrío en aquella fiesta... Los
instrumentos agrícolas convertidos en armas, las guadañas, los
tridentes, las hoces, no alegraban mucho. Los cañones, que
dormían en sus sitios, muchos, cubiertos de flores, parecían no
estar bastante dormidos... Sobre todas las apariencias de paz se
reflejaba una imagen de guerra, clara y significativa; los
desgarrados y chamuscados pedazos de la bandera de la Bastilla.
Baja el rey del coche y Bailly le presenta la nueva escarapela, con
los colores de la ciudad, que se convierte en emblema de Francia.
Le ruega que acepte «este signo distintivo de los franceses.» El rey
la pone en su sombrero, y rodeado por la multitud sube la sombría
escalera del Hotel de Ville; sobre su cabeza las espadas cruzadas

199
forman un techo de acero; extraño honor aprendido en las
costumbres masónicas, que parecía de doble sentido porque podía
hacer creer que el rey pasaba bajo las Horcas Caudinas.
No hubo en nadie propósito de humillarle. Lejos de esto, fué
acogido con una ternura extraordinaria. La gran sala, llena de
hombres notables y de gente de todas clases, presentaba un raro
aspecto; los que estaban delante y en medio se pusieron de rodillas
para no privar a los demás de ver al rey; todos estaban con las
manos alzadas hacia el trono y los ojos llenos de lágrimas.
Bailly pronunció en su discurso la palabra alianza entre el rey
y el pueblo. El presidente de los electores, Moreau de Saint-Méry
(el que había ocupado la presidencia en las grandes jornadas y
había dado tres mil órdenes en treinta horas), aventuró una frase
que parecía comprometer al rey: «Venís a prometer a vuestros
súbditos que los autores de aquellos consejos desastrosos no os
rodearán más, que la virtud, demasiado tiempo desterrada, vendrá
en auxilio vuestro.» La virtud quería decir Necker.
El rey, tímido o prudente, no dijo nada. El procurador de la
ciudad apoyó la proposición de levantar una estatua al rey en la
plaza de la Bastilla; fue aprobada por unanimidad. Después, Lally,
siempre elocuente, pero demasiado sensible y llorón, lamentó la
pena del rey, la necesidad en que estaba de consuelos ... Esto era
mostrarle vencido, en lugar de asociarle a la victoria del pueblo
sobre los ministros. «Y bien, ciudadanos: ¿estáis satisfechos? He
aquí al rey, etc.» Este he aquí tres veces repetido hizo el efecto de
una triste paráfrasis del Ecce-Homo.
Los organizadores del espectáculo lo encontraron completo
cuando Bailly hizo asomar al rey a una de las ventanas con la
escarapela en el sombrero. Permaneció un cuarto de hora serio,
silencioso. Al partir le indicaron quedamente que dijese algo, una
palabra siquiera. Pero no le pudieron sacar más que la confirmación
de la guardia burguesa, del alcalde y del comandante en esta frase
demasiado breve: «Podéis Contar siempre con mi cariño.»
Los electores se contentaron, pero el pueblo no. Habíase
imaginado que el rey, alejado de sus malos consejeros, venía a
fraternizar con la ciudad de París. ¡Pero, qué! ¡ni una palabra, ni un
saludo!... La multitud, sin embargo, aplaudió al regreso; parece

200
tener necesidad de dar suelta a un sentimiento contenido mucho
tiempo. Todas las armas estaban boca abajo en señal de paz. Se
gritaba: ¡viva el rey! Fue llevado en brazos a su coche. Una mujer
del pueblo se abalanza a su cuello. Hombres armados de botellas
detuvieron los caballos, dieron vino al cochero y a los lacayos,
bebiendo con ellos a la salud del rey. El rey sonríe, pero no dice
nada todavía. La menor palabra de bondad, pronunciada en aquel
momento, hubiera sido repetida, celebrada, produciendo un efecto
inmenso. No llega al castillo de Versalles hasta las nueve de la
noche. En la escalera encuentra a la reina y a sus hijos, deshechos
en lágrimas, que corren a arrojarse en sus brazos... ¡El rey había
corrido un gran peligro yendo a visitar su pueblo! ¿El pueblo, era el
enemigo?... ¿Qué más hubiera podido hacer por un rey libertado,
por Juan o por Francisco I, regresando de sus prisiones de Londres
o de Madrid?
El mismo día, viernes 17, como para protestar de que el rey
no hacía nada en París voluntariamente, sino por la fuerza, su
hermano el conde de Artois, los Condé y los Conti, los Polignac,
Vandreuil, Broglie, Lambesc y otros, huyeron de Francia. No lo
lograron sin dificultades; encontraban en todas partes horror a sus
nombres; el pueblo estaba alborotado contra ellos. Los Polignac y
Vandreuil no lograron escapar sino hablando durante todo el
camino contra Vandreuil y Polignac.
La conspiración de la corte, agravado con mil relatos
populares, extraños y horribles, había exaltado las imaginaciones,
haciéndolas incurablemente desconfiadas y recelosas. Versalles,
alborotado cuando menos tanto como París, vigilaba el castillo
noche y día, creyéndolo madriguera de todas las traiciones. Aquel
palacio inmenso parecía desierto. Muchos no se atrevían ya a ir allí.
El ala del Norte, la de los Condé, estaba casi vacía; el ala del
Mediodía, la del conde de Artois, los siete vastos departamentos
de madame de Polignac, habían sido cerrados para siempre.
Muchos criados del rey habían querido abandonarle. Comenzaban
a tener ideas raras sobre la realeza.
«Durante tres días—dice Besenval, —el rey no tuvo a su lado
más que a M. de Montmorín y a mí. El 19, estando ausentes todos
los ministros, entré en las habitaciones del rey para pedirle firmara

201
una orden dando caballos a un coronel que regresaba a su destino.
Cuando le puse la orden a la firma, un criado se colocó junto al rey
para ver lo que escribía. El rey se vuelve, ve al insolente y coge las
tenazas de la chimenea, lo primero que encuentra a mano. Le
impedí seguir aquel impulso de cólera muy justo y entonces me
estrecha la mano dándome las gracias, pero observo que hay
lágrimas en sus ojos.»

202
CAPITULO II
Enjuiciamientos populares

Ningún poder inspira confianza. —No hay confianza en el poder judicial. — Club
bretón. —Abogados, basoche45. —Danton y Camilo Desmoulins. —Barbarie de
las leyes y suplicios. —Juicio en el Palais-Roya! —La Grève y el hambre. —
Muerte de Foulon y de Berthier, 22 de Julio de 1789.

La realeza quedó sola. Los privilegios se desterraron o se


sometieron, declarando que votarían en la Asamblea nacional,
aumentando la mayoría. Solitaria y descubierta, la realeza aparece
tal como en el fondo era desde hacía mucho tiempo; la nada.
Y esta nada había sido precisamente la vieja fe de Francia, y
esta fe perdida ocasionaba ahora su desconfianza, su incredulidad,
haciendo a la nación prodigiosamente suspicaz e inquieta. Haber
creído, haber amado, haber sido y encontrarse después de un siglo
siempre engañada en este amor, es sobrado desencanto para no
creer jamás en nada.
¿Entretanto, dónde estará la fe?... Se sufre en este punto un
sentimiento de soledad y de terror, como Luis XVI mismo lo
soporta en el fondo de su palacio desierto... La fe no residirá más
en ningún poder mortal.
El poder legislativo mismo, aquella Asamblea tan querida por
Francia, tiene la desgracia de haber absorbido a sus enemigos,
quinientos o seiscientos nobles y sacerdotes, encerrándolos en su
seno. Otro mal; ha vencido demasiado, va a ser la autoridad, el
gobierno, el rey... Y todo rey es imposible.
El poder electoral, que del mismo modo se encuentra
obligado a convertirse en gobierno, muere en pocos días; lo
comprende así y ruega a los distritos que le creen sucesor. Frente

45
Basoche. — Cuando los reyes de Francia habitaban el palacio de Justicia, que se llamaba
siempre Palais-Royal, los pasantes del Parlamento formaban una asociación, un organismo
conocido con el nombre de basoche. Elegían un rey que tenía su corte, sus maceros y hacía
justicia dos veces por semana. La basoche presidía las diversiones públicas, daba
representaciones teatrales. Anualmente el rey de la basoche pasaba revista a sus súbditos, a
una de las cuales asistió Francisco I. Enrique III suprimió el título de rey de la basoche. (Nota
del traductor.)

203
a la Bastilla tiembla, duda. ¿Gentes de poca fe... Pérfidos? No.
Aquella burguesía del-89, amamantada en el gran siglo de la
filosofía, era ciertamente menos egoísta que la nuestra. Era
vacilante, incierta, ahíta de principios, tímida en su aplicación;
¡había servido tanto tiempo!
Cuando permanecía entera y fuerte, era la virtud del poder
judicial la encargada de suplir las vacilaciones de los demás
poderes; pero no suplió nada. Fue el sostén, el recurso de nuestra
antigua Francia en sus más terribles crisis. En el siglo XIV, en el XVI
permaneció inmutable y firme de tal modo, que, en la tempestad,
la patria, casi perdida, se reconocía, se encontraba siempre en el
santuario inviolable de la justicia civil.
Pues bien, este poder fue destrozado.
Destrozado por su misma inconsecuencia y sus
contradicciones. Servil y soberbio a la vez para el rey y contra el
rey, para el papa y contra el papa; defensor de la ley y campeón del
privilegio, habla de libertad y resiste durante un siglo todo
progreso liberal. También y tanto como el rey defrauda la
esperanza del pueblo.
¡Qué alegría, qué entusiasmo cuando al advenimiento de Luis
XVI vuelve del destierro el Parlamento! ¡Y para responder a esta
confianza, sin duda, se une a los privilegiados, combate toda
reforma y hace perseguir a Turgot! —En 1787 el pueblo lo sostiene
todavía, y para recompensarle, el Parlamento pide que los Estados
generales sean calcados en la vieja forma de 1614; es decir, ¡sean
hechos inútiles, impotentes e irrisorios!
No; el pueblo no puede fiarse del poder judicial.
Cosa extraña; es este poder, guardián del orden y las leyes,
quien inicia la agitación ensayada en cada asiento del Parlamento.
Los consejeros jóvenes, los d'Espremenil, los Duport, inspirados
por los recuerdos de la Fronda, no desean más que copiar a
Broussel y al coadjutor. La basoche, organizada, da un verdadero
ejército; tiene su rey, sus juicios, sus prebostes, antiguos
estudiantes como Moreau en Rennes, brillantes habladores y
duelistas como Barnave en Grenoble. La solemne prohibición
hecha a los miembros de la basoche de llevar espada no sirve más
que para hacerlos más belicosos.

204
El primer club fue el abierto en su casa de la calle de Chaume,
en Marais, por el consejero Duport. Allí reunió a los parlamentarios
más avanzados, a los diputados y abogados, a los bretones, sobre
todo. El club, trasladado a Versalles, se llama el club bretón.
Llevado a París con la Asamblea y cambiando de carácter, se
establece en los Jacobinos.
Mirabeau no fue más que una vez a casa de Duport; llamaba
a Duport, Barnave y Lameth el Trimendicato. Sieyes fue también y
no quiso volver: «Es una política de cueva, decía.» Todavía los
designaba más duramente: «Se los puede representar como un
grupo de chicos vagabundos siempre en acción, gritando,
intrigando, agitándose sin norma, objeto ni medida y riéndose
después del mal que han hecho. Se les puede atribuir la mejor parte
en los errores de la Revolución. ¡Feliz todavía Francia porque los
agentes subalternos de aquellos primeros perturbadores,
convertidos en jefes a su vez, por una especie de herencia ordinaria
en las revoluciones largas, habían olvidado el espíritu que los agitó
durante tan largo tiempo! »
Aquellos subalternos de quienes habla Sieyes que sucedieron
a sus jefes, a los que eran muy superiores, fueron sobre todo dos
hombres, dos fuerzas revolucionarias: Camilo Desmoulins y
Danton. No podemos hablar aquí de aquellos dos hombres, el rey
de la sátira y el ardiente orador del Palais-Royal, antes de serlo de
la Convención. Quieren seguirnos y no nos dejarán. La comedia, la
tragedia de la Revolución, o están en ellos o no están en nadie.
Dejaron a sus maestros hacer los Jacobinos y fundaron los
Cordeliers. Por el momento todo está mezclado; el gran club de
cien clubs, entre el café, los juegos y las jóvenes, era todavía el
Palais-Royal. Allí gritó Desmoulins el 12 de Julio: ¡A las armas! Allí
se hicieron en la noche del 13 al 14 los enjuiciamientos de Flesselles
y de Launay. Los juicios del conde de Artois, de los Condé y de los
Polignac, fueron enviados desde allí a los mismos interesados,
produciendo el admirable efecto, que no hubiera podido esperarse
de muchas batallas, de hacerles huir de Francia. De allí nació una
predilección funesta por los procedimientos de terror. Desmoulins,
en un discurso que hace pronunciar a la Farola de la Grève, le hace
decir: «Que los extranjeros permanezcan en éxtasis delante de ella;

205
que admiren que una farola haya hecho más en dos días que todos
sus héroes en cien años46.»
Desmoulins renueva con elocuencia avasalladora la vieja
crueldad que llena toda la Edad Media con el potro, la cuerda y los
péndulos, etc. Este suplicio cruel, odioso, atroz, que hace la agonía
risible, era el texto ordinario de sus cuentos más alegres, el
divertimiento del populacho, la inspiración de la baso che. Esta
encuentra todo su espíritu en Camilo
Desmoulins. El joven abogado picardo, muy ligero de dinero,
más ligero de carácter, luchaba sin fruto cuando la Revolución le
abrió camino rápidamente, llevándole a perorar al Palais-Royal.
Tenía la ventaja de ser de grande ingenio. Las frases salían de sus
labios como dardos. Inspirándose sólo en su espíritu cómico,
satirizaba sin cuidarse del fin de la tragedia. Los famosos
enjuiciamientos de la basoche, sus farsas judiciales que tanto
habían hecho reír en el antiguo palacio, no eran más alegres que
los juicios del Palais-Royal47 (2); la diferencia es que éstos se
ejecutaban siempre en la Grève. ¡Hecho extraño que hace pensar!
Desmoulins, niño vagabundo y mal criado que demostraba su
genio en frases mortales y aquel toro de Danton que rugía pidiendo
sangre, perecieron pasados cuatro años por haber intentado crear
el comité de la clemencia!
Mirabeau, Duport, los Lameth y otros más moderados aún,
aprobaban las violencias; muchos de ellos afirmaron haberlas
aconsejado. Sieyes en 1788 pide la muerte de los ministros.
Mirabeau el 14 de Julio grita: «¡La cabeza de Broglie!» Hospedaba
en su casa a Desmoulins. Voluntariamente marchaba entre
Desmoulins y Danton; cansado de sus ginebrinos, gustaba más de
la intimidad de aquéllos, haciendo escribir al uno y hablar al otro.

46
Camilo Desmoulins, tan festivo y ligero, temó parte a su manera en la toma de la Bastilla:
«Marchaba yo con la espada desnuda, etc.» (Correspondencia, pág. 28, 1836). Tomó un
hermoso fusil en los Inválidos con una bayoneta y dos pistolas; ¡no pudo servirse de estas
armas porque desgraciadamente la Bastilla filé tomada tan pronto!... Corre, pero llega
demasiado tarde. Muchos quieren hasta decir que es él quien ha hecho la Revolución, pero él
es demasiado modesto para creerlo. (Pág. 33.)
47
Véase el enjuiciamiento de Duval d’Espremenil, contado por Camilo Desmoulins en sus
cartas.

206
Un hombre muy moderado, muy sabio, un espíritu muy frío.
Target, estaba íntimamente unido a Desmoulins y aprobaba el
libelo de la Lanterne.
Esto merece explicación:
Nadie creía en la justicia, si no era la del pueblo.
Los juristas, especialmente, despreciaban la ley, el derecho de
entonces, en contradicción con todas las ideas del siglo. Conocían
los tribunales y sabían que la Revolución no tenía adversarios más
apasionados que el Parlamento, el Chatelet y los jueces en general.
Cada juez era un enemigo.
Entregar el juicio del enemigo al enemigo, encargarle de
decidir entre la Revolución y los contrarrevolucionarios, era
absolver a éstos, hacerlos más soberbios y más fuertes, era incitar
a los ejércitos a comenzar la guerra civil. ¿Podían? Sí. A pesar de la
victoria de París y de la toma de la Bastilla. Tenían tropas
extranjeras y contaban con toda la oficialidad; tenían, sobre todo,
un cuerpo formidable, que constituía entonces la gloria militar de
Francia; la oficialidad de Marina.
Sólo el pueblo en aquella crisis rápida podía apoderarse y
castigar a culpables tan poderosos. «Pero ¿y si el pueblo se
equivoca?» La objeción no detenía a los partidarios de la violencia,
que respondían con la siguiente recriminación: «¡Cuántas veces no
se han equivocado el Parlamento y el Chatelet48! Y citaban las
famosas persecuciones de Calas y de los Sirven o recordaban la
terrible memoria de Dupaty sobre tres hombres condenados al
tormento de la rueda; memoria quemada por el Parlamento, que
no pudo contestarla.
¿Qué juicios populares—agregaban—serán más bárbaros que
los procedimientos de los tribunales regulares tal como eran
empleados todavía en 1789?... Procedimientos secretos, incoados
sobre documentos que el procesado no veía; los escritos no
comunicados, los testigos no confrontados ni comprobados, todo

48
Chatelet. Nombre dado a dos fortalezas de París; el grande y el pequeño Chatelet. El
grade, demolido en 1802, estaba situado en la ribera derecha del Sena. Servía de residencia a
la jurisdicción (en este concepto lo cita Michelet) al vizcondado y al prebostazgo de París. El
pequeño, situado en la ribera izquierda, servía de prisión. (
Nota del traductor).

207
misterioso, excepto el momento en que el acusado sale de la noche
de su calabozo, y deslumbrado por la luz del día, comparece en la
sala, responde o no responde y ve a sus jueces dos minutos para
escuchar su condena49 ... Procedimientos bárbaros, juicios más
bárbaros todavía. No se atreve uno a recordar a Damiens
descoyuntado entre cuatro caballos, atenazado, bañado en plomo
derretido... Poco antes de la Revolución se quema a un hombre en
Strasburgo. El 11 de Agosto de 1789 el Parlamento de París
condena a otro a espirar sobre la rueda. Tales suplicios, que lo eran
aun páralos espectadores, sublevan los espíritus, los enloquecen y
aterrorizan, destrozando toda idea de justicia. El culpable que
sufría tanto no parecía culpable; el culpable era el juez que
condenaba, y montañas de maldiciones se alzaban contra él... La
sensibilidad se exaltaba hasta el furor; la piedad trocábase en ira y
ferocidad. La historia ofrece muchos ejemplos de esta sensibilidad
furiosa que pone al pueblo fuera de todo respeto, de todo temor y
le arrastra hasta apoderarse de los oficiales de la justicia y
atormentarlos en la rueda y quemarlos, sustituyendo al criminal
libertado.
Hay un hecho poco estudiado, que hace comprender bien los
sucesos: muchos de nuestros terroristas fueron hombres de una
sensibilidad exaltada, enfermiza, que sintieron honda y cruelmente
los males del pueblo y que vieron convertida en furor su piedad.
Este notable fenómeno se nota principalmente en los
hombres nerviosos, de imaginación débil e irritable, en los artistas
de todas clases; el artista es un hombre mujer50. El pueblo, cuyos
nervios son más fuertes, sigue esta corriente; pero jamás dióle
impulso. Las violencias partieron del Palais-Royal, donde
dominaban los burgueses, los abogados, los artistas y literatos.
La responsabilidad misma entre ellos no incumbe a nadie. Un
Camilo Desmoulins levanta la liebre; abre la caza; un Danton la
hace mortífera... de palabra, se entiende. Pero no faltaban mudos
que ejecutaran, hombres pálidos y furiosos que llevaban las ideas

49
Pasaje verdaderamente elocuente de Dupaty. Memoria sobre tres hombres condenados al
tormento de la rueda. Pág. 117. (1786 en 4. °)
50
Quiero decir un hombre completo que, teniendo los dos sexos del espíritu, es fecundo;
siempre, casi siempre sintiendo el predominio de la sensibilidad irritable y colérica.

208
á la Grève, donde eran apoyadas por los Dantones de orden
inferior. En la miserable multitud que rodeaba a éstos había
extrañas figuras, que parecían escapadas del otro mundo: hombres
con rostro de espectros, exaltados por el hambre, jóvenes todavía
y que no parecían ya hombres... Se afirma que muchos de ellos el
20 de Julio llevaban tres días sin comer. Se resignaban, morían, sin
hacer daño a nadie; pero las mujeres no se resignaban; tenían ¡
hijos. Vagaban como leones. En todo alboroto eran ellas las
primeras, las más furiosas: lanzaban gritos frenéticos y se burlaban
de los hombres por su pasividad; los juicios sumarísimos de la
Grève parecíanles siempre largos. Hablaban poco y colgaban en
seguida51.
Inglaterra ha tenido en este siglo la poesía del hambre. ¡Quién
dará su historia a Francia?... Terrible historia la del último siglo,
descuidada por los historiadores, que han guardado toda su piedad
para los artesanos del hambre, para sus autores... He intentado
descender en los círculos de este infierno, guiado de escalón en
escalón por profundos gritos de dolor. He mostrado la tierra, cada
día más estéril, a medida que el fisco se apoderaba del ganado. He
mostrado cómo los nobles, los exceptuados de impuestos, se
multiplicaban, pesando cada vez más la tributación sobre una
tierra empobrecida. No he mostrado bastante cómo los alimentos,
por su escasez misma, Se convierten en objeto de un tráfico
eminentemente productivo. La ganancia es tan clara, que el rey
quiere ser negociante también. El mundo ve con asombro a un rey
que trafica con la vida de sus súbditos, un rey que especula con la
carestía y la muerte, un rey asesino del pueblo. El hambre no es
sólo el resultado de las cosechas y las estaciones, un fenómeno
natural; no es origen de la lluvia ni el hielo. Es un hecho de orden
civil; hay hambre por culpa del rey. El rey, en este caso, es el
sistema. Hubo hambre bajo Luis XV; hay hambre bajo Luis XVI.
El hambre es entonces una ciencia, un arte complicado de
administración, de comercio. Tiene padre y madre: el fisco y el
acaparamiento. Engendra una raza aparte, raza bastarda de
proveedores, banqueros, negociantes, almacenistas acaparadores,
51
El 5 de Octubre colgaron así al bravo abate Lefevre, uno de los héroes del 14 de Julio;
afortunadamente pudo cortarse la cuerda á tiempo.

209
intendentes, consejeros, ministros. Una frase profunda sobre la
alianza de los especuladores y los políticos sale de las entrañas del
pueblo: Pacto del hambre.
Foulon era, por una parte, especulador, negociante; y de otra
miembro del Consejo y aspirante a ministro; tenía seguridad de
serlo. Hubiera muerto de pena si otro en su lugar hubiera realizado
la bancarrota. Los laureles del abate Terray no le dejaban dormir.
Tenía la pretensión de elevar muy alto su sistema; pero su lengua
trabajaba contra él y le hacía imposible. Halagaba a la corte la idea
de no pagar, pero quería realizar empréstitos, y para atraer a los
prestamistas no se podía llevar al ministerio al apóstol de la
bancarrota.
Se le atribuye una frase cruel: «Si tienen hambre que coman
hierba... ¡Paciencia!, cuando yo sea ministro les haré comer paja;
mis caballos la comen...» Se le achacaba también esta frase
terrible: «Es preciso segar a Francia.»
Foulón tenía un yerno, conforme su corazón; hombre
inteligente, pero duro, según el testimonio de los mismos realistas:
era Berthier, intendente de París. Con el viejo Foulon era el alma
del ministerio de los tres días. El mariscal de Broglie no auguraba
nada bueno, pero obedecía. Foulon y Berthier no desmayaron.
Aquél demostró una actividad diabólica en reunir armas, soldados
y fabricar cartuchos. Si París no fue tomado a sangre y fuego, no
fue por culpa suya ciertamente.
Llama la atención que gentes tan ricas, tan perfectamente
informadas, curtidas por la experiencia, cometiesen tan grandes
locuras. Es que los grandes especuladores sufren las tentaciones
mismas de los jugadores. El negocio más lucrativo que jamás
hubieran podido encontrar, era hacer la bancarrota por medio de la
ejecución militar. Esto era arriesgado. Pero ¿qué gran negocio hay
sin riesgo? Se gana dinero sobre la tempestad, sobre el incendio; ¿
por qué no sobre la guerra y sobre el hambre? Quien nada arriesga,
nada tiene.
El hambre y la guerra; quiero decir, Foulon y Berthier, que
creían poseer a París, se sintieron desconcertados por la toma de
la Bastilla. En la noche del 13, Berthier intentó asegurar a Luis XVI;

210
si obtenía de él algo, una frase, todavía podía lanzar sus alemanes
sobre París.
Luis XVI no dijo nada, no hizo nada. Desde este momento
aquellos dos hombres comprendieron que estaban perdidos.
Berthier huyó hacia el Norte, caminando durante la noche de un
lugar a otro; pasó cuatro noches sin dormir, sin detenerse, y no
llegó más lejos de Soissons. Foulon no intentó huir; hizo decir por
todas partes que no había querido ser ministro, luego que había
sufrido un ataque de apoplejía, después que había muerto. Se hizo
a sí mismo un entierro magnífico, aprovechando la muerte de uno
de sus criados. Hecho esto, fue dulcemente a esconderse a casa de
su digno amigo Sartine, exjefe de policía. Tenía motivos para su
miedo. El movimiento era terrible. Elevémonos un poco.
En el mes de Mayo el hambre había sido terrible, lanzando
unas poblaciones contra otras. Caen y Rouen, Orleans, Lyon,
Nancy, habían sostenido combates por los cereales. Marsella había
visto a sus puertas una partida de ocho mil hambrientos que
querían robar o morir; toda la ciudad, a pesar del gobierno, a pesar
del Parlamento de Aix, había tomado las armas j permanecía
armada.
El movimiento se aplaca algo en Junio; Francia entera, con los
ojos puestos en la Asamblea, esperaba que venciera; no quedaba
otra esperanza de salvación. Los más extremados sufrimientos se
calman un momento; -un solo pensamiento lo domina todo...
¿Quién puede describir la rabia, el horror de la esperanza
perdida al conocerse la noticia de la expulsión de Necker? Necker
no era un político; era, como ja hemos visto, tímido, vanidoso,
ridículo. Pero en la cuestión de las subsistencias (se le debe hacer
justicia) fue administrador infatigable, ingenioso, lleno de industria
y de recursos. Se muestra en esto tal como es, de corazón grande,
bueno y sensible; no queriendo nadie prestar al Estado, hace un
empréstito en su nombre, compromete su crédito personal hasta
dos millones, la mitad de su fortuna. Expulsado por el rey, no retira
su garantía; escribe a los prestamistas advirtiendo que la mantiene.
Para decirlo de una vez: Necker no supo gobernar, pero dio de
comer al pueblo; le dio de comer con su dinero.

211
Las palabras Necker y subsistencia tenían un mismo sonido
en el oído del pueblo. Expulsión de Necker y hambre, hambre sin
esperanza y sin remedio... he aquí lo que sintió Francia el 12 de
Julio.
Las bastillas de provincia, la de Caen y la de Burdeos fueron
forzadas, mientras que la de París era sitiada y tomada. En Reúnes,
en Saint-Malo, en Strasburgo las tropas fraternizaron con el
pueblo. En Caen hubo lucha entre los soldados mismos. Algunos
hombres del regimiento de Artois llevaban insignias patrióticas;
otros del regimiento de Borbón, aprovechándose de que aquéllos
iban desarmados, se las arrancaron. Se creyó que su jefe Belzunce
les había pagado por inferir esta ofensa a sus camaradas. Belzunce
era un oficial agradable y espiritual, pero impertinente, violento y
soberbio. Se vanagloriaba de su desprecio a la Asamblea nacional,
al pueblo, a la canalla; se paseaba por la ciudad armado hasta los
dientes j seguido de un criado de aspecto feroz. Sus miradas eran
provocativas. El pueblo perdió la paciencia, amenazó, sitió el
cuartel; un oficial cometió la imprudencia de disparar, j entonces la
multitud fue a buscar un cañón. Belzunce se entregó o fue
entregado para ser conducido a la prisión. No pudo llegar; fue
muerto a tiros y su cuerpo quedó destrozado. Una mujer se comió
su corazón.
Hubo sangre en Rouen, en Lyon. En Saint-Germain un
molinero fue decapitado. En Poissy un panadero estuvo a punto de
perecer; salvolo una comisión de la Asamblea que se mostró
admirable de valor y humanidad, arriesgando su vida; lo salvó
después de pedirlo al pueblo de rodillas. Foulon hubiera podido
pasar este momento de tempestades si no hubiera sido odiado por
toda Francia. Su desgracia fue que quienes más le odiaban eran los
que mejor le conocían, sus servidores y vasallos. No se dejaron
engañar por la farsa del entierro y no le perdían de vista. Le
siguieron y le encontraron paseándose, demasiado bien para estar
muerto, en el parque de M. de Sartine: «Querías darnos paja; ¡serás
tú quien la coma!» Le pusieron un saco de paja en la espalda, un
ramo de ortigas, un collar de cardos. Lo condujeron a pie a París, al
Hotel de Ville y pidieron su juicio a la única autoridad que quedaba,
a los electores.

212
Estos sienten que no se haya tomado antes la decisión
popular que iba a crear un verdadero poder municipal, dándole
sucesores y concluyendo con su reinado. Reinado es la palabra
propia; los guardias franceses no montan la guardia en Versalles,
sino tomando antes la orden (hecho extraño) de los electores de
París.
Este poder ilegal, invocado para todo, impotente para todo,
debilitado en su asociación fortuita con los concejales anteriores a
la Revolución, no teniendo por cabeza más que al excelente Bailly,
el nuevo alcalde, que no tenía otro brazo que Lafayette,
comandante de una guardia nacional apenas organizada, iba a
encontrarse frente a una necesidad terrible.
Casi a la vez supieron que Berthier había sido detenido en
Compiegne y que Foulon era conducido a París. Para el primero
tomaron un acuerdo grave, atrevido, de enorme responsabilidad
(el temor hace mucho), y fue decir a las gentes de Compiegne: «No
hay ninguna razón para detener a Berthier.» Recibieron la
respuesta de que entonces sería muerto en Compiegne y que el
único medio de salvarle era conducirle a París.
Respecto a Foulon, acordaron que, en adelante los acusados
de este, género serían depositados en la Abadía, sobre cuya puerta
se inscribirían estas palabras: «Prisioneros puestos bajo la mano
de la nación.» Esta medida general, tomada por interés de un
hombre, aseguraba al exconsejero ser juzgado por sus amigos y
colegas, los antiguos magistrados, únicos jueces que había. Esto
era demasiado claro para gentes demasiado listas, para los
procuradores y la basoche, los rentistas, enemigos del ministro de
la bancarrota, para muchos hombres, en fin, que tenían efectos
públicos y a quienes la baja arruinaba. Un procurador presentó una
nota contra Berthier, acusándole de haber tenido depósitos de
fusiles. La basoche sostenía que tenía todavía uno de aquellos
depósitos en la abadía de Montmartre; fue preciso traerlo. La Grève
estaba llena de hombres extraños al pueblo «de un exterior
decente», algunos demasiado bien vestidos. La Bolsa estaba en la
Grève.

213
Al mismo tiempo se denunciaba en el Hotel de Ville a otro
negociante, Beaumarchais, que había robado papeles en la Bastilla.
Se le hizo comparecer.
Los electores creyeron poder hacer callar a los pobres, cuando
menos, tapándoles la boca. Por medio de un sacrificio de treinta
mil francos diariamente se logró hacer bajar el precio del pan a
trece sueldos y medio las cuatro libras.
La Grève no gritaba menos por esto. A las dos bajó Bailly a la
plaza y todos le piden justicia. Expuso principios de derecho e hizo
alguna impresión en quienes podían entenderle, pero los demás
gritaban: «¡Colgadle! ¡colgadle!» Bailly prudentemente se retiró y
se encerró en el despacho de subsistencias. La guardia era
numerosa y fuerte; pero Lafayette, que contaba con su ascendiente
personal, cometió la imprudencia de disminuirla.
La multitud estaba en una terrible inquietud, recelosa de que
Foulon se salvara. Para calmarla se le hizo asomarse a una ventana.
La multitud Continuó agitada. Se volvió de nuevo a «exponerla los
principios» declarando que debería ser juzgado. «¡Juzgado en
seguida y colgado!», respondió la multitud, y allí mismo nombró
los jueces, entre ellos dos curas que se negaron a aceptar... Pero
¡plaza!: he aquí a Lafayette que llega. Habla y sostiene que Foulon
es culpable de varios crímenes, pero dice que es preciso conocer a
sus cómplices. «¡Que lo lleven a la Abadía!» Las primeras filas que
le escucharon consienten; los demás no. «Os burláis del mundo,
dice un hombre bien vestido; ¿necesitáis tiempo para juzgar un
hombre, juzgado ya desde hace treinta años?» A la vez se alza un
nuevo vocerío y una nueva multitud entra: «¡Es el arrabal!» dicen
unos, y otros responden: «No; ¡es el Palais-Royal!» Foulon es
arrastrado, conducido a la farola de enfrente; se le obliga a pedir
perdón a la nación. Después es izado... La cuerda se rompe dos
veces. Se persiste y van a buscar una nueva. Colgado al fin y
decapitado luego, su cabeza es paseada por todo París.
Entretanto, Berthier llegaba a la puerta de San Martín, a
través del más espantoso acompañamiento que se ha visto jamás;
le seguían desde veinte leguas antes. Le traían en un cabriolé, cuyo
techo había sido arrancado para poderle ver mejor. Junto a él un
elector, Etienne de la Rivière, que veinte veces estuvo en peligro de

214
muerte, le defendía y amparaba con su cuerpo. Los descamisados
bailaban delante del coche; otros le arrojaban pedazos de pan
negro: «Toma, ladrón; ¡ese es el pan que nos has hecho comer!»
Lo que había desesperado más a la población de los alrededores de
París, era que en medio de la carestía general la numerosa
caballería reunida por Berthier y Foulon, había destruido y comido
en verde una gran cantidad de trigo. -Se atribuía esta brutalidad á
órdenes del intendente, a una firme resolución de impedir toda
cosecha y de hacer morir al pueblo.
Para adornar aquel terrible triunfo de la muerte, llevaban
delante de Berthier, como en los triunfos romanos, inscripciones a
su gloria: «Ha robado al rey y a Francia. —Ha devorado la
substancia del pueblo. —Ha sido esclavo de los ricos y tirano de los
pobres. —Ha bebido la sangre de las viudas y los huérfanos. —Ha
engañado al rey. —Ha traicionado a su patria...52»
Tuvieron la barbarie en la fuente Maubuée de enseñarle la
cabeza de Foulon, lívida y con la boca llena de paja. Al verla se
humedecieron sus ojos, palideció y se sonrió.
En el Hotel de Ville se obligó a Bailly a interrogarle. Berthier
se disculpó alegando órdenes superiores, las del ministro. El
ministro era su suegro, casi su misma persona... Pero si las gentes
que ocupaban la sala de San Juan oían algo, las que llenaban la
Grève no escuchaban, no entendían; los gritos eran tan furiosos,
que el alcalde y los electores se turbaban más cada momento. La
multitud crecía y no había modo de contenerla. El alcalde, por
acuerdo de los electores, dijo: «Ala Abadía», agregando que la
guardia respondía del prisionero. En la Grève no pudo la guardia
defenderse, pero él arrancó un fusil a un desprevenido y se
defendió... Cien bayonetas le rodearon; un dragón, que le acusaba
de la muerte de su padre, le arrancó el corazón y fue a enseñarlo al
Hotel de Ville.
Los que desde las ventanas observaron en la Grève la
habilidad de los agitadores, creyeron que los cómplices de Berthier
habían tomado bien sus medidas para evitar que tuviera tiempo de
hacer revelaciones. El solo, acaso, tenía el verdadero pensamiento
52
Historia de la Revolución de 1789, por dos amigos de la libertad (Kerverseau y Clavelin, hasta
el tomo VII), tomo II.

215
del partido. En su cartera se encontraron las señas de muchos
amigos de la libertad que, sin duda, no hubieran tenido nada bueno
que esperar si la corte hubiese triunfado.
Fuese como fuese, muchos camaradas del dragón le
previnieron de que, habiendo deshonrado el uniforme, debía morir
y de que todos se batirían con él hasta que muriese.
Aquella misma noche lo mataron.

216
CAPITULO III
La Francia armada

Obstáculos de la Asamblea. —La Asamblea ruega confíen en ella, 23 de


Julio. —Desconfianza del pueblo, temores de París, alarma de las provincias.—
Complot de Brest; la corte comprometida por el embajador de Inglaterra, 27
de Julio.—Furor de los nobles y ennoblecidos; amenazas y complots.—Terror en
las campiñas —El paisano toma las armas contra los bandoleros; quema las
cartas feudales é incendia muchos castillos, Julio, Agosto, 1789.

Los vampiros del antiguo régimen, cujas vidas tanto daño


habían hecho a Francia, se lo causaron todavía mayor en su
muerte.
Aquellas gentes que Mirabeau calificaba tan bien de «objeto
del desprecio público» aparecieron como rehabilitados por el
suplicio. La caída es para ellos la apoteosis. -Helos convertidos en
interesantes víctimas, en mártires de la monarquía; su leyenda irá
aumentando con ficciones patéticas. M. Burke llega hasta
canonizarlos y orar sobre su tumba.
Las violencias de París y las que simultáneamente tuvieron
por escenario a las provincias colocaron a la Asamblea en una difícil
situación, de la que no podía salir.
Si no hace nada parece encubrir y alentar el desorden,
autorizar el asesinato, dando pretexto á las eternas calumnias. Si
intentaba remediar el desorden, restaurar la autoridad, entregaba
no al rey, sino a la reina y a la corte, la espada que el pueblo había
colocado en sus manos.
En una u otra hipótesis la arbitrariedad iba a ser restablecida
por la vieja realeza o por la realeza de la calle... En el mismo
momento en que se derrumba la Bastilla, aquel odioso símbolo de
la arbitrariedad, se alza otra Bastilla... Inglaterra se frota las manos
de gozo y siente agradecimiento a la Farola de la Grève, donde el
pueblo consuma sus ejecuciones: «Gracias a Dios—dice—la Bastilla
no desaparecerá jamás.»
¿Qué hubierais hecho? decidlo, oficiosos consejeros,
enemigos amigos nuestros, sabios de la aristocracia europea que

217
regáis con calumnias el odio que plantasteis vosotros mismos...
Sentados en vuestro trono sobre el cadáver de Irlanda, el de Italia
y el de Polonia, respondednos si queréis: ¿vuestras revoluciones de
intereses no han costado más sangre que nuestras revoluciones de
ideas?...
¿Qué hubierais hecho? Sin duda alguna lo que la víspera del
22 de Julio y el día siguiente aconsejaban Lally Tollendal, Mounier
y Malouet; querían estos, para restablecer el orden, que se
devolviera el poder al rey. Lally confiaba en las virtudes del rey;
Malouet pedía que se rogara a] rey usara de su poderío poniendo
mano fuerte sobre el poder municipal. El rey tendría ejército y el
pueblo no; nada de guardia nacional... ¿Se queja el pueblo?, pues
bien, que se dirija al Parlamento, al procurador general. ¿No
tenemos magistrados?
Foulón era magistrado. Malouet entregaba a Foulon al
tribunal de Foulon.
Se debe, decía muy bien, reprimir los desórdenes.
Sólo que era necesario entenderse, porque aquella palabra
comprende muchas cosas.
Los robos y otros crímenes ordinarios, los latrocinios de
gente hambrienta, los asesinatos de acaparadores, las justicias
irregulares contra los enemigos del pueblo, la resistencia contra
sus conspiraciones, la resistencia legal, la resistencia a mano
armada... todo esto está comprendido en la palabra desórdenes...
¿Se quería aplicar una represión igual? Si se encargaba la autoridad
real de reprimir los tumultos, el más grande para ella,
seguramente, era la toma de la Bastilla, y lo hubiera castigado en
seguida.
Esto respondieron Buzot y Robespierre el 20 de Julio, dos días
antes de la muerte de Foulon, y esto mismo dijo Mirabeau en su
periódico después de aquel suceso y antes, explicándolo a la
Asamblea por su verdadera causa, la ausencia de toda autoridad
en París, la impotencia de los electores que, sin representación
legítima, continuaban ejerciendo las funciones municipales.
Mirabeau quería que los municipios se organizaran, se
posesionaran de la fuerza y se encargaran de mantener el orden.

218
¿Qué otro medio había, cuando el poder central se había hecho
sospechoso, sino fortificar el poder local?
Barnave dice que eran precisas tres cosas: municipios bien
organizados, guardias burguesas y una justicia legal que pudiera
tranquilizar al pueblo.
¿Cuál sería esta justicia?
Un diputado suplente, Dufresnoy, enviado por un distrito de
París, pide sesenta jurados, nombrados por los sesenta distritos.
Esta proposición, apoyada por Petión, era modificada por otro
diputado que quería asociar los magistrados a los jurados.
La Asamblea no decide nada. A la una de la madrugada
acuerda una proclama, en la que reclamaba la persecución de los
delitos de lesa patria, reservándose indicar en la constitución el
tribunal que habría de juzgarlos... Esto era aplazar largamente el
problema... Invitaba en aquella proclama a la paz, porque el rey
había conquistado más derecho que nunca a la confianza del
pueblo, porque existía un perfecto acuerdo, etc.
¡Confianza! ¡Si jamás hubo menos confianza!
En el momento mismo en que la Asamblea hablaba de
confianza se veía bien claramente un nuevo peligro.
La Asamblea se había equivocado; el pueblo había tenido
razón.
Por grande que fuese el deseo de creer que todo había
concluido, el sentido común decía que el antiguo régimen vencido
quería tomar la revancha. Un poder que durante muchos siglos
tuvo en sus manos todas las fuerzas del país, administración,
hacienda, ejércitos, tribunales, que teína aún en todas partes sus
agentes, oficiales y jueces, sin cambio alguno, y sus partidarios
obligados, dos o trescientos mil nobles y sacerdotes, propietarios
de la mitad o dos tercios del reino; poder inmenso, múltiple, que
llenaba Francia, ¿podía morir como un hombre, de un solo golpe?
No lo hubiera creído el más inocente de los niños.
No había muerto. Había sido golpeado, herido; moralmente
estaba muerto; físicamente no lo estaba. Podía resucitar... ¿Cómo
volvería a aparecer? Esto era lo que el pueblo se preguntaba; esto
es lo que turbaba su imaginación... El buen sentido se convirtió en
esto en mil especies de supersticiones populares.

219
Todo el mundo iba a ver la Bastilla; todos miraban con terror
la prodigiosa escala de cuerda por la que Latude descendió de las
torres. La gente visitaba aquellas torres siniestras, aquellos
calabozos negros, profundos, fétidos, donde el prisionero,
amarrado al nivel de las alcantarillas, vivía asediado, amenazado
por sapos y ratas, por todos los animales inmundos.
Bajo una escalera fueron encontrados dos esqueletos con una
cadena y una pesa que sin duda arrastraba uno de aquellos
desdichados. Aquellos muertos indicaban un crimen, porque nunca
los prisioneros eran enterrados en la fortaleza; los llevaban por la
noche al cementerio de San Pablo, la iglesia de los jesuitas (los
confesores de la Bastilla), y eran enterrados allí con otros nombres;
de modo que nunca se supo quiénes morían y quiénes quedaban
vivos. Aquellos dos esqueletos recibieron de los obreros que los
encontraron, la única reparación que éstos podían darles; doce de
ellos, armados con sus herramientas, los condujeron a la parroquia
y allí los inhumaron respetuosamente.
La gente confiaba en que se harían otros descubrimientos en
la vieja prisión de los reyes. La humanidad ultrajada se vengaba,
gozándose en aquel sentimiento mezcla de odio, de temor y de
curiosidad...
Curiosidad insaciable que, nunca convencida de que lo había
visto todo, buscaba y revolvía, quería penetrar más y más,
creyendo encontrar a cada momento una cosa nueva; veía bajo las
prisiones otras prisiones; debajo de los calabozos más calabozos,
hasta lo más profundo de la tierra.
Las imaginaciones estaban verdaderamente enfermas de la
sugestión de la Bastilla... Tantos siglos, tantas generaciones de
prisioneros que allí se habían sucedido, tanto corazón desgarrado
por la desesperación... ¿cómo no habían dejado huella? Apenas,
apenas, una pobre inscripción grabada con la uña, ilegible... ¡Obra
cruel del tiempo, cómplice de la tiranía, puesto de acuerdo con ella
para hacer desaparecer las víctimas!
La gente no podía ver más de lo que ya había visto, pero
escuchaba... Se oían ruidos, gemidos, sollozos y suspiros extraños.
¿Era todo ello fantasía? Ciertamente; pero todo el mundo lo oía.
¿No era verosímil creer que algunos desgraciados estuvieran

220
encerrados en el fondo de calabozos secretos, sólo conocidos del
gobernador que había muerto? El distrito de la isla San Luis y otros,
además, pedían que se buscase la causa de aquellos dolorosos
lamentos. El pueblo no cesaba en su petición. Se hicieron
averiguaciones y no lograron calmarle; estaba turbado, inquieto,
pensando en aquellos infortunados, acaso enterrados vivos.
Y si aquellos ruidos misteriosos no eran de los prisioneros ¿no
podían proceder de los enemigos? ¿No había bajo el arrabal una
comunicación subterránea desde la Bastilla a los subterráneos de
Vicennes? ¿De una a otra mina no podía hacerse pasar pólvora y
ejecutar lo que Launay había tenido el propósito de hacer; volar la
Bastilla, lanzarla a los aires, destruyendo el barrio de la libertad?
Se hicieron averiguaciones públicas, una información
solemne y auténtica para tranquilizar los espíritus. La imaginación
popular trasladó entonces su temeroso sueño a otro sitio. Colocó
la mina y su miedo al otro lado de París, en las canteras inmensas
de donde han salido nuestros monumentos, en los abismos de
donde fueron sacados el Louvre, Notre-Dame y otras iglesias.
En aquellos enormes subterráneos se reunían todos los
muertos en París durante mil años: una terrible multitud de
esqueletos que iban por la noche en duelo pavoroso, con el clero a
la cabeza, a buscar a los Inocentes a la Tombe-Issoire para darles
el reposo definitivo y el olvido completo.
Estos muertos llamaban a los otros, y era todo ello señal
cierta de que allí se preparaba un enorme volcán; la mina, desde el
panteón al cielo, iba a hacer volar a todo París; y dejándole caer
hecho añicos, confundiría destrozados, sin formas, los vivos con
los muertos, los pedazos de carne palpitante con cadáveres y
osamentas.
No eran necesarios estos terroríficos medios de exterminio;
el hambre bastaba. Después de un año de sequía venía otro; el poco
trigo que en las cercanías de París había crecido, fue pisoteado y
comido por la numerosa caballería allí concentrada. Y aun sin esto,
el trigo hubiera desaparecido. Se veía, se creía ver partidas
armadas que durante la noche cortaban el trigo, verde aún. Foulon,
a pesar de lo bien muerto que estaba, parecía vivir para realizar lo
que había prometido: «Segar la Francia.» Segar el trigo verde,

221
destruirlo en el segundo año de hambre, era lo mismo que segar
los hombres.
El terror se iba extendiendo; los correos repetían estos
rumores por donde pasaban; los llevaban cada día de un extremo
a otro del reino. No habían visto a los bandoleros, pero conocían
personas que los habían visto; se aproximaban, numerosos,
armados hasta Los dientes; llegarían probablemente aquella noche
o mañana sin falta. En tal lugar, en pleno día, habían arrasado los
campos. El municipio de Soissons escribe aterrado a la Asamblea
nacional pidiendo socorro; todo un ejército de bandidos marchaba
aceleradamente sobre aquella ciudad. Se buscó a los bandidos y
no se les encontró en parte alguna. Habían desaparecido en las
sombras de la noche.
Lo que había de real en esto es que, ante la horrible amenaza
del hambre, algunos tuvieron la idea de agregar un nuevo peligro
que hace estremecer cuando se piensa en la guerra de los cien años
y que en los siglos XIV y XV hizo de nuestro desventurado país un
cementerio. Querían traer los ingleses a Francia. El hecho ha sido
negado: ¿por qué? Es infinitamente verosímil, puesto que más
tarde fue solicitado e intentado en Quiberon.
Pero entonces se trataba no de traer su flota sobre una playa
difícil, sin defensas y sin recursos, sino de establecerlos en una
buena plaza defendible, poniendo en sus manos el arsenal naval
donde Francia durante un siglo había invertido sus- millones y
acumulado sus trabajos y sus esfuerzos... El puente, la proa del
gran navío nacional, convertido en navío británico... Se trataba de
entregar Brest.
Desde que Francia había ayudado a la libertad de América y
dividido el imperio inglés, Inglaterra deseaba, no nuestra
desgracia, sino nuestra ruina y completa destrucción; y la espera
ahora, pues un tempestuoso desbordamiento parece inundar toda
la tierra que hay desde Calais a los Vosgos, desde los Pirineos a los
Alpes.
Entretanto hay que ver un hecho más hermoso que esta
inundación; y es que esta mar nueva no es de agua salobre, sino
desangre de Francia, sacada por ella misma de sus venas: ella
misma se degollaba y arrancaba las entrañas.

222
El complot de Brest era un buen comienzo. Solamente podía
temerse que Inglaterra, al apoyar a los despreocupados qué le
vendían su país, uniera a toda Francia contra ella y reconciliara a
todos en una indignación común...
Otra causa había bastado para detener al gobierno inglés, y
fue que en el primer momento Inglaterra, a pesar de su odio,
sonreía a nuestra Revolución, cuya trascendencia no sospechaba.
En aquel gran movimiento francés y europeo, que no era nada
menos que el advenimiento del derecho eterno creía ver un
trasunto de su pequeña revolución insular y egoísta del siglo XVIII.
Aplaudía a Francia como una madre alienta a su pequeñuelo
cuando quiere andar tras ella. ¡Extraña madre, que no sabe bien si
desea que el niño ande o que se rompa la cabeza de un golpe!
Inglaterra resiste la tentación de Brest. Fue virtuosa y
denunció la trama a los ministros de Luis XVI, sin revelar el nombre
de los complicados. En aquella semidenuncia encontró una
inmensa ventaja; la de aumentar el desbarajuste en Francia,
llevando al colmo la desconfianza y las sospechas, dando a la
nación un arma terrible contra aquel débil gobierno, teniendo una
especie de hipoteca contra él. Se sabía que no pretendería
seriamente descubrir el complot, temiendo encontrar en la conjura
a sus amigos y defensores. Y si, no buscaba nada, si guardaba el
secreto, Inglaterra podía proclamarlo cuando le conviniese,
teniendo siempre esta afrentosa espada suspendida sobre la
cabeza de Luis XYI.
Dorset, el embajador inglés, era un hombre agradable; no
tenía gran predicamento en Versalles; pero muchos creían que
antes había gustado a la reina y había tenido sus días de influencia.
Esto no impidió que después de la toma de la Bastilla,
comprendiendo la gravedad del golpe que había recibido,
aprovechara la ocasión de mostrarse tan pesaroso de ello como
pudo.
Una carta, bastante equívoca, de Dorset al conde de Artois,
encontrada casualmente, hizo sospechar del embajador, y éste
escribió al ministro declarando falsas las acusaciones de haber
influido algo en los tumultos de París: «Lejos de esto, agregaba
dulcemente, vuestra excelencia sabe bien el interés que he puesto

223
en hacer conocer el odioso complot de Brest en los comienzos de
Junio, el horror que había inspirado a mi corte y la seguridad de su
adhesión sincera para el rey y para la nación...» Terminaba rogando
al ministro que comunicara su carta a la Asamblea nacional.
Dicho de otro modo: le rogaba se pusiera la cuerda al cuello.
Su carta del 26 de Julio demostraba que la corte había guardado el
secreto durante dos meses, sin obrar y sin perseguir a los
culpables, reservando aparentemente el complot como indicio de
guerra civil, como arma última; era el puñal de misericordia, como
se decía en la Edad Media; aquel puñal que el hombre guardaba
siempre con objeto de que, vencido, con la espada rota, pudiera
asesinar a su vencedor al pedirle gracia de la vida.
El ministro Montmorín, llevado por los ingleses a la
"Asamblea nacional, no pudo dar más que una menguada
explicación; que, no conociéndose el nombre de los culpables, no
había podido perseguirlos. La Asamblea no insistió; pero el golpe
estaba dado y no fue por ello menos profundo. Francia entera lo
sintió.
La afirmación de Dorset, que hubiera podido ser creída falsa,
una mentira que nuestros enemigos arrojaban para dañarnos
pareció confirmada por la imprudencia de los oficiales de la
guarnición de Brest, que al conocer la noticia de la toma de la
Bastilla hicieron la demostración de retirarse al castillo y la
amenaza de tratar militarmente a la ciudad si el orden se alteraba.
La ciudad tomó las armas y se apoderó de la guardia del
puerto. Los soldados y los marinos, trabajados en vano por los
oficiales, que les daban dinero, se pusieron de parte del pueblo. El
noble cuerpo de la Marina era demasiado aristócrata, pero
seguramente nada afecto a los ingleses. A pesar de esto se
sospechó de los marinos y de toda la nobleza de Bretaña. La Marina
se indignó inútilmente e inútilmente protestó de su lealtad.
La irritación, llevada al colmo, hizo creer en los más negros
complots. La larga obstinación de la nobleza en permanecer
separada del pueblo en los Estados generales y la amarga y acre
polémica que con este motivo había en las ciudades grandes y
pequeñas, en los pueblos y aldeas y aun dentro de cada casa,

224
habían inculcado en el pueblo una idea terrible: que el noble era el
enemigo.
Una parte considerable de la alta nobleza, ilustre, histórica,
hizo cuanto pudo para demostrar que aquella idea era falsa,
temiendo poco la Revolución y creyendo que hiciera lo que quisiera
no mataría la historia. Pero el resto, los más pequeños, menos
seguros en su rango, más vanidosos o más francos, heridos cada
día ñor el crecimiento y osadía del pueblo, que veían cada vez más
cerca, que los estrechaba, se declararon descaradamente
enemigos de la Revolución.
Los ennoblecidos, los parlamentarios, eran los más furiosos;
los magistrados se habían vuelto más guerreros que los militares;
no hablaban más que de combates, y pedían muerte, sangre y
ruina. Los que hasta entonces habían constituido la vanguardia de
la resistencia a los caprichos de la corte y que, los más de ellos,
habían saboreado la popularidad, el amor y el entusiasmo público,
se extrañaban é indignaban de verse olvidados o despreciados...
Buscaban la causa de este rápido cambio en artificiosas
maquinaciones de sus enemigos personales; y así, a los odios
políticos se mezclaban viejas rencillas de familia. En Quimper, un
tal Kersalaun, miembro del Parlamento de Bretaña, amigo de la
Chalotais, antes ardiente campeón de la oposición parlamentaria y
convertido de pronto en realista y aristócrata de los más ardientes,
se paseaba gravemente en medio de grupos del pueblo, que no
osaban tocarle, y nombrando a sus enemigos en altavoz, decía
gravemente: «Dentro de poco los juzgaré y lavaré mis manos en su
sangre.»
Uno de estos parlamentarios, señor en el Franco Condado, M.
Memmay de Quincey, no se contentó con la amenaza. Dolorido
probablemente por el odio de sus vecinos, turbado su espíritu por
el furor, dominado por esa tendencia a la imitación que hace que
un crimen célebre engendre otros crímenes semejantes, realizó
precisamente lo que Launay había querido hacer, lo que el pueblo
de París temía a cada instante. Hizo saber al pueblo de Vensoul y a
los de los alrededores que, regocijado por la toma de la Bastilla,
daría una fiesta y tendría su mesa puesta para todo el mundo.
Labriegos, burgueses, soldados, gente de todas clases llegó, bebió

225
y bailó... La tierra se abre, una mina estalla, y la explosión hiere y
mata, quedando el suelo cubierto de sangrientos despojos. El
sumario, con las declaraciones del cura que confesó algunos de los
heridos que sobrevivieron- y de la gendarmería, llega el 25 de Julio
a la Asamblea nacional. La Asamblea, indignada, consigue del rey
que se escribiera a todas las potencias pidiendo la extradición de
los culpables.
Se extiende y afianza con este motivo la opinión de que los
bandidos que segaban los trigos para hacer morir de hambre al
pueblo no eran extranjeros, como al principio se había creído,
italianos o españoles, como Marsella creyó en Mayo, sino franceses
enemigos de Francia, furiosos enemigos de la Revolución, sus
criados, sus agentes, partidas asalariadas por ellos.
Aumenta el terror, creyendo tener cada uno cerca de sí
demonios exterminadores. Por las mañanas corría la gente al
campo a ver si había sido devastado. Durante la noche aumentaba
la inquietud... Al solo nombre de los bandidos las madres
ocultaban sus hijos.
¿Dónde estaba la protección real en cuya fe había descansado
el pueblo tanto tiempo? Se comenzaba a ver que fuese Luis XVI
como fuera, la realeza era la íntima amiga del enemigo.
Las tropas del rey, que en otro tiempo hubiesen parecido
amparadoras, causaban miedo. ¿Quién iba al frente de ellas? Los
más insolentes de los nobles, los que menos ocultaban su odio.
Animaban, pagaban al soldado contra el pueblo, embriagaban a
sus alemanes; parecían preparar un golpe.
El hombre debía contar únicamente consigo mismo. En esta
ausencia completa de protección pública v de autoridad, su deber
de padre de familia le constituía en defensor de los suyos. En su
casa se convertía en magistrado, en rey, en ley y en espada para
ejecutar la ley, cumpliéndose el proverbio: «El pobre en su casa es
rey.»
La mano de la justicia, la espada de la justicia para este rey es
el arma que tiene a mano. A falta de fusil utiliza su hacha, su hoz,
su guadaña, su piqueta... Los bandidos se acercan... Él no los
espera. Todos los vecinos, pueblos y pueblos armados, salen al
campo a ver si los infames se atreven a venir... Avanzan: a lo lejos

226
se divisa un grupo armado... No disparéis... Son gentes de otro
pueblo, parientes y amigos que buscan también a los bandidos.
En ocho días Francia quedó armada. La Asamblea nacional
fue conociendo paso a paso el milagroso progreso de esta
revolución, y en un momento se. vio a la cabeza del ejército más
numeroso que ha habido después de las Cruzadas. Cada correo que
llegaba la asombraba, la espantaba casi. Un día venía uno a decirle:
«Tenéis doscientos mil hombres.» Al día siguiente le decían:
«Tenéis quinientos mil hombres.» Llegaban otros: «Esta semana
ha quedado armado un millón de hombres.» Y luego: «Dos
millones, tres millones.»
Este gran pueblo armado pregunta a la Asamblea lo que debe
hacer.
¿Dónde está el antiguo ejército? Ha desaparecido. El ejército
nuevo., tan numeroso, lo ha deshecho sin combatir; sólo con
formarse...
Francia es un soldado, se ha dicho; lo es desde aquel día. Día
en que una raza nueva sale de la tierra, en que los niños nacen con
dientes para morder los cartuchos, con recias piernas infatigables
para ir del Cairo al Kremlin, con el admirable don de poder marchar
y combatir sin comer, alimentándose de espíritu.
De espíritu, de alegría, de esperanzas. ¿Quién tiene derecho a
esperar, si no es esta generación que lleva en sí el germen de la
libertad del mundo?
¿Existía Francia antes de este día? Pudiera negarse. De pronto
se convirtió en un principio y una espada. Ser armada así es ser.
Quien no posee ni la idea ni la fuerza no existe más que por piedad.
Existían de hecho; quisieron ser en derecho.
La bárbara Edad Media no admitía su existencia; les negaba
su cualidad de hombres y los utilizaba como cosas. En su egoísmo
escolástico enseñaba que las almas, recompradas por el mismo
precio, valen todas juntas la sangre de un dios; y ya libertadas del
pecado, las rebajaba al nivel de la bestia, las esclavizaba
eternamente y las robaba su libertad.
Este derecho sin derecho alegaba como fundamento la
conquista, es decir, la añeja injusticia. La conquista, decían, hizo

227
los nobles y los señores. Y Sieyes responde: «Seremos a nuestra
vez conquistadores.»
El derecho feudal alegaba todavía aquellas actas hipócritas
donde se supone que el hombre estipula contra sí-mismo; donde
el débil, por temor o por fuerza, se daba sin reservar nada,
entregaba su porvenir, los hijos que tuviera, las generaciones
futuras. Aquellos culpables pergaminos, deshonra de la naturaleza,
dormían sin castigo desde hacía muchos siglos en el fondo de los
castillos.
Se hablaba recio del gran ejemplo de Luis XVI, que había
libertado los últimos siervos de sus dominios. ¡Imperceptible
sacrificio que costó poco al Tesoro y que no tuvo en Francia casi
ningún imitador!
¡Qué! —se dirá; —¿los señores eran -en 1789 hombres duros,
sin piedad?
De ningún modo. Era una clase de hombres muy débiles y
físicamente degenerados, ligeros, sensuales y sensibles; tan
sensibles, que no podían ver de cerca a los desgraciados. Los veían
en los idilios, las óperas, los. cuentos y las novelas que hacen
derramar dulces lágrimas; lloraban con Bernardino de Saint-Pierre,
con Gretry y Sedaine, con Berquin y Florian. Sentían las lágrimas
correr por sus mejillas y se decían: «Soy bueno.»
Con esta debilidad de corazón, esta facilidad de carácter, la
mano siempre abierta, incapaces de resistir a toda ocasión de
gastos, necesitaban dinero, mucho dinero, mucho más que sus
padres. De aquí la necesidad de sacar mucho de las tierras, de
entregar al labriego a los usureros, a los hombres de dinero y de
negocios. Aparte de esto, los señores tenían buen corazón y eran
generosos y caritativos en París, mientras sus vasallos se morían
de hambre; por no ver aquella miseria, que hubiera hecho sufrir
mucho a sus tiernos corazones, vivían poco tiempo en sus castillos.
Tal era aquella sociedad débil, vieja y aletargada en la molicie.
Se alejaba voluntariamente del espectáculo de la opresión; no
oprimía más que por medio de procuradores. No faltaban, sin
embargo, nubles provincianos que se enorgullecían de mantener
en sus dominios las rudas tradiciones feudales, gobernando
duramente su familia y sus vasallos. Recordaremos aquí

228
solamente, al célebre amigo de los hombres, al padre de Mirabeau,
enemigo de su familia, que tenía encerrados a todos los suyos,
mujer, hijos e hijas, poblaba las prisiones de Estado, no dejaba en
paz a sus vecinos y desolaba a sus gentes. Cuenta él mismo que,
dando una fiesta, observó el aspecto sombrío, salvaje de sus
campesinos. Lo creo sin trabajo; aquellas pobres gentes temían
verdaderamente que el amigo de los pobres les tomara por hijos
suyos.
Recordando esto, no hay por qué extrañarse de que el
labriego, una vez con las armas en la mano, se sirviera de ellas y
tomara su revancha. Muchos señores habían vejado cruelmente
sus pueblos. Uno de ellos había rodeado con un muro la fuente del
pueblo, confiscándola para su servicio. Otro se había apoderado de
los bienes comunales. Perecieron. Se citan otros homicidios que,
sin duda, fueron venganzas.
El armamento general de las ciudades fue imitado por las
campiñas. La toma de la Bastilla les envalentonó para atacar sus
cárceles. Lo único que extraña, sabiendo cuánto habían sufrido, es
que tardaran tanto en comenzar. Los sufrimientos y las venganzas
se habían acumulado por la tardanza, concentrándose a una
presión aterradora... Cuando esta monstruosa avalancha, retenida
largo tiempo en estado de hielo y de nieve, se funde de pronto, se
desborda de tal modo que puede inundarlo y arrasarlo todo.
Es preciso también separar en esta escena inmensa y confusa
lo que hicieron las partidas errantes de rateros y malhechores, de
gentes desesperadas por el hambre; de lo que hizo el ciudadano
domiciliado, la comunidad contra el señor.
Se acumulan los males cuidadosamente, pero se olvidan algo
las buenas acciones. Muchos señores encontraron su mejor
defensa en sus vasallos; por ejemplo, el marqués de Montfermeil,
que el año anterior había prestado cien mil francos para
socorrerlos. Los revolucionarios más furiosos se detuvieron
espontáneamente algunas veces delante de la debilidad. En el
Delfinado, por ejemplo, fue respetado un castillo porque no había
en él más que una señora enferma en cama y sus hijos; se limitaron
a destruir los archivos feudales.

229
Generalmente el paisano subía al castillo la primera vez para
pedir y obtener armas; después se atreve armas y quema las actas
y los títulos. La mayor parte de estos instrumentos de
servidumbre, los más modernos, los más opresores, estaban bien
guardados en los archivos, en casa de los notarios y procuradores.
El vasallo atacaba preferentemente los pergaminos antiguos, las
cartas originales. Estos títulos primitivos, adornados con sellos
triunfantes, permanecían en el tesoro del castillo para ser
enseñados en los días alegres. Generalmente se guardaban en
suntuosas cajitas, dentro de una cartera de raso, en el fondo de un
arca de roble colocada en el lugar principal de una de las torres. No
había castillo importante que cerca del palomar no mostrara la
torre de los archivos.
Los súbditos tenían derecho a la torre. Allí estaba para ellos
la Bastilla, la tiranía, el orgullo, la insolencia, el desprecio de los
hombres; desde hacía muchos siglos la torre se burlaba de la
campiña, esterilizándola, entristeciéndola, haciéndola odiosa con
su sombra agobiadora. Guardián del país en los tiempos bárbaros,
centinela de la comarca, se convirtió en afrenta más tarde. En 1789,
¿qué. es ya sino el odioso testimonio de la servidumbre, un
perpetuo ultraje para recordar todas las mañanas al hombre que
va a trabajar al campo la antigua humillación de su raza?...
«Trabaja, trabaja, hijo del siervo, gana, que otro se aprovechará de
ello; trabaja y no esperes jamás.»
Cada mañana y cada tarde, durante mil años, o más acaso, la
torre fue maldita. Llegó un día en que se derrumbó.
¡Cuánto ha tardado el gran día! ¡Cuánto tiempo nuestros
padres te esperaron y soñaron contigo! Sólo pudo sostenerles la
esperanza de que sus hijos te verían llegar; de otro modo no
hubieran podido vivir, hubieran muerto de pena... A mí mismo, su
compañero, trabajando a su lado en el sitial de la historia, bebiendo
en su amarga copa, ¿quién me ha permitido hacer revivir la
dolorosa Edad Media sino tú, oh hermoso primer día de la
libertad?... ¡He vivido para narrarte!

230
CAPITULO IV
Noche del 4 de Agosto

Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. —Desórdenes;


peligro de Francia. —La Asamblea crea el comité de las informaciones, 27 de
Julio. —Tentativas de la corte; quiere impedir el juicio de Besenval; el partido
realista quiere convertir en arma la caridad pública. —La nobleza
revolucionaria ofrece el abandono de los derechos feudales. —Noche del 4 de
Agosto; abandono de los privilegios de clase; resistencia del clero; abandono
de los privilegios de provincia.

Por encima de este gran movimiento, en una región más


serena, sin dejarse distraer por los rumores y los gritos, la
Asamblea nacional pensaba, meditaba.
La violencia de los partidos que la dividía parece dominada,
contenida en la gran discusión con que realizaba su labor. Se vio
entonces que la aristocracia, adversaria nata de los intereses de la
Revolución, encerraba en su corazón las ideas mismas que la
engendraron. Ante todo, todos eran franceses, todos hijos del siglo
XVIII y de la filosofía.
Ambos lados de la Asamblea, manteniendo su oposición, no
contribuyeron menos con un sentimiento de religión al solemne
examen de la Declaración de los derechos.
No se trataba de una petición de derechos como en Inglaterra,
de una apelación al derecho escrito, a las cartas comprobadas, a
las libertades, verdaderas o falsas de la Edad Media.
No se trataba, como en América, de ir a buscar de Estado en
Estado los principios que cada uno de ellos reconocía, reasumirlos,
generalizarlos y construir a posteriori la fórmula total que aceptaría
la federación.
Se trataba de dar desde lo alto, en virtud de una autoridad
soberana, imperial, pontifical, el Credo de la edad nueva. ¿Qué
autoridad? La razón, discutida por todo un siglo de filósofos, de
profundos pensadores, aceptada por todos los espíritus y
compenetrada en las costumbres, formulada, en fin, por los
logistas de la Asamblea constituyente... Se trataba de imponer

231
como autoridad a la razón lo que esta había encontrado en el fondo
del libre examen.
Era la filosofía del siglo, su legislador, su Moisés, que
descendía de la montaña, llevando en la frente los rajos luminosos
y en las manos las tablas de la ley...
Se ha discutido mucho en el vacío e inútilmente la
Declaración de los derechos.
Nada tenemos que decir a los Bentham, a los Dumont, a los
utilitarios, a los empíricos que no conocen de la ley más que la ley
escrita, que no saben que el derecho no es derecho sino en cuanto
está conforme con el derecho y la razón absoluta. Simples
procuradores y nada más, bajo la apariencia de filósofos, ¿qué
razón han tenido para despreciar a los prácticos? Su ideal era
escribir la ley sobre papel y pergamino; nosotros no: nosotros
queremos grabar nuestra ley sobre la piedra del derecho eterno;
sobre la roca en que descansa el mundo: es decir, la invariable
justicia y la indestructible equidad.
Para responder a nuestros enemigos nos basta con ellos
mismos y sus contradicciones. Combaten la Declaración y se
someten a ella; le hacen guerra treinta años prometiendo a sus
pueblos las libertades que la Declaración consagra. Vencedores en
1814, la primera palabra que dirigen a Francia la toman prestada
del gran capital que la nación posee53 ... ¿Vencedores? No; vencidos
siempre, vencidos demasiado, vencidos en su propio corazón,
puesto que su acto más personal, el tratado de la Santa-Alianza,
reproduce el derecho del que habían blasfemado.
La Declaración de los derechos reconoce al Ser Supremo
garantizador de la moral humana. Respira el sentimiento del deber.
El deber no expresado no está allí menos presente; por todas
partes se siente su gravedad austera. Algunas palabras tomadas al
idioma de Coudillac no impiden reconocer en ella el verdadero
genio de la Revolución, revestido de gravedad romana y de espíritu
estoico.

53
Préstamo bien voluntario, puesto que fue hecho por todos los reyes de Europa a la cabeza
de ochocientos mil soldados. Reconocieron entonces que cada pueblo tiene derecho a elegir
su forma de gobierno. (Véase Alejandro de Lamet, pág. 121.)

232
En aquel momento es del derecho de lo que hay que hablar54
es el derecho lo que es necesario asegurar, reivindicar para el
pueblo. Hasta entonces se había creído que no había más que
deberes.
Por alto y general que sea tal acto, y realizado para durar
siempre, ¿se le puede exigir que no recuerde en nada la agitada
hora de su nacimiento ni lleve las señales de la tempestad?
La primera palabra fue pronunciada tres días antes del 14 de
Julio y de la toma de la Bastilla; la última algunos días antes de que
el pueblo lleve al rey a París (6 de Octubre) ... Sublime aparición del
derecho entre los claros de dos tormentas populares.
No ha habido circunstancias más terribles ni discusión más
majestuosa, más grave, más llena de emoción. La crisis daba
argumentos especiosos a los dos partidos.
Pensadlo, decía uno; enseñáis al hombre su derecho, que él
mismo siente demasiado; le transportáis sobre una alta montaña y
le mostráis desde allí su imperio sin límites... ¿Qué ocurrirá cuando
al descender se vea detenido por las leyes especiales que os veréis
obligados a hacer, cuando encuentre obstáculos a cada paso?
(Discurso de Malouet).
Había para esto más de una respuesta; pero ciertamente la
más vigorosa estaba en la situación. Se vivía en plena crisis, en un
combate dudoso todavía. Podía ocurrir que no se encontrara una
montaña bastante alta donde enarbolar la bandera... Era preciso
colocarla tan alta que la tierra entera la viese, que su llama tricolor
uniese las naciones. Reconocida por bandera común de la
humanidad, sería invencible.
Hay todavía gentes que creen que aquella gran discusión
agitó y armó al pueblo, que provocó la guerra y el incendio. La
primera dificultad para que esto fuese cierto, es que las violencias
comenzaron antes de la discusión. El pueblo no tuvo necesidad de
metafísicas para ponerse en movimiento. Aun después influyó
poco. Lo que armó las campiñas— ya lo hemos dicho—fue la
necesidad de rechazar el pillaje y defenderse de los bandidos,

54
De derecho y de libertad y no de otra cosa alguna, se debía hablar en aquella carta de
franquicias. Explico esto antes en la introducción y más concretamente en los otros
volúmenes.

233
influyendo el contagio de las ciudades que tomaban las armas;
pero verdaderamente fue, más que ninguna otra cosa, la fiebre y la
exaltación que produjo la toma de la Bastilla.
La grandeza de este espectáculo, la variedad de sus
accidentes terribles ha turbado la vista a la historia, haciéndola
mezclar y confundir tres hechos distintos y aún opuestos que
ocurrieron al mismo tiempo.
1.° Las correrías de los vagabundos, de los hambrientos que
segaban los trigos durante la noche y arrasaban la tierra como
plaga de langostas. Estas partidas, cuando eran numerosas y
fuertes, asaltaban las casas solitarias, las granjas y aun los
castillos.
2.° El labriego, para rechazar estas partidas, tuvo necesidad
de armas y las pidió, las exigió en los castillos. Armado y dueño de
sus actos, destruyó las cartas, donde veía un instrumento de
opresión. ¡Desgraciado del señor aborrecido! No se atentaba sólo
contra sus pergaminos, sino contra su persona misma.
3.° Las poblaciones cuyo armamento había provocado el de
los campos, fueron obligadas a reprimir al labriego. Los guardias
nacionales, que no tenían entonces nada de aristocráticos, puesto
que podía serlo todo el mundo, marcharon para restablecer el
orden; fueron a socorrer a aquellos castillos que detestaban. Los
guardias conducían a la ciudad a los labriegos prisioneros, pero
eran libertados bien pronto.
Me refiero a los labriegos domiciliados en vecindad. En
cuanto a las partidas de gentes desconocidas, a los bribones, a los
bandoleros, como se les llamaba, los tribunales, las
municipalidades mismas hicieron en ellas crueles justicias y
castigos ejemplares; gran número de malhechores fueron muertos.
La seguridad fue restablecida a la larga y el cultivo quedó
asegurado. Si hubieran continuado los desórdenes, toda la
labranza hubiera terminado y Francia, hubiera muerto de hambre
al año siguiente.
Extraña situación de una Asamblea que discute calcula y pesa
las sílabas en medio de aquel incendio. Dos peligros la cercan, a
derecha e izquierda. Para reprimir los desórdenes no tiene, al

234
parecer, más que un medio: restablecer el orden antiguo, que es un
desorden peor.
Comúnmente se supone que estaba impaciente por
apoderarse del poder; esto es verdad respecto de algunos de sus
miembros; es falso, muy falso, respecto a la mayoría. El carácter de
aquella Asamblea, tomada en conjunto, su originalidad como
producto de la época, era una fe singular en la potencia de las ideas.
Creía firmemente que la verdad, una vez encontrada y formulada
en leyes, era invencible. Según el cálculo de hombres graves, sólo
faltaban dos meses para hacer la Constitución; con su virtualidad
todopoderosa iba a contener a la vez al poder y al pueblo; la
Revolución terminaría entonces y el mundo resurgiría, se cubriría
de nuevas flores.
Esperando, la situación era verdaderamente atrevida. El
poder estaba aquí herido; allá muy fuerte; en tal punto organizado
y en tal otro en disolución completa; débil para la acción general y
regular; formidable todavía para la corrupción, la intriga y la
violencia acaso. Las cuentas de aquellos últimos años, que
parecieron más tarde, demuestran bien claramente los recursos
que tenía la corte y cómo los empleaba, cómo trabajaban los
periódicos y la Asamblea misma. La emigración comenzaba y con
ella el llamamiento al extranjero, al enemigo; todo un sistema
perseverante de traición y de calumnia contra Francia.
La Asamblea se sentía colocada sobre una barrica de pólvora.
Necesitaba para la salvación común descender de las alturas donde
hacía la ley y mirar de cerca lo que pasaba sobre la tierra. ¡Enorme
caída! Legisladores que tienen la grandeza de Solón, Licurgo y
Moisés, se entregaban a los cuidados miserables de la vigilancia
pública, ¡viéndose obligados a espiar a los espías y a convertirse
en jefes de policía!
La primera señal de alarma diéronla las cartas de Dorset al
conde de Artois, sus explicaciones, la noticia de la conjura de Brest,
ocultada tanto tiempo por la corte. El 27 de Julio," Duport propone
crear un comité de averiguaciones, compuesto de cuatro personas.
Pronunció estas palabras siniestras: «Dispensadme de entrar en
ninguna discusión. Se traman complots... No es este asunto para

235
enviar sospechosos ante los tribunales. Debemos adquirir informes
y tener de ello conocimiento exacto e indispensable.»
El número cuatro recordaba demasiado los tres inquisidores
de Estado. Se aumentó a doce.
El espíritu de la Asamblea, fuesen cualesquiera sus
necesidades, no era en modo alguno el de policía é inquisición.
Hubo una discusión muy grave para saber si se violaría el secreto
de las cartas, si se abriría la correspondencia sospechosa dirigida a
un príncipe que, por su fuga precipitada, se declaraba enemigo.
Gony d'Arcy y Robespierre querían que las cartas fueran abiertas.
La Asamblea, por consejo de Chapelier, Mirabeau y Duport mismo,
que acababa de pedir una especie de inquisición del Estado,
declaró magnánimamente inviolable el secreto de la
correspondencia, rehusó abrir las cartas y las hizo restituir.
Esta decisión devolvió el valor y el ánimo a los partidarios de
la corte. Hicieron entonces tres cosas hábiles.
Sieyes iba a ser nombrado presidente. Pusieron enfrente de
él un hombre demasiado estimado, demasiado agradable a la
Asamblea, el eminente jurisconsulto de Rouen, Thouret. Tenía para
los cortesanos el mérito de haber votado el 17 de Junio contra el
título de Asamblea nacional, sencilla fórmula de Sieyes que
contenía la Revolución. Oponer uno contra otro aquellos dos
hombres, mejor dicho, aquellos dos sistemas en la lucha de la
presidencia, era poner en litigio la Revolución, intentar hacerla
retroceder al 16 de Junio.
El segundo intento era impedir el juicio de Besenval. El
general de la reina contra París había sido detenido en su fuga.
Juzgarle, condenarle, era condenar también las órdenes en virtud
de las cuales había obrado. Necker, a su regreso, se había cruzado
con él en su camino y le había dado esperanzas. No fue difícil
obtener de su buen corazón una petición solemne a la ciudad de
París. Envolver la amnistía general en la alegría de su regreso,
concluir la Revolución, restablecer la tranquilidad, aparecer como
arco iris en las nubes después del diluvio: ¿qué podría haber más
encantador para la vanidad de Necker?
Fue al Hotel de Ville y lo obtuvo todo de los que allí se
encontraban: electores, representantes de distrito, simples

236
ciudadanos, una multitud abigarrada, confusa y desigual. La alegría
y el entusiasmo habían llegado al colmo en el salón y enría plaza.
Se asomó a una ventana con su mujer a la derecha y su hija a la
izquierda, que lloraban y le besaban las manos... Su hija, madame
de Staël, se desmayó de felicidad.
Hecho esto, no se había hecho nada. Los distritos de París
reclamaron con razón; aquella clemencia sorprende a una
Asamblea enmudecida; concedida en nombre de París por una
multitud sin autoridad, resultaba una cuestión nacional resuelta
por una sola ciudad, por algunos de sus habitantes... Y esto, en el
momento en que la Asamblea nacional creaba un comité de
informaciones, preparaba un tribunal... era extraño, audaz. A pesar
de Lally y Mounier que defendían 1a, amnistía, Mirabeau, Barnave
y Robespierre, consiguieron que se celebrara el juicio. La corte fue
vencida una vez más, pero sacaba de ello un gran consuelo digno
de su sagacidad ordinaria; había comprometido a Necker y
destruido la popularidad del único hombre que tenía alguna
probabilidad de salvarla.
La corte fracasó también en el asunto de la presidencia.
Thouret se alarmó por la agitación del pueblo, por las amenazas de
París, y desistió.
La tercera tentativa del partido realista, de mucha mayor
gravedad, fue realizada por Malouet; fue una de las más duras
pruebas, de las más peligrosas que la Revolución había encontrado
en su camino, donde cada día sus enemigos colocaban una piedra
donde se estrellase o abrían un abismo que no pudiera saltar.
Recuérdese aquel día en que, no estando aún los órdenes
reunidos, fue el clero hipócritamente a enseñar al Tercer Estado un
pedazo del pan negro que el pueblo comía y a pedirle en nombre
de- la caridad que abandonase vanas disputas para ocuparse con
él en el bien de los pobres. Esto fue precisamente lo que hizo un
hombre (respetable por lo demás, pero ciego partidario de una
realeza imposible); esto fue lo que hizo Malouet.
Propuso organizar un impuesto de los pobres, crear oficinas
de socorro y de trabajo, cuyos primeros fondos serían constituidos
por los establecimientos de beneficencia y el resto por un impuesto
sobre todos y por un empréstito.

237
Hermosa y respetable proposición, apoyada en aquel
momento por la necesidad urgente, pero que daba al partido
realista una formidable iniciativa política. Ponía en manos del rey
un triple fondo, de los que el último, el empréstito, era ilimitado; lo
convertía en jefe de los pobres, acaso en el general de los mendigos
contra la Asamblea... Aquella proposición lo tomaba destronado y
lo colocaba sobre un trono más absoluto, más sólido, haciéndolo
rey del hambre, reinando por lo que hay más alto y superior, el
alimento y el pan... ¿Qué sería de la libertad?
Para que la cosa llamara menos la atención y pareciera menos
importante, Malouet rebajaba el número de pobres a la cifra de
cuatrocientos mil, evidentemente falsa.
Si la Asamblea aceptaba, Malouet no obtenía menos ventaja,
la de dar a su partido, al del rey, una hermosa apariencia a los ojos
del pueblo, la gloria de la caridad. La mayoría, demasiado
comprometida rechazando, iba a verse obligada a secundar, a
obedecer, a colocar en manos del rey aquella gran máquina
popular.
Malouet, en último lugar, proponía se consultara a las
cámaras de comercio, las ciudades fabriles, con objeto de ayudar a
los obreros, «aumentar el trabajo y los salarios».
Una especie de competencia iba a establecerse entre los dos
partidos. Se trataba de atraer o rechazar al pueblo. A la proposición
de dar a los indigentes, sólo podía oponerse otra proposición; una
que autorizara a los trabajadores a no pagar más y que cuando
menos permitiera a los trabajadores de los campos no pagar los
derechos más odiados, los derechos feudales.
Estos derechos abrumaban demasiado. Para destruirlos
mejor, para hacer añicos las actas que los consagraban, habían sido
quemados muchos castillos. Los grandes propietarios que tenían
asiento en la Asamblea estaban inquietos. Una propiedad tan
odiada, tan peligrosa, que comprometía el resto de su fortuna,
comenzaba a parecerles una carga. Para salvar aquellos derechos
era preciso o sacrificar una parte o defenderlos a mano armada,
reuniendo amigos, clientes y criados y comenzando una guerra
terrible contra todo el pueblo.

238
Salvo un pequeño número de viejos que habían tomado parte
en la guerra de los Siete años o de jóvenes que habían estado en la
de América, nuestros nobles no habían hecho otras campañas que
las de cuarteles y guarniciones. Sin embargo, en las querellas
privadas, individualmente eran bravos. La nobleza de Vendée y de
Bretaña, hasta entonces desconocida, surgió de pronto y resultó
heroica. Muchos nobles emigrados se significaron en las grandes
guerras del Imperio. Acaso si se hubieran unido y entendido,
hubieran detenido algún tiempo la Revolución. Pero ésta los
encontró dispersos, divididos, aislados y débiles en su aislamiento.
Otra causa de su debilidad, muy honrosa para ellos, es que muchos
de ellos estaban de corazón contra ellos mismos, contra la vieja
tiranía feudal; que eran a la vez herederos y discípulos de la filosofía
del siglo; aplaudían aquella maravillosa resurrección del género
humano y hacían votos por ella, debiendo costarles su ruina.
El más rico señor después del rey en propiedades feudales era
el duque de Aguillón. Tenía derechos en dos provincias del
Mediodía, verdaderas regalías de odioso origen, sin más
fundamento que habérselas otorgado a sí mismo su tío Richelieu.
Su padre, compañero de Terray, ministro de la bancarrota, había
sido, más que odiado, despreciado. Por esto mismo, acaso el joven
duque de Aguillón sentía más la necesidad de hacerse popular; era
con Duport y Chapelier, uno de los jefes del club bretón. Presentó
una proposición generosa y política, en la que se pretendía aislar
aquel gran incendio, destruir una parte del edificio para salvar el
resto; quería no sacrificar los derechos feudales (algunos nobles no
tenían ninguna otra fortuna), sino ofrecer al labriego medios de
desembarazarse de ellos en condiciones moderadas.
El vizconde de Noailles no estaba en el club, pero tuvo noticia
de la proposición y le arrebató la gloriosa iniciativa. Segundón de
familia y no poseyendo por lo tanto derecho feudal alguno, fue
todavía más generoso que el duque de Aiguillón. Propuso no
solamente que se permitiera la condonación de los derechos, sino
que fueran abolidos sin compensaciones los dominios señoriales y
otras servidumbres personales.
Esto se interpretó como un ataque, como una amenaza y
nada más. Llegaron doscientos diputados. Se acababa de leer un

239
proyecto de decreto donde la Asamblea recordaba el deber de
respetar las propiedades, de pagar las rentas, etc.
El duque de Aiguillón produjo un efecto completamente
distinto. Declaró que al votar el día anterior medidas de rigor
contra los que atacaban los castillos, habíale asaltado un
escrúpulo, preguntándose si eran culpables aquellos hombres... Y
continuó hablando con calor, con violencia contra la tiranía feudal,
es decir, contra él mismo.
Esto fue el 4 de Agosto a las ocho de la noche, hora solemne
en que el feudalismo, al término de un reinado de mil años, abdica,
abjura, se maldice.
El feudalismo ha hablado. El pueblo toma la palabra. Un bajo
bretón, vestido con el traje de su país, diputado desconocido que
no había hablado jamás antes ni habló después, M. Le Guen de
Kerengal, sube a la tribuna y lee unas veinte líneas, acusadoras y
amenazantes. Acusó a la Asamblea con fuerza y autoridad
singulares de no haber evitado el incendio de los castillos,
arrancándoles las crueles armas que contenían, aquellas actas
inicuas que igualan al hombre con la bestia, que uncen al mismo
carro al hombre y al animal, que ultrajan el pudor... «Seamos
justos; que se les entreguen esos títulos, monumentos de la
barbarie de nuestros padres.»
«¿Quién de nosotros no sería destructor expiatorio de estos
infames pergaminos?... No tenéis un momento que perder; un día
de tardanza ocasionará nuevos ataques e incendios; ¿la caída de
los imperios ha sido anunciada con menos estrépito? ¿Es que no
queréis dar leyes más que a Francia devastada?»
La impresión fue profunda. Otro bretón la exacerba
recordando derechos crueles, increíbles: ¡el derecho que tenía el
señor para destripar dos de sus vasallos cuando regresase de sus
cacerías y meter los pies en sus cuerpos ensangrentados!
Un gentil hombre de provincia, M. de Foncault, atacando a los
grandes señores que habían iniciado esta escabrosa discusión,
pidió que, ante todo, sacrificaran los grandes las pensiones y
prebendas, los donativos monstruosos que sacaban al rey,
arruinando doblemente al pueblo por el dinero que acaparaban y
por el abandono en que dejaban a las provincias, puesto que todos

240
los ricos seguían su ejemplo abandonando sus tierras y
agregándose a la corte.
Mres. de Guiche y de Mortensart creyeron personal el ataque
y respondieron vivamente que aquellos a quienes se señalaba
estaban dispuestos a sacrificarlo todo.
El entusiasmo aumenta. M. de Beauharnais propone que la
penalidad fuese igual para todos, nobles y plebeyos, y los empleos
públicos asequibles a todos. Alguno pidió la justicia gratuita; otro
la abolición de las justicias señoriales, cuyos agentes inferiores
eran el terror de los campos.
M. de Custine dice que las condiciones propuestas por el
duque de Aiguillón eran difíciles, que era preciso simplificar la cosa,
acudir en ayuda del trabajador.
M. de la Rochefoncault, extendiendo su amor al bien, al
género humano, pidió se procurara la redención de los esclavos
negros.
Jamás ha estallado el carácter francés en un desbordamiento
semejante de sensibilidad, vivacidad y generosidad. Aquellos
hombres que invertían tanto tiempo en disentir la Declaración de
los derechos, en contar y pensar las sílabas, cuando se apeló a su
desinterés respondieron sin vacilación ni duda, despreciando el
dinero y los derechos honoríficos, que estimaban más que el
mismo dinero... ¡Gran ejemplo que la nobleza expirante ha legado
a nuestra aristocracia burguesa!
Entre el entusiasmo y la ternura se notaba la vivacidad
insaciable de un noble jugador que goza en tirar el dinero. Los ricos
y los pobres hacían aquellos sacrificios con igual alegría y malicia
gozosa.
«Y yo, entonces, ¿qué podré ofrecer?, decía el conde de
Virien... Al menos daré la moneda de Catulo...» Y propuso la
destrucción de las palomas destructoras del castillo feudal.
El joven Montmorency pide que todos aquellos votos se
convirtieran en el acto en leyes. Lepelletier de Saint-Fargeau
deseaba que el pueblo entrara inmediatamente en posesión de
aquellos bienes. El mismo, inmensamente rico, quería que los
ricos, los nobles, los exceptuados de impuesto se cotizaran con
dicho objeto.

241
El presidente Chapelier, obligado a proceder a votación,
advierte maliciosamente que algunos miembros del clero no
habían podido aún entenderse y le parecía violento cerrar la tribuna
sin que ellos hablasen.
El obispo de Nancy expresó entonces en nombre de los
señores eclesiásticos su deseo de que la anulación de los derechos
feudales" no alcanzara a los actuales posesores, quienes se
obligaban a crear un beneficio para los que les sucedieran.
Esto, más que generosidad, era una prudente economía que
les garantizaba la cobranza y administración de los derechos.
El obispo de Chartres, hombre de ingenio, que habla en
seguida, encuentra medio de aparecer generoso a costa de la
nobleza. Declaró que sacrificaría los derechos de caza, muy
importantes para los nobles, mínimos para el clero.
Los nobles no retrocedieron; pidieron que se consumara esta
renuncia, que dañaba grandemente a muchos aristócratas.
El duque de Chatelet dice sonriendo a los que le rodeaban: «El
buen obispo quiere arrancarnos el derecho de caza; voy a
arrancarle sus diezmos.» Y propuso que los diezmos en géneros
fuesen convertidos en impuesto voluntario, pagado en metálico.
El clero dejó caer esta peligrosa palabra y siguió su táctica de
poner a la nobleza por delante.
El arzobispo de Aix habla lenta y ceremoniosamente contra el
feudalismo, pidiendo que se prohibiera para lo sucesivo toda
organización feudal.
«Quisiera poseer terrenos—decía el obispo de Uzés—y gozaría
poniéndolos en manos de los labradores. Pero nosotros no somos
más que depositarios...»
Los obispos de Nimes y de Montpellier no ofrecieron ni dieron
nada, pero pidieron que los industriales y artesanos quedaran
libres de impuestos señoriales.
Únicamente los pobres sacerdotes fueron generosos. Los
curas declararon que su conciencia no les permitía disfrutar más de
un beneficio. Otros dijeron: «Nosotros ofrecemos nuestros
derechos todos...» La Asamblea se emocionó y rechazó este
sacrificio.

242
La exaltación y ternura fue creciendo hasta llegar a un punto
extraordinario. La Asamblea era todo aplausos; felicitaciones,
expresiones de mutua alegría. Los extranjeros que desde las
tribunas asistían a la Asamblea estaban asombrados; por primera
vez habían conocido a Francia y visto la inmensa riqueza de su
corazón... Lo que siglos enteros de esfuerzos no habían logrado
realizar en sus naciones, veíanlo ejecutado en pocas horas por el
desinterés y el sacrificio... El dinero, el orgullo inmolado, todas las
viejas insolencias hereditarias, la antigüedad, la tradición misma...
el monstruoso roble feudal cortado de un golpe, el árbol maldito
cujas ramas cubrían la tierra de una sombra fría en tanto que sus
infinitas raíces se hundían en las profundidades del suelo,
buscando, absorbiéndola vida, impidiendo que saliese a flor de
tierra j viese la luz.
Todo parecía concluido. Una escena no menos grande
comenzaba.
Después de los privilegios de clase fueron abordados los de
las provincias.
Aquellos que se llamaban Países de los Estados, que tenían
privilegios y ventajas diversos para sus libertades e impuestos, se
avergonzaron de su egoísmo y quisieron ser Francia, sacrificando
su interés personal y sus añejos y queridos recuerdos.
El Delfinado, desde 1788 lo había ofrecido magnánimamente
por su propia iniciativa y aconsejado a las demás provincias que le
secundaran. Renovó entonces este ofrecimiento.
Los más obstinados, los bretones, aunque ligados por sus
mandatos, ligados por los antiguos tratados de su provincia con
Francia, manifestaron con no menos entusiasmo su deseo de
reunirse. La Provenza dice otro tanto, y después la Borgoña y la
Bresse, la Normandía, el
Poitou, la Auvergne, el Artois.
La Lorena en términos conmovedores dice que no volvería a
recordar la dominación de sus adorados soberanos, que fueron los
padres del pueblo, si tuviera la felicidad de reunirse a sus
provincias hermanas, de entrar con todas ellas en esta casa
maternal de Francia, en esta inmensa y gloriosa familia.

243
Todas las ciudades imitaron el ejemplo. Sus diputados
vinieron a París, formando una verdadera multitud, para depositar
sus privilegios sobre el altar de la patria.
Los oficiales de la justicia no podían contener a la multitud
que rodeaba la tribuna para aportar su tributo. Un miembro del
Parlamento de París renunció a la herencia de la nobleza
transmisible.
El arzobispo de París pidió que se recordara a Dios en aquel
gran día, que se cantase un Te-Deum.
«Y el rey, señores—dijo Lally—el rey que nos ha convocado,
después de una larga interrupción de dos siglos, ¿no debe tener su
recompensa?... ¡Proclamémosle el restaurador de la libertad
francesa! »
Había avanzado la noche; eran las dos de la madrugada.
Aquella noche borraba el inmenso y penoso sueño de mil
años de Edad Media. La aurora que comenzaría bien pronto iba a
ser la de la libertad.
Después de aquella maravillosa noche, no más clases, sino
franceses todos; ¡no más provincias, sino una Francia!
¡Viva Francia!

244
CAPÍTULO V

El clero. —La Fe nueva

Discursos proféticos de Fauchet —Inútiles esfuerzos de conciliación, —


Ruina inminente de la antigua Iglesia. —La Iglesia había desesperado al
pueblo. —Buzot reclama para la nación los bienes del clero, 6 de Agosto —
Supresión del diezmo, n de Agosto. — Reconocimiento de la libertad religiosa.
—Liga del clero, de la nobleza y de la corte. -París abandonado a sí mismo. —
Ninguna autoridad pública, pocas violencias. —Donativos patrióticos. —
Adhesión y sacrificio (Agosto, 1789).

La resurrección del pueblo, que sale, al fin, de la tumba en que


yacía, el feudalismo mismo destruyendo el sillar que lo sostenía, la
obra de los tiempos realizada en una noche... he aquí el primer
milagro del Nuevo Evangelio, divino milagro, auténtico.
¡Qué oportunas son aquí las palabras que Fauchet pronuncia
ante las osamentas encontradas en la Bastilla! La tiranía los había
ocultado dentro de los muros de estos calabozos que creía
eternamente impenetrables a la luz. ¡El día de la revelación ha
llegado! ¡Los huesos mismos han tomado vida al escuchar la voz
de la libertad francesa y acusan a los siglos de opresión y de
muerte, profetizando la regeneración de la naturaleza humana y de
la vida de las naciones!...
Hermosas palabras de un verdadero profeta... Recojámoslas
en nuestro corazón como tesoro de esperanza. ¡Sí, resucitaron!...
La resurrección comenzada en las ruinas de la Bastilla, proseguida
la noche del 4 de Agosto, manifestará al nuevo día de la vida social
aquellas multitudes que languidecen todavía en las sombras de la
muerte... El alba apareció en 1789; después comenzó la aurora
envuelta en nubes de tempestad y luego el eclipse negro y
profundo... El sol lucirá más tarde glorioso y esplendente: «¿Solem
quis dicere falsum audeal?»
Eran las dos de la madrugada cuando la Asamblea concluye
su obra inmensa y se separa. Aquella mañana (5 de Agosto) hizo
en París Fauchet una oración fúnebre por los ciudadanos muertos

245
ante la Bastilla feudal, encareciendo el precio de la sangre que
habían derramado.
Fauchet encuentra palabras de eterna memoria: «¡Qué mal
han hecho al mundo los falsos intérpretes de los oráculos
divinos!... Han consagrado el despotismo, han hecho de Dios un
cómplice de los tiranos. ¿Qué dice el Evangelio'? «Os hará
comparecer ante los reyes; os entregarán a la injusticia y resistiréis
hasta la muerte...» Triunfan los falsos doctores porque Jesús
escribió: «Dad al César lo que es del César.» Pero ¿qué hay que
darle al César?... La libertad no es de César; es de la naturaleza
humana.»
Estas palabras elocuentes lo eran todavía más en boca de
aquel que el 14 de Julio se había mostrado dos veces heroico de
valor y humanitarismo.
Dos veces había intentado, con peligro de su vida, salvar la de
los demás, evitar el derramamiento de sangre... Verdadero
cristiano y Verdadero ciudadano, quiso salvarlo todo, las doctrinas
y los hombres.
Su ciega caridad le arrastraba a defender ideas hostiles entre
sí, dogmas contradictorios. Unía en un mismo amor ambos
Evangelios, sin notar la diferencia de los principios. Alejado,
excluido por los sacerdotes, los mismos que le habían perseguido
se convirtieron para él en lo más respetable y querido.
¿Quién no se ha engañado como él? ¿quién no ha abrigado la
esperanza de salvar el paso, avanzando hacia el porvenir? ¿quién
no ha querido reanimar el espíritu sin destruir la vieja fórmula,
reavivar la llama sin encontrar la ceniza muerta?... ¡Vano esfuerzo!
Fauchet se engañaba como otros tantos. Se hacían esfuerzos
por creerla lucha concluida y llegada la hora de la paz; causaba
admiración observar que la Revolución estuviera ya en el
Evangelio.
La impresión fue tan fuerte, la emoción tan viva, que el
apóstol de la libertad fue premiado con una corona cívica. El pueblo
y el pueblo armado, los vencedores de la Bastilla y la guardia
ciudadana, con el tambor a la cabeza, le condujeron al Hotel de
Ville; delante iba un heraldo llevando la corona.

246
¿Ultimo triunfo del sacerdote o primera victoria del
ciudadano? Estos dos caracteres mezclados en un solo hombre
¿podrían continuar confundidos? Más claro: ¿se podía ser
ciudadano y cura a la vez?
La ropa desgarrada, chamuscada, glorificada por las balas de
la Bastilla dejaban ver en aquel hombre el hombre nuevo; en vano
querría él mismo unir las desgarraduras de su hábito para cubrir el
pasado.
Una religión nueva se acerca; existen dos (¿qué hacer?): la
Iglesia y la Realeza...
Feudalismo, Realeza, Iglesia: de estas tres ramas del antiguo
árbol, cae la primera en 4 de Agosto; las otras dos se agitan
violentamente a impulsos de un viento huracanado; luchan, se
defienden, pero las hojas cubren el suelo. Nada podrá resistir.
¡Perezca lo que deba perecer!...
Nada de retrocesos ni vanas lágrimas. Lo que cree morir hoy,
¡cuánto tiempo hace, Dios mío, que estaba muerto, concluido,
estéril!
El abandono completo en que al llegar 1789 había dejado la
Iglesia al pueblo, la acusaba de una manera irrefutable,
concluyente.
Desde bacía dos mil años la Iglesia únicamente estaba
encargada de instruir al pueblo, y be aquí cómo había cumplido su
deber... Las piadosas fundaciones de la Edad Media, ¿qué objeto
tuvieron? ¿qué deberes imponían al clero? la salvación de las
almas, su mejoramiento religioso, la corrección de las costumbres,
la humanización del pueblo... Era vuestro discípulo, abandonado a
vosotros solo; maestros, ¿qué babéis enseñado?...
Después del siglo XII continuáis hablando una lengua que no
es la suya; el culto ha cesado de ser una enseñanza para él. La
predicación suplía en algo la falta de instrucción; poco a poco cesa
también, se calla o habla solamente para los ricos.
Habéis sido negligentes con los pobres, babéis desdeñado la
turba grosera... ¿Grosera? Lo es por vosotros.
Por vosotros existen dos pueblos: el de arriba excesivamente
civilizado, refinado; el de abajo, rudo y salvaje, cada vez más
separados que lo estuvieran en su origen. Vuestro papel era llenar

247
ese hueco, elevar constantemente a los de abajo, hacer de los dos-
pueblos uno solo.
Llega la crisis y no veo, en estas clases de las que babéis sido
dueños, ninguna cultura adquirida, ninguna dulcificación de las
costumbres; cuanto tienen lo deben a ellos mismos, al instinto, a
la Naturaleza, al vigor y a la savia que pone ella en nosotros.
El bien es de ellos, innato, y el mal, el desorden, ¿á quién
puede atribuirse sino a aquellos que respondían de sus almas y las
habían abandonado?
¿Qué son en 1789 vuestros famosos monasterios? ¿qué,
vuestras escuelas antiguas, ahora silenciosas? En ellas la hierba
crece y la araña teje su red... ¿Y vuestras cátedras?, vacías. ¿Y
vuestros libros? mudos.
Pasa el siglo XVIII, un siglo de lucha y ataques en que a cada
momento vuestros adversarios os incitaban a hablar, a obrar, si es
que todavía vivíais...
Una sola cosa podría servir para defenderos; muchos de
vosotros lo piensan, pero ninguno se atreverá a decirlo. Y es que
desde hacía mucho tiempo la doctrina había muerto, que no
teniendo nada que decir nada decíais al pueblo, que habíais vivido
vuestras edades, una edad de enseñanza y de polémica... que todo
pasa y se transforma; los cielos mismos pasaron. Atacados
formidablemente, no pudiendo separar el espíritu cristiano de las
formas exteriores del culto católico, no osando ayudar al fénix a
morir para que resucitara y viviera, todavía habéis permanecido
mudos, inactivos en el santuario, ocupando la plaza del sacerdote...
pero nada más que del sacerdote.
Salid del templo. Sois deudos del pueblo y debéis darle luz.
Salid, vuestra lámpara se ha apagado. Los que construyeron esas
iglesias y os las prestaron, os piden que les sean devueltas.
¿Quienes fueron esos? La Francia de entonces; devolvedlas a la
Francia de hoy. Hoy (Agosto del 89) Francia se libra del diezmo y
mañana (el 2 de Noviembre) se apoderará de vuestros bienes. ¿Con
qué derecho? Un gran jurista lo ha dicho: «Por derecho de
desherencia.» La Iglesia muerta no puede heredar. ¿A quién irá a
parar su patrimonio? A su autor, a la patria, en donde nacerá la
nueva Iglesia

248
Noviembre) se apoderará de vuestros bienes. ¿Con qué derecho?
Un gran jurista lo ha dicho: «Por derecho de desherencia.» La
Iglesia muerta no puede heredar. ¿A quién irá a parar su
patrimonio? A su autor, a la patria, en donde nacerá la nueva Iglesia
El 6 de Agosto, cuando la Asamblea se empeñaba en un vivo
debate sobre un empréstito proyectado por Necker, que según
declaración suya no bastaría para dos meses, un hombre sube a la
tribuna, un hombre que basta entonces había hablado pocas veces;
en aquella ocasión pronuncia una sola frase: «Los bienes
eclesiásticos pertenecen a la nación.»
Grandes rumores... El hombre que había expresado
gráficamente la situación era Buzot, uno de los jefes de la futura
Gironda, joven y austera figura, ardiente y melancólica, de aquellas
que llevan escrita en la frente el anuncio de su corto destino.
El empréstito desfigurado, corregido, mutilado fue votado al
fin. Si difícil fue nacer que se votara, más difícil era realizarlo. ¿A
quién iba a prestar el público? ¿al antiguo régimen o a la
Revolución? No se sabía aún.
Una cosa era más segura y clara para todos los espíritus: la
inutilidad; la inutilidad del clero, su indignidad perfecta, el
incontestable derecho que daba a la nación sobre los bienes
eclesiásticos.
Eran demasiado conocidas las costumbres de los prelados, la
ignorancia del clero inferior.
Los curas tenían algunas virtudes, instinto de resistencia,
pero carecían de toda luz; en todas partes donde dominaban eran
un obstáculo a la cultura del pueblo, lo hacían retroceder.
Para no citar más que un ejemplo, el Poitou, civilizado en el
siglo XVI, se tornó bárbaro bajo su influencia; preparaban la
Vendée.
La nobleza veía esto tan claramente como el pueblo y pidió
un empleo más útil de tales y tales bienes de la Iglesia. Los reyes
lo habían visto también, y muchos de ellos habían hecho reformas
parciales, la reforma de los Templarios, la de San Lázaro y la de los
jesuitas. Había mucho más que hacer.
Fue un miembro de la nobleza, el marqués de Lacoste, quien
el 8 de Agosto tomó la iniciativa en una proposición clara y

249
concreta: «1.° Los bienes eclesiásticos pertenecen a la nación. 2.
° El diezmo queda suprimido (sin hablar de conversión ni
compensaciones). 3.° Los titulares tendrán sueldo. 4.° Los
honorarios de los obispos y curas serán fijados por las Asambleas
provinciales.
Otro noble, Alejandro de Lameth, apoya la proposición
explicando la materia y el derecho de las fundaciones, derecho tan
notablemente examinado por Turgot (1750) en la Enciclopedia. «La
sociedad—dice Lamet—puede en cualquier momento suprimir todo
instituto inútil.» Y concluyó pidiendo que los bienes eclesiásticos
fuesen ofrecidos en garantía a los acreedores del Estado.
Gregoire y Lanjuinais atacaron esto con ardimiento, y los
jansenistas, perseguidos por el clero, lo defendieron con no menos
vigor.
¡Hecho notable, que demuestra que el privilegio convertido
en derecho por la costumbre y el tiempo es más fuerte que la ropa
de Nessus, que no se podía arrancar sin arrancar la carne misma!
Los dos espíritus más vigorosos de la Asamblea, Sieyes y
Mirabeau, ausentes la noche del 4 de Agosto, deploraban el
resultado de la sesión. Sieyes era sacerdote y Mirabeau noble.
Mirabeau hubiera querido defender a la nobleza si el rey
hubiera entregado el clero al pueblo para sacrificarle. Sieyes
defendió al clero, sacrificado por la nobleza.
Sieyes dijo que el diezmo era una verdadera propiedad.,
¿Cómo?; por haber sido antes un donativo voluntario, un donativo
invariable. — A esto hubiera podido respondérsele en términos de
derecho, que un donativo es revocable por ingratitud, por olvido é
negligencia del objeto para que ha sido hecho; este objeto érala
educación del pueblo, olvidada desde hacía tanto tiempo por el
clero.
Sieyes hacía valer en último caso que el diezmo no podía
arrebatarse a los actuales poseedores, los cuales vivían con
conocimiento, previsión y deducción del diezmo. Esto sería—decía—
arrebatar a la Iglesia una renta legítima de setenta millones de
renta. El diezmo, en verdad, valía más de ciento treinta millones.

250
Darlo a los propietarios era una medida eminentemente
política, uniendo para siempre el más firme elemento del pueblo,
el agricultor, a la causa de la Revolución.
Este impuesto odioso y variable, según los países, que en
algunos llegaba al tercio de la cosecha, que encendía la guerra
entre el cura y el labriego, que obligaba a éste a soportar, durante
los días de misiones, una inquisición miserable, fue defendido por
el clero durante tres días enteros con una irascible violencia.
«¡Cómo—gritaba un cura, —nos habéis invitado a reunimos
con vosotros en nombre del Dios de la paz! ¡Y era para degollarnos!
»... El diezmo era lo más querido que tenían...
Al tercer día, viendo a todo el mundo volverse contra ellos,
comenzaron a someterse.
Quince o veinte curas renunciaron, entregándose a la
generosidad de la nación.
Los grandes prelados, el arzobispo de París, el cardenal de la
Rochefoncauld, siguieron el ejemplo, renunciando en nombre del
clero.
El diezmo fue abolido para siempre sin compensación alguna;
mantenido, sin embargo, por el momento, hasta que se decidiera
sobre el sueldo de los párrocos (11 de Agosto).
La resistencia del clero no podía durar mucho. Tenía en contra
casi toda la Asamblea.
Mirabeau habló tres veces y estuvo mucho más elocuente y
hábil que de ordinario, haciendo alarde de una finísima ironía
encubierta en las más respetuosas formas. Conocía de antemano
el asentimiento que iba a encontrar en la Asamblea y en el público.
Las grandes tesis del siglo XVIII fueron reproducidas allí,
pasando como cosas consentidas, admitidas ya por todos,
incontestables y axiomáticas.
El espíritu de Voltaire se presentó allí terrible, rápido y
vencedor. La libertad religiosa fue consagrada en la Declaración de
los derechos y no la tolerancia, palabra ridícula que supone un
derecho a la tiranía.
Aquella religión dominante y culto dominante que pedía el
clero, fueron tratados como se merecían. El gran orador, órgano en
aquella ocasión del siglo y de Francia, inutilizó aquella palabra para

251
toda legislación. «Si escribís eso—decía—tendréis que reconocer
también una filosofía dominante y sistemas dominantes... Nada
debe dominar más que el derecho y la justicia.»
Cuantos conocían por la historia, por el estudio de la Edad
Media, la prodigiosa tenacidad del clero en defender sus más
mínimos intereses, pudieron juzgar en aquellos momentos lo que
el cura hace para salvar sus bienes, su bien más preciado, su
querida intolerancia.
Un hecho le alentaba: saber que la nobleza de provincias, los
parlamentarios, todo el antiguo régimen, estaban unidos al clero
en la resistencia común contra las resoluciones del 4 de Agosto. De
tal modo, que aquella noche comenzaron a arrepentirse y a
apoyarlo.
Los privilegiados de toda la nación no comprendían que sus
representantes, los nobles, tomaran tales resoluciones y estaban
estupefactos, fuera de sí... Los paisanos, que habían comenzado
con actos de violencia, continuaban manteniendo la autoridad por
la ley. Era aquella la ley que nivelaba, que allanaba todos los
obstáculos, que destruía la presión señorial y armaba a Francia
entera. ¡Todos armados, todos cazadores, todos nobles!... ¡Y eran
los nobles quienes habían votado aquella ley que parecía
ennoblecer al pueblo y desnoblecer á la nobleza!
Si el privilegio pereciera, los privilegiados, nobles y
sacerdotes, desearían morir con él, porque después de tanto
tiempo estaban identificados, compenetrados con la desigualdad y
la intolerancia. ¡Preferible les era morir cien veces que cesar de ser
injustos!...
No podían aceptar nada de la Revolución, ni su principio
escrito en la Declaración de los derechos, ni la aplicación del
principio en su gran carta social del 4 de Agosto.
Aunque el rey hubiese tenido alguna voluntad, sus escrúpulos
religiosos le arrastraban del lado de los nobles y garantizaban su
obstinación.
Acaso hubiese aceptado la disminución del poder real; pero
el diezmo, cosa santa y la jurisdicción del clero, su derecho cí
intervenir en los delitos secretos desconocidos por la Asamblea, la

252
libertad de las opiniones religiosas proclamada... no, no; ¡esto no
podía admitirlo un príncipe creyente y timorato!
Seguramente él mismo, sin necesidad de influencia exterior
alguna, Luis XVI, rechazaría, intentaría, cuando menos, eludir la
sanción de la Declaración de los derechos y los decretos del 4 de
Agosto.
De esto a hacerle obrar, defenderse, combatir, había aún
mucho camino que recorrer. Tenía horror al derramamiento de
sangre. Podía verse colocado en tales circunstancias que se le
impusiera la guerra y a la fuerza la aceptase; pero arrastrarle a ella
directamente, sacarle la resolución, la orden, no se podía ni pensar
siquiera.
La reina no podía esperar nada de-su hermano José,
demasiado ocupado en su Bélgica. De Austria no podía esperar
más que los consejos del embajador Mr. Mercy d'Argenteau. De las
tropas no estaba segura. Contaba con gran número de oficiales de
marina y con los más de los regimientos suizos y alemanes, y sobre
todo confiaba en un excelente cuerpo de ejército, veinticinco o
treinta mil hombres situados en Metz y sus alrededores al mando
de un oficial adicto y enérgico que había dado pruebas de un gran
vigor, M. de Bouillé. Había mantenido estas tropas en una
disciplina severa, en el alejamiento y el desprecio del burgués y de
la canalla.
El deseo de la reina fue siempre partir, presentarse en el
campamento de M. de Bouillé y comenzar la guerra civil.
No pudiendo decidir al rey, ¿qué podía hacer?; esperar,
utilizar a Necker, comprometerle, utilizar a Bailly, a Lafayette, dejar
que continuara el desorden, la anarquía, ver si el pueblo, al que se
suponía influido por extraño impulso, se alejaba de sus agitadores
que le dejaban morir de hambre.
El exceso de miseria debía calmarle, abatirle. De un día a otro
los cortesanos esperaban verlo pidiendo el antiguo régimen, el
buen tiempo, rogando al rey que recobrara y ejerciera la autoridad
absoluta.
«Teníais pan bajo el rey, bajo vuestros doscientos reyes; ¡id a
pedírselo!» Esta frase, atribuida a un ministro de entonces, dijérala
o no, es el pensamiento de la corte.

253
El triste estado de París servía bien a esta política. Es un
hecho cierto y terrible que en aquella ciudad de ochocientas mil
almas no hubo ninguna autoridad pública en tres meses, desde
Julio a Octubre.
Ningún poder municipal.—Esta autoridad primitiva, elemental
de todas las sociedades, estaba como disuelta. Los sesenta
distritos discutían y no hacían nada. Sus representantes en el Hotel
de Ville no hacían mucho más, concretándose a impedir que Bailly,
el alcalde, obrase. Este hombre de estudio, astrónomo, académico,
no preparado para su nuevo papel, permanecía siempre encerrado
en el despacho de las subsistencias, inquieto e intranquilo, no
sabiendo nunca si podría alimentar a París.
Ninguna policía. —Estaba en las impotentes manos de Bailly.
El jefe de policía hacía presentado su dimisión y no había sido
reemplazado.
Ninguna justicia. —La vieja justicia criminal aparece de
pronto tan adversa y contraria a las ideas, a las costumbres, tan
bárbara, que Lafayette pide su inmediata reforma. Los jueces
debieron cambiar de pronto sus antiguos hábitos, aprender formas
nuevas, seguir procedimientos más humanos, pero más lentos. Las
prisiones quedaron desiertas y lo que más se temía por las gentes
quedó olvidado.
Ninguna autoridad de corporaciones. —Los síndicos, etc., los
reglamentos de los oficios fueron anulados por efecto del 4 de
Agosto. Los más restringidos, los panaderos, los impresores, los
peluqueros se multiplicaron. La imprenta tomó un impulso
enorme. Los peluqueros veían al mismo tiempo que desaparecían
sus prácticas, aumentar su número. Los ricos abandonaban París.
Un periódico afirma que en tres meses se firmaron en el Hotel
de Ville sesenta mil pasaportes.
Grandes reuniones habían tenido lugar en el Louvre y en los
Campos Elíseos los peluqueros, los cordoneros y otros. Llegaba la
guardia nacional, los disolvía, con brutalidad muchas veces.
Dirigían a la Ville quejas y peticiones imposibles; mantener los
antiguos reglamentos o hacerlos de nuevo, fijar el precio de los
jornales, etc.

254
Los criados, dejados en medio de la calle por sus amos, que
se iban, querían que se enviase a los saboyanos a su tierra.
A cuantos conozcan la historia de otras revoluciones
maravillará que, en esta situación miserable y hambrienta de París,
sin autoridad, ocurriese solamente un escaso número de violencias
graves.
Una palabra, una observación razonable, una broma, muchas
veces bastaba para detener a un agresor. Sólo en los primeros días
que siguieron al 14 de Julio hubo actos violentos.
El pueblo, dominado por la idea de que era traicionado,
buscaba a su enemigo a ciegas y cometió torpes errores.
Muchas veces Lafayette intervino a punto y fue escuchado,
salvando así muchas personas55.
Cuando pienso en los tiempos que siguieron a nuestra época,
tan interesada y de tan gran molicie, no puedo menos de admirar
que la extrema miseria no ha azotado nulamente este pueblo, no
le ha sujetado más en su esclavitud. Supieron sufrir y supieron
ayunar.
Las grandes cosas que en tan poco tiempo se habían
realizado, el Juramento del Juego de Pelota, la toma de la Bastilla,
la noche del 4 de Agosto había puesto en toda una idea nueva de
la dignidad humana.
Necker había marchado el 11 de Julio; vuelve tres semanas
después y no reconoce al pueblo.
Dussaulx, que había vivido sesenta años del antiguo régimen,
no sabe dónde está ya la vieja Francia. «Todo está cambiado—dice;
—el vestido, el aspecto de las calles, las banderas. Los conventos
están llenos de soldados, las iglesias son cuerpos de guardia. Por
todas partes gente joven se ejercita en el manejo de las armas; los
chiquillos quieren imitarlos, los siguen y llevan bien el paso.

55
En aquellos momentos Lafayette fue un hombre admirable. Encontró en su corazón, en su
amoral orden y la justicia, palabras, chistes, salidas de tono, tan vulgares, que juzgándole
superficialmente parecía—es preciso decirlo—demasiado mediocre. Un día, en el momento
en que se esforzaba por salvar al abate Cordier, a quien el pueblo había tomado por otro, iba
hacia el Hotel de Ville su hijo acompañado por un amigo. Lafayette aprovechó la ocasión y
volviéndose hacia la multitud, dijo:" «Señores, tengo el honor de presentaros a mi hijo...»
Sorpresa, efusión La multitud se detiene. Los amigos de Lafayette alejan al abate y le salvan.
(Véanse sus Memorias, tomo II, pág. 264.)

255
Octogenarios montan la guardia, con sus nietecillos: «Quién
hubiera creído—me dicen—que tendríamos la dicha de morir libres.»
Hecho poco notado: a pesar de tal y tal violencia del pueblo,
su sensibilidad había aumentado y ya no era capaz de ver con
sangre fría los atroces suplicios que en el antiguo régimen habían
sido su espectáculo favorito.
En Versalles un hombre iba a ser condenado a la rueda por
parricida; había levantado su cuchillo contra una mujer, e
interponiéndose su padre, recibió la herida y la muerte que quiso
evitar. El pueblo encontró el suplicio más bárbaro que el delito que
se quería castigar e impidió la ejecución.
El corazón-del hombre había recibido el juvenil calor de
nuestra Revolución. Latía más vivo; era más apasionado que lo fue
nunca, más violento, pero más generoso.
Cada sesión de la Asamblea ofrecía el conmovedor interés de
los donativos patrióticos que una verdadera multitud llevaba. La
Asamblea nacional se vio obligada a convertirse en cajero.
A ella se va para todo; las peticiones, los donativos y las
quejas. Su estrecho recinto es la casa de Francia.
Los pobres, sobre todo, eran los más pródigos en dar. Un
joven entrega sus economías, seiscientas libras, penosamente
reunidas. Pobres mujeres de artesanos entregaban cuanto tenían,
sus alhajas, los recuerdos que recibieron al casarse. Un labrador
declaraba que ofrecía tal cantidad de trigo. Un estudiante ofrece lo
que sus parientes le envían, sus regalos de Navidad... Donativos de
niños, de mujeres; generosidad del pobre, de la viuda; cosas
pequeñas, pero tan grandes ante la patria, ¡ante Dios!
La Asamblea, entre las ambiciones, las disidencias, las
miserias morales que la dividían, está conmovida, asombrada por
aquella magnanimidad del pueblo.
Cuando fue Necker a exponer la miseria de Francia y a
solicitar, para vivir al menos dos meses todavía, un empréstito de
treinta millones, muchos diputados pidieron que fuese garantizado
con los bienes propios de los miembros de la Asamblea.
M. de Foncault, verdadero gentilhombre, hizo la primera
proposición; ofreció invertir en el empréstito seiscientas libras que
constituían toda su fortuna.

256
Todavía se hacía un sacrificio mayor que el del dinero,
sacrificio que hacían todos, pobres y ricos, el de su tiempo, el de su
pensamiento constante y toda su actividad.
Las municipalidades que se formaban, las administraciones
departamentales que se organizaron bien pronto absorbían al
ciudadano enteramente y sin reserva. Muchos hacían llevar su
lecho a las oficinas y trabajaban noche y día56.
Al mérito de la fatiga se unía el del peligro. Las masas que
sufrían desconfiaban siempre, acusaban, amenazaban.
Las traiciones de la antigua administración hacían la nueva
sospechosa. Aquellos nuevos magistrados que trabajaban por
salvar a Francia corrían el riesgo de su vida.
¡Y el pobre! ¡el pobre! ¿quién narrará sus sacrificios?
Durante la noche montaba la guardia; a las cuatro o las cinco
de la mañana se ponía en la acera, a la puerta del panadero; tarde,
bien tarde, tenía su pan. El día era odioso; el taller cerrado...
Y qué digo, ¿el taller? Casi todos carecían de trabajo. Qué
digo, ¿el panadero? El pan faltaba, pero mucho más todavía el
dinero para tenerlo.
Triste, el desdichado erraba por las calles, se entretenía en las
plazas, prefiriendo estar vagabundo a escuchar en su casa las
quejas y el llanto de sus hijos.
Así, el hombre que no tenía más que su tiempo, sus brazos
para vivir y alimentar su familia, los consagraba preferentemente
al gran negocio, a la salud pública. ¡Y olvidaba la suya!
¡Noble y generosa nación! ¿Por qué conocemos tan mal esta
época heroica?
Los hechos terribles y violentos que siguieron han hecho
olvidar las dulzuras que marcaron el comienzo de la Revolución.
Un fenómeno más grande que todo suceso político apareció
entonces al mundo: la potencia del hombre, por la que el hombre
es Dios, había aumentado la potencia del sacrificio.

56
Esto es lo que hicieron los administradores de Finistere. Sobre esta actividad
verdaderamente admirable, habla Duchatellier en La Revolución en Bretaña.

257
CAPITULO VI
El Veto

Dificultad de las subsistencias. —Cómo era agobiadora la situación. —


¿Podía el rey detenerlo todo? — Larga discusión del veto. —Proyectos secretos
de la corte. —¿Habrá una Cámara o dos?—La escuela inglesa.—La Asamblea
tenía necesidad de ser disuelta y renovada.—Era heterogénea, discordante,
impotente.—Discordia interior de Mirabeau; su impotencia (Agosto-
Septiembre de 1789).

La situación empeoraba.
Francia, entre dos sistemas, el antiguo y el nuevo, se agitaba
sin avanzar.
Además, tenía hambre.
París (preciso es reconocerlo) vivía por casualidad. La
alimentación, siempre incierta, dependía de la llegada de un
convoy de la Beauce o de un barco de Corbeil.
El Hotel de Ville, con inmensos sacrificios, hacía bajar el
precio del pan, resultando de esto que desde diez leguas a la
redonda y aún más venían labriegos y aldeanos a surtirse de pan
en París.
La incertidumbre del día siguiente, las vanas alarmas
aumentaban todavía las dificultades; cada uno acaparaba y
ocultaba lo que podía.
La administración buscaba alimentos por todas partes, y los
adquiría de grado o por fuerza. Muchas veces las harinas en camino
hacia París eran retenidas por los pueblos por donde pasaban que
tenían necesidades apremiantes.
París y Versalles partían; pero Versalles guardaba, según
rumores públicos, la mejor harina, y hacía un pan superior. Gran
motivo de celos.
Un día en que los de Versalles cometieron la imprudencia de
detener para ellos un convoy destinado a París, Bailly, el
respetuoso Bailly, escribió a Necker diciéndole que, si no se

258
restituían a París las harinas, treinta mil hombres irían a buscarlas
inmediatamente.
El temor había hecho osado a Bailly. Su cabeza peligraba si
llegase el caso de que faltaran provisiones. A media noche no había
todavía más que la mitad de las harinas necesarias para el mercado
de la mañana siguiente.
El aprovisionamiento de París era una especie de guerra. La
guardia nacional servía para proteger tal llegada y asegurar tal y
tal compra; se adquiría trigo y pan a mano armada.
Encerrados en sus comercios, los almacenistas no querían
vender; los molineros no querían moler. Los especuladores estaban
aterrados.
Un folleto de Camilo Desmoulins señala y amenaza a los
hermanos Leleu, que tenían el monopolio de los molinos reales de
Corbeil.
Un individuo que pasaba por agente principal de una
poderosa compañía de acaparadores se mató o fue asesinado en
un bosque cercano a París.
Esto produjo la bancarrota de la compañía, inmensa, de más
de cincuenta millones. No es inverosímil que la corte, que tenía
grandes sumas colocadas en aquella compañía, las retirara
bruscamente para pagar sus sueldos a una multitud de oficiales
llamados a Versalles, acaso para llevar la corte a Metz, y que sin
dinero no podía comenzar la guerra civil.
Hubiera sido ésta una guerra contra París, y seguramente
peor que retenerlo en aquella paz. ¡Sin trabajo y con hambre!
«He visto—dice Bailly—buenos mercaderes, artífices de
distintas clases que solicitaban se les admitiese entre los mendigos
ocupados en remover tierras en Montmartre. ¡Quién podrá juzgar
lo que yo sufría! »
No sufría bastante. En sus Memorias mismas se le ve ocupado
en pequeñas vanidades, en saber con qué fórmula honorífica
comenzará el sermón de la bendición de las banderas.
Y la misma Asamblea nacional no sufría bastante los
sufrimientos del pueblo. De otro modo se hubiese entusiasmado
menos en el interminable debate de su escolástica política. Creía,
sin duda, que debía acelerar la marcha de las reformas, destruir

259
todos los obstáculos, abreviar aquel mortal camino donde Francia
estaba entre el orden antiguo y el nuevo orden.
Todo el mundo veía la cuestión claramente. La Asamblea
únicamente no la veía.
A pesar de la bondad de sus intenciones y de sus grandes
inteligencias, parecía sentir poco la situación.
No sólo la retardaban en su obra las resistencias reales,
aristocráticas y clericales que llevaba en su seno, sino que los más
de sus ilustres miembros conservaban sus costumbres del foro o
la Academia, literatos o abogados, casi todos.
Debía a cualquier costa, sin palabrería y sin tardanza, obtener
la sanción de los decretos del 4 de Agosto, enterrando al mundo
feudal; quería de estos decretos generales deducir las leyes
políticas y las leyes administrativas que determinarían la aplicación
de las primeras; es decir, quería organizar, armar la Revolución,
darle forma, haciendo de ella un ser vivo.
Así sería menos peligrosa que dejándola flotante,
desbordada, vaga y terrible como un elemento, como una
inundación, como un incendio.
Fue para París una explosión cuando supo que la Asamblea
se ocupaba solamente en averiguar si reconocería al rey el derecho
absoluto de impedir (veto absoluto) o el derecho de aplazar,
suspender, dos años, cuatro años, seis años, para gentes que no
sabían si al siguiente día estarían vivos aún.
Lejos de avanzar, visiblemente se notaba que la Asamblea
retrocedía. Hizo dos elecciones retrógradas y tristemente
significativas. Nombró presidente al obispo de Langres, La
Luzerne, partidario del veto, y después a Mounier, también
partidario del veto.
Se burlaban del apasionamiento con que el pueblo toma esta
cuestión. Muchos miembros de la Asamblea creían que el veto era
una persona o un impuesto.
No había nada de risible en esto.
Sí; el veto era un impuesto si impedía las reformas, si impedía
la disminución del impuesto.

260
Sí, el veto era eminentemente personal; un hombre decía:
Impido, sin razón, sin argumentos y todo estaba dicho; no se podía
ir más allá.
M. de Sére creyó trabajar hábilmente por esta causa, diciendo
que se trataba no de una persona, sino de una voluntad
permanente, más fija y segura que ninguna Asamblea.
¿Permanente?... según la influencia de los cortesanos, de los
confesores, de las amantes, de las pasiones, de los intereses.
Suponiéndola permanente, esta voluntad puede ser muy
personal, muy opresiva, si, cuando todo cambia, en rededor de ella,
ella no cambia ni se mejora. ¿Qué es esto sino continuar una
política, un interés pasado, con la sangre y la tradición en toda una
dinastía?
Las leyes escritas en otras circunstancias completamente
distintas de las presentes concedían al rey la sanción o la negativa
de sanción.
Francia sé había fiado al poder real contra los privilegiados.
Pero ahora que este "poder era su auxiliar, ¿para qué la sanción de
las leyes?,¿para exponerlas a la negativa?... ¡Tanto valdría volver a
levantar los muros de la Bastilla!
El ancla de salvación que quedaba a los privilegiados era el
veto real.
Se estrechaban alrededor del rey, se abrazaban al rey en su
naufragio, querían que corriera su mismo riesgo, que soportara su
misma suerte, que se salvara con ellos o con ellos pereciera.
La Asamblea discutió la cuestión como si se tratara de un
puro combate de sistemas.
París, en tanto, ve que aquello no es una cuestión, sino una
crisis, la gran crisis y la causa total de la Revolución, que era preciso
salvar o perder: Ser o no ser, nada menos.
Y París solo tenía razón. Las revelaciones de la Historia y la
conducta del partido de la corte nos autorizan a decirlo. El 14 de
Julio nada había cambiado; el verdadero ministro era Breteuil, el
confidente de la reina. Necker no estaba allí más que en apariencia
para las responsabilidades.

261
La reina pensaba siempre en la fuga, en la guerra civil; su
corazón estaba en Metz, en el campamento de Bouillé. La espada
de Bouillé era el solo veto que le agradaba.
Se puede creer sin vacilación que la Asamblea no se había
dado cuenta de que era por sí sola una Revolución. La mayor parte
de los discursos allí pronunciados hubieran servido lo mismo para
otro siglo y otro pueblo. Uno solo es útil y encarna en la situación,
el de Sieyes, rechazando el veto.
Allí demostró claramente que el verdadero remedio a los
conflictos recíprocos de los poderes no estaba en constituir así
árbitro y juez al poder ejecutivo, sino en hacer frecuentes
llamamientos al poder constituyente que reside en el pueblo.
Una Asamblea puede equivocarse, pero este riesgo es
infinitamente mayor en el depositario inamovible de un poder
hereditario, sin saberlo o conscientemente, guiado por intereses
que no sean los de la patria, por intereses de dinastía o de familia.
Definió el veto diciendo: «Es una prohibición lanzada por un
solo individuo contraía voluntad general.»
Otro diputado dijo una cosa de buen sentido: «Si la Asamblea
está dividida en dos cámaras, teniendo cada una un veto, se puede
temer poco del abuso del poder legislativo, y por lo tanto no hay
necesidad de poner un nuevo obstáculo dando el velo al rey.»
Para la Cámara única hubo quinientos votos; la división en
dos cámaras no alcanzó más que cien votos. La multitud de nobles
que no tenían fuerzas bastantes para entrar en la alta Cámara, no
quisieron crear para los grandes señores un Senado a la inglesa.
Los razonamientos de los anglómanos, presentados entonces
con talento por Lally, Mounier, etc., más tarde reproducidos
obstinadamente por madame de Staël, Benjamín Constant y tantos
otros, habían sido refutados y destruidos antes por Sieyes en un
capítulo de su libro sobre el Tercer Estado.
¡Hecho verdaderamente admirable! Aquel poderoso lógico,
sólo por la potencia de su espíritu, no habiendo estado nunca en
Inglaterra, conociendo poco su historia, ¡había obtenido ya los

262
resultados que ofrece el estudio minucioso de su presente y de su
pasado57!
Había visto perfectamente que aquella famosa balanza de
tres poderes, siendo efectiva produciría la inmovilidad, una pura
comedia, una mixtificación en provecho sólo de uno de los poderes
(aristocrático en Inglaterra, monárquico en Francia).
Inglaterra ha sido siempre y es una aristocracia. El arte de esta
aristocracia es haber perpetuado su poder, no haber dado parte al
pueblo, logrando encontrar a su actividad un campo exterior,
abrirle una corriente; y de este modo Inglaterra se ha extendido por
todo el globo.
Necker dirigió una proposición a la Asamblea proponiendo se
concediera el veto al rey, el veto suspensivo, el derecho de aplazar
hasta la segunda legislatura lo que se hubiese acordado en la
primera.
Aquella Asamblea parecía cercana a la disolución. Nacida
antes de la gran revolución, ya comenzada, era profundamente
heterogénea, inorgánica, como el caos del antiguo régimen de
donde acababa de salir.
A pesar del nombre de Asamblea nacional con que Sieyes la
bautizó, permanecía feudal; no era otra cosa que los antiguos
Estados generales.
Siglos enteros habían pasado por ella desde el 5 de Mayo al
31 de Agosto.
Elegida con el procedimiento antiguo y según el derecho
bárbaro, representaba a dos o trescientos mil nobles o sacerdotes
del mismo modo y en igual parte que a la nación.
El Tercer Estado, reuniéndose a los otros dos, se había
debilitado y enervado. A cada instante, sin darse cuenta, acaso, les
ayudaba. Ne tomaba medida alguna que no fuese término medio,
bastardo, impotente, peligroso.
Los privilegiados, que trabajaban con la corte para deshacer
la revolución, confiaban obtener su éxito en la Asamblea misma.

57
Su pasado en mi Historia de Francia, donde le encuentro a cada instante; su presente en el
hermoso libro de León Faucher, sobre todo en el final del segundo tomo. Los ingleses mismos
(Bentham, Bulver, Semor, etc.) convienen hoy en que su balanza de tres poderes no es más
que un tema de escolásticos.

263
Aquella Asamblea, a pesar de los grandes talentos que tenía,
era monstruosa por el incurable desacuerdo de sus elementos.
¿Qué fecundidad, qué generación puede esperarse de un
monstruo?
He aquí lo que decía el buen sentido, la fría razón. Los
moderados que parece natural debían conservar más serenidad,
menos turbación, no advirtieron nada. ¡Hecho extraño! La pasión
vio más claro; notaba y sentía que todo estaba en peligro, todo era
obstáculo en aquella doble situación y se esforzó en salir pronto
del trance.
Pero como era pasión y violencia, inspiraba una desconfianza
infinita, encontraba obstáculos enormes, y para vencerlos
redoblaba su violencia, y esto le creaba nuevos obstáculos.
El monstruo del tiempo, es decir, la discordia entre los dos
principios, su impotencia para crear nada vital, necesita para ser
bien conocido encarnar en un hombre. La unidad de la
personalidad, la potencia de las facultades llamada genio, no sirven
de nada si este hombre y este genio lleva en sí una lucha de ideas,
principios y doctrinas que se hacen guerra encarnizada.
No conozco espectáculo más triste para la naturaleza humana
que el que allí ofreció Mirabeau.
Habla en Versalles en pro del veto absoluto, pero en tan
obscuros términos, que no se sabe si habla en pro o en contra.
Aquel mismo día en París sostienen sus amigos en el Palais-
Royal que Mirabeau ha combatido el veto. Inspiraba tanta adhesión
personal a los jóvenes que le rodeaban, que no dudaron en mentir
a sabiendas para salvarle. «Le amo como una querida», dijo Camilo
Desmoulins. Sabido es que uno de los secretarios de Mirabeau
intentó suicidarse al verle muerto.
Los embusteros, exagerando la mentira, como ocurre
siempre, para que sea más fácilmente creída, afirmaron que a la
salida de la Asamblea Mirabeau había sido esperado, seguido y
herido traidoramente con una espada.
El Palais-Royal se conmovió y alborotó, conviniendo todos en
que era preciso constituir una guardia de doscientos hombres para
el pobrecito Mirabeau.

264
En aquel raro discurso sostuvo el viejo sofisma de que la
sanción real era una garantía de la libertad, que el rey era una
especie de tribuno del pueblo, su legítimo representante. —Un
representante irrevocable, irresponsable y que no rinde nunca
cuentas.
Era Mirabeau sinceramente realista, y como tal, no tuvo
escrúpulo de recibir más tarde una pensión. Decía que, después de
todo, no defendía más que sus propias convicciones.
Algo le corrompía más que el dinero, lo que menos hubiera
podido adivinarse en aquel hombre de tal virilidad en los ademanes
y el lenguaje. ¿Qué? ¡Tenía miedo!
Miedo de la Revolución que aumentaba, que crecía... Veía al
joven gigante dominándole, arrastrándole... Y entonces se
refugiaba en el orden antiguo, verdadero desorden, verdadero
caos... En aquella lucha imposible salvole la muerte de la deshonra.

265
CAPITULO VII
La prensa

Agitación de París por la cuestión del veto, 30 de Agosto. —Estado de


la prensa. —Aumento de los periódicos. —Tendencias de la prensa. —La
prensa es todavía realista. —Loustalot, redactor de «Las Revoluciones de
París». —Su proposición del 31 de Agosto; es rechazada en el Hotel de Ville.—
Complot de la corte conocido por Lafayette y por todo el mundo.— Comienza
la oposición de la guardia nacional y del pueblo.—Conducta incierta de la
Asamblea.—Volney propone sea disuelta, 18 de Septiembre.—Impotencia de
Necker, de la Asamblea, de la corte, del duque de Orleans. —La prensa misma
también impotente.

Acabamos de ver dos cosas: la situación era intolerable, la


Asamblea era incapaz de poner remedio.
¿Podría destruir las dificultades un movimiento popular? Esto
no podía realizarse más que siendo el movimiento del pueblo
espontáneo, vasto, unánime, como lo fue el 14 de Julio.
La efervescencia era grande, la agitación viva, pero todavía
parcial.
Desde el primer día que fue planteada en la Asamblea la
cuestión del veto (el domingo 30 de Agosto), París entero se
alarma; el veto absoluto aparece como la anulación de la soberanía
del pueblo.
Como casi siempre, el Palais-Royal se coloca a la vanguardia.
Acordó enviar una comisión a Versalles a advertir a la Asamblea
que se notaba en su seno una liga favorable al veto, que se sabía el
nombre y número de los comprometidos y que si no renunciaban
a su propósito París estaba decidido a ponerse en marcha e ir a
Versalles.
En efecto, algunos centenares de hombres partieron a las diez
de la noche; marchaba a su cabeza un hombre ciego, violento y
admirado de la multitud por su fuerza corporal y su voz estentórea,
el marqués de Saint-Hururge.

266
Prisionero del antiguo régimen por petición de su mujer,
linda, galante y de mucha reputación, era un enemigo furioso del
antiguo régimen, un campeón ardiente de la Revolución.
En los Campos Elíseos la gente que conducía, ya bastante
disminuida, encuentra un grupo de guardias nacionales enviados
por Lafayette que impedían el paso.
El Palais-Royal envió uno tras otro tres o cuatro comisionados
al Hotel de Ville para obtener el pase. Queríase hacer la expedición
legalmente, con el consentimiento de la autoridad. Inútil es decir
que no se consiguió.
Entre tanto, otra tentativa se hacía en el Palais-Royal.
Cualquiera que fuese su resultado, debía producir al menos el de
poner la gran cuestión del día a discusión en todo París; así no
podría ser decidida y resuelta por sorpresa en Versalles. •
París miraba a la Asamblea, la vigilaba por su pueblo, por su
prensa y por su Asamblea, por la gran Asamblea parisién, una,
aunque dividida en sus sesenta distritos.
El autor de la proposición era un joven periodista.
Antes de referirla debemos dar una idea del movimiento que
en la prensa se realizaba.
Aquel despertar súbito de un pueblo llamado de pronto a
conocer sus derechos, a decidir de su suerte, había condensado
toda la actividad del tiempo en el periodismo.
Los espíritus más especulativos habíanse sentido arrastrados
al terreno de la práctica.
Toda ciencia, toda literatura quedó paralizada; la vida política
lo absorbió todo.
En aquel gran momento de 1789 hubo una verdadera
erupción de periódicos.
1. En Mayo y Junio, con motivo de la apertura de los Estados
generales, nacen una multitud. Mirabeau publica El Correo de
Provenza, Corsas El Correo de Versalles, Brissot El Patriota
Francés, Barriere otro, etc., etc.
2. La víspera del 14 de Julio aparece el más popular de todos
los periódicos: Las Revoluciones de París, redactadas por
Loustalot.

267
3. Los días 5 y 6 de octubre aparecen El Amigo del Pueblo
(Marat), Los Anales Patrióticos (Carra y Mercier). Poco después
Camilo Desmoulins publica El Correo de Brabante, el más espiritual
de todos seguramente, y luego aparece uno de los más violentos,
El Orador del Pueblo, de Frèron.
El carácter general de éste gran movimiento que lo hace
digno de admiración, es que a pesar de las nubes que llenan el
horizonte, hay casi unanimidad. Solo un periódico disiente. La
prensa ofrece la imagen de un vasto concilio, donde cada uno habla
preocupado del interés común, evitando toda mutua hostilidad.
La prensa en esta primera edad, luchando contra el poder
central, manifiesta generalmente la tendencia de fortificar los
poderes locales y exagerar los derechos de la comunidad contra el
Estado.
Si se pudiera ya emplear el lenguaje de los tiempos que van
a venir, podría decirse que en aquella época todos parecían
federales. Mirabeau no lo fue tanto como Brissot o Lafayette. Este
admitía la independencia de las provincias en el caso de que la
libertad llegase a ser imposible para Francia entera. Mirabeau se
resignaba a ser conde de Provenza; él lo dice en esos mismos
términos.
A pesar de todo eso, la prensa que luchaba contra el rey es en
general realista.
«No éramos entonces—dice Camilo Desmoulins—más de diez
republicanos en toda Francia.» No hay que preocuparse de la
trascendencia de la frase.
En 1788 el violento d’Espremesnil había dicho: «Es preciso
desborbonizar a Francia.» Pero era solamente para hacer rey al
Parlamento.
Mirabeau, que parecía condenado a ser víctima de todas las
contradicciones, hizo traducir e imprimir con su nombre en 1789,
en el momento mismo en que tomaba la defensa de la realeza, el
violento librito de Milton contra los reyes. Sus amigos recogieron
la edición.
Dos hombres trabajaban por la república: uno de los más
fecundos escritores de la época, el infatigable Brissot y el brillante,
el elocuente, el mordaz Camilo. Su libro la Francia libre contiene

268
una historieta violentamente satírica de la monarquía. Allí
demuestra que este principio de orden y de estabilidad ha sido en
la práctica un perpetuo desorden. La realeza hereditaria, para
librarse de todos los inconvenientes que le son inherentes, tiene
una palabra que responde a todo: la paz, lo cual no ha impedido
que, por las minorías de los reyes y las querellas de sucesión, a
poco más tiene Francia una guerra perpetua: guerras de ingleses,
guerras de Italia, guerras de la sucesión de España58, etc.
Robespierre ha dicho que la República se había introducido
en los partidos sin que nadie lo notase. Más exacto hubiera sido
diciendo que la realeza misma la había introducido y había antes
preparado todos los espíritus.
Si los hombres renuncian a gobernarse ellos mismos es
porque la realeza se presenta como una simplificación que facilita
y libra de esfuerzos y virtudes... Pero ¿y cuando es un obstáculo?...
Se puede afirmar que la realeza enseña el camino de la
República, que la realeza ha obligado a Francia a alejarse,
desconfiar y pensar.
Por suerte, el primer periodista de la época no era Mirabeau,
ni Camilo Desmoulins, ni Brissot, ni Condorcet, ni Mercier, ni Carra,
ni Corsas, ni Marat ni Barreré.
Todos publicaban periódicos, algunos de gran tirada.
Mirabeau tiraba diez mil ejemplares de su famoso Correo de
Provenza.
Las Revoluciones de París tiró de algunos de sus números
hasta doscientos mil ejemplares, la más extensa publicidad que
jamás se ha alcanzado59 (1). El redactor no firmaba. El impresor
firmaba Prud'homme. Este nombre ha llegado a ser uno de los más
conocidos del mundo. El redactor desconocido era Loustalot.
Loustalot, muerto en 1790, a los veintinueve años era un
hombre serio, honrado y laborioso. Escritor mediocre, pero grave,
de una gravedad apasionada, su originalidad real consistía en
contrastar con la ligereza de los periodistas del tiempo. En su

58
Sismondi ha demostrado por un cálculo exacto, sobre un período de 300 años, que las
guerras han sido más frecuentes y más largas en las monarquías hereditarias que en las
electivas; siendo esto efecto natural de las minorías, querellas de sucesión, etc.
59
Téngase en cuenta la fecha en que Michelet escribió esta obra. (Nota del traductor.)

269
violencia misma se nota un esfuerzo de la voluntad para ser justo.
El pueblo le prefiere a todos.
No era indigno de esta preferencia. Al comienzo de la
Revolución dio más de una prueba de animosa prudencia.
Cuando los guardias franceses castigados fueron librados por
el pueblo, declaró que no había más que una solución para aquel
asunto: que los prisioneros libertados volviesen espontáneamente
a sus cárceles, y que los electores, la Asamblea nacional, exigiesen
del rey el perdón para ellos.
Cuando un movimiento popular puso en peligro al buen La
Salle, el bravo comandante de la ciudad, Loustalot tomó su
defensa, lo justificó y tranquilizó los espíritus.
En el alboroto de los criados que pedían la muerte de los
saboyanos, se mostró tan firme y severo como juicioso.
Verdadero periodista, era hombre del día, no del día
siguiente.
Cuando Camilo Desmoulins publicó su libro Francia libre,
donde suprime al rey, Loustalot calificó lo de exagerado, y a pesar
de tributarle varios elogios, llamó a Camilo, cabeza exaltada.
Marat, poco conocido entonces, atacó violentamente a Bailly
en el Amigo del Pueblo y Loustalot lo defendió como hombre y
como funcionario.
Ejercía el periodismo como una función pública, como un
sacerdocio, una especie de magistratura. Sin tendencia alguna a
las abstracciones, viviendo únicamente en la multitud, sintiendo y
viendo sus necesidades y sufrimientos, se ocupa, ante todo, de las
subsistencias, de la gran cuestión del momento, del pan. Propone
que se adquieran máquinas para moler el trigo más pronto. Va con
frecuencia a Montmartre a ver a los infelices a quienes allí se ha
dado trabajo.
Loustalot encontraba en la bondad de su corazón palabras
consoladoras, de una compasión dolorosa, para aquellos
desventurados que a fuerza de miseria habían perdido la forma
humana, para aquel deplorable ejército de fantasmas o esqueletos
que causaban más que piedad terror.
París no podía permanecer así.
Era preciso destruir la realeza absoluta y fundar la libertad.

270
En la mañana del lunes 31 de Agosto, encontrando Loustalot
los espíritus más tranquilos que en la noche del domingo,
pronunció una arenga en el Palais-Royal.
El remedio—dijo—no está en ir a Versalles. Y presentó una
proposición menos violenta, más hábil.
Consistía ésta en ir al Hotel de Ville y obtener la convocatoria
de los distritos, y en estas asambleas presentar estas cuestiones:
1.° ¿Cree París que el rey tiene el derecho del veto?
2.° ¿París puede confirmar o anular el nombramiento de sus
diputados?
3.° ¿Podemos darles un mandato especial para rechazar el
veto?
4.° ¿Debemos pedir a la Asamblea que aplace la discusión?
La medida propuesta, eminentemente revolucionaria, ilegal
(anticonstitucional, si hubiera habido constitución), respondía tan
profundamente a las necesidades del momento, que pocos días
después fue reproducida, en su parte principal, en lo referente a la
disolución de la Asamblea, en la Asamblea misma, por uno de sus
más eminentes miembros.
Loustalot y la comisión del Palais-Royal fueron muy mal
recibidos en el Hotel de Ville, rechazada su proposición, y al día
siguiente el mismo Loustalot acusado en la Asamblea.
Una carta amenazadora que había recibido el presidente con
la firma de Saint-Hururge falsificada, acabó de irritar los espíritus.
Saint-Hururge fue detenido y la guardia nacional aprovechó un
momento de tumulto para cerrar el café de Foy.
Las reuniones del Palais-Royal fueron prohibidas y disueltas
por la autoridad municipal.
Lo raro es que el ejecutor de estas medidas, Lafayette, en
aquellos momentos y toda su vida había sido republicano de
corazón.
Toda su vida soñó en la República y sirvió a la realeza.
Una realeza democrática o una democracia real pareciale
transición necesaria. Deseaba estas dos experiencias para llegar a
su ideal.
La corte divertía a Necker y a la Asamblea, pero no engañaba
a Lafayette. Y entretanto Lafayette la servía, conteniendo a París.
271
El horror de las primeras violencias populares, de la sangre
vertida, le hacía retroceder ante el temor de un nuevo 14 de Julio.
Pero la guerra civil que preparaba la corte ¿costaría menos
sangre? Grave y delicada cuestión para el amigo de la humanidad.
Lafayette lo sabía todo. El 13 de Septiembre le acompañó a
comer en su casa el viejo almirante d'Estaing, comandante de la
guardia nacional en Versalles, y de él supo las noticias de la corte
que ignoraba.
Aquel bravo hombre, que se creía en posesión de las más
íntimas confidencias del rey y de la reina, supo que se había vuelto
a pensar en el fatal proyecto de trasladar al rey a Metz, es decir,
comenzar la guerra civil; supo que Breteuil lo preparaba todo de
acuerdo con el embajador de Austria, que se acercaban a Versalles
mosqueteros, gendarmes y 9.000 soldados de la casa del rey, a
cuya cabeza se pondría un hombre de acción, el barón de Viomenil,
que había luchado en casi todas las guerras del siglo,
recientemente en la de América, y que se había entregado
violentamente a la contrarrevolución, acaso por celos de Lafayette,
que en la Revolución parecía desempeñar el principal papel.
Dieciocho regimientos, especialmente los carabineros, no
habían prestado juramento a la Asamblea.
Estos soldados eran suficientes para cerrar todos los caminos
de Paris, copar sus convoyes, Pacerlo morir de fiambre.
No faltaba dinero para la loca aventura; se creía poder contar
con millón y medio mensual; el clero supliría el resto; un
procurador de los benedictinos había dado cien mil escudos de una
sola vez.
El lunes 14 escribió el viejo almirante a la reina: «La víspera
de un combate naval fie dormido siempre tranquilamente; pero
después de vuestra terrible revelación no fie podido cerrar los
ojos...»
En la mesa de Lafayette temblaba de que un solo criado lo
escuchase. «He observado que una sola palabra podía convertirse
en una señal de muerte.»
A lo cual Lafayette, con su flema americana, hubiera podido
responder «que era preferible que uno solo muriese por la
salvación de todos.»

272
La única cabeza en peligro hubiera sido la de la reina.
El embajador de España dijo algo parecido, conocedor de que
a un hombre de gran posición se le había propuesto firmar una lista
de conspiradores que la corte hacía circular.
De este modo, este profundo secreto, este misterio corría por
los salones el día 13; del 14 al 16 rodaba por las calles de boca en
boca.
El día 10 los granaderos de las guardias francesas,
convertidos en guardia nacional pagada, declararon que querían ir
a Versalles para reanudar su anterior servicio, guardar el castillo, el
rey.
El día 22 Las Revoluciones de París narraba el gran complot.
Toda Francia lo leía.
Lafayette, que se creía fuerte, demasiado fuerte (así lo decía
él), quería de una parte contener a la corte, haciéndola temer a
París, y de otra contener a París, reprimiendo toda agitación por-
medio de sus guardias nacionales.
Abusaba de su celo para hacer callar a los alborotadores,
imponer silencio al Palais-Royal, impedir los atropellos; hacía una
minúscula guerra de policía, de vejaciones contraía multitud,
soliviantada por los mismos temores que él tenía.
Conocía el complot y disolvía y detenía a los que hablaban de
ello. Lo hizo tan bien, que creó la más funesta oposición entre la
guardia nacional y el pueblo. La gente comenzó a notar que los
jefes-y los oficiales eran nobles y ricos.
Los guardias nacionales, reducidos en número, orgullosos de
su uniforme y de sus armas nuevas para ellos, aparecieron ante el
pueblo como una aristocracia.
Burgueses y mercaderes sufrían demasiado con el tumulto,
no reclinan nada de sus fincas rurales, no ganaban nada; cada día
eran llamados y fatigados por la administración pública, v cada día
que pasaba querían que todo aquello concluyese, testimoniando
su impaciencia con actos que irritaban a la multitud contra ellos.
Una vez acometieron a una reunión de peluqueros y hubo contusos
y heridos.

273
Otra vez detuvieron a unos cuantos que se permitían burlarse
de la guardia nacional; una joven se burló de los guardias y éstos
la cogieron y la maltrataron.
El pueblo se irritaba y llegó a acusar a la guardia nacional de
apoyar y favorecer la corte, creyéndola comprometida en el
complot de Versalles.
Lafayette no era doble, pero su posición lo era.
Impidió a los granaderos ir a Versalles a hacer la guardia del
rey y advirtió al ministro Saint-Priest (17 de Septiembre). Su carta
fue detenida. Fue leída en la municipalidad de Versalles, haciéndola
jurar el secreto, y se consiguió de ella que pidiera se hiciera venir
al regimiento de Flandre. A la vez se pidió una parte de la guardia
nacional de Versalles; la mayoría se negó.
Este regimiento, demasiado sospechoso porque se había
negado a prestar el nuevo juramento, llegó con sus cañones y sus
bagajes, entrando en Versalles con gran estrépito. Al mismo
tiempo la corte retenía a los guardias de corps que prestaban
servicio en el castillo, con objeto de tener más soldados.
Una multitud de oficiales de todos grados llegaban cada día
en coches de posta, como hacía la antigua nobleza en la víspera de
una batalla, temiendo faltar al comienzo de la jornada.
París se inquieta. Los guardias franceses se indignan; habían
sido halagados, sobornados, sin conseguir de ellos más que
aumentar su desconfianza.
Bailly se vio obligado a hablar en el Hotel de Ville, y se acordó
nombrar una comisión que, con el bondadoso anciano Dussaulx a
la cabeza, expresara al rey el estado de alarma en que París se
encontraba. La conducta de la Asamblea durante este tiempo es
extraña. Parece dormir y despertar de pronto para volver a
dormirse.
Hoy es violenta; mañana moderada, tímida.
Una mañana, el 12 de Septiembre, se acuerda del 4 de Agosto
de la gran Revolución que aquel día votara.
Hacía cinco semanas que los decretos habían sido acordados;
Francia entera, hablando de ellos con alegría, esperaba su
aplicación y la Asamblea no decía una palabra.

274
El día 12, con motivo de un proyecto en que el comité de
judicatura pedía que se diera fuerza ejecutiva a las leyes, conforme
con un acuerdo de 4 de Agosto, un diputado del Franco Condado
rompe el hielo y dice: «Se trabaja para impedir la promulgación de
los decretos del 4 de Agosto; se pretende que no aparezcan más,
que no se vuelva a hablar de ellos. Ya es hora de que el sello real
se fije en ellos... El pueblo espera...»
Estas palabras produjeron un gran efecto. La Asamblea
despierta.
El orador de los moderados, de los realistas constitucionales,
Malouet (hecho sorprendente), apoya la proposición y otros le
imitan.
A pesar del abate Maury, que se opone, quedó acordado
presentar a la sanción real los decretos del 4 de Agosto.
Aquel movimiento súbito, aquella disposición agresiva de los
moderados mismos, hace creer que, cuando menos, los miembros
más influyentes no ignoraban lo que Lafayette, el embajador de
España y otros decían en París.
Al día siguiente la Asamblea pareció extrañada de su valor.
Muchos creían que la corte no dejaría jamás al rey sancionar los
decretos del 4 de Agosto y previeron que la negativa provocaría un
movimiento terrible, un segundo acceso de revolución.
Mirabeau, Chapelier y otros sostuvieron que aquellos
decretos, no siendo propiamente leyes, sino principios de
constitución, no tenían necesidad de sanción real, bastando la
promulgación. Aviso torpe y tímido: torpe porque se prescindía del
rey; tímido porque dispensándole de examinar, de sancionar, de
rechazar, no habría choque ni colisión alguna.
Las cosas, después de todo, habían de ocurrir según la
influencia de cada partido dominante en tal y tal provincia.
Aquí se hubieran aplicado las decisiones del 4 de Agosto
como decretadas por la Asamblea. Allá se hubieran eludido como
no sancionadas por el rey.
El 15 se votó por aclamación la inviolabilidad real, la forma
hereditaria, como para contentar al rey y hacerle favorable a la
Asamblea.

275
No por esto recibió la sanción que deseaba para la obra del 4
de Agosto. El rey dio una respuesta equívoca, dilatoria.
No sancionó nada; disertaba, discutía, censuraba esto,
aplaudía aquello, no admitía casi ningún artículo sin
modificaciones. Todo ello era estilo Necker: sus trapacerías, sus
tergiversaciones, sus términos medios. La corte, que preparaba
otra cosa, creyó aparentemente salir del paso con esta respuesta,
sin respuesta.
La Asamblea se agitó. Chapelier, Mirabeau, Robespierre,
Petion y otros de ordinario menos fogosos, afirmaron que,
pidiendo la sanción para estos artículos constitutivos, la Asamblea
no esperaba más que una promulgación pura y sencilla. Grandes
debates...
Y allí nació una moción inesperada, pero sabia y viril de
Volney: «Esta Asamblea es demasiado divergente en intereses y
pasiones... Fijemos las condiciones nuevas de la elección y
retirémonos.»—Aplausos, pero nada más.
Mirabeau responde que la Asamblea ha jurado no separarse
antes de hacer la Constitución.
El día 21, obligado el rey a promulgar, abandonó rodeos y
habló claro; la corte, aparentemente, se creía más fuerte. El rey
respondió que la promulgación no- pertenecía más que a las leyes
revestidas de formas que facilitaban la ejecución inmediata (quería
decir Sancionadas), y que iba a ordenar la publicación, porque no
dudaba que las leyes que decretara la Asamblea fuesen tales que
tuviera necesidad de negarles la sanción.
El 24 Necker fue a la Asamblea a hacer su confesión.
El primer empréstito de treinta millones no había producido
más que dos. El segundo, de ochenta, había dado diez. El general
de la hacienda, como los amigos de Necker le llamaban en sus
folletos, no había podido hacer nada; el crédito que él creía
mantener había, como todo, perecido... Acudía a la nación. El único
remedio que había era que ella misma se ejecutase, que cada uno
se concretara a la cuarta parte de sus necesidades.
Necker había concluido su papel. Después de haber intentado
todo medio razonable, se entregaba al milagro, a la vaga esperanza
de que un pueblo arruinado podría pagar más, que se sometería él

276
mismo al monstruoso impuesto de la cuarta parte de sus ganancias
y emolumentos.
El quimérico hacendista, para última palabra, presentó una
utopía que no se le hubiera ocurrido al buen abate de Saint-Pierre.
El impotente crea impuestos voluntarios; no pudiendo obrar,
imagina que la casualidad, lo imprevisto, lo desconocido, obrarían
por él.
La Asamblea, no menos impotente que el ministro, participa
de su credulidad. Un maravilloso discurso de Mirabeau vence y
disipa todas las dudas. Muestra la bancarrota, la afrentosa
bancarrota, abriéndose como un abismo para tragar a Francia... La
Asamblea vota... Si la medida hubiera sido seria, si el dinero
hubiera venido, el efecto habría sido maravilloso; Necker hubiera
vencido a los que debían vencerle; la Asamblea hubiera
consolidado la guerra para disolver la Asamblea.
Lo imposible, lo contradictorio, es el fondo de la situación
para todo hombre y todo partido. Digámoslo de una vez: Nadie
puede nada.
La Asamblea no puede. Discordante de elementos, ideas y
principios, era incapaz; pero aún es más incapaz frente a la
agitación y a la conjura, frente al rumor nuevo de la prensa, que
cubre su voz. Voluntariamente se estrecharía con el poder real que
ha demolido y se cobijaría bajo sus ruinas; pero las ruinas le son
hostiles y no desean más que destrozar la Asamblea. París le da
miedo y le da miedo la corte. Después de la negativa del rey no se
atreve a indignarse por miedo a aumentar la indignación de París.
Salvo la responsabilidad de los ministros, que decreta, no hace
nada en relación con la situación; la división departamental y el
derecho criminal se agitan en el vacío; apenas seiscientos
miembros acuden a las sesiones y van para dar la presidencia al
hombre de la balanza inmóvil, a Mounier, que expresa mejor que
ningún otro todas las dificultades de obrar, la parálisis común.
¿La corte puede algo? Así lo cree. Ve al clero y la nobleza
aliarse de nuevo alrededor de ella. Ve al duque de Orleans poco
sostenido en la Asamblea. Le ve en París gastando mucho dinero y
ganando poco terreno; su popularidad ha sido destruida por
Lafayette.

277
Todos desconocen la situación; todos ignoran la fuerza
general de las cosas y atribuyen los sucesos a tal o cual persona,
exagerando ridículamente el poder individual.
Según sus odios o sus amores, la pasión crea milagros, crea
monstruos, crea héroes. La corte acusa de todo a Orleans o a
Lafayette.
Lafayette mismo, a pesar de su natural firme y frío, se torna
imaginativo; no está lejos de creer también que todo el desorden
es obra del Palais-Royal.
Un visionario se levanta en la prensa, Marat, crédulo, ciego,
que lleva la acusación a donde sus sueños le arrastran, pidiendo la
muerte un día para uno y otro para otro; comienza por afirmar que
el hambre es la obra de un hombre; que Necker ha acaparado los
trigos de todas partes para que París no los encuentre en ninguna.
Marat comenzaba entonces. Todavía consigue poco. La
prensa acusa, pero vagamente; se queja, se indigna como el
pueblo, sin saber concretamente lo que quiere hacer. Ve bien que
habrá un segundo acceso de revolución. Pero ¿cómo? ¿En qué
momento y con qué objeto? No lo sabe decir.
Para la indicación de los remedios, la prensa, el nuevo poder,
agigantado por la impotencia de los demás, es también impotente.
En los días que preceden al 5 de Octubre, la Asamblea hace poco,
el Hotel de Ville hace poco... Todo el mundo, sin embargo, siente
que un gran hecho se aproxima.
Mirabeau recibe un día a su librero de Versalles, hace salir a
sus tres secretarios, cierra la puerta y le dice: «Mi querido Blaisst,
bien pronto veréis aquí grandes desdichas, mucha sangre. Por
amistad he querido preveniros. No tengáis miedo; para los bravos
y honrados como vos no hay peligro.»

278
CAPÍTULO VIII

El pueblo va a buscar al rey: 5 de Octubre de 1789

El pueblo sólo encuentra un remedio: ir a buscar a su rey. —Posición


egoísta de los reyes en Versalles. — Luis XVI no puede obrar en ningún
sentido. — Orgía de los guardias de corps, 1. ° de Octubre. —Insultos a la
escarapela nacional. —Irritación de París. — Miseria y sufrimientos de las
mujeres. — Su compasión valerosa. —Invaden el Hotel de Ville, 5 de Octubre.
—Marchan a Versalles. — La Asamblea advertida. —Maillard y las mujeres
delante de la Asamblea. —Robespierre apoya a Maillard. —Las mujeres ante
el rey. —Indecisión de la corte.

El 5 de Octubre ocho o diez mil mujeres fueron a Versalles;


muchos del pueblo las siguieron. La guardia nacional obligó a
Lafayette a conducirla allí aquella misma noche. El día 6 se
apoderaron del rey y le obligaron a residir en París.
Este gran movimiento es el más general que presenta la
Revolución después del 14 de Julio. El de Octubre fue casi tan
unánime como el otro, en el sentido, al menos, de que los que no
tomaron parte deseaban el suceso y se alegraron todos de que el
rey fuera conducido a París.
No hay que buscar aquí la acción de los partidos; hicieron muy
poco.
La causa real, cierta para las mujeres y para la multitud más
miserable no fue otra que el hambre. En Versalles, habiendo
desmontado a un caballero, mataron y se comieron el caballo casi
en crudo.
Para la mayoría de los hombres, pueblo o guardias
nacionales, la causa del movimiento fue el honor, el ultraje hecho
por la corte a la escarapela parisién, adoptada por Francia entera
como signo de la Revolución.
¿Hubiesen marchado los hombres a Versalles si las mujeres
no hubiesen precedido? Es dudoso. Nadie antes que ellas tuvieron
la idea de ir a buscar al rey.
279
El Palais-Royal en 30 de Agosto partió con Saint-Hururge,
pero era para llevar quejas, amenazas a-la Asamblea que discutía
el veto.
Aquí solo el pueblo tuvo la iniciativa; solo fue a tomar al rey,
como solo tomó la Bastilla.
Las mujeres son, seguramente, lo que hay más pueblo, quiero
decir, más instintivo, más inspirado en el pueblo. Su idea fue esta:
«Falta el pan, luego vamos a buscar al rey; si está con nosotros, se
tendrá cuidado de que el pan no falte. Vamos, pues, a buscar el
panadero…»
¡Sentido inocente y sentido profundo!... El rey debe vivir con
el pueblo, ver sus sufrimientos, sufrir con él y partir con él la vida.
Las ceremonias del casamiento y las de la coronación tienen
muchas cosas semejantes; el rey se desposa con el pueblo. Si la
realeza no es tiranía, tiene que ser matrimonio; ha de existir
comunidad entre los cónyuges, que vivirán, según la base que la
Edad Media resumía en una sabia frase: «Con un pan y en un lecho.
»¿No era una cosa extraña y antinatural, propia solamente para
endurecer el corazón de los reyes, el tenerlos en aquella soledad
egoísta, rodeados de un pueblo artificial de mendigos dorados para
hacerles olvidar el pueblo?
¿Cómo extrañarse de que estos reyes se hayan tornado duros
y bárbaros?
En su retiro y soledad de Versalles ¿cómo hubieran podido
impedir ellos mismos llegar a este punto de insensibilidad?
El espectáculo que les rodeaba era brutalmente inmoral: ¡un
mundo hecho expresamente para un hombre!...
Solamente allí se podía olvidar la condición humana, firmar,
como hizo Luis XIV, la expulsión de un millón de hombres, o como
Luis XV, especular en harinas, acaparándolas.
La unanimidad de París había destruido la Bastilla. Para
conquistar la Asamblea necesitaba ponerse de acuerdo, estar
unánime.
La guardia nacional y el pueblo comenzaban a dividirse. Para
reunirlos, para hacerlos marchar al mismo objeto, hacía falta nada
menos que una provocación de la corte. Ninguna habilidad política
hubiera bastado para conseguirlo; hacía falta una bestialidad.

280
Este era el verdadero remedio; el único procedimiento para
salir de la intolerable situación en que todo estaba detenido.
El partido de la reina hubiera hecho esa bestialidad, si para
ello no hubiera tenido un gran obstáculo: Luis XVI. No ha habido
nadie en el mundo a quien repugnara tanto abandonar sus
costumbres.
Sacarle de sus cacerías, sus rezos y su acostarse tempranito,
hacerle llegar tarde a las comidas y la misa, ponerle a caballo, en
campaña, como vimos a Carlos I en el cuadro de Van-Dyk, no era
cosa fácil. Su buen sentido coadyuvaba también, haciéndole ver
cuánto arriesgaba en declararse contra la Asamblea nacional.
Al mismo tiempo, esta misma adhesión a sus costumbres, a
las ideas de su educación y de su infancia, le indisponía contra la
Revolución más aún que la disminución de la autoridad real.
Así, no supo ocultar su descontento por la demolición de la
Bastilla.
El uniforme de la guardia nacional, llevado por sus gentes y
sus criados, convertidos, en tenientes y oficiales; tal músico de su
capilla cantando la misa vestido de capitán, eran espectáculos que
le ofendían la vista; ordenó a sus criados «se guardaran de aparecer
en su presencia con un vestido de tan mal gusto.»
Era muy difícil mover al rey ni en un sentido ni en otro.
En las discusiones era demasiado incierto y vacilante, pero en
sus viejas costumbres, en sus ideas adquiridas, testarudo,
invenciblemente obstinado.
La reina misma, a quien amaba demasiado, no hubiera
ganado nada por la persuasión.
El temor y el miedo tenían menos influencia aún sobre su
espíritu; sabía bien que era el Señor, inviolable y sagrado; ¿qué
podía temer?
La reina estaba entretanto rodeada de un torbellino de
pasiones, de intrigas, de celo interesado; los prelados y los señores,
toda aquella aristocracia que tanto la había denigrado, se
estrechaba alrededor de ella, llenaba sus habitaciones, la conjuraba
de hinojos y con las manos enlazadas a que salvara la monarquía.

281
Según ellos, sólo la reina tenía genio y valor; hija de María
Teresa, había llegado el momento de mostrarse digna de su
madre...
Además, otras dos clases, bien diferentes, daban valor a la
reina; de una parte, los bravos y dignos caballeros de San Luis,
oficiales y gentilhombres de provincias que le ofrecían su espada;
de otra parte, los arbitristas, que enseñaban planes inauditos, se
encargaban de ejecutarlos y respondían de todo... Versalles era el
asiento de estos Fígaros de la realeza.
Se hacía una santa liga alrededor de la reina. El rey sería
arrastrado por el amor de ella y no resistiría más...
El partido revolucionario no podría hacer más que una
campaña corta; una vez vencido perecería.
Por el contrario, el otro partido, compuesto por todos los
grandes propietarios, podía costear muchas campañas, alimentar
la guerra muchos años... Para que el razonamiento fuera bueno, era
preciso solamente suponer que la unanimidad del pueblo no habría
de atraer al soldado, y que éste no recordaría jamás que venía del
pueblo y era el pueblo mismo.
Los celos que dividían al pueblo y a la guardia nacional,
enardecieron sin duda a la corte, la hicieron creer en la impotencia
de París y, fiada en esto, arriesgó una manifestación prematura que
debía perderla.
Llegaban a Versalles los nuevos guardias de corps para el
servicio del trimestre; eran buenos realistas de provincias, sin
alianza con París o con la Asamblea, extraños al nuevo espíritu,
trayendo todos los prejuicios de familia, las recomendaciones
paternales y maternales de servir bien al rey, al rey solo.
Este cuerpo de guardia, en el que sólo había algunos amigos
de la libertad, no había prestado juramento y llevaba aún la
escarapela blanca. Se pensó en traer como jefes a los oficiales del
regimiento de Flandes y algunos de otros cuerpos.
Para reunirlos se les dio un gran banquete, al que se admitió
a algunos oficiales elegidos de la guardia nacional de Versalles, a
quienes se creía poder arrastrar a la causa de la corte.
Conviene saber que la ciudad de Francia más odiada por la
corte era aquella que mejor la veía: Versalles. Todo el que no era

282
empleado o servidor del castillo era revolucionario. La vista
constante del fausto, de la esplendidez, de aquel mundo orgulloso,
despreciador, encendía odios, envidias, ira.
Aquella disposición de los habitantes les había hecho
nombrar teniente coronel de su guardia nacional a un sólido
patriota, hombre soberbio y violento llamado Lecointre, mercader
de telas. La invitación hecha a algunos oficiales fue causa del
descontento de los otros.
Una comida de militares podía haberse celebrado en una
fonda o en otra cualquiera parte; el rey, ¡hecho nuevo!, concedió
su magnífica sala de teatro, donde no se había dado fiesta alguna
desde la visita del emperador José II.
Los vinos se prodigan de orden del rey. Los reunidos brindan
por la salud del rey, de la reina y del delfín; alguno tímidamente, en
voz baja, propone brindar por la nación, pero nadie quiere oírle.
Al final se deja entrar a los granaderos de Mandes, a los suizos
y a otros soldados. Beben locamente y admiran los fantásticos
reflejos de aquel singular salón, cuyas paredes cubiertas de espejos
multiplican las luces y las figuras.
Las puertas se abren. Son el rey y la reina... El rey volvía de su
cacería. La reina, bella y llevando a su hijo en brazos, recorre las
mesas... Aquella gente joven, en contacto con los reyes, enloquece,
se desconoce...
La reina—conviene decirlo—menos majestuosa que en otras
épocas, no había desalentado nunca los corazones que se le
ofrecían, y ahora no se desdeñó en colocar en su peinado una
pluma del casco de Lauzun...
La tradición afirma que la declaración osada y grosera de un
simple guardia de corps fue acogida sin cólera y no tuvo más
castigo que una frase de ironía cariñosa.
¡Tan bella y tan desgraciada!... Al salir con el rey la música
toca el aire conmovedor: «¡Oh Ricardo, oh mi rey! ¡el universo te
abandonad Todos se conmovieron... Muchos arrancaron sus
escarapelas y tomaron la de la reina, la negra escarapela austriaca,
declarándose a su servicio.
Casi todos arrancaron sus escarapelas tricolores y,
volviéndolas, las mostraron por el forro, que era blanco.

283
Continuaba la música, cada vez más apasionada y ardiente;
toca la marcha de los Hulanos, suena la carga... Todos se levantan
buscando al enemigo.
No hay ningún enemigo al frente, y a falta de él invaden el
castillo, recorriendo todas las habitaciones.
Perseval, ayudante de campo d'Estaing, creyéndolos
adversarios, se refugia en el gran balcón, dando voces de alarma.
Entonces se fija en la escarapela blanca. Un granadero de Flandes
se acerca y Perseval se arranca del pecho una condecoración y se
la da al granadero.
Un dragón quiere escalar desde fuera el balcón, y no pudiendo
por su embriaguez, quiere suicidarse.
Otro, mitad ebrio, mitad loco, comenzó a gritar, llamándose
a sí mismo espía del duque de Orleans, se hizo una pequeña herida,
y sus compañeros, disgustados, lo mataron casi a patadas.
La embriaguez de aquella loca orgía parece comunicarse a
toda la corte.
La reina da las banderas a los guardias nacionales de
Versalles y les dice «que está encantada.»
El 3 de Octubre nuevo banquete; las lenguas se desatan, la
contrarrevolución se desenmascara; muchos guardias nacionales
se retiran llenos de indignación... El uniforme de guardia nacional
no entra más en casa del rey.
«No tenéis corazón en llevar tal uniforme—dice un oficial a
otro.»
En la gran galería, en los departamentos las damas no dejan
circular la escarapela tricolor, de sus pañuelos y sus encajes hacen
ellas mismas escarapelas blancas y ellas mismas las colocan. Las
señoritas se enardecen recibiendo el juramento de estos nuevos
caballeros y se dejan besar la mano: «Tomad esta escarapela,
guardadla bien; es la buena, la única que quedará triunfante.»
¿Cómo rechazar de aquellas lindas manos aquel signo, aquel
recuerdo?
Y esto era la guerra civil, la muerte, la Vendée próxima... Y la
que así hablaba era una rubita, casi una niña, que andando el
tiempo habría de ser madame de Lescure y de Rochejacquelin.

284
Los bravos guardias nacionales de Versalles apenas podían
defenderse. Uno de sus capitanes había sido, mal de su grado,
asaltado por las damas y adornado con una enorme escarapela
blanca.
El coronel, mercader de telas, Lecointre, se sintió lleno de
indignación. «Cambiarán estas escarapelas antes de ocho días—dijo
con firmeza—o todo estará perdido.»
Tenía razón. ¿Quién podía desconocer en aquellos momentos
la fuerza todopoderosa del signo? Los tres colores era el 14 de Julio
y la victoria de París; era la Revolución misma.
Allá abajo un caballero de San Luis corre cerca de Lecointre y
se declara contra todos campeón del color blanco. Brama, injuria,
insulta... Este apasionado defensor del antiguo régimen no era
ningún Montmorency, era sencillamente el yerno de una criada de
baja estofa de la reina.
Lecointre va derecho a la Asamblea y pide al comité militar
exija el juramento de los guardias de corps. Viejos guardias que
estaban allí dijeron que jamás se obtendría. El comité no hizo nada,
temiendo provocar alguna colisión, hacer correr la sangre, y esta
prudencia fue justamente la causa de que corriera.
París sintió vivamente el ultraje hecho a su escarapela; se
decía que había sido ignominiosamente destrozada, pisoteada.
El día mismo del segundo banquete, en la noche del sábado
3, Danton tronó en el club de los Cordeliers. Burgueses y gentes
del pueblo se veían mezclados en los cafés, en el Palais-Royal, en
el faubourg San Antonio, al final de los puentes, en medio de las
calles.
Circulaban rumores terribles sobre la guerra próxima, sobre
la liga de la reina y de los príncipes con los príncipes alemanes,
sobre los uniformes extranjeros verdes y rojos que se veían en
París, sobre las harinas de Corbeil que no llegaban más que cada
dos días, sobre la deuda imposible de aumentar, sobre la
proximidad de un rudo invierno...
No hay tiempo que perder—se decía; —si se quiere prevenir la
guerra y el hambre, es preciso traer aquí al rey; si no los conjurados
se lo llevarán.

285
Nadie sentía esto tan vivamente como las mujeres. Los
sufrimientos habían sido cruelmente extremos para la familia y el
hogar. Una mujer da la señal de alarma en la noche del sábado 3;
viendo que su marido no había sido escuchado, corrió al café de
Foy y denunció las escarapelas antinacionales, mostró el peligro
público. El lunes una joven tomó un tambor, tocó generala y
arrastró a todas las mujeres del barrio.
Estas cosas no se ven más que en Francia; nuestras mujeres
tienen aspecto de bravas y lo son. El país de Juana de Arco y de
Juana de Montfort y de Juana Hachette, puede citar cien heroínas.
Hubo una en la Bastilla que más tarde partió para la guerra y fue
capitana de artillería; su marido era soldado. El 18 de Julio, cuando
el rey vino a París, muchas mujeres estaban armadas. Las mujeres
fueron a la vanguardia de nuestra devolución. No hay que
extrañarse de ello. Sufrían antes y más que los hombres.
Las grandes miserias son feroces; hieren mucho más a los
débiles, maltratan a las mujeres y a los niños más que a los
hombres. Estos van, vienen, buscan hábilmente, se ingenian,
concluyen por encontrar al menos para el día. Las mujeres, las
pobres mujeres viven la mayor parte encerradas: hilan, cosen y no
están en estado, el día en que todo falta, de buscarse la vida.
¡Hecho doloroso, digno de ser meditado! La mujer, ser
relativo que no puede vivir sin otro, está más frecuentemente sola
que el hombre. El en todas partes encuentra la sociedad, se crea
relaciones nuevas. Ella no es nada sin la familia. Y la familia la
consume, la agobia con todo su peso, que cae sobre ella. Se queda
en el cuarto desamueblado y desnudo, con niños que lloran, o
enfermos o agonizantes que no llorarán más...
Un hecho poco observado y, acaso, el que lastima más el
corazón maternal, es que el hijo es ingrato.
Acostumbrado a encontrar en la madre una providencia
universal que atiende todas las necesidades y caprichos, el niño
acusa a la madre, duramente, cruelmente de cuanto le falta; grita y
llora, agregando a su dolor un dolor más terrible.
Esto en cuanto a las madres... Pensemos también en que hay
muchas jóvenes solas, tristes criaturas sin familia, sin sostén, que,
demasiado débiles o virtuosas, no tienen amigo ni amante, no

286
conocen ninguna de las alegrías de la vida. Cuando su menguado
oficio no bastaba a mantenerlas, no sabían qué hacer, de dónde
sacar el pan y subían a la bohardilla y esperaban; muchas veces se
las encontraba muertas.
Estas infortunadas no tienen bastantes energías para
quejarse, revelar su situación y protestar contra la suerte. Las que
se agitan y mueven en tiempos de desolación son las fuertes, las
menos castigadas por la miseria, pobres, pero no indigentes.
Las intrépidas que se lanzan son mujeres de gran corazón,
que sufren poco por ellas mismas, pero mucho por las demás; la
piedad inerte, pasiva en los hombres, resignada para los males de
los demás, es en las mujeres un sentimiento muy activo, muy
violento, que se torna heroico muchas veces y las lanza
imperiosamente a los actos más osados.
El 5 de Octubre había una multitud de desventuradas
criaturas que no habían comido desde hacía treinta horas.
Este espectáculo doloroso desgarraba los corazones y, sin
embargo, nadie hacía nada, deplorando todos, la dureza de
aquellos tiempos.
En la noche del domingo, 4, una mujer animosa, que no podía
ver aquel espectáculo más tiempo, corre del barrio de San Dionisio
al Palais-Royal, se impone a la multitud que ensordecía con sus
rugidos mismos y se hace oír.
Era una mujer de treinta y seis años, bien vestida, de honrada
apostura, fuerte y osada. Quiere que se vaya a Versalles; ella irá a
la cabeza. Se conmueve, y al relatar las penas de las demás suspira,
solloza.
Al día siguiente parte de las primeras, con el sable en la mano;
toma un cañón en la Ville, se pone á caballo delante y lo lleva á
Versalles con la mecha encendida.
Entre los oficios que parecían morir con el antiguo régimen se
encontraba el de escultor en madera. Para las iglesias, sobre todo,
se trabajaba mucho en este género, que daba ocupación a muchas
mujeres. Una de ellas, Magdalena Chaboy, había abierto una
tiendecita en el Palais-Royal, bajo el nombre de Louisón; era una
joven de diecisiete años, linda y espiritual.

287
Se puede asegurar que no fue el hambre lo que la arrastró a
Versarles. Siguió la corriente general guiada por su buen corazón
y su valor. Las mujeres la colocaron a la cabeza y la hicieron su
oradora.
Había otras también a quienes no inspiraba el hambre:
vendedoras, porteras, mujeres públicas, caritativas y compasivas,
como suelen serlo todas las mujeres.
Había un considerable número de verduleras que deseaban
más fervorosamente que las otras tener al rey en París.
Antes de esta época, hacía ya algún tiempo, no sé en qué
ocasión, habían visto al rey y le habían hablado con una
familiaridad que hizo reír, pero familiaridad encantadora que
demostraba un perfecto sentido de la realidad: «¡Pobre hombre! —
decían mirando al rey—¡querido hombre!, ¡buen papa!» Y más
seriamente a la reina: «¡Señora, señora, abrid vuestro corazón! No
ocultamos nada, decimos francamente lo que queremos decir.»
Estas mujeres de los mercados no sufren mucho la miseria,
porque siendo su comercio el de las cosas más necesarias a la vida,
ven la miseria mejor que nadie y la sienten; viviendo siempre en la
plaza no se les escapa un detalle del espectáculo de los ajenos
sufrimientos, y por lo mismo nadie compadece tanto a los
desgraciados ni es mejor para ellos.
Con formas groseras y palabras rudas y violentas, ocultan un
corazón infinito de bondad y nobleza.
Hemos visto a las mujeres del mercado de Amiens, pobres
vendedoras de legumbres, salvar al padre de cuatro niños que iba
a ser guillotinado. Fue en los momentos de la consagración de
Carlos X; dejaron sus tiendas, sus familias y fueron a Reims; con
sus lamentos hicieron llorar al rey, le arrancaron el perdón, y al
regresar hicieron entre ellos una colecta abundante, y aquel padre
condenado, su mujer y sus hijos, se vieron salvos y con dinero.
El 5 de Octubre, a las siete de la mañana, escucharon un
redoble y no supieron resistir. Una joven había cogido un tambor
en un cuerpo de guardia y salió tocando generala. Era lunes; los
mercados quedaron desiertos; todas partieron.
«Traeremos—gritaban—al panadero, a la panadera... Y
tendremos la dicha de oír a nuestra madrecita Mirabeau.»

288
Los mercados marchan y a la vez marcha todo el barrio de
San Antonio. En el camino las mujeres obligan a las que
encuentran a unirse al núcleo y amenazan a las que se niegan con
cortarles los cabellos.
Antes van al Hotel de Ville, donde acababa de ser conducido
un panadero que había vendido un pan de dos libras con siete
onzas de menos. Aunque era culpable, la guardia nacional le dejó
escapar y presentó las bayonetas a las cuatrocientas o quinientas
mujeres ya reunidas. En el fondo de la plaza estaba la caballería de
la guardia nacional, preparada para atacar.
Las mujeres no se extrañaron ni amedrentaron por ello. A
pedradas cargaron contra la caballería, y la infantería y la guardia
no se atrevió a disparar contra ellas; forzaron la entrada del Hotel
de Ville y penetraron en sus oficinas.
Muchas de aquellas mujeres estaban bien vestidas; se habían
puesto de punta en blanco para aquel gran día. Preguntaban
curiosamente para qué servía cada sala y rogaban a los
representantes de los distritos recibieran bien a las que habían sido
conducidas a la fuerza, muchas de las cuales estaban embarazadas
o enfermas, acaso de miedo.
Otras mujeres, desharrapadas, hambrientas, salvajes
gritaban: «¡Pan y armas!» Los hombres estaban- asombrados,
viendo como las mujeres les enseñaban a tener valor...
Las mujeres exaltadas querían quemar todos los papeles,
todos los documentos, quemar los muebles, acaso el edificio... Un
hombre las detiene, un hombre muy alto, vestido de negro, de
rostro serio y más triste que el traje.
Al principio querían matarle, creyendo que era empleado o
miembro del Hotel de Ville, acusándole de traidor... Respondió que
no era traidor, era síndico de su gremio, uno de los vencedores de
la Bastilla. Era Estanislao Maillard.
Aquella mañana había trabajado útilmente en el barrio de San
Antonio.
Los voluntarios de la Bastilla, bajo el mando de Hullin,
estaban en la plaza sobre las armas; los obreros que demolían la
fortaleza creyeron que habían sido enviados contra ellos.

289
Previendo la colisión, Maillard se interpuso. En el Hotel de
Ville tuvo también la fortuna de evitar el incendio.
Las mujeres jurábanse no dejar entrar a los hombres, y para
ello habían puesto centinelas armadas en la puerta principal.
A las once los hombres atacan una puerta pequeña que daba
bajo la arcada de San Juan. Armados de palanquetas, martillos,
hachas y picos, forzaron el depósito de armas.
Entre ellos se encontraba un guardia que aquella mañana
habían querido ahorcar los moderados, tan furiosos como los
otros, y que milagrosamente se había salvado... Por represalia
tomaron un hombre del Hotel de Ville para ahorcarlo; era el bravo
abate Lefevre, el repartidor de la pólvora el 14 de Julio; las mujeres
u hombres disfrazados de mujeres lo colgaron efectivamente; una
o uno de ellos cortó la cuerda y el abate cayó, solamente aturdido,
en una sala, veinticinco pies más abajo de su horca.
Ni Bailly ni Lafayette habían llegado. Maillard va a buscar al
general y le dice que no hay más que un medio de que todo
concluyera; que él mismo, Maillard, lleve a las mujeres a Versalles.
Esta, viaje daría tiempo para preparar las fuerzas de París. Baja,
bate el tambor y se hace oír.
La figura fríamente trágica del grande hombre, vestido de
negro, causa buen efecto; parece hombre prudente, capaz de
resolver bien el asunto. Las mujeres que partían ya, con los
cañones de la ciudad, le proclaman su capitán. Se pone a la cabeza
con ocho o diez tambores; siete u ocho mil mujeres le seguían,
algunos centenares de hombres armados y, finalmente, por
retaguardia, una compañía de voluntarios de la Bastilla.
Llegados a las Tullerías, Maillard quiere seguir la calle; las
mujeres querían pasar triunfalmente bajo el reloj, por el palacio y
el jardín.
Maillard, observador de las formas, les hace notar que aquélla
era la casa del rey, el jardín del rey, y atravesarlos sin su permiso
era insultar al rey. Se acerca correctamente al suizo de guardia y le
dice que aquellas mujeres querían pasar solamente sin hacer el
menor daño. El suizo saca la espada y se arroja sobre Maillard; éste
saca la suya... Una puerta, felizmente abierta, hace caer al suizo; un
hombre le pone su bayoneta en el pecho. Maillard lo detiene,

290
desarma fríamente a los dos hombres y recoge la bayoneta y las
espadas.
Avanzaba la mañana y aumentaba el hambre. En Chaillot, en
Auteuil, en Sevres era muy difícil impedir a los pobres hambrientos
que robasen alimentos. Maillard no lo tolera. Al llegar a Sevres la
gente no podía resistir más. En Sevres no había nada, ni aun
comprándolo; todas las puertas estaban cerradas menos una,
donde encontraron un enfermo. Maillard buscó, pagándolos, unos
vasos de vino y los dio a aquel pobre hombre. Después designó a
siete hombres y los encargó de traer a los panaderos de Sevres con
cuanto tuvieran.
Entre todos tenían ocho panes, treinta y dos libras para ocho
mil personas... Se reparten en medio de hermosos
desprendimientos y se continúa la marcha.
La fatiga decide a muchas mujeres a arrojar sus armas.
Maillard las convence poco a poco de que van a hacer una visita al
rey a la Asamblea, a quejarse ante ellos y enternecerlos, y para esto
no hace falta el equipo guerrero. Los cañones fueron dejados en el
camino y ocultados como se pudo. El hábil síndico quería evitar el
escándalo. A la entrada de Versalles, para demostrar su intención
pacífica, hizo cantar a las mujeres el himno de Enrique IV.
Las gentes de Versalles estaban asombradas, gritaban:
¡Vivan nuestras parisienses! Los espectadores extranjeros no
veían nada que no fuese inocente en aquella multitud que iba a
pedir socorro a su rey.
Un hombre poco favorable a la Revolución, el ginebrino
Dumont, que comía en los palacios de los Petites Ecuries y que
miraba por la ventana, dijo: «Todo este pueblo no pide más que
pan.»
La Asamblea había sido aquel día, muy tempestuosa. No
queriendo sancionar el rey ni la Declaración de los derechos ni los
acuerdos del 4 de Agosto, con el pretexto de que no se podía juzgar
las leyes constitutivas sino en su totalidad, accedería, sin embargo,
atendiendo las alarmantes circunstancias y con la expresa
condición de que el poder ejecutivo habría de volver a tomar toda
su fuerza.

291
«Si aceptáis la carta del rey, decía Robespierre, no habrá
Constitución y será nulo el derecho de tenerle.» Duport, Gregoire y
otros diputados hablaban en el mismo sentido.
Petion recuerda y acusa la orgía de los guardias de corps. Un
diputado que había servido entre ellos pide por su honor que se
formule la denuncia y que los culpables sean perseguidos.
«Yo denunciaría, dijo Mirabeau, y firmaría si la Asamblea
declara que la persona del rey es la única inviolable.»
Esto era señalar a la reina. La Asamblea entera retrocede y la
moción fue retirada; en aquel día hubiera provocado asesinatos.
Mirabeau mismo estaba bastante inquieto por sus
tergiversaciones y su discurso sobre el veto.
Se acerca al presidente y le dice a media voz: «Mounier, París
marcha sobre vosotros... Creedme o no me creáis, 40.000 hombres
avanzan hacia acá... Subid al castillo y dad este aviso: no hay un
minuto que perder. —¿París avanza? —pregunta secamente
Mounier (creía a Mirabeau uno de los autores del movimiento). —
Pues bien, tanto mejor; así seremos más pronto ciudadanos de una
república.»
La Asamblea decide que se hable nuevamente al rey para
pedirle pura y simplemente la aceptación de la Declaración de los
derechos.
A las tres de la tarde Target anuncia que una multitud se
acerca por la Avenite de París.
Todo el mundo tiene noticia del suceso. Únicamente el rey lo
ignora. Como de ordinario, aquella mañana había partido de
cacería y en aquel momento recorría los bosques de Mendon.
Se le buscaba en vano y mientras se tocaba generala; los
guardias de corps montaban a caballo en la plaza de armas y
formaban ante la verja; más abajo, a su derecha, cerca de la avenida
de Sceaux, el regimiento de Flandes; más abajo todavía los
dragones y detrás de la verja los suizos.
M. d'Estaing, en nombre de la municipalidad de Versalles,
ordenó a las tropas oponerse al desorden, de acuerdo con la
guardia nacional. La municipalidad había llevado su previsión hasta
el punto de autorizar a d'Estaing a seguir al rey, si se alejaba, con

292
la singular condición de volverle d llevar a Versalles lo más pronto
posible.
D’Estaing se atuvo a la última parte de la orden, subió al
castillo y dejó a la guardia nacional de Versalles arreglarse como
pudiera.
Su segundo jefe, M. de Gouvérnet, deja también su puesto y
fue a colocarse entre los guardias de corps, deseando—decía—estar
entre gentes que saben batirse y sablear.
Lecointre, el teniente coronel, quedó sólo para mandar la
guardia nacional.
Entre tanto Maillard llegaba a la Asamblea nacional. Todas las
mujeres querían entrar. Costó grandísimo trabajo conseguir que no
entrasen más que quince. Se colocaron en la barra, estando en
primera fila el guardia francés de que ya hemos hablado, una mujer
que llevaba un tambor amarrado en lo alto de una pica y en medio
el síndico gigantesco con su largo gabán negro desabrochado y la
espada desenvainada en la mano. El soldado, con prosopopeya,
tomó la palabra y dijo a la Asamblea que aquella mañana, no
encontrando nadie pan en las panaderías, había querido tocar la
señal de alarma, y habiéndole detenido y condenado a muerte sus
jefes, se había salvado gracias a las mujeres que le acompañaban.
«Venimos—terminó diciendo—a pedir pan y el castigo de los
guardias de corps que insultaron la escarapela nacional... Somos
buenos patriotas; en nuestro camino hemos arrancado varias
escarapelas negras... Voy a tener el placer de despedazar una ante
la Asamblea.»
A lo cual el gigante agregó: «Preciso será que todo el mundo
tome la escarapela patriótica.» En la Asamblea se oyeron algunos
murmullos.
«Y así todos seremos hermanos»—agregó la siniestra figura.
Maillard hacía alusión con esta frase al acuerdo de la
municipalidad de París, que la víspera había declarado: «Que
habiendo sido adoptada la escarapela tricolor como signo de
fraternidad, era la única que debía llevar el ciudadano.»
Entretanto las mujeres, impacientes, gritaban: «¡Pan!, ¡pan!»
Maillard comenzó entonces a narrar la horrible situación de
París, los convoys interceptados por las otras poblaciones o por los

293
aristócratas. «Quieren—decía—hacernos morir de hambre. Un
molinero ha recibido doscientas libras para que dejase de moler,
con promesa de darle otro tanto cada semana.»
La Asamblea: «¡Nombradle!, ¡nombradle!»
Gregoire había hablado ya en la Asamblea de este rumor que
circulaba en París; Maillard se había enterado de ello en el camino.
«¡Nombradle!», seguía diciendo la Asamblea, y las mujeres
gritaron: «Es el arzobispo de París.»
En aquel momento en que la vida de muchos hombres estaba
pendiente de un cabello; Robespierre tomó una grave iniciativa.
Apoyó a Maillard, indicando que el abate Gregoire había hablado
del hecho y sin duda daría más informes y detalles.
Otros miembros de la Asamblea intentaron halagos o
amenazas. Un diputado del clero dio su mano a una de las mujeres
para que la besara.
Se puso colérica y exclamó: «No he nacido para besar la pata
de un perro.»
Otro diputado militar, condecorado con la cruz de San Luis,
oyendo decir a Maillard que el gran obstáculo de la Constitución
era el clero, se acercó a la barra y le dijo que en aquel mismo
momento debería sufrir un castigo ejemplar. Maillard, sin
inmutarse, respondió que no había acusado a ningún miembro de
la Asamblea, que sin duda el clero mismo no sabía nada de ello y
que prestaba un servicio dando aquel aviso.
Por segunda vez Robespierre apoya a Maillard y calma a las
quince mujeres. Las que permanecían fuera se impacientaban,
temían por la vida de su orador; circuló entre ellas el rumor de que
había perecido. Lo llamaron con grandes voces; Maillard salió y se
mostró un momento a la multitud, volviendo a entrar en la
Asamblea.
Maillard entonces rogó a la Asamblea invitara a los guardias
de corps a dar una reparación por la injuria hecha a la escarapela.
Dos diputados negaron el hecho... Maillard insistió en
términos poco mesurados. El presidente, Mounier, le recordó el
respeto que a la Asamblea se debía, agregando con habilidad que
quienes quisieran ser ciudadanos podían serlo de buen grado...
Esto era dar un pretexto a Maillard, que hábilmente se aprovechó

294
de ello para decir: «No hay nadie que no deba enorgullecerse del
nombre de ciudadano. Y si en esta Asamblea hubiera alguien que
se hiciera el deshonor de rechazarlo debería ser excluido.» La
Asamblea se conmueve y aplaude: «Sí, todos somos ciudadanos.»
En aquel momento llevaron una escarapela tricolor de parte
de los guardias de corps. Las mujeres gritaban: «¡Viva el rey!,
¡vivan los señores guardias de corps!» Maillard, que se contentaba
difícilmente, insistió en la necesidad de enviar lejos de Versalles el
regimiento de Flandes.
Mounier, aprovechando la ocasión para terminar, dijo que ni
la Asamblea ni el rey habían descuidado la cuestión de las
subsistencias, que se buscarían nuevos medios y que podrían los
manifestantes volver a París en paz.
Maillard no transigía, respondiendo: «No, eso no es bastante,
no es suficiente.»
Un diputado propone entonces ir a expresar al rey la
tristísima situación de París. La Asamblea lo acuerda y las mujeres,
confiándose vivamente en esta esperanza, saltan al cuello de los
diputados, abrazan al presidente: «¿Pero ¿dónde está Mirabeau?
—decían—queremos ver a nuestro conde de Mirabeau!»
Mounier besado, abrazado, casi estrujado, se pone
tristemente en marcha con la diputación de la Asamblea y una
multitud de mujeres que se obstinaban en seguirlo. «Íbamos a pie—
ha relatado él mismo—llovía. Atravesábamos una multitud mal
vestida, rugiente, armada. Los guardias de corps, formados en
patrullas, pasaban a galope.» Los guardias, viendo a Mounier y a
los diputados con el extraño cortejo que se les hacía por honor,
creyeron aparentemente ver a los jefes de la insurrección, quisieron
disolver aquella masa y corrieron con sus caballos a través de ella.
Los inviolables escaparon como pudieron y se salvaron
milagrosamente.
¡Júzguese de la rabia del pueblo que se figuraba que yendo
con ellos sería respetado!...
Dos mujeres resultaron heridas de sablazos, según algunos
testigos60. Entretanto el pueblo nada hizo. Desde las tres de la tarde

60
Si el rey prohibió acometer, como se ha afirmado, lo hizo muy tarde, -demasiado tarde.

295
a las ocho de la noche estuvo paciente, inmóvil, aparte los gritos,
los silbidos cuando pasaba el odioso uniforme de los guardias de
corps. Un niño tiró algunas piedras.
Al fin encontraron al rey; volvía de Meudon sin precipitarse.
Mounier, reconocido al fin, fue recibido con doce mujeres.
Habló al rey de la miseria de París; a los ministros de la petición de
la Asamblea, que esperaba la aceptación pura y sencilla de la
Declaración de los derechos y otros artículos constitucionales. El
rey, entretanto, escuchaba a las mujeres con bondad. La joven
Luisa Chabry había sido encargada de llevar la palabra; pero
delante del rey su emoción fue tan fuerte, que apenas pudo decir:
«¡Pan!» y cayó desvanecida. El rey, muy conmovido, hizo
socorrerla, y al marcharse, cuando ella quiso besarle la mano, el rey
la abrazó como un padre.
Luisa salió realista y gritaba: ¡Viva el rey! Las que esperaban
en la plaza, furiosas, creyeron que en el castillo la habían
comprado; tuvo necesidad de enseñar los forros de sus bolsillos,
jurar que no tenía dinero; y las mujeres, no creyéndola, le pasaban
sus ligas por el cuello para ahogarla. Con grandísimo trabajo pudo
librarse. Fue necesario que volviese a subir al castillo y obtuviera
del rey una orden escrita para hacer venir trigo, para evitar todo
obstáculo en el aprovisionamiento de París. A las peticiones del
presidente, el rey había respondido tranquilamente: «Volved a las
nueve.» Mounier se quedó en el castillo, a la puerta del consejo,
llamando de hora en hora hasta las diez de la noche. Y nada se
decidió.
El ministro de París, M. de Saint-Priest, había sabido la noticia
demasiado tarde (esto prueba como la partida a Versalles fue
imprevista y espontánea). Propuso que la reina partiera para
Rambouillet y que el rey se quedara, resistiera y combatiera en
último caso; sólo la partida de la reina hubiera tranquilizado al
pueblo y evitado la lucha.
Necker quería que el rey fuera a París, que se confiara al
pueblo, es decir, que fuera franco, sincero y aceptara la Revolución.
Luis XVI, sin resolver nada, prolongó el consejo con objeto de
consultar a la reina.'

296
Ella quería partir, pero con él, no dejando entregado a sí
mismo un hombre tan irresoluto; el nombre del rey era su arma
para comenzar la guerra civil. Saint-Priest a las siete supo que
Lafayette, obligado por la guardia nacional, marchaba sobre
Versalles. «Es preciso partir inmediatamente—dijo. —El rey, a la
cabeza de las tropas, pasará sin dificultades.»
Pero era imposible decidirlo a nada. Creía que, alejado él, la
Asamblea haría rey al duque de Orleans. Además, le repugnaba la
idea de huir, y paseándose agriadamente por la habitación, repetía
de vez en cuando: «¡Un rey fugitivo! ¡un rey fugitivo! »
Entretanto, insistiendo la reina sobre la marcha, fue dada la
orden de preparar los coches.
No había tiempo que perder.

297
CAPITULO IX

El pueblo lleva el rey a Paris el 6 de Octubre de 1789

Continuación del 5 de Octubre. —La primera sangre derramada—Las


mujeres y el regimiento de Flandes. —Lucha de los guardias de corps y de los
guardias nacionales de Versalles. — Espanto de la corte. — Las mujeres pasan
la noche en la sala de la Asamblea —Lafayette obligado a marchar a Versalles.
—6 de Octubre. —El castillo asaltado. —Peligro de la. reina. —Los guardias de
corps salvados por los exguardias franceses. —Vacilaciones de la Asamblea.
—Conducta del duque de Orleans —El rey llevado a París.

Un miliciano de París, arrastrado por un grupo de mujeres y


hecho su jefe, a pesar suyo, que exaltado por el camino se
encontraba en Versalles más fogoso que los demás, se aventuró a
pasar detrás de los guardias de corps; allí, viendo la verja cerrada,
insultó y amenazó con su bayoneta al portero colocado detrás. Un
teniente y dos guardias nacionales sacaron los sables y
persiguieron al osado para darle caza. El infeliz, huyendo en loca
carrera, quiso refugiarse en una barraca; y huyendo siempre,
tropezó y cayó al suelo pidiendo socorro. Los guardias nacionales
de Versalles no pudieron contenerse; uno de ellos, un mercader de
vinos se abalanza sobre él y lo detiene después de romperle el
brazo con que manejaba su sable.
D'Estaing, comandante de esta guardia nacional, estaba en el
castillo creyendo a cada momento que partía con el rey. Lecointre,
teniente coronel, estaba en su puesto pidiendo órdenes a la
municipalidad, que ésta no le daba. Temía, con razón, que aquella
multitud hambrienta se decidiera a recorrer la ciudad y lograra
alimentarse por sí misma.
Pide víveres, solicita de la municipalidad que los arbitre y no
se reúne más que un poco de arroz, que resulta nada para tanta
gente. Entonces hizo buscar en todas partes, y gracias a su loable
diligencia se calmó un poco el pueblo.
Al mismo tiempo se dirigía al regimiento de Flandes y
preguntaba a los oficiales y a los soldados si harían armas contra

298
el pueblo. Estaban éstos influidos ya por otra más poderosa
recomendación.
Las mujeres se habían arrojado entre ellos y les rogaban no
hicieran daño. Apareció entonces una de ellas, de la que
volveremos a hablar más adelante. Era la linda señorita Théroigne
de Mericourt, una lieguesa, viva y arrebatada como tantas otras
mujeres de Liega que hicieron las revoluciones del siglo XY y
combatieron valientemente contra Carlos el Temerario.
Enardecedora, rara, original, con su sombrero de amazona y su
rendigot rojo, el sable a la derecha, hablando a la vez, con
encantadora elocuencia, el francés y el liegués... Los soldados
reían, pero cedían... Impetuosa, encantadora, terrible, Théroigne
no sentía ningún obstáculo... Había tenido varios amores, pero
entonces no sentía más que uno, violento, mortal, que le costó más
que la vida, el amor de la Revolución; la siguió con entusiasmo, no
faltaba a una sesión de la Asamblea, recorría los clubs y las plazas,
tenía en su casa un club donde recibía a muchos diputados.
No más amantes; había declarado que no quería a otro
hombre que, al gran metafísico, siempre enemigo de las mujeres,
al abstraído, al frío abate Sieyes.
Théroigne se había apoderado de aquel pobre regimiento de
Flandes, le trastornó la cabeza y lo dominó tan bien, que
fraternalmente le arrebataba sus cartuchos y los daba a los
guardias franceses de Versalles.
D'Estaing hizo decir entonces a los soldados de Flandes que
se retiraran. Algunos parten; otros responden que no se van
mientras los guardias de corps no partan antes. Los guardias
recibieron orden de desfilar.
Eran las ocho de la noche. Noche demasiado sombría. El
pueblo seguía hostilizando a los guardias con sus silbidos.
Marcharon sable en mano y se abrieron camino; los últimos, que
se encontraban más embarazados, tiraron algunos pistoletazos.
Tres guardias nacionales resultaron tocados por las balas; uno en
la mejilla y los otros en el uniforme. Sus camaradas responden,
tiran también. Los guardias de corps disparan sus mosquetes.
Muchos guardias nacionales rodean a d'Estaing, pidiéndole
municiones. El mismo quedó maravillado de su ardimiento, de la

299
audacia que mostraban, solos allí, en medio de las tropas:
«Verdaderos mártires del entusiasmo»—decía más tarde a la reina.
Un teniente de Versalles declara al guardia de artillería que si
no le da pólvora le levantará la tapa de los sesos. Entrega un tonel,
que se abre en la misma plaza, y se cargan los cañones colocados
frente a frente de la rampa donde están colocadas las tropas que
cubren el castillo y los guardias de corps que volvían a la plaza.
Las gentes de Versalles habían mostrado la misma firmeza
dentro del castillo. Cinco coches se presentaron en la verja para
salir; era la reina—decíase—que marchaba a Trianon. El suizo abre y
se forma la guardia.
«Hay peligro para su majestad—dice el comandante—en
alejarse del castillo.» Los coches vuelven a entrar sin escolta. No
hay paso. El rey estaba prisionero.
El mismo comandante salva a un guardia de corps, al que la
multitud quería hacer pedazos por haber disparado contra el
pueblo. Lo hizo tan bien aquel jefe, que la multitud dejó al hombre;
se contentó con el caballo, que fue despedazado; se comenzó a
arrastrarlo hacia la plaza de armas, pero la multitud tenía
demasiada hambre y el caballo fue comido casi crudo.
Caía la lluvia. La multitud se refugiaba dónde podía; unos
forzaron la entrada del local donde se albergaba el regimiento de
Flandes y se mezclaron con los soldados. Otros, cerca de cuatro
mil, se habían quedado en la Asamblea. Los hombres estaban
bastante tranquilos, pero las mujeres soportaban
impacientemente aquel estado de inacción; hablaban, gritaban y
alborotaban.
Maillard solamente pudo hacerlas callar y no lo consiguió sino
arengando a la Asamblea.
Aumentó el desorden el hecho de que algunos guardias de
corps fueron a buscar a los dragones que estaban a la puerta de la
Asamblea y a preguntarles si querían ayudarles a apoderarse de los
cañones que amenazaban el castillo. Antes de que la multitud se
echara sobre ellos, los dragones los hicieron escapar.
A las ocho de la noche otra tentativa. Llevan a la Asamblea
una carta del rey, donde, sin hablar de la Declaración de los
derechos, prometía vagamente la libre circulación de los granos. Es

300
probable que en aquel momento la idea de la fuga dominara en el
castillo. Sin haber respondido nada a Mounier, que esperaba a la
puerta del Consejo, se enviaba aquella carta a la Asamblea,
intentando entretener a la multitud que aguardaba.
Una aparición singular había aumentado el terror de la corte.
Un joven del pueblo entra, mal vestido, descompuesto... Gran
extrañeza...Era el duque de Richelieu que, bajo aquel traje, se había
mezclado a la multitud, a aquella nueva ola del pueblo que había
partido de París. A mitad de camino se había separado de ellos para
llegar corriendo y advertir a la familia real... había escuchado frases
que revelaban propósitos horribles, amenazas atroces... cortarles
los cabellos... Y diciendo esto estaba tan pálido, que cuantos le
oían palidecieron...
El corazón del rey comenzaba a acobardarse; veía a la reina
en peligro.
Costara lo que costase a su conciencia consagrar la obra
legislativa del filosofismo, firmó a las diez de la noche la
Declaración de los derechos.
Al fin pudo Mounier partir. Tenía impaciencia por ocupar la
presidencia ante la llegada de aquel gran ejército de París, cuyos
proyectos no se conocían...
Entra presuroso cuando la Asamblea había levantado ja la
sesión. La multitud, cada vez más agitada j exigente, había pedido
que se disminuyera el precio del pan j el de la carne.
Mounier encuentra en su puesto, en el sillón del presidente,
una mujer alta y gruesa que tenía la campanilla en la mano. Dio
órdenes para que se buscase a los diputados, y esperando anunció
al pueblo que el rey acababa de aceptar los artículos
constitucionales.
Las mujeres se estrechan alrededor de él y le piden dé copias
a cada una; otras decían: «Pero señor presidente, ¿será esto
ventajoso? ¿hará que tengan pan los pobres de París? »
Otras gritaban: «Tenemos mucha hambre. No hemos comido
hoy.» Mounier anunció que se iba a buscar pan en las panaderías.
De todos lados llegaron víveres. En medio de la sala, con gran
alboroto, se pusieron a comer.

301
Las mujeres, comiendo, hablaban con Mounier: «Pero querido
presidente, ¿por qué habéis defendido ese velo inútil?... ¡Pensad en
la farola donde ahorcamos!»
Mounier les respondió con firmeza que no estaban en estado
de juzgar, que eran engañadas y que él quería mejor exponer su
vida que traicionar su conciencia. Esta respuesta causó gran efecto;
desde entonces le testificaron mucho respeto y amistad.
Mirabeau sólo hubiera podido hacerse oír, dominar el
tumulto; pero no parecía: seguramente estaba inquieto. Durante la
noche, según afirmación de muchos testigos se había paseado por
entre el pueblo, con un gran sable, diciendo a los grupos: «Hijos
míos, estamos con vosotros.» Después se fue a dormir. Dumont el
ginebrino fue a buscarle y le condujo a la Asamblea. En el momento
en que llegó exclamó con su voz atronadora: «Quisiera saber cómo
se atreve nadie a venir a perturbar nuestras sesiones... ¡Señor
presidente, haced respetar a la Asamblea!» Las mujeres gritaban:
«¡Bravo!» Hubo un poco de calma.
Para pasar el tiempo se reanudó la discusión de las leyes
criminales.
«Estaba yo en una galería—cuenta Dumont, —donde una
mujer dirigía con gran autoridad a un centenar de jóvenes que a
una señal suya gritaban y se callaban. Llamaba familiarmente a los
diputados por su nombre o bien preguntaba: —«¿Quién es ese que
habla allá abajo? ¡Haced callar a ese majadero! ¡no se trata de eso!,
¡se trata de tener pan!... Que hable pronto nuestra madrecita
Mirabeau...» «Y las demás gritaban: «Nuestra madre Mirabeau.»
Pero Mirabeau no quería hablar.»
Lafayette, que había salido de París de cinco a seis de la tarde,
no llegó a Versalles hasta pasada la media noche.
A las once de la mañana, avisado Lafayette de la invasión del
Hotel de Ville, se dirigió allí, encontró a la multitud alborotada y se
puso a dictar un despacho para el rey. La guardia nacional, la
asalariada y la no asalariada, llenaba la ancha plaza; todos
convenían en que era preciso ir a Versalles. Muchos exguardias
franceses recordaban su antiguo privilegio de guardar al rey y
querían renovarlo. Algunos de ellos suben al Hotel de Ville y llaman
en la puerta del despacho donde estaba Lafayette. Entran, y un

302
joven granadero, de hermosa figura, que hablaba
maravillosamente, le dice con firmeza:
«Mi general, falto de pan el pueblo, la miseria llega a su
colmo; o el comité de subsistencias os engaña o es engañado. Esta
situación no puede durar, y no hay más que un medio; ¡ir a
Versalles!... Se dice que el rey es un imbécil; colocaremos la corona
en las sienes de su hijo, se nombrará un consejo de regencia y todo
marchará admirablemente.»
Lafayette era hombre muy firme y muy obstinado. La
multitud lo fue todavía más. Creía Lafayette, con razón, en su
ascendiente; entonces pudo ver que se le había hecho creer en un
error. En vano arengó al pueblo, en vano permaneció muchas horas
en la Grève sobre su caballo blanco, ora hablando, ora imponiendo
silencio con ademanes o, por hacer algo, acariciando a su caballo.
La dificultad iba aumentando; ya no eran solamente guardias
nacionales los que le rodeaban y oprimían, sino grupos de los
barrios Saint-Antoine y Saint-Marceau, que no querían escuchar ni
entender nada, que le hablaban con signos elocuentes, preparando
para él la farola de las ejecuciones.
Entonces Lafayette baja del caballo y quiere entrar en el Hotel
de Ville, pero sus granaderos le impiden el paso: «General, estaréis
con nosotros; no nos abandonaréis.»
Felizmente traen del Hotel de Ville una carta autorizando al
general a partir «en vista de la imposibilidad de negarse a ello.»
«Partamos»—dice, Y resuena en toda la plaza un grito de alegría.
De los treinta mil hombres que formaron la guardia nacional
marcharon quince mil. Agregáronse algunos millares de hombres
del pueblo. El ultraje inferido a la escarapela nacional era un noble
motivo para la expedición. Todo el mundo aplaudía al paso de la
comitiva. En la orilla del río una multitud elegante miraba y batía
palmas. En Passy, donde el duque de Orleans había alquilado una
casa, madame de Genlis estaba gritando, agitando un pañuelo, no
olvidando nada para ser vista.
El mal tiempo hacía penosa la marcha. Muchos guardias
nacionales, siempre ardientes, se desanimaron. Aquello no era el
hermoso día del 14 de Julio. Caía una fría lluvia de Octubre.
Algunos se quedaban en el camino; los demás renegaban, pero

303
seguían. «Es duro—decían ricos mercaderes—para gentes que en el
buen tiempo no van a sus casas de campo sino en coche, andar
cuatro leguas bajo esta lluvia...» Otros decían: «No podemos hacer
tal caminata en vano.» Y aludían a la reina; hacían locas amenazas
para aparecer contentos.
El castillo los aguardaba con la más grande ansiedad. Creían
allí que Lafayette aparentaba ir forzado, pero que se aprovecharía
de las circunstancias. A las once de la noche se quiso ver si,
habiéndose dispersado la multitud, podrían salir los coches por la
puerta del Dragón. La guardia nacional de Versalles vigilaba y cerró
el paso.
La reina persistía en no querer salir sola. Creía, con razón, que
separándose del rey no habría para ella seguridad en ninguna
parte.
Cerca de doscientos gentilhombres, muchos de los cuales
eran diputados, se ofrecieron a ella para defenderla y le pidieron
una orden para tomar caballos en sus cuadras. La reina los autorizó
para el caso de que el rey estuviera en peligro, según ella decía.
Lafayette antes de entrar en Versalles hizo renovar el juramento de
fidelidad a la ley y al rey. Advirtió al rey de su llegada y éste le
repuso «que lo vería con placer y que acababa de aceptar su
Declaración de los derechos.»
Lafayette entra solo en el castillo con grande asombro de los
guardias y de todo el mundo. En el salón llamado Ojo-de-Buey un
hombre de corazón dice locamente: «He ahí a Cromwell.» Y
Lafayette, muy sereno, responde: «Señor, Cromwell no hubiera
entrado solo como yo.»
«Aparecía muy tranquilo—dice Madame de Stael (que estaba
presente),—nadie lo había visto jamás de otro modo; su delicadeza
sufría con la importancia de su papel.»
Fue tanto más respetuoso cuanto más fuerte parecía. De otra
parte, la violencia que sobre él había hecho el pueblo le hacía más
realista que nunca lo había sido.
El rey dio a la guardia nacional los puestos exteriores del
castillo; los guardias de corps conservaron los interiores. Los
mismos de fuera no fueron enteramente confiados a Lafayette.

304
Queriendo pasar una de sus patrullas al parque, no pudo hacerlo
por haberles cerrado la verja.
El parque estaba ocupado por guardias de corps y otras
tropas; hasta las dos de la mañana esperaron al rey, en el caso de
que se decidiese por la fuga. A aquella hora, tranquilizado el rey
por Lafayette, se envió orden a las tropas de que podían retirarse a
Rambouillet.
A las tres de la madrugada levantó la Asamblea la sesión. El
pueblo se había dispersado y acostado donde había podido, en las
iglesias y en los soportales.
Maillard y muchas mujeres, entre ellas Luisa Chabry, habían
marchado a París, poco después de la llegada de Lafayette,
llevando los decretos sobre los granos y 1a. Declaración de los
derechos.
Costó mucho trabajo a Lafayette alojar sus guardias
nacionales; mojados y estropeados buscaban donde comer,
secarse y descansar. El mismo, creyéndolo todo tranquilo, fue al
hotel de Noailles y durmió como se duerme después de veinte
horas de esfuerzos y agitaciones.
Muchas gentes no dormían, sobre todo los que habiendo
salido de París aquella noche no estaban agotados por las fatigas
del día precedente. La primera expedición, en que dominaban las
mujeres, muy espontánea, muy inocente, por decirlo así,
determinada e impulsada por la necesidad, no costó sangre.
Maillard alcanzó la gloria de conservar algún orden en el desorden
mismo. El crescendo natural que se observa siempre en tales
agitaciones no permitía creer que la segunda expedición sería tan
tranquila, aunque fuese hecho bajo el cuidado de la guardia
nacional y como de acuerdo con ella. Además, había hombres
decididos a obrar individualmente; muchos eran furiosos fanáticos
que hubieran querido matar a la reina61, otros que se tenían por
tales y parecían los más violentos, eran, sin duda alguna, ladrones
conocidos por la policía. Estos calculaban su obra en un asalto e
61
No veo motivo en El Amigo del Pueblo para que se pueda atribuir a iniciativa de Marat las
violencias sanguinarias. Es cierto que Marat se agitó mucho. «Marat vuela a Versalles, vuelve
como el rayo, hace él solo tanto ruido como las cuatro trompetas del juicio final, gritándonos:
¡Oh, muertos, levantaos!)) Camilo Desmoulins Las Revoluciones de Francia y de Bravante ,
tomo III, pág. 359.

305
invasión del castillo, ya que en la Bastilla no encontraron cosa
digna de su rapacidad. ¡Pero ahora aquel maravilloso Palacio de
Versalles donde todas las riquezas de Francia se habían acumulado
durante un siglo, se abría para el pillaje, presentando una hermosa
perspectiva!
A las cinco de la mañana, antes del día, una enorme multitud
rondaba ya alrededor de las verjas armada con picas, hoces y
hachas. No tenían fusiles. Viendo a los guardias de corps de
centinela en las puertas, obligaron a los guardias nacionales a
disparar sobre ellos; éstos obedecieron, pero cuidando de tirar muy
alto.
Entre aquella multitud que vagaba o se mantenía quieta
calentándose junto a las fogatas que había hecho, se encontraba el
abogado Verriéres montado sobre un gran caballo. Pasaba por ser
uno de los fanáticos más violentos. Desde la noche se le esperaba,
diciendo las gentes que nada se haría sin él. También estaba allí
Lecointre, que peroraba, iba y venía.
Las gentes de Versalles estaban, acaso, más animadas que
las de París, cuyo odio a la corte y a los guardias de corps era ja
antiguo; pero los versalleses habían desperdiciado la ocasión de
caer sobre los guardias y la corte y querían ahora saldar la cuenta
que tenían pendiente. Entre ellos había numerosos obreros (¿de la
fábrica de armas?), gentes rudas que se calentaban demasiado con
el fuego y la excesiva bebida.
A las seis de la mañana esta mezcla de parisienses y
versalleses escaló o forzó las verjas, avanzando por las avenidas
del castillo, temerosa y vacilante. El primer muerto, según los
realistas, lo fue de una caída sobre un escalón de mármol. Según
otra versión más verosímil, fue muerto de un tiro disparado por los
guardias de corps.
Unos se dirigían a la izquierda, hacia las habitaciones de la
reina; otros a la derecha, hacia la escalera de la capilla, más cerca
de las habitaciones del rey.
En la izquierda, un parisién que corría de los primeros, sin
armas, encuentra a un guardia de corps que le hiere con su espada;
se mata al guardia de corps y se sigue.

306
En la derecha iba delante un miliciano de la guardia de
Versalles con las manos agarrotadas por el frío.
Aquel hombre y otro, sin responder al guardia que les hablaba
desde la escalera, descendiendo algunos escalones, se esforzaban
por tirarle para librar a la multitud que venía detrás. Los guardias
los atrajeron y mataron., pero costó la vida a dos de ellos, y los
demás huyeron por la gran galería hasta el Ojo-de-Buey, entre los
departamentos del rey y de la reina. Otros guardias estaban ya allí.
El ataque más furioso fue al departamento de la reina. La
hermana de su ayuda de cámara, madame Campan, entreabrió la
puerta y vio un guardia cubierto de sangre que detenía a los
furiosos. Cierra la puerta y rápidamente quiere poner un jubón a la
reina y conducirla a las habitaciones del rey... ¡Momento terrible!...
La puerta interior está cerrada por fuera. Se llama en ella a
puñetazos... Nadie responde... El rey no estaba en sus
habitaciones; había tomado otro camino para dirigirse a las de la
reina... En aquel momento se oye un pistoletazo disparado muy
cerca; después un tiro de fusil.
«Amigos míos, mis queridos amigos—gritaba la reina
deshecha en lágrimas, —salvadme y salvad a mis hijos.»
La reina llevaba consigo al delfín. La puerta, al fin, se abre y la
reina se salva en las habitaciones del rey.
Queriendo entrar la multitud, llama en el Ojo-de-Buey. Los
guardias habían hecho allí una barricada con bancos, taburetes y
otros muebles... Esperaban la muerte... De pronto cesan los golpes
en la puerta. Una voz enérgica dice: «¡Abrid!» Como no quisieran
abrir, la misma voz repite: «Abrid, señores guardias de corps;
habíamos olvidado que los vuestros salvaron a nuestros guardias
franceses en Fontenoy.»
Eran los guardias franceses, hoy guardias nacionales; era el
bravo y generoso Hoche, entonces sargento mayor solamente; era
el pueblo que iba a salvar a la nobleza. La puerta se abrió, y llorando
todos, se arrojaron unos en brazos de otros.
En aquel momento el rey, creyendo el paso forzado y
tomando a los salvadores por los asesinos, abrió él mismo su
puerta, por un movimiento de valerosa compasión, y dijo: «No
hagáis daño a mis guardias.»

307
El peligro había pasado. La multitud estaba tranquila. Sólo los
ladrones no cesaban en su obra, apoderándose de cuanto
encontraban. Los granaderos arrojaron del castillo a esta canalla.
Una escena de horror ocurrió entonces a la entrada del
edificio. Un hombre de larga barba trabajaba afanosamente
cortando con su hacha las cabezas de dos cadáveres, de los dos
guardias muertos en la escalera.
Aquel miserable, a quien algunos creyeron un famoso
bandolero del Mediodía, era sencillamente un modelo de la
Academia de pintura, que para aquel día se había colocado una
pintoresca túnica de esclavo antiguo que extrañó a todo el mundo
y aumentó el terror62.
Lafayette, despertado demasiado tarde, llegó entonces a
caballo. Vio a un guardia de corps apresado y amarrado junto al
cadáver de un hombre de los que los suyos habían muerto. Se le
iba a matar como represalia.
«He dado mi palabra al rey—dijo Lafayette—de salvar a los
suyos. Haced cumplir mi palabra.» Se salvó el guardia, pero
Lafayette corría peligro. Un furioso gritó: «¡Matadle!» Lafayette,
muy sereno, ordenó detenerle. La multitud, obediente, lo apresó y
lo llevó junto al general, arrojándolo bruscamente al suelo e
hiriéndole en la caída.
Lafayette entra. Madame Adelaida, cuñada del rey, le abraza:
«Sois vos quien nos ha salvado»—le dice. Corre Lafayette al
gabinete del rey. ¿Quién creería que subsistía la etiqueta? Un gran
oficial le detiene un momento y después le deja pasar, diciéndole:
«Señor, el rey os otorga entrada franca.»
62
Nicolás, este era su nombre, no había dado jamás señales de violencia ni de mala
inclinación, según declaró su patrón. Los niños tiraban de la barba a aquel hombre terrible sin
que se enfadase. En el fondo era un hombre vanidoso, un poco loco, que creyó hacer una cosa
fuerte, enérgica, original y reproducir, acaso, las escenas sangrientas de que había sido
modelo en pinturas o comparsa en el teatro. Cuando hubo realizado aquel acto horrible y notó
que las gentes se apartaban de. él horrorizadas, tuvo el sentimiento de aquella soledad, y
tristemente conmovido y con diversos pretextos, buscó amigos pidiendo tabaco a un criado,
un poco de vino a un suizo pagándolo él, y finalmente huyendo desesperándose y rasurándose
la barba. (Véanse las declaraciones en el Monitor.) Las cabezas fueron llevadas a París en lo
alto de dos picas; una de ellas la llevaba un niño. Según algunos testigos, fueron llevadas
aquella misma mañana; según otros, poco antes del rey y, por lo tanto, en presencia de
Lafayette, cosa poco verosímil. Los guardias de corps habían matado cinco hombres del
pueblo o guardias nacionales de Versalles. La multitud mató siete guardias de corps.

308
El rey se asoma al balcón. Un grito unánime se eleva: «¡Viva
el rey! ¡viva el rey!»
«¡El rey a París!» es el segundo grito. Todo el pueblo y la tropa
lo repiten.
La reina estaba allí junto a una ventana; su hija abrazada a
ella; delante el delfín. Él niño, jugando con los cabellos de su
hermana, dice:
«¡Mama, tengo hambre!»
¡Dura reacción de la necesidad!... ¡El hambre pasa del pueblo
al rey!... ¡Oh, Providencia, Providencia!... ¡Gracias! porque aquel
que primero siente el hambre, es un niño, y con él, ¡el corazón de
su madre!...
En este momento surge un grito formidable: «¡La reina!»
El pueblo quería verla en el balcón. Ella vacila. «¡Cómo! ¿
Sola? »
—«Señora, no temáis nada! »—le responde Lafayette.
Va al balcón, pero no sola, sino teniendo una salvaguardia
admirable: de una mano su hija y de la otra su hijo.
La gran escalera de mármol, llena de pueblo, aparecía terrible,
engendradora de rumores irritados; los guardias nacionales
colocados alrededor no podían responder del centro. Había allí
hombres furiosos, ciegos, con armas de fuego cargadas.
Lafayette estuvo admirable; arriesgó por aquella mujer
temblorosa su popularidad, su porvenir, su vida. Apareció con ella
en el balcón y le besó la mano.
La multitud se conmovió. El enternecimiento fue unánime. Se
vio en ella a la mujer y a la madre nada más... «¡Ah, qué bella!...
Pero qué, ¿es la reina?... ¡Cómo acaricia a sus hijos!»
¡Gran pueblo, que Dios te bendiga por tu clemencia y tu
olvido63! El rey estaba demudado y tembloroso cuando la reina
entró en el balcón. Pasado el peligro, dijo a Lafayette: «¿No podríais
hacer algo también por mis guardias?»—«Dadme uno»—respondió
63
La declaración más curiosa es la de la valiente mujer La Varenne. En ella se ve perfectamente
el comienzo de una leyenda. Aquella mujer es testigo ocular y actriz; por salvar a un guardia
de corps recibe una herida; siente todo el espectáculo y agrega a ello su buena fe: «La reina
aparece en el balcón; Lafayette dice: La reina ha sido engañada... Promete amar a su pueblo y
permanecer agregada a él como Jesucristo a su Iglesia. En señal de aprobación, la reina,
derramando lágrimas, levanta dos veces la mano. El rey pide gracia para sus guardias, etc.»

309
el general. —Lafayette le lleva al balcón, le pide preste el juramento
y enseñe a pueblo su sombrero con la escarapela nacional. El
guardia le abraza y el pueblo estalla en un grito: «¡Vivan los
guardias de corps!» Para mayor seguridad los granaderos tomaron
los sombreros de los guardias y les dieron los suyos, mezclándose
así de tal modo que no se pudiera disparar sobre ellos.
El rey tenía la más viva repugnancia a partir de Versalles.
Abandonar la residencia real era para él lo mismo que abandonar
la corona. Pocos días antes había rechazado los ruegos de Malouet
y otros diputados que para alejarse de París le rogaban trasladara
la Asamblea a Compiegne. Y ahora era preciso abandonar Versalles
para ir a París en medio de aquella terrible multitud... ¿Qué
ocurriría a la reina? No osaba pensarlo.
El rey rogó a la Asamblea se reuniera en el castillo. Una vez
allí, la Asamblea y el rey unidos, con el apoyo de Lafayette, se
hubiera conseguido que los diputados rogaran al rey no marchara
a París. Este ruego se hubiera presentado al pueblo como un voto
de la Asamblea. Todo aquel gran movimiento concluiría allí; el
cansancio, el abandono, el hambre, poco a poco hubieran agotado
las energías del pueblo.
Hubo en la Asamblea, que comenzaba a reunirse, dudas y
vacilaciones.
Nadie tenía prejuicio hecho, idea preconcebida. El
movimiento popular había cogido a todo el mundo de improviso.
Los espíritus más penetrantes no habían previsto nada de ello; ni
Mirabeau, ni Sieyes. Cuando recibió la primera noticia, dijo éste.
«No comprendo nada. Esto marcha en sentido contrario.»
Creo que quería decir: «Contrario a la Revolución.» Sieyes en
aquella época era todavía revolucionario y acaso partidario de la
rama de Orleans.
Que el rey abandonara su vieja corte de Versalles, que viviera
en París, en medio del pueblo, eran motivos, sin duda alguna, para
que Luis XVI se hiciera popular.
Si la reina (muerta o fugada) no le hubiese seguido., los
parisienses hubieran sentido renacer en sus corazones el amor a
su rey. Durante mucho tiempo habían sentido debilidad por aquel

310
hombre gordo que aparecía a los ojos. de la multitud con aire de
bondad y paternal buena fe.
Antes hemos visto cómo las mujeres del mercado le llamaban
un buen papá; este era todo el pensamiento del pueblo.
Aquel traslado a París que aterraba tanto al rey asustaba en
sentido inverso a los que querían continuar y afirmar la Revolución,
y todavía más a los que por miras patrióticas o personales querían
dar la intendencia general o más aun al duque de Orleans.
Lo peor que podía ocurrir a éste, a quien se acusaba
locamente de querer matar a la reina, era que la reina muriese, y
que el rey solo, libre de aquella impopularidad viva, fuese a
establecerse en París, amparándose en manos de los Lafayettes y
los Baillys.
El duque de Orleans era perfectamente inocente del
movimiento del 5 de Octubre. No supo qué hacer ni cómo
aprovecharlo. Aquel día y la noche siguiente se agita, va y viene.
Las declaraciones de los testigos prueban que se le ve en todas
partes, entre París y Versalles y que en ninguna parte hace nada64
En la mañana del día 6, entre ocho y nueve, aparece el duque
de Orleans en los alrededores del castillo, manchados de la sangre
de los asesinatos, saludando al pueblo sonriente con una enorme
escarapela en el sombrero.
Para reunir la Asamblea, apenas había cuarenta diputados
propicios a dirigirse al castillo. La mayor parte, bastante inciertos,
estaban reunidos en la sala. El pueblo, que llenaba las tribunas,
concluyó con aquella incertidumbre; apenas se comenzó a hablar
de ir al castillo, el pueblo prorrumpió en gritos.
Mirabeau se levantó entonces, y siguiendo su costumbre de
encubrir con lenguaje fiero sus obediencias al pueblo, dijo: «que la
libertad de la Asamblea se comprometería si deliberaba en el
palacio de los reyes, que no era digno de ella abandonar el lugar de
sus sesiones y que bastaría con enviar al rey una diputación.»

64
Todo lo que parece haber hecho, fue autorizar, en la noche del día 5, al cantinero de la
Asamblea para que diese víveres al pueblo que había en la sala. —No hay tampoco indicio de
que hubiera trabajado mucho-desde el 14 de Julio al 5 de Octubre, salvo" una torpe y frustrada
tentativa hecha por Danton en su favor cerca de Lafayette. Véanse las Memorias de éste.

311
El joven Barnave apoya a Mirabeau. En vano contradice
Mounier, que presidía.
Al fin se sabe que el rey consiente en marchar a París y la
Asamblea decide, a propuesta de Mirabeau, que para la reunión
actual era ella inseparable del rey.
El día avanza. Es cerca de la una de la tarde... Es preciso partir,
abandonar Versalles... ¡Adiós, vieja monarquía!
Cien diputados rodean al rey y todo un ejército y todo un
pueblo.
El rey se aleja del palacio de Luis XIV para no volver allí jamás.
La multitud se pone en movimiento delante y detrás del rey.
Hombres y mujeres van como pueden, a pie, a caballo, en
carros, en las cureñas de los cañones. A mitad de camino se
encuentran con placer un convoy de harinas. ¡Excelente cosa para
la ciudad hambrienta!
Las mujeres llevan en sus picas pedazos de pan, ramas de
árboles, ya amarillas en Octubre. Iban muy alegres, y a su manera,
eran amables, menos las que rodeaban el coche de la reina. «Aquí
llevamos—gritaban—al panadero, a la panadera y al marmitón.»
Creían todas que teniendo al rey no podrían jamás morir de
hambre. Todas eran aún realistas y marchaban muy alegres, por
poder al fin poner en buenas manos aquel buen papá; no tenía
mucho talento ni era hombre de palabra, pero de esto tenía la culpa
su mujer. Una vez en París no faltarían buenas mujeres que le
aconsejaran mejor.
Todo esto es, a la vez, alegre, triste, violento, gozoso y
sombrío.
El cielo no contribuía a aumentar ni mantener siquiera
aquellas esperanzas. Había llovido. Se marchaba lentamente,
convertido el camino en un barrizal. A cada momento, alguno, por
regocijo o por descargar su arma, disparaba un tiro.
El coche real avanza escoltado, con Lafayette junto a la
portezuela.
La reina estaba inquieta. ¿Estaba segura de llegar? Preguntó
a Lafayette lo que pensaba, y éste lo preguntó a su vez a Moreau
de Méry, que habiendo presidido el Hotel de Ville en los famosos
días de la Bastilla, conocía el terreno que pisaba.

312
Moreau respondió con estas significativas palabras: «Dudo
que la reina llegue sola a las Tullerías, pero una vez en el Hotel de
Ville volverá.»
He aquí al rey en París, en el único lugar donde debía estar,
en el corazón mismo de Francia. Esperemos que sea digno de ella.
La revolución del 6 de Octubre, necesaria, natural y legítima,
fue completamente espontánea, imprevista, verdaderamente
popular; perteneciendo, sobre todo, a las mujeres, como la del 14
de Julio fue hecha por los hombres.
Los hombres tomaron la Bastilla y las mujeres tomaron al rey.
El 1. ° de Octubre todo fue echado a perder por las damas de
Versalles.
El 6 todo fue reparado por las mujeres de París.

313
LIBRO III
6 DE OCTUBRE DE 1789—14 DE JULIO DE 1790

CAPITULO PRIMERO
Acuerdo para relevar al rey (Octubre 89). —Vehemencia de la
fraternidad (Octubre-Julio)

Amor del pueblo para el rey. — Generosidad del pueblo y su tendencia


a la unión. —Sus federaciones (de Octubre a Julio). —Lafayette y Mirabeau
por el rey; la Asamblea por el rey; Octubre de 1789. — El rey no estaba cautivo
en Octubre.

La mañana del 7 de Octubre, desde bien temprano, estaban


las Tullerías llenas de un pueblo conmovido, hambriento de ver su
rey.
Todo el día, mientras recibía el homenaje de los cuerpos
constituidos, la multitud le observaba desde fuera, le esperaba y le
buscaba.
Se le veía o se creía verlo a través de los cristales; el que tenía
la dicha de distinguirlo, lo mostraba a sus vecinos: «¡Vedlo; helo
allí!»
Fue necesario que saliese al balcón, y al aparecer estalló un
aplauso unánime. Fue preciso que bajara al jardín, que respondiera
más de cerca al enternecimiento del pueblo.
Su hermana, María Isabel, joven e inocente, estaba
conmovida; abrió sus ventanas y comió delante de la multitud. Las
mujeres alzaban sus hijos en brazos para que la vieran, la
bendecían y la llamaban hermosa.
Desde la víspera, desde la noche misma del 6 de Octubre,
podía estarse seguro de aquel pueblo que tanto miedo había
causado.
Cuando el rey y la reina aparecieron en el Hotel de Ville entre
hachones, un vocerío inmenso surgió de la Grève, formado por

314
gritos de alegría, de amor, de reconocimiento para el rey que iba a
vivir en medio de ellos... Lloraban como niños, se tendían las
manos, se abrazaban unos a otros.
«La Revolución ha concluido—se decía; —he ahí al rey
libertado de Versalles, de sus cortesanos, de sus consejeros.»
Y en efecto, aquel mal encantamiento que desde hacía más
de un siglo tenía a la realeza cautiva, lejos de los hombres, en un
mundo de estatuas, de autómatas más artificiales todavía, se había
roto gracias a Dios.
El rey estaba alejado de la naturaleza, la vida y la verdad.
Traído de aquel largo destierro venía a su casa, entraba en su
verdadero puesto, se encontraba restablecido en su elemento de
rey. ¿Y cuál otro elemento mejor que el pueblo? ¿dónde sino en él
podrá un rey respirar y vivir? Vivid, señor, en medio de nosotros;
sed libre por la primera vez. No lo habéis sido nunca.
Siempre habéis obrado y dejado obrar, a pesar vuestro. Cada
tarde os habéis tenido que arrepentir de algo que habéis hecho por
la mañana; cada día, en lugar de mandar, habéis obedecido.
Esclavo durante tanto tiempo del capricho, reináis, al fin,
según la ley, y ésta es la realeza y la libertad. Dios mismo no reina
de otro modo.
Tales eran los pensamientos del pueblo, generosos y
simpáticos, sin recelos ni desconfianzas. Mezclado por primera vez
a los señores y a las damas hermosas, estaba gozoso de
contemplarlos de cerca, e igualmente veía placentero a los
guardias de corps que se paseaban cogidos del brazo de sus
amigos y salvadores los bravos guardias franceses. El pueblo,
entusiasmado, aplaudía a unos y a otros para unirlos y estrecharlos
más y para consolar a sus enemigos de la víspera.
¡Sépase eternamente que en aquella época, mal conocida,
desfigurada por el odio, el corazón de Francia se mostró lleno de
magnanimidad, de clemencia y de perdón!
En las resistencias mismas que provoca en todas partes la
aristocracia, en los actos enérgicos en que el pueblo se manifiesta
dispuesto a herir, amenaza solamente y perdona.
Metz denuncia a su Parlamento rebelde a la Asamblea
nacional y después intercede por él. Bretaña, en la vigorosa

315
federación que hizo en pleno invierno (Enero) se muestra fuerte y
clemente. Ciento cincuenta mil hombres armados se dispusieron a
resistir a los enemigos de la ley, y el joven jefe, que a la cabeza de
sus diputados juraba con la espada puesta en el altar, exclamó: «Si
se tornan buenos ciudadanos, les perdonaremos.»
Aquellas grandes federaciones que durante ocho o nueve
meses se hacen en toda Francia, son el rasgo distintivo, la
originalidad de la época. Al principio son defensivas, de protección
mutua contra los enemigos desconocidos, contra los bandoleros y
contra la aristocracia.
Después, aquellos hermanos, armados juntamente, quieren
vivir juntamente también; se preocupan de las necesidades de sus
hermanos, se esfuerzan por asegurar la circulación de los granos,
por hacer pasar el sustento de provincia en provincia, de aquellas
que estaban abastecidas, a las que grandes dificultades se oponían
a que lo estuvieran.
Al fin, la seguridad renace, el hambre va siendo rara, y, sin
embargo, las federaciones continúan, sin otra necesidad que la de
satisfacer al corazón: «Para unirse—decían—y amarse unos a otros.»
Al principio las aldeas y los pueblos se han unido para
protegerse a sí mismos contra los nobles. Después, cuando los
labriegos o partidas errantes atacaron a los nobles, incendiando los
castillos, pueblos y aldeas, se arman para proteger los castillos y
defender los nobles, sus enemigos, contra los que se habían aliado.
Los nobles entonces acuden a establecerse entre los pueblos, entre
sus salvadores, y prestan el juramento cívico.
Las luchas de los pueblos y las campiñas duran poco,
afortunadamente. El labriego abre pronto los ojos y las orejas, y a
su vez se confedera para mantener el orden y defender la
Constitución.
Mientras escribo estas líneas tengo ante mí el proceso verbal
de una multitud de federaciones de los campos y veo el
sentimiento de la patria estallar allí en forma inocente, pero tanto
o más vivo que en las ciudades.
No más separaciones entre los hombres. Parece que las
murallas de las ciudades se han desplomado. Las grandes
federaciones urbanas van a buscar a las de los campos, y entre

316
tanto los labriegos, con el alcalde y el cura a la cabeza, van a
fraternizar con las ciudades.
Todos en orden; todos armados. En aquella época—conviene
no olvidarlo—la guardia nacional está constituida por todo el
mundo65.
Todo el mundo se pone sobre las armas; todos parten como
en tiempo de las cruzadas... ¿Dónde van reunidas así por grupos,
aldeas y aldeas, pueblos y pueblos, provincias y provincias? ¿Cuál
es la Jerusalén que atrae de este modo a todo un pueblo, y lo atrae,
no fuera de sí mismo, sino en sí, uniéndolo, concentrándolo en su
propio ser?...
Es una Jerusalén mejor que la de Judea; es la de los
corazones, la santa unidad fraternal... la gran ciudad viviente, que
necesita hombres que la reconstruyan... En menos de un año queda
hecha... Y después aquella gran ciudad se convierte en la patria...
He aquí mi camino en este tercer libro; todos los obstáculos
del mundo, los gritos, los actos violentos, las disputas agrias, serán
causa de que me retarde, nunca de que retroceda.
El 14 de Julio me dio la unanimidad de París. Y el otro 14 de
Julio me va a dar en cualquier momento la unanimidad de Francia.

65
Todo el mundo, sin excepciones, en los campos. Durante un año, en medio del terror y del
pánico, que se renovaban a cada instante, todos estaban armados, al menos con instrumentos
de labranza, y así, armados, aparecían en las revistas y en las fiestas más solemnes.
En las ciudades la organización varía; los comités permanentes que se formaron al
recibir la noticia de la toma de la Bastilla abrieron registros en los que se inscribieron los
hombres de buena voluntad de todas las clases del pueblo; en todas partes, donde quiera que
había peligro, estos voluntarios eran absolutamente todo el mundo, sin excepción.
La desventurada cuestión del uniforme dio comienzo a algunas divisiones; sé
formaron cuerpos de elegidos y esto fue mal visto por los demás.
El uniforme fue exigido en mal hora por París, y la guardia nacional quedó reducida a
treinta o cuarenta mil hombres. En las demás regiones había pocos uniformes. A lo sumo una
enseña de distintivo que variaba de color según cada ciudad. Poco a poco dominaron el azul
y el rojo.
La proposición de exigir un uniforme para toda Francia no fue hecha hasta el 18 de
Julio de 1790.
El 28 de Abril de 1791 la Asamblea restringe la calidad de guardia nacional a los
ciudadanos activos o electores primarios.
Estos electores (que como propietarios o arrendatarios pagaban el valor de tres
jornales de trabajo, estimados lo más en veinte sueldos cada uno) eran próximamente cuatro
millones de hombres.
La mayoría de los trabajadores que vivían al día, no pudieron continuar haciendo el
enorme sacrificio de tiempo que exigía entonces el servicio en la guardia nacional.

317
¿Cómo el antiguo amor del pueblo, el rey, hubiera podido
quedar solo fuera de aquel universal abrazo fraternal? Él fue el
primer punto de mira. Se veía cerca de él a la reina, siempre
llorando, triste y dura, alimentándose sólo con su ración. Se veía la
pesada servidumbre en que le mantenían sus escrúpulos de devoto
y la servidumbre material con que su naturaleza le ligaba a su
mujer. Y a pesar de esto, el pueblo se obstinaba en poner en él toda
esperanza.
Parece ridículo decirlo; el pánico del 6 de Octubre hizo una
multitud de realistas. Aquel ensueño terrible, aquella
fantasmagoría nocturna había turbado profundamente las
imaginaciones; el pueblo se estrechaba alrededor de su rey.
Igual fenómeno se notaba en la Asamblea. Jamás fue tan
buena para él. La Asamblea también tenía miedo; diez días después
se decidió con gran repugnancia a trasladarse a París, a aquel
sombrío París de Octubre, entre el desbordado mar del pueblo.
Ciento cincuenta diputados prefirieron tomar sus pasaportes.
Mounier y Lally se salvaron.
Los dos primeros hombres de Francia, el más popular y el más
elocuente, Lafayette y Mirabeau, se tornaron realistas en París.
Lafayette estaba mortificado de haber sido llevado a Versalles,
cuando parecía que era él quien llevaba a los demás. En su
involuntario triunfo estaba casi tan asombrado como el rey.
Al volver a París hizo dos cosas. Obligó a la municipalidad a
hacer perseguir ante el Chatelet el periódico sanguinario de Marat,
y él mismo fue a buscar al duque de Orleans, le intimidó y habló
alto y firme, y en su casa y delante del rey le convenció de que
después del 6 de Octubre su presencia en París inquietaba, daba
pretextos a la algarada y turbaba la tranquilidad. De este modo le
obligó a marcharse a Londres. Queriendo el duque volver a París,
Lafayette le envió a decir que al día siguiente de su vuelta se batiría
con él.
Mirabeau, privado de su duque y convencido decididamente
de que jamás sacaría partido de aquel hombre, se tornó, con el
mayor aplomo y como hombre necesario a quien no puede
rechazarse, del lado de Lafayette (10-20 de Octubre).

318
Sencillamente proponía Mirabeau que Necker fuese
expulsado nuevamente y que se apoderaran del gobierno Lafayette
y él. Esta era ciertamente la última jugada salvadora que quedaba
al rey. Pero Lafayette no amaba ni estimaba a Mirabeau, y la corte
detestaba a ambos.
Un momento, sólo un momento bien corto, las dos fuerzas
que quedaban, la popularidad y el genio, se entendieron en
provecho de la realeza.
Un suceso casual que ocurrió precisamente a la puerta de la
Asamblea dos o tres días después de su llegada a París, aterró a la
realeza y la hizo desear el orden a cualquier precio.
Un hombre cruel mató a un panadero66, (21 de Octubre). El
asesino fue juzgado en aquel momento y colgado. La
municipalidad creyó llegado el momento de pedir una ley de
severidad y de fuerza.
La Asamblea decretó la ley marcial, que armó a las
municipalidades del derecho a requerir el auxilio de las tropas y de
la guardia ciudadana para disolver las reuniones públicas y las
aglomeraciones de gente, y al mismo tiempo entregaba el juicio de
los crímenes de lesa nación a un antiguo tribunal real, al Chatelet;
tribunal demasiado pequeño para una misión tan grande.
Buzot y Robespierre decían que era preciso crear un alto
tribunal nacional. Mirabeau se aventuró a decir que todas estas
medidas eran impotentes y que lo absolutamente necesario era
hacer fuerte al poder ejecutivo y no dejarle que se prevaleciera de
su propio anudamiento.
¡He aquí el 21 de Octubre! ¡Qué camino tan largo el recorrido
desde el día 6! En quince días el rey había recobrado tanto terreno,
que el audaz orador colocaba, sin protestas, la salvación de Francia
en la fuerza de la realeza.
Lafayette escribía al Delfinado, al fugitivo Mounier, quien se
lamentaba del cautiverio del rey y apoyaba la guerra civil: «Que el

66
Aquel crimen cometido a las puertas de la Asamblea y que la obligó a votar sobre la marcha
leyes represivas, no podía aprovechar más que a los realistas. Creo, sin embargo, que nadie
lo preparó, sino que fue efecto de la casualidad, de las desconfianzas y de la irritación de la
miseria.

319
rey no estaba cautivo, que habitaría ordinariamente en la capital,
pero que reanudaría sus cacerías.»
Esto no era mentira. Lafayette, -efectivamente, rogaba al rey
que saliera, que se mostrara, que no autorizara con una reclusión
voluntaria el rumor de su cautiverio.
No hay duda alguna que en aquella época Luis XVI hubiera
podido con facilidad retirarse a Ronen, como le aconsejaba
Mirabeau; o a Metz, al ejército de Bouillé, como la reina deseaba.

320
CAPITULO II
Resistencias. —El clero (Octubre-Noviembre 1789)

Grandes miserias. —Necesidad de tomar los bienes del clero. —El clero no era
propietario. —Reclamaciones de las víctimas de), clero; religiosos y religiosas, protestantes,
judíos y comediantes

El sombrío invierno en que entramos no fue tan atrozmente


frío como el de 1789: Dios tuvo piedad de Francia.
No hubiera habido ningún medio de resistir y vivir. La miseria
había aumentado; no quedaba ninguna industria, ningún trabajo.
Desde aquella época los nobles emigran o abandonan,
cuando menos, sus castillos, y creyendo poco seguros los campos,
van a establecerse en las ciudades, donde se encierran y esconden
esperando los acontecimientos; muchos se preparan a huir y
liquidan sus bienes y hacen sus maletas, poco a poco, sin ruido.
Si alguna señal de vida da en sus dominios es sólo para pedir,
no para aliviar y calmar; los más osados se atreven a pedir lo que
se les adeuda, los atrasos de los derechos feudales.
El dinero se esconde, el trabajo cesa, la mendicidad aumenta
pavorosamente en las ciudades; ¡solo en París hay cerca de
doscientos mil mendigos! Y si no se obligara a cada municipalidad
a mantener sus pobres, millones de hombres llegarían a París con
la mano extendida pidiendo limosna.
Durante todo el invierno todos los pueblos se esfuerzan por
mantener sus pobres, hasta agotar todos los recursos; los ricos,
como no cobraban nada, descienden hasta el nivel de los pobres.
Todos se quejan, todos imploran a la Asamblea nacional. Si
continúan las circunstancias igualmente, la Asamblea tendrá que
resolver el problema de alimentar nada menos que a todo el
pueblo, a toda la nación.
Pero el pueblo no puede morir. Antes que tal suceda, hay un
recurso, un patrimonio en reserva, al que no se ha tocado. Para
esto precisamente, para alimentar al pueblo hicieron nuestros
caritativos ante pasados las fundaciones religiosas y dotaron con

321
lo mejor de sus bienes a los dispensadores de la caridad, a los
eclesiásticos.
Y estos han guardado y aumentado tan bien el capital de los
pobres, que alcanza a una quinta parte de los terrenos del reino,
valuada en cuatro mil millones.
El pueblo, este pobre tan rico, llega hoy llamando a las
puertas de la Iglesia, su propia madre, pidiendo parte de unos
bienes que le pertenecen por entero... ¡Panem!, ¡propter Deum!
Sería cruel dejar al propietario, al hijo de la casa, al heredero
legítimo morir de hambre sobre el desnudo suelo.
Si sois cristiano, dad; los pobres son los miembros del rebaño
de Cristo. Si sois ciudadano, dad; el pueblo es la patria viva. Si sois
honrado, devolved; porque lo que tenéis no es más que un
depósito.
Devolved... y la nación os dará centuplicado. No se trata de
arrojaros en el abismo para cegarlo. No se os pide que, nuevos
mártires, os inmoléis por el pueblo. Se trata, al contrario, de acudir
a vuestro socorro y salvaros a vosotros mismos.
Para comprender esto es preciso saber que el cuerpo del
clero, monstruo de riqueza, comparado con la nación, era también
en sí mismo un monstruo de injusticia y desigualdad.
Aquel cuerpo, de cabeza enorme, engordada de sangre y de
grasa, era, en sus miembros inferiores, delgado, seco y famélico.
En tal sitio, el sacerdote tenía un millón de rentas, y en tal
otro doscientos francos.
En el proyecto de la Asamblea, que no apareció basta la
primavera, todo esto quedaba arreglado. Los curas y vicarios del
campo recibirían del Estado cerca de sesenta millones y los obispos
tres solamente.
Por esto ¡ah!... la religión perdida, Jesús montado en cólera,
la Virgen llorando en las iglesias del Mediodía, de la Vendée, toda
la fantasmagoría necesaria para empujar a los campesinos al motín
y a los asesinatos.
La Asamblea quiso todavía dar treinta y tres millones de
pensión a los monjes y a las religiosas y doce millones a los
eclesiásticos pobres y desamparados, etc. Llevó el presupuesto
general del clero a la suma enorme de ¡ciento treinta y tres

322
millones!, que por defunción de los beneficiados habría de irse
reduciendo a la mitad; esto era hacer las cosas a largo plazo.
El curato más ínfimo debía tener (sin contar la habitación,
presbiterio y jardín) mil doscientas libras anuales.
Hablando en verdad, todo el clero (menos algunos centenares
de hombres) hubiera pasado de la miseria a tener sus necesidades
cubiertas, de modo que lo que se llamó expoliación del clero era el
enriquecimiento.
Los prelados hicieron una hermosa defensa heroica. Tuvieron
necesidad de librar tres batallas (Octubre, Diciembre y Abril) para
deducir de tales combates que la restitución era sencillamente un
acto de justicia.
Allí se pudo ver perfectamente dónde tenían aquellos
hombres de Dios su vida y su corazón: en la propiedad. ¡La
defendieron como los primeros cristianos habían defendido la fe!
Les faltaban argumentos, pero no retórica conque endulzar
profecías amenazadoras... Si tocáis a una propiedad santa y
sagrada entre todas, todas las demás estarán en peligro, porque el
derecho de propiedad perecerá en el espíritu del pueblo... ¡El
pueblo va a venir mañana a pedir la ley agraria!...
Otro decía con dulzura: «Si arruináis al clero no ganaréis gran
cosa, porque el clero está pobre, y lleno, además, de deudas; sus
bienes, pasando a otras manos, no siendo administrados por el
clero mismo, no podrán nunca pagar estas deudas.
La discusión comenzó el 10 de Octubre. Talleyrand, obispo de
Autun, que había sido agente del clero en todos sus negocios,
rompe el hielo el último, esquivando el fondo de la cuestión,
aventurándose en un terreno resbaladizo, diciendo solamente:
«Que el clero no era propietario como los demás propietarios.»
A lo cual agregó Mirabeau: «La propiedad es de la nación.»
Los legistas de la Asamblea probaron sobradamente: 1. °
Que el clero no era 'propietario (pudiendo usar, no abusar); 2. °
Que no era posesor, puesto que el derecho eclesiástico le prohibía
poseer; 3. ° Que no era usufructuario, sino depositario,
administrador y a lo sumo dispensador.
Lo que produjo más efecto que la discusión de estas palabras,
fue que apenas se comenzó a escarbar alrededor del árbol de la

323
Iglesia, se vio cuanto había encubierto su sombra de injusticia y
barbarie.
En tiempos de la Revolución el clero tenía todavía siervos y
esclavos. Había pasado todo el siglo XVIII, habían pasado Rousseau
y Voltaire y todos los libertadores... ¡Y el sacerdote tenía todavía
siervos!
El 22 de Octubre, uno de ellos, Juan Jacobo, anciano
venerable de más de ciento veinte años, casi inmortal, fue llevado
por sus hijos a la Asamblea, donde pidió el favor de que le dejasen
expresar su agradecimiento por los decretos del 4 de Agosto.
Grande fue la emoción. La Asamblea nacional entera se puso
de pie delante de aquel venerable decano del género humano y le
obligó a sentarse y a cubrirse... Noble respeto de la ancianidad y
también reparación para el pobre siervo, para una tan larga injuria
a los derechos de la humanidad.
Aquel viejo había sido siervo medio siglo bajo Luis XIV y
ochenta años después lo era todavía; los decretos del 4 de Agosto
fueron solamente una declaración general, pero nada de ellos se
había ejecutado.
La servidumbre no fue abolida hasta Marzo del 90; el anciano
murió en Diciembre, y por esto el último de los siervos no vio la
libertad.
El mismo día, 23 de Octubre, M. de Castellane,
aprovechándose de la emoción de la Asamblea, pidió que fuesen
visitadas las treinta y cinco prisiones de París, las de toda Francia,
y que especialmente se abrieran las prisiones más ignoradas
todavía, más profundas que las bastillas reales, los calabozos
eclesiásticos.
Aunque tarde, llegaba el día de resurrección en que el sol
iluminaría los misterios, en que el rayo bienhechor de la ley
aclararía por primera vez aquellas justicias de las tinieblas, aquellos
fosos profundos, aquellos in pace, donde en sus furiosos odios de
claustrados, en sus amores más atroces aún que sus odios, los
frailes enterraban a sus hermanos.
¿Pero los conventos enteros eran otra cosa que profundos in
pace, donde las familias arrojaban y olvidaban miembros suyos
que estorbaban y eran sacrificados en beneficio de los otros? Estos

324
infelices no podían como el anciano siervo hacerse conducir a la
Asamblea nacional, pedir la libertad y orar en la tribuna en vez de
hacerlo en el altar...
Con grandísimos trabajos y riesgos, desde lejos y por cartas,
se atrevían a quejarse. El 28 de Octubre escribió una religiosa,
tímidamente, en términos generales, no pidiendo nada para ella,
pero rogando a la Asamblea que legislara sobre los votos
eclesiásticos. La Asamblea no se atrevió todavía a tomar partido;
se contentó con suspender la emisión de los votos, cerrando así la
entrada en los conventos a nuevas víctimas.
¡Cómo se hubiera apresurado a abrir las puertas a los tristes
habitantes de los claustros si hubiera sabido el estado de
desesperación a que habían llegado los infelices!
Antes he hablado de que las desconfianzas del clero habían
mermado y reducido la vida de los pobres religiosos. No teniendo
aire vital que respirar se morían, careciendo de pan y de amor y
hasta de religión.... La muerte, el olvido, el vacío, nada hoy, nada
mañana, nada en el día, nada en la noche. Un confesor algunas
veces y un poco de libertinaje... o se arrojaban de bruces en la orilla
opuesta; del claustro a Rousseau y a Voltaire, en plena revolución...
He visto muchos incrédulos, y los que tenían fe la seguían
enardecidos... Testimonio de ello la señorita Corday, nutrida en el
claustro con Plutarco y 'Emilio, bajo los votos de Matilde y
Guillermo el Conquistador.
Fue aquello como un ensueño de todos los infortunados;
todos los infelices de la Edad Media aparecieron enfrente del clero,
el universal opresor.
Los judíos, perseguidos, odiados, sometidos a castigos
depresivos, fueron a preguntar a la Asamblea si eran hombres.
Abuelos del cristianismo, tan duramente tratados por sus hijos,
pertenecían también, en cierto sentido, a la Revolución francesa,
que, como reacción del derecho, debía inclinarse ante el derecho
austero donde Moisés presintió el futuro triunfo del Justo.
Otra víctima de los prejuicios religiosos, el pobre pueblo de
los comediantes hizo también su reclamación. ¡Bárbaros
prejuicios! Los dos primeros hombres de Francia y de Inglaterra, el
autor de Otelo y el autor de Tartufe, ¿no eran dos cómicos?

325
El gran hombre que habló por ellos en la Asamblea nacional,
Mirabeau, fue un comediante sublime. «¡La acción, la acción, la
acción es todo en el orador!», ha dicho Demóstenes.
La Asamblea no decidió nada para los cómicos, nada para los
judíos. Diéronle éstos pretexto para abrir a los no católicos el
acceso a los empleos civiles, y así atrajo de extraños países a
nuestros infortunados hermanos los protestantes, expatriados por
los bárbaros directores de Luis XIV.
La Asamblea prometió a los protestantes devolverles lo que
se pudiera de sus bienes confiscados. Muchos volvieron al cabo de
un siglo de destierro, hijos y nietos de los llamados culpables.
Pocos encontraron su fortuna.
Lo que encontraron fue la igualdad, la más honrosa
rehabilitación, Francia entregada a la justicia, Francia resucitada,
sus parientes, amigos y correligionarios en primera fila de la
Asamblea y Rabaut y Barnave en la tribuna.
Por una reacción demasiado justa, estos dos protestantes
ilustres eran miembros del comité eclesiástico y juzgaban a sus
antiguos jueces, disponían de la suerte de aquellos que
descuartizaron, enrodaron, empotraron o quemaron a sus padres.
Por toda venganza propusieron votar ciento treinta y tres millones
para el clero católico.
Rabaut Saint-Etienne era hijo del viejo doctor, del
perseverante apóstol, del glorioso mártir de Cévennes, quien
durante cincuenta años no conoció otro techo que el bosque y el
cielo, perseguido como un bandido, pasando los inviernos sobre la
nieve con los lobos, sin otra arma que su pluma, con la que escribía
sus maravillosos sermones. Su hijo, después de haber trabajado
bastantes años en la obra de la libertad religiosa, tuvo la dicha de
votarla en la Asamblea. Él fue también quien propuso el 9 de
Agosto del 91 se proclamara la unidad é indivisibilidad de Francia...
Noble proposición que sin duda alguna todos hubieran hecho,
pero que debía salir del corazón de nuestros protestantes, durante
tanto tiempo y tan cruelmente divorciados de la patria.
La Asamblea llevó al protestante Rabaut a la presidencia y
tuvo la insigne alegría de escribir a su padre octogenario esta frase

326
de rehabilitación solemne, de honor para los proscritos: «El
presidente de la Asamblea nacional está a vuestros pies.»

327
CAPITULO III

Resistencias. —Clero. —Parlamentos. —Estados provinciales

El clero llama a la guerra civil, 14 de Octubre. —La Asamblea reduce los electores
primarios a cuatro millones y medio. —La Asamblea anula al clero como organismo y a los
Parlamentos, 3 de Noviembre. —Resistencia de los tribunales. —Papel funesto de los
Parlamentos en los últimos tiempos. —No admiten más que a los nobles.—Los Parlamentos
de Rouen y de Metz resisten, Noviembre de 1789.

La discusión sobre los bienes eclesiásticos comenzó el 8 de


Octubre. El 14 el clero tocó llamada a la guerra civil.
El 14 un obispo bretón y el 24 el clero de la diócesis de Tolosa.
Llamada del Oeste, llamada del Mediodía.
No hay que olvidar que en este mismo mes de Octubre los
prelados y los ricos abates de Bélgica, amenazados también en sus
bienes, crean un ejército y nombran un general. Brabante y Flandes
enarbolan la bandera de la cruz roja. Los capuchinos y otros monjes
sugestionan a los labriegos, les predican sermones salvajes, los
embriagan en procesiones frenéticas y ponen en sus manos la
espada y el puñal contra el emperador.
Nuestros labriegos eran menos propicios a lanzarse en un
movimiento semejante. Generalmente son Hombres de mejor
juicio y más reflexivos que los belgas.
El viejo espíritu Hacedor de fábulas y sátiras, el espíritu de
Rabelais, poco favorable al clero, no Ha muerto nunca en Francia.
«El señor cura y su ama» es un libro inolvidable para las veladas de
invierno.
De otra parte, el cura es más tolerado e indiferente que
odiado. Los obispos, todos los nobles (Luis XVI no dio la mitra más
que a los nobles) eran, en su mayor parte, hombres de vida
escandalosa. No se satisfacían con sus condesas de provincia, que
Hacían los Honores del palacio episcopal; corrían aventuras con las
bailarinas de París.
Aquellas condesas o marquesas, la mayor parte
pertenecientes a la nobleza pobre, Honraban muchas veces sus

328
medio matrimonios con méritos efectivos; alguna gobernaba el
obispado mucho mejor que hubiera podido hacerlo el obispo. Una
de ellas, no lejos de París, hizo en su diócesis las elecciones del 89
y trabajó vivamente para enviar a la Asamblea nacional dos
excelentes diputados.
— Un episcopado tan mundano, que se olvidaba prestamente
de la religión apenas se tocaba a sus bienes materiales, necesitaba
trabajar mucho para volver a encender en las provincias el antiguo
fanatismo.
En Bretaña misma, donde el campesino pertenece siempre al
clero, fue una imprudencia del obispo Trégnier lanzar el 14 de
Octubre el manifiesto de la guerra civil; fue demasiado pronto.
En aquel manifiesto incendiario se presentaba al rey cautivo,
a la religión atropellada y se afirmaba que los sacerdotes iban a
convertirse en los testaferros asalariados de los bandoleros... de
los bandoleros, es decir, de la nación, de la Asamblea nacional.
Para decir estas cosas el día 14, era necesario poder comenzar
el 15 la guerra civil. En efecto, algunos aturdidos de la nobleza
creían poder levantar los labriegos. Pero el labriego bretón, tan
firme y tenaz, una vez puesto en marcha, incapaz de retroceder
nunca, es muy tardío para decidirse a emprender un camino, y esta
vez le costaba trabajo comprender que el asunto de los bienes de
la Iglesia, por grave que fuera, implicase la pérdida de la religión.
Mientras el labriego pensaba y rumiaba esto, las ciudades no
pensaron nada, sino obraron, sin consultar a nadie, con un vigor
extraordinario.
Todas las municipalidades de la diócesis de Tréginer se
reunieron y procedieron sin perder momento contra el obispo y los
nobles levantiscos; los interrogaron y oyeron a testigos que
procedieron contra ellos.
La intimidación fue tal, que el prelado y los nobles lo negaron
todo y aseguraron no haber dicho una palabra ni hecho nada para
soliviantar a los campesinos.
Las municipalidades enviaron el comenzado proceso a la
Asamblea nacional y al guardasellos; pero sin esperar el juicio
decidieron una sentencia provisional: «Autorizar a las
comunidades y a los gentileshombres para declarar indignos de ¡a

329
salvaguardia nacional, si alguno de ellos cometía la menor
desobediencia a la guardia nacional.»
El mandamiento era del día 14, y esta violenta represalia tuvo
ya lugar el día 18. En aquella semana se desenvaina la espada.
Habiendo comprado Brest granos para su aprovisionamiento, se
pagaron a unos campesinos para que detuvieran en Lannion los
carros de granos y a sus conductores los enviados de Brest,
quienes estuvieron en gran peligro de muerte.
En seguida sale un ejército de Brest y a la vez todos los
municipios acuden armados. Las que estaban demasiado lejos,
como Quimper, Lorient, Hennebon, ofrecieron dinero y ayuda.
Brest, Morlaix, Landernau y otras muchas marcharon enteras; en el
camino todas las comunidades aunadas se encontraban. Lo
maravilloso es que no hubiera ninguna violencia.
Aquella tempestad horrible llegó a las alturas que domina
Lannion y allí se detuvo.
Nunca pudo comprobarse mejor la fuerza heroica de la
Bretaña; fue firme contra ella misma. No se contentó más que con
volver a apoderarse del trigo comprado y con entregar los
culpables a los jueces; es decir, a sus amigos.
En aquel momento lo que hacía a los privilegiados fáciles de
vencer era el no entenderse. Muchos hacían urgentes
llamamientos a la fuerza; pero la mayor parte no desesperaban de
resistir por la ley y por vieja legalidad, y aun acaso por la nueva.
Los parlamentos no trabajaban por ser época de vacaciones;
pero en Noviembre reanudarían sus tareas.
La mayoría de los nobles y de alto clero no hacía nada
tampoco. Tenían la esperanza de que siendo propietarios de la
mayor parte de las tierras y dominando en los campos, tenían
dependiendo de ellos a todo
un mundo de servidores y clientes de diversos nombres.
Aquellos hombres de los campos llamados a votar por la
elección universal de Necker en la primavera de 1789 habían
generalmente votado bien porque sus patronos, al menos la mayor
parte, tomaban a broma apoyar a los Estados generales, que creían
una cosa poco seria.

330
Pero en un año habían transcurrido muchos siglos. Los
mismos patronos, hoy a fines del 89, iban ciertamente a hacer
esfuerzos desesperados para lograr que los campos votaran contra
la Revolución; iban a llevar en bandadas a sus labradores
sometidos y temblorosos hasta la urna electoral para hacerles
votar por la fuerza.
Las cosas cambiarían en un momento cuando el labriego
pudiera entrever la adquisición de los bienes de la Iglesia, cuando
la Asamblea hubiera creado por estas rentas una gran masa de
propietarios y de libres electores.
Mas por el momento no ocurre nada de esto. Los campos
continúan, sometidos a la servidumbre electoral. El sufragio
universal de Necker, si la Asamblea lo hubiera adoptado, daba
incontestablemente la victoria al antiguo régimen.
La Asamblea el 22 de Octubre decretó que para hacer elector
era necesario pagar de impuesto directo como propietario o
arrendatario el valor de tres jornadas de trabajo; es decir, tres
francos a lo sumo.
Con esta medida la Asamblea entrega en manos de la
aristocracia un millón de electores de los campos.
De cinco o seis millones de electores que había dado el
sufragio universal, quedan cuatro millones cuatrocientos mil
(propietarios o arrendatarios).
Los amigos del ideal, Gregoire, Dupont, Robespierre,
objetaron inútilmente que todos los hombres eran iguales y que
todos debían votar en los términos prescritos por el derecho
natural. Dos días antes el realista Monttosier había demostrado
también que los hombres eran iguales.
En la crisis que se atravesaba, nada más vano, nada más
funesto que esta tesis del derecho natural. Los utopistas en
nombre de la igualdad daban un millón de electores a los enemigos
de la igualdad.
Corresponde la gloria de esta medida verdaderamente
revolucionaria al ilustre legista de Normandía, a Thouret, un Sieyes
práctico que hizo hacer a la Asamblea, o cuando menos la indujo a
los grandes hechos que entonces realizó. Sin brillo, sin elocuencia,

331
destrozó con su lógica los nudos en que los más fuertes, los Sieyes
y Mirabeau, parecían enredarse.
El sólo puso término a la discusión de los bienes del clero,
sacándola de las bajas disputas en que se hallaba y elevándola
osadamente a la luz del derecho filosófico. Toda su argumentación
en Octubre y en Diciembre se concreta a esta profunda frase:
«¡Cómo! ¿poseéis? —decía al clero—luego no existís.»
«No existís como organismos. Los cuerpos morales que crea
el Estado no son cuerpos en el sentido propio de la palabra, no son
cuerpos vivientes. Tienen una existencia moral, ideal, que les
presta la voluntad del Estado, su creador. El Estado los hizo y el
Estado los hace vivir. Útiles, él sólo los hace vivir. Inútiles, les retira
su sanción, su voluntad, que ha sido toda su razón de ser y toda su
vida.»
A lo que Maury respondía: «No, el Estado no nos crea;
nosotros existimos sin el Estado.» Lo que equivalía a decir: «Somos
un Estado en el Estado, un principio rival de un principio, una lucha,
una guerra organizada, la discordia permanente en nombre de la
caridad y de la unión.»
El 3 de Noviembre la Asamblea decretó que los bienes del
clero estaban a disposición de la nación.
En Diciembre decretará, a propuesta de Thouret: Que el clero
no es un orden, que no existe (como organismo, como cuerpo).
El 3 de Noviembre es un gran día. Aquel día acaban los
Parlamentos y los Estados provinciales.
Aquel mismo día se presenta un informe de Thouret sobre la
organización de los departamentos, sobre la necesidad de borrar
las provincias, de acabar con aquellas falsas nacionalidades,
resistentes y de mala fe, para constituir en el espíritu de la unidad
una nación verdadera.
¿Quién tenía interés en mantener aquellas viejas divisiones,
aquellas odiosas rivalidades, en conservar a los gascones, a los
provenzales, a los bretones, en impedir a los franceses constituir
una Francia? Los que reinaban en las provincias, los Parlamentos y
los Estados provinciales, falsas imágenes de la libertad, que
durante tanto tiempo, la habían dado sombra, la habían
maniatado, la habían impedido nacer.

332
Pues bien; el 3 de Noviembre, a poco de dar el primer golpe a
los Estados provinciales, la Asamblea declara a los Parlamentos en
vacación indefinida. Lameth presentó la proposición y Thouret
redactó el decreto. «Los hemos enterrado vivos», dijo Lameth al
salir de la sesión.
Toda la antigua magistratura había probado suficientemente
lo que la Revolución podía esperar de ella. Los tribunales de
Alsacia, de Beaujolais y de Córcega, los prebostes de Champagne
y de Provenza conocían perfectamente las leyes que favorecían al
rey y no las que lo perjudicaban.
El 27 de Octubre los jueces enviados a Marsella por el
Parlamento de Aix juzgaron con las formas antiguas, con los
bárbaros procedimientos secretos, sin tener en cuenta el decreto
sancionado el 4 de Octubre, que prohibía todo aquello.
El Parlamento de Besancon se negó abiertamente a registrar
ningún decreto de la Asamblea.
No tenía que pronunciar ésta más que una palabra para
castigar tales insolencias. El pueblo rugía alrededor de aquellos
tribunales rebeldes.
«Contra esos Estados y esos Parlamentos—dijo Robespierre—
la Asamblea nada tiene que hacer; las municipalidades harán
bastante.»
El 5 de Noviembre la Asamblea levanta el brazo para castigar:
«Los tribunales que en un plazo de tres días no registren nuestros
decretos, serán perseguidos como prevaricadores.»
Bajo el débil gobierno que caía, aquellos tribunales habían
tenido una fuerza considerable de resistencia, legal y sediciosa. La
mezcla rara de atribuciones que reunían les daba grandes medios.
Su Jurisdicción soberana, absoluta, hereditaria, era respetada por
todos; los ministros y los grandes señores no se atrevían jamás a
combatir a jueces que no olvidaban, cuya venganza podría
traducirse, pasados hasta cincuenta años, en un proceso que
arruinara a ellos y a sus familias.
Su negativa al registro, que les daba una especie de veto
contra el rey, era una señal de sedición y una manera indirecta de
proclamarla legalmente.

333
Sus usurpaciones administrativas, la vigilancia sobre las
subsistencias, en la cual se inmiscuían, les ofrecían mil ocasiones
de hacer caer sobre el poder central acusaciones terribles.
Y, finalmente, estaba en sus manos una parte de la policía, es
decir, que estaban encargados de reprimir los tumultos que ellos
mismos excitaban y producían.
¿Este poderío estaba en manos fieles que pudieran asegurarlo
y encauzarlo? En el siglo XVIII los parlamentarios se habían
corrompido profundamente por sus relaciones con la nobleza.
Los mismos de ellos que, como jansenistas, eran enemigos
de la corte, devotos, austeros y facciosos, no se enorgullecían
menos que los otros de ver en su despacho particular al duque tal
o al príncipe cual.
Los grandes señores que se burlaban de ellos los acariciaban
y adulaban, les hablaban con el sombrero en la mano para ganar
procesos injustos, especialmente para poder usurpar
impunemente los bienes de las comunidades.
Las bajezas a que descendían las gentes de corte ante
aquellas grandes pelucas no eran correspondidas. Ellos mismos se
reían de ellas, y muchas veces descendían a casar sus hijas con
parlamentarios para rehacer su fortuna deshecha.
Los parlamentarios jóvenes, muy orgullosos de las amistades
y alianzas con gentes de alto vuelo, se esforzaban en imitarles y
padecérseles, en ser, a su imagen y semejanza, malvados sujetos,
muy amables; y como todos los copistas llegaban más allá que sus
maestros. Abandonaban sus mantos rojos y sus flores de lis para
correr a las fiestas y a las comidas y representar comedias.
¡He aquí dónde había caído la justicia!... ¡Triste historia!
En la Edad Media la justicia es material en la tierra y en la raza.
El señor, mejor dicho, el que condensa y sucede a todos, el señor
de los señores, el rey, dice: «La justicia está en mí; yo puedo juzgar
o hacer juzgar; ¿por quién?, no importa; por mi teniente, mi criado,
mi intendente, mi portero... Ven, estoy contento de ti, te doy un
puesto, un cargo de justicia.» Era lo mismo que decir: «Yo no
juzgaré por mí mismo; venderé el derecho de hacer justicia.»
Llega el hijo de un mercader, que compra para revenderla, la
cosa más santa entre todas; la justicia pasa de mano en mano

334
como objeto cualquiera de comercio; pasa en herencia, en dote... ¡
Extraño dote de una joven desposada!...
Herencia, venalidad, privilegio, excepción: ¡he aquí los
nombres de la justicia! ¿Cómo se llamará la injusticia?...
Privilegios de personas, puesto que juzga quien el
privilegiado quiere...—Y privilegio de tiempo: Te juzgo a voluntad
mía mañana, dentro de diez años, nunca...—Y privilegio de lugar: De
ciento cincuenta leguas y de más lejos el Parlamento se trae a
cualquier pobre diablo que ha desagradado a su señor; yo le
hubiera aconsejado que lo abandonara todo, que se resignara y
cediera antes que venir arrastrándose a París para solicitar,
hambriento y abandonado, acaso muchos años, justicia de los
buenos amigos de su señor mismo.
En los últimos tiempos los Parlamentos tenían decretos no
promulgados, pero conocidos y ejecutados fielmente para no
admitir en su seno más que nobles o ennoblecidos.
De esto se originó un deplorable debilitamiento en la
capacidad. El estudio del derecho, profundo en las escuelas, era
superficial en casa de los abogados y nulo en los magistrados, en
los que aplicaban el derecho para la vida o para la muerte.
Si se probaba la nobleza, los Parlamentos, para admitir
miembros nuevos, dispensaban de toda prueba de ciencia.
Y así, estos nobles magistrados, ignorantes, dudan, vacilan,
avanzan y retroceden. Gritan por la libertad; llega Turgot y lo
rechazan. Gritan: ¡Los Estados generales! El día que se les
conceden deciden anularlos, calcándolos en la forma de los
antiguos Estados impotentes.
Aquel día murieron.
Cuando la Asamblea decretó las vacaciones indefinidas, no
esperaban este golpe. Los de París quisieron resistir. El
guardasellos, arzobispo de Burdeos, les rogó no hicieran nada,
porque se hubiera reanudado en Noviembre el gran movimiento de
Octubre. Registraron los decretos e hicieron tardíamente el
ofrecimiento de administrar justicia gratuitamente.
Los de Rouen registraron también; pero secreta y
prudentemente escribieron al rey diciéndole que lo hacían
provisionalmente y por sumisión a él.

335
Los de Metz dijeron otro tanto públicamente, con audacia,
explicando su acto o fundamentándolo en la no libertad del rey.
Estos podían mostrarse bravos al amparo de los cañones de
Bouillé.
El tímido obispo, guardasellos, se siente poseído de
verdadero terror. Mostró el peligro al rey; la Asamblea va a
responder, a irritarse, a lanzar al pueblo.
El medio de salvar los Parlamentos era que el rey mismo se
encargara de condenarlos. Así estaría en mejor posición para
intervenir e interceder.
Ya, en efecto, las ciudades de Metz y de Rouen denunciaban
a sus Parlamentos y pedían su castigo. Aquellos orgullosos
organismos se vieron solos, teniendo a toda la población contra
ellos. Entonces se retractaron. Metz mismo pidió misericordia para
los culpables. Y la Asamblea perdonó. (25 de Noviembre de 1789.)

336
CAPITULO IV
Resistencias. —Parlamentos. —Movimiento de las federaciones

Trabajos de la organización judicial. —El Parlamento de Bretaña en la barra, 8


de Enero de 1790. — Los Parlamentos de Bretaña y Burdeos condenados
(Enero, Marzo). —Origen de las federaciones; Anjou, Bretaña, Delfinado,
Franco-Condado, Ródano, Borgoña, Languedoc, Provenza, etcétera—La guerra
contra los castillos reprimida; las ciudades defienden a los nobles, sus
enemigos (Febrero 1790).

La resistencia más obstinada fue la del Parlamento de


Bretaña. Por tres veces se negó a hacer el registro y se creía capaz
de poder mantener esta negativa.
De una parte, tenía la nobleza que se reunía en Saint-Malo,
los numerosos y muy fieles criados de los nobles, los suyos, su
clientela en las ciudades, sus amigos en los gremios y en las
corporaciones; agregad a esto la facilidad de reclutar adictos entre
aquella multitud de obreros sin trabajo, de gentes que vagaban por
las calles muriéndose de fiambre.
Las ciudades los veían trabajar, preparar la guerra civil.
Rodeados de regiones hostiles hubieran podido ser combatidos
por fiambre; pero las ciudades se apresuraron a cortar la cuerda
que comenzaba a amarrarlas.
Rennes y Nantes, Vannes y Saint-Malo enviaron a la
Asamblea enérgicas acusaciones, declarando que abjuraban de
toda relación con los traidores. Sin esperar nada más, la guardia
nacional de Rennes entró en el castillo y preparó sus cañones (18
de Diciembre del 89).
La Asamblea tomó dos medidas. Ordenó al Parlamento de
Bretaña que compareciera ante ella y accedió a la petición de
Rennes, que había solicitado la creación de otros tribunales.
Entonces comenzó la Asamblea su hermoso trabajo sobre la
organización de una justicia digna de este nombre, no pagada, no
comprada ni hereditaria, salida del pueblo y para el pueblo.

337
El primer artículo de tal organización era necesariamente la
supresión de los Parlamentos (22 de Diciembre del 89).
Thouret, autor del informe, establecía perfectamente esta
verdad, demasiado olvidada después; que una revolución que
quiera ser duradera debe ante todo arrancar a sus enemigos la
espada de la justicia.
Extraña contradicción, pero muy real y humana en todo
sistema: «Soy adversario de tu principio; lo odio en las leyes y en
el gobierno; pero en todo asunto privado lo aplicaré contra ti...»
De este modo, ¿cómo desconocer el enorme poderío,
modesto y sordo, pero terrible, del poder judicial y su invencible
absorción?
Todo poder tiene necesidad de él mismo para trasladarlo a los
demás. Dadme el poder judicial, guardad vuestras leyes y vuestras
ordenanzas, todo ese mundo de papel, y me encargo de hacer
triunfar el sistema más contrario a vuestras leyes.
A pesar suyo, los viejos tiranos parlamentarios de Bretaña
tuvieron que comparecer y arrojarse a los pies de la nación (8 de
Enero). Si voluntariamente no hubieran venido, la Bretaña hubiera
levantado un ejército expresamente para traerlos.
Comparecieron con arrogancia, disimulando mal el desprecio
que sentían por aquella Asamblea de abogados, no pensando más
que en los días en que acaparando en sus manos todo el poder, se
envanecían con la soberbia torpe de su autoridad. Según ellos, los
papeles estaban cambiados.
Pero ¿qué importaban las personas? Era delante de la razón
donde había necesidad de responder; delante de los principios
proclamados por vez primera después de los siglos.
Su soberbia se abatió cuando en aquella Asamblea de
abogados fueron lanzadas estas palabras: «Se dice que Bretaña no
está representada y en esta Asamblea tiene sesenta y seis
representantes... No es en las viejas cartas donde la mala fe que
combinada con la fuerza ha encontrado medio de oprimir al pueblo,
donde hay que buscar los derechos de la nación; es en la razón
donde hay que buscarlos; sus derechos son antiguos como el
tiempo, y sagrados como la naturaleza.»

338
El presidente del Parlamento de Bretaña no defendió al
Parlamento encausado. Defendió a Bretaña, que no quería ser
defendida y que no tenía necesidad de ello. Alegó las cláusulas del
matrimonio de Ana de Bretaña, matrimonio que no era más que un
divorcio organizado y estipulado entre Bretaña y Francia. Apoyaba
este divorcio como un derecho que debiera ser eterno.
Odiosa e insidiosa defensa dirigida no a la Asamblea, sino al
orgullo provincial; cobarde provocación a la guerra civil.
¿Podía Bretaña tener miedo, empequeñecerse convirtiéndose
en Francia? ¿Tal separación podía durar siempre? ¿No debía llegar,
tarde o temprano, un momento en que se hiciera un casamiento
más verdadero?
Bretaña ha ganado bastante con participar de la gloria del
imperio, y el imperio ciertamente ha ganado en sus desposorios
con la pobre y gloriosa región, de voluntad de granito, madre de
grandes corazones y de grandes resistencias.
De este modo la defensa de los Parlamentos, demasiado
malvada, se convertía en la defensa de las provincias, de los
Estados provinciales.
Pero estos Estados eran mucho más débiles todavía en un
sentido.
Los Parlamentos eran cuerpos homogéneos, organizados; los
Estados no eran otra cosa que monstruosas y bárbaras
construcciones heterogéneas y discordantes. Lo mejor que se
podía decir en favor suyo era que tal de ellos, los del Languedoc,
por ejemplo, habían administrado sabia y prudentemente la
injusticia. Otros, los del Delfinado, bajo la hábil dirección de
Mounier, habían tomado la víspera de la Revolución una noble
iniciativa.
El mismo Mounier fugitivo, arrojado en la reacción, había
abusado de su influencia sobre el Delfinado, para hacer indicar una
próxima convocatoria de los Estados, «donde se examinaría si
efectivamente el rey estaba libre.»
En Tolosa, uno o dos centenares de nobles y de
parlamentarios habían simulado un ensayo de reunión de los
Estados.

339
En Cambresis, imperceptible Asamblea de un país que se
intitulaba Estado, había reclamado el privilegio de no ser Francia y
dicho como la de Bretaña: «Somos una nación.»
Estas falsas e infieles representaciones de las provincias
venían audazmente a hablar en su nombre. Verdad es que recibían
en seguida violentos mentís.
Las municipalidades, resucitadas, llenas de vigor y de energía,
llegaban una a una ante la Asamblea nacional a decir a estos
Estados y a estos Parlamentos: «No habláis en nombre del pueblo;
el pueblo no os conoce; no representáis más que a vosotros
mismos, la venalidad, la herencia, el privilegio gótico.»
La municipalidad, cuerpo real viviente impuesto por la fuerza
de sus golpes y sus iniciativas, viene a decir en concreto a estos
otros antiguos cuerpos artificiales, a estas viejas ruinas bárbaras
una frase equivalente a la que ya se lanzó ante el cuerpo yacente
del clero: «¡No existís!»
Causaron piedad a la Asamblea: todo lo que hizo con la de
Bretaña fue declarar a sus miembros inhábiles para hacer
precisamente lo que ellos no querían hacer y prohibirles toda
función pública hasta que hubiesen pedido permiso para prestar
juramento (11 de Enero).
La misma indulgencia y conmiseración tuvo dos meses
después para el Parlamento de Burdeos, que, aprovechando los
desórdenes del Mediodía, se atrevió hasta a hacer una especie de
requisitoria contra la Revolución, declarando en un acto público
que no había hecho más que mal y daño, y llamando
insolentemente a los diputados con burlescos calificativos.
La Asamblea tenía poco que hacer. El pueblo bastaba para
ello. Bretaña comprimió al Parlamento de Bretaña, y el de Burdeos
fue acusado ante la Asamblea por la ciudad misma de Burdeos, que
envió expresamente para sostener la acusación al joven y ardiente
Fonfrede (4 de Marzo).
Estas resistencias eran insignificantes en medio del inmenso
movimiento popular que se notaba en todas partes. Jamás
después de las Cruzadas ha habido un estremecimiento semejante
de las masas tan general ni tan profundo. Explosión de fraternidad,
en 1790 se convierte en la explosión de la guerra.

340
¿Dónde comienza esta explosión? En todas partes. No se
puede designar un origen preciso a estos grandes hechos
espontáneos.
En el estío de 1789, bajo el terror de los bandoleros, las
habitaciones dispersas en los campos, las aldeas mismas se quejan
de su soledad; aldeas y aldeas se unen; se juntan ciudades y
ciudades; la ciudad misma con la campiña. Confederación, socorros
mutuos, amistad fraternal, fraternidad, be aquí la idea y el título de
estos pactos. Pocos, muy pocos de ellos son escritos todavía; los
más son verbales; espirituales, casi.
La idea de fraternidad es al comienzo bastante limitada, no
abarcando más que a los vecinos y a lo sumo a la provincia. La gran
federación de Bretaña y Anjou tiene todavía este carácter
provincial. Convocada el 26 de Noviembre no se reunió basta
Enero.
En el punto céntrico de aquella región, que es casi una isla,
lejos de todos los caminos, se reunieron en el solitario pueblo de
Pontivy los representantes de ciento cincuenta mil guardias
nacionales. Los jinetes solamente llevaban uniforme común;
chupas rojas y calzones negros; los demás se distinguían por cintas
de colores rosa, amaranto, pajizo, etc., recordando en la unión
misma la diversidad de las ciudades que los enviaban.
En su pacto de unión, al cual invitaron a todas
municipalidades del reino, insistieron para formar siempre una
familia de Bretaña y Anjou, «cualquiera que fuese la nueva división
departamental, necesaria a la nueva administración.»
Establecieron entre sus ciudades un sistema de
correspondencia, de modo que, en la desorganización general, en
la incertidumbre en que todavía se encontraban los organismos
nuevos, se arreglaron para estar al menos organizados aparte.
En los países menos solitarios, cruzados por grandes vías de
comunicación, en las regiones fluviales, especialmente, el pacto
fraternal toma un sentido más amplio. Los ríos, que, bajo el antiguo
régimen, por la multitud de pontonajes, por las aduanas interiores,
no eran más que límites y obstáculos, se convierten, bajo el
régimen de la libertad, en las principales vías de circulación,

341
poniendo a los hombres igualmente en relaciones comerciales que
en relaciones de ideas y sentimientos.
Fue cerca del Ródano, a dos leguas de Valence, en el caserío
de la Estrella, donde por primera vez se abjuró de la provincia',
catorce comunidades rurales del Delfinado se unieron entre ellas y
se entregaron a la gran unidad francesa (29 de Noviembre de 1789).
Hermosa respuesta de aquellos campesinos a los políticos, a
los Mounier, que hacían llamamientos al orgullo provincial, al
espíritu de división, que intentaban armar el Delfinado contra
Francia.
Esta federación, renovada en Montelimart, no es solamente
delfinesa, sino mezcla de muchas provincias de las dos riberas,
Delfinado y Vivarais, Provenza y Languedoc. Estos son ya
franceses.
Grenoble mismo, a pesar de su municipalidad y a despecho
de los políticos, abdica sus derechos de capitalidad, porque quiere
solamente ser Francia.
Todos parecen repetir el juramento sagrado que los
campesinos han hecho en Noviembre: «¡No más provincias! ¡La
patria! »
Y ayudarse, alimentarse los unos a los otros, hacer pasar los
trigos de mano en mano y de pueblo en pueblo por el Ródano (13
de Diciembre).
Río sagrado, que, atravesando tantos pueblos, razas, lenguas,
parece estar orgulloso de ser el camino, el universal mediador de
productos,
sentimientos e ideas, el lazo de unión, la fraternidad del Mediodía.
Es hasta tal punto dichoso en su matrimonio con el Saone,
que bajo Augusto sesenta naciones de Galos levantaron allí sus
altares, y allí mismo, en su parte más áspera, en el sitio austero y
profundo que dominan los montes de la Ardeche, en la romana
Valence, fue donde se hizo el 31 de Enero de 1790 la primera de
nuestras grandes federaciones.
Estaban sobre las armas diez mil hombres representando, sin
duda, a muchos centenares de millares. Había treinta mil
espectadores.

342
Entre aquellas inmutables antigüedades, ante aquellos
montes inmensos, ante aquel río grandioso, siempre diverso y
siempre el mismo, se hizo el juramento solemne. Los diez mil
soldados puestos con una rodilla en tierra y los treinta mil
espectadores, de hinojos en el suelo, juraron la santa unidad de
Francia.
Todo era grande, el lugar y el momento; y hasta lo fueron las
palabras inspiradas y vivificadas por la sabiduría del Delfinado, la
austeridad del Vivarais y el espíritu poético del Languedoc y la
Provenza.
A la entrada de un camino de sacrificios que preveían
perfectamente, en el momento de comenzar la obra grande y
laboriosa, aquellos excelentes ciudadanos, se recomendaban unos
a otros fundar la libertad sobre la única base sólida, «la virtud», que
hace fácil la adhesión y el sacrificio, «y sobre la sencillez, ¡la
frugalidad y la pureza de corazón!»
Quisiera saber también lo que decían casi enfrente, en la otra
orilla del Ródano, en el Vonte, los cien mil paisanos armados que
hicieron la unión del Vivarais.
No había pasado aún Febrero, ruda estación en aquellas frías
montañas; ni el tiempo, ni la miseria, ni los caminos obstruidos,
impidieron a aquellas pobres gentes llegar a su cita. Torrentes,
ventisqueros, precipicios, nieves, nada pudo detenerlos; había en
el aire y en ellos mismos un calor nuevo que los alentaba y
fortalecía.
Ciudadanos por vez primera, evocados del fondo de sus
nieves por el nombre de la libertad, no oído jamás por ellos,
partieron como los reyes magos y los pastores de Navidad, viendo
claro en plena noche, siguiendo a través de las brumas del invierno,
sin poder apartarse de ella, la ruta que les marcaban una ráfaga de
primavera y la estrella de Francia.
Las catorce ciudades del Franco Condado, inquietadas
durante largo tiempo por la gente de los castillos y los aventureros
que atacan y queman los castillos, se unieron en Besancon,
prometiéndose mutuo apoyo.
Así, por encima de los desórdenes, los temores y los peligros,
oigo elevarse poco a poco, repetido por estos coros imponentes,

343
donde cada uno es un gran pueblo, la palabra poderosa, formidable
magnífica, dulce a la vez y que contiene todo y lo calmará todo: la
fraternidad.
Y a medida que se constituyen asociaciones, se asocian éstas
entre sí, como grandes farándulas del Mediodía, donde cada grupo
de bailarines que se forma da la mano a otro, de modo que el
mismo baile mueve a poblaciones enteras.
Por una doble iniciativa estalla aquí el gran corazón de
Borgoña.
En lo más duro del invierno, en medio de la gran carencia de
víveres, Dijon invita a todas las municipalidades de Borgoña a ir a
socorrer a Lyon hambriento.
Lyon tiene hambre y Dijon sufre... Así, estas palabras de
fraternidad, de solidaridad nacional, no son vanas palabras, son
sentimientos sinceros, actos reales y eficaces.
La misma ciudad de Dijon, ligada a las confederaciones del
Delfinado y de Vivarais (y éstas relacionadas con las de Provenza y
Languedoc) invita a ayudar a las ciudades del Franco-Condado. Así
la inmensa farándula del Sudeste, ligando y formando siempre
nuevos anillos, avanza basta Dijon, que a su vez se acerca a París.
Dejando todos de ser egoístas, queriendo todos bien a todos,
queriendo cada uno dar de comer a los demás, los víveres
comienzan a circular fácilmente, restableciéndose la abundancia.
Parece que, por un milagro de la fraternidad, una cosecha nueva ha
venido en pleno invierno.
En todo esto no se nota la más leve huella del espíritu de
exclusión, del aislamiento local, designado más tarde con el
nombre de federalismo. Aquí, al contrario, no se ve más que una
conjuración en pro de la unidad de Francia.
Las federaciones de provincias miran todas hacia el centro,
todas invocan la Asamblea nacional, se unen a ella, se entregan a
ella, es decir, a la unidad.
Todas agradecen a París su llamamiento fraternal. Tal ciudad
le pide socorros. Otra quiere afiliarse a su guardia nacional.
Clermont le había propuesto en Noviembre una asociación general
de las municipalidades.

344
En aquella época, en efecto, bajo la amenaza de Jos Estados,
de los Parlamentos, del clero, de los nobles, la gente de los campos
estaba vacilante y temerosa, y toda la salvación de Francia parecía
concentrarse en una liga estrecha de las ciudades.
Gracias a Dios las grandes federaciones resolvieron mejor la
dificultad, porque unieron a los de las ciudades un número
inmenso de habitantes de los campos. Así ocurrió especialmente
en el Delfinado, el Vivarais y el Languedoc.
En Bretaña, Quercy, Ronergue, Limousin y Perigord, los
campos son menos pacíficos; hay en Febrero desórdenes y
violencias.
Los mendigos, alimentados con gran trabajo hasta entonces
por las municipalidades, salen poco a poco y recorren el país.
Los labriegos comienzan a asaltar los castillos, a quemar las
cartas feudales, a ejecutar por la fuerza las declaraciones del 4 de
Agosto, las promesas de la Asamblea.
El terror toma incremento. Los nobles abandonan sus
castillos y van a esconderse a las ciudades, a encontrar seguridad
entre sus enemigos. Y estos enemigos los defienden y amparan.
Los guardias nacionales de Bretaña que acaban de jurar su
liga contra los nobles quieren defender a estos nobles que
conspiraban contra ellos67. Los de Quercy y el Mediodía en general
fueron igualmente magnánimos.
Los bandoleros fueron castigados, los campesinos
contenidos, y poco a poco iniciados e interesados en el gran objeto
de la Revolución.
¿A quién podía aprovechar más que a ellos?
La Revolución les había librado de los diezmos y ahora iba a
crear propietarios por cientos de miles. Iba a darles espada, a
convertirlos en un día de siervos en nobles, a llevarlos por toda la

67
Los guardias nacionales de 1190 no eran una aristocracia como algunos escritores han
hecho creer por un extraño anacronismo. En la mayor parte de las ciudades estaba
constituida, como he dicho literalmente, por todo el mundo. Todos estaban interesados en
impedir el asolamiento de los campos, que hubiera hecho el cultivo imposible y matado de
hambre a Francia. De otra parte, los desórdenes fueron pasajeros y no tuvieron nunca un
carácter general. En ciertas localidades de Bretaña y de Provenza los campesinos repararon
ellos mismos los destrozos que habían hecho. En un castillo, donde sólo encontraron una
señora enferma con sus hijos, se abstuvieron de todo desorden.

345
tierra a la gloria, a las aventuras, a sacar de ellos príncipes, reyes;
y ¿qué más diré?, a mucho más: a sacar héroes.

346
CAPITULO V
Resistencias. —La reina y Austria. (Octubre-Febrero)

Irritación de la reina (Octubre). —Complots de la corte. —El rey


prisionero del pueblo (Noviembre-Diciembre). —La reina desconfía de los
príncipes.—La reina poco ligada con el clero.—La reina había sido siempre
dirigida por Austria. —Austria interesada en la pasividad del rey. — Luis XVI y
Leopoldo se declaran partidarios de las Constituciones, Febrero-Marzo. —
Proceso de Besenval y de Favras; muerte de Favras, 18 de Febrero. —
Abatimiento de los realistas. —Grandes federaciones del Norte.

Del espectáculo sublime de la fraternidad, caigo en tierra ¡ay!


entre las intrigas y los complots.
Nadie apreciaba la inmensidad del movimiento; nadie medía
aquel flujo rápido, invencible, que va en aumento desde Octubre a
Julio.
Poblaciones, basta entonces extrañas entre sí, se ligaban y
acercaban. Ciudades alejadas unas de otras, provincias todavía
divididas por antiguas rivalidades iban dándose la mano,
fraternizando. Este hecho tan nuevo, tan extraordinario, apenas fue
notado por los grandes espíritus de la época.
Si la reina y la corte se hubiesen fijado en ello, hubieran
cesado aquellas inútiles resistencias. Cuando el Océano se
encrespa, ¿quién osará marchar contra él?
La reina se engañó en el punto de partida y permaneció
engañada desde entonces.
Creyó que el 6 de Octubre era una algarada preparada por su
enemigo el duque de Orleans contra ella.
Cedió a la fuerza; pero antes de partir conjuró al rey, por el
nombre de su hijo, que no iría a París sino a esperar el momento
propicio en que pudiera alejarse.
Desde el primer día, rogándole el alcalde de París que fijara
allí su residencia, diciéndole que el centro del imperio era la
morada natural de los reyes, no obtuvo de Luis XVI más que esta
respuesta: «Haré voluntariamente de París mi residencia más
habitual.»
347
El día 9, en la proclamación del rey, dice éste que hubiera
lamentado ser causa de tumultos por no apresurarse a venir a
París; que una vez terminada la Constitución, realizaría su proyecto
de ir a visitar sus provincias, donde esperaba recibir pruebas de
afecto y verlas aplaudir y alentar a la Asamblea nacional, etc.
Esta carta ambigua, que parecía provocar el abatimiento de
los realistas, decidió a la comunidad de París á, escribir a las
provincias, asegurándolas contra ciertas insinuaciones y rumores
referentes a un complot que pudiera dar al traste con el nuevo
orden de cosas; ofreciendo una fraternidad sincera a todas las
comunidades del reino.
La reina no quiso recibir a los vencedores de la Bastilla, que
fueron a presentarla sus homenajes. Recibió a las mujeres del
mercado, pero a distancia y como separada y defendida de ellas
por las largas colas de las damas de la corte, que se colocaron
delante.
Así alejó a una clase muy realista; aquel día muchas mujeres
del mercado olvidaron el 6 de Octubre.
Estas torpezas de la reina contribuían a disminuir la
confianza, que de todos modos no hubiera subsistido por las
tentativas de la corte, siempre abortadas y descubiertas.
De Octubre a Marzo se descubre un complot casi todos los
meses (Augeard, Favras, Maillebois, etc.)
El 25 de Octubre es detenido Augeard, guardasellos de la
reina y se encuentra en su casa un plan para llevar al rey á Metz.
El 21 de Noviembre, en la Asamblea, el comité de
informaciones, provocado por Malouet, le hace callar, diciéndole
que existe un nuevo complot para trasladar al rey á Metz y que
Malouet mismo lo conoce perfectamente.
El 25 de Diciembre se detiene al marqués de Favras, que
reclutaba gente para robar el rey.
Si se hubieran propuesto turbar para siempre la imaginación
del pueblo, volverle loco de desconfianza y de temores, rodeándole
así de tinieblas y complots, hubieran hecho exactamente lo mismo
que hacían: mostrar al pueblo, como consecuencia de
conspiraciones mal hechas, el rey fugándose a cada instante, el rey

348
a la cabeza del ejército, el rey volviendo a atacar por hambre a
París.
Sin duda, suponiendo las resistencias menos fuertes, hubiera
valido más haber cogido al rey y a la reina y haberles puesto en la
frontera, su verdadero sitio, para que inspirasen lástima en Austria.
Pero en el estado incierto en que se encontraba la pobre
Francia, teniendo por jefes una Asamblea de metafísicos y contra
ella hombres de acción como M. de Bouillé, como los oficiales de
marina, como los gentilhombres bretones, era bien difícil dejar
suelto al rey, dar a todas estas fuerzas lo único que les faltaba:
unidad.
El pueblo velaba noche y día; rondaba incesantemente
alrededor de las Tullerías y no se fiaba de nadie.
Todas las mañanas iba a preguntar si el rey no se había ido.
La guardia nacional y su comandante respondían de ello.
Circulaban mil rumores, que reproducían los periódicos
violentos, furiosos, denunciando con cualquier pretexto un nuevo
complot... Las gentes moderadas se indignaban, negaban, no
querían creerlo... Al día siguiente el complot estaba descubierto. El
resultado de todo ello fue que el rey, que en Octubre no estaba, en
modo alguno, prisionero, lo estaba en Noviembre y Diciembre.
La reina había desaprovechado un momento único,
admirable, irreparable, el momento en que Lafayette y Mirabeau se
encontraron de acuerdo en favor suyo (fines de Octubre).
La reina no quería ser salvada por la Revolución, por
Mirabeau, por Lafayette; animosa y soberbia, verdadera princesa
de la casa de Lorena, quería vencer y vengarse.
Se arriesgaba con sobrada ligereza, pensando como
Enriqueta de Inglaterra en una tempestad, que las reinas no podían
ahogarse.
María Teresa había estado en gravísimo riesgo de perecer y
no había perecido. Este recuerdo heroico influía mucho sobre la
hija.
Había una diferencia; la madre tenía en su favor al pueblo. La
bija lo tenía en contra.

349
M. de Lafayette, poco realista antes del 6 de Octubre, lo es
después sinceramente. Había salvado a la reina y protegido al rey,
y siente adhesión hacia ellos.
Los esfuerzos prodigiosos que, el mantenimiento del orden
exigen de Lafayette le hacen desear vivamente que la autoridad
recobre la fuerza, y por esto escribió dos veces a M. de Bouillé,
rogándole venga a unirse a él para salvar la realeza. M. de Bouillé
se lamenta amargamente en sus Memorias de no haberle
escuchado y atendido.
Lafayette había hecho una cosa agradable a la reina; alejar al
duque de Orleans. Además, le hacía una especie de corte. Era
curioso ver al general, al hombre lleno de preocupaciones y
trabajos, seguir a la reina a las iglesias y asistir a los oficios de
Pascua68.
Por el rey y por la reina, Lafayette disimula la repugnancia que
Mirabeau le inspira.
El 15 de Octubre Mirabeau "se había ofrecido, por medio de
una nota que su amigo Lamarck, el hombre de confianza de la
reina, no enseñó más que al rey.
El día 20, nueva nota de Mirabeau; pero ésta fue enviada a
Lafayette, que se avistó con el orador, conduciéndole a casa del
ministro Montmorín.
Este inesperado socorro, que parecía llovido del cielo, fue mal
recibido.
Mirabeau hubiera querido que el rey se contentara con un
millón por todo sueldo; que se retirara, no a Metz con el ejército,
sino a Rouen, y que desde allí publicara ordenanzas más populares
que los decretos de la Asamblea.
Así no habría guerra civil y presentaba al rey más
revolucionario que la Revolución misma.
¡Extraño proyecto, que prueba la confianza, la fácil credulidad
del genio!... Si la corte lo hubiese aceptado sólo un día, al día
siguiente
En Noviembre pudo ver bien claro lo que podía esperar de
aquellos a quienes quería salvar.

68
Creo que Lafayette iba a las iglesias por acompañar también a su devota y virtuosa mujer.

350
Necesitaba Mirabeau el ministerio y a la vez guardar su
posición dominante en la Asamblea. Para esto era preciso que la
corte le asegurara el apoyo, la connivencia, cuando menos el
silencio de los diputados realistas.
Lejos de esto, el guardasellos advirtió y animó a muchos
diputados, algunos de la oposición, contra el proyecto. En el
ministerio, en los Jacobinos (cuyo club acababa de ser abierto) se
trabajó al mismo tiempo para hacer imposible a Mirabeau.
Dos hombres honrados, Montlosier, de la derecha, y
Lanjuinais, de la izquierda, hablaron en el mismo sentido. Ambos
propusieron e hicieron decretar «que ningún diputado en
funciones, ni tres años después de terminadas éstas, pudiera
aceptar plaza alguna.»
Así los realistas impidieron llegar al ministerio al gran orador,
que hubiera sido el sostén de su partido (7 de Noviembre).
La reina—ya lo hemos dicho—no quería ser salvada por la
Revolución y no quería serlo tampoco por la emigración y los
príncipes.
Había conocido demasiado bien al conde de Artois para no
saber lo mala persona que era. Desconfiaba con razón de su
carácter falso.
¿Cuáles eran, pues, sus esperanzas? ¿Quiénes sus secretos
consejeros?
No hay que contar a madame de Lamballe 69, linda mujercita,
completamente nula, tierna amiga de la reina, pero sin ideas, sin
conversación y que no merecía la responsabilidad terrible que se le
ha atribuido.
Madame de Lamballe era quien animaba más el verdadero
salón de María Antonieta, las recepciones íntimas en el pabellón de
Flora. Acudía allí mucha nobleza, un mundo indiscreto, fútil,
comprometedor, que creía, como en tiempos de la Fronda,
resolverlo todo con sátiras, bromas, chistes y palabras picantes.

69
Linda; esta es la palabra propia; nada más lejos de la belleza que aquella mujer. Tenía las
facciones diminutas, poca frente y poco cerebro Madame de Genlis dice que sus manos eran
un poco gruesas. El retrato de Versalles demuestra fácilmente su raza y su país; era una gentil
saboyana. Los cabellos, que tenía siempre demasiado empolvados, eran abundantes,
admirables.

351
Allí se leía el periódico realista rabioso Las Actas de los
apóstoles y se llegó a cantar una romanza sobre el cautiverio del
rey que hizo llorar a todo el mundo, amigos y enemigos.
María Antonieta tenía todas sus relaciones con los nobles;
muy pocas con el clero.
Los nobles no eran un partido, eran una clase numerosa,
dividida, poco esforzada, y en cambio el clero era un partido muy
compacto y materialmente muy poderoso.
La disidencia momentánea de curas y prelados parecía
debilitarlo; pero la fuerza de la jerarquía, el espíritu de cuerpo, el
papa, los consejos de la Santa Sede, iban a darle unidad muy
pronto.
Entonces por sus miembros inferiores iba a poseer una fuerza
enorme, una influencia avasalladora sobre los habitantes de los
campos y las aldeas.
Contra el pueblo de la Revolución podía levantar otro pueblo;
la Vendée contra Francia.
María Antonieta no vio nada de esto. Aquellas grandes
fuerzas morales eran letra muerta para ella.
Soñaba con la victoria por la fuerza material, por Bouillé y
Austria.
Cuando el 10 de Agosto se encontraron en el armario de
hierro los papeles de Luis XVI, se vio con extrañeza que en los
primeros años de su matrimonio no había visto en su joven mujer
más que un agente de Austria70.
Casado, a pesar sujo por M. de Choiseul, con una princesa de
aquella casa, dos veces enemiga, como Lorena y como Austria, y
obligado a recibir en su corte al preceptor de la reina, el abate de
Vermond, espía de María Teresa, perseveró largo tiempo en su
desconfianza, basta el punto de haber estado diecinueve años sin
hablar a Vermond.
Sabido es como la piadosa emperatriz había distribuido los
papeles en su numerosa familia, empleando a sus bijas,
especialmente, como agentes de su política.

70
Vigilaba el rey la correspondencia de la reina con Viena por medio de Thugut, a quien ella
se confiaba. (Carta fechada el 17 de Octubre de 1774, citada por Brissot, Memorias, IV, 120.)

352
Por Carolina gobernaba Nápoles y por María Antonieta
intentó gobernar a Francia. La emperatriz María Teresa, lorenesa
antes que todo y austríaca, había perseguido diez años a Luis XVI
para conseguir que diera el ministerio al lorenés Choiseul, hombre
de confianza. Al menos no intentó hacerle tomar á Breteuil, que,
como Choiseul, había estado de embajador en Viena y pertenecía
en cuerpo y alma a aquella corte.
La misma influencia, la del abate Vermond sobre la reina, fue
la que, en último lugar, disipó los escrúpulos de Luis XVI,
haciéndole tomar un ateo para primer ministro: el arzobispo de
Tolosa.
La muerte de María Teresa, las palabras severas de José II
sobre Versalles y sobre su hermana, parecían deber hacer a ésta,
menos austríaca, y entonces fue cuando Luis XVI, más tranquilo
ya, se confió algo y se decidió a dar los millones que José II quería
sacar de Holanda.
En 1789 la reina tenía tres confidentes, tres consejeros; el
abate Vermond, austríaco siempre; Breteuil, no menos austríaco,
y, finalmente, el embajador de Austria, Mr. Mercy d' Argenteau.
Detrás de este viejo Mercy es necesario ver al que lo maneja,
al anciano príncipe de Kaunitz, ministro septuagenario de la
monarquía austríaca; y estos dos viejos, que parecían ocupados
exclusivamente en su toilette y en bagatelas, eran quienes
conducían a la reina de Francia.
Funesta dirección, peligrosa alianza. Austria atravesaba una
situación tan difícil, que lejos de servir a María Antonieta, no podía
ser para ella más que un obstáculo para obrar, un guía para obrar
mal, empujándola en toda dirección absurda que pudiera convenir
al interés austríaco.
Aquella católica y devota Austria, se había hecho medio
filosófica bajo José II y se había quedado totalmente aislada.
Contra ella se volvía su propia espada, Hungría; los sacerdotes
belgas le habían sublevado los Países Bajos, apoyados por tres
potencias protestantes, Inglaterra, Holanda y Prusia.
Entre tanto, ¿qué hacía Austria? Volver las espaldas a Europa
y pasearse en los desiertos de Turquía, gastando sus mejores
armas en provecho de los rusos.

353
El emperador no se portaba mejor que el imperio. José II
estaba enfermo del pecho y moría desesperado. En los asuntos de
Bélgica había demostrado una deplorable versatilidad; primero,
amenazas furiosas de matar y quemar; luego las ejecuciones que
causaron tanto horror a Europa, y, finalmente, el 25 de Noviembre
una amnistía ilimitada que nadie quiso.
Austria se hubiese visto perdida si la Revolución de Bélgica
hubiese encontrado apoyo en la Revolución de Francia71.
Aquí todo el mundo creía que las dos revoluciones iban a
obrar de acuerdo y a marchar al mismo paso.
El más brillante de nuestros periodistas, Camilo Desmoulins,
había por propia intuición, unido las dos hermanas, titulando su
periódico: Revoluciones de Francia y de Brabante.
La dificultad de esto estribaba en que launa era una
Revolución de sacerdotes y la otra de filósofos.
Los belgas, sabiendo entre tanto que no podían contar con el
apoyo directo de sus protectores, las tres potencias protestantes,
se dirigieron a nosotros.
El hombre del clero de los Países Bajos, el gran agitador de la
turba católica, Van der Noot, no sintió escrúpulos y escribió a la
Asamblea y al rey. La carta fue devuelta (10 de Diciembre). Luis XYI
procedió como correcto y buen cuñado del emperador.
La Asamblea despreció a aquella revolución de abates. Las
Tullerías, enteramente dominadas por el embajador de Austria,
cuidaron de adormecer al honrado Lafayette, quien a su vez
inconscientemente hizo que la Asamblea no diera importancia al
asunto.
El hombre de confianza de la reina, Lamarck, partió en
Diciembre para ofrecer su espada a los belgas, sus compatriotas,
contra los austríacos. Bajo este falso pretexto, ocultaba la misión
que le había confiado la reina, y por consecuencia, el embajador de
71
Un movimiento vigoroso, aunque fuese una contrarrevolución, podía establecer un
prejuicio. Si nuestros obispos, por ejemplo, hubieran sido ayudados por el rey en sus
tentativas, si obtenían alguna ventaja, su triunfo envalentonaría a los prelados belgas que
luchaban contra Austria. Conveníale a ésta por el momento hacerse moderada y aun liberal,
para atraerse á los progresistas belgas, cuyo liberalismo moderado se parecía mucho a las
ideas de Lafayette. Si Lafayette hubiera apoyado a estos progresistas, hubieran rechazado
seguramente la mano que Austria les tendía, prefiriendo la unión a Francia.
Por esto el interés austríaco era que nada se hiciese en Francia, ni en un sentido ni en otro.

354
Austria. Esperaba la reina que Lamarck, con sus aires de gran
señor, amable y amigo de novedades, podría servir de mediador y
hasta hacer aceptar a los belgas, hasta entonces vencedores, un
medio de terminar la lucha, consistente en una Constitución
bastardeada bajo el régimen de un príncipe austríaco. Con este
nombre de Constitución, adormecía á Lafayette.
Lamarck, justamente sospechoso al partido de los clérigos
belgas y de la aristocracia, encaminó sus trabajos al partido que se
titulaba de los progresistas. El Austria, para dividir mejor a sus
enemigos, se titulaba entonces amiga del progreso. Los alardes de
reformador y filántropo que hacía Leopoldo ayudaban mucho a
esta mentira.
En su participación indirecta en todo esto, la reina se hizo
gran daño. Hubiera debido ligarse más y más al clero, y Austria, en
lucha con el clero, tenía intereses absolutamente contrarios.
Aparentemente la reina esperaba que, si el emperador se
arreglaba con los belgas, podría ampararse bajo la protección
imperial, mostrando a la Revolución una guerra próxima a estallar
sobre Francia, logrando esto, acaso solamente, con aumentar
algunos cuerpos austríacos al pequeño ejército de Bouillé.
Mal cálculo. Todo esto era muy largo y el tiempo marchaba
con demasiada rapidez. Austria, sobradamente egoísta, era un
socorro demasiado lejano y demasiado dudoso.
Los dos cuñados siguieron exactamente la misma conducta.
En el mismo mes, Luis XVI y Leopoldo se declararon amigos de la
libertad, defensores celosos de las Constituciones, etc.
La misma conducta en dos situaciones perfectamente
opuestas. Leopoldo obraba muy bien para reconquistar a Bélgica;
dividiendo a sus enemigos, fortalecía a sus amigos; Luis XVI, al
contrario, lejos de fortalecer a sus amigos, los arrojaba en el más
profundo desaliento; paralizaba al clero, a la nobleza, a la
contrarrevolución.
Los moderados Necker y Malouet creían que el rey, por una
profesión de fe constitucional casi revolucionaria, podía
constituirse en jefe de la Revolución.
Fue aquello algo parecido a cuando los consejeros de Enrique
III le hicieron cometer la torpeza de llamarse jefe de la Liga.

355
Verdad es que la ocasión parecía favorable. Los desórdenes
de Enero habían alarmado vivamente a la propiedad. Ante este
gran interés social se suponía que todo interés político parecería
pequeño. La desorganización era enorme y el poder no podía
remediar nada; en unos sitios porque estaba muerto en realidad, y
en otros porque se hacía el muerto.
Además, había muchas gentes que tenían ya bastante
revolución y mucho desaliento y hubieran sacrificado
voluntariamente los sueños de oro que al comienzo se habían
forjado por una paz y una unidad inmediata.
En aquellos momentos (del 1 al 4 de Febrero) ocurren dos
sucesos semejantes en algo.
Se abre el club de los imparciales (Malouet, Visien, etc.) Su
imparcialidad consistía, según consta en declaración que hicieron,
en dar fuerza al rey y en conservar las tierras de la Iglesia,
subordinando la enajenación de los bienes del clero a la voluntad
de las provincias.
El 4 de Febrero el rey se presenta de improviso en la Asamblea
y pronuncia un discurso sensacional que maravilla y enternece... ¡
Cosa increíble, maravillosa!... El rey estaba secretamente
enamorado de aquella institución que lo despojaba. La elogia
entusiasmado; admira especialmente la hermosa división de los
departamentos y aconseja a la Asamblea agregue algunas
reformas. Deplora luego los desórdenes y consuela al clero y a la
nobleza, defendiéndolos tibiamente, porque, ante todo, y así lo
dijo, es el amigo de la Constitución.
De este modo se presentaba a aquella Asamblea, incapaz de
restablecer el orden, y parecía decirle: «¿No sabéis qué hacer?,
pues bien; devolvedme el poder.»
El efecto de la escena fue prodigioso. La Asamblea perdió la
cabeza. Barreré lloraba a lágrima viva. Al salir el rey corren detrás
de él, le rodean y acompañan, llegando hasta las habitaciones de
la reina, que recibe a la diputación acompañada del Delfín. Siempre
altiva y graciosa, les dice: «He aquí a mi hijo; le enseñaré a amar la
libertad y espero que tendrá vuestro apoyo.»
Aquel día no fue la hija de María Teresa, sino la hermana de
Leopoldo. Poco después su hermano lanzaba el manifiesto

356
hipócrita en que se declara amigo de la libertad y de la Constitución
de los belgas, hasta el punto de llegar a decir él, emperador, que
después de todo habían tenido derecho para alzarse en armas
contra su autoridad imperial.
Al volver la Asamblea delira completamente, no sabiendo lo
que hace ni lo que dice. Puestos de pie todos los representantes
juran fidelidad a una Constitución que no está terminada todavía.
Las tribunas se entregan también a estos transportes en un
inconcebible entusiasmo. Todo el mundo se pone a jurar en el
Hotel de Ville, en la Greve, en las calles. Se canta un Tedeum', por
la noche se encienden luminarias... ¿por qué no alegrarse? La
revolución está hecha, bien hecha por esta vez.
Desde el 5 de Febrero hasta el 15, fue aquello una
interminable continuación de fiestas en París y en provincias. Por
todas partes, en las plazas públicas, todo el mundo prestaba
juramento; los niños de las escuelas eran conducidos en bandadas.
Todo estaba lleno de alegría y de entusiasmo: muchos amigos de
la libertad se extrañan de este movimiento y temen, creyendo que
se tornaría en provecho del rey. Gran error. La Revolución era una
cosa tan fuerte, tan enérgica, era un movimiento ascendente de tal
empuje, que todo suceso nuevo, favorable o adverso, concluía
siempre por empujarla más vivamente todavía.
En la cuestión del juramento ocurrió lo que sucede siempre
con toda pasión violenta. Cada uno, al pronunciar las palabras, no
les da otro sentido que el que tienen en su corazón, y así los que
juraban por el rey, entendían jurar por la patria.
Bien pronto se notó que, en el Tedeum, no había acudido el
rey a Notre-Dame y que no había (como se esperaba) jurado sobre
el altar; el rey, que mentía fácilmente, no se atrevía a ser perjuro.
El 9 de Febrero, durando las fiestas todavía, Gregoire y
Lanjuinais dijeron que la causa de los desórdenes era la no
ejecución de los decretos del 4 de Agosto, por lo que no había que
hacer alto en la marcha, sino que era necesario avanzar
resueltamente.
Las tentativas de los realistas para entregar las fuerzas y las
armas al poder real no fueron muy afortunadas. Maury ensaya la
habilidad, diciendo que al menos en los campos se debía permitir

357
a la fuerza armada que obrara sin autorización de las
municipalidades. Cázales ensaya la audacia y propone que se dé al
rey la dictadura por tres meses. ¡Habilidad grosera! Mirabeau,
Buzot y otros declararon concretamente que no podía fiarse del
Poder ejecutivo, y la Asamblea no se fio más que de 1 s
municipalidades, dándoles toda clase de poder para obrar y
haciéndolas responsables de los desórdenes que pudieran impedir.
La audacia inaudita de la proposición de Cázales no se explica
más que por su fecha (20 de Febrero). El 18 se había realizado un
sacrificio sangriento, que parecía responder de la buena fe de la
corte.
Había entonces dos procesos pendientes, el de Besenval y el
de Favras.
Besenval, acusado por el 10 de Julio, no había hecho, después
de todo, mas-que ejecutar las órdenes de su jefe el ministro, las
órdenes del rey. Por lo tanto, si se le declaraba inocente, parecía
condenarse la toma de la Bastilla y la Revolución misma. Besenval
era odiado, especialmente como hombre de confianza de la reina,
el exconfidente de las partidas de Trianon, el antiguo amigo de
Choiseul, y como tal, perteneciente a la camarilla austríaca.
Favras interesaba menos a la corte. Este era el hombre
predilecto del hermano del rey, y por interés de éste se había
encargado de sacar al rey de París.
Verdaderamente, si el rey hubiera desaparecido, su hermano
hubiera sido nombrado generalísimo o regente, acaso, como
algunos parlamentarios y realistas querían.
Lafayette cuenta en sus Memorias que el plan de Favras
comenzaba con la muerte de Bailly y Lafayette, las dos autoridades
de París, cuyos asesinatos estaban preparados.
Favras fue detenido la noche del 25 de Diciembre, y el
hermano del rey, muy asustado, cometió la singular torpeza de ir a
justificarse... ¿Dónde?, ¿ante qué tribunal? Ante la ciudad de París.
Los magistrados municipales no tenían autoridad para recibir
tales declaraciones.
El hermano del rey renegó de Favras, dijo que no sabía una
palabra del asunto e hizo una declaración hipócrita de sentimientos
revolucionarios, de amor a la libertad.

358
Favras mostró mucho valor y reveló demasiado su vida por la
manera de su muerte. Se defendió muy bien y no comprometió a
nadie. Se le hizo comprender que necesitaba morir discretamente
y así lo hizo. El largo y cruel paseo a que fue condenado antes de
morir, la conducción deshonrosa a Notre-Dame, etc., no
quebrantaron su firmeza.
En la Greve pidió declarar y fue colgado (18 de Febrero). Era
La primera vez que se colgaba a un gentilhombre. El pueblo
mostraba una impaciencia furiosa, creyendo siempre que la corte
encontraría medio de salvarle.
Sus papeles, recogidos por el teniente civil, fueron (según
dice Lafayette) remitidos por la hija de este magistrado al hermano
del rey y luego al rey, que se apresuró a quemarlos.
Al domingo siguiente de la ejecución, la viuda y el hijo de
Favras fueron vestidos de luto a la comida pública del rey y de la
reina. Los realistas creían que éstos iban a consolar, a acariciar a la
familia de la víctima.
Entonces vieron la impotencia a que había quedado reducida
la corte y qué escaso apoyo podían esperar los que se sacrificaran
por ella.
Ya el 4 de Febrero la visita del rey a la Asamblea y su profesión
de fe patriótica los había abatido. El vizconde de Mirabeau salió y
desesperado rompió su espada...
¿Qué pensar? ¿qué creer en efecto? Los realistas tenían
derecho a creer al rey mentiroso o tránsfuga, desertor de su propio
partido.
¿El rey no era ya realista o sacrificaba a su clero, a su fiel
nobleza para salvar una apariencia de nobleza?
M. de Bouillé, abandonado con su ejército y cansado de
esperar sin recibir instrucciones, cayó en el más profundo
abatimiento.
Igual impresión recibieron muchos gentilhombres y oficiales
del ejército y la marina, que hartos de su pasividad abandonaron el
territorio francés. M. de Bouillé mismo pide permiso para hacer
otro tanto, deseando servir en un país extranjero.
El rey le envía a decir entonces que no se vaya porque tendrá
necesidad de él. Se había esperado demasiado.

359
La Revolución parecía concluida el 14 de Julio, parecía
concluida el 6 de Octubre y sin embargo estaba ya en el 4 de
Febrero. Temo que en Marzo no esté aún terminada.
¿Qué importa? La libertad, adulta y robusta ya, debe temer
poco de las resistencias. Acaba de vencer el más temible obstáculo
y el más invencible: el desorden y la anarquía.
Ha terminado de pronto el asolamiento de las campiñas y la
guerra contra los castillos, que parecía amenazar a la nación entera
con una formidable perturbación.
El movimiento de Enero y Febrero está ya apaciguado en
Marzo. Mientras el rey se presentaba como única garantía de la paz
pública y la Asamblea buscaba y no encontraba medios de
consolidarla, Francia misma lo ha hecho todo.
La explosión de la fraternidad se anticipa a las leyes; el nudo
que parecía imposible de desatar fue cortado por la magnanimidad
de la nación.
Las ciudades enteras armadas habían corrido a defender los
castillos y habían protegido a los nobles, sus enemigos.
Continúan las grandes reuniones, más grandes cada día; tan
formidables, que sin hacer nada, por el solo hecho de su aparición,
deben intimidar a los dos enemigos de Francia: la anarquía y el
robo uno, y el otro la contrarrevolución.
No son solamente las más dispersas poblaciones del
Mediodía las que se congregan; es la Champaña, cien mil hombres;
es la Lorena, cien mil hombres; son los Vosgos, Alsacia, etc.
Movimiento lleno de grandeza, desinteresado y sin celos.
Todo se agrupa, todo se une, todo gravita hacia la unidad nacional.
París llama a las provincias queriendo unirse a todas las
comunidades. La Bretaña pide el 20 de Marzo que Francia envíe a
París un hombre por cada mil. Burdeos ha pedido ya que el 14 de
Julio sea declarado fiesta cívica en toda la nación.
Las dos proposiciones se convierten en una. Francia llamará
a toda Francia a esta gran fiesta, primera del nuevo culto:

360
CAPITULO VI
La reina y Austria. —La reina y Mirabeau —El ejército
(Marzo-Mayo de 1790)

(continuación)

Austria se alía a Europa. —Aconseja convencer a Mirabeau (Marzo). —


Conducta equívoca de la corte en las negociaciones con Mirabeau. —Mirabeau
le asesta nuevos golpes. —Mirabeau poco influyente en los clubs. —Mirabeau
ganado (10 de Mayo). —Mirabeau hace dar al rey la iniciativa de la guerra (22
de Mayo). —Entrevista de Mirabeau y de la reina (fin de Mayo). — El soldado
fraterniza con el pueblo. —La corte cree ganar al soldado. —Miseria del
antiguo ejército. —Insolencia de los oficiales. —Prueban a divorciar al soldado
del pueblo. —Rehabilitación del soldado y del marino...

El complot de Favras era el del hermano del rey: el complot


de Maillebois (descubierto en Marzo) se refiere al conde de Artois,
en la emigración. La corte, sin desconocerlos, parecía seguir más
bien el consejo que hallamos en las memorias de Augéard,
guardasellos de la reina: engañar, esperar, aparentar confianza,
dejar pasar cinco o seis semanas.
La misma consigna en Viena y en París.
Leopoldo hacía negociaciones. Ponía a los gobiernos
llamados amigos de la libertad, a los falsos revolucionarios (creo
que la Inglaterra y la Prusia) en una prueba muy dura: los colocaba
enfrente de la Revolución, y poco a poco ellos iban dejando caer la
careta. Leopoldo decía a los ingleses: «¿Queréis que me vea
obligado a ceder una parte de los Países Bajos?» Y la Inglaterra,
contrariada, retrocedía y sacrificaba ante este temor la esperanza
de apoderarse de Ostende. A los prusianos, a los alemanes en
general, les decía: «¿Podemos dejar que nuestros príncipes
alemanes, posesionados de la Alsacia, pierdan sus derechos
feudales?» La Prusia misma, el 16 de Febrero, había ya proclamado
el derecho del imperio a pedir cuentas a la Francia.
La Europa entera, con sus dos partidos, por una parte, Austria
y Rusia por otra e Inglaterra y. Prusia, gravitaban poco a poco hacia
un mismo pensamiento, el odio a la Revolución. Sólo había una
361
diferencia: que la liberal Inglaterra, la filosófica Prusia tenían
necesidad de algún tiempo para pasar de un polo al otro, para
decidirse á claudicar, abjurar, negarse a sí mismas, confesar lo que
eran, enemigas de la libertad. Esta respetable lucha de la
vergüenza y el pudor debía ser aprovechada por el Austria. Por lo_
tanto, esperando, había muchísimo que ganar. Todavía un
momento, el mundo entero de las buenas gentes iba a encontrarse
conforme. Sola entonces, ¿qué haría la Francia? ¡Qué peso tan
enorme iba a gravitar sobre ella a todas horas con el Austria,
asistida de Europa entera!
Todo se conseguiría dando a los revolucionarios de Francia y
de Bélgica buenas palabras para adormecerlos, y si era posible,
dividirlos.
Desde que Leopoldo fue emperador (20 de Febrero), desde
que publicó su extraño manifiesto en que adoptaba los principios
de la revolución belga, y confesaba la legalidad de la insurrección
contra el emperador (2 de Marzo) su embajador Morey d'
Argenteau, decidió María Antonieta vencer su repugnancia y
acercarse a Mirabeau.
Pero cualquiera que fuese la facilidad de carácter del orador,
su eterna necesidad de dinero hacía dificultoso atraérselo. Se le
había desdeñado y rechazado en el momento en que podía ser útil
y se le iba a buscar cuando todo estaba en peligro, quizá perdido.
Se le llamaba para una empresa imposible después de tantas
imprudencias y de tres complots abortados.
El embajador de Austria se encargó de hacer que volviese de
Bélgica el hombre que mejor podía servir de intermediario, M. de
Lamark, amigo personal de Mirabeau y también personalmente
adicto a la reina.
Volvió. El 15 de Marzo llevó a Mirabeau las insinuaciones de
la corte; lo encontró muy frío. Su buen sentido le hacía comprender
que la corte le proponía solamente marcharse con ella.
Apretado por Lamark, le dijo que no se podía asegurar el
trono
más que apoyándose en la-libertad; que, si la corte quería otra
cosa, él la combatiría lejos de servirla. ¿Qué garantía podía
tranquilizarle para en adelante? Acababa él de proclamar delante

362
de la Asamblea cuán poco se fiaba del poder ejecutivo. Para
tranquilizarle, Luis XVI escribía a Lamark que él no había deseado
nunca más que un poder limitado por las leyes.
Durante esta negociación, la corte llevaba otra con Lafayette.
El rey le prometía por escrito la confianza más completa. El 14 de
Abril le preguntaba cuáles eran sus ideas sobre la prerrogativa
regia. Y Lafayette cometía la simpleza de decirlas.
En serio, ¿qué quería la corte? Divertirse y nada más,
adormecer a Lafayette, neutralizar a Mirabeau, atenuar su acción,
tenerlo dividido entre dos tendencias diversas, comprometerlo
quizá como había comprometido a Necker. La corte puso siempre
todo su cuidado y su política en perder y arruinar a sus salvadores.
Exactamente en la misma época y de igual manera, el
hermano de la reina, Leopoldo, negociaba con los progresistas
belgas, los comprometía; después, amenazados por el pueblo,
denunciados y perseguidos, los llevaba a desear la invasión, el
restablecimiento del Austria.
¿Cómo creer que estas negociaciones del hermano y de la
hermana, precisamente idénticas, hubieran concordado por
casualidad?
Mirabeau debía mirar mucho y doblemente antes de fiarse de
la corte. Era el momento en que el rey, cediendo a las exigencias
de la Asamblea, la dio el famoso Libro rojo (del que hablaremos
muy a menudo) y el honor de muchas personas, los pensionistas
secretos vieron sus nombres proclamados en las calles. ¿Quién
podía asegurar a Mirabeau que la corte no juzgaría más útil alguna
vez, dentro de algún tiempo, el publicar también su tratado? La
negociación no era, pues, muy tranquilizadora; no se le confiaba
nada por completo, y en cambio se le pedían todos sus secretos, el
pensamiento de su partido.
Pero no se jugaba así tan fácilmente con aquel hombre. Había
que tenerlo o por amigo o por enemigo, combatirlo a muerte o
echarse en sus brazos. Cualesquiera qué fueren en el fondo sus
tendencias realistas, era imposible cegar enteramente a un hombre
de tanto espíritu y valor. Marcha esperando; organiza la
Revolución; no la falta jamás en los momentos decisivos; se habría
podido ganarle; no se podía adormecerle, enervarle, neutralizarle.

363
Cuando la situación hablaba, al instante el Mirabeau vicioso y
corrompido, desaparecía; el dios entraba en él, la patria obraba en
él y lanzaba el rayo...
En un solo mes (el de Abril) en que la corte traicionaba,
chaleneaba y comerciaba, el rayo hirió dos veces.
La primera (que dejamos para el capítulo siguiente, por reunir
toda la negociación del clero), es el famoso apostrofe sobre Carlos
IX y la Saint-Barthelimy que está en todas las memorias: «Veo
desde aquí la ventana... etc. »¡Jamás los clérigos habrán recibido
golpe tan pesado sobre sus cabezas! (13 de Abril).
La segunda negociación, no menos grave, fue la cuestión de
saber si la Asamblea se disolvería; los poderes de muchos
diputados se limitaban a un año, y este año acababa. Ya, antes del
6 de Octubre, se había propuesto (y con razón entonces) disolver
la Asamblea, la corte, esperando, expiaba el momento de la
disolución, el entreacto, el momento, siempre peligroso, entre la
Asamblea que termina y la que aún no existe.»
En aquel intervalo, ¿quién reinaría sino el rey? y una vez
recobrado el poder y la espada era muy fácil no volver a soltarlos.
Maury y Cázales, en sus discursos osados, irritantes y
provocativos, preguntaron a la Asamblea si sus poderes eran
ilimitados, si se creía una Convención nacional.
Insistieron mucho sobre estas distinciones de convención,
asamblea y legislatura. Tales argucias lanzaron a Mirabeau a una
de aquellas cóleras que llegaban a la sublimidad: «Preguntáis:
¿cómo diputados de la ralea nos hemos constituido en
Convención? Responderé: El día en que, cerrada nuestra sala,
rodeada de bayonetas, corrimos al primer lugar donde pudimos
reunimos y juramos perecer todos... aquel día, si nosotros no
éramos ya una Convención, nos hemos convertido en ella... Id a
buscar ahora en la vana nomenclatura de los hablistas la definición
de esas palabras: Convención nacional... Vosotros conocéis,
señores, el rasgo de aquel romano que por salvar a su patria de una
gran conspiración había sido acusado de haber traspasado los
poderes que las leyes le conferían. Un tribuno capcioso exigió de él
juramento de haberlas respetado, creyendo colocar con esta
insidiosa petición al cónsul en la alternativa de un perjurio o de la

364
confesión de la falta. Y el grande hombre dijo: «Juro haber salvado
la República.» Pues bien, señores, yo juro que vosotros habéis
salvado la nación.»
Ante este magnífico juramento, la Asamblea entera se pone
de pie y decreta: «Nada de elecciones hasta que la Constitución
esté terminada.»
Los realistas quedaron aterrados. Muchos, sin embargo,
creían que la esperanza de su partido, la elección nueva, hubiera
podido volverse contra ellos, produciendo una Asamblea más
hostil, más violenta. En la inmensa agitación del reino, en aquella
ebullición creciente, ¿quién podía hacer vaticinios?...
Sólo la organización de las municipalidades conmovía
profundamente a Francia. Apenas se formaban, quedaban
organizados a su lado clubs y sociedades para vigilarlas.
Sociedades ilegales pero útiles, eminentemente útiles, en aquella
crisis; eran órgano o instrumento necesario de la desconfianza
pública ante tantos complots, conjuras y conspiraciones.
Los clubs irán aumentando; es preciso, la situación lo exige.
En esta época no están todavía en todo su esplendor. Para Francia
el momento es sólo de federaciones. Pero ya los clubs reinan en
París.
París parece velar por Francia. París, anhelante, avanzado con
sus sesenta distritos en asambleas permanentes, escucha y se
inquieta; parece el centinela colocado a dos pasos del enemigo. El
grito «¡en guardia!» se escucha a cada momento. Dos voces lo
lanzan sin cesar. El club de los Cordeliers y el club de los Jacobinos.
En el próximo libro de esta obra penetraremos en estos
antros originales; aquí me abstengo de hacerlo.
Los jacobinos no están caracterizados todavía; se encuentran
en su primera edad; edad bastarda, constitucional, en la que
alcanzan gran influencia entre ellos los Duport y los Lameth.
El carácter principal de estos grandes laboratorios de
agitación, de vigilancia pública, de estas poderosas máquinas
(hablo sobre todo de los jacobinos), es que, como en toda máquina,
la acción colectiva domina mucho a la acción individual; allí el
individuo más fuerte, más heroico, se confundía con la masa;
perdía su superioridad.

365
En las sociedades de este género, la medianía activa vale
mucho y el genio pesa poco. Acaso, por esto, Mirabeau no iba muy
voluntariamente a los clubs, no perteneciendo exclusivamente a
ninguno de ellos y haciendo cortas visitas. Pasaba una hora en los
Jacobinos, y en la misma noche iba otro rato al club del 89, que
tenían desde entonces en el Palais Roy al, Sieyes, Bailly, Lafayette,
Chapelier y Talleyrand (13 de Mayo).
Club elegante, magnífico, pero de escasa, de ninguna acción.
La verdadera fuerza estaba en el viejo convento ennegrecido de los
jacobinos. La dominación de intriga, de charlatanería fácil y vulgar
que soberanamente ejercía el triunvirato de Duport, Barnave y
Lameth, no contribuía poco a hacer a Mirabeau asequible a las
sugestiones de la corte.
Hombre de contradicción, ¿qué era en el fondo? Realista;
noble, cuando menos. ¿Y cuál era su acción? La contraria; a
fogonazos, sin quererlo acaso, destrozaba la realeza.
Difícil era defenderla, porque se tundía de tora en tora. Había
perdido a París, y aunque le quedaban en provincias grandes
fuerzas dispersas, ¿cómo reunirías y fundirlas? Esto es lo que
Mirabeau veía.
Proyectaba Mirabeau organizar una vasta correspondencia a
semejanza de la que mantenían los Jacobinos, para anularla. Tal
fue la base del tratado de Mirabeau con la corte (10 de Mayo).
Hubiera constituido en su casa una especie de ministerio del
espíritu público.
Con este objeto o con este pretexto Mirabeau recibió dinero,
un sueldo fijo. Y como estaba en sus costumbres hacerlo todo con
audacia, el mal y el bien, se habilitó espléndida casa, coches, mesa
siempre puesta y el hotelito de la calzada de Antin que subsiste
todavía.
Todo esto era demasiado claro, y lo pareció más cuando
desde en medio de la izquierda de la Asamblea se le oyó hablar, de
acuerdo con la derecha, por la realeza, pidiendo se le diera la
iniciativa de la paz o la guerra.
En la Constitución que se discutía el rey había perdido el
gobierno del interior; perdió después la administración de la
justicia; los jueces, como los magistrados municipales, escapaban

366
á su acción, iban a dejar de depender de él. Si se le quitaba la
iniciativa de la guerra, ¿qué quedaba a la realeza? He aquí lo que
dice Cazalés.
Barnave y los demás del lado opuesto dicen mil razones, pero
ocultan la mejor, la más verdadera. Es que el rey era sospechoso;
es que la Revolución no se ha hecho sino para romper la espada
puesta por la Edad Media en manos del rey; es que, de todos los
poderes, el más peligroso de dejar en sus manos es la guerra.
El motivo del debate era el siguiente:
Inglaterra se había alarmado al ver a Bélgica tender las manos
a Francia. Comenzaba, además, a asustarse, como el emperador y
como Prusia, de una Revolución viva, contagiosa, que se infiltraba
en los demás pueblos por su ardimiento y por su carácter de
generalidad (más que nacional), de aquella Revolución humana tan
contraria al espíritu inglés.
Un hombre de talento, apasionado y venal, el irlandés Burke,
alumno de los jesuitas de Saint-Omer, había pronunciado en la
Cámara inglesa una furiosa filípica contra la Revolución, la cual le
había sido pagada en metálico contante por su adversario M. Pitt.
Inglaterra no atacó a Francia, pero abandonó a Bélgica en
manos del emperador de Austria y fue al fin del mundo, buscando
querella en los mares con España, nuestra aliada.
Luis XVI hizo saber a la Asamblea que iba a armar catorce
navíos.
Con este motivo se traba en la Asamblea una larga e inmensa
discusión teórica sobre la cuestión general: «¿A quién pertenece la
iniciativa de la guerra?» Poco o nada se habló sobre la cuestión
particular, que era, sin embargo, más importante que la general;
más apremiante al menos. Todo el mundo en la Asamblea parecía
huir de ella, evitarla; todo el mundo tenía miedo de verla, de
tocarla.
París no tenía miedo; París la afrontaba cara a cara. Todos los
parisienses sentían y decían que si el rey tenía la espada, el ejército
y la marina, la Revolución perecería.
Había en París cincuenta mil hombres en las Tullerías, en la
plaza Vendome y en la calle de San Honorato, esperando, con
inexplicable ansiedad, recoger ávidamente las notas que les

367
arrojaban desde las ventanas de la Asamblea, para hacerles seguir
la marcha de la discusión. Todos estaban indignados y
exasperados contra Mirabeau. Al entrar el gran orador, un hombre
le enseña una cuerda, y al salir, otro le muestra sus pistolas, ambos
en señal de amenaza.
Aquel día dio pruebas de sangre fría y de virilidad. En el
momento mismo en que Barnave ocupaba la tribuna y pronunciaba
uno de sus largos discursos, creyendo haber resuelto el punto
discutido, Mirabeau, que no escuchaba, salió de la Asamblea y se
fue a pasear en medio de aquella multitud que llenaba las Tullerías;
encontró allí a la joven y ardiente madame de Staël, la hija de
Necker, que estaba también esperando con el pueblo y se puso
tranquilamente a hacerla el amor.
Su valor no mejoraba la causa que defendía. Triunfaba en la
cuestión teórica de aquel gran acto de la guerra, en la asociación
natural entre el pensamiento y la fuerza, entre la Asamblea y el rey;
pero toda aquella metafísica no podía resolver la situación.
Sus enemigos emplearon un medio poco parlamentario, que
era casi un asesinato y que ponía en riesgo su vida. Durante aquella
noche hicieron escribir e imprimir y repartieron un libelo atroz.
A la mañana siguiente, yendo Mirabeau a la Asamblea, oyó
gritar por todas partes: «La gran traición del conde de Mirabeau
descubierta.»
Como le había ocurrido siempre, el peligro le inspira
admirablemente, y en la Asamblea destroza a sus enemigos con
aquel famoso discurso que comienza diciendo: «Se bien que no
está lejos del Capitolio la roca Tarpeya...» etc.
Triunfa en la cuestión personal. En la cuestión misma del
litigio retrocede hábilmente; en el primer turno de una proposición
redactada más claramente, hace una retirada, y cediendo en la
forma gana en el fondo. Al fin se acordó que el rey tenía el derecho
de hacer los preparativos de dirigir las fuerzas como quisiera y de
proponer la guerra a la Asamblea, la cual no decidiría nada que no
fuera sancionado por el rey (22 de Mayo).
Al salir Barnave, Duport y Lameth, que se iban desesperando,
fueron aplaudidos, casi llevados en hombros por el pueblo, que
creía haber vencido. No tuvieron valor para decir la verdad en aquel

368
momento, porque en realidad la corte era la que había salido
ganando.
Acababa de probar, por segunda vez, la fuerza del talento de
Mirabeau; en Abril contra ella y en favor de ella en Mayo. En esta
última ocasión había hecho esfuerzos sobrehumanos, había
sacrificado su popularidad y expuesto su vida. La reina le concedió
una entrevista, la única según todas las apariencias, que tuvieron
jamás. Otra debilidad de aquel hombre, que no se puede disimular,
era que algunas muestras de confianza, exagerada sin duda por el
celo de Lamarck, que quería censurarlas, exaltaron la imaginación
del gran orador, crédulo como todos los artistas; a consecuencia
de esto, atribuyó a la reina una superioridad de espíritu y de
carácter que no demostraba ella.
Creyó también Mirabeau, en su fuerza y en su orgullo, que
aquel a quien ningún hombre resistía dominaría sin dificultad la
voluntad de una mujer. Mirabeau hubiera sido el ministro de una
reina mucho mejor que el de un rey; deseaba ser el ministro o el
amante.
La reina estaba entonces con el rey en Saint-Cloud. Rodeados
por la guardia nacional, se encontraban en un medio cautiverio
bastante libre, puesto que todos los días iban a pasearse sin
guardias a distintos lugares.
Había, sin embargo, muchas buenas gentes de corazón
sensible que no podían soportar la idea de un rey y de una reina
prisioneros de su súbdito.
Un día, al comienzo de la tarde, la reina escuchó un rumor en
los alrededores solitarios de Saint-Cloud; levantó la cortina y vio
bajo del balcón cerca de cincuenta personas, mujeres del campo,
sacerdotes, ancianos, caballeros de San Luis, que lloraban a media
voz y contenían sus sollozos.
Mirabeau no podía ser sometido a la prueba de semejantes
impresiones. A pesar de todos sus vicios seguía siendo hombre de
ardiente imaginación, de pasiones tempestuosas, y encontraba
alguna felicidad en sentirse el apoyo, el defensor, el libertador
acaso de una hermosa reina prisionera.
El misterio de la entrevista aumentaba su emoción. Fue, no
en coche, sino a caballo, para no llamar la atención, y le recibió la

369
reina no en el castillo, sino en un lugar muy solitario, en el punto
más elevado del parque, reservado a los reyes: en el kiosco que
corona el jardín...Era a fines de Mayo.
Mirabeau estaba entonces visiblemente atacado del mal que
le llevó a la tumba; no hablo de sus "excesos, de sus prodigiosas
fatigas. No, Mirabeau no murió más que del odio del pueblo. ¡
Adorado y después escupido! haber tenido su prodigioso triunfo
de Provenza, en el que se sintió colocado sobre el seno mismo de
la patria... para llegar al fin, en Mayo del 90, a que pidiera el pueblo
en las Tullerías que le fuera entregado para colgarle... El mismo,
haciendo como acostumbraba frente a la tempestad, sin sentirse
sostenido por una conciencia tranquila, percibía cada vez que ponía
la mano sobre su pecho el dinero que aquella mañana había
recibido de la corte...
Todo esto se agitaba y hervía en su alma turbada y se
convertía en cólera, desesperación y vaga esperanza.
Cuando sobre su caballo subía el violento Mirabeau
lentamente la avenida de Saint-Cloud, iba ya herido de muerte;
notábasele en la tez obscura y poco transparente, en los ojos
enrojecidos, en las mejillas lacias y en un comienzo de pesadez y
obesidad mal sana.
Y la reina, que esperaba en el pabellón, ¡cuánto había
cambiado también! Sus treinta y cinco años, antes bien
disimulados, aparecían ahora con el encanto de la edad que tantas
veces ha pintado Van Dick; agregad en aquel rostro palideces
delicadas, ligeramente violáceas, que revelan un mal profundo...
¡Enferma, profundamente enferma y para no curar jamás!...
Enferma del corazón y del cuerpo.-. Se ve bien cuánto lucha.
Allí está con la cabeza alta y con los ojos secos; pero
demasiado claramente se ve que llora todas las noches. Su
dignidad natural y la de su desgracia, que son otras realezas, la
amparan de toda desconfianza, y aquel que lo juega todo por ella
tiene necesidad de creerla.
María Antonieta quedó sorprendida al ver que aquel hombre
tan popular, que el orador tempestuoso por cuyos labios había
hablado la Revolución, que aquel monstruo, en fin, era un

370
hombre... que tenía un encanto particular y una delicadeza que
ocultaba bien su energía.
Según todas las apariencias, la entrevista fue vaga, muy poco
o nada concluyente. La reina tenía su pensamiento que guardaba,
y Mirabeau tenía el suyo, que no ocultaba de ningún modo: salvar
a la vez al rey y a la libertad... ¿Qué lenguaje común podía haber
entre ellos?...En el momento de terminar, Mirabeau, dirigiéndose a
la mujer más que a la reina, con una galantería respetuosa le dijo:
«Señora, cuando vuestra augusta madre hacía a algunos de sus
súbditos el honor de admitirles en su presencia, jamás les despedía
sin darles a besar su mano.» La reina le presentó la suya; Mirabeau
se inclinó y estrechó aquella mano entre las suyas, la besó y
después, alzando la cabeza, exclamó con un acento impregnado de
ternura y de soberbia a la vez: «¡Señora, la monarquía está
salvada!»
En el mismo momento en que Mirabeau, a cambio de su
popularidad y casi de su vida, arrancaba a la Asamblea aquel
peligroso decreto que, en el fondo, daba al rey el derecho de paz y
de guerra, el rey hacía buscar en los. archivos del parlamento las
antiguas fórmulas de protestas contra los Estados generales,
queriendo hacer una protesta secreta contra todos los decretos de
la Asamblea (23 de Mayo).
Gracias a Dios la salvación de Francia no dependía de este
gran hombre crédulo ni de esta corte engañada. Aquel decreto
devuelve la espada al rey, pero la espada estaba rota.
El soldado se torna pueblo, se mezcla al pueblo y fraterniza
con el pueblo.
M. de Bouillé nos ha hecho saber en sus memorias que no
desperdiciaba pretexto ni ocasión para poner en lucha al soldado y
al pueblo para inspirar al militar el odio y el desprecio al burgués.
Los oficiales habían aprovechado áridamente una ocasión
para hacer subir este odio más alto todavía hasta la Asamblea
nacional, calumniándola cerca del soldado.
Uno de los más firmes patriotas, Dubois de Crance, había
expuesto a la Asamblea nacional la triste organización del ejército,
reclutado en su mayoría con gente de mal vivir; deduciendo de ello

371
la necesidad de una organización nueva que debía convertir al
ejército en lo que debía ser, la flor de Francia.
Justamente de estas palabras honrosas para el militar y de
esta tentativa para reformar y rehabilitar al ejército, fue de lo que
más se abusó. Los oficiales decían y repetían al soldado que la
Asamblea le ultrajaba. La corte concibió grandes esperanzas,
creyendo que iba a volver a apoderarse del ejército. Desde las
oficinas del ministerio se escribían al comandante de Lille estas
significativas palabras: «Cada día tomamos un poco de
consistencia. Que quieran olvidarnos, no contar con nosotros para
nada y bien pronto lo seremos todos.» (8 de Diciembre, 3 de Enero.)
¡Vana esperanza! ¿Podíase creer que el soldado cerraría los
ojos por largo tiempo, que vería impasible este espectáculo de la
fraternidad de la Francia, que en el momento en que la patria había
sido recuperada él solo se obstinaba en permanecer fuera de la
patria, que el cuartel sería como una isla separada del resto del
mundo?
Es alarmante, sin duda, ver el ejército que delibera, que sabe
discernir y escoger, sometido a la obediencia. Y aquí, por lo tanto,
¿cómo podía suceder de otro modo? Si el soldado obedecía
ciegamente a la autoridad suprema, de que proceden todas las
demás, dócil a sus oficiales, se bailaba infaliblemente en rebeldía
con el jefe de los jefes, con la ley. Abstenerse, no hacer nada,
imposible; la contrarrevolución no lo entendía así y le mandaba
disparar sobre la Revolución, sobre la Francia, sobre el pueblo,
sobre su padre, sobre su hermano que le tendía los brazos.
Los oficiales se le aparecían como lo que eran, el enemigo; un
pueblo aparte, que era además de otra raza, de otra naturaleza.
Como los viejos pecadores, endurecidos en su pecado, se hunden
cada vez más en él cuando van hacia la muerte, el antiguo régimen,
cercano a su fin, era más duro y más injusto. Los grados altos no
se daban más que a los jóvenes de la corte, a los niños mimados
de las damas; el ministro Montfarrey ha referido la escena violenta,
indecente, que la reina le hizo sufrir por un joven coronel. Los
grados menores, accesibles bajo Luis XIV y bajo Luis XV, no fueron
dados bajo Luis XVI más que a los que podían probar cuatro

372
abolengos nobiliarios. Jabert, Catinat, Chevert, no habían podido
llegar al grado de subteniente.
Antes he dicho cuál era el presupuesto de la guerra en 1784:
Cuarenta y seis millones para el oficial, 45 millones para el soldado.
¿Por qué llamarle soldado? Mendigo sería el término propio. El
sueldo, relativamente equitativo en el siglo XVII, llegó a no ser
nada bajo Luis XV. Bajo Luis XVI, es verdad, se le une otro sueldo
pagado en palos. Se imitaba la famosa disciplina de Prusia: se creía
que en esto consistía todo el secreto de las victorias del gran
Federico, en las palizas al soldado: el hombre llevado como una
máquina y castigado como un niño. El peor de los sistemas
seguramente, uniendo los males opuestos; sistema a la vez
mecánico por una parte y por otra fatalmente duro y arbitrario.
Los oficiales despreciaban soberanamente al soldado, al
burgués, a toda clase de hombres que no fueran ellos. ¿Por qué? ¿
Por cuál extraordinario motivo? Por uno solo: tiraban muy bien la
espada. El prejuicio tan respetable que pone la vida de los valientes
a discreción de los diestros constituía a éstos en una especie de
tiranía, y así intentaron, hasta con la Asamblea, este género de
amenaza para intimidarla. En la cámara de la nobleza, con los
miembros, tiraron de la espada para impedir a los otros unirse al
tercer estado. La Bourdonaie, Noailles, Castries y Cazalés
provocaron a Barnave y á Lameth. Tantas groserías dirigieron a
Mirabeau, tantas injurias, con la esperanza de deshacerse de él,
que no son ni creíbles; él permanecía impávido. ¡Ojala que el más
grande de los marinos de aquel tiempo, Suffren, hubiera hecho lo
mismo! Según una tradición muy verosímil, un joven fatuo, de
elevado nacimiento, tuvo la insolencia de provocar en duelo a este
hombre heroico, de cuya sagrada vida nadie era dueño más que la
Francia; él, ya de mucha edad, tuvo la debilidad de aceptar y recibió
un golpe mortal. El joven era muy bien mirado en la corte y el
asunto quedó en la sombra. ¿Quién quedó contrariado? La
Inglaterra, por un golpe así, habría dado millones.
El pueblo no tuvo nunca la delicadeza de comprender tales
puntillos de honor. Los Belsunce, los Patrice, que desafiaban a todo
el mundo, se encontraban con lo que no buscaban. La espada de la
emigración se rompió como el vidrio bajo el sable de la República.

373
Si nuestros oficiales del ejército que nada habían hecho eran
por lo mismo tan insolentes, ¡gran Dios!, ¿qué serían los oficiales
de la marina? Desde los últimos sucesos (que no habían sido más
que brillantes duelos de barco a barco) no se conocían a sí mismos,
eran insoportables; su orgullo se elevaba hasta la ferocidad. Uno
de ellos había tenido la desgracia de degradarse hasta el punto de
frecuentar la amistad de un antiguo camarada que había pasado al
ejército de tierra: pues le obligaron a batirse con él para quedar
limpio de tal crimen. Y, ¡afrenta horrible!, el de tierra lo mató.
Un oficial de Marina, Acton, era como el rey de Nápoles. Los
Vandreuil rodeaban a la reina y al conde de Artois y los impulsaban
con sus violentos consejos. Oficiales de Marina, los Bouchamps,
los Marigni, mientras la Francia tuvo enfrente a toda la Europa, le
clavaron en la espalda el puñal de la Vandée.
Tolón fue el que sufrió el primer golpe de este orgullo.
Mandaba allí el bravo, insolente y duro Alberto de Rioms, uno de
los mejores capitanes. Creía dominar las dos poblaciones, el
Arsenal y Tolón, de la misma manera que a una chusma de
presidiarios, a palos y á latigazos, protegiendo la escarapela negra
y maltratando la tricolor. Se fiaba de un pacto que sus oficiales de
marina habían hecho con los del ejército de tierra contra los
guardias nacionales. Cuando éstos, con los magistrados a la cabeza
llegaron a reclamar, los recibió como hubieran recibido a los
presidiarios del Arsenal.
Entonces un pueblo furioso rodeó el palacio del comandante.
Este mandó hacer fuego y no hubo un soldado que quisiera tirar.
Entonces le fue necesario rogar a los magistrados de la ciudad
que le socorriesen. Los guardias nacionales que él había insultado
repugnaron defenderle y no llegaron a salvarle sino metiéndolo en
un calabozo. (Noviembre-Diciembre del 89.)
En Lille se intentó de igual manera oprimir a las tropas de la
guardia nacional y aun de nutrir con ellas los regimientos. El
comandante Livarot (se sabe por sus cartas inéditas) las animaba
habiéndoles de la pretendida injuria que Dubois de Crancé había
hecho al ejército en la Asamblea nacional. La Asamblea no
respondió sino con la mejora de la suerte del soldado, dándole al

374
menos prueba de interés del único modo que entonces podía,
aumentándole el sueldo con algunas monedas.
Lo que más le irritó fue ver que en París Lafayette había
ascendido a todos los subalternos a los grados superiores. La
barrera infranqueable quedaba al fin rota.
¡Pobres soldados del antiguo régimen, que por tan largo
tiempo habían sufrido sin esperanza y en silencio!
Sin ser los prodigiosos soldados de la República y del imperio,
no eran indignos de haber tenido su día feliz. Lo que leo acerca de
ellos en las viejas historias me admira como paciencia y me
conmueve como bondad. Los veo en la Rochela entrando en la
ciudad hambrienta y dar su pan a los habitantes. Sus tiranos, los
oficiales, los que les cerraban toda carrera al ascenso, no hallaban
en ellos más que docilidad, respeto, dulzura, benevolencia. En no
sé qué acción, en tiempo de Luis XV, un oficial de ¡catorce años!
que había llegado de Versalles no podía ya avanzar rendido de
fatiga. «¡Dádmele, dijo un granadero gigantesco, me lo echaré a la
espalda y si hay una bala que recibir, se la evitaré al niño!
Necesario era que al fin hubiera un día para la justicia, la
igualdad y la naturaleza; ¡dichosos aquellos que vivieron para
verlo!...
Qué alegría para Bretaña encontrar después de cien años, en
su humilde estado de piloto, al piloto de Duguay-Trouin, al de la
mano firme y fría que llevaba al vencedor bajo el fuego... Juan
Robin, de la isla de Batz, el cual fue reconocido en las elecciones y
por acuerdo unánime colocado junto al presidente.
Francia estaba avergonzada de una injusticia tan larga y
quería honrar en la persona de aquel hombre a tantas generaciones
heroicas indignamente olvidadas, rebajadas durante su vida por la
insolencia de los que se aprovecharon de sus servicios y después,
¡ah!, relegadas al olvido.

375
CAPITULO VII

Lucha religiosa. —Pascuas. —La pasión de Luis XVI

Leyenda del rey mártir. —Escándalo de la apertura de los conventos —El


clero exalta a las masas ignorantes. —El agente del clero quiere entenderse
con la emigración. —El clero y la nobleza en oposición—Maniobras del clero en
Pascuas, —La Asamblea publica el Libro Rojo en Abril del 90. —Hipoteca de
los bienes del clero en garantía de los asignados. —El clero pide a la Asamblea
declare el catolicismo religión nacional, 12 de Abril de 1790.

Era evidente que no se podía armar al soldado contra el


pueblo. Era preciso, pues, encontrar un medio de armar al pueblo
contra él mismo, contra una revolución que se hacía para él.
Al espíritu de federación, de unión, a la nueva fe
revolucionaria, no se podía oponer más que la nueva fe, si es que
existía aún.
A falta del viejo fanatismo extinguido, o al menos
profundamente adormecido, el clero contaba con la fácil bondad
del pueblo, con su sensibilidad ciega, su credulidad para los que
amaba, su respeto inveterado al sacerdote y al rey... el rey, aquella
vieja religión, aquella mística personal, formada con una mezcla de
los caracteres del sacerdote y del magistrado, con un reflejo de
Dios.
Siempre había dirigido sus ojos el pueblo hacia el rey y a él se
dirigían todos sus votos; ¡y con qué resultado! La realeza lo había
estrujado, prensado, como lo hubiese hecho una máquina sin
piedad.
Nada más fácil a los sacerdotes que hacer creer que Luis XVI
era un santo, un mártir.
Aquella figura beatífica y paternal, pesadota (por su origen de
la casa de Saxe y de la casa de Borbón), era un santo de catedral,
hecho en piedra para un pórtico de iglesia. Su aspecto de miope,
su indecisión e insignificancia le daban justamente aquella
apariencia de vaguedad que da lugar a todas las leyendas.

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Leyenda admirable, patética, muy propicia para conmover los
corazones. El rey había amado al pueblo, quería el bien del pueblo
y por eso se le castigaba... ¡Ingratos, habían osado levantar la
mano contra aquel excelente padre, contra el elegido de Dios!
¡El buen rey, la noble reina, la santa madama Isabel, el
pobrecito delfín, cautivos en aquel revuelto París!
¡Qué de lágrimas al hacer este relato, qué de votos al cielo,
qué de oraciones y misas para librarlo!
¡Qué corazón de mujer no se conmovía cuando, al salir de la
iglesia, el sacerdote le decía quedamente al oído: «¡Rogad por el
pobre rey!»
Rogad también por Francia—era necesario decir, —rogad por
un desventurado pueblo traicionado, entregado al extranjero.
La otra leyenda, no menos poderosa para excitar a la guerra
civil, era la apertura de los conventos, la orden de hacer inventario
de los bienes eclesiásticos, la reducción de las casas religiosas, a
pesar de que se hizo con grandísima mesura.
Se reservó a cada departamento una casa, cuando menos, de
cada orden, donde podían retirarse a hacer vida monástica cuantos
quisieran, así como el que quería salir del claustro lo abandonaba
y recibía una pensión. Esto era justo y nada violento.
Las municipalidades muy prudentes y morigeradas en aquella
época daban toda clase de facilidades para la ejecución de aquellas
órdenes. Apenas detallaban ni completaban el inventario, no
inspeccionaban y lo hacían figurar todo por la mitad de su valor
real.
¡No importa! A pesar de esto, el clero procuraba hacerles este
deber difícil y peligroso. Se avisaba a todo el mundo, públicamente,
el día en que había de hacerse el inventario, el día maldito en que
los laicos habían de franquear el sagrado claustro.
Solamente, para llegar a la puerta del convento, habían de
atravesar, con riesgo de su vida, los magistrados municipales por
en medio de la multitud alborotada, de la gritería de las mujeres y
de las amenazas de los robustos mendigos de oficio que mantenían
los conventos. Los bondadosos discípulos del Señor oponían estas
resistencias y peligros a los hombres de la ley, obligados a
cumplimentar la ley.

377
Todo esto fue hecho con mucha habilidad y unidad
extraordinaria, obedeciendo, sin duda alguna, a una sola dirección
y consigna.
Si fuese posible hacer historia detallada y completa, podrían
tomarse de aquí muchos datos para un asunto de alta filosofía: «¿
Cómo en una época indiferente, incrédula, pueden los políticos
hacer y rehacer el fanatismo?» Hermoso capítulo para agregado a
un libro que debe escribir un pensador: La mecánica del
entusiasmo.
El clero no tenía fe, pero encontraba para instrumentos
personas que la tenían todavía, almas piadosas, convencidos,
visionarios ardientes, cabezas soñadoras y poéticas, que abundan
siempre, especialmente en Bretaña.
Una señora de Pont-Leves, mujer de un oficial de marina,
publica la Compasión de la Virgen para Francia, folleto místico,
ardiente, libro de mujer para las mujeres, propio para turbarlas y
volverlas locas.
El clero ejercía todavía una acción bien fácilmente sobre
aquellas pobres poblaciones que sólo hablaban su dialecto y
desconocían el idioma francés. No sabían que los diezmos y
primicias habían sido suprimidos; el clero lo ocultaba, así como la
abolición sucesiva de los impuestos indirectos, y en cambio
desesperaba a aquellos ignorantes campesinos anunciándoles a
cada momento que iban a ser desposeídos del tercio de sus bienes.
El Mediodía ofrecía otros elementos de agitación, no menos
favorables, hombres de pasión, activos, ardientes, políticos,
espíritus de intriga y habilidad, a propósito, no sólo para sublevar,
sino para organizar y reglamentar la sublevación.
El verdadero secreto de la resistencia, la vía única que daba
reales y serias ventajas a la contrarrevolución, la idea de la futura
Vandée, fue formulada por completo en Nimes: contra la
Revolución ningún resultado era posible sin la guerra religiosa. De
otro modo: contra la fe no hay mayor fuerza que la fe. Vía terrible,
que hace espantarse cuando se recuerda... cuando se ve las ruinas,
el desierto que ha hecho el viejo fanatismo. ¿Qué habría sucedido
si todo el Mediodía, todo el Oeste, toda la Francia se hubieran
convertido en Vandée?

378
Pero la contrarrevolución no tenía otro recurso. Al genio de la
fraternidad no se podía oponer más que el de la Saint-Barthelémy.
Tal fue, poco más o menos, la tesis que desde Enero del 90
sostuvo en Turín, ante el gran concejo de la emigración, el ardiente
enviado de Nimes, hombre del pueblo, hombre insignificante, pero
de cabeza dura, intrépido, que veía perfectamente y con claridad
planteaba la cuestión.
Él, que por gracia especial era admitido a hablar delante de
los príncipes y de los grandes señores, Carlos Froment, así se
llamaba, hijo de un acusado de falsario (después indultado), no era
más que un muñidor del clero y su factótum. De pronto se mostró
jefe del populacho católico y lo lanzó contra los protestantes. El
mismo no era tan fanático como faccioso, un hombre del tiempo
de los Gibelinos. Pero veía claramente que la verdadera fuerza era
el pueblo, la apelación a la fe popular.
Froment fue recibido con amabilidad, escuchado y poco
comprendido. Se le dio algún dinero y la esperanza de que el
comandante de Montpeller podría proveerle de armas. Por lo
demás, tampoco se comprendió lo útil que podría ser, pues más
tarde, habiendo emigrado, no obtuvo de los príncipes más que el
permiso de reunirse a los españoles y ponerlos en relación con su
antiguo partido.
«Lo que ha perdido a Luis XVI, dice Froment en sus memorias,
es el haber tenido ministros filósofos.» Y pudo haber extendido
esta afirmación a mucho más lejos, con no menos acierto. Lo que
hacía impotente la contrarrevolución era que había en ella grados
diferentes, y además que llevaba en el corazón la filosofía del siglo,
es decir, la Revolución misma.
He dicho (en mi introducción al primer tomo) que entonces
todos, hasta la misma reina, el conde de Artois, la nobleza, eran en
distintos grados simpatizadores con el espíritu nuevo.
La lengua del viejo fanatismo era para ellos una lengua
muerta. El despertar en las masas era una operación incompatible
para tales espíritus. El pueblo sublevado, aunque fuera por ellos
mismos, les daba miedo. Por otra parte, oponerse al clero, hacerle
fuerte, era cosa de todo contraria a las ideas de la nobleza; ella
había esperado siempre, había esperado el despojo del clero. Los

379
intereses de estos dos órdenes sociales eran opuestos, hostiles. La
Revolución, que debía acercarlos, los había también complicado.
Los propietarios nobles, en ciertas provincias, por ejemplo el
Languedoc, ganaban con la supresión de los diezmos eclesiásticos
más que perdían en derechos feudales.
En la discusión de los votos monásticos (Febrero) ni un noble
salió a la defensa del clero. El solo defendió la vieja tiranía de los
votos irrevocables. Los nobles votan con sus adversarios de
siempre por la abolición de los votos, la apertura de las puertas de
los conventos, la libertad de las monjas y de los religiosos.
El clero toma su revancha. Guando se trata de abolir los
derechos feudales, la nobleza grita a su vez quejándose de la
atrocidad, de la violencia, de la rapacidad, etc. El clero, al menos la
mayoría del clero deja gritar a la nobleza, vota contra ella,
contribuye a su ruina.
Los consejeros del conde de Artois, M. de Calonne y otros, los
consejeros austríacos de la reina eran ciertamente como el partido
de la nobleza en general, muy favorables a la expoliación del clero,
con tal que la hicieran ellos. Antes que valerse del ejército del
fanatismo, preferían hacer un llamamiento al extranjero. No tenían
para esto ninguna repugnancia. La reina veía en el extranjero a su
propia familia. La nobleza tenía por toda Europa relaciones de
parentesco, de casta, de cultura común, que la hacían filósofa por
cima de los prejuicios vulgares de nacionalidad... ¿Qué francés era
más francés que el general del Austria, el admirable príncipe de
Ligne?... La filosofía francesa ¿no reinaba en Berlín? En cuanto a
Inglaterra, era justamente para nuestros nobles más avanzados el
ideal de la tierra clásica de la libertad. No había para ellos más que
dos naciones en Europa: la de las gentes honradas y la de los
malos. ¿Por qué no se había de llamar a las primeras en Francia
para poner en razón a los otros?
He aquí tres contrarrevoluciones que obran simultáneamente
sin poder entenderse:
1a La reina, el embajador de Austria, su principal consejero,
esperan que el Austria, libre de su cuestión de Bélgica y uniéndose
a Europa, pueda amenazar a Francia, estrecharla (por necesidad),
rodeándola de enemigos.

380
2a La emigración, el conde de Artois, los brillantes caballeros
de El Ojo-de-Buey que se fastidian demasiado en Turín, que tienen
prisa por encontrar de nuevo a sus queridas y sus actrices, querían
que el extranjero obrase con rapidez y les abriera la Francia, no
importa a qué precio: en 1779 hubieran querido un 1815.
3a El clero menos dispuesto aún a esperar.
Expropiado por la Asamblea, rechazado poco a poco en su
casa y puesto a la puerta, quería armar ahora su numerosa clientela
de aldeanos y de arrendatarios. Hoy mismo; mañana quizás, todo
se enfriará. ¿Qué sucederá si el campesino se atreve a comprar
bienes eclesiásticos?... Entonces la Revolución habrá vencido sin
remedio.
Este era el momento en que el hombre de Nimes, vuelto de
Turín, recorría los campos, organizaba las sociedades católicas y
trabajaba de veras en el Mediodía.
En medio de la discusión sobre la inviolabilidad de los votos,
un miembro de la Asamblea invocó los derechos de la naturaleza,
rechazó como un crimen de la antigua barbarie esta añagaza a la
voluntad del hombre, que, sobre una palabra escapada, quizá
arrancada de su boca, le liga, le entierra para siempre... Allá arriba,
en las tribunas, se dejan oír gritos: «¡Blasfemo! ¡Blasfemo! ha
blasfemado.» El obispo de Nancy se lanza a la tribuna:
«¿Reconocéis, exclama, que la religión católica, apostólica,
romana, es la religión nacional?» La Asamblea siente el golpe y lo
esquiva. Le responde que se trataba, sobre todo, de negocios en la
supresión de los conventos; que no había nadie que no creyera la
religión católica religión nacional; que sancionarla por un decreto
sería comprometerla.
Esto ocurrió el 13 de Febrero: el 18 se llevó un libelo, repartido
en Normandía, donde la Asamblea era señalada al odio del pueblo
como si estuviera matando a la vez la religión y la realeza. Se
aproximaban las Pascuas; la ocasión fue aprovechada; se vendió,
se distribuyó en los alrededores de las iglesias una hoja terrible: La
pasión de Luis XVI.
La Asamblea, a esta leyenda, podía oponer otra de igual
interés, a saber: que Luis XVI que juraba en 4 de Febrero amor a la
Constitución, tenía cerca de su hermano, en medio de enemigos

381
mortales de la Constitución, un agente perpetuo: que Turín, Tréves
y París eran como una misma corte sostenida y pagada por el rey.
En Tréves existía asalariada y arreglada por él su casa militar,
su grande y pequeña caballeriza bajo el cuidado del príncipe de
Lamberé.
Les pagaba a Artois, Condé, Lamberé, a todos los emigrados,
pensiones enormes, y se les señalaban indefinidamente pensiones
de alimentos, viudedades y por otros conceptos, de dos, tres o
cuatrocientas libras.
El rey pagaba a los emigrados sin consideración a un decreto
por el cual hacía dos meses la Asamblea había probado a retener
este dinero que pasaba al enemigo. Había él justamente olvidado
sancionar este decreto. La irritación aumentó cuando Cannis, el
severo relator del comité de Hacienda declaró no poder hallar cuál
fuese el empleo que se daba a una suma de sesenta millones.
La Asamblea ordenó que para todo derecho presentado a la
nación el guardasellos daría cuenta en los ocho días de la sanción
real o de la negativa de sanción. Grandes gritos, gran lamentación
sobre esta exigencia ofensiva para la voluntad del rey... Cannis
respondió haciendo imprimir el muy célebre Libro rojo (1. ° de
Abril), que el rey le había confiado, con la esperanza de que
permanecería secreto entre él y el comité. Este libro inmundo,
manchado en cada página con las suciedades de la aristocracia, con
debilidades criminales de la realeza, muestra si había o no razón
para cerrar el canal por donde se iba la vida de Francia... ¡Bello
libro! El solo llevó a la Revolución los corazones de los hombres.
«¡Oh cuánta razón tenemos!» Este fue el grito general, y
¡cuán lejos se estaba aún en las acusaciones más violentas de
entrever la realidad! Al mismo tiempo se robustece la fe que este
monstruoso régimen contra la naturaleza, contra Dios, no podía
jamás recuperar. La Revolución cuando ve sin velo, y sin máscara
la faz horrible de su adversario se afirma sobre sí misma, se siente
vivir y para siempre... Sí, cualquiera que hayan sido los obstáculos,
las interrupciones, las traiciones, ella vive y vivirá.
Un signo de esta gran fe es que, en la estrechez y penuria
universal, en medio de una oposición grande de los impuestos
indirectos, el impuesto directo fue pagado regular, religiosamente.

382
Se ponen en venta cuatrocientos millones de bienes
eclesiásticos. Y sólo la villa de París compra doscientos millones.
Todas las municipalidades la siguen.
Aquella marcha era muy buena. Pocas gentes hubieran
querido expropiar por sí mismas al clero; sólo las municipalidades
podían encargarse de esta penosa operación. Debían comprar
primero y luego revender. La excitación era grande, sobre todo en
los campesinos; he aquí por qué las ciudades debían dar ejemplo,
comprando y revendiendo cuanto antes las casas eclesiásticas; la
venta de las tierras vendría después.
Todos aquellos bienes servían de hipoteca al papel moneda
que había creado la Asamblea. Cada lote quedaba asignado, afecto
a una clase de papel; por esto aquellos billetes fueron llamados
asignados. Cada papel era un pedazo de propietario, de tierra
movilizada. Nada de común tenían con los famosos billetes de la
Regencia, fundados sobre terrenos del Misisipí, terrenos muy
lejanos y de dudosa existencia.
A su garantía natural agregad la de las municipalidades que
habían comprado al Estado y que revendían. Divididos en tantas
manos, una vez lanzados a la circulación aquellos lotes de papel
iban a comprometer, a interesar a la nación entera en aquella gran
operación. Todos poseerían de esta moneda; los enemigos como
los partidarios estarían igualmente interesados en la salvación de
la Revolución.
Entre tanto, el recuerdo de Law, la tradición de tantas familias
arruinadas por el sistema era un gran obstáculo. Francia no estaba
acostumbrada como Inglaterra y como Holanda a ver circular
valores en forma de papel.
Era preciso que todo un pueblo se elevara por encima de sus
costumbres y hábitos tradicionales; era un acto de espiritualismo,
de fe revolucionaria, lo que pedía la Asamblea.
El clero quedó aterrado al ver que sus despojos se dividirían
en manos de todos. Dividido en polvo impalpable, no había
esperanza de que volviera a sus manos jamás.
Se esforzó en predicar que los asignados eran cosa semejante
a los bonos del Misisipí: «Había creído—dijo pérfidamente el

383
arzobispo de Aix—que habíais realmente renunciado a la
bancarrota.
La respuesta era demasiado fácil, y entonces exclamaron: «Y
todo ha sido arreglado por los banqueros de París; pero las
provincias rechazan vuestro papel:»
Entonces se les leyeron las notas de provincias que
reclamaban la pronta creación de los asignados. Habían creído,
cuando menos, ganar tiempo, y en el intervalo quedar en posesión,
esperando siempre alguna circunstancia propicia.
Perdida esta esperanza, escuchan a Prieruz: «¿Qué confianza
podrá tenerse en la hipoteca que constituye la garantía de los
asignados, si los bienes hipotecados no están en nuestras manos?»
De aquí nació la premura en desposeer inmediatamente al
clero y entregarlo todo en manos de las municipalidades y de los
distritos.
La Asamblea había prometido al clero un monstruoso
presupuesto de un centenar de millones, y aceptándolos estaban
inconsolables.
El arzobispo de Aix, en un discurso jeremíaco, lleno de
lamentaciones infantiles, preguntó si es que había el propósito de
arruinar a los pobres quitando al clero lo que le fue dado para los
pobres. Después de esta paradoja defendió esta otra: «Que la
bancarrota seguiría infaliblemente a esta operación, destinada a
evitar la bancarrota.» Acusó luego a la Asamblea de haber puesto
mano sobre lo espiritual, declarando nulos los votos, etc., etc.
Y finalmente llegó a ofrecer, en nombre del clero, un
empréstito de 400 millones con la hipoteca de sus bienes, a lo cual
Thouret respondió con su flema normanda: «Ese ofrecimiento se
hace en nombre de un organismo que ya no existe...»
Y luego agregó: «Guando os ha enviado la religión al mundo
os ha dicho: Id, prosperad y adquirid...»
Había en la Asamblea un buen hombre llamado Gerle, de
excelente corazón, corto de vista, entusiasta patriota, pero no
menos buen católico. Creyó (o probablemente se dejó persuadir
por alguno del clero) que lo que atormentaba a los prelados era
únicamente el peligro espiritual, el temor de que el poder civil
tocara al santuario.

384
«Nada más sencillo—decía ingenuamente—que responder a los
que dicen que la Asamblea no quiere ninguna religión o que quiere
admitirlas a todas en Francia, decretando: Que la religión católica,
apostólica y romana es y será siempre la religión de la nación y que
su culto es el único autorizado.» (12 de Abril de 1790.)
Carlos de Lameth creyose obligado a decir que la Asamblea,
que en sus decretos seguía el espíritu del Evangelio, no tenía
ninguna necesidad de justificarse de este modo. Pero la cosa no
concluyó aquí. El obispo de Clermont replicó aparentando
extrañarse de que cuando se trataba de rendir un homenaje á la
religión se deliberara, en lugar de responder con una aclamación
de todos los corazones.
La derecha entonces se puso en pie y lanzó una viva.
Aquella noche los clericales se reunieron en los Capuchinos y
prepararon, para el caso en que la Asamblea no declarara el
catolicismo religión nacional, una violenta protesta que se llevaría
solemnemente al rey y que se repartiría profusamente por toda
Francia, para hacer saber al pueblo que la Asamblea nacional no
quería ninguna religión.

385
CAPITULO VIII
Lucha religiosa—La contrarrevolución. (Mayo de 1790.)

Continuación. —La Asamblea elude la cuestión —El rey no se atreve a


recibir la protesta del clero (Abril). —Movimiento religioso en el Mediodía
(Mayo). —El Mediodía siempre inflamable. — Antiguas persecuciones
religiosas; Avignon, Tolón. —El fanatismo hábilmente reavivado. —Los
protestantes siempre excluidos de las funciones civiles y militares. —
Unanimidad de los dos cultos en 1789. —El clero reanima el fanatismo y
organiza la resistencia en Nimes (Abril).— Connivencia de las municipalidades.
—Asesinatos de Montauban (10 de Mayo). —Triunfo de la contrarrevolución
en el Mediodía.

La proposición de aquel hombre ingenuo había cambiado por


completo la situación.
De una época de discusión, la Revolución parecía haber
entrado de pronto en un período de terror.
Dos terrores estaban enfrente. El clero tenía un argumento
mudo, sobreentendido, formidable; mostraba a la Asamblea un
monstruo, la guerra civil, el levantamiento inminente del Oeste y
del Mediodía, el probable renovamiento de las antiguas guerras-
religiosas.
La Asamblea tenía en sí misma la fuerza inmensa,
incontrastable de una Revolución lanzada con todo impulso, que
debía revolverlo y reconstruirlo todo; de una Revolución que por
órgano principal tenía la plebe de París.
A las puertas dé la Asamblea rugía diariamente y se bacía oir
y entender mejor que los diputados.
No había papel más hermoso que el del clero, por lo mismo
que parecía llevar envuelto un peligro personal; este peligro lo
salvaba. Todo prelado incrédulo, licencioso e intrigante, se
encontraba de buenas a primeras llevado hasta la gloria del
martirio, gracias a la agitación popular. Martirio imposible
entonces, por las infinitas precauciones tomadas por el general
Lafayette, tan popular en aquella época que, en pleno apogeo de
su fama, era el verdadero rey de París.
386
El clero, en la posición que se había creado, tenía la ventaja
de aparentar que lo sacrificaba todo por la fe. Interrogado hasta
entonces por el espíritu del siglo, es él, ahora, quien soberbiamente
pregunta: «¿Sois católicos?»
La Asamblea responde tímidamente, con un tono
sospechoso, equívoco, que no puede responder; que respeta
demasiado la religión para responder; que, asalariando un solo
culto, prueba demasiado, etc.
Mirabeau dice hipócritamente: «¿Es preciso decretar que el
sol luce?» Y otro agrega: «Oreo a la religión católica la única
verdadera; la respeto infinitamente...» Ya se ha dicho: «Las puertas
del infierno no prevalecerán contra ella.» «¿Y creeríamos nosotros
confirmar sólo con un miserable decreto semejante frase, etc.,
etc.?»
D'Espremesnil arranca esta máscara con una frase violenta:
«Si—dijo; —cuando los judíos crucificaron a Jesucristo decían:
¡Salud, rey de los judíos!»
Nadie respondió a este terrible ataque. Mirabeau se calló y se
recogió en sí mismo, como el león que prepara el salto sobre su
presa. Después, aprovechando la ocasión de un diputado que
citaba en favor de la intolerancia no sé qué rasgo de Luis XIV,
exclama: «Si apeláis a la historia, no olvidéis que se ve desde aquí,
que se ve desde esta tribuna la ventana en donde un rey armado
contra su pueblo por execrables facciosos que cubrían su interés
personal con el de la religión, ¡disparó su arcabuz y dio la señal de
la Saint-Barthelémy!»
Y señalaba a la ventana con el dedo y con la vista. Era
imposible verla desde allí; pero Mirabeau creía verla, en efecto, y
todo el mundo la vio...
El golpe estaba bien dado. Lo que el orador revelaba era
precisamente lo que el clero quería hacer. Su plan era llevar al rey
una protesta violenta, que hubiera armado a los creyentes y que
hubiera puesto el arcabuz en manos del rey, para que disparara el
primero.
Pero Luis XVI no era Garlos IX. Muy sinceramente convencido
del derecho del clero, hubiera aceptado el peligro por cuanto
creyera la salvación de la religión. Mas le detenían tres cosas: su

387
indecisión natural, la timidez de su ministerio, y sobre todo, sus
temores por la vida de la reina, el terror del 6 de Octubre, cada día
renovado ante aquella multitud inquieta, amenazadora, que veía
desde su ventana. A toda resistencia del rey, parecía estar en
peligro la reina. Ella misma tenía, desde mucho antes, otros puntos
de vista, otras esperanzas, muy lejanos de la acción del clero.
Así se respondió en nombre del rey, que, si la protesta era
llevada a las Tullerías, no sería aceptada.
Se ha visto cómo el rey, en Febrero, desalentaba a Bouillé, a
los oficiales y a la nobleza. En Abril, su negativa de apoyar al clero
le hubiera quitado todo valor, si el clero pudiera perderlo cuando
se trataba de sus bienes.
Maury dijo con furor que sabría Francia en qué manos estaba
la realeza. Les quedaba el medio de obrar sin el concurso del rey.
¿Obrar con la nobleza? El clero no podía contar mucho con su
ayuda. Conservaba la nobleza los grados que tenía en el ejército;
pero no estando segura del soldado, temía llegase el momento de
pelear. Además, estaba menos impaciente y era menos belicosa
que los soldados.
El agente del clero en Nimes, a pesar de haber obtenido una
orden escrita del conde de Artois, no podía decidir al comandante
de la provincia a que le abriese el arsenal para coger armas.
El asunto corría mucha prisa. Las grandes federaciones del
Ródano habían levantado el país. La de Orange había llegado en
Abril al colmo del entusiasmo. Avignon, olvidada de que pertenecía
al Papa, envió a Orange su delegación con todas las ciudades
francesas.
Un momento más y nada se hubiera podido hacer. Si
Avignon, si Arles, si las capitales de la aristocracia y el fanatismo,
con las cuales se amenazaba siempre, se hacían revolucionarias, la
contrarrevolución, estrechada por Marsella y Burdeos, no tenía
nada que esperar.
La explosión debía tener lugar en aquel momento o nunca.
Serían incomprensibles estas erupciones de los viejos
volcanes del Mediodía si no se sondeara su fondo siempre
hirviente. Las llamas infernales que allí se encendieron tantas
veces, llamas contagiosas, parecen haber ganado el suelo mismo,

388
de modo que incendios desconocidos corren siempre bajo la tierra.
Es como las hogueras del Aveyron. El fuego no está en la superficie,
pero hundís vuestro bastón en aquella tierra rojiza y sale humo y
luego fuego; son llamas del infierno que duerme bajo vuestros pies.
¡Pueden amortiguarse, desaparecer los odios!... Pero es
preciso que queden los recuerdos, que tantas desgracias y
sufrimientos no sean perdidos para la experiencia de los hombres.
Es preciso que la primera, la más santa de nuestras libertades, la
libertad religiosa, se fortifique y reviva ante las afrentosas ruinas
que ha dejado el fanatismo.
A falta de los hombres, hablan las piedras. Dos monumentos,
sobre todo, merecen ser objeto de una frecuente peregrinación, los
dos opuestos, ambos instructivos: uno infame, otro sagrado.
El infame es el palacio de Avignon, la Babel de los papas, la
Sodoma de los nuncios, la Gomorra de los cardenales.
Palacio monstruo que cubre toda la cima de una montaña con
sus torres obscenas; lugar de voluptuosidad y de tormento, donde
los curas demostraron a los reyes que apenas saben nada de las
vergonzosas artes del placer.
La originalidad de su construcción consiste en que los lugares
de tortura no están lejos de las alcobas lujuriosas, de las salas de
baile y de festines, donde se hubiera podido escuchar bien entre
los cantos de amor y las carcajadas de la embriaguez los alaridos y
lamentos de los atormentados...
La prudencia sacerdotal sólo había cuidado de una sabia
disposición de los muros, preparados para absorber todos los
ruidos.
La soberbia sala piramidal donde se encendía la hoguera
(figuraos un cono vacío de sesenta pies), es una maravilla acústica;
nada se oye fuera de ella. Solamente el olor de la grasa podía
indicaros el lugar en que se quemaba carne humana.
El otro lugar, santo y sagrado, son las galeras de Tolón, el
calvario de la libertad religiosa, el lugar donde murieron
lentamente bajo el látigo y el palo los confesores de la fe, los héroes
de la caridad.
Recuérdese que muchos de estos mártires, condenados a
perpetuos trabajos forzados, no eran protestantes, sino hombres

389
caritativos, acusados de haber facilitado la fuga de los
protestantes.
Bajo Luis XV, estos hombres eran vendidos como esclavos.
Por un precio moderado (tres mil francos) podía comprarse un
condenado a galeras. M. de Choiseul, para captarse la voluntad de
Voltaire, le envió uno como regalo exquisito.
Este horrible código, que el Terror copió sin poder llegar a
superarlo, arma a los hijos contra sus padres, dándoles sus bienes,
de modo que el hijo codicioso está interesado en tener a su padre
en Tolón.
Es curioso ver a la Iglesia, la dulce paloma gimiente, gimiendo
en 1682, cuando se acababa de arrancar sus hijos a las madres
heréticas... ¿Gemía para librarlos?... No; para que el rey encuentre
leyes más eficaces, más duras... ¿Y cómo encontrar jamás una más
dura que aquella?
A cada asamblea del clero la paloma sigue gimiendo. Y
todavía, bajo Luis XVI, cuando se deja arrancar por el espíritu del
tiempo aquel hermoso privilegio que excluye a los protestantes de
toda función pública, el clero dirige al rey nuevos gemidos, por
medio de un sacerdote ateo, de Loménie.
Lleno de respeto y de emoción penetro en las galeras de
Tolón. Busco la huella de aquellos mártires de la religión y de la
humanidad, matados a fuerza de brutales tratamientos, por haber
tenido un corazón de hombre, por haberse entrometido a defender
la inocencia, por haber escuchado y cumplido la palabra de Dios.
¡Ah! Nada. No queda nada de aquellas galeras atroces y
soberbias, doradas y sangrientas, más bárbaras que las de los
berberiscos, más que el vergajo que arrancaba sangre en las
espaldas de aquellos santos...
Los registros mismos donde se consignaban sus nombres
han desaparecido la mayor parte. En lo poco que queda no hay más
que sacar indicaciones, la entrada, la salida; y la salida es casi
siempre la muerte... La muerte que llega más o menos pronto,
indicando así los grados de resignación o desesperación...
Brevedad terrible; dos líneas para un santo; dos o tres para un
mártir... No se han anotado los lamentos, las protestas, las
apelaciones al cielo, las oraciones mudas, los salmos cantados

390
quedamente entre las blasfemias de los ladrones y los asesinos... «
¡Consuélate!: las lágrimas de los hombres se graban para la
eternidad en piedra y en mármol», ha dicho Cristóbal Colón.
¿En piedra? No, en el alma humana. A medida que estudio,
veo con consuelo que, en verdad, estos mártires oscuros han dado
su fruto, fruto admirable; el mejoramiento de los que los vieron u
oyeron, el enternecimiento de los corazones, el endulzamiento del
alma humana en el siglo XVIII, el horror creciente del fanatismo y
la persecución.
Poco a poco se logró que no encontraran gente capaz de
aplicar aquellas bárbaras leyes.
El intendente Lenain (de Tillemont), ascendiente de
jansenista ilustre, obligado a condenar a muerte a uno de los
últimos mártires protestantes, le decía: «¡Ah! señor, estas son
órdenes del rey.» Y comenzó a llorar; el condenado le consuela.
El fanatismo moría por sí mismo. Costó gran trabajo, de
momento, a los políticos reavivarlo. Cuando el Parlamento,
acusado de incredulidad, de jansenismo, de antijesuitismo,
aprovechó la ocasión de Calas para rehabilitarse; cuando, de
acuerdo con el clero, remueve en el fondo del pueblo los antiguos
furores, los encontraron completamente adormecidos.
Fue necesario para despertarlo formar cofradías,
generalmente compuestas de gentecillas que, como mercaderes y
criadas, eran clientes del clero. Para alborotar el espíritu del pueblo,
para enfurecerlo y ensalvajarlo se hizo como en las carreras, se
puso a la bestia encima dé la piel un carbón encendido... El carbón,
aquí, fue una comedia atroz, afrentosa. Los hermanos blancos con
su siniestro vestido, cuya capucha les cubría el rostro, dejando sólo
dos agujeros para los ojos, hicieron unos funerales al hijo que Calas
había matado, según decían, para impedirle abjurar.
Sobre un catafalco enorme se veía entre los cirios un maniquí,
un esqueleto movido por resortes, que en una mano tenía la palma
del martirio y en otra una pluma para firmar la abjuración de la
herejía.
Sabido es que la sangre de Calas cayó sobre los fanáticos, y
conocida es la excomunión que lanzó sobre los asesinos, los falsos
jueces y los falsos sacerdotes, Voltaire, el anciano pontífice de

391
Ferney. Aquel día, verdaderamente enloquecidos, comenzaron los
clericales a descender de cabeza, dando volteretas, la pendiente
por donde se habían lanzado.
Y la víspera, con gran trabajo, al borde mismo del abismo, la
realeza se decidió a ser humana. Apareció un edicto (1787) en que
se reconocía que los protestantes eran hombres y se les permitía
nacer, casarse y morir. Por lo demás, no reconocidos como
ciudadanos, excluidos de las funciones civiles, no podían ni
administrar, ni juzgar, ni enseñar, y como único privilegio se les
obligaba a pagar los impuestos, a pagar a su perseguidor el clero
católico, a mantener con su dinero el altar que los maldecía.
Los protestantes de las montañas se dedicaban al cultivo y
los de las ciudades a lo único que les era permitido, al comercio, y
cuando se iban asegurando algo, se dedicaban a explotar pequeñas
industrias.
Tratados baja y duramente, alejados de todos los puestos y
de toda influencia, excluidos muy especialmente desde hacía cien
años de toda posición militar, no se parecían ya en nada a los
hugonotes del siglo XVI; el protestantismo había venido a ser
nuevamente lo que fue en sus comienzos, industrial y comercial.
Exceptuando a los Cenevols, los protestantes, en general, poseían
pocas tierras; sus riquezas, considerables ya en aquella época, eran
casas y fábricas; pero especialmente riquezas mobiliarias, de las
que pueden transportarse fácilmente.
Los protestantes del Gard eran en 1789 poco más de
cincuenta mil (como en 1798 y en 1840; el número varía poco), muy
débiles, por lo tanto, solitarios y sin relaciones con sus hermanos
de otras provincias, perdidos como un punto, un átomo, en medio
de un océano de católicos, que se contaban por millones. En
Nimes, la única ciudad donde los protestantes estaban reunidos en
gran número, eran seis mil hombres enfrenté de veintiún mil de la
otra religión. De estos seis mil, tres o cuatro mil eran obreros de
fábricas, raza mal sana y humilde, miserable, esclavizada como el
obrero lo está en todas partes.
Los católicos trabajaban en su mayoría la tierra; el clima
demasiado dulce permite este trabajo en todas las estaciones.
Muchos de ellos tenían en propiedad pedazos de tierra y al mismo

392
tiempo cultivaban para el clero, la nobleza y los grandes burgueses
católicos, apoderados de toda la propiedad.
Los protestantes de las ciudades, instruidos, moderados,
serios, encerrados en su vida sedentaria, entregados a sus
recuerdos, teniendo en cada familia mucho que llorar y no poco
que temer, eran una población infinitamente poco aventurera y
poco confiada a la esperanza.
Cuando vieron amanecer aquel hermoso día de la libertad, la
víspera de la Revolución, apenas se atrevieron a esperar. Dejaron a
los nobles y a los parlamentos avanzar hábilmente y hablar en
favor de las ideas nuevas; generalmente se mostraron silenciosos
y apartados, porque sabían perfectamente que, para detener la
Revolución, para anularla, hubiera bastado que se les viese
expresar su adhesión a ella.
Al fin la línea divisoria se rompe. Los católicos—digámoslo en
honor suyo—la gran masa de los católicos, se alegraron de ver a los
protestantes convertidos en iguales, en hermanos suyos.
La unanimidad encantadora que reinó entonces fue digna de
que Dios detuviera su mirada sobre la tierra para verla. En muchos
lugares los católicos fueron al templo de los protestantes y se
unieron a ellos para dar gracias a la Providencia, y en otras partes
los protestantes asistieron al Te-Deum católico. Por encima de
todos los altares, de todos los templos, de todas las iglesias, una
sola oración se alzaba al cielo...
El 14 de Julio fue recibido en el Mediodía y en toda Francia
como la liberación de Dios, como la salida de Egipto; el pueblo
había franqueado el mar y, llegado a la otra orilla, entonaba su
himno de alabanza. No había entre protestantes y católicos
ninguna diferencia; todos eran franceses.
Sin idea preconcebida, sin que se pensara en ello, el comité
permanente que se organizó en todas las ciudades fue mixto de las
dos religiones, e igualmente fue mixta la milicia nacional.
Los oficiales fueron, por regla general, elegidos entre los
católicos, porque los protestantes, extraños al servicio militar, no
hubieran podido mandar la tropa. En cambio, constituyeron casi
toda la caballería, puesto que muchos, por las necesidades del
comercio a que se dedicaban, tenían caballos.

393
Pasaron dos, tres meses y entonces se avisó a Nimes y a
Montanban que formaran nuevas compañías, exclusivamente
católicas.
Había desaparecido la hermosa unanimidad; la cuestión grave
y profunda de los bienes del clero lo había transformado todo.
El clero demostró una notable fuerza de organización, un
inteligente vigor al crear la guerra civil en una población que no
estaba dividida por anteriores rencores.
Fueron utilizados para ello tres elementos: Primeramente, los
frailes mendicantes, capuchinos y dominicos, que se hicieron
repartidores y propagandistas de una prodigiosa multitud do
folletos y hojas sueltas. En segundo lugar, las tabernas, los
revendedores de vino al por menor, que dependiendo del principal
propietario de viñas, del clero, estaban, de otra parte, en relaciones
con el pueblo católico, sobre todo con los campesinos, electores en
la campiña. De ellos los que iban a la ciudad hacían alto en la
taberna, donde gastaban (y este fue el tercer recurso) veinticuatro
sueldos que el clero-les daba a los que concurrían a las elecciones.
El agente del clero en todo esto, Froment, más que un hombre
era una legión; al mismo tiempo que él, obraba su hermano
Froment-Tapage, sus parientes y sus amigos, etc. Tenía su
despacho, su caja, su librería de folletos, su centro electoral... Su
casa estaba junto a un convento de dominicos y comunicaba con
una torre que dominaba los alrededores. Verdadera posición de
guerra civil, libre del fuego de la fusilería y que sólo podría temer
al cañón.
Antes de llegar a las armas Froment trabajó
subterráneamente contra la Revolución, por la Revolución misma,
por la guardia nacional, y por las elecciones. Las reuniones,
celebradas de noche en la iglesia de los penitentes blancos,
preparaban las elecciones municipales de manera que quedaran
excluidos los protestantes.
Los enormes derechos que la Asamblea daba al poder
municipal, el derecho de requerir las tropas, de proclamarla ley
marcial, de enarbolar la bandera roja, colocan el poder en Nimes y
en Montanban en manos de los católicos; la bandera será
enarbolada por ellos, si lo necesitan, y nunca contra ellos.

394
La guardia nacional era mixta. Estaba compuesta en Julio por
los más ardientes patriotas, que se enorgullecían de haberse
inscrito, y por los que teniendo bienes inmuebles temían más el
pillaje; eran estos los negociantes, protestantes en su mayoría. En
cuanto a los ricos católicos que tenían su fortuna en tierras, como
no podían perderlas se cuidaron poco de armarse.
Cuando los castillos fueron atacados, la guardia nacional,
mezcla de protestantes y católicos, puso todos sus cuidados en
defenderlos; la de Montanban salvó un castillo del realista Cazalés.
Para cambiar aquella situación era preciso despertar la
envidia; hacer nacer las rivalidades, lo cual era fácil por la
naturaleza misma de las cosas, aparte las diferencias de opinión y
de partido.
Todo cuerpo que pareciera elegido fuera aristócrata como los
voluntarios de Lyón y de Lille, fuera patriota como los dragones de
Montauban y de Nimes, era odiado.
Se alentó contra éstos a la gentecilla que formaba la masa de
las compañías católicas, haciéndoles creer que los otros les
llamaban destripaterrones o alimentados con bazofia.
Acusación gratuita. ¿Por qué habían de insultar los
protestantes a los pobres? Nadie había más pobre en Nimes que
los obreros protestantes. Y en los Cevennes mismos, sus amigos y
defensores, los protestantes de las montañas, llevaban una vida
más dura, más pobre, más abstinente que los alimentados con
bazofia de Nimes, que comían pan también y frecuentemente
bebían vino.
El 20 de Marzo se supo que la Asamblea, no contenta con dar
entrada a los protestantes en las funciones públicas, había elevado
a la primera de todas, más alta e importante entonces que la
realeza, a un protestante, a Rabaut Saint-Etienne, elegido su
presidente. Nada estaba dispuesto todavía, encontrándose poco o
ninguno armado; pero la impresión fue tan fuerte, que cuatro
protestantes fueron asesinados a título de expiación (hecho
negado, pero cierto). Tolosa hizo actos religiosos y penitencia para
desagraviar a Dios del sacrilegio de la Asamblea.
Era aquella la época en que solía celebrarse una fiesta
execrable, la procesión anual que se hacía en recuerdo del

395
asesinato de los albigneses. Cofradías de todas clases se reunían
formando una verdadera multitud en cada capilla erigida en el
campo de las ejecuciones.
En aquellas iglesias se hacen las más curiosas ceremonias.
Los curas sacan de los viejos armarios los instrumentos de
fanatismo que jugaron tan importante papel en tiempos de las
dragonadas y en la Saint-Barthélemy, las vírgenes que lloraron al
ver los asesinatos y los Cristos que movieron la cabeza, etc. etc.
Agregad, a esto algunos procedimientos de nueva invención;
un dominico, por ejemplo, que recorre las calles de Nimes con su
blanco hábito de monje mendigando su pan y llorando por los
decretos de la Asamblea; en Tolosa se coloca un busto del rey
cautivo, del rey mártir, cerca del predicador cubierto con crespones
negros, y se dice al pueblo, en el momento más conmovedor del
sermón, que ha llegado aquel busto para pedir socorro al buen
pueblo de Tolosa.
Todo esto era demasiado claro. Quería decir sencillamente:
«queremos sangre.» Los protestantes lo comprendieron.
Solitarios en medio de un gran pueblo católico, se veían otra
vez próximos a la hoguera. Los terribles recuerdos conservados en
cada familia los desvelaban durante la noche. Este pánico tenía una
nota original; el terror de los bandoleros que asolaban los campos
se mezclaba en sus imaginaciones al de los asesinos católicos; no
sabían decir si estaban en 1790 o en 1572.
En Saint-Jean-de-la-Gardonnenque, pueblecito de
mercaderes, entran una mañana los correos gritando: «¡Plaza a los
vuestros!, ¡se acercan!» Suena la campana de alarma, todos corren
a las armas; la mujer echa los brazos al cuello al marido para
impedirle que salga; se cierra la puerta; se atrancan las ventanas...
Y he aquí que, en efecto, el pueblo es invadido... por los amigos,
por los protestantes de las campiñas, que vienen huyendo a
marchas forzadas.
Entre ellos se distingue una hermosísima joven que va
armada, entre sus dos hermanos, llevando el fusil marcialmente.
Cuando estuvieron tranquilos los comerciantes del pueblo, todos
se fijaron en aquella mujer, que fue la heroína del día; la coronaron
de laureles y se hizo una colecta con la que la joven reunió su dote

396
y pudo llevársela en su bolsillo a las montañas a donde iban a
refugiarse.
Nada podía tranquilizar a los protestantes más que una
asociación permanente entre las comunidades, una federación
armada. La hicieron a fines de Marzo en una pradera del Gard, en
una especie de isla entre un canal y el río, al abrigo de toda
sorpresa.
Se reunieron allí millares de hombres, y lo que fue más
extraordinario es que los protestantes vieron a muchos católicos
cobijarse bajo su bandera.
Las solemnemente tranquilas ruinas romanas, que dominan
aquel paisaje, traían a la mente recuerdos mejores; parecían haber
sobrevivido para ver pasar y despreciar estas miserables querellas,
para prometer una edad más grande.
Los dos partidos estaban enfrente, próximos a llegar a las
manos; Nimes, Tolosa y Montauban miraban a París y esperaban.
Recordad las fechas.
El 13 de Abril, en la Asamblea, se saca la mecha para encender
el Mediodía; fue esta mecha la negativa de la Asamblea a declarar
el catolicismo religión dominante.
El día 19 protesta el clero; ya el 18 había protestado a
tiros Tolosa. Los patriotas gritan: «¡Viva el rey, viva la ley!»
y los soldados disparan sobre ellos.
El 20, en Nimes, grande y solemne declaración católica,
firmada por tres mil electores, fortificada con la adhesión de mil
quinientas personas distinguidas; declaración que fue enviada a
todas las municipalidades del reino y copiada en seguida por
Montauban, Albi, Alais, Urés, etc.
El documento, inspirado por los penitentes blancos, estaba
escrito por los agentes de Froment, a cuyas casas iba la multitud a
firmar.
Equivalía aquella declaración a un acta de acusación contra la
Asamblea nacional; a una petición del pueblo para que el poder
fuera devuelto al rey y se entregara a la religión católica el
monopolio del culto.
Al mismo tiempo se trabajaba en todas partes en la formación
de ¿nievas compañías. La composición de ellas era curiosa; se veía

397
juntos agentes eclesiásticos y labriegos, marqueses y criados,
nobles y perdidos. En espera de los fusiles tenían hoces, guadañas,
tridentes, hachas, y secretamente se fabricaba un arma pérfida y
terrible; un tridente cuyos pinchos estaban dentados, en forma de
sierra.
Las municipalidades, creadas por los católicos, cerraban los
ojos sobre todo esto, pareciendo muy ocupadas en fortificar los
fuertes abandonados tantos años.
En Montauban los protestantes, seis veces menos numerosos
que sus adversarios, querían acceder al pacto federativo que
acababan de hacer los protestantes de la campiña; la municipalidad
no lo permitió. Intentaron entonces aplacar su odio, retirándose de
las funciones públicas a las que habían sido llevados y haciendo
nombrar católicos en sus puestos. Esto fue interpretado como
señal de debilidad.
La cruzada religiosa no fue menor en las iglesias. Los vicarios
generales exaltaron al pueblo, mandando hacer en todas las
iglesias las oraciones de las Cuarenta Horas, para la salvación de la
religión en peligro.
La municipalidad de Montauban se desenmascaró al fin por
un hecho que no podía menos de ocasionar la explosión.
Para ejecutar el decreto de la Asamblea, que ordenaba hacer
inventario en las comunidades religiosas, fijó justamente la fecha
del 10 de Mayo, el día de las Rogativas. Fue también en una fiesta
religiosa de primavera cuando se hicieron las Vísperas Sicilianas.
La estación misma ayudaba a 1a, exaltación.
Esta fiesta de las Rogativas es el momento en que toda la
población, llena de emociones apasionadas del culto y de la
estación, siente la embriaguez de la primavera, tan poderosa en el
Mediodía. Retardada muchas veces por las nieves de los Pirineos,
estalla con más fuerza. Todo sale a la vez, todo se lanza, el hombre
de su hogar, la hierba de la tierra; toda criatura bendice; es una
especie de golpe' de Estado de Dios, un motín de la Naturaleza.
Y las mujeres que van por las calles repitiendo sus cánticos
gemidores: Te rogamus, audi nos (te rogamos, óyenos...) se sabe
perfectamente que empujaron a sus maridos al combate,

398
persuadiéndoles a que se dejaran matar antes que permitir
penetren los magistrados en el convento.
Se ponen éstos en marcha, y como habían previsto, son
detenidos por masas impenetrables del pueblo, por las mujeres
agrupadas, acosta- as delante de las puertas sagradas. Sería
preciso pasar sobre ellas.
Los magistrados se retiran y entonces la multitud se torna
agresiva y amenaza quemar la casa del comandante militar,
católico, pero patriota. De allí se dirige alborotada a forzar el
arsenal. Si lo consiguiera, en el estado de furor en que se
encuentra, es evidente que allí comenzaría el asesinato de los
protestantes y los patriotas.
La municipalidad podía requerir al regimiento de Languedoc,
pero se abstiene. Los guardias nacionales vienen
espontáneamente a ocupar el cuerpo de guardia que defiende al
municipio. Bien pronto la multitud los ataca, y en lugar de
socorrerlos, se ayuda al populacho, se le apoya con los empleados
de las gabelas, especie de guardas de consumos, que estaban
armados.
Se redobla el ataque contra el débil edificio en que los
guardias nacionales se defendían y se dispara contra ellos
quinientos o seiscientos tiros. Los desventurados, acribillados a
balazos, teniendo ya muchos muertos y muchos heridos,
careciendo de municiones piden la vida, presentan un pañuelo
blanco; pero no por eso deja de dispararse. Hasta que no se echó
abajo el muro que los defendía, no se hizo caso de la bandera de
parlamento.
Entonces se decide la culpable municipalidad, in extremis, a
hacer lo que debía, a requerir al regimiento de Languedoc, que
desde hacía unas cuantas horas estaba deseando marchar.
Una gran dama había hecho decir misas durante la matanza.
Los guardias que no habían muerto podían salir. Pero la rabia
del pueblo no está satisfecha. Sé les arranca la ropa a pedazos, el
uniforme nacional; se les arranca la escarapela, que es pateada
furiosamente. Con la cabeza al aire, en camisa, con un cirio en la
mano, dejando, a todo lo largo de la calle el suelo manchado de
sangre, son llevados a la catedral, donde se les pone de rodillas a

399
la fuerza, para que hagan penitencia y sirvan de ejemplo y
enseñanza... Delante marchaba el alcalde llevando una bandera
blanca.
Por menos que esto había hecho Francia el 6 de Octubre. Por
un ultraje menor a la escarapela tricolor había derrumbado una
monarquía.
Pasado el hecho es cuando se vio la sensibilidad terrible que
tal cosa iba a excitar y se notó la solidaridad profunda que del Norte
al Mediodía ligaba entonces a todo el pueblo. Si no había nadie en
el Mediodía para vengar la afrenta, todo el Centro, todo el Norte se
hubiera puesto en marcha. El ultraje se sentía hasta en las más
pequeñas aldeas. Tengo delante, en el momento que escribo, las
proclamas amenazadoras de las poblaciones del Marne y del Sena-
Marne sobre estas indignidades del Mediodía.
El Norte podía estar tranquilo. Bastaba el Mediodía. Burdeos,
la primera ciudad, se lanza. Tolosa, con la que contaban los
asesinos de Montauban, se vuelve contra ellos y pide su castigo.
Burdeos avanza contra Montauban, y engrosado el pequeño
ejército a su paso por todas las comunidades, tiene que disolverse
por no poderse alimentar tantos soldados.
Los asesinos de Montauban avisan que pondrán al frente, en
la vanguardia, a los prisioneros, para que reciban los primeros
disparos...El ataque se detiene; el regimiento de Languedoc
fraterniza con Burdeos.
Se envía desde París un comisario del rey, oficial de Lafayette,
hombre dulce más que moderado, que tranquiliza a los de Burdeos,
se declara bien pronto contra su propio partido, anuncia que se
hará un castigo ejemplar, y cuando los de Burdeos regresan a su
ciudad echa tierra al asunto.
No se hace ninguna información sobre la sangre vertida; los
muertos quedan muertos, los heridos se quedan con sus heridas y
los prisioneros permanecen en su prisión; el comisario del rey no
encuentra otro medio de ponerlos en libertad que hacérsela pedir
por aquellos mismos que los habían aprisionado.
Al mismo tiempo en Nimes los voluntarios católicos llevaban
osadamente la escarapela blanca, gritando: «¡Abajo la nación!» Los
soldados y los suboficiales del regimiento de Guienne se

400
indignaron. Un regimiento solo entre una tan gran masa de pueblo,
no teniendo a su lado más que la población protestante, toda ella
industrial y poco belicosa, corría gravísimo peligro.
Notad que tenía contra él a sus propios oficiales, declarados
amigos de la escarapela blanca, y contra él a la municipalidad, que
se negó a proclamar la ley marcial. Mas como les buscaban
querellas, los soldados se batieron.
Hubo muchos heridos; un granadero fue muerto por el
hermano mismo de Froment.
Los soldados fueron encerrados en su cuartel, y en cambio el
asesino quedó libre. La contrarrevolución triunfa en Nimes, como
en Montauban.
En esta última ciudad los vencedores no se enmendaron.
Tuvieron la audacia de hacer una colecta entre las familias de las
víctimas y aun en la cárcel donde estaban los prisioneros todavía...
¡Horror! ¡No se les quería dejar salir sino pagando a sus asesinos!

401
CAPITULO IX
Lucha religiosa —La contrarrevolución vencida en el
Mediodía.
(Junio de 1790.)

Indecisión religiosa de la Revolución. —Violencias de los obispos. —La


Revolución cree poder conciliarse con el Cristianismo. —Los últimos
cristianos. —La Asamblea piensa en la reforma del clero—Resistencia del clero
(Mayo y Junio de 1790).—Levantamiento de Nimes sofocado (13 de Junio de
1790).—La Revolución victoriosa en Nimes, Avignon y en todo el Mediodía. —En
todas partes el soldado fraterniza con el pueblo (Abril y Junio de 1790).

¿Qué hacía durante este tiempo en París la Asamblea


nacional? Seguía al clero a la procesión del Corpus.
Su dulzura, más que cristiana en todo esto, es un espectáculo
sorprendente. Se contentó con una pregunta que hicieron al rey los
ministros.
El rey prohibió la escarapela blanca y censuró a los firmantes
de la declaración de Nimes, y éstos se quitaron la escarapela y se
pusieron la cinta roja de los antiguos ligueses, y osadamente
protestaron diciendo que persistían en defender al rey contra las
órdenes del rey.
Lo que ocurría es bastante claro. El partido del clero sabía
bien lo que quería y la Asamblea no sabe lo que quiere. Realizaba
entonces una obra débil y falsa: la Constitución civil del clero.
Nada fue más funesto a la Revolución que desconocerse a sí
misma desde el punto de vista religioso; que ignorar que llevaba
en sí misma una religión.
La Revolución no se conocía, no veía que era ni cristianismo
mismo; no sabía si debía adelantar o retroceder.
En su fácil confianza e ingenuidad acogió con placer las
simpatías que le testimoniaban la masa del clero inferior.
Creyó que iba a realizar las promesas del Evangelio, que
estaba llamada a reformar y renovar el cristianismo y no a

402
reemplazarlo. Lo cree y marcha en este sentido; al segundo paso
tropieza con los curas que se han vuelto curas.
La Iglesia se le aparece entonces tal como era efectivamente;
el obstáculo, el principal obstáculo, mucho mayor que la realeza.
La Revolución había hecho dos cosas por el clero: dio la
existencia, el pan a los curas y la libertad a los religiosos.
Y precisamente esto sirvió al episcopado de arma contra la
Asamblea, señalando al odio y al desprecio del pueblo a todo
sacerdote amigo de la Revolución, como sobornado, comprado,
corrompido por el interés temporal.
Hecho extraño; para defender sus monstruosas fortunas, sus
millones, sus palacios, sus queridas, impusieron los prelados a los
sacerdotes la ley del martirio. Tal, que quería guardar ochocientas
mil libras de renta, obligó al cura de aldea a rechazar los mil
doscientos francos de sueldo que aceptara de la Asamblea.
El bajo clero se encontró así, de pronto, y por una cuestión de
dinero, en el trance de elegir. Los obispos no le dieron un momento
para reflexionar, declarándole que, si estaba con lo natural, con el
derecho, estaba contra la Iglesia; es decir, fuera de la unidad
católica, fuera de la comunión de los obispos y de la Santa Sede;
miembro podrido' amputado, renegado, apóstata.
¿Qué iban a hacer aquellos pobres curas? Salir del sistema
antiguo donde habían vivido tantos siglos, declararse rebeldes a la
imponente autoridad que habían respetado siempre, abandonar el
mundo conocido, y para pasar ¿a cuál otro? ¿a qué sistema
nuevo?... Le falta una idea y fe en esta idea para abandonar así la
orilla y embarcarse en el porvenir.
Un cura verdaderamente patriota, el de Saint-Etienne del
Monte, parroquia de París, que el 14 de Julio marchaba con la
bandera del pueblo a la cabeza de su distrito, quedó aterrado,
enloquecido de la cruel alternativa en que le colocaban los obispos.
Durante cuarenta días permaneció de rodillas ante el altar con un
cilicio.
Hubiera podido estarse allí toda la vida y no hubiera
encontrado respuesta a la insoluble cuestión que se había
planteado.

403
Las ideas de la Revolución eran las del siglo XVIII, las de
Voltaire y Rousseau. Nadie, en los veinte años que transcurren
entre la gran época de los dos maestros y la Revolución, entre el
pensamiento y la acción, nadie, digo, ha continuado seriamente
esta obra.
La Revolución encuentra el pensamiento humano donde lo
dejaron ellos; encuentra el ardiente humanitarismo en Voltaire, la
fraternidad en Rousseau, dos bases firmes, religiosas pero aisladas,
débilmente formuladas.
El último testamento del siglo es en dos páginas, de
Rousseau, de tendencias diversas.
En la una, en el Contrato social, establece y prueba que el
cristiano no es, no puede ser ciudadano.
En la otra, en Emilio, cede su entusiasmo ante el Evangelio,
ante Jesús, llegando a decir: «Su muerte es la de un dios.»
Esta explosión de sentimiento y de ternura fue anotada y
consignada como un dato precioso, como un mentís solemne que
se daba a la filosofía del siglo XVIII. De esto nació un error que
todavía existe.
Todo el mundo se dio a leer el Evangelio, y en este libro de
resignación, de sumisión, de obediencia a los poderosos todos,
leen lo mismo que sus corazones sentían; la libertad, la igualdad.
En efecto, están en todas partes; sólo que es necesario entenderse:
la igualdad en la obediencia, como la habían hecho los Romanos
para todas las naciones; la libertad interior, inactiva, encerrada
toda en el alma, como pudiera concebirse cuando, habiendo
cesado todas las resistencias nacionales, el mundo viera abrirse
ante él el imperio eterno.
Cierto. Nada más extraño que buscar en esta leyenda de
resignación el código de una época en que el hombre reclama su
derecho.
El cristiano es este hombre resignado, del antiguo imperio,
que no tiene ninguna esperanza en su acción personal, sino que se
cree salvado únicamente, exclusivamente por Cristo. Hay pocos
cristianos. En la Asamblea nacional no había más de cuatro. En
aquella época el cristianismo había muerto como sistema.

404
Algunos amigos de la libertad que se habían sentido
conmovidos por el Evangelio se engañaban creyéndose cristianos.
En cuanto a la vida popular, el cristianismo no conservaba
más que la parte anticristiana, es decir, lo que había tomado o
copiado del paganismo, la idolatría de la Virgen, de los santos, la
material y sensual devoción del Sagrado Corazón.
El verdadero principio cristiano (que el hombre se salva por la
gracia de Cristo), condenado solemnemente por el Papa a fines del
reinado de Luis XIV, se ha ido amortiguando, muñendo sin
algaradas ni luchas, disminuyendo poco a poco el número de sus
defensores, ocultándose, resignándose.
Y en esto prueba el partido jansenista tanto como por su
doctrina, que es verdaderamente cristiano. Aun teniendo hombres
de un vigor extraordinario se oculta, se entrega, deseando sólo que
la voluntad del Padre se cumpla sobre la tierra.
Yo, que busco mi fe lejos y que miro siempre a Oriente, no
puedo ver sin emoción profunda a estos hombres de otra edad, a
estos jansenistas que sufren, mueren y se extinguen en silencio.
Olvidados de todos, excepto de la autoridad pagano-cristiana
que los persigue fieramente, en medio de la indiferencia pública,
mueren sin defenderse72.
He tenido ocasión de probarlos. Un día en que. yo me
proponía en mi cátedra dar a conocer los grandes hombres del
jansenismo y descargar mi corazón diciendo que entonces como
ahora era el paganismo quien perseguía al cristianismo, me
suplicaron que no dijese nada, que no me acordara de ellos
(perdónenme que haya violado su secreto).
«No, señor—me decían—esta es una de las situaciones en que
es preciso saber morir en silencio.»
Y como yo insistiera con simpatía, me confesaron
ingenuamente que, según su opinión, no les quedaba mucho
tiempo que sufrir, porque el gran día, el último día que juzgará los

72
Persecución verdaderamente feroz, que se encarniza especialmente en las mujeres,
haciendo morir a fuego lento a las últimas hermanas jansenistas. Su encarnizamiento llegó
hasta el templo de San Severino, que no fue demolido como Port-Royal, pero que fue
transformado y entregado al paganismo del Sagrado Corazón, asilo de predicaciones
jesuíticas.

405
hombres y las doctrinas no podía tardar; el día hermoso en que el
mundo debía comenzar a vivir, cesando de morir...
El que me decía estas cosas extrañas era un hombre joven,
austero, pálido, envejecido antes de tiempo, que no me quiso decir
su nombre y al que no he vuelto a ver.
El recuerdo de esta aparición queda en mí como un noble
adiós del pasado. Creo escuchar las últimas palabras de la
Desposada de Corinto: «Iremos a la tumba á reunimos con
nuestros antiguos dioses.»
En la Asamblea constituyente había tres de estos hombres.
Ninguno de ellos era genio ni era orador, y sin embargo ejercieron
una gran influencia, demasiado grande, ciertamente.
Heroicos, desinteresados, sinceros, excelentes ciudadanos
contribuyeron más que nadie a detener la Revolución, a lanzarla
por viejos caminos imposibles; tanto como la hicieron reformadora
le impidieron que fuese fundadora, que innovara y creara.
¿Qué era necesario en 1790 y en 1800? Era necesario confiar
y esperar menos; hacer un llamamiento a todas las fuerzas vivas
del espíritu humano.
Estas fuerzas son eternas. En ellas se engendra siempre la
vida religiosa y la vida filosófica. No hay época desesperada. La pira
de los siglos modernos, la de la guerra de los Treinta años produjo
a Descartes, el renovador del pensamiento europeo. Era preciso
llamar a la vida, no organizar la muerte.
Los tres hombres que impulsaron a la Asamblea a cometer
aquella gran falta se llamaban Camus, Gregoire y Lanjuinais. Tres
hombres, tres cabezas de hierro. Díganlo los que vieron a Camus
poniendo la mano sobre Dumouriez en medio de su ejército, los
que vieron el 31 de Mayo á Lanjuinais arrojado de la tribuna volver
a ella entre los puñales y las pistolas. Ya es sabido que pocos
hombres fueron bravos al lado de estos bravos.
En cuanto al obispo Gregoire, todos saben que quedó en la
Convención, durante todo el Terror, solo en su banco, siempre con
su hábito morado, sin que nadie se atreviera á sentarse cerca de él;
Gregoire ha dejado fama de tener el carácter más firme que nunca
se ha conocido.

406
Estos hombres intrépidos y puros fueron la tentación
suprema de la Revolución, arrojándola en el grave error de
organizar la Iglesia cristiana sin creer en el cristianismo.
Bajo su influencia y la de los legistas que los seguían
inconscientemente, la Asamblea, en su mayoría incrédula y
volteriana, se figuró que podía tocar a la forma sin cambiar el
fondo.
Dio el raro espectáculo de un Voltaire reformando la Iglesia,
pretendiendo reducirla al rigor apostólico.
Aparte de este defecto de origen, la reforma era razonable; se
podía decir que era una carta de libertad y ennoblecimiento para la
Iglesia y para el clero.
La Asamblea quiere que el clero sea el elegido del pueblo,
esto es, que se libre del Concordato, del pacto bochornoso en que
dos ladrones, el rey y el Papa se habían repartido a la Iglesia, se
habían repartido sus vestiduras por la suerte; se libraba también al
clero, fijándole un presupuesto regular, de la odiosa necesidad de
exigir los diezmos y primicias, viviendo a costa del pueblo; se le
libraba además de los llamados abates de la corte que desde las
alcobas y los tocadores saltaban al episcopado; se le libra,
finalmente, de todos los golosos, los ventrudos, los curitas
predilectos de las canonesas.
Se mejoraba la división de las diócesis quedando
próximamente de la misma extensión y más numerosas, puesto
que se hacían ochenta y tres obispados, tantos como
departamentos. El presupuesto fijado en setenta y siete millones
era suficiente para que el clero estuviera mejor retribuido con esta
suma que con sus trescientos millones de otras veces que tan poco
le aprovechaban.
La discusión no fue ni fuerte ni profunda. Hubo una frase
atrevida y fue dicha por el jansenista Camus, traspasando
seguramente el alcance de su pensamiento: «Somos una
convención nacional, —dijo; —tenemos seguramente el poder de
cambiar la religión, pero no lo haremos...» Después, como si se
asustase de su audacia, agregó: «No podríamos abandonarla sin
cometer un crimen» (1. ° de Junio de 1790).

407
Legistas y teólogos no invocaban más que los textos, los
viejos libros; a cada cita contestada iban a buscar sus libros; se
preocupaban de probar, no que su opinión era buena, sino que era
vieja. «Así hicieron os primeros cristianos.»
Triste argumento: era demasiado dudoso que una cosa propia
en tiempo de Tiberio lo fuese mil ochocientos años después, en la
época de Luis XVI.
Faltaba examinar con tergiversaciones si el derecho estaba en
lo alto o abajo; en el rey y en el Papa o en el pueblo.
¿Qué produciría la elección del pueblo? No se sabía
indudablemente. Pero se sabía muy bien que había un clero
partidario del rey, del Papa y de los señores73.
¡Qué gesto habrían hecho los prelados que gritaban tan alto
si hubieran tenido que mostrar de qué óleo santo y por qué mano
habían sido consagrados! Lo más seguro para ellos era no remover
esta cuestión de origen. Lo que ellos más temían era una cuestión,
la más externa, la más extraña al orden espiritual: la división de
diócesis. Había que probarles que esta división, completamente
imperial, romana en su origen y hecha por el gobierno, podía ser
modificada por otro gobierno. Ellos no querían oír nada de esto y
se obstinaban... Esta división era la cosa santa y sacrosanta; ningún
dogma de fe cristiana ocupaba lugar más preferente en su corazón.
Si no se convocaba un concilio, si no se daba cuenta al Papa, todo
estaba perdido. Se iba al cisma y del cisma a la herejía y de la
herejía al sacrilegio, al ateísmo... etc.
Estas nimiedades serias que en París hacían encogerse de
hombros, alcanzaban el efecto deseado en el Oeste y en el
Mediodía. Corrían impresas en numerosísimos ejemplares, con la
famosa protesta en favor de los bienes del clero, que en dos meses
llegó a la trigésima edición. Repetida por la mañana en el púlpito,
comentada por la tarde en el confesonario, adornada con glosas
73
El derecho de colación en manos de los señores producía efectos muy curiosos. Un judío,
un tal Samuel Bernard que compraba tal o cual señorío, tenía en consecuencia el derecho de
nombrar a tal o cual beneficiado eclesiástico; entre compras y ventas adquiría el Espíritu
Santo. El Espíritu Santo venía, sí, de lugares aún menos decorosos. Había obispo que lo era
por la gracia de madama de Polignac; otro había sido nombrado por la Pompadour; otro
escogido por Luis XV entre los abates calaveras de madama Du Barry. Un bello abate de
Borbón dotado de rentas que pasaban de un millón procedía de una queridita noble que fue
vendida por sus padres.

408
homicidas, su texto de odio y de discordia iba exasperando a la
mujer, reanimando los furores religiosos, afilando los puñales,
aguzando las horcas y las hachas.
El 29, el 31 de Mayo, el arzobispo de Aix y el obispo de
Clermont, uno de los principales agitadores y hombre de confianza
del rey, notificaron a la Asamblea el ultimátum eclesiástico: Que no
pudiera hacerse ningún cambio en la convocatoria de un concilio.
En los primeros días de Junio corría la sangre en Nimes.
Froment había armado sus más seguras compañías, y
gastando mucho dinero había uniformado a la mayor parte de
estos hombres con los colores del conde de Artois. Estos fueron
los primeros levantamientos del Mediodía. Froment, apoyado por
un ayudante de campo del príncipe de Condé, sostenido por
muchos oficiales municipales, había al fin obtenido la promesa del
comandante de la provincia de abrir el arsenal y dar fusiles a todas
las compañías católicas. Ultimo acto decisivo que la municipalidad
y el comandante no podían declarar francamente contra la
Revolución.
«Esperemos todavía un momento, decía la municipalidad. Las
elecciones del departamento comienzan el 4 en Nimes; vayamos
dulcemente hasta la votación, hagamos que nos den los puestos.»
«Agitemos, decía Froment; los electores votarán mejor al
ruido de los tiros.» Los protestantes se organizaban. Se entendían
muy bien desde Nimes a París y á Cévennes.
¿Estaba Nimes bien asegurada por el clero si quería
escucharle? La ciudad iba a sentir en su industria un beneficio dado
por la Revolución: la supresión de los derechos sobre la sal, el
hierro, los aceites, los jabones, etc. Y la campiña católica, muy
católica antes de la siega, ¿lo sería igualmente después cuando el
clero hubiese exigido el diezmo?
Había pendiente un proceso contra los asesinos de Mayo,
contra el hermano de Froment, y avanzaba lentamente, sí, pero
avanzaba.
Una última circunstancia, y decisiva, que obligó a Froment a
agitarse; la revolución de Avignon habíase realizado el 11 y el 12 e
iba a desmoralizar su partido, a hacer que cayeran de sus manos
las armas. Antes que la noticia fuese divulgada, el 13 por la tarde,

409
se atacó en día favorable, un domingo, octava del Corpus, estando
ebria una gran parte del pueblo y dispuesta a todo.
Froment y los historiadores de sus ideas, del partido vencido,
aseguran una especie increíble: que los protestantes comenzaron,
que turbaron las elecciones, en las que estaba toda su esperanza.
Sostienen que fue este número tan pequeño el que intentó vencer
al grande (seis mil hombres contra más de veinte mil sin hablar de
los suburbios).
¿Este exiguo número resultaba bien aguerrido y terrible? Era
una población extraña, hacía un siglo, a toda costumbre militar.
Comerciantes que temían excesivamente el saqueo y el pillaje;
obreros mezquinos, físicamente muy inferiores a los mozos de
cordel y braceros, viñadores y jornaleros que Froment había
armado. Los dragones de la guardia nacional, protestantes en su
mayoría, comerciantes e hijos de comerciantes, no eran gente para
luchar contra hombres rudos y fuertes que bebían a tazas en las
tabernas el vino pagado por el clero.
Donde los protestantes eran la mayoría, los dos cultos,
ofrecieron el espectáculo de la fraternidad más conmovedora. En
San Hipólito, por ejemplo, el 5 de Junio los protestantes habían
querido montar la guardia con los otros para la procesión del
Corpus.
El día de la explosión en Nimes, los patriotas, unos mil
quinientos por lo menos y los más activos, estaban reunidos en el
club sin armas y deliberando; las tribunas llenas de mujeres. El
pánico fue horrible a los primeros disparos (13 de Junio de 1790).
Ocho días antes, en la apertura de las elecciones, se había
empezado por insultar y atemorizar a los electores. Pidieron éstos
un destacamento de dragones, algunas patrullas para disipar la
multitud que los amenazaba.
Pero esta multitud amenazó bien pronto a las patrullas
mismas; la municipalidad complaciente, retuvo entonces las
patrullas en su puesto. El 13 por la noche, los hombres de las hopas
rojas van a decir a los dragones que si no se marchan son hombres
muertos. Se quedan y reciben muchos balazos.

410
El regimiento de Guienne arde en deseos de ir a su socorro;
pero los oficiales le cierran las puertas y lo recluyen dentro del
cuartel.
Ante esta lucha desigual, ante las elecciones tan
criminalmente turbadas, la municipalidad tenía un deber sagrado:
enarbolar la bandera roja y requerir a las tropas... Pero puede
decirse que no hay municipalidad. En aquella ciudad hospitalaria la
Asamblea electoral del departamento se encuentra abandonada en
medio de las descargas de fusilería.
Entre los asalariados de Froment se encontraban los criados
de muchos de los oficiales municipales confundidos con los del
clero. No recibiendo la tropa ni la guardia nacional ningún aviso,
Froment estaba hecho dueño del terreno. Por poco tiempo que
hubiera ganado hubiera dado lugar a que llegara de Sommieres,
que no está más que a cuatro leguas de distancia, un regimiento
de caballería, cuyo coronel, muy entusiasta, había ofrecido su
concurso y el de su tropa y su bolsa.
Entonces los sucesos hubieran tomado el carácter de una
verdadera Revolución y el comandante de la provincia hubiera
seguido las órdenes que tenía del conde de Artois marchando
sobre Nimes.
Ocurrió un hecho inesperado y fue que Nimes faltó. De las
dieciocho compañías católicas formadas por Froment, cuyas
gentes comenzaban ya a forzar las casas de los protestantes, tres
solamente le siguieron. Los quince restantes se negaron a
secundarle.
Gran lección que hizo ver al clero cuánto se había engañado
sobre el estado real de los espíritus. Los viejos odios fanáticos
hábilmente reavivados por los celos sociales no fueron bastante
consistentes cuando llegó el momento de derramar sangre.
Aquella grande y poderosa ciudad de Nimes, a la que se había
creído poder sublevar fácilmente, permaneció firme, como sus
indestructibles monumentos, como sus nobles y eternales Arenas.
Un número infinitamente pequeño de los dos partidos
combatió solamente. Los clericales se mostraron muy bravos, pero
furiosos, ciegos. Por dos veces se obligó a los municipales,
encontrados al fin, a ir hacia ellos con la bandera roja, y dos veces

411
los clericales los arrollaron, con bandera y todo. Disparaban sobre
los magistrados y sobre los comisarios del rey, y al día siguiente
dispararon sobre el procurador del rey y el juez que recogían los
muertos.
Estos crímenes reclamaban la más pronta y severa represión,
y sin embargo la municipalidad no pidió á la tropa más que un
servicio de patrullas.
Si Froment hubiera tenido más práctica, hubiera, sin duda
alguna, ocupado el gran punto estratégico de las Arenas,
fácilmente defendible. Pero sólo se le ocurrió dejar allí algunos
hombres, así como en el convento de los Capuchinos. El mismo
entró en el fuerte que se había preparado en la torre del antiguo
castillo, y allí refugiado, creyéndose en seguridad, escribió a
Sammories y a Montpellier pidiendo socorro. Envió emisarios a las
ciudades católicas, donde hizo tocar a rebato.
Los católicos acudieron muy lentamente o permanecieron en
sus casas; pera los protestantes, al saber la noticia del peligro en
que se encontraban los electores, se„ organizaron rápidamente y
marcharon durante toda la noche. Aquella mañana, de cuatro a
cinco de la madrugada, un ejército de voluntarios, con la escarapela
tricolor, entró en Nimes gritando: «¡Viva la nación!»
Entonces los electores obraron. Rápidamente se formó un
comité militar dirigido por un capitán de artillería y acordaron ir al
arsenal a buscar cañones.
El arsenal tenía dos entradas; por la calle y por la galería del
cuartel del regimiento de Guienne.
Los malvados oficiales les dijeron: «Pasad por la calle.» Allí
fueron acribillados a tiros. Volvieron al cuartel, y entonces los
oficiales, viendo que sus soldados iban a volverse contra ellos,
entregaron los cañones.
La torre donde Froment se había refugiado fue batida, y
entonces aquel hombre audaz, hasta el último momento, envió una
curiosa misiva, en la que ofrecía... «olvidar.» Todos pidieron, al ver
esto, la muerte de los sitiados.
Se les quiso salvar, pero ellos mismos se perdieron
disparando cuando estaban parlamentando. Después del asalto
fueron perseguidos y asesinados, despedazados.

412
Durante dos y tres días fueron buscados y castigados, o al
menos con este pretexto se saciaron muchos antiguos odios.
El convento de los Capuchinos, almacén de folletos y centro
de la conjuración, fue asaltado y murieron cuantos en él estaban.
Lo mismo ocurrió con una taberna célebre, cuartel general de
los clericales; allí fueron encontrados ocultos dos magistrados
municipales.
Durante todo este tiempo los dos partidos se fusilaban en
medio de las calles o desde las ventanas. Los salvajes católicos de
Cévennes no perdonaban a nadie; hubo trescientos muertos en
tres días.
En cambio, ninguna iglesia fue saqueada, ni insultada
ninguna mujer, permaneciendo los austeros y luchadores
protestantes en su furor mismo. No se les hubiera ocurrido nunca,
como á los clericales de 1815, matar las jóvenes con un bastón
adornado con flores de lis.
Hubiera sido curioso, y lo fue, que este cruel suceso de Nimes,
pérfidamente arreglado por la contrarrevolución, sirviera en
defensa suya. El jabalí cazando al cazador.
En el momento de la ejecución les faltó todo á los clericales.
Contaban con Montpeller. El comandante no se atrevió á ir.
Fue, en cambio, la guardia nacional, brava y patriota, base futura
de la legión de la victoria, la 32.a media brigada.
Contaban con Arlés. En efecto, Arlés ofreció socorros, pero
fue para destrozar el partido de la contrarrevolución.
En Pont-Saint-Esprit fueron detenidos los enviados de
Froment.
Llamad, llamad a los católicos del Ródano. Intentad hacer
creer que con todo esto vuestra religión está en peligro. Todos
saben que se trata de la patria.
Todo el Ródano católico se declara contra vosotros y se torna
más revolucionario que los protestantes. Vuestra sede del Ródano,
la Roma chiquita del Papa, Avignon, estalla contra vosotros.
¡Avignon! ¿Cómo hubiera podido jamás olvidar Francia este
diamante de su diadema?... ¡Oh, Vancluse! ¡Oh, puro, eterno
recuerdo de Petrarca, noble asilo del gran italiano que murió de
amor por Francia, símbolo adorado del futuro enlace de dos

413
enamorados, ¿cómo habíais caído en las abotargadas manos del
Papa?... Por dinero, por la absolución de un asesinato, una mujer
vendió a Avignon y a Vancluse (1348).
Avignon, sin pedir consejo ni permiso, había constituido,
como toda Francia, una milicia nacional y una municipalidad.
El 10 de Junio, cuantos nobles y amigos del Papa había allí
dueños del municipio y de cuatro cañones, gritaban: «¡Viva la
aristocracia!»
Hubo treinta personas entre muertos y heridos.
Entonces el pueblo, iracundo, se lanzó seriamente al
combate, muriendo muchos de ellos y dejando veintidós
prisioneros. Todas las municipalidades inmediatas, Orange,
Bagnols, Pont-Saint-Esprit, acudieron a socorrer Avignon y a librar
los prisioneros. Los arrancaron de manos de los vencedores y se
encargaron de guardarles.
El 11 de Junio fueron quemadas las armas de Roma y puestos
en su lugar los escudos de Francia.
Avignon fue a la barra de la Asamblea nacional y allí se
entregó a su verdadera patria, pronunciando esta gran frase,
testamento del genio romano: «Franceses, reinad sobre el
universo.»
Estudiemos mejor las causas. Completemos y expliquemos
más este rápido drama.
Para hacer una guerra religiosa es preciso ser religioso. El
clero no era bastante creyente para fanatizar al pueblo.
No era tampoco muy político. Aquel año mismo de 1790, en
que tanta necesidad había del pueblo, soldado aquí y allá y en
todas partes, el clero le pide todavía que pague el diezmo abolido
por la Asamblea.
En muchos lugares, especialmente en el Norte, hubo
sublevaciones contra el clero por este malhadado diezmo, que era
odioso al pueblo y que no podía pagar, además.
Aquel clero aristocrático, sin inteligencia, sin fuerzas morales,
creyó que bastaba a su propósito con un poco de dinero, con algún
vino y con la violencia del clima. Hubiera debido comprender que
para rehacer el fanatismo necesitaba tiempo, paciencia,

414
obscuridad, un país menos vigilado y alejado de los caminos y de
las grandes ciudades.
Podían, en buena hora, trabajar lentamente en el Bocage
vendeano; pero obrar en plena luz, bajo el hermoso sol del
Mediodía, bajo la mirada inquieta de los protestantes, en la
vecindad de grandes centros como Burdeos, Marsella, Montpellier,
que viéndolo todo podían al menor alboroto ir, marchar sobre la
hoguera apenas encendida... esto era un juego de niños.
Froment hizo cuanto pudo. Demostró mucha audacia y
decisión, pero fue abandonado74.
Lanzó el grito de sedición en el verdadero momento, viendo
que la actitud de Avignon iba a ser secundada por Nimes,
creyendo, como buen bravo, que los dudosos y los tímidos que
hasta entonces no se atrevían a declararse francamente por él
tomarían su partido cuando le vieran comprometido, creyendo que
no podrían contemplar con sangre fría su vencimiento y aun su
muerte.
La municipalidad, compuesta toda por la burguesía católica,
fue prudente; no se atrevió a requerir al comandante de la
provincia. La nobleza fue prudente. El comandante y los oficiales
en general no quisieron hacer nada sin previo y legal llamamiento
del municipio.
No.es que faltase valor a los oficiales; era que no estaban
seguros de sus soldados. Para dar una orden a la que acaso se
hubiese respondido a tiros, para hacer este peligroso experimento,
era preciso el previo sacrificio de la vida... ¿Sacrificarla?... ¿Por qué
idea? ¿por qué fe?... La mayoría de la nobleza, realista y aristócrata
era a la vez filósofa y volteriana; es decir, estaba de medio lado
conquistada por las nuevas ideas.

74
Froment escapó a la muerte. Por poco adicto que sea uno al hombre y al partido es imposible
dejar de interesarse por su suerte. Honrado y ennoblecido por el conde de Artois y por los
emigrados, ¡es olvidado y negado en 1816!... Fueron destruidos por todas partes con exquisito
cuidado los folletos que había publicado, así como el proceso del antiguo servidor contra un
dueño ingrato y sin corazón. Después del proceso le fue negada la miserable pensión que para
comer recibía. Y esto, después de treinta años de servicios gratuitos, queriendo que el hombre
arruinado, lleno de deudas y consumido por él, muriera en el rincón de una pocilga. —Los
folletos de Froment demuestran la ingratitud de los reyes.

415
La Revolución, cada vez más armónica y concordante,
aparecía por momentos como lo que era; una religión. Y la
contrarrevolución, disidente, discordante, aferrada en vano á la
vieja fe, no es una religión.
Ninguna unión, ningún principio fijo. Su resistencia es vaga
en muchos sentidos a la vez. Ya como un borracho hacia la derecha
y hacia la izquierda.
El rey es partidario del clero y se niega á recibir y apoyar la
protesta del clero. El clero paga y arma al pueblo y le pide el
diezmo. La nobleza y los oficiales esperan la orden de la junta de
Turín y al mismo tiempo las de las autoridades revolucionarias.
Algo falta a todos para hacer su acción sencilla y fuerte; algo
que precisamente abunda en el otro partido: la fe.
El otro partido es Francia; tiene fe en la ley nueva, en la
autoridad legítima, en la Asamblea, verdadera voz de la nación.
En este lado todo es luz. En el otro todo es equívoco,
incertidumbre y tinieblas.
¿Cómo dudar? Unidos todos, el soldado y el ciudadano, bajo
su bandera, marchan con paso firme.
De Abril a Junio casi todos los regimientos fraternizan con el
pueblo. En Córcega, en Caen, en Brest, en Montpellier, en Valence,
como en Montauban, como en Nimes, el soldado se declara por el
pueblo y por la ley. Los pocos oficiales que se resisten son muertos
y se les encuentran las pruebas de su inteligencia con la
emigración.
Las ciudades del Mediodía no se duermen; Briancon,
Montpellier, Valence y al fin la gran Marsella, quieren guardarse y
defenderse ellas mismas; se apoderan de sus ciudadelas y las
llenan con sus ciudadanos. ¡Vengan ahora, si quieren, el emigrado
y el extranjero!
¡Una Francia, una fe, un juramento!... Ni un hombre dudoso.
Quien lo sea que abandone la tierra de la legalidad, que pase
el Rhin, que pase los Alpes.
El rey mismo comprende bien que su mejor espada, Bouillé,
concluirá por encontrarse solo si no jura como los demás. El
enemigo de las federaciones, que separaba al ejército del pueblo,
se ve obligado a ceder.

416
Pueblo y soldados, unidos de corazón, asisten a este gran
espectáculo. El inflexible va a ceder. El rey lo manda y Bouillé
obedece. Avanza entre ellos triste y sombrío, y sobre su espada
realista jura fidelidad a la Revolución.

417
CAPITULO X
Del nuevo principio. —Organización espontánea de Francia
(Julio de 1789.—Julio de 1790)

La ley era respetada en todas partes por acción espontánea. —


Obscuridad y desorden del antiguo régimen—El orden nuevo se crea a sí
mismo. —Los nuevos poderes nacen del movimiento de la libertad
conquistada y de la defensa. —Asociaciones interiores y exteriores que
preparan las municipalidades y los departamentos —La Asamblea crea
trescientos mil magistrados departamentales, municipales y judiciales,—
Educación del pueblo por las funciones públicas.

He contado detallada y largamente las resistencias del viejo


principio, Parlamentos, nobleza y clero, y voy en pocas palabras a
inaugurar el principio nuevo, a exponer brevemente el hecho
inmenso donde estas resistencias vinieron a perderse y anularse.
Este hecho, admirablemente sencillo en una variedad infinita,
es la organización espontánea de Francia.
Aquí está la historia, lo real, lo positivo, lo durable. Lo demás
es una nonada.
Y, sin embargo, ha sido preciso contar largamente esta
nonada. El mal, precisamente porque es una excepción, una
irregularidad, exige, para ser comprendido, un minucioso detalle.
El bien, al contrario; lo natural no es casi conocido de antemano
por su conformidad con las leyes de nuestra naturaleza, por la
imagen eterna del bien que llevamos dentro de nosotros.
Las fuentes de donde sacamos la historia han conservado
precisamente lo menos digno de ser conservado, el elemento
negativo, accidental, la anécdota individual, tal o cual intriga
pequeña, tal acto de violencia.
Los grandes hechos nacionales de esta época se han realizado
por fuerzas inmensas, invencibles, y por esto mismo de ningún
modo violentas; han atraído poco las miradas y han pasado
inadvertidas.

418
Cuanto se ha escrito de estos hechos generales, refiérase
únicamente a las leyes que de ellos se derivaron, a las últimas
fórmulas. Pero ¿y los grandes movimientos sociales que los
decidieron, que fueron su origen, su razón, su necesidad? Apenas
una línea los recuerda en el porvenir.
El hecho supremo donde todo se engendra se realizó en aquel
milagroso año que comienza en Julio y termina en Junio; el
resurgimiento espontáneo de la vida y de la acción, acción que
entre tantos desórdenes particulares defiende el orden nuevo y de
antemano realiza la ley, es el engendrador de la nueva ley.
La Asamblea cree conducir y es ella la que sigue; es el espejo
de Francia, su amanuense; lo que Francia hace la Asamblea lo
registra más o menos exactamente, lo formula y lo escribe bajo su
dictado.
Que vengan aquí los escribas a aprender, que salgan un
momento de su antro y descubran sus montañas de papel
timbrado. Si Francia no hubiera podido salvarse más que por su
pluma y su papel, Francia hubiera perecido cien veces.
Momento grave de interés infinito aquel en que la naturaleza
se encuentra a tiempo para no perecer, en que la vida en presencia
del peligro sigue al instinto, su mejor guía, y encuentra en él su
salvación.
Una sociedad envejecida en esta crisis de resurrección nos
hace asistir al origen de las cosas. Los publicistas soñaban con el
renovamiento de las naciones. ¿Para qué soñar? hela aquí.
Si; es la transformación de Francia la que nosotros tenemos
ante los ojos... Dios te proteja ¡oh, arca de Noé; que Él te salve y te
sostenga sobre estas olas sin orillas donde te veo temeroso
flotando sobre el mar del porvenir!... Francia nace y se levanta al
estampido del cañón de la Bastilla. En un día, sin preparativos, sin
haberse puesto de acuerdo de antemano, toda Francia, aldeas y
ciudades, se organizó al mismo tiempo.
En cada lugar ocurre lo mismo: se va al ayuntamiento, se
toman las llaves y el poder en nombre de la nación. Los electores
(en 1789 todos han sido electores) forman comités como el de
París, de donde salieron luego las municipalidades regulares.

419
Los gobiernos de las ciudades, como el del Estado, escapan
con la cabeza baja por la puerta falsa, dejando a la comunidad que
pague las deudas contraídas.
La Bastilla financiera que la oligarquía de los notables
ocultaba a todas las miradas, la caverna administrativa aparece a
la luz del día. Los informes instrumentos de aquel régimen de
pillaje, el embrollamiento de los papeles, la sabia confusión de
todos los cálculos, son sacados a la luz pública.
El primer grito de esta libertad que los adversarios llaman el
espíritu del desorden es, al contrario, orden y justicia.
El orden en plena luz.
Francia dijo a Dios como Ajax: «¡Hacedme perecer si queréis,
pero a la claridad de los cielos!»
Lo que había de más tiránico en la vieja tiranía era su
obscuridad. Obscuridad del rey para el pueblo, de los jefes de las
ciudades para la ciudad; obscuridad no menos profunda del
propietario para el labrador.
¿Qué se debía pagar en consecuencia al Estado, á la
comunidad y al señor?... Nunca podía saberse. La mayor parte
pagaba, y pagaba sin saber cuándo acababa su deuda. La profunda
ignorancia en que el gran educador del pueblo, el clero, lo había
mantenido, entregaba ciego y sin defensa a la espantosa codicia de
los borroneadores de papel.
Cada año era más negro para el pobre labriego y más caro el
papel timbrado. Estos recargos misteriosos, desconocidos, que era
preciso pagar sin pedir explicaciones, se iban acumulando unos
sobre otros en el corazón del pueblo como un tesoro de venganza,
de indemnizaciones exigibles.
Muchos, en 1789, decían que en cuarenta años habían
pagado, con tantos recargos, mucho más de lo que valían los
bienes de que no eran propietarios.
No se cometió en las campiñas ningún atentado contra la
propiedad, sino actos realizados en nombre de la propiedad
misma. El campesino la interpretaba a su manera, pero nunca le
cupo duda sobre la idea misma de este derecho.
El trabajador de los campos sabe bien qué es y lo que cuesta
adquirir; la adquisición por el trabajo que él hace y quiere hacer

420
todos los días, le inspira el respeto de la propiedad y se la presenta
como una religión.
En nombre de la propiedad, largo tiempo violada y
desconocida por los agentes de los señores, fue realizado aquel
acto de los campesinos, cuando colgaban las insignias de la tiranía
feudal y fiscal, las medidas de las primicias injustamente
agrandadas, las cribas que separaban el grano para el señor, no
dejándoles más que la paja.
Los comités de Julio del 89, origen de las municipalidades del
90, fueron para las ciudades sobre todo la insurrección de la
libertad, y para las aldeas la de la propiedad; hablo de la propiedad
más sencilla, del trabajo del hombre.
Las asociaciones de las aldeas fueron sociedades de garantía:
1.°, contra el hombre de negocios; 2.°, contra el ladrón; dos
palabras siempre sinónimas.
Conjuración contra los hombres de dinero, colectores,
regidores, procuradores, administradores, contra toda aquella
afrentosa zanganada que por una magia desconocida había
esterilizado la tierra, agobiado las bestias de labor, y enflaquecido
al campesino hasta los huesos, hasta el esqueleto.
Confederación también contra aquellas partidas de ladrones
que recorrían Francia, gentes, sin trabajo y hambrientas, mendigos
convertidos en ladrones, que durante la noche cortaban los trigos,
aunque estuviesen verdes, matando toda esperanza.
Si los pueblos no hubiesen tomado las armas, hubiese
sobrevenido un hambre terrible, un año como el año mil y como
otros muchos de la Edad Media. Aquellas partidas trashumantes,
insaciables, esperadas en todas partes y que el terror hacía creer
presentes en todos lugares, helaban de espanto a nuestras
poblaciones, menos militares que hoy.
Todos los pueblos se arman. Las aldeas se prometieron
protección mutua. Convenían entre ellas reunirse, en caso de
alarma, en tal lugar estratégico o en tal posición central que
dominaba un paso de camino o de río, importante para el país.
Un solo hecho explicará esto mejor. Recuerda este hecho el
pánico de Saint-Jean-du-Gard que he descrito antes.

421
Una hermosa mañana de estío los habitantes de Chavignon
(Aisne) vieron, no sin temor, sus calles llenas de gente armada.
Afortunadamente reconocieron que eran sus vecinos y amigos, los
guardias nacionales de todas las comunidades vecinas que,
alarmados por una falsa noticia, habían andado toda la noche para
ir a defenderla de los ladrones. Lo que se esperaba fuera un
combate se convirtió en una fiesta.
Toda la gente de Chavignon salió de sus casas y se mezcló a
sus amigos. Las mujeres llevaron y pusieron en común cuantos
víveres tenían y abrieron barriles de vino. Se desplegó en la plaza
la bandera de Chavignon y debajo de ella se colocaron panes y
racimos atravesados por una espada desnuda; la divisa resumía
todo el pensamiento de aquel instante: abundancia y seguridad,
libertad, fidelidad y concordia.
El capitán jefe de los guardias nacionales que habían ido a
Chavignon hizo un discursito muy conmovedor sobre el
apresuramiento de las comunidades en ir a defender a sus
hermanos: «A la primera palabra hemos dejado nuestras mujeres
y a nuestros hijos llorando; hemos dejado nuestros arados y
nuestros utensilios en los campos, y sin tener apenas tiempo de
vestirnos hemos venido...»
Las gentes de Chavignon, en una comunicación a la Asamblea
nacional, le cuentan todo como un hijo a su madre, y llenos de
reconocimiento agregan esta frase nacida en el corazón: «¡Qué
hombres, señores, qué hombres desde que les habéis dado una
patria!»
Estas expediciones espontáneas se hacían así, como en
familia, marchando el cura del pueblo a la cabeza. En la de
Chavignon cuatro de las comunidades que concurrieron llevaban
sus curas respectivos.
En otros sitios, por ejemplo, en el Alto Saona, los curas no
sólo se asociaron a estos movimientos, sino que fueron sus jefes y
promovedores. El 27 de Septiembre de 1789^ en los alrededores de
Luxenil se federaron las comunidades rurales, bajo la dirección del
cura de San Salvador. Todos los alcaldes juraron en sus manos.
En Issy-l'Evâque (Alto-Saona) ocurrió una cosa más extraña
aún. En el abandono y carencia de toda autoridad pública, no

422
quedando ni un magistrado, un valiente cura se apoderó de todos
los poderes; hizo ordenanzas; juzgó procesos ya juzgados; hizo
acudir ante él a los alcaldes de las aldeas vecinas y promulgó ante
ellos las leyes nuevas que daba a la comunidad; después, armado,
con la espada en la mano, comenzó a proceder al reparto equitativo
de las tierras.
Fue preciso detener su celo, recordarle que había todavía una
Asamblea nacional.
Y he aquí el hecho raro y singular. El movimiento, en general,
fue regular, mejor ordenado de lo que hubiera podido esperarse en
tales circunstancias. Sin ley, todo seguía una ley; la conservación y
la salud.
Antes que las municipalidades se organicen, la aldea se
gobierna, guarda y defiende como asociación armada de
habitantes del mismo lugar.
Antes que hubiera distritos y departamentos creados por la
ley, las necesidades comunes, especialmente la de asegurar los
caminos y llevar subsistencias, forman asociaciones entre aldeas y
aldeas, ciudades y ciudades, grandes confederaciones de
protección mutua.
Se siente uno inclinado a bendecir estos peligros cuando se
observa que han obligado a los hombres a salir de su soledad, a
arrancarse su egoísmo, habituándolos a vivir en los demás, y que
han arrancado en estos espíritus, aturdidos por el sueño de tantos
siglos, la primera chispa de fraternidad.
La ley viene a reconocer, autorizar y coronar todo esto; pero
no lo ha producido.
La creación de las municipalidades, la concentración en sus
manos de todos los poderes, aun los no comunales (contribución,
alta policía, situación de la fuerza armada, etc.), esta concentración,
tan duramente censurada en la Asamblea, no era efecto de un
sistema, sino el simple reconocimiento de un hecho.
En el abandono de la mayor parte de los poderes, en la
inacción voluntaria (siempre pérfida) de los poderes que quedaban,
el instinto de conservación había hecho lo que hace siempre; los
interesados habían tomado la dirección de sus negocios.

423
¿Quién no está interesado en tales crisis? El que no tiene
propiedades, el que no tiene sobre qué caerse muerto, como se
dice despreciativamente, tiene algo más querido que ninguna
propiedad: una mujer e hijos que defender.
La nueva ley municipal crea un millón doscientos mil
magistrados municipales. La organización judicial crea cien mil
jueces (cinco mil jueces de paz y ochenta mil asesores de los jueces
de paz). Todo esto tomado en los cuatro millones doscientos
noventa y ocho mil electores primarios que como propietarios o
arrendatarios pagaban el valor de tres jornales, cerca de tres libras.
El sufragio universal había dado seis millones de votos;
concebiría, y luego hablaré de ello, que dados los diversos
principios que dominaron en la Asamblea, hubiera sido mayor esta
limitación del derecho electoral.
Me basta hacer notar aquí el prodigioso movimiento que
debió producir en Francia, en la primavera de 1790, esta creación
de un mundo de jueces y administradores, un millón trescientos
mil de una vez, salidos todos de la elección.
Puede decirse que antes de la organización militar, Francia
había hecho una organización de magistrados. La organización de
la paz, del orden, de la fraternidad.
Lo que domina en esto más que los cinco mil árbitros o jueces
de paz, es sus ochenta mil asesores; hermoso elemento nuevo,
desconocido en el orden judicial de todos los siglos. Y en el orden
municipal lo que más se nota es que la fuerza militar depende
directamente de los magistrados del pueblo.
El poder municipal resume los de todos aquellos que estaban
en ruinas. El únicamente, entre el antiguo régimen destruido y el
nuevo sin acción, él únicamente sale á flote y marcha adelante.
El rey estaba desarmado, el ejército desorganizado, los
Estados y los Parlamentos demolidos, el clero despedazado,
arrasada la nobleza. La
Asamblea misma, la gran potencia aparente, ordenaba más
que obraba; era una cabeza sin brazos. Pero tuvo ochenta mil
manos en las municipalidades.

424
Este número inmenso ofrecía una gran dificultad de acción;
pero como educación de un pueblo, como iniciación a la vida
pública, era admirable.
Renovada rápidamente la magistratura, debía agotar bien
pronto en muchas localidades la clase donde se reclutaba (los
cuatro millones de propietarios o arrendatarios que pagaban tres
libras de impuesto).
Era necesario, pues—era una hermosa necesidad de aquella
grande iniciación—crear una nueva clase de propietarios.
Los arrendatarios del clero y de la aristocracia, excluidos
antes de la elección como clientes del antiguo régimen, iban ahora,
como adquirentes de los bienes puestos en venta, a encontrarse
hechos propietarios, electores, magistrados municipales, asesores
de los jueces de paz, etcétera, etc., y como tales iban a convertirse
en los más sólidos apoyos de la Revolución.

425
CAPITULO XI
De la religión nueva. —Federaciones. (Julio de 1789-1790)

La Francia de 1789 ha sentido la libertad; la de 1790 siente la unidad de


la patria.—Las federaciones han destruido todos los obstáculos.—Caen todas las
dificultades artificiales.—Procesos verbales de la6 federaciones.—Se ve allí el
testimonio de su amor a la unidad nueva y del sacrificio de las provincialidades
y antiguas costumbres.—Fiestas de las federaciones.—Símbolos vivos.— El
anciano, la jopen, la mujer, la madre.—El niño sobre el altar de la patria.—Olvido
de las divisiones de clases, partidos y religiones.—El hombre encuentra
nuevamente la naturaleza.—El hombre abraza de corazón la patria, la
humanidad.— Adiciones y detalles diversos.

Nada hay todavía en el invierno de 1789. Ni municipalidades


regulares, ni departamentos. Ninguna ley, ninguna autoridad,
ninguna fuerza pública.
Parece que todo va a disolverse y esta es la esperanza de la
aristocracia... ¡Ah! ¿queríais ser libres?... ¡Ved, juzgad el orden que
habéis hecho!...
A esto, ¿qué responde Francia? En aquel momento peligroso
no tiene más ley que ella misma, y, sin socorro de nadie, guiada y
empujada solamente por su poderosa voluntad, franquea el paso
de un mundo a otro; pasa sin temblar el estrecho puente del
abismo; pasa sin mirar, no viendo más que el fin y el objeto.
Avanza resueltamente en aquel tenebroso invierno hacia la
primavera deseada en que brilla la luz nueva,
¿Qué luz? No es, como en 1789, el vago amor de la libertad.
Es un objeto determinado, con forma fija, el que arrastra a toda la
nación, que transporta y eleva los corazones. A cada paso que se
da aparece más claro y la marcha es más rápida... Al fin la sombra
desaparece y Francia ve clara y distintamente lo que amaba y
perseguía sin saberlo bien concretamente: la unidad de la patria.
Todo lo que se había creído penoso, difícil, imposible, aparece
posible y fácil. Se preguntaban las gentes todavía cómo podría
realizarse el sacrificio de la patria provincial, del suelo natal, de los
recuerdos, de los viejos prejuicios.
426
«¿Cómo—se decían—el Languedoc toleraría jamás dejar de ser
Languedoc, un imperio interior, gobernado por sus propias leyes?
¿Cómo la antigua Tolosa descendería de su Capitolio, de su realeza
del Mediodía? ¿Y creéis que Bretaña se rinda nunca ante Francia,
que abandone su lengua salvaje y su duro carácter? Antes veréis
ablandarse las rocas de Penmark.»
Sobre el altar aparece la gran patria abriéndoles los brazos y
queriendo abrazarlas... Todas las regiones se arrojan en ellos y
olvidan; aquel día no sabe ninguno qué provincia formaba... Hijos
abandonados, perdidos basta entonces, han encontrado una
madre; están más regocijados por lo mismo que no lo creían;
tenían la humildad de creerse bretones, provenzales... No, hijos,
sabedlo bien; sois los hijos de Francia; ella misma os lo dice; hijos
sois de la gran madre, de la que debe amamantar a todas las
naciones en la igualdad y la libertad.
Nada más hermoso que ver a este pueblo avanzando hacia la
luz, sin ley, pero dándose la mano. Avanza; no obra, porque no
necesita hacer nada; avanza y es bastante.
La simple vista de este movimiento inmenso hace retroceder
a todo; todo obstáculo huye, desaparece; toda resistencia se
desvanece. ¿Quién se atrevería a luchar contra esta pacífica y
formidable aparición de un gran pueblo armado?
Las federaciones de Noviembre destruyen los estados
provinciales; las de Enero concluyen con la -lucha de los
Parlamentos; las de Febrero comprimen los desórdenes y el pillaje;
en Marzo y Abril se organizan las masas que apagan en Mayo y
Junio los primeros chispazos de una guerra de religión; en Mayo
todavía las federaciones se hacen militares y el soldado se hace
ciudadano, quedando rota la espada de la contrarrevolución...
¿Qué queda? La fraternidad ha borrado todo obstáculo; todas
las federaciones quieren confederarse entre ellas; la unión tiende a
la unidad. No más federaciones que ya son inútiles; no hace falta
más que una: Francia.
Y Francia aparece transformada en la ardiente luz de Julio.
¿Es todo esto un milagro?... Sí, el más grande y más sencillo;
la vuelta de la naturaleza. El fondo de la naturaleza humana es la

427
sociabilidad. Había sido preciso todo un mundo de invenciones
contra naturaleza para impedir a los hombres acercarse, unirse.
Aduanas interiores; peatonajes innumerables en los caminos
y en los ríos; infinita diversidad de leyes y reglamentos, de pesas,
medidas y monedas; rivalidades de ciudades, países y
corporaciones cuidadosamente mantenidas...Una mañana estos
obstáculos caen; se abaten estas antiguas murallas... Los hombres
se reconocen entonces semejantes, hermanos y se extrañan de
haberlo ignorado tanto tiempo; olvidan los odios insensatos que
les separaban y los expían avanzando los unos hacia los otros con
los corazones levantados, los brazos abiertos.
He aquí lo que hace tan fácil, tan ejecutable, una creación que
se creía puramente artificial, la de los departamentos. Si hubiera
sido una pura concepción geométrica, engendrada en el cerebro de
Sieyes, no hubiera tenido la fuerza ni la duración que observamos
en ella; no hubiera sobrevivido a la ruina de tantas otras
instituciones revolucionarias.
Fue generalmente una creación natural, un restablecimiento
legítimo de las antiguas relaciones entre lugares y poblaciones que
las instituciones artificiales del despotismo y la fiscalización habían
separado.
Los ríos, por ejemplo, que bajo el antiguo régimen no eran
más que obstáculos (¡veintiocho peatonajes había en el Loira!; no
citando más que un ejemplo), los ríos, digo, volvieron a serlo que
la Naturaleza quiere que sean; lazo de unión del género humano.
Los ríos, por esto, formaron y dieron nombre a la mayoría de los
departamentos: Sena, Loira, Ródano, Gironde, Meuse, Charente,
Allier, Gard, etc., fueron como federaciones naturales entre las dos
riberas de esos ríos, que el Estado reconoce, proclama y consagra.
La mayor parte de las federaciones han narrado su historia
ellas mismas. Escribían a su madre, la Asamblea nacional,
fielmente, inocentemente, en forma casi siempre tosca, infantil;
decían sus cosas como podían y quien sabía escribir, escribía
después. No se encontraba siempre en los campos escritor hábil
que fuese capaz de consignar aquellas cosas. Suplía la buena
voluntad... ¡Venerables monumentos de la fraternidad naciente;
actas informes pero espontáneas, inspiradas por Francia: viviréis

428
siempre para testimoniar la grandeza de corazón de nuestros
padres cuando por primera vez vieron la faz, tres veces amada, ¡de
la patria!
Al cabo de sesenta años, cuando he comenzado a examinar
estos papeles, que tan poca gente ha leído, he encontrado todo
esto vivo, entero, brillante, como ayer. La primera vez que los abrí
me sentí poseído de respeto, de un sentimiento singular y único.
Aquellos relatos entusiastas dirigidos a la patria, representada por
la Asamblea, son cartas de amor.
Nada de términos oficiales ni oficinescos. Visiblemente el
corazón habla allí. Lo que en aquellos documentos puede
encontrarse de arte, de retórica, de declamación, está allí
precisamente por la ausencia del arte; es aquello como el
embarazamiento de un joven que no sabe expresar los
sentimientos más sinceros, y a falta de otras, emplea palabras de
novelas para narrar su amor verdadero. Pero a cada momento una
palabra arrancada del corazón protesta contra esta impotencia del
lenguaje y hace medir la profundidad real de sus sentimientos... En
tales circunstancias, ¿cómo quedar satisfechos de sí mismos?... El
detalle material les preocupa demasiado; ninguna escritura les
parece bastante hermosa, ningún papel bastante magnífico, sin
hablar de las suntuosas cintitas tricolores con que amarraban los
legajos...
Cuando los contemplo hoy de cerca brillantes y tan poco
ajados, recuerdo lo que dice Rousseau del cuidado prodigioso que
puso en arreglar, corregir y embellecer los manuscritos de su
Julia... No fueron otros los pensamientos de nuestros padres, sus
cuidados, sus inquietudes, cuando de estos objetos pasajeros é
imperfectos se eleva en ellos el amor a esta belleza eterna.
Lo que más me conmueve y me llena de enternecimiento y de
admiración, es que, en una tal variedad de hombres, de caracteres,
de localidades, con tantos elementos diversos, extranjeros ayer los
unos para los otros en su mayor parte y muchos hostiles y aun
enemigos, no hay nada allí que no respire el puro amor de la
unidad.

429
¿Dónde están las antiguas diferencias de lugar y de razas?
¿dónde aquellas oposiciones geográficas tan fuertes, tan
invencibles?
Todo ha desaparecido; la geografía ha muerto. No más
montañas, no más ríos, no más obstáculos entre los hombres... Las
voces son diversas todavía, pero están tan bien de acuerdo que
parecen partir de un mismo lugar, salir de un mismo pecho... Todo
demuestra su gravedad hacia un punto de donde todo parte a la
vez, y este punto que resuena es el corazón de Francia.
He aquí la fuerza del amor; para atender a la unidad nada ha
sido obstáculo y ningún sacrificio ha costado. De un golpe, sin
apercibirse ellos mismos, han olvidado a la vez las cosas por las
cuales ellos se hubieran hecho matar la víspera: el suelo natal, la
tradición local, la leyenda... El tiempo ha perecido, el espacio ha
perecido también: estas dos condiciones materiales a las cuales
está sometida la vida... Extraña vida nueva que comienza para
Francia eminentemente espiritual y que hace de toda su
Revolución una especie de ensueño tan conmovedor como terrible.
Vida que ha ignorado el espacio y el tiempo.
Y es por lo tanto la antigüedad, las costumbres, las viejas
cosas conocidas, los signos usados, los símbolos venerados, todo
aquello que hasta aquel día había constituido la vida...
Todo esto hoy o palidece o desaparece. Lo que queda, las
ceremonias, por ejemplo, del viejo culto llamado a consagrar estas
fiestas nuevas, se ve que perdura como un accesorio. En estas
inmensas reuniones donde el pueblo de toda clase y toda
comunión se congrega, no hay más que un corazón único, cosa
más sagrada que un altar. Ningún culto especial presta santidad al
hecho santo entre todos y más santo que todos: el hombre
fraternizando delante de Dios.
Todos los viejos emblemas palidecen y los nuevos que se
intentan crear tienen escasa significación. Júrese sobre el antiguo
altar, ante el Santísimo Sacramento, o júrese ante la fría imagen de
la Libertad abstracta, el verdadero símbolo se encuentra lejos de
aquellos otros. La belleza, la grandeza, el encanto eterno de estas
fiestas, consiste en que el símbolo está vivo y presente.

430
Para el hombre este símbolo es el hombre. Destrozado todo
el mundo de sus creencias convencionales, todos se sienten
poseídos de santo respeto hacia la verdadera imagen de Dios. No
se cree Dios por ello; no siente nadie este vano orgullo. En estas
fiestas no apareció el hombre como dominador ni como vencedor,
según antiguamente ocurría.
Las nobles armonías de la familia, de la naturaleza y de la
patria bastaban para dar a aquellas fiestas un interés religioso y
patético.
El más anciano presidía. El viejo, rodeado de niños, tiene por
niños a todo el pueblo. La música le acompaña. En la gran
federación de Rouen, donde concurrieron los guardias nacionales
de sesenta ciudades, se fue a buscar hasta Andelys, para presidir la
Asamblea a un anciano caballero de Malta, de ochenta y cinco
años. En Saint-Andeol se concedió el honor de prestar juramento a
la cabeza de todo el pueblo a dos viejos de noventa y tres y noventa
y cuatro años. El primero era noble, coronel de la guardia nacional;
el segundo simple labrador. Al llegar al altar se abrazaron dando
gracias al cielo por haber vivido hasta entonces. El pueblo,
conmovido, creyó ver en estos dos hombres venerables la eterna
reconciliación de los partidos. Se arrojaron todos, unos en brazos
de otros, se estrecharon las manos y una inmensa farándula se
desarrolló por la ciudad, por los campos, hacia las montañas de
Ardeche y hacia las praderas del Ródano, abrazando a todo el
mundo, sin excepción. Corría el vino en las calles, y poníanse en
ellas mesas donde cada uno ponía sus víveres para que todos
comiesen. Durante toda la noche el pueblo se entrega a este ágape,
bendiciendo a Dios.
En todas partes el anciano marcha a la cabeza del pueblo, se
sienta en el sitio preferente y atrae las miradas de la multitud. Y
alrededor de él las jóvenes, como una corona de flores.
En todas estas fiestas, el juvenil batallón femenino marcha
con vestidos blancos y cinturón a lo nación, es decir, tricolor. Aquí,
una de ellas, pronuncia algunas palabras nobles y encantadoras,
que harán héroes mañana. Allá (en la procesión cívica del
Delfinado) una hermosa joven marchaba con una palma en la mano

431
y esta inscripción: ¡Al mejor ciudadano!... Muchos se volvieron
muy soñadores.
El Delfinado, la seria y valiente provincia que abre la
Revolución, hizo federaciones numerosas de la provincia entera y
además de las ciudades y las aldeas.
Las comunidades rurales de la frontera cercanas a Saboya, a
dos pasos de los emigrados, que trabajaban cerca de sus fusiles,
hicieron otras fiestas.
Habían organizado un batallón de niños armados, un batallón
de mujeres armadas y un batallón de jóvenes armadas. En Maubec
desfilaban en completo orden, con su bandera al frente, teniendo
en la mano la espada desnuda, con aquella vivacidad graciosa que
sólo poseen las mujeres de Francia.
Recuérdese la heroica iniciativa de las mujeres y jóvenes de
Angers, queriendo partir con el ejército de Anjou y de Bretaña, que
se dirigía sobre Rennes, para tomar parte en aquella primera
cruzada de la libertad, alimentar a los combatientes y cuidar a los
heridos.
Juraban no casarse más que con ciudadanos entusiastas, no
amar más que a los valientes, no asociar su vida más que a la de
aquellos que constantemente la ofrecían por Francia.
Así inspiraron la explosión de 1788. Y después, en las
federaciones de Junio y Julio de 1790, nadie mostró mayor
entusiasmo que ellas.
¡Había corrido la familia, durante el invierno, en el abandono
completo de toda protección pública, tantos peligros!... En aquellas
grandes reuniones veían ellas y saludaban la esperanza de la
salvación. Su pobre corazón estaba entristecido por el pasado... ¿y
el porvenir?... ellas no pensaban en más porvenir que la salvación
de la patria! Así se concibe que mostraran más ardor y entusiasmo
que los hombres, más impaciencia por prestar el juramento cívico;
hecho comprobado en todos los documentos escritos.
Se aleja a las mujeres de la vida pública, olvidando que tienen
a ella más derecho que nadie. Ponen en juego mucho más que
nosotros; el hombre arriesga su vida; la mujer arriesga la suya y la
de su hijo...Está más interesada que el hombre en informarse, en
prever.

432
En la vida solitaria y sedentaria que lleva la mayor parte de
las mujeres, sigue en sus inquietos ensueños las crisis de la patria,
los movimientos de los ejércitos...
Llamadas o no llamadas, el hecho es que tomaron la parte
más activa en las fiestas de la federación. En no recuerdo qué
pueblo habíanse reunido los hombres en un vasto edificio para
redactar una comunicación a la Asamblea nacional. Las mujeres se
acercan, escuchan, pero no oyendo sino sonidos ininteligibles,
entran, con lágrimas en los ojos, pidiendo que se las deje enterarse.
Entonces se vuelve a leer la comunicación y ellas lo agradecen con
todo su corazón.
Esta profunda unión de la familia y de la patria inunda todas
las almas de un sentimiento desconocido... La fiesta, como toda
felicidad, fue corta; no dura más que un día. El relato concluye con
una frase inocente de melancolía: «Así ha transcurrido el más
hermoso instante de nuestra vida.»
Es que es preciso trabajar mañana y levantarse temprano; es
el tiempo de la siega.
Los federados de Etoile, cerca de Valence, se expresan de este
modo después de haber narrado su fiesta: «Nosotros que el 29 de
Noviembre de 1789 dimos a Francia el ejemplo de la primera
federación, no hemos podido dedicar a esta fiesta más que un día
y nos hemos retirado por la noche a descansar para volver a
nuestro trabajo al día siguiente; los trabajos del campo nos llaman
y acudimos a ellos...»
Buenos labradores escriben todo esto a la Asamblea nacional,
convencidos de que se ocupa de ellos; que, como Dios, lo ve todo
y lo hace todo.
Estos procesos verbales de las comunidades rurales son otras
tantas florecillas silvestres que parecen haber surgido del seno de
las mieses.
Se respira en ellos los fuertes y vivificantes olores del campo
en este hermoso momento de la fecundidad. Parece que se pasea
uno entre los trigos ya rubios.
Y era, en efecto, en pleno campo donde todo esto se hacía.
Ningún templo hubiera bastado para ello. La población entera
salía: todos los hombres, todas las mujeres y todos los niños; se

433
llevaba únicamente la silla del anciano que había de presidir y la
alforja con la comida. Pueblos y ciudades enteras quedaban
abandonados bajo la salvaguardia de la fe pública. Una patrulla que
atravesó un día de estos una aldea declaró que no encontró en ella
más que los perros. Quien el 14 de Julio de 1790 hubiera
atravesado a mediodía estos pueblos desiertos, hubiera creído ver
nuevos Herculanos y Pompeyas.
Nadie podía faltar a la fiesta ni nadie era en ellas simple
testigo solamente; todos eran actores, desde el centenario al recién
nacido. Y éste más que otro alguno.
Se le llevaba, flor viviente, entre las flores de las mieses. Su
madre lo ofrecía, lo depositaba sobre el altar. Pero no
desempeñaba solamente el papel pasivo de la ofrenda, era ser
activo también; hacía su juramento por boca de su madre,
reclamaba su dignidad de hombre y de francés y era puesto ya en
posesión de la patria, entrando en el reino de la esperanza.
Sí; el niño, el porvenir, era el principal actor. La municipalidad
misma, en una fiesta del Delfinado, fue coronada en la persona de
su principal magistrado por un niño pequeño. Tales manos llevan
siempre la felicidad.
A aquellos mismos que, ya mayores, acompañan a sus
madres, armados y llenos de entusiasmo, dadles dos años más
solamente; que tengan quince, dieciséis años y partirán; el 92 ha
sonado y siguen a sus hermanos mayores a Jemmapes... Sus
manos llevan la felicidad; han realizado este gran augurio; han
coronado a Francia... Hoy mismo, débil y pálida, coloca Francia esta
corona sobre las demás naciones.
¡Grande y feliz generación que nace entre tales sucesos y
tiende su primera mirada sobre tal espectáculo!
Niños llevados, benditos en el altar de la patria, entregados
por sus madres entre lágrimas, pero resignadas, heroicas, dados
por ellas a Francia: ¡ah!, cuando se nace de este modo no se puede
morir jamás...
Aquél mismo día en que nacieron conquistaron el secreto de
la inmortalidad.

434
Los mismos de entre ellos que la historia no nombra, no han
llenado menos el mundo de su viviente espíritu sin nombre, del
gran pensamiento común esparcido sobre toda la tierra.
No creo que en ninguna época el corazón del hombre haya
sido más grande, más vasto, ni otra alguna en que las distinciones
de clases, de fortuna y de partidos hayan quedado más olvidadas.
En los pueblos y aldeas, sobre todo, no hay ni rico ni pobre,
ni noble ni labriego; los víveres se guardan en común y la misma
mesa sirve para todos. Las divisiones sociales, las discordias, han
desaparecido.
Los enemigos se -reconcilian, las sectas opuestas fraternizan,
los creyentes, los filósofos, los protestantes, los católicos.
En Saint-Jean-du-Gard, cerca de Alais, el cura y el pastor se
abrazaron delante del altar. Los católicos llevaron a los
protestantes a la iglesia; el pastor se sentó en el sitio preferente
del coro.
Los mismos honores hicieron los protestantes al cura, que,
colocado en su capilla en el sitio más honroso, escuchó el sermón
del pastor evangélico.
Las religiones, en el lugar mismo del combate, fraternizan a
las puertas de los Cevennes, sobre las tumbas de los abuelos, que
se mataron los unos a los otros... Dios, durante tanto tiempo
acusado, fue al fin justificado... Los corazones se desbordan; la
prosa no basta; un desbordamiento poético puede solamente
acallar un sentimiento tan profundo; el cura compone y entona un
himno a la libertad; el alcalde responde en estrofas; su mujer,
respetable madre de familia, en el momento en que lleva a sus hijos
al altar, responde también con algunos versos patéticos.
Los campos donde generalmente se celebraban estas fiestas
contribuían a aumentar la ternura.
El hombre no sólo se había reconquistado a sí mismo, sino
que toma posesión de la Naturaleza. Muchos de estos relatos que
examino, testifican las emociones que causa a aquellas pobres
gentes su país, visto por la primera vez... ¡Hecho extraño! Estos
ríos, estas montañas, estos paisajes grandiosos, que atravesaban
todos los días, fueron descubiertos por ellos aquel día; parecía que
no los habían visto jamás.

435
El instinto de la Naturaleza les hizo preferir, para teatro de
estas fiestas, los lugares mismos que habían preferido nuestros
antiguos galos, los druidas.
Las islas, sagradas páralos abuelos, volvieron a serlo para los
hijos. En el Gard, en la Charente y otras regiones, el altar fue alzado
en una isla. La de Angulema recibió los representantes de sesenta
mil hombres y había otros tantos en el admirable anfiteatro que
conduce a la ciudad, junto al río.
Por la noche hubo un banquete en la isla, con muchas
luminarias y todo un pueblo por convidado, un pueblo por
espectador, desde lo más alto a lo más bajo del gigantesco coliseo.
En Maubec (Isere), donde se reunieron muchas comunidades
rurales, el altar fue alzado en medio de un llano inmenso, frente a
un antiguo monasterio; -horizonte soberbio, infinito, que
engrandecía el recuerdo de Rousseau, que vivió allí algún tiempo...
En un brillante discurso de entusiasmo, un sacerdote exalta el
glorioso recuerdo del filósofo que en aquel lugar mismo pensaba y
preparaba el gran día...
Nosotros, creyentes del porvenir, que ponemos la fe en la
esperanza y miramos hacia la aurora, nosotros que estamos
privados del templo y del altar, monopolizado por el pasado, que
nos entristecemos en la soledad de nuestros pensamientos,
tenemos un templo como no lo había habido jamás...
No más iglesia artificial, sino una iglesia universal: un solo
dogma desde los Vosgos a los Cévennes y de los Pirineos a los
Alpes.
No más símbolo convenido, sino toda naturaleza, todo
espíritu, todo verdad.
El hombre, que en nuestras antiguas iglesias no se veía cara
a cara, se contempla ahora, se ve por primera vez recogiendo en
los ojos de todo un pueblo una chispa de la mirada de Dios.
Contempla y comprende la Naturaleza, la encuentra sagrada
y reflejándola se siente dios.
Y este pueblo y esta tierra encuentra su nombre: Patria.
Y la patria, por larga y ancha que sea, se condensa y encierra
en su corazón. La ve con los ojos del espíritu y la abraza con las
ansias del deseo.

436
Montañas de la patria que limitáis nuestras miradas y no
nuestros pensamientos: sed testigos de que, si no podemos
abrazar en un abrazo fraternal a la gran familia de Francia, en
nuestros corazones está encerrada.
¡Ríos sagrados, islas santas donde fueron levantados
nuestros altares: pueden vuestras aguas ir a decir a todos los
mares, a todas las naciones, que hoy, en el solemne banquete de
la libertad, no hubiéramos partido el pan sin haberlas llamado, ¡y
que en este día de felicidad la humanidad entera se ha encontrado
presente en el alma y el corazón de Francia!
«¡Así concluyó el mejor día de nuestra vida!» Con esta frase
que los federados de una ciudad escribieron la noche de la fiesta al
final de su relato, puedo yo concluir este capítulo. Dejo en estas
líneas un momento supremo de mi vida, una parte de mí mismo—
lo siento perfectamente—que permanecerá aquí para siempre y no
me s parece que salgo de aquí empobrecido y disminuido.
¡Cuántas cosas tenía que agregar y cuántas he sacrificado! No
me he permitido una sola nota; la menor hubiera sido una
interrupción, una discordancia, acaso, en este momento sagrado.
Había, sin embargo, una multitud de detalles interesantes
que exigían ser anotados. Muchos de los procesos verbales
merecían ser impresos enteros (los de Romans, Maubec, Teste-de-
Buch, Saint-Jean-du-Gard, etc.) Los discursos valen menos que las
narraciones. Muchos de ellos, sin embargo, son conmovedores.
Merece ser consignada la frase del anciano Simeón: «Ahora ya
puedo morir...»
Cada legajo, examinado aisladamente, tiene poco interés.
Estudiados en conjunto, se ve en ellos la más grande diversidad en
la más perfecta unidad.
Cada país realiza este gran acto de unidad con su originalidad
especial. Los federados de Quinsper se coronan con ramas de roble
bretón; los delfineses de Romans (junto al Mediodía) ponen una
palma en manos de la hermosa joven que preside la fiesta. La
valiente serenidad, el orden, el buen sentido en el corazón sano
brillan en estas federaciones delfinesas. En las de la Bretaña
descuella un carácter dé fuerza, de gravedad apasionada, de
gravedad casi trágica; se ve que no es un juego, que se está delante

437
del enemigo. En las montañas del Jura, en el país de los últimos
siervos, se ve la admiración, el éxtasis del alumbramiento de verse
elevados a la libertad desde la servidumbre: «¡más que libres
ciudadanos, franceses, superiores a toda la Europa.» Y fundaron un
aniversario de la santa noche del 4 de Agosto.
Lo que conmueve sobremanera es el prodigioso esfuerzo de
buena voluntad que hace este pueblo, tan poco preparado para
traducir el sentimiento profundo que llenaba su alma. Los de
Navarreins en los Pirineos, pobres gentes como dicen ellos
mismos, perdidos en las montañas, con tan pocos recursos, no
teniendo la comunidad del lenguaje y chapurreando el francés del
Norte, ofrecieron a la patria su corazón, su misma impotencia.
Uno de los procesos verbales peor formados ¿quién lo
creería? es el de un ayuntamiento cercano a Versalles y a San
Germán. El papel, basto ya, daba testimonio de una extrema
pobreza; la escritura demostraba una ignorancia muy bárbara; la
mayor parte no firmaban más que con cruces; pero todos firmaban,
ninguno quiso excusarse; después del nombre de la madre veis el
del niño, el de la hija, etc.
El gran propósito, el que no habrían realizado bastante
felizmente, era encontrar signos visibles, símbolos para expresar
su nueva fe.
En Dole, el fuego sagrado en que el sacerdote debe quemar el
incienso sobre el altar de la patria es sacado del sol por medio de
una lente aplicada por una doncella. En Saint-Pierre (cerca de
Crépy), en Melló (Oiré), en Sanit-Mauricio (Charente) se pone sobre
el altar la Ley y los decretos de la Asamblea. En Melló fue llevada
la Ley en un arca de alianza. En San Mauricio la pusieron sobre un
mapa mundi que servía de frontal del ara, y juntos con la espada el
arado y la balanza entre dos balas de la Bastilla.
Por otra parte, una inspiración más feliz les hacía escoger
símbolos de unión de todo punto humano, uniones celebradas en
el altar de la patria, bautismos, adopciones de un niño por un
municipio, por un club. Frecuentemente las mujeres mandan hacer
oficios fúnebres por los muertos de la Bastilla. Añadid inmensas
caridades, distribuciones de víveres, mesas puestas para todos. Lo
que he hallado más conmovedor, como signo de buen corazón, es

438
en la Plesvade, cerca de Borgerac, una cuestación hecha entre
varios soldados y que arroja-una suma enorme, relativamente a las
facultades de estas pobres gentes ¡ciento veinte francos! para una
viuda de la Bastilla. En San Juan de Gard la ceremonia acabó por
una reconciliación solemne de todos los que estaban enemistados.
En Sons-le-Saulnier se dice: «¡A todos los hombres, a nuestros
enemigos mismos, juramos amar y defender!»

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CAPITULO XII
De la religión nueve. —Federación general (14 Julio de 1790)

Admiración y enternecimiento de todas las naciones ante el espectáculo de la


Francia. —Gran federación de Lyón (30 de Mayo del 90) -La Francia pide una
federación general (Junio). —El canto de los federados. —París les prepara el
Campo de Marte —La Asamblea decreta la abolición de la nobleza hereditaria
(19 de Junio del 90)—Ha abolido ya el principio cristiano de la herencia del
crimen. —Recibe a los diputados del género humano. —Federación de los reyes
contra la de los pueblos. —Federación general de la Francia en París (1° de
Julio del 90). —Valor de la Francia a un tiempo pacífica y guerrera.

Esta fe, este candor, este inmenso arranque de concordia, al


cabo de un siglo de disputas, fue para todas las naciones objeto de
una gran admiración, de un estupor prodigioso. Todos quedaron
mudos y enternecidos.
Muchas de nuestras federaciones habían imaginado un
símbolo conmovedor de unión, celebrar enlaces ante el altar de la
patria. La federación misma, este matrimonio de la Francia, parecía
un símbolo profético del futuro matrimonio de los pueblos, del
himeneo general del mundo.
Otro signo, y no menos profundo en su significación, que
apareció también en estas fiestas. Se puso a veces sobre el altar un
niño pequeño, al que todos adoptaban, y que, dotado con los
regalos, los votos y las lágrimas de todos, venía a ser de cada uno.
La Francia es el niño sobre el altar y toda la tierra a su
derredor. Hija común de las naciones, en ella todas se sienten
unidas, todas se asocian de corazón a sus destinos futuros,
rodeándola de inquietudes y de temor y esperanza... No hay una
entre ellas que los vea sin llorar. ¡Cómo lloraba la Italia! (¡Ah,
hermanos, acordaos de este día!) Toda nación oprimida, olvidando
su esclavitud ante el espectáculo de esta joven libertad, le decía:
«Yo soy libre en ti.»

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La Alemania, ante este milagro, no podía sostener ya el papel
de ironía escéptica, y se sorprendía ella misma de caer también en
la fe.
En el fondo de los mares del Norte había entonces una
poderosa y valiente criatura. ¿Un hombre? No, un sistema, una
escolástica viviente, erizada, dura, una roca, un escollo tallado con
puntas de diamante en el granito del Báltico. Toda religión, toda
filosofía que había tocado en ella se había estrellado. Y ella
inmutable. Ninguna relación con el mundo exterior. Se llamaba a
esta criatura Manuel Kant: él se llamaba el Crítico. Durante sesenta
años, este ser completamente abstraído, sin relación humana
alguna, salía justamente a la misma hora, y sin hablar con nadie
daba durante número marcado de minutos precisamente la misma
vuelta, como vemos en los antiguos relojes públicos de las
ciudades salir el hombre de hierro, dar la hora en la campana y
después entrar de nuevo. ¡Cosa extraña! Los habitantes de
Koenigs'berg vieron (esto fue para ellos un presagio de los más
grandes acontecimientos) a este planeta desviarse de su órbita...
Le siguieron, le vieron ir hacia el Oeste, hacia el camino por donde
venía el correo de Francia.
¡Oh humanidad! Ver a Kant emocionarse, inquietarse,
marchar por los caminos como una mujer, buscar las noticias ¿no
era esto un cambio sorprendente, prodigioso? Pues bien, no, no
había ningún cambio en esto. Este gran espíritu sabía su camino.
Lo que él había buscado hasta entonces en vano en la ciencia, la
unidad espiritual, observaba que se hacía por sí mismo, por el
corazón y por el instinto.
Sin otra dirección, el mundo parecía acercarse a esta unidad,
al fin verdadero que espera siempre. «¡Ah, si yo fuera uno!, dice el
mundo, ¡si yo pudiera al fin unir mis miembros dispersos,
aproximar las naciones! »«¡ Ah, si yo fuera uno!, dice el hombre, ¡si
yo pudiera dejar de ser el hombre múltiple que soy, unir mis
potencias divididas, establecer la concordia en mí mismo!» Este
deseo, siempre impotente, no sólo del mundo, sino del alma
humana, un pueblo parecía haberlo realizado en esta hora rápida;
representar la comedia divina de unión y de concordia que jamás
habíamos soñado.

441
¿Os figuráis, pues, a todos los pueblos que, de pensamiento,
de corazón, de mirada y de atención se lanzan todos hacia la
Francia? Y en la Francia misma, ved todos estos caminos llenos de
hombres, de viajeros en marcha, que desde las extremidades se
dirigen hacia el centro. La unión gravita hacia la unidad.
Hemos visto formarse las uniones, reunirse los grupos entre
sí, y unidos buscar una centralización común; cada una de las
pequeñas Francias ha tendido hacia su París, lo ha buscado
prontamente cerca de sí.
Una gran parte de la Francia creyó por un momento
encontrarle en Lyón (30 de Mayo). Esta fue una prodigiosa reunión
de hombres tal, que no necesitaba menos que las grandes llanuras
del Rhône.
Todo el Este, todo el Mediodía habían enviado
representantes; sólo los diputados de la guardia nacional eran
cincuenta mil hombres. Habían andado cien leguas para venir. Los
diputados de Sarretonis daban la mano a los de Marsella. Los de la
Córcega hubieran querido apresurarse y llegar antes; no pudieron
llegar hasta el día siguiente.
Pero no era Lyón el que podía casar a la Francia. Era necesario
París.
Gran susto el de los políticos de una y otra parte.
Estas masas indisciplinadas, llevadas a París al centro de la
agitación, ¿no eran el peligro de una mezcla espantable del pillaje
y el asesinato? ¿Qué seria del rey? He aquí lo que los realistas se
decían con temor.
¡El rey! decían los jacobinos, el rey va a hacer la conquista de
todo el pueblo crédulo; se apoderará de las provincias: esta
peligrosa reunión va a matar el espíritu público, a adormecer las
desconfianzas, a despertar las antiguas idolatrías... Va a hacer
realista a toda la Francia. Pero ni los unos ni los otros podían nada
en esto.
Era necesario que el alcalde, la municipalidad de París
arrastrados, forzados por el ejemplo y las súplicas de las otras
ciudades viniesen a pedir a la Asamblea una federación general.
Era necesario que la Asamblea, de buena o de mala gana, lo
acordase. Se hace lo que se puede, al menos para reducir el número

442
de los que querían venir. La cosa fue decidida demasiado tarde, de
suerte que los que venían a pie desde los extremos del reino, no
tenían medio de llegar a tiempo. El gasto fue cargado a la cuenta
de las localidades, obstáculo quizás insuperable para las comarcas
más pobres.
¿Pero en un movimiento tan grande no habría obstáculos? Se
calculó como se pudo; como se pudo se vistió a aquellos que hacían
el viaje; muchos vinieron sin uniforme. La hospitalidad fue
inmensa, admirable, sobre todo en el camino: se detenía, se
disputaba el socorrer a los peregrinos de la gran fiesta. Se les
obligaba a hacer alto, alojarse, comer, o al menos beber en el
camino. Nada de extraño, nada de desconocido, todos hermanos.
Guardias nacionales, soldados, marinos, todos iban unidos.
Estas bandas que atravesaban los pueblos ofrecían un
espectáculo admirable. Los más antiguos del ejército y de la marina
eran los llamados a París. Pobres soldados fatigados por la guerra
de los siete años, subtenientes con cabellos blancos, bravos
oficiales de fortuna que habían agujereado el granito con sus
frentes, viejos pilotos curtidos por el mar, todas estas buenas
gentes del antiguo régimen habían querido también venir. Era su
día, era su fiesta.
Se vio en 14 de Julio marinos de ochenta años que andaban
durante doce horas seguidas; habían vuelto a hallar sus antiguas
fuerzas; cercanos a la muerte, se sentían participantes de la
juventud de la Francia y de la eternidad de la patria.
Y atravesando a bandadas los pueblos y caseríos cantaban
con todas sus fuerzas, con una alegría heroica, un canto que los
habitantes repetían desde las puertas de sus casas. Este canto
nacional entre todos, rimado con pesadez, fuertemente, siempre
sobre las mismas rimas (como los mandamientos de Dios y de la
Iglesia), marcaba admirablemente el paso del viajero que abrevia
el camino, el progreso del trabajador que ve avanzar su obra. Ha
seguido fielmente la marcha de la Revolución apresurando el
compás según este viajero terrible se precipitaba. Abreviado,
concentrado en un círculo de furor y de vértigo, este canto llegó a
ser el matador, el Cairá del 93.
Este del 90 tuvo otro carácter.

443
Para el viajero que desde los Pirineos o desde el fondo de la
Bretaña venía lentamente a París bajo el sol de Julio, este canto fue
un viático, un sostén, como las prosas que cantaban los peregrinos
que edificaron revolucionariamente en la Edad Media las catedrales
de Chartres y de Strasburgo. El parisién lo cantaba con una medida
apresurada, con una vivacidad violenta, mientras preparaba el
campo de la federación en el Campo de Marte. Perfectamente
plano entonces, se quería darle la bella y grandiosa forma que hoy
tiene. La villa de París había destinado a esta tarea algunos millares
de obreros holgazanes a los que un trabajo semejante habría
costado años. Esta mala voluntad fue comprendida. Toda la
población se puso a trabajar. Fue un espectáculo encantador. De
día, de noche, hombres de todas clases y de todas edades, hasta
niños, todos, ciudadanos, soldados, clérigos, monjes, actores,
hermanas de la caridad, bellas damas, vendedoras, todos
manejaban la piqueta y hacían rodar el carretón o conducían los
carros. Los niños iban delante llevando las luces; músicos
ambulantes animaban a los trabajadores; ellos mismos, al nivelar
la tierra, cantaban esta canción niveladora:

¡Ah, ca ira, ca ira, ca ira;


Al que está arriba
Ya se le abatirá!

El canto, la labor de los obreros, todo era una misma cosa: la


igualdad de la acción. Los más ricos y los más pobres, todos unidos
en el trabajo. Los pobres, hay que decirlo, llevaban la delantera.
Después de la jornada, una jornada terrible y larga de Julio, era
cuando el aguador, el carpintero, el albañil del puente de Luis XVI
que entonces se construía, iban a cavar en el campo de Marte.
En este momento de agitación los trabajadores no dejaron de
acudir. Estos hombres cansados, despojados, venían por descanso
a trabajar aún, sosteniendo las luces.
Este trabajo verdaderamente inmenso que de un plano hace
un valle entre dos colinas, fue hecho ¿quién lo creería? ¡en una
semana! Comenzado precisamente en 7 de Julio, concluyó el 14.

444
La acción fue realizada de todo corazón como una lucha
sagrada. La autoridad esperaba por su lentitud calculada
entorpecer, impedir la fiesta de la unión; parecía imposible, pero la
Francia quiso y fue hecha.
Estos héroes, estos huéspedes deseados, llenaban ya a París.
Los hospederos y dueños de casas amuebladas redujeron y fijaron
ellos mismos el precio módico que recibían de esta multitud de
forasteros. No se dejó a la mayor parte ir al albergue. Los
parisienses, alojados como es sabido, harto estrechamente, se
estrecharon más más y encontraron el medio de recibir a los
federados.
Cuando llegaron los bretones, estos veteranos de la libertad,
los vencedores de la Bastilla fueron a su encuentro hasta Versalles,
hasta Saint-Cyr. Después de las felicitaciones y de los abrazos, los
dos cuerpos reunidos, mezclados, entraron en París.
Un sentimiento desconocido de paz y de concordia había
penetrado en las almas. Que se juzgue por un hecho, según creo el
más importante de todos. Los periodistas hicieron una tregua.
Estos justadores, estos guardianes inquietos de la libertad, cuya
lucha habitual tanto agria las almas, se levantaron por cima de
ellos mismos; la emulación de las almas antiguas, sin odio y sin
envidia, los arrebató y los apartó por un momento del triste
espíritu de las disputas. El honrado, el infatigable Loustalot de Las
Revoluciones de París, el brillante, el ardiente, el ligero Camilo,
emitieron a la vez una idea impracticable pero conmovedora y
salida del corazón: un pacto federativo entre los escritores; nada
de concurrencia, nada de celo, ninguna emulación que la del
público.
La misma Asamblea pareció ganada por el entusiasmo
universal. En una calurosa noche de Junio encontró un momento
su inspiración del 89, su juvenil arranque del 4 de Agosto. Un
diputado del Franco Condado dijo: que en el momento en que los
federados llegaban, se les debía evitar la humillación de ver a las
provincias encadenadas a los pies de Luis XIV en la plaza de las
Victorias; que era necesario hacer es aparecer estas estatuas. Un
diputado del Mediodía, aprovechando la emoción general que esta
proposición excitaba en la Asamblea, pidió que borraran todos los

445
títulos facciosos que herían el sentimiento de la igualdad, los
nombres de conde, de marqués, los escudos y las libreas. La
proposición, apoyada por Montmorency, por Lafayette, no fue
combatida más que por Maury (hijo, como es sabido, de un
zapatero). La Asamblea, en sesión permanente, abolió la nobleza
hereditaria (10 de Junio del 90). La mayor parte de los que habían
votado tuvieron pesar de ello al día siguiente. El abandono de los
nombres de sus tierras, la vuelta al nombre de familia, casi
olvidado, desorientaron a todo el mundo: Lafayette venía a ser
únicamente Mr. Motier; Mirabeau se enfurecía de no ser más que
Riquetti.
Este cambio no era, sin embargo, una casualidad, un
capricho: era la aplicación natural y necesaria del principio mismo
de la Revolución. Este principio no es más que el de la Justicia, que
quiere que cada uno responda de sus obras en bien o en mal.
Lo que vuestros abuelos han podido hacer, honrara a
vuestros abuelos, de ningún modo a vos. A vos os toca trabajar por
vos mismo.
En este sistema, ninguna transmisión de méritos, ninguna
nobleza. Pero también ninguna transmisión de faltas anteriores.
Desde el mes de Febrero, como la barbarie de nuestras leyes
condenara a la horca a dos jóvenes por falsificación de billetes, la
Asamblea decidió con este motivo que las familias de los
condenados no serían de ningún modo deshonradas por la
ejecución de aquel suplicio. El público, impresionado por la
juventud y la desgracia de éstos, consoló a sus honrados padres
con mil testimonios de interés; muchos ciudadanos honrados
pidieron a sus hermanas en matrimonio.
Nada de transmisión de mérito; abolición de la nobleza. Nada
de transmisión del mal; el patíbulo no manchará más a la familia ni
a los hijos del culpable.
El principio judío y cristiano descansa precisamente en la idea
contraria. El pecado es transmisible. El mérito también; el de
Cristo, el de los santos aprovecha aun a los menos beneméritos de
los hombres.
En la misma sesión en que la Asamblea decretó la abolición
de la nobleza, recibió una diputación extraña que se decía de

446
diputados del género humano. Un alemán del Rhin, Anacarsis
Clootz (carácter bizarro del que ya hablaremos), presentó en la
barra una veintena de hombres de todas las naciones, vestidos con
sus trajes nacionales, europeos y asiáticos. Pidió en su nombre
poder tomar parte en la federación del Campo de Marte «en
nombre de los pueblos, es decir, de los legítimos soberanos,
siempre oprimidos por los reyes.»
Algunos se conmovieron, otros se reían. Sin embargo, la
diputación tenía un lado serio: componiéndose de hombres de
Avignon, de Lieja, de Saboya, de Bélgica, que verdaderamente
venían a ser entonces franceses. Comprendía también refugiados
de Inglaterra, de Prusia, de Holanda, de Austria, enemigos de los
gobiernos, que en este momento mismo conspiraban contra la
Francia. Estos refugiados parecían un comité europeo, formado
contra la Europa; un primer grupo de las legiones extranjeras que
Carnot aconsejó más tarde.
Ante la federación de los pueblos, se hacía una de reyes.
Ciertamente la reina de Francia podía concebir esperanzas viendo
con qué facilidad su hermano Leopoldo había vuelto a aliar a
Europa con Austria. La diplomacia alemana, tan lenta
ordinariamente, había tomado alas, volaba. Verdad es que en ello
nada tenían que ver los diplomáticos.
El negocio se arreglaba personalmente por los reyes a
espaldas de los embajadores y los ministros. Leopoldo se había
dirigido directamente al rey de Prusia, le había mostrado el peligro
común y había abierto un congreso en Prusia mismo, en
Reichenbach, de acuerdo con Inglaterra y Holanda.
¡Sombríos horizontes! Francia, rodeada de los impotentes
buenos deseos de los pueblos y a cada momento sitiada por los
odios y los ejércitos de los reyes.
Francia, además, estaba poco segura de sus mismos hijos. La
corte hacía todos los días adquisiciones entre los miembros de la
Asamblea, manejando no sólo la derecha, sino la misma izquierda
y perturbando por el club del 89, por Mirabeau, por Sieyes, por las
corrupciones diversas, por la traición y el temor.
Así consiguió que se le aprobara una lista civil de veinticinco
millones y una pensión de cuatro para la reina. Así obtuvo medidas

447
represivas contra la prensa y osó hacerla perseguir el 5 y el 6 de
Octubre.
He aquí lo que los federados encontraron a su llegada a París.
Su entusiasmo idolátrico por la Asamblea y por el rey apenas pudo
mantenerse. La mayor parte venían poseídos de un sentimiento
filial para aquel buen rey-ciudadano, mezclando en sus emociones
el pasado y el porvenir, la realeza y la libertad.
Muchos, recibidos en audiencia, caían de rodillas, ofrecían su
espada y su corazón... El rey, tímido por naturaleza y por su
posición doble y falsa, encontraba pocas palabras con que
responder a aquella ternura juvenil, tan calurosa, tan expansiva. La
reina menos todavía; con excepción de sus fíeles loreneses,
súbditos originarios de su familia, los demás federados fueron
recibidos muy fríamente por la reina.
He aquí que llega al fin el l4 de Julio, el hermoso día tan
deseado para el cual aquellos bravos han hecho el penoso viaje.
Todo está dispuesto. Desde la noche anterior, por miedo de faltar
a la fiesta, el pueblo y la guardia nacional se reúnen en el Campo
de Marte y allí vivaquean hasta el día.
El día llega, ¡helo ahí! Durante todo el día no cesan las ráfagas
de agua y de viento. «El cielo es aristócrata», decía la gente. Una
alegría valerosa, obstinada, parecía querer desmentir el triste
augurio.
Ciento sesenta mil personas estaban sentadas y tendidas en
la llanura del Campo de Marte, y en sus alrededores había, además,
ciento cincuenta mil; en el Campo mismo debían maniobrar cerca
de cincuenta mil hombres; de ellos eran catorce mil guardias
nacionales de provincias, los de París, las comisiones del ejército y
de la marina, etc.
Los vastos anfiteatros de Chaillot y de Passy estaban
cargados de espectadores... ¡Magnífico emplazamiento, inmenso,
dominado por el círculo lejano que forman Montmartre; Saint-
Cloud, Meudon, Sevres; tal lugar parecía estar esperando a los
Estados generales del mundo!
Cae una fuerte lluvia. La espera fue larga. Los federados y los
guardias nacionales parisienses, reunidos desde hacía cinco horas

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a lo largo de los boulevares, están empapados y muertos de
hambre y a pesar de todo, contentos y alegres.
Desde las ventanas de la calle San Martín y de la de San
Honorato les bajan con cuerdas pan, jamón y botellas.
Se ponen en movimiento al fin, pasan el río por un puente de
madera construido delante de Chaillot y entran por un arco de
triunfo.
En medio del Campo de Marte se alzaba el altar de la patria,
y ante él estaban la Escuela Militar y las gradas donde debían
sentarse el rey y la Asamblea.
Todo esto duró mucho tiempo todavía. Los primeros que
llegaron, para no abatirse ante la lluvia y a despecho del mal
tiempo, se pusieron bravamente a bailar.
Sus alegres farándulas se desarrollan, se extienden y
aumentan cada vez con nuevos anillos, de los que cada uno es una
provincia, un departamento, muchas regiones mezcladas. Bretaña
con Borgoña, Flandes con los Pirineos... Hemos visto comenzar
estos grupos y estas danzas ondulantes en el invierno de 1789. La
farándula inmensa que se formó poco a poco en toda Francia acaba
y expira en el Campo de Marte... ¡He aquí la unidad!
¡Adiós, época de esperanza, de aspiración, de deseo, donde
todos veían y buscaban este día! ¡Helo aquí! ¿qué deseáis más?
¿por qué estas inquietudes? ¡Ah! la experiencia del mundo nos
enseña este hecho extraño, triste pero verdadero; la unión
disminuye casi siempre la intensidad de la unidad. La voluntad de
unirse era ya la unidad de los corazones, acaso la mejor unidad de
todas.
Pero ¡silencio! El rey llega con la Asamblea y la reina y se
sientan en una tribuna que lo domina todo.
Lafayette, en su caballo blanco, llega hasta el trono; echa pie
a tierra y toma órdenes del rey.
Entre doscientos sacerdotes llevando cintas tricolores, sube
penosamente al altar Talleyrand, obispo de Autun; ¿quién otro
mejor que él puede oficiar tratándose de un juramento?
Mil doscientos músicos tocaban y de pronto callan. Cuarenta
cañones hacen temblar la tierra. Al estallido de la pólvora todos se
levantan y alzan las manos al cielo... ¡Oh, rey! ¡oh, pueblo!

449
esperad... El cielo escucha; el sol rasga las nubes y aparece...
¡Pensad lo que juráis!
¡Ah, con qué fe jura el pueblo! ¡qué crédulo es! ... ¿Por qué no
le da el rey la dicha de bajar de la tribuna e ir a jurar al altar? ¿Por
qué jura a la sombra medio oculto?
¡Señor, por favor, levantad alta la mano, que todo el mundo
la vea!
Y vos, señora, ¿no os causa lástima y piedad este pueblo
infantil, tan confiado, tan ciego, que a cada momento baila
confiadamente entre su triste pasado y su formidable porvenir?...
¿Por qué hay tanta dureza y frialdad en vuestros hermosos ojos
azules?... ¿Han visto aquí vuestros ojos al enviado vuestro que en
Niza felicita al organizador de los asesinatos del Mediodía? ¿O
acaso entre estas masas confusas habéis apercibido de lejos los
ejércitos del rey Leopoldo?
¡Escuchad!... Todo esto es la paz, pero una paz guerrera. Los
tres millones de hombres armados que aquí hay, tienen más de
soldados que todos los reyes de Europa. Ofrecen la paz
fraternalmente, pero no por eso están menos dispuestos a ir al
combate.
Ya muchos departamentos, Sena, Charente, Gironda y otros
quieren dar, armar cada uno seis mil hombres para ir a la frontera.
Los marselleses quieren partir en seguida.
Renuevan entonces el juramento de sus abuelos, arrojando
una piedra al mar y jurando, si no son vencedores, no volver hasta
el día en que la piedra salga a la superficie de las aguas y gane la
orilla.

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LIBRO IV
JULIO DE 1790 —JULIO DE 1791

CAPITULO PRIMERO
Por qué la religión nueva no puede formularse. —Obstáculos
Interiores

Acuerdo de los reyes contra la Revolución, 27 de Julio de 1790. —


Obstáculos interiores —Divisiones de Francia. —Ninguna gran revolución había
costado hasta entonces menos—Fecundidad religiosa del momento de 1790. —
Fuerzas inventivas de Francia. —Savia generosa que había en el pueblo. —
Reacción de egoísmo y de temor, de irritación y de odio. —La Revolución
produce sus resultados políticos, pero no puede esperar todavía los resultados
religiosos y sociales que la hubieran fundado sólidamente.

La víspera misma de la fiesta, la noche del 13 al 14 de Julio,


cuando toda la población, en el abandono del entusiasmo y la
confianza no tenía más que un pensamiento, se aprovechó para
poner en libertad al hombre del último complot, a Bonne de
Savardin, agente de los emigrados, que quería entregarles la
ciudad de Lyon.
Al mismo tiempo, M. de Flachslanden, hombre de confianza
de la reina cerca del conde de Artois, era enviado por éste, para
recibir y cumplimentar en Niza a Froment, escapado de Nimes.
El 27 la Asamblea supo que el rey había concedido a los
austríacos permiso para pasar por territorio francés en dirección a
Bélgica, cuya Revolución iban a combatir.
El mismo día—fecha memorable—el 27 de Julio de 1790, Europa
tomó su primer acuerdo contra la Revolución, contra la de
Brabante entonces.
Los preliminares del tratado fueron firmados en Reichenbach.
Inglaterra, Prusia y Holanda abandonaron a Bélgica a la venganza
de Austria; a aquella Bélgica que ellas habían sublevado y animado,

451
que no esperaba de nadie más que de ellas, que se obstina más
tarde todavía y basta última hora espera de ellas su salvación.
El mismo mes, M. Pitt, seguro del concierto europeo, no tuvo
dificultad en decir en pleno Parlamento inglés que aprobaba
palabra por palabra la diatriba de Burke contra la Revolución,
contra Francia; libro infame, insensato, lleno de rabia, de
calumnias, de bajos insultos, de bufonerías injuriosas y groseras.
¡Penosos descubrimientos! Los que creíamos amigos son
nuestros enemigos más crueles.
Afortunadamente salimos a tiempo de nuestras ilusiones
filantrópicas, de nuestras simpatías crédulas. La Revolución no
puede, sin riesgo de perecer, permanecer en la edad de la
inocencia.
La verdad, dura o no, es preciso decirla cara a cara. He seguido
a la pobre Francia, Cándida y crédula todavía en el fácil arrebato de
su corazón, en sus ceguedades voluntarias é involuntarias. Como
ella hizo, yo debo, en presencia de estos peligros imprevistos,
deshojar más profundamente la realidad, sondear a la vez el peligro
y los recursos de resistencia.
El peligro sería pequeño y no habría que temerlo si Francia no
estuviese dividida. Es preciso decirlo; la unión fue sincera en el
sublime momento que be tenido la dicha de narrar; fue verdadera,
pero pasajera; bien pronto reaparecieron las divisiones de
opiniones y clases.
El 18 de Julio, cuatro días después de la fiesta tan felizmente
realizada, cuando se tenían tantos motivos de confianza en el
pueblo, cuando hubiera sido necesario mantener y fortificar la
unión ante el peligro, Chapelier (¡qué cambio para el presidente del
4 de Agosto!) propuso se exigiera uniforme a los guardias
nacionales; es decir, limitar la guardia a los ricos o de posición
desahogada; es decir, ¡preparar el desarme de los pobres!...
La proposición—dicho sea, en honor de aquel tiempo—fue mal
vista y mal recibida por los ricos mismos, salvo la burguesía de
París y las gentes de Lafayette.
Barbaroux propone lo mismo en Marsella. La rica ciudad de
Burdeos la rechaza y protesta diciendo que para reconocerse
bastaba una cinta.

452
Estos gérmenes de división en la guardia nacional y las
desconfianzas que surgen contra las municipalidades deben
multiplicar y fortificar las asociaciones voluntarias. No ha bastado
la federación; no ha bastado la institución de nuevos poderes; es
preciso una fuerza extralegal. Contra la vasta conspiración que se
prepara es necesaria una conspiración. Venga la de los jacobinos y
que envuelva a Francia.
Dos mil cuatrocientas sociedades se constituyen en menos de
dos años en otras tantas ciudades y aldeas. Grande y terrible
máquina que da a la Revolución una incalculable fuerza, única que
puede salvarla en la ruina de los poderes públicos; pero también es
cierto que modifica profundamente el carácter, cambia y altera la
primitiva inspiración.
Esta inspiración fue toda de confianza y benevolencia.
Grandeza y credulidad es el carácter de la primera edad
revolucionaria que ha pasado para no volver... Encantadora historia
que no podrá nunca ser leída sin sentir los ojos arrasados de
lágrimas.
A ellas se mezclará una amarga sonrisa: Qué, ¡tan niños
éramos, tan fáciles de engañar!... No importa; ríase quien quiera.
No nos arrepentiremos jamás de haber sido esta nación confiada y
clemente.
He leído muchas historias de revoluciones y puedo afirmar lo
mismo que decía un realista en 1791: que ninguna gran revolución
había costado menos sangre y menos lágrimas. Los desórdenes
inseparables de tal transformación han sido exagerados a capricho.
En realidad, una sola clase, el clero, podía con alguna
apariencia de verdad llamarse expoliado. Y sin embargo resultaba
de esta expoliación que la masa del clero, hambrienta bajo el
antiguo régimen en provecho de algunos prelados, tenía al fin de
qué vivir.
Los nobles habían perdido sus derechos feudales; pero en
muchas provincias, especialmente en el Languedoc, ganaban más
como propietarios, no pagando el diezmo, que perdían de derechos
feudales como señores.
Aun perdiendo los honores góticos y ridículos no habían
descendido, porque en casi todas partes, con una ciega

453
consideración, le habían sido otorgados los verdaderos honores del
ciudadano, que muchos no merecían, dándoles los primeros
puestos de las municipalidades y los grados de la guardia nacional.
Confianza excesiva, imprudente. Aquel joven mundo, en
presencia de las perspectivas infinitas que le abría el porvenir, se
preocupaba poco del pasado. Le pedía solamente que le dejase
marchar y vivir. La fe y la esperanza eran inmensas.
Aquellos millones de hombres, siervos ayer, hoy hombres y
ciudadanos, evocados en un mismo día, de un golpe, de la muerte
a la vida, recién nacidos de la Revolución, llegaban con una
plenitud desconocida de fuerza, de buena voluntad, de confianza,
creyendo voluntariamente en lo increíble.
Ellos mismos, ¿qué eran? Un milagro. Nacidos en Abril del 89,
eran hombres el 14 de Julio, hombres armados que hoy o mañana
se convierten en hombres públicos, magistrados (¡un millón,
trescientos mil magistrados!) ... y luego en propietarios... el
campesino tocando casi su sueño, su paraíso, la propiedad!...
La tierra, triste y estéril ayer en las viejas manos del clero,
pasa a las manos ardorosas y fuertes del joven labrador...
Esperanza y amor, ¡año bendito! En medio de las federaciones iba
multiplicándose la federación natural, el matrimonio; el juramento
cívico y el juramento de himeneo se hacen juntamente en el altar.
Los casamientos fueron más numerosos en este hermoso año de
esperanzas que en un quinquenio anterior.
¡Ah! este gran movimiento de los corazones prometía otra
cosa, otra fecundidad. Fecundo en hombres y fecundo en leyes,
este matrimonio moral de las almas y de las voluntades hacía
esperar un dogma nuevo, una todopoderosa y joven idea social y
religiosa.
Nada más que con ver el campo de la Federación, todo el
mundo hubiera jurado que, de aquel momento sublime, de tantas
voces puras y sinceras, de tantas lágrimas mezcladas, al calor
concentrado de tantas llamas en una llama, iba a surgir un Dios.
Todos lo veían, todos lo sentían. Los hombres menos amigos
de la Revolución se sobrecogieron en aquel momento y sintieron
que un gran hecho, que una gran cosa se aproximaba. Nuestros
salvajes labriegos del Maine y de las Marches de Bretaña, que un

454
fanatismo pérfido se preparaba a lanzar contra nosotros, vinieron
ellos mismos entonces, con-, movidos y llenos de ternura, a unirse
a nuestras federaciones y a besar el altar del Dios desconocido.
¡Raro momento en que puede nacer un mundo; ¡hora elegida,
divina!... ¿Quién podrá profetizar cuándo y cómo vendrá una hora
semejante? ¿Quién se encargará de explicar este misterio profundo
que hace nacer un hombre, un pueblo y un Dios nuevos?
¡La concepción! ¡el instante único, rápido y terrible!... ¡Tan
rápido y tan preparado! Fue necesario el concurso de tantas
fuerzas diversas, que, desde el fondo de las edades, desde la
variedad infinita de las existencias, concurren todas y se reúnen y
funden para aquel solo instante.
Hecho digno de notarse: Francia, como una madre fecunda y
pródiga, tiene preparada, además de la generación revolucionaria
sacrificada a la acción, otra generación en reserva más valiosa y de
mayor inventiva: la de los hombres que tenían veinte años o poco
más en 1790. Había en ella un espíritu increíble de potencia y de
genio. Dos años (1768-1769) habían producido a la vez Bonaparte,
Hoche, Marceau y Joubert, Cuvier y Chateaubriand, los dos Fourier.
Saint-Martin, Saint-Simon, Demaistre, Bonald y madame de Stäel
nacieron un poco antes, así como Mehul, Lesueur y los Chenier. Un
poco después Geoffroy, Sant-Hilaire, Bichat, Ampere, Senancour.
¡Qué corona para la Francia de la Federación mejor que estos
hombres de veinte años que nadie conoce todavía!... ¿Quién no se
anonadará viendo lucir enfrente estos diamantes mágicos que
chispean en la sombra?...
No se dude que su genio estaba esparcido en aquella
multitud, aunque ellos se hicieron famosos. Nacieron entonces
millones de hombres inspirados por la llama del cielo. ¿Lo diré yo
mismo? La magnanimidad, la bondad heroica que existió en todo
un pueblo en aquel momento sagrado, hacían esperar que los
genios que de él saliesen tuvieran otra clase de inspiración.
Poniendo aparte algunos, poco numerosos, que fueron
héroes de bondad, el resto, formado por hombres de acción, de
invención y de cálculo, dominados por el ascendiente de las
ciencias físicas y mecánicas, llegaron violentamente a los
resultados; una fuerza inmensa, pero demasiado árida, se

455
concentraba en sus poderosos cerebros. Ninguno de ellos tuvo
aquel aliento del corazón, aquel manantial de agua viva donde se
abrevan las naciones.
¡Ah, que había más y más valiosos elementos en el pueblo de
la Federación que en los Cuvier, Fourier y Bonaparte!
Aquel pueblo tenía el alma inmensa de la Revolución bajo sus
dos formas y sus dos edades.
En la primera edad, que fue una reparación a las largas
injurias del género humano, una explosión de justicia, la
Revolución formula en leyes la filosofía del siglo XVIII.
En la segunda edad, que vendrá temprano o tarde, saldrá de
las fórmulas, encontrará su fe religiosa (donde toda la ley política
se basa); y en esta libertad divina, que da solada excelencia del
corazón, llevará un fruto desconocido de bondad, de fraternidad.
He aquí la infinita moral que anidaba en este pueblo (¿y qué
es, después de todo, sino esto el genio mortal?) cuando el 14 de
Julio, al mediodía, levantó la mano.
Aquel día todo era posible. Toda división había cesado; no
había ni nobleza, ni burguesía, ni pueblo. El porvenir fue presente...
Es decir, no más tiempo... Un destello de la eternidad.
No tenía nada de particular que la edad social y religiosa de
la Revolución que retrocede todavía delante de nosotros, no se
realizara.
Si la heroica bondad de este momento hubiera podido
sostenerse, el género humano hubiera ganado un siglo de ventaja;
hubiera franqueado de un salto un abismo de dolores...
¿Tal estado hubiera sido duradero? ¿Era posible que las
barreras Sociales, abatidas aquel día, fuesen dejadas en tierra, que
la confianza subsistiera entre los hombres de clases, intereses y
opiniones diversas?
Seguramente muy difícil; pero, sin embargo, mucho menos
difícil que en ninguna otra época de la historia del mundo.
Instintos magnánimos se habían despertado en todas las
clases, simplificándolo todo. Los nudos indisolubles, antes y
después, se habían desatado ellos mismos.
Tal desconfianza, razonable acaso en el comienzo de la
Revolución, lo era poco en aquel momento. El imposible de

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Octubre se encontraba posible en Julio. Por ejemplo, había podido
temerse en Octubre del 89 que la masa de los electores de los
campos sirviera á la aristocracia; en Julio del 90 podía subsistir este
temor, porque en todas partes los campesinos seguían, tanto como
la población urbana, el ímpetu de la Revolución.
El proletariado de los pueblos, que es el enorme obstáculo de
hoy, apenas existía entonces, excepto en París y en algunas
grandes ciudades donde los hambrientos se reconcentraban. No
hay que poner en este tiempo ni ver treinta años antes de su
nacimiento los millones de obreros nacidos después de 1815.
Por lo tanto, el verdadero obstáculo no era grande entre la
burguesía y el pueblo.
La primera podía, debía lanzarse sin temor en brazos de la
otra.
Esta burguesía, imbuida en la idea de Voltaire y de Rousseau,
era más amiga de la humanidad, más desinteresada y generosa
que la que ha hecho el industrialismo; pero era tímida; las
costumbres, los caracteres formados bajo el deplorable régimen
antiguo, eran necesariamente débiles. La burguesía temblaba
delante de la Revolución que ella misma había hecho; retrocedía
ante su propia obra. El miedo la extravió, la perdió más aún que el
interés.
No había que dejarse coger seriamente por el vértigo de las
multitudes, ni espantarse ni retroceder ante este océano que se
había levantado. Había que sumergirse. La ilusión de cierto
desaparecía así. Un océano desde lejos; olas peligrosas, oleaje
furioso; de cerca hombres, amigos, hermanos que os tienden los
brazos.
No se sabe cómo en esta época subsistían entre el pueblo
antiguos hábitos de deferencia, de facilidad y confianza hacia las
clases cultas. Veía en medio de ellas, en este primer momento, sus
oradores, sus abogados, los campeones todos de su causa.
Avanzaba hacia ellos a impulsos del corazón. Pero ellos
retrocedieron.
No generalicemos, a veces con gran ligereza. Una parte
infinitamente numerosa de la burguesía, lejos de retroceder como
la otra, lejos de oponer a la Revolución una inercia malévola, se

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entregó. Se precipitó al unísono con el pueblo. Nuestros patrióticos
asambleístas de la Legislativa, de la Convención (montañistas,
girondinos, no importa, sin distinción de partido), pertenecían
enteramente a la clase burguesa.
Añadid aún las sociedades patrióticas en sus comienzos,
especialmente la de los jacobinos; las de París, cujas listas
poseemos, no parecían haber admitido un solo nombre de las
clases sin cultura antes del 93.
Esta masa de burguesía revolucionaria, hombres de letras,
periodistas, artistas, abogados, médicos, clérigos, etc., aumentó
inmensamente con burgueses que habían comprado bienes
nacionales.
Pero, aunque una parte tan considerable de la burguesía
entró en la Revolución por entusiasmo o por interés, la primera
inspiración revolucionaria fue modificada insensiblemente en ellos
por las necesidades de la gran lucha que hubieron de sostener, por
la furiosa necesidad del combate, por la irritación de los
obstáculos, la ulceración de las enemistades.
De modo que mientras una parte de la burguesía fue
corrompida por el egoísmo, la otra fue encendida por el odio y
como desnaturalizada, transportada fuera de todo sentimiento. El
pueblo, violento sin duda y furioso, pero no sistemáticamente
arrebatado por el odio, salió de su estado natural sin excederse.
Dos debilidades, el odio y el miedo.
Era necesario (cosa rara, difícil, imposible quizá en estas
terribles circunstancias), era necesario permanecer fuerte para ser
bueno.
Todos habían amado ciertamente el 14 de Julio. Había que
amar también el día siguiente.
Hubiera sido necesario que la parte tímida de la burguesía se
acordara mejor de sus pensamientos humanos, de sus votos
filantrópicos; que hubiera persistido firme en el día del peligro; que
asustada o no, hubiera hecho como hace una madre, que se
entregad Dios, que hubiera jurado seguir la fe nueva con todos los
géneros de sacrificios que impusiera para salvar al pueblo.
Hubiera sido necesario, además, que la parte audaz, la
revolucionaria, la burguesía, en medio del peligro, en pleno

458
combate hubiera puesto su corazón más alto, que no se hubiera
dejado deshacer y rebajar desde su atrevimiento sublime hasta los
bajos fondos del odio.
¡Ah! ¡Cuán difícil es a los más fuertes combatientes dominar
la ira por un corazón sereno y firme, combatir a brazo y conservar
el heroísmo de la paz!
La Revolución hizo demasiado, j si hubiera podido contenerse
un momento siquiera, ¿qué no hubiera sido a esta altura? ¿Qué no
habría hecho? Ante todo, habría perdurado. No habría sufrido la
caída triste de 1800, en que las almas esterilizadas por el odio
llegaron a quedar por largo tiempo infecundas.
Y además no hubiera sido escrita solamente, habría sido
aplicada, llevada a la práctica. Desde las abstracciones políticas
descendió a las realidades sociales.
El sentimiento de bondad valiente que fue su punto de partida
y su primer arranque no habría quedado flotante en el estado de
vago sentimiento de generalidades. A la vez se habría escuchado y
se habría precisado queriendo entrar por todas partes, penetrando
en el detalle de las leyes, llegando hasta las costumbres mismas y
hasta las acciones más libres, circulando en las ramificaciones más
lejanas de la vida.
Salido del pensamiento y volviendo a él después de haber
atravesado la esfera de la acción, este sentimiento simpático de
amor de los hombres llevaba en sí mismo la renovación religiosa.
Cuando el alma humana sigue así a su naturaleza; cuando
queda sana, cuando ajena a su egoísmo va buscando seriamente el
remedio de los dolores de los hombres, entonces por curso de la
ley y de las costumbres, allí donde acaba todo poder, la
imaginación y la simpatía no acaban; el alma las sigue y quiere
todavía el bien; desciende en sí misma y llega a ser profunda...
Esto es muy distinto de la profundidad del espíritu en la
investigación científica. Es una profundidad de ternura y de
voluntad de muy otro modo fecunda, que da un fruto vivo... ¡
Extraña incubación, tanto más divina cuanto es más natural! Con
un dulce calor, sin esfuerzo, sin arte, a veces del corazón, simples
explosiones del nuevo genio, la consolación nueva que espera el
mundo. ¿Bajo qué forma? Diversa, según los lugares, los tiempos:

459
que esta alma tierna y potente resida en un individué, que se
extienda en un pueblo, que sea un hombre, una palabra viviente,
un libro, una palabra escrita; no importa: es siempre Dios.

460
CAPITULO II
Obstáculos exteriores. —Dos olas es de hipocresía: hipocresías de
autoridad. —El sacerdote

El sacerdote emplea contra la Revolución el confesonario y la prensa. —


Folletos satíricos de los católicos en 1790. —Esterilizados hace algunos siglos,
no pueden ahogar la Revolución. — Su impotencia desde 1800—La Revolución
debe dar a las almas el alimento religioso.

Ya he dicho cuál era el obstáculo interior: el miedo, el odio;


pero el obstáculo exterior le precede y quizá sin él no existiría el
otro.
No, el obstáculo interior no fue ni el primero ni el principal.
Hubiera sido impotente, anulado y neutralizado en la inmensidad
del movimiento heroico que traía la vida nueva.
Una fatalidad hostil existía por fuera que detuvo el
alumbramiento de la Francia.
¿A quién acusar? ¿A quién echar en cara el crimen de este
alumbramiento frustrado? ¿Quiénes son los que viendo la Francia
en apuro han encontrado las malas palabras del aborto, los que han
podido, ¡malditos sean! poner la mano sobre ella, impedirle su
acción, ¿forzarla a tomar la espada y marchar al combate?
¡Ah! ¿No es todo ser sagrado en estos momentos? Una mujer,
una sociedad que pare ¿no tiene derecho al respeto, a los votos del
género humano?
¡Maldito el que sorprendiendo a un Newton en el
alumbramiento del genio estorba que nazca una idea! ¡Maldito el
que encontrando a la mujer en el momento doloroso en que la
naturaleza entera conspira con ella, ruega y llora por ella, impide a
un hombre el nacer! ¡Maldito mil veces el que viendo este
prodigioso espectáculo de un pueblo en el estado heroico,
magnánimo, desinteresado, intenta dificultar, ahogar este milagro
del que nacía un mundo!

461
¿Cómo vinieron las naciones a unirse, a armarse contra el
interés de las naciones mismas? ¡Sombrío y tenebroso misterio!
Ya se habrá visto milagro semejante del diablo en nuestras
guerras de religión; hablo de la grande obra jesuítica que en menos
de medio siglo hizo de la luz una noche, la afrentosa noche de
asesinatos que se llama la guerra de los Treinta años. Pero al fin
fue necesario medio siglo y la educación de los jesuitas; hubo que
formar, educar una generación expresamente, un mundo nuevo
dirigido por el error y la mentira. No fueron los mismos hombres
que pasaron de lo blanco a lo negro, que vieron de una vez la luz y
después juraron que era la noche.
Aquí la conversión es más rápida: bastan algunos años.
Este suceso tan precipitado se debió a dos cosas:
Primera: Un empleo hábil, inmenso, de la gran máquina
moderna, la prensa, el instrumento de la libertad vuelto contra la
libertad. La aceleración terrible que esta máquina toma desde el
siglo XVIII, esta rapidez fulminante que os lanza hoja sobre hoja sin
dejar tiempo de pensar, de examinar, de reconocerse, esta
máquina estuvo al servicio de la mentira.
Segunda: La mentira se apropió muy bien las imbecilidades
de diversa especie, saliendo de dos oficinas, preparada por dos
obreros, por dos procedimientos diferentes, el antiguo, el nuevo, la
fábrica católica y despótica, la fábrica inglesa que se llamaba
constitucional.
Esto es lo que diferencia profundamente el mundo moderno
y contrarresta todos sus progresos: el tener dos hipocresías; la
Edad Media no tuvo más que una; nosotros... nosotros tenemos
dos: hipocresía de la autoridad, hipocresía de Ja libertad; en una
palabra: El sacerdote, el inglés, las dos formas de Tartufe. El
sacerdote obra principalmente sobre las mujeres y el campesino;
el inglés sóbrelas clases burguesas.
Ahora una palabra sobre el clérigo sólo para explicar lo que
hemos dicho otras veces.
La vieja fábrica de mentira vuelve a empezar en el 89 por
todos los medios a la vez.
De una parte, como antes, la difusión secreta por el
confesonario, el misterio entre sacerdote y mujer, publicidad en

462
voz baja, medias palabras al oído. De otra parte, una prensa
frenética que puede arriesgarse más que la otra; porqué poniendo
sus hojas en manos seguras para que lleguen a los simples y los
crédulos, personas todas de antemano persuadidas, sabe
perfectamente que ninguna intervención ha de ponerle trabas.
Estos libelos son más bien puñales; tenemos a mano algunos que
por la violencia y el olor de sangre igualan o exceden a Marat.
El que quiera ver hasta dónde puede ir la palabra humana en
la audacia de la mentira, no tiene más que leer el libelo que el
hombre de Nimes, Froment, lanzó desde la emigración en el mes
de Agosto del 90. Allí se presenta a su placer, tal como es y sin
ninguna traba, en plena seguridad, toda una larga novela. Como la
república calvinista fundada en el siglo XVI, edificada poco a poco,
triunfa en el 89; como la Asamblea nacional ha dado comisión a los
protestantes del Mediodía para degollar a los católicos, para dividir
el reino en repúblicas federativas, etcétera, etc.
Esta soflama atroz, extendida en París, deslizada por la noche
bajo las puertas, sembrada en los cafés, en las iglesias, tuvo aquí
poco efecto; pero lo hizo y muy grande, en los campos. Mil otras le
siguieron. Variadas, según las tendencias diferentes del Mediodía
o del Oeste y difundidas por buenos eclesiásticos, por honrados
caballeros, por mujeres tiernas y devotas, comenzaron el gran
trabajo del oscurantismo, del error, de la estupidez fanática que
prosiguió concienzudamente durante dos años y nos ha dado la
Vandée la guerra de los chuanes, y de allí, por contraposición, la
vergonzosa contracción de la Francia que se llama el Terror.
Nuestros tránsfugas, por otra parte, iban a inspirar, a dictar a
los ingleses sus argumentos contra nosotros. Es Colonne, es
Necker, es Dumouriez, las gentes a las que Francia ha confiado sus
negocios, los que usan de este conocimiento, los que escriben
contraía Francia libros profundamente ingleses.
Sin embargo, estos tres no tienen la responsabilidad más
grande; Colonne era demasiado despreciado para ser creído; los
otros dos demasiado aborrecidos.
El hombre que incontestablemente trabaja con más eficacia
contra la Revolución, que desnuda más a la Francia, que tranquiliza

463
a Inglaterra sobre la legitimidad de su odio, es un irlandés de
origen. Sally-Jolleudal.
De él recibió otro irlandés, Burke, el texto ya hecho, de él
parte; y elevando el odio y el insulto a la segunda potencia, da el
tono a la Europa. Estos dos hombres fueron los que hablaron; el
resto no hizo más que repetir.
No se diga que les atribuyo una responsabilidad exagerada;
que, con su brillante facundia sin ideas, con la ligereza de su
carácter no tenían fuerza para cambiar así la Europa. Responderé
que de tales hombres no se hace más que mejores actores, porque
ellos representan en serio, porque su vacío interior les permite
tanto mejor adoptar y fingir vivamente como a los otros todas sus
ideas. Hemos visto últimamente un hombre muy parecido,
O'Connell, tan brillante y tan vacío, pronunciar en provecho de
Inglaterra, en la opresión de la Irlanda, la palabra que podía quitar
a esta pobre Irlanda quizá su futura salvación, la simpatía de
Francia, reclamar para los irlandeses la matanza, la carnicería de
Waterloo.
El elocuente, el bueno, el sensible, el plañidero Sally. que no
escribía más que con lágrimas y que vivió con el pañuelo en la
mano, había entrado en la vida de una manera muy romántica; así
quedó como hombre de novela. Era un hijo del amor, que el
desgraciado general Lally hacía educar misteriosamente bajo el
nombre vulgar de Frófimo.
Se enteró en un mismo día del nombre de su padre, del de su
madre y de que su padre iba a perecer. Su juventud, gloriosamente
consagrada a la rehabilitación de su padre, obtuvo el interés oficial
y hasta la bendición de Voltaire moribundo. Miembro de los
estados generales, Sally contribuyó a unir la tercera parte de la
nobleza. Pero desde entonces, él lo confiesa, este gran movimiento
de la Revolución le inspiraba una especie de terror y de vértigo.
Desde el primer paso se desentendió singularmente del doble ideal
que él se había formado. Este pobre Sally, el más inconsecuente, a
fuerza de ser hombre sensible soñaba a la vez dos cosas muy
diferentes: la constitución inglesa y el gobierno paternal. En dos
ocasiones muy graves fue perjudicial en extremo queriendo servir
a su rey, a quien adoraba.

464
Ya he hablado del 23 de Julio, en que su elocuencia aturdida
estropeó una ocasión muy preciosa para el rey de unirse al pueblo.
En Noviembre otra ocasión y Sally también la dejó perder;
Mirabeau quería servir al rey y tendía hacia el ministerio. Sally, con
su tacto habitual, escoge este momento para lanzar un libro contra
Mirabeau.
Se había retirado entonces a Sausana. La terrible escena de
Octubre había herido muy profundamente su débil imaginación.
Mounier, amenazado y realmente en peligro, salió al mismo tiempo
de la Asamblea.
La salida de estos dos hombres nos hizo un mal inmenso en
Europa. Mounier era considerado como la razón, la Minerva de la
Revolución. Habíase adelantado en Dauphiné y le había servido de
órgano en su acto más grave, el juramento del Juego de Pelota. Y
Sally, el bueno, el sensible Sally, el adoptado de todos los
corazones, querido por las mujeres y por las familias, a causa de la
defensa que hizo de su padre, Sally, el orador a la vez realista y
popular que había hecho concebir la esperanza de acabar con la
Revolución por el rey, he aquí que dice al mundo que la Revolución
está perdida sin remedio, que la realeza está perdida y la libertad
perdida... El rey es cautivo de la Asamblea, la Asamblea del pueblo.
Adopta Sally la palabra del enemigo de la Francia, las palabras de
Pitt «los franceses sólo habían luchado por la libertad. »¡Burla
sobre la Francia! Su Inglaterra es en adelante el solo ideal del
mundo. El contrapeso de los tres poderes, he aquí toda su política.
Sally proclama este dogma: «un Licurgo y Blackstone.»
Fondo ridículo, bella forma, elocuente, apasionada, lengua
excelente, de la buena tradición, abundancia y plenitud, un flujo del
corazón... y todo esto por acusar a la patria, deshonrarla si podía,
matar a su madre, la Francia.
La memoria dirigida por Sally a sus comitentes (Enero del 90),
ofrece el primer ejemplo de esos cuadros exagerados que luego el
extranjero no ha dejado de hacer: violencias de la Revolución. Las
páginas escritas allá arriba por Sally son copiadas en los hechos,
en las palabras mismas, por todos los escritores que le siguen. Los
que se llaman constitucionales comienzan desde entonces contra
la Francia la más injusta de las inquisitorias, yendo de provincia en

465
provincia a preguntar a los señores y a los clérigos: «¿Qué habéis
sufrido?» Después, sin examen, sin intervención, sin producción de
fuerzas ni de testigos, escriben y certifican. El pueblo, víctima
obligada y necesaria, después de haber sufrido durante siglos, en
su día de reacción sufre todavía. Sus pretendidos amigos registran
ávidamente todos sus malos hechos, verdaderos o falsos, y
recibían contra él los testimonios más sospechosos; contra él lo
creen todo.
Sally marcha el primero, es el maestro de coros; por él
comienza este gran concierto de plañideras que lloran juntos
contra la Francia... Plañideras del rey, de la nobleza, que
guardasteis la piedad para ellos, que no dedicasteis nada a los
millones de hombres que sufrieron, que perecieron también:
decidnos qué rango, qué blasón es necesario para que os hallemos
sensibles... Habíamos creído nosotros que, para merecer las
lágrimas de los hombres, ser hombre era bastante.
Así se puso en movimiento contra el pueblo únicamente, que
no quería más que la dicha del género humano, esta gran sacudida
de piedad. La piedad vino a ser una máquina de guerra, una
máquina de muerte. Y el mundo ha sido cruel a medida que ha sido
sensible. Sally y las otras plañideras han fomentado contra
nosotros la cruzada de los pueblos y de los reyes, cruzada que ha
arrojado a la Francia, acorralada entre todos, en la necesidad
homicida del Terror. ¡Piedad exterminado»! Piedad que ha costado
la vida a millones de hombres. Esta catarata de lágrimas que
salieron de sus ojos ha hecho correr en la guerra torrentes de
sangre.
Júzguese con qué delectación interior, con qué sonrisa de
complacencia la Inglaterra supo por los franceses, y los mejores,
los más sensibles, los verdaderos amigos de la libertad, que la
Francia era un país indigno de la libertad, un pueblo aturdido,
violento, que por debilidad de cerebro volvía fácilmente al crimen.
Niños brutales, funestos, que ensucian y rompen cuanto tocan...
Romperían el mundo entero seguramente si la sabia Inglaterra no
estuviera allí para castigarlos.
La partida no era, por tanto, igual en este proceso ante el
mundo, de la Revolución y los acusadores anglo-franceses. Ellos

466
mostraban desórdenes demasiado visibles. Y la Revolución
mostraba lo que no se verá aún: la perseverante traición de sus
enemigos, el intento deliberado, íntimo de las Tullerías, de la
emigración, del extranjero; el acuerdo de los traidores de dentro y
de fuera. Se negaba, se juraba, se ponía al cielo por testigo.
Suponer, sospechar así, calumniar, ¡oh, qué injusticia! Estos
inocentes que protestaban llegaron en 1835 a decir muy alto que
eran culpables.
Sí; nosotros podemos afirmarlo hoy sobre su testimonio con
toda seguridad: los Necker, los Sally, fueron simples, necios,
cuando afirmaron lo que luego el tiempo ha demostrado. Necios;
pero en esta necedad había corrupción. Estas cabezas débiles y
vanidosas habían sido trastornadas por sus equivocaciones,
corrompidas por las caricias, las adulaciones, la funesta amistad de
los enemigos de Francia.
La Francia revolucionaria que ha querido aparecerse tan
violenta, fue paciente en verdad. Por todas partes, en París, en la
calle de Saint-Jacques, en la de la Harpe, se imprimían, se ponían
a la vista los libros de los traidores, de un Colonne, por ejemplo,
admirablemente hechos a expensas de la corte; el libro furioso,
inmundo de Burke, tan violento como los de Marat; y si se le juzga
por los resultados, bastante más homicida.
Este libro es tan furioso que el autor olvida en cada página lo
que acaba de decir en la precedente, perjudicándose él mismo a
ciegas en sus propios razonamientos, mereciendo siempre el fin de
Mirabeau-Touneau, que murió de su misma violencia, arrojándose
a ojos cerrados sobre la espada de un oficial a quien él obligaba a
ponerse en guardia.
El exceso de furor que padece por no poder decir bastante
arroja a cada momento a su autor en esas bajas bufonerías que
envilecen al bufón mismo. «No hemos sido nosotros los ingleses
vacíos, recosidos, empajados como las aves disecadas de un
museo, con paja o trapos, con sucios retales de papel que ellos
llaman Derechos del hombre.» Y en otra parte: «La Asamblea
constituyente se compone de procuradores de aldea. No podrán
menos de hacer una constitución litigiosa ocasionada a pleitos que
puedan dar de sí buen número de golpes seguros...»'

467
He buscado con una simplicidad de que tengo vergüenza hoy,
si había allí algo de doctrina... No había más que injuria y
contradicción.
En la misma página dice: «El gobierno es una obra de
sabiduría humana. Y algunas líneas más abajo: «Es necesario que
el hombre sea limitado por alguna cosa fuera del hombre.» ¿Qué
cosa? ¿Un ángel? ¿Un Dios? ¿Un Papa? Volveríamos a los
maravillosos gobiernos de la Edad Media, a los políticos del
milagro.
Lo más divertido en Burke es su elogio de los frailes. No se
detiene en nada. Educado en Saint-Omer, formado para medrar,
parece acordarse (un poco tarde) de sus buenos maestros. La
protestante Inglaterra tiene el corazón enternecido con ellos por su
odio contra nosotros. La Revolución ha tenido de bueno que, al
aproximar y poner de acuerdo a sus enemigos, M. Pitt iría a misa.
Todos juntos, ingleses y frailes, se pondrían al unísono desde que
se tratara de cantar para Francia las vísperas sangrientas, cantando
en un mismo facistol.
Pitt defendió el libro de Burke, quiso crear una brecha eterna
entre los dos pueblos, ensanchar, ahondar el estrecho.
El odio de los ingleses hacia la Francia había sido hasta
entonces un sentimiento instintivo, caprichoso, variable. Desde
entonces fue el objeto de un culto sistemático que produjo
resultados maravillosos. Y aumentó, floreció.
El fondo estaba bien preparado. Sismondi, de ningún modo
desfavorable a los ingleses y que se había casado entre ellos, hace
esta observación muy justa sobre su historia en el siglo XVIII. Eran
tanto más belicosos, cuanto que jamás hacían la guerra. No la
hacían ni por ellos ni en su casa. Se creían inatacables; de ahí una
seguridad y egoísmo que les endurecía el corazón, los hacía
violentos, irritables contra todo lo que les resistía.
El cambio de esta disposición odiosa fue el progreso del odio,
la triste facilidad con que se dejaron llevar por sus magnates, sus
ricos a todos los extravíos que el odio inspira. Las buenas
cualidades de este pueblo laborioso, serio, reconcentrado se
volvieron todas al mal.

468
Una virtud desconocida en el continente y que, hay que
decirlo, sirvió con frecuencia demasiado a sus hombres los Pitt, los
Nelson y otros, fue la doggednnes, una especie de hidrofobia
muda, ese furor del perro que muerde sin saber lo que muerde y
que no huye jamás.
A mí este triste espectáculo no me inspira el odio por el odio.
No. Más bien piedad... ¿Pueblo hermano, pueblo que fue el de
Newton, el de Shakespeare, que no habría tenido piedad de veros
caer en esta credulidad baja, en esta deshonrosa deferencia por
nuestros enemigos comunes, los aristócratas, hasta creer y recibir
con respeto y confianza todo lo que decía el noble, el gentleman,
el lord contraías gentes cuya causa era la vuestra? Vuestra
miserable prevención por la que os menosprecian nos ha hecho
mucho mal, y a vosotros, a vosotros os ha perdido.
¡Ah! ¡Nunca sabréis lo que fue para vosotros el corazón de la
Francia! Cuando en Mayo del 90 uno de nuestros diputados,
hablando de Inglaterra, llegó a decir: «Nuestra rival, nuestra
enemiga» hubo en la Asamblea un rumor universal. Se prefería
abandonar a la España antes que mostrarse en desconfianza hacia
los ingleses.
Esto en el año 90, mientras el ministerio inglés y la oposición
lanzaban unidos el libro de Burke.
El efecto de esta pobre declamación fue inmenso en los
ingleses. Los clubs que se habían formado en Londres para
sostener los principios de nuestra Revolución fueron disueltos en
gran parte. El liberal lord Stantrope borró su nombre de sus libros
(Noviembre del 90). Numerosas publicaciones, hábilmente
dirigidas, multiplicadas hasta el infinito, vendidas a vil precio entre
el pueblo, lo volvieron contra nosotros, tan bien, que el 14 de Julio
de 1791 una reunión de ingleses celebró en Birmingham el
aniversario de la Bastilla y el populacho furioso fue a saquear, a
romper, a quemar los muebles a la casa de Priestley y su
laboratorio de química. El salió de este país ingrato y se fue a
América.
He aquí la fiesta que se hacía en Inglaterra al amigo de la
Francia. Y he aquí en el mismo año la fiesta que se hacía en Francia
a los ingleses.

469
En Diciembre del 91, nuestros jacobinos, presididos entonces
por los girondinos Isnard y Lazource, decidieron que las tres
banderas de la Francia, la Inglaterra y la de los Estados Unidos
fueran colgadas en las bóvedas de su salón y que los bustos de
Price y de Sidney fueran puestos al lado de los de Juan Jacques,
Mirabeau y Franklin. Se decretó el lugar de honor para un inglés,
diputado de los clubs de Londres. Le fueron dirigidas las
felicitaciones más tiernas en medio de los votos por una eterna
paz. Pero la unión hubiera parecido imperfecta si nuestras madres,
nuestras mujeres, las mediadoras del corazón no hubiesen venido
á enlazar las naciones uniendo sus manos.
Llevaron un regalo conmovedor, su trabajo: ellas mismas y
sus hijas habían tejido tres banderas para los ingleses, el gorro de
la libertad y la escarapela tricolor. Todo esto colocado a la vez en
un arca de alianza con la Constitución, la nueva Carta de Francia,
frutos de la tierra de Francia y espigas de trigo.

470
CAPITULO III
Matanza de Nancy (31 de Agosto de 1790)

El sacerdote y el inglés han sido la tentación de la Francia. —


Interpretación de los realistas y los constitucionales. — El rey de la burguesía,
M. de Lafayette, un anglo-americano. —Agitación del ejército. —Irritación de
los oficiales y de los soldados. —Persecución del regimiento de Chateau-vieux.
—Lafayette seguro de la Asamblea y de los jacobinos, se entiende con Bouillé
y le autoriza a dar un golpe. —Se provoca a los soldados (26 de Agosto del 90);
Bouillé marcha sobre Nancy, rechaza toda condición y da lugar al combate (31
de Agosto). —Matanza de los Varenses abandonados. —El resto ajusticiado o
enviado a galeras. —El rey y la Asamblea dan las gracias a Bouillé. —Loustalot
se muere (Septiembre).

El obstáculo de nuestra Revolución, como en todas las otras,


fue el egoísmo y el miedo. Pero el obstáculo especial que
caracteriza históricamente la nuestra, es el odio perseverante con
que la persiguió por toda la tierra el sacerdote y el inglés.
Odio funesto en la guerra, más fatal en la paz, asesino en la
amistad. Nosotros le sentimos todavía hoy.
Han sido para nosotros no solamente la persecución, sino lo
que es más demoledor, la tentación. A la multitud simple y crédula,
a la mujer, al campesino, el clérigo ha dado la opinión de la Edad
Media, llena de turbación y de malos sueños. El burgués ha bebido
el opio inglés con todos sus ingredientes de egoísmo, confortable
bienestar, libertad sin sacrificio; la libertad que resultaría de un
equilibrio mecánico, sin que el alma interviniese para nada; la
monarquía sin virtud, como la explica Montesquieu; garantizar sin
mejorar, garantizar sobre todo el egoísmo. He aquí la tentación.
Cuanto a la persecución, es esta historia la que debe contarla.
Comienza con una erupción de libelos de ambos lados del estrecho,
por las falsedades impresas. Continuará siempre por una emisión
no menos espantable de falsedades de otro género, falsas
monedas, falsos asignados. La gran fábrica de estas falsedades era
pública en Birmingham.

471
Esta nube de mentiras, de calumnias, de acusaciones
absurdas, como un ejército de insectos inmundos que el viento
arroja en el estío, tuvo su resultado inmediato, el de lanzar millones
de moscas punzadoras en los flancos de la Revolución para hacerla
furiosa y enloquecerla, después de obscurecer la luz, de ocultar tan
bien el día, que muchos tenidos por clarividentes andaban a tientas
en pleno mediodía.
Los débiles que hasta entonces iban por impulso, por
sentimiento, sin principios, perdieron el camino y se pusieron a
preguntar: ¿Dónde estamos? ¿A dónde vamos? El tendero
comenzó a dudar de una revolución que hacía emigrar a los
compradores. El burgués rutinario, casero, forzado a cada
momento a dejar su hogar al sonido del tambor, estaba irritado,
«quería acabar.» Parecido completamente en esto a Luis XVI,
hubiera sacrificado su interés, su trono si hubiera sido necesario,
antes que renunciar a sus costumbres.
Este estado de irritación, esta necesidad de reposo, de paz a
cualquier precio, llevó muy lejos a la burguesía y a M. de Lafayette,
el rey de la burguesía, hasta un desprecio sangriento que tuvo
sobre la marcha de los acontecimientos una influencia incalculable.
No se pierden tan fácilmente las ideas propias, los hábitos de
raza. M. de Lafayette, levantado por algún tiempo sobre sí mismo
por el movimiento de la Revolución, volvía poco a poco a ser el
marqués de Lafayette. Quería ayudar a la reina y atraerla, quería
complacer también, no hay manera de dudarlo', a madame de
Lafayette, mujer excelente, pero devota, entregada como tal a las
ideas retrógradas, y que hacía decir diariamente misa en su capilla
por un clérigo no juramentado. A estas influencias íntimas de la
familia, añadid su parentela, toda ella aristocrática, su primo M. de
Bouillé, sus amigos, todos ellos grandes señores; en fin, su estado
mayor, formado de nobleza y de aristocracia burguesa. Bajo una
apariencia firme y fría no estaba menos ganado, cambiado a la
larga por estas amistades contrarrevolucionarias. Una cabeza
mayor aún no hubiera resistido.
La federación del Campo de Marte puso el coronamiento a
esta embriaguez. Una multitud de gente fervorosa y honrada que
tanto había oído hablar de Lafayette en sus provincias y que al fin

472
tenían la dicha de verle, dio el espectáculo más ridículo; le
adoraban, así como se dice; le besaban las manos y las botas.
Nada más sensible que un dios, y por esto nada más irritable:
la situación misma era por demás irritante. Estaba llena de
contrastes, de alternativas violentas. El dios se veía obligado, en
los azares del tumulto, a hacerse comisario de policía, gendarme si
era preciso; una vez le ocurrió, no obteniendo obediencia alguna,
tener que prender por su propia mano a un hombre y llevarlo él
mismo a la prisión.
La grande y soberana autoridad que hubiera envalentonado a
Lafayette y le hubiera contenido en sus pruebas era lo de
Washington, pero le faltó completamente. Washington era, como
es sabido, el jefe del partido que quería fortalecer en América la
unidad de gobierno. El jefe del partido contrario, Jefferson, babia
contribuido mucho a aumentar el impulso de nuestra Revolución.
Washington, a pesar de su extremada discreción, no ocultaba á
Lafayette su deseo de haberla podido contener. Los americanos,
salvados por la Francia y temiendo ser llevados por ella demasiado
lejos contra los ingleses, habían creído prudente reconcentrar su
reconocimiento sobre dos individuos: Lafayette y Luis XVI.
No comprendieron bastante nuestra situación y estuvieron
demasiado con el rey contra la Francia. Una cosa además los enfrió,
en la que no habíamos podido soñar, pero que hería su comercio:
la decisión de la Asamblea sobre los tabacos y los aceites.
Los americanos, tan firmes contra Inglaterra en todo negocio
de interés, son débiles partidarios suyos en las cuestiones de ideas.
La literatura inglesa es siempre su literatura. La cruel guerra de
prensa que nos hacían los ingleses influyó sobre los americanos, y
por ellos sobre Lafayette. Por lo menos no le sostuvieron en sus
primitivas aspiraciones republicanas. Emplazó este alto ideal, se
allanó al menos provisionalmente, a las ideas inglesas, a un cierto
eclecticismo bastardo angloamericano. Americano él de ideas, era
inglés de cultura y hasta un poco por el semblante y el aspecto.
Por esta interinidad inglesa, por este sistema de realeza
democrática o de democracia real que, decía él, no era buena más
que por unos veinte años, hizo una cosa decisiva, que pareció
detener la Revolución y la precipitó.

473
Retrocedamos a los antecedentes:
Desde el invierno del 90, el ejército fue trabajado por dos
puntos a la vez; de un lado por las sociedades patrióticas; del otro
por la corte, por los oficiales, que probaron como se ha visto a
persuadir a los soldados de que habían sido ofendidos en la
Asamblea nacional.
En Febrero la Asamblea aumentó el sueldo en algunas
monedas. En Mayo el soldado no había recibido nada de este
aumento que vino a ser insignificante, empleado casi totalmente
en imperceptible añadido a las raciones de pan.
Retardo largo y resultado nulo. Los soldados se creyeron
robados. Hacía tiempo que acusaban de poca delicadeza á los
oficiales, porque no daban cuenta alguna completa de las cajas de
los regimientos. Lo seguro es que los oficiales eran, por lo menos,
contadores muy descuidados, muy distraídos, enemigos de
escrituras y recibos y pésimos calculadores. En los últimos años,
sobre todo, con la pesadez universal de la antigua administración,
la contabilidad militar parecía no existir. Citaré un regimiento: M.
de Chatelet, coronel del regimiento del rey, ni contaba ni
inspeccionaba.
Los soldados de M. de Bouillé formaron comités, escogieron
diputados que reclamaran cerca de los superiores, por lo pronto
con moderación, sobre las retenciones que se habían hecho: «Las
reclamaciones eran justas, aquello iba derecho.»
El añadía que entonces parecieron injustas y exorbitantes.
¿Quién sabe? Con una contabilidad tan irregular ¿quién podía hacer
bien el cálculo?
Brest y Nancy fueron el teatro principal de esta extraña
disputa, en la que el oficial, el noble, el gentilhombre eran acusados
como estafadores.
Los oficiales recriminaron violentamente. Fuertes en su
posición de jefes y en su superioridad en la esgrima, no perdonaron
ninguna insolencia al soldado, y al burgués amigo del soldado.
No se batían con el soldado, pero lanzaban contra el maestro
de armas espadachines pagados, que seguros de sus golpes le
ponían en la alternativa o de una muerte cierta o de retroceder,
quedando en ridículo.

474
Se halló uno en Metz, que, disfrazado por los oficiales, pagado
por ellos a tanto por cabeza, iba por las noches ya vestido de
guardia nacional, ya de burgués, a insultar, a herir y a matar. El que
rehusaba habérselas con esta espada infalible, era al día siguiente
proclamado cobarde en el cuartel, y burlado como un objeto de
diversión y de chacota insufrible.
Los soldados hicieron por coger al farsante, reconocerlo,
hacerle decir los nombres de los oficiales que le prestaban sus
disfraces. No se le hizo daño, se le castigó solamente con ponerle
una gorra de papel y en ella su nombre: Iscariote.
Los oficiales descubiertos pasaron la frontera y entraron
como tantos otros en los cuerpos que Austria dirigía contra
Brabante.
Así se realizaba la división nacional. El soldado se acercaba al
pueblo, los oficiales se unían al extranjero.
Las federaciones fueron una ocasión nueva para que la
división estallara.
Los oficiales se desenmascararon cuando se les exigió el
juramento. Impuesto por la Asamblea, retardaron el momento de
prestarlo, y cuando lo hicieron aparentaron una ligereza que
contribuyó a aumentar el desprecio y el odio que tenía el soldado
hacia sus jefes. Así quedaron los oficiales envilecidos. He aquí el
estado del ejército, su guerra interior. Y la guerra exterior estaba
muy próxima. El último estallido fue en Julio, cuando el rey acordó
permitir el paso de los austriacos que querían ahogar la revolución
de los Países Bajos. El paso o la permanencia... ¿Quién sabe si se
quedarían o no, si el buen hermano Leopoldo alojaría
fraternalmente a Mezieres o Givet?... La población de los Ardennes,
no fiándose en manera alguna de un ejército tan dividido ni de
Bouillé que lo mandaba, quiso defenderse por sí misma.
Treinta mil guardias nacionales se aterraron; marcháronse
con los austriacos en cuanto se supo que la Asamblea nacional
había negado el paso.
Los oficiales, por el contrario, no ocultaban delante de los
soldados la alegría que les inspiraba el ejército extranjero. A uno
que preguntaba si realmente los austriacos llegarían: «Sí, le dijo un
oficial, vienen y es para castigaros.»

475
Sin embargo, los duelos continuaban de una manera
aterradora. Se los empleaba como en Lille para la extinción del
ejército. Se aprovechaban las disputas, las vanas rivalidades que
surgen entre los cuerpos, frecuentemente sin que se sepa por qué.
En Nancy iban a batirse mil quinientos contra otros mil quinientos;
un soldado se arrojó entre ellos, los obligó a explicarse y les hizo
volver la espada a la vaina.
Se daban despedidas en conjunto (¡al frente del enemigo!);
muchos soldados eran reenviados de una manera infamante, con
cartuchos vacíos.
Estas eran las cosas allí, cuando el regimiento del Rey estaba
en Nancy con otros dos (Mostré de Camp y Chateuvieux, un
regimiento suizo), acordándose pedir cuentas a los oficiales y
haciéndolas pagar. Esto tentó a Chateuvieux. El 5 de Agosto envió
dos soldados al regimiento del Rey para pedir razón sobre el
examen de las cuentas. Estos pobres suizos se creían franceses,
querían portarse como franceses; se les recordó grosera y
cruelmente que eran suizos. Sus oficiales, en términos de
capitulación, eran sus jefes supremos para la vida y para la muerte.
Oficiales, jueces, señores y dueños los unos, patronos de las
poblaciones soberanas de Berna y Friburgo los otros, señores
feudales de Vaud y de otros países sometidos, que daban a sus
vasallos lo que ellos recibían en desprecio de Berna. La conducta
de sus soldados les pareció tres veces culpable: soldados
sometidos y vasallos nunca podían ser castigados todo lo
cruelmente que merecían. Y los dos soldados enviados fueron
baqueteados vergonzosamente en plena parada. Los oficiales
franceses presenciaron esto y lo admiraron. Luego felicitaron a los
oficiales suizos por su inhumanidad.
No habían ellos calculado cómo tomaría esto el ejército. La
emoción fue violenta. Los franceses todos sintieron el golpe que
daban a los suizos.
Este regimiento de Chateuvieux era y merecía ser querido del
ejército francés. El fue el que en 14 de Junio del 89, formado en el
Campo de Marte cuando los parisienses iban a tomar las armas a
los Inválidos, declaró que jamás dispararía sobre el pueblo.

476
Evidentemente su negativa paralizó á Besenval y dejó a París libre
y dueño de marchar sobre la Bastilla.
¡No hay que admirarse! Los suizos de Chateuvieux no eran de
la Suiza alemana, sino hombres del país de Baud, de los campos de
Lausana y de Ginebra. ¿Hay algo más francés en el mundo?
Hombres de Baud, hombres de Ginebra y de Saboya:
nosotros os dimos a Calvino; vosotros nos disteis á Rousseau. Que
esto sea entre nosotros un sello de alianza eterna. Vosotros os
declarasteis nuestros hermanos desde la primera mañana, desde
el primer día, desde el momento verdaderamente formidable en
que nadie podía prever la victoria de la libertad.
Los franceses fueron a acoger a los dos suizos castigados por
la mañana, los vistieron con sus trajes, les cubrieron la cabeza, les
pasearon por la ciudad y obligaron a los oficiales suizos a dar a
cada uno de los dos soldados cien luises de indemnización.
El movimiento de indignación no fue al pronto más que un
estallido de buenos sentimientos, de equidad, de patriotismo; pero
dado el primer paso, obligados una vez los oficiales a pagar aquella
indemnización y una vez amenazados, siguieron naturalmente
otras violencias.
Los oficiales, en lugar de dejar las cajas de los regimientos en
el cuartel, donde según los reglamentos debían estar, las habían
puesto en casa del tesorero, y decían de un modo insultante que
ellos las harían guardar por la mariscalía como amenazadas de
ladrones. Los soldados a su vez y en desquite, decían que era muy
de temer que los oficiales se llevaran las cajas y se pasaran al
enemigo. Pusiéronlas, pues, en el cuartel. Estaban poco menos que
vacías. Nuevo motivo de acusación. Los soldados hicieron dar a
cuenta de los que se les debía cantidades con las cuales los
franceses obsequiaron -a los suizos y los suizos a los franceses y
después a los pobres de la ciudad.
Estas orgías militares no entrañaban ningún desorden grave,
si hemos de creer el testimonio de los guardias nacionales de
Nancy ante la Asamblea. Sin embargo, tenían algo de alarmante.
La situación exigía un pronto remedio.
Ni la Asamblea ni Lafayette comprendieron lo que era
necesario hacer.

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Lo que hubiera debido comprenderse al momento es que de
ningún modo eran aplicables las reglas ordinarias. El ejército no era
sólo un ejército. Había allí dos pueblos, uno enfrente de otro, dos
pueblos enemigos, los nobles y los que no eran nobles. Estos
últimos, los soldados, habían vencido por la Revolución; por ellos
se había realizado ésta. Creer que los vencedores continuarían
obedeciendo a los vencidos, quienes además los insultarían, era
creer una insensatez. Bastantes oficiales se habían pasado ya al
enemigo; los que quedaban habían aplazado, declinado el
juramento cívico. Era realmente dudoso que el ejército hubiera
podido obedecer a los amigos del enemigo.
Una sola cosa había razonable, practicable, la que aconsejaba
Mirabeau: «Disolver el ejército, reconstituirlo.» La guerra no era
eminente porque no hubiese habido tiempo de hacer esta
operación. El obstáculo, el grave obstáculo era que los poderosos
de la época, Mirabeau mismo, Lafayette, los Lameth, todos estos
revolucionarios y al mismo tiempo gentiles hombres no habrían
escogido y nombrado oficiales más que entre los gentiles hombres.
El prejuicio, la tradición, eran demasiado fuertes en favor de éstos;
no se reconocía espíritu alguno militar en las clases inferiores; no
se adivinaba en manera alguna la multitud de verdaderos hombres
que había en el pueblo.
Lafayette fue quien por su amigo el diputado Eumery puso a
la Asamblea en situación de tomar las falsas y violentas medidas
que tomó contra el ejército, mostrándose parte y no juez; parte en
provecho de la contrarrevolución.
El 6 de Agosto Lafayette hizo proponer por Eumery y decretar
por la Asamblea que para realizar las deudas y revisar las cuentas
de los oficiales, el rey nombraría inspectores escogidos entre los
oficiales, y que no se infringiría a los soldados expulsiones
ignominiosas sino después de un juicio según las fórmulas
antiguas, es decir, celebrado por los oficiales. El soldado tenía su
recurso de apelación en el rey, es decir, en el ministro (oficial
también), o bien en la Asamblea nacional, que aparentemente iba
a dejar sus inmensos trabajos para hacerse juez de los soldados.
Este decreto no era más que un arma que se manejaba. Se
tenía miedo de dar un golpe. Dado el decreto el 6, fue sancionado

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el 7 por el rey. El 8, M. de Lafayette escribía a M. de Bouillé que
debía dar el golpe. Esta es la misma frase de que él se sirve y que
repite muchas veces.
M. de Lafayette no era de manera alguna sanguinario. No es,
pues, su carácter lo que se censura aquí, sino su inteligencia.
Se imaginaba él que este golpe violento, pero necesario, iba
a restablecer para siempre el orden. El orden ya restablecido
permitiría al fin dejar hacer y que funcionase la máquina, la bella
máquina constitucional, la democracia real que él miraba como su
obra, que amaba y defendía con el amor propio de autor.
Y este primer acto, tan útil al gobierno constitucional, iba a
ser realizado por el enemigo de la Constitución, M. de Bouillé, que
había dilatado cuanto había podido prestarle el juramento y que le
guardaba rencor por estar personalmente resentido contra los
soldados, que muy recientemente no habían tenido en cuenta sus
órdenes y le habían obligado a pagar una parte de lo que se les
debía. Estaba bien allí un hombre calmoso, imparcial,
desinteresado, a quien se le podía confiar una misión de rigor; ¿no
habría que temer que esto fuese ocasión de una venganza
personal?
M. de Bouillé mismo dijo que tenía un plan secreto. Dejar que
se desorganizara la parte mayor del ejército, tener seguros y bajo
una mano firme, algunos cuerpos, sobre todo extranjeros. Es claro;
con estos últimos se podría anular a los otros.
Para utilizar a tal hombre con toda seguridad, sin
comprometerse, Lafayette se dirigió directamente a los Jacobinos,
a cuyos jefes enteró del peligro de una vasta insurrección militar.
¡Hecho curioso! Los diputados jacobinos, cuyos emisarios no
habían contribuido menos a sublevar las tropas, votaron contra
ellas en la Asamblea nacional. Todos los decretos depresivos
fueron votados por unanimidad.
La corte llegó a envalentonarse, hasta el punto de no haber
temido confiar a Bouillé el mando de las tropas en toda la frontera
del Este, desde Suiza hasta la Sambre. Verdad es que estas tropas
no eran muy seguras, no pudiendo contar completamente de ellas
más que con veinte batallones de infantería, alemanes o suizos;
pero en cambio tenía mucha caballería, veintisiete escuadrones de

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húsares alemanes y treinta y tres escuadrones de caballería
francesa. Además, se dio orden a todos los cuerpos administrativos
de ayudar y apoyar a Bouillé a todo trance.
Lafayette, para asegurar mejor el éxito, escribió
fraternalmente a los guardias nacionales y envió dos de sus ayudas
de campo; uno de éstos se hizo ayuda de campo de Bouillé y el otro
trabajó para adormecer a la guarnición de Nancy y tranquilizar a
los guardias nacionales.
Bouillé, que ha explicado él mismo su plan de campaña, deja
entrever muchas cosas cuando dice que quería asegurarse por
Montmedy una comunicación con el Luxemburgo y el extranjero.
En su carta del 8 de Agosto Lafayette decía a Bouillé que para
inspector de cuentas se enviaba a Nancy un oficial, M. D'
Malseigne, a quien se hizo venir expresamente de Besaluzon.
Era esta una elección bien amenazadora. Malseigne pasaba
por ser un hombre demasiado bravo, maestro en esgrima, muy
fogoso y muy provocativo. Extraño inspector de cuentas.
Seguramente las saldaría a sablazos. Convenía que se le enviara
solo para expresar claramente el reto.
Entretanto los soldados habían escrito a la Asamblea
nacional; pero la carta fue interceptada. Enviaron entonces algunos
soldados para llevar una segunda carta y Lafayette los hizo detener
a su llegada a París.
En cambio, se presentó a la Asamblea la acusación contra los
soldados enviados por la municipalidad de Nancy, que era adicta a
los oficiales.
Eumery sostuvo pérfidamente que el suceso de Chateuvieux
había tenido lugar después de haber sido proclamado el decreto de
la Asamblea del día 6. Expuesto así el asunto, sin hacer mención de
la fecha del suceso, parecía una violación del decreto, no violado,
puesto que era desconocido en Nancy, toda vez que fue
proclamado en París horas después del mismo día. Así se presentó
como violando el decreto del 6 una insurrección de los soldados de
Metz que había tenido lugar muchos días antes.
Por medio de esta exposición artificiosa y mentirosa, se
arrancó a la Asamblea un decreto apasionado e indigno que era
una condenación de los soldados; por este decreto debían declarar

480
su error y arrepentirse por escrito, es decir, debían entregar a su
adversario pruebas escritas contra ellos. El decreto fue aprobado
por unanimidad, sin que nadie hiciera la menor observación.
El 26 llegó Malseigne á Nancy armado del decreto. El orden
estaba ya restablecido, pero Malseigne turba, irrita y embrolla. En
lugar de apaciguar comienza por injuriar; en lugar de establecerse
pacíficamente en el municipio, se va al cuartel de los suizos y
rehúsa escuchar a los que reclamaban contra los jefes: «¡
juzgadlos!», le gritaban; quieren salir y se lo impiden. Entonces
retrocede tres pasos, saca la espada y hiere a muchos hombres-.
Salta su espada, y tomando otra sale a través de aquella multitud
furiosa que, sin embargo, respetó su vida.
Se había conseguido lo que se quería, una bonita
provocación, todo cuanto podía parecer una violación y un
desprecio de los decretos de la Asamblea. Los suizos estaban
comprometidos terriblemente.
Bouillé, para darles pretexto a agravar su causa, les ordenó
salir de Nancy; salir era entregarse, no sólo a Bouillé, sino a sus
jueces, a sus jefes, o, mejor dicho, a sus verdugos; sabían
perfectamente los atroces suplicios que sus oficiales les
preparaban y no salieron de la ciudad.
Bouillé no tenía más que obrar. Escogió tres mil hombres de
infantería y mil cuatrocientos de caballería, todos o casi todos
alemanes. Para dar algún carácter nacional a aquel ejército de
extranjeros, los ayudas de campo de Lafayette recorrieron los
alrededores reclutando guardias nacionales. Lograron reunir
setecientos aristócratas o lafayettistas, que siguieron a Bouillé y se
mostraron muy violentos y muy furiosos. Pero la masa de los
guardias nacionales (cerca de dos mil) no se dejaron engañar,
comprendiendo que luchar al lado de Bouillé era luchar contra la
Revolución, y se reunieron en Nancy.
Los carabineros de Luneville, donde se había refugiado
Malseigne, se preocuparon también de la ejecución sangrienta que
se preparaba; ellos mismos entregaron a Malseigne a sus
camaradas, obligándole a entrar en Nancy en ropas menores,
babuchas y gorro de dormir.

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Bouillé observó una extraña conducta. Escribió a la Asamblea
rogándole le enviasen dos diputados que pudieran ayudarle a
arreglar las cosas, y el mismo día, sin esperar, parte para
arreglarlas él mismo a cañonazos.
El 31 de Agosto, el día mismo del exterminio, se leía en la
Asamblea esta carta pacífica. Eumery y Lafayette intentaron hacer
decretar: «Que la Asamblea aprueba lo que Bouillé hace y haga.»
Una diputación de la guardia nacional de Nancy se encuentra
allí felizmente para protestar, y entonces Barnave propuso e hizo
adoptar un acuerdo firme y paternal en el que la Asamblea
prometía juzgar imparcialmente... ¡Juzgar!, sería un poco tarde;
para entonces una de las dos partes no existiría.
Bouillé partió de Metz el 28, de Toul el 29 y el 31 llegó cerca
de Nancy. Tres diputaciones de la ciudad, a las once de la mañana
y a las tres y las cuatro de la tarde llegaron ante él y le preguntaron
sus condiciones.
Los diputados eran soldados y guardias nacionales (Bouillé
dijo que era un populacho porque no tenían uniformes). A la cabeza
de las diputaciones habían puesto los soldados a individuos del
municipio, quienes temblando de miedo cuando se encontraron
junto a Bouillé no quisieron volver a la ciudad y permanecieron a
su lado, dándole autoridad con su presencia y con el terror que
demostraban por volver a Nancy.
Las condiciones del general eran exigir que los regimientos
salieran inmediatamente, que entregasen a su prisionero
Malseigne y cada regimiento cuatro de sus soldados; esto era duro
y deshonroso para los franceses, pero era horrible para los suizos,
que sabían no irían jamás al juicio de la Asamblea, sino que en
virtud de las capitulaciones sus jefes los reclamarían para
colgarlos, someterlos vivos al tormento de la rueda o matarlos a
palos,
Los dos regimientos franceses se sometieron, libertaron a
Malseigne y comenzaron a salir de la ciudad. Quedó el pobre
Chateuvieux solo, con su pequeño número de batallones: alguno
de los nuestros, por lo tanto, se avergonzaron de abandonarle;
muchos valientes guardias nacionales de la comarca de Nancy
vinieron también a ponerse al lado de los suizos para compartir su

482
suerte. Todos juntos ocuparon la puerta de Stainville, la única que
había sido fortificada.
Si Bouillé hubiera querido ahorrar sangre, no hubiera tenido
que hacer más que una cosa: detenerse un poco a distancia,
esperar que los regimientos franceses hubieran salido, después
hacer entrar algunas tropas por las otras puertas y poner así a los
suizos entre dos fuegos; los hubiera copado sin combate.
Pero entonces ¿dónde estaba su gloria? ¿Dónde el golpe
imponente que la corte y Lafayette habían esperado de Bouillé?
El mismo refiere dos cosas que le hacen muy poco favor,
volviéndose en contra suya: Primeramente, que avanzó hasta
treinta pasos de la puerta, es decir, que puso cara a cara y en
contacto enemigos rivales, suizos y suizos que no podían dejar de
injuriarse, de provocarse, de llamarse mutuamente traidores.
Además, que él dejó la cabeza de la columna para hablar a
diputados que hubiera podido fácilmente hacer llegar hasta él: su
ausencia tuvo el efecto natural que era de esperar: se lanzaron
injurias, gritos, disparos.
Los de Nancy dicen que comenzó por los húsares de Bouillé;
Bouillé acusa a los soldados de Chateuvieux. Apenas se
comprende, por lo tanto, cómo éstos en tan grande peligro se
decidieron a provocar. Querían usar los cañones; un joven oficial
bretón, Dèrilles, tan atrevido como obstinado, se sentó sobre un
cañón; arrojado de allí, volvió a abrazarlo de nuevo: grave incidente
que permitía a los de Bouillé avanzar: no se le pudo arrancar del
cañón sino a bayonetazos.
Bouillé acudió, se hizo dueño de la puerta, lanzó sus húsares
en la ciudad a través de un fuego de fusilería muy nutrido que
partía de todas las ventanas. No era solo Chateuvieux el que tiraba
ni solamente los guardias nacionales de la comarca, sino la. mayor
parte de la población pobre que se había declarado por los suizos.
Sin embargo, los oficiales de los dos regimientos franceses
siguieron el ejemplo de Dèrilles y con más suerte, porque llegaron
a retener las tropas en los cuarteles. Desde entonces Bouillé no
podía menos de venir.
Por la tarde, restablecido el orden, los regimientos franceses
habían partido, los suizos de Chateuvieux quedaban mitad

483
muertos mitad prisioneros. Los que no se rindieron al punto,
fueron al cabo hallados en los días siguientes y degollados. Tres
días después se cogió todavía a uno y fue cortado en pedazos en el
mercado; diez mil testigos lo pudieron ver.
Después de la matanza la ciudad vio un espectáculo más
vergonzoso aún, un suplicio inmenso. Los oficiales suizos no se
contentaron con diezmar lo que quedaba de sus soldados; había
habido muy pocas víctimas: hicieron ahorcar a veintiuno. Esta
atrocidad duró todo un día, y para coronar la fiesta el soldado que
bacía el número 22 fue enrodado.
Lo innoble, lo infame para nosotros es que estos Nerones
bajan condenado aún después de esto cincuenta suizos a galeras
(probablemente todos los que quedaban con vida). Nosotros
recibimos a estos galeotes; nosotros tuvimos la noble misión de
conducirlos j de guardarlos en Brest.
Estas gentes que no habían querido tirar sobre nosotros el 14
de Julio, tuvieron por recompensa nacional un presidio en Francia.
El mismo día 31 de Agosto, ya lo hemos dicho, la Asamblea
había hecho la promesa pacífica de una justicia imparcial.
Anteriormente había votado dos comisarios pacificadores; Bouillé
que los había pedido, no los oyó, había hecho superfluo el proceso
exterminando una de las partes. La Asamblea, siquiera en
apariencia, debió desautorizar a Bouillé.
No, al contrario... La Asamblea, a propuesta de Mirabeau, dio
las gracias a Bouillé por su conducta; votó recompensas a los
guardias nacionales que le siguieron, honores fúnebres a los
muertos en el Campo de Marte y pensiones a sus familias.
Luis XVI no mostró en esta ocasión el honor al carácter que
le era habitual. El gran deseo de ver restablecido el orden, hizo que
tuviera suma satisfacción de este aflictivo pero necesario
escarmiento. Dio las gracias a Bouillé por su buena conducta y le
animó a continuar. «Esta carta, dice Bouillé, pinta la bondad, la
sensibilidad de su corazón.»
«¡Ah!, dice el elocuente Loustalot; no fue aquélla la palabra
de Augusto, cuando al oír el relato de la sangre vertida, golpeaba
su cabeza contra el muro diciendo: ¡Varo, trae mis legiones!»

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El dolor de los patriotas fue grande por este suceso. Loustalot
no resistió. Este joven, que apenas salido del foro de Burdeos había
llegado en dos años a ser el primero de los periodistas, el más
popular seguramente (pues que sus Revoluciones de París llegaron
a alcanzar tiradas de 200.000 ejemplares), probó que era también
el más sereno de todos, el que llevaba más arraigado en el corazón
la libertad. Vivía de ella, moría de su muerte.
Este golpe le hizo creer que se alejaba por largo tiempo para
todos, la esperanza de la patria. Escribió su última hoja llena de
elocuencia y de dolor, un dolor varonil, sin lágrimas, pero más
agudo, cuanto que era de aquellos dolores a los que no se
sobrevive. Algunos días después de la matanza, murió a la edad de
veintiocho años.

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CAPITULO IV
Los Jacobinos

Peligro de la Francia. —El suceso de Nancy hace sospechosa a la guardia


nacional. —Nuevos trastornos en el Mediodía. —Federación
contrarrevolucionaria de Jales—El rey consulta al Papa; protesta dirigida al rey
de España (6 de Octubre de 1790). —Acuerdo de la Europa contra la Revolución
— La Europa obtiene una fuerza moral del interés que inspira Luis XVI. —
Necesidad de una grande asociación de vigilancia. —Origen de los jacobinos
(1789). —Ejemplo de una federación jacobina. — Qué clases reclutaban los
jacobinos. —¿Tenían un credo terminante? —¿En qué modificaban el antiguo
espíritu francés? - Formaban un cuerpo de vigilantes y acusadores; una
inquisición contra otra inquisición. —La sociedad de París es por lo pronto una
reunión de diputados (Octubre del 98). —Prepara las leyes y organiza una
policía revolucionaria. — La Revolución toma de nuevo la ofensiva (Septiembre
del 90). —Fuga de Necker—Terror de los nobles duelistas. - Los jacobinos le
oponen el terror del pueblo—El palacio de Castries saqueado (13 de Noviembre
de 1790).

La matanza de Nancy es una era verdaderamente funesta, de


la que se podría hacer datar los primeros comienzos de divisiones
sociales que más tarde, desenvueltas con el industrialismo, han
llegado en nuestros días a ser el grande obstáculo, el atolladero
real de la Francia, el secreto de su debilidad, la esperanza de sus
enemigos.
La aristocracia europea, su gran agente, la Inglaterra deben
dar gracias aquí a su buena fortuna. La Revolución tendrá un brazo
en cabestrillo y sólo con el otro podrá luchar contra ellas.
Este pequeño combate de Nancy tuvo los efectos de una gran
victoria moral. Hizo sospechosas de aristocracia a las dos fuerzas
que acababa de crear la Revolución, sus propias municipalidades
revolucionarias, su guardia nacional.
Se dijo, se repitió, se creyó y aún lo creen muchos, que la
guardia nacional había combatido por Bouillé, y sin embargo ya
hemos visto que, con las cartas de Lafayette, con los esfuerzos de
sus ayudantes de campo, enviados expresamente de París, Bouillé
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no pudo reunir, en una ruta bastante larga, más que setecientos
guardias nacionales, probablemente nobles, o sus arrendadores,
sus guarda-bosques, etc. Pero los verdaderos guardias nacionales,
los paisanos propietarios de la comarca de Nancy, formando ellos
solos dos mil hombres, tomaron parte por los soldados, y a pesar
del abandono de los dos regimientos franceses, tiraron sobre
Bouillé.
Por último, al saberse que los austríacos habían obtenido el
pasaje, treinta mil guardias nacionales se habían puesto en
movimiento.
Cosa extraña. Fueron principalmente los amigos de la
Revolución los que dieron fuerza y crédito a este rumor, que la
guardia nacional se había decidido por Bouillé. Su odio hacia
Lafayette, hacia la aristocracia burguesa que tendía a aumentar su
fuerza con la guardia nacional de París, les hizo escribir, imprimir,
divulgar lo que la contrarrevolución quería hacer creer en Europa.
La conclusión fue para la Europa, que era necesario que la
Revolución francesa fuera una cosa muy execrable para que las dos
fuerzas creadas por ella, la guardia nacional y las municipalidades,
se volvieran en contra suya.
¡Lafayette armando á Bouillé! ¡La autoridad revolucionaria no
pudiendo restablecer, el orden más que con la espada de la
contrarrevolución! ¿Qué cosa más abonada para persuadir que
ésta, la contrarrevolución, era la verdadera fuerza, que era el
verdadero partido social? El rey, los sacerdotes, los nobles se
afirmaron más en la convicción de que ellos tenían sobre la
legitimidad de su causa. Se entendieron y se aproximaron;
divididos e impotentes en el período anterior, quieren unirse en
éste fortaleciéndose mutuamente.
Las asociaciones que se creía habían muerto, volvieron a
levantar fieramente la cabeza. El Parlamento de Tolosa anula los
procesos formados por una municipalidad contra los que
despreciaban la escarapela tricolor. La Cámara de subsidios
concedía ganancias a los que rehusaban los pagos asignados. ¡Los
cobradores no los quieren!
Los arrendatarios generales prohíben a sus dependientes que
los reciban. Rechazar la moneda de la Revolución es el medio más

487
sencillo de sitiarla por hambre, de obligarla a la bancarrota y de
vencerla sin combate.
Pero los fanáticos quieren el combate; todo esto es para ellos
muy lento. Los de Montauban persiguen a pedradas a las patrullas
de un regimiento patriota. En uno de los mejores departamentos,
el de Ardeche, los de la emigración, los Froment, los Astraique,
organizan un vasto y atrevido complot para emplear las fuerzas de
la guardia nacional contra ella misma, para convertir las
federaciones en instrumento de la ruina del espíritu que las creó.
Se llama a una fiesta federativa, cerca del castillo de Jalés, a
los guardias nacionales de Ardeche, de Herault y de Lozére, bajo el
pretexto de renovar el juramento cívico. Hecho esto, al concluir la
fiesta el comité federativo, los alcaldes y los oficiales de guardias
nacionales, los diputados del ejército suben al castillo de Jales y
allí determinan que el comité será permanente, que quedará
constituido en cuerpo autorizado, asalariado, que será el punto
central de los guardias nacionales, que entenderá en las peticiones
del ejército, que liará rendir las armas a los católicos de Nimes, etc.
Y todo esto no tenía la más pequeña parte de conspiración
aristocrática oculta. Había una base de fanatismo popular.
Guardias nacionales tenían en el sombrero la cruz de las
hermandades del Mediodía; batallones enteros llevaban la cruz por
bandera. Un-tal abate Labastida, general de los cruzados, teniendo
cinco guardias de corps por ayudantes de campo, caracoleaba
sobre un caballo blanco excitando a los paisanos a marchar sobre
Nimes para liberar a sus hermanos prisioneros, mártires de la fe.
La Asamblea nacional, advertida y alarmada, dio un decreto
para disolver esta Asamblea de Jalés, decreto tan poco eficaz que
la Asamblea duraba aún en la primavera.
La idea que cundía afirmándose en los espíritus de que una
gran parte de la guardia nacional era favorable a la
contrarrevolución, debió contribuir más que otra cosa alguna a
hacer salir al rey de sus vacilaciones y a hacerle realizar en Octubre
dos actos decisivos. Se encontraba en esta época
irrevocablemente firme en la cuestión religiosa, la que más
vivamente le tocaba al corazón. En Julio había consultado al obispo
de Clermont "para saber si podría sancionar la constitución del

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clero sin peligro para su alma. A fines de Agosto había hecho la
misma pregunta al Papa. Aunque el Papa no diera una respuesta
clara, temiendo irritar a la Asamblea y hacer precipitarla reunión de
Aviñón, no pudo caber duda “que en Septiembre el Papa hizo saber
al rey su vivísima desaprobación de los actos de la Asamblea. El 6
de Octubre Luis XYI envió al rey de España, su pariente, una
protesta contra todo lo que pudieran obligarle a sancionar. Adoptó
en seguida la idea de la huida, que siempre había rechazado hasta
entonces, no una huida pacífica a Rouen como la había aconsejado
Mirabeau, sino una huida al Este en son de guerra para volver a
mano armada.
Este proyecto va recomendado siempre por Breteuil, el
hombre del Austria, el hombre de María Antonieta; fue reproducido
en Octubre por el obispo de Pamiers que le hizo agradable al rey y
obtuvo plenos poderes para Breteuil de tratar con las potencias
extranjeras, y fue reenviado a París para entenderse con Bouillé.
Estas negociaciones, comenzadas por el obispo, fueron
continuadas por M. de Fersen, un sueco muy personalmente, muy
tiernamente adicto a reina hacía largos años, que había venido
expresamente de Suecia y le era muy querido.
España, el emperador y la Suiza respondieron
favorablemente, prometiendo recursos.
España e Inglaterra, que parecían próximas a hacer la guerra,
hicieron traición el 27 de Octubre.
El Austria no tardó en unirse con los turcos, la Rusia con la
Suecia. De manera que en algunos meses la Europa se encontró
reunida de un lado y la Revolución sola del otro.
Procedamos con orden y método. Es bastante matar una
revolución por año. Este año la de Brabante; el año próximo la de
Francia.
¡Hermoso espectáculo! La Europa contra el Brabante; el
mundo unido marchando en son de guerra; la tierra temblando
bajo el peso de los ejércitos... Y todo para aplastar una mosca. Y
todavía con estas fuerzas los valientes empleaban las armas de la
perfidia para completar su obra. Los austríacos, por Lamark, amigo,
agente de la reina, se habían dirigido a los belgas, complaciendo a
sus progresistas, dándoles esperanza de progreso, mostrándoles

489
un mundo de oro en el corazón del filántropo y sensible Leopoldo.
El día en que Leopoldo estuvo seguro de Inglaterra y de Prusia, se
burló descaradamente de ellos.
He aquí lo que había sucedido entre nosotros a los Mirabeau,
a los Lafayettes, a los que sostenían al rey, fuese por interés, fuese
por una adhesión cordial llena de piedad. Cosa grave y que hacía
aquel peligro fuese quizás el más profundo de la situación, que la
realeza tan cruelmente opresiva en Europa, tan brutalmente
tiránica para los débiles (poco hacía se había visto en Ginebra, en
Holanda y al mismo tiempo en Bruselas y en Lieja), la realeza,
repito, al mismo tiempo que interesaba en París obtenía por Luis
XVI y su familia una incalculable fuerza de simpatía y de
consideración. Así ella se aprovechaba de la espada y del puñal y
ella era, sin embargo, la que lloraba. La situación del rey, objeto de
todas las conversaciones en todas las naciones del mundo,
verificaba lo que hay de más raro en nuestros tiempos modernos,
lo que hay más poderoso, más temible, ¡una leyenda popular!, una
leyenda contra la Francia. Todo el mundo hablaba de Luis XVI y
nadie hablaba de la pobre Lieja bárbaramente ahogada por el
cuñado de Luis XVI. Lieja, nuestra vanguardia del Norte, que en
otro tiempo para salvarnos había perecido dos o tres veces; Lieja,
nuestra Polonia de Meuse... desdeñosamente destrozada entre
estos colosos del Norte, sin que nadie lo mirase. ¿Pero cómo
explicar que el corazón humano tenga caprichos tan injustos en su
piedad?...
Desde cualquier punto que yo mire, veo un inmenso, un
temible lazo tendido por todas partes, por fuera y por dentro. Si la
Revolución no encuentra una fuerza de asociación muy
concentrada, si no se afirma con un violento esfuerzo sobre sí
misma, entiendo que irremisiblemente perecemos. No son
seguramente las inocentes federaciones que mezclaban
indistintamente los amigos y los enemigos por un ciego impulso
de sensibilidad fraternal; no son ellas, no lo esperamos, las que nos
han de sacar de aquí.
Son necesarias las asociaciones mucho más fuertes; son
necesarios los jacobinos.

490
Una organización vasta y fuerte de vigilancia inquieta sobre
la autoridad, sobre sus agentes, sobre los sacerdotes y los nobles.
Los jacobinos no son la Revolución, sino el ojo de Revolución, el
ojo avizor para vigilar, la voz para acusar y el brazo para herir.
Asociaciones espontáneas, naturales, a las que inútilmente se
buscaría un origen misterioso o unos dogmas ocultos, salían de la
situación misma, de la necesidad más imperiosa; la de la salvación.
Ellas fueron una pública y patente conjura contra la conspiración,
en parte visible, en parte escondida de la aristocracia.
Sería muy injusto para esta asociación poner su origen,
encerrar su historia entera en la sociedad de París. Esta, mezclada
más que otra alguna de elementos impuros, poco escrupulosa en
la elección de medios, ha lanzado frecuentemente a sus hermanas,
las sociedades de provincias, que la seguían dócilmente, en las vías
del maquiavelismo.
El nombre de sociedad madre que se emplea frecuentemente,
haría creer que todas las otras fueron sociedades sucursales de la
calle de Saint-Honorét. La sucursal central fue madre de sus
hermanas; pero lo fue por adopción. Estas nacían de ellas mismas.
Son todas o casi todas clubs improvisados en cualquier peligro
público, en cualquiera emoción viva. Multitudes de hombres se
reúnen entonces. Algunos persisten, y aunque la crisis baja
concluido, continúan reuniéndose, comunicándose sus temores,
sus desconfianzas; se inquietan, se informan, escriben a las
ciudades vecinas, a París. Estos, estos son los jacobinos.
La situación, sin embargo, no consiste completamente en la
formación de estas sociedades. Su origen corresponde también a
una especialidad de carácter. El jacobino es una especie muy
original y particular. Hay muchos hombres que han nacido
jacobinos. En el arrebatado entusiasmo tan general de la Francia,
en los momentos de simpatías fáciles y crédulas en que el pueblo
sin desconfianza se arroja en brazos de sus enemigos, esta clase
de hombres más clarividentes o menos propensos a la simpatía, se
mantienen en prudente y firme desconfianza. Se los ve en las
federaciones, aparecer en las fiestas, mezclarse en la multitud,
formando siempre un cuerpo aparte, un batallón de vigilancia que
en el entusiasmo mismo avisa los peligros de la situación.

491
Algunos hicieron su federación aparte entre ellos, a puertas
cerradas. Citemos un ejemplo.
Veo en un acta inédita de Rouen que el 14 de Julio de 1790
tres amigos de la Constitución (este es el nombre que tomaban
entonces los jacobinos) se reunieron en casa de una señora viuda,
persona rica y considerada en la ciudad; allí prestaron en sus
manos el juramento cívico. Se cree ver a Catón y a Mario en
Lucano:

Junguntur láciti contentique, auspice Bruto...

Enviaron valientemente el acta de su federación a la


Asamblea nacional, que recibía al mismo tiempo el acta de la gran
federación de Rouen, en la que aparecían las firmas de los
diputados de sesenta poblaciones j de medio millón de hombres.
Los tres jacobinos son: un sacerdote, limosnero de la
Conserjería y dos cirujanos. Uno de ellos ha llevado a su hermano,
impresor del rey en Rouen. Añadid dos mocitos, nieto y sobrino de
la dama, y dos mujeres probablemente de su casa. Los ocho juntos
hacen el juramento en manos de esta nueva Cornelia; en seguida
presta ella sola el juramento. Pequeña sociedad, pero completa. La
dama (viuda de un negociante o armador) representa las grandes
fortunas comerciales. El impresor es la industria. Los cirujanos, he
aquí las capacidades, los talentos y la experiencia. El sacerdote, he
aquí la revolución misma; ya no será sacerdote en lo sucesivo: él
es quien escribe el acta, la copia, la notifica a la Asamblea nacional;
él es el agente de este negocio, como la dama es el centro. Por él
se completa esta sociedad, aunque no se vea el personaje que es
la clave de toda esta sociedad reunida, el abogado y procurador.
Capellán del Palacio de Justicia, en la Conserjería limosnero de los
presos, confesor de los condenados al suplicio, dependiente del
Parlamento ayer, jacobino hoy y declarándose como tal a la
Asamblea, vale por su audacia y su actividad más que tres
abogados.
No hay que admirarse de que una dama sea el centro de esta
pequeña sociedad. Muchas mujeres entraban en estas
asociaciones, mujeres muy serias, con todo el fervor de sus

492
corazones femeninos, con un ardor ciego, confuso, de afecciones y
de ideas, espíritu de proselitismo, las pasiones todas de la Edad
Media al servicio de la fe nueva. Esta mujer de que hablamos había
sido seriamente probada; era una dama judía, que vio convertirse
a toda su familia y quedó ella sola israelita; había perdido a su
marido, después a su hijo (por un accidente espantoso) y persistía
en aceptar la Revolución rica y sola. Debió ser fácilmente llevada
por sus amigos, lo supongo, a dar su protección al nuevo sistema
y a comprometer su fortuna con la adquisición de fincas
nacionales.
¿Por qué esta pequeña sociedad hace su federación aparte?
Porque Rouen en general le parece demasiado aristócrata, porque
la gran federación de sesenta ciudades con sus jefes M. d'
Estouteville, d' Herbouville, de Sévrac, etc., esta federación,
mezclada de nobleza, no le parecía bastante pura; porque al fin fue
hecha el 6 de Junio y no el 14, día sagrado de la toma de la Bastilla.
Por esto el 14 estos ocho valientemente aislados, lejos de los
profanos y de los tímidos celebran el día santo. -No quieren
confundirse; por muchos conceptos ellos son escogidos, como lo
eran la mayor parte de estos primeros jacobinos, una especie de
aristocracia, o del dinero, o del talento, o de la energía en
competencia natural con la aristocracia del nacimiento.
Nada de pueblo en esta época; en las sociedades jacobinas
nada de pobres. En las ciudades, sin embargo, o donde había
rivalidad de dos clubs, donde el club aristocrático (como sucedía
muchas veces) usurpaba el título de amigos de la Constitución, el
otro club del mismo nombre no dejaba de prestarse más fácilmente
a las admisiones, con el fin de competir en número, y admitía
gentes de clase inferior, tenderos e industriales de poca fortuna. En
Lión, y sin duda en otras ciudades manufactureras, los obreros
asistían temprano a las discusiones de los clubs.
El verdadero fondo de los clubs jacobinos consistía, no en los
primeros, tampoco en los últimos, sino en una clase distinguida,
aunque secundaria, que desde hacía largo tiempo había hecho una
guerra sorda contra el magistrado que la rechazaba con su orgullo.
El procurador, el cirujano, querían elevarse al nivel del abogado y
del médico; el clérigo abrazábase contra el obispo. El cirujano, en

493
este siglo, a fuerza de mérito había roto la valla y alcanzado casi la
igualdad. El Chatelet sostenía una guerra incesante contra el
Parlamento; vencía en el 89 y hubo un momento (¿quién lo habría
creído?) en que fue el gran tribunal nacional. El célebre fundador
de los jacobinos de París, Adriano Duport, era un hombre del
Chatelet que llegó hasta el Parlamento, pero que desde la
Revolución reaparecía hombre del Chatelet y deshizo á los
parlamentarios.
Todo esto, en conjunto, hacía de los jacobinos una clase de
hombres áspera, desconfiada, muy ardiente y muy contenida, más
positiva y más hábil que habría podido esperarse de sus teorías
poco precisas y concretas. Aunque las antiguas envidias y
rivalidades y las ambiciones nuevas hayan sido un potente
estímulo para ellos, aunque las intrigas de diversos partidos hayan
explotado estas sociedades, su carácter en general claramente
expresado en el ejemplo que hemos citado, es originariamente el
de asociaciones naturales, espontáneas, formadas por una
verdadera religión patriótica, una devoción austera á la libertad,
una pureza cívica muy exigente y con tendencias constantes á la
depuración.
¿Cuál era el símbolo de estas pequeñas iglesias? Esta fe
ardiente ¿había tenido un Credo bien formulado? No; muy vago
todavía, presentaba aun indudablemente principios
contradictorios. Todos, casi todos, realistas en esta época, eran
muy desabridos para con el rey. Todos ellos estaban dominados
por Rousseau, por el famoso principio de la filosofía del siglo:
retornad a la naturaleza. Y, sin embargo, con esto muchos se creían
cristianos, se adherían, al menos de nombre, a las antiguas
creencias que condenan la naturaleza, que la proclaman pervertida,
decaída.
Esta misma contradicción, esta ignorancia, esta fe en el
principio nuevo, poco profundamente conocido aún, tiene algo de
respetable. Es la fe en un Dios desconocido. Y esta fe en ellos no es
menos activa. Ella eleva, fortifica las almas. Como su maestro
Rousseau, estos creyentes levantan sus miradas, dirigen su
emulación hacia los nobles modelos de la antigüedad, hacia los
héroes de Plutarco. Si no penetran bien en el fondo del genio de

494
esa antigüedad, sienten al menos su austeridad moral, su fuerza
estoica, y sacan de ella su inspiración para los acontecimientos
civiles; aprenden lo que cupo mejor, lo que ellos mismos habrían
necesitado saber y abrazar en sus caminos peligrosos: ¡la muerte!
¡Cosa ardua y difícil de explicar! Ellos sacan de allí una
profunda modificación del espíritu de la antigua Francia.
Este espíritu tendía a dos cosas imposibles de conciliar con la
Revolución, con la lucha violenta que debía sostener. Por una parte,
cierta facilidad de confianza y de creencia, una deferencia muy
grande hacia los demás, cierto barniz de buen trato y de dulzura,
encantadoras y fatales cualidades que tantas veces nos han sido
funestas. El otro carácter del viejo espíritu francés tendía a lo que
se llama el honor, a ciertas delicadezas de procedimientos, a
ciertos prejuicios también, a la facilidad, por ejemplo, con la cual
se admitía que un hombre por haberos insultado debe degollaros
también; opinión que en teoría parte de la estima en que se tiene
el valor, y que en la práctica entrega con frecuencia a los valientes
en manos de los hábiles. Estos dos caracteres de la antigua Francia
fueron despreciados por los jacobinos.
Adversarios de los sacerdotes, obligados a luchar contra una
vasta asociación donde la confesión y la delación constituyen los
primeros medios, los jacobinos emplearon medios análogos, se
declararon audazmente amigos de la delación; proclamáronla el
primer deber de todo ciudadano. La vigilancia mutua, la censura
pública, basta la delación oculta, be aquí lo que enseñaron y
publicaron, apoyándose a este fin en los más ilustres ejemplos de
la antigüedad. La ciudad antigua, griega y romana, la pequeña
ciudad monástica de la Edad Media que se llama convento, abadía,
tienen por principio el deber de perfeccionar, de depurar siempre,
por la vigilancia que todos los miembros de la asociación ejercen
unos sobre otros. Tal es también el principio que los jacobinos
aplican a la sociedad entera.
Nacidos en un gran peligro nacional, en medio de una
inmensa conspiración que negaban los conspiradores (como ellos
se han jactado luego), los jacobinos formaron, para la salvación de
la Francia, una legión, un pueblo de acusadores públicos.

495
Pero a diferencia, y grande, de la Inquisición de la Edad Media
que por el confesonario y otros mil medios diferentes penetraba
basta el fondo de las almas, la Inquisición revolucionaria no tenía á
su disposición más que medios exteriores, indicios frecuentemente
inseguros.
De ahí una desconfianza excesiva, malsana, un espíritu tanto
más susceptible cuanto que tenía menos certidumbre de tocar al
fondo. Todo alarmaba, todo inquietaba, todo parecía sospechoso.
Temores muy naturales en el peligro en que se veía a la
Francia, a la Revolución, a la causa del género humano. ¡Esta feliz
Revolución, esperada por miles de años, llegada al fin ayer y ya
próxima a perecer! Amenazada de un golpe a todas horas para los
que la habían abrazado, puesta en el fondo de su corazón como la
parte más preciosa de ellos mismos. No era un bien exterior el que
se trataba de quitarles, sino la vida... Ninguno había sobrevivido.
Para hacer justicia a los jacobinos, hay que colocarse en su
momento histórico y en su situación; comprender las necesidades
que los cercaron.
Estaban frente a una asociación inmensa, mitad de idiotas,
mitad de cobardes; lo que se llamaba, y lo que se llama el mundo
de las buenas gentes.
Por una parte, dos delatores: el rey, que a todas horas
denuncia su pueblo a la Europa y el sacerdote que denuncia el
pueblo a los necios, a las mujeres, a la Vendée.
Por otra parte, la inepta alianza de Lafayette con Bouillé, en
provecho de éste, y que (con buena intención) pondría la
Revolución en las manos de sus enemigos.
¿Quién puede precisar al detalle, ciudad por ciudad, en los
campos, en las aldeas, lo que era esta asociación del mundo
llamado de las buenas gentes, del mundo de los curas, del mundo
de las mujeres, del mundo de los nobles y de los casi nobles?
¡Las mujeres! ¡Qué poder! Con tales auxiliares ¿qué
necesidad había de la prensa? La palabra femenina es un vehículo
mucho más eficaz. Verdadera fuerza, tanto más decisiva cuanto
que no tiene dureza alguna, que cede, que es elástica, y se dobla
para mejor levantarse de nuevo. Decidles una palabra al oído;
pronto corre, llega, y agita, de día, de noche, por la mañana, en la

496
cama, en el salón, en los mercados, y por la noche en las
conversaciones, en los corrillos de las puertas, por todas partes,
con el hombre, con el niño, con todos... ¡Fuerte ha de ser quien
resista!
He aquí un obstáculo real, terrible para la Revolución. ¿Y qué
es esto sino el avance del extranjero, el ataque de todos los
ejércitos de Europa?... Tengamos piedad de nuestros padres;
¿Quién, sin embargo, quería entrar en el detalle irritante del
mundo noble y casi noble? De toda la podredumbre antigua de los
parlamentarios, de su antigua política, es el obstáculo más real que
Lafayette asegura haber encontrado en París es la clientela baja,
servil de comerciantes, renteros pobres, prestamistas
insignificantes que se unían al clero y a los nobles. Y estos nobles
volvían a encontrarse, gracias a Lafayette y a las leyes
revolucionarias, jefes, oficiales de sus clientes en la guardia
nacional.
Para resistir a todo esto hacía falta a la nueva asociación una
organización muy fuerte, y la encontró en la sociedad de París. La
originalidad primitiva de ésta fue menor en las teorías que en el
genio práctico de sus fundadores.
El principal fue Duport, y él quedó por algún tiempo como
cabeza de los jacobinos. «Lo que Duport ha pensado, se
murmuraba, Barnave lo dice y Lameth lo hace.» Mirabeau los
llamaba triungueusal (triunvirato de tunos.) Por el vigor de los
golpes que dirigieron a la realeza, se los creyó republicanos, se les
atribuyó un designio profundo, un proyecto bien definido de
cambiarlo todo de arriba abajo. Ellos mismos estaban orgullosos
de esta mala fama. No la merecían. No eran más que
inconsecuentes. Resultó en el día crítico, que eran partidarios de la
monarquía que ellos mismos habían destruido.
Duport era siempre un pensador, una cabeza firme y más
completa que la de sus colegas: hombre de especulación. Tenía al
mismo tiempo demasiada experiencia revolucionaria antes de la
misma Revolución. Rival de Espresménil en el Parlamento, había
sido uno de los principales motores de la resistencia contra
Colonne y Brienne. Debía conocer a fondo la acción secreta de la

497
policía parlamentaria, la organización de las sublevaciones de los
curiales y del pueblo en favor del Parlamento.
Durante las elecciones del 89, empezó a reunir en su casa
hombres políticos (calle del Grand-Chantier, cerca del Temple).
Mirabeau y Lieges fueron allí y no quisieron volver. «¡Políticos de
caverna!», dijo Sieyes. El gran metafísico no quería tratar más que
de ideas.
Duport quería llamar en auxilio de las ideas a la intriga
subterránea, a la agitación popular, al motín si era necesario.
Nueva reunión en Versalles. Esta, cuyo fondo era la
diputación de Bretaña, se llamó el Club-Bretón. Allí se preparaban
bajo la influencia de Duport, de Chapelier, etc., muchas medidas
audaces que salvaron la Revolución naciente. La minoría de la
nobleza, mitad de ella compuesta de señores filántropos y de
señores descontentos, se mezcló al club y llevó a él un espíritu muy
diverso, bastante equívoco. Cortesanos revolucionarios, los más
intrigantes, los más audaces eran amigos de Lameth, coroneles
jóvenes, de familias favorecidas por la corte, pero poca satisfechas.
Nobles de Artois, querían ser erigidos en Franco-Condado. Un
diputado de esta última provincia fue quien en Octubre del 89,
cuando la Asamblea estuvo en París alquiló un local a los frailes
llamados Jacobinos para reunir a los diputados. Los frailes
alquilaron su refectorio por doscientos francos y por otros-
doscientos el mobiliario, mesas, cajas, etc. Más tarde el local no era
suficiente, el club se hizo prestar la biblioteca y por fin la iglesia.
Las tumbas de los antiguos religiosos, la comunidad sepultada de
Santo Tomás, los hermanos de Jacobo Clemente se vieron mudos
testigos y confidentes de las intrigas revolucionarias.
Por otra parte, las miembros del Club-Breton, muchos
diputados que jamás habían venido a París y que no estaban muy
tranquilos después de las escenas de Octubre, creyéndose como
perdidos en este océano de pueblo, se habían instalado en la calle
de Saint-Honoré, cerca los unos de los otros, para encontrarse
pronto si era necesario. Ellos estaban a la puerta de la Asamblea
que funcionaba entonces en el Manége, hacia el lugar en que se
cruzan las calles de Rívoli y de Cartiglione. Les era muy cómodo
reunirse casi enfrente del convento utilizado por los jacobinos.

498
El primer día hubo cien diputados, luego doscientos, luego
cuatrocientos... Tomaron el título de Amigos de la Constitución. En
realidad, ellos la hicieron Fue enteramente preparada por ellos:
estos cuatrocientos más unidos, más disciplinados, más exactos
por otra parte que los otros diputados, fueron dueños de la
Asamblea. Ellos aportaron las leyes y las elecciones: ellos solos
nombraban los presidentes, los secretarios, etc. Ocultaron por
algún tiempo todo este poder tomando a veces presidente en otras
esferas que las suyas.
En el invierno del 89 toda la Francia vino a París. Muchos
hombres de gran representación querían entrar en los jacobinos.
Estos admitieron, por lo pronto a algunos escritores distinguidos:
el primero fue Condorcet, después otras personas conocidas que
debían ser presentadas y recomendadas por seis miembros. No se
entraba sino con papeletas, que eran cuidadosamente examinadas
en la puerta por dos miembros allí colocados al efecto.
El club de los Jacobinos no podía limitarse por largo tiempo
a ser una comisión legislativa para preparar leyes. Pronto fue un
gran comité de policía revolucionaria.
La situación lo quería así. ¿De qué servía hacer la Constitución
si la corte por un golpe hábil derribaba esta construcción
hábilmente erigida? Se ha visto que, a la noticia del complot de
Brest, que según se decía iba a ser entregado a los ingleses, Duport
había hecho crear en 27 de Julio del 89 el Comité de
investigaciones. El Comité no tenía otros agentes que los mismos
del gobierno que él debía vigilar. Estos agentes que le faltaban los
encontró en los jacobinos. Lafayette, que aprendió a costa suya a
conocer la organización, dice que el centro era una reunión de diez
hombres que ellos mismos llamaban el sábado, j que todos los días
tomaban órdenes de Lameth; cada uno de los diez las transmitía a
otros diez representantes de batallones y secciones diferentes, de
manera que todas las secciones recibían a un tiempo mismo la
misma denuncia contra las autoridades, la misma proposición de
levantamiento, etc.
Lafayette tenía de su parte al Comité de investigaciones de la
ciudad, y muchos adictos en la guardia nacional. Estas dos policías
se cruzaban entre sí y con la de la corte. La de los jacobinos,

499
obrando en el sentido del movimiento popular, de la ola que subía,
encontraba tanta facilidad como obstáculos las otras. Se entendía
bien en todo, se organizaba en cada ciudad frente a las
municipalidades, oponía a cada cuerpo civil o militar una sociedad
de vigilancia y de denuncia.
Ya hemos hablado del Club del 89, que Lafayette y Sieyes
intentaron oponer por el momento a los jacobinos. Este club
conciliador que creía enlazar la monarquía con la Revolución no
hubiera logrado en el caso de prosperar más que destruir la
Revolución. Hoy que tantas cosas secretas de entonces han salido
a plena luz, podemos declarar con toda seguridad que sin la más
fuerte, la más enérgica acción, la Revolución hubiera perecido. Si
no se volvía agresiva estaba perdida. La imprudente asociación de
Bouillé j de Lafayette le había dado el golpe más grave. Por los
jacobinos pudo tomar la ofensiva.
El 2 de Septiembre se supo en París la noticia de Nancy, y el
mismo día, pocas horas después, cuarenta mil hombres llenaban
las Tullerías y asediaban a la Asamblea gritando: ¡La destitución de
los ministros! ¡La cabeza de los ministros! ¡Los ministros a la
linterna!
El efecto de la noticia fue amortiguado, la emoción dominada
por la emoción, el terror por el terror.
La rapidez singular con que fue dispuesto este movimiento
prueba a la vez el estado inflamable en que se hallaba el pueblo y
la vigorosa organización de la sociedad jacobina que podía, en
cuanto diera la señal, realizar el hecho.
Y M. de Lafayette, con sus treinta y tantos mil hombres de
guardia nacional, con su policía militar y municipal, con los
recursos del Hotel de Ville, con los de la corte, un momento
aproximado a él para dar el golpe de Nancy, Lafayette, digo, con
tantos recursos diversos no podía hacer nada en esto.
El ministro contra el cual se lanzaba de pronto al pueblo era
el que en este momento hacía menos. Necker, ministro de
Hacienda, todo lo que hacía era escribir. Acababa de publicar una
memoria contra los asignados. Se enviaron algunas bandadas de
gente a gritar contra él y a amenazarle. Lafayette, que hería tan
fuerte á Nancy, no osó herir a París, y aconsejó a Necker ponerse

500
en seguridad. A propuesta de un diputado jacobino, la Asamblea
decretó que ella misma dirigiría el Tesoro público. Grave decisión;
uno de los golpes más violentos que se pudo dar a la realeza.
He aquí los dos partidos, el jacobino y el constitucional,
ambos empleando la violencia y el terror; Lafayette herido por
Bouillé, los jacobinos por la conmoción, terror de Nancy y terror de
París. ¿Cuántos siglos distamos de la federación de Julio? ¿Quién
lo creería? Distamos solamente dos meses. Esta hermosa luz de
paz ¿dónde está ya? El sol brillante de Julio se anubla poco a poco.
Entramos en un tiempo sombrío de complots, de violencias. Desde
Septiembre todo queda obscuro. La prensa, ardiente, inquieta,
marcha a ciegas. Atisba, busca, pero no ve; tan sólo adivina. -La
inquisición de los jacobinos que comienza, da débiles y falsos
reflejos que a un mismo tiempo alumbran y se oscurecen, como
esas luces de la gran nave del convento de la calle de Saint-Honoré,
donde se reúnen.
Una sola cosa aparecía clara en esta oscuridad; era la
insolencia de los nobles.
Habían tomado en todas partes la actitud del reto y de la
provocación. Por doquiera insultaban a los patriotas, a las gentes
más inofensivas, a la guardia nacional. Muchas veces el pueblo
intervenía y resultaban escenas muy sangrientas.
Para no citar más que un ejemplo, en Cahors dos hermanos,
ambos nobles, tuvieron el capricho de insultar a un guardia
nacional que había cantado el Ca ira. Se quiso detenerlos: pero
hirieron y mataron a los que lo intentaban. Luego se metieron en
su casa, y desde allí, haciéndose fuertes, pues tenían muchos
fusiles cargados, dispararon sobre el pueblo y mataron a un gran
número de hombres. Para terminar esta carnicería hubo que
prender fuego a la casa.
En la Asamblea misma, en el santuario de las leyes, no se oía
más que insultos y retos de gentileshombres. M. d' Ambly
amenazaba a Mirabeau con su bastón.
Otro llegó hasta decir: —¿Por qué no caemos sobre esa gente
espada en mano?
Un quidam, enviado por ellos, persiguió por espacio de dos
días enteros a Garlos de Lameth para obligarlo a batirse. Lameth,

501
muy valiente y muy discreto, rehusó obstinadamente honrarle con
una esto cada. Al tercer día, como nada podía acabar con su
paciencia, todo el lado derecho en masa le acusó de cobardía. El
joven duque de Castries le insultó; salieron, Lameth fue herido y de
allí un gran furor en el pueblo. Se dijo que la espada de Castries
estaba envenenada y que Lameth iba a morir.
Los jacobinos creyeron buena la ocasión para aterrar a los
duelistas. Sus agentes lanzaron a la multitud contra el hotel de
Castries; no hubo golpes, ni muertes, ni robos, pero todos los
muebles fueron destrozados y tirados a la calle. Todo esto
tranquilamente, con método: los invasores pusieron un centinela
ante el retrato del rey, único objeto respetado. Lafayette llegó, vio
aquello y no pudo hacer nada; la mayor parte de los guardias
nacionales estaban indignados por la herida hecha a Lameth, y
creían que después de todo los amotinados tenían razón (13 de
Noviembre 1790).
Desde este día el terror que inspiraban los duelistas, que poco
a poco iba disminuyendo el ascendiente de la nobleza, fue
reemplazado por otro terror: el de las venganzas del pueblo.
La superioridad que tenían los nobles en la esgrima
desaparecía ante la fuerza de la multitud. Habían intentado los
nobles hacer cuestiones de honor todas las cuestiones de partido
y abusaban de su destreza. Se les opuso el número.
Los revolucionarios más bravos, los que probaron después su
valor en los campos de batalla, rehusaron dar a los espadachines
la ventaja fácil de los combates individuales.

502
CAPITULO V
Lucha de principios en la Asamblea y con los Jacobinos

París a fines de 1790.—Círculo social «Boca de hierro.»—El club del 89. —


El club de los jacobinos. —-Robespierre en los jacobinos. — Origen de
Robespierre. - Robespierre huérfano a los diez años; sirviente del clero. —Sus
ensayos literarios. — Juez de lo criminal en Arras; su dimisión —Aboga contra
el obispo. — Robespierre en los Estados generales. —El 5 de Octubre apoya a
Maillard. — Conspiración para dejarlo en ridículo. —Su soledad y su pobreza
—Rompe con los Lameth. — Marcha incierta o retrógrada de la Asamblea —
Había restringido el número de los ciudadanos activos. —Conducta doble de
los Lameth y de los jacobinos de entonces. — Confían su periódico a un
orleanista (Noviembre). —Probidad de Robespierre. La política. —En 1790 se
apoya únicamente sobre las grandes asociaciones que entonces existían en
Francia: los jacobinos y los curas.

Hacia fines del año de 1790 hubo un momento de aparente


descanso, poco o nada de movimiento. Nada más que un gran
número de coches que llenaban los caminos cubiertos de
emigrados. Los provincianos, en compensación venían a ver el gran
espectáculo y observar a París.
Descanso inquieto, sin reposo. Se admiraban, se asustaban
de que no hubiera acontecimientos. El ardiente Camilo estaba
consternado de no tener nada que contar; se casó en este entreacto
y notificó este suceso al mundo. Nada de conmociones: en plena
guerra (como ya se notaba) esto no era natural. En realidad, había
dos sucesos inmensos.
Primeramente, el rey entregaba la Francia a los reyes de
Europa.
Además, contra la conspiración eclesiástica y aristocrática, se
organizaba fuertemente la conjuración jacobina.
El rasgo saliente de la época es la multiplicación de los clubs,
la inmensa fermentación de París especialmente, de tal modo, que
en cada rincón de las calles se improvisaban asambleas. El brillante
y monótono París de la paz no da una idea del de entonces.

503
Refugiémonos por un momento en este París, agitado, ruidoso,
violento, sucio y sombrío, pero viviente, lleno de pasiones
desbordadas.
Bien merece este examen el primer teatro de la Revolución y
una visita al Palais-Royal. Vamos derechos, apartemos del paso
esta multitud agitada, estos grupos ruidosos, estas desnudeces de
mujeres dadas a las libertades de la naturaleza. Atravesemos las
estrechas galerías de madera, obstruidas, ahogadas, y por este
pasaje obscuro por donde bajamos quince escalones, nos
colocamos en medio del Circo.
¡Se predica! ¿Quién será oído en este lugar, en esta reunión
tan numerosa llena de mujeres de conducta dudosa? A la primera
ojeada se diría que era un sermón predicado a mujerzuelas... Pero
no, la reunión es más grata, reconocemos un gran número de
literatos, de académicos: al pie de la tribuna vemos a M. de
Condorcet.
¿Es el orador acaso un clérigo? Por la vestidura sí; bella figura
de unos cuarenta años, palabra ardiente, a veces seca y violenta,
sin unción, aire audaz, un tanto quimérico. Predicador, poeta o
profeta, no importa: es el abate Fauchet. Este nuevo San Pablo
habla entre dos Theclas: la una que no le deja un momento; quiera
él o no quiérale sigue al club, al altar: tanto es su fervor; la otra es
una dama, una holandesa de buen corazón y de alma noble: es
madame Palus-Aelder, el orador de las mujeres que predicó su
emancipación. Ambas trabajan activamente: Mademoiselle Kéralio
publica un periódico.
Me admira poco el que este profeta tan bien acompañado de
mujeres hable elocuentemente del amor; el amor sale a cada
instante de sus ardientes palabras. Pero se trata del amor al género
humano. ¿Qué quiere? Parece exponer algún misterio desconocido
que confía a tres mil personas. Habla en nombre de la naturaleza,
y sin embargo se cree cristiano. Enlaza muy bien bajo una forma
francmasónica a Bacon y a Jesús. Tan pronto a la vanguardia de la
Revolución, tan pronto retrógrado, un día predica en honor de
Lafayette, otro excede a los demócratas y funda la sociedad
humana sobre el deber de dar a cada uno de sus miembros la vida

504
suficiente. Muchos, en su doctrina algo obscura, creían ver la ley
agraria.
Su periódico, el de El Círculo social para la federación de los
amigos de la verdad, se llamaba La Boca de hierro, título
amenazador, espantable. Esta boca siempre abierta (calle de la
Antigua Comedia, cérea del café de Procopio) recibía noche y día
los informes anónimos, las acusaciones que se querían enviar.
Entran, pero tranquilizaos, la mayor parte quedan inutilizados: La
Boca de hierro no muerde.
Salgamos. En la crisis en que nos hallamos hay que vigilar,
hay qué proveer. Hay aquí muchas teorías, muchas mujeres y
muchos ensueños. El aire no es sano para nosotros. El amor, la paz,
cosas excelentes sin duda; pero ¿qué? la guerra ha empezado. ¿Se
puede hacer abrazar a los hombres los principios opuestos antes
de conciliarlos? Por cima del Circo, para aumentar mis
desconfianzas, veo el Club sospechoso del 89, con sus brillantes
departamentos que resplandecen con multitud de luces; está en el
primer piso del Palais Royal, es el club de Lafayette, Bailly,
Mirabeau, Sieyes y de los que querían detenerse antes de tener
garantías. De tiempo en tiempo, estos ídolos populares aparecen
en el balcón, saludan como reyes a la multitud. El nervio de este
club opulento es un buen restaurant.
Me gusta más el pálido resplandor de los reverberos que de
lejos atraviesan la niebla de la calle de San Honoré; me gusta más
seguir la negra oleada del pueblo que va todo él en el mismo
sentido hasta la pequeña puerta del convento de los Jacobinos. Allí
es donde todas las mañanas los obreros de la revuelta vienen a
tomar la orden de Lameth o a recibir de Lacios el dinero del duque
de Orleans. A esta hora el club está abierto. Entremos con
precaución, el sitio no está muy alumbrado... Gran reunión,
verdaderamente seria, imponente. Aquí, de todos los puntos de
Francia, viene a resonar la opinión; aquí llueven de los
departamentos las noticias verdaderas o falsas, las acusaciones
justas o no. De aquí parten las respuestas. Aquí está el Grande
Oriente, el centro de asociados; aquí la gran Francmasonería; no en
el club del inocente Fauchet, que no tiene más que la forma vana.

505
Sí, esta nave tenebrosa es algo más solemne. Mirad, si podéis
ver, ese gran número de diputados: han llegado a reunirse hasta
cuatrocientos; hoy estáis viendo cerca de doscientos, los
principales agitadores. Duport, Lameth y esa presuntuosa
fisonomía provocativa, con la nariz pronunciada, es el joven y
brillante abogado Barnave. Para suplir a los diputados ausentes, la
sociedad ha admitido cerca de mil miembros todos distinguidos.
Aquí no hay ningún hombre del pueblo. Los obreros vienen,
pero a otras horas, en otra sala, debajo de ésta. Se ha fundado, para
su instrucción, una sociedad paternal donde se les explica la
Constitución. Una sociedad de mujeres del pueblo comienza
también a reunirse en esta sala inferior.
Los jacobinos son una reunión distinguida, letrada. La
literatura francesa está aquí en mayoría. Laharpe, Chenier,
Chámffort, Andrieux, Sedaine y tantos otros; abundan los artistas
David, Vernet, Larive y el joven actor Román Taima. En las puertas,
para revisar los billetes y reconocer a los miembros, hay dos
certeros-censores: Lais el cantor y el bello joven, digno discípulo de
madame Genlis, el hijo del duque de Orleans.
El hombre negro que está en el escritorio, que sonríe con un
aire sombrío, es el mismo agente del príncipe, el célebre autor de
Los enlaces perjudiciales. ¡Gran contraste! En la tribuna está
hablando Robespierre.
Un hombre honrado es éste que no sale de los principios.
Hombre de buenas costumbres, hombre de talento. Su voz débil y
un poco áspera, su delgado y triste rostro su invariable traje color
de oliva (traje único, muy castigado por el cepillo), todo esto
indicaba demasiado que los principios no enriquecen mucho al
hombre que los mantiene.
Poco escuchado en la Asamblea nacional, aventaja,
aventajará siempre a los mismos jacobinos. Él es la sociedad
misma, nada más y nada menos. El la expresa perfectamente,
marcha con ella sin adelantarse a ella jamás. Le seguiremos muy
de cerca y con mucha atención, haciendo constar cada paso en su
prudente carrera, notando también sobre su pálido semblante el
hondo trabajo que hará la Revolución, las arrugas precoces de las
vigilias y los surcos del pensamiento. Hay que decir algo de él antes

506
de pintarle. Producto artificial de la fortuna y del trabajo, debió
poco a la naturaleza; se le comprendería poco si no se conocieran
a fondo las circunstancias que le produjeron y la gran voluntad que
lo impulsó.
Pocas criaturas humanas nacieron más desgraciadamente.
Primeramente, ve caer desgracia sobre desgracia en/su familia y
en su fortuna; después fue adoptado, protegido por el alto clero,
por un mundo de grandes señores, hostil a las ideas, antipático al
espíritu del siglo en que se inspiraba el joven. Así no salía de una
primera desgracia sino para caer en otra más grande, la necesidad
de ser ingrato.
Los Robespierre eran de padres a hijos, notarios de Carvin,
cerca de Lille. El acta más antigua que yo he visto de ellos data de
1600. Se les creía oriundos de Irlanda. Sus abuelos acaso habrían
formado parte en el siglo XVI de esas numerosas colonias
irlandesas que venían a poblar los monasterios y los seminarios de
la costa y recibían de los jesuitas una sólida educación de
ergotistas y disputadores. Allí fueron educados, entre otros, Burke
y O’Connell.
En el siglo XVII los Robespierre buscaron más vasto teatro.
Una rama se quedó en Carvin, pero la otra se estableció en Arras,
gran centro eclesiástico, político y jurídico, ciudad de Estados
provinciales, de tribunales superiores, a donde afluían los negocios
y los procesos. En ninguna parte pesaban más la nobleza y la
Iglesia. Hubo especialmente dos príncipes, o mejor dos reyes de
Arras, el obispo y el poderoso abad de Saint-Waast, al cual
pertenecía casi la tercera parte de la ciudad. El obispo había
conservado el derecho señorial de nombrar los jueces en la
audiencia de lo criminal. Hoy mismo su [inmenso palacio hace
sombra a la mitad de Arras. Calles con nombres expresivos que
recuerdan una vida de trampas curialescas se enroscan húmedas,
tristes, bajo los muros de este palacio; calle del Consejo, calle de
los Relatores, etc. En esta última, la más sombría y triste, en una
casa muy decente, de honrada burguesía, era donde vivía y
trabajaba día y noche escribiendo un abogado del consejo de
Artois, laborioso y honrado, que fue el padre de Robespierre en
1758.

507
No era rico más que en estima pública y en honor doméstico;
habiendo tenido la desgracia de perder a su mujer, su vida quedó
destrozada. Cayó en una inconsolable tristeza, y quedando incapaz
para los negocios, cesó de abogar. Le aconsejaron que viajara.
Partió y no dio noticias de su paradero; siempre se ha ignorado lo
que había sido de él.
Cuatro niños quedaron abandonados en esta gran casa
desierta. El mayor, Maximiliano, se encontró a los diez u once años
jefe de la familia, tutor en cierto modo de su hermano y de sus dos
hermanas. Su carácter cambió de pronto por completo, llegó a ser
lo que luego fue siempre, un hombre muy serio; su cara podía
sonreír; una especie de falsa sonrisa llegó a ser mi tarde su
expresión habitual, pero su corazón no rio ya jamás. Tan joven, se
encontró de pronto padre, maestro, director de la pequeña familia
que había de mantener.
Este hombrecito, tan maduro, era el mejor discípulo del
colegio de Arras. Para tan excelente muchacho se obtuvo sin
dificultad del abad de Saint-Waast, una de las becas de que se
disponía en el colegio de Luis el Grande. Llegó pues, solo a París
separado de sus hermanos y hermanas, sin otra recomendación
que una para un canónigo de Nuestra Señora, con quien se
relacionó en seguida. Al mismo tiempo recibió la noticia de haber
muerto una de sus hermanas, la más joven y la más querida.
Entre estos grandes muros sombríos de Luis el Grande,
ennegrecidos por la sombra .de los jesuitas, en los claustros
profundos a donde el sol sólo bajaba de tarde en tarde, el huérfano
se paseaba solo, teniendo apenas relación con la juventud alegre y
feliz. Los otros alumnos, que tenían parientes y que en las
vacaciones respiraban el aire de la familia y del mundo, sentían
menos el ambiente penoso de esta educación triste, que agosta el
alma en flor, que la quema con su aridez Esta educación mordió
profundamente en el alma de Robespierre.
Huérfano y pensionado sin protección, le era preciso
protegerse a sí mismo por su mérito, por sus esfuerzos, por una
conducta-excelente. A un alumno pensionado se le exige siempre
más que a los otros. El primer lugar en las clases y los premios, que
son la corona de los otros alumnos, resultan como un tributo del

508
pensionado, un pago que forzosamente ha de hacer a sus
protectores. Posición humilde, triste y dura, que, si influyó en el
alma de Robespierre, no alteró en cambio el carácter de Camilo
Desmoulins, que también fue pensionista gratuito en el mismo
colegio. Desmoulins era más joven; Danton tenía próximamente la
misma edad que Robespierre; todos asistían a las mismas clases.
Siete u ocho años pasaron de este modo para Robespierre.
Después estudió el derecho como todo el mundo y entró a trabajar
en el estudio de un procurador. Se distinguió poco en la curia.
Aunque razonador y lógico por naturaleza, era amigo de
abstracciones metafísicas y no pudo acostumbrarse nunca a la
sofística de la abogacía y a las sutilidades de los pleitistas. Nutrido
de Rousseau, de Mably y otros filósofos de la época, no descendía
voluntariamente a las generalidades de la vida vulgar. Por esto le
fue preciso regresar a Arras para seguir la vida tranquila de
provincia. Como era laureado del Colegio de Luis el Grande, fue
muy bien recibido por la sociedad de Arras y obtuvo algún éxito en
los salones como cultivador de la literatura académica.
La Academia de los Rosati, que en sus certámenes poéticos
daba rosas como premio a los versos, admitió en su seno a
Robespierre. Este rimaba como pudiera hacerlo cualquier otro, con
meticulosa corrección, pero sin grandeza poética. Escribió un
elogio a Gresset y obtuvo un accésit; después produjo otro trabajo
sobre un tema más grave, la responsabilidad moral del crimen y su
influencia sobre los parientes del criminal. Todo esto escrito en
estilo amanerado o impregnado de un sentimentalismo pastoral.
El joven escritor despertó una tierna impresión en una señorita de
Arras, hermosa y sentimental. La joven le juró casarse con él o
permanecer siempre soltera75. Al regresar Robespierre de un viaje
la encontró casada.
El clero, que naturalmente se encontraba orgulloso de haber
protegido y pensionado a un alumno tan laborioso, conservaba con
él muy buenas relaciones. Por esto Robespierre obtuvo del abad de

75
De ella indudablemente había la inscripción del primer retrato que se conoce de
Robespierre. En él aparece muy joven, muy compuesto y basta afeminado, con una rosa en
una mano y la otra mano sobre el corazón. Bajo del retrato una inscripción que dice: «Todo
por mi amiga.»

509
Saint-Waast que concediera a su hermano menor la misma beca
que había disfrutado él en el colegio de San Luis el Grande. El
obispo le nombró miembro del tribunal de lo criminal; pero
viéndose un día Robespierre obligado a condenar a muerte a un
asesino, sintiose afectado tan profundamente, según aseguró su
hermana, que presentó la dimisión.
En vísperas de la Revolución Robespierre supo
oportunamente abandonar el odioso oficio de juez del antiguo
régimen nombrado por los sacerdotes. Se dedicó al ejercicio de la
abogacía. Era muy acertado poner de acuerdo sus opiniones con
sus medios de vida y esperar, aunque ganase poco o nada. Aunque
su situación económica resultaba angustiosa y vivía en la pobreza,
guiábase en su profesión por los escrúpulos de conciencia y no
aceptaba todos los clientes: escogía las causas y sólo defendía
aquellas que consideraba justas. Su situación fue muy embarazosa
una vez que una comisión de campesinos le visitó para pedirle que
defendiera sus derechos en un pleito contra el obispo de Arras, su
antiguo protector. Robespierre examinó el derecho que alegaban
los campesinos y lo encontró indiscutible: es indudable que en
aquella época ningún otro abogado se hubiera atrevido a discutir
los intereses del obispo, que era el verdadero rey de la ciudad.
Robespierre, que consideraba la abogacía como un sacerdocio de
la verdad, puso sus conveniencias particulares, sus sentimientos y
su agradecimiento a los pies de la justicia, y sin petulancia, con la
calma del que cumple un deber, habló en el tribunal contra su
antiguo protector. Ningún país más propio que el Artois para
formar amigos ardientes de la libertad, por lo mismo que ninguno
había sufrido tanto las consecuencias de la tiranía clerical y feudal.
La tierra cultivable estaba toda en manos de señores nobles y
señores-eclesiásticos. La autoridad popular reducíase en todo el
Artois a una veintena de alcaldes que eran nombrados por los
señores. Estos, entre los que figuraban los Latour-Maubourg, los
D' Estournel, los Lameth, etc., tenían la administración pública fija
en sus manos como un bien hereditario. Administración admirable
y rara por sus progresos dentro del absurdo. Al principio todo
poseedor de un feudo tenía voz en las decisiones de esta
administración; después exigieron los señores que sólo pudieran

510
intervenir en ella los que tuvieran en su escudo cuatro cuarteles de
nobleza; luego fueron necesarios siete cuarteles, y en vísperas de
la Revolución sólo se contentaban los señores con que los
intereses públicos estuvieran únicamente en manos de los que
ostentaran diez cuarteles de nobleza.
No hay, pues, que admirarse de que, al enviar esta provincia,
eminentemente retrógrada, un rígido partidario de las ideas
nuevas a los Estados generales, este hombre, que era Robespierre,
acostumbrado a luchar de frente con terribles enemigos, ignorase
las líneas curvas para combatir, sólo conociese la recta y aportase
a la Revolución una especie de espíritu geométrico, siendo él su
escuadra, su compás y su nivel.
Abandonó Arras al ser nombrado representante y volvió á
encontrar a Arras en los bancos de la Asamblea. Allí le salieron al
encuentro otra vez el odio implacable de los prelados por su
antiguo protegido, al que consideraban un tránsfuga, y el
menosprecio de los grandes señores de Artois hacia un abogadillo
educado por caridad y que sin embargo venía a sentarse al lado de
ellos. Esta malevolencia, bien marcada, aumentó aún más la
timidez natural de aquel debutante en la Asamblea. Según
testimonio de Esteban Dumont, cuando Robespierre subió por
primera vez a la tribuna de la Asamblea, temblaba como la hoja en
el árbol. Más familiarizado después con el auditorio, adquirió cierto
aplomó. Cuando el clero en Mayo del 89 fue pérfidamente a rogar
a la Asamblea que tuviera piedad del pobre pueblo y comenzara
pronto sus trabajos, Robespierre contestó a la comisión de obispos
y abates con agria vehemencia, y se vio sostenido por la
aprobación de toda la Asamblea, pues siguiendo el arrebato de su
pasión, estuvo muy elocuente.
La noche del 4 de Agosto estuvo ausente de la Asamblea, y
desolado de haber perdido una tan bella ocasión, se aprovechó
ávidamente de las peligrosas circunstancias del 5 de Octubre.
Cuando Maillard, el orador de las mujeres de París, se presentó en
la barra para arengar a la Asamblea, todos los diputados
mostráronse hostiles y mudos, pero Robespierre se levantó por
dos veces para apoyar a Maillard del pueblo de París amotinado.

511
Grave iniciativa que. decidió de su suerte, designando a este
diputado tímido como infinitamente audaz y peligroso; mostrando
a sus amigos sobre todo que un hombre así no se comprometería
con ellos ni seguiría dócilmente la disciplina del partido. En
venganza, se convino entonces entre los diputados jacobinos
nobles que este ambicioso se haría el hombre ridículo de la
Asamblea, el que debía divertir a todo el mundo sin distinción de
partidos.
En los momentos de fastidio de las grandes Asambleas
siempre hay alguno que es inmolado a la diversión de todos, a
pesar de que muchas veces esta víctima no es de los menos
razonables. En estos momentos de irrisión los enemigos más
implacables se aproximan riendo juntos y la concordia resucita por
un instante: no hay ya más que un enemigo; la víctima en la que se
ceban las burlas.
Para poner a un hombre en ridículo hay un procedimiento
muy sencillo; que sus amigos sonrían cuando él hable. Los
hombres son generalmente tan ligeros, tan fáciles de alborozar, tan
cobardemente imitadores, que una sonrisa del lado izquierdo de la
Asamblea de los Barnave o de los Lameth cuando hablaba
Robespierre bastaba infaliblemente para provocar la risa de todos
los diputados. Sólo un hombre parece que no tomó parte alguna
en estas indignidades; el hombre verdaderamente fuerte:
Mirabeau. El respondió siempre seriamente y con deferencia a este
adversario débil ante su gran poder, respetando en él la imagen del
fanatismo, de la pasión sincera, del trabajo perseverante.
Satirizaba finamente, con la indulgencia y la bondad del genio, el
profundo orgullo de Robespierre, el culto religioso que se
profesaba a sí mismo, a su persona y sus palabras. «Ese hombre—
decía Mirabeau—irá lejos porque cree todo lo que dice.»
La Asamblea, rica en oradores, tenía derecho a mostrarse
exigente. Habituada a la figura leonina de Mirabeau, a la audaz
suficiencia de Barnave, a la vehemencia de Cazalés y al luchador e
insolente Maury, encontraba pesado e irresistible a aquel
Robespierre con su cara de indigente y su timidez de medianía. Su
constante tensión de músculos y de voz, el esfuerzo monótono de
Su oratoria y su aire de miope causaban una impresión pesada y

512
fatigosa. Para colmo de males, Robespierre no tenía siquiera el
consuelo de. ver impresos sus pensamientos. Los periodistas, por
antipatía, por negligencia o tal vez por recomendación de tos
amigos, mutilaban cruelmente sus discursos más bien preparados.
Se obstinaban en no saber su nombre, en no publicarlo, y en las
reseñas de las sesiones le llamaban siempre un diputado o el Sr.
N., o bien suplían su apellido con tres asteriscos.
Perseguido de este modo Robespierre, aprovechaba todas las
ocasiones ávidamente para hacer oír su voz, y esta resolución de
hablar siempre y con motivo de cualquier asunto le ponía más en
ridículo. Por ejemplo, cuando el americano Paúl Jones se presentó
a felicitar a la Asamblea, le contestó el presidente y todo el mundo
juzgó suficiente la respuesta. Pero se levantó, obstinándose en
contestarle también con el correspondiente discurso. Murmullos,
interrupciones y carcajadas acogieron sus primeras palabras. Con
gran esfuerzo pudo decir algunas frases insignificantes e inútiles;
pero antes de sentarse hizo un llamamiento a las tribunas del
público reclamando libertad para sus opiniones y diciendo que se
quería ahogar su voz. El abate Maury hizo reír a todo el mundo,
pidiendo irónicamente que se imprimiera el discurso de
Robespierre por cuenta del Estado.
Para olvidar estas mortificaciones, tan sensibles para su
extremada vanidad, Robespierre no tenía ningún consuelo, ni el de
las comodidades, ni el de la familia, ni el de los amigos. Estaba solo
y era pobre. Se consolaba trabajando en su triste habitación de la
calle de Saintouge, en el desierto barrio del Marais. Habitación fría,
pobre y casi sin muebles. Vivía con gran estrechez de su salario de
diputado, del cual sólo se reservaba la mitad. Una cuarta parte la
enviaba a Arras, a su hermana Carlota, para su manutención; la
otra cuarta parte la entregaba a una querida, a la que amaba mucho
y que no correspondía a su cariño, pues le trataba mal y muchos
días le cerraba la puerta, negándose a recibirle76. Era muy frugal en
la comida; su alimentación diaria le costaba unos treinta sueldos,
y aun así apenas, si podía renovar su vestuario. Cuando la
Asamblea acordó vestir de duelo por la muerte de Franklin,

76
Estos detalles los debo a las memorias de M. Villiers, el cual vivió con Robespierre en 1790
sirviéndole de secretario gratuitamente y a las «Memorias de Carlota Robespierre.»

513
Robespierre se vio en gran embarazo. Por fin encontró un amigo
que le prestó un traje de tricot negro; pero era un hombre mucho
más alto y Robespierre se presentó en la Asamblea con un traje del
que le sobraban más de seis pulgadas.
Sólo encontraba distracción en el trabajo; más para éste sólo
podía disponer de las noches, pasando los días enteros inmóvil y
asiduo en los Jacobinos o en la Asamblea, salas malsanas y de
ambiente asfixiante que proporcionaron a Mirabeau graves
oftalmias y hemorragias á Robespierre. Teniendo en cuenta las
diferencias que se notan en sus retratos, su temperamento debió
sufrir una grave alteración. Su rostro, -hasta entonces joven y
fresco, quedó pálido y enjuto. Una concentración extremada de
todas sus facciones, una especie de contracción de los músculos
formó en adelante su fisonomía. No se revelaba en él ninguno- de
los signos del genio.
Su único placer intelectual consistía en repasar y limar
meticulosamente sus discursos, de estilo muy puro, pero
completamente incoloros y monótonos: complicaba con este
trabajo de retoque la facilidad de su estilo, y poco a poco acabó por
escribir con gran dificultad.
Lo que más le sirvió en su carrera política para colocarse por
encima de su partido, fue romper con los Lameth, librándose de la
cadena de esta equívoca amistad. Una mañana Robespierre fue al
palacio de los Lameth y éstos no pudieron o no quisieron recibirle.
Ya no volvió más a visitarles.
Libre de los hombres de los expedientes, se convirtió él en el
hombre de los principios.
Su papel fue desde entonces tan simple como importante.
Resultó en adelante el gran obstáculo para aquellos hombres que
le habían alejado de su lado. Hombres de negocios y de partido,
cada vez que intentaban una transacción entre los principios y los
intereses, entre el derecho y las circunstancias, tropezaban con el
obstáculo que les oponía Robespierre en nombre del derecho
abstracto y absoluto. Contra las soluciones de aquellos bastardos,
á estilo anglo-sajón y falsamente constitucionales, él presentaba
sus teorías, que no eran francesas, sino universales, como tomadas
de El contrato social, el ideal legislativo de Rousseau y de Mably.

514
Indignados ellos, se agitaban e intrigaban: Robespierre
permanecía inmutable. Se mezclaban ellos en todo, daban
soluciones, negociaban inteligencias, se comprometían de todas
las maneras: él defendía los principios y nada más. Los otros
parecían procuradores: él un filósofo, un sacerdote del derecho:
Esta diferencia de conducta forzosamente había de gastar y
desacreditar con el tiempo a los enemigos de Robespierre.
Defensor fiel de los principios y siempre protestando en
nombre de su pureza, raramente se explicó, sin embargo, sobre su
aplicación: no quiso aventurarse en el escabroso terreno de los
medios prácticos. Hablaba siempre de lo que debía hacerse, pero
raramente, muy raramente quiso hablar de cómo debía hacerse.
Así la política apenas tuvo para él responsabilidades, pues los
sucesos no venían a desmentirle ni a demostrar sus errores.
Esta misión de defensor inmutable de las ideas era fácil de
cumplir en una Asamblea como aquella que flotaba siempre-,
avanzaba ó retrocedía, perdiendo de vista a cada momento el
principio de la Revolución, aquel principio en cuya virtud existía la
misma Asamblea.
¿Cuál era este principio? Ninguno lo formulaba bien, pero
muchísimos lo tenían en el corazón. Era el derecho, no de las cosas
(de las propiedades o de los fondos), sino el derecho de los
hombres: el derecho igual para todas las almas humanas, principio
esencialmente espiritualista. Este principio fue seguido en las
primeras elecciones: todos, propietarios y no propietarios, votaron
igualmente. La Declaración de los Derechos del hombre reconocía
la igualdad de los hombres, y todo el mundo comprendió que esto
equivalía al derecho igual para todos los ciudadanos.
Pero en Octubre del 89 la Asamblea no reconoció derecho
electoral más que a los que pagaran como contribución el valor de
tres jornales. De seis millones de ciudadanos que dieron su voto
con el sufragio universal, los electores quedaron reducidos a cuatro
millones. La Asamblea, restringiendo el sufragio, quería librarse de
dos enemigos opuestos: la demagogia de las ciudades y la
influencia aristocrática en los campos.

515
Temía que votasen los doscientos mil mendigos que había
sólo en París, sin contar otras ciudades y el millón de campesinos
que dependían de los señores.
La Asamblea se equivocaba. Las campiñas que creía sumidas
en el servilismo se mostraban, muy al contrario, generalmente
revolucionarias. Casi en todas partes los campesinos se habían
abrazado a las legítimas esperanzas que hacía concebir el nuevo
orden de cosas. Con las federaciones las aldeas se habían casado
en masa unas con otras, indicando que no separaban las ideas de
orden y paz de la libertad.
Era inmensa la fe de este pueblo: por esto resultaba injusto
no tener fe en él. Necesitábase un gran caudal de faltas, errores é
infidelidades para anular en él ése sentimiento de fe que tenía en
la Revolución. El pueblo creía en todo, en las ideas y en los
hombres, y se esforzaba siempre por encarnar las unas en los
otros. Un día le parecía que la Revolución residía en Mirabeau, al
día siguiente en Bailly o Lafayette. Hasta las figuras secas é
ingratas de los Lameth y de Barnave le inspiraban confianza.
Engañado siempre, seguía, sin embargo, adelante con sus ídolos,
obstinado en creer.
Los corazones estaban perpetuamente abiertos; el alma
popular se había agigantado. Jamás se ha conocido
transformación más sápida. La encantadora Circe convertía los
hombres en bestias: la Revolución hizo lo contrario.
Aunque los hombres estaban poco preparados para tal
transformación, el rápido instinto de la Francia suplió la falta. Una
muchedumbre de hombres ignorantes comprendía todos los
asuntos públicos.
Decir a estas masas ardorosas, inteligentes y enérgicas que
votaron en 1789 que ya no tendrían en adelante este derecho,
reservar el nombre de ciudadanos activos a los electores, haciendo
descender a los no electores a la categoría de ciudadanos pasivos,
de ciudadanos no ciudadanos, resultaba como una especie de
contrarrevolución.
Más extraño resultaba aún decir a los electores reunidos: —
«Sólo podréis elegir a los ricos.» Únicamente podían ser elegidos
diputados los que pagasen 54 libras de contribución.

516
Las discusiones empeñadas que provocó esta reforma dieron
motivo a los constitucionales y a los economistas para desarrollar
descaradamente sus doctrinas materialistas y groseras sobre el
derecho de la propiedad. Algunos economistas llegaron hasta a
sostener que únicamente los propietarios son miembros de la
sociedad y que ésta reside en ellos.
A pesar de la restricción, el ejercicio de los derechos políticos
estaba confiado aún a muchos ciudadanos, pues los jueces,
asesores y administradores creados por la Asamblea, que
ascendían a 1.300.000, figuraban también en los ciudadanos
activos.
El intento de la Asamblea aún fue más lejos, pues ensayó el
restringir la Guardia Nacional, no dejando figurar en ella más que
a los activos, con lo cual se desarmaba al pueblo victorioso que
acababa de hacer la Revolución.
Esta desconfianza en el pueblo, este materialismo burgués
que sólo veía en la propiedad una garantía del orden, obtuvo cada
día más partidarios en la Asamblea Constituyente. A cada revuelta
sin importancia, eran más defendidos estos procedimientos
restrictivos. Sieyes, Thouret, Chapelier, Rabaut de Saint-Etienne
fueron retrocediendo y olvidando sus antecedentes
revolucionarios. Lo que es más extraño aún; algunos que daban la
orden para la revuelta y el motín los dirigían, como Duport, Lameth
y Barnave; después como diputados votaban con
el mayor descaro leyes encaminadas a desarmar aquel mismo
pueblo que ellos agitaban desde la sala de los Jacobinos.
La situación de estos tres hombres fue singularmente doble
y engañadora durante todo el año 90. Su popularidad había llegado
al apogeo, por la lucha que sostuvieron contra Mirabeau, en la gran
circunstancia de discutirse el derecho del rey a resolver la paz y la
guerra. Y en el fondo sus opiniones y las de Mirabeau no diferían
gran cosa. Los unos y el otro eran lo mismo: realistas.
Lo que les impulsaba a combatir a Mirabeau, además del
ansia de popularidad, eran los celos. Mirabeau, por su parte, les
despreciaba. Al único hombre que odió hasta el último día de su
vida fue a Alejandro Lameth.

517
Si los Lameth, Duport y Barnave, por su afán de transigir y
estar bien con todos intentaban aproximarse a Mirabeau, sabían
que inmediatamente le dejaban el puesto libre a Robespierre, el
cual se liaría dueño de los Jacobinos.
Les pesaba figurar en la vanguardia de la Revolución, pero no
querían ceder el puesto a Robespierre. En esta lucha sosteníase su
popularidad, empleando todos los medios de la intriga.
En esto sobrevinieron los sucesos de Nancy. Votaron ellos
con Mirabeau en favor de Bouillé y Lafayette y en contra de los
soldados que la sociedad jacobina, de la que ellos eran
inspiradores, había excitado, impulsándoles a la sublevación.
La Asamblea, bajo esta influencia retrógrada más o menos
francamente, votó el 6 de Septiembre una ley ordenando que
durante dos años no se celebraran Asambleas primarias y que los
electores nombrados anteriormente por los electores primarios
fueran los únicos que durante estos dos años ejerciesen el poder
electoral.
Los Lameth estaban arrepentidos de haber votado, por odio
a Mirabeau, el decreto que prohibía a los diputados el ser
ministros. Creían ellos indudable que en las nuevas circunstancias
un cambio ministerial pondría el poder en sus manos o las de sus
amigos. Por esto insistieron vivamente en que la Asamblea rogase
al rey que despidiera a sus ministros; pero la Asamblea, contra lo
que ellos esperaban, se opuso a ello, y Camus, Chapelier y
doscientos diputados de la izquierda, votaron por la negativa.
Entonces creyeron oportuno provocar un gran movimiento de
las secciones de París que pidieran no sólo la caída de los ministros,
sino su procesamiento. Esta petición fue presentada a la Asamblea
por medio de un abogado, casi desconocido entonces, que se
llamaba Danton: la primera aparición de esta cabeza de Medusa
revelaba en él al hombre que no había de retroceder delante de
ningún medio de terror.
La corte, que en esta época cifraba todas sus esperanzas en
los excesos de los exaltados y tenía gran interés en demostrar a los
ojos de Europa, para obtener mejor su auxilio, que la monarquía
estaba anulada en Francia, quería que el rey entregase a la
Asamblea el derecho de elegir ella misma los ministros'. Mirabeau,

518
que veía el peligro, se opuso violentamente, fundándose en el
mismo decreto que impedía a los diputados ser ministros.
El triunvirato se convenció de que no lograría nunca que la
corte le diese el poder.
Los Lameth, educados en Versalles y protegidos por el rey en
su juventud, sabían que por su ingratitud eran objeto de un odio
personal en toda la corte. Esto les obligó a hacer un cambio muy
grave y que indicaba su definitivo alejamiento de Luis XVI: se
hicieron partidarios del duque de Orleans.
El 30 de Octubre los obispos publicaron una Exposición de
principios, manifiesto de resistencia escrito en estilo amenazante
y que establecía una especie de terror eclesiástico para intimidar a
todo el clero inferior amigo de la Revolución. Al día siguiente los
jacobinos, como en represalias, decidieron crear un diario
consagrado a publicar en extractos la correspondencia que la
sociedad central sostenía con las sociedades de los
departamentos; publicación formidable que iba a lanzar en plena
luz una masa enorme de acusaciones contra el alto clero y los
nobles. Un diario de tal clase, que iba a designar a tantos hombres
al odio del pueblo y tal vez a la muerte, resultaba en la realidad una
magistratura terrible. El hombre que debía escoger y extractar en
este inmenso cúmulo de cartas los nombres y los hechos dignos
de publicación iba a estar investido de un extraño y nuevo poder
que podía titularse la dictadura de la delación.
Los altos directores de los Jacobinos eran aún en esta época
Duport, Barnave y Lameth. ¿Quién fue el grave censor, el hombre
irreprochable y puro a quien confiaron tan inmenso poder? ¿Quién
lo creería? El autor de Las relaciones peligrosas, el agente conocido
del duque de Orleans, el famoso Choderlos de Lacios. Era este
mismo el que a la sombra del Palais Royal y a la puerta de su amo
el duque publicaba todas las semanas un resumen de acusaciones
con el título poco exacto de Diario de los amigos de la Constitución.
Digo poco exacto porque no daba ninguna noticia de los debates
de la sociedad de París, como si quisiera hacer de esto un misterio,
e insertaba únicamente las cartas recibidas de las sociedades de
provincias, llenas de acusaciones colectivas y anónimas. A esto
añadía Lacios algún artículo insignificante defendiendo

519
cautelosamente al partido orleanista, de modo que, durante siete
meses, desde Noviembre a Junio, el orleanismo recorrió la Francia,
oculto bajo la bandera respetada de la sociedad jacobina. Esta gran
máquina popular, apartada de sus verdaderas funciones, trabajaba
sin saberlo en provecho de un Orleans que soñaba con ser rey. Es
indudable que los directores de los Jacobinos no hubieran tolerado
esta extraña transacción, a no ser porque resultaban
indispensables los socorros pecuniarios de los orleanistas para los
movimientos que organizaba en París. La corte, que siempre
conocía las cosas demasiado tarde, comenzó a lamentarse de no
haber sabido atraerse oportunamente a estos hombres peligrosos.
Queriendo remediar su descuido, se dirigió en Diciembre del 90 á
Barnave, halagando su vanidad, de todos conocida; después á
Lameth, en Abril del 91. Pidió consejos a Barnave como los había
pedido a Mirabeau, a Bergasse y a todo el mundo; pero a todo el
mundo engañaba ella, no escuchando más que á Breteuil, el
realista furibundo, el consejero de la huida, de la guerra civil y de
la venganza.
El pueblo no estaba en el secreto de todas estas intrigas
villanas. Mas por instinto las adivinaba. De cualquier lado que se
volviera no veía nada seguro, ningún hombre que le inspirara
confianza. Desde las tribunas de la Asamblea y desde las de los
Jacobinos, miraba y buscaba una figura que revelase honradez y
probidad. Las de sus defensores no revelaban más que intrigas,
fatuidad é insolencia, cuando no corrupción.
Sólo la figura de un hombre parecía decir: «Yo soy honrado.»
Su traje y su gesto así lo decían. Sus principios no revelaban más
que moral e interés por el pueblo: los principios, siempre los
principios. El hombre no era de aspecto muy atractivo; su persona
era austera y triste. Su aspecto, más que popular era académico,
con cierta expresión aristocrática por la corrección extremada de
sus ademanes y su traje. Ninguna amistad, ninguna familiaridad:
conservábase a cierta distancia hasta de sus antiguos camaradas
de colegio.
A pesar de todas estas circunstancias, que eran las menos
adecuadas para hacer popular a un hombre, el pueblo sentía tal
hambre y sed de derecho, que el orador de los principios, el hombre

520
del derecho absoluto, el hombre que profesaba la virtud y en el cual
la figura seria y triste parecía ser su imagen, el melancólico
Robespierre, acabó siendo el favorito del pueblo. Cuanto peor
tratado era en la Asamblea, más gustaba al público de las tribunas.
Robespierre, en sus discursos, se dirigía muchas veces a las
tribunas, a esta segunda Asamblea, que desde lo alto pesaba sobre
las deliberaciones, y creyéndose en realidad superior como pueblo
y como soberano, reclamaba el derecho a intervenir, silbando
muchas veces a sus delegados.
Con mayor razón aún, debía Robespierre adquirir un gran
ascendiente en los Jacobinos. No faltaba a ninguna sesión: era
maravillosamente asiduo y laborioso, siempre en la brecha,
hablando sobre todas las cuestiones. En el trato con las Asambleas
como en el trato con las mujeres, la asiduidad es siempre el
principal mérito. Muchos se cansaron, se fastidiaron, desertando
del Club; Robespierre fastidiaba a los demás, pero él no se
fastidiaba nunca. Los antiguos partieron y Robespierre se quedó.
Llegaron otros en gran número y encontraron al inmutable
Robespierre. Los nuevos jacobinos no eran diputados; pero
ardorosos é impacientes por llegar a los negocios públicos,
formaron precipitadamente la Asamblea del porvenir.
Robespierre carecía de la audacia política, del sentimiento de
la propia fuerza, que es lo que da autoridad. No tenía siquiera la
ventaja de pensar por cuenta propia, pues seguía de demasiado
cerca a sus maestros Rousseau y Mably. Le faltaba, en fin, el
conocimiento variado de los hombres y las cosas: conocía poco la
historia y poco el mundo europeo.
Pero en cambio, él tenía sobre todos, la fuerza de una
voluntad perseverante y un trabajo concienzudo en el que nunca
se fatigaba.
Este hombre, a quien todos creían lejos de la realidad,
viviendo en la alta esfera de los principios puros y sumido en
abstracciones, se dio cuenta de la situación mejor que nadie. Él
supo perfectamente lo que no supieron ni Sieyes ni Mirabeau:
dónde estaba la fuerza y lo que había que hacer para buscarla.
Los fuertes quieren emplear la fuerza por ellos mismos. Los
políticos van a buscarla donde saben que se baila. Había entonces

521
dos fuerzas en Francia, dos grandes asociaciones: la una
eminentemente revolucionaria, los Jacobinos, la otra el clero
inferior: una masa de ochenta mil curas a quienes libertaba la
Revolución y que era posible asimilar a ella.
Esta era la opinión general. No hay que examinar si
moralmente y con toda sinceridad la idea del cristianismo podía ser
conciliada con la de la Revolución.
Robespierre juzgó la cosa como político, no buscando una
forma de asociación nueva en estudios profundos sobre el
cristianismo y la Revolución. Tomó las cosas tal como existían y se
dijo que el que tuviera a su lado a los jacobinos y al clero inferior,
íntimamente unidos, lo tendría todo. Y el procedimiento simple y
fuerte para unir al clérigo a la Revolución, fue pedir que se
permitiera al cura contraer matrimonio.
Robespierre hizo la proposición el 30 de Mayo de 1790,
provocando una verdadera tempestad. Su voz fue ahogada por dos
veces: la Asamblea mostraba unánimemente el deseo de no oírle.
La izquierda, movida por los celos, no quería dejar a Robespierre
esta gran iniciativa. Circunstancia notable que sólo puede
atribuirse a la influencia celosa de los altos directores del
jacobinismo: los diarios estuvieron de acuerdo para no imprimir el
discurso, como lo estuvo la Asamblea para no escucharlo.
Mas no por esto fue menor la impresión que las palabras de
Robespierre produjeron, en el bajo clero. Millares de curas le
escribieron manifestándole su vivo reconocimiento; en un mes
recibió tal cantidad de cartas, que su franqueo ascendía a más de
mil francos, y versos escritos en su honor, poemas enteros de 500,
700 y 1.500 versos en latín, en griego y en hebreo.
Robespierre continuó hablando en favor del clero. El 16 de
Junio del 90 pidió, a la Asamblea que atendiese a la subsistencia
de los eclesiásticos de 70 años que carecían de beneficios y
pensiones. El 16 de Septiembre hizo una reclamación en favor de
algunas órdenes religiosas que la Asamblea había comprendido
erróneamente entre las mendicantes. Más tarde aún, el 19 de
Marzo de 1791, en plena guerra eclesiástica, cuando el clero
inferior, obligado por los obispos, se distanciaba de la Revolución
y la hacía la guerra, Robespierre reclamó contra las medidas de

522
severidad que se querían adoptar. Dijo que era absurdo hacer una
ley especial contra los discursos sediciosos de los curas, pues
bastaban para perseguirles las leyes dictadas para todos los
ciudadanos.
Tanto avanzó en este terreno y se comprometió en favor de
los curas, que un individuo de la izquierda le gritó: «Pasad al lado
derecho.» Robespierre sintió el golpe, reflexionó y en adelante fue
más prudente.
En el estado en que se hallaban las cosas Robespierre se
hubiera anulado al persistir en su protección a los curas.
Los jacobinos, por su espíritu de cuerpo, que iba siempre en
aumento, por su fe ardiente y austera, por su áspera curiosidad
inquisitorial, tenían realmente algo de sacerdotes.
Poco a poco fueron formando una especie de clero
revolucionario, y Robespierre llegó a ser el jefe de este clero.
En este papel mostró una gran prudencia, tomó pocas
iniciativas por propia cuenta y se limitó a ser el órgano de los
jacobinos, repitiendo sus opiniones sin modificarlas.
Esto se notó especialmente al tratarse la cuestión de la forma
de gobierno. La unanimidad de los documentos enviados por las
provincias a los Estados generales hizo creer a los jacobinos que la
Francia entera era realista. Entonces Robespierre quiso un rey; no
un rey representante del pueblo como lo quería Mirabeau, sino
delegado del pueblo y comisionado por él, y por consecuencia
responsable.
El admitía, como casi todo el mundo entonces, esta absurda
hipótesis de un rey que se conformara con estar en el trono
agarrotado y amordazado, el cual no podría morder; pero que,
atado de tal modo, había de resultar inútil y hasta perjudicial.
Los jacobinos eran entonces como los creía Barnabe y como
lo fueron casi siempre, hasta en los momentos más violentos de la
Revolución; una sociedad de equilibrio.
Robespierre decía hablando del Cordelero Camilo Desmoulins
y con mayor razón de otros cordeleros más impetuosos aún: «Van
demasiado aprisa, y si caen se romperán el cuello. París no se ha
hecho en un día y hace falta más de un día para deshacerlo.»

523
La audacia, la gran iniciativa revolucionaria, estuvo en los
cordeleros.

524
CAPITULO VI
Los Cordeleros

Historia revolucionaria del convento de los Cordeleros. —


Individualidades del club de los Cordeleros. —Su fe en el pueblo. —Su
impotencia de organización. —La irritabilidad de Marat—Los Cordeleros son
jóvenes aún en 1790. —Embriaguez de este momento. Aspecto interior del
Club de los Cordeleros. —Anacharsis Clootz. —Doble espíritu de los Cordeleros.
—Uno de los retratos de Danton.

Casi enfrente de la escuela de Medicina existe en el fondo de


un patio una capilla de estilo pesado y austero.
Es el antro sibilino de la Revolución: el Club de los Cordeleros.
Allí tuvo la Revolución su delirio, su trípode, su oráculo. De
techo bajo y apoyada en dos contrafuertes macizos, esta
construcción parece eterna; sin temblar ha escuchado mucho
tiempo la tonante voz de Danton.
Actualmente es un triste museo de cirugía y contempla toda
clase de sabios horrores. Su parte posterior está compuesta de
salas obscuras, donde sobre mesas de mármol negro son
disecados los cadáveres.
El hospital vecino y la capilla eran antiguamente el refectorio
de los Cordeleros, y su escuela famosa, la capital del misticismo,
donde venía a estudiar Santo Tomás. Entre los dos edificios se
elevaba antes la iglesia inmensa y sombría nave poblada de
mármoles funerarios. Todo esto se halla destruido en la actualidad.
La iglesia subterránea que se extendía por debajo sirvió para la
imprenta clandestina de Marat.
¡Extraña fatalidad de los lugares! Este convento donde se
aposentó la Revolución fue desde el siglo XIII el lugar de los
revolucionarios. Cordeleros frailes y Cordeleros revolucionarios,
mendicantes y sans culottes: no hay entre ellos tanta diferencia
como parece. La disputa religiosa y la disputa política, la escuela

525
de la Edad Media y el club del 90 son más opuestos por la forma
que por el espíritu.
¿Quién construyó esta capilla? La misma Revolución en el año
1240.
En ella se dio el primer golpe al mundo feudal que debía morir
siglos después en la Asamblea en la noche del 4 de Agosto.
Contemplad bien estos muros que parecen construidos ayer.
¿No presentan el aspecto de la inimitable firmeza que tiene la
justicia de Dios? Fue, en efecto, un gran golpe de justicia
revolucionario quien los hizo nacer del suelo. Ese gran justiciero
que se llamó el rey San Luis dio el primer ejemplo de la igualdad
ante la ley castigando el crimen de un alto barón feudal: el señor
de Coucy. Con la enorme multa que le hizo pagar, el rey monge que
era Cordelero construyó la escuela y la iglesia de los Cordeleros.
Escuela revolucionaria por excelencia. Ella fue la que en 1300
sostuvo la disputa del Evangelio eterno que tanto molestó a los
Papas; ella la que presentó el tema: «¿Cristo ha pasado ya?»
Este lugar, verdaderamente predestinado, vio en 1357,
cuando el rey y la nobleza fueron derrotados, la primera
Convención que salvó a la Francia. Allí el Danton del siglo XIV,
Esteban Marcel, preboste de París, hizo crear por los Estados
reunidos una casi república, envió a las provincias a los poderosos
diputados para organizar requisas, y con audacia cada vez más
creciente armó al pueblo con solo algunas palabras, con el
memorable decreto que confió al pueblo la guarda de la paz
pública. «Si los señores se hacen la guerra, las buenas gentes se
defenderán de unos y otros.» Es extraño y prodigioso que
transcurrieran cuatro siglos para continuar lo que entonces se
inició.
La fe de los antiguos Cordeleros, eminentemente
revolucionaria, fue la inspiración, la glorificación de los simples y
de los pobres. Hicieron de la pobreza la primera virtud cristiana:
poseyeron la ambición de la humildad, no queriendo cambiar por
nada su hábito de mendicantes. Verdaderos sans culottes de la
Edad Media, por su odio a la propiedad, fueron ellos más exaltados
que sus sucesores del Club de los Cordeleros y que toda la
Revolución, incluso Babeuf.

526
Nuestros Cordeleros de la Revolución tenían, como los de la
Edad Media, una fe absoluta en el instinto de los humildes y los
ignorantes: sólo que lo que unos llamaban inspiración divina era
llamado por los otros, razón popular.
El genio de los Cordeleros revolucionarios, instintivo y
espontáneo, todo él inspiración y fogosidad, los separaba
profundamente del entusiasmo calculado del sombrío y frío
fanatismo que caracterizaba a los jacobinos.
Los Cordeleros, en la época a que hemos llegado en nuestra
narración, constituían una sociedad muy popular. En ellos no
existía la división de clases que imperaba en los jacobinos entre la
Asamblea de los hombres políticos y la sociedad fraternal de los
obreros. No había traza alguna en los Cordeleros de comité-
directivo ni de periódico órgano del club. No había punto de
comparación entre las sociedades. Los Cordeleros eran un club de
París: los jacobinos una inmensa asociación que se extendía por
toda Francia. Pero si París vibraba, removida por el furor de los
Cordeleros, los revolucionarios políticos, los personajes de los
jacobinos no tenían otro remedio que seguirles.
La individualidad se conservó muy marcada en los
Cordeleros. Cada uno de sus hombres notables procedía con entera
libertad. Sus periodistas Marat, Desmoulins, Fréron, Robert,
Hebert y Fabre d'Eglantine escribían cada uno según su estilo e
ideas. Danton, el hablador todopoderoso, jamás quiso escribir: le
bastaba la oratoria. En cambio, Marat y Desmoulins, que
balbuceaban y eran tardos en la expresión, no hacían más que
escribir y hablaban raramente.
A pesar de esta independencia, de este instinto de
individualidad, había entre ellos como un alma común, un fuerte
lazo que les obligaba a marchar juntos. Los Cordeleros formaban
una especie de tribu: todos vivían en torno de su club: Marat en la
misma calle, casi enfrente de la sociedad; Desmoulins y Freron
vivían juntos, en la calle de la Antigua Comedia; Danton en el
pasaje del Comercio; Clootz en la calle de Jacob, y Legendre en la
de Saint-Germán.
El honrado carnicero Legendre, uno de los oradores del club,
era una de las originalidades de la Revolución. Sin instrucción,

527
ignorándolo todo, hablaba con la mayor serenidad, diciendo lo que
sentía, entre sabios y literatos, sin fijarse en si sonreían. Hombre
de corazón y enérgico, a pesar de su oratoria furiosa, resultaba un
ser de tiernos sentimientos. El adiós melancólico que pronunció
ante la tumba de Lostaulot el día del entierro de este periodista,
superó a los discursos y á cuanto dijeron los escritores, incluso
Desmoulins.
Esta fue la originalidad de los cordeleros de importancia: vivir
mezclados con el pueblo; hablar siempre con las puertas abiertas,
comunicarse a todas horas con la multitud. Algunos de ellos que
habían vivido siempre la vida retirada y sedentaria del sabio ó del
literato, establecieron su gabinete de trabajo en la calle,
escribiendo ^n plena muchedumbre. Arrojaron los libros y ya no
leyeron más que en el gran libro de la Revolución, que escribieron
ante sus ojos todos los días con caracteres de fuego.
Creyeron en el pueblo: tuvieron fe en el instinto del pueblo.
Al servicio de esta fe y para enaltecerla ante ellos mismos, pusieron
gran parte de su talento y de su corazón.
Nada tan original, por ejemplo, como ver en los callejones del
Odeon o de la Comedia Francesa las muestras de ese talento
diluido en las masas. Desmoulins se mezclaba con los carpinteros
y albañiles que filosofaban en corrillos por la tarde; hablaba con
ellos de teología como en otros tiempos lo hacía Voltaire, y
maravillado de su ingenio exclamaba: «Son verdaderos
atenienses.»
Esta fe en el pueblo hizo que los Cordeleros fuesen
todopoderosos sobre el pueblo. Tenían las tres fuerzas
revolucionarias: la palabra vibrante y tonante, la pluma acerada y
el furor inextinguible: Danton, Desmoulins y Marat.
Tenían los Cordeleros la fuerza, pero asimismo la
imposibilidad en la organización. El pueblo les parecía residir por
entero en cada hombre. El derecho absoluto y soberano lo
reconocían en sólo una ciudad, en una sección, en un simple club,
en un ciudadano. Para ellos todo hombre estaba investido de un
veto contra la Francia. Para lograr mejor que el pueblo fuese libre
lo sometían al individuo.

528
Marat, a pesar de que parecía ciego y furioso, fue el primero
en presentir el peligro de este espíritu anárquico. Por esto,
anticipándose a todas las soluciones revolucionarias, proponía la
dictadura de un tribuno militar y más tarde la creación de tres
inquisidores de Estado. Parecía que envidiaba la organización de la
sociedad jacobina. En Diciembre del 90 propuso él, imitando a
dicha sociedad, la creación de un cuerpo o cofradía de espías y
delatores para vigilar y denunciar a los agentes del gobierno que
se mezclasen en las filas revolucionarias. La idea no obtuvo éxito y
Marat solo llevó a cabo su tarea inquisitorial. De todas partes le
enviaban quejas y delaciones justas o injustas, fundadas o
infundadas. Y él lo creía todo y lo imprimía todo.
Fabre d' Eglantine habló de «la sensibilidad de Marat», y esta
frase ha asombrado a los que confunden la sensibilidad con la
bondad, a los que ignoran que la sensibilidad exaltada puede
convertirse en terrible furia. Las mujeres, seres sensibles por
excelencia, tienen momentos de sensibilidad cruel. Marat, por su
temperamento era femenino, y más que femenino muy nervioso y
muy sanguinario. Su médico, Mr. Bourdier, leía su diario, y cuando
veía que sus artículos eran más sanguinarios y furiosos que de
costumbre, iba a sangrarle inmediatamente sin esperar aviso77.
El tránsito violento de la vida de estudio al movimiento
revolucionario había trastornado el cerebro de Marat, sumiéndole
en una especie de embriaguez. Sus falsificadores, sus imitadores
que tomaban su nombre, su título de «Amigo del pueblo» y le
robaban sus opiniones, no contribuían poco a aumentar su furor.
De nadie se fiaba para perseguir a sus enemigos. El mismo
iba a la caza de los que odiaba; los espiaba en las revueltas de las
calles muchas veces durante la noche. La policía, por su parte,
buscaba á Marat para prenderle y Marat se ocultaba dónde podía.
Pobre, miserable y viviendo oculto en reclusión forzosa,
exaltábase, resultando cada vez más nervioso é irritable. En medio
de sus movimientos de tierna compasión por el pueblo y sus
miserias, su sensibilidad enfurecida revelábase en forma de
acusaciones atroces, de peticiones de matanza y apologías del

77
Así se lo contaba el mismo Mr. Bourdier a Mr. Sevres, el ilustre fisiólogo.

529
asesinato. Sus desconfianzas aumentábanse por momentos; el
número de culpables y por tanto de víctimas a las que era preciso
guillotinar, aumentábase monstruosamente en su imaginación: el
Amigo del Pueblo hubiera acabado por pedir el exterminio de todo
el pueblo.
En presencia de la naturaleza y del dolor, Marat resultaba
muy débil: él mismo declaraba que no podía ver sufrir a un insecto,
y desde su mesa de redacción, estando solo, deseaba el exterminio
del mundo.
Algunos servicios que prestó a la Revolución, por su vigilancia
inquieta, su lenguaje feroz y la habitual ligereza de sus
acusaciones, le proporcionaron una deplorable influencia. Su
desinterés y su audacia dieron autoridad a sus furores; fue un
funesto preceptor del pueblo: le sorbió el seso a gran parte de él y
lo hizo débil y furioso, a su imagen y semejanza.
Pero por esta criatura extraña y excepcional no puede
juzgarse lo que fueron los Cordeleros. Examinar algunos de ellos
aparte no sirve para conocer a los Cordeleros en general. Es preciso
verlos reunidos en sus sesiones nocturnas, en plena efervescencia,
hirviendo en el fondo de su Etna. Intentaré conducir a los lectores:
dadme la mano.
Quiero enseñarlos en un día de agitación, en el que estalle
entre ellos el genio de la audacia y la anarquía; el día. en que,
oponiendo su veto a las leyes de la Asamblea contra la prensa,
declararon que en su territorio la prensa sería libre indefinidamente
y que ellos sabrían defender a Marat.
Cojámoslos en este momento: el tiempo va muy aprisa en la
Revolución y cambiarán rápidamente. Aún conservan algo de su
naturaleza primitiva. Que transcurra sólo un año y no los
conoceremos ya.
En 1790 aún eran jóvenes: cuatro años después, en el 94,
habrán transcurrido siglos para todos ellos.
Marat aún es joven en el momento que os lo presento. Con
sus cuarenta y cinco años, su larga y triste carrera, consumido por
el trabajo, por las vigilias y las pasiones, todavía es joven,
esperando la venganza.

530
Este médico sin enfermos-, toma por cliente a la Francia y
quiere sangrarla. Este físico desconocido se vengará de sus
enemigos78. El Amigo del Pueblo esperaba vengar al pueblo y
vengarse a él mismo, siempre despreciado y maltratado. Por fin
comienza su día. Nada detendrá a Marat; huirá, se ocultará, llevará
de cueva en cueva su pluma y su prensa de imprimir. No verá más
la luz del día. En esta sombría existencia una mujer se obstina en
seguirle, la esposa de su impresor, que ha abandonado a su marido
para hacerse la compañera de ese ser que está fuera de la
naturaleza, fuera de la ley, fuera de los rayos del sol. Sucio,
hediondo, pobre, ella le adora, sin embargo: a una existencia
tranquila en plena vida, prefiere ser en el fondo de la tierra la criada
de Marat.
¡Generoso instinto de las mujeres! Este instinto es el que da
en el mismo momento a Camilo Desmoulins su seductora y
deseada Lucila. Es pobre y está en peligro: he aquí por lo que Lucila
quiere a Camilo. Sus padres hubieran querido que amase a un
hombre menos comprometido; pero justamente es el peligro lo
que tienta a Lucila. Leía todas las mañanas aquellas hojas a él joven
periodista, ardientes, llenas de gracia e ingenio, aquellas hojas
satíricas y elocuentes, inspiradas en los azares del día y por lo
mismo selladas por la inmortalidad. La vida o la muerte con
Camilo; ella lo arrolló todo, arrancó el consentimiento paternal, y
ella misma, riendo y llorando, fue en busca del periodista para
manifestarle su felicidad.
Muchas otras hicieron como Lucila. Conforme el porvenir se
hacía más incierto y el horizonte se cargaba de nubes, los que se
amaban sentían la necesidad de unirse, de asociar su suerte, de
correr los mismos riesgos-, de jugar su vida sobre la misma carta.
¡Momento de emoción y de embriaguez—como en la víspera
de las batallas—ante el espectáculo interesante, regocijado y
terrible al mismo tiempo de la revolución que se aproxima!

78
Ya profundizaré este carácter. No hablo aquí más que del Marat exterior, del Marat
Cordelero, del Marat del 90. En el capítulo IX mostraré cómo el terrorista científico que quería
exterminar a Newton, Franklin y Voltaire, acabó en terrorista político. Más tarde hablaré del
exterminador del 93.

531
A toda Europa interesaba este espectáculo. Si muchos
franceses partían de Francia, muchos extranjeros venían a ella y se
asociaban de todo corazón a nuestras agitaciones. Venían para
desposarse con la Francia revolucionaria. Deseaban mejor morir
aquí que vivir lejos: al menos si morían era con la seguridad de
haber vencido.
Por esto el ingenioso y despreocupado alemán Anacharsis
Clootz, filósofo nómada que se comía sus cincuenta mil libras de
renta rodando por los grandes caminos de Europa, se detuvo en
París, fijó aquí su existencia con lazos que sólo pudo desatar la
muerte. Del mismo modo el español Guzmán, que era Grande de
España, se hizo sans culotte, y para vivir siempre en esta atmósfera
de revuelta que constituía la felicidad de su carácter levantisco, se
alojó en una bohardilla en la parte más pobre y revolucionaria del
arrabal de San Antonio.
Pero ¿á qué entretenernos en tantos detalles?... Volvamos a
los Cordeleros.
¡Cuánta muchedumbre! ¿Podremos entrar?... Ciudadanos,
haced un poco de sitio: camaradas, ya veis que traigo conmigo a
un forastero. El ruido es tan grande que ensordece; en cambio no
se ve nada; las humeantes lamparillas parecen encendidas para
que se note mejor la obscuridad. ¡Cómo se agita la
muchedumbre!... La densa atmósfera está cargada de rumores y
gritos.
El primer golpe de vista resulta bizarro. Nada más mezclado
que esta muchedumbre: hombres bien vestidos a la última moda,
obreros, estudiantes (contemplad entre estos á Chaumette),
sacerdotes y hasta monjes; pues en esta época muchos de los
antiguos frailes Cordeleros venían al lugar de su antigua
servidumbre a saborear un poco de libertad.
Los hombres de letras, periodistas y literatos abundan en el
público. Ese joven con anteojos es el poeta Fabre d' Eglantine. Ese
otro de rostro bronceado es el republicano Robert, periodista que
acaba de casarse con una periodista, la señorita Kévalio. Esa figura
vulgar es la de Hebert, el futuro Pere Duchesne. A su lado está
Momoro, el impresor patriota, el esposo de la hermosa joven que
un día representará el papel de Diosa Razón. Un día esa pobre diosa

532
perecerá en la guillotina con Lucila Desmoulins. ¡Ay! ¡Si todos ellos
hubieran conocido entonces su futura suerte!...
Allá abajo se destaca la figura del presidente. Es feo hasta el
punto de poder causarse espanto a sí mismo. Terrible figura la de
Danton. Era un cíclope, un dios del averno... Ese, cara roída por la
viruela, en la que brillan unos ojuelos obscuros, tiene todo el
aspecto de un tenebroso volcán... No, no es un hombre; es el
elemento mismo de la revuelta, la embriaguez del vértigo, la
fatalidad. Genio sombrío, me causas miedo. Eres el predestinado
para salvar la Francia o perderla.
Mirad: él ha contraído su boca como si fuera a hablar y todas
las voces callan.
—Marat tiene la palabra—dice con voz tonante.
¿Quién es Marat? ¿Dónde está? ¿Es esa cosa de piel amarilla
y vestido verde, con ojos grisáceos y saltones? Parece pertenecer
más al género de los bactráceos que a la especie humana. ¿De qué
pantano habrá salido esa extraña criatura, en la que parecen
mezclados el sapo y el hombre?
Sus ojos, a pesar de todo, son dulces. Su brillo, su
transparencia, la vaguedad con que los mueve mirando a todas
partes sin fijarse en ninguna, le dan el aspecto de un visionario a la
vez charlatán y sincero, una especie de profeta de callejuela,
vanidoso y sobre todo crédulo: creyéndolo todo y especialmente
sus propias invenciones, todas las ficciones involuntarias, a las
cuales le arrastra sin cesar su espíritu de exageración. Sus
costumbres de médico nómada, de charlatán inventor de
específicos, le daban facilidad para la exageración.
Su crescendo, hasta el momento de su muerte, será terrible.
Es necesario que él invente, que desde su cueva pueda gritar algo
extraordinario y milagroso todos los días, que lleve a sus lectores
emocionados de traición en traición, de descubrimiento en
descubrimiento, de asombro en asombro.
Comienza a hablar y saluda al club. •
Después su figura parece iluminarse con el fuego de la
indignación. «Traición grande y terrible... Nuevo complot
descubierto.»

533
Ved cómo anunciando todo esto él se considera feliz,
estremeciéndose de rabia y haciendo estremecer al auditorio. Ved
cómo la vanidosa y crédula criatura se transforma. Su piel
amarillenta y mate brilla de sudor.
«Lafayette—grita—ha hecho fabricar en el arrabal de San
Antonio quince mil tabaqueras que todas llevan su retrato... Esto
tiene su significación... Yo ruego a los buenos ciudadanos que
puedan procurarse una que la rompan inmediatamente. Dentro de
ella encontrará seguramente la orden del complot contra la
Revolución.»
Muchos ríen. Otros creen que la cosa vale la pena de
averiguar.
Marat continúa creciéndose. —«Yo he dicho hace tres meses
que había seiscientos culpables y que bastaban seiscientos
pedazos de cuerda para acabar pronto con ellos. ¡Cuán equivocado
estaba!... Hoy necesitamos ahorcar a más de veinte mil.»
Violentos aplausos.
Marat comenzaba a ser un ídolo para el pueblo: un fetiche. En
la muchedumbre, las delaciones y las predicciones siniestras de
que rellenaba sus hojas causaban gran efecto, siendo muchos los
que le creían y ayudaban a su renombre de violento y de profeta.
En 1790 ya había obtenido éxitos. Tres batallones de la
Guardia parisién le proporcionaron un pequeño triunfo paseando
por las calles su busto coronado de laureles. Pero su autoridad aún
no había llegado al grado terrible que alcanzó en el 93. Desmoulins,
que no respetaba mucho más a los dioses populares que a los
reyes, se burlaba lo mismo del dios Marat que del dios Lafayette.
Sin respetar el entusiasmo delirante de Legendre que, con los
ojos, las orejas y la boca desmesuradamente abiertos aclamaba,
admiraba y se oponía furiosamente a toda admiración, el audaz
jovencillo Desmoulins apostrofa al profeta gritándole:
—Siempre trágico, amigo Marat: hipertrágico por costumbre.
Podríamos reprocharte como los griegos a Esquilo, de ser un poco
ambicioso en el arte de meter miedo. Mas tú tienes una excusa: tu
vida errante en las catacumbas, como la de los primeros cristianos,
exalta tu imaginación... Pero dinos seriamente: ¿esas diecinueve
mil cuatrocientas cabezas que tú ajustas como una amplificación a

534
las seiscientas del otro día, son realmente indispensables? ¿No te
equivocarás en la cuenta, aunque sólo sea en una cabeza? Yo creía
que con tres o cuatro cabezas empenachadas que rodasen a los
pies de la Libertad habría bastante.
Los maratistas rugen en señal de protesta. Pero les impide
responder a Desmoulins un ruido que se produce a la puerta, un
murmullo placentero y agradable. Una mujer joven entra y quiere
hablar. Es nada menos que la señorita Theroigne, la bella amazona
de Lieja. Fijaos bien en su levita de seda roja, su sombrero de
plumas y su gran sable de la jornada del 5 de Octubre. El
entusiasmo llega al colmo.
—Es la reina de Sabá—grita Desmoulins—que viene a visitar al
Salomón de los distritos.
Mientras tanto, atraviesa ella todo el salón con ligero paso de
pantera y sube a la tribuna. Su hermosa cabeza de inspirada,
lanzando relámpagos por los ojos, se destaca entre las sombrías
figuras apocalípticas de Danton y Marat.
—Si realmente sois Salomones—dice Theroigne—vosotros lo
probaréis levantando el Templo; el templo de la libertad, el palacio
de la Asamblea nacional y lo construiréis sobre la plaza donde
estuvo la Bastilla.
«¡Absurdo espectáculo! Mientras el poder ejecutivo habita el
más hermoso palacio del universo y tiene para él el pabellón de
Flora y las columnatas del Louvre, el poder legislativo, siempre
errante, está aún acampado bajo movibles tiendas, unas veces en
el Juego de pelota, otras en los Menús o en el Maneje, como nueva
paloma de Noé que no sabe dónde poner los pies.
» Esto no puede quedar así. Hace falta que los pueblos,
contemplando los edificios que habitan los dos poderes, aprendan
solo por la vista dónde reside el verdadero soberano. ¿Qué es un
soberano sin palacio? Un dios sin altar, al que nadie rinde culto.
» Levantemos este altar. Que todos contribuyan a su
construcción; que todos aporten para la obra su oro y sus
pedrerías. Las mías helas aquí. Levantemos el verdadero templo.
Ningún otro será tan digno de Dios como éste donde fue
pronunciada la Declaración de los derechos del hombre. París,

535
guardián de este templo, no será una ciudad; será la patria común
de todas; el lugar de cita de las tribunas; será su Jerusalén.»
—¡La Jerusalén del mundo! —contestan muchas voces
entusiastas.
Una verdadera embriaguez se había apoderado de la
Asamblea, dejándola en actitud estática. Si los antiguos cordeleros
que bajo las mismas bóvedas habían dado en otro tiempo rienda
suelta a sus ensueños místicos hubieran resucitado esta noche, se
habrían reconocido, habrían creído que el tiempo no había pasado.
Creyentes y filósofos, discípulos de Rousseau, de Diderot, de
Holbach y de Helvetius, todos, sin darse cuenta de ello,
profetizaban.
El alemán Anacharsis Clootz era o se creía un ateo, como
muchos otros, por odio a los males realizados por los sacerdotes.
Pero a pesar de todo su escepticismo y de la ostentación de
su duda, el hombre del Rhin, el compatriota de Beethoven vibraba
poderosamente con todas las emociones de la nueva religión.
Las palabras más sublimes que inspiró la gran Federación
están en una carta de Clootz á madama Beauharnais. Nada se ha
escrito tan extravagante y tan bello sobre la unidad futura del
mundo. Su calma alemana, su serenidad sonriente y la originalidad
de un loco de genio que se burlaba un poco de sí mismo, se
mezclan en esta carta, toda alegría y entusiasmo.
«¿Por qué—dice Clootz—la naturaleza ha emplazado a París a
igual distancia del Polo que del Ecuador, sino para que sea la cuna
de la confederación general de los hombres? Aquí se reunirán en
Asamblea los estados generales del mundo. Esto no está tan lejos
como parece; me atrevo a profetizarlo. Que la Torre de Londres
caiga como cayó la Bastilla en París y ya no quedarán tiranos. La
oriflama de los franceses no puede flotar sobre Londres y París sin
dar antes la vuelta al mundo. Cuando esto se realice ya no habrá
más ni provincias ni ejércitos, ni vencidos ni vencedores. Se irá de
París a Pekín como ahora de Burdeos a Strasburgo. Sobre el
Océano los puentes de navíos unirán las dos riberas. El Oriente y el
Occidente se abrazarán en el Campo de la Federación. Roma fue la
metrópoli del mundo por la guerra. París lo será por la paz...
Cuando más reflexiono, más concibo la posibilidad de una nación

536
única; la facilidad que tendrá la Asamblea universal reunida en
París para guiar el carro del género humano... Estudiosos
arquitectos, émulos de Vitruvio, escuchad el oráculo de la razón: Si
el civismo calienta vuestro genio, sabréis construirnos un templo
para contener a los representantes de todo el mundo, que serán
más de diez mil.
«Los hombres serán como deben ser y cada uno podrá decir:
«El mundo es mi patria, el mundo está conmigo.» Entonces no
habrá emigrantes. La naturaleza será una, como una la sociedad.
Las fuerzas diversas se unirán: las naciones son como las nubes y
deben confundirse forzosamente unas con otras.
» Tiranos, vuestros tronos van a desplomarse sobre vosotros.
Ejecutaos vosotros mismos. Así os libertaréis de la miseria y del
cadalso. Usurpadores de la soberanía, miradme frente a frente...
¿Es que no veis vuestra sentencia escrita en los muros de la
Asamblea nacional? No esperéis, no, la fusión del pueblo con las
coronas; venid a la Revolución que libra a los reyes de las intrigas
de los reyes y a los pueblos de las rivalidades de los pueblos.»
—¡Viva Anacharsis! —gritó Desmoulins; —abramos con él las
cataratas del cielo. Esto no será más que el diluvio de la razón,
ahogando el despotismo en Francia: es necesario que inunde todo
el globo, que todos los tronos de los reyes y de los grandes
sacerdotes arrancados de sus cimientos, floten en este diluvio...
¡Qué hermosa carrera desde Suecia al Japón!... ¡La Torre de
Londres destruida!... Un club de jacobinos de Irlanda está
preparando una insurrección. Con la marcha que siguen las cosas
yo no daría ni un chelín por los bienes del clero anglicano. En
cuanto a Pitt, es un hombre que está reservado para que lo
cuelguen de la linterna, si es que como hombre previsor no
presenta antes su dimisión al pueblo inglés. Comiencen a temblar
los inquisidores en las riberas del Manzanares; la libertad sopla con
fuerza desde la Francia al Mediodía; es en este momento cuando
puede decirse: ya no hay Pirineos. El amigo Clootz acaba de
transportarme, agarrado por los cabellos como el ángel llevó al

537
profeta Abacuc, a las alturas de la política. Yo ensancho la bandera
de la Revolución hasta los últimos extremos del mundo79.»
Tal era la originalidad de los Cordeleros. ¡Voltaire surgiendo
en medio del fanatismo político! Era un verdadero hijo de Voltaire
este Desmoulins tan regocijado. Sorprende verle mezclado en este
Pandemónium político.
Verdaderamente los Cordeleros fueron como el lazo que unía
dos épocas. Su genio, a estilo de Diderot, a un mismo tiempo
escéptico y creyente, recordaba en pleno siglo XVIII algo del viejo
misticismo, en el cual brillan como relámpagos las visiones del
porvenir.
¡El porvenir! ¡qué misterioso resultaba aún! ¡cómo aparecía
sombrío, confuso y a la par sublime y horrible en el rostro de
Danton!
Tengo ante los ojos un retrato de esta personificación terrible
y cruelmente fiel de nuestra Revolución, un retrato que diseñó
David. El artista lo abandonó, apenas comenzado, con sincero
desaliento, no sintiéndose capaz de retratar a tal modelo. Un
discípulo concienzudo se propuso continuar la obra, y lentamente,
con servil imitación, fue pintando detalle por detalle, cabello por
cabello, marcando una por una las señales de la viruela, las grietas,
las montañas y los valles de este rostro tempestuoso.
El efecto que causa este retrato es el de un desenvolvimiento
penoso y laborioso, de una creación vasta, turbulenta, violenta é
impura, como cuando la naturaleza tantea indecisa, sin poder decir
aún si creará hombres o monstruos, cuando falta de perfección,
pero sobrado enérgica, marca con mano terrible sus gigantescos
ensayos.
Lo que más llama la atención en este retrato es que no tiene
ojos; apenas si se le ven. ¿Cómo este terrible ciego fue el guía de

79
No hay necesidad de decir que he. sacado todo este capítulo de los Diarios de Marat y de
Desmoulins. —Camilo Desmoulins, después de haber expuesto su entusiasmo medio serio,
medio cómico por las ideas de Clootz, añadía en el mismo artículo, mezclando los asuntos de
administración de su periódico con la propaganda de sus ideales: «Estaba tentado a dejar la
pluma descorazonado por la sordidez de un pueblo ingrato que apenas si compra el periódico.
Pero reverdece en mí la esperanza y constituyo mi diario en diario permanente. Invito a mis
queridos y amados suscriptores cuyo abono expira, a renovarlo en mi casa, calle del Teatro
Francés, donde continuaré cultivando una rama de comercio desconocida hasta hoy; la
fabricación de revoluciones.»

538
las naciones?... Obscuridad, vértigo, fatalidad, ignorancia absoluta
del porvenir y desprecio al porvenir es lo que se lee en este
retrato80.
Y a pesar de todo, este monstruo es sublime. Esa faz casi sin
ojos parece un volcán sin cráter, volcán de fango o de fuego, tras
cuya cerrada boca ruedan y bullen los combates de la naturaleza. ¿
Cuándo será la erupción?
Día llegará que un enemigo suyo, aterrado por sus palabras y
rindiendo homenaje ante su tumba, admirando su genio que le
hirió, lo retratará con un título que resulte eterno: el Plutón de la
elocuencia.
Esta figura es una pesadilla de la que no se libra el que estudia
profundamente la Revolución, un ensueño sombrío que pesa con
fuerza abrumadora y del que no se sale nunca. Estudiándole no hay
más remedio que asociarse maquinalmente a la lucha de principios
opuestos que es visible en él; hay que participar de sus esfuerzos
interiores, que no eran solamente batallas de pasiones. Es un Edipo
que, llevando en sí el enigma, marchó rectamente hacia la esfinge
para que le devorara.

80
Este retrato representa a Danton en 1790 en el momento en que el drama comienza: Danton,
relativamente joven, con una vigorosa concentración de sangre, de carne, de vida, de fuerza.
Es Danton «marchando adelante.» Un pequeño y maravilloso dibujo de David, hecho a la
pluma durante una sesión nocturna de la Convención, nos muestra a Danton «retrocediendo»;
Danton a fines del 93: ahora con los ojos bien abiertos, más con un cruel estrabismo; lanzando
el terror, pero revelando su corazón destrozado... No hay persona que contemple este dibujo
trágico sin un movimiento de dolor y sin decirse mentalmente: «¡Ah, bárbaro, ah,
infortunado!» Entre estos dos retratos que resultan solemnes, hay dos croquis de David
donde se ve a Danton de perfil; mas tal misterio de dolor y de horror hay en ellos, que no
quiero aún hablar de tales dibujos. Ya llegará la ocasión en el curso de esta obra.

539
CAPITULO VII
Impotencia de la Asamblea. —Negativa de juramento.
(Noviembre del 90.—Enero del 91.)

Aparición de los Jacobinos futuros. —Los primeros Jacobinos (Duport: Barnave,


Lameth, etc.) intentan retroceder. —Espíritu retrógrado de la Asamblea. —Mirabeau y los
Lameth quieren evitar la guerra eclesiástica. —Los sacerdotes provocan la persecución. —Se
les exige el juramento.— Sanción forzada del rey.—La Asamblea ordena en vano el juramento
inmediato—Negativa de juramento dentro de la misma Asamblea.

Cuenta Alejandro de Lameth que en el mes de Junio de 1790,


una sociedad patriótica lo invitó a un banquete con su hermano y
con Duport y Barnave. Este banquete de doscientas personas,
hombres y mujeres fue verdaderamente espartano por la
austeridad patriótica y por la frugalidad. Apenas se sentaron los
convidados, el presidente se levantó para pronunciar con
solemnidad el primer artículo de la Declaración de los Derechos del
hombre. «Los hombres nacen y viven libres, etc.» La reunión
escuchó con religioso silencio, y este recogimiento duró todo el
banquete. Una Bastilla hecha de Madera ocupaba el centro de la
mesa. A los postres muchos vencedores de la Bastilla que se
encontraban entre los convidados tiraron de sus sables, y sin decir
una palabra hicieron pedazos la odiosa fortaleza: de entre sus
ruinas salió un niño llevando en su cabeza el gorro frigio de la
Libertad. Las mujeres colocaron coronas cívicas en la cabeza de los
diputados patriotas y el banquete terminó como había comenzado:
pronunciando el presidente, con sombría gravedad y como
discurso de despedida, el segundo artículo de la Declaración de los
Derechos del hombre.
El presidente era el matemático Rommé, antiguo preceptor
de los príncipes Strogonoff. Había sentido la Libertad donde mejor
puede sentirse, o sea en Rusia, y desde allá lejos, en plena
esclavitud, había visto el golpe de la Revolución. Ebrio de
entusiasmo y frío al mismo tiempo, este geómetra iba a aplicar
inflexiblemente sus principios, y por una larga resta de cifras
humanas descubrir lo desconocido. Inmutable calculador de la
Convención, en lo más alto de la Montaña, solo descendió de su

540
altura en la jornada del 2 de Pradeal para hundirse su compás en el
corazón.
Los Lameth se contemplaron con escalofríos de extrañeza en
un mundo completamente nuevo. Los nobles y elegantes
Jacobinos del 89 se encontraban en presencia de los verdaderos
Jacobinos.
El mismo Alejandro Lameth lo declara: «Esté hombre de
piedra que presidía los textos legislativos recitados como
oraciones, el recogimiento, el silencio de estos fanáticos, todo nos
pareció alarmante.»
Comenzaban a sondear el Océano donde se habían metido.
Hasta entonces, como los niños, sólo habían jugado cerca de la
playa. Conocían ellos perfectamente a los agitadores de plaza, a los
obreros de la revuelta que empleaban y lanzaban a voluntad.
Conocían a los periodistas violentos y a los ardorosos
declamadores de los clubs, de los cuales los más vociferadores no
eran los más temibles. Pero más allá de todas estas cóleras,
simuladas o verdaderas, había algo frío y terrible, que es lo que
ellos acababan de tocar. Habían encontrado el acero de la
Revolución. Sintieron frío al tocarlo y retrocedieron.
Su deseo era retroceder y no sabían cómo hacerlo. Figuraban
en la vanguardia y había que fingir que se continuaba en ella,
teniendo sobre sus personas fijos todos los ojos. La trinidad
jacobina Duport, Barnave y Lameth, había sido saludada como el
piloto de la Revolución, encargado de llevarla adelante. —«Estos,
al menos, son firmes y francos—decía la gente—no son como
Mirabeau.» Desmoulins los había exaltado, colocándolos al lado de
Robespierre; hasta Marat, el desconfiado Marat, no sentía ninguna
sospecha acerca de ellos.
Esta gran posición la debían a su destreza más que a su
fuerza. Debía, pues, llegar el momento en que la gente se diera
cuenta de sus fluctuaciones, de su carácter equívoco y de sus
costados débiles.
Barnave fue el que primeramente cayó por su vida. Después
Lameth por sus intrigas: Duport fue el último en ser conocido.
El primer golpe contra ellos fue lanzado por el aturdido
Desmoulins, verdadero niño terrible que decía en alta voz lo que

541
todos convenían en no decir y que, por gusto de esgrimir el arma
del ridículo, causaba heridas crueles. Fastidiado por la manía
oratoria de Barnave, que no perdía ocasión de pronunciar un
discurso, se burló de él con tanta gracia que le puso en ridículo.
Días después recibió Barnave un golpe más grave del que no
pudo reponerse. El periodista Brissot, un doctrinario republicano
del que pronto hablaré con extensión le dirigió, a propósito de los
hombres de color para los cuales había pedido Barnave la
anulación de todos los derechos, una larga y terrible carta donde
puso de manifiesto al abogado pedantesco, brillante y vacío, lleno
de frases, pero sin ideas. Brissot, escritor venal ordinariamente,
pero que en esta ocasión tenía la razón de su parte, trazó con
severidad el retrato del verdadero patriota, y este retrato resultó el
reverso de todo lo que era Barnave.
El patriota, tal como lo describió Brissot, no es ni intrigante ni
celoso; no busca la popularidad para hacerse notar de la corte y
resultar necesario. El patriota no es el enemigo de las ideas, ni
lanzas largas tiradas de oratoria contra la filosofía. ¿Los más
grandes ciudadanos de la antigüedad no eran filósofos estoicos,
etc., etc.?
Pero lo que comprometió más el partido de Barnave y Lameth
es que en el momento en que el duelo de Lameth le hacía popular
en extremo, no se atrevieron a declararse en la peligrosa cuestión
de la guardia nacional.
En los momentos difíciles se callaban votando
silenciosamente con sus adversarios: el pueblo lo vio claramente al
discutirse en la Asamblea los sucesos de Nancy, donde la
unanimidad de la votación demostró que los Lameth habían
votado lo mismo que los otros.
La Asamblea, ya lo hemos dicho, tenía miedo al pueblo. Ella
lo había empujado y ahora quería retroceder. En Mayo había
excitado el armamento, decretando que ninguno podría ser
ciudadano activo si no era guardia nacional. En Julio, en el
momento que la Federación mostraba que podía tenerse confianza
en el pueblo armado, hacíase en la Asamblea la extraña moción de
exigir el uniforme, lo que equivalía indirectamente a desarmar a los
pobres.

542
En Noviembre una proposición más directa fue hecha por
Rabaud Saint-Etienne: la de restringir la clase de guardias
nacionales sólo a los ciudadanos activos. Estos eran numerosos, ya
lo hemos dicho: cuatro millones. Mas era tal el extraño estado de
la Francia de entonces y la diversidad de provincias, que, en
algunas, el Artois, por ejemplo, no había casi ni ciudadanos activos
ni guardias nacionales.
Esto es lo que hacía ver Robespierre con gran fuerza de
elocuencia cuando hacía esta observación que resultaba justísima
en su provincia:
—«¿Es que queréis, decretando tantas limitaciones, que el
ciudadano resulte un ser raro?»
Júzguese con cuanto aplauso sería acogida esta
manifestación en las tribunas de la Asamblea.
La noche del 21 de Noviembre Robespierre sostuvo esta tesis
en los Jacobinos. Mirabeau presidía. -
En la continua fluctuación del público para con Mirabeau,
remontándole un día a las nubes y queriendo ahorcarle al día
siguiente, el gran orador había ambicionado esta presidencia para
fortalecer su popularidad con la de los jacobinos.
Era más fácil contar las olas del mar que las alternativas de
Mirabeau. Sus relaciones con el público eran semejantes a un amor
tempestuoso lleno de riñas y furores.
En esta continua querella Camilo Desmoulins resulta
admirable por la facilidad con que pasa del elogio al insulto. Jamás
frío ni indiferente ante Mirabeau, el popular periodista, un día llama
al gran orador amante adorado y al día siguiente meretriz sin
vergüenza.
Mirabeau había descendido mucho, en el concepto público,
por su proposición de dar gracias a Bouillé. Pero poco después se
había remontado por un terrible discurso contra los que osaban
burlarse de los tres colores de la bandera, uno de esos discursos
eternamente memorables, que hacen que este hombre, aunque
hubiera sido mucho más criminal, no pueda ser negado como una
gloria de la Francia.
Después había vuelto a descender, proponiendo que se -
conservara la soberanía del Papa sobre Avignon. Mas

543
inmediatamente se había remontado con una simple aparición en
el teatro una noche en que se ponía en escena la tragedia Brutus.
Su presencia lo hizo olvidar todo: resucitó el amor, el entusiasmo,
sólo se veía al gran orador; todas las miradas iban a su palco, y
cada verso de la tragedia era acogido como una alusión al tribuno.
Fue un triunfo ruidoso, pero el último.
Esto fue el 15 de Noviembre. El 21, presidiendo en los
Jacobinos Mirabeau, escuchaba con impaciencia el discurso de
Robespierre sobre la Guardia nacional, restringida únicamente a
los ciudadanos activos. Intentó varias veces quitarle la palabra, con
pretexto de que hablaba contra decretos ya aprobados. Cosa grave,
peligrosa, tratándose de una Asamblea conmovida y favorable a
Robespierre...
—Continuad, continuad, —gritó el público al orador,
despreciando las indicaciones del presidente.
El tumulto llegó al colmo; imposible entenderse: para nada
servía el presidente ni su campanilla.
Mirabeau, en vez de cubrirse como presidente, tomó una
resolución audaz que podía darle gran fuerza ó acelerar su caída.
Se subió sobre su sillón, y como si el decreto atacado fuese
su misma persona y hubiera necesidad de defenderlo y salvarlo,
gritó Mirabeau:
—¡A mí mis colegas!... ¡Que todos mis compañeros me
rodeen!...
Esta peligrosa demostración puso de manifiesto la soledad de
Mirabeau. Treinta diputados acudieron a su llamamiento, pero
toda la Asamblea permaneció al lado de Robespierre.
Desmoulins, antiguo camarada de colegio de Robespierre que
no perdía ocasión para elogiar su carácter, dijo al día siguiente en
su periódico a propósito de este suceso. «Mirabeau no sabe sin
duda que, si la idolatría está permitida en un pueblo libre, es
solamente cuando la justifica la virtud.»
Lo ocurrido fue una gran revelación del profundo cambio que
había sufrido el club de los Jacobinos. Fundado por los diputados
y para ellos ya no conservaba en su seno más que un pequeño
número de diputados que pesaban poco. La fácil admisión de
hombres ardientes é impacientes había renovado el club: todavía

544
estaba allí la representación de la Asamblea; pero era de la
Asamblea del porvenir. Para ella hablaba Robespierre.
Carlos de Lameth llegó, llevando todavía el brazo en
cabestrillo. Voluntariamente se hizo el silencio. Todo el mundo se
hallaba convencido de que estaba por Robespierre ¡y habló en pro
de Mirabeau! El vizconde de Noailles declaró que el comité había
entendido el decreto muy diferentemente que Mirabeau y Lameth
y en el mismo sentido que Robespierre. Este volvió a usar de la
palabra, teniendo la Asamblea de su parte, y el presidente quedó
reducido al silencio… ¡Mirabeau obligado a callarse!
He aquí a los Lameth enfermos de veras. Eran los fundadores
de los Jacobinos y veían cómo se les escapaban.
Su popularidad databa, sobre todo, del día en que lucharon
con Mirabeau sobre el derecho de paz y de guerra, y helos
comprometidos y asociados con Mirabeau en la impopularidad.
Van a hundirse, a ahogarse y no encuentran medio de separarse
violentamente de su antiguo enemigo, teniendo que correr su
misma suerte. Por otra parte, su guerra al clero les impide apoyarse
en la otra parte de la opinión.
Es de justicia declarar que los curas hacían todo lo que podían
para merecer la persecución de que eran objeto. Tenían buen
cuidado de ocultar, dejándola en la sombra, la cuestión de los
bienes eclesiásticos, que era la que más les dolía, y de sacar a luz
únicamente la cuestión del juramento.
Este juramento, que no tocaba en nada a la religión ni al
carácter sacerdotal, no lo conocía a fondo el pueblo ignorante, al
cual se hacía creer que la Asamblea imponía a los sacerdotes una
especie de abjuración de creencias.
Los obispos declaraban que no tendrían comunicación alguna
con los eclesiásticos que prestasen el juramento. Los más
moderados obispos decían que el Papa no había contestado aún a
la consulta y que ellos tenían que esperar. O lo que es lo mismo:
que á un soberano extranjero como lo era el Papa, le tocaba decidir
si podían ellos obedecer a su patria.
Y el Papa no respondió. ¿Por qué? Con pretexto de las
vacaciones. La Congregación de cardenales, se decía, no se reunía
en aquella época del año. Entretanto, curas, predicadores de toda

545
categoría y catadura trabajaban por turbar al pueblo, exaltar al
campesino, arrastrar a las mujeres a la desesperación. Desde
Marsella basta Flandes levantábase clamoreo inmenso contra la
Asamblea.
Proclamas incendiarias eran repartidas por los curas de
Provenza de aldea en aldea.
Eu Rouen, en el Condé, predicábase contra los asignados,
titulándolos invención del diablo. Eu Chartres, en Perona se
prohibía desde el pulpito pagar los impuestos: un cura se ofreció
bravamente a ir, a la cabeza del pueblo, a matar a los recaudadores.
El cabildo soberano de San Waast envió misioneros para predicar
la muerte de la Asamblea. En Flandes afirmaron los curas, de modo
que no dejaba lugar a dudas, que los compradores de bienes
nacionales estaban infaliblemente condenados, y sus hijos y
descendientes: «Aun cuando quisiéramos absolverlos—decían
aquellos fanáticos—no podríamos hacerlo... Ni nadie, fuera cura,
obispo, cardenal, ni el mismo Papa. ¡Condenados, condenados
para siempre! »
Una buena parte de estos hechos era conocida y se extendía
en el público por medio de las cartas de los jacobinos y el periódico
de Lacios. Fueron luego reunidos y agrupados en un informe que
el jacobino Voidel dio a la Asamblea.
Mirabeau apoyó, en largo y magnífico discurso, en el cual bajo
violentas palabras dejaban entrever suaves promesas, medidas
que condujeron a extinguir el juramento de los sacerdotes
confesores: afirmaba que debilitar al clero era cosa que debía fiarse
al tiempo, a las extinciones, etc.
Pero la Asamblea fue más violenta. Quería castigar. Exigía el
juramento, el juramento inmediato. Una cosa chocó en aquella
Asamblea, compuesta en su mayoría de abogados volterianos, y es
su inocente credulidad en la eficacia de las promesas humanas. Y
es esto, porque bajo las sofisterías del siglo XVIII, conservábase un
gran fondo de juventud, de niñez, en el corazón de los hombres.
Se figuraban que desde el momento en que jurara el
sacerdote y el rey sancionara sus decretos, todo estaba resuelto,
todo salvado.

546
Y el rey, por el contrario, hombre honrado pero perteneciente
a la sociedad vieja, los engañaba a diario. La palabra que ellos
juzgaban un obstáculo, una barrera, una gran dificultad, un lazo
para el hombre, en nada embarazaba al rey. Temeroso de que no
se le creyera lo bastante, extremaba sus promesas.
Hablaba e insistía, sin cesar en ello, de la confianza que debía
merecer. Obraba, según su sentir, abiertamente, francamente;
extrañábale que se dudase de la rectitud acreditada de su
carácter... (23, 26 de Diciembre del 90.)
Los más inocentes de todos, los Jansenistas, no se detenían
en tan poca cosa: querían algo más positivo, sólido; un juramento,
tempestades, ruido.
Así, el 27 de Diciembre lanzaron un decreto terrible.
«La Asamblea quiere, sencillamente, que los obispos, curas,
vicarios, juren la Constitución: en caso contrario serán obligados a
renunciar a su ministerio. Los alcaldes quedan obligados también
a denunciar, en el término de ocho días, a quien dejare de prestar
el juramento. Y aquellos que, una vez prestado éste faltaran a él,
serán citados ante el tribunal del distrito, y los que se negaren a
concurrir y trataran de seguir desempeñando sus antiguos cargos,
serán perseguidos como perturbadores.»
¡Decreto este que no fue sancionado!... Nuevo escándalo de
los Jansenistas, entonces. Habían ido tan lejos que necesitaban
forzosamente llegar a un resultado.
El 23 de Diciembre Camus pidió «qué interviniera la fuerza»,
la fuerza en forma de ruego; es decir, que la Asamblea rogara al rey
que respondiera de un modo formal en lo referente al decreto. ¡La
fuerza! es lo que esperaba el rey81 (1).
Respondió inmediatamente que sancionaba el decreto. Podía
así presentarse ante Europa como un cautivo.
Dijo a M. Tersen: «Quisiera ser rey de Metz... Pero esto
acabará pronto.»
Cosa notable: ni Robespierre, ni Marat, ni Desmoulins,
hubieran exigido el juramento. Marat, el intolerante Marat, tan

81
No es exacto que, como dice Hardemberg «Memorias de un hombre de Estado», después
de esta sanción forzada, se dirigiera el rey á las potencias. Había hecho esto ya el 6 de Octubre,
y hasta el 30 de Diciembre no sancionó el decreto.

547
cruel para los enemigos, politiqueaba con los curas: es—dice—el
único caso en que se debe intentar arreglos; se trata de la
conciencia. Desmoulins se contentaba con suprimir los auxilios del
Estado a los que no juraran obediencia a ese. mismo Estado. «Esta
especie de demonios que se llaman fariseos, no se asustan más
que del ayuno. Non ejicitur nisi per jejunium.» La exigencia dura y
torpe que obligaba al juramento á los diputados eclesiásticos, aun
en la Asamblea misma, fue una grave falta del partido que
mandaba. Dio magnífico pretexto, solemne, brillante, a los
enemigos del gobierno para fingir ante el pueblo una fe que no
sentían.
El arzobispo de Narbona decía más tarde, durante el imperio:
«Nos portamos con verdadera hidalguía; de ninguno de nosotros
se puede decir que íbamos arrastrados por la religión.»
Era fácil prever que esos prelados, puestos en el extremo de
ceder ante la muchedumbre, de desmentir solemnemente su
opinión oficial, responderían como caballeros. El más tímido o
débil, sujeto a tal imposición, se convertiría en un valiente.
Caballeros o no, al fin eran franceses. Los curas, hasta los más
revolucionarios, no se decidieron a abandonar a sus obispos en el
momento crítico. El peligro les tentó, la hermosa solemnidad de tal
escena ganó su imaginación y rehusaron prestar juramento.
Desde la primera sesión, en la cual el obispo de Chermont
interpeló sobre el asunto, pudo juzgarse el efecto. Gregoire y
Mirabeau, el día siguiente (4 de Enero), intentaron arreglar el
asunto.
Gregoire dijo que la Asamblea no intentaba tocar a la Iglesia
en nada de lo espiritual; que no se exigía el asentimiento interior,
sino la fórmula, y que en nada se forzaba a la conciencia.
Mirabeau llegó basta a decir que la Asamblea no exigía
precisamente el juramento, sino que declaraba incompatible la
negativa con el ejercicio de funciones públicas, en cuyo caso el que
rehusaba jurar se declaraba voluntariamente dimisionario de su
empleo.
Esto equivalía a abrir una puerta; pero Barnave la cerró con
agria violencia, creyendo ganar de este modo la popularidad que

548
llevaba perdida. Con un discurso violento propuso y obtuvo que se
obligara a jurar inmediatamente.
Medida de imprudencia que no obtuvo otro resultado que
decidir la negativa de muchos que aún estaban indecisos.
Los que rehusaban iban a tener la gloria del desinterés y del
valor, pues las turbas sitiaban las puertas de la Asamblea y se oían
sus amenazas.
Los dos partidos se acusan en este punto. Los unos dicen que
los jacobinos intentaron arrancar el juramento por medio del
terror; los otros aseguran que los aristócratas habían apostado
gente pagada para demostrar que se les hacía violencia, y al par
que hacer odiosos a sus enemigos, decir, como efectivamente lo
dijeron, que la Asamblea no estaba libre.
Al comenzar el acto del juramento, el presidente comenzó a
llamar por sus nombres a los diputados. —El señor obispo de Agen.
El obispo. —Pido la palabra.
La izquierda de la Asamblea. —¡Nada de palabras!... ¿Prestáis
el juramento sí o no?
El obispo de Agen. —Habéis dicho que los que rehúsen
perderán sus cargos. Yo no tengo ningún interés en conservar mi
puesto, aunque sí que siento mucho perder vuestra estima. Os
ruego que creáis en el sentimiento con que me niego a obedeceros
por no poder prestar juramento.
Continúa el llamamiento de diputados.
El cura Fournés. —Yo diré con la simplicidad de los primeros
cristianos: tengo a gloria y honor el seguir a mi obispo.
El cura Leclerc. —Yo soy hijo de la iglesia católica.
Este llamamiento nominal resultaba desastroso, pues daba
lugar a manifestaciones de cada uno de los diputados eclesiásticos.
Un diputado lo hizo ver, pidiendo a la Asamblea que se contentara
con pedir el juramento colectivamente.
La negativa colectiva no obtuvo, efectivamente, ningún éxito.
La Asamblea no sacó del debate otro resultado que permanecer un
cuarto de hora silenciosa e impotente, dando al enemigo ocasión
de decir algunas palabras sonoras que, en un país como Francia,
forzosamente habían de proporcionar enemigos a la Revolución.

549
A la salida de la Asamblea no ocurrió nada extraordinario. Los
obispos salieron sin peligro de la Asamblea y volvieron a ella
siempre que quisieron. La indignación de la multitud no se tradujo
en acto alguno e violencia.
La sesión del 4 de Agosto fue el triunfo de los obispos sobre
los abogados.
Estos parecían como influenciados por sus negras vestiduras
que tienen mucho de hábitos sacerdotales, vestiduras de
intolerancia, fatales para quienes las revisten. Los obispos
encontraron en su situación palabras floridas y dignas, que para
sus adversarios resultaron verdaderas estocadas.
Estos prelados que hablaban con sencillez evangélica no eran
en su mayoría más que cortesanos intrigantes y de mala fama: en
nuestro grave mundo moderno, que exige al sacerdote, para ser
respetado, virtud e ilustración, habrían sido obligados a retirarse
con vergüenza.
Mas la profunda política de Camus y de Barnave encontró,
combatiéndoles, el medio de hacer de aquellos sacerdotes
corrompidos héroes cristianos, admirados por la población de los
campos como verdaderos mártires.

550
CAPITULO VIII
El primer paso del Terror

Furor y ligereza de Marat. —¿Hay en él una teoría política o social? —¿Es un


comunista? —¿Sus periódicos contenían soluciones prácticas? — Precedentes de Marat. —bu
nacimiento y educación. — Sus primeras obras políticas y filosóficas. —Marat en casa del
conde de Artois. —Su física y sus ataques contra Newton, Franklin, etc.—Comienza «El Amigo
del Pueblo.»—Sus modelos. — Su vida retirada y laboriosa—Sus predicciones. —Sus odios a los
enemigos personales. —Su encarnizamiento contra Lavoisier. —Los tribunales no se atreven
a juzgar a Marat (Enero 1791)— Por qué toda la prensa siguió a Marat en la propaganda de la
violencia.

El año 1791, tristemente comenzado con la sesión del 4 de Agosto,


ofrece el aspecto de un funesto retroceso, de una violenta negativa del
principio de la Revolución; el llamamiento a la fuerza.
¿De dónde partió este llamamiento a la fuerza brutal? Cosa
extraña: de los hombres más cultos. Fueron los legistas, los médicos,
los literatos, los periodistas; fueron los hombres de talento, en una
palabra, que, basándose en la muchedumbre ciega, quisieron decidir las
cosas del espíritu por la acción material.
Marat tenía interés en organizar en París una especie de guerra
entre los vencedores de la Bastilla. El heroico Hullin y otros valientes del
14 de Julio que se habían alistado en la Guardia nacional retribuida eran
tachados de espías por Marat y designados a la venganza popular con
el título de «Moscones de Lafayette.»
Y no se contentaba con darles apodos, sino que en su periódico
publicaba sus domicilios, calle, número y piso para que no tuvieran que
entretenerse pidiendo informes la gente de buena voluntad que quisiera
ir a cortarles el cuello.
Los números de su periódico eran verdaderas listas de
proscripción donde él escribía a la ligera, sin examen y sin pruebas,
todos los nombres que le dictaban. Nombres que eran queridísimos para
la humanidad, después de 1a, jornada del 14 de Julio, el del valeroso Elie
o el del caballeroso La Salle, tan olvidado por la ingratitud del nuevo
gobierno, aparecían en las listas de sospechosos de Marat, mezclados
con otros de verdaderos reaccionarios.
El mismo Marat confiesa que en su precipitación confundió el
nombre de La Salle con el del horrible marqués de Sade, el infame y
sanguinario novelista. Otra vez inscribió entre los moderados, entre los

551
lafayettistas, al inflexible Maillard, el director de la jornada del 5 de
Octubre, el juez de las matanzas del 2 de Septiembre.
A pesar de todas estas violencias y de estas ligerezas criminales,
la sincera indignación visiblemente de Marat contra los abusos me
interesa profundamente. Este gran nombre de Amigo del Pueblo exige
a la historia un serio y detenido estudio.
Yo he instruido religiosamente el proceso de este hombre extraño,
leyendo con la pluma en la mano sus periódicos, sus folletos, todas sus
obras. Yo sé por muchos ejemplos cómo el sentimiento del derecho, la
indignación y la piedad por el oprimido, pueden convertirse en pasiones
violentas y muchas veces crueles. ¿Quién no ha visto muchas veces las
mujeres a la vista de un niño vapuleado o de un animal tratado
brutalmente, exaltarse hasta los mayores furores? ¿Marat no pudo ser
un furioso por extremada sensibilidad, como muchos parecen creerlo?
Esta es la primera cuestión.
Si fue así hay que convenir en que la sensibilidad alcanza efectos
muy extraños. No es un castigo severo, una corrección ejemplar lo que
Marat pide para aquellos a quienes acusa: la muerte aun no le parece
bastante. Su imaginación está ávida de suplicios: necesita verdugos,
incendios, mutilaciones atroces. «Mareadlos con un hierro candente,
cortadlos en pedazos, arrancadles la lengua.» Esto es lo que pide para
sus enemigos por medio de la imprenta.
No son las graves y santas cóleras de un corazón verdaderamente
atento al amor por la justicia: es más bien el delirio de una mujer fuera
de sí que se entrega a los furores histéricos, casi a la epilepsia.
Lo que más extraña es que estos transportes que se podrían
explicar por los excesos del fanatismo no proceden de ninguna fe
precisa y que pueda caracterizarse. Tanta indecisión de pensamiento
junto a tanta violencia en la expresión, constituyen un bizarro
espectáculo. El corre furioso... ¿á dónde? Ni él mismo puede decirlo.
Al buscar los principios de Marat, no es en las obras escritas en su
juventud (de las que hablaré en seguida) donde pueden encontrarse,
sino en las que escribió en plena madurez desde el 89 al 93, cuando la
grandeza de la situación pudo aumentar sus fuerzas hasta colocarlo por
encima de sí mismo.
Sin tener en cuenta El Amigo del Pueblo que comenzó a publicarse
en esta época, Marat escribió en el 89 un proyecto de Constitución y en
el 90 un Plan de legislación criminal, del cual ya había dado su ensayo
en 1780. Esta última obra la ofreció a la Asamblea nacional.

552
Desde el punto de vista político, estas obras, extremadamente
flojas, no tienen nada que las distinga de un sinnúmero de libros que
aparecieron entonces.
Marat era entonces realista, y decía que en todo gran Estado la
forma de gobierno debe ser la monarquía: única que conviene a la
Francia. El príncipe no debe ser responsable más que en las personas de
sus ministros: su persona será sagrada. En Febrero del 91 Marat era
todavía realista.
Desde el punto de vista social, no hay nada, absolutamente nada
en esta obra que sea propio del autor. Lo único notable es la solicitud
que demuestra por las mujeres, pidiendo la represión del libertinaje.
Esta parte de su Plan de legislación criminal está desenvuelta con gran
extensión. Pero hay en ella observaciones útiles qué hacen perdonar
muchos detalles inconvenientes y fuera de su sitio, como, por ejemplo,
la descripción del viejo libertino.
Los remedios que el autor quiere aplicar a los males de la sociedad
son poco serios, tanto, que extraña verlos propuestos por un hombre de
su edad y su experiencia: un médico de cuarenta y cinco años.
En su Legislación criminal pide castigos propios de la Edad Media
contra el sacrilegio y la blasfemia. En su Proyecto de Constitución habla
con gran ligereza del cristianismo y de todas las religiones en general.
Estas dos obras seguramente no hubiesen llamado la atención si
el autor no partiera de una idea que jamás puede dejar de ser bien
recibida, y especialmente en aquella época de extrema miseria y en una
capital por la que circulaban cien mil indigentes: la debilidad e
incertidumbre del derecho de propiedad; el derecho del pobre del pobre
a partir, etc.
En un proyecto de Constitución, Marat dice estas palabras
hablando de los derechos del hombre: «Cuando un hombre carece de
todo, tiene el derecho de arrancar a otro todo lo superfluo de que goza;
¿pero ¿qué digo lo superfluo? Tiene hasta el derecho de arrancarle lo
necesario, y antes que perecer de hambre tiene el derecho de degollar
al semejante y devorar su carne palpitante.» Y añade Marat en una nota:
«Cualquiera atentado que el hombre cometa, cualquier ultraje que haga
a sus semejantes, no turba más el orden de la naturaleza que pueda
turbarlo el hecho de un lobo cuando devora a un cordero.»
En su libro sobre el Hombre, publicado en 1775, ya había dicho:
«La piedad es un sentimiento ficticio, adquirido en la sociedad. No
eduquéis al hombre con ideas de bondad, de dulzura y de beneficencia,
y desconocerá toda su vida hasta el nombre de la piedad.»

553
He aquí el estado natural del hombre, según Marat. ¡Terrible
estado! El derecho reconocido de poder tomar al semejante no sólo lo
superfluo sino lo necesario y hasta su carne para comérsela.
Se creería que Marat piensa fundar el comunismo perfecto o la
igualdad rigurosa de las propiedades. Lejos de esto. En su Constitución
dice que «la deseada igualdad no puede existir en la sociedad, como no
existe en la naturaleza.» En su Legislación criminal demuestra que el
reparto de las tierras, si ha de ser justo, resulta imposible e
impracticable.
Marat relega al estado de naturaleza, anterior a toda-civilización,
su horripilante derecho de apoderarse hasta de lo necesario del vecino.
¿Y en el estado de sociedad reconoce la propiedad?... Así parece,
generalmente: aunque en su Legislación criminal parece limitar la
propiedad al fruto del trabajo, sin extenderlo a la tierra de la que nace el
fruto.
En resumen, como socialista, si es que se le quiere dar este
nombre, resulta un ecléctico en continua fluctuación y falto por
completo de consecuencia.
En realidad, Marat no se paraba mucho en estas cuestiones. Las
colocaba al frente de sus libros para atraer a la muchedumbre
halagándola, para batir ruidosamente el tambor y hacerse escuchar.
Después de exponerlas, no resolvía nada. Todo lo más que puede
adivinarse es que deseaba una gran caridad social a expensas de los
ricos; cosa muy razonable, pero que aún lo hubiera sido más
marcándolos medios prácticos para que esa caridad pudiera llevarse a
ejecución.
¿Mostró Marat al frente de su periódico y en presencia de las
necesidades del tiempo más inteligencia práctica que en sus obras? Muy
al contrario. En sus artículos no se encuentran más que ideas descosidas
y vagas; nada de nuevo, nada que merezca ser considerado como una
teoría.
En el momento en que la municipalidad entró en posesión en 1790
de los conventos y otros edificios eclesiásticos, Marat propuso
establecer talleres para los pobres y meter a las familias indigentes en
las celdas, dándoles los lechos de monjes y religiosas. Pero ninguna
conclusión general relativa al trabajo dirigido por el Estado.
Cuando la miseria de París y las demandas de aumento de salarios
llamaron su atención, ¿propuso algún remedio nuevo? Nada más que
restablecer los antiguos aprendizajes, largos y rigurosos, exigir pruebas
de capacidad para ejercer los oficios y dar a los obreros que se

554
condujeran bien durante tres años los medios de establecerse. Y no
daba más detalles ni decía de dónde habían de sacarse los fondos
inmensos que se necesitaban para dotar así a poblaciones
numerosísimas.
En otra ocasión aconsejó a los indigentes que se asociaran con los
soldados y se hicieran asignar de qué vivir sobre los bienes nacionales.
También aconsejó que se partieran «las tierras y las riquezas de los
miserables que ocultan su oro para forzar por el hambre al pueblo a
sufrir de nuevo el yugo.»
Demostrado queda que Marat en 1790, cuando toma sobre el
pueblo una autoridad tan terrible, no había expuesto una teoría general
ni un principio en que se fundara su autoridad.
Veamos sus precedentes, busquemos en las obras de su juventud,
para ver si por azar hay en ellas algo que justifique su prestigio.
Marat o Mara, originario de Cerdeña, nació en los alrededores de
Neuchatel, siendo suizo de nacionalidad, como Rousseau, que nació en
Ginebra.
Tenía diez años Marat en 1754, cuando Rousseau, su glorioso
compatriota, publicó su discurso sobre «La ilegalidad.» Rousseau,
después de veinte años de trabajo, en los cuales había conquistado el
cetro de la opinión en fuerza de persecuciones y destierros, tuvo que
buscar un asilo en Suiza, refugiándose en el principado de Neuchatel. El
interés ardiente de que era objeto, los ojos de todo el mundo fijos sobre
él, el fenómeno de un hombre de letras haciendo olvidar a todos los
reyes, sin exceptuar a Voltaire, el enternecimiento de las mujeres, que
adoraban a Rousseau por sus novelas sentimentales y le amaban
públicamente, todo esto impresionó profundamente al pequeño Marat.
Tenía éste una madre muy sensible, muy ardiente, que solitaria en
el fondo de aquella aldea de Suiza, virtuosa y romántica, dedicó todo su
entusiasmo a nacer de su hijo un grande hombre, un Rousseau. Su
marido, ministro protestante, digno, sabio y laborioso, la secundó en
sus propósitos, depositando todo lo que pudo de su ciencia en la cabeza
del niño. Esta concentración de esfuerzos tuvo por resultado natural
caldear de un modo alarmante aquella joven inteligencia.
La enfermedad de Rousseau, el orgullo, se manifestó en Marat,
pero exaltada a la décima potencia. Copiando al ídolo, Marat fue como
el mono imitador de Rousseau.
El mismo lo confiesa en un artículo de El Amigo del Pueblo. «A los
cinco años yo hubiera querido ser maestro de escuela; a los quince
profesores; autor a los dieciocho y genio creador a los veinte.» Más

555
adelante, después de haber hablado de sus trabajos en las ciencias
naturales, veinte volúmenes según el de descubrimientos físicos, dice
con la mayor seriedad: «En mis libros creo haber expuesto todas las
combinaciones del espíritu humano sobre la moral, la filosofía y la
política.»
Como Rousseau y como la mayoría de las gentes de su país, Marat
abandonó muy joven la casa paternal para buscar fortuna, llevando con
su almacén mal ordenado de conocimientos diversos, el talento más
aprovechable de fabricar algunos remedios empíricos para ciertas
enfermedades. Todos estos suizos de la montaña tienen algo de
botánicos y de drogueros. Marat se daba ordinariamente el título de
doctor en medicina. Nunca se supo con certeza si realmente existía el
título.
Entrando en unas casas como preceptor o maestro de lenguas y
en otras como médico, tuvo ocasión de insinuarse cerca de algunas
mujeres, imitando en esto a su ídolo Rousseau. Durante algún tiempo
vivió en intimidad con una marquesa que vivía separada de su marido,
el cual le había hecho contraer una enfermedad. La dama fue más
sensible al sentimentalismo del joven médico que a su figura, pues
Marat era feo, de estatura muy pequeña, la cara larga y huesosa y la
nariz algo aplastada. Bien es verdad que poseía excelentes cualidades,
como eran el desinterés, la sobriedad, una fuerza infatigable para el
trabajo y un ardor extraordinario para todo, hijo de la vanidad, que era
en él la pasión dominante.
La Suiza ha proveído siempre a la Inglaterra de amas de llaves y
de maestros de lenguas. Marat, en 1772, enseñaba el francés en
Edimburgo. Tenía entonces veintiocho años; había escrito mucho, pero
no había publicado nada. En este año se acabó la publicación de Las
cartas de Junius, los folletos ruidosísimos y misteriosos de los cuales
nadie ha sabido quién fue el autor y que dieron un golpe terrible al
ministerio de aquel tiempo. Las nuevas elecciones estaban próximas e
Inglaterra vivía en la mayor agitación. Marat, que había visto el triunfo
del folletista Wilkes, llegado de un golpe a lord maire de Londres,
escribió en inglés un folleto, que como los de Junius, resultó interesante
por ser anónimo, titulado Las cadenas de la esclavitud.
Este libro era una improvisación rápida; el plan no resultaba malo,
pero desgraciadamente el estilo era pesado y declamatorio y los puntos
de vista completamente falsos. Marat demostraba no conocer la
Inglaterra. En su folleto veía todo el peligro de parte de la Corona,

556
ignorando que Inglaterra es ante todo una aristocracia, y que ésta se
halla por encima de los monarcas.
Acababa de aparecer en Londres un libro francés que hacía mucho
ruido: una obra póstuma de Helvetius titulada El hombre. Marat no
perdonó la ocasión de hacerse de notar, y. en 1773 publicó en inglés un
volumen en oposición al de Helvetius, titulándolo de El hombre y
tratando de los principios y las leyes, de la influencia del alma sobre el
cuerpo y del cuerpo sobre el alma.
Si la obra merecía una crítica, lo primero que debía tacharse en ella
era la indecisión. En ninguna de sus partes toma Marat la actitud de un
fiero discípulo de Rousseau contra los filósofos.
Al azar, hay en sus páginas algunos débiles ataques contra el viejo
Voltaire, jefe de los filósofos. A estos ataques contestó el malicioso viejo
con un artículo ingeniosísimo y gracioso, en el que Voltaire mostró a
Marat tal como era, charlatán y ridículo. «Es arlequín que hace la
cabriola para dar gusto al público de las galerías.»
Aunque Marat habló mucho del prodigioso éxito de sus libros en
Inglaterra y de las montañas de oro que le habían producido, lo cierto es
que regresó a Francia más pobre que nunca y que tuvo que vender sus
remedios como un charlatán en las plazas de París.
Pero un médico casi espiritualista como él era, forzosamente había
de gustar a la corte, y su libro. de medicina galante había obtenido algún
éxito entre los jóvenes que formaban la corte del conde de Artois.
Marat acabó por entrar en la casa del joven príncipe, primero con
el humilde empleo de médico de sus caballerizas, y después con el título
más elevado de médico de sus guardias de corps.
Este era uno de los lados más tristes del antiguo régimen. Pocos,
muy pocos de los hombres de letras, de los sabios que resultaron
después hombres políticos, pudieron en los principios de su carrera
pasar sin una alta protección: todos tuvieron necesidad de patronato.
Brissot tuvo que vivir a expensas del duque de Orleans; Vergniaud fue
educado por la protección de Turgot; Robespierre por el abate de Saint-
Vaast; Desmoulins por el cabildo de Laon, etc., etc.
Marat tuvo que recurrir a la protección del conde de Artois,
impulsado por la miseria, y en su casa estuvo doce años.
En esta nueva posición se propuso no leer ninguna publicación
política o filosófica, dedicándose por entero a las ciencias. Su genio
belicoso, que le había empujado contra Voltaire y los filósofos, le
impulsó ahora, al encerrarse en la ciencia, contra el gran Newton.
Intentó nada menos que derribar a este dios de su capilla,

557
precipitándose en una locura de experiencias desordenadas,
apasionadas, ligeras, creyendo destruir la óptica de Newton, que
comenzaba por no comprender.
Fiábase poco de los sabios franceses, y aprovechando la estancia
de Franklin en París, le invitó a presenciar sus experiencias. Franklin
admiró su destreza, mas no fue del mismo parecer en cuanto a sus
teorías, y Marat, ofendido por esto, se dedicó a trabajar contra Franklin
con el mismo ardor que contra Newton.
Quiso destruir su teoría sobre la electricidad, y para apoyarse en
el voto de un hombre ilustre, invitó a Volta a visitar su estudio para
juzgar por sí mismo los errores de Franklin. Volta no dio su aprobación
a ninguno de sus trabajos y Marat le comprendió en su odio.
El físico Charles, célebre por el perfeccionamiento del aerostato,
contó muchas veces a uno de mis amigos, sabio muy ilustre, que había
sorprendido un día a Marat en flagrante delito de charlatanismo. Marat
pretendía haber encontrado que la resina conducía perfectamente la
electricidad. Charles, al presenciar el experimento, tocó la resina y
percibió una aguja oculta en ella, lo que daba la explicación del misterio.
La Revolución encontró a Marat en la casa del conde Artois, en el
centro de los abusos y de las prodigalidades, en medio de una nobleza
joven e insolente, es decir, en el lugar donde mejor podía conocerla y
odiar al antiguo régimen. Repentinamente, sin transición, Marat se
encontró lanzado en pleno movimiento. Acababa de regresar de un viaje
a Inglaterra cuando se verificó la explosión del 14 de Julio. Su
imaginación quedó esclavizada con este espectáculo sublime; la
embriaguez le ganó el cerebro y no le abandonó más. Su vanidad quedó
profundamente turbada por un azar que le permitió desempeñar un
papel en la gran jornada. En una nota que Marat envió a los periodistas
después del 14 de Julio, Marat declara que este día se encontraba entre
la muchedumbre que cubría el puente Nuevo. Un destacamento de
húsares intentó pasar, y Marat, sirviendo de orador a la turba, les ordenó
que depusieran las armas, orden que juzgaron conveniente no obedecer.
Marat en su nota se contentaba, comparándose modestamente con
Horacio Cocles, que solo sobre un puente detuvo a todo un ejército.
Descontento de los periodistas porque no publicaron todos los
elogios que a sí mismo se tributaba, Marat vendió cuanto tenía, hasta
las sábanas de su cama, para comenzar la publicación de un periódico.
Ensayó muchos títulos y por fin encontró uno excelente, El Amigo del
Pueblo o el publicista parisién, diario político e imparcial. A pesar de su
estilo, muchas veces ridículo y siempre declamatorio, Marat alcanzó

558
éxito. Su secreto fue partir, no del tono habitual de los folletos y los
diarios franceses, sino de las gacetas que nuestros libelistas refugiados
hacían desde Inglaterra o desde Holanda, de El gacetero acorazado de
Morande y otras publicaciones igualmente desenfrenadas. Marat, como
ellos, daba toda clase de noticias secretas, de escándalos y de ataques
personales; se abstenía de teorías abstractas ininteligibles para el
pueblo, que todos los otros periodistas cometían la torpeza de querer
hacer leer; hablaba poco del exterior y poco de los departamentos, que
era el tema único del diario de los jacobinos. Él se limitaba a París, al
movimiento de París, a las personas, sobre todo, que acusaba y
designaba con la terrible ligereza de los libelistas que le servían de
modelo.
Había, sin embargo, una terrible diferencia. Los escándalos
periodísticos de Morande no tenían más objeto que sacar a las gentes
designadas algunas talegas de escudos: los de Marat, más
desinteresados, pero más terribles, enviaban las gentes a la muerte. El
que era nombrado por él de buena mañana, podía estar guillotinado por
la noche.
Asombra que esta violencia uniforme, siempre la misma, esta
monotonía furiosa, que hace la lectura del periódico de Marat fatigante
en extremo, no cansara al público y le alejase de él. Nada de medias
tintas; todo extremado, excesivo, siempre los mismos motes, infame,
miserable; siempre la misma cantinela, la muerte. No hay más cambio
que en la cifra de las cabezas que hay que cortar: 600 cabezas, 10.000
cabezas, 20.000 cabezas, basta que se detiene en la cifra singularmente
precisa de 270.000 cabezas.
Esta uniformidad monótona, que parece debía fastidiar al público,
sirve de mucho a Marat; le da la fuerza, el efecto de una campana que
toca siempre y toca lo mismo: el toque de difuntos. Cada mañana,
cuando apenas comienza a amanecer, las calles retruenan con los gritos
de los vendedores: «¡Aquí está El Amigo del Pueblo! ¿Quién quiere El
Amigo del Pueblo? » Cada noche escribe Marat ocho páginas en 8. °
que se venden por la mañana, y a cada instante se desborda, el cuadro
le resulta estrecho, y por la noche publica otras ocho, dando dieciséis
páginas a cada número. Pero esto aún le parece poco, y el número
comenzado a imprimir con caracteres gruesos es terminado con los más
pequeños, para concentrar más materia, más injuria, más furor. Los
otros periodistas producen por intervalos, se relevan buscan ayuda:
Marat jamás. El Amigo del Pueblo es todo de la misma mano, no es
simplemente un diario, es un hombre, una persona.

559
¿Cómo puede realizar él solo este trabajo enorme? Una palabra lo
explica todo. El no abandona jamás su mesa; él va raramente a la
Asamblea o a los clubs. Su vida no tiene más que una función: escribir.
¿Y después? Escribir, escribir siempre, lo mismo de noche que de día.
La policía, persiguiéndole desde sus primeros escritos, le presta el
servicio de obligarle a vivir oculto, encerrado, libre de toda
preocupación, para dedicarse al trabajo; esto redobla su actividad.
El pueblo se interesa vivamente por su Amigo, perseguido por él,
fugitivo y en peligro. En realidad, el peligro era poca cosa. La vieja policía
de Lenoir y de Sartine no existía ya. La nueva, mal organizada, incierta
y tímida, en las manos de Bailly y de Lafayette, no ejercía ninguna acción
seria. La guardia nacional retribuida, que era la principal fuerza pública,
estaba compuesta en su mayor parte de antiguos guardias franceses,
vencedores de la Bastilla, que desempeñaban a regañadientes el papel
de soldados de policía.
Marat experimentaba, siempre oculto y mudando con frecuencia
de encierro, los azares de una vida errante. Su traje siempre
estrambótico, demostraba su excentricidad de carácter. Sucio
habitualmente, algunas veces experimentaba caprichos por un lujo
parcial: por ejemplo, usaba magníficos chalecos de satín blancos con
una corbata grasienta y una camisa sucia. El retorno de la fortuna, que
siempre cambia a los hombres, no produjo ningún resultado sobre él.
Su vida malsana, irritante, en encierro perpetuo, conservó entero su
furor. Veía siempre el mundo a través del ventanillo de la cueva en que
vivía, del mismo color que los muros húmedos y sombríos de los cuales
su cara parecía haber tomado el tinte. Esta vida le gustó a la larga;
estaba satisfecho del efecto fantástico y siniestro que daba su nombre.
Desde el fondo de esta triste noche él se sentía reinar; desde abajo
juzgaba él sin apelación al mundo de la luz, al reinado de los vivientes,
salvando a unos y conduciendo a otros. Sus decisiones se extendían
hasta los asuntos particulares. Los asuntos de las mujeres parecía que
le eran especialmente gratos. Con gran ardor protegió a una religiosa
fugitiva a quien no conocía y tomó parte en favor de una dama en la
querella contra su marido, dirigiendo a éste las más terribles amenazas
desde su periódico.
Una vida así, aparte, excepcional, que no permite al hombre
comprobar el valor de sus ideas con el trato de otros hombres, acaba
por producir visionarios. Por esto Marat en ciertos momentos se creía
un profeta, dueño de los misterios del porvenir. Profetizaba todos los
días, y la gente le creía. Hay que tener en cuenta la singular disposición

560
de los espíritus; las miserias extremas hacen crédulos a los pueblos e
impacientes por conocer el porvenir. Cosa curiosa, nadie veía que el
profeta se engañaba a cada instante. En cambio, si acertaba todos se
hacían lenguas de la exactitud de las palabras del profeta. Hasta los
mismos periodistas, que no sentían celos ni espíritu de rivalidad ante un
hombre al que consideraban como un loco sin trascendencia, no tenían
inconveniente en elogiarle y le llamaban el divino Marat.
Muchas veces su excesiva desconfianza le convirtió en un modelo
de buen sentido y penetración. El día, por ejemplo, en que Luis XVI
sancionó el decreto que exigía el juramento a los sacerdotes, Marat le
dirigió palabras llenas de lógica y buen sentido. Le recordó su educación
y sus precedentes de familia, para acabar preguntándole por qué
sublime virtud había merecido de Dios el estupendo milagro de librarse
de todos los prejuicios del pasado y resultar sincero.
Pero estos relámpagos de buen sentido resultan raros. Lo más
frecuente en él, entre sus gritos de furor, son los accesos de
charlatanismo, las promesas delirantes, que sólo un loco podía formular:
«Si yo fuera tribuno del pueblo—decía en uno de sus artículos—y estuviera
sostenido por algunos miles de hombres determinados, yo respondo
que en seis semanas la Constitución seria perfecta, que la máquina
política marcharía mejor, que ningún granuja político osaría ponerla en
peligro, que la nación sería libre y feliz, que en menos de un año ya sería
floreciente y rica y que continuaría siéndolo mientras yo viviera.»
La Academia de Ciencias, culpable para Marat de haber desdeñado
lo que él llamaba sus descubrimientos científicos, era perseguida por él
y designada en su periódico como una asociación de aristócratas. Sabios
tan ilustres como Laplace y Lalande y el eminente monje que a sus
méritos científicos unía el ser un gran carácter y un verdadero patriota,
fueron señalados por Marat al odio público. No les acusaba únicamente
de falta de civismo, sino de robo al Estado. «El dinero que les da la
Academia—decía—para hacer experiencias se lo comen o lo gastan con
muchachas de vida alegre.»
Pero el hombre objeto principal de esta rabia envidiosa era el
primero de aquel tiempo, aquel que acababa de realizar en la ciencia una
revolución rival de la revolución política, y ante el cual se inclinaban
Laplace y Lagrange. Hablo de Lavoisier. Ya es sabido que Lagrange
experimentó tan profunda impresión ante ese mundo de la química al
cual Lavoisier acababa de arrancar el velo, que durante diez años olvidó
las matemáticas, no pudiendo soportar la sequedad del cálculo
abstracto, encantado por los misterios químicos que abrían ante él el

561
seno profundo de la naturaleza. Este gran revolucionario de la ciencia,
Lavoisier, no habría podido hacer su revolución si no hubiera sido rico.
Por esto aceptó el cargo de arrendatario general de contribuciones.
Lejos de extremar en sus funciones el espíritu de fiscalización, aconsejó
al gobierno la rebaja de muchos impuestos, sosteniendo que con esto
aumentarían los ingresos en vez de disminuir. Nombrado por Turgot
director de las pólvoras, abolió la costumbre vejatoria de registrar las
cuevas de las casas para rascar el salitre. Un detalle basta para juzgar su
corazón. En medio de funciones tan diversas y de trabajos tan
abrumadores, aún encontraba tiempo para dedicarse a un trabajo largo,
penoso y repugnante: el estudio de los gases que se escapaban en las
letrinas, sin otro fin que el de salvar la vida a los desgraciados
encargados de su limpieza, y que muchas veces perecían asfixiados.
He aquí el hombre a quien atacaba Marat; el sabio ilustre a quien
el periodista tenía el cinismo de llamar «un aprendiz de químico con cien
mil libras de renta». Sus acusaciones continuas, - repetidas bajo infinitas
formas, prepararon el cadalso a Lavoisier. Sin prueba alguna, le atribuyó
el plan de la nueva muralla que iba a circuir a París, acusándole de
«querer quitar el aire a la ciudad, ahogando a sus habitantes». También
le acusó de haber transportado la pólvora del arsenal a la Bastilla en la
noche del 12 al 13 de Julio, transporte que se hizo por orden del
ministro, sin saber nada Lavoisier.
Lo notable en este sabio es que quedándole que hacer tanto por
la ciencia y siendo su vida de un precio inestimable para el mundo, no
pensara nunca en huir. No llegó a recelar que la funesta estupidez
llegara hasta arrancar una vida a la ciencia tan útil para el género
humano. El principal disgusto de Marat era que no podía llevar sus
furores hasta la Asamblea nacional. En Octubre de 1790 decía en su
periódico que, si de tiempo en tiempo se paseaban alrededor de la
Asamblea algunas cabezas cortadas, la Constitución sería hecha
inmediatamente y resultaría perfecta. Y añadía que sería mejor aún
tomar las cabezas de la misma Asamblea. En otras ocasiones rogaba
con insistencia al pueblo que se llenara los bolsillos de guijarros y desde
las tribunas apedrease a los diputados infieles.
En Agosto de 1790, cuando Marat y Camilo Desmoulins fueron
acusados por Malouet en la Asamblea nacional, Camilo fue a visitar a
Marat y le rogó que rectificase algunas de sus palabras horriblemente
sanguinarias, que hacían perjuicio a su causa. Marat al día siguiente
contó la entrevista burlándose de Camilo, y lejos de reconocer que su

562
especial que recomendaba derramar ahora sangre para evitar que en
adelante se derramase más.
Marat acusaba de miedoso a Camilo Desmoulins, justamente
cuando éste acababa de demostrar una gran audacia personal. Cuando
Malouet acusaba en la Asamblea a los dos periodistas revolucionarios,
Camilo estaba en una tribuna escuchando a su acusador. Y cuando
Malouet gritaba: «¿Hay alguien que se atreva a desmentirme?»
Desmoulins contestó a toda voz y sacando el cuerpo fuera: «Yo me
atrevo.»
La situación de los dos periodistas no era igual; Desmoulins,
exhibiéndose en pleno día en los sitios más céntricos de París; Marat
siempre oculto e invisible para aquellos a quienes atacaba. No se
mostraba en público más que en raras ocasiones, cuando eran
convocadas sus bandas de fanáticos y se sentía rodeado de un
impenetrable muro de hombres y más seguro aún que en su cueva.
En Enero del 91 Marat recomendó el degüello de los guardias
nacionales a sueldo, designando especialmente a Lafayette al furor de
las mujeres, para que le arrancasen sus signos de virilidad. «Haced de él
un Abelardo»—decía en su periódico.
Un partidario de Lafayette que escribía El Diario de los Mercados
se atrevió a citarle ante los tribunales. Marat salió de sus tinieblas para
comparecer en el Palacio de justicia. No tenía gran cosa que temer; pero
le rodeaba un verdadero ejército. El auditorio estaba compuesto de sus
frenéticos amigos, y todas las avenidas, todas las galerías del Palacio,
rebosaban de un pueblo prodigiosamente exaltado. La autoridad,
comprendiendo que no podría proteger la vida del acusador de Marat,
le prohibió que se presentara. Marat, vencedor sin combate, se burló de
los tribunales, de la policía, de la guardia nacional, de Bailly y de
Lafayette.
Desde este día ejerció sin traba alguna el reinado de la delación.
Sus transportes más frenéticos fueron sagrados para la turba. Su delirio
sanguinario, en el que se mezclaban con demasiada frecuencia las
delaciones pérfidas que él repetía sin discernimiento, fue acogido como
un oráculo. Desde entonces pudo marchar a pasos agigantados hasta el
absurdo. Cuanto más loco más creído era. Era el loco del pueblo. La
muchedumbre reía, le escuchaba y le amaba, sin creer en nadie más que
en su loco.
Él marchaba la cabeza atrás, fiero y feliz, sonriendo en medio de
su acceso de furor. Lo que había perseguido toda su vida lo tenía ya:
todo el mundo le miraba, hablaba de él y le tenía miedo. La realidad

563
había ido más allá de todo lo que él había podido imaginar en los
ensueños de su vanidad delirante. Ayer un gran ciudadano; hoy un
vidente, un profeta: con que su locura se extremara un poco más, podía
llegar a ser un Dios.
La marcha siempre adelante y los obstáculos que pretenden
oponerle otros periódicos se deshacen a su paso: la prensa se ve forzada
a seguir a este ciego por las vías del Terror.
La prensa contaba con espíritus humanos perfectamente
educados y verdaderamente políticos. ¿Por qué siguieron a Marat?
En la situación infinitamente crítica en que se encontraba Francia,
teniendo en su corazón la monarquía enemiga y la conspiración inmensa
de sacerdotes y nobles, los cuales tenían justamente en sus manos la
fuerza pública, ¿qué otro medio le restaba a la nación que el Terror
popular?
Por esto en el peligro viéronse todos obligados a buscar una fuerza
ficticia en la exageración y la violencia, y he aquí lo que puso a todos los
oradores de club, a todos los redactores de periódico, a la zaga de un
loco, que falto de conciencia y sentido moral, podía ser sanguinario sin
excitación y sin remordimientos.
He aquí lo que unció a toda la prensa a la carreta de Marat.
Además, causas personales, pequeñas y miserablemente
humanas, contribuyeron a todos a hacerlos violentos. Hablemos de esto
sin rubor.
La profunda incertidumbre en que se encontraba el genio más
fuerte y el más penetrante de toda la Revolución (es Danton de quien
hablo), su fluctuación entre los partidos que le solicitaban y por ninguno
de los cuales llegaba a decidirse, ¿cómo podía ocultarse? Pues por
medio de palabras violentas.
Su brillante amigo Camilo Desmoulins, el escritor más grande de
su tiempo, era puro en cuestiones de dinero; pero como artista, de
carácter móvil, era muy inconsecuente en asuntos de competencia y
popularidad. El éxito de Marat le molestaba, y arrojó a Camilo por algún
tiempo en el periodismo de violencias, sosteniendo con su rival una
emulación de cólera contraria por completo a su carácter ligero y dulce.
¿Cómo el impresor Prudhonne, habiendo perdido a su redactor
Loustalot, podía sostener Las Revoluciones de París? Pues haciendo que
el periódico fuese muy violento.
¿Cómo El orador del pueblo, Freron, el íntimo amigo de Camilo
Desmoulins y de Lucila, que vive en su misma casa, cómo puede brillar

564
ante la elocuencia y el ingenio de Camilo? ¿Por el talento? No. Se hará
de notar por la audacia y será más violento.
Mas he aquí uno que comienza y que va a sobrepujar a todos. Un
empleado de teatros, Hebert, tiene la para él feliz idea de reunir en su
periódico todo lo que hay de más bajo en el lenguaje popular, las
palabras más innobles, los juramentos de las tabernas y las mancebías.
La empresa es fácil. Y todas las mañanas gritan los vendedores: «¡La
grande cólera del Pere Duchéne! —Hoy sí que viene furioso el Pere
Duchéne! Y el secreto de su elocuencia consiste en meter la palabra y…
dos o tres veces en cada línea.
¡Pobre Marat! ¿Qué harás tú ahora? Esta es una verdadera
competencia.
Verdaderamente tu furor resulta débil; no aparece como el de
Hebert, ilustrado con las más abyectas bajezas del lenguaje: comparado
con él tienes todo el aire de un aristócrata. Te es preciso ensayarte a
jurar así, y sólo a costa de esfuerzos inauditos, de rabia y de odio, todos
los días renovados, es como consigues mantenerte difícilmente en la
vanguardia.
Es un carácter de la época que merece ser observado, esta
competencia de furor.
Como si hubiera un premio propuesto para la violencia, los clubs
espolean a los clubs, los periódicos a los periódicos, siguiendo todos
desbocados esta carrera hacia la muerte. Todo grito tiene su eco, todo
artículo produce otro artículo más violento. ¡Desgracia para el que se
quede atrás!... Casi siempre es Marat el que marcha delante de los otros;
algunas veces Freron, su imitador, le pasa delante.
Prudhonne, que es el periodista más moderado, publica, sin
embargo, números furiosos. Entonces Marat se indigna, como si
invadieran un campo que fuese suyo. En Diciembre del 90, cuando
Prudhonne propone organizar un batallón de Scévolas contra los
Tarquinos, o sea una tropa de matadores de reyes, Marat se enfurece
porque esta idea no es suya, y para conservar su prestigio vomita mil
cosas sanguinarias.
Este crescendo de violencias no es un fenómeno particular de los
periódicos: estos no hacían generalmente más que condensar y
reproducir la violencia de los clubs. Lo que se rugía por la noche en la
tribuna era impreso en las primeras horas de la madrugada y se vendía
por la mañana.
Los escritores realistas servían del mismo modo al público todos
los ultrajes y las ironías contra la Revolución que se habían lanzado por

565
la noche en los salones aristocráticos. Las reuniones del pabellón de
Flora, las de casa de la princesa de Lamballe y otras que tenían los
grandes señores antes de emigrar proveían de armas a la prensa
realista.
La emulación era terrible entre las dos prensas. Causaban el
vértigo los millones de hojas de papel que se agitaban como un
torbellino, entrecruzándose y batiéndose.
La prensa revolucionaria, que ja era furiosa por sí misma,
extremaba su cólera al sentirse pinchada por la penetrante ironía de las
hojas y los folletos realistas.
Las publicaciones realistas se multiplicaban hasta lo infinito: los
veinticinco millones anuales de la lista civil aseguraban su vida.
Montmorin afirmó a Alejandro de Lameth que en poco tiempo había
empleado siete millones por encargo de la monarquía para comprar
jacobinos y corromper escritores j oradores.
Lo que costaron los diarios realistas El amigo del rey, Las actas de
los Apóstoles, etc., nadie lo ha sabido, como tampoco se sabe a cuánto
ascienden las importantísimas sumas que el duque de Orleans dedicó a
la compra de la prensa.
Lucha inmunda, lucha salvaje. Unos tiraban con piedras; otros con
monedas de oro. Una lucha mata; la otra envilece. De una parte, el
mercado de almas; de la otra el Terror.

566
CAPITULO IX
Primer paso del Terror. —Resistencia de Mirabeau

Los Jacobinos persiguiendo a los otros clubs, destruyen el Club de Amigos de la


Constitución monárquica —La mayoría de los jacobinos de entonces pertenecen a los partidos
Lameth y Orleans. — Primeras ideas de República. —Los jacobinos son aún realistas. —
Inquisición sin religión—Primeros efectos de la Inquisición política. —La partida de Mesdames
provoca la cuestión de la libertad de emigración. - Violencia de los jacobinos retrógrados en
este debate. —La discusión turbada por el movimiento de Vincennes y de las Tullerías —
Mirabeau defiende la libertad de emigrar. —Peligro que arrostra. Es atacado en los Jacobinos
é inmolado por los Lameth.

Para comprender cómo el más civilizado de los pueblos, al día


siguiente de la Federación, cuando los corazones parece que debían de
estar llenos de emoción fraternal, pudo entrar tan bruscamente en las
vías de la violencia, necesario es sondear un Océano desconocido: el de
los sufrimientos del pueblo.
Hemos hablado de los periódicos y de los clubs. Pero más abajo
de esta superficie sonora está insondable y mudo el infinito del
sufrimiento. Sufrimiento creciente, moralmente agravado por la
amargura de una gran esperanza convertida en engaño y agravada
materialmente por la súbita desaparición de todo medio de vida. El
primer resultado de las violencias fue hacer partir de Francia, además de
los nobles, muchas gentes ricas que no eran enemigas de la Revolución,
pero que tenían miedo. Las que se quedaron no osaban moverse por no
marcar su presencia ni vender, ni comprar, ni fabricar, ni hacer gasto
alguno. El dinero asustado permanecía en el fondo de las bolsas: toda
especulación, todo trabajo estaba suspenso.
¡Espectáculo extraño! La Revolución, que abría la carrera al
labriego, se la cerraba al obrero. El campesino seguía con oreja atenta
los decretos que ponían a la venta los bienes eclesiásticos y le
convertían en propietario; el obrero, mudo y sombrío, despedido de los
talleres, se paseaba con los brazos cruzados, erraba durante todo el día,
escuchando las conversaciones de los grupos, llenando las tribunas de
los clubs y los alrededores de la Asamblea. Todo motín, pagado o no
pagado, encontraba en la calle su ejército de obreros amagados por la
miseria, trabajadores quebrantados por el fastidio y la inacción, que se
consideraban felices de hacer algo, fuese lo que fuese.
En esta situación la responsabilidad de la gran sociedad política,
del Club de los Jacobinos, era realmente inmensa. ¿Qué papel debía

567
desempeñar? Uno solo: permanecer fuerte contra sus mismas pasiones,
iluminar la opinión, evitar las brutalidades terroristas, que iban a crear a
la Revolución innumerables enemigos; pero al mismo tiempo vigilar de
cerca a los contrarrevolucionarios, que a la menor ocasión podían
herirles.
Lejos de esto, la tal sociedad, con sus errores ayudó
poderosamente a los contrarrevolucionarios. Los multiplicó y les dio
fuerza, persiguiéndolos y poniendo todo el interés de su lado. Sin
saberlo, hizo por ellos la propaganda más enérgica y más activa.
Arrojándolos de París los extendió por Francia y por toda Europa.
Ahogando a centenares a los contrarrevolucionarios los procreó a
millones.
Los Jacobinos, por su conducta, parecían los herederos directos
de los sacerdotes. Imitaban su irritante intolerancia, por la cual el clero
tantas herejías ha suscitado. Seguían fielmente el viejo dogma de la
Iglesia: «Fuera de nosotros nada de salud.» A excepción de los
Cordeleros, a los que afectan despreciar y de los que hablan lo menos
que pueden, los Jacobinos persiguen a los demás clubs, hasta a los que
son revolucionarios.
El Círculo social, por ejemplo, reunión francmasónica a la que no
se podía reprochar más que sus ceremonias, club políticamente tímido,
pero socialmente mucho más avanzado que los Jacobinos, es
duramente atacado por éstos.
El orleanista Lacios, que como ya hemos dicho publicaba la
correspondencia de los Jacobinos, denunció al Círculo social en su
periódico y en el club. El jacobino Chabroud, que en la víspera misma
había sido nombrado presidente del círculo, no se atrevió a defenderlo.
Camilo Desmoulins se lanzó a defender dicha sociedad, pero a las
primeras palabras tuvo que callar, abrumado por las muestras de
reprobación de los Jacobinos. No por esto se calló, y al día siguiente
escribió el admirable número 54 de su periódico, inmortal manifiesto en
favor de la tolerancia política.
Una guerra más violenta aún fue la que los Jacobinos hicieron al
Club de los Amigos de la Constitución monárquica, la asociación por
medio de la cual los constitucionales intentaban renovar su antiguo Club
de los Imparciales. Estos hombres, la mayor parte de ellos muy
distinguidos (Malouet, Fontanes, etc.), eran en verdad sospechosos,
pero más por sus doctrinas que por la organización que habían dado a
su club. Diferenciados grandemente del Club del 89, fundado por
Mirabeau, Sieyes, Lafayette, etc., poco numeroso e impotente para la

568
acción, el Club de la Constitución monárquica admitía en su seno a los
obreros y distribuía bonos de pan. Estos bonos no eran para los
mendigos sino para los trabajadores. En realidad, el pan no se daba
gratuitamente, pues se buscaba comprar con él el prestigio sobre las
masas y dar influencia al club. No había medio de oponerse a esta
asociación. Los monárquicos estaban en regla; habían solicitado y
obtenido de la municipalidad autorización, que no se les podía negar,
para constituirse en asociación. Varios decretos solicitados por los
Jacobinos en favor de sus sociedades de provincias reconocían a los
ciudadanos el derecho de reunirse para tratar de los asuntos públicos,
así como el derecho de las sociedades a confederarse.
A pesar de esto, los Jacobinos, olvidando la ley, no vacilaron en
perseguir a los monárquicos de calle en calle y de casa en casa,
intimidando con amenazas a los propietarios de las salas donde aquéllos
se reunían. La municipalidad cometió la ligereza de conceder a los
Jacobinos un decreto suspendiendo las sesiones de los
constitucionales. Estos protestaron contra este acto eminentemente
ilegal; la municipalidad no se atrevió a mantener la interdicción.
Entonces los Jacobinos recurrieron a un medio más indigno, a una atroz
calumnia. Acababa de ocurrir una sangrienta colisión entre los
cazadores de caballería y las gentes de la Villette, a quienes acusaban
de hacer el contrabando. Por París circuló la versión de que los
constitucionales habían pagado estos soldados para asesinar al pueblo,
y Barnave les lanzó desde la tribuna nacional una frase cruelmente
equívoca, asegurando «que distribuían al pueblo un pan envenenado.»
No se permitió a los constitucionales reclamar ni pedir la
explicación de estas palabras. Se dirigieron a los tribunales; pero
entonces los Jacobinos azuzaron contra ellos algunos grupos que
disolvieron el club a pedradas y bastonazos. Los heridos, lejos de ser
atendidos, viéronse en peligro de muerte; la muchedumbre mostrábase
furiosa contra el club por haber circulado el falso rumor de que sus
individuos usaban escarapelas blancas.
En medio de esta lucha brutal, los Jacobinos proclamaron un
principio que habían seguido desde su origen, pero que no habían
consagrado todavía. En la sesión del 24 de Enero juraron «defender con
su fortuna y con su vida a todo aquel que denunciara a los
conspiradores».
Todo esto hace suponer que la sociedad estaba animada de ese
fanatismo profundo, del cual tantas pruebas dieron más tarde. Sin
embargo, nada más lejos de la realidad.

569
Muchos hombres ardientes que más adelante se habían de unir a
Robespierre, resultando vivientes ejemplos del fanatismo, habían
entrado ya en el club de los Jacobinos; pero la masa pertenecía a dos
elementos muy distintos:
1.° A los fundadores primitivos del club; al partido de Duport,
Barnave y Lameth. Estos procuraban sostenerse en presencia de los
nuevos elementos, por una ostentación de violencia y fanatismo. ¡Cosa
triste! Todos ellos no se diferenciaban de- los monárquicos, a los que
tanto perseguían, más que por la ausencia de franqueza. Cuanto más
cerca se sentían de los monárquicos, más declamaban contra ellos.
2.° Un elemento menos puro aún del club de los Jacobinos eran
los orleanistas. Ya se ha visto, por el ataque de Lacios contra el Círculo
social, la indigna manera de que se valían los orleanistas para alcanzar
la popularidad, fingiendo furores hipócritas. Los orleanistas acababan
de recibir un golpe muy grave, del que necesitaban reponerse; ¿de quién
había partido el golpe? Del duque de Orleans. El mismo destruía su
partido.
Remontémonos un poco en el curso del tiempo, pues el asunto es
asaz importante para merecer explicación.
Los orleanistas se creían próximos a conseguir sus fines. La
inmensa mayoría de los periodistas, comprados o no comprados,
trabajaban en favor de ellos. Por medio de Lacios tenían el diario de los
Jacobinos. En los Cordeleros Danton y Desmoulins les eran favorables.
Hasta el mismo Marat estaba con ellos casi siempre. El jefe de la casa
de Orleans era reconocido por todos como un ser indigno, pero los hijos
y las señoras de la casa madama de Genlis y madama de Montesson
eran mencionados frecuentemente con elogio. El duque de Chartres,
hijo mayor del duque de Orleans, gustaba mucho a todos por la llaneza
de su trato y se apoderaba de los corazones. Desmoulins aseguraba en
su periódico que este príncipe le trataba «como un hermano».
El joven duque de Chartres había sido admitido por los Jacobinos
como miembro de la sociedad con grandes ceremonias y un entusiasmo
que hizo eco en todo París. La noche de su ingreso fue una verdadera
fiesta. Los Jacobinos dieron la orden de propagar por todas partes las
grandes cualidades de este joven príncipe, discípulo de madama de
Genlis. Desmoulins, no sabiendo ya cómo alabarle, puso a la cabeza de
uno de sus números un grabado representando al joven príncipe en el
hospital atendiendo a los enfermos pobres y sangrando a uno de ellos.
Los orleanistas marchaban bien, y así hubieran seguido a no ser
por el duque de Orleans. Sus enemigos le tachaban de ambicioso, pero

570
más que ambicioso era un avaro. Por esto lo que sus amigos le hacían
ganar, por un lado, su avaricia lo deshacía por otro. El primer uso que
hizo del renacimiento de su popularidad fue arrancar del comité de
hacienda de la Asamblea la promesa de que se le pagaría el capital en
metálico de una suma de la cual su casa recibía la renta desde tiempos
del Regente.
El Regente era realmente un pródigo, todo el mundo lo sabe; lo
que se sabe menos es su avidez en cuestiones de dinero. Este príncipe
quería, sin tocar su bolsa, hacer que el duque de Módena se casara con
su hija, j para esto se dirigió al rey, su pupilo, el pequeño Luis XV, y no
tuvo el menor escrúpulo en hacer firmar a un niño de once años,
dependiente de él, un dote de cuatro millones a expensas del tesoro real.
El tesoro estaba en seco; después de la deplorable catástrofe de
una bancarrota de tres mil millones j del sistema Law, no se podía hacer
más que pagar la renta de la tal dote. Y he aquí que setenta años
después, en una época igualmente miserable, en la penuria extrema de
Enero del 91, el duque de Orleans se atreve a reclamar el capital de la
dote, los cuatro millones, sin derecho alguno, pues la dote había sido
concedida a la hija del Regente a cambio de que renunciara a todos sus
derechos de herencia en favor de su hermano mayor y de sus
descendientes. El duque de Orleans era uno de estos descendientes que
se había aprovechado de aquella renuncia de herencia; ¿cómo podía al
mismo tiempo exigir para él el capital de aquella dote que era el precio
de la renuncia?
El ponente de este asunto en la Asamblea era un hombre
irreprochable, austero y duro, el jansenista Camus. Cada día echaba por
tierra, con su austeridad y rectitud, peticiones que se presentaban
solicitando pensiones de trescientas o cuatrocientas libras. ¿Qué
medios emplearon con él para hacerle dulce y fácil en el asunto del
duque de Orleans? ¿De qué poderosa obsesión fue objeto? No se puede
más que adivinar, pero es fácil que los intrigantes orleanistas le hicieran
creer que este asunto de la dote era el solo medio natural de reembolsar
al príncipe las sumas que había generosamente gastado en servicio de
la libertad. Sea como sea, lo cierto es que Camus propuso a la Asamblea
pagar al de Orleans y pagar inmediatamente en el mismo año y en
cuatro plazos.
Felizmente se produjo una viva indignación en la prensa. Brissot,
antiguo empleado de la casa de Orleans atacó al duque avariento con
gran energía. Desmoulins, a pesar de ser hermano como él decía del
duque, le ametralló desde su periódico con frases terribles, diciendo que

571
el duque de Orleans buscaba «sacarles el dinero del bolsillo a los
ciudadanos y sangrar el tesoro 'público en los subterráneos de su
comité». Camilo desautorizó el grabado que días antes había publicado
su periódico, asegurando que era obra de su editor.
Los cuatro millones se escaparon a la glotonería del avaro Orleans,
y lo que restó de este asunto fue una disminución considerable de su
crédito, su nombre enterrado para mucho tiempo y un prejuicio muy
grave creado contra la monarquía ciudadana que era el ensueño de los
orleanistas.
Una porción de revolucionarios favorables a la institución
monárquica y dominada por la rutina inglesa de llamar al trono a las
ramas menores de las dinastías, sintieron apagarse su entusiasmo
realista después de este asunto del duque de Orleans.
Camilo Desmoulins, en su maravilloso folleto La Francia libre,
había probado con la historia en la mano, de reinado en reinado, que la
monarquía jamás había dado lo que se prometía de ella el ciego pueblo.
Pero hablaba inútilmente en un país monárquico y obstinadamente
enamorado de sus reyes. Hasta las masas revolucionarias tenían un
ideal de monarquía democrática, pero monarquía al fin. Este ideal fue
muerto con el asunto del duque de Orleans, que era el candidato de la
monarquía democrática. La gente vio que con él sería el tesoro público
lo mismo que con la antigua monarquía, una caja sin fondo, y comenzó
a do pensar en reyes de ninguna clase. Por esto el principal fundador de
la república fue el duque de Orleans con sus torpezas.
La iniciativa republicana tomada por Camilo Desmoulins fue
seguida por otro Cordelero, el periodista Robert. Este expuso de nuevo
la idea de que sólo la República podía dar una simplicidad franca y fuerte
a la Revolución. Su libro El republicanismo adaptado a la Francia, fue
muy leído.
Brissot adoptó poco a poco los ideales republicanos,
defendiéndolos como único medio de dominar la situación. Defendió la
República como cuestión de fondo y no de forma, demostrando que no
era posible ninguna mejora social si la cuestión política no era planteada
francamente. Robespierre y Marat engañándose, aunque con esto
seguían la idea de la mayoría, preocupábanse poco de la República,
creyéndola una simple cuestión de forma relegada a último término.
Creían posible aún continuar él movimiento, llevando como pesado
bagaje una monarquía cautiva, hostil y poderosa todavía para el mal;
hacer marchar para la Revolución, dejándole en el pie esta terrible
espina. No veían que esto era herirla con golpe mortal y matarla tal vez.

572
El redactor del diario de los Jacobinos, el orleanista Lacloss, se
declaró el abogado de la monarquía frente a los escritores republicanos.
El mismo club de los Jacobinos se declaró expresamente por la
institución monárquica. El 25 de Enero, un representante de una sección
al pronunciar un discurso en los Jacobinos lanzó la palabra
republicanos, y la mayoría de los presentes gritaron: «No, nosotros no
somos republicanos». El presidente invitó al orador á no pronunciar otra
vez tal palabra.
De las tres fracciones que existían en los Jacobinos, eran los
representantes tres hombres: Lameth, Lacios y Robespierre. Los dos
primeros eran decididamente realistas, y el tercero no era contrario a la
idea monárquica.
Por esto la guerra brutal de los Jacobinos contra los monárquicos,
su menosprecio al orden y las leyes, este Terror, antes de hora, que no
tenía ni la excusa del fanatismo ni más objeto que el remediar una
popularidad decadente, resultan un absurdo extremo. En el fondo no
eran más que realistas maltratando a otros realistas.
La inquisición jacobina se encontraba realmente en manos poco
seguras: el diario de delaciones en las del orleanista Lacios; y su comité
de intrigas y revueltas, bajo la dirección de la trinidad Lameth.
¿Una inquisición sin fe? ¿Una inquisición ejercida por hombres
cada vez más inquietos y ásperos, conforme conocían que iban
resultando sospechosos?
Este poder mal fundado, mal autorizado y mal ejercido, tenía, sin
embargo, una acción inmensa, se agitaba en nombre de una sociedad
considerada como el nervio del patriotismo y de la Revolución; contaba
con todas las fuerzas múltiples de las sociedades de provincias, dóciles
y fervientes y que ignoraban casi siempre el antro de intrigas de dónde
venían para ellas las órdenes.
La Revolución, que era antes una religión, era ahora un sistema de
policía.
¿Y para qué servía esta policía? ¡Cambio inaudito! Era una
máquina para hacer aristócratas; servía para multiplicar los amigos de
la contrarrevolución. Proporcionaba a este movimiento reaccionario el
apoyo de los débiles, de los neutros, de las buenas almas ignorantes y
contemporizadoras.
Una muchedumbre de hombres inofensivos que sin profesar ideas
determinadas tenían las costumbres del antiguo régimen, se
encontraron por efecto de las declaraciones jacobinas en una situación
imposible, vecina a la desesperación. ¿Qué podían hacer para salvarse?

573
¿Renegar de las opiniones que se les atribuían? Nadie les hubiera creído
aun después de pasar por la vergüenza de la retractación. Quedarse era
difícil; partir era igualmente difícil. Para el que se encontraba
comprometido y mareado por esta especie de excomunión política,
quedarse en su país era un suplicio. El pobre diablo a quien bautizaban
con el título de aristócrata (a tuertas o a derechas), vivía bajo un
espionaje terrible: la muchedumbre y hasta los niños de la calle seguían
al enemigo del pueblo. Si se encerraba en su casa carecía de seguridad,
lo mismo que en la calle; los domésticos eran sus enemigos. El miedo
se apoderaba de él; una mañana encontraba el medio de huir y huía al
extranjero. Este hombre que hubiera sido un neutro, débil e indiferente
si le hubieran dejado tranquilo, se lanzaba en plena guerra contra la
Revolución, y si no era capaz de esgrimir la espada, esgrimía la lengua
con éxito seguro, interesando con sus quejas, con sus acusaciones, con
el espectáculo de su miseria y de la piedad que inspiraba.
La piedad, este enemigo terrible, levantaba en toda Europa una
tempestad de odio contra la Francia y la Revolución.
Odio en el fondo injusto. La inspiración jacobina no estaba en las
masas del pueblo. Los que la organizaban eran los jacobinos bastardos,
salidos del antiguo régimen, nobles o burgueses, políticos sin principios
de un maquiavelismo inconsecuente y aturdido. Eran los que explotaban
el pueblo, cosa muy poco difícil en ese estado de irritabilidad
desconfiada y crédula a la vez, que es producto de las grandes miserias.
Esta situación estalló con gran violencia a fines de Febrero, cuando
Mesdames, las tías del rey quisieron emigrar.
La dificultad de seguir sus cultos en París, de guardar a su lado los
sacerdotes de su devoción y la proximidad de las fiestas de Pascuas,
turbaban el alma de estas viejas devotas. El mismo rey, viendo su estado
de ánimo, las animó para que hiciesen un viaje a Roma. Ninguna ley se
oponía a ello. El rey, primer magistrado de la nación, debía estar siempre
en ella o abdicar, pero sus tías no tenían esta obligación. Además, era
absurdo creer que este grupo de viejas devotas pudiera dar ninguna
fuerza a las tropas de los emigrados.
Es indudable que hubieran mostrado más nobleza aquellas viejas
fanáticas quedándose para participar de la suerte de su sobrino y de las
miserias y los peligros de la Francia. Pero, en fin, ellas querían partir, y
lo lógico era dejar que se fueran, lo mismo ellas que todos los que
preocupados por peligros imaginarios o reales, amaban mejor su
seguridad y su vida que la patria y no dudaban en abandonar su cualidad

574
de franceses. Era necesario abrir las puertas a los que querían huir, y si
aún no eran bastante anchas, echar abajo las murallas.
El pueblo estaba muy justamente alarmado pensando en una fuga
posible del rey y mezclaba estas dos cuestiones, absolutamente
diferentes.
Mirabeau, al tener conocimiento del próximo viaje de Mesdames,
adivinó el ruido que iba a producirse y el peligro que podía resultar.
Inútilmente rogó al rey varias veces que no permitiera el viaje. París se
alarmó e igualmente dirigió un ruego al rey y a la Asamblea nacional.
Nueva alarma por Monsieur, el hermano mayor del rey, que decían
quería partir y que acabó dando palabra de no abandonar a su hermano,
no faltando con esto a sus propósitos, pues seguía acariciando la idea
de la huida, pero en compañía de Luis XVI.
Esta efervescencia, lejos de detener a Mesdames, aceleró su
partida. La explosión que todos habían previsto no tardó en verificarse.
Marat, Desmoulins, toda la prensa, gritó que las viejas princesas se
llevaban consigo muchos millones, que habían arrebatado al Delfín y
que precedían en el viaje al rey para prepararle hospedaje en el
extranjero.
No era difícil adivinar que les sería imposible atravesar Francia.
Detenidas en Moret por la muchedumbre, su escolta pudo forzar el
obstáculo, pero en Arnay-le-Duc les fue imposible seguir adelante.
Escribieron al rey y éste envió una carta a la Asamblea para que
autorizase a sus tías a continuar el viaje.
Este asunto, grave por sí mismo, lo fue todavía más al convertirse
en un solemne campo de batalla, donde se encontraron y se
combatieron dos principios y dos espíritus: el uno el principio original y
natural que había hecho la Revolución, la Justicia, la Equidad humana;
el otro el principio de interés que se llamó de Salud pública y que perdió
a la Francia.
La perdió porque arrojándola en un crescendo de violencias hizo a
la Francia execrable en toda Europa, creándola odios inmortales.
La perdió porque las almas quebrantadas, después del Terror, por
el asco y los remordimientos, se arrojaron ciegas en brazos de la tiranía
militar.
La perdió porque esta tiranía, con toda su aureola gloriosa, tuvo
por resultado meter al enemigo en París y a su jefe en Santa Elena.
Diez años de Salud pública, por la mano de los republicanos,
dieron por resultado quince años de Salud pública por la espada del
emperador.

575
Los doctores del interés público, de la Salud del pueblo, debían
haber preguntado al menos al pueblo si quería ser salvado. Es verdad
que el individuo, ante todo, quiere vivir con instintivo egoísmo; pero la
masa es susceptible de sentimientos mucho más altos. Es posible que
ante esos pretendidos salvadores hubiera contestado el pueblo: «Antes
quiero perecer que dejar de ser justo.»
Y el pueblo que esto dice es el que no perece nunca.
En la presente ocasión Mirabeau fue el órgano del pueblo, la voz
de la Revolución. En medio de todas sus faltas, esto será para él un título
imperecedero. En esta ocasión defendió la equidad.
Robespierre se abstuvo.
Fueron los jacobinos bastardos Barnave, Duport y Lameth, los que
opusieron contra la justicia el derecho del interés y de la Salud, el arma
matadora, la espada sin empuñadura que había de herirlos a ellos
mismos.
¿Por qué hicieron esto? Aunque tenían empeño en aparecer
sinceros, hay que hacer notar cuál era el interés que les movía. Era el
momento en que los Lameth se veían al descubierto por una falta muy
grave. Mientras que los dos hermanos mayores, Alejandro y Carlos de
Lameth, figuraban en París en lo más extremo del lado izquierdo de la
Asamblea, en la avanzada de la vanguardia, su hermano Teodoro
organizaba en Lons-le-Saunier una sociedad reaccionaria. Valiéndose de
la recomendación de sus hermanos, se había afiliado a los Jacobinos y
había hecho que se desautorizara a la primitiva sociedad jacobina de
dicha población, que era enérgicamente patriota. Esta sociedad insertó
en el periódico de Brissot una carta terrible para los Lameth. Brissot,
enterado del asunto, sostuvo todo lo que se decía en la carta, y a pesar
de todos los esfuerzos de los Lameth, los Jacobinos, salidos de su
engaño, quitaron la autorización a la sociedad reaccionaria y la
devolvieron a la primitiva.
Golpe terrible para los Lameth, que podía acabar con su
popularidad y que explica por qué se mostraron violentos, duros,
petulantes e impacientes en la discusión relativa al derecho a emigrar.
Tenían necesidad delante de las tribunas de hacer un alarde de celo. Se
agitaban en sus bancos, gritaban, manoteaban. Sostuvieron con
Barnave que la municipalidad que había detenido a Mesdames, no era
culpable de ilegalidad, pues había creído servir al interés público.
Mirabeau. Preguntó qué ley se oponía al viaje; los Lameth no
contestaron nada; y uno de sus amigos, más franco, contestó: «La salud
del pueblo.»

576
La Asamblea acordó permitir a Mesdames que continuaran su
viaje y encargó a su comité de Constitución que presentara un proyecto
de ley sobre la emigración.
Este proyecto, redactado por Merten, el futuro autor de La ley de
sospechosos resultaba como un primer artículo del futuro Código- del
Terror. Estaba copiado del otro Terror, de La Revolución del edicto de
Nantes.
La legislación bárbara de Luis XIV, modelo de monstruosidad,
comienza por herir al emigrado con la confiscación; después de pena en
pena, cada vez más dura y más absurda, llega a imponer el castigo de
galeras a la piedad, a la humanidad, al hombre caritativo que salve al
proscripto.
Se trataba de saber si la Revolución iba a seguir las mismas vías
que Luis XIV; si la Francia libre iba a encerrarse en un calabozo.
Una discusión que interesaba tan profundamente la libertad exigía
una cosa: que la Asamblea estuviera en libertad y en calma. Y
justamente desde la mañana todo anunciaba una revuelta.
Dos clases de personas trabajaban y se agitaban, los maratistas y
los aristócratas. Marat, en su periódico de aquel día, aconsejaba al
pueblo que corriera a la Asamblea para manifestar violentamente su
opinión y cazar los diputados infieles. Por otra parte, los realistas
trabajaban hábilmente la muchedumbre del arrabal de San Antonio,
dirigiéndola fuera de París hacia el castillo de Vincennes, donde le hacían
creer que se organizaba una nueva Bastilla.
Era este un medio infalible para hacer salir de París a Lafayette y a
la guardia nacional para cortar el paso a la gente que se dirigía a
Vincennes.
Mientras tanto, muchos hidalgos de provincias que habían sido
llamados a París hacía algunos días, entraban uno a uno furtivamente
en las Tullerías armados de puñales, espadas y pistolas. A juzgar por
todos los detalles, su propósito era llevarse a la familia real.
La Guardia nacional, al volver de Vincennes por la noche, de mal
humor por la inútil jornada, los encontró en las Tullerías y los desarmó,
tratándolos a culatazos e hiriendo a varios.
Por la mañana, en medio de estos movimientos, de los cuales
nadie se explicaba la finalidad ni los autores, la Asamblea deliberaba.
Los diputados oyeron batir generala por todo París; el redoble más o
menos lejano de los tambores en la inmediata calle de Saint Honoré, el
ruido del pueblo en las tribunas, que se apiñaba asfixiándose y se
contenía apenas y el más imponente aún de la muchedumbre

577
alborotada, que se agolpaba a la puerta. Agitación, emoción, fiebre
universal, inmenso murmullo dentro y fuera de la Asamblea.
Indudablemente iba a verificarse un gran duelo entre dos partidos,
o mejor entre dos sistemas, entre dos morales. No se veía aún quién
sería el primero en comprometerse y bajar al palenque.
Robespierre se retiró a los bancos más altos de la Asamblea,
mostrando deseos de no hablar. El ponente Chapelier había declarado
él mismo que su proyecto era inconstitucional, y pidió que la Asamblea
declarase si quería una ley. Robespierre dijo entonces: «Yo no soy más
partidario que un Chapelier de una ley sobre los emigrados, pero creo
que es por una discusión solemne por lo que la Asamblea debe
reconocer la imposibilidad y los peligros de tal ley.» Y después
permaneció testigo mudo de esta discusión. Si Mirabeau se
comprometía o sus enemigos (Duport y Lameth), Robespierre salía
ganando siempre.
Amigos y enemigos de Mirabeau todos deseaban que hablase,
unos para su gloria y otros para acelerar su ruina. En poco rato recibió
el gran orador seis cartas incitándole a proclamar sus principios, y
mostrándole al mismo tiempo el estado violento de París. Comprendió
perfectamente el llamamiento que se hacía á su valor, y para no tener
en suspenso más tiempo a amigos y enemigos, se levantó, leyendo una
página vigorosísima que ocho años antes escribió al rey de Prusia sobre
la libertad de emigrar. Después acabó pidiendo a la Asamblea que
declarase no querer entender en el proyecto y que pasase a la orden del
día.
Ninguna réplica de Duport, ninguna de los Lameth ni de Barnave.
Profundo silencio. Dejaron hablar a gentes de segundo orden Rewbell,
Prieur y Muguet.
Rewbell dijo que en tiempo de guerra emigrar era desertar. En esto
se hallaba justamente el nudo de la situación. ¿Se estaba o no en tiempo
de guerra? Podía decirse que no y que sí. Pero el estado de guerra no
estaba declarado, las leyes de la paz subsistían y prevalecía, por tanto,
la libertad para todos de entrar y salir.
Se leyó el proyecto de ley. Este confiaba a tres personas que
nombrara la Asamblea el derecho dictatorial de autorizar la salida del
territorio nacional o de prohibirla bajo pena de confiscación de bienes y
de degradación del título de ciudadano.
La Asamblea casi en masa se sublevó ante esta lectura,
reconociendo lo odioso de esta inquisición de Estado que el proyecto le
confería.

578
Mirabeau aprovechó el momento v habló así: «La Asamblea de
Atenas no quiso oír el proyecto del cual había dicho Aristóteles: Es útil,
pero injusto. Lo mismo habéis pensado vosotros, pero el
estremecimiento de indignación que os ha movido a todos demuestra
que en cuestiones de moralidad sois tan buenos jueces como Arístides.
La barbarie del proyecto prueba que una ley sobre la emigración es
impracticable. (Murmullos.) Pido que se me oiga. Si por efecto de las
circunstancias son indispensables ciertas medidas de policía en pugna
contra las leyes existentes, esto es un delito impuesto por la necesidad;
pero hay una diferencia inmensa entre una medida de policía transitoria
y una ley que es permanente... Yo niego que ese proyecto pueda ser
puesto a deliberación y declaro que me consideraré desligado de todo
juramento de fidelidad con relación a los que cometan la infamia de
nombrar una comisión dictatorial. (Aplausos.) La popularidad que yo he
ambicionado y que tengo el honor de gozar... (murmullos en la extrema
izquierda) como cualquier otro, no es una débil hoja que gira a todos los
vientos: yo quiero hundir sus raíces en la tierra sobre la imperturbable
base de la razón y la libertad. (Aplausos.) Termino declarando que, si
hacéis una ley contra los emigrados, juro no obedecerla nunca».
El proyecto del comité fue rechazado por unanimidad.
Los Lameth habían murmurado, pero sin pasar de esto. Uno de
ellos pidió la palabra, pero dejó que se la tomara un diputado de su
partida para hacer una proposición obscura y sin éxito.
Mirabeau persistió en que se pasara a la orden del día pura y
simplemente y quiso hablar aún. Entonces gritó un diputado de la
izquierda: «¿Qué dictadura es esta que ejerce Mr. de Mirabeau?» Este,
que comprendió que estas palabras podían causar efecto en una
Asamblea apasionada, lanzose á la tribuna y habló a pesar de que el
presidente le negaba la palabra.
«Yo ruego—dijo—a los señores que me interrumpen, que recuerden
que toda mi vida política la he pasado combatiendo el despotismo...
(Murmullos en la extrema izquierda.) ¡Cállense esas treinta voces!... Si
es que se quiere, complicando dos o tres proposiciones, prolongar
indefinidamente la sesión, es preciso que todos procuren que no se
altere fuera de aquí el orden.»
Los treinta que tenían el pueblo a su lado parecían aterrados por
aquel gigante de la tribuna y no decían palabra. Mirabeau hacía caer a
plomo sobre su cabeza la responsabilidad y ellos no se movían. El
público, la muchedumbre inquieta que llenaba las tribunas, esperaba en
vano. Jamás se había visto un golpe mejor asestado.

579
La sesión terminó a las cinco y media. Mirabeau se fue a casa de
su hermana, su íntima y querida confidente, y le dijo: «He pronunciado
mi sentencia de muerte. Esto es hecho: esa gente se encargará de
matarme.»
Su hermana y su familia, al verle tan convencido, creyeron su vida
en peligro. Cuando salía de casa por la noche para ir al campo a cenar
en el hotel de algún amigo, le seguía de lejos, sin que él lo supiera, su
sobrino armado hasta los dientes. Muchas veces creyó que su café
estaba envenenado. Una carta que aún subsiste prueba que
denunciaron a Mirabeau, de una manera detallada y precisa, un complot
que había para asesinarle.
Esta vez había humillado de tal modo a sus enemigos, les había
mostrado públicamente tan indignos del gran papel que habían
usurpado, que todo podía esperarlo de ellos. Y no es que Duport y los
Lameth fuesen hombres capaces de encomendar un crimen; pero entre
las gentes que les rodeaban, fanáticos ó interesados, los había que no
necesitaban órdenes para asesinar al odiado Mirabeau.
El tribuno no era hombre accesible al miedo. El mismo día de la
sesión, a pesar de la fatiga de aquella discusión violenta y de la fiebre
que le dominaba, quiso por la noche, una hora después de salir de la
Asamblea y cuando el asunto aún estaba caliente, marchar recto contra
sus enemigos, ir a los Jacobinos, entrar entre aquella muchedumbre
hostil, romper su oleaje buscando entre tantos hombres furiosos quien
rasgase su pecho: hacer la prueba de si había un puñal o una lengua que
osara atacarle.
Eran las siete de la noche cuando entró... La sala estaba llena. Los
mudos de la Asamblea habían recobrado la palabra. Duport estaba en la
tribuna y parecía desconcertado. En vez de tratar prontamente de los
hechos, se enfrascaba en un preámbulo interminable, hablando siempre
de Lafayette y pensando en Mirabeau.
Duport vacilaba por muchas causas. Muy superior en inteligencia
a los Lameth, pensaba probablemente que, si asestaba a Mirabeau un
golpe irreparable y lo expulsaba de los Jacobinos, esto equivaldría a
trabajar para Robespierre, pues sería la elevación de éste. Por fin se
decidió a hacer algo. No haber dicho nada por la tarde y no decir nada
por la noche era caer muy bajo. «Los enemigos de la libertad—dijo—están
muy cerca de vosotros.» (Tempestad de aplausos.) Todos miran a
Mirabeau y algunos se aproximan para aplaudir insolentemente casi en
su propia cara.

580
Entonces Duport relata la sesión de la Asamblea no sin
modificaciones; se declara admirador del genio de Mirabeau, pero
sostiene que el pueblo tiene necesidad ante todo de una probidad
austera. Su principal reproche a Mirabeau fue por el orgullo de su
dictadura.
Al terminar pareció detenerse un momento en este supremo
combate, y dijo estas palabras hábiles que todo el mundo encontró
admirables: «Si él es un buen ciudadano yo corro a abrazarle; pero si
vuelve la cara, yo me felicitaré de haberme creado un enemigo por ser
amigo de la cosa pública.»
De este modo dejaba la puerta abierta al arrepentimiento de
Mirabeau: hacía gracia a su vencedor de la Asamblea y le ofrecía la
absolución de los Jacobinos.
Mirabeau no quiso aprovecharse de esta generosidad. A través de
los aplausos dedicados a Duport, que para él eran anatemas, avanzó con
marcha brusca hasta llegar á la tribuna. «Hay dos clases de dictadura—
dijo—la de la intriga y la audacia y la de la razón y el talento. Los que no
han podido sostenerse en la primera o no han sabido ampararse de la
segunda, ¿á quién deben culpar sino a sí mismos?» Después pidió
cuenta del silencio guardado en la Asamblea y aseguró que su
conciencia no le reprochaba haber sostenido una opinión que durante
cuatro horas había sido la de la Asamblea y que no había tacado ninguno
de los jefes de opinión.
Justificación irritante: la palabra jefe sonaba siempre muy mal en
las orejas de los Jacobinos. «Por lo demás—añadió Mirabeau—mi
sentimiento sobre la emigración es el pensamiento universal de los
filósofos y los sabios: si me equivocara, seguramente que me serviría de
consuelo el tener como compañeros de error á tan grandes hombres.»
De estas palabras resultaba que los Jacobinos no eran grandes
hombres; afirmación terrible para su orgullo.
Los arreglos de Duport y la provocativa apología de Mirabeau
habían hecho sufrir cruelmente a Alejandro de Lameth. Veía a los
Jacobinos heridos en su orgullo: sentía el odio de todos confundirse con
el suyo, y esto le puso fuera de sí, haciéndole perder de vista toda
política.
Mirando la asamblea del club, sólo veía a Mirabeau, al que odiaba
por su superioridad. No veía la faz pálida de Robespierre, que mudo
como por la mañana en la Asamblea, esperaba con paciencia que otros
se encargaran de destrozar á Mirabeau.

581
Lameth, al tomar la palabra, se dirigió al fondo más rico de la
naturaleza humana, al orgullo y la envidia y en especial al espíritu de
cuerpo, a la vanidad especial de los Jacobinos. «Los amigos del
despotismo—dijo—los amigos del lujo y del dinero, justamente ofendidos
por el progreso de esta sociedad ilustre sobre toda la tierra, han jurado
su pérdida. Y he aquí el último complot que han preparado. Ellos han
dicho: —«Hay ciento cincuenta diputados Jacobinos que son
incorruptibles; pues bien, vamos a perderlos, y tantos libelos
dirigiremos contra ellos que al fin todos les creerán facciosos. » ¡Ah,
señores! si yo no hubiera conocido este complot, seguramente que
hubiese hablado esta mañana en la Asamblea. ¡Miserable situación la
de los patriotas, forzados a callarse y a transigir! A las primeras palabras
que yo hubiese dicho alguien hubiera gritado: ¡Faccioso! Y después
hubieran dicho al rey: — «Sí, ve; he ahí los Jacobinos divididos y
combatiéndose. ¿Quién es ahora el centro de vuestros enemigos? ¡
Mirabeau: siempre Mirabeau! »
Y volviéndose hacia Mirabeau, añadió: «Cuando vos habéis
designado a los facciosos gritando ¡callen esas treinta voces!, yo he
tenido buen cuidado de no decir palabra; os he dejado hablar, pues
convenía que todo el mundo os conociera. Si hay aquí quien haya
presenciado esta mañana vuestras perfidias, que me desmienta.»
Una voz. —No.
Lameth. —¿Quién se atreve a decir eso?
La misma voz. —Quiero decir, señor de Lameth, que nadie podrá
desmentiros.
Ninguno reclamó y Lameth sacó hábilmente partido de la frase de
Mirabeau jefes de opinión. Ensalzó hipócritamente á todos los
diputados que permanecían unidos, colocando la cuestión como lo haría
Tartufo.
«¡Distinción insolente! —dijo; —muchos diputados modestos no
serán jefes de opinión, pero son excelentes ciudadanos. El patriotismo
es para ellos una religión y les basta con que el cielo vea su fervor, no
necesitando palabras para expresarlo. Ellos no son menos precisos a la
patria que los grandes oradores: quiera Dios que nos hayáis servido
tanto a la patria con vuestros discursos como ellos la sirven con su
silencio.»
Lameth terminó con toda clase de terribles acusaciones contra
Mirabeau.

582
Este se hallaba sentado al lado de Camilo Desmoulins. «De su
cara—dijo Camilo al día siguiente en el periódico—caían gruesas gotas de
sudor. Estaba delante del cáliz en el Huerto de las Olivas.»
Noble y justa comparación salida del corazón de un enemigo:
enemigo sin hiel, inocente y que en su cólera revelaba aún, a pesar de sí
mismo, la admiración por el hombre al que había amado tanto.
Sí, Camilo tenía razón. El grande orador, qué por una cuestión de
equidad, de libertad y de humanidad iba a perecer, no era indigno, a
pesar de todo, del sudor de sangre y del cáliz de amargura. A pesar de
cuanto malo había hecho este vicioso, este culpable, este infortunado
grande hombre, se purificaba en sus últimos momentos.
Haber sufrido por la justicia, por el principio humano de nuestra
Revolución, es su expiación suprema, su nimbo de gloria ante el
porvenir.

583
CAPITULO X
Muerte de Mirabeau

Mirabeau derribado por las medianías. —Indecisión del partido bastardo al que
combatía. Ineptitud del parecido que defiende. —Se cree envenenado y anuncia su muerte
(Marzo del 91). —Sus últimos momentos: su muerte (2 de Abril). —Juicios diversos sobre
Mirabeau. —Mirabeau no traicionó a la Francia. En él hubo corrupción, no traición. —
Cincuenta años de expiación bastan para la justicia nacional.

Es muy sensible que no tengamos la contestación de Mirabeau.


Fue sin duda, a juzgar por los resultados, el triunfo de la pericia y la
elocuencia. Poseemos un extracto de ella, seguramente desfigurado. Sin
embargo, de él se desprende que dicha contestación debió contener,
entre cien dichos halagadores é insinuantes, palabras irónicas como la
siguiente:
«¿Y cómo podrían suponer que tenga yo el absurdo propósito de
presentar los Jacobinos como facciosos, cuando cada día refutan tan
bien esta calumnia con sus contestaciones y sus sesiones públicas?»
Con todo esto, el eximio orador se hizo tan hábilmente Jacobino,
tan sensible a su opinión, que le bastó un momento para revolver todos
los ánimos. Confesó que había sido algo receloso con los Jacobinos,
pero que siempre les había hecho justicia. Se le tributaron aplausos.
Por fin, termino diciendo: «Quedaré con vosotros hasta el
ostracismo.» Había vuelto a conquistar todos los corazones.
Salió y no volvió más. Su genio era todo lo contrario del de los
Jacobinos. No podía sufrir el yugo de aquel espíritu mediano, el cual, no
teniendo ni las necesidades del talento que experimenta el hombre
superior, ni el entusiasmo del pueblo, exigía, por instinto nativo, que
todos quedasen a su misma altura; ni más alto ni más bajo.
La Revolución, que ascendía, llevaba al poder a las activas
medianías del jacobinismo.
La clase media, la burguesía, cuya parte más inquieta se agitaba
en el Club de los Jacobinos, veía próxima la hora de su advenimiento.
Clase verdaderamente media en todos los sentidos: media de fortuna,
de espíritu, de talento. El talento superior escaseaba; más escasa era la
invención política; el lenguaje era monótono, siempre calcado sobre
Rousseau. Grande, inmensa diferencia con el siglo décimo sexto, en el
cual cada uno tiene una lengua fuerte, una lengua propia, y cuyos
defectos enérgicos interesan y siempre divierten.

584
Salvo cuatro hombres superiores, tres oradores y un literato, todo
lo demás es de segundo orden. El ídolo que reinaba, Lafayette, y los
ídolos que vienen tras él, girondinos y montañeses, generalmente son
medianías. Mirabeau quedaba literalmente ahogado entre estas
medianías.
El flujo iba creciendo, la marea venía de alta mar. Mirabeau, como
robusto atleta, se quedaba en la orilla, en la ridícula actitud de quien
combate contra el Océano, y la ola continuaba subiendo. Ayer le llegaba
el agua al tobillo, hoy a la rodilla, mañana hasta la cintura... Y cada ola
de este Océano que carecía de figura y de forma, cada ola que llegaba
hasta él y que intentaba agarrar estrechándola con su robusta mano,
escapaba sutil, silenciosa é incolora.
Lucha ingrata, que de ninguna manera era la de principios
opuestos. Mirabeau apenas podía definir contra quien pugnaba. No era
contra el pueblo, ni tampoco contra el gobierno popular. Mirabeau
hubiese ganado con la República, hubiese sido sin duda el primer
ciudadano. Luchaba contra un partido inmenso, mezcla de varias
formas, y que no buscaba nada más que una apariencia, un no sé qué,
un medio de gobierno irrealizable; ni monarquía, ni República: partido
mestizo, con dos sexos, o, mejor dicho: sin sexo, impotente, pero al
igual de los eunucos, agitándose en proporción de su impotencia.
Lo ridículo y extraño de la situación era que este nada, en nombre
de un sistema todavía no descubierto, organizaba El Terror.
El mal humor y el disgusto se apoderaron de Mirabeau. Comenzó
a entrever que la corte jugaba con él y le engañaba. Había soñado en
desempeñar el papel de árbitro entre la Revolución y la Monarquía: creía
tener ascendiente sobre la reina como hombre y poder salvarla como
hombre de Estado. La reina, que quería más ser vengada que salvada,
no gustaba de ninguna idea que fuese razonable. El medio que proponía
Mirabeau era justamente el que más le repugnaba: Obrar siempre con
moderación y justicia y tener siempre razón; trabajar lentamente, pero
con fuerza, la opinión, sobre todo la de los departamentos; apresurar el
fin de la Asamblea, de la cual nada podía esperarse, formando una nueva
y hacerla revisar la Constitución.
Mirabeau quería salvar dos cosas: la realeza y la libertad, creyendo
a la realeza una garantía en la libertad. En esta doble tentativa
encontraba un grande obstáculo: la incurable ineptitud de la corte, a la
que defendía. El lado derecho de la Asamblea, formado de amigos de la
corte, había hecho contra los colores nacionales una insolente campaña,
imprudente en alto grado. Mirabeau respondió a tales ataques con un

585
apostrofe sublime, con palabras que hubiera dicho la misma Francia si
hubiera podido hablar. Por la noche vio entrar en su casa a Mr. de
Lamark, que venía de parte de la reina a quejarse de su violencia. El gran
orador le volvió la espalda, respondiéndole con indignación y desprecio.
En su discurso sobre la regencia pidió e hizo decretar que las mujeres
fueran excluidas de ella.
En realidad, la corte no buscaba seriamente su ayuda; lo que
quería era comprometerle y hacerle perder su personalidad. Esto último
lo había logrado en gran parte. De los tres papeles revolucionarios que
podía haber desempeñado un genio, el de Richelieu, el de Washington
o el de Cromwell, ninguno era ya posible para su persona. Lo único
bueno que le restaba hacer era morir a tiempo.
Como si sintiera impaciencia por acabar pronto, Mirabeau
aumentó aún en este mes de Marzo, que fue para él el último, el furioso
derroche de vida que era en él ordinario. Se le encontraba en todas
partes, y en un departamento de la guardia nacional aceptaba nuevas
funciones. Apenas abandonaba la tribuna proyectaba sobre todos los
asuntos la luz de su talento, descendía a todas las especialidades, aun a
aquellas que parecían más extrañas a sus conocimientos, siendo
ejemplo en esto sus discursos sobre minas, que fueron los últimos que
pronunció.
Iba y venía, hablaba y se agitaba, a pesar de que se sentía morir y
tenía la convicción de que le habían envenenado. Lejos de combatir la
enfermedad que se apoderaba en él con una vida higiénica, parecía tener
empeño en salir al encuentro de la muerte. El 15 de Marzo pasó la noche
entera cenando con algunas mujeres hermosas, y su estado se agravó.
Las dos pasiones pronunciadas de Mirabeau eran las mujeres y las
flores; pero hay que advertir que jamás tuvo trato con mujeres públicas:
en él el placer siempre fue unido al amor. Esteban Dumont cuenta qué
Mirabeau trabajaba siempre rodeado de flores. «Sus gustos —dice
Dumont—eran más delicados que se ha dicho. Su apetito era grande y
comía mucho, como hombre que derrochaba tanta vida, pero jamás se
le conoció ningún exceso en la bebida. Su elocuencia no era producto
del vino, como la de Fox, Pitt y otros oradores ingleses.»
El domingo 17 de Marzo se encontraba en el campo, en su casita
de Argenteuil, donde hacía mucho bien a los campesinos de los
alrededores. Siempre había sido tierno para las miserias de los hombres,
y todavía lo fue más al ver aproximase la muerte. En la soledad de la
noche Mirabeau se sintió atacado de fuertes cólicos, pero acompañados

586
de angustias insufribles y creyó morir sin médico y sin que le cuidaran.
Los socorros llegaron por fin y Mirabeau no murió.
Pareció restablecerse de aquel ataque, pero la enfermedad seguía
su curso. Solo le quedaban cinco días de vida. Al día siguiente, lunes 28,
Mirabeau, débil y con todos los signos de la muerte en el rostro, se
obstiné en ir a la Asamblea. En aquel día decidíase el asunto de las
minas, asunto muy importante para su amigo Lamark, cuya fortuna
estaba comprometida. Mirabeau habló cinco veces, y moribundo como
estaba, todavía venció. A la salida de la Asamblea comprendió que todo
había terminado. Con este último esfuerzo en pro de la amistad había
acelerado su fin.
El martes 29 se esparció la noticia de que Mirabeau estaba
enfermo. Viva impresión en todo París. Entonces supieron hasta sus
adversarios cuánto le amaban. Camilo Desmoulins, que en aquella
época le hacía una guerra ruda y sin cuartel, sintió destrozado su
corazón. Los violentos redactores de Las Revoluciones de París, que en
aquel entonces proponían la supresión de la monarquía, censuran al rey
porque no va en persona a visitar al ilustre enfermo.
El martes por la noche, la muchedumbre se agolpaba a la puerta
de Mirabeau ansiosa de noticias. El miércoles los Jacobinos le enviaron
una diputación, y a la cabeza de ella a Barnave, de cuyos labios oyó
Mirabeau con complacencia las palabras de respeto y admiración del
club. Carlos de Lameth había rehusado formar parte de la diputación.
Mirabeau, temiendo las obsesiones de los curas, había hecho decir
a todos los que se presentaran que estaba esperando a su amigo el
obispo de Autun, aquel prelado escéptico que había de ser con el tiempo
el astuto diplomático Talleyrand.
Nadie ha sido en su muerte más grande y más tierno que
Mirabeau. En sus últimos momentos fue todo entero para la amistad y
para pensar en la suerte de la Francia. Más que la muerte le inquietaba
en sus últimos momentos la actitud dudosa y amenazante de los
ingleses, que parecían preparar la guerra. «Ese Pitt—decía a su médico e
íntimo amigo Cabanis—gobierna más por lo que amenaza que por lo que
hace. De vivir yo más, algún disgusto le hubiera dado.»
Le hablaron del interés extraordinario del pueblo por adquirir
noticias de su estado, del respeto religioso de la muchedumbre, que se
aglomeraba bajo sus ventanas, sin turbar el profundo silencio. «¡Ah, el
pueblo—murmuró conmovido; —un pueblo bueno, digno de que se
desvivan por él y se hagan toda clase de esfuerzos por fundar y afirmar

587
su libertad! —Mi mayor gloria es haber vivido para él, y mi mayor
consuelo ver que muero rodeado del pueblo.»
Los futuros destinos de Francia le inspiraban sombríos
presentimientos. «Me llevo conmigo—decía—el duelo de la monarquía;
sus despojos van a ser presa de los partidos.»
Se oyó un cañonazo y Mirabeau se incorporó, gritando como si
soñara: «¿Es que son ya*"los funerales de Aquiles?»
«El 2 de Abril por la mañana—dice el médico Cabanis—Mirabeau
hizo abrir sus ventanas y me dijo con voz firme:
«—Amigo mío, yo moriré hoy. Cuando se está en este caso sólo
queda una cosa que hacer, y es perfumarse, coronarse de flores,
rodearse de música, a fin de entrar agradablemente en ese sueño del
que no se despierta nunca.» Después llamó a su ayuda de cámara: «—
Vamos, prepárate a afeitarme, a hacer mi toilette toda entera.» Hizo
llevar su cama cerca de una ventana abierta para contemplar los árboles
de su pequeño jardín, en los cuales comenzaban a brotar las primeras
hojas de la primavera. El sol brillaba y él dijo: «—-Si ese no es Dios es por
lo menos su primo hermano...» Al poco rato perdió la palabra, pero
respondía siempre con signos y sonrisas a las muestras de amistad que
le dábamos. Cuando acercábamos nuestra cara a la suya él por su parte
hacía esfuerzos para besarnos...»
Los sufrimientos eran excesivos, y como no podía hablar, escribió
esta palabra: «Dormir.» Deseaba ahorrarse la inútil lucha de la agonía y
pedía que le diesen opio. A las ocho y media murió, elevando sus ojos
al cielo. La mascarilla que sacaron de su rostro y que fijó su último gesto,
indica una dulce sonrisa, un sueño lleno de vida y de dulces visiones.
Su muerte produjo un dolor inmenso, universal. Su secretario que
le adoraba y que muchas veces había tirado de la espada por él, quiso
cortarse el cuello. Durante la enfermedad se presentó varias veces un
joven preguntando si se quería ensayar la transfusión de la sangre en el
enfermo y ofreciendo la suya para rejuvenecer y dar nueva vida a
Mirabeau. El pueblo hizo cerrar todos los espectáculos y dispersó á
silbidos y pedradas un baile aristocrático que parecía insultar el dolor
general. Mientras tanto, se verificaba la autopsia del cadáver. Habían
circulado rumores muy siniestros. Una palabra dicha a la ligera que
hubiera confirmado la idea del envenenamiento habría podido costar la
vida a cualquier persona tal vez inocente. El hijo de Mirabeau asegura
que la mayoría de los médicos que hicieron la autopsia «encontraron
rastros indudables del veneno;» pero que prudentemente se callaron.

588
El 3 de Abril el departamento de París se presentó á la Asamblea
nacional pidiendo y obteniendo que la iglesia de Santa Genoveva fuera
consagrada a la sepultura de los grandes hombres y que Mirabeau fuera
enterrado el primero. Sobre el frontón debían ser inscritas estas
palabras: «A los grandes hombres, la Patria reconocida.»
Descartes ya estaba allí: Voltaire y Rousseau no tardarían en ser
conocidos. «¡Hermoso decreto! —dijo Camilo Desmoulins en su
periódico. —Hay miles de sectas y miles de iglesias entre las naciones,
y en una misma nación lo que para unos es el santo de los santos, es la
abominación para las otras. Mas para este templo y sus reliquias, no
habrá disputas. Esta basílica reunirá a todos los hombres en el mismo
culto: la gloria de la patria.»
El 4 de Abril se verificó el entierro, el más grande, el más popular
que se ha visto en el mundo.
El pueblo solo hizo el servicio de policía y lo hizo admirablemente.
Ningún accidente ocurrió en esta muchedumbre de trescientos o
cuatrocientos mil hombres. Las calles, los boulevards, las ventanas, los
tejados, los árboles, estaban cargados de espectadores.
A la cabeza del cortejo marchaba Lafayette con su estado mayor;
después Tronchet, el presidente de la Asamblea nacional, rodeado como
un rey de doce mujeres con cadena al cuello, y a continuación la
Asamblea en masa sin distinción de partidos. El íntimo amigo de
Mirabeau, Sieyes, que detestaba a los Lameth y no les hablaba nunca,
tuvo la idea noble y delicada de tomar el brazo de Carlos Lameth,
cubriéndoles así de las injustas suposiciones que se bacía pesar sobre
ellos.
A continuación de la Asamblea nacional, como una segunda
Asamblea y procediendo todas las autoridades marchaba en columna
cerrada el Club de los Jacobinos. Se habían hecho señalar por el fausto
en su dolor, ordenando todos los Clubs de Francia un duelo de ocho días,
y de aniversario en aniversario un duelo eterno.
Este convoy inmenso, que tardó muchas horas en atravesar París,
llegó a las ocho de la noche a la iglesia de San Eustaquio. El diputado
Cerruti pronunció el elogio fúnebre. Veinte mil guardias nacionales
dispararon a un tiempo sus fusiles; todos los vidrios del barrio se
rompieron; por un momento pareció que la iglesia iba a desplomarse
sobre el féretro.
Después el entierro continuó su marcha a la luz de las antorchas.
Pompa verdaderamente fúnebre e imponente en plena noche. Por
primera vez se oyeron en París instrumentos como el trombón y el tam

589
tam. «Estas notas desgarradoras—dice un testigo presencial—parecían
arrancar las entrañas y herir el corazón.» El convoy fúnebre llegó a altas
horas de la noche a Santa Genoveva.
La impresión del día había sido generalmente de solemnidad y
calma, llena de un sentimiento de inmortalidad. Se hubiera creído que
se transportaban las cenizas de Voltaire, de un hombre muerto después
de mucho tiempo, de uno de esos hombres que no mueren jamás. Pero
a medida que el día fue desapareciendo y que se fue hundiendo el
entierro en la sombra doblemente obscura de la noche y de las calles
profundas que alumbraban las luces de las antorchas temblonas, las
imaginaciones, dominadas por presentimientos siniestros, comenzaron
a sondear el tenebroso porvenir. La muerte del único que había sido
grande establecía entre todos estos días una formidable igualdad.
La Revolución iba a rodar desde entonces por una pendiente
rápida, iba por un camino sombrío al triunfo o a la tumba. Y en este
camino le iba a faltar un hombre, su glorioso compañero de viaje,
hombre de gran corazón, ante todo, sin hiel, sin odio, magnánimo hasta
para sus más crueles enemigos. El llevaba consigo una cosa que no se
sabía entonces qué era, y que sólo se supo más tarde: el espíritu de paz
dentro de la misma guerra, la bondad, la dulzura y la humanidad dentro
de la violencia.
No dejemos dormir aún a Mirabeau en la tierra. Lo que acabamos
de ver depositar en Santa Genoveva es la menor parte de él; quedan su
alma y su memoria, que deben dar cuenta a Dios y al género humano.
Un solo hombre se negó a asistir al entierro: el honrado y austero
Pelión. Aseguraba haber leído un plan de conspiración realista escrito
por la mano de Mirabeau.
Desmoulins, el gran escritor de la época, alma tornadiza, joven y
ardiente juguete de pasión y fluctuaciones, varió en pocos días su juicio
sobre Mirabeau, acabando por formular contra él la sentencia más
terrible. Ningún espectáculo más curioso que el de este violento
nadador, batido por las olas del odio y la amistad y arrastrado al fin por
la del odio.
Cuando supo que Mirabeau estaba enfermo, se turbó, y aunque
siguió atacándole, no pudo contener los impulsos de su corazón y
recordó los servicios inmortales prestados a la libertad por el gran
orador. Al hablar de su muerte decía así:
«¡Mirabeau ha muerto; de qué inmensa presa acaba de apoderarse
la muerte! Yo siento aún en este momento el mismo choque de ideas y
de sentimientos que me hizo quedar sin movimiento y sin voz cuando

590
obtuve que levantaran el velo que cubría aquella cabeza llena de
brillantes ideas, y de la cual en vano buscaba yo el secreto. Parecía
dormir, y lo que más me impresionó en su rostro fue ver pintada la
serenidad del justo y del sabio. Jamás olvidaré esa cabeza helada y la
situación dolorosa en que me sumió su contemplación.»
Ocho días después todo ha cambiado, Desmoulins es un enemigo.
La necesidad de alejar las afrentosas suposiciones que caen sobre los
Lameth impulsa al movible escritor a una violencia terrible. ¡La amistad
le hace traicionar la amistad! ¡Niño sublime, pero sin prudencia, siempre
extremado en todos los sentidos.
«En cuanto a mí—decía ocho días después—debo declarar que
cuando fue levantado el velo mortuorio, al ver un hombre que yo había
idolatrado, no he sentido venir ni una lágrima y le he mirado con los ojos
secos, como Cicerón miraba el cuerpo de César atravesado por treinta y
tres puñaladas. Yo contemplaba aquel soberbio almacén de ideas
desamueblado por la muerte; yo sufría de no poder dar lágrimas a un
hombre que había tenido un gran talento, que había prestado ruidosos
servicios a la patria y que quería que yo fuese su amigo. Yo pensaba en
la respuesta de Mirabeau moribundo a Sócrates moribundo; en su
palabra Dormir, refutación del largo discurso de Sócrates sobre la
inmortalidad poco antes de morir. Yo contemplaba su sueño, y no
pudiendo alejar de mí la idea de sus grandes proyectos contra nuestra
libertad y fijando los ojos sobre su conducta en los dos últimos años,
sobre su pasado y su porvenir, a su última palabra, a esa profesión de
materialismo y ateísmo, yo respondía mentalmente con una sola frase:
Has muerto.»
No, Mirabeau no puede morir. Vivirá eternamente con
Desmoulins. El primer orador de la Revolución y su primer escritor
vivirán eternamente en el porvenir y nadie podrá separarlos.
Sagrado por la Revolución, identificado con ella y en consecuencia
con nosotros que somos sus hijos, no podemos degradar a Mirabeau sin
degradarnos a nosotros mismos, descoronando a la Francia.
El tiempo, que es el gran revelador de todas las cosas, no nos ha
revelado nada que motive realmente el reproche de traición lanzado
contra Mirabeau.
La falta única de Mirabeau fue incurrir en un error, en un grave y
funesto error, pero del cual participaron en más o menos grados todos
los hombres de su época.
Los hombres de todos los partidos, desde Cázales y Maury hasta
Robespierre y Marat, creyeron que la Francia era realista y todos

591
quisieron un rey. El número de los republicanos era verdaderamente
imperceptible.
Mirabeau creía que hacía falta un rey que fuese fuerte o nada de
rey.
La experiencia ha probado contra los ensayos intermediarios que
las constituciones bastardas sólo sirven para producir tiranos hipócritas.
El medio que Mirabeau proponía al rey para levantarse era más
revolucionario que la Asamblea misma.
En él no hubo traición; pero sí corrupción.
¿Qué género de corrupción? ¿la del dinero?... Es verdad que
Mirabeau recibió sumas que debían cubrir los gastos de su inmensa
correspondencia con los departamentos: una especie de ministerio que
tenía organizado en su casa.
Él decía una frase sutil, una excusa que no excusaba nada al
asegurar que nadie le había comprado; que él era pagado, no vendido.
Existe en él otra corrupción. Los que han estudiado al hombre lo
comprenden bien. La romántica visita a Saint-Cloud, en Mayo del 90,
aquella entrevista misteriosa con la reina ¿le inspiró la loca esperanza
de ser ministro del rey? No; pero indudablemente hizo surgir en él la
idea dé ser ministro universal de una reina, una especie de esposo
político como lo había sido Mazarino.
Esta locura se apoderó de su espíritu, teniendo en cuenta que esta
única y rápida aparición de la reina fue como una especie de ensueño
que no volvió a repetirse y que no pudo jamás comparar con la realidad.
El guardó la ilusión y vio en adelante a la reina no tal como era, sino
como él quería que fuese, una verdadera hija de María Teresa, violenta
pero magnánima y heroica. Este error fue hábilmente cultivado y
entretenido. La corte puso un hombre a su lado, día y noche, Mr. de
Lamarck, que amaba mucho a la reina y mucho a Mirabeau, y que en sus
conversaciones reforzaba el concepto que el gran orador se había
formado del talento de la reina, pintándosela tan bella como
desgraciada y valerosa. Una sola cosa le faltaba según Lamarck, la luz,
la experiencia, un consejero astuto y sabio, una mano varonil en que
apoyarse la fuerte mano de Mirabeau. Y así lo engañaban. Esta fue la
verdadera corrupción de Mirabeau, una culpable ilusión de su corazón
lleno de ambición y orgullo.
¿Hubo traición en Mirabeau? No.
¿Hubo corrupción? Sí.
Mirabeau fue realmente culpable.

592
Aunque resulte doloroso, hay que convenir en que fue justa la
expulsión de sus restos del Panteón.
La Asamblea tuvo razón en enterrar allí al hombre intrépido que
fue su primer órgano, la voz misma de la libertad.
La Convención tuvo razón para arrojar fuera del templo al hombre
corrompido, ambicioso y débil de corazón, que hubiera preferido a la
patria los intereses de una mujer y su propia grandeza.
Fue en un triste día de otoño, en ese trágico año de 1794, en que
la Francia había acabado por exterminarse ella misma, cuando cansada
de matar a los vivos se dedicó a matar a los muertos, y arrancó del
Panteón de los grandes hombres al más glorioso de sus hijos. Francia
mostró una alegría salvaje en este acto. El hombre de ley, encargado de
esta odiosa ceremonia, se expresa así en el expediente, informe bárbaro
que da una idea extraña de la época:
«El cortejo de la fiesta se detuvo en la plaza del Panteón, y uno de
los ciudadanos hujieres de la Convención avanzó hasta la puerta del
citado Panteón y dio lectura al decreto arrojando de allí los restos de
Honorato Riqueti Mirabeau, que inmediatamente fueron sacados en un
ataúd de madera fuera del recinto de dicho templo y conducidos al lugar
ordinario de las sepulturas...» Este lugar no era otro que Clamart, el
cementerio de los ajusticiados, en el arrabal de San Marcelo. El entierro
se verificó durante la noche sin ninguna ceremonia.
Escribo esto en 1847. Ha pasado medio siglo y Mirabeau
permanece todavía enterrado entre los ajusticiados.
Yo no creo en la legitimidad de las penas eternas. Bastantes son
para ese infeliz grande hombre cincuenta años de expiación. La Francia
(no hay que dudarlo) cuando lleguen para ella días mejores irá a buscarle
en la tierra y le volverá al sitio donde debe quedar82 en el Panteón. El
orador de la Revolución a los pies de los creadores de la Revolución,
Descartes, Rousseau y Voltaire. La expulsión fue meritoria; pero el
retorno es justo también.
¿Por qué negarle esta sepultura material cuando tiene una moral
y eterna en el recuerdo de agradecimiento que le tributa el corazón de
la Francia?

82
Francia ha sido sorda a la voz generosa de Michelet, cuya bondad le. hizo cerrar los ojos
ante los defectos de Mirabeau, viendo sólo sus cívicas virtudes. Han pasado más de cien años
y el cadáver de Mirabeau no ha vuelto al Panteón. (N. del T.)

593
CAPITULO XI
Intolerancia de los dos partidos. —Progreso de Robespierre

La Asamblea, por una proposición de Robespierre, acuerda que los


diputados no puedan ser ministros ni reelegidos. —Robespierre hereda el
crédito de los Lameth entre los Jacobinos. —Los Lameth consejeros de la
corte. —No hablan ni contra la limitación de la Guardia Nacional ni en defensa
de los clubs.—Lucha de Duport y Robespierre.—Los dos hablan contra la pena
de muerte.—La lucha religiosa estalla al aproximarse las Pascuas.—El rey hace
constar públicamente su cautividad. — Intolerancia eclesiástica, especialmente
contra los que abandonan los conventos. —Intolerancia jacobina contra el
culto de los refractarios. —Carta del Papa quemada. —La Asamblea acuerda
para los restos de Voltaire los honores del Panteón.

El 7 de Abril, cinco días después de la muerte de Mirabeau,


Robespierre propuso e hizo decretar que ningún miembro de la
Asamblea pudiera ser ministro basta cuatro años después de haber
dejado de ser diputado.
Ningún diputado importante se atrevió a combatir este proyecto.
Ninguna reclamación de los redactores ordinarios de la Constitución
(Thouret, Chapelier, etc.), ninguno de los agitadores de la izquierda
(Duport, Lameth, Barnave, etc.) Todos ellos se dejaron arrebatar, sin
decir una palabra, el fruto que podían haber recogido de la muerte de
Mirabeau. La entrada al poder, que parecía abrirse para ellos, les fue
cerrada para siempre.
Cinco semanas después, el 16 de Mayo, Robespierre propuso e
hizo decretar que los miembros de la Asamblea actual no podrían ser
reelegidos en la próxima legislatura.
Por dos veces la Asamblea Constituyente votó por aclamación
contra ella misma.
Y las dos veces por la iniciativa del diputado menos agradable de
la Asamblea, de aquel a quien había rehusado invariablemente todas las
proposiciones.
Se había verificado un gran, cambio que es preciso explicar.
Lo que ante todo llamaba la atención era el tono nuevo, audaz y
casi imperioso que tomó Robespierre al día siguiente de la muerte de
Mirabeau. El 6 de Abril reprochó violentamente al comité de
Constitución por la lentitud de sus trabajos. Habló de «la repugnancia
que le inspiraba el espíritu que presidía las deliberaciones del comité.»
594
Y terminó con esta palabra dogmática: «He aquí la instrucción esencial
que yo presento a la Asamblea.» Y la Asamblea no murmuró. Muy al
contrario, acordó que al día siguiente presentase su proyecto de ley, y
el 7 de Abril, Robespierre, apoyado en una fuerte mayoría, formuló la
proposición de que el ministerio quedase cerrado para los diputados
durante cuatro años.
Robespierre ya no era el hombre vacilante y tímido. Había tomado
autoridad al desaparecer Mirabeau. Esta autoridad se percibió el 16 de
Mayo, cuando desarrolló con una gravedad elocuente la tesis de moral
política de que el legislador debe considerar un deber confundirse
terminadas sus funciones con la masa de sus conciudadanos, evitando
hasta sus muestras de reconocimiento.
La Asamblea, fatigada de su comité de Constitución, de un
deceunvirato que pasaba su vida siempre hablando y siempre
legislando, oyó de buen grado á Robespierre exponer un pensamiento
justo y verdadero resumido en estas palabras:
«La Constitución no ha salido de la cabeza de este o aquel orador,
sino del seno de la opinión que nos ha precedido y nos ha sostenido.
Después de dos años de trabajos que parecen superiores a las fuerzas
humanas, sólo nos resta dar a nuestros sucesores un ejemplo de
indiferencia por nuestro inmenso poder y por todo otro interés que no
sea el bien público. Impidamos el ser reelegidos; que vengan aquí
elementos nuevos y vayamos a nuestras provincias a respirar el aire de
la igualdad.»
Y añadió estas frases imperiosas, impacientes: «Me parece que
por el honor de los principios que sostiene la Asamblea, esta moción
debe decretarse hoy mismo.»
Lejos de sentirse herida la Asamblea por tales palabras, aplaudió,
ordenó la impresión del discurso y quiso votar inmediatamente. En vano
Chapelier pidió la palabra. La proposición de Robespierre fue votada y
aprobada casi por unanimidad.
El panegirista habitual de Robespierre, Camilo Desmoulins, dijo
con razón que él consideraba este decreto como un golpe de maestro.
«Ha sabido aprovecharse del amor propio de la gran mayoría de la
Asamblea, que sabiendo con certeza que no sería reelegible ha
aprovechado ávidamente esta ocasión para nivelarse con los honorables
miembros que podían ser reelegidos. Vuestro hombre ha calculado muy
bien, etc.»
Lo que Robespierre había calculado bien y Desmoulins no se
atrevió a decir, es que, para los dos extremos de la Cámara, Jacobinos

595
y aristócratas, el enemigo común que había que destruir era la
Constitución y los constitucionales, padres y defensores de este Hijo
falto de vida.
Pero Robespierre era un hombre demasiado político para creer
que se lanzara a formular su proposición sin otra base que el
conocimiento de la debilidad humana. Cuando se le ve hablar con tanta
fuerza, con tanta autoridad y certeza, no se puede dudar de que él
estaba previamente instruido del apoyo que su proposición encontraría
en el lado derecho de la Cámara. Los curas, por los cuales había
avanzado mucho y hasta se había comprometido en su defensa el 12 de
Marzo, le informaron indudablemente sobre el pensamiento de su
partido.
Por otra parte, si la voz de Robespierre parece agrandarse por
momentos, es porque ya no resulta la voz de un hombre; un gran pueblo
habla por su boca; el pueblo que forma en todas las sociedades
jacobinas.
Hemos visto el club de los Jacobinos de París fundado por los
diputados: en Octubre del 89 eran cuatrocientos; en 28 de Febrero del
91, el día en que Mirabeau fue derribado por los Lameth, ya no eran más
que 150. ¿Quién domina ahora en los Jacobinos? Los que no han sido
todavía diputados y quieren serlo; los que desean que la Asamblea
Constituyente no pueda ser reelegida.
Este es el pensamiento de los Jacobinos y Robespierre quien
manifiesta sus deseos y defiende sus intereses: él es el órgano de la
sociedad. Habla para los Jacobinos y ellos le sostienen, ellos llenan las
tribunas de la Asamblea para aplaudirle. Esta asamblea superior, como
ya la apellidé antes, comienza a pesar desde arriba de las tribunas sobre
le Asamblea Constituyente, asfixiándola. No en vano la Asamblea aspire
al reposo: sus razones tienen para ello. Con mucha frecuencia las
tribunas intervienen en los debates, mezclan sus palabras en los
discursos de los oradores, los corean con aplausos y silbidos. En la
cuestión de las colonias, por ejemplo, un defensor de los colonos fue
silbado y llenado de ultrajes.
La historia interior de la sociedad jacobina es infinitamente difícil
de penetrar.
Su pretendido periódico, dirigido por Lacios, lejos de hacer la luz,
obscurece los actos de la sociedad. Lo único que es visible es que, de las
dos fracciones primitivas de la sociedad, la fracción orleanista estaba
cada vez más en baja, desacreditada por la avidez de su jefe en el asunto
de los cuatro millones y por la polémica republicana que Brissot y otros

596
dirigían contra él. La otra fracción, dirigida por Duport, Barnave y
Lameth, parece igualmente cansada y enervada: al herir de muerte a
Mirabeau en la noche del 28 de Febrero esta fracción parece haber caído
extenuada. En Marzo aún se agita en el violento motín con que los
Jacobinos mataron el Club de los monárquicos a pedradas y bastonazos.
Lo que en general puede decirse de estos triunviros es que su triste
renombre de intrigas y violencias y los rumores siniestros, aunque
injustos que corrían sobre ellos con ocasión de la muerte de Mirabeau,
condujeron a los Jacobinos a seguir con preferencia a un hombre de
conciencia limpia como Robespierre, pobre, austero y de antecedentes
intachables.
La escena ocurrida en el entierro de Mirabeau y observada por
todos, Lameth del brazo de Sieyes, cubierto por él de las suposiciones
públicas, un jacobino protegido delante del pueblo por el impopular
abate era suficiente para hacer reflexionar a la sociedad jacobina. Ella
abandonó a los Lameth, entregándose en cuerpo y alma a Robespierre.
Nada contribuyó a acelerar la ruina de tales hombres como su
opinión antiliberal sobre los derechos de los negros. Los Lameths tenían
plantaciones en las colonias y muchos esclavos. Barnave habló con
mucho entusiasmo en favor de los plantadores y en contra de los
hombres de color.
La Asamblea, indecisa entre el derecho que indudablemente
tenían los esclavos para ser libres y el miedo a excitar una revolución en
las colonias, declaró en un extraño decreto: «Que ella no deliberaría
jamás sobre el estado de las personas nacidas de padres y madres que
no fuesen libres mientras no lo pidiesen las colonias.» Como esta
petición no se formularía Jamás por parte de los dueños de esclavos,
equivalía a declarar que jamás deliberaría sobre la esclavitud de los
negros. Los propietarios de las colonias, agradecidas a Barnave por su
defensa, quisieron elevarle una estatua, si ya hubiera muerto: tal vez no
se equivocaban en esto.
Aparte de estos asuntos, una influencia oculta contribuía a
neutralizar a los Lameth.
Poco después de haber muerto Mirabeau, cuando muchas gentes
les acusaban de haberle envenenado, una mañana a primera hora
anunciaron a Alejandro de Lameth, que estaba todavía en la cama, la
visita de un hombrecillo de humilde aspecto que quería hablarle. Lameth
le hizo entrar en su dormitorio. Era Mr. de Montmorin, ministro de
Negocios extranjeros. El ministro se sentó junto a su cama y le hizo su
confesión. Comenzó hablando mal de Mirabeau, único medio de

597
complacer a Lameth; reprochó a éste la mala vida que llevaba y habló
de las grandes sumas que gastaba la corte para penetrar los secretos de
los Jacobinos. «Todas las noches—dijo el ministro—tengo copia de las
cartas que el club recibe de provincias y se las leo al rey, el cual admira
mucho la sabiduría de vuestras respuestas.» No se necesitaba más para
halagar la vanidad de aquel hombre. La conclusión de la entrevista fue
que Lameth sucedió a Mirabeau como uno de los consejeros secretos de
la corte: Barnave lo fue también desde el mes de Diciembre.
La Asamblea el 28 de Abril dio un paso comprometedor al decidir
que sólo los ciudadanos activos pudieran ser guardias nacionales.
Robespierre reclamó contra esta decisión. Duport y Barnave guardaron
silencio; Carlos de Lameth sólo habló por un incidente.
La verdadera piedra de toque, la prueba mortal, fue la defensa de
los clubs, atacados solemnemente ante la Asamblea por el
departamento de París; la defensa del derecho que tenían las asambleas
populares en general, las secciones y libres asociaciones para hacer
peticiones colectivas y anunciar sus acuerdos. Chapelior propuso una
ley que les quitaba este derecho, declarando que si no se aprobaba esta
ley los clubs serían corporaciones en extremo formidables.
Robespierre y Petion defendieron a los clubs con gran energía.
Duport, Barnave y Lameth, los fundadores de los Jacobinos y sus
directores por tanto tiempo, ¿no hablarían igualmente? Todo el mundo
esperaba... Pero no; profundo silencio. Visiblemente ellos abdicaban de
su pasado.
Robespierre les había lanzado una frase que sin duda contribuyó a
quitarles toda tentación de tomar la palabra. «Yo no excito nunca a la
revuelta—dijo. —Si alguno desea acusarme yo quisiera que antes pusiera
todas sus acciones en paralelo con las mías.» Esto equivalía a desafiar a
los antiguos perturbadores, impidiéndoles que hablasen de paz.
En la cuestión de que los diputados no fuesen reelegibles, Duport
dejó a la Asamblea votar contra ella misma; pero al día siguiente,
cuando no se podía ya ocupar más que sobre si en las legislaturas
siguientes los diputados podrían ser reelegidos, salió de su silencio.
Parecía que deseaba de una vez soltar todo lo que había en él de
amarguras y dudas sobre el porvenir. Este discurso, lleno de ideas
elevadas, fuertes y proféticas, tuvo el defecto más grave que puede
tener un discurso político: reveló tristeza y desaliento. Duport declaró
qué si se daba un paso más el gobierno no existiría ya, y caso de renacer,
sería para concentrarse en el poder ejecutivo. «Los hombres—dijo—no
quieren obedecer a los antiguos déspotas; pero quieren crearlos nuevos,
598
en los cuales el poder, por ser popular, resultará mil veces más
peligroso. La libertad será entendida como un individualismo egoísta, y
la igualdad por medio de una nivelación progresiva llegará hasta el
reparto de las tierras. Se tiende visiblemente a cambiar la forma de
gobierno, sin prever que para ello habrá que anegar antes en su sangre
a los últimos partidarios del trono.» Para designar especialmente a
Robespierre acusó el sistema de ciertos hombres que se contentan
siempre con hablar de principios y altas generalidades sin descender a
los medios prácticos, con lo cual se libran de toda responsabilidad.
Hombres que ejercen a todas horas de profesores de derecho natural.
Duport en su larga peroración partió de una idea inexacta que
repitió por dos veces. «La Revolución está hecha.» Esta frase destruía
todo su discurso. La inquietud universal, la convicción de que aún
quedaban obstáculos infinitos que vencer, la insuficiencia de las
reformas, todo esto hacía nacer en los espíritus una refutación muda
pero enérgica de tal aserción.
Robespierre podía haberse aprovechado de esta afirmación
peligrosa de su adversario, pero no quiso y se abstuvo de decir que era
preciso continuar la Revolución. Limitose a tratar el asunto planteado
por su adversario, y como si quisiera cambiar un idilio por una elegía,
volvió a su primer discurso, a las dulces ideas morales «de un reposo
recomendado por la razón y por la naturaleza, de un retiro necesario
para meditar sobre los principios.»
Robespierre garantizó «que existían en todos los departamentos
padres de familia que se prestarían voluntariamente a desempeñar el
oficio de legisladores para asegurar a sus hijos una patria y sanas
costumbres. ¿Que los intrigantes se alejarían? Tanto mejor: la virtud
modesta recibiría entonces el premio que hubiera merecido.»
Este sentimentalismo, traducido en lengua política, significaba
que Robespierre, habiendo cogido la dirección de los Jacobinos,
escapada de las manos de Duport, quería cuanto antes cerrar la
Asamblea oficial en nombre de los principios, para que mientras tanto
funcionase la sola Asamblea activa y eficaz; el gran club director del
Jacobinismo. Veía claramente que, en la próxima legislatura, no
habiendo hombres como Mirabeau, Duport y Cázales, la vida y la fuerza
sería toda con los Jacobinos. El dulce retiro filosófico que aconsejaba a
sus adversarios ya sabía él donde encontrarlo: en el verdadero centro de
este movimiento.
Duport honró su caída pronunciando un discurso admirable contra
la pena de muerte. Este hombre eminente, cuyo nombre ha quedado

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unido al establecimiento del Jurado en Francia y a todas las más
importantes instituciones judiciales, tuvo como Mirabeau la gloriosa
suerte de acabar aplastado por una cuestión de humanidad.
Su discurso, superior en todos sentidos al pequeño discurso
académico que Robespierre pronunció también contra la pena de
muerte, no obtuvo sin embargo gran éxito. Nadie se fijó en estas
palabras, donde se entrevé un sombrío presentimiento: «Después que
un cambio continuo en los hombres ha hecho casi necesario un cambio
en las cosas, hagamos al menos que las escenas revolucionarias
resulten menos trágicas. ¡Que el hombre sea respetado por el hombre!»
Graves palabras, pero que desgraciadamente carecían de
oportunidad. La vida del hombre no era respetada. La sangre corría. La
guerra religiosa comenzaba a estallar.
Desde el fin del 90 la resistencia obstinada del clero a la venta de
bienes eclesiásticos había puesto a las municipalidades en el embarazo
más cruel. Estas repugnaban el proceder contra las personas y se
detenían ante la fuerza de inercia que les oponía el clero. Esta inercia era
puramente aparente, pues el clero agitaba la masa de los campos muy
activamente por medio del confesonario y por la difusión de los libelos
publicados contra la Revolución. En Bretaña especialmente
repartiéronse miles de ejemplares del atroz libro escrito por Burke
contra la Revolución.
Entre las municipalidades tímidas e inactivas y el clero
insolentemente rebelado, la nueva religión perecía vencida. Por esto en
todas partes los clubs protestaron de las municipalidades, las acusaron
por su inacción y casi ocuparon su puesto. La Revolución tomó así su
terrible carácter: cayó toda entera entre las manos patrióticas, pero
intolerantes y violentas de las sociedades jacobinas.
Los curas ocasionaron todo esto, buscándose ellos mismos la
persecución para declarar la guerra civil.
El fatal decreto del juramento inmediato que daba al clero rebelde
la gloria del martirio produjo en los curas una alegría y una audacia
inmensa.
Marcharon desde entonces erguidos y con el rostro fiero: la
Revolución con la cabeza baja.
Uno de los primeros actos de hostilidad fue hecho, como era de
esperar, por uno de los prelados de vida más escandalosa: el cardenal
de Rohan, el héroe del ruidoso negocio del collar de la reina. Retirado
desde aquel escandaloso asunto al otro lado del Rhin en el obispado de

600
Strasburgo, anatematizó a su sucesor, elegido por el pueblo, y comenzó
la guerra religiosa en esta ciudad inflamable.
Una carta del obispo de Uzes, que se vanagloriaba como de un
gran triunfo de haber negado su juramento, cayó sobre la ciudad como
una centella y encendió las pasiones. Sonó el tambor y reaccionarios y
revolucionarios se batieron en las calles.
En Bretaña el clero removió sin pena la sombría imaginación de
los labriegos. En un pueblo, un cura dice la misa a las tres y anuncia a
los fieles que ya no se celebrarán más vísperas, pues ellas serán
abolidas. Otro dijo la misa mayor poco antes de amanecer, aun en plena
noche, y tomando el crucifijo de encima del altar, lo hizo besar a todos
los labriegos. «Marchad—les decía; —vengad a Dios; id a matar a los
impíos.»
Estas pobres gentes, creyéndose capaces de todo, marcharon en
armas contra Vannes y fue necesario que la tropa y la Guardia nacional
les impidieran la entrada en la villa. Para dispersar a aquellos fanáticos
fue preciso tirar contra ellos, y una docena quedaron tendidos en el
campo.
Con todo esto van aproximándose las Pascuas. Se aguardaba
curiosamente si el rey comulgaría con los curas amigos o enemigos de
la Revolución. Fácil era preverlo: había alejado al cura de la parroquia,
que era de los que prestaron juramento a la Constitución. En cambio, las
Tullerías estaban llenas de curas rebeldes. En manos de estos comulgó
el rey el domingo 17 de Abril en presencia de Lafayette, el cual por su
parte daba también el mismo ejemplo, teniendo en su casa un sacerdote
refractario para decir la misa a madama de Lafayette.
La Comunión del rey habíase procurado celebrarla con gran
pompa, obligándose a la Guardia nacional a asistir y presentar sus
armas.
Un granadero se negó rotundamente a prestar este homenaje a la
contrarrevolución. El club de los Cordeleros le dio las gracias por la
noche y fijó un anuncio en las esquinas «denunciando al pueblo francés
el primer funcionario público como rebelde a las leyes que había jurado
y autorizador de la revuelta.»
Esto era exacto. La corte tenía necesidad de un gran escándalo,
deseaba una revuelta para hacer constar ante la Europa la falta de
libertad del rey. Esta revuelta, que según Lafayette estaba preparada
hacía mucho tiempo y que se retardó por la muerte de Mirabeau, a quien
querían dar un papel en esta comedia, se verificó por fin en los días

601
solemnes, en los días de mayor emoción para los corazones religiosos;
en la segunda fiesta de Pascuas, lunes 18 de Abril de 1791.
Desde la víspera, que todo el mundo estaba advertido de que el
rey iba a salir de París; todos los diarios habían hablado de esto, la
muchedumbre obstruyó todos los alrededores de Palacio, y a las once
el rey, la reina, la familia, los obispos y los servidores, ocupando un
sinnúmero de carruajes, se preparan a partir. Se dice que no van más
que a Saint Cloud a pasar el día; pero la muchedumbre cierra el paso a
los carruajes. Suena la campana de San Roque. La Guardia nacional
rivaliza con el pueblo para impedir el paso. La animosidad era grande
contra la reina y contra los obispos. —«Señora—dice un granadero al rey;
—nosotros os amamos; pero a vos solo.» La reina oyó aún palabras más
duras y crueles: oculta en el fondo del coche, no cesaba de llorar.
Lafayette quiere abrir paso en la muchedumbre, pero nadie le
obedece. Corre al Hotel de Ville para pedir la bandera roja y proclamar
el estado de guerra. Danton, que estaba allí felizmente, se opuso con
toda energía a que le diesen la bandera y evitó tal vez una matanza.
Lafayette ignoraba todavía que aquel intento de viaje era simulado, que
la corte sólo buscaba hacer constar la cautividad del rey y se agitaba
furioso, queriendo cumplir la ley con todo su rigor. Había dejado a
Danton en el Hotel de Ville y se lo encontró en las Tullerías, a la cabeza
del batallón de los Cordeleros, que llegó sin ser llamado.
Lafayette, pasándose de listo, pretendió que Danton se agitaba
pagado por la corte. «Acababa—dice—de cobrar cien mil francos como
indemnización de un cargo que no valía diez mil.» Lo más seguro es que
Danton, rehusando entregar la bandera roja al general, evitó una
matanza y le hizo sufrir una mortificación que impulsó a Lafayette a ser
injusto en sus comentarios.
Lafayette, indignado de haber sido desobedecido, presentó su
dimisión. La inmensa mayoría de la Guardia nacional le suplicó en todos
los tonos que la retirase: la burguesía solo se fiaba de él para el
mantenimiento de la paz pública.
El martes 19 el rey tomó una resolución extraña que llevó al colmo
la general sospecha que pensaba huir de Francia. De improviso se
presentó en la Asamblea declarando que persistía en su intención de ir
a Saint Cloud para probar que estaba bien, añadiendo que «quería
mantener la Constitución, «de la que formaba parte la constitución del
clero.» ¡Extraña contradicción con su Comunión del domingo anterior y
con el apoyo que daba a los sacerdotes rebeldes!

602
No hay que creer que estos sacerdotes eran víctimas resignadas y
pacientes que se consideraban felices viviendo ignorados. Se agitaban
de la manera más provocativa, se mostraban en todas partes perorando,
amenazando, impidiendo los matrimonios, turbando la cabeza de las
jóvenes, haciéndolas creer que si eran casadas por sacerdotes que
hubieran prestado su juramento a la Constitución, no serían más que
concubinas y sus hijos bastardos.
Las mujeres eran a la par las víctimas y los instrumentos de esta
especie de terror que ejercían los curas rebeldes. Las mujeres son
siempre más bravas que los hombres: acostumbradas a que las respeten
por la debilidad de su sexo, creen que en el fondo no se exponen gran
cosa mezclándose en los asuntos públicos. Por esto audazmente hacían
lo que no osaban a hacer sus consejeros los curas. Iban y venían,
llevaban noticias, hablaban alto y fuerte. Sin mencionar las víctimas
obligadas de su irritación (hablo de los maridos, perseguidos en el
interior de su hogar, dominados a fuerza de agrias negativas y crueles
reproches), ellas extendían sus rigores a muchas gentes humildes de su
clientela o de su casa. ¡Desgraciados los comerciantes filósofos, los
tenderos significados como patriotas! Todas las mujeres huían de sus
tiendas, todas iban a comprar a los establecimientos de los que se
significaban por su afecto al pasado.
Las iglesias estaban desiertas. En cambio, los conventos abrían
sus capillas a la muchedumbre de contrarrevolucionarios, ateos ayer y
devotos hoy. Cosa más grave: estos conventos mantenían audazmente
su clausura, se burlaban de la ley y tenían cerradas sus puertas para los
reclusos o reclusas que querían salir en virtud de los decretos de la
Asamblea.
Una monja de San Benito, habiendo insistido por volver al seno de
su familia, fue objeto de mil ultrajes. La comunidad impidió que se
llevara consigo los pequeños objetos sin valor que eran de su propiedad
y por los cuales sentía cierto afecto. Casi desnuda, fué puesta en la
puerta del convento. Sus parientes que se presentaron para reclamar
encontraron la puerta cerrada: por una ventana les arrojaron algunas
prendas de la religiosa, como si fueran de una apestada y se les llenó de
injurias.
La Asamblea nacional recibió la petición de otra religiosa que era
retenida en su convento á viva fuerza.
En las monjas de San Antonio una joven novicia, habiendo
manifestado francamente su alegría por los decretos de la Asamblea
sobre la libertad de las religiosas fue objeto de toda clase de ultrajes por

603
parte de la abadesa, dama aristocrática y fanática y de otras monjas que
formaban su corte. La novicia, habiendo encontrado medio de advertir
a los de fuera sus sufrimientos y su peligro, salió del convento de una
manera extraña. Pasó la cabeza por el torno y un hombre caritativo,
tirando de ella con gran esfuerzo, pudo hacer pasar el resto del cuerpo.
Una familia pobre la recibió en su casa del arrabal de San Antonio y los
periódicos abrieron una suscripción para la pobre fugitiva.
Fácil es comprender que estas historias no eran las más propicias
para calmar al pueblo, cruelmente irritado por sus miserias. Sufría
infinitamente no sabiendo qué hacer. Todo lo que veía era que la
Revolución no podía avanzar ni retroceder. A cada paso encontraba
delante una fuerza inmóvil, la monarquía, y detrás una fuerza activa, la
intriga eclesiástica.
No hay que asombrarse, pues, si echó abajo estos obstáculos. Los
Jacobinos no podían prestarle auxilio. De las tres fracciones, las dos de
Lameth y Orleans carecían de influencia. En cuanto a la de Robespierre,
cierto que era violenta y fanática, pero su jefe personalmente no era
capaz de organizar una revuelta y menos aún contra los sacerdotes que
contra otros enemigos.
El movimiento fue espontáneo: surgió naturalmente de la
irritación y de la miseria. Las mujeres de los barrios populares fueron a
los conventos y azotaron a las religiosas.
Pero la corte fue la que dio a este movimiento una gran escena,
una ocasión solemne. Su plan era comprometer cuanto le fuera posible
a la Revolución ante los católicos de Francia y de Europa entera.
Los sacerdotes refractarios y enemigos de la Constitución
alquilaron a la municipalidad una iglesia en el lugar de más tránsito de
París: el muelle de los Teatinos. Allí debían celebrar sus Pascuas.
Tal como era de esperar, la muchedumbre, excitada por este reto
de sus enemigos, acudió a la puerta de la iglesia, amenazando a los que
quisieran entrar. Dos mujeres lo intentaron y fueron azotadas. La
autoridad las salvó, pero no pudo dispersar a la muchedumbre.
Sieyes reclamó en vano en la Asamblea los derechos de la libertad
religiosa. El pueblo entero, con el sentimiento de sus miserias, se
obstinaba en no ver en todo aquello más que una cuestión política. El
cura rebelde y sus partidarios aparecían para él, no sin motivo,
fabricando desde París el rayo de la guerra civil, que había de alumbrar
el Oeste, el Mediodía y tal vez el mundo.
Avignon y el Condado ofrecían hacía tiempo una atroz miniatura
de las futuras guerras civiles. Avignon, ayudada por los ardientes

604
revolucionarios de Nimes, Arlés y Orange, guerreaba contra Carpentrás,
el lugar de la aristocracia.
Guerra bárbara en los dos lados, envenenada por viejos rencores
y furores nuevos. Más que una guerra, era una escena horriblemente
variada de saqueos y asesinatos.
La Asamblea nacional tomó este asunto con mucha lentitud y por
fin acabó declarando que Avignon no formaba parte integrante de la
Francia, sin que por esto Francia renunciase a sus derechos sobre ella.
Lo que equivalía a decir: «La Asamblea juzga que Avignon no la
pertenece, sin negar por esto que la pertenezca.»
El mismo día 4 de Majo se repartió por París un Breve del Papa,
una especie de declaración de guerra contra la Revolución. En él se
desataba en injurias contra la Constitución francesa, declaraba nulas las
elecciones de curas y obispos hechas por la Revolución y les prohibía
administrar los sacramentos.
Al día siguiente una sociedad patriótica, para devolver insulto por
insulto, presentó en el jardín de Palais Royal un maniquí con la cara y
las vestiduras del Papa, lo juzgó ante el público y acabó arrojándolo en
una hoguera, en medio de los generales aplausos. El periódico favorito
de los curas, que dirigía el abate Royou, fue quemado también, por ser
indudablemente quien había influido en el ¿Papa para que diese el
Breve?
Hay que reconocer que el Papado ha hecho camino desde el siglo
XIV. Ante el bofetón recibido por Bonifacio VIII, el mundo se estremeció
de horror. La Bula quemada por Lutero aún indignó a una parte de
Europa.
Pero ahora el Papa y el papel de Royou son ejecutados y quemados
en plena calle de Saint Honoré, sin que nadie se indigne ni proteste,
resultando el acto una fiesta regocijada.
Tanto como el Papa retrocede, tanto avanza su adversario. Y este
adversario inmortal que no es otro que la Razón, cualquiera que sea el
hábito que tome, jurisconsulto en 1300, teólogo en 1500, filósofo en el
último siglo, triunfa en el año 91.
La Francia, desde que ella puede hablar con libertad, rinde
homenaje a Voltaire. La Asamblea nacional decreta al glorioso
libertador del pensamiento religioso los honores de la victoria. Ya que
ha triunfado, que vuelva a su París, a su capital este rey de la
inteligencia. El desterrado, el fugitivo que apenas si gozó de calma aquí
abajo, que vivió entre tres reinos osando apenas mover las alas como el

605
pájaro que carece de nido, que vuelva a dormir en paz bajo el
interminable beso de la Francia.
¡Muerte cruel! Voltaire no había visto en sus últimos años París:
esta muchedumbre idólatra, este pueblo que le había comprendido y le
adoraba con delirio. Perseguido en su lecho de muerte y hasta después
de la muerte; escarnecido por el fanatismo, arrebatado de noche por los
suyos para ser ocultado en una tumba obscura el 30 de Mayo del 78, su
regreso es decretado el 30 de Mayo del 91. Vuelve a su casa, pero de día,
a la luz del gran sol de la justicia, llevado triunfalmente sobre las
espaldas del pueblo al templo del Panteón.
Para colmo de su victoria él verá la caída de los que le
proscribieron. Voltaire viene y curas y reyes se van. Su retorno no puede
ser más oportuno: vuelve cuando los sacerdotes, venciendo las
indecisiones y escrúpulos de Luis XVI, le impulsan a huir, le envían a
Varennes, o lo que es lo mismo, a la traición y la deshonra. ¿Cómo para
este grande espectáculo podríamos pasarnos sin Voltaire? Es preciso
que venga a París para presenciar la derrota de Tartufo. Él es el héroe de
la fiesta. En el momento en que el cura deja su trama tenebrosa estallar
en pleno día, Voltaire no puede dejar de levantarse de su sepulcro.
Advertido por la audaz revelación de Tartufo, saca la cabeza fuera de su
féretro y dice al otro con la risa formidable que hizo temblar los templos
y los tronos: «Somos inseparables; tú te quedas aquí, pero yo también
me quedo.»

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CAPITULO XII
Precedentes de la huida del rey

Luis XV preocupado del retrato de Carlos I, Luis XVI de la historia de Carlos I y de


Jacobo II.— Luis XVI no quiere abandonar su reino.—La Europa se muestra contenta de ver
dividida la Francia.—Rusia y Suecia recomiendan la evasión.—Austria da el plan (Octubre del
90).—El proyecto es en apariencia francés, pero en realidad obra del extranjero —El rey
extranjero por su madre, e indiferente como cristiano a la nacionalidad —El rey herido en sus
nobles y en sus sacerdotes.—Doblez del rey y de la reina: engañan a todo el mundo.—Toda la
familia real, especialmente la reina, contribuye a la pérdida del rey.—Preparativos imprudentes
de la huida del rey (Marzo y Mayo del 91).

No puedo visitar el Museo del Louvre sin detenerme y soñar por


mucho tiempo, aunque no quiera, ante el Carlos I pintado por Van-Dick.
Este cuadro contiene a la vez la historia de Inglaterra y la de Francia.
Sobre nuestros asuntos ha tenido una influencia directa que rara vez
alcanzan las obras de arte. El pintor, sin darse cuenta de ello, puso sobre
el lienzo el destino de dos monarquías.
Hasta la historia del cuadro es muy curiosa. Es preciso tomarla de
muy lejos para explicar cómo fue traído a Francia.
Cuando el ministerio Aiguillon-Maupeou quiso decidir a Luis XV a
derribar el Parlamento, tuvo ante todo que realizar una operación difícil:
devolver al viejo rey la voluntad; rehacer de él al hombre. Para esto había
que cerrar su serrallo donde se extenuaba y hacerle aceptar una querida
única, reducirlo a una sola mujer. Nada tan difícil. Era preciso que esta
querida fuese una mujer loca y alegre, que supiera poner a las otras en
la puerta y al mismo tiempo que no tuviera mucho talento, pero que
tuviera el bastante para repetir siempre la misma lección.
Madama Du Barry fue esta mujer y desempeñó su papel
maravillosamente. Esta singular Egeria le inspiraba, el orgullo real a
todas horas; pero nada hubiera conseguido de un hombre tan blando si
como apoyo de sus palabras no hubiera apelado al socorro de los ojos,
haciendo sensible y visible la lección que repetía.
Sus amigos y protectores compraron para ella en Inglaterra el
cuadro de Van-Dyck, con el extraño pretexto de que el paje que aparece
tras Carlos I se llamaba Barry. Era, por tanto, un cuadro de familia.
Esta gran tela, digna de respeto como obra del genio y como
monumento de las tragedias del destino, fue colgada (¡cosa indigna!) en
la alcoba de aquella cortesana, donde tenía que oír sus risas y presenciar
sus viciosos placeres.
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La Du Barry cogía al rey por el cuello, y enseñándole a Carlos I, le
decía así:
—¿Ves tú La Francia? —ella apodaba así a Luis XV. —Ahí tienes a
un rey que le cortaron el cuello por ser débil con su Parlamento. Aprende
a domar el tuyo.
En aquel pequeño gabinete, de techo bajo, el gran cuadro visto de
cerca y ocupando la pared del techo al suelo, hubiera causado un efecto
penoso a un hombre de más corazón y de sentimientos menos
amortiguados. Ninguno que no fuese el embrutecido Luis XV hubiera
podido soportar sin sufrimiento esa triste y noble mirada del Carlos I de
Van-Dyk, donde se lee toda una revolución, esos ojos llenos de fatalidad
que penetran por los ojos del observador.
Hay que recordar que el gran maestro, por esa suerte de
adivinación propia del genio, pintó a Carlos I como en los últimos días
de su fuga; vestido de simple caballero, en campaña contra los, cabezas
redondas, enemigos de su corona. En el fondo se ve la mar solitaria,
inhospitalaria. Este rey del mar, este lord de las islas tiene a la mar por
enemiga. Ante él, el Océano salvaje: detrás, el cadalso que le espera.
Este cuadro melancólico fue colocado, en el reinado de Luis XVI,
en sus departamentos de Versalles, y siguió al rey entre los muebles que
se llevó a París. Ningún otro cuadro podía causar tan fuerte impresión
sobre él. Luis XVI se preocupaba mucho de la historia de Inglaterra y
especialmente de Carlos I. Leía asiduamente a Hume y otros
historiadores ingleses en su propia lengua. En ellos había aprendido que
Carlos I fue decapitado por haber hecho la guerra a su pueblo y Jacobo
II destronado por haber abandonado su pueblo. Su idea fija era no seguir
la muerte del uno ni del otro, de no tirar de la espada contra su pueblo
ni abandonar el suelo de Francia.
Indeciso en sus palabras, lento en sus resoluciones, era sin
embargo obstinado en aquellas ideas que había aceptado una vez.
Ninguna influencia, ni aún la de la misma reina, podía hacerle variar.
Esta resolución firme de no iniciar nada, de no comprometerse, estaba
de perfecto acuerdo con la natural inercia de su carácter. Mostrábase
enfadado con los emigrados que se agitaban en la frontera gritando,
amenazando, blandiendo sus espadas sin inquietarse de si con ello
agravaban la situación del rey, del que se llamaban amigos.
Luis XVI sentía además otro escrúpulo para hacer la guerra. Era
éste, la necesidad de apoyarse en el extranjero. Conocía muy bien el
estado de Europa; las miras interesadas de las potencias. Veía el espíritu
intrigante y ambicioso de la Prusia que se creía joven, fuerte y muy

608
militar, llevando a todas partes la perturbación para en el desorden
apoderarse de algo.
Desde 1789 la Prusia se ofrecía a Luis XVI para entrar en Francia
con cien mil hombres. Por otra parte, el maquiavelismo de Austria no le
era menos sospechoso. Él no amaba a los Janos de dos caras y le era
poco simpático el emperador austriaco, devoto y filósofo a un tiempo.
Era para él una tradición paternal y maternal la desconfianza al
austriaco. Su madre era de la casa de Sajonia: su padre, el Delfín, creyó
morir envenenado por Choiseul, hechura de la emperatriz María Teresa
y que fue quien casó a Luis XVI con una austriaca. Por esto, aunque
unido a María Antonieta por lazos de tierno cariño, se mostraba huraño
y desconfiado cuando ésta le hablaba de recurrir a la protección de su
hermano Leopoldo.
La reina no tenía otro medio. Ella desconfiaba mucho de los
emigrados. No ignoraba que entre ellos se trataba de destronar a Luis
XVI y nombrar un regente. Veía al lado de su cuñado, el conde de Artois,
su más terrible enemigo, á Mr. de Calonne, que de mano propia había
anotado y corregido el folleto de madama de Lamothe, publicado contra
ella a raíz del afrentoso asunto del collar. De este lado tenía ella más que
temer que del lado de la Revolución.
La Revolución, no fijándose más que en la reina, sólo pedía su
cabeza: Calonne se fijaba en la mujer, hacía su proceso, deshonraba a la
esposa y la cubría de oprobio.
Era partidaria sin vacilación de los planes de Austria y de sus
representantes Mercy y Breteuil. Si entretuvo á Mirabeau y después á
Lameth y Barnave, fue para ganar tiempo. Este tiempo lo necesitaba
Austria para salir de su situación embarazosa con las cuestiones de
Brabante, Hungría y Turquía. Hacía falta este tiempo también para que
Luis XVI, hábilmente trabajado por el clero, perdiera sus
escrúpulos de rey, conservando únicamente los de cristiano y devoto.
La idea de un deber superior era lo único que le podía hacer faltar a lo
que él creía su deber.
El rey, si hubiera querido, habría podido con facilidad partir solo a
caballo y sin escolta. Este era el plan de Clermont-Tonnerre. Pero el plan
no gustaba a la reina. Por nada del mundo consentía ella en separarse
del rey. Temía que éste al alejarse cediera a las insinuaciones de sus
hermanos contra ella.
María Antonieta se aprovechó de la emoción sufrida por su marido
el 6 de Octubre, cuando se creyó próximo a perecer. Llorando le hizo
jurar que jamás se separaría de ella, que caso de partir, partirían juntos

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y que juntos se salvarían o perecerían. Hasta le exigió que al escapar no
se aceptara el plan de salir cada uno por camino diferente.
Luis XVI rehusó en la primavera del 90 los ofrecimientos que se le
hicieron para su fuga. No quiso aprovechar la temporada que en el
mismo año pasó en Saint-Cloud, de donde podía haber huido con
facilidad, pues todos los días salía a caballo o en coche, corriendo
muchas leguas. El rey no quería dejar abandonada tras su fuga a
ninguna persona de su familia, ni la reina, ni el delfín, ni madama Isabel,
ni Mesdames sus tías. La reina, por su parte, no podía decidirse a
abandonar a tal dama que era su confidente, o a tal otra depositaría de
sus secretos. Sólo querían partir en masa, en falange, formando como
un cuerpo de ejército.
En el verano del 90 el asunto del juramento de los sacerdotes turbó
profundamente la conciencia del rey y le impulsó a escribir a las
potencias y protestar. El 6 de Octubre del 90 envió su primera protesta
a una corte unida por el parentesco, a su de primo el rey de España, que
era todos los soberanos el que le inspiraba menos desconfianza.
Después escribió al emperador de Austria, a Rusia y a Suecia. y en
último lugar el 3 de Diciembre se dirigió a la potencia que le era más
sospechosa por el interés que tenía en mezclarse en los asuntos de
Francia: me refiero a Prusia.
Lo que pedía a todos era «un congreso europeo apoyado por la
fuerza armada», sin explicar si su deseo era que esta fuerza marchase
contra la Revolución.
Los reyes no se mostraban faltos de apetito. El Norte bostezaba
La Revolución de Polonia era inminente: estalló por fin en la primavera
(3 de Mayo) y preparó un nuevo desmembramiento. Los otros estados
que habían de ser devorados más pronto o más tarde, Turquía y Suecia,
parecían tener contados sus días. Lieja y Brabante acababan de ser
tragados. El turno le llegaría a Francia cuando estuviese madura.
«Los reyes—decía Camilo Desmoulins—han gustado ya la sangre de
los pueblos y no se detendrán fácilmente. Ya es sabido que los caballos
de Diomedes, habiendo probado una vez la carne humana, no quisieron
comer otra cosa.»
Solamente faltaba, para que la Francia resultase madura y tierna
antes de meterla el diente, que ella fuese machacada por la guerra civil.
Por esto los reyes aconsejaban la lucha contra el pueblo. La gran
Catalina escribía a María Antonieta para animarla a la resistencia estas
palabras que resultan sublimes entre reinas: «Los monarcas deben

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seguir su marcha sin inquietarse de los gritos del pueblo, como la luna
sigue su curso sin detenerse por los ladridos de los perros.»
Para sacar a la luna monárquica de su eclipse en Francia, la
excelente Catalina animaba a toda Europa, valiéndose activamente de
la pluma y de la lengua. Si ella lograba libertando a Luis XVI
desencadenar la guerra civil y después llevar a todos los reyes a echar
suertes sobre el cadáver de la Francia, ¿cuán fácil le sería sin estorbo
alguno beberse la sangre de Polonia y sorber la médula de sus huesos?
Cuando se intentó la evasión fue el embajador de Rusia quien se
encargó de dar a María Antonieta un pasaporte de dama rusa. Catalina
no enviaba socorros, pero encontraba muy bien que Gustavo III, el
pequeño rey de Suecia (que ella había batido y que ahora era su amigo),
rey de espíritu inquieto, romántico y aventurero, buscase su aventura
en Aix a las puertas de Francia. Allí, con el pretexto de tomar las aguas,
debía esperar a la hermosa reina fugitiva con su esposo, ofrecerles su
invencible espada y sin interés enseñar al buen Luis XVI cómo se
restauran los tronos.
La Austria, en posesión desde los tiempos de Choiseul de la
alianza con Francia por el matrimonio de Luis XVI, tenía un interés más
directo en la evasión del rey. La única condición que la fiel aliada exigía
para su intervención era la siguiente: que comenzase la guerra civil.
Desde Octubre del 90 los consejeros de la reina, los dos hombres
del Austria, Mercy y Breteuil, insistían por la evasión.
Breteuil envió desde Suiza un obispo con su plan de evasión
conforme con el que Leopoldo envió más tarde; pero ni la reina ni el
obispo creyeron prudente hablar al rey los primeros sobre el plan
austríaco.
La reina se lo hizo presentar por un hombre que había estado
íntimamente relacionado con ella en días más felices y que seguía fiel a
los dichosos recuerdos: un oficial sueco llamado Mr. de Fersen. Para no
asustar al rey comenzó hablándole simplemente de refugiarse en el
ejército de Bouillé, entre aquellos regimientos fieles que acababan de
mostrar tanto vigor en Nancy. Además de no abandonarse con este plan
el suelo francés, se estaba próximo a la frontera austriaca, al alcance de
los socorros que enviaría su cuñado Leopoldo. El rey escuchó y fue
mudo.
La reina intervino entonces apoyando el proyecto, y obtuvo por fin
un poder general para tratar con el extranjero; poder que fue confiado
por el rey a Breteuil, el hombre de confianza de la reina. El extranjero
era toda Europa y especialmente Austria.

611
Advertido Mr. de Bouillé, aconsejó al rey que huyese con
preferencia a Besancon, al alcance del socorro de Suiza, protección
menos comprometedora que la de ninguna otra potencia. Pero esto
estorbaba el plan de los consejeros austríacos y se insistió en favor de
que el lugar fuese Montmedy, a dos leguas del territorio de Austria.
Para entenderse definitivamente, Bouillé envió a París, en
Diciembre, a uno de sus hijos, Luis de Bouillé, que, conducido por el
obispo, primitivo arreglador de este asunto, fue de noche a avistarse con
Fersen en una casa muy retirada del arrabal de Saint-Honoré.
El joven Bouillé era muy joven; no tenía más que veintiún años.
Fersen era muy devoto de la reina, pero era también muy distraído y
olvidadizo y quería hacer muchas cosas al mismo tiempo. Fueron por
tanto estos dos personajes los que tuvieron en su mano y arreglaron los
destinos de la monarquía.
Bouillé (padre), conociendo la corte y sabiendo que podían
desautorizarle con la mayor frescura si la cosa resultaba mal, había
exigido del rey que le escribiese una carta detallada autorizándole, la
cual había de ser leída por su hijo que sacaría una copia. Cosa grave y
peligrosa. El rey escribió y firmó un párrafo que dos años después había
de conducirle a la muerte. «Hace falta asegurarse ante todo de los
socorros del extranjero.»
En Octubre el rey, en su primera aprobación al proyecto, dice
solamente que cuenta con las disposiciones favorables del emperador y
de la España. En Diciembre pide socorros.
El proyecto tenía una apariencia de francés. El éxito de Bouillé en
Nancy había infundido la esperanza de que un gran partido en el ejército
y en la guardia nacional se pronunciaría en favor del rey y que la Francia
quedaría dividida. A Bouillé le bastaba que el Austria hiciese una
demostración exterior, solamente para dar pretexto de reunir sus
regimientos, pero un hecho cambió la faz de las cosas, devolviendo la
unanimidad a Francia.
El asunto resultó todo extranjero. Bouillé declaró que necesitaba
regimientos alemanes para contener las pocas tropas francesas que aún
le quedaban. Exigía, dice su hijo, el socorro de los extranjeros. En París
la evasión fue tramada en casa de un portugués, dirigida por un sueco,
y el carruaje de que se sirvieron los fugitivos fué prestado por un inglés.
Así, lo mismo en sus pequeños detalles que en las circunstancias
más importantes, el asunto apareció como una conspiración extranjera.
El extranjero, metido hasta el corazón del reino, nos hacía la guerra por

612
el rey. Y el rey mismo y la reina ¿qué eran? Extranjeros los dos por sus
madres: el un Borbón-Sajonia, ella una Lorena-Austria.
Generalmente los soberanos, en los cuales buscan los pueblos
guardianes de su nacionalidad, se encuentran por sus parentescos y
matrimonios que son más europeos que nacionales, habiendo dejado en
el extranjero sus relaciones más queridas, sus amistades y sus amores.
Son pocos los reyes que en batalla contra otro rey no se
encuentran enfrente de un primo, un sobrino o un cuñado. El hombre
que estaba al frente de la Francia no era solamente un rey extranjero de
sentimiento, lo era también de raza. El rey alemán era su pariente; el rey
español lo era también. Si sentía escrúpulo de apelar a Austria, lo
desvanecía inmediatamente con la idea de apelar al mismo tiempo al
rey de España su primo.
Era además extranjero por un sentimiento exterior (superior a sus
ojos) a toda nacionalidad: extranjero por religión. Para el cristiano la
patria es una cosa secundaria. Su verdadera patria es la Iglesia, para la
cual toda nación no es más que una provincia suya. El rey cristianísimo
de Francia, ungido por los sacerdotes con el óleo santo de Reims, unido
a ellos por un juramento, juzgaba nulo todo juramento posterior.
A pesar de que conocía bien a los curas y nunca los había
escuchado, los consultó ahora. El obispo de Clermont le confirmó en la
idea de que el atentado a los bienes de la Iglesia era un sacrilegio. El
obispo de Pamiers le proporcionó el plan de evasión, y la necesidad en
que se vio el rey de sancionar el decreto sobre el juramento de los curas,
acabó con todos sus escrúpulos. El cristiano mató en él al rey francés.
Su débil y turbada conciencia se aferraba a dos ideas, aquellas de
que hemos hablado al principio de este capítulo. Creía no imitar a
Jacobo II, no abandonar el reino, y creía también no imitar a Carlos I, no
hacer la guerra a su pueblo. Estos dos peligros evitados, que eran todo
lo que le había enseñado la historia de Inglaterra, Luis XVI ya no temía
nada en el mundo. Su espíritu reposaba sobre la vieja superstición que
ha impulsado a los reyes a cometer tantos desmanes". «¿Qué me ha de
ocurrir haga cuanto haga? Soy un ungido del Señor y todos me deben
respeto.»
En la carta que le exigió Bouillé escribía que a ningún precio quería
sacar los pies fuera de su reino y menos para volver a entrar por la
frontera en son de guerra.
Los reyes tienen una religión especial: son devotos de sí mismo;
de la realeza. Su persona es como una hostia, su palacio el divino
santuario, y sus cortesanos y domésticos tienen su carácter sacro, casi

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sacerdotal. Luis XVI fue sensiblemente herido en los sentimientos de
esta religión por la escena que ocurrió en las Tullerías el 28 de Febrero
por la noche. Lafayette, a la cabeza de la Guardia nacional, venía de
sofocar la revuelta de Vincennes convencido de que esta era obra de la
corte. Al entrar en las 'fullerías vio los salones y escaleras del palacio
llenas de nobles armados que estaban allí sin poder explicar la causa de
su presencia. La Guardia nacional, cansada y de mal humor por las
fatigas del día, no trató a los nobles señores con las consideraciones a
que estos creían tener derecho. Les arrancó sus espadas, sus pistolas y
puñales, lo que les valió en adelante el título de caballeros del puñal.
Desarmados uno a uno entre silbidos e insultos, muchos de los nobles
recibieron de los burgueses armados alguno que otro culatazo.
Luis XVI, entristecido por esta falta de respeto a los suyos, aún se
mostró infinitamente más sensible a la expulsión de los curas no
juramentados que en primavera tuvieron que abandonar sus iglesias.
Muchos de estos sacerdotes rebeldes fueron recibidos en los castillos
reales y en las Tullerías. El rey no conocía ninguna de las intrigas del
clero, no veía en él al organizador de la guerra civil: olvidaba
enteramente la cuestión política, reduciéndolo todo a la cuestión de la
tolerancia religiosa.
Cosa notable. Políticos y hasta filósofos que nada tenían de
cristianos, como Sieyes y Raynal, juzgaban las cosas del mismo modo y
sus reclamaciones en favor de los curas debieron confirmar a Luis XVI
en su oposición al movimiento revolucionario. Se creyó libre de todo
juramento, desligado de todo deber. Contra la Revolución creyó tener la
razón de Dios.»
Aun que él quisiera o no ¿la contrarrevolución no iba a verificarse?
Su hermano, el conde de Artois, estaba entonces en Mantua, cerca del
emperador Leopoldo, con los embajadores de Inglaterra y Prusia. Era en
realidad un congreso, donde habían de tratarse los asuntos de Francia.
Si el rey no trabaja por su parte, ellos trabajarían sin él. En realidad,
jugaba él un papel muy escaso en el plan del conde de Artois.
Este plan belicoso arreglado por su factótum Colonne, consistía en
que cinco ejércitos de cinco naciones diferentes entrasen en Francia al
mismo tiempo. El de Artois era en esta Ilíada el Agamenón, el rey de los
reyes; dispensaba gracia y justicia... reinaba, en una palabra. ¿Y el
verdadero rey? Se dedicaría a la misa y a la caza. ¿Y la reina? Sería
enviada a Austria o a un convento.
Leopoldo, a esta novela del hermano de Luis XVI, contestaba con
otra novela, asegurando que el día 1. ° de Julio sin falta los ejércitos

614
serían exactos en acudir a la frontera. Solamente manifestaba cierta
repugnancia a que entrasen en Francia. Aunque por su parte lo hubiera
intentado, su hermana se lo impedía: le escribía desde París
manifestando que no tenía ninguna confianza en Calonne. Al mismo
tiempo el rey y la reina hacían decir al conde de Artois que se fiaban de
Calonne y le autorizaban para tratar en su nombre.
Todos los trabajos del rey y la reina en esta época son dobles y
contradictorios.
A Lafayette le hicieron ofrecimientos ilimitados por medio del
joven Bouillé, su primo, si quería ayudar al restablecimiento del poder
real y al mismo tiempo escribían al conde de Artois diciendo que
conocían a Lafayette «como un desdichado, un faccioso fanático en el
que no podían tener confianza.»
Así, en el momento mismo en que el rey con su tentativa de salir
de las Tullerías (18 de Abril) hacía constar ante la Europa su falta de
libertad, escribió, por indicación de los Lameth, una carta a la Asamblea
en la que decía que era perfectamente libre. El ministro Montmorin le
manifestó en vano lo inverosímil que resultaba la cosa. El rey insistió y
el ministro tuvo que comunicar a la Asamblea esta carta, única en su
género, en la que Luis XVI manifestaba a las cortes extranjeras sus
sentimientos revolucionarios. En esta carta ridícula el rey hablaba en
estilo jacobino, diciendo que no era más que el primer funcionario
público, que se hallaba libre y que libremente había aceptado la
Constitución que hacía su felicidad. Este lenguaje nuevo que extrañó á
todos, esta voz falsa que desentonaba causó al rey un mal increíble: los
que aún sentían cierto afecto por él, le despreciaron al ver su doblez e
hipocresía.
Todos adivinaron que al mismo tiempo escribía en secreto un
documento a las cortes extranjeras desmintiendo su propia carta. Nadie
se equivocaba. El rey engañaba á Montmorin, el cual por su parte
engañaba a Lameth como lo había hecho con Mirabeau. Luis "XVI hacía
decir secretamente á Prusia y Austria que toda palabra suya en favor de
la Constitución debía ser tomada en sentido opuesto y que sí quería
decir no.
El rey había recibido una educación puramente real de Mr. de la
Vauguyon, el jefe del partido jesuita. Su honradez natural prevalecía en
las circunstancias ordinarias, pero en las crisis en que el realismo o la
religión entraban en juego reaparecía el jesuita. Demasiado devoto para
sentir el menor escrúpulo de honor caballeresco y creyendo que el que

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engaña para hacer lo que considera un bien no engaña nunca, el rey, en
materia de fidelidad, traspasaba todo límite.
El Austria no creía mucho más que la Francia en la buena fe de Luis
XVI. Tal vez en el fondo, sintiendo un escrúpulo de francés, quería
engañar a Austria aprovechando sus socorros. Solamente la pidió diez
mil hombres, fuerza insignificante y contrabalanceada por el ejército
español con que contaba y los veinticinco mil soldados que Suiza, en
virtud de las capitulaciones, debía proporcionar al llamamiento del rey.
Los austríacos, viendo esto, no se daban prisa en acudir, alegando la
oposición de Prusia e Inglaterra. No les convenía ayudar gratuitamente,
trabajar como figurantes de comedia para enardecer y animar a los
realistas franceses y crear un rey de fuerza.
Para decidirles a emprender el asunto hacía falta interesarles. Si el
rey hubiera ofrecido como recompensa la Alsacia o al menos algunas
plazas fuertes, su cuñado, el sensible Leopoldo, le hubiera prestado un
concurso más eficaz.
Tal era la situación del triste Luis XVI, situación que inspira piedad
a pesar de que engañaba a todo el mundo.
No contaba con nada seguro, ni en las gentes que estaban a su
nivel, ni en las de abajo ni en su misma familia. En sus parientes no
encontraba más que egoísmo. Lejos de ser un sostén, sólo contribuyó
singularmente a su pérdida.
Sus tías le comprometieron con su impaciencia por partir antes
que él, provocando así la terrible discusión sobre el derecho de emigrar
y disminuyendo para el rey las probabilidades de éxito de una evasión.
Su hermano mayor, el conde de Provenza, contribuyó también con
sus consejos y con sus tentativas para sacarle de París sin su
consentimiento. Pero la persona que produjo más directamente la
pérdida de Luis XVI fue la reina. Temiendo con exceso toda separación,
se aferraba al rey, no le dejaba un momento solo, quería que de partir
fuese juntos y con la escolta de todos los suyos, haciendo con tantas
exigencias la huida casi imposible.
Una preocupación excesiva por la seguridad de la reina hizo que
Mercy, embajador de Austria, contra todo buen sentido y contra las
indicaciones de Bouillé exigiese que una serie de destacamentos de
caballería se escalonasen en el camino que debía seguir en su fuga la
familia real; precaución propia para inquietar, para advertir y amotinar
las poblaciones, insuficiente para contener las masas populares
armadas, e inútil para el rey, que personalmente no inspiraba aún odios.
Los periódicos repetían la opinión del pueblo al decir «que Luis XVI

616
lloraba ardientes lágrimas por las tonterías que le hacía cometer la
Austríaca.»
Aunque hubiera sido reconocido en su fuga habría pasado
adelante: pocas personas hubieran tenido corazón para ponerle la mano
encima. Pero la vista sola de la reina desvanecía todos los temores y
respetos, despertaba los odios y hacía sentir hasta á los mismos
realistas el peligro de que ella condujera al rey de Francia al seno de los
ejércitos extranjeros.
La reina influía además de una manera funesta en la ejecución del
proyecto de fuga, escogiendo por agentes no los más capaces, sino los
más devotos a su persona y a la familia austríaca: su fiel sueco Fersen,
su secretario Goguelat, que ella había empleado en dos misiones
secretas cerca de Esterhazy y otros; y en fin, el joven Choiseul, de una
familia querida del Austria, joven amable y de corazón, de una gran
fortuna y que consideraba como una gran fiesta recibir a la reina en sus
posesiones de Lorena, estimando aún más este honor que el hecho de
salvarla y conducirla hasta allá.
Mr. de Bouillé quería indudablemente complacer a la reina,
confiando a este joven uno de los papeles más importantes en el asunto
de la evasión.
El viaje a Varennes de la familia real fue un verdadero milagro de
imprudencia. Bastaba que el buen sentido aconsejara una cosa para que
hiciesen la contraria.
La reina, con dos o tres meses de anticipación, como para advertir
a todo el mundo de su partido, encomendó a varias tiendas de París un
gran equipo para ella y sus hijos. Después encomendó un magnífico
necessaire de viaje semejante a otro que ya había usado; mueble
complicadísimo que contenía todo cuanto puede desearse para dar la
vuelta al mundo. Luego, en lugar de tomar un coche ordinario, encargó
a Fersen que hiciese construir una gran berlina, en la cual delante y
detrás pudieran cargarse maletas, valijas, cajas, todo lo que llama la
atención sobre un carruaje en los caminos.
Aún no era bastante esto. El coche había de ser seguido por otro
donde irían las damas más amigas de la reina, y delante y detrás
galoparían tres guardias de corps vestidos de correos con casacas
nuevas de amarillo claro propias para llamar la atención de todos y hacer
creer cuando menos, por el color, que eran gentes del odiado príncipe
de Condé, el general de los emigrados.
Y menos mal que estos hombres hubieran sido bien preparados.
Pero ninguno de ellos conocía el camino, y en vez de ir armados hasta

617
los dientes sólo llevaban pequeños cuchillos de caza. El rey les advirtió
que encontrarían armas en el coche; pero Fersen, el hombre de la reina,
temiendo sin duda para ésta los peligros de una resistencia armada, se
olvidó de ellas.
Todo esto es la parte ridícula de la imprevisión. Pero he aquí lo
triste, lo innoble. El rey se dejó vestir de lacayo; se endosó un casacón
gris y una peluca. Tomó el nombre de Durand, de profesión ayuda de
cámara. Este detalle humillante consta en el pasaporte dado a la reina,
como dama rusa, con el título de baronesa de Korff. Y puestos ya a
cometer imprudencias que lo revelasen todo, resulta que la fingida
aristócrata rusa tiene tal intimidad con su lacayo, que lo mete en su
carruaje frente a ella y viaja tocando rodilla con rodilla.
¡Vergonzosa metamorfosis! Francia, al verle huir así, volverá los
ojos con repugnancia.
«Meteréis—dijo Luis XVI días antes de partir—en la caja del coche el
uniforme rojo, bordado de oro, que llevó en Cherburgo...» Lo que ocultó
en sus cofres hubiera sido su defensa.
El traje del día en que el rey de Francia apareció en Cherburgo
contra Inglaterra, rodeado de la marina francesa, valía más para hacerle
sagrado que la santa ampolla de Reims. ¿Quién se habría atrevido a
detenerle, si levantando su casacón gris hubiera mostrado aquel traje?
Debía haberlo guardado; o mejor aún, guardar el corazón francés como
lo tenía entonces.

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CAPITULO XIII
Huida del rey a Varennes

El rey huyendo entregaba sus amigos a la muerte. — Confianza y credulidad de


Lafayette y Bailly. —Imprudencias de las partidas (20 de Junio del 91). —El rey debía pasar
por tierra austríaca. —Peligro de la Francia —Venganzas probables. —La Francia vela por ella
misma —El rey perseguido, detenido a la entrada de Varennes, arrestado —Los habitantes del
campo afluyen a Varennes. — Indignación del pueblo. —Decreto de la Asamblea llamando al
rey a París.

Lo que más aflige en este viaje a Varennes, lo que disminuye la


idea que el historiador quisiera hacerse de la bondad de Luis XVI, es la
facilidad con que éste sacrificó, huyendo, la vida de muchos hombres
que le eran adictos y que puso en peligro de muerte.
Lafayette se encontraba, por la fuerza de las circunstancias,
guardián involuntario del rey y responsable de su persona ante la
nación. Había mostrado él, de diversas maneras, que, aunque
comprometido en favor de la Revolución, deseaba el restablecimiento
de la autoridad real como garantía del orden y la paz. Republicano de
ideas, de teoría, no había sin embargo vacilado en sacrificar a la
monarquía su gran pasión, lo que más estimaba, la popularidad. Era
indudable para la familia real que a la primera noticia de su fuga
Lafayette sería hecho pedazos.
Otro de los comprometidos era el ministro Montmorin, amable y
débil carácter, crédulo en extremo para las palabras del rey y que en 1°
de Junio, para contestar a los periódicos, escribía a la Asamblea
asegurando «bajo su responsabilidad, con su cabeza y con su honor,»
que jamás el rey había soñado en huir de Francia.
Y no estaba en mejor posición el infeliz Laporte, intendente del rey
y su amigo personal, quien sin ser consultado recibió el encargo terrible
al partir Luis XVI, de llevar a la Asamblea la carta en que protestaba
contra la Revolución. El primer golpe del furor público había de caer
sobre este desgraciado mensajero involuntario de una declaración de
guerra del rey a su pueblo. Laporte, indudablemente en esta guerra, iba
a resultar la primera víctima.
Lafayette, advertido por varios lados de lo que preparaba la familia
real, no quiso creer más que lo que el rey dijera, y fue a verle para
preguntar si había algo de cierto en los rumores públicos. Luis XVI
contestó con tal franqueza y tan seductora bondad, que Lafayette se

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retiró tranquilizado. Únicamente, por satisfacer la inquietud del público,
accedió a doblar los puestos de guardia en los alrededores de las
Tullerías.
Bailly, el alcalde de París, recibió una carta de una criada de la reina
en la que se advertían los preparativos de viaje realizados en palacio; -
pero en vez de ponerse en guardia tuvo la culpable debilidad de, enviar
la denuncia a María Antonieta; acto indignó, pues su deber era conservar
la carta en secreto.
El rey y la reina habían hecho decir que asistirían el domingo
siguiente a la procesión parroquial de los clérigos constitucionales.
Madama Isabel manifestaba repugnancia. El 19 (víspera de la partida) la
reina, hablando con Montmorin que venía de visitar a la hermana del
rey, dijo al ministro: «Mi cuñada Isabel me aflige mucho: he hecho todo
lo del mundo para decidirla a que asista a la fiesta: me parece que bien
podía hacer por su hermano el sacrificio de su opinión.»
El rey retardó su viaje hasta el 20 de Junio, esperando que la
doncella que les había denunciado a Bailly saliera de servicio e
igualmente para cobrar un trimestre de la lista civil: así lo declaró él
mismo. Los retardos sucesivos que se habían verificado y los
movimientos de las tropas escalonadas en el camino con órdenes y
contraórdenes ofrecían senos inconvenientes. Choiseul dijo al rey de
parte de Bouillé que, si no partía el 20 por la noche, él mismo, Choiseul,
relevaría todos los destacamentos situados en el camino, y con él y
Bouillé pasaría a territorio austríaco.
El 20 de Junio, antes de medianoche, toda la familia real disfrazada
salía por una puerta que no tenía guardias y se detenía en el Carrousel.
Un militar muy resuelto designado por Bouillé debía montar en el
coche, afrontar el primero los riesgos y conducir adelante toda la
aventura. Pero madama de Tourzel, aya de los hijos del rey, sostuvo los
privilegios de su cargo: en virtud del juramento que había prestado ella,
tenía el deber, el derecho de no abandonar nunca a sus educandos. Esta
palabra del juramento hizo gran impresión a Luis XVI. Era además
inaudito y nunca visto en los fastos de la etiqueta que los hijos del rey
viajasen sin su aya. El militar se quedó en tierra y la aya montó en el
coche. En lugar de un hombre resuelto y útil se llevaron una mujer inútil.
La expedición partió sin jefe; no había persona que la dirigiera: marchó
sin cabeza, al azar.
Lo romántico de la aventura, a pesar de todos sus peligros, gustó
mucho a la reina. Se detuvo mucho tiempo para ver como vestían a sus

620
hijos, y para verlos partir cometió la imprudencia de salir a la plaza del
Carrousel que estaba muy iluminada.
La familia real montó en un fiacre, del cual era cochero Fersen.
Este, para despistar mejor a los que pudieran vigilarle, hizo algunas
correrías por las calles, y aún tuvo que esperar una hora parado en el
Carrousel. Por fin llegó madama Isabel, después el rey y luego, tras una
larga tardanza, la reina acompañada por un guardia de corps.
Este guardia conocía tan mal las calles de París, que había hecho
pasar a la reina al otro lado del puente, extraviándose en la calle de Bac.
Por fin la pareja logró volver al Carrousel y allí la reina, con odio y alegría
al mismo tiempo, vio pasar a Lafayette en coche, el cual volvía de las
Tullerías creyendo haber llegado tarde al acto de acostarse el rey. Se ha
dicho que, con la alegría infantil de haber engañado a su guardián, la
reina tocó el carruaje con el bastoncito de ballena que llevaba en la
mano, como era moda en las damas de la época. La cosa es difícil de
creer. El coche de Lafayette marchaba al galope rodeado de muchos
lacayos a caballo que llevaban antorchas. Además, el guardia de corps
afirmó que la reina había sentido miedo ante la luz y que abandonó su
brazo para huir.
Fersen, el cochero improvisado, no conocía las calles de París
mejor que los guardias de corps, y llevando en su fiacre un depósito tan
precioso para él fue hasta el arrabal de Saint-Honoré, llegando tras
muchas vacilaciones y revueltas a la barrera de Clichy, donde esperaba
la berlina de camino en casa de un inglés, Mr. de Crawford.
Para desembarazarse del fiacre, Fersen, ayudado por los guardias
de cops, lo arrojó en un foso. Después acompañó a los reyes hasta
Bondy. Allí fue preciso separarse y besó las manos al rey y a la reina para
no volverlos a ver más.
Una imprudencia, entre las muchísimas que se cometieron en este
viaje, fue la de hacer partir las doncellas de cámara muchísimo antes
que la familia real, de suerte que tuvieron que esperar seis horas en
Bondy. El postillón que las había conducido aún estaba allí y no pudo
ocultar su extrañeza al ver a un hombre vestido de cochero de alquiler
(era Fersen) que se despedía con tanta efusión de las gentes que
ocupaban una hermosísima berlina con cuatro caballos.
Por fin parten muy entrado el día, pero a gran velocidad. Un
guardia de cops ocupa el pescante, otro. galopa junto a la portezuela y
el tercero, Mr. Valory, corre delante para encomendar caballos, dando
un escudo para beber a cada postillón, propina imprudente por lo
excesiva y que sólo podía permitirse un rey. Un tirante que se rompe

621
hace detener al coche algunos momentos: el rey retarda también la
marcha queriendo subir una cuesta a pie para desentumecerse. Aparte
de esto, no surge ninguna dificultad. Corren más de treinta leguas y no
encuentran en el camino ningún destacamento de tropas.
La reina antes de llegar a Chalons decía a Mr. de Valory: —
«Francisco, todo va bien: caso de ser arrestados ya nos hubieran
detenido a estas horas.»
¡Todo va bien!... ¿Bien para la Francia o para el Austria?... Porque,
en resumen, ¿dónde va el rey?...
La noche anterior había dicho a Valory: -—«Mañana me acostaré
en la abadía de Osval.» Y esta abadía estaba fuera de Francia en
territorio austríaco.
Mr. de Bouillé aseguraba lo contrario, pero reconocía que el rey no
podía gozar de seguridad dentro de su reino y acabó cambiando de
opinión y acatando, aunque contra su voluntad, que el monarca entrase
en tierra de Austria. Las pocas tropas que aún conservaba Bouillé
estaban tan desligadas de su general, que habiendo hecho éste algunas
leguas para salir al encuentro del rey, tuvo que retroceder rápidamente
para estar en medio de sus soldados y conservar personalmente su
obediencia.
El proyecto de fuga que parecía francés desde Octubre a
Diciembre, no lo era ya en Junio cuando Bouillé veía su mando
limitadísimo: alejados los regimientos suizos y ganados a la causa del
pueblo los regimientos franceses. Únicamente podía disponer con toda
seguridad de algunos escuadrones de caballería alemana. El rey sabía
todo esto y por ello había vencido sus primitivos escrúpulos de pasar á
la tierra austríaca.
El plan primitivo de Bouillé era tal vez más peligroso. Si el rey salía
de Francia se desnaturalizaba él mismo, aparecía como un austríaco,
quedaba juzgado por la opinión, y la Francia, sin necesitar excitaciones,
se apresuraría a hacer la guerra al extranjero. Pero lo que Bouillé quería
hacer era declararla guerra, sin salir de la frontera, en Francia, aunque
cerca de sus límites; apoyándose en una fortaleza cerca de Montmedy,
utilizando su caballería, yendo y viniendo, estando dentro del reino o no
estando, según le conviniera. La posición militar que escogía era buena
contra los austríacos «y mejor aún—según Bouillé—contra los franceses.»
El rey, amparado por sus jinetes y cubierto por las baterías volantes,
podía volver triunfante a su palacio o abrir las fronteras al enemigo.
Entonces, arrojando la máscara de la hipocresía, hubiera dicho a los
franceses: «No tenéis un ejército que pueda oponerse; vuestros oficiales

622
han emigrado, vuestros cuadros están desorganizados y los parques
vacíos. He dejado durante veinticinco años caer en ruinas vuestras
fortificaciones en toda la frontera austríaca: las puertas de la, nación
están abiertas y sin defensa... Y bien: el austríaco se aproxima: por otra
parte, llega el español y la Suiza: contemplaos cogidos por tres partes.
Sólo os resta rendiros y devolver el poder a vuestro amo.»
Tal hubiera sido el papel del rey, que había venido a parar en el
organizador de la guerra civil, el portero de la guerra extranjera que
podía a su voluntad abrir o cerrar las puertas de Francia. Puede ser que
para dormir al país y dar confianza a la Asamblea, hubiera pronunciado
algunas palabras de falso elogio a la Constitución.
Lieja y Brabante podían decir lo que se puede esperar de las
palabras de un príncipe. El obispo de Lieja había vuelto a su señorío con
palabras paternales y gran golpe de soldados austríacos, y apenas se vio
afirmado en su trono, olvidó sus bondadosas promesas e hizo aplicar a
los patriotas los viejos procedimientos de la tortura y el suplicio en la
rueda. Los emigrados franceses aún estaban lejos del triunfo, y ya
hacían circular listas de los ciudadanos que serían castigados cuando
ellos volviesen a Francia. ¿La reina se mostraría clemente al triunfar? ¿
Olvidaría su humillación de Octubre cuando apareció en el balcón
llorando ante el pueblo? En su bondad sólo había apariencia.
Thóroigne de Mericourt, la amazona de la Revolución, a quien
acusaban de haber insultado a la reina y sus damas en la jornada de
Versalles, hizo un viaje a Lieja y fue seguida por la policía de la corte
desde París y designada a la policía austríaca (Mayo del 91), la cual como
regicida. la condujo al fondo del Austria a las duras prisiones del
hermano de María Antonieta.
Continuemos el viaje de la familia real. Por la tarde, de cuatro o
cinco pasaron por Charlons-sur-Marue. En la campiña se notaba una
gran agitación. Para explicar la presencia de los destacamentos en el
camino, se había tenido la desdichada idea de decir que iba a pasar por
allí un gran tesoro y que la caballería estaba para escoltarlo. Esto, en el
momento en que se acusaba a la reina de enviar a Austria todos sus
tesoros, era irritar los espíritus, o cuando menos excitar la atención.
Choiseul estaba tres leguas más arriba de Chalons, con el primer
destacamento compuesto de cuarenta húsares, los cuales debían
asegurar el paso del rey y cerrar después el camino a todo otro viajero.
Si el rey era detenido en Chalons el destacamento debía acudir para
libertarlo a viva fuerza. Esta parte del plan por lo disparatado no se
comprende. Cuarenta jinetes, aunque fuesen héroes no podían salvar al

623
rey si toda una población tan grande se levantaba para detenerle, y
menos aún si acudían los habitantes de la campiña.
Justamente los labriegos se enojaban al ver a aquellos húsares
parados en el camino: acudían en bandas para contemplarlos con gesto
huraño. En Chalons todos se reían de la estupenda noticia del tesoro y
muchos presentían de qué tesoro se trataba. La campana de alarma
comenzaba a sonar en muchos pueblos convocando a los labriegos para
que se armaran, La posición de Choiseul no era sostenible. En vista del
retardo de cuatro o cinco horas que llevaba la expedición, creyó que la
cosa había fracasado y el rey no había podido partir. Si avanzaba era
aumentar la inquietud de todo aquel pueblo que se reunía e impedir el
paso a la familia real si es que llegaba: en cambio sí se alejaban los
húsares la gente volvería a sus ocupaciones y el camino quedaría libre.
Choiseul se decidió a abandonar su puesto. El secretario de la reina,
Goguelat, oficial de Estado Mayor que estaba con Choiseul y había
preparado con él parte de la fuga, aconsejó a su compañero que evitara
el paso por Sainte-Menehould, donde se notaba mucha fermentación en
el vecindario. Por esto tomaron un guía y se metieron por los bosques,
extraviándose de tal modo, que sólo pudieron llegar a Varennes en la
mañana siguiente. Choiseul debió hacer que Goguelat u otra persona de
confianza siguiera por el camino a fin de que si pasaba el rey lo guiara
advirtiendo a los destacamentos situados más arriba; pero en vez de
esto se limitó a enviar un lacayo de la reina que estaba con él, el cual,
turbado por la emoción o tal vez por el miedo, lo que hizo fue decir que
no había esperanza por haber fracasado el viaje y que debían replegarse
al campamento de Bouillé. En cuanto a Choiseul, abandonando a sus
húsares marchó rectamente fuera de Francia, refugiándose en el Estado
de Luxemburgo.
El rey llegó en el momento que el destacamento acababa de
alejarse. ¡Ni Choiseul, ni Goguelat, ni tropas! El rey, según declaró
después, «vio un abismo abierto.» A pesar de todo, el camino aparecía
tranquilo. Llegaron a Sainte-Menehould y allí el rey en su inquietud sacó
la cabeza fuera de la portezuela. Un destacamento de dragones estaba
pie a tierra en la plaza del pueblo: el comandante, sombrero en mano,
se acercó al rey para excusarse por no tener su fuerza a caballo: muchos
ciudadanos reconocieron al rey. La municipalidad reunida
apresuradamente prohibió a los dragones que montasen a caballo. Sus
disposiciones, eran vacilantes y no tuvo resolución para detener el
carruaje.

624
Pero entre los vecinos había un hombre que se ofreció a seguir a
los fugitivos para hacer que los arrestasen más lejos: la municipalidad
le dio autorización para ello. Este hombre era un antiguo dragón
llamado Drouet, hijo del maestro de posta del pueblo.
Partió inmediatamente a todo galope, pero seguido de un dragón
que comprendió sus intenciones y que le hubiera muerto a tenerle a su
alcance. Drouet lo comprendió, y abandonando el camino se internó en
los bosques haciendo imposible la persecución.
Por esto no alcanzó al rey en Clermont. Esta población no estaba
menos agitada que Sainte-Menehould, pero la presencia de un fuerte
destacamento neutralizaba la efervescencia y el coche pudo pasar
adelante.
Drouet no hubiera podido alcanzar a los fugitivos si éstos no se
hubieran detenido más de media hora en las inmediaciones de Varennes
para pedir noticias sobre el punto dónde se encontraban.
Esta fue una de las faltas capitales de la expedición. Goguelat,
oficial de Estado Mayor, ingeniero y topógrafo, estaba encargado de
todos los detalles, de situar los relevos en todos los puntos donde no
hubiera casa de postas. Él era quien había dado todo el plan al rey y lo
había reformado varias veces a su gusto. Luis XVI, que tenía una
excelente memoria, lo repitió palabra por palabra a su correo Valory y
le dijo que encontraría caballos de tiro y un destacamento antes de
llegar a Varennes. Posteriormente Goguelat decidió que fuese pasado
Varennes y se olvidó de advertir al rey este cambio en el plan convenido.
El correo Mr. de Valory que galopaba delante, habría acabado por
encontrar el relevo si como era natural hubiese temado una hora o por
lo menos media hora de avance; pero le parecía mejor aprovechar tan
hermosa ocasión para estar en contacto con las personas reales y
marchaba junto a la portezuela, obteniendo así algunas palabras de los
augustos viajeros. Tarde, siempre tarde, cuando llegaban a un punto
determinado ponía su caballo a galope y avisaba a los relevos. Esto dio
buenos resultados en algunos puntos, pero en Varennes lo perdió todo.
Los viajeros pasaron media hora en la entrada de Varennes bus
cando en las tinieblas, llamando a las puertas, haciendo levantar a las
gentes que dormían. Al otro lado del pueblo estaba el relevo vigilado
por dos jóvenes, uno de ellos hijo de Bouillé, los cuales tenían orden de
no moverse del sitio para no esparcir la alarma, y hay que convenir en
que la cumplieron demasiado bien. Uno de ellos podía haber ido sin
peligro alguno hasta la entrada de la villa y esperar el carruaje para
guiarlo: la presencia de un hombre solo en el camino y más a aquella

625
hora y en una noche tan obscura, no hubiera llamado seguramente la
atención.
Cuando el carruaje llegó a las once y media de la noche a la altura
que domina á Varennes, la fatiga se había apoderado de los viajeros.
Todos dormían. De repente paró bruscamente el carruaje y todos
despertaron. El relevo no aparecía por ninguna parte: ninguna noticia
del correo que debía ya tenerlo preparado.
Este que era Valory iba mientras tanto buscando el relevo por las
inmediaciones. En vano había llamado y explorado los bosques de
ambos lados del camino. No le quedaba mis que entrar en la villa, llamar
a las puertas, pedir informes. No encontrando nada, regresó desolado
hacia el carruaje; pero los que dentro de él estaban acababan de recibir
un golpe terrible, una frase, una intimación que les hizo erguirse
trémulos en sus asientos: «En nombre de la nación...»
Un hombre a caballo había aparecido á gran galope por detrás del
carruaje y se había detenido cerca gritando en las tinieblas: «¡En
nombre, de la nación deteneos, postillones! ¡Lleváis al rey! »
Todos quedaron estupefactos. Los guardias de corps no llevaban
armas de fuego ni tuvieron idea de servirse de sus cuchillos. El hombre
siguió adelante, y bajando al galope la cuesta entró en Varennes. Diez
minutos después comenzaron a verse hombres que salían de sus casas
con luces y se agitaban gritando. Su número aumentó rápidamente y la
población comenzó a iluminarse. Todo esto en diez minutos... después
comenzó a sonar el tambor.
La reina, para tomar informes por su parte, había entrado
acompañada de un guardia de corps en la casa de un antiguo servidor
de Condé, situada en la pendiente que conduce a Varennes. Cuando
volvió al carruaje; los tres guardias reunidos consiguieron con promesas
y amenazas que los postillones se decidieran a seguir adelante,
entrando en la villa y atravesando rápidamente el puente que la divide
y la bóveda de la torre del puente. No quedaba otro medio de salvación.
Acababan de saber los viajeros que el comandante de los húsares que
habían de esperarles en Varennes, al conocer la llegada del rey y ver la
agitación del vecindario, había huido al galope. Sus húsares estaban
dispersados; unos ebrios y otros en la cama. Este comandante era un
alemán de diecisiete o dieciocho años: no había sido prevenido de nada,
y al ver de un golpe toda la situación, perdió la serenidad y huyó.
Drouet y un camarada llamado Guillaume que había encontrado
en el camino, se aprovecharon extraordinariamente de aquellos pocos
minutos. Metieron sus caballos en una posada que encontraron abierta;

626
advirtieron al posadero lo que ocurría para que esparciera la noticia, y
corrieron al puente para obstruirlo con un carro cargado de muebles y
otros vehículos que encontraron. Todo fue obra de unos instantes. De
allí corrieron a las casas del alcalde y el comandante de la guardia
nacional. En el primer momento Drouet sólo encontró ocho hombres
que le siguieran, pero con ellos salió al encuentro del carruaje. El alcalde
y el comandante iban detrás.
El carruaje estaba en la entrada del puente. Los dos funcionarios
se adelantaron pidiendo los pasaportes.
La reina. —Señores, vamos de prisa...
El alcalde. —No importa; ¿quién sois vosotros?
Madama de Tourzel. —Esta señora es la baronesa de Korff
El alcalde, con la linterna en la mano, metió medio cuerpo en el
carruaje y volvió la luz hacia la cara del rey.
Entonces dieron su pasaporte. Dos guardias nacionales se lo
llevaron a una casa inmediata leyéndolo en alta voz ante los individuos
del municipio y todos los que allí se encontraban.
—El pasaporte es bueno—dicen algunos—porque lleva la firma del
rey.
—¿Pero lleva la firma de la Asamblea Nacional? — preguntó Drouet.
—Está firmado por un comité de miembros de la Asamblea.
—¿Pero lleva la firma del Presidente? —insiste Drouet.
Así, la cuestión fundamental del derecho de la Francia, la clave de
la Constitución fue examinada y discutida en una pobre casa de la
Champagne, de una manera decisiva, sin apelación y sin recursos. Las
autoridades de Varennes, especialmente el alcalde Mr. Sauce, un buen
tendero de comestibles, dudaban ante la inmensa responsabilidad de
detener al rey.
Pero Drouet y otros insistían, y por propia cuenta se aproximaron
al carruaje.
—Señoras-—dijo Drouet—si realmente sois extranjeras y estos
hombres no son más que vuestros criados, ¿cómo habéis tenido
influencia para que en Sainte Menehould quisieran escoltaros cincuenta
dragones hasta Clermout? y ¿por qué un destacamento de húsares ha
venido a Varennes a esperaros? Placed el favor de bajar del carruaje y
venid a explicaros en la casa municipal.
Los viajeros no se movieron. Veían que las autoridades vacilantes
no decían nada ni les obligaban a echar pie a tierra. La gente iba llegando
con mucha lentitud. La mayoría de los vecinos al oír los tambores aún
se hundían más en sus camas. Pero Drouet y los patriotas corrieron al
627
campanario y comenzaron a tocar a rebato furiosamente. Esto puso en
conmoción a toda la villa. ¿Era á fuego? ¿Era que llegaba el enemigo?
Los vecinos corren, se llaman, buscan armas y se echan a la calle con
fusiles, horquillas y hoces.
El alcalde Mr. Sauce se encontraba en un fuerte compromiso lo
mismo si hacía algo que si no hacía nada. Tenía una esposa de grandes
arranques que le dirigía y cuyo consejo le hacía gran falta. Llevar al rey
a la casa municipal era expuesto; dejarle en el carruaje era perderse ante
los patriotas. Al fin optó por un justo medio y se llevó el rey a su tienda.
Se acercó al carruaje con el sombrero en la mano. «El consejo
municipal—dijo—ha deliberado sobre los medios de permitir a los viajeros
seguir adelante, pero se ha esparcido el rumor de que es nuestro rey y
su familia lo que tenemos el honor de que se halle dentro de nuestros
muros... Tengo el honor de suplicar me permitan les ofrezca mi mansión
como lugar de seguridad para sus personas mientras esperan el
resultado de la deliberación. La afluencia de gente en las calles se
aumenta con la llegada de los campesinos atraídos por la campana de
alarma. A pesar de que no he dado orden, hace un cuarto de hora que
suena y puede ser que Su Majestad se viera expuesto a peligros que no
podríamos prevenir y que nos causarían gran pesar.»
No había medio de contradecir las palabras de aquel pobre
hombre. La campana seguía sonando: no llegaban auxilios para los
fugitivos.
Los guardias de corps habían intentado inútilmente apartar los
muebles y las carretas que obstruían el paso del puente. En torno del
carruaje sonaban amenazas de muerte: algunos individuos armados de
fusiles intentaban disparar.
Por fin descendieron del carruaje y entraron en la tienda de Sauce
las tres damas, los dos niños y el hombre que según el pasaporte era
Darand, ayuda de cámara. Algunos le preguntaban irónicamente si
realmente era un criado y él insistía asegurando que era Durand. Esto
provocaba risas y protestas.
—Pues bien—dijo al fin—sí, yo soy el rey. Ved aquí la reina y mis hijos.
Os recomendamos que nos tratéis con los miramientos que los
franceses han tenido siempre para sus reyes.
Luis XVI no era muy hablador y ya no dijo más. Por desgracia su
traje, su triste disfraz, hablaba poco en su favor. Aquel lacayo con
pequeña peluca no podía parecer un rey. El contraste terrible entre su
rango y aquel traje podía inspirar piedad, pero no respeto.

628
Mientras tanto el campaneo aumentaba de un modo
extraordinario. Eran las campanas de las aldeas vecinas que
contestaban a las de Varennes. Toda la campiña, envuelta en tinieblas,
estaba en conmoción: centenares de lucecitas se agitaban y se buscaban
en los campos: una nube tempestuosa se concentraba a ras del suelo:
una nube de hombres armados llenos de agitación y animados por el
espíritu de la protesta.
«¡Es el rey que se escapa! ¡El rey que se pasa al enemigo!
¡Traiciona a la nación! » Estas últimas palabras, terribles por sí mismas,
aún sonaban más terribles en el oído de hombres que vivían en la
frontera teniendo el enemigo cerca y expuestos a todas las calamidades
y miserias de la invasión... Por esto los primeros campesinos que
entraron en Varennes y que oyeron aquellas palabras no fueron dueños
de sí mismos.
¡Un padre vender a sus hijos!... Los pobres no tenían otra noción
política que la del gobierno paternal. Era menos la idea revolucionaria lo
que les ponía furiosos que aquella otra idea horrible, impía, de los hijos
vendidos por el padre, de la confianza engañada.
Estos hombres rudos entran en la tienda de Sauce: «¿Quién es el
rey? ¿Dónde está la reina?... ¿Son éstos? » Y les lanzan a la cara furiosas
imprecaciones.
Mientras tanto llega una diputación de la municipalidad y Sauce
al frente sumiso y respetuoso: «Puesto que ya no ofrece dudas para los
habitantes de Varennes—dice el tendero—de que gozan la felicidad de
poseer su rey, ellos vienen a tomar sus órdenes.» «¿Mis órdenes?
contesta el rey. —Pues haced que mi coche sea enganchado y dejad que
mi coche pueda partir.»
Choiseul y Goguelat llegaron por fin con sus húsares. Poco
después llegó, aunque solo, Mr. de Damas, comandante del puesto de
Sainte Meuchould: sus dragones le habían abandonado en el camino
pasándose al pueblo.
No sin obstáculos habían penetrado estos señores en Varennes:
algunos paisanos habían disparado contra ellos. Entraron en la casa de
Sauce y subieron por una escalera de caracol al primer piso. En una
habitación encontraron algunos campesinos armados con horquillas
que no querían dejarles pasar. Por fin pasaron. En otra habitación estaba
la familia real. El delfín dormía sobre una cama deshecha, los guardias
de corps sobre las sillas, lo mismo que las doncellas de la reina. La aya,
la hermana del rey y la hija en unos bancos cerca de la ventana. El rey y

629
la reina eran los únicos que estaban despiertos y conversaban con el
tendero Sauce. Sobre una mesa había pan, vasos y una botella de vino.
El rey. —Y bien, señores; ¿cuándo partimos?
Goguelat. —Señor: Cuando Vuestra Majestad quiera.
Choisseul. —Dad vuestras ordenes, señor. Tengo aquí cuarenta
húsares; pero no hay tiempo que perder: dentro de una hora el pueblo
los habrá ganado.
Decía bien Choisseul. Estos húsares eran aún víctimas de la
sorpresa que la noticia les había causado. Entre ellos se decían con
extrañeza y asombro: «¡Der Koenig ¡die Kaeniginn!» (¡El rey! ¡la reina!)
Aunque eran alemanes y casi ignoraban el francés, dábanse exacta
cuenta de la unanimidad de los franceses. Lo habían visto bien claro en
el camino que a través de los bosques habían seguido tras de Mr. de
Choisseul. De pueblo en pueblo la campana de alarma sonaba a sus
espaldas y muchas veces tuvieron que abrirse paso sable en mano. Los
campesinos llegaron hasta hacer prisioneros a cuatro húsares que
marchaban a retaguardia y sus compañeros tuvieron que retroceder
para ponerlos en libertad.
Estos alemanes que se veían solos en medio de un gran pueblo y
además reconocían estar pagados y alimentados por la Francia, no
podían decidirse a acuchillar a gentes que se acercaban a ellos
amigablemente a estrechar sus manos y á ofrecerles vasos de vino.
En este momento crítico en el cual cada minuto tenía una
importancia infinita, antes que Choisseul hubiera obtenido la
contestación definitiva del rey, entró con gran estrépito la municipalidad
y los oficiales de la guardia nacional. Muchos se pusieron de rodillas. —
«En nombre de Dios, majestad—dijeron—no nos abandonéis; no salgáis
del reino.»
El rey intentó calmarles. —«No es esa mi intención, señores: yo no
abandono la Francia. Los ultrajes que se me han hecho me obligan a huir
de París. No voy más que a Montmedy y os invito a que me sigáis. Haced
solamente, os lo ruego, que mis coches sean enganchados.»
Los comisionados salieron de la habitación. Era el último minuto
que le restaba a Luis XVI para salvarse. Choisseul y Goguelat esperaban
sus órdenes. Eran las dos de la madrugada. En torno de la casa se
agolpaba una muchedumbre confusa, mal armada y mal organizada: la
mayoría carecían de armas de fuego. Estos pocos que tenían fusiles no
se hubieran atrevido (exceptuando a Drouet) a tirar contra el rey, y
menos aún contra sus hijos. La reina era la única que podía correr un
verdadero peligro. A ella se dirigieron Choisseul y Goguelat. Le

630
preguntaron si se atrevía a montar a caballo y partir con el rey: éste se
encargaría del delfín.
Por el puente no podían pasar, pero Goguelat conocía los vados
del río, y con el auxilio de treinta o cuarenta húsares que les guardarían
las espaldas, estaba seguro de poder pasar. Una vez al otro lado del río
ya no corrían ningún peligro: la gente de Varennes no tenía caballos para
seguirles.
Esta audaz intentona, en la que se arriesgaba la vida, era para
infundir miedo a una mujer por brava y resuelta que fuese. La reina
respondió: —«No quiero tomar sobre mí la responsabilidad de esta
resolución: es el rey quien debe resolver", él es quien puede ordenar y
mi deber es seguirle... Después de todo, Mr. de Bouillé no tardará en
llegar.»
—«En efecto—dijo el rey; —¿podéis responderme, señores, de qué
en el tumulto de nuestra huida un tiro no matará a la reina, o a mi
hermana y mis hijos?... Razonemos fríamente. La municipalidad no se
niega a dejarme pasar: únicamente pide que me espere hasta el
amanecer. El joven Bouillé ha partido a media noche para advertir a su
padre que está en Stenay. Hay ocho leguas de camino que pueden
franquearse en dos o tres horas. Mr. de Bouillé estará aquí por la
mañana, es indudable, y sin peligro y sin violencias partiremos con toda
seguridad.»
Mientras tanto los húsares bebían con el pueblo brindando «¡A la
salud de la Nación!» Eran las tres de la madrugada. La municipalidad
volvió a ver al rey; pero esta vez sus palabras tuvieron una significación
terrible: «El pueblo se oponía absolutamente a que el rey se pusiera en
camino y había resuelto enviar un correo a la Asamblea Nacional para
conocer sus intenciones.
Goguelat había salido para juzgar por sí mismo de la situación.
Drouet avanzó hacia él y le dijo: —«Sé que queréis llevaros al rey, pero
sólo os lo llevaréis después de muerto.»
El coche estaba rodeado de gentes armadas. Goguelat se acercó
con algunos húsares, pero el comandante de la Guardia nacional le gritó:
—«Si dais un paso adelante os mato.» Goguelat arrojó su caballo contra
él, pero recibió dos balazos que le causaron dos heridas ligeras. Una de
las balas se aplastó en una clavícula y le hizo abandonar las riendas,
perder el equilibrio y caer del caballo. Pudo levantarse, pero en vano
llamó a sus húsares, pues estos se habían puesto de parte del pueblo.
Los paisanos les habían hecho ver en los dos extremos de la calle
algunos pequeños cañones que les apuntaban, y los húsares se creyeron

631
entre dos fuegos. Aquellos cañones no eran más que piezas de hierro
viejo y no estaban cargados ni podían estarlo.
Goguelat, herido, volvió a entraren la habitación de la familia real.
Esta pieza ofrecía un aspecto de desolación a la vez innoble y trágico.
Lo angustioso de la situación había acabado con la serenidad del rey: la
reina había perdido igualmente su presencia de ánimo. Conmovidos y
casi llorosos, suplicaban al tendero Sauce y a su mujer que los salvasen,
como si estas pobres gentes pudieran hacer algo por ellos. La reina,
sentada en un banco entre dos cajas de bujías, intentaba conmover el
buen corazón de la mujer del tendero. —«Señora—la decía—compadeceos
de nosotros: vos tenéis también hijos, un marido y una familia.» A lo
que respondía la plebeya con sencillez: —«Efectivamente, tengo familia:
quisiera seros útil, pero vos pensáis en el rey y yo pienso en mi pobre
Sauce. Que cada una procure por su marido.»
La reina volvió el rostro, furiosa, derramando lágrimas de rabia,
indignándose de que esta pobre mujer que no podía salvarla rehusase
el perderse con ella, sacrificando en su honor su marido y su familia.
El rey había caído en una estupefacción semejante al idiotismo. El
oficial que mandaba el primer puesto después de Varennes, Mr. Deslous,
había logrado llegar hasta él y le decía que Bouillé, advertido a tiempo,
iba a llegar de un momento a otro en su socorro. El rey parecía no
entenderle. El oficial repitió las mismas palabras hasta tres veces, y
viendo que no despertaba la inteligencia del rey, le dijo: «Ruego a
vuestra majestad que me dé órdenes para Mr. de Bouillé.»
—«No tengo que dar órdenes, caballero—contestó por fin el
monarca; —yo no soy aquí más que un prisionero. Decid á Mr. de Bouillé
que le ruego haga por mí todo cuanto pueda.»
Una gran parte de la muchedumbre, temiendo la llegada de
Bouillé, quería llevarse inmediatamente al rey. Sonaban terribles gritos.
«¡A París! ¡á París!» El rey, creyendo calmar estos gritos, se asomó a
una ventana. La luz triste del amanecer iluminaba esta escena. El rey,
vestido de lacayo, con la innoble peluquita desrizada y sin polvos, pálido
y obeso, con los gruesos labios casi blancos y los ojos llorosos, no
expresaba ninguna idea. Su aspecto era tan triste, que al aparecer en la
ventana la sorpresa se apoderó de aquellos miles de hombres y se hizo
un silencio profundo que indicaba el combate de pensamientos y
sentimientos que se libraba en el espíritu de muchos. Pasado este
momento, la piedad se desbordó, el corazón de la Francia se manifestó
con lágrimas, y fue tal la fuerza de la compasión, que muchos hombres
antes furiosos gritaron «¡viva el rey!»

632
La abuela de Sauce, una vieja trémula y débil, entró en la
habitación de los reyes, y al ver a los dos niños que dormían juntos en
la cama, se arrodilló y sollozando les besó las manos. Después los
bendijo y se retiró.
Escena cruel en verdad, capaz de conmover los corazones más
duros y más enemigos. Hasta un vecino de Lieja que allí estaba lloró
conmovido. Lieja, cautiva de Leopoldo, bárbaramente tratada por los
soldados austriacos, lloraba sobre Luis XVI,
Tal era esta situación extraña y extraordinaria. La Revolución,
cautiva de los reyes en Europa, tenía a los reyes cautivos en Francia.
¿Pero por qué digo que la situación era extraña? No; la
compensación resultaba justa. Lo que más sorprende en la escena de
Varennes era perfectamente natural; lo que parece un cambio inaudito
no es más que un retorno a la verdad.
Ese disfraz que tanto desfiguraba a Luis XVI no era más que un
regreso a la condición privada para la cual había nacido el rey.
Consultando sus aptitudes, el monarca sólo servía no para ayuda de
cámara, pues era hombre ilustrado y de inteligencia cultivada por
algunos estudios, pero si para servidor de una gran casa, preceptor o
intendente dispensado de toda iniciativa, libre de tener pensamiento
propio. Hubiera podido ser un administrador económico é íntegro; un
preceptor instruido, moral y concienzudo con toda la extensión del
cumplimiento del deber. El traje del servidor era su verdadero traje: su
disfraz eran los atributos monárquicos con los que hasta entonces se
había revestido.
Pero mientras nosotros soñamos, el tiempo transcurre y ya el sol
se ha levantado mucho en el horizonte. Diez mil hombres llenan las
calles de Varennes. La pequeña habitación donde está la familia real se
conmueve con el terrible vocerío que sube de la calle. La puerta se abre.
Entra un hombre, un oficial de la guardia nacional de París, figura
sombría, con el uniforme deshecho y cubierto de polvo, fatigado pero
poseído de nerviosa exaltación, con los cabellos sin peinar ni empolvar,
como hombre que acaba de hacer un galope desesperado de muchas
leguas. Habla al rey con palabras entrecortadas por la fatiga: «Señor...
en París está próximo a matarse... Nuestras mujeres, nuestros hijos van
a ser pasados por cuchillo; no iréis más lejos; no iréis... El interés del
Estado... Sí, majestad: nuestras mujeres, nuestros hijos...» Al oír estas
palabras la reina le toma la mano con un movimiento enérgico y
muestra a sus hijos que, abrumados por la fatiga, estaban en la cama de
Sauce.

633
—¿No soy yo madre también? —dice con soberbia.
—En fin, ¿qué es lo que queréis? —pregunta el rey interviniendo.
—Señor: traigo un decreto de la Asamblea. Mi camarada lo tiene.
La puerta se abre dejando ver a Mr. de Romeuf apoyado en el
alféizar de una ventana de la primera habitación, con el mayor desorden
en el traje y el rostro cubierto de lágrimas.
Tenía un papel en la mano y avanzó hacia el rey con los ojos bajos.
—¡Qué, caballero! —dijo la reina. —¿Y sois vos quien trae eso?... Jamás
lo hubiera creído.
El rey le arrancó con fuerza el decreto, lo leyó y dijo: —«Ya no hay
rey en Francia.»
La reina tomó el papel, pero el rey volvió a cogerlo para leer por
segunda vez y acabó dejándolo sobre la cama donde dormían sus dos
hijos. La reina, con impetuosidad, se apoderó del decreto diciendo: «No
quiero que ese papel toque a mis hijos.»
Al ver que la reina arrojaba al suelo el papel se elevó un murmullo
de reprobación de la municipalidad y demás vecinos presentes, como si
acabara de profanarse la cosa más santa. Choisseul, comprendiendo la
situación, recogió del suelo el decreto y lo puso sobre la mesa.
¿Qué hacía entre tanto Bouillé? ¿Por qué no llegaba? Advertido
sucesivamente de lo que ocurría por su hijo, por el joven comandante
de los húsares que estaban en Varennes y después por los mensajeros
de Deslous y de Choisseul, ¿cómo no franqueaba rápidamente aquella
distancia relativamente corta de ocho leguas?
¿Cómo? Él lo dijo posteriormente y probó con claridad que no
pudo hacer nada. Estaba poco seguro de la fidelidad de sus tropas y se
veía rodeado de muchas ciudades malvadas (así lo decía él) como
Verdun, Metz y Stenay que le amenazaban. Esto hizo que antes de salir
al encuentro del rey procurase asegurarse de la fidelidad del soldado,
temiendo que le abandonase de un momento a otro. Además, guardó a
su lado el oficial más seguro, su hijo mayor Luis de Bouillé.
Los dos juntos fueron a despertar el mejor regimiento (para ellos)
del ejército, el único que realmente le era fiel, el llamado Real-Alemán.
No lograron despertarlo, armarlo y tenerlo sobre las sillas más que al
cabo de tres horas de esta noche terrible, en la cual cada minuto decidía
la muerte de un siglo. Este regimiento, calentado con bravatas, bien
bebido y pagado a tantos luises por hombre, franqueó las ocho leguas a
un galope rápido a través de un país sublevado, solo en una campiña
que arrojaba por todas partes gentes armadas. Corrían por un país
enemigo que se cerraba tras su paso, haciendo dificilísimo el retorno.

634
Bouillé, que marchaba al frente, encontró a uno de los suyos que
regresaba de Varennes. —«¿Y el rey?»—preguntó con ansiedad. —
«Acaba de salir de Varennes: se lo llevan a París.»
Bouillé se hundió el casco de un puñetazo, juró loco de rabia y
rasgó con sus espuelas ensangrentadas los flancos de su caballo. El
regimiento pasó adelante como un huracán.
Por fin llegaron a las inmediaciones de Varennes. No había medio
de pasar: el camino estaba obstruido con barricadas. Un fuerte riachuelo
les cortó el paso, pero lo vadearon. Más allá encontraron un canal e
intentaron pasarlo también; pero las noticias que recibieron apagaron
su ardor. Habían perdido toda esperanza de salvar al rey. Los alemanes
comenzaban a decir que sus caballos no podían más. Además, corrió por
las filas la noticia de que la guarnición de Verdun marchaba contra ellos.
El joven Luis de Bouillé ha contado lo ocurrido en esta última hora
cuando su padre, loco de furor y con la espada desnuda, quiso continuar
la persecución a todo trance y dijo con un movimiento audaz y juvenil:
«¡Adelante! Nos hundiremos con esta pequeña tropa en el seno de
Francia armada contra nosotros...»
Sí: la verdadera Francia se levantaba en armas. Y aquellos
alemanes que corrían, y Bouillé que les conducía y el rey conducido por
fuerza a su palacio, ¿que eran? Eran la revuelta.

635
CAPITULO XIV
El rey y la reina conducidos desde Várennos (22-25 Junio
1791.)

Unanimidad del pueblo contra el rey. —Únicamente Chalons le hace buen recibimiento
(22 de Junio). —Los comisionados enviados por la Asamblea (23 de Junio) —La reina y Barnabe.
— Parada de Dormans —La familia real en Meaux, en el palacio de Bossuet (24 de Junio), —
Petion quiere salvar a los tres guardias de corps. —Entrada en París 25 de Junio). —Llegada a
las Tullerías. —Diversos sentimientos del pueblo

El rey y la reina habían llegado a persuadirse durante mucho


tiempo de que la Revolución estaba concentrada en la agitación de París,
que era una cosa artificial, una conspiración aislada de los Orleanistas o
de los Jacobinos. El viaje a Varennes pudo hacerles ver lo contrario, y el
regreso más aún.
En vano trataba la reina de engañarse a sí misma, de achacar el
mal resultado de la empresa a causas desconocidas. «Se ha necesitado
—decía—un concurso extraordinario de circunstancias, un milagro.» El
verdadero milagro fue la unanimidad de la nación. Unido en un solo
arranque de justicia y de indignación, la Francia salvó a la Francia.
Recordemos las circunstancias del viaje. Esta unanimidad se
manifiesta en todas partes. Por do quiera la fuerza militar es
neutralizada por el pueblo. Cerca ya de Chalons, Choisseul no puede
soportar la mirada de aquella multitud que le vigila y le adivina; a pesar
de los bosques, a pesar de la noche, el ojo del pueblo le sigue, le ve en
todas partes, de aldea en aldea oye tocar a arrebato. El oficial de Sainte-
Menehou, el de Clermont, quedan anulados, paralizados por aquella
vigilancia inquieta. El de Varennes huye; y el joven Bouillé, amenazado,
no puede tomar el mando. El mismo Bouillé no puede salir al encuentro,
no pudiendo fiarse ni de sus tropas ni de las guarniciones vecinas,
viendo la campiña alzada en armas. Un hecho quizás más grave y que
habíamos omitido, es que, en todas partes, en sus alojamientos, los
soldados se percataban de que, mientras ellos dormían, sus huéspedes
les quitaban los cartuchos; los soldados del rey dormían mientras el
pueblo velaba.
Esta terrible unanimidad se demostró mejor al regreso. Desde
Varennes a París, en un viaje de cincuenta leguas, viaje terriblemente
lento, que duró cuatro días completos, el rey, en su coche, se vio
constantemente rodeado por una masa compacta del pueblo; la pesada

636
berlina flotaba en un espeso mar de hombres y hendía, con trabajo las
olas. Era como si una inundación de todas las campiñas vecinas lanzara
por turno oleadas vivientes sobre aquel desdichado carruaje, oleadas
furiosas, ensordecedoras, que parecían dispuestas a arrollarlo todo, y
que sin embargo se estrellaban allí. Aquellos hombres, armados hasta
los dientes con cuantas armas tenían, llegaban cargados de fusiles, de
sables y de picas, de dallas y de horcas; venían desde lejos para matar,
y al llegar injuriaban; desahogaban su cólera, clamaban contra los
cobardes y los traidores, iban detrás algún tiempo y luego se volvían.
Venían otros y otros sin descanso; y estos, igualmente excitados,
rebosando fuerza y furor. Vociferaban, se secaban sus gargantas y
bebían para volver a gritar. Un ardoroso día de Junio exaltaba sus
cabezas; el sol caía a plomo, reflejaba sobre el polvo del camino,
arremolinándolo en torbellinos sobre bosques de bayonetas y de
espigas.
Delgadas espigas, pobre cosecha de la miserable Champagne; el
aspecto de aquella cosecha, tan penosamente sazonada, contribuía no
poco a aumentar el furor de los aldeanos; precisamente era aquel el
momento escogido por el rey para ir a buscar al enemigo, para inundar
los campos con los húsares y los Panduros83, la caballería ladrona,
hambrienta, insultante, para poner la vida de la Francia a los pies de los
caballos, asegurando el hambre para aquel año y el venidero...
Allí fue el verdadero proceso de Luis XVI, y no el 21 de Febrero.
Durante cuatro días consecutivos oyó de boca de todo un pueblo su
acusación y su condena. El sentimiento filial de aquel pueblo, tan
cruelmente engañado, se había convertido en furor, y el furor, expresado
por gritos, se convertía en reproches de una verdad abrumadora, en
palabras terribles que caían sobre el culpable coche como rayos
implacables de la justicia.
Cerca de Sainte-Menehould, redoblaron aún más los gritos.
Alarmados el rey y la reina manifestaron que se detendrían allí, que no
irían más allá. Un enviado del consejo municipal de París trataba de
tranquilizarles, y le hicieron prometer, jurando por su salud, que no les
sucedería nada ni a ellos ni a los suyos, ni en el camino ni en París, y que
para mayor seguridad no se separaría de ellos84.

83
Habitantes de las aldeas de Pandur (Baja Hungría), soldados húngaros independientes y
terribles, (Nota del traductor)

84
Informe de M. Bodan, enviado del consejo municipal de París. Archivos del Sena, carpeta
310, registro 10, p. 93.

637
Nadie podía responder de lo que sucedería. La vida de la familia
real estaba pendiente de un cabello. Entre tantos hombres furiosos
(había muchos más embriagados) era muy de temer que, ciegos de ira
o por la bebida, se dispararan al azar algunos tiros. Pero la rabia se
manifestaba principalmente contra los que suponían autores del viaje
del rey. Choiseul y Dumas hubieran perecido ciertamente si el ayudante
de campo de Lafayette no se hubiera hecho arrestar con ellos. Los tres
guardias de corps que volvían en el pescante del coche se daban por
muertos; varias veces tuvieron las bayonetas tocando sus pechos; sin
embargo, nadie disparó contra ellos. Había, aun en medio de los
insultos, un resto de consideración hacia el rey, o al menos de piedad
por su incapacidad, por su manifiesta debilidad. Los niños, asomados a
las portezuelas, desarmaban a la muchedumbre, admiraban a los más
furiosos. Llegaban todos, al parecer, dispuestos a herir; pero no habían
pensado en los niños, El apacible semblante de Madame Isabel,
conservaba a los veinticinco años un encanto infantil singular, una
tranquilidad de santa, extraño en aquella situación. Y la princesita,
aunque tenía ya a los catorce años algo del continente altanero de su
madre, tenía también de ésta el brillo deslumbrador de su belleza
sonrosada y rubia. Aquella multitud se componía de hombres (había
pocas mujeres); y no había ningún hombre, por ebrio o furioso que
estuviera, que no sintiera ablandarse su corazón en cuanto se
encontraba en presencia de aquella flor temprana.
Puede decirse que los más exaltados fueron los que venían de más
lejos, los que no llegaron a tiempo y no vieron a aquella familia. He aquí
dos hechos que no se han publicado en ninguna parte, y que dan a
conocer la violenta emoción de la Francia en cuanto supo que había sido
traicionada.
Clouet, de Ardennes, uno de los fundadores de la Escuela
politécnica, áspero estoico, casi salvaje, que jamás tuvo más amor que
el de la patria, salió de Mezieres con su fusil, llegó a marchas forzadas,
a pie (no viajaba de otra suerte), hizo sesenta leguas en tres días, con la
esperanza de matar al rey. En París cambió de idea.
Otro, carpintero joven de Borgoña (más adelante establecido en
París, fue padre de dos sabios distinguidos), dejó igualmente su país
para asistir al proceso y al castigo del traidor. Hospedado en el camino
en casa de un maestro carpintero, le hizo comprender su huésped que
llegaría demasiado tarde, que haría mejor en quedarse allí, fraternizando
con él, y para cimentar la fraternidad, le hizo casar con su hija.

638
Un solo hombre fue muerto en el regreso de Varennes, un
caballero de San Luis, que, a caballo como un San Jorge, fue a caracolear
atrevidamente a la portezuela del coche y a desmentir con sus
homenajes la condenación del rey por el pueblo. Fue preciso que el
ayudante de campo le rogase que se alejara; pero fue ya tarde, trató de
librarse de la multitud conteniendo el paso; después, al verse oprimido,
picó espuelas a través de los campos. Le hicieron fuego, contestó, y
cuarenta disparos a la vez le derribaron; desapareció un momento entre
un grupo y le cortaron la cabeza. Esta cabeza ensangrentada fue llevada
inhumanamente hasta el carruaje, y con gran trabajo se consiguió que
aquellos salvajes alejasen de la vista de la real familia aquel motivo de
horror.
En Chalons cambia la escena. Esta antigua ciudad, sin comercio,
estaba habitada por nobles, rentistas y burgueses realistas.
Ajenos a las ideas de la época, ignorantes de la situación, aquellos
hombres del antiguo régimen vieron con enternecimiento
extraordinario a su pobre rey conducido de aquel modo; todos piden ser
presentados; las señoras y señoritas llegan a ofrecer a las princesas sus
flores humedecidas con sus lágrimas. Se prepara una suntuosa comida,
la familia real cena en público, se circula alrededor de las mesas. ¿Están
en Chalons o en Versalles? El rey ya no lo sabe. Llega la guardia nacional:
«No temáis nada, Señor, nosotros os defenderemos.» Algunos llegaron
a decir que conducirían al rey a Montmedy.
El rey cena, se acuesta temprano, oye misa. Pero ya está todo
cambiado. Han llegado los obreros de Reims, llega toda la Champagne;
antes de que amanezca llena Chalons un ejército; todos excitados por la
marcha, quieren ver partir al rey inmediatamente. ¡París! ¡París! Es el
grito universal; se apunta hacia las ventanas. El rey se asoma al balcón
con su familia, digno y tranquilo. «Puesto que se me obliga a ello, voy a
partir.»
Tres enviados de la Asamblea detienen el cortejo en Espernay y
Dormans; vienen a asegurar, a dirigir el retorno del rey. Los tres
escogidos entre la izquierda. El monárquico Malouet hubiera sido el
intermediario natural para negociar con un rey libre; para custodiar a un
rey prisionero, había enviado la izquierda tres hombres que
representaban sus tres matices, Barnabe, Latour-Maubourg y Petion.
La reina los recibió muy mal; además de su misión, que les hacía
poco agradables, tenía otros motivos muy diferentes para verlos con
malos ojos. Latour-Maubourg, cortesano y en otro tiempo favorecido,
amigo personal, sin embargo, del guardián del rey y representando a

639
Lafayette en aquella circunstancia, era odiado especialmente; no pudo
soportar la mirada de la reina y subió en otro coche, donde iban las
mujeres, dejando a sus colegas el triste y peligroso honor de subir a la
carroza del rey. Petion era naturalmente odioso; creían ver en él al
Jacobino de los Jacobinos, a la revolución. Barnabe era mucho peor; en
él se veía la odiosa trinidad (Duport, Barnabe y Lameth) de intrigantes,
de ingratos, de gentes con las que se había cometido recientemente una
sinrazón, fingiendo consultarlos y creerlos, y a los que se había
engañado, divirtiéndose a su costa; y ahora la fatalidad hacía que
cayeran entre sus manos.
Petion chocó extraordinariamente declarando que, como
representante de la Asamblea, se había de sentar en el testero. Esto
obligó a
Madame Isabel a pasar al asiento delantero; Barnabe se sentó a su
lado enfrente de la reina.
Barnabe, de veintiocho años de edad, tenía cara de muy joven,
hermosos ojos azules, la boca grande, la nariz arremangada y la voz
áspera. Su figura era elegante. Poseía el aspecto audaz de un abogado
duelista, acostumbrado a las dos clases de esgrima. Parecía frío, seco y
malvado, pero no lo era en el fondo. Su fisonomía no expresaba en
realidad más que su vida de lucha, de disputas, la irritación habitual de
la vanidad.
Desde luego manifestó la intención realista del partido que le
enviaba. Cuando leyó en voz alta el decreto de la Asamblea, el rey dijo:
«Que jamás había tenido intención de salir de Francia.» Entonces
Barnabe, apoderándose de aquella manifestación: «He ahí, dijo a
Mathieu Dumas, lugarteniente de Lafayette, una palabra que salvará la
monarquía.»
La reina notó que el joven diputado se volvía con frecuencia para
mirar a los guardias de corps que iban en el pescante; después dirigía
hacia ella las miradas con una expresión dura, en la que se podía
distinguir algo equívoco e irónico85. La reina era mujer, comprendió en
seguida lo que ningún hombre hubiera comprendido; con un golpe de
vista atrevido y fino, midió desde luego el partido inmenso que podía
obtener de aquella disposición perversa en apariencia.
Comprendió sin dificultad que Barnabe creía ver entre los guardias
de corps al hombre entusiasta al que la reina había concedido el favor

85
Los detalles que siguen parecerán novelescos, y son sin embargo muy verosímiles. Están
tomados de Weber, Valory, Campan, etc.

640
de dirigir la fuga, el favor de morir por ella, al afortunado conde de
Fersen. Digámoslo claramente: comprendió que Barnabe estaba celoso.
Para que esto no parezca absurdo, hay que saber que Barnabe,
dominado por su vanidad, quería ser en absoluto el sucesor de
Mirabeau; creía haberle heredado en la tribuna, pero quería la herencia
completa: la reina lo era, según él. La confianza de la reina le parecía, en
aquella herencia, el diamante más hermoso del difunto. Por un
momento creyó haber alcanzado tan alta fortuna, cuando la corte fingió
pedir el consejo de los tres amigos. De los tres dos, Lameth y Duport,
eran notoriamente desagradables: el confidente necesario era Barnabe;
por lo menos así lo había él creído. Había sido, por tanto, singularmente
mortificado, como hombre político y como hombre, con la fuga de
Varennes; le parecía que le robaban lo que, en su excesiva presunción,
consideraba ya como suyo.
La reina era demasiado altanera para decirse claramente todo
esto, como yo lo digo aquí, pero no por eso dejó de ver todo lo que era
necesario ver. Aprovechó, sin afectación, la primera ocasión natural para
decir los nombres de los tres guardias de corps. Barnabe vio que se
había equivocado, que no estaba allí Fersen. Ved un hombre
completamente cambiado; con la cabeza baja, sumiso, respetuoso, se
siente culpable y no se ocupa más que de expiar a fuerza de
consideraciones su impertinencia. Esto parecía difícil, no dignándose la
reina dirigirle la palabra.
Barnabe no podía obrar más que indirectamente. Colocado
enfrente de la reina, estaba también enfrente de la cara severa de su
colega Petion, que en verdad conocía muy poco el mundo y las pasiones
para ver nada de esto. Petion, esencialmente tardo y torpe,86 había
dirigido no sé qué frase poco conveniente á Madame Isabel, quien a
pesar de lo simple que parecía, le había contestado muy bien. Luego,
para enmendar la cosa, había tocado justamente el punto en que la
joven princesa era más vulnerable, la fe, la religión, repitiendo no sé qué
banalidad filosófica contra el cristianismo. Conmovida la pobre princesa,
contra su costumbre, se puso a hablar seguido para defender su tesoro,
y estuvo casi elocuente.

86
Lo que añade al carácter de Petion un ridículo imborrable, es que cree en la «Memoria».
Inédita que escribió «sobre el viaje de Varennes que Madama Isabel, sentada a su lado el
segundo día y apoyándose involuntariamente sobre él por él exceso de ¿cansancio, estaba
enamorada de él; en fin para emplear el lenguaje sensual de la época: «qué cedía a la
naturaleza».

641
Barnabe escuchaba y no decía una palabra. El rey, con su bondad
acostumbrada, se dignó, sin motivo, dirigirle la palabra; le habló de la
Asamblea, asunto agradable al joven orador; era llevarle al campo de
sus triunfos. Luego se habló de política en general y Barnabe defendió
sus ideas con sumo tacto y respeto.
Petion ofrecía un contraste de cínica familiaridad que favorecía
mucho a Barnabe. Habiendo dicho el rey que él solo había trabajado por
el bien, «puesto que después de todo la Francia no podía ser
republicana»: —«Todavía no, es verdad, dijo secamente Petion; los
franceses no han madurado todavía bastante...»—se siguió un largo
silencio.
No fue esto solo. El delfín, que iba y venía, se había colocado entre
las piernas de Petion. Este acariciaba paternalmente su rubia y rizosa
cabellera, y a veces, si la discusión se animaba, le daba un estirón. La
reina se sintió muy molestada por ello, y cogió con viveza al niño, que,
guiado por su instinto infantil, fue justamente adonde debía ser bien
recibido, sobre las rodillas de Barnabe. Allí, cómodamente sentado,
deletreó a su gusto las letras grabadas sobre los botones del traje del
diputado y consiguió leer la hermosa divisa: «Vivir libre, o morir».
Aquel pequeño cuadro íntimo, ¿quién lo hubiera creído? Rodaba
apacible, a través de una multitud excitada, entre los gritos y las
amenazas. A fuerza de oirías tanto, ya no las entendían. El peligro era el
mismo y apenas se pensaba en él. Había llegado el aturdimiento y la
insensibilidad ante el movido cuadro del exterior, incesantemente
renovado. Cosa extraña y que demuestra los recursos eternamente
vitales de la naturaleza; aquel pequeño mundo frágil de gentes que,
juntas iban todas a la muerte, se arreglaba durante el camino, para vivir
aun en medio de la tempestad.
Pero de pronto se produce un choque... Una nueva oleada de
furiosos quiere matar a los guardias de corps. Barnabe asoma la cabeza
por la ventanilla y los mira; como si la Asamblea nacional hubiese estado
allí, retrocedieron todos.
Algo más adelante, surgió otro incidente más grave, que pudo ser
fatal. Un pobre sacerdote, con el corazón lacerado por la desgracia del
rey, se aproxima, llenos los ojos de lágrimas, alzando los brazos al
cielo... La muchedumbre furiosa se apodera de él, lo arrastran, va a
perecer... Barnabe se precipita, y asomando medio cuerpo a la
ventanilla: «Tigres—les grita, ¡—vosotros no sois franceses!... Francia, el
pueblo de los valientes, ¿es también el de los asesinos?» Estas palabras
salvaron al sacerdote, pero Barnabe hubiera caído del coche si Madama

642
Isabel, a pesar de las conveniencias que la imponían la etiqueta y la
reserva, no lo hubiera olvidado todo en aquel momento y le hubiera
asido de la casaca.
La reina quedó tan sorprendida como emocionada y reconocida
hacia el joven. Desde aquel momento le habló.
La noche del tercer día87 se hospedó la familia real en Meaux, en el
palacio episcopal, palacio de Bossuet. Digna casa de albergar semejante
infortunio digna por su melancolía. Ni Versalles ni Trianon son tan
noblemente tristes ni recuerdan tanto la grandeza de los pasados
tiempos. Y lo que choca aún más, es que la grandeza es allí sencilla. Una
escalera ancha y sombría de ladrillo, escalera sin peldaños, en suave
pendiente, conduce a las habitaciones. El jardín monótono que se
domina desde la torre de la iglesia, está limitado por las viejas murallas
de la ciudad, hoy cubiertas de yedra; en la terraza una avenida de acebos
da acceso al gabinete del grande hombre, avenida siniestra, fúnebre,
donde sin duda tuvo el presentimiento del fin de aquel mundo
monárquico de que él había sido el primer orador.
Y aquella monarquía muerta iba a pedir al hogar de Bossuet
hospitalidad por una noche.
La reina encontró aquel sitio tan en armonía con el estado de su
ánimo, que sin tener en cuenta la situación, sin preocuparse de saber si
viviría al día siguiente, se cogió del brazo de Barnabe y quiso ver el
palacio. Está lleno de recuerdos; varios retratos son preciosos. Vio, en
la misma habitación en que dormía el grande hombre, el retrato de una
princesa, imagen, sino me engaño, de aquella que al morir legó su anillo
a Bossuet.
Barnabe, en aquel lugar tan solemne, aprovechando la ocasión y
la emoción de la reina, le dio consejos para que se salvara, salidos del
corazón. La hizo ver palpablemente las faltas del partido realista. «Ah!
Señora, qué mal defendida ha sido vuestra causa; ¡qué ignorancia del
espíritu del tiempo y del genio de la Francia!... ¡Muchas veces he estado
a punto de ir a ofrecerme, de sacrificarme por vos!»- «Pero ¿qué medios
son los que me hubierais aconsejado?»- «Uno solo, Señora; que os
hubierais hecho amar por el pueblo. »—«¡Ay! ¿Como conquistar ese
amor? Todo conspiraba para arrebatármelo. »—«¡Ah! Señora, si yo,
desconocido, nacido en la obscuridad, he obtenido la popularidad,

87
La familia real pasó la primera noche en Chalons, la segunda en Dormans. Aquí, con pretexto
de que aun podían ser perseguidos, declararon los comisionados que no aceptaban más
escolta que de caballería, y la guardia nacional de infantería tuvo que retirarse. Con esto se
abreviaba el viaje, se disminuían los peligros, los insultos, etc.

643
cuanto más fácil os hubiese sido a vos, si hubieseis hecho el menor
esfuerzo, el conservarla, el volverla a conquistar...»88
La hora de cenar interrumpió la conferencia. Después de la cena
hizo Petion una cosa muy arriesgada, muy humana y que desmiente
singularmente la frialdad que afectaba; llamó al rey aparte y le propuso
la evasión de los tres guardias de corps, disfrazándolos de guardias
nacionales. El ofrecimiento era de un buen ciudadano, de un patriota
excelente; ciertamente demostraba amor al pueblo el que quería evitarle
un crimen; era salvar el honor de la Francia. La reina no aceptó esta
oferta, ya porque no quisiera tenerle que agradecer nada a Petion, ya
porque tuviera la insensata sospecha (Valory no duda en afirmarlo) de
que Petion quería alejarlos para hacerles asesinar con más seguridad,
lejos de la presencia del rey que les protegía.
Al día siguiente, 25 de Junio, era el último, el día terrible en que
había que hacer frente a París. Barnabe se colocó en el testero del coche,
entre el rey y la reina, para tranquilizarla sin duda, y también para
justificar mejor el peligro; si algún exaltado hubiese hecho fuego, lo
hubiera hecho apuntando hacia allí. Es verdad que se habían tomado
cuantas precauciones permitía la situación. Un militar distinguido, Mr.
Mathieu Dumas, encargado por Lafayette de proteger el regreso, había
rodeado el coche de numerosa guardia de granaderos, cuyos morriones
de pelo cubrían casi las ventanillas; en el pescante donde iban los
guardias de corps se sentaron también granaderos encargados de
protegerlos y lo consiguieron; otros granaderos, por último, montaron
en los caballos del carruaje. El calor era excesivo, el coche se perdía
entre nubes de polvo; no se podía respirar; parecía que faltaba el aire al
acercarse a París; la reina dijo varias veces que se ahogaba. El rey, en
Bourget, pidió y bebió vino, para reponerse. La entrada era imponente

88
Atacado violentamente Barnabe por esta conversación, se justificó tardíamente en su
«Introducción a la Revolución», escrita el 92 o 93, hallándose en grave peligro. Alega que de
todos modos habría faltado tiempo; lo cual no es exacto, al menos en aquella jornada. Dice el
mismo en su informe a la Asamblea, que: «como no llevaban más que guardias de caballería,
fue muy rápida la marcha desde Dormans á Meaux.» De lo que se deduce que debieron llegar
a Meaux muy temprano y descansaron allí. Dice también: («Obras» t. I, p. 132.) «Petion me
encargó muy especialmente que dijese que durante todo el camino no nos habíamos
separado.» Se comprende bien Los dos necesitaban de su mutua discreción. Es cierto que
Petion vio particularmente al rey, para proponerle la evasión de los guardias de corps, y
Barnabe, según todas las probabilidades, habló a solas con la reina y la dio varios consejos. -
El testimonio de la señora Compar. a veces poco fidedigno, lo es mucho en esta ocasión, al
menos, para mí, porque está conforme no sólo con la tradición, sino con lo verosímil. No ha
sido contradicho más que por Barnabe, es decir por un acusado, muy interesado en negar, y
que niega bajo la amenaza de la guillotina.

644
por los gritos y las imprecaciones; la multitud ocupaba hasta los tejados.
Creyose con razón que habría más peligro yendo por el arrabal y por la
calle de Saint-Martín, célebres desde la horrenda historia de Berthier.
Dieron la vuelta a París por las afueras, atravesaron los campos Elíseos,
la plaza de Luis XV y entraron por las Tuberías, por el puente Tournont.
Todo el mundo tenía la cabeza cubierta; ni una palabra en toda la
muchedumbre; aquel silencio profundo, en aquel mar de gente, era una
cosa terrible.
El pueblo de París, ingenioso en su venganza, no dirigía más que
un insulto al rey: un reproche mudo. En la plaza de Luis XV habían
vendado los ojos a la estatua, para demostrar a Luis XVI con tan
humillante símbolo, la ceguedad de la monarquía.
La pesada berlina alemana caminaba lenta y fúnebre con las
cortinillas medio corridas; parecía aquello el entierro de la monarquía.
Cuando las tropas y los guardias nacionales se reunieron en las Tullerías,
alzaron en alto las armas y fraternizaron entre sí y con el pueblo. Unión
general de la Francia, y una sola familia excluida.
Iba sola la triste berlina, bajo la excomunión del silencio. Se
hubiera creído que estaba vacía, si no hubiera ido un niño en la
ventanilla, pidiendo perdón al pueblo para sus infortunados padres.
Se evitó a la real familia el horror y el peligro de atravesar por entre
aquella turba hostil en toda la extensión de las Tuberías.
El coche fue hasta las escaleras de la amplia terraza que hay
delante del palacio. Allí había que apearse, allí hombres furiosos,
convertidos en tigres, aguardaban, esperaban una presa: suponían que
una vez que se apease el rey, quedarían sin defensa los tres correos.
El rey permaneció dentro del carruaje. Se avisó a la Asamblea y
acudieron veinte diputados; pero este auxilio hubiera sido inútil si los
guardias nacionales, formando en círculo, no hubiesen cruzado las
bayonetas por encima de la cabeza de los tres desgraciados; a pesar de
todo, aun recibieron ligeras heridas. Dos diputados que la reina
consideraba como enemigos suyos personales, Aguillón y Nailles,
estaban allí para recibirla y velar por su seguridad; la ofrecieron la mano,
y sin decir una palabra, la condujeron rápidamente a palacio entre
maldiciones. Se creyó perdida al verse entre sus manos, creyendo que
querían entregarla al pueblo o encerrarla sola en alguna prisión.
En seguida la asaltó otro temor; no veía a su hijo... Le habrían
ahogado ¿o querían separarle de ella? Al fin le encontró felizmente; le
habían cogido y llevado en brazos hasta sus habitaciones.

645
Excepción hecha de los grupos de furiosos que querían matar a los
guardias de corps, la actitud general de la multitud, aunque parecía muy
indignada, era en el fondo muy tranquila. Había pocos hombres que ante
una caída tan grande, ante semejante humillación, no experimentasen
alguna emoción, aun sin querer, y no se sintiesen profundamente
preocupados por los terribles caprichos del destino. Dos hechos
demostraron aquella mezcla tan natural de sentimientos contrarios. Un
realista, un diputado, M. de Guilhermy, indignado al ver que se obligaba
a todo el mundo a estar con la cabeza cubierta al pasar el rey, arrojó su
sombrero entre la multitud, gritando: «Atreveos a traérmelo.» Nadie
murmuró y fue respetado su valor o su fidelidad. A las puertas del
palacio se repitieron las mismas escenas. Cinco o seis mujeres de
servicio de la reina querían entrar en las Tullerías para recibirla; los
centinelas detenían, las verduleras los injuriaban gritándoles: «¡Esclavos
de la Austriaca!»- «Oíd, dijo una de aquellas mujeres, hermana de la
señora Compan; estoy de servicio de la reina hace quince años; ella me
dotó y me casó; la he servido cuando era feliz y poderosa. En este
momento es desgraciada: creéis que debo abandonarla...»—«Tiene
razón, exclamaron las verduleras; no debe abandonar a su señora,
hagamos que entre.» Rodearon al centinela, forzaron el paso y la
hicieron entrar.
Tal era el pueblo, agitado por dos sentimientos contrarios, la
humanidad, por una parte, por otra la indignación y la desconfianza
(muy fundada como se verá luego). La escena verdaderamente lúgubre
del regreso del rey había impresionado vivamente todos los espíritus.
Aquella noche, en el seno de las familias, las mujeres estaban afectadas
y muchas no quisieron cenar. A la mañana siguiente pasearon al delfín
por la terraza: un guardia nacional le tomaba en brazos para que le
vieran mejor desde el malecón, y el pobre niño echaba besos al pueblo.
Ninguno de los que le vieron dejó de emocionarse. La violencia
verdadera o simulada de los diarios no bastaba para combatir la
sensibilidad pública.
Las Revoluciones de París trataban en vano de demostrar que el
rey monstruo tenía tan poco corazón, estaba tan poco afectado por su
situación, que desde el día siguiente al de su regreso se había puesto a
jugar por la noche, como de costumbre, con su hijo. Muchos ardientes
patriotas se indignaban contra ellos mismos, al ver que, leyendo la
anterior noticia, se llenaban sus ojos de lágrimas.

646
CAPITULO XV
Indecisión, cambio de actitud de los principales actores políticos
(Junio 91).

Indecisión general. —Alternativas de la reina y de los realistas, de los Jacobinos, de


Camilo Desmoulins. — Actitud expectante de Danton, de Robespierre, de Petion, de Brissot.
—Influencias diversas que se disputan á Lafayette. —Discusión en casa de Larochefoucauld.
—Opinión de Sieyes. —La señora de Lafayette. —Exaltación de las damas realistas.

Ya está el rey en las Tullerías. Comienza el apuro. La mayor parte


de la gente creía saber lo que había qué hacer, y sin embargo nadie lo
sabía.
Parece que cuando las pasiones se hallan tan violentamente
agitadas, cada cual debe saber cuál es su propósito, lo que quiere y a lo
que aspira. La incertidumbre es grande. La vivacidad de las palabras
oculta una gran indecisión de la voluntad. De aquí las resoluciones
vagas, poco consecuentes. No debemos apresurarnos a tachar a los
actores de doblez sin son discordantes sus movimientos, si vacilan, si
se inclinan tan pronto a la derecha como a la izquierda; el barco está en
alta mar y sus vaivenes son producidos por la tempestad.
Estas alternativas en las obras y en las palabras es tan general,
que las de la misma reina parecen, por un momento, revolucionarias. En
cuanto vuelve a ver a la señora Campan en las Tullerías, la habla de
Barnave con calor, con emoción; le alaba, ¡le justifica ante su camarera!
Acepta, sin reflexionar, en un momento de indiscreta expansión, el
principio de la Revolución: «Un sentimiento de orgullo, dice, que no
puedo censurar, le ha hecho aplaudir todo lo que allanaba el camino de
los honores y de la gloria para la clase en que ha nacido. No habrá
perdón para los nobles que (después de haber obtenido todos los
favores, a menudo con detrimento de los plebeyos de gran mérito) se
han afiliado a la Revolución... Pero si alguna vez volvemos a obtener el
poder, el perdón de Barnave está de antemano grabado en nuestros
corazones.»—El antiguo régimen está muy enfermo cuando la reina,
llevada de un afecto particular, se convierte, sin notarlo, en apologista
de la igualdad.
¿Pero es que la reina está convertida? De ningún modo. Se deja
llevar en este momento de una pasión, y en otro de una pasión contraria.
En el espacio de un mes la vemos cambiar tres veces de manera de
pensar, según que la mueven el miedo, el despecho o la esperanza.

647
Durante el viaje, tiene miedo, se inclina a Barnave, le oye y le cree. En
las Tullerías está prisionera, se irrita, llama al extranjero en su auxilio (7
Julio). Después vislumbra un rayo de esperanza, se pone otra vez en
manos de Barnave, de los constitucionales y ruega a Leopoldo que no
haga nada (30 Julio). Ya volveremos a ocuparnos de todo esto.
Esta variación tan extraña no es exclusiva de la reina. Se observa
en todos los personajes históricos que he podido estudiar. Para hacer su
historia, habría que remontarnos al héroe común, al modelo de la mayor
parte de los directores revolucionarios, a Mirabeau; es el maestro en
materia de variaciones. Todas eran naturales para él; en él se habían
reunido todos los principios contrarios; la naturaleza había creado un
monstruo sublime e inmoral. Noble, aristócrata hasta lo ridículo, el
conde experimentaba a ratos sacudidas republicanas de los Riquetti de
Marsella y de Florencia. Su curiosa historia de la monarquía, escrita
desde un calabozo, es ya implícitamente una apología de la República.
Realista, desde el momento en que ha quebrantado la realeza, hace
discursos para la reina, lo que no le impide traducir para la Le Jay, su
querida y su editor, el libro de Milton, violentamente republicano; sus
amigos le obligaron a quemar la edición. Débil para con sus amigos, sus
queridas y sus vicios, débil también por la opinión que tenía de los vicios
y de la debilidad de la Francia, consideraba la República, no como la
mayor edad natural a la que llega todo pueblo adulto, sino como una
crisis extrema, un recurso desesperado: «Si no son razonables, dijo, les
j.… una república.»
Podría escribirse un libro de las conversiones de su fiel discípulo,
del pobre Camilo. Al mismo tiempo se nos presenta a favor y en contra
de Mirabeau, a favor y en contra de los Lameth: no ha mucho, en el
intervalo de dos horas, estrechaba la mano de Lafayette y lloraba por
Robespierre. Y no es que le faltasen osadía ni iniciativa. El 89 tuvo una
grande y hermosa, el llamamiento a las armas, la de la república. Al
primer golpe de vista encontraba la palabra verdad. Después obraba el
corazón, débil, mudable, las influencias de los amigos; iba a consultar a
los que amaba o a los que admiraba y sólo conseguía dudar.
No abandona su primer maestro más que para buscar otro.
Necesita siempre un oráculo, alguien que le hable desde arriba, que
tenga autoridad sobre él. Sin embargo, estos oráculos, estos grandes
tácticos en política, a pesar de sus maneras altaneras, le dejaban
siempre suspendido entre el sí y el no. Tenían en cuenta menos la
situación general que su interés personal, calculando si era tiempo de

648
avanzar o de retroceder, bordeando, expiando las corrientes de la
opinión para dejarse llevar por ellas, aparentando dirigirlas.
La habilidad que demostraron Danton y Robespierre hablando
siempre sin declararse en pro o en contra de la república es muy notable.
La voz atronadora del uno, el dogmatismo del otro, parece que debía
comprometerlos. De ninguna manera. Los dos miran atentamente a los
Jacobinos, no avanzan más que paso a paso. Había que ver lo que hacía
aquella poderosa sociedad; esperar a saber lo que pensarían las
sociedades afiliadas de las provincias; si se declaraban
precipitadamente en uno o en otro sentido podían ponerse en
contradicción con aquéllas y quedarse solos.
Las habilidades de estas sociedades influían poderosamente sobre
la sociedad de París; debían fortificar una u otra de estas fracciones, la
realista constitucional, compuesta principalmente de diputados de la
actual Asamblea, o la fracción independiente, compuesta, según se
creía, de los miembros de la Asamblea futura.
La primera fracción imperaba hasta entonces. El 22 de Junio, el
cordelero Robert, refiriendo sencillamente a los Jacobinos «¡que ha
asestado un golpe contra la monarquía!... provoca indignación,
imprecaciones»: «Somos los amigos de la Constitución... Es una infamia,
etc. etcétera»—contesta el club.
El 8 de Julio, como veremos, la sociedad parece que ha cambiado:
la fracción independiente se ha impuesto; hace que se acepte la
proposición para destituir al rey. ¿Quién ha podido en tan poco tiempo
hacer este cambio tan singular? Las maquinaciones de las sociedades
de provincia, casi todas contrarias de la monarquía.
¿Y qué hicieron en este intervalo Danton y Robespierre? Se
mantuvieron neutrales. Lo más curioso es que Danton hablaba siempre
en alta voz y con firmeza, pero era siempre prudente, aun enmedio de
su audacia. Su voz campanuda producía un efecto extraño, pareciendo
siempre que afirmaba. Casi no tuvo una palabra para el cordelero
Robert. Respecto al rey, empleaba para salvarle un medio que más
adelante le-produjo buen resultado para librar a Garat y a otros; para
ello le injuriaba, rebajándole, y declarando que estaba muy por debajo
de la justicia: «Sería un espectáculo horrible, decía, el que daríamos al
universo, si teniendo facultad para escoger entre declarar aun rey
criminal o imbécil, no escogiéramos esto último». Y proponía, no un
regente, si no un consejo de interdicción. ¿Quién hubiera presidido este
consejo más que el duque de Orleans? Esta opinión proclamada con
estentórea y terrible voz era la más a propósito para conciliarlo todo:

649
salvaba la persona de Luis XVI, reservaba al delfín, preparaba al duque
de Orleans y no desalentaba lo más mínimo a la República.
Robespierre no se atrevió a tanto. Dando a entender que no
bastaba perseguir a los cómplices, que era preciso encontrar un
culpable, o, dicho de otro modo, que había que procesar al rey, no decía
una palabra respecto al gobierno que se tenía que constituir. La palabra
vaga de república no le atraía: temía sin duda una república hechura de
los comités de la Asamblea, presidida por Lafayette, etc., etc. Por esto
se mantenía a la expectativa; su actitud, aunque negativa, era para él un
lugar seguro, desde donde estaba a ver venir. El 13 de Julio, cuando
muchos escritores y periodistas se habían declarado ya francamente,
decía Robespierre a los Jacobinos: «Se me ha acusado de ser
republicano, haciéndome con ello mucho honor: no lo soy. Si me
hubieran acusado de ser monárquico, me hubiesen deshonrado, pues
tampoco lo soy.» Después, jugando el vocablo, traducía república cosa
pública, y fingía creer que esta palabra no significa ninguna forma de
gobierno.
Petion, que era republicano convencido, y que había hecho
profesión de la república en el mismo coche de Luis XVI, creía, sin
embargo, que no había llegado el momento de decidirse. Un día que
varias personas se hallaban reunidas en su casa para saber lo que habría
de proponerse respecto al rey, Petion, para excusarse de manifestar su
opinión, se puso a tocar el violín.
Brissot, que estaba entre los presentes, se incomodó y le recriminó
por aquella fingida indiferencia. Pero él mismo tardaba en avanzar.
Todavía el 26 de Junio se contentaba con copiar en su Patriota los
artículos de los demás diarios, prometiendo dar su opinión más
adelante. El 25 se enfada y se irrita contra Lameth, que le acusaba de
propagar la república y de haber dirigido correos solicitando las señas
de los republicanos. Sin duda trabaja ya, pero no quiere que se trasluzca.
El 27 su joven amigo Girey-Dupré, persona de toda su confianza, audaz
y entusiasta, pide terminantemente a los Jacobinos «que se procese al
rey». Por fin el 1° de Julio, pide Brissot en su diario la destitución de
Luis XVI.
Brissot esperaba a Lafayette; le creía republicano. Había obtenido
su promesa de que le ayudaría pecuniariamente y propagaría su diario.
Explicaba la unión momentánea de Lafayette a los de Lameth por lo
peligroso de la crisis y la necesidad de concentrar todas las fuerzas para
defender el orden. Puede que, en efecto, Lafayette no estuviese
irrevocablemente decidido. Probablemente para decidirle por la

650
monarquía su amigo íntimo Larochefoucauld convocó en su casa una
reunión de diputados y puso sobre el tapete la cuestión de la república.
Aquel gran señor había sido antes de la Revolución el amigo, el padre
de los filósofos, el centro y el apoyo de todas las sociedades
filantrópicas. Había profesado con entusiasmo las ideas del 89; pero el
91 se asustó y hubiera querido retroceder. Hizo discutir solemnemente
en su casa la tesis de la república ante aquellos que aun vacilaban,
queriendo terminar con un debate contradictorio, el debate interior que
agitaba sus espíritus. El realista Dupont de Nemours hizo (como se hace
en las controversias teológicas) el abogado del diablo, quiero decir, de
la república. El diablo, como sucede siempre en casos semejantes, fue
vencido sin dificultad, y juzgada imposible la república, fue Francia
declarada realista.
En aquella discusión aseguraba Larochefould que sentía una
preferencia natural por la república; era él el primero que, en otro
tiempo, había hecho traducir las constituciones de los Estados Unidos.
Pero al fin se daba por vencido. Francia era realista, y ella misma lo había
dicho en las actas del 89. Esta era también la opinión de la gran
autoridad de aquel tiempo, el oráculo Sieyes, al que no dejaba de
consultarse en todas las ocasiones solemnes, y que en esta dijo y
publicó que el gobierno monárquico era el que daba más libertad al
individuo. La libertad, en concepto de Sieyes, la que quería para él y para
los otros, era esa libertad pasiva, inerte, egoísta, que entrega al hombre
a un epicureísmo solitario, la libertad de gozar únicamente, la libertad
de no hacer nada, de soñar o de dormir, como un monje en su celda, o
como un gato sobre una almohada. Para esta libertad se necesitaba una
monarquía. ¡Extraña fuerza del egoísmo! El político matemático, que no
hablaba más que de calcular toda la acción social, se entregaba, falto de
valor, al gobierno monárquico, es decir al capricho de la individualidad
y de la naturaleza que nadie puede calcular. Verdad es que esta
monarquía era una monarquía especial, un misterio que no entendía
nadie. Únicamente Sieyes se daba cuenta de ella; su monarca era una
especie de Epicuro, que carecía de toda acción y sólo tenía el poder de
elegir. En aquella época, ya había concebido el singular sistema que
luego propuso a Bonaparte, y del que éste se burló.
Lafayette, además de Sieyes, además de Larochefoucauld y de
todos los amigos de la misma casta, Lafayette tenía a su lado otro
abogado muy poderoso de la monarquía. Nos referimos a la señora de
Lafayette, esposa digna, virtuosa, amante, pero peligrosa para su
marido por su vehemente devoción al trono. Hija de Noailles, no

651
participaba en lo más mínimo del entusiasmo revolucionario de algunos
de sus parientes. Unida estrechamente a los señores de Noailles y de
Agen, era de una piedad ardiente, como lo demostró al morir en 1794.
Estas señoras visitaban mucho el convento de Miramiones, uno de los
principales focos del fanatismo en aquella época. Mujeres amables,
apasionadas, poderosas por sus virtudes, rodeaban a Lafayette y le
hacían una dulce guerra sorda, que era por ello más terrible. Sobre todo,
su esposa no le perdonaba que se constituyera en carcelero del rey. Su
piadosa resignación no pudo triunfar de este resentimiento, y en Mayo
del 91 salió precipitadamente de París y se refugió en Auvernia.89 Esta
brusca partida divirtió mucho a los parisienses y la relacionaban con la
de la duquesa de Orleans, quien justamente en aquella misma época,
huía igualmente de su mando.
Otra causa la obligaba también a alejarse. Debía estar cansada del
entusiasmo romántico con que las señoras obsequiaban al héroe de dos
mundos. Muchas declaraban francamente que estaban enamoradas de
él, que no podían vivir sin su retrato. Era un dios, un salvador. Y a título
de tal le rogaban y le suplicaban que salvase a la monarquía. «¡Ah! señor
Lafayette, salvad a nuestro pobre rey.» A pesar de lo razonable, de lo
flemático, del frío temperamento americano que aparentaba el rubio
general, era excesivamente comprometedor y difícil, aun para el hombre
más sensato, ver a tantas mujeres hermosas llorar en vano a sus pies.
Las mujeres, fuerza es confesarlo, se mostraban en esta ocasión
mucho más decididas que los hombres. Ellos fluctuaban entre ideas
opuestas, mientras ellas se dejaban llevar por el sentimiento y no
vacilaban. Para ellas los partidos eran religiones que profesaban de todo
corazón. Las señoras realistas amaban antes de lo de Varennes; después
adoraban. Aquella gran falta y aquella gran desgracia eran para ellas un
motivo para que aumentase su adoración. La reina había llegado a ser a
sus ojos un motivo de idolatría. Lloraban debajo de sus ventanas,
hubieran querido estar encerradas con ella, como madama Lamballe, a
quien la reina, a su regreso, la había dado un rizo de sus cabellos con
esta divisa: «Encanecidos por la desgracia». La pobre joven, casada en
otro tiempo, abandonada por su marido como más adelante por la reina,
permanecía atada al peligro, instrumento dócil de las intrigas políticas,
víctima predestinada para el odio popular.
Pero también el peligro era el que incitaba a las mujeres. La prueba
de ello se vio el primer día que la reina pudo ir al teatro, día de lucha

89
Véanse las cartas de madama Roland á Bancal. Véase también a Lafayette; tomo 3. °, 177,

652
entre los palcos realistas y el patio jacobino. La encantadora Dugazon,
en aquel palenque de los partidos, servidora humilde del público y con
mucha exposición, se atrevió sin embargo a aprovechar una frase del
papel que representaba para dar expansión a los sentimientos de su
alma; se adelantó hacia el palco real, convulsa de amor y de audacia, y
pronunció estas palabras que poco después podían costaría la vida:
«¡Ah! ¡cuánto amo a mi señora! »

653
CAPITULO XVI
La sociedad en el 91. —El salón de Condorcet.

Dos religiones frente a frente: el ídolo y la idea. —Reinado del sentimiento de las
mujeres. —El espíritu de imitación confundido con el ideal. —Tendencias elevadas de las
mujeres. Intervienen en la vida política Genlis, Staël, Keralio, Georges, etc.—El salón de
madama Condorcet; noble influencia de ésta sobre su marido. Su republicanismo (Julio 91)
Su situación ambigua y contradictoria.

Casi enfrente de las Tullerías, en la orilla opuesta del río, a la vista


del pabellón de Flora y del salón realista de madama Lamballe, está el
palacio de la Moneda. Allí hubo otro salón, el de Condorcet, llamado por
un contemporáneo el foco de la república.
En el salón europeo del ilustre secretario de la Academia de
Ciencias, del último de los filósofos, se concentró, efectivamente, desde
todos los países del mundo, la idea republicana de la época. Allí
fermentó, allí tomó cuerpo y figura y allí encontró sus fórmulas. La
iniciativa y la idea primera pertenecía, ya lo hemos dicho, desde el 89 a
Camilo Desmoulins.
En Junio del 91, Bonneville y los Cordeleros lanzaron el primer
grito. Ahora vamos a ver a madama Roland dotando a la idea
republicana de la fuerza moral de su alma estoica y de su encanto
apasionado.
No somos de los que exageran la influencia individual. Para
nosotros el fondo esencial de la historia está en el pensamiento popular.
Sin duda alguna la república flotaba en este pensamiento. Casi todo el
mundo la sentía en Francia en estado negativo, bajo esta fórmula: El rey
es ya imposible. Muchos lo habían dicho ya en forma positiva: La Francia
en adelante debe gobernarse ella misma. Sin embargo, para que esta
idea, general todavía, adquiriera su fórmula especial y aplicable, era
preciso que fermentase en un foco reducido, que adquiriera calor y luz,
que del choque de las discusiones brotase el rayo.
Al llegar aquí, tengo que detenerme y examinar seriamente la
sociedad de aquel tiempo. Dejaría esta historia obscura si refiriera los
actos exteriores sin referir sus móviles. Juzgado solamente por los
hechos, al ver la indecisión de los directores de la política, tal como la
hemos visto ahora mismo, ¿quién sospecharía un mundo tan ardiente y
tan apasionado?

654
En buena hora pueden reprocharme lo que alguien juzgará como
una digresión, y que no es más que el corazón del asunto y el fondo del
fondo. La primera condición de la historia es la verdad. No sé si la
construcción severamente geométrica tan del gusto de nuestros
modernos es siempre compatible con las profundas exigencias de la
naturaleza viva. Ellos emplean siempre la línea recta y los ángulos
rectos; la naturaleza, en el orden orgánico, procede siempre valiéndose
de la curva. Veo también que mis maestros, los hijos primogénitos de la
naturaleza, los grandes historiadores de la antigüedad, en vez de seguir
servilmente la vía recta geométrica del viajero despreocupado que no
tiene más objeto que llegar, en vez de recorrer la árida superficie, se
detienen a cada momento, y en caso necesario vuelven atrás, para hacer
grandes y fecundas excavaciones en el seno de la tierra.
También yo penetraré en el fondo y buscaré las aguas vivas, que
al brotar animarán esta historia.
Lo que caracteriza al 91, es que los partidos se convierten en
religiones. Dos religiones se colocan frente a frente, la idolatría devota
y realista y el ideal republicano. En una, el alma irritada por un
sentimiento de piedad retrocede violentamente hacia el pasado que la
disputan, y se aferra a los ídolos de carne, a los dioses materiales que
tenía casi olvidados. En otra el alma se exalta y tiende al culto de la idea
pura; nada de ídolos, no hay más religión que el ideal, la patria, la
libertad.
Las mujeres, menos influidas que nosotros por las costumbres
sofísticas y escolásticas, avanzaban más que los hombres en estas dos
religiones. Era un espectáculo noble y conmovedor verlas, no sólo las
puras, las irreprochables, sino también las menos dignas, siguiendo un
noble impulso hacia lo bello, desinteresadamente, tomando a la patria
por amiga del corazón: al derecho eterno por amante.
¿Es que cambiaron entonces las costumbres? No, pero es que el
amor tendió su vuelo hacia más elevadas esferas. La patria, la libertad,
la dicha del género humano se han apoderado de los corazones
femeniles. La virtud de los tiempos romanos, si no está en las
costumbres, está en la imaginación, en el alma, en los nobles deseos.
Miran a su alrededor buscando los héroes de Plutarco; los quieren y los
harán. Ya no basta, para agradarlas, hablar de Rousseau y de Mably.
Vivas y sinceras, tomando las ideas en serio, quieren que las palabras se
conviertan en hechos. Siempre amaron la fuerza. Comparan el hombre
moderno con el ideal de fuerza antiguo que llevan en su mente. Nada,
quizás, ha contribuido tanto como esta comparación, esta exigencia de

655
las mujeres a precipitar a los hombres, á apresurar el curso rápido dé
nuestra revolución.
¡Era tan ardiente aquella sociedad! Parécenos al entrar en ella, que
sentimos su caluroso aliento.
En nuestros días hemos visto actos extraordinarios, admirables
abnegaciones de multitud de hombres que hacían el sacrificio de sus
vidas; y, sin embargo, cada vez que hago abstracción del presente y que
pienso en el pasado, en la historia de la Revolución, encuentro mucho
más calor; la temperatura es muy diferente. ¿Qué acaso el globo se
habrá enfriado desde entonces?
Algunos hombres de aquella época me habían explicado la
diferencia, pero no les había entendido. Con el tiempo, a medida que
entraba en los detalles, estudiando no tan solo la mecánica legislativa,
sino el movimiento de los partidos, no solo los partidos, sino los
hombres, las personas, las biografías individuales, he comprendido
entonces el sentido de las palabras de aquellos ancianos.
La diferencia entre los dos tiempos se condensa, en una palabra:
Se amaba. El interés, la ambición, las eternas pasiones de los hombres
estaban en juego como hoy; pero el amor se llevaba la parte más fuerte.
Tómese esta palabra en todos sus sentidos, el amor a la idea, el amor a
la mujer, el amor a la patria y al género humano. Amaron lo bello que
pasa y lo bello que permanece, una aleación de dos sentimientos tan
puros y tan fuertes como el oro y el bronce de Corinto.
El 91 reinan las mujeres por el sentimiento, por la pasión, y
también hay que decirlo, por la superioridad de su" iniciativa. Jamás, ni
antes ni después, tuvieron tanta influencia. En el siglo XVIII, con los
enciclopedistas, la inteligencia dominó la sociedad; más adelante será
la acción, la acción mortífera y terrible. El 91 domina el sentimiento y
por consecuencia la mujer.
El corazón de Francia late vigorosamente en aquella época. La
emoción ha ido en aumento desde Rousseau. Primero sentimental,
soñadora, época de expectación inquieta, como la hora anterior a la
tempestad, como en un corazón joven el amor indefinido antes del
amante. Hálito inmenso, el 89 palpitan todos los corazones... Después
el 90, la Federación, la fraternidad, las lágrimas... El 91, la crisis, el
debate, la discusión apasionada. Pero en todas partes las mujeres, en
todas partes la pasión individual en la pasión pública; el drama privado
y el drama social van confundiéndose, entrelazándose; tejiéndose los
dos hilos juntos: ¡ay! muy pronto, ahora mismo, serán cortados juntos.

656
El principio fue hermoso. Las mujeres, (demasiado se ha olvidado),
se iniciaron en las ideas de la libertad bajo la influencia del Emilio, es
decir por la educación, por las esperanzas, por las aspiraciones de la
maternidad, por todas las cuestiones que suscita el niño en el corazón
de una mujer desde que nace, ¿qué digo? en el corazón de una joven
mucho antes de ser madre. «¡Ah! que sea feliz este niño, que sea bueno
y grande! ¡que sea libre!... Santa y antigua libertad madre de los héroes,
¿vivirá mi hijo a tu sombra?» He aquí los pensamientos de las mujeres,
y he aquí por qué en las plazas, en los jardines donde el niño juega a la
vista de su madre, o de su hermana, las veis leer pensativas... ¿Qué libro
es ese que ha ocultado la joven en su seno presurosa a vuestra llegada?
¿Qué novela? ¿La Heloisa? No: acaso las Vidas de Plutarco, o el Contrato
social.
Circulaba entonces una leyenda inglesa, que produjo entre
nuestras francesas una gran emulación política. Mistres Macaulay, la
historiadora eminente de los Estuardos había inspirado al viejo
sacerdote Williams tanta admiración por su talento y su virtud, que
había consagrado una estatua suya de mármol, en una iglesia, como
diosa de la Libertad.
Todas las mujeres ilustradas aspiraban entonces a ser la Macaulay
de Francia. La diosa inspiradora se encuentra en todos los salones. Ellas
dictan, corrigen, reforman los discursos que al día siguiente deben ser
pronunciados en los clubs y en la Asamblea nacional. Van a oírlos a las
tribunas; asisten como jueces apasionados, animan con su presencia al
orador débil o tímido. Que se ponga este en pie y que mire... ¿No es
aquella la graciosa sonrisa de madama Genles, entre sus seductoras
hijas, la princesa y Pamela? ¿Y aquellos ojos negros, ardientes no son
los de madama Staël? ¿Como es posible que decaiga la elocuencia?...
¿Puede faltar el valor ante madama Roland?
Entre las mujeres escritoras, ninguna quizás avanzó con un ardor
más impaciente que una dama bretona, viva, espiritual, ambiciosa, la
señorita Keralio. Había vivido largo tiempo una vida de trabajos.
Educada por su padre, hombre de letras y profesor de la Escuela militar,
había traducido mucho, recopilado y escrito una gran historia, la de la
época anterior a los Estuardos de mistres Macaulay, la historia del
reinado de Isabel. Casada con un patriota más entusiasta que ilustrado,
con el cordelero Robert, le hizo escribir, desde Enero del 91 El
republicanismo adaptado a la Francia. Figuraba en primera línea sobre
el altar de la patria durante la terrible escena del Campo de Marte que
hemos de referir.

657
Otra mujer, la brillante improvisadora Olimpia de Gouges, que
como Lope de Vega dictaba una tragedia por día, sin saber, según dice
ella misma, ni leer ni escribir, se declaró republicana, impresionada por
lo de Varennes y por la traición del rey. Antes era realista, y más
adelante lo volvió a ser al ver en peligro a Luis XVI, ofreciéndose a
defenderle. Sabía, al hacer este ofrecimiento, adonde podía llevarle.
Suya es aquella hermosa frase que pronunció reclamando los derechos
de las mujeres: «Tienen sin duda el derecho de subir a la tribuna, puesto
que tienen el derecho de subir al cadalso».
Esta entusiasta hija de Languedoc había organizado varias
sociedades de mujeres, y su número aumentaba considerablemente. En
el círculo social, donde se reunían hombres y mujeres, una holandesa
distinguida, madama Palm-Aeder; pidió solemnemente para su sexo la
igualdad política. Fue sostenida y apoyada su tesis por el hombre más
grave de la época, él que más que nadie hallaba en la mujer
inspiraciones de la libertad. Hablemos de él detenidamente.
El último de los filósofos del gran siglo XVIII, el que sobrevivía a
todos para ver realizadas sus teorías, era Condorcet, secretario de la
Academia de Ciencias, el sucesor de Mr. Alembert, el último
corresponsal de Voltaire, el amigo de Turgot. Su salón era el centro
natural de la Europa inteligente. Todas las naciones y todas las ciencias
tenían allí su puesto. Los extranjeros ilustres, después de haber
estudiado las teorías de Francia, iban allí a discutir la manera de
aplicarlas. Allí estaban el americano Tomás Payne, el inglés Williams, el
escocés Mackintosh, el ginebrino Dumont, el alemán Anacharsis Clootz,
este último fuera de su centro en aquel salón; pero el 91 todos iban allí
y todos estaban mezclados. En un ángulo, invariablemente, se hallaba
el amigo asiduo, el médico Cabanis, enfermo y melancólico, que había
trasladado a aquella casa el afecto profundo que había sentido por
Mirabeau.
Entre aquellos pensadores eminentes se destacaba la noble y
virginal figura de madama Condorcet, a la que hubiera tomado Rafael
por modelo para representar la metafísica. Era toda luz; todo parecía
que se iluminaba, que se depuraba con su mirada. Había sido abadesa y
se la hubiera tomado por una noble doncella mejor que por una dama.
Tenía entonces veintisiete años (veintidós menos que su marido).
Acababa de publicar sus Cartas sobre la simpatía, libro de fino y delicado
análisis, en el que, bajo el velo de una reserva extremada, se adivina sin
embargo la melancolía de un corazón joven al que ha faltado alguna
cosa. Equivocadamente se ha supuesto que había ambicionado los

658
honores y el favor de la corte, y que despechada se lanzó a la Revolución.
Nada más impropio de un carácter semejante.
Menos inverosímil es lo que se dijo también, que antes de casarse
con Condorcet le había manifestado que su corazón no era libre, que
amaba sin esperanza. El sabio oyó esta confesión con bondad paternal
y la respetó. Dos años enteros, según la misma tradición, vivieron como
dos espíritus, y hasta el 89, en el hermoso momento de Julio, no vio
madama Condorcet toda la pasión que sentía aquel hombre tan
aparentemente frío; entonces comenzó a amar al gran ciudadano, al
alma tierna y profunda que conservaba como si fuera su propia felicidad
la esperanza de la felicidad de la especie humana. Entonces le encontró
joven, con la juventud eterna de aquella gran idea, de aquella hermosa
aspiración. El único hijo que tuvieron nació nueve meses después de la
toma de la Bastilla, en Abril del 90.
Condorcet, que tenía entonces cuarenta y nueve años, se
rejuvenecía con aquellos grandes acontecimientos; entregaba una
nueva vida por tercera vez. Había vivido primero para las matemáticas
con Alemert, después para la crítica con Voltaire, y ahora se embarcaba
para surcar el océano de la política. Había soñado con el progreso; hoy
trataba de realizarlo o por lo menos de consagrarse a él. Toda su vida
había ofrecido una alianza notable entre dos facultades que raramente
se encuentra unidas, la razón y la fe inquebrantable en el porvenir. Firme
contra el mismo Voltaire cuando le pareció éste injusto, amigo de los
Economistas, sin que lo fuera ciegamente, conservó del mismo modo su
independencia respecto de la Gironda. Todavía se lee con admiración su
defensa de París contra el prejuicio de las provincias, que fue el de los
girondinos.
Aquel gran espíritu estaba siempre pronto, dispuesto, dueño de sí
mismo. La puerta de su casa siempre abierta, por abstracto que fuese el
trabajo a que se dedicara.
En un salón, enmedio de la multitud, pensaba siempre, jamás
padecía una distracción. Hablaba poco, todo lo oía, todo lo aprovechaba;
nunca se olvidó de nada. Sobre cualquier especialidad que se le
examinase, resultaba más especialista que el examinador. Las mujeres
se admiraban, se asustaban al ver que sabía hasta la historia de sus
modas en todos sus detalles y remontándose hasta su origen, Era muy
frío en apariencia, jamás tenía expansión con nadie. Sus amigos no
sabían la amistad que les profesaba más que por el ardor extremado con
que secretamente les hacía favores. «Es un volcán bajo la nieve», decía
Alembert. Se contaba que siendo joven había estado enamorado, y no

659
siendo correspondido, estuvo a punto de suicidarse. De más edad
entonces y más maduro, pero en el fondo no menos ardiente, sentía por
su Sofía un amor contenido, inmenso, una de esas pasiones tanto más
profundas cuanto más tardías, más grandes que la misma vida,
insondables.
Sofía era digna de sor amada así. Sin hablar de la admiración
universal que inspiraba a los hombres de aquella época, citaré un hecho
grande, sagrado. Cuando el infortunado Condorcet, perseguido como
una fiera, oculto en un asilo poco seguro, se destrozaba el corazón
atormentado con sus propios pensamientos y escribía su apología, su
testamento político, su mujer le inspiró la idea sublime de abandonar
aquellas luchas mezquinas, dejando a la posteridad el cuidado de
rehabilitarle, y le aconsejó que se dedicara tranquilamente a escribir el
Boceto de un cuadro de los progresos del espíritu humano. La atendió y
escribió aquel noble libro de la ciencia infinita, de amor sin límites a los
hombres de esperanza exaltada, consolándose de su cercana muerte
por la más conmovedora de las ilusiones: la de que por el progreso de
las ciencias se llegará a suprimir la muerte.
Qué tiempos más nobles y cuán merecedoras de ser amadas
fueron aquellas mujeres, dignas de que los hombres las considerasen al
par de los demás ideales, ¡la patria y la virtud!... ¿Quién no recuerda aún
aquel almuerzo fúnebre en que por última vez los amigos de Camilo
Desmoulins le regaron que suspendiera su Viejo Cordelero y que
aplazase su demanda del Comité de la clemencia? Su Lucila, olvidando
que era esposa y madre, le echó los brazos al cuello, diciendo: «Dejadle,
dejadle que siga su destino.»
Así consagraron ellas el matrimonio y el amor, levantando la
fatigada frente del hombre en presencia de la muerte, dándole vida,
guiándole hacia la inmortalidad...
También ellas serán inmortales. Siempre los hombres del porvenir
sentirán no haber visto a aquellas heroicas y encantadoras mujeres.
Siempre quedará unido su recuerdo a las más nobles ilusiones del
corazón, como modelo del amor eterno.
Había como una sombra de aquel trágico destino en las facciones
y en la expresión de Condorcet. De aspecto tímido (como el del sabio
siempre solitario aun enmedio de los hombres) tenía en su fisonomía
algo triste, como de víctima resignada.
La parte superior de su rostro era hermosa. Sus ojos nobles y de
dulce mirada, llenos de seria idealidad, parecía que mirasen al fondo del

660
porvenir. Y, sin embargo, su frente, era capaz para contener toda la
ciencia, parecía un almacén inmenso, un tesoro completo del pasado.
Como hombre era, preciso es confesarlo, más grande que fuerte.
Se adivinaba en su boca algo tierna y un poco colgante. La universalidad
que esparce el espíritu sobre todos los objetos es una causa dé
enervación. Agréguese a esto que había vivido en el siglo XVIII, cuyo
peso soportaba. Había presenciado todas las disputas, las grandezas y
las pequeñeces y tenía fatalmente sus contradicciones. Sobrino de un
obispo muy jesuita, y educado por él, debía mucho también a los
Larochefoucauld. Aunque pobre era noble y marqués de Condorcet.
Nacimiento, posición, relaciones, todo lo unía al antiguo régimen. Su
casa, su salón, su mujer presentaban el mismo contraste.
Madama Condorcet, hija de Grouchy, abadesa primero, discípula
entusiasta luego de Rousseau y de la Revolución, abandonando
suposición semieclesiástica para presidir un salón que era el centro de
los librepensadores, parecía una aristócrata sacerdotisa de la filosofía.
La crisis de Junio del 91 debía decidir a Condorcet, poniéndole en
el caso de tomar una resolución. Era preciso escoger entre sus
relaciones y sus precedentes de una parte y sus ideas de otra. Por lo que
se refiere a los intereses, no tenía valor para hombre de tal clase. Lo
único acaso que hubiera podido conmoverle, es que la república,
rebajando todas las grandezas convencionales y realzando otro tanto
los méritos naturales, hubiera convertido en reina a su Sofía.
Mr. de Larochefoucauld, su amigo íntimo, no perdía la esperanza
de neutralizar su republicanismo con el de Lafayette. Creía que
fácilmente convencería al sabio modesto, al hombre dulce y tímido al
que su familia había protegido en otro tiempo. Llegó a decirse que
Condorcet profesaba las ideas realistas de Sieyes. De este modo se le
comprometía, al mismo tiempo que se le ofrecía como tentación la
perspectiva de nombrarlo año del delfín.
Probablemente estos rumores le decidieron a declararse acaso
más pronto de lo que él hubiera querido. El 1. ° de Julio hizo anunciar
por la Boca de hierro que hablaría en el Círculo social de la república.
Esperó hasta el 12 y no lo hizo sin cierta reserva. En un ingenioso
discurso refutó varias objeciones triviales de las que se hacen a la
república, añadiendo, sin embargo, estas palabras que causaron mucha
admiración: «Si a pesar de todo se reserva el pueblo el reunir una
Convención para que decida si se conserva el trono, si la herencia
continúa un corto número de años entre dos Convenciones, la
monarquía en ese caso no es esencialmente contraria a los derechos de

661
los ciudadanos...» Aludiendo al rumor que circulaba de que debían
nombrarle año del delfín, decía que en este caso le enseñaría a saber
prescindir del trono.
Esta aparente indecisión no fue muy del gusto de los republicanos
y chocó a los realistas. Aun se resintieron estos mucho más cuando se
repartió en París un folleto ingenioso, burlón, escrito por un hombre tan
serio. Condorcet fue probablemente el eco y el secretario de la sociedad
de jóvenes que frecuentaban su salón.
El folleto era una Carta de un joven mecánico, que por una módica
cantidad se comprometía a fabricar un excelente rey constitucional.
«Este rey, decía, desempeñaría admirablemente las funciones de un
monarca, asistiría a las ceremonias, se sentaría de manera decorosa y
oiría misa por medio de cierto resorte, tomaría de manos del presidente
de la Asamblea la lista de los ministros que designase la mayoría... Mi
rey no sería peligroso para la libertad; y, sin embargo, conservándole
con cuidado, sería eterno, lo cual es mucho mejor que ser hereditario.
Hasta podría ser declarado inviolable sin injusticia y considerarle
infalible sin incurrir en un absurdo.»
Cosa digna de notar: este hombre reposado y grave, que por un
chiste se lanzaba al mar de la Revolución, no ignoraba ninguno de los
peligros que iba a afrontar. Lleno de fe en el porvenir lejano de la especie
humana, fiaba menos en el presente, no se hacía ninguna ilusión sobre
la situación actual y veía muy bien sus riesgos. Los temía, no por él
(hacía con gusto el sacrificio de su vida); sino por aquella mujer adorada,
por aquel niño inocente, nacido en el momento sagrado de Julio. Se
había informado, hacía ya algunos meses, del puerto por donde, en caso
necesario, podría poner en salvo a su familia y había elegido el de Saint-
Valery.

662
CAPITULO XVII
(CONTINUACIÓN)

Madama Roland

Viaje de la familia Roland a París. —Mérito de Roland. —Su mujer dirigida por él. —
Belleza y virtud de Madama Roland. —Su emoción ante el espectáculo de la Federación, en
Julio del 90. Su pasión, su saber, Octubre del 90. —Cambio de pasión. —Llega a París, Febrero
del 91. —Potencia de su impulso. — Encuentra ya fatigados a la mayor parte de los directores
de la política. —Lozanía de su talento, su fuerza y su fe, Junio y Julio del 91.

Para querer la república, para inspirarla, para hacerla, no bastaba


un corazón noble y un gran talento. Era preciso otra cosa más... ¿Cuál?
Ser joven, poseer esa juventud del alma, ese ardor de la sangre, esa
ceguera fecunda que ve como si estuviera en el mundo lo que aún no
existe más que en el alma, y que, al verlo, lo crea... Era preciso tener fe.
Se necesitaba cierta armonía, no sólo de voluntad y de ideas, sino
también de costumbres y de hábitos republicanos; tener uno mismo la
república moral, la sola que legitima y funda la república política; quiero
decir, poseer el gobierno de sí mismo, su propia democracia; hallar su
libertad en el cumplimiento del deber... Y se necesitaba, además, lo cual
parece que está en oposición con lo expuesto, que un alma de esta
suerte virtuosa y fuerte tuviese un movimiento apasionado que la
obligase a salir de sí misma, impulsándola a obrar.
En los días aciagos de desfallecimiento y de fatiga, cuando la fe
revolucionaria decaía, varios diputados y periodistas de los principales
de aquella época iban a adquirir fuerza y valor a una casa en que jamás
faltaban aquellas cosas; a una casa modesta, el hotelito británico de la
calle Guenegaud, cerca del Puente Nuevo. Esta calle, bastante sombría,
por la que se va a la de Mazarino, aún más sombría, no tiene más vistas
que las interminables paredes de la Monnaie. Se subía al piso tercero, y
allí se encontraba invariablemente a dos personas que trabajaban
juntas, monsieur y madama Roland, recién llegados de Lyón. En el
saloncito no había más que una mesa sobre la que escribían los dos
esposos; en la alcoba, por entre las puertas medio abiertas, se veían dos
lechos. Roland tenía cerca de sesenta años, ella treinta y seis y
aparentaba muchos menos; él parecía el padre de su mujer. Era un
hombre bastante alto y delgado, de aspecto austero y apasionado.
Aquel hombre, que fue excesivamente supeditado a la gloria de su

663
mujer, era un ardiente ciudadano que llevaba la Francia en su corazón,
uno de aquellos antiguos franceses de la raza de los Vauban y de los
Boisguilbert, que aun en tiempos de la monarquía, ya trabajaban de la
única manera entonces posible por la santa idea del bienestar público.
Inspector de manufacturas, había pasado toda su vida trabajando,
haciendo viajes para mejorar en lo posible nuestras industrias. Había
publicado la relación de algunos de sus viajes y diversos tratados o
memorias relativas a oficios diversos. Su hermosa y animosa mujer, sin
que la repugnase la aridez de tales asuntos, copiaba, traducía y
recopilaba para él. El Arte del hornaguero, el Arte del fabricante de lana
rasa y seca, el Diccionario de las manufacturas habían ocupado las
bonitas manos de madama Roland, absorbiendo sus mejores años sin
otra distracción que el nacimiento y la lactancia del único hijo que tuvo.
Íntimamente asociada a los trabajos y a las ideas de su marido, le
profesaba una especie de cariño filial, hasta el punto de prepararle ella
misma sus alimentos; siendo necesaria una alimentación especial, pues
el estómago del anciano estaba delicado por el exceso del trabajo.
Roland en aquella época no se valía de su mujer para la redacción
de sus escritos; más adelante, cuando fue ministro, estando agobiado
por múltiples ocupaciones, es cuando recurrió a su colaboración. Ella no
tenía afán de escribir, y si la Revolución no hubiera ido o sacarla de su
retiro, se hubieran perdido aquellas cualidades, el talento y la elocuencia
tan estérilmente como su belleza.
Cuando se reunían aquellos políticos, madama Roland no
intervenía en sus discusiones; continuaba su trabajo o escribía cartas;
pero si como sucedía con frecuencia, recurrían a ella, entonces hablaba
con tal vivacidad, se expresaba con tal propiedad y en forma tan
graciosa y persuasiva, que causaba admiración. «El amor propio hubiera
querido encontrar afectación en lo (pie decía; pero no había medio, era
sencillamente una naturaleza demasiado perfecta.»
A primera vista se hubiera creído ver en ella la Julia de Rousseau;
pero no era la Julia, ni la Sofía: era madama Roland, una hija de
Rousseau ciertamente, más legítima todavía acaso que las que nacieron
de su pluma. Esta no era como aquéllas una doncella noble. Manon
Philpon, que así se llamaba cuando soltera (lo siento por los que no
gustan de nombres plebeyos), fue hija de un grabador, y se dedicó al
grabado mientras permaneció en el hogar paterno. Descendía del
pueblo: se adivinaba fácilmente en su coloración sanguínea, menos
pronunciada entre las clases aristocráticas; sus manos eran bonitas,
pero no pequeñas; la boca un poco grande, la barba levantada, el talle

664
elegante, deformas pronunciadas, con una riqueza de seno y de caderas
que raramente se observa entre las damas.
En otro punto difería también de las heroínas de Rousseau; en que
no tuvo sus debilidades. Madama Roland fue virtuosa, sin que la
ablandaran la inacción o el desvarío en que languidecen las mujeres; fue
trabajadora y activa en sumo grado: el trabajo fue para ella el guardián
de su virtud. Una idea sagrada, el deber, preside aquella hermosa
existencia desde el nacimiento hasta la muerte; ella misma lo asegura
en sus últimos momentos, en la hora en que no se miente. «Nadie, dice,
ha conocido la voluptuosidad menos que yo.»—Y en otra parte añade:
«He mandado en mis sentidos.»
Pura en la casa paterna, en el muelle del Reloj como el azul
purísimo del cielo que veía, dice, desde allí hasta los Campos Elíseos;
pura en la mesa de su marido, trabajando infatigable para él; pura ante
la cuna de su hijo, al que se empeñó en amamantar, a pesar de los vivos
dolores que le producía, no lo es menos en las cartas que escribía a sus
amigos, a aquellos jóvenes que la profesaban una amistad apasionada;
ella les calma y les consuela, les hace superiores a su debilidad, y ellos
permanecieron fieles hasta la muerte, como a la propia virtud.
Uno de ellos, sin detenerse ante el peligro, iba en pleno Terror a
recibir de ella en la prisión las páginas inmortales en que refirió su
historia. Proscripto a su vez y perseguido, huyendo y caminando sobre
la nieve, sin abrigo que le librase de la escarcha, puso a salvo aquellas
páginas sagradas; acaso fueron ellas las que le salvaron a él,
manteniendo en su pecho la fuerza y el calor del gran corazón que las
había escrito.
Los hombres a quienes molesta una virtud demasiado perfecta
buscaron con avidez, por si encontraban alguna flaqueza en la vida de
esta mujer; y sin pruebas, sin el menor indicio, han supuesto que en lo
más interesante del drama en que ella intervenía como heroína, en su
momento más viril, en medio de los peligros y los horrores (¿después
de Septiembre o la víspera del naufragio en que zozobró la Gironda?)
madama Roland tenía tiempo y corazón para escuchar galanterías y
hacer el amor... Lo único que no consiguieron fue encontrar el nombre
del amante favorecido.
No hay ningún motivo que autorice semejantes suposiciones.
Madama Roland fue siempre dueña de sí misma, reina absoluta de su
voluntad y de sus actos. Aquella alma fuerte, pero apasionada, no
experimentó ninguna emoción. ¿No tuvo también su tempestad? Esta
es otra cuestión, y sin vacilar contestaré: Sí.

665
Permítaseme que insista. Este hecho, poco conocido todavía, no
es un detalle indiferente y puramente anecdótico de la vida privada.
Ejerció sobre madama Roland una gran influencia el 91, y la poderosa
presión que ejerció sobre ella desde esta época no se explicaría si no se
estudiasen detenidamente las causas particulares que apasionaban
aquella alma hasta entonces tan fuerte y tranquila, pero de gran fuerza
interior, sin que se manifestase exteriormente.
Madama Roland hacía una vida obscura, laboriosa el año 89, en la
triste mansión de la Platiere, cerca de Villefranche y no lejos de Lyon.
Oye, como toda la Francia, el cañón de la Bastilla; se conmueve su pecho
y se dilata; parece que el prodigioso suceso realiza todas sus
aspiraciones, todo lo que ha leído, imaginado y esperado: ya tiene una
patria.
La Revolución se propaga por toda Francia; despiertan Lyon,
Villefranche, los campos y las aldeas. La federación del 90 llama a Lyon
a la mitad del reino, a todas las diputaciones de la guardia nacional,
desde Córcega á Lorena. Desde por la mañana madama Roland, en el
admirable muelle del Ródano. contemplaba extática el espectáculo de
todo aquel pueblo, de aquella fraternidad nueva, de aquella aurora
espléndida. Por la noche escribió a su amigo Champagneux, que
desinteresadamente y por puro patriotismo publicaba un diario, una
relación de aquella jornada. l)e aquel número se vendieron sesenta mil
ejemplares. Todos los guardias nacionales, al regresar a sus casas, se
llevaban sin saberlo el alma de madama Roland.
Ella también al regresar a su solitaria vivienda de la Platiere, volvió
pensativa y la encontró más estéril y árida que de ordinario.
Interesándose poco entonces en los trabajos técnicos en que la ocupaba
su marido, leía el Proceso verbal de los electores del 89, la revolución
del 14 de Julio, la toma de la Bastilla. Hizo la casualidad que uno de
aquellos electores, Mr. Bancal de Issarts, fuese recomendado a los
Roland por sus amigos de Lyon, y se hospedó algunos días en su casa.
Monsieur Bancal, oriundo de una familia de fabricantes de Montpellier,
avecindada en Clermont, había sido allí notario; pero había abandonado
tan lucrativa profesión para dedicarse por completo al estudio de su
predilección, a las cuestiones políticas y filantrópicas, a los deberes del
ciudadano. Tenía cerca de cuarenta años, era poco seductor, pero muy
sensible y con un corazón excelente y caritativo. Su educación había
sido muy religiosa, y después de atravesar un período filosófico y
político, la Convención y una larga cautividad en Austria, murió

666
demostrando grandes sentimientos de piedad, leyendo la Biblia que
trataba de traducir del hebreo.
Fue presentado en la Platiere por un joven médico, Lanthenas,
amigo de Roland, que vivía mucho en casa de éstos, pasando allí
semanas y meses trabajando con ellos y para ellos, haciendo todos sus
encargos. La dulzura de Lanthenas, la sensibilidad de Bancal de Issarts,
la bondad austera pero ardiente de los Roland, su común amor a lo bello
y a lo bueno, su adhesión a aquella mujer perfecta que era imagen de la
belleza y de la bondad, formaba naturalmente un todo, un conjunto
armónico. Congeniaron tanto, que se preguntaron si no podrían
continuar viviendo juntos. ¿A cuál de los tres se le ocurrió esta idea? No
se sabe; pero fue acogida con entusiasmo por Roland y sostenida con
ardor. Realizando los Roland cuanto poseían, podían aportar a la
sociedad sesenta mil libras; Lanthenas tenía poco más de veinte mil, a
las que podía añadir Bancal unas cien mil. Era una cantidad bastante
redonda, que les permitía comprar bienes nacionales, entonces muy
baratos.
Nada más conmovedor, más digno, más honrado, que las cartas
en que Roland habla á Bancal de este proyecto. Aquella noble confianza,
aquella fe en la amistad y en la virtud, hacen formar un concepto elevado
de Roland y sus amigos: «Venid, amigo mío, le dice; ¿á qué esperáis?...
Ya conocéis nuestra franqueza; a mi edad no cambia uno de opinión,
cuando jamás ha cambiado... Predicamos el patriotismo, educamos el
alma; el doctor ejerce su profesión; mi mujer es la enfermera de los
enfermos del cantón. Vos y yo nos dedicaremos a los negocios, etcétera,
etc.»
El trabajo a que se dedicaba Roland era el catequizar a los
aldeanos de la comarca, predicándoles el nuevo Evangelio. Andarín
infatigable, a pesar de su edad, con el bastón en la mano, iba a veces
hasta Lyon con su amigo Lanthenas, arrojando la buena simiente de la
libertad a lo largo del camino. Creía que había encontrado en Bancal un
auxiliar útil, un nuevo misionero, cuya palabra dulce y persuasiva
obraría milagros. Acostumbrado a la asiduidad desinteresada de
Lanthenas respecto a madama Roland, no imaginaba siquiera que
Bancal, de más edad, más formal, pudiera llevar a su casa más que paz,
no viendo en su mujer—había olvidado un poco que era mujer—más que
la compañera invariable en sus trabajos. Trabajadora, sobria, fresca y
pura, con la tez transparente, la mirada límpida y clara, era madama
Roland la más tranquilizadora imagen de la virtud. Tenía la gracia de la
mujer, pero su espíritu varonil, su corazón estoico, eran de hombre. Sus

667
amigos a su lado parecían mujeres; Bancal, Lanthenas, Champagneux
tienen facciones femeniles. Y el más afeminado de todos, el más débil
es el que parece más firme; el austero Roland, sin fuerza a causa de una
profunda pasión senil, entre la vida y la muerte, que se manifestará en
su última hora.
La situación era, sino peligrosa, llena de combates y de tormentas.
Era Volmar llamado a Saint-Preux al lado de Julia; la barca en peligro en
los escolios de Meillerie. No naufragaron, pero hubiera valido más no
embarcarse.
Esto es lo que madama Roland escribió á Bancal en una carta
rebosando virtud, pero al mismo tiempo muy inocente y demasiado
apasionada. Esta carta, admirablemente imprudente, ha quedado como
monumento inapreciable de la pureza de madama Roland, de su
inexperiencia, de la virginidad de corazón que conservó siempre... Hay
que leerla de rodillas.
Nada me ha sorprendido tanto... ¿Cómo aquel héroe fue
verdaderamente una mujer? He aquí el momento (el único) en que aquel
gran valor vaciló. Se entreabre la coraza del guerrero y se ve que es una
mujer, con el seno herido de Clorinda.
Bancal había escrito a los Roland una carta afectuosa, cariñosa, en
la que decía hablando de aquella proyectada unión: «Será el encanto de
nuestra existencia y no seremos inútiles a nuestros semejantes.»
Roland, que estaba entonces en Lyon, envió esta carta a su mujer, que
se hallaba sola en el campo; el verano había sido muy seco, el calor era
excesivo, aunque estaban en Octubre. Zumbaba el trueno y durante
varios días no cesó de llover, Tormenta en el cielo y en la tierra, tormenta
de la pasión, de la Revolución... Sin duda iban a sobrevenir grandes
disturbios, un cúmulo de acontecimientos desconocidos que debían
trastornar los corazones y los destinos; en esos momentos de ansiedad,
el hombre cree fácilmente que es por él por quien truena,
Madama Roland, apenas leyó la carta, rompió en lágrimas. Se
sentó ante su mesa, y sin saber lo que escribía, escribió su turbación, no
ocultó que lloraba. Era más que una confesión. Pero al mismo tiempo,
aquella excelente y valerosa mujer, destrozando su esperanza, se
violentaba para escribir: «No, no estoy segura de vuestra felicidad, y no
me perdonaría nunca haberla turbado. Creo que os hacéis ilusiones y
alimentáis una esperanza que debo rechazar.» Lo que sigue es una
mezcla conmovedora de virtud, de pasión, de inconsecuencia, de tiempo
en tiempo un acento melancólico y no sé qué sombría previsión del
destino. «¿Cuándo nos volveremos a ver?... Pregunta que me hago con

668
frecuencia y que no me atrevo a contestar... ¿Mas para qué tratar de
penetrar el porvenir que la naturaleza ha querido ocultarnos? Dejémosle
bajo el imponente velo conque ella lo encubre, puesto que no nos es
dado penetrarlo; no tenemos sobre él más que una especie de influencia,
si bien grande; preparar la dicha del porvenir por medio de un prudente
empleo del presente...»—Y más adelante: «No han pasado veinticuatro
horas en esta semana sin que el trueno se haya dejado de sentir. Ahora
mismo acaba de retumbar. Me gusta mucho; el tinte que da a nuestros
campos es augusto y sombrío, pero, aunque fuese más terrible, no por
eso me inspiraría espanto...»
Bancal era prudente y honesto. Muy triste, y en pleno invierno,
pasó a Inglaterra y permaneció allí mucho tiempo. ¿Me atreveré a
decirlo? Más tiempo quizás del que madama Roland hubiera querido.
Tal es la inconsecuencia del corazón, aun del más-virtuoso. Leídas
atentamente ofrecen sus cartas una extraña fluctuación; ya se aleja, ya
se aproxima; hay momentos en que desconfía de sí misma; en otros
recobra su tranquilidad.
¿Quién dirá que en Febrero, al salir hacia París, donde los negocios
de la ciudad de Lyon llamaban a Roland, no sienta ella cierta secreta
alegría de volverse a encontrar en el gran centro donde Bancal va a tener
necesariamente que volver? Pero justamente es en París donde sus
ideas toman una dirección contraria. Su pasión se transforma y se
convierte por completo en favor de los negocios públicos. Fenómeno
bien interesante y digno de ser observado. Tras la grande emoción de la
federación lionesa, aquel conmovedor espectáculo de la unión de todo
un pueblo se había sentido débil y tierna al sentimiento individual. Y
ahora este sentimiento, ante el espectáculo de París, se vuelve
completamente general, cívico y patriótico; madama Roland vuelve a
ser la que era y no ama más que a la Francia.
Si se tratase de otra mujer, yo diría que fue salvada de sí misma
por la Revolución, por la república, por el combate y la muerte. Su
austera unión con Roland fue confirmada por su común participación
con los acontecimientos de la época. Aquel matrimonio de trabajo se
convirtió en un matrimonio de luchas comunes, de sacrificios, de
esfuerzos heroicos. Así preservada, llegó pura y victoriosa al cadalso, a
la gloria.
Llegó a París en Febrero del 91, víspera del grave momento en que
se debía agitar la cuestión de la república; aportaba dos fuerzas: la virtud
juntamente con la pasión. Reservada hasta entonces en su desierto para
los grandes acontecimientos, llegaba en su juventud de espíritu, su

669
frescura de ideas, de sentimientos y de impresiones, á rejuvenecer a los
políticos más fatigados. Ellos estaban ya muy rendidos; ella, ella nacía
aquel día.
Otra fuerza misteriosa. Esta persona tan pura, tan
admirablemente guardada por la suerte, llegaba sin embargo el día, día
en que la mujer es muy terrible, el día en que no bastará el deber, el día
en que el corazón largo tiempo contenido se desbordará. Llegaba
invencible, con una fuerza de impulsión desconocida. Ningún escrúpulo
podía retardarla; la felicidad quería, que, vencido o eludido el
sentimiento personal, el alma se volviese toda entera hacia un objetivo
grande, virtuoso, noble, glorioso y no sintiendo más que el honor se
lanzase a toda vela sobre aquel nuevo océano de la Revolución y de la
patria.
He aquí porque ella en aquel momento fue irresistible. Poco más
o menos como Rousseau, cuando después de su desgraciada pasión por
madama d'Houdetot, caído sobre sí mismo y vuelto en sí, se encontró
con un hogar inmenso, aquella inextinguible llama en que se abrasó
todo el siglo; el nuestro, a cien años de distancia, todavía siente su calor.
Nada más severo que la primera ojeada de madama Roland sobre
París. La Asamblea le causaba horror, sus amigos le dan lástima,
sentada en las tribunas de la Asamblea o de los Jacobinos, atraviesa con
mirada penetrante todos los caracteres; ve al desnudo las falsedades,
las cobardías, las bajezas, la comedia de los constitucionales, las
tergiversaciones, la indecisión de los amigos de la libertad. No excluye
de este juicio ni a Brissot, a quien quiere, pero al que encuentra tímido
y ligero, ni a Condorcet en quien ve doblez, ni á Fouchet «en el cual ve
bien claro que se esconde un cura.» Apenas perdona a Petion y
Robespierre; las lentitudes, las contemplaciones de éstos, no se
compadecen con la impaciencia que a ella la devora. Joven, ardiente,
fuerte, severa, a todos pide cuentas, no quiere oír hablar de dilaciones
ni de obstáculos; a todos les exige que sean hombres y que obren.
Ante el triste espectáculo de la libertad entrevista, esperada, y ya,
según ella perdida, querría volverse a Lyon. «Derrama lágrimas de
sangre y exclama (el 5 de Mayo) ... necesitaremos una nueva
insurrección o estamos perdidos para la libertad y para la dicha; pero
dudo que haya en el pueblo suficiente vigor... La misma guerra civil, por
horrible que sea, adelantaría la regeneración de nuestro carácter y de
nuestras costumbres...—Hay que estar dispuesto a todo, incluso a morir
sin, pena.»

670
La generación de que madama Roland desespera tan fácilmente
tenía cualidades admirables, la fe en el progreso, el sincero deseo de la
felicidad de los hombres, el ardiente amor del bien público; aquella
generación ha asombrado a todos por la grandeza de sus sacrificios.
Sin embargo-, hay que decirlo: en aquella época en que la
situación todavía no mandaba con una fuerza imperiosa, esos caracteres
formados bajo el antiguo régimen, no se manifestaban bajo su aspecto
varonil y severo.
Faltaba el valor del espíritu.
Nadie tuvo entonces la iniciativa del genio; y no exceptúo ni aún a
Mirabeau, a pesar de su gigantesco talento.
Los hombres de entonces, hay que decirlo también, habían ya
escrito, hablado y combatido en demasía. ¡Qué de trabajos, de
discusiones, de acontecimientos amontonados! ¡Qué de reformas
rápidas, qué renovación del mundo!... La vida de los hombres
importantes de la Asamblea y de la prensa había sido tan laboriosa, que
hoy nos parece un problema; dos sesiones de la Asamblea sin más
descanso que las sesiones de los Jacobinos y demás clubs, hasta las
once o las doce de la noche; luego la preparación de los discursos para
el siguiente día; los artículos, los negocios y las intrigas, las sesiones de
los comités, los conciliábulos políticos... El arranque inmenso del primer
momento o la esperanza infinita, los habían puesto en condiciones de
soportarlo todo; pero al cabo, como el esfuerzo se prolongaba y el
trabajo no tenía límites ni fin, las fuerzas habían decaído algo. Aquella
generación ya no conservaba enteros ni el espíritu ni la fuerza. Por
sinceras que fuesen sus convicciones, le faltaba la juventud, la lozanía
del espíritu, el primer impulso de la fe.
El 22 de Junio, en medio de la vacilación universal de los políticos,
madama Roland no vaciló. Escribió e hizo escribir a provincias para que,
enfrente de la débil e incolora solicitud, pidiesen las Asambleas
primarias una Convocatoria general «para deliberar por si o por no, si
conviene conservar en el gobierno la forma monárquica.» Demuestra
muy bien el 24 «que es imposible toda regencia, que hay que suspender
a Luis XVI, etc.»
Todos, o casi todos, se hacían atrás, vacilaban, fluctuaban todavía.
Pesaban las razones de interés, de oportunidad; ninguno quería
ser el primero; se contaban: «No éramos doce republicanos el 89»—dice
Camilo Desmoulins. En el 91, ya se habían considerablemente
multiplicado, gracias al viaje de Varennes, y era inmenso el número de

671
los que eran republicanos sin saberlo; era preciso revelárselo a ellos
mismos.
Los únicos que veían claro el asunto eran los que no reflexionaban
sobre él.
A la cabeza de esta vanguardia, marchaba madama Roland. Ella
arrojó en la balanza la espada de oro: su valor y la idea del derecho.

672
CAPITULO XVIII
El rey interrogado —Primeros actos republicanos (26 de Junio, 14 de
Julio del 91.)

El rey y la reina oídos en sus declaraciones 26 27 de Junio.—Reto de Bouillé, 29 de


Junio.— Cartel republicano de Payne y otros amigos de Condorcet 1.° de Julio.—Tentativas de
los orleanistas —Disposiciones adoptadas por la Asamblea—Los Jacobinos —Petion contra el
rey, 8 de Julio —Brisot contra el rey, 13 de Julio —»Los comités de la Asamblea a favor del rey»
13 de Julio.—Movimiento de los Cordeleros y Sociedades fraternales.-Astucia de los directores
de la Asamblea, 14 de Julio.-4-Agitación creciente durante la semana, del 10 al 17. Triunfo de
Voltaire, fiestas, etc.

Ahora que conocemos a los actores y las influencias privadas y


públicas, prosigamos la narración de los sucesos.
No es difícil seguir en aquellos días de tormenta los movimientos
de la opinión, las pulsaciones más o menos vivas del espíritu público,
los latidos del corazón de la Francia.
En el primer momento, el 21 de Junio, domina la indignación, pero
se respira: «¡Ya se fue el gran estorbo!»
En el segundo, el 25 por la noche, vuelve cautivo, humillado, caído
desde el trono, súbdito del último de los súbditos. Gran silencio de
cólera y de reproche, silencio también de piedad, que se apodera de los
corazones contra su voluntad.
Pero en contra de la misma piedad, en el tercer momento,
reacciona la desconfianza y la cólera, cuando los zorros de la Asamblea
intentan escamotear el crimen y el culpable (de suerte que resultara un
rey limpio de toda mancha), cuando intentan borrar la historia, tachar
Varennes, tratando de conseguir por medio de una sutileza imposible el
milagro imposible para el mismo Dios, de hacer que lo que ha sido no
haya sido.
Examinemos sus maniobras.
El 26 proponen los comités de constitución y legislación criminal,
valiéndose de Duport: «Que los que acompañaban al rey sean
interrogados por los jueces ordinarios, pero que el rey y la reina sean
oídos en sus declaraciones por tres comisionados de la Asamblea
nacional.»
Habiendo pedido alguien que esta instrucción fuese remitida a la
Sala suprema de Orleans, repuso Duport que esto no era más que una
primera información.

673
«Si es una información, repusieron Robespierre, Bouchotte y
Buzot, no podéis dividirla; es una y no puede hacerse por autoridades
diversas. El rey no es más que un ciudadano, un funcionario
responsable, sometido a la ley.»
A lo que dijo Duport, retrocediendo a lo vago de las antiguas
ficciones, que el rey no era un ciudadano, sino un poder del Estado.
Después, añadió torpemente: «No es que aquí se siga un proceso contra
el rey directamente; en nuestra prudencia está el no penetrar en el
porvenir... No se trata todavía de una acción criminal, sino de una acción
política de la Asamblea contra el rey...»
Malouet estallaba de indignación y aun estropeaba más las cosas.
Los legistas y los hombres de negocios vinieron en su ayuda, y
abandonando el sistema de Duport, muy difícil de seguir, cambiaron de
postura. Chabroud y Dandré, dijeron que no había nada judicial, de queja
ni de proceso; que se trataba únicamente de «adquirir indicios».
En este nuevo terreno la cuestión, Barriere puso con maña una
piedra para que tropezasen: «¿Qué importa que haya o que no haya
queja? Se trata de un rapto; los jueces ordinarios pueden oír a la persona
víctima del rapto.»
Pero Tronchet se impuso, y con su autoridad superior y respetada
cerró la discusión sobre la palabra indicios. La Asamblea decreta y
nombra comisionados, primero a Tronchet, por haber cortado el hilo;
luego a Dandré que lo ha devanado, y por último a Duport, aunque haya
demostrado menos astucia y habilidad.
A eso de las siete de la noche, fueron los tres a la habitación del
rey para representar la comedia de hacer como que oían, y recogían
gravemente de sus labios la declaración que ya tenía redactada y
calculada sin duda con Barnave y con Lameth. Muy hábil y muy bien
hecha, tenía un grave defecto: el de estar en contradicción demasiado
evidente con la protesta que el rey había dejado al marcharse. El cuidado
de ponerse en lugar seguro, el deseo de librar a su familia de todo riesgo,
habían decidido su marcha; partía para volver, no tenía ninguna relación
con las potencias extranjeras ni con los emigrados. Si había estado cerca
de la frontera, había sido con el objeto de estar más fácilmente
dispuesto a oponerse a las invasiones que hubieran podido intentar los
extranjeros. Su viaje le había instruido singularmente y le había
iluminado; veía claramente que la opinión general estaba por la
Constitución y volvía convertido...
Lo que hacía poco honor a la habilidad de los redactores, lo que
excedía de todos los límites, era el hacer decir al rey que «viendo que le

674
creían cautivo y que esta opinión podía ocasionar disturbios, había
ideado aquel viaje como un medio excelente para desengañar al público,
demostrando su libertad.»
Esto pareció una burla y produjo mal efecto. No lo hizo menos el
que la reina, en vez de responder, mandó decir a los comisionados de la
Asamblea «que estaba en el baño», y que volviesen. De este modo se
tomaba una noche de tiempo para arreglar su declaración. Veinticuatro
horas después de su llegada, escogía para tomar el baño el momento en
que la nación y sus delegados llegaban a su puerta; les obligaba a hacer
antesala, confirmando así lo que el mismo rey había dicho, «que debía
tenerse bien presente que no se trataba de • interrogatorio.» Era una
conversación libre, una audiencia que la reina se dignaba conceder.
«Deseando el rey partir, nada podía impedirme el que le siguiera. Y lo
que me decidió a ello, fue la seguridad absoluta que tenía de que no
quería salir del reino.» Los tres comisionados saludaron profundamente
y se fueron muy satisfechos.
El público no se satisfizo. Se sintió mortificado con la idea de que
pudieran creerle engañado con una comedia tan grosera. Los realistas
no se indignaron menos que los otros al ver al rey y a la reina en manos
de los constitucionales. Lamentando la cautividad del rey, la
desobediencia universal, obraron por sí mismos, como si no hubiera
existido el rey, sin informarse de su opinión, sin su autorización. Las
cabezas exaltadas del partido, Epremesnil, un loco, y Montlosier, joven,
ardiente, cegado por su lealtad, redactaron una violenta protesta contra
la suspensión del rey, declarando que ya no tomaban parte en los actos
de la Asamblea. Fue firmada por doscientos noventa diputados. En vano
se opuso Malouet á este acto insensato que anulaba a los realistas en la
Asamblea nacional, en el momento en que esta Asamblea trataba de
destituir al rey. Sin duda tuvieron parte de culpa en esta resolución la
pasión y la ligereza, pero verosímilmente también la tuvo la celosa rabia
que produjo ver que el rey se dejaba aconsejar por aquellos que hasta
entonces habían combatido a los realistas.
Los realistas iban de cabeza a caer en el abismo, arrastrando al rey
en su caída. Bouillé, por quijotismo, por abnegación le da un golpe
terrible. Declara a la Asamblea, en una carta notable por lo insolente y
ridícula, «que, si tocan un solo cabello de la cabeza del rey, él, Bouillé
guiará los ejércitos extranjeros; no dejará en París piedra sobre piedra.
(Risas prolongadas.) El único responsable es Bouillé; el rey no había
hecho más que querer impedir la justa venganza de los reyes, haciendo
de mediador entre ellos y su pueblo. Entonces hubiera restaurado el

675
reinado de la razón, iluminada por la antorcha de la libertad...» Concluía
tan disparatada epístola anunciando a los diputados «que su castigo
serviría de ejemplo; que primero había tenido lástima de ellos, pero...»
etcétera.
Esta carta era de valor inapreciable para los partidarios de la
república. Lo que más podían desear era un insulto tan solemne a la
nación, el guante arrojado a la Francia por los realistas. Sin perder un
momento, a la mañana siguiente, el 1. ° de Julio fijaron a la puerta de
la Asamblea un simple cartel, fuerte y atrevido; aquel cartel anunciaba
la publicación del diario El Republicano, que iba a fundar una sociedad
de republicanos. Aquel escrito, corto, pero completo, exponía la
situación; hela aquí en dos líneas: «Acabamos de experimentar que la
ausencia del rey es mejor que su presencia. Ha desertado, abdicado.
Jamás devolverá la nación su confianza al perjuro, al fugitivo. ¿Que
importa que su fuga se deba a él o a otro? Embustero o idiota, resulta
de todos modos indigno. Nos hemos librado de él y él de nosotros; es
un simple individuo, Mr. Luis de Borbón. La Francia está cierta de que
no se deshonrará por su seguridad. La monarquía ha concluido. ¿Qué
vale un oficio entregado al azar del nacimiento, que puede ser
desempeñado por un idiota? No es una nada, una nulidad.»
Este escrito salió del círculo de Condorcet como el folleto del
Joven mecánico, que se publicó casi al mismo tiempo. Uno y otro
expresaban la idea común de aquella sociedad de atrevidos teóricos.
Condorcet no escribió más que el folleto, menos comprometedor; pero
el cartel fue redactado, primero en inglés por un extranjero, Thomas
Payne, que podía temer menos la responsabilidad de un acto tan grave.
Fue traducido por uno de nuestros jóvenes oficiales que había hecho la
campaña de América y que lo fijó atrevidamente en las puertas de la
Asamblea, firmando: Chatelet.
Payne poseía en aquel entonces en París dos cosas que a menudo
van juntas aquí, la autoridad y la moda. Brillaba en los salones. Los
hombres más eminentes, las mujeres más lindas le hacían la corte,
recogían sus frases y trataban de comprenderlas. Era un hombre de
cincuenta a sesenta años; había ejercido todas las profesiones,
fabricante, maestro de escuela, aduanero, marinero, periodista. Tenía
tres patrias, Inglaterra, América y Francia, pero a decir verdad no tuvo
más que una, el derecho y la justicia. Ciudadano invariable del derecho,
en cuanto veía una injusticia a un lado del Océano, pasaba al otro lado.
Francia conservará memoria de este hijo adoptivo. Había escrito para
América su libro del Sentido común, el breviario de los republicanos: y

676
para Francia escribió Los Derechos del hombre, para vengar a nuestro
país del libro de Burke. Quemado en Londres en efigie, fue nombrado
ciudadano francés por la Convención, de la que fue miembro. Payne
parecía doro y fanático. Por ello causó admiración cuando el 21 de
Febrero manifestó a la Convención que no podía votar la muerte del rey.
A poco le cuesta a él la vida. Encerrado en una prisión y creyendo que
no tenía tiempo que perder, se puso a escribir La edad de la razón, un
libro en defensa de Dios contra todas las religiones. Salvado el 9
Thermidor, permaneció aún en Francia, pero ya no pudo soportar la
Francia de Bonaparte y se fue a morir a América.
Volvamos a su cartel. Al llegar Malouet por la mañana, lo ve, lo lee
y se exaspera. Entra precipitadamente y pide que se prenda a los
autores. «Ante todo, leámoslo,» dice fríamente Petion. Chabroud y
Chapelier, temiendo el efecto que pudiera producir y sobre todo que las
tribunas aplaudiesen su lectura, reclamaron en nombre de la libertad de
la prensa, diciendo que debía despreciarse la obra de un insensato y
pasar a la orden del día.
La Asamblea, en efecto, pasó como con indiferencia, y continuó
tranquilamente los trabajos sobre el Código penal. Pero se tuvo por
advertida.
El partido de Orleans comprendió también mejor después del
terrible cartel, que, en presencia del partido republicano naciente, pero
ya tan osado, era preciso si podía establecer la regencia, que más
adelante sería menos aceptada. Lo difícil era iniciar la cosa; primero se
lanzó una indirecta en un diario de segundo orden. En seguida, la
extrañeza bien fingida del príncipe; escribe luego rehusando
magnánimo lo que nadie le había ofrecido. Entre tanto se presenta como
miembro de los Jacobinos y se hace visible. Uno de ellos, haciendo
fuego antes de la voz de mando, pregunta si el príncipe no debe
naturalmente presidir el consejo de la regencia. El 1. ° de Julio, Lacios
va más allá, quiere un regente y establece la destitución. El 3 demuestra
Real que el duque es legalmente el guardián del delfín. El 4 quiere Lacios
que se reimprima y que se distribuya el decreto sobre la regencia. La
masa de los Jacobinos no orleanista rechaza la proposición. No por eso
se descorazona; demuestra en su diario larga y pesadamente que hay
que crear un nuevo poder: ¿un protector? no, la palabra ha sido
estropeada por Cromwell; más bien un moderador.
Con este motivo se entablaron en la prensa dos polémicas
filosóficas sobre la tesis de la monarquía entré Lacios y Brissot y entre
Sieyes y Thomas Payne. Este desafió a Sieyes a todas las armas

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posibles, dándole ventaja, no pidiendo más que cincuenta páginas y
concediéndole un tomo, prometiendo demostrar que la monarquía no
es nada, «que es una ausencia de sistema». Sieyes rehusó el combate
con mal disimulado desprecio. Creía que no tenía necesidad de ello. La
Asamblea nacional veía venir la lucha y se preparaba para ella. Decidida
a suprimir la monarquía, toma tres clases de medidas. Primero aparenta
una actitud revolucionaria; hace reglamentos para favorecer la división
y subdivisión de los bienes nacionales. Amenaza a los emigrados; si no
regresan en el término de un mes, ¡ay de ellos!... Sólo que la penalidad
resulta mínima y ridícula; se recargan sus bienes con el triple.
La Asamblea se siente también acometida de un acceso de buena
voluntad para los pobres: hace repartir pequeños asignados «para
facilitar el pago de los obreros». Vota varios millones para hospitales;
hace que comparezca la municipalidad de París y le ordena que
distribuya socorros, que emprenda trabajos, que ayude a los obreros
extranjeros para que salgan de la ciudad.
Al mismo tiempo, a paso de carga se leen y se votan leyes de
policía, que, bajo el simple título de policía municipal, resuelven las
mayores cuestiones: un artículo, por ejemplo, prohíbe que se reúnan los
clubs, a menos de señalar anticipadamente el día en que han de
reunirse. Los habitantes de cada casa están obligados a manifestar sus
nombres, edad, profesión, etc. Se dictan graves penas contra las vías de
hecho por simples palabras; la calumnia puede ser castigada con dos
años de prisión.
Todo esto se votaba muy aprisa, casi sin discusión. Las sesiones
públicas, tan largas en otro tiempo, eran cada día más cortas; a eso de
las tres o las cuatro se había concluido todo; y aun para ocupar tan
cortas sesiones, había que tratar de negocios ajenos a la gran cuestión,
como la guerra, la administración, la hacienda. Las tribunas ardientes,
inquietas, invadidas por una multitud ávida no veían; no aprendían
nada; la gente se volvía hambrienta. Lo más arduo de la política se
trataba secretamente en los comités. Barnave confiesa en sus Memorias
que vivía en ellos exclusivamente. Los comités de legislación, de
constitución, de averiguaciones, de diplomacia, etc., caminaban en un
mismo sentido, continuaban la verdadera Asamblea. Allí se elaboraban
los elementos de la grande y terrible discusión sobre la inviolabilidad
real, que no se podía sostener, sin embargo, a puertas cerradas: que bien
pronto había que sostener en pleno día; por esto la preparaban con
tanto cuidado, fijando desde luego los puntos de discusión y
distribuyéndose los papeles.

678
Lo que perjudicaba tan hermoso acuerdo, es que Petion era
miembro del comité de legislación. El 8 presentó a los Jacobinos esta
cuestión delicada y sacrosanta; la trató familiarmente con una sencillez
ruda, distinguiendo la inviolabilidad política que goza el rey en los actos
de que responden los ministros y la inviolabilidad que querían hacer
extensiva a sus actos personales. En cuanto a los peligros de destituir al
rey y de tener que combatir con los reyes, decía: «Si ellos lo desean
estarán mejor dispuestos si se repone al rey, si ven otra vez en manos
de sus amigos las fuerzas de la Francia que les hubieran combatido.» '
Ciertamente, esto era claro. Aquella franqueza devolvió la fuerza a
la minoría de los Jacobinos, que era reacia al rey. La prensa se
envalentonó. Brissot, hasta entonces tan prudente, cuya lentitud
sospechosa era ya acusada por Camilo Desmoulins, por madama Roland
y por otros muchos, Brissot estalló, quemó sus naves, fue a los
Jacobinos y trató la misma cuestión, pero con una extensión, con una
claridad, con una brillantez extraordinaria; por un momento electrizó
aquella sociedad, generalmente contraria a su opinión, y que además le
quería tan poco.
Declaró desde luego, que manteniéndose en el círculo trazado por
Petion, examinaría únicamente si el rey debía, si podría ser juzgado,
aplazando la cuestión de saber, en caso de destitución, qué gobierno le
sustituiría.
Acomodándose hábilmente a los escrúpulos de los Jacobinos, al
nombre mismo de su sociedad (Amigos de la Constitución), «estamos
todos de acuerdo, dice Brissot: queremos la Constitución. La palabra
vaga de republicanos no importa aquí nada. Los que son contrarios a
esta palabra ¿qué temen, la anarquía? pues también la temen los que
son partidarios de esa denominación. Tanto unos como otros temen la
turbulencia de las democracias antiguas y la división de la Francia en
repúblicas federadas. Quieren igualmente la unidad de la patria.»
Después de estas tranquilizadoras palabras, y sin dar más
explicaciones sobre el sentido de la palabra república, aborda la
cuestión:» ¿Debe ser juzgado el rey? Su argumentación, idéntica a la de
Petion, a la de los oradores que hablaron más tarde, Robespierre,
Gregoire y otros, sería fuerte, si declararan francamente que rechazan la
monarquía como una institución bárbara, como una absurda religión;
resulta débil, porque vacilan, retroceden, no llegan hasta el fin de su
camino, no se atreven a dar la conclusión que se descubre en el fondo
de su palabra.

679
En la segunda parte que le es propia, aquella en que examina lo
que podría hacer Europa si fuese juzgado el rey, Brissot está
completamente fuerte. Aquí nada en plena Revolución, con una libertad,
con una facilidad verdaderamente notables; hace alarde de la infinita
extensión de sus conocimientos, abunda en citas, en hechos y todo ello
envuelto en un rápido torbellino muy semejante a la elocuencia. Traza
de pasada los retratos vivos y satíricos de las potencias europeas, de los
reyes y de los pueblos; los pinta, débiles todos, menos uno: la Francia.
La Francia no tiene nada que temer; los otros son los que han de
temblar. ¡Ah! Si los reyes de Europa quieren obrar según sus intereses,
que se guarden de atacarnos; que se alejen, que se aíslen... que traten,
aligerando el yugo, de hacer olvidar a sus pueblos la. Constitución
francesa y apartar sus miradas del espectáculo de la libertad.
Un hálito pasó sobre la Asamblea, el hálito ardiente de la Gironda
sentido por primera vez. «No fueron aplausos, dice madama Roland que
estaba presente; fueron gritos, transportes. Tres veces la Asamblea
arrebatada, se levantó en masa con los brazos levantados, agitando los
sombreros con un entusiasmo indescriptible. ¡Perezca para siempre el
que después de experimentar estos grandes movimientos, se sienta
capaz todavía de volver a tomar las cadenas! »
Por muy legítimo que fuera aquel entusiasmo, el brillante discurso
de Brissot, como el de Petion, como todos los que se pronunciaron en
aquel sentido, pecaban en un punto. Suponía que se podían evitar dos
cuestiones inseparables: la del proceso del rey y la del gobierno que le
había de reemplazar. Brissot afectaba creer lo que era imposible que
creyese en realidad, a saber: que se podía herir al rey sin herir al mismo
tiempo a la monarquía; que esta institución, juzgada implícitamente al
juzgar al hombre, escrutada, puesta a la luz en sus defectos intrínsecos,
sobreviviría a semejante prueba. Había allí falta de franqueza y de
audacia; un resto de vacilación que se encuentra en los discursos de los
principales directores de la opinión, en el que pronunció Condorcet en
el Círculo social, como en el que hizo Robespierre en los Jacobinos.
Por fin, el 13 aborda la gran cuestión la Asamblea; las tribunas
estaban ocupadas por gente segura que había entrado anticipadamente
con billetes especiales; en las avenidas aguardaba una multitud de
realistas inquietos, de caballeros que el pueblo denominaba los
caballeros del puñal. A propuesta de un diputado cerraron las Tullerías.
El informe solemne que iba a decidir la suerte de la monarquía,
informe hecho en nombre de cinco comités, fue presentado por un
monsieur Muguet, diputado desconocido, del partido de Lameth. No era

680
nada hábil ni político; alegato de abogado que lo ignora todo fuera de
los textos: 1. ° la fuga del rey no es un caso previsto en la Constitución;
no, hay nada escrito sobre esto; 2. ° pero su inviolabilidad está escrita,
está en la Constitución. Y, por consiguiente, habiendo conseguido
prescindir del gran culpable, el informe se desquita ensañándose con los
pequeños, con los servidores que han obedecido. Se necesita un
culpable principal, que será Bouillé; los demás serán cómplices, Fersen,
madama de Tourzel, los correos, los domésticos. En vano pidió
Robespierre que se distribuyese este informe y se aplazase la discusión.
La negativa fue rotunda. La Asamblea toda estaba visiblemente de
acuerdo para adelantar, para abreviar; los pies le quemaban. Tenía prisa
de votar, y de votar en favor del rey.
Por la noche, en los Jacobinos, Robespierre, con notable
prudencia, hizo constar que se haría mal en acusarle de republicanismo.
«Que república y monarquía, a juicio de muchas personas, eran palabras
vacías de sentido... Que no era ni republicano ni monárquico... Se puede
ser libre lo mismo con un monarca que con un senado...»
Los Franciscanos, Danton, Legendre, que aquella noche habían
asistido a los Jacobinos, no permanecieron en aquella vaguedad:
tocaron la cuestión misma. Danton preguntó cómo podía la Asamblea
encargarse del fallo cuando quizás su juicio sería reformado por el de la
nación. Legendre estuvo violento contra el rey, no tuvo ninguna
consideración; amenazó a los comités: «Si viesen la masa, dijo, los
comités vendrían a la razón; comprenderían que, si hablo, es por su
salvación.»
He aquí la primera palabra de Terror en los Jacobinos. Algunos
constitucionales salen indignados. En su lugar entran diputaciones
populares, la sociedad Fraternal de los Mercados, la de Ambos sexos,
que celebraba sus sesiones en la sala de los Jacobinos, llevan
representaciones. Un cirujano joven, muy conocido, vociferador y
charlatán, lee en la tribuna una carta que acaba de escribir en el Palais
Royal por trescientas personas. Un obispo diputado, electrizado por el
joven, juró en la tribuna combatir también el parecer de los comités. El
obispo y el cirujano se arrojaron uno en brazos del otro...
Entretanto aquella misma noche, al otro extremo de París, en el
fondo del Marais, en los Mínimos, una sociedad fraternal de hombres y
mujeres, sucursal de los Franciscanos, redactaba otra representación
audaz, amenazadora para la Asamblea, visiblemente calcada sobre la
opinión de Danton. La firma decía: El pueblo. El que la escribió, Tallien,
un curial muy joven, era un hombre que pertenecía a Danton y a su

681
perversa doblez. La palabra furiosa de Tallien, su falsa energía,
agradaban mucho a los hombres, y en cuanto a las mujeres fácilmente
se dejaban convencer por un orador de veinte años.
El día 14 en la Asamblea los discursos más notables fueron los de
Duport y de Robespierre. Duport, escuchado hasta por las tribunas en
medio de un silencio sombrío. Robespierre estuvo ingenioso y dio
novedad a un asunto que había sido tratado de tan diversas maneras.
Dijo en tono agridulce que él llevaba las palabras de la humanidad, que
sería una injusticia cruel y cobarde no herir más que a los débiles, y que
antes se hacía él abogado de Bouillé y de Fersen. Todo esto se dirigía a
las tribunas y a los de fuera.
La Asamblea, más bien que escuchar, aguantaba todo discurso en
este sentido. Los constitucionales que la sentían toda entera en
inteligencia con ellos, esperaban la ocasión de comprometerla por
alguna medida que fuese de antemano una garantía de su fallo. Prieur,
de la Morne, creyendo ponerlos en apuro preguntando lo que harían si
al dejar la Asamblea al rey fuera de la causa se pidiese el
restablecimiento del mismo en todo su poder; Desmeuniers aprovechó
atrevidamente esta ocasión para comprometer a la Asamblea en favor
del rey. Hizo en lenguaje jacobino, hábil realismo; habló contra la
inviolabilidad absoluta del rey, dijo: «Que en verdad el cuerpo
constituyente había estado en su perfecto derecho al suspender el poder
real, y que la suspensión no se levantaría hasta que se hubiese
terminado la Constitución.» Entonces Desmeuniers repuso con
naturalidad: "«Puesto que se me pide (nadie había pedido nada) que de
á mi explicación forma de decreto, he aquí un proyecto: 1. ° la
suspensión dura hasta que el rey acepte la Constitución; 2. ° si no
aceptase, la Asamblea le declararía depuesto.»
Pero Gregoire dijo brutalmente: «Estad tranquilos, aceptará y
jurará todo lo que vosotros queráis.»—Y Robespierre: «Tal decreto
decidiría anticipadamente que no sería juzgado...» Los compadres,
sorprendidos visiblemente en flagrante delito, no se atrevieron a insistir
por entonces. La Asamblea no votó.
En revancha se negó a oír la petición firmada por el pueblo.
Barnave insistió valientemente para que se leyese al día siguiente,
añadiendo estas palabras amenazadoras, que demostraban que tenían
la fuerza de su parte: No nos dejamos influir por una opinión ficticia... La
ley no tiene más que colocar su señal, y se verá cómo se alistan los
buenos ciudadanos.» Esta palabra, tomada entonces en sentido general,

682
fue mejor comprendida cuando el domingo siguiente la autoridad
desplegó como señal la bandera roja.
La agitación de París iba en aumento. La casualidad hizo que,
desde el domingo al domingo, desde el 10 al 17, la población, por
diversas causas, se mantuvo en pie, siempre en alarma. Los que conocen
aquella ciudad saben bien que en semejantes casos la agitación
prolongada va creciendo y tiende a la explosión infaliblemente. El
domingo 10, la multitud fue delante del cortejo triunfal de Voltaire; pero
el mal tiempo impidió que atravesara París, y se detuvo en la barrera de
Charenton. La fiesta se celebró el lunes siguiente con una concurrencia
de pueblo increíble. En el muelle Voltaire, ante la casa en donde murió
el grande hombre, se hizo alto y se cantaron coros en honor suyo: la
familia de Calas, su bija adoptiva, madama Villete, fueron con lágrimas
en los ojos a coronar el féretro. Muchos entre aquella multitud
conmovida volvían las miradas hacia las Tullerías, hacia el pabellón de
Flora, triste, cerrado y mudo, hostil a la fiesta, confundiendo en su odio
al fanatismo y a la monarquía. Y no sin razón. Se había sabido por este
informe leído en la Asamblea que los curas en varias provincias reunían
al pueblo por la noche, obligándoles a cantar el Miserere por el rey,
incitándoles a la guerra civil.
Voltaire fue colocado en su panteón; pero al otro día 13, otra fiesta,
la Revolución representada en Nuestra Señora en un drama sacro, la
Toma de la Bastilla, con grandes coros y á gran orquesta. El 14, sin
respirar, el famoso aniversario congrega la muchedumbre en la Bastilla,
de donde parten los cuerpos constituidos para ir por los boulevares al
Campo de Marte; el obispo de París dice allí la misa en el altar de la
patria. El tiempo era espléndido, la muchedumbre llenaba las calles;
París estaba iluminado por la noche y las cabezas cada vez más
exaltadas.

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CAPITULO XIX

La Asamblea declara inocente al rey (15-16 de Julio del 91.)

Los constitucionales obligados a custodiar y envilecer al rey, al que quieren restaurar


—Su doble miedo, Marat, etc.—La república menos difícil aún que la restauración de la
monarquía. —La monarquía defendida en la Asamblea por Salles y Barnave, i 5 de Julio del
91. — La Asamblea desvía las persecuciones contra el rey; persigue a Bouillé etc. —Protesta en
el campo de Marte—Intriga orleanista en las Jacobinos para obligar a que se pida la caducidad.
—Los Jacobinos constitucionales se retiran a los Feuillarts y preparan la represión, 16 de Julio
del 91. — La Asamblea reprende a la municipalidad por demasiado moderada Pequeño terror
constitucional. —La petición del Campo de Marte se hace republicana —La Asamblea se decide
por el rey

Los constitucionales desplegaron durante quince días mucha


astucia y habilidad para salvar la monarquía, empleando en ello un vigor
digno de mejor causa. Y a pesar de ello fueron engañados. Los
republicanos siguieron un camino más recto, demostrando, enmedio de
su ignorancia, una especie de doble vista; si hubieran estado en las
Tullerías, en el gabinete de la reina, no hubieran podido hacerlo mejor.
El 7 de Julio permitió la reina que el rey le diese a Monseñor
poderes por escrito. Fersen había ido a verle y se los había dado
verbalmente.
La reina odiaba a Monseñor, al hombre que más había trabajado y
con mejor éxito para desacreditarla; y sin embargo se esfuerza para que
el rey le de sus poderes. ¿Quién es, pues, bastante poderoso para
obligarla a que se sobreponga a su odio? Otro odio más grande aún y el
deseo de vengarse.)
¿Engañó a Barnave en Meaux, cuando aparentaba escucharle
dócilmente? No era, yo así lo creo, sincera; volverá a serlo pronto, lo cual
no impide que en este intervalo dirija sus miradas hacia otra parte, hacia
la emigración y el extranjero.
La molestaba en extremo la vigilancia vejatoria de que era objeto.
Los guardias nacionales que, el 21 de Junio, habían visto la terrible
responsabilidad que contraían ante el pueblo al encargarse de custodiar
a la familia real, huían de las Tuberías, se negaban en absoluto a volver
a tan peligroso puesto, y no cedieron basta que no lograron la consigna
de custodiarla sin perderla de vista ni de noche ni de día. De esto se
originaron una porción de escenas cómicas, si no hubiesen sido crueles.
La reina era la que les inquietaba, sobre todo; tenían una idea terrible de
sus habilidades; les faltaba poco para creer que aquella hada (ella lo

684
había dicho de broma, en Varennes) podría escaparse en globo.
Recordando que la noche del 21 de Junio, había custodiado Gourvion
inútilmente la puerta de su alcoba, exigieron que aquella puerta
permaneciese siempre abierta, de manera que pudieran ver a la reina en
su tocador y en el lecho. Hasta en su guardarropa pretendían los
soldados ciudadanos acompañarla con la bayoneta calada, lo cual les
fue echado en cara. La reina ideó que una de sus camareras se acostase
delante de su cama, para, que la ocultasen las colgaduras. Una noche
vio que el guardia nacional de servicio daba la vuelta a aquella barrera y
se dirigía hacia ella; no iba en actitud hostil, al contrario; era un buen
hombre partidario de la monarquía, que quería salvarla y que se
aprovechaba de aquella circunstancia para dar a la reina prudentes
consejos; sin cumplimiento se sentó cerca de la cama, para predicarla
más a su gusto.
Un día se le ocurrió al rey cerrar la puerta de la alcoba de la reina.
El oficial de guardia la abrió, y le dijo que tal era su consigna, y que Su
Majestad se tomaba un trabajo inútil cerrándola, porque él la abriría
cuantas veces la cerrase.
La situación era verdaderamente cruel y ridícula. Los que daban
aquella humillante consigna, Lafayette y los constitucionales, los que
envilecían hasta aquel extremo (¿qué digo al rey? al esposo), querían,
sin embargo, que fuese rey, y trabajaban vigorosamente para
conseguirlo, hallándose dispuestos, en caso de necesidad, á
desenvainar su espada en defensa de una monarquía que cada vez
ponían más en ridículo y hacían más imposibles.
Creían que no había salvación para la Francia fuera de aquella
ficción legal, de aquella sombra, de aquella nada, de aquel vacío. Partían
del falso supuesto de que la monarquía había regresado efectivamente
de Varennes; pero estaban equivocados, la monarquía se había quedado
allá; lo que había vuelto era menos aun que la negación de la monarquía
era su parodia, la irrisión bárbara, la farsa, que era su suplicio.
¿Que querían aquellos extraños restauradores de la monarquía?
Dos cosas contradictorias: que fuese a la vez débil y fuerte, que fuese y
que no fuese. Comprendían claramente que cautiva, atada, agarrotada
de aquella manera, debía estar conspirando constantemente; luego era
preciso apretar más el lazo. Pero por otra parte tenían miedo de soltar y
de que se armase aquella realeza cautiva. Oían ruidos subterráneos que
atormentaban su espíritu. El fantasma de la anarquía se le aparecía en
sus sueños, y hacían precisamente lo. necesario para que tomase

685
cuerpo. La voz cavernosa de Marat les parecía que era la del pueblo y
eran ellos precisamente los que contribuían a popularizarla.
En aquella época, divagaba Marat. No habiéndose dado cuenta de
la situación ni tomado ninguna iniciativa, se venga con la atroz locura
de su imaginación. Todo lo que se lo ocurrió proponer el 21 de Junio,
fue un tirano y una matanza, el degüello general de la Asamblea y de las
autoridades. En los números siguientes se entretiene con variaciones
agradables: que se corten las manos, los pulgares, empalamientos, que
se entierren vivos, etc.
Los constitucionales retrocedían de asco (hablando como
Froissard) ante aquella bestia salvaje; pero al retrocedería autorizaban.
-Les era muy fácil a Marat y a Freron, el predecir lo que habían de
retroceder aquellos bastardos realistas en su inconsecuente retirada.
Entonces gritaba el vulgo: «¡Milagro! ¡lo había dicho Marat, el
verdadero profeta! » De este modo el loco furioso parecía el único
razonable.
El americano Morris sostiene que en-aquel momento era
imposible toda solución, lo mismo la monarquía que la regencia y que
la república. No, todo era difícil. La Francia se había encontrado en un
momento por lo menos tan difícil: en el invierno del 89 al 90; entonces
no tenía leyes, ni antiguas ni nuevas; vivió entregada á su instinto. Aún
podía salvarse. El rey, sus hermanos y el de Orleans, estaban igualmente
desacreditados en la opinión pública; la regencia no era posible más que
ejercida por un consejo de diputados, por un comité republicano; era,
pues, preferible una forma más franca, nada de regencia: la república.
Dificultad por dificultad, las ventajas estaban de parte del gobierno que,
después de todo, es el único natural, el gobierno de uno por sí mismo,
el que alcanza el hombre cuando libre de la fatalidad consigue el libre
albedrío. A medida que se adelanta en la larga vida del mundo, en la
experiencia política que empieza apenas, se comprenderá cada vez más,
que la monarquía no ha sido más que un gobierno de excepción, un
estado provisional de salud pública, propio de los pueblos en su infancia.
Por una parte, la prensa violenta, los Marat y los Freron, por otra
la Asamblea y los constitucionales, todos hablaban igualmente en
nombre de la salvación pública, del interés público. Todos, partiendo de
la misma filosofía que basa la moral en el interés, apoyaban en él su
política, cuando era el derecho el que hubieran debido tomar como
punto de partida; sólo el derecho podía dar luz en aquella situación tan
oscura. Se invocó la salvación pública y corrió la sangre en nombre de
la monarquía, que no podía ni salvará los demás ni salvarse ella misma.

686
Cosa extraña: los menos sanguinarios fueron precisamente los que
primero hicieron correr la sangre, dando con aquella primera efusión el
pretexto y la excusa para el diluvio de sangre que siguió luego.
El 15, día decisivo, creyó prudente Lafayette colocar cinco mil
hombres en los alrededores de la Asamblea. Para contener mejor a la
multitud, había tenido cuidado de mezclar entre la guardia nacional
alguna gente del barrio de San Antonio. La Asamblea, decidida a
concluir aquel día de la mejor manera posible, empleó una buena parte
de la sesión oyendo un informe sobre asuntos militares de los
departamentos. Prestó mediana atención a las habladurías del viejo
Goupil contra Brisot y Condorcet, y a los discursos que luego
pronunciaron Gregoire y Buzot. El de éste último, muy corto, fue, sin
embargo, notable; daba precisamente las razones que el 93 le
impidieron condenar el rey a muerte: «Se trata de un crimen contra la
nación; la Asamblea es la nación, sería, a la vez juez y parte: luego no
puede juzgar, etc.»
Se había convenido en que la sesión se reduciría a dos discursos,
repartiéndoselos turnos entre Salles y Barnave; el uno, hombre de
corazón, entusiasta, debía defender a Luis XVI, al hombre, a la
personalidad; el otro, el frío y noble orador, Barnave, debía tratar la
cuestión desde el punto de vista legislativo y político.
Salles, con insinuación dulce y atrevida, no temía, dirigirse a los
secretos sentimientos de la Asamblea. El rey ha protestado, es verdad,
ha dicho que la Constitución «era impracticable». Pero nosotros mismo
hemos dicho muchas veces que era difícil de ejecutar, por la menos en
los comienzos. La Asamblea ha podido contribuir al error del rey,
viéndose obligada por el bien público a salirse de su papel de Asamblea,
juzgando, gobernando, etc. De esta suerte, estaba seguro el abogado de
ser oído favorablemente cuando buscaba una excusa para el culpable en
los mismos fallos del juez, en los reproches que secretamente se hacía
la Asamblea, en su poca fe actual, cansada y trabajada por su obra y por
sus propios actos.
Barnave se elevó a gran altura. Su frialdad ordinaria, frialdad
fingida aquel día únicamente en la forma, hizo valer el fondo,
íntimamente apasionado que se sentía en todas partes, como en las
tierras secas y frías de Asia, que en ciertos lugares están minadas por
ríos de fuego. Se veía bien que se lo jugaba todo, que era aquel un
momento supremo para él y para la Asamblea. La obligaba a escoger
entre la monarquía y el gobierno federativo (afectaba no comprender
ninguna república federativa más que como un gran Estado). Siendo

687
solo posible la monarquía, decía, hay que transigir con la inviolabilidad
que es su base. «¿Pero y si el rey comete faltas?... El peligro para la
libertad estaría en que no las cometiese. Si os dejáis guiar hoy por el
resentimiento personal violando la Constitución, temed que algún día
no os domine el entusiasmo. ¿Cuidad de que en otra ocasión la misma
volubilidad del pueblo, el entusiasmo de algún gran hombre, el
reconocimiento por las grandes acciones (porque la nación francesa
sabe mejor amar que aborrecer) no derriben en un momento vuestra
absurda república... ¿Creéis que un consejo ejecutivo, débil por
naturaleza, resistiría por mucho tiempo a los grandes generales? etc.
etc.»
«Esto por lo que a la Constitución se refiere. Hablemos de la
Revolución: ¿sabéis lo que sucederá después de la destrucción de la
monarquía? El atentado contra la propiedad... No debéis ignorarlo; la
noche del 4 de Agosto dio más fuerza a la Revolución que todos los
decretos constitucionales. Para los que quisieran ir más lejos, ¿qué otro
4 de Agosto les queda que hacer?» ...
Estos dos hábiles discursos habrían convencido a la Asamblea si
ya no lo hubiera estado. Pero de antemano tenía ya decidido lo que
quería. Lafayette pidió la terminación de los debates. La Asamblea, de
acuerdo con lo propuesto por Salles y Barnave y con los comités,
acordó: 1. ° una medida preventiva: Si un rey falta a su juramento, si
ataca o no defiende a su pueblo, abdica, se convierte en simple
ciudadano y es responsable por los delitos posteriores d su abdicación'.
2.° una medida represiva: El castigo de Bouillé como principal culpable,
de los servidores, oficiales, correos, etc., cómplices del rapto.
Para votar tranquilamente, la Asamblea se había rodeado de
tropas, se habían cerrado las Tullerías, la policía estaba preparada y la
autoridad municipal dispuesta en la plaza de Vendome para hacer las
intimaciones de rigor. Todo indicaba que se quería terminar el conflicto
aquel día, y que en caso necesario no se dudaría en dar la batalla. Los
directores populares se dieron por avisados y no se dejaron ver. La
multitud acudió sin embargo al Campo de Marte para consignar por
última vez su protesta; uno de los comisionados para redactarla era un
tal Vichaux, de Neufchatel. Ya se ha visto por el asunto de Chateuvieux,
que los naturales de la Suiza francesa, esclavos de los alemanes,
estaban con frecuencia en la vanguardia de nuestra Revolución; tenían
puesta en ella la esperanza de su propia redención; la Sociedad helvética
de los suizos establecidos en París tomaba una parte activa en los
grandes movimientos populares.

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El escribir era cosa fácil; lo difícil era hacer llegar la petición a la
Asamblea. La multitud encontró a Bailly en la plaza de Vendôme. El
buen hombre, de gran uniforme, con la faja tricolor, estaba allí como un
general en medio de las masas armadas. A él se le debía el que la
Asamblea, muy decidida aquel día, presidida entonces por un joven
coronel, Carlos Lameth, desplegase aquel aparato de fuerza. El sabio, el
académico, el hombre eminentemente pacífico, veíase obligado, ya en
el ocaso de su vida, a ser el héroe involuntario de aquella guerra próxima
a estallar entre ciudadanos. Confiado, ansioso de popularidad, débil por
el recuerdo del 89 y deseando siempre ser querido, no era de ningún
modo hombre a propósito para convertirse en jefe de oposición.
Parlamentan con él, le dicen que desean hablar únicamente con Petión
y Robespierre. Se resiste algo, cede y por último permite que pasen seis
hombres nada más. Avisados los dos diputados salen al encuentro de
los Fuldenses; pero, les dicen, ya es tarde: ya se ha votado.
La multitud irritada refluye desde la Asamblea por todo París, y
cierra los teatros en señal de duelo. Tan solo se negó a cerrar la Opera y
dio función protegida por las bayonetas. En otro teatro, el comisario de
policía en persona rogó que se cerrara, temiendo una colisión. La
autoridad estaba indecisa, poco acorde consigo misma; Lafayette
hubiera obrado, pero no podía hacerlo sin autorización del poder
municipal, y Bailly no quería hacerse responsable de nada. Había sido
detenido Virchaux, uno de los directores del Campo de Marte, a la
puerta de la Asamblea; reclamó a Bailly, que había permitido la entrada
y le hizo poner en libertad, pero fue arrestado de nuevo por la noche.
Una salida les quedaba a los republicanos y a los orleanistas. La
Asamblea no había decidido nada acerca de Luis XVI; había votado
medidas preventivas contra una deserción posible del rey. Quedaba por
resolver la cuestión personal. Esta fue resuelta por la noche, en los
Jacobinos, por Lacios, Robespierre y otros. El hombre de confianza del
duque de Orleans, Lacios, que presidía aquel día, propuso que se
redactara en París y en toda Francia una petición para la caducidad. «Yo
respondo de que habrá, decía, diez- millones de firmas; haremos- que
firmen hasta las mujeres y los-niños.» Bien sabía que por lo general las
mujeres eran partidarias de un rey y que no firmarían contra Luis XVI
sino en provecho de un nuevo rey.
Danton lo apoyó, y Robespierre también, pero sin que firmasen las
mujeres. Prefería a aquella gran petición de todo el pueblo, una moción
exclusivamente jacobina, dirigida a las sociedades afiliadas... Entretanto
se produce un gran tumulto; una avalancha de gente invade la sala.

689
Madama Roland, que vid esta escena desde la tribuna, dice que eran los
charlatanes ordinarios del Palais Royal, con una turba de mujerzuelas,
probablemente una farsa ideada por los orleanistas para secundar mejor
a Lacios. Aquella multitud tomó, sin cumplimiento, asiento entre las
filas de los Jacobinos para deliberar con ellos. Laclos sube a la tribuna:
«Ya veis, dice, es el pueblo: he aquí al pueblo; la petición es necesaria.»
Se acordó que, al día siguiente a las once, reunidos los Jacobinos, darían
lectura a la petición, que sería luego llegada al Campo de Marte, donde
firmarían todos y enviada después a todas las sociedades afiliadas, para
que firmasen a su vez.
Es media noche y se retiran por la calle de Saint-Honoré. Quedan
solos los comisionados encargados de la redacción: Danton, Lacios y
Brissot. Danton se retira también y quedan frente a frente Lacios y
Brissot, es decir, el orleanismo y la república. Lacios, pretextando un
dolor de cabeza, cede la pluma á Brissot, que la acepta sin vacilar.
En este documento fuerte y enérgico, el hábil redactor pone de
relieve los dos puntos de la cuestión: 1. ° el silencio tímido de la
Asamblea que no se atreve a decidir respecto al individuo real; 2. ° su
abdicación de hecho (así lo juzgó la Asamblea, puesto que le suspendió
y le arrestó); por fin la necesidad de proveer a su reemplazo... Al llegar
aquí, Laclos, saliendo de su estado de somnolencia, detiene un
momento la rápida pluma: «La sociedad de los amigos de la
Constitución firmará si se añaden cuatro palabras sin importancia:
reemplazo por todos los medios constitucionales.»- ¿Estos medios
cuáles eran sino la regencia, el delfín con un regente? Y estando fuera
de Francia los hermanos del rey, el regente constitucional era el duque
de Orleans. De este modo ideaba Laclos incluir implícitamente á su
señor en la petición.
Brissot, sea por ligereza o por debilidad, escribió lo que Lacios
quería. Acaso el atrevido redactor no sentía atenuar su responsabilidad
con la palabra constitucionales, que legalizaba la situación y alejaba las
persecuciones.
Crucemos ahora la calle de Saint-Honoré, y veamos cómo, casi
enfrente, los directores de la Asamblea, los realistas constitucionales,
reunidos con los Fuldenses en las oficinas de los comités, empleaban la
noche por su parte.
Acuerdan dos resoluciones:
Una, que Duport y los Lameth tenían hace tiempo en proyecto,
consistía en no atravesar la calle para ir a los Jacobinos, quedándose en
los Fuldenses, a la sombra de la Asamblea, formando con la masa de

690
diputados de que disponen, un nuevo club de los Amigos de la
Constitución, club escogido, donde no se entrará sin papeleta y en
donde no se recibirá más que a los electores. ¿Quiénes quedarán en los
Jacobinos? Cinco o seis diputados acaso, la turba de los nuevos
miembros, los intrusos, una banda de habladores, al nivel de los que
invadieron la sala la noche anterior.
Y la otra resolución era sacar de su estupor a los poderes públicos,
poniendo al alcalde de París en la alternativa de demostrar si estaba con
la Asamblea o con el populacho, amonestándole severamente por su
vacilación y su debilidad de la víspera, haciendo también responsables
a los ministros y a los acusadores públicos. La Asamblea tenía ya a
Lafayette, con la espada inmóvil en la vaina; por este reproche y este
llamamiento a los magistrados y al poder municipal, iba a desenvainar
la espada...
Era ya muy vieja la Asamblea para demostrar aquel ardimiento;
vieja por los años y por los acontecimientos, sin fuerza en la opinión.
Compuesta abigarradamente al capricho de instituciones góticas,
nacida en gran parte de aquella edad media que ella había destruido,
llevaba en sí misma una contradicción intrínseca que hacía dudar
siempre de la legalidad de sus actos. Enemiga del privilegio, era, sin
embargo, al menos por la mitad de sus miembros, hija del privilegio.
Trescientos de aquellos privilegiados que habían protestado por el rey
al mismo tiempo que Bouillé, tenían todavía en ella su asiento. Una
Asamblea así formada y que contaba en su seno aquellos amigos del
enemigo, ¿podía ser la pura y elevada imagen de la ley, ante la cual debía
inclinarse el pueblo bajo pena de muerte?
Había audacia, imprudencia, desprecio de la opinión en pasar así
de las palabras a los hechos. En el fondo de todo esto se agitaban
violentas pasiones: la mortificación de las vanidades por parte de
Duport, Lameth y los constitucionales; por parte de Barnave y de los
demás (a los que halagaba la esperanza de poseer la confianza de la
reina), una ambición romántica, algunas ideas juveniles que el hombre
más frío no acalla jamás a los veintiocho años. Estos hombres, que se
diferenciaban tanto por las formas de los de la Convención, se
preocupaban por la misma idea, que mata todos los escrúpulos: «La
necesidad del Estado, la salvación pública.»—Y esta otra idea, hija del
orgullo: «El derecho está en nosotros.»
Por la mañana (el 16 de Julio) Petion con los demás, al llegar a los
Jacobinos para leer la petición, encuentra la sala casi vacía; no había
más que cinco o seis diputados; todos se han quedado en los Fuldenses.

691
Petion corre a buscarlos y «hace lo imposible», asimismo lo dice, para
que vuelvan; llega hasta humillarse: «Aun cuando la sociedad tuviera
alguna culpa, ¿sería esta ocasión para abandonarla?» Pero no se dignan
oírle. Ve, no sin inquietud, que se está preparando un manifiesto para
anunciar en toda Francia a las sociedades afiliadas que los Amigos de la
Constitución se reúnan ahora en los Fuldenses.
Para aterrorizar a París era preciso primero que la Asamblea
amedrentara a la municipalidad. Únicamente con palabras fuertes
podrían despertarla del sopor de la víspera. Dandré la acusó acremente
por haber presenciado cómo se violaban las leyes y haberlo tolerado.
Pidió y obtuvo que se enviase a la barra a la municipalidad, a los
ministros y a los seis acusadores públicos, exigiéndoles
responsabilidad. Algunos miembros, guiados por la pasión que les
dominaba, iban a desviar la cólera de la Asamblea contra Prieur o
Robespierre. Dandré, con firmeza y presencia de ánimo, no les permitió
que empleasen su ardor en aquellas acusaciones individuales. Les
encaminó hacia las medidas generales y les hizo votar. El presidente (era
Carlos Lameth) dirigió palabras imperiosas y severas á Bailly y a los
concejales. Por la noche fueron igualmente amonestados los ministros
y los acusadores públicos. Se recomendó especialmente que vigilasen,
y en caso de necesidad que detuvieran a los extranjeros.
Entretanto ocurrían escenas violentas en París. En el Puente
Nuevo, algunos hombres o guardias asalariados encontraron a Freron y
faltó poco para que le mataran. Lo mismo sucedió con un personaje
sospechoso, un inglés, maestro de italiano, llamado Rotondo, jefe
conocido de todos los motines, que se encontraba en todas partes. Fue
atropellado, golpeado y por añadidura preso.
Este pequeño terror se reflejó en la Asamblea en un accidente
cómico. Vadier, diputado (demasiado conocido después), muy acre y
muy violento, había pronunciado el 13 un discurso contra la
inviolabilidad real. El 16 pronunció otro para declarar que detestaba el
sistema republicano. Fue la irrisión de todos los partidos.
Se aprovechó aquel momento para leer a la Asamblea la moción,
no recuerdo de qué ciudad de provincia, que atribuía los disturbios a las
excitaciones de Robespierre y casi pedía su acusación.
¿Qué ocurría en el Campo de Marte?
La petición redactada por Brissot y Laclos, leída en los Jacobinos
sin auditorio, después de esperar en vano que aumentase la
concurrencia, fue llevada por fin al altar de la patria. Se había colocado
en el altar un cuadro representando el triunfo de Voltaire, y sobre el

692
cuadro el cartel de los Franciscanos, el famoso juramento de Bruto.
Llegan los Franciscanos conmovidos y ardientes. Después un grupo
poco numeroso, los enviados de los Jacobinos; se lee su petición con la
frase orleanista de Laclos: Reemplazo por los medios constitucionales.
Al principio pasó la frase sin tropiezo. Bonneville, de la Boca de hierro,
llamó la atención y lo mismo hicieron los Franciscanos. «Se engaña al
pueblo, dice Bonneville, con esa palabra constitucionales', ahí hay otra
monarquía; no hacéis más que reemplazar uno por otro». —Tened
cuidado, decían los Jacobinos; el tiempo no ha madurado todavía la
república.»—Por más que dijeron se procedió a votación, y la palabra
constitucionales fue borrada. Se añadió que no se reconocería ya ni a
Luis XVI ni a ningún otro rey. Y se acordó que, al día siguiente, domingo,
corregida en este sentido la petición, sería firmada por el pueblo en el
altar.
Algunos, juzgando acertadamente, que semejante declaración de
guerra a la monarquía no pasaría sin tormenta, fueron de opinión de que
se necesitaba conseguir en el Hotel de Ville una autorización para la
reunión del día siguiente. En efecto, fueron varios a pedirla; Bonneville
iba con ellos, y (según parece, en el camino.) se hicieron acompañar por
Camilo Desmoulins. En la alcaldía no encontraron más que al primer
síndico, que no se atrevió a negarse, les dio buenas razones, pero ningún
escrito, con lo que se dieron por satisfechos y se creyeron autorizados.
La jornada no había concluido todavía. La Asamblea se resistió
aún; sin duda la enteraron de la autorización pedida en el Hotel de Ville
y de la petición «para no reconocer a Luis XVI ni a ningún otro rey.» El
día siguiente era domingo. Todo París, toda la población, conmovida
desde el domingo anterior por tan repetidos acontecimientos, acudiría
al Campo de Marte. El pueblo soberano iba a alzarse, como decían los
periódicos, a mostrarse con toda su fuerza y majestad; si firmaba, ya no
era una petición, era una orden la que daba a sus mandatarios.
En vano objetaría la Asamblea que el pueblo soberano de París no
era, después de todo, el soberano de la Francia; a pesar de ello sería
arrollado por la ola irresistible.
Estaba a tiempo para evitarlo, eran las nueve de la noche; podía
prescindir de la distinción tras la que se parapetaban los Amigos de la
Constitución: La Asamblea no ha hablado expresamente de Luis XVI .
Desmeuniers reprodujo su proposición del día 14, en la que, bajo una
forma rigorosa, dura para el rey, en realidad se le garantizaba, se le
aseguraba el porvenir y la devolución de la autoridad real. Propuso y se

693
votó que: «la suspensión del poder ejecutivo duraría hasta que el acta
constitucional fuese presentada al rey y aceptada por él.»
Nada de ambigüedad. La cuestión está prejuzgada en favor de Luis
XVI; no es de un rey posible; es de él, del rey de quien se trata. Este
secreto cierra el círculo de la ley y no deja ninguna salida. Todo lo que
se salga de este círculo puede ser perseguido legalmente,
Faltaba arreglar su ejecución. A las nueve y media de la noche,
deciden el alcalde y el consejo municipal, en el Hotel de Ville, que el
siguiente día, domingo 17 de Julio, a las ocho en punto, el decreto de la
Asamblea impreso y fijado en las esquinas sea promulgado a son de
trompeta por los notables y alguaciles de la ciudad, convenientemente
escoltados por fuerzas del ejército.
No es posible mandato más significativo ni más solemne. La
autoridad habla al pueblo con la mayor claridad., ¡Desgraciados los que
se obstinen en taparse los oídos!

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CAPITULO XX
Matanza del Campo de Marte (17 de Julio del 91)

Los realistas necesitaban un motín. - Fatal travesura del Campo de Marte. —Asesinato
en el Gros-Caillou —Tres partidos en el Campo de Marte. Petición republicana contra la
Asamblea. — Es enarbolada la barriera roja —Aspecto pacífico del Campo de Marte. —La
guardia asalariada y los realistas hacen fuego sobre el pueblo —La guardia nacional salva a los
fugitivos.

Todos los decretos de la Asamblea no hubieran sido suficientes


para levantar la majestad caída; se necesitaba un acto de fuerza que se
la devolviese, haciéndola creer que era fuerte todavía. Esto no podía
hacerse sin un motín, sin la victoria contra el motín. Los realistas en las
Tullerías y los constitucionales en la Asamblea, lo deseaban
ardientemente.
En cuanto se iniciase el motín, sería vencido. Además de la guardia
nacional, cuerpo imponente de sesenta mil hombres, organizado y
uniformado, tenía Lafayette un arma indefectible, la llamada tropa del
centro, guardia nacional a sueldo, de más de nueve mil hombres, la
mayoría antiguos guardias franceses, muchos de los cuales fueron luego
oficiales y generales de la República y del imperio.
Pero precisamente porque el pueblo veía enfrente fuerzas tan
temibles, se podía apostar que no habría motín. Los dogos bajaban la
cabeza. El famoso cervecero Santerre, que, por su voz, su estatura y su
corpulencia, tenía tan gran influencia en el barrio de San Antonio, aceptó
en los Jacobinos la humilde misión de ir a retirar la petición del Campo
de Marte. Los grandes directores de los Franciscanos se mostraron más
prudentes todavía. Comprendieron el alcance del último decreto, vieron
perfectamente que los realistas necesitaban una algarada; los golpes
qué recibieron Freron y Rotondo les indicaron que serían poco
escrupulosos en la elección de medios para provocarla, y
desaparecieron, lo cual les ha sido echado en cara. Creo, sin embargo,
que su presencia hubiera sido un pretexto de disputa y de cómbate; no
hubieran dejado de decir que habían excitado al pueblo, y toda la
odiosidad del asunto, que recayó sobre los constitucionales, hubiera
sido para ellos. Danton lo comprendió así. Desde el sábado por la noche
se eclipsó de París y se fue al bosque de Vincennes, en Fontenay, donde
su suegro, el cafetero, tenía una casita. El valiente carnicero Legendo, al

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que no se le caían de la boca palabras de combate, sangre y ruinas, se
llevé consigo a Desmoulins y Freron que perdían el tiempo redactando
una nueva moción y se dirigieron al campo, donde pasaron el fresco-
aquella calurosa jornada, comiendo en compañía de Danton.
Los realistas estaban de buen humor; en medio de todos aquellos
grandes y trágicos acontecimientos se creían todavía en los tiempos de
la Fronda y ponían en solfa a sus enemigos. Hasta el final de la Asamblea
constituyente fue inacabable su verbosidad. Diariamente, encerrados en
los restaurants de las Tullerías y del Palais Royal escribían, apurando
botellas, sus famosas Actas de los apóstoles. El suceso de Varennes,
que a pesar de su tristeza tenía su aspecto ridículo, no era a propósito
para poner a los burlones de su parte. Se alegraron mucho del eclipse
de los famosos jefes populares. Aquella misma noche ante la casa de
Danton, en Fontenay, le dieron una especie de cencerrada acompañada
de gritos, de insultos y de amenazas.
Una burla fatal, y cuyas consecuencias fueron terribles, se intentó
en el Campo de Marte. Por tristes y vergonzosos que sean los detalles,
son muy esenciales para la pintura de las costumbres de la época, para
que no pueda pasarlos la historia en silencio. El primer deber del
historiador no es la gravedad, sino la verdad.
La emigración y la ruina de muchos que no emigraban había
puesto en la calle a una masa de lacayos, de gentes ligadas a los nobles
y a los ricos por diferentes títulos, agentes de modas, de lujo, de
diversiones y de libertinaje. La primera corporación de esta clase, la de
los peluqueros, estaba como aniquilada. Había estado floreciente
durante más de un siglo por la extravagancia de las modas. Pero la
terrible frase de la época: «Volved a la naturaleza» había matado a
aquellos artistas, peluqueros y peinadoras; se tendía en todos los
órdenes a una sencillez espantosa. El peluquero perdía a la vez su
existencia y su importancia. Digo importancia, porque realmente la
tenía muy grande bajo el antiguo régimen. El precioso privilegio de las
largas audiencias, la ventaja de tener por espacio de media hora o de
una hora entre las tenacillas a las hermosas damas de la corte, de charla,
de decir cuánto se le ocurría, pertenecía de derecho al peluquero.
Ayuda de cámara o peluquero, era admitido por la mañana con la
mayor intimidad, y presenciaba muchas cosas como confidente, sin que
se pensara en confiarse a él. El peluquero era como una especie de
animal doméstico, un mueble de las damas, y participaba mucho de la
frivolidad de las mujeres, a las que pertenecía. La reina confió a maese
Leonard, muy fiel, pero de poco seso, sus diamantes y el cuidado de

696
ayudar a Choisseul en la fuga de Varennes y así salió ello. Inútil es decir
que aquellas gentes echaban de menos amargamente el antiguo
régimen. Los realistas más furiosos no eran acaso ni los nobles, ni los
curas, sino los peluqueros.
Agentes mensajeros de los placeres, eran también, generalmente,
libertinos por su propia cuenta. Uno de ellos, el sábado por la noche, la
víspera del 17 de Julio, tuvo una idea que no podía germinar más que
en la cabeza de un libertino desocupado; ideó situarse bajo la plataforma
del altar de la patria para verles las piernas á las mujeres. No se llevaba
entonces tontillo, sino faldas muy huecas por detrás. Las altivas
republicanas, tribunas con gorra, oradoras de clubs, las romanas, las
mujeres de letras, iban a subir allí. El peluquero creía chistoso el ver (o
imaginárselo) y hacer después comentarios. Falsa o verdadera, sin duda
alguna se hubiera hecho presa en los salones realistas; había en ellos
gran libertad en el lenguaje, aun entre las grandes señoras. Con
asombro se lee en las Memorias de Lauzun lo que se atrevían a decir en
presencia de la reina. Las lectoras de Faublas y de otros libros peores,
habrían recibido con agrado aquellas desvergonzadas descripciones.
El peluquero, a imitación del de Lutrin, quiso tener un camarada
con quien encerrarse en aquellas tinieblas, y escogió a un valiente, viejo
soldado inválido, tan libertino como él. Se proveen de víveres y de un
barril de agua, van por la noche al Campo de Marte, levantan un tablón,
y al bajar lo vuelven a colocar cuidadosamente. Luego, valiéndose de
una barrena, empiezan a hacer agujeros. Las noches son cortas en Julio,
había mucha claridad y aún seguían trabajando. La ansiedad porque
amaneciera el gran día despertaba a muchas gentes, y también la
miseria y la esperanza de vender algo a la muchedumbre; una vendedora
de pasteles o de limonadas, tomando la delantera a las demás rondaba,
ya a la espera, alrededor del altar de la patria. Nota que barrenaban a
sus pies, tiene miedo y empieza a gritar. Estaba allí un aprendiz que
había ido a copiar las inscripciones patrióticas. Corre a llamar a la
guardia del Gros-Caillou, que no quiere moverse; se dirige sin parar al
Hotel de Ville, vuelve con hombres armados de herramientas, separan
las tablas y encuentran a los dos culpables, muy corridos, fingiendo
dormir. Era un mal negocio; entonces no se toleraban bromas sobre el
altar de la patria; en Brest le costó la vida a un oficial el haberse burlado
de él. Aquí, circunstancia agravante, confesaron su feo propósito. La
población del Gros-Caillou se compone en su totalidad de lavanderas,
ruda población de mujeres armadas de palas, que durante la Revolución
tuvieron sus días de sedición y de revueltas. Aquellas señoras tomaron

697
muy a mal la confesión del ultraje que trataba de inferirse a las mujeres.
Por otra parte, circularon entre la multitud otras versiones; se decía que
los culpables habían obtenido la promesa, para dar un golpe, de rentas
vitalicias; el barril de agua, al pasar de boca en boca, se convirtió en un
barril de pólvora; de aquí la consecuencia: «querían volar al pueblo...»
La guardia no pudo defenderlos, y fueron arrastrados y degollados;
luego, para atemorizar a los aristócratas, les cortaron las cabezas y las
llevaron a París. A las ocho y media o las nueve, estaban en el Palais
Royal.
Precisamente a aquella hora los oficiales municipales, con los
alguaciles y trompeteros, promulgaban en las plazas las decisiones de
la Asamblea, el discurso severo del presidente y las medidas represivas.
Ved, pues, desde por la mañana, las dos cosas contrarias que
debían servir igualmente la causa de los realistas: la amenaza, el crimen
que castigar; el cuchillo ya levantado y la ocasión de herir.
Se reunía la Asamblea; la noticia cae como un rayo, amañada,
desfigurada a capricho.
Un diputado asustado: «Dos buenos ciudadanos han muerto...
Recomendaban al pueblo el respeto a las leyes y les han ahorcado».
(Movimiento de horror.)
Renault de Saint-Jean-d'Angely: «Pido la ley marcial... Es preciso
que la Asamblea declare criminales de lesa nación a los que por medios
escritos individuales o colectivos induzcan al pueblo a la resistencia». —
De este modo se lograba el fin deseado, se confundían la petición y el
asesinato, y toda reunión era considerada como reunión de asesinos.
La Asamblea, después, con una tranquilidad de espíritu extraña en
aquella situación, pasó a ocuparse de otro asunto. Permaneció allí todo
el día haciendo como que oía informes sobre la hacienda, la marina, los
disturbios promovidos por los clérigos, etc. Sin embargo, actuaba; su
presidente Carlos Lameth enviaba con la violencia impaciente de su
carácter mensajes al Hotel de Ville en nombre de la Asamblea y
aguijoneaba la lentitud de la municipalidad. Esta, encargada de ejecutar,
era menos impaciente; dio a entender que no había sabido hasta las
once el asesinato cometido entre siete y ocho. Las tropas que envió
llegaron a mediodía a Gros-Caillou, y prendieron a uno de los asesinos
que se escapó, pero fue vuelto a coger al día siguiente con uno de los
cómplices. La Asamblea antes de mediodía había expedido su decreto.
La frase escritos colectivos amenazaba precisamente a la petición de los
Jacobinos. Robespierre salió para advertirles del peligro y obligarles a
retirar la petición del Campo de Marte. La sala estaba desierta: apenas

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había una treintena de miembros. Estos treinta, comisionaron á
Santerre y algunos otros.
En el Campo de Marte había aún poca gente; en el altar no
llegaban a doscientas personas (Madama Roland, que estaba allí, lo
atestigua). En el glacis, hacia el Gros-Caillou, grupos esparcidos,
hombres aislados, iban y venían. Aquel pequeño número perdido en la
inmensidad del Campo de Marte no tenía establecida ninguna
inteligencia común. En aquel momento, existían tres distintos
pareceres. Los unos, los Jacobinos, decían que, habiéndose decidido la
Asamblea por el rey, había que modificar la petición; que la sociedad iba
a redactar una nueva. Los otros, miembros de los Franciscanos, agentes
secundarios, orgullosos de llevar la dirección en ausencia de los jefes,
insistían para que en el acto se redactase una petición amenazadora;
eran estos hombres de letras o letrados de diversas categorías, Robert
y su mujer primero, un tipógrafo, Bruñe, que después fue general, un
escritor público, Hebert, Chaumette, estudiante de medicina, periodista,
etc.
Había además otros franciscanos, hombres de acción, que no se
entretenían en escribir, los cuales permanecían en el glacis con el
populacho del Gros-Caillou, irritados de que los jueces trataran de
reformar la justicia sumaria que por la mañana se había hecho en los
dos hombres sorprendidos debajo del altar. ¿Podría aquella excitación
llegará producir una gran explosión popular? Nada lo hacía presumir,
pero aquellos furiosos franciscanos así lo creían. Había entre ellos esos
hombres nefastos que no se ven más que en tales días. Según todos los
datos, entre ellos se encontraba Verrier. Fournier, con toda seguridad.
El primero, figura fantástica, el horrible jorobado del 6 de Octubre. El 16
de Julio por la noche, aquel enano sanguinario, montado sobre un
enorme caballo, había cabalgado por todo París con gestos terribles
como una verdadera aparición apocalíptica. El otro, carecía de palabras
y de gustos; no sabía más que herir; era un hombre determinado, de
alma violenta, atroz el auvernés Fournier, conocido por el americano.
Capataz de negros en Santo Domingo, más tarde negociante, arruinado,
disgustado por un proceso injusto, había fatigado vanamente con sus
peticiones a la Asamblea de los nobles y a la Asamblea constituyente:
esta última, dirigida por los plantadores, como Lameth y Barnave, había
rechazado definitivamente la postrera petición de Fournier, apenas
hacía un mes: desde entonces se vio a aquel hombre en todos los sitios
donde se podía matar: tomó parte en las más terribles tragedias de las
calles. Sin ambición, sin odio personal, sólo por odio a la especie

699
humana, como aficionado a la sangre. Después de la Revolución volvió
a Santo Domingo y continuó matando, con preferencia a los ingleses, y
se distinguió como corsario.
Las primeras tropas entraban en el Campo de Marte al mediodía,
mandadas por un ayudante de campo de Lafayette. De los glacis partió
un disparo que hirió al ayudante. Poco después se presentó Lafayette
en Gros-Caillou con numerosas tropas y un cañón; los furiosos del
glacis, el populacho del barrio, estaban disponiéndose a hacer una
barricada volcando las carretas; uno de entre ellos, guardia nacional (se
cree que fue Fournier), disparó a boca de jarro sobre Lafayette, a través
de la barricada, pero hizo falta el fusil. El agresor fue preso
inmediatamente, pero Lafayette con mal entendida generosidad hizo
que le dejaran en libertad. Continuó hasta el altar, donde encontró a los
oradores y redactores, pocos en número, tranquilos, y le juraron que se
trataba únicamente de una petición, y que una vez firmada se retiraría
cada uno a su casa.
La Asamblea supo en el mismo instante que se había hecho fuego
sobre Lafayette. El presidente escribió apresuradamente al Hotel de
Ville, y se mandó a dos municipales para que requirieran a la multitud,
no encontrando con gran sorpresa suya más que gentes pacíficas, que
les leyeron la petición, la que no les pareció mal, a pesar de que ponía
de relieve con demasiada energía la audacia de la Asamblea al prejuzgar
la cuestión en favor del rey sin esperar el voto de la Francia; acusaba
también una grave ilegalidad, sosteniendo que los doscientos o
trescientos diputados realistas que habían protestado y no querían ya
votar, habían ido sin embargo esta vez a votar con los otros.
Esta famosa petición (que tengo ante mi vista) parece, por el
carácter de la letra, que fue escrita por Robert, cuyo nombre se lee al
pie, con los de Peyre, Vachart (¿o Virchaux?) y Dumont. Es enérgica,
ardiente, improvisada indudablemente en el Campo de Marte. No me
extrañaría que la hubiese dictado madama Robert (madama Keralio),
que estuvo todo el día en el altar con su marido, tenazmente apasionada
firmando y haciendo firmar. Su redacción es entrecortada, como dictada
por una persona jadeante. Varias negligencias felices, pequeños rasgos
acerados (como la cólera de una mujer o de un colibrí) denuncian, a mi
juicio, una mano femenina. Siguen luego miles de firmas que ocupan
varias hojas o cuadernillos cosidos juntos. Sin ningún orden,
indudablemente cada cual ha firmado a medida que llegaba, casi todos
con tinta, varios con lápiz. Hay muchos nombres conocidos,
especialmente los de la sección del Teatro Francés (Odeon), que estaba

700
allí en gran número: Sergent (el grabador); Rousseau (¿el primer
cantante de la Opera?); Momoro, primer impresor por la libertad y
elector de la segunda legislatura; Chaumette, estudiante de medicina,
calle Mazarino, núm. 9; Fabre (¿d'Eglantine?); Isambert, etc. Hay otros
que no son del mismo barrio, pero también miembros de los
Franciscanos; Hebert escritor, calle de Mirabeau; Hanriot, Maillard.
Algunos Jacobinos como Andrieux, Cochon, Duquesnay, Taschereau,
David. Por fin nombres de todas clases: Girey-Dupre (el lugarteniente de
Brissot) Isabey padre, Isabey hijo, Lagarde, Moreau, Renouard, etc.
Al principio de la hoja 35 se lee esta nota conmovedora: «¿La
daréis de puñaladas (¿a la libertad o a la patria?) en su cuna después de
haberla creado?»
Algunos añadían a su nombre: guardia nacional o soldado
ciudadano de la patria. Muchos que no sabían firmar hacían una cruz.
Hay nombres de mujeres casadas y solteras. Sin duda aquel día como
domingo, habían salido acompañando a sus padres, hermanos o
maridos. Creyentes de fe sencilla, quisieron atestiguar con ellos,
comulgar en su compañía en aquel acto solemne cuya importancia no
comprenderían muchas. No importa, eran valerosas y fieles, y más de
una lo atestiguó también con su sangre.
El número de las firmas debió ser verdaderamente inmenso. Las
hojas que aún se conservan contienen varios millares, pero es indudable
que se han perdido muchas. La última lleva la página 50. Aquel
prodigioso entusiasmo del pueblo firmando un acto tan hostil al rey, tan
severo para la Asamblea, debió atemorizarla. Sin duda la llevaron una
de las copias que se había hecho circular y aquella Asamblea soberana
hasta entonces, juez y árbitro entre el rey y el pueblo, vio que se
convertía en acusada. Elegida hacía largo tiempo bajo el imperio de una
situación tan diferente, habiendo caducado todos sus poderes, se sentía
débil. Conservaba todavía en su seno trescientos enemigos de la
Constitución, que sin dejar de protestar de que no actuaban, reaparecían
en un momento dado, se mezclaban en las deliberaciones y votaban
quizás sólo cuando podían perjudicar; esto bastaba para tachar de
ilegales todos sus actos. Ella que se consideraba como la ley y esgrimía
la espada en nombre de la ley, se veía sorprendida si la acusación era
verdadera, en flagrante delito de crimen contra la ley. Era, pues, preciso,
a toda costa, disolver el concurso y desgarrar la petición.
Tal fue seguramente la idea, no diré de la Asamblea entera que se
dejaba conducir, sino la idea de sus directores. Supusieron que habían
recibido aviso de que la turba del Campo de Marte quería dirigirse contra

701
la Asamblea, lo cual era falso, y lo desmiente positivamente lo que los
testigos oculares que aún viven refieren al describir la actitud del
pueblo. Que hubiese habido entre ellos un Fournier o cualquier otro loco
que lo propusiese, no es imposible; pero ni él ni otro, tenían la menor
influencia sobre la multitud, que era inmensa, compuesta de mil
elementos diversos, tanto menos fáciles de arrastrar cuanto menos
temible. Las aldeas de la jurisdicción, ignorando los últimos
acontecimientos, se habían puesto en camino, especialmente las del
Oeste, Vaugirard, Issy, Sevres, Saint-Cloud, Boulogne, etc. Acudían
como a una fiesta; pero una vez en el Campo de Marte ya no tenían
intención de ir más allá; en aquel día de calor extremado, buscaban un
poco de sombra para descansar bajo los árboles que allí hay, o bajo la
ancha pirámide del altar de la patria.
Entretanto llega al Hotel de Ville, a eso de las cuatro, un mensaje
aterrador de la Asamblea, y al mismo tiempo circula por la Greve entre
la guardia asalariada el rumor de que «una cuadrilla de cincuenta mil
bandidos reunidos en el Campo de Marte va a marchar contra la
Asamblea.»
Esto estaba en oposición con el informe de Lafayette, con el de los
dos municipales que habían vuelto con posterioridad al Hotel de Ville
conduciendo una diputación de aquellos pacíficos bandidos con la
pretensión de que fueran puestas en libertad dos o tres personas que
habían sido detenidas. El alcalde, la municipalidad, el departamento
vacilan entre aquellas impresiones tan contradictorias, y si pudieran
tratarían de aplazar aun la solución. Sin embargo, la Asamblea manda y
Bailly no tiene más remedio que obedecer. Los jefes del departamento
Larochefoucauld, Talleyrand, Beaumety y Pastoret tiemblan por haber
esperado tanto y censuran las dilaciones de la municipalidad: «Henos
aquí, dicen, comprometidos en el concepto de la Asamblea».
Mientras tanto la tropa asalariada, los Hullin y otros se
desesperaban en la Greve. Aquellos guardias franceses, muchos de ellos
vencedores de la Bastilla, estaban hacía mucho tiempo furiosos,
exasperados contra los diarios y los agitadores demócratas que les
llamaban polizontes de Lafayette. Esperaban con impaciencia el día en
que lavaran con sangre esta afrenta, y no pudieron contener un grito de
alegría cuando vieron en las ventanas del Hotel de Ville, en las que
tenían fija su mirada, enarbolar la bandera roja.
El pobre Bailly bajó a la Greve muy pálido. El infortunado
astrónomo, después de una vida consagrada al estudio, se ve
necesariamente obligado por aquella turba furiosa a derramar sangre.

702
Imagen de la fatalidad, se veía, sin embargo, que no temía nada, y que
desde mucho antes había hecho el sacrificio de su vida. En el mismo día
del triunfo, el 23 de Julio del 89, cuando consintió en que le nombraran
alcalde, cuando Hullin le cogió del brazo para ir a Nuestra Señora,
rodeado de soldados, había dicho: «¿Verdad que parezco un prisionero
que llevan a la muerte?» Si que lo parecía el 17 de Julio del 91. En su
rostro se veía la impresión que le habían producido estas frases de un
periódico: «Este día será un veneno lento que apuraréis hasta el último
de vuestra vida».
Desde hacía una hora que se había tocado a generala en París, con
admiración de todo el mundo, los guardias nacionales acudían de todas
partes. Caminaban en largas columnas, unos por las Campos Elíseos,
otros por los Inválidos o por el Gros-Caillou. Un momento antes de
llegar les obligaban a cargar las armas, porque se decía que los
insurrectos eran dueños del Campo de Marte, donde se habían
atrincherado.
Copiaré textualmente la narración inédita de un testigo muy
digno, muy verídico. Era guardia nacional en el batallón de los Mínimos,
que con los de Quince- Vingts de Popincourt y de Saint-Paul, se
alinearon paralelamente a la Escuela Militar.
«El aspecto que presentaba entonces aquella inmensa plaza nos
llenó de admiración. Esperábamos verla ocupada por una turba furiosa
y no encontramos más que una reunión pacífica de paseantes
domingueros, esparcida en grupos, en familias y compuesta en gran
parte de mujeres y de niños, entre los que circulaban vendedores de
coco, de tortas y de pasteles de Nanterre, muy en boga entonces por la
novedad. No había nadie entre aquella multitud que llevase armas,
excepto algunos guardias nacionales luciendo sus uniformes y sus
sables, pero la mayor parte acompañados de sus mujeres no tenían nada
de amenazadores ni de sospechosos. Era tan grande la tranquilidad, que
varias compañías de los nuestros pusieron sus fusiles en pabellones y
algunos, movidos por la curiosidad, fueron hasta el medio del Campo de
Marte. Interrogados a su regreso dijeron que no había nada de nuevo,
sino que estaban firmando una petición en las gradas del altar de la
patria.
» Este altar era una construcción inmensa de cien pies de altura;
se apoyaba sobre cuatro macizos que ocupaban los ángulos de su vasto
cuadrilátero, sobre los que se apoyaban vigas colosales. Estos macizos
estaban unidos entre sí por escaleras de tal anchura que podía subir de
frente por cada una de ellas un batallón. Sobre la plataforma se elevaba

703
en forma de pirámide, con una multitud de escalones, un graderío
coronado por el altar de la patria, al que daba sombra una palmera.
» Las escaleras construidas en las cuatro caras, desde la base a la
cúspide, habían servido de asunto a la multitud fatigada por un largo
paseo y por el calor del sol de un día de Julio. Cuando llegamos
nosotros, aquel gran monumento parecía una montaña animada,
formada de seres humanos unos sobre otros. Ninguno de nosotros
preveía que aquella construcción hecha para una fiesta iba a convertirse
en un sangriento cadalso.
» La muchedumbre que llenaba el Campo de Marte no se había
preocupado lo más mínimo de la llegada de nuestros batallones; pero
pareció que se conmovía cuando el redoble de los tambores anunció que
llegaban más fuerzas militares y que iban á entrar en el recinto por la
verja del Gros-Caillou, abierta enfrente del altar. Sin embargo, la
multitud curiosa y confiada se precipitó á su encuentro; pero fue
rechazada por las columnas de infantería que, obstruyendo las salidas,
avanzaron y se desplegaron rápidamente, y sobre todo por la caballería,
que corriendo a ocupar los flancos levantó una nube de polvo que cubrió
toda aquella escena tumultuosa.»
El espectáculo era inexplicable visto desde la Escuela Militar.
Puede asegurarse que pocas personas, en el Campo de Marte, se daban
cuenta de él. Era preciso, para comprenderlo, dominar el conjunto. Esto
es lo que hicieron varios realistas precavido». El austríaco Weher,
hermano de leche de la reina, se situó en el mismo ángulo del puente.
El americano Morris, familiar íntimo de las Tullerías, subió a las alturas
de Chaillot, desde la que también nosotros vamos a observar la escena;
se domina admirablemente la situación y no se nos escapará nada: el
Campo de Marte está a nuestros pies.
En el fondo del cuadro, delante de la Escuela Militar, aquella
muralla de tropa es la guardia nacional del barrio de San Antonio y del
Marais. No cabe duda de que Lafayette se fio poco de aquellas gentes y
les ha agregado, para vigilarles, un batallón de la guardia asalariada.
Esta guardia constituye su fuerza. ¡Vedla casi entera cómo entra
ruidosa y formidable por el Gros-Caillou enmedio del Campo de Marte,
cerca del centro, cerca del altar, cerca del pueblo!... ¡Cuidado con el
pueblo!
Y con la guardia asalariada entran muchos guardias nacionales,
unos ardientes fayettistas (indignados porque se ha hecho fuego contra
su dios), otros furiosos realistas, que vienen suavemente a derramar
sangre republicana bajo las banderas de Lafayette. Sobre todo, los

704
oficiales de la guardia nacional fueron los primeros en acudir al
llamamiento; había más oficiales que soldados; casi todos ellos eran
nobles, casi todos caballeros de San Luis. Un periódico asegura que en
aquella época había en París doce mil de estos caballeros. Estos
militares se hacían nombrar sin dificultad oficiales de la guardia
nacional; citaremos entre otros a un vendeano, exgobernador de M. de
Lescure; Enrique de la Rochejaquelein lo fue también en la guardia
constitucional del rey.
Los ardientes realistas, los más impacientes por herir, no sabían si
debían seguir a Lafayette, a la guardia asalariada o alistarse en el tercer
cuerpo, bajo la bandera roja. Esta bandera llegaba por el puente de
madera (donde está el puente d'Iena) con el alcalde de París. Conducía
una reserva de guardia nacional a la que se habían agregado algunos
dragones (conocidos por su realismo) y una banda bastante ridícula de
peluqueros que, además de la espada que tenían derecho de llevar, iban
armados hasta los dientes. Querían vengar, sin duda, al peluquero
ahorcado por la mañana por las gentes del Gros-Caillou.
La bandera roja, muy pequeña, invisible en el Campo de Marte,
entró con el alcalde por el lado del puente. A su izquierda, en el glacis,
había una turba de pilluelos del barrio, de vagos, y sin duda también la
gente de Fournier el americano. Al tratar el alcalde de requerirles para
que se disolvieran cayó sobre él una lluvia de piedras y luego le
dispararon un tiro que hirió á un dragón que se hallaba detrás de Bailly.
La guardia nacional contestó, pero disparando al aire o con
pólvora solo, pues no hubo en el glacis ningún muerto ni herido.»
¿Vio aquella escena la gran masa del pueblo que estaba sentada
en el centro, sobre las gradas del altar de la patria? Sin duda oyó
confusamente los tiros y creyó con fundamento que disparaban con
pólvora sola. Creyó que iban a hacer también las prevenciones de
ordenanza. Muchos no se atrevían a abandonar el altar, viendo que las
tropas lo ocupaban todo, la Escuela Militar, el Gros-Caillou y hacia
Chaillot. En la planicie, invadida rápidamente por la caballería,
innumerables grupos buscaban inútilmente una salida para dirigirse
hacia París. Después de todo, el altar parecía el sitio más seguro para los
que iban acompañados de mujeres y de niños; creían encontrar allí un
asilo inviolable. Para los creyentes de la antigua religión, lo mismo que
para los de la nueva, aquel altar era sagrado. ¿No había dicho en él misa
el clero de París hacía tres días, y la libertad no había oficiado también
en él el día de la Federación?

705
La masa de las tropas asalariadas que habían entrado por el
centro, la artillería y la caballería, alineadas en el Campo de Marte por el
lado del Gros-Caillou tenían a la espalda los glacis donde refluía la
canalla, los chiquillos, los furiosos que habían tirado ya contra Bailly, por
la parte del río, y a quienes había dispersado la descarga de pólvora sólo.
Menos asustado que envalentonados y pudiendo en todo caso, si se
hacía fuego, esconderse detrás de los glacis, vociferaban y tiraban
piedras a «los polizontes de Lafayette.» Los directores contaban con que
estos, molestados por tanta provocación, acabarían por perder la
serenidad y por hacer alguna barbaridad," con lo que el pueblo,
volviendo a entrar furioso en París, tal vez promovería un alzamiento
general como en Julio del 89.
El alcalde y el comandante, dos hombres que no tenían nada de
sanguinarios, de seguro no habían dado más que la orden general de
emplear la fuerza en caso de resistencia; y contaban con dar sobre el
campo de batalla las órdenes que las circunstancias exigiesen, decir
cómo, cuándo y dónde se había de emplear la fuerza.
¿Qué mortífera influencia movió a la tropa del centro a disparar sin
esperar ninguna señal? No creo que las provocaciones salidas de los
glacis basten a explicar la cosa. Veo más bien la acción, la instigación
directa de los que tenían interés en acabar a un tiempo con la petición y
con los peticionarios. Me refiero a los realistas. Hemos visto que los más
violentos de entre ellos, nobles o clientes de los nobles, peluqueros,
dragones, etc. se habían incorporado a la tropa del centro o a la de Bailly.
Estos últimos, según toda probabilidad, viendo que los guardias
nacionales de Bailly disparaban al aire, fueron a quejarse a las tropas del
centro, diciendo que se había hecho fuego sobre el alcalde y que eran
imposibles las intimaciones. Los jefes debieron creerlos, tomando aquel
aviso como una orden del mismo alcalde, y siguieron a sus furiosos
guías que les mostraban y marcaban como blanco el altar y la petición.
Si la guardia asalariada no hubiera sido dirigida con esta habilidad
por los que llevaban un fin político, se puede afirmar que ella hubiese
disparado con preferencia sobre los que la arrojaban piedras, sobre los
agresores. Pero sucedió al revés; dejó tranquilos a los grupos hostiles
que la provocaban, e hizo fuego sobre la masa inofensiva del altar de la
patria. La caballería tomó el galope y se precipitó loca y furiosa contra
aquella montaña viviente compuesta de hombres, de mujeres y de
niños, que respondió a la descarga con un grito de espanto...
¡Cosa inverosímil y sin embargo cierta! La artillería que había
permanecido en su puesto, queriendo también hacer algo por su parte,

706
dispuso tirar con metralla a través de la llanura, en medio de una nube
de polvo, sobre la muchedumbre que huía y sobre su propia caballería.
Fue necesario, para contener a aquellos bárbaros, que Lafayette
colocase su caballo a la boca de los cañones que iban a disparar.
Veamos cuál fue la impresión que produjo aquella escena en la
guardia nacional y especialmente en la que se hallaba a la parte de la
Escuela militar: «Nosotros no vimos ni oficiales municipales, ni bandera
roja y no teníamos idea siquiera de que fuese posible proclamar la ley
marcial contra aquella muchedumbre inofensiva y desarmada, cuando
oímos un gran clamoreo seguido instantáneamente de un grande y
prolongado fuego. Gritos desgarradores, que no pudieron ser ahogados
por las detonaciones, nos dieron a entender que asistíamos no a una
batalla, sino a una matanza. Así que el humo comenzó a disiparse
descubrimos con horror que las gradas del altar de la patria y todos sus
alrededores estaban sembrados de muertos y heridos. Grupos de
hombres, de mujeres de ancianos y de niños, escapados á la hecatombe
corrían hacia nosotros, perseguidos por la caballería, que los cargaba
sable en mano. Nosotros abrimos nuestras filas para proteger su fuga y
sus encarnizados enemigos tuvieron que detenerse ante nuestras
bayonetas y que retroceder ante nuestras amenazas y nuestras
execraciones. Un ayudante de campo que vino a traernos la orden de
adelantar para barrerla plaza y operar nuestra unión con las otras tropas
fue acogido con las mismas vociferaciones; y la energía de tan rudas
manifestaciones no debió dejar duda de que aquella jornada, ya tan
sangrienta, aún podía serlo más.
» Sin esperar a que estas disposiciones se hiciesen más
manifiestas el comandante formó en columna su batallón, colocando
exploradores en los flancos.
» Imitaron este movimiento los otros batallones, y todos juntos,
por una resolución espontanea, salimos del Campo de Marte dando
rienda suelta a nuestra indignación y a nuestro dolor.»

707
CAPITULO XXI
Los Jacobinos abatidos y de nuevo realzados. (Julio del 01)

¿Quién fue el culpable de la matanza? —Impresión que el hecho produjo en las


Tullerías—Terror de los Jacobinos, 17 de Julio. —Madama Roland ofrece asilo a Robespierre.
—Dudas y errores de los constitucionales. —Paso humillante de los Jacobinos, 18 de Julio —
Se quedan dueños del local y de la correspondencia —Los Fuldenses se anulan a sí mismos,
17-23 de Julio. — Reorganización de los Jacobinos bajo la influencia de Robespierre. —
Mensajes amenazadores de las ciudades a la Asamblea, fin de Julio. —Esta renuncia a
encargarse del gobierno por sus comisarios enviados a las provincias.

Bailly, que desde el puente tuvo que atravesar la mitad del Campo
de Marte, no llegó al centro delante de la guardia asalariada, hasta
después de la horrorosa ejecución, y dijo: «Que se hallaba vivamente
afectado al ver que algunos imprudentes habían hecho fuego.» Un
diario, que por cierto le era hostil, atestigua estas palabras.
En la información que aquella noche se hizo en la municipalidad,
se dio a los sucesos la misma interpretación: una imprudencia, un
desorden sobrevenido, a pesar de las autoridades y sin ninguna señal
suya.
Al hospital de Gros-Caillou, fueron llevados doce cadáveres, y se
dice que durante la noche fueron arrojados muchos al Sena. Los diarios
llegaron a precisar, pero con evidente exageración, la cifra de mil
quinientos.
Los doce de quienes se conservan los nombres, señas y trajes,
son todos gentes obscuras, pobres gentes de la clase obrera; un
muchacho reconocido por su padre al día siguiente; una mujer del
pueblo, de 50 a 60 años, pobremente vestida, gruesa y pesada que no
pudo correr, etc.
¿Qué parte tuvo cada cual en aquella desdicha y aquel crimen? —
Ni Bailly ni Lafayette dieron la voz de fuego. —Es indudable que se
abusó de la orden general dada al partir, de disolver los grupos por la
fuerza si había resistencia. Orden que suponía además una señal que no
se aguardó.
¿Quién precipitó el fuego? ¿Quién lanzó a la guardia asalariada?
¿Quién la hizo volver la espalda a los glacis de donde volaban las piedras
para disparar sobre el altar inofensivo y sobre la petición antirrealista?—
El buen sentido basta para responder: los que tenían interés en ello, es
decir, los realistas, los nobles o clientes de los nobles que se
encontraban allí como oficiales de la guardia nacional o como
708
voluntarios de afición en aquella caza de republicanos; un caballero de
Malta, por ejemplo, que se alaba de ello en los diarios algunos días más
tarde.
De los tres cuerpos que entraron en el campo de Marte, sólo uno
hizo fuego, el del centro, formado casi en su totalidad por la guardia
asalariada.
El de la parte del río o tiró al aire o con pólvora sola, no obstante
que a él se le hizo fuego de bala, habiéndosele herido a un hombre.
Por la parte de la Escuela Militar, la guardia nacional, lejos de tirar,
acogió y protegió a los heridos.
Ya hemos dicho que este último cuerpo era el de Marais y del
barrio de San Antonio. Al salir del Campo de Marte se encontró con
otros cuerpos de la misma guardia que con unánimes aclamaciones le
gratificaron y le bendijeron por su humanidad.
El duelo por aquel triste acontecimiento puede decirse que fue
general. Unos lamentaban la sangre vertida, otros el golpe mortal que
había recibido la libertad. Un guardia nacional del batallón de San
Nicolás (Mr. Provant) se pegó un tiro, dejando escritas estas palabras:
«juré morir libre; la libertad se ha perdido, muero.»
Solo un batallón de la guardia asalariada no había tirado: era el
que, hallándose cerca de la Escuela militar, estaba tenido a raja por una
masa infinitamente más numerosa de guardias nacionales. La prensa
revolucionaria se aprovechó de aquella circunstancia para felicitar a la
guardia a sueldo, haciéndola creer en su inocencia para retenerla en el
buen partido. En realidad, ella sola o casi sola fue la ejecutora de la
matanza. Aquella consideración política a un cuerpo al que se temía dio
por resultado descargar toda la odiosidad del suceso sobre la guardia
nacional, siendo así que esta, por la parte del puente, había evitado
hacer daño al pueblo, y por la de la Escuela Militar, lo había cubierto y
salvado.
Si se hubiese hecho una información seria sobre el acontecimiento
creo que se habría averiguado que los guardias a sueldo fueron los
ejecutores y los realistas los instigadores. Se guardaron bien de hacerlo.
¿Por qué? Porque en aquel momento mismo los constitucionales,
aliados de los realistas para realzar la monarquía, habrían querido más
bien esconder en las entrañas de la tierra un acto tan torpe y tan funesto
a sus intereses.
Con verdad se puede decir que de una y otra parte hubo un
acuerdo culpable para crear sombras y embrollar. Sólo el examen, una
escrupulosa comparación de actos y declaraciones, el contraste de los

709
unos por las otras, han podido al fin acribar los hechos, separar las
falacias atrevidas de tal o cual contemporáneo y conducirnos a los
resultados más verosímiles, y me atrevo a decir que casi ciertos, que
acabamos de exponer.
Veamos ahora cual fue en París el efecto del acontecimiento. El
terrible ruido de las descargas, demasiado bien oído, había oprimido
todos los corazones. Todos, de cualquier partido que fuesen, tuvieron
un fúnebre presentimiento, una especie de estremecimiento como si
entreabriéndose el cielo, les hubiese dejado vislumbrar el espectro de
las futuras guerras sociales.
Pero sobre todo fue grande el terror en dos lugares; las Tullerías y
los Jacobinos. Los primeros golpes dieron de rechazo en el corazón de
la reina; ella comprendió que sus imprudentes amigos acababan de abrir
una sima sangrienta que no se cerraría jamás.
Y los Jacobinos comprendieron, por su parte, que sobre ellos
abandonados, reducidos a número exiguo, iban los Fuldenses, sus
rivales, a hacer caer la responsabilidad de todo lo que hubiese podido
provocar la terrible ejecución.
Al punto enviaron exploradores. Sus enviados encontraron en los
Campos Elíseos primero una mujer desconsolada, después una multitud
confusa de pueblo que huía a todo correr. Se les dijo que había muchos
muertos, que se había hecho fuego antes de la tercera intimación, etc.
Sin pérdida de momento la sociedad, para desarmar a la autoridad,
declaró que desautorizaba «los impresos falsos o falsificados que se le
habían atribuido, y que juraba de nuevo ser fiel a la Constitución y
sumiso a los decretos de la Asamblea.»
Entretanto oíase un gran ruido en la calle de Sain-Honoré; eran los
guardias a sueldo que volvían exaltados del Campo de Marte y que al
pasar por delante de los Jacobinos pedían que se les diese la orden de
derribar la sala a cañonazos. Dentro la alarma es grande. Alguien grita
«Atacan la sala.» Gran susto, gran confusión, miedo extremado y
ridículo. Uno de los miembros perdió la serenidad hasta el punto de
saltar para salvarse a la tribuna de las mujeres. Madama Roland que
estaba en ella, le echó en cara su cobardía y le obligó a salir por donde
había entrado. Habían sido colocados soldados a las puertas; se cerraron
las verjas para impedir la entrada a los que llegaban, pero se dejó salir a
los que estaban dentro. Madama Roland salió dé los últimos.
La calle estaba llena de gentío, algunos reían y gritaban a los que
salían; otros aplaudían. Robespierre fue reconocido y aplaudido por
ciertos grupos; honor poco apetecible en semejante día.

710
Bajaba la calle para dirigirse al barrio de Saint-Honoré y refugiarse
sin duda en casa de Petion que vivía allí, cuando al hallarse frente a la
Asunción, gritaron algunos nuevamente; ¡Viva Robespierre! Hasta se
asegura que a uno se le ocurrió decir: «¿Si es preciso un rey, por qué no
lo es él?»
Era prudente no ir más allá. Por fortuna un carpintero llamado
Duplay, que vivía enfrente y estaba a la puerta de su casa, se dirigió
hacia él, le cogió vivamente de la mano y con ruda bondad le obligó a
entrar en casa; quien mandaba en ella era madama Duplay, mujer muy
viva y enérgica, que le recibió, le acarició y le trató como a un hijo o
como a un hermano, como al mejor de los patriotas, como a un mártir
de la libertad. El marido, la mujer, la familia le rodearon, le aprisionaron
y cierran la puerta. Ya no se irá a su casa a aquella hora, en semejante
día, al fondo del Marais, en aquel barrio tan desierto, tan retirado y
peligroso; sin duda le asesinarían. Es preciso que cene y que se acueste;
ya tiene preparado el lecho. Lo quiere el marido, lo manda la mujer y las
señoritas Duplay, sin decir nada, se lo suplican también con sus
hermosos ojos. Robespierre, a pesar de su natural reservado, vio que era
forzoso aceptar. A la mañana siguiente quiso partir, pero su tiránica
patrona no se lo permitió. Concluyó por permanecer con aquella familia
estableciendo su domicilio en casa del carpintero, comprendiendo que
con ello había de aumentar su popularidad. Fuese o no casual aquel
acontecimiento, ejerció una notable influencia sobre el más calculador
de los hombres.
Mientras cenaba tranquilamente en casa de Duplay, madama
Roland le buscaba en la suya. Se había dicho que iba a ser arrestado, y
movida por noble impulso salió por la noche con su marido, fue a casa
de Robespierre en lo más retirado del Marais, para ofrecerle un asilo.
Antes había recibido ya a Robert y a su mujer, más directamente
comprometidos. Aunque era cerca de media noche, antes de volver a su
casa, en la calle de Guenegaud, los Roland fueron a la de Buzot, que vivía
bastante cerca, en el muelle de los Theatinos (muelle de Voltaire), y le
rogaron que fuese a los Fuldenses para defender a Robespierre antes de
que se redactase el acta de acusación que indudablemente hubiera
votado la Asamblea. El ardiente interés de madama Roland pudo excitar
algo los celos de Buzot, uno de sus más apasionados admiradores; sin
embargo, su generosidad natural no le permitió vacilar: «Le defenderé
en la Asamblea, dijo; en los Fuldenses está Gregoire y hablará por él.»
No ocultó sin embargo el concepto poco favorable que le merecía

711
Robespierre, diciendo que en el fondo era un ambicioso egoísta. «Piensa
demasiado en sí mismo para amar la libertar.»
Realmente se engañaban respecto a la audacia de los vencedores.
Se les atribuía una premeditación, un plan, un cálculo que no tenían.
Aquella misma noche estaban en los Fuldenses y en los salones de la
Asamblea consternados por el sangriento golpe que habían dado en
provecho de los realistas. Un paso más y resultaba que ellos, los
constitucionales, habrían destrozado la Constitución y la Revolución.
Dandre, ingenuamente, sencillamente, les aconsejaba que le oyeran:
que cerrasen los clubs. Por un momento prevaleció este consejo. Se
clavó la puerta de los Franciscanos y se custodió la de los Jacobinos.
Pero Duport que había fundado los Jacobinos, que creía haberlos
transferido a los Fuldenses, y que contaba dirigir siempre la opinión con
aquella poderosa máquina, declaraba que no quería más fuerza que la
de la razón y la de la palabra.
Estorbaba la sangre vertida. Para atenuar el efecto se fingió una
conspiración romántica, sin la menor verosimilitud, formada por
extranjeros. Rotondo, el profesor de idiomas, un banquero judío, Efraim,
el orador inocente del Círculo social, madama Palm Aelder y algunos
otros. El pueblo de París no podía ser acusado; únicamente los
extranjeros habían podido, etc. etc.
Ciertamente se temía dar con la verdad. Era mejor herir a ciegas.
Al siguiente día, lunes 18, la Asamblea muy poco numerosa (253
miembros en total) escuchó el informe del alcalde de París. Este informe
era un extracto poco fiel del que se había hecho por la noche en el Hotel
de Ville. Es probable que los realistas hubieran influido por la noche
cerca del buen hombre; le habían animado, para que se comprometiera,
decidiéndole a tomar una parte de la responsabilidad que en verdad no
debía recaer sobre él. Aquí ya no se trata de un desorden como en el
informe primitivo; es una represión justa. El nuevo informe se esfuerza
en hacer creer que la matanza ha sido provocada y para ello reúne dos
cosas muy separadas y perfectamente distintas, el asesinato de la
mañana y la matanza de la tarde; el primero ejecutado a las siete por el
populacho del Gros-Caillou; la segunda cometida doce horas después
sobre gentes que, en su mayor parte, ignoraban lo que había sucedido
por la mañana.
Pero en esta sesión en que el presidente Carlos Lameth felicita a
Bailly sin lamentar la sangre derramada; en que Barnave golpeándose el
pecho empuña la trompeta de la fama para celebrar la victoria; en aquel
momento de triunfo, los vencedores querrían ir más adelante; ellos

712
mismos se asustan y retroceden. A la primera palabra que se pronuncia
para aprovecharse de la ventaja, dejan traslucir su indecisión. Regnauld
de Saint-Jean d'Angely quería que la Asamblea votase tres años de
prisión para los que hubieran incitado al asesinato; la prisión y el
procesamiento para los que por escrito o de otro modo hubieran
provocado a la desobediencia de las leyes. Petion demostró que, si tal
se hiciera, se habría concluido con la libertad de imprenta. Regnault
transigió y redujo su proposición; pidió y fue votada por la Asamblea la
adición de una palabra a lo de 'provocado-, «formalmente provocado.»
Añadida esta sencilla palabra daba medios para eludir la ley, haciéndola
ineficaz.
Si la Asamblea quería obtener un resultado serio, era preciso que
fuese autorizado por ella el comité de las averiguaciones, y que él mismo
practicase la información; pero se abstuvo de ello e hizo que el asunto
pasase a los tribunales, que obraron poco, tarde y mal. En primer lugar,
se guardaron bien de averiguar la parte que habían tomado en el asunto
los agentes realistas; solamente procedieron contra dos periodistas,
Suleauy y Rogou, el amigo del rey, persiguiendo únicamente a los
escritores y oradores, no a los actores. Y en cuanto a los republicanos, a
los que los jueces no guardaban consideraciones, procedieron sin
embargo contra ellos con lentitud y con torpeza. Esperaron hasta el 20
de Julio para ordenar la busca de Freron, al 4 de Agosto para embargarla
imprenta de Marat, al 9 para decretar la detención de Danton, Legendre,
Santerre, Bruñe y Momoro.
Los Jacobinos, que no podían prever de ningún modo la vacilación
de sus enemigos, se creían perdidos el 18 de Julio. Dieron un paso raro
que hubiera podido haberles hecho desmerecer en el concepto público:
se tendieron, por decirlo así, a los pies de la Asamblea, arrastrándose
ante ella. Robespierre redactó en su nombre una petición notable por su
humildad, que fue aprobada por ellos y enviada a su destino. Aquella
Asamblea nacional que en 21 de Junio había sido tachada por él como
una colección de traidores, es alabada entonces por sus generosos
esfuerzos su sabiduría, su firmeza, su vigilancia, su justicia imparcial e
incorregible. Recuerda su declaración de los derechos, su gloria y el
recuerdo de las grandes acciones que enaltecen su carrera. «La
concluiréis como la empezasteis y volveréis al seno de vuestros
conciudadanos diurnos de vosotros mismos. Por nuestra parte
terminaremos esta demanda con una profesión, cuya verdad nos da
derecho para contar con vuestra estimación, con nuestra confianza, con

713
vuestro apoyo: Respeto para la Asamblea, fidelidad a la Constitución,
etc.»
Los Jacobinos firmaron y remitieron a la Asamblea esta triste
palinodia, pero se guardaron bien de insertarla en el diario de sus
sesiones. Brissot fue el que el 24 les hizo la mala jugada de publicarla.
¿Fue indiscreción, o lo hizo por envilecer a su redactor Robespierre, con
el que desde entonces simpatizaba muy poco?
La humildad salvó a los Jacobinos, como el orgullo perdió a los
Faldeases. En realidad., estos últimos eran muy fuertes. Habían atraído
del antiguo club a casi todos los diputados, no solo a los moderados, a
los constitucionales, sino a fervientes Jacobinos como Merlín de Douai,
Dubois-Crancé, etc. Unidos últimamente a la Asamblea nacional,
establecidos en sus mismas oficinas, participaban de su majestad. El
convento de los Faldeases que ocupaban (calle de Saint-Honoré,
enfrente la plaza Vendome) era un local inmenso y magnífico,
espléndida fundación de Enrique III, agrandada posteriormente por sus
herederos. El convento formaba un cuadrado enorme que comunicaba
por un corredor- con un picadero, y desde allí por' la terraza, de los
Fuldenses, con las Tullerías.
Y sin, embargo habían cometido una falta al abandonar su antiguo
local. Este tenía lo que acredita a los antiguos comercios afamados; era
sombrío, feo, mezquino. Sin ostentación, sin énfasis no mostraba más
que una. puerta baja, y una entrada bastante sucia por la calle de Saint-
Honoré. La casa estaba reformada por los Jacobinos; el convento era
triste y 'pobre. La biblioteca, donde había estado primero el club antes
de pasar a la iglesia, no tenía más adorno que un pequeño cuadro en el
que ¡se hacía visible él secreto misterioso de la asociación jansenista, el
mecanismo ingenioso de que se había valido para hacer circular, a pesar
de la policía., sin poder ser jamás sorprendida, las Noticias eclesiásticas.
La. iglesia no contenía, ningún monumento importante, excepto la
tumba de Campanella, una especie de Robespierre hecho fraile, un
Babeuf eclesiástico, que había ido a refugiarse allí en el siglo diez y
siete...
Se contaba que el cardenal Richelieu, cuando se sentía próximo a
ablandarse y temía humanizarse demasiado, iba allí y recobraba cerca'
del calabrés terrible algo de la dureza del bronce italiano.
Los modernos Jacobinos, que se reunían en aquella iglesia y no
eran, allí más que inquilinos, habían dejado aquellas viejas tumbas.
Estaban allí mezclados con los muertos. Otros muertos, los últimos
monjes del convento, asistían al club- (el 89 y 90), como los-últimos

714
Franciscanos al club que se reunía en su casa. Todo esto formaba un
conjunto fantástico que se había apoderado para siempre de las
imaginaciones, llenándolas de recuerdos: el poderoso genius loci,
transformado por la Revolución, vivía allí, se le adivinaba. ¿Quis Deus?
incertum est; habital Deus. Los Jacobinos decían a los forasteros, a los
provincianos, con acento misterioso: «Esta es la Sociedad madre.» Allí,
en efecto, se habían celebrado los primeros sabbats (palabra propia de
la jerga Jacobina), de donde salieron los primeros motines. Allí, en su
memorable duelo con Duport y Lameth, fue Mirabeau a atronar y a
morir. Y mientras en las bóvedas de la capilla resonaban aquellas
grandes voces, otro ruido estridente, bárbaro, iba a mezclarse con ellas,
saliendo de los subterráneos de la iglesia inferior, en donde sociedades
obreras y clubs de mujeres del pueblo discutían violentamente.
No era aquel un local vulgar que se podía abandonar
impunemente. Lo que prueba que los Fuldenses no eran políticos, es
que no lo habían comprendido así. El 17 lo podían todo, eran la misma
Asamblea. A toda costa hubieran debido destruir u ocupar aquel lugar,
y esto, aquella misma noche, sin más dilación, aprovechando el terror
de sus enemigos.
Se acordaron de ello por la mañana. Feydel, sucesor de Laclos en
la redacción del diario, fue con aquel a reclamar el local y la
correspondencia. Alegaban que los Fuldenses, especialmente Duport y
Lameth, eran los fundadores del club, que todo el comité de
correspondencia (por lo menos veinticinco miembros de treinta) se
habían pasado a su lado. Habían ido temprano, creyendo probablemente
arreglar la cosa, en medio de la soledad y "el desfallecimiento de los
Jacobinos, antes de que llegaran Petion y Gregoire, creyendo también
que no se atrevería a ir Robespierre por hallarse perseguido. Los
Jacobinos declararon que querían esperar a aquellos. Por fin llegaron.
Petión, que venía de tantear la Asamblea nacional, y que había obtenido
el que atenuase su ley represiva, es decir que retrocediese, en el mismo
día. de la victoria, no vaciló en contestar por los diputados Jacobinos,
que eran "tan fundadores del club como los otros, que conservarían la
correspondencia y que continuarían allí; por lo demás iba a intentar, una.
reconciliación con los Fuldenses. -Fué a verles, en efecto, y "recibió esta
altiva respuesta: «que no recibirían más que a los Jacobinos que se
conformasen con sus nuevos reglamentos.»
Los Fuldenses se mostraban más orgullosos que hábiles. Su
primer acto, la petición del 17 a las sociedades afiliadas, había sido en
todos sentidos impolítico' y 'desastroso; petición mal fechada en el día

715
de la matanza, mal firmada por Salles, que había defendido al rey; mal
dirigida bajo el sobre del ministro y -sospechosa por esto solo; por fin,
para que nada faltase mal aprobada, si así puede decirse; lo fue
inmediatamente por Chalons-sur-Marne, La ciudad. realista que había
recibido tan bien al rey a-su regreso.
En aquella petición alegaban los Fuldenses como principal motivo
de la separación, que querían limitarse a preparar los trabajos de la
Asamblea, no hacer nada más que discutir, sin acordar nada por el
sufragio; en una palabra, hablar sin resolver, sin obrar, dejando obrar a
la Asamblea sola. Estaban seguros de desagradar. Era tiempo de
trabajar, se imponía el porvenir, y proponían que resolviese una
Asamblea in extremis, que ya pertenecía a la historia.
El 23 se dieron los Fuldenses a sí mismos el golpe fatal, se
marcaron con señal de muerte, al prescindir de la igualdad erigiéndose
en asamblea de distinguidos y privilegiados, de la que no podrían formar
parte más que los ciudadanos activos (elector de los electores). Muchos
de ellos se opusieron a este acuerdo, y al no ser atendidos, no esperaron
ya más que una ocasión para volverse a los Jacobinos.
Estos se rehacían. Su actitud cambió el 24; cuando los Fuldenses
llevaron su respuesta a los Jacobinos, les dijo Robespierre: «No la
leemos hasta después de declarar que la verdadera Sociedad de los
Amigos de la Constitución es la que se reúne aquí.» Precaución tanto
más prudente, cuanto que la respuesta de los Fuldenses no era más que
una nueva invitación para que se sometieran al reglamento aristocrático
que acaban de aprobar.
En vez de esto, -emprendieron los Jacobinos la tarea de depurar
su sociedad, rechazando, para que se fueran a los Fuldenses, a los
tímidos, a los indecisos que iban y venían de una sociedad a otra. La voz
honrada y respetada de Petión fue la que propuso la depuración. Un
comité primitivo de doce miembros (seis de los cuales habían de ser
diputados), debía formar el núcleo de la sociedad, compuesta de sesenta
miembros, los cuales sesenta seleccionarían, eliminarían y presentarían
a los candidatos puros y dignos. En realidad, esta combinación
entregaba a los dos miembros importantes e influyentes, Petión y
Robespierre el poder casi dictatorial para rehacer los Jacobinos. Digo
dos, y digo mal: Petión, despreocupado, indolente por naturaleza, era
poco a propósito para aquel trabajo de inquisición sobre las personas,
para el examen minucioso de las biografías, de los precedentes, de las
tendencias y de los intereses de cada uno. Solo Robespierre era apto
para esto, y con él quizás otro miembro de aquel comité depurador,

716
Roger, obispo de Ain. Puede asegurarse sin temor de engañarse que
Robespierre reconstituyó el instrumento terrible de la sociedad
Jacobina de que se iba a servir.
De las sociedades de provincia solo cuatro se habían separado
expresamente de los Jacobinos, y aun una de ellas se volvió a atrás.
Desde el 22 de Julio Meaux, Versalles, Amiens, declararon que no
querían entenderse más que con ellos. Otras once ciudades las imitaron
antes del 31 del mismo mes. Marsella el 27, con la mayor energía. En la
misma sesión, fueron los Franciscanos a protestar de su fidelidad a los
Jacobinos, lo mismo que las Sociedades fraternales.
Los constitucionales, en otro tiempo victoriosos, se veían
obligados a defenderse. Varias mociones atrevidas redactadas en
provincias les reprochaban amargamente el que tolerasen en la
Asamblea nacional a los trescientos realistas que habían protestado.
Montauban, Yssoire; Riom, Clermont, una tras otra, les dieron este
golpe.
La moción de Clermont fue presentada y probablemente
redactada por el amigo de madama Roland Mr. Bancal de Yssarts,
comisionado expresamente por su ciudad. Fue escrita el 19 de Julio,
evidentemente en cuanto se supo la resolución del 16 que comprometía
a la Asamblea en favor del rey. Sin duda una expresiva carta de madama
Roland a Bancal contribuyó también a exaltar a éste más de lo regular.
En aquella carta le refería el éxito prodigioso obtenido por Brissot en los
Jacobinos. Su carta conmovedora y apasionada concluía en sus últimas
líneas con un presentimiento melancólico: «Acabaré mi vida cuando le
plazca a la naturaleza; mi último suspiro será todavía de esperanza para
las generaciones que han de sucedemos.»
Se sentía próxima a enfermar, y enfermó en efecto. El exceso de
trabajo, las emociones continuas, el horrible suceso del 17 sobre todo,
la hicieron sucumbir; por un momento desesperó de la libertad. El 20
escribía á Bancal que todo había concluido, que jamás podrían
sostenerse los Jacobinos, que era inútil que fuese a París, etc. Pero el
poderoso impulso que ella había dado no podía detenerse. En el mismo
momento iba Bancal a partir; tenía la violenta demanda de los Jacobinos
de Clermont, que parece escrita precisamente por la mano y por la
pluma de madama Roland. Creyó sus primeros consejos, no hizo caso
de los segundos, corrió a París y se presentó en persona en las puertas
de la Asamblea, con el escrito incendiario en la mano.
Aquella moción grave en medio de su violencia, magistral,
cayendo de lo alto, del pueblo soberano sobre sus delegados, les

717
reprochaba el haber defraudado por dos veces la esperanza de la nación,
aplazando la convocatoria de las asambleas electorales: tres veces,
mejor dicho, al prometer que la Constitución estaría concluida el 14, sin
haber cumplido su palabra. Y anunciaba a la Asamblea que, si dentro de
la quincena no revocaba su decreto suspendiendo las elecciones, se
acordaría prescindiendo de ella.
Bancal no pudo pasar de la puerta; no le admitieron en la barra. Su
compatriota Biauzat, diputado por Auvernia, se ocupó de la-moción con
violencia y con desprecio, tratando de rebajar a la persona que la
llevaba. Consiguió que fuera enviada al comité de las averiguaciones,
que se abriera un proceso y que fuese perseguido, si había lugar. Lejos
de asustarse, Bancal dirigió al día siguiente a la Asamblea una demanda
muy enérgica y se atrevió a pedirle una reparación pública. Por la noche
en los Jacobinos ofreció mil ejemplares de la petición de Clermont,
quinientos para ellos y otros quinientos para ser remitidos a las
Sociedades afiliadas. Los Jacobinos no aceptaron estos últimos
quinientos ejemplares, temiendo sin duda enajenarse con aquel acto
atrevido a la masa de los Fuldenses que trataba de volver a ellos.
Estos, en efecto, se dividieron en aquel momento en dos grupos.
Era imposible que Fuldenses como Merlin y Dubois marchasen unidos
con Fuldenses como Barnave y Lameth. Desgraciadamente no
conocemos sus debates íntimos; pero se traslucen demasiado en la
Asamblea nacional. El 30, al tratar una de las cuestiones más graves, se
separan, la mayoría se les escapa, y también el poder para siempre;
porque era precisamente del poder de lo que se trataba. La Asamblea,
después de lo de Varennes, había enviado algunos comisionados a los
departamentos fronterizos para que los vigilasen y los sostuviesen. El
buen resultado de esta medida hacía que se tratase de darla más
amplitud. Es decir, que la Asamblea que hasta entonces había hablado
y mandado desde lejos, quería en esta ocasión obrar cerca,
trasladándose en la persona de sus miembros más enérgicos a todos los
puntos del territorio, mostrándose en todas partes y cogiendo, por este
don de ubicuidad, con mano fuerte a la Francia, antes de que se
escapase. La vieja Constituyente, casi expirante, trataba de hacer lo que
hizo con gran trabajo la joven Convención con el prodigioso aumento de
fuerza que la daban el peligro y el furor.
Tarde, muy tarde, aquel poder esencialmente legislativo, aquella
gran fábrica de leyes pensaba en gobernar, en viajar, en obrar. Estaba
ya muy cascada para gobernar a caballo. Buzot pidió que se cesara de
enviar comisionados, por ser necesaria, según decía, la presencia de

718
todos los diputados en el momento de la revisión. Dandre, órgano en
esta parte de las desconfianzas de la corte para con los constitucionales,
apoyó a Buzot, con gran sorpresa de todos. La corte tendió también la
mano a los republicanos para romper su última esperanza, anulando la
acción de la Asamblea. Esta, cansada de sí misma, votó sin dificultad lo
que se quería que votase; renunció al movimiento, volvió a sentarse
todavía, una hora más, impaciente como estaba por echar una última
mirada sobre su obra, la Constitución, y cesar de existir.

719
CAPITULO XXII
La revisión, —Alianza frustrada entre la izquierda y la derecha. (Agosto
del 91)

Barnave y los constituyentes pretenden hacerse otra vez dueños de la derecha (fin de
Julio). —Se ponen de acuerdo con Malouet. —Entran en negociaciones con Leopoldo. —La
reina escribe a Leopoldo para impedirle que obre (30 de Julio; —La derecha rompe la
inteligencia de Malouet con Barnave y Chapelier 4 de Agosto). — La revisión tímidamente
realista (5-30 de Agosto). —La Constitución del 91, ni burguesa ni popular. —Multiplicación
prodigiosa de las Sociedades jacobinas. — Solemne ultraje de Robespierre a los
constitucionales, su humillación, l-°de Septiembre.

El constitucional Barnave y el realista Malouet, distanciados en


muchos puntos, tenían un lazo común en su manera de apreciar los
asuntos de las colonias; los dos eran partidarios de los plantadores. Un
día que Barnave había defendido calurosamente a Malouet en este
comité, dejó que salieran los. demás, llamó aparte á Malouet y le habló
en los siguientes términos: «He debido pareceros con frecuencia muy
joven, le dijo; pero estad seguro de que en pocos meses he envejecido
mucho...» Después de un momento de silencio, en el que parecía que
reflexionaba: «¿Es que no veis que todos nosotros los diputados de la
izquierda, excepción hecha de una docena de ambiciosos o de fanáticos,
deseamos concluir con la revolución?... Comprendemos que no lo
conseguiremos si no se da una base fuerte a la autoridad real... ¡Ahí si
la derecha en vez de irritar siempre a la izquierda rechazando todo lo
que aquella propone, secundara la revisión!»
Este preámbulo significaba que los constitucionales, al ver que se
quebraba entre sus manos la máquina de los Fuldenses, al ver que la
fracción patriotera del nuevo club se dirigía ya hacia la puerta para
volverse con los Jacobinos, se inclinaban ellos mismos a la derecha y
trataban de unirse a los realistas.
Y cuando hablo de los constitucionales me refiero especialmente
a Barnave. Solo él parecía animado, vivo, con empuje y esperanza. No
hay palabras para expresar el cansancio de los demás, su enojo, su
disgusto, su desfallecimiento. Esperaban con impaciencia la bendita
hora del descanso. Aquella Asamblea había vivido en dos años y medio
varios siglos; estaba, si así puede decirse, hastiada de sí misma y
aspiraba con pasión a que llegase su fin. Cuando propuso Dandré las

720
nuevas elecciones que la dejarían ya tranquila, se levantó en masa y
acogió con aplausos frenéticos la esperanza de su aniquilamiento.
Una carta confidencial de un hombre formal muy enterado de la
situación, carta de M. de Gouvérnet a M. de Bouillé, nos revela una
circunstancia novelesca que no hubiera adivinado la historia, a saber:
que la vida de la Asamblea, la esperanza de la monarquía y el deseo de
salvarla, se habían refugiado entonces, en medio del abatimiento
general, en una cabeza de veintiocho años, en la de Barnave. La liga, tan
poco homogénea que había unido las cuatro quintas partes de la
izquierda, reconciliando a dos enemigos como Lafayette y Lameth, casi
destruido a los Jacobinos, «era el plan de Barnave.» ¿Y por qué se
arrojaba a tal empresa? La misma carta dice expresamente que fue el
regreso de Varennes, el reconocimiento que le demostraron, «lo que
cambió su corazón.»
Gran cambio, en verdad. Barnave no parecía de ningún modo
hombre dispuesto a dejarse dominar por el corazón y por la
imaginación. Su presunción habitual, su palabra noble, seca y fría, no
eran en modo alguno las de un soñador. No se preocupaba de las tesis
sentimentales, y por el contrario pecaba más por el extremo opuesto
(por ejemplo, en el negocio de los negros). Jamás se encuentran en los
discursos de Barnave, las palabras que con tanta frecuencia se oyen en
los de todos los hombres de la época, desde Luis XVI hasta Robespierre:
«Mi sensibilidad, mi corazón.»
Por eso admira más el verle seguir el 91, tan adelantada la
Revolución (¿diré con esperanza o con un ardor desesperado?) el
señuelo que había podido engañar a Mirabeau al principio cuando la
situación aún tenía fuerza. El plan de Barnave era el mismo de Mirabeau:
«Contener la Revolución, salvar la monarquía y gobernar con la reina.»
Barnave se había separado de la reina a la puerta de las Tullerías
el 25 de Julio por la noche y no volvió a encontrarla hasta después del13
de Septiembre, cuando el rey había aceptado la Constitución.
Conservaba el recuerdo de las conversaciones de Meaux, veía a la reina
confiada y dócil, no queriendo ser salvada más que por la Constitución,
por la Asamblea y por Barnave. Desde entonces habían ocurrido muchas
cosas en Europa y en el ánimo de la reina, que el joven orador ignoraba
por completo.
No sabía que ella había obrado en sentido contrario. Ya hemos
dicho que Fersen, al llegar de París había entregado a Monseñor el poder
verbal del rey, poder que le fue remitido por escrito, auténtico, el 7 de
Julio.

721
Aun sin esperar a esto, el 6 el emperador Leopoldo, hermano de
María Antonieta, había escrito y hecho circular una nota a todas las
potencias para amenazar a Francia y liberar a Luis XVI.
Prusia, instigada por los príncipes, estaba animada en otro sentido
que Leopoldo, Rusia y Suecia demostraban aún más indignación e
impaciencia que Prusia.
El 25 de Julio se celebraron varias conferencias entre Prusia y
Austria, y en ellas Leopoldo, poniéndose en contradicción con lo que
daba a entender en su nota del 6 de Julio, demostró tendencias
pacíficas. Le preocupaba su guerra con Turquía, que no concluyó hasta
el mes de Agosto. Tenía en puerta la nueva resolución de Polonia, la
amenaza de una gran guerra del Norte, la probabilidad de una invasión
rusa en Polonia, acaso la necesidad de enriquecerse más con un tercer
reparto que impondría Rusia. Esta se hallaba entonces encarnizada
sobre otra presa, Turquía. Las conferencias de Rusia y Austria tenían por
objeto principal hacer entender a Rusia que mientras no soltase a los
turcos, las potencias alemanas permanecerían inmóviles, arma al brazo,
contemplándola y no emprenderían aventuras haciendo una cruzada
contra Francia.
Resultaba, pues, que, por el momento, Leopoldo se había de
mantener en actitud pacífica respecto de nosotros. A pesar de Rusia,
Suecia y Prusia que hubieran querido comprometerle en los asuntos de
Occidente, no se movían. Sus generales, muy instruidos, le decían por
otra parte que no era cosa tan sencilla intervenir en una nación como la
nuestra, con aquellas masas profundas de población numerosa,
exaltadas por el fanatismo de la libertad. A lo cual se agregaba por parte
de Leopoldo un sentimiento personal: temía por la vida del rey y de la
reina; a la primera noticia de una invasión austríaca, corría riesgo de
perecer su hermana.
Salvar a la reina era la idea que naturalmente debía suponerse en
su hermano Leopoldo. Y esta era también la idea de Barnave y la de los
constitucionales, salvar a la reina y a la monarquía. Sin haber tratado
todavía con el emperador, se sentían unidos a él por este interés común.
A pesar de la actitud amenazadora de la Dieta germánica que ordenaba
el armamento, no desconfiaban de evitar la guerra europea; afortunada
o no, la guerra hubiera sido su ruina, el triunfo de sus enemigos.
Para tratar con el emperador era preciso ante todo ser aquí los
amos, destruir el poder de los clubs o apropiársele haciéndose dueño de
ellos. Los constitucionales habían preferido el segundo medio; y
creyeron haberlo logrado con la creación de los Fuldenses. Pero ahora

722
resultaba que les faltaba este medio, que se les escapaba. Al perder esta
fuerza que era suya, les quedaba el recurso de pedirla a sus enemigos,
a los que habían perseguido y destruido, es decir a los realistas. ¿
Querrían éstos perdonarles? ¿Tendrían inteligencia bastante para
agarrarse a la última tabla de salvación puesta sobre el abismo para
salvarse con los constitucionales? Esto era muy dudoso. Más bien era
probable que obstinados en sus rencores y prefiriendo ser vengados a
ser salvados, rechazarían aquella tabla de salvación, y todos,
constitucionales y realistas, caerían juntos en el profundo abismo.
Tal era el momento crítico en que Barnave, en que el partido
constitucional, triunfante en apariencia después de los sucesos del
Campo de Marte, se dirigió al hombre que siempre había rechazado, al
hombre invariablemente silbado por la izquierda y por las tribunas, al
realista Malouet. El fuerte era el que, al parecer, pedía auxilio al débil, el
vencedor agonizante el que tendía la mano al vencido y suplicaba
perdón.
Malouet no rechazó las proposiciones de Barnave. Pero Chapelier
y Duport, a los que Malouet fue a buscar en seguida, presentaron
grandes dificultades. La carta antes citada afirma sin embargo que se
convino entre Chapelier y Malouet el representar la comedia de la
revisión. Malouet debía atacar la Constitución demostrando sus efectos.
«Y me responderéis indignado; defenderéis las cosas pequeñas; en
cuanto a las importantes, las que afectan verdaderamente al interés de
la monarquía, diréis que no necesitáis las observaciones de Mr. de
Malouet, que ya estabais decidido a proponer la reforma. Y la
propondréis.
¿Cómo podían suponer que esta extraña farsa engañaría al
público? Indudablemente contaba con la indiferencia, la
despreocupación, el abatimiento general. Había en efecto grandes
muestras de cansancio. La misma Asamblea nacional parecía que se
abandonaba; habitualmente no se reunían más de ciento cincuenta
miembros: el día más crítico, al siguiente del 17 de Julio, no ocuparon
sus asientos más que doscientos cincuenta y tres diputados. Los demás
se habían ausentado ya o estaban siempre encerrados en lo profundo
de sus oficinas. Se aseguraba que varios, abatidos y corrompidos por el
descorazonamiento, pasaban los días y las noches en las casas de juego
y de prostitución: el obispo d'Autien, Chapelier y otros muchos, con
razón o sin ella, eran acusados de haber fijado allí sus domicilios.
Laclos y Prudhomme aseguran en sus diarios de Julio que las
secciones, las asambleas primarias habían quedado desiertas.

723
Evidentemente muchos estaban cansados de la vida pública. En cambio,
hay que decir que los que perseveraban se hacían más violentos. Si las
asambleas legales estaban poco frecuentadas, es porque la vida y el
ardor se concentraban en las sociedades jacobinas.
Barnave, feliz por haber conseguido aquella inteligencia entre los
principales actores de la revisión, no desesperaba de conseguir que la
monarquía adquiriese nueva fuerza. Los constitucionales, dóciles a sus
indicaciones, encargaron a Mr. de Noailles, nuestro embajador en Viena,
que advirtiese a Leopoldo, y para mejor convencerle, obtuvieron de la
misma reina que escribiese a su hermano, rogándole que no hiciera nada
en su favor.
¡Extraña contradicción! Mientras Monseñor, autorizado con los
poderes que la corte de las Tullerías le bahía enviado el 7 de Julio,
instaba a la Prusia para que se armase y se pusiera en movimiento,
escribía la reina, el 30, al Austria, que no hiciera armamentos, que no se
moviera, que confiase como ella en el celo que entonces demostraban
los constitucionales de Francia en favor de la restauración de la
monarquía.
La carta, larga, insinuante, hábil, muy distante de lo que podía
esperarse del carácter habitualmente imperioso de la reina, estaba muy
bien meditada para rebatir la acusación de versatilidad que hubiera
podido hacerse a la autora de los dos actos del 7 y del 30.
Aquel documento tan político fue, si no dictado, por lo menos
preparado y dirigido en el fondo por Barnave y sus hábiles amigos. Y,
sin embargo, a pesar de la reciente confianza que les demuestra la reina,
aún se reserva contra ellos la posibilidad de decir más tarde que no ha
sido libre; encabeza su carta con esta frase que, en caso necesario,
anularía todo el resto: «Desean que os escriba y se encargan de
entregaros mi carta, porque yo, por mi parte, no tengo ningún medio de
daros noticias del estado de mi salud.»
El partido realista, ni en Francia, ni fuera de Francia, marchaba
de acuerdo con el rey. En el momento en que el rey y la reina
ponían su confianza en la Asamblea, era precisamente cuando los
emigrados se agitaban más vivamente para armar al extranjero, cuando
los curas no emigrados empezaban a influir sobre el pueblo de una
manera hábil, con un plan sistemático que debía organizar en toda
Francia una Vendee universal. En Julio se supo que la Alsacia y Chalons-
sur-Marne, iban a romper el fuego. En Agosto el Pas-de-Calais, el Norte
y Calvados, anunciaban la guerra civil. Esta última noticia se recibió

724
justamente en la Asamblea el 4 de Agosto, la víspera de la revisión, en
medio del convenio apenas concluido entre Chapelier y Malouet.
Un diputado propuso que en el Norte los sacerdotes que se
negasen a prestar juramento de obediencia a la ley fuesen desterrados
del departamento. A estas palabras se levantó toda la derecha. Mr. De
Foucault exclama alegremente: «¡Pillaje! ¡Incendio! ¡Guerra civil!» y
salen todos, haciendo el abate Maury una profunda reverencia a la
Asamblea, como dándole las gracias por apelar a las armas en tan
propicia ocasión.
Barnave y Chapelier trataron inmediatamente de apagar el
incendio; se declararon enemigos de la medida de rigor que quería
aplicarse a los curas, y consiguieron que fuera desechada. La derecha
volvió a su sitio en las sesiones siguientes: parecía que estaba
apaciguada. Pero el 8 de Agosto, el mismo día en que comenzaron los
debates sobre la revisión, d' Epremesnil, en nombre de sus colegas,
declaró que persistían en todas sus protestas. Cada uno de ellos se
levantó y dijo terminantemente: «Lo declaro.»
Así se rompió el pacto más político que honroso que Barnave
había creído posible concertar tácitamente entre la derecha y los
constitucionales. Malouet, como se había convenido, inició la crítica de
la Constitución con mucha habilidad y fuerzas. Pero Chapelier le
interrumpió. Desligado del pacto secreto por la nueva protesta de la
derecha, sostuvo que Malouet debía hablar, no sobre el fondo, sino
únicamente sobre el orden establecido entre los diversos títulos de la
Constitución.
El arreglo, la fusión necesaria para formar un cuerpo con tantas
leyes sueltas, había ocupado por mucho tiempo a los comités de
Constitución y de revisión. Se dice que un amigo de Lafayette, Ramond,
que fue luego miembro de la Legislativa, es el que propuso el orden que
acabaron por seguir, orden lógico y hábil, que, bajo pretexto de
condensar, hacía desaparecer muchos de los artículos que había votado
la Asamblea. De aquí resultó una gran tirantez entre los mismos
constitucionales. Más de una vez votó la Asamblea en contra de sus
comités. Habiendo denunciado un diputado las «graves omisiones que
creían notar los verdaderos amigos de la libertad», se produjo una
tempestad y Barnave se exasperó hasta el extremo de ofrecer su
dimisión.
La revisión se convirtió en un espectáculo lastimoso. Aquella
noble Asamblea, que, a pesar de todos sus defectos, no por ello fue
menos grande y digna de que la historia conserve su recuerdo, ofreció a

725
la humanidad la enseñanza de que una vida más larga de lo que debe
vivirse, está expuesta a la vergüenza, a la inconsecuencia y a
desmentirse a sí propio.
Sorprendida en flagrante delito de aristocracia y de realismo, por
acción y por omisión, demostró tristemente su tímido deseo de
retroceder y la falta de valor que la impedía caminar lo mismo hacia
atrás que hacia delante. La audacia que se reflejó breves momentos en
algunos discursos de Barnave, no obtuvo buen resultado. Al considerar
Robespierre al rey como un simple funcionario, negándole el título de
representante de la nación, sostuvo Barnave que el funcionario no podía
obrar sino en nombre de la nación, pero que el representante no podía
querer por ella. De aquí deducía la inviolabilidad de la persona real. Esta
distinción, muy clara, tuvo precisamente el defecto de presentar la
cuestión al desnudo, comprometió la monarquía e hizo a las gentes
enemigas irreconciliables de un poder que quería en vez de la nación.
A decir verdad, la voluntad real era muy imponente en la
Constitución del 91.-Su acción era puramente negativa; no podía más
que impedir. El veto suspensivo que conceda al rey podía suspender
durante tres años la ejecución de los decretos; poder irritante,
provocativo que debía indudablemente producir explosiones. Con esto
quedaba reducido el poder real a una majestuosa inutilidad, como uno
de esos muebles antiguos, magníficos y sin uso, que se conservan en las
casas modernas por sus recuerdos, pero que molestan, que ocupan un
puesto inútilmente, y que cualquier mañana son por fin destinados al
cuarto de los trastos viejos.
La Asamblea había privado al rey de la acción sin dársela al pueblo.
Faltaba en aquella vasta máquina el principio del movimiento; la
agitación estaba en todas partes, la acción en ninguna.
¿Era esencialmente burguesa la constitución, como se ha dicho
repetidas veces? No puede afirmarse. La que se exigía, condición para
ser elector, 250 francos de renta, era completamente ilusoria si se
pretendía establecer un gobierno burgués. El mismo republicano Buzot
se burló de ella y dijo: «Desde vuestro punto de vista, no son 250 francos
de renta los que debierais exigir, sino 250 francos de contribución.»
Entonces hubiera sido, en efecto, una verdadera base burguesa, análoga
a las leyes electorales que rigieron desde 1815 a 1848.
Los electores de 250 francos de renta, con la interpretación que se
dio a la ley en favor de los colonos, eran en número inmenso. Los
ciudadanos activos (electores de los electores que pagasen tres
jornadas de trabajo) eran unos tres o cuatro millones.

726
Solo los ciudadanos activos eran guardias nacionales, otra
distinción irritante y además casi inútil; la diferencia entre los que
pagaban tres días de trabajo y los que no pagaban nada era
insignificante; ¿ofrecía el primero muchas más garantías que el
segundo? ¿Quién podía decidirlo?
Visiblemente se sobrevivía a sí misma la Asamblea durante la
revisión, disminuyendo de día en día el número, el aspecto y la dignidad
de sus miembros. Se consumía miserablemente. Sus ilustres
pensadores callaban o hablaban poco. Generalmente abandonaban la
iniciativa a un hombre de tercer orden, hombre de negocios y de
expedientes, político industrioso, á Dandre, cuyo arte se reducía a servir
a la monarquía empleando formas jacobinas. Para mejor desorientar al
público, atacaba muchas veces a los realistas, hasta el punto de apoyar
un día una proposición para declarar expulsados a los trescientos que
protestaban. Su figura insignificante y su traje cuidadosamente
descuidado completaban la ilusión. Sin embargo, un no sé qué de
Frontin de comedia que se notaba en su rostro (debemos este retrato a
su amigo Dumont) revelaban al hábil actor. A veces se le escapaban
frases inconvenientes; acusado como autor de cierto libelo, confesaba
que al menos hubiera querido serlo. Otras veces exageraba su papel; en
Setiembre, durante la revisión, se asoció a una casa de comercio,
creyendo hacerse popular y se tituló: Dandré, tendero de ultramarinos;
lo cual no sentó bien a nadie, pues se creyó con razón que era una mala
imitación del medio empleado por Mirabeau el 88 (según una tradición
falsa, pero muy extendida) abriendo en Marsella una tienda con un
rótulo que decía: Mirabeau tintorero.
Aquellas farsas miserables que no engañaban al público, aquel
abandono que de sí misma bacía la Asamblea entregándose en manos
de aquel intrigante realista, inclinaban a toda la Francia hacia el partido
de los Jacobinos.
Al principio de Septiembre pidió ser admitido Antonio, el
secretario de los Fuldenses; al fin del mes, Bouche, su presidente y una
porción más, le imitaron. El duque de Chartres fue a buscar una doble
corona cívica, por haber salvado la vida, según se dijo, a dos hombres.
La sociedad de París es más numerosa que nunca. Pero lo
verdaderamente sorprendente es el aumento súbito de las sociedades
de provincias y su inmensa multiplicación. ¡En Julio había cuatrocientas
sociedades, en Septiembre se dice que hubo mil! De las antiguas,
trescientas se comunicaban igualmente con los Jacobinos y con los
Fuldenses y cien solo con los Jacobinos. ¿Y las seiscientas nuevas, a

727
quién pidieron afiliarse? A los Jacobinos solos. Estos son evidentemente
los vencedores, los dueños de la situación y del porvenir.
Aquel inmenso movimiento de la Francia que parece como que se
precipita en una asociación, resalta en la sociedad madre de los
Jacobinos de París. ¿Pero aquella sociedad renovada, bajo que influencia
se ha reorganizado recientemente? Ya lo fiemos visto, bajo la de
Robespierre. Es otra sociedad diferente, más ardiente, más joven, en que
los hombres importantes, los pensadores, los razonadores, son menos
numerosos, con seguridad. En cambio, abundan los hombres
apasionados, de sensibilidad, los artistas, los periodistas, la mayor parte
de segundo orden. Aquella sociedad, cerebro ardiente de la inmensa
sociedad jacobina extendida por toda la Francia, irá de día en día
pensando y razonando por un solo hombre; en la cúspide del prodigioso
edificio formado por mil asociaciones, veo la pálida cabeza de
Robespierre.
Ha escogido por domicilio la puerta de la Asamblea y parece que
allí ha fijado su asiento. Si no se le encuentra en los Jacobinos, está con
seguridad enfrente de la Asunción, en casa del carpintero Duplay. ¿Veis
aquella puerta baja, aquel patio húmedo y sombrío donde se cepilla y se
sierra? Encima, en el primer piso, en una habitación bohardillada, posee
madama Duplay al mejor de los patriotas... ¡Ah! ¿quién es el buen
ciudadano que al pasar por delante de aquella puerta no siente que se
humedecen sus ojos?... Las buenas mujeres le esperan en la calle, muy
dichosas si ven un momento «al pobre querido Robespierre», cuando
sale limpio y decente con su vestido nuevo rayado. Sus anteojos
atestiguan que antes de tiempo ha gastado ya mucho su vista por el
pueblo... ¡Lástima no poder besar los faldones de su traje! Se contentan
con seguirle... Camina, sin reconocer a nadie, seco, con pureza cívica, y
recto como la virtud.
¡Cuán lejos estamos ya del 18 de Julio, de aquella petición
humillante con la que Robespierre salvó a los Jacobinos! Hemos llegado
al 1. ° de Septiembre.
Ha terminado la revisión. Se trata de saber si será presentada la
Constitución a la aceptación del rey y cómo se hará constar que en aquel
momento es libre el rey. ¿Le permitirá la Asamblea modificarla,
aceptarla bajo condición? Robespierre pronuncia un discurso bien
meditado para anonadar a la Asamblea en su partido dominante, para
ultrajarla y aplastarla en el hombre más eminente del partido, en Adrián
Duport. Aquel ultraje solemne es un acto político para hacer constar la
derrota; un partido vencido no está jamás vencido a los ojos de la mayor

728
parte de las gentes más que cuando puede ser ultrajado impunemente,
cuando se hunde en el desprecio.
«¿Deben estar contentos, sin duda, dice Robespierre, de todos los
cambios esenciales que han obtenido de nosotros? ¿Si aún se puede
atacar y modificar una Constitución dos veces acordada, qué nos resta
hacer más que volver a tomar nuestras cadenas o nuestras armas? »
Aplausos en todas las tribunas. La izquierda se agita y murmura. «Señor
presidente, continúa Robespierre, ruego a su señoría que le diga a Mr.
Duport que no me insulte...» Precisamente Duport no había dicho nada,
según atestiguaron sus vecinos. Probablemente, Robespierre había
decidido con anterioridad nombrarle, a fin de hacer recaer sobre aquel
nombre todo el peso de la diatriba que desde la tribuna balanceaba
como la piedra de una honda en el momento de dispararla.
«No creo que exista en esta Asamblea, dijo, un hombre bastante
cobarde para transigir con la corte sobre un artículo de nuestra
Constitución...» Y miraba a Duport; los realistas le miraban también,
contentos y satisfechos. Cuarenta años después aún se estremecía de
alegría Montlosier al referir aquella fiesta de oprobio de que disfrutó la
derecha con el envilecimiento de Duport.
Continuó: «Bastante pérfido para hacer que la corte proponga
nuevos cambios que el pudor no le permitiría proponer por sí mismo.»
Toda la sala, todas las tribunas enviaron con la mirada la palabra pérfido
contra Duport, y todos aplaudieron.
«Bastante enemigo de la patria para infamar la Constitución,
porque ésta limitaría su avaricia.» Nuevos aplausos.
«Bastante sin pudor para confesar que no ha buscado en la
Revolución más que un medio de engrandecerse.» La derecha reía hasta
saltársele las lágrimas.
«No, dijo, no lo creo. No quiero considerar el escrito o el discurso
que pronunciaría en este sentido más que como la explosión pasajera el
despecho, ya espiado por el arrepentimiento...» Y luego, esforzando la
voz: «Pido que todos nosotros juremos que jamás transigiremos sobre
ningún artículo con el poder ejecutivo, so pena de ser declarados
traidores a la patria.»
Duport, Barnave y Lameth permanecieron como clavados en sus
asientos por aquellas palabras de plomo. Caían asestadas con una
pesadez extraordinaria, entre el clamor de arriba, los gritos de las
tribunas, entre las burlas infernales de los realistas que con la alegría de
los condenados se decían unos a otros: «¡Muerte para nosotros! ¡pero
muerte para vosotros! » Y lo más trágico era el asentimiento tácito de

729
casi toda la Asamblea, que por una mala voluntad natural en quien va a
perecer, se divirtió viendo como perecían primero sus jefes ahogados,
sin poder dar un grito.
Así era como ellos mismos habían matado a Mirabeau seis meses
antes. Hoy les había llegado su vez.
Mirabeau no tuvo aquel fin desesperado y mudo. Estos, preciso es
decirlo, espiraban bajo otra presión. Aquellos vencidos hubieran
encontrado una voz que les defendiera si Robespierre solo, si la
Asamblea sola, con las tribunas, hubiese pesado sobre ellos... En
realidad lo que les anonadaba, lo que les quitaba la voz y el aliento, la
respiración, la vida, era una potencia exterior que no se veía, potencia
enorme, inevitable; era el boa constrictor, la prodigiosa serpiente de las
mil sociedades jacobinas que, de un extremo a otro de la Francia,
rodeándola con sus anillos, los apretaba sobre la Asamblea que
desfallecía, y sobre aquel mismo banco, en aquel sitio torcía y retorcía
su nudo. No pensaban moverse; a aquella presión exterior se añadía lo
que quita las fuerzas, el vértigo, la fascinación. Su enemigo podía
examinar a su sabor fríamente dónde y cómo le convenía clavarle el
puñal.
Con Duport perecieron los constitucionales: con éstos pereció la
Asamblea. Aquel discurso y aquel silencio de asfixia, de abogo, parece
que pertenecen ya a la historia del Terror.

730
CAPITULO XXIII
Curas y Jacobinos. —Venta de los bienes nacionales (Septiembre de
1791).

Carácter general de la Asamblea constituyente. —Servicios que prestó a la humanidad.


—Declaración de Pilnitz (27 de Agosto) que mata a los constitucionales. —El rey acepta la
Constitución (13 de Septiembre). —Entrevista de la reina y Barnave —La fuerza principal o el
realismo estribaba en la influencia del clero sobre el pueblo. Blandura de la Asamblea con los
curas que se negaban a prestar juramento. —Intrigas y actos violentos de los clérigos
refractarios—Mecánica del fanatismo. —Sacramentos furtivos, entierros nocturnos. —No
hubiera sido imposible abrir los ojos a los aldeanos. — La Asamblea hubiera debido preparar
las inteligencias pura que recibiesen y comprendiesen la ley—El interés unido al fanatismo.—
También el interés debió sostener la fe revolucionaria —Primer resultado de la venta de los
bienes nacionales Ochocientos millones en cinco meses (Abril-Agosto del 91) —Fe de los
compradores en los destinos de la Revolución —Fortalecen las sociedades jacobinas.— El
aldeano comprador se convierte en la base más firme de la Revolución —Es el antiguo
movimiento de la Francia largo tiempo interrumpido. que comienza de nuevo —Nota sobre les
escritores que tratan de disimular esto. — Solidez de la Francia rural. —Fin de la Asamblea
constituyente (30 de Septiembre del 91); su impotencia.

Las faltas de la Asamblea constituyente, las culpables intrigas en


que se comprometieron sus directores, su castigo en fin y su triste
degradación no deben hacer olvidar a la posteridad que disfruta de sus
beneficios, todos los servicios que aquella Asamblea prestó al género
humano.
¡Qué libro se necesitaría escribir para explicar, para apreciar el
cuerpo inmenso de las tres mil leyes que nos dejó!... Quizás intentemos
penetrar su espíritu cuando podamos compararlo con las leyes análogas
o contrarias de nuestras restantes Asambleas. Notemos, sin embargo,
en cuanto a las leyes de la Constituyente, que aun las que ya han sido
abolidas no han dejado de ser instructivas y fecundas. Parece que
aquella gran Asamblea habla todavía a todo el mundo. Las soluciones
generales y filosóficas que dio a tantas cuestiones aún son estudiadas
con fruto, consultadas con respeto por todos los pueblos. No ha
quedado como legisladora del mundo, pero es siempre como el médico
que conserva noblemente formulados los votos del siglo filósofo, su
amor a la humanidad. En esta historia demasiado rápida, no he podido
bajo este aspecto hacer a la Asamblea constituyente la justicia que
merece. He sido involuntariamente injusto con ella, hablando de los
intrigantes y no de los trabajos, nombrando siempre a los jefes de los
partidos, a los directores, muy censurables y no diciendo una palabra de

731
aquella multitud de hombres ilustrados, modestos, imparciales que
llenaban los comités o votaban en la Asamblea con inteligencia y
patriotismo e inclinaban muchas veces a la mayoría del lado de la razón.
Una masa flotante de cerca de tres o cuatrocientos diputados, de los
que casi ninguno hablaba, ha sido acaso la fuerza real de la
Constituyente, apoyando siempre las soluciones elevadas, nobles,
clementes que hacen brillar en las leyes el genio benéfico de la
humanidad.
Si la Asamblea constituyente hubiera sido la única autora de las
leyes que formuló (a pesar de sus defectos y de sus lagunas) no sería
una corona lo que le debería el género humano, sino un altar.
Sus leyes, hay que decirlo, no son de ella sola. En realidad, tuvo
menos iniciativa de lo que parece. Órgano de una revolución aplazada
largo tiempo, se encontró con las reformas en sazón, los obstáculos
allanados. El siglo diez y ocho puso en sus manos un mundo de equidad
que ardía en deseos de manifestarse; sólo faltaba darle forma. La misión
de la Asamblea era traducir en leyes, en fórmulas imperativas todo lo
que la filosofía acababa de escribir en forma de razonamientos. ¿Y la
filosofía por quién había sido dictada? Por la naturaleza, por el corazón
del hombre oprimido desde hacía mil años. De modo que la Asamblea
constituyente tuvo la dicha, el honor insigne de lograr que se escribiese
por fin la ley de la humanidad, convirtiéndose en ley del mundo.
No fue indigna de esta misión. Escribió la sabiduría de su época,
acaso la sobrepujó. Los legistas ilustres que redactaron por ella, se
vieron obligados por la fuerza de la lógica a desarrollar por una
deducción legítima el pensamiento filosófico del siglo diez y ocho; no
fueron solamente sus secretarios y sus amanuenses, sino sus
continuadores. Si, cuando el género humano erija a aquel siglo único el
monumento que debe, cuando en la cúspide de la pirámide se sienten
juntos Voltaire y Rousseau, Montesquieu, Diderot, Bufón, en la
pendiente y hasta en la base se sentarán también los grandes espíritus
de la Constituyente y a su lado las grandes fuerzas de la Convención.
Legisladores, organizadores, administradores, dejaron a pesar de todas
sus faltas ejemplos inmortales. Que venga el mundo entero, que se
admire y tiemble, que aprenda en sus errores, en su gloria y en sus
virtudes.
Pero ha sonado su hora y es preciso que perezca aquella gran
Constituyente. Ya no puede hacer nada para la Francia ni para sí propia;
es preciso que venga la Convención, primero con el nombre de
legislativa.

732
Es preciso que la asociación jacobina cubra y defienda a la Francia.
Es preciso una conjuración contra la conspiración de los curas y de los
reyes.
El 27 de Agosto, en Pilnitz el emperador y el rey de Prusia habían
escrito una nota amenazadora para la Francia, al principio con cierta
vaguedad. Luego intervino Calonne, y merced a su influencia activa, a
las gestiones rencorosas de los emigrados, los reyes se excitaron y
fueron más allá de lo que se habían propuesto, hasta el punto de
permitir que se consignase esta frase en el manifiesto: «Que darían
orden para que sus tropas estuviesen dispuestas para entrar en acción.»
Fue una ventaja para Francia el ser prevenida de este modo. Con
su torpeza acostumbrada, los emigrantes tocaban a arrebato antes de
tiempo. Leopoldo olvidó por un momento la carta pacífica de la reina;
no teniendo intención de obrar todavía, cometió la falta de dar la señal
de alarma. En Francia fue el golpe de gracia para los constitucionales:
en medio de sus penosos trabajos para restaurar la monarquía, fueron
heridos de muerte por la emigración. En presencia de la guerra que se
creyó inminente, el buen sentido nacional se alejó de ellos cada vez más,
creyéndoles incapaces o pérfidos, peligrosos de todas maneras en la
crisis que se veía venir.
Confirmaron en la revisión el sacrificio que habían hecho ya al
excluirse de la diputación y de todos los empleos. Sin razón se les
censuró por ello, pues no tenían posibilidad de obrar de otro modo.
Comprendían que todos desconfiaban de ellos y no podían hacer nada
malo ni bueno.
Presentada la Constitución al rey, fue aceptada por éste el 13 de
Septiembre. Los emigrados sostenían que se deshonraría el rey; Burke
escribió a la reina que debía negarse y antes morir. La dureza de aquellos
buenos amigos, de aquellos servidores fieles, que lejos de todo peligro,
tranquilos en los salones de Londres o de Viena, querían que se
inmolase y la imponían la muerte, produjo en la reina vivo sentimiento.
No era este el parecer de Leopoldo ni el del príncipe de Kaunitz. Barnave
y los constitucionales suplicaban también al rey que aceptase, y lo hizo
con una reserva notable, declarando que no veía en aquella constitución
medios suficientes de acción ni de unidad. «Puesto que las opiniones
sobre este particular están divididas, consiento en que sea la experiencia
el único juez.» Esto era aprobar sin aprobar, reservándose el esperar
como testigo inerte y mal dispuesto, los choques que sufriría la máquina
próxima a desarticularse.

733
Hubo fiestas en París. La familia real fue agasajada en las Tullerías,
en los Campos Elíseos y recibida en el teatro por una gran parte de la
población, con alegría y con emoción. Alegría inquieta, llena de alarmas.
En todas las fisonomías se leía el mismo pensamiento: «¡Ah, sí se
acabara la revolución! ¡si pudiéramos ver al fin en este día el término de
nuestros males! »
Lejos de concluir, empezaban entonces. Mientras el rey y la reina,
con más libertad ya, veían secretamente a Barnave y consultaban con
él, entrando en cierto modo en tratos con la revolución, los sacerdotes,
por toda la Francia, habían organizado el primer acto de la guerra civil
en nombre de Dios y del rey.
No conozco en la historia nada más triste que aquellas entrevistas
nocturnas de Barnave con el rey y con la reina, tal como las refirió la
camarera que abría la puerta al diputado. Esperaba horas enteras en una
puerta excusada de los entresuelos, con la mano sobre la abierta
cerradura. Un día, temiendo la reina que Barnave guardase peor el
secreto si le veía compartido con una camarera, quiso encargarse en
persona de aquella comisión, y estuvo de guardia ella misma. ¡Extraño
espectáculo ver a la reina de Francia, aguardando por la noche, con la
mano en el pestillo!... ¡Y qué es lo que esperaba! Reina caída, esperaba
el auxilio de un orador no menos caído, impopular, y que ya no podía
nada. La muerte aguardando a la muerte y la nada a la nada.
La fuerza de la monarquía estaba en otra parte, en la hoguera
fanática que los curas, con un vasto plan de incendio, encendían y
atizaban por todas partes. La Francia parecía una casa cerrada que arde
por dentro; el incendio brota en lugares distintos con signos diferentes:
aquí un resplandor siniestro; más arriba el humo, abajo la brasa.
En Bretaña, por ejemplo, los curas, nombrados alcaldes el 89,
continuaban siendo alcaldes de hecho, magistrados de la Revolución.
No había manera de organizar las nuevas municipalidades. Una fuerza
inmensa de inercia, un profundo y hostil silencio en todo el país, una
ansiedad manifiesta.
En la Vendee cada señor se había hecho nombrar comandante de
la guardia nacional, y su administrador era con frecuencia el alcalde. El
domingo, después de misa, los aldeanos les preguntaban: «¿Cuando
empezamos?» Precisamente en Junio, hacia la época en que ocurrió la
fuga a Varennes, habían visto volver a muchos emigrados con la
esperanza de un gran movimiento.
Uno de ellos, el joven y devoto Lescure, creía que volvía para
batirse por el rey y por la religión, y le casó su familia dando la

734
casualidad de que la tía de madama Lescure (después Larochejaquelein)
había enviado desde Roma una dispensa que se necesitaba. La dispensa
decía que el matrimonio no podía celebrarse más que con la asistencia
de un cura que se hubiera negado a jurar. Aquel fue uno de los primeros
documentos en que el Papa consignó por escrito su decisión. Muchos
sacerdotes que habían jurado ya se retractaron inmediatamente.
Pero mucho antes de que el Papa se declarase en este sentido, era
ya conocido y comprendido su pensamiento; los agentes del clero
obraban con habilidad y misterio; agitaban el pueblo por abajo. En la
Mayenne, por ejemplo, nada se traslucía todavía, pero a veces en los
claros de los bosques se encontraban reunidos mil o dos mil aldeanos.
¿Por qué causa? Nadie hubiera sabido decirlo.
El zapatero Juan Chouan no silbaba todavía a sus pájaros
nocturnos. Bernier no predicaba aun la cruzada en Anjou. Cathelineau
era todavía un buen trajinero, honrado y devoto, que se ocupaba al
mismo tiempo de su pequeño comercio y de los negocios del partido.
Sin embargo, en medio de aquella tranquilidad, a pesar de las
recomendaciones para aplazarlo y esperar, había hombres impacientes,
manos imprudentes, vivezas irreflexivas. Cerca de Angers, por ejemplo,
fue asesinado a puñaladas un clérigo de los que habían jurado. En
Chalons, los furibundos asaltaron el presbiterio para asesinar al cura. En
Alsacia no empleaban el hierro contra los curas ciudadanos; azuzaban
contra ellos a los perros para que les devorasen.
Todas las noches en las iglesias a obscuras, se cantaba, con los
cirios apagados, ante una turba palpitante, el Miserere por el rey, con un
cántico en el que se ofrecía a Dios que recibirían a tiros a los intrusos.
Él cántico y todas las órdenes a que obedecía el clero de Alsacia,
emanaban de la otra orilla del Rhin, donde el cardenal del collar, el
famoso Rohan, convertido en santo y mártir, trabajaba por la guerra
civil, sin peligro y a su sabor.
En Calvados Fauchet había sido castigado cruelmente por su
insensato esfuerzo para reconciliar la revolución con el cristianismo; su
elocuente palabra fue acogida con el insulto y las risotadas. En Caen, la
audacia de los curas y de las mujeres, sus fieles aliadas, llegó hasta el
punto de que aquéllas, furiosas, en pleno día, en una ciudad llena de
tropas y de guardias nacionales, intentaron dar muerte al cura de San
Juan, descolgando la cuerda de la lámpara del coro para ahorcarle sobre
el altar.
¿Qué persecución era la que excitaba tales furores? ¿Dónde estaba
el tirano, el Nerón, el Diocleciano contra el que se insurreccionaban?...

735
Los papeles estaban cambiados desde el tiempo de los mártires; los
santos de entonces sabían morir, pero éstos sabían matar. Es preciso
que se sepa:
1. Que la Asamblea no había exigido ningún juramento a los
sacerdotes sin funciones, que eran más de la mitad del clero. Monges,
canónigos, beneficiados simples, abades de todas especies, cobraban
sus pensiones; el Estado no les pedía nada.
2.° El juramento que se pedía a los curasen ejercicio, no era en
manera alguna un juramento especial a la constitución civil del clero,
sino un juramento general «de ser fiel a la nación, a la ley y al rey y de
mantener la Constitución». Este juramento, puramente cívico, es el que
el Estado puede pedir a todo funcionario, el que la patria puede exigir a
todo ciudadano.
Es verdad que en estas palabras generales la ley, la Constitución,
estaba comprendida implícitamente la constitución civil del clero, lo
mismo que cualquiera otra ley. ¿Qué ordenaba esta constitución del
clero? Nada relativo al dogma. Nada más sino una mejor división de las
diócesis y el restablecimiento de la elección en la iglesia, la vuelta a la
forma antigua.
La oposición del Papa y-del clero era la de la novedad contra la
antigüedad cristiana renovada por la Asamblea.
¿Y esta Asamblea, este tirano qué tormento aplicaba a los curas
que se negaban a prestar el juramento cívico, a los que declaraban que
no querían obedecer las leyes? La única pena era el pagarles sin que
hicieran nada, les conservaba su sueldo; no les rebajaba su pensión a
pesar de que no trabajaban y eran enemigos.
Pero no era esto solo: por un respeto excesivo a la libertad de
conciencia, dejaba libre el acceso al altar a aquellos enemigos de la ley,
tenía siempre abierta la Iglesia que ellos habían abandonado por su
voluntad permitiéndoles que dijeran misas, de suerte que los
ignorantes, los simples, los esclavos de la costumbre no fuesen
atormentado por sus escrúpulos y pudiesen oír todas las mañanas a su
cura que maldecía de la ley que le pagaba y de la demasiada clemencia
de la Asamblea. Hay que reconocer que los curas ciudadanos
demostraron durante largo tiempo una paciencia más que evangélica
respecto de los que predicaban contra ellos la asonada y el asesinato.
No sólo tenían a su disposición las iglesias, sino que compartían con
ellos los ornamentos y vestiduras sacerdotales. El sabio y modesto
d'Espilly, obispo de Quimper, les animaba para que continuasen el culto.
Gregoire les amparaba y protegía en Blois. Otro obispo, como veremos

736
más adelante, les defendió en la Asamblea legislativa con admirable
caridad. Uno de los verdaderos sacerdotes de Dios escribía el 12 de
Septiembre para prevenir las medidas de rigor que se temían en el
Oeste: «Las llagas de la religión sangran... Nada de violencia, os lo
suplico. La dulzura y la instrucción son las armas de la verdad.»
Estas virtudes eran inútiles. Era preciso que la oposición entre los
dos sistemas se mostrase en toda su desnudez. Por grande que sea la
elasticidad del cristianismo para adoptar exteriormente las formas de la
libertad, su principio íntimo, inmutable, es el de la autoridad. El fondo
de su esencia, según su leyenda es la libertad perdida en la gracia, el
libre albedrío del hombre y la justicia de Dios anegados al mismo tiempo
en la sangre de Jesucristo.
La iglesia del 91 se mostraba francamente tal como era,
representante de la autoridad y adversaria de la libertad. Y como tal,
pedía el restablecimiento completo de la autoridad real. Se interceptó é
imprimió una carta de Pío VI, que creyendo que Luis XVI se había
escapado le felicitaba por haber recobrado la plenitud del poder
absoluto.
El crimen de la Asamblea consistía en haber desconocido a la vez
a los dos lugartenientes de Dios, a sus vicarios el rey y el Papa; en haber
negado con la infalibilidad papal y real, la doble encarnación pontificia y
monárquica.
Aquí estaba el fondo de la cuestión, una, idéntica, de tal modo que
los que más trabajaban en favor del rey eran los que creían que solo
trabajaban por los curas.
Nada puede dar idea de la sorda y violenta persecución de que era
víctima la Revolución, a pesar de que aparecía como vencedora.
Entonces pudo verse cuán limitado es el terreno de la acción legal
comparado con las mil diversas actividades que escapan a las miradas y
a las previsiones de la ley. La sociedad realista y devota parece que decía
tácitamente por doquiera a los partidarios de las nuevas ideas: «¡Que
ellas te protejan!... ¡La ley es para ti, guárdala!» Al trabajador sin trabajo:
«¡Para ti la ley, amigo mío; que la ley te alimente!» Al pobre: «¡Que la
ley te ampare!» Al comerciante: «¡Que te compre la ley! ¿Te deja morir?
¡pues muere!»
¡Cuántos matrimonios próximos a realizarse fueron
violentamente deshechos! ¡cuántas familias enemistadas de muerte! ¡y
cuantas veces se renovó la historia de los Capuleti y Montechi, el eterno
obstáculo de odios entre Romeo y Julieta!... Los matrimonios estaban
divorciados. La mujer, a la media noche, descalza, abandonaba el lecho,

737
mejor dicho, el techo conyugal. Los hijos, llorando, en vano corrían en
su busca...
El domingo, mientras la iglesia estaba abierta de par en par, se iba
a buscar a dos o tres leguas de distancia su iglesia, en una granja o en
un erial, donde ante una vieja cruz decía el cura rebelde su misa de odio.
No puede formarse idea de cómo se exaltaba la imaginación de aquellas
pobres criaturas, llegando a veces hasta el furor, al soplo del demonio
del desierto. En no sé qué aldea del Perigord, una banda de aquellas
mujeres se armó con hachas una mañana, corrió a una de las iglesias
suprimidas, rompió las puertas y tocó a arrebato. Acudió la guardia
nacional, las desarmó y las trató con blandura; de trece que fueron
detenidas, doce estaban embarazadas.
Una hábil instrucción (del 31 de Mayo del 91) que desde la Vendee
circuló por toda la Francia, enseñaba a los curas la mecánica del
fanatismo para embrollar las ideas, enloqueciendo a hombres y mujeres.
Aquel documento fue discretamente repartido por todas partes por las
hermanas de caridad del país, agentes peligrosas que de hospital en
hospital y mientras curaban a los enfermos propagaban la horrible
enfermedad de la guerra civil. El punto principal de la instrucción era el
establecer un severo cordón sanitario entre los juramentados y los que
no lo eran, una separación que amedrentase al pueblo ante el temor de
la peste espiritual. En los entierros, sobre todo, se extremaba la nota
dramática. En la casa mortuoria, con las puertas y balcones cerrados,
entraba el cura santo por la noche, decía la plegaria de los muertos y
bendecía al difunto en medio de la familia arrodillada. Se permitía que
esta llevase el muerto a la iglesia; llena de repugnancia y de horror se
detenía en el umbral, y en cuanto se presentaban los curas
constitucionales para apoderarse del cadáver, huían los parientes
llorando, dejando con desesperación al muerto para que le rezasen las
oraciones malditas.
Más adelante la instrucción secreta no les permitió ya ni llevarlos
a la iglesia. «Si el antiguo cura no puede enterrarlo, decía, que lo
entierren secretamente los parientes o amigos.» ¡Autorización
peligrosa, impía y salvaje! La horrible escena de Yung, obligado a
enterrar el mismo a su propia hija durante la noche, llevando su cuerpo
helado entre sus temblorosos brazos, cavando la fosa para ella,
cubriéndola de tierra (¡qué dolor!), aquella escena se renovó muchas
veces en las aldeas y en los bosques del Oeste!... Y se renovaba con un
aumento de horror. Aquellos hombres sencillos temían que el pobre
muerto así enterrado por manos laicas y sin sacramentos se perdiera

738
por toda la eternidad, y a partir de aquella noche empezara para su alma
infortunada la noche de la condenación eterna.
¿Quién era responsables de estos horrores? ¿La dureza de la ley?
¿La intolerancia de la Asamblea? De ningún modo. No había impuesto
ningún sacrificio a las creencias religiosas.
No, no es intolerancia de lo que se puede tachar aquella gran
Asamblea. Lo que debe censurarse en ella es el haber descuidado, al dar
la ley, todos los medios-de educación, de publicidad que podían hacerla
comprensible; que podían disipar en el espíritu de las gentes, las
sombras de ignorancia, que se propalaban con intención, aclarando las
fatales ambigüedades qué servían de armas al clero.
Lo más frecuente era el confundir las dos acepciones de la palabra
constitución, suponiendo que el juramento cívico de obediencia a la
Constitución del Estado era un juramento religioso de obediencia a la
constitución civil del clero. Confundiendo hábilmente las dos cosas
acusaba el clero a la Asamblea de una intolerancia bárbara. Aun hoy,
muchas personas no saben distinguir j hacen de aquella palabra mal
comprendida un cargo grave contra la Revolución.
Los aldeanos de la Vendee y de Deux-Sevres quedaron muy
sorprendidos cuando les fue esto explicado por los comisarios civiles
Gensonne y Gallois en Julio j Agosto del 91. Aquellas pobres gentes no
cerraban por completo los oídos a la voz de la razón, j les produjo gran
satisfacción el que los comisionados les repitieran las instrucciones de
la Asamblea. «La ley no quiere de ningún modo tiranizar las conciencias;
cada cual es libre de oír la misa que quiera y de elegir al cura de su
confianza. Todos son iguales ante la ley, que no les impone más
obligación que la de soportar mutuamente la diferencia de sus opiniones
religiosas y que vivan en paz» Estas palabras conmovieron a la multitud
honrada y confiada; confesaron arrepentidos las infracciones de la ley
que podían reprocharse, prometieron, respetar al sacerdote autorizado
por el Estado y se despidieron de los comisarios civiles «con el alma
rebosando paz y tranquilidad», felicitándose de haberles visto.
¡Ay! aquel excelente pueblo no pedía más que luz. Constituirá un
reproche eterno para el clero el haberle rodeado bárbaramente de
tinieblas, convirtiendo en una cuestión religiosa una cuestión exterior
ajena al dogma, simplemente de disciplina y política; torturando
aquellas pobres almas crédulas; endureciendo y depravando por el odio
a una de las mejores poblaciones, haciéndola bárbara y sanguinaria.
Y también será reprochable a la Asamblea constituyente el no
haber sabido que un sistema de legislación es siempre impotente si no

739
se da al mismo tiempo un sistema de educación. Hablo, como se
comprenderá fácilmente, de la educación de los hombres aún más que
de la de los niños.
La Asamblea constituyente, última expresión del siglo diez y ocho,
dominada como él por una tendencia abstracta y escolástica, se
preocupó mucho de las fórmulas y no tuvo noción de todos los
intermediarios que separan la abstracción de la realidad. Aspiró siempre
a lo general, a lo absoluto; pero estuvo enteramente desprovista de esa
cualidad esencial del legislador que yo llamaría de buena gana el sentido
educativo. Este sentido permite la apreciación de los grados, de los
medios varios por los cuales puede hacerse una población apta para
recibir la ley. Sin estos medios previos, aquella no hace más que
trastornar las almas; la ley no puede nada sin la fe, la supone. ¿Pero y la
fe quién la siembra, la prepara y la hace antes? La educación.
Permítaseme reproducir aquí lo que be dicho y publicado en mi
Curso (3 y 10 de Febrero de 1818): «Nuestros legisladores consideraron
la educación como un complemento de las leyes, aplazando para el fin
de la Revolución aquella, cuando era precisamente por donde debían
haber empezado. Una vez establecido el símbolo político, la declaración
de los derechos, necesitaban las leyes por base, hombres vivos, hacer
hombres, fundar, constituir el nuevo espíritu por todos los medios
diferentes, asambleas populares, diarios, escuelas, espectáculos,
fiestas, aumentar la revolución en sus corazones, creando de este modo
en todo el pueblo el sujeto vivo de la ley, de suerte que la ley no se
adelantase al pensamiento popular, que no llegase como una extranjera
desconocida, incomprensible, sino que encontrase la casa preparada, el
hogar encendido, la impaciente hospitalidad de los corazones
dispuestos a recibirlo.»
«No estando la ley de ningún modo preparada, ni aceptada desde
luego, pareció esta vez, lo mismo que las antiguas leyes, que venía a
sustituir, que caía duramente desde arriba. Esta ley, por muy Humana
que fuese, se presentó a las poblaciones sorprendidas como un yugo,
como una necesidad. Quiso entrar por la fuerza en un terreno en el que
no se había abierto previamente el surco, y se quedó en la superficie»
No solamente fue estéril, si no que obró precisamente en sentido
contrario de lo que se proponía, No solamente no hubo educación, sino
que hubo una contra-educación, una educación en sentido inverso, que
produjo dos efectos deplorables.
Aquellas almas crédulas, asustadas por los terrores del mundo
nuevo, se hicieron inhumanas en proporción de sus temores. Se

740
endurecieron, no apreciaron lo más mínimo la vida del hombre, la
efusión de sangre. ¡La muerte no era bastante para vengarse de un
enemigo que exponía las almas al peligro de un infierno perpetuo!
Además, la exaltación fanática, que parecía que debía hacer las
conciencias escrupulosas y meticulosas, produjo, por el contrario, el
efecto de arrebatarlas todo escrúpulo, haciéndolas perder de vista los
motivos interesados y personales que con frecuencia les hacía hostiles
a la Revolución, de modo que creyeron que odiaban con odio
desinteresado, no por el perjuicio material que les producía, sino
únicamente por Dios. El vendeano, por ejemplo, que colocaba en casa
de su señor todo el dinero que obtenía de la crianza del ganado y veía a
su noble deudor arruinado o emigrado, cogía el fusil; ¿por qué? ¿por qué
perdía aquel dinero? no (decía él), sino para que le devolvieran a sus
buenos curas. El Bretón que pensaba en hacer curas a uno o a varios de
sus hijos tenía contra la Revolución un motivo temporal de odio; pero
su sombría exaltación religiosa le persuadía de que no aborrecía al
nuevo orden de cosas más que por el ultraje hecho a la iglesia, por su
Dios perseguido, desterrado a los desiertos eriales sin más abrigo que
el cielo.
He aquí como el espíritu de resistencia no se conocía bien a sí
mismo, mezclado fuertemente el fanatismo con el interés. Uno solo de
aquellos dos móviles hubiera podido, ceder; el fanatismo hubiera
desaparecido a la larga ante las nuevas luces, el interés acaso se hubiera
inmolado por la conciencia. Pero así mezclados, confundidos,
engañándose mutuamente, eran indestructibles.
Parecía que el entusiasmo revolucionario había de durar menos
que el fanatismo católico y realista. Tenía por objeto ideas nuevas y no
se ligaba como el otro a todo un sistema de costumbres y de rutinas,
envejecido con el hombre, trasmitido con la vida, con la sangre. Varias
generaciones, varias clases de espíritus diversos (en la Asamblea
nacional y en la nación entera) habían tenido ya sus momentos de
entusiasmo más o menos largos, y después se habían cansado. Varios
hombres persistían, sin duda; hombres de ardor inextinguible, de
indomable firmeza, y estos debían persistir gloriosamente hasta el fin.
Sin embargo, tales caracteres son siempre en pequeño número. Una
revolución que se apoyara únicamente sobre pocos héroes escogidos se
vería muy comprometida.
Era preciso que la Revolución, si quería durar, se apoyase como la
contra revolución, no exclusivamente sobre los sentimientos que son
tan variables en el hombre, sino sobre la base fija de los intereses, sobre

741
el destino de las familias comprometidas por su fortuna en la causa
revolucionaria, decididamente y sin arrepentirse.
Por esto había pensado la Asamblea constituyente en la venta de
los bienes nacionales. Aquellos bienes eran adquiridos del Estado por
las municipalidades, que los revendían a los particulares. Pero la
operación se hacía con extremada lentitud. Al principio, sin duda con la
mala idea de ahuyentar a los compradores, se pusieron en venta
enormes inmuebles, como los conventos, poco apropósito para usos
particulares. Hasta más adelante no se vendieron las fincas más fáciles
de vender, las más deseadas, los bosques y las tierras.
En general, el aldeano temeroso y astuto, no quería comprar
directamente del municipio. Iba con uno o varios vecinos a buscar a
algún procurador, hombre de negocios, a veces exintendente o
administrador: «¿Hola señor, fulano; por qué no compra usted? ¡Compre
usted! Aquí estamos todos nosotros dispuestos a comprarles algunos
trozos de tal tierra.»
Lo cual, traducido libremente, según la idea real del aldeano,
quería decir: «Comprad. Si vuelven los emigrados seréis ahorcados.
Pero no podrán ahorcar a la multitud de compradores de segunda mano.
Y será una gran casualidad que pueda volver a quitar a tanta gente unas
fincas distribuidas en parcelas imperceptibles.
El exintendente o administrador no respondía nada y movía la
cabeza. Generalmente compraba sin darse mucha prisa en revender;
quería ver venir las cosas. Si triunfaba la Revolución, guardaba o vendía
al detalle y hacía fortuna; si era la contrarrevolución la que prevalecía,
tenía su excusa preparada: «He comprado las fincas para consérvalas
para su dueño legítimo.»
Pero los hombres más atrevidos, más independientes, y eran en
mayor número, los hombres comprometidos en la Revolución no
vacilaban en arriesgarlo todo a un capricho de la suerte. Sólo les detenía
una cosa, y era que a pesar de todas las facilidades que daba a los
adquirentes la Asamblea nacional, estaba muy próximo el término de
los primeros pagos; no tenían tiempo para hacer las tres operaciones
que habían ideado: comprar, encontrar subcompradores, revenderlos y
recibir de ellos alguna porción del precio para ayudar al pago del primer
plazo.
Para los contrarrevolucionarios era un motivo de alegría el ver que
la gran operación ofrecida con tantas facilidades se retrasaba y
abortaba. Un día que decían á Mirabeau: «No los venderéis jamás,
vuestros bienes nacionales...» les replicó: «No importa: los daremos.»

742
El 24 de Marzo de 1891 no se había vendido más que por valor de
unos ochenta millones. La Asamblea concedió una prórroga a los
compradores hasta Mayo. La prórroga era insuficiente; lo comprendió
así el 27 de Abril y amplió el plazo por ocho meses hasta Enero del 92.
Esta hábil medida produjo un efecto incalculable; ninguna otra, en
aquella época, contribuyó más a salvar, a robustecer la Revolución. ¡En
cinco meses, cosa prodigiosa! llegó la venta a ochocientos millones; de
suerte que el 26 de Agosto, el comité en su informe a la Asamblea
declaró que han adjudicado en total de bienes nacionales por valor de
un Millar! Ninguna de las ventajas ofrecidas hasta entonces había
bastado para que les comparasen. Estaban libres de toda hipoteca legal,
francos de todo censo, de todo derecho de traslación, libres de todas
deudas, rentas constituidas y fundaciones.
Todo esto no había sido suficiente para dar impulso a la venta. La
mano muerta, aquel encanto fatal que durante tantos siglos había hecho
aquellos bienes muertos en efecto, inertes y con frecuencia
improductivos, parecía que pesaba sobre ellos todavía. Una cosa rompió
el encanto, devolviéndoles el movimiento, subdividiéndoles, circulando
de mano en mano, y fue prórroga de los nueve meses, que daba facilidad
de revender, de detallar, dando tiempo para cobrar algo de los
subadquirentes.
La declaración de Pilnitz, la amenaza solemne de los reyes a la
Revolución, está fechada el 27 de Agosto de 1791, y el 26 del mismo
mes, al anunciar el informe del comité de enajenación el hecho tan grave
del impulso que había tomado la venta, llegando ya hasta el millón, hace
prever que la Revolución no puede retroceder, que no solamente será
violenta, sino firme y profunda, que no ataca la superficie del país, sino
el fondo y lo más profundo: hagan lo que quieran los reyes, será para
siempre irrevocable e invencible.
¿Porque qué es lo que significaba aquella venta? Que una multitud
de hombres habían comprometido su fortuna en la causa revolucionaria:
más acaso que su fortuna, su vida, y más aún que su vida el destino de
sus familias.
No estaba exento de peligro el 91 el comprar aquellos bienes. El
sarcasmo, las lujurias, las amenazas secretas no faltaban al comprador.
En las grandes ciudades sufría menos, porque allí se conoce poco a los
vecinos; pero en las pequeñas, su situación era casi intolerable. La
superstición, el odio, la malicia universal, les encerraba, por decirlo así,
en un círculo maldito. Todo lo malo que pudiera suceder era un castigo
del cielo. ¿Estaba enfermo su hijo? Castigo. ¿Abortaba, su mujer?

743
Castigo. Si tenía él algún accidente todo el mundo alababa a Dios. En
una ciudad a treinta y tantas leguas de París amenazaba ruina el chapitel
de la catedral con peligro para las casas vecinas; la compró un albañil
para derribarla, poco después se cayó de un andamio y se mató; la
ciudad se entregó a una alegría loca.
En medio de la malquerencia universal, los compradores se
aproximaban unos a otros y resistían con fuerza. El haber adquirido
bienes de la nación era señal cierta para que se reconocieran los amigos
de la Revolución, los que habían embarcado su vida y su fortuna en el
bajel de la República, confiándose a su buena estrella, y queriendo
prosperar o perecer con ella.
El choque del 21 de Junio, el asunto de Varennes, las amenazas
del extranjero pusieron a prueba su fe robusta en los destinos de la
Revolución. No se conmovieron, ni pestañearon. El mismo 21,
compraron muy caras tres casas del cabildo de Nuestra Señora de París.
De igual manera, los romanos sitiados pusieron en venta y vendieron
tan caro como si hubieran estado en plena paz el terreno sobre el que
acampó Aníbal a las puertas de Roma.
Los directores de la Asamblea en el movimiento realista que
trataban de imprimir vieron sin duda con inquietud aquel entusiasmo
popular por las ventas, revelado de improviso por el informe del 26 de
Agosto.
El mismo comité de enajenación que había redactado el informe
se asustó y retrocedió ante tal éxito. Declaró que abdicaba sus funciones
y pidió que fuesen transmitidas al poder ejecutivo. Proposición
cándidamente revolucionaria. Confiar a un rey devoto el cuidado de
vender los bienes del clero, encargárselo a un ministerio inactivo y
paralítico, era anunciar claramente que no se preocupaban lo más
mínimo de acelerar la operación.
¿Qué indica este súbito retroceso del comité, lo mismo que el de
la Asamblea y su esfuerzo para detenerse o para retroceder? El terror.
Habrán encontrado algún objeto terrible; en el camino por donde
caminaban con seguridad habrán tropezado con la punta de invisible
espada.
Su terror se explica con una palabra. Los Jacobinos se hacen
compradores; los compradores se hacen Jacobinos.
¡Y con qué progreso tan rápido se opera esta doble acción!...
Relacionemos las cifras.
Desde Abril hasta Agosto, venta de bienes nacionales por
ochocientos millones. La venta total es de un millar.

744
En Agosto y Septiembre creación de seiscientas sociedades
jacobinas. Añádanse las cuatrocientas antiguas y son mil en total a fines
de Septiembre.
Y estas sociedades son menos temibles aún por su multiplicación
que por su nuevo carácter. Pierden lo que al principio tenían de
académicas, de filosóficas y se hacen más serias, más ásperas, con
tendencias violentas al fin que persiguen. Rechazan a los moderados, a
los revolucionarios tibios, a los hombres cansados ya de la revolución y
en su lugar admiten dos clases de hombres exaltados.
Hombres de negocios y de interés, comprometidos a muerte en la
peligrosa explotación de los bienes nacionales se realzaban a sus
propios ojos por el fanatismo, vigilaban con ojos de lince la trama
embrollada de la Revolución y ponían al servicio de la causa las ideas de
perseverante aspereza del especulador comprometido.
Por otra parte, los puros, los ardientes patriotas en los que las
ideas habían precedido al interés y le dominaron siempre se sometían a
condiciones sin las que hubiera perecido la Revolución. Contra la
inmensa y tenebrosa intriga de los curas, aceptaban la necesidad de la
inquisición jacobina, y al mismo tiempo, como otro medio de salvación,
la adquisición de los bienes eclesiásticos. Comprar, dividir y subdividir
los bienes del clero, era hacer la guerra más mortal para la
contrarrevolución. Muchos compraban con verdadera furia y se creían
tanto mejores ciudadanos cuanto más compraban. Les seducía el
peligro de la operación y el odio que sobre ella se quería acumular.
Querían perecer si era preciso con la Revolución y se enriquecían con
ella; nuevos Curtius se precipitaban en el golfo de la fortuna.
Varios compraban por cumplir un deber. El honrado y austero
Cambon hizo constar el 96 que habiendo empezado a negociar con 6.000
libras de renta tenía 3.000 cuando liquidó. Había creído cumplir como
buen patriota comprando una finca nacional, cerca de Montpellier; más
tarde se casó en París con una mujer cuyo dote consistía también en
bienes nacionales.
Así se formaba una base sólida para el nuevo sistema, una masa
de hombres ligados por el dogma y por el interés, fundando su
patriotismo en la tierra y en la idea, teniendo un doble interés en la
Revolución, todo en ella y nada fuera de ella. Núcleo fijo y firme
alrededor del cual el hombre de imaginación, el hombre de sensibilidad,
el entusiasmo noble iba y venía. Uno era fanático seis meses, otro un
año, éste se detenía y aquel otro iba aún más lejos.

745
Estos flotaban como las ondas; pero aquellos eran el barco. Sabían
bien que no tenían más puerto que aquel en que abordase la Revolución.
De aquí la unión que demostraron, su docilidad extremada hacia
los que se encargaron del timón. Aquel gran cuerpo heterogéneo,
movido a la vez por la patria, por la exaltación, por el interés, se mostró
en medio de su violencia, admirablemente disciplinado. El individuo se
conducía Como hace durante la tempestad el que quiere salvar su vida;
lo cree todo, lo hace todo, no discútela maniobra ni cuestiona con el
piloto.
El momento preciso en que nos encontramos, el otoño del 91, es
el momento decisivo en que la gran asociación de compradores y de
patriotas va a influir sobre la gente de los campos.
Momento grave. El 90 recibió el aldeano el primer beneficio
revolucionario, la abolición de los diezmos y de los derechos señoriales,
recibido con viva alegría y sin reservas.
El 91, la Revolución se dirige a él y le ofrece los bienes de la Iglesias
Aquí duda, lo piensa; su mujer tiene miedo y: no duerme; se; endiabla
entre ellos un diálogo que dura de día y de noche; El, aquel bravo
trabajador, mucho más escrupuloso de lo que generalmente se cree,
jamás lo hubiera tomado por su propia iniciativa; bien lo ha demostrado
¡gran Dios! durante tantos siglos con su larga y milagrosa paciencia.
Pero ahora razona, comprende que aquellos bienes que en otro tiempo
dieron los pobres a la Iglesia, puede (excepción hecha de lo necesario
para el mantenimiento de la Iglesia) volver al pobre, si así Io quiere la
ley. Por otra parte, no vuelven gratuitamente, aquellos bienes no los
dan, los venden, y su precio sirve para los más sagrados fines, para
extinguir el déficit, para cumplir los compromisos del Estado, para
defender y salvar la Francia.
Esto no es un acto inaudito y sin precedentes. Es la continuación
legítima del gran movimiento, iniciado en lo más profundo, de-la edad
media: la compra perseverante de la tierra por el que la trabaja, himeneo
sagrado, legítimo de la. tierra y del labrador. Digo legítimo. ¡Ah! cuán
propiamente aplicada se encuentra la palabra en este caso... Jamás
pidió que se le diera gratis la tierra; constantemente, por obstinados y
sobrehumanos esfuerzos, ganó con su ahorro aquel objeto de todas sus
ansias, de su fiel pasión. Empleó para obtenerla la constancia del
patriarca, sirviendo siete años por Lía y otro siete más por Raquel.
Este progreso hacia la adquisición honrada y legítima de la
propiedad fue, ya lo hemos hecho notar en otra parte, bárbaramente
interrumpido varias veces en el siglo diez y seis por los señores de la

746
segunda época feudal, en el diez y siete por los señores de las
antecámaras.
Gracias a Dios, la Revolución, la buena madre del aldeano acaba
de romper la valla, comienza de nuevo. el movimiento y ya no se
detendrá.
En 1738, un filósofo francés que había consultado sobre este
particular a varios intendentes hace notar que en nuestras provincias
«casi todos los jornaleros tienen un jardín o algún pequeño trozo de viña
o tierra.» Pues bien: el primer objeto de la Revoluciones extender y
aumentar aquel jardín, facilitando su adquisición al trabajador honrado.
De este modo es a la vez bienhechora, amiga y salvadora de todos,
conmoviendo de una manera pasajera el mundo para proporcionarle la
paz.
Invitando al aldeano con la adquisición, desposándole con la tierra,
le dio la vida en otro sentido la Revolución. La manera más general, la
más natural que empleó para procurarse el dinero necesario, fue
husmeando una dote y tomando esposa. El matrimonio es la única
ocasión que puede aprovechar el aldeano joven para obligar al viejo á
que toque sus economías buscando algunos de los escudos que tiene
escondidos. Aquel fue el principio de un gran número de familias
agrícolas; principio respetable puesto que fue fundado por la fe que puso
el aldeano en la Revolución, en la solidez de la prenda que ella le daba.
Y he aquí como se hizo nuestra Revolución, sólida, duradera,
eterna, detenida muchas veces en su curso, vuelve siempre a andar y
continúa su movimiento. Es porque ya no descansa solamente sobre el
movible suelo de las ciudades, que sube y que baja, que construye y que
derriba. Se apoya en la tierra y en el hombre de la tierra. Ahí está la
Francia durable, menos brillante y menos inquieta, pero sólida, la
Francia en sí. Nosotros cambiamos, ella no cambia. Sus razas son las
mismas desde hace muchos siglos; sus ideas parecen las mismas; pero
la verdad es que adelantan por un trabajo insensible y latente, como se
verifican todos los cambios en las grandes fuerzas de la naturaleza no
sobreexcitadas por la pasión que usa y que devora.
Esta Francia dentro de cien años, de mil años, estará entera y
fuerte; irá, como hoy, cuidando y trabajando su tierra mucho tiempo
después de que nosotros, población efímera de las ciudades, hayamos
desaparecido olvidados nuestros sistemas y nuestros huesos.
Una palabra, una última palabra acerca de la Asamblea
constituyente: la habíamos casi olvidado. Ella misma en sus últimos
momentos parece que se abandonó y se olvidó también.

747
Declara que aplaza los dos cimientos profundos, esenciales, sin los
que su obra política queda en el aire, vacilante, próxima a caer: la
educación y la Ley civil.
No se atreve a tomar ninguna resolución referente a los curas y ni
siquiera escucha el informe instructivo y prudente que han hecho sus
comisionados en la Vendee. Hace contra el papa lo que nuestros reyes
hicieron varias veces.
Ya nos ocuparemos de esto.
En su penúltima sesión (29 de Septiembre) quiere tratar con rigor
a los clubs y les prohíbe las peticiones colectivas, les permite discutir
«sin pretender que inspeccionen a las autoridades legales.» Prohibición
inútil; aquellas autoridades vacilantes e impotentes, como imágenes de
la Asamblea, no oponían ninguna resistencia a los enemigos de la
Revolución; era preciso dejarla que pereciese o que la salvasen los clubs.
La instrucción que se unió al decreto, reservada, tímida, llena de
elogios para los clubs, expresa el deseo de que no tengan
correspondencia, de que sus actos no trasciendan de su recinto. Pero el
decreto no se atreve a decir que les prohíbe las afiliaciones y era
entonces precisamente cuando se afiliaban las mil sociedades jacobinas,
seiscientas de las cuales acababan de nacer.
De modo que la Asamblea no se atreve a intentar nada decisivo
contra las dos grandes conjuraciones que se disputan la Francia, la de
los curas y la de los Jacobinos. Se calla respecto de la primera y riñe a
la otra muy suavemente, la amenaza halagándola, tímidamente, en voz
baja. Parece que habla ya con la voz débil de los moribundos.
El 30 de Septiembre, al levantar el rey la sesión lamentándose de
que ya no pudiera continuar, dirigió el presidente Tohuret estas palabras
al pueblo allí presente: «La Asamblea constituyente declara que termina
sus sesiones y que ha cumplido su misión.»

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CAPITULO XXIV
El primer entusiasmo por la guerra. —Apertura de la Asamblea
legislativa (Octubre del 91).

El primer entusiasmo por la guerra. —Vacilaciones de los políticos y de los militares.


—El mundo llamaba a la Francia. —Odio de 'os reyes a la Francia —Madama Lamballe en
Inglaterra. — Inglaterra y Austria querían adormecer y enervar a Francia. —Suicidio universal
de los reyes en el siglo diez y ocho —El pensamiento íntimo de Austria y el pensamiento íntimo
de la reina. —Reinado y caída de Barnave (Septiembre-Noviembre del 91)—Violencia interior
del rey, de su hermana y de su hija. —El rey no quería ir a los emigrados —Estaba dominado
por los curas. —Su poder —Los curas amenazados en París, eran omnipotentes en las provincias
—Francia comprende que el rey es su enemigo. - Apertura de la Asamblea legislativa —Aparición
de los Girondinos —Discusión entre el trono y la Asamblea. —Discusión relativa a los curas y
a los emigrados —Respuestas hostiles de las potencias. —Noticias del desastre de Santo
Domingo. —Noticias de la matanza de Avignon.

La nueva Asamblea elegida bajo la impresión del peligro público,


debía llamarse no legislativa, si no Asamblea de la guerra.
El asunto de este y de algunos de los capítulos siguientes es el
descubrimiento progresivo de esta verdad demasiado cierta: Que el rey
es el enemigo, el centro (voluntario o involuntario) de todos los
enemigos interiores y exteriores. También en ellos se estudiará la
salvación e Francia el 10 de Agosto por la caída del trono.
La Francia que lee, habla y discute, aunque había malgastado
mucha palabrería, se preocupaba poco de la acción y prefería no ver los
peligros de la situación e ingeniándose en engañarse a sí misma se
esforzaba en creer que no llegaría la guerra.
Pero la Francia que no lee (es decir casi toda la nación), la que
habla menos, la que trabaja, como no tenía los mismos motivos para
hacerse ilusiones, no imaginó que la cosa pudiera ser puesta en duda;
creía en la guerra desde hacía mucho tiempo, creyó más firmemente en
su posibilidad y se preparó para ella.
Desde lo de Varennes pedía fusiles y a falta de ellos se dedicó
desde Enero a forjar picas.
La impresión de la fuga del rey, su deserción al enemigo, aquel
hecho importantísimo, aquel hecho capital de una significación decisiva,
pudo obscurecerse para el público ocioso y hablador que solo se ocupa
en las novedades del día; más para la verdadera Francia, trabajadora y
silenciosa, el mismo hecho fue siempre nuevo, presente y amenazador.
Aquella Francia al recoger la cosecha, el fruto de su trabajo no pensó en

749
otra cosa, y si la reja del arado tropezaba en una piedra dificultando la
tarea, fue siempre la misma piedra la que se hallaba en todos los surcos.
No eran lo bastante discretos para pensar: «el emperador es un
filántropo, Catalina una filósofa», y otras vanas razones accidentales y
personales que no cambiaban lo más mínimo la naturaleza de las cosas
ni de las necesidades profundas de la situación. Lo que sabían es que
Francia por su Revolución, única en su clase, se hallaba aislada como un
monstruo, se la miraba con terror; colocada entre los reyes temblando
de odio y miedo y los pueblos apenas despiertos debía pensar ante todo
en procurarse medios de defensa.
Y esto es precisamente lo que hizo. Desde el 89, en el momento
en que nació, se arrojó sobre sus armas. El instinto le hizo comprender
que tenía un enemigo algo desconocido que la amenazaba, a que dio el
nombre de los bandidos y se dedicó a buscarlos de aldea en aldea.
El 90, en las federaciones, al comenzar su armamento pensó en la
liberación de los pueblos, en su confederación universal sobre los
derruidos tronos de los reyes.
El 91 conoció el pacto del rey con los reyes de Europa, comprendió
el peligro que la amenazaba y se armó a prevención.
«Por qué en fin (y este era el razonamiento sencillo, pero sin
réplica del último de los aldeanos): ¿olvidarán los reyes que hemos
puesto nuestra mano sobre la monarquía al detener al rey en Varennes?
¿no se han visto todos cautivos en la persona de Luis XVI? El pueblo, en
toda la superficie de la tierra, es siervo y prisionero del rey; sólo en
Francia el rey es prisionero del pueblo. No hay arreglo posible... Gruñen
todavía sin morder como el perro que va a acometer; necio será el que
espere a que haga presa en su garganta.
A esta voz interior del sentido común respondía admirablemente
la declaración de Pilnitz. Los reyes decían a Francia: «Si, no os engañáis,
ese es nuestro pensamiento.» Y esta declaración no circuló en los
términos ambiguos de la diplomacia; corrió por los campos en la forma
insolente y provocadora de la carta de Bouillé. Cayó como un reto; y
como tal fue saludado con un gran clamor de alegría.
¡Ah eso es lo que pedíamos! Tal fue el grito general. Marsella
desde Marzo del 91 solicitaba marchar al Rhin. En Junio todo el Norte,
todo el Este, desde Givet hasta Grenoble aparece en un momento
erizado de acero. El centro se conmueve. En Arcis de l0.000 varones
parten 3.000. En alguna aldea, en Argenteuil, por ejemplo, parten todos
sin excepción. La dificultad estribaba en que no se sabía á donde
dirigirlos. El movimiento seguía extendiéndose como las vibraciones de

750
un inmenso temblor de tierra. La Gironda escribió comprometiéndose a
mandar en masa todos los varones, 10.000 hombres; el comercio de
Burdeos al que arruinaba la Revolución y los vinicultores a los que
enriquecía se ofrecieron unánimemente.
Una cosa basta para caracterizar aquella época, una frase digna de
eterna memoria. En el decreto de 28 de Diciembre de 91 que organizó
los guardias nacionales voluntarios obligándoles a servir un año, el
castigo con que se amenazaba a los que abandonasen el servicio antes
del año, era que: «durante diez años se verían privados del honor de ser
soldados.»
He ahí un pueblo que se ha transformado. Antes de la Revolución
nada le atemorizaba tanto como el servicio militar. A la vista tengo esta
triste confesión de Quesnay (Enciclopedia, artículo Colono pág. 537):
que los hijos de los colonos sienten tal horror a la milicia que prefieren
abandonar los campos y ocultarse en las ciudades.
¿Qué se ha hecho aquella raza servil que humillaba su cabeza y se
dejaba conducir como bestia de carga? Ya desapareció: hoy son
hombres.
Jamás se hizo labor semejante a la de Octubre del 81; el obrero
aleccionado por el hecho de Varennes y la declaración de Pilnitz pensó
por vez primera, aquilató en su cerebro los peligros que le amenazaban
y vio que querían arrebatarle todas las conquistas de la Revolución.
Estimulado por el ardor guerrero, cuando en el campo trabajaba creía
ver en todas sus tareas actos militares. Labraba a lo soldado,
imprimiendo al arado el paso militar y al aguijonear a sus bestias gritaba
a una: «¡Anda, Prusia!» a la otra «¡Arrea, Austria!» Los bueyes adquirían
la gallardía del caballo, la reja chirriaba contra la tierra, el negro surco
humeaba como si tuviera aliento y vida. Y es que el hombre no
soportaba con paciencia que le perturbasen en su reciente posesión, en
aquel primer momento en que se había despertado en su alma la
dignidad humana. Libre y trabajando en un campo libre si le golpeaba
con el pie sentía debajo de él una. tierra exenta de diezmos y gabelas,
que era ya suya o que lo sería mañana... No más señores: todos señores,
todos reyes, cada uno en su tierra, realizado el antiguo refrán: «El pobre
en su casa es rey.»
En su casa y fuera de ella. ¿Es que ahora la Francia entera no es su
casa? Ayer venía temblando a mendigar justicia ante los Señores como
si pidiera gracia; tenía que pagar primero y después se burlaban de él.
Hoy es el juez él mismo y administra la justicia gratis a los demás. Ved
al aldeano, asesor del juez de paz, miembro del consejo municipal, uno

751
de los nuevos magistrados, elector (había de tres a cuatro millones) si
paga tres jornadas al año. Y quién será el que ñolas pague, quién no será
propietario, al precio a que se da la tierra, ofreciéndose con tantas
facilidades, como si dijera: «Tómame; ja pagarás cuando puedas.»
La primera cosecha bastaba con frecuencia para pagar, o la
primera corta de árboles, o alguna tierra que se revendía, o algo de
plomo quitado de un techo.
Pero no es esto solo, amigo, ya eres un hombre público, un
ciudadano, un soldado, un elector; ya eres responsable. ¿Sabes que
tienes una conciencia que es preciso interrogar? ¿Sabes que ese gran
número de magistrados, incesantemente renovados, obliga a todo el
mundo a que sean magistrados? Esta es en efecto la grandeza de la
Constitución del 91; debilitando el poder público, estrechando poco el
lazo político, restringiendo poco, oprimiendo poco, hace por esto un
llamamiento inmenso a la moralidad individual. Ley generosa y
benévola invita a todos los hombres a ser buenos y prudentes y a confiar
solo en sí mismos. ¿Por su misma imperfección y por su silencio la ley
dices al hombre: no tienes ya en tu razón una ley interior? Sírvete de ella
para suplirme en caso de necesidad y sea ella tu ley... Ya no eres un
mísero siervo que puede confiar a su dueño el cuidado de la cosa
pública: tuja es, y el cumplirla es tu deber. A ti te incumbe defenderla y
gobernarla; y a ti, según tu fuerza, ser la providencia del Estado.
Este llamamiento mutuo fue escuchado. Fue el despertar de la
conciencia pública en el alma del individuo. Una solicitud siempre
despierta por el interés de la patria y del género humano llenó todos los
corazones. Todos se sintieron responsables por la felicidad de la Francia
y ésta por la del mundo entero. Todos se apercibieron a defender en la
Revolución, aun a costa de sus vidas, el tesoro común de la humanidad.
Este fue el pensamiento santo y guerrero de las elecciones del 91,
las cuales fueron obra de toda la Francia y no el resultado especial de
las intrigas jacobinas, como tantas veces se ha repetido. Las
consecuencias lo demuestran de una manera palpable. La Asamblea, lo
mismo que la Francia, se declara en favor de la guerra. Los Jacobinos
(por lo menos la mayoría de ellos, los directores) fueron partidarios de
la paz.
No, ni la prensa ni los clubs ejercieron la principal influencia en
este movimiento inmenso, sencillo y espontáneo. Si fue poderoso lo fue,
sobre todo, en el pueblo que no lee, en las poblaciones diseminadas,
aisladas por la naturaleza de su trabajo. Todos la hallaron en sí mismos,
en el sentimiento de su nueva dignidad, en su fe naciente. El

752
pensamiento que dominaba en las calles de las ciudades surgía también
en los campos, hasta en la labranza solitaria, y tal vez allí, como no tenía
con quien comunicarse, se engendró más poderosa todavía. Fue
siempre fermentando; a medida que cesaron los trabajos y empezaron
a fines de Diciembre a reunirse con frecuencia bajo los pórticos de las
iglesias o en las tertulias nocturnas. A consecuencia de estas
conversaciones de vez en cuando desaparecía un joven, después otro
que iban, a pesar de los rigores de la estación, caminando entre la nieve
a inscribirse en el distrito para partir lo antes posible. «No hay armas»,
les decían: y entonces volvían y se dedicaban a fabricarlas. En Enero del
92 un distrito de la Dordogne envió una comisión a la Asamblea para
declarar que había forjado tres mil picas y que no comprendía cómo no
se la había obligado a partir.
Así durante el otoño y durante el invierno, circuló por Francia
entera, contenido y como en voz baja, un gigantesco la irá; canto
verdaderamente nacional, que, cambiando fácilmente de ritmo,
respondió siempre y a maravilla a las emociones de nuestros padres.
Fraternal en el año 90, había removido el Campo de Marte, edificado el
altar de la patria. En el 91 acompañó a los jóvenes voluntarios que
cuando iban a pedir armas lo cantaban para animarse mientras cruzaban
los caminos en los rigurosos días del invierno. Si el bramido de los
vientos, el alboroto de los clubs no os impiden oírlo, percibiréis las
primeras notas bajas y enérgicas del canto heroico, que es ora rápido,
ora gallardo y guerrero; el 92 va a darle el impulso de la cólera: de pronto
estallará con el fragor de las tempestades.
El mundo empezaba a oírle desde la huida de Varennes como un
vasto y profundo murmullo. La Asamblea cerraba los oídos. Los mismos
directores de la prensa y de los clubs, desconocían su significación;
sumidos en aquel ruido general, prolongado, sordo y monótono, no le
escuchaban precisamente porque le oían siempre. No adivinaban en
manera alguna aquella cosa inmensa, fatal é invencible que estaba en el
fondo de aquel ruido: el rugido del gran océano revolucionario que iba a
traspasar sus orillas.
¡Cosa extraña y ridícula! disputaban con el océano, hallaban
argumentos nimios con que objetarle, preguntábanse con gravedad: ¿le
detendremos o no le detendremos?... Quizás podían contenerle un
momento, pero al acumular las olas acumulaban los peligros.
Los políticos pensaban: «esperemos, la situación interior no ofrece
seguridad.» Y los militares «esperemos, formemos un ejército: no se
hace la guerra con hombres, sino con soldados.»

753
La Asamblea constituyente, que restablecía al rey y trataba de
aplacar a los reyes, no curaba de atender el movimiento popular.
Hubiera temido tanto a sus defensores como al enemigo. El 21 de Junio,
el día del peligro había decretado una leva de 300.000 guardias
nacionales; pero el 23 de Junio redujo el número a 97.000; asustándole
aún este número ideó un medio ingenioso para reducirlo, y fue encargar
a los directorios de los departamentos el gasto y sostenimiento del
equipo de aquellos que no podían costeárselo (4 de Septiembre). El 8
escribió el ministro a la Asamblea que no tenía armas más que para los
45.000 voluntarios que se enviaban a la frontera del Norte y aún estas
se habían recogido a duras penas. En la frontera no encontraban ni
víveres ni alojamiento. Los oficiales aristócratas se burlaban de su
miseria y de su miserable equipo; los espadachines les desafiaban; en
algunos lugares se hablaba de poner frente a ellos a los regimientos
regulares y de acuchillarlos.
La misma Asamblea legislativa procedió con gran lentitud; hasta
el 22 de Noviembre no redactó un proyecto de organización para los
voluntarios, no publicando el decreto hasta el 28 de Diciembre. Estas
dilaciones; al parecer prudentes, eran imprudentes en gran manera.
Cuanto más se tardara más era de temer que pasara la oportunidad del
momento, momento sagrado, irreparable, en que la guerra no hubiera
sido guerra. Entonces y lo sabemos por confesión de nuestros propios
enemigos el mundo amaba a Francia. ¿Por qué? Porque aún era pura. Se
habían cometido algunos actos de violencia; pero Europa los
consideraba como crímenes individuales, como excesos particulares
que se producen siempre en todos los grandes trastornos políticos.
Hasta los asesinatos de Septiembre del 92 no se dirigió contra Francia
ninguna acusación nacional. Se reconocía que jamás ninguna revolución
había costado menos derramamiento de sangre.
Francia el 91 aparecía joven y pura como la virgen de la libertad. El
mundo estaba enamorado de ella. Desde el Rhin, desde los Países Bajos,
desde los Alpes la invocaban voces suplicantes: en cuanto hubiera
traspuesto las fronteras hubiese sido recibida de rodillas. No se
presentaba como una nación, sino como la justicia, como la razón
eterna, no pidiendo nada a los hombres sino queriendo realizar sus
mejores pensamientos y conseguir el triunfo de su derecho.
¡Días sagrados de nuestra inocencia, quién no os echará de
menos! Francia no se había entregado todavía a la violencia, ni Europa
al odio y a la envidia. Desde fines del 92 todo va a cambiar y los pueblos
se dirigirán contra nosotros en unión de sus reyes. Pero entonces, en el

754
91, bajo la apariencia de una guerra inminente había en el fondo de la
gran alma europea una concordia conmovedora. Recuerdo dulce y
amargo ha dejado una lágrima hasta en los ojos secos de Goethe, del
gran satírico, del gran doctor que se llamaba a sí mismo «el amigo de
los tiranos». Aquella lágrima la guardamos también en nuestro corazón
y a menudo nos conmueve en sueños o despiertos con un profundo
pesar por la fortuna de la Francia: lágrima que muchas mañanas
humedece nuestra almohada.
Las miserables desconfianzas que hemos visto en nuestros días
(Italia quiere obrar por su cuenta, Alemania quiere obrar por su cuenta )
no habían nacido en ningún espíritu. Francia no daba un paso en el
camino de la libertad sin que se conmoviera. Alemania de amor y de
alegría. Oprimida como estaba exclamaba: «¡Oh si viniera Francia!» En
el Norte una mano invisible escribía sobre la mesa de Gustavo: «Nada
de guerra con Francia». Entonces sabían todos que por todos trabajaba,
que no quería la guerra sino con el fin de establecer la paz. ¡Fiaban en
ella y cuánta razón tenían! ¡Cuán poco pensaba en sus intereses! No
tenía más que uno solo: la salvación de las naciones. Excepción hecha
de Lieja y de Saboya, dos pueblos que hablan el mismo idioma y que
son nuestros hermanos, nada quería Francia. Por nada del mundo
hubiera arrebatado una pulgada de territorio a las otras naciones. Nadie,
y aun es desconocida esta idea, fue menos conquistadora que Francia
en aquellos sagrados momentos; fueron precisos el tiempo, los
obstáculos, la tentación del peligro para que pensara en su propio
interés y se hiciera injusta.
El 91 Francia tenía su sentimiento, el sentimiento de su virginidad
poderosa; marchaba con la cabeza erguida, el corazón puro, sin interés
personal; comprendía que era adorable y en realidad era adorada por las
naciones.
Comprendía perfectamente que el amor de los pueblos le
aseguraba para siempre el odio invariable de los reyes, de los mismos
reyes a los que hubiera podido ajustar las cuentas la revolución. Por
instinto adivinaba esta verdad, tan poco conocida de los diplomáticos,
acostumbrados a ver en todas partes el interés como el móvil de todos
los actos: «Los hombres, aun contra el interés, se guían por la
naturaleza, según sus costumbres; y al seguirla se imaginan que
atienden solo a la utilidad.»
La única diferencia que hubo entre los reyes relativa a la
Revolución es que los unos hubieran querido degollarla; mientras que

755
otros, más temibles, llegaban suavemente, para ahogarla con la
almohada como Otelo.
Dos personas odiaron la nueva Francia con odio profundo y feroz:
la gran Catalina y Pitt.
En vano dicen algunos que la primera estaba demasiado lejos para
interesarse demasiado en el asunto. Nadie se apasionó tanto sin
embargo contra ella. Hasta entonces, aquella mujer alemana, usando y
abusando del gran pueblo ruso, había caminado sin obstáculos.
Brillante, espiritual, risueña, desde el asesinato de Pedro III hasta las
matanzas de Ysmail y de Praga, que ordenó ella misma, desafiaba a Dios
con la risa en los labios. La terrible Pasiphae (¿diré Pasiphae o
Minotauro?) que tuvo un ejército por amante, iba saciándose sobre
todos los pueblos y sobre todos los hombres. No es necesario decirlo,
basta con ver los retratos de aquella vieja con su greca de cabellos
blancos, dirigidos al cielo, desnudo el seno, la mirada lúbrica y dura fija
en su presa, el insaciable abismo que nunca dice: basta.
El 14 de Julio del 89 se sintió herida en el rostro; ni la distancia, ni
la separación de los intereses importaron nada. Ella sintió que se alzaba
una barrera en el extremo occidente, que en este mundo perecía la
tiranía y que era su heredera la libertad. Y comenzó a sufrir. Poseía la
Turquía y se preparaba a devorar la Polonia. Empujaba a los alemanes
hacia el oeste; parecía decirles: «id, os lo permito, os he dado la Francia».
Los fuertes no se ruborizan; ella se atrevió en una carta descarada a
reprochar a Leopoldo su inacción, su mal corazón, preguntándole cómo
podía abandonar a su hermana María Antonieta. Por un ligero disgusto
dado a la hermana del rey de Prusia, aquel príncipe caballeresco había
invadido la Holanda ¿no era aquel un ejemplo bastante para avergonzar
al emperador?
Devolvió sin abrirla la carta en que Luís XVI anunciaba a las
potencias que había aceptado la Constitución.
Envió un embajador a los emigrados de Coblenza. Halagaba a
Gustavo III con la esperanza de que con los subsidios de España y de
Cerdeña le proporcionaría una flota y le lanzaría con ella sobre Norman
día y Bretaña. El 19 de Octubre concluyó un tratado expresamente sobre
este armamento.
Mr. Pitt y Leopoldo manifestaban menos impaciencia. Y no era
porque el primero sintiese menos odio hacia la Revolución. Desde sus
dunas, arrojando sobre la Francia una mirada aparentemente distraída,
Pitt gozaba profundamente. El inmenso negocio de la conquista de la
India que hacía entonces Inglaterra, no le permitía obrar. ¿Pero cuál no

756
sería la alegría íntima, exquisita y deliciosa de aquel inglés que veía, sin
ningún esfuerzo por su parte, bajar al fondo del abismo a aquel rey que
había salvado a la América? La reina sentía un miedo horrible hacía, Mr.
Pitt: «No hablo de él, decía ingenuamente, sin estremecerme». En
Agosto envió a Londres a madama Lamballe para interesar y pedir
gracia. Era tan poco lo que la reina había comprendido la grandeza de la
Revolución que siempre estaba dispuesta a considerarla como una
venganza de los ingleses, como un complot del duque de Orleans
apoyado por ellos. En realidad, la gran mayoría de los ingleses volvía a
ser favorable a Luis XVI. La influencia del libro de Burke sobre ellos había
sido inmensa. Los acontecimientos de Varennes les impresionaron
vivamente. Los ingleses en su loyalisme feudal y monárquico se
indignaban de ver a la Francia, no ya decapitar a su rey como ellos
habían hecho con el suyo, sino lo que era más humillante, absolverle y
perdonarle. Aquella indignación ocultaba en realidad un secreto temor:
la Francia se inclinaba a la República. ¡Qué sería de la vieja Europa en
presencia de aquel fenómeno, una República colosal, joven, audaz, que
pretendería hacer el mundo a su semejanza! Los constitucionales que
dirigían entonces a la reina, se apoyaban en los ingleses para impedir
aquel acontecimiento. La amiga de la reina iba a decir a Inglaterra que
Francia no tenía otra ambición que imitarla; que la Revolución francesa,
enmendada y arrepentida, en la Revisión iba a caminar hacia atrás y a
ajustar su Constitución al eterno modelo, la sabia constitución inglesa.
Pitt respondió a estos avances con una sinceridad salvaje que
ciertamente Inglaterra no toleraría que Francia fuese republicana, que
salvaría la monarquía. Ni una sola palabra de que salvaría al monarca.
Lo que convenía a Inglaterra lo mismo que al Austria era que
Francia fuese débil, impotente, flotante, en el estado bastardo de una
monarquía casi inglesa. Bajo un déspota era fuerte; República era fuerte
también. Con la unidad de principio y la simplicidad de gobierno se hacía
formidable. Esto mismo era lo que hacía creer a los constitucionales
(Barnave lo dice expresamente) que la Francia constitucional, a la
manera como ellos la querían, ocupada por completo en el interior
buscando un imposible equilibrio entre la vieja ficción real y la nueva
realidad, entre la vida y el ensueño, sería tolerada por Europa. Y habría
sido menester, en efecto, ser bien malvado para incomodarse contra un
viejo pueblo joven, imbécil que habría permanecido balbuciente en una
chochez eterna, tambaleándose y balanceando la cabeza en el limbo de
los niños.

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Esto es lo que convenía a Mr. Pitt y no podría disgustar a la vieja
Austria y al viejo príncipe de Kaunitz, con ochenta y dos años a cuestas
y más joven todavía que su amo Leopoldo, que tenía cuarenta y cuatro.
Este, ya caduco en medio de su serrallo italiano que había transportado
a Viena, no tenía más que una aspiración, gozar siempre a despecho de
la naturaleza. Le quedaban algunos meses de vida y quería
aprovecharlos despertando, usando sus facultades debilitadas por
medio de excitantes mortíferos que él mismo se fabricaba. A tal
emperador, tal imperio: el Austria estaba también enferma, y si había
logrado levantarse después de su última crisis, lo debía al uso de
excitantes no menos funestos.
El encarnizamiento del placer no es un rasgo particular de
Leopoldo. Es común en todos los príncipes del siglo diez y ocho.
Solicitados por ideas contradictorias, medio filósofos, medio
retrógrados fatigados del divorcio que luchaba en su espíritu,
prescindían voluntariamente de las ideas y buscaban en el abuso de los
sentidos el olvido, la muerte anticipada. De aquí los extraños caprichos
de Federico y de Gustavo, tomados de la antigüedad; de aquí las
trescientas religiosas del rey de Portugal; él parque de los ciervos de
Luis XV, los trescientos cincuenta y cuatro bastardos de Augusto de
Sajonia, etc., etc.: Ahora bien; haciéndose contrario a la naturaleza el
gobierno de uno solo; no siendo más que una ficción en Europa (el rey
moderno es la burocracia) ¿qué hubieran hecho la mayor parte de los
príncipes de su energía personal? Aún les decían que eran dioses; pero
ejerciendo poco de hecho, esta divinidad la buscaban incesantemente
en la pasión, en la epilepsia del placer. El siglo diez y ocho estudiado en
las costumbres de sus reyes y en la destrucción de cuerpo y de corazón
que se hacían ellos mismos, puede ser considerado como el suicidio de
la monarquía.
Austria, que políticamente es un monstruo, un Jano, de raza y de
ideas, Austria devota y filósofa, imponía a su príncipe una fatal
hipocresía, una máscara pesada que ellos se apresuraban a quitarse en
cuanto estaban en la intimidad. El aburrimiento mortal les sumía en el
mortal abismo de los sentidos. Alguna decencia en la superficie, pero un
rasgo permanente revela el fondo, un signo eminentemente sensual: el
labio austríaco. La gazmoña María Teresa se reveló en sus hijos,
contenida y graciosa todavía en María Antonieta: libertina en Leopoldo;
atrevida y desbordada en la reina de Nápoles, en su bacanal al pie del
Vesubio.

758
Austria enervada, no podía aconsejar a la reina por conducto del
anciano Kaunitz otra cosa que la política expectante que le aconsejaban
Barnave y los constitucionales. La intención era evidentemente distinta;
pero las palabras eran la mismas. Creo que Barnave era leal; no creía
que Francia pudiera soportar un gobierno más democrático. Su ideal no
era una constitución como la inglesa, no quería cámara alta ni conceder
al rey la facultad que tiene en Inglaterra de disolver la Asamblea. Así lo
dice en sus últimos escritos que tienen la autoridad del testamento de
un muerto.
¿Que querían Kaunitz y Leopoldo? Ahora nos damos cuenta de
ello. En primer lugar, tener a Francia encerrada en un cordón sanitario
que poco a poco se iría apretando, rodearla de un espeso muro de
bayonetas, de un círculo de hierro, esta es su frase. Durante este tiempo,
el rey, en el interior ejecutaría literalmente la Constitución de tal manera
que demostrara que era inejecutable. La Constitución, abogada por esta
estrecha interpretación literal, ejecutada en el sentido propio como la
víctima por el verdugo, los franceses se cansarían pronto de ella: «tienen
la cabeza ligera». Introducirían otra moda; la libertad pasaría (como el
café y Racine, según madama de Sevigné). Se trataba de ganar tiempo,
de dejar que Francia se enfriara y se hastiara de una Revolución
imposible; hacer que perdiera el primer momento de la furia francesa
que siempre es peligroso. Fascinada por negociaciones capciosas,
amenazadoras a veces, deslumbrada y como atontada por las vueltas y
revueltas que darían a su alrededor los micos de la aristocracia, caería
con la cabeza baja, como un pájaro aturdido entre las patas de las zorras.
Entumecida, perezosa, enervada por la corrupción y las mentiras
acabaría por dejarse manejar y entonces, insinuaban finamente los
Kaunitz y los Mercy, aun podría hacerse más. La Revolución de Polonia
sería entonces aplastada; Rusia, teniendo la presa en los dientes, no
mordería a Alemania. El emperador y el rey de Prusia se verán forzados
a obrar más directamente.
Esto hace que se comprendan perfectamente las contradicciones
aparentes. La reina respondía a Kaunitz y a Barnave lo mismo: Sí, les
decía cuando pedían la Constitución. Solo que para el segundo la
Constitución era el objeto sobre el que Francia debía asentarse en la
libertad; mientras que para Kaunitz ara el circuito por el cual debía
pasearse, fatigarse, para llegar cansada y rendida, al reposo del
despotismo.
Este equivoco lo explica todo. Se hallaba vacante el ministerio de
Marina, la corte eligió como ministro a un contrarrevolucionario

759
hipócrita, Bertrand de Molleville, y el rey y la reina en su primera
audiencia le declararon que era preciso cumplir la Constitución, nada
más que la Constitución. El rey recibió no obstante mal una memoria
que en este sentido le envió Dumouriez. El hermano de madama
Campan, agente de Francia en San Petersburgo, escribía a su hermana
que él era sinceramente constitucional, y la reina que vio la carta dijo:
«que aquel joven estaba extraviado, que su hermana debía contestarle
con hábiles advertencias». El pensamiento real de la corte, descubierto
aquí por una palabra, se reveló por un acto: cuando en Julio pensaba la
Asamblea en enviar comisionados a las provincias antes de las
elecciones, el jacobino Buzot se opuso y se dio el sorprendente
espectáculo de ver a Buzot apoyado por Dandré, el hombre de la corte.
Más tarde, cuando las elecciones municipales, presentándose el
constitucional Lafayette en competencia con el jacobino Petion, la reina
dijo a los realistas que votasen al jacobino, a aquel cuya violencia debía
empujar con más viveza la Revolución a su término y cansar de ella más
pronto a Francia.
Esto tuvo lugar en Noviembre, y fue el término en que Barnave
debió comprender por fin, en que debió penetrar el verdadero sentido
de la palabra que ella le daba.
Ella no se había atrevido a volverle a ver hasta el 18 de Septiembre,
día de la aceptación. Después le recibió, pero siempre con misterio, con
frecuencia de noche y ella misma esperaba a la puerta para abrir como
ya hemos dicho. ¿Estaba siempre Luis XVI al paño? Hay motivo para
creerlo; la camarera sin embargo no lo dice expresamente. Septiembre,
Octubre total dos meses, tal fue el reinado de Barnave que pagó con la
vida. En Noviembre, convencido de la poca influencia que él conservaba
en la opinión y en la Asamblea, la reina ya no le guardó consideración
alguna ni tampoco a los constitucionales e hizo votar contra ellos a los
realistas, contra los que Barnave apoyaba. Corto favor, bruscamente
retirado sin miramiento ni respeto humano; él se volvió destrozado a su
desierto de Grenoble. El rey, a pesar de su educación jesuítica y de la
doblez común a los príncipes, tenía un fondo de honradez que le impedía
hacerse buen cargo del plan demasiado ingenioso de destruir la
Revolución por la Revolución misma. La única persona a quien él amaba,
la reina, no tenía sobre él más que una influencia exterior, en cierto
modo superficial. De corazón pertenecía a los curas lo mismo que
madama Isabel. Podían conseguirse de él algunas mentiras políticas,
algunas falsas exterioridades, hacerle dar torpemente algunos pasos en
la imitación de la monarquía constitucional; en el fondo era siempre el

760
rey anterior al 89. Estaba en relaciones directas con las potencias. En el
90 tenía a Flachslanden en Turín, cerca del Conde de Artois. Hasta Junio
del 91 Breteuil negociaba por él con el emperador y los otros príncipes.
En Julio, aunque había dado sus poderes escritos a Monsieur, no
prescindía de los agentes de éste; tenía cerca del rey de Prusia, junto al
embajador constitucional, a un ministro particular suyo, el vizconde de
Caraman. Estos agentes, la mayor parte de ellos muy indiscretos, eran
conocidos de todo el mundo, tanto, que en el año 90 Mr. de Segur,
nombrado embajador en Viena, declaró que, como Mr. Breteuil gozaba
ja de la confianza personal del rey en aquel puesto, no podía aceptarlo.
Luis XVI no tenía en manera alguna la habilidad que su situación
exigía. Alemán y de la casa de Sajonia por su madre, no tenía solamente
la obesidad sanguínea de aquella casa, sino que también tenía de su raza
violentos arranques de brusquedad alemana. Su hermana las tenía
asimismo y más frecuentes; estaba menos habituada a contenerse, era
más sencilla y más sincera.
El plan moderado constitucional de Desmounier, y otro de un
secretario de Mirabeau, tuvieron mala acogida de parte del rey. En
cambio, aceptó un discurso altanero, vehemente, que el americano
Morris había escrito particularmente, y cuyo estilo había sido corregido
por Yergasse; no se atrevió a servirse de él, pero mandó decir al autor
que más tarde constituirá su regla de conducta. Cosa extraña, Morris,
hombre de negocios y banquero, que más adelante fue ministro en los
Estados Unidos, hombre al parecer positivista y grave, hizo entregar
aquel documento a una niña, á Madama, la hija del rey, que tenía trece
o catorce años. Apasionada, violenta, altanera, impresionada
fuertemente con la humillación de su familia, sobre todo después de lo
de Varennes, aquella niña debía ejercer alguna influencia sobre su padre
y sobre su tía, a quienes se parecía mucho más que a su madre.
La lucha sostenida en el seno de la familia real entre los partidarios
de la astucia y los de la violencia, el combate de influencias interiores,
los planes contradictorios que se forjaban en el exterior, torturaban el
ánimo del rey, oscureciendo su espíritu. Por otra parte, comprendía que
existía en su conciencia un punto delicado al llegar al cual le sería
imposible fingir más, y entonces, con seguridad, sería aniquilado. Así lo
comprendía el mismo. El 8 de Agosto del 91, decía a Mr. de Montmorin,
quien a la vez se lo refirió a Morris: «Bien sé que estoy perdido. Ahora
todo lo que se haga, que se haga por mi hijo.»
Juzgaba mucho mejor que la reina la impotencia de los
constitucionales y consideraba a la Constitución del 91 como el

761
acabamiento de la monarquía. Una simple cuestión de etiqueta, poco
grave en apariencia, reflejó su propio pensamiento de un modo tan
expresivo, que no pudo contenerse y se desbordó su corazón. El día de
la aceptación de la Constitución, el 13 de Septiembre del 91, al
levantarse el presidente (era Thouret) para pronunciar su discurso y ver
que el rey le escuchaba sentado, creyó que también él debía sentarse.
Thouret era, como todo el mundo sabe, un hombre muy moderado; pero
en aquellas graves circunstancias en que se trataba de una especie de
contrato entre el rey y el pueblo, quiso, con aquel acto, hacer constar la
igualdad de las dos partes contratantes.
«Al regresar de la sesión, dice madama Campan, saludó la reina a
sus damas con precipitación, y entró muy conmovida. El rey entró en las
habitaciones de la reina por los departamentos interiores; estaba muy
pálido y sus facciones fuertemente alteradas. La reina dio un grito de
asombro al verle así. Creí que estaba enfermo. Pero cuál fue mi dolor
cuando le oí exclamar, arrojándose sobre un sillón con el pañuelo en los
ojos: «Todo está perdido... ¡Ah señora! ¡Y habéis sido testigo de esta
humillación! ¡Cómo! habéis venido a Francia para ver...» La reina se
arrodilló a sus pies y le estrechó entre sus brazos. Media hora después
me hizo llamar la reina para que anunciase a Mr. de Goguelat que
partiría aquella misma noche para Viena. El rey acababa de escribir al
emperador. La reina no tenía esperanza en el interior, etc.»
Aquel mismo día (13 de Septiembre) o al siguiente, volvió la reina
a ver a Barnave por primera vez después del regreso de Varennes. Se
reanimó algo con su presencia, confiando en la influencia que los jefes
de la Constitución tendrían sobre la nueva Asamblea.
¿Qué había escrito Luis XVI al emperador? Fácil es de adivinar: la
expresión de su despecho, el relato de su humillación, el ultraje hecho a
la monarquía.
De modo que antes que la notificación oficial en que anunciaba el
rey su aceptación había salido la carta confidencial que la desmentía.
Europa estaba advertida de lo que debía pensar acerca de la comedia
constitucional; en la misma acta del contrato solemne entre el rey y el
pueblo, encontraba la pretendida injuria que anulaba el contrato. No hay
que extrañar el que las potencias contestasen de una manera insolente
y burlesca, o a lo menos afectaran responder a la persona de Luis XVI y
en manera alguna a la Francia.
El rey se dirigía mejor a los reyes que a los emigrados. Se fiaba
poco de sus hermanos. Conocía bien, sobre todo después del asunto de
Favras, la ambición personal de Monsieur, los consejos que recibía para

762
que procurase el destronamiento de Luis XVI. A Monsieur, como regente
de Francia, se dirigió la emperatriz de Rusia en Octubre del 91,
enviándole un ministro. Acaso lo que molestaba al rey más aún era la
ligereza cruel de los emigrados, que fuera de Francia, sin peligro alguno,
habían hecho burla de la desgracia de Varennes, escribiendo canciones
«al cochero Fersen.» El rey se enteraba de estas burlas por los diarios de
París.
Los emigrados no se contentaban con haberle abandonado;
aumentaban sus peligros con sus arrebatos irreflexivos. Pidieron brusca
y aturdidamente al general patriota que mandaba Strasburgo, que les
entregase la plaza. El rey tenía interés en que todos los torpes"
campeones de su causa que sin sombra de peligro pretendían trabajar
por él, estuvieran alejados de la frontera. Creo que firmó con sinceridad
la carta que sus ministros, Duport-Dutertre y Montmorin, escribieron
para llamar a los emigrados, y aquella en que rogaba a las potencias que
disolvieran el ejército de la emigración (14 Octubre del 91).
El punto en que el rey estaba en desacuerdo profundo,
irreconciliable con la Revolución, era la cuestión de los curas. La venta
de los bienes eclesiásticos, la reunión de Avignon, el juramento cívico
que se les exigía, eran las tres cuestiones que atormentaban su corazón.
Probablemente, si se conociese la historia de su conciencia, de sus
confesiones y de sus comuniones, se vería que le ocasionaban más
disgustos sus directores que toda la Asamblea y toda la Revolución.
¿Cómo le tasaban la facultad de engañar y de mentir sobre tal o
cual asunto? ¿A qué precio pagaba en el confesionario la duplicidad de
sus actos casi revolucionarios? Lo único que se sabe es que respecto al
artículo de los bienes de los curas y a la represión de los sacerdotes
rebeldes, eran inflexibles los curas con su real penitente.
Sin embargo, la Asamblea constituyente había trabajado mucho
para atraérselos. Su último acuerdo fue asegurar la pensión de los que
no disfrutasen ningún beneficio público. Sus disposiciones referentes a
los refractarios fueron muy benignas. Tenían abiertas un gran número
de iglesias para que pudiesen celebrar en ellas la misa con toda libertad;
solo en una parroquia de París, la de Saint-Jaques de Haut-Pas, tenían
siete. El clero constitucional les recibía perfectamente en sus iglesias.
En ellos estribaba tan solo el aceptar un reparto como el celebrado hace
tiempo en el Rhin entre dos comuniones tan diferentes como son los
protestantes y los católicos; en una misma iglesia celebraron en horas
diferentes los unos y los otros. ¿Por qué persistir aquí, donde las dos
partes eran católicas, separadas no por el dogma, sino por una cuestión

763
disciplinaria, en aquel obstinado divorcio? Los curas ciudadanos, por lo
menos, no tuvieron la culpa; algunos de ellos llevaron hasta los últimos
límites la deferencia fraternal, la abnegación y la humildad. En Caen el
cura constitucional se ofreció a ayudar la misa al refractario, y éste,
abusando de la humildad de su rival, le tuvo a sus pies y le enseñó con
indolencia, haciendo ver que aquel acto cristiano era una expiación.
Los curas refractarios, estrechamente ligados con el rey, con la
emigración, con los nobles no emigrados, con los magistrados
constitucionales y fayettistas que tenían con ellos muchas
consideraciones, se daban aire de vencedores. Su actitud era la de un
gran partido político; eran en realidad el corazón y la fuerza, toda la
fuerza popular de la contrarrevolución.
Temibles en los campos, eran débiles en París, París arruinado por
la ausencia de los nobles y de los ricos, París, sin trabajo ni recursos a la
entrada de un invierno cruel, achacaba la interminable duración de la
Revolución a la resistencia de los curas. Comenzaba a considerarlos
como enemigos públicos. El primero que perdió la paciencia fue el barrio
del hambre, el pobre distrito de Saint-Marceau. Esperaron a las puertas
de un convento a los devotos que asistían a los conventos de los
refractarios para insultarlos. La municipalidad reprimió aquellos des
órdenes, exigiendo, sin embargo, que el culto refractario se celebrase en
las iglesias ordinarias y no en las capillas de los conventos, considerados
por la imaginación popular como los focos misteriosos de la
contrarrevolución. El directorio del departamento, por el contrario,
intimó a la municipalidad en nombre de la tolerancia religiosa para que
dejase a los curas rebeldes en completa libertad para celebrar sus
conciliábulos donde quisieran. El joven poeta Andrés Chenier, órgano en
esta parte de los Fuldenses y de los realistas en general, reclamó
también tolerancia en nombre de la filosofía. Fue imitado y sobrepujado
por el obispo constitucional Torné, que abogó por sus enemigos ante la
Asamblea legislativa, con caridad verdaderamente magnánima.
Desgraciadamente se podría contestar a aquellos apóstoles de la
tolerancia no con un argumento, sino con un hecho. Si los rebeldes
querían la tolerancia en París, no la querían en Francia. No querían ser
tolerados, sino reinar y perseguir, ejerciendo una especie de terror sobre
los curas constitucionales. Todas las noches disparaban tiros cerca de
los presbiterios y a veces apuntaban a las ventanas. El 16 de Octubre,
en Beaujoláis, vio el nuevo cura de una aldea al cura antiguo, que a la
cabeza de quinientos montañeses que había buscado, invadía la iglesia
y le arrojaba del altar. Este valiente cura se apoderó de la caja de los

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pobres que el cura constitucional había depositado en poder de las
municipalidades. Muchos curas aterrados, y aun muchos magistrados
municipales, presentaban las dimisiones. Estos últimos carecían de
medios para asegurar la paz pública entre aquellas multitudes furiosas
que amenazaban de muerte a los nuevos clérigos y a sus defensores. En
algunas aldeas del Oeste los aldeanos, comenzaban a desarmar a los
guardias nacionales partidarios del clero constitucional. En la Vendée
tres ciudades estaban sitiadas por aquellos aldeanos fanáticos cuyos
antiguos curas se habían convertido en capitanes y generales.
No era posible cruzarse de brazos, como pedían fríamente los
Sieyes y los Chenier, cuando habían comenzado las violencias, cuando
las pretendidas víctimas inauguraban la guerra civil.
Los filósofos, preocupándose únicamente de los sucesos de París,
no veían en aquel partido más que a algunos curas aislados, algunas
pobres mujeres crédulas. Para los que veían la Francia, aquel gran
partido sacerdotal, reanimado por el odio de la Revolución, asustaba por
su violencia, por la potencia y variedad de sus recursos. Imperaba en
todas partes, desde las cabañas hasta las Tullerías. Explotaba al rey de
dos maneras a la vez, en el confesonario como penitente, en los
sermones populares como mártir legendario. Se apoderaba del corazón
de las mujeres lloriqueando siempre que hablaba del pobre rey, del buen
rey, del santo rey, oponiendo al reinado de la justicia y de la Revolución
una sublevación más temible: la de la piedad.
Por la íntima unión del rey con el cura acabó Francia por
comprender que el rey era el enemigo.
Enemigo por naturaleza, por sus arrebatos bruscos y coléricos. Ya
lo hemos visto el mismo día en que aceptó la Constitución, cuando la
Asamblea, por la matanza del Campo de Marte y por la revisión, acababa
de realzar al trono inmolándose ella misma, el rey lloró por una cuestión
de etiqueta y por la noche, ab irato, escribió al emperador.
Enemigo por su educación y sus creencias; educado el rey por
Vauguyon, el jefe del partido jesuita fue siempre y cada vez más, a
medida que aumentaba su desgracia, esclavo de los sacerdotes.
Enemigo por fin fatalmente, como centro natural e involuntario y
necesario de todos los enemigos de la libertad. Su situación le obligaba
a ello de una manera invencible; hiciera lo que hiciera, ausente o
presente, era el jefe obligado de la contrarrevolución. Luis XVI, sin
querer seguir los planes de los emigrados, estaba con ellos en Coblenza.
Luis XVI estaba en la Vendee, en todos los sermones de los curas y en
todas partes donde el fanatismo preparaba sus artimañas. Todos los

765
consejos de los curas o de los nobles, aunque estuviera ausente, él los
presidía; por él y para él, mártir fatal de la monarquía, todos los reyes
de Europa soñaban con exterminar a Francia.
Jamás hubo Asamblea más joven que la Legislatura. Una gran
parte de los diputados apenas tenía veintiséis años. Los que acababan
de presenciar el de la Constituyente, los que aun la recordaban
armónica, de diferentes edades, posiciones, trajes, quedaron admirados,
casi aterrados a la vista de aquella asamblea nueva. Se presentó como
un batallón uniforme de hombres casi de la misma edad, de la misma
clase y vestidos de igual manera. Era como la invasión de una
generación completamente joven y sin ancianos, el advenimiento de la
juventud, que bulliciosa iba a despedir a la edad madura, a destronar la
tradición. No más canas; una Francia nueva con el pelo negro toma aquí
su asiento.
Excepción hecha de Condorcet, de Brissot y de algunos otros, los
demás son desconocidos. ¿Dónde están aquellas grandes inteligencias
de la Constituyente, aquellas figuras históricas, asociadas eternamente
en la memoria de todos los hombres al primer recuerdo de la libertad?
¿Los Mirabeau, los Sieyes, los Duport, los Robespierre, los Cazalés? Sus
asientos, tan conocidos, en vano están ocupados; parece que están
vacíos. No trataremos de caracterizar de antemano a sus sucesores. Su
aire inquieto e impaciente, la dificultad que tienen de permanecer
quietos nos aseguran que no tardarán en darse a conocer por sus actos.
Por el momento basta con señalar allá bajo, en masa, la falange
compacta de los abogados de la Gironda.
Un testigo muy respetable, nada entusiasta, alemán de
nacimiento, diplomático durante cincuenta años, M. de Reinhart, nos
refiere que en Setiembre del 91 había ido desde Burdeos a París en un
carruaje público en compañía de unos girondinos. Eran los Vergniand,
los Guadet, los Gensonne, los Ducos, los Fonfréde, etc.; la famosa
pléyade en que se personificó el genio de la nueva Asamblea. El alemán,
espíritu muy cultivado, muy conocedor de las cosas y de los hombres,
observaba a sus compañeros y estaba encantado. Eran hombres llenos
de energía y de gracia, de una juventud admirable, de una verbosidad
extraordinaria, de una ilimitada abnegación en sus ideas. Con todo no
tardó en ver que eran muy ignorantes, de una extraña inexperiencia,
ligeros, habladores y batalladores, dominados (lo cual disminuía en ellos
la invención y la iniciativa) por las costumbres del foro. Y sin embargo
el encanto era tal, que no se separó de ellos. «Desde entonces, decía, he
aceptado a Francia como a mi patria,» No conseguí hacerle hablar más;

766
la voz del anciano cambió; se calló y miró a otro lado. Respetaré este
silencio de un hombre infinitamente reservado; pero no puedo menos
de creer que desconfiaba de su corazón y temía salir de su frialdad
obligada, bajo la poderosa impresión de aquel recuerdo demasiado vivo.
¡Juventud amable y generosa 'que tan poco debía vivir!... La
mayor parte de ellos habían nacido para las artes de la paz, para las
dulces y brillantes musas. Pero aquel tiempo era la guerra misma. Ellos,
que llegaban entonces a la vida política, nacen de un soplo de guerra. La
Gironda, que hablaba entonces de marchar en masa al combate, les
enviaba como vanguardia. La situación les dio no sé qué inquietud, qué
turbación, qué ceguedad política, que les obligó a cometer muchas
faltas, y se aminoraría mucho su importancia en la historia, si no
surgieran majestuosos de entre las grandes sombras de la muerte.
Si se quiere medir el intervalo entre la nueva Asamblea y la
antigua debe observarse este hecho. En esta la derecha es más
numerosa. La derecha aristocrática ha desaparecido por completo. La
Asamblea parece de acuerdo contra la aristocracia; se manifiesta
especialmente animada contra la nobleza y el clero; su mandato estriba
precisamente en anular su resistencia. Eu cuanto al rey, como luego
veremos, está aún indecisa, poco predispuesta, es cierto, en favor del
rey, de la nobleza y del clero, manifestándosele hostil, más sin tener
contra él plan determinado de guerra. Por lo demás, la monarquía, aun
antes de ser atacada, ha perdido importancia desde la Constitución. Los
únicos defensores que tiene el rey en la Asamblea Legislativa le llaman
el poder ejecutivo, olvidando la parte que tiene en el poder legislativo,
confesando tácitamente que la Asamblea, único representante del
pueblo soberano, es también la única que tiene el derecho de hacer las
leyes a las cuales el pueblo prestará su obediencia.
La primera ojeada de la Asamblea a la sala donde debía reunirse
no le causó buena impresión. De antemano y sin esperar a que diera su
opinión sobre el particular habían sido reservadas dos grandes tribunas
en las que debían sentarse únicamente los diputados que habían
formado parte de la Constituyente. Se notó con amargura que parecían
una Cámara alta, para dominar la Asamblea. Se preguntó a qué obedecía
aquel comité censorial que se reunía allí para juzgar, tomar nota de los
actos y de las palabras, dirigir por medio de señales, intimidar con
miradas; ¿quién sabe? encargarse quizás en caso de duda de interpretar
la Constitución con su propia autoridad, con la autoridad de los mismos
que la habían hecho. Este comité, en caso de necesidad, apoyado por
una protesta de veto real hubiera dado al rey un falso derecho para obrar

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en contra de la Asamblea. Los mismos constituyentes dieron fuerza a
estas hipótesis, manifestando, en una grave cuestión, su disentimiento
desde lo alto de las tribunas. Tan bien lo hicieron que la Asamblea
decretó que no reconocía ningún privilegio, y que todas las tribunas
estarían abiertas al público. Ante la invasión de una multitud turbulenta,
la sombra intimidada de la Constituyente se desvaneció para no volver
a aparecer jamás.
Sin embargo, su obra, la famosa Constitución, hacía el 4 de
Octubre su entrada solemne en la Asamblea legislativa, rodeada,
guardada por doce diputados de los de más avanzada edad, «los doce
ancianos del Apocalipsis». Camús, el archivero, no había querido
confiarles este tesoro, no lo abandonaba, lo conservaba piadosamente,
lo llevó a la tribuna, lo enseñó al pueblo, como otro Moisés.
En este momento los curiosos observan maliciosamente que la
Asamblea va a jurar la Constitución que varios de sus miembros
atacaron y que inmediatamente va a infringir. Jura fría, tristemente
aumentándose el odio que siente hacia el poder difunto que la arranca
aquella ceremonia tan poco sincera.
El rey se estrenó ante la Asamblea con una extraña torpeza.
Cuando le preguntaron la hora en que recibiría la diputación, no
respondió por sí mismo, sino por conducto de un ministro, diciendo que
no la recibiría inmediatamente, sino a las tres. A la diputación, le dijo
que no iría en seguida a la Asamblea, sino que esperaría tres días. La
Asamblea creyó ver en estas afectadas dilaciones una insolente
tentativa de la corte para demostrar la superioridad del poder que
obligaba a esperar al otro. Varios-diputados, entre ellos Couthon,
propusieron, y fue aprobado, que se suprimiera el título de Majestad,
que no se reconociera más título que el de Rey de los Franceses; que al
entrar el rey se levantaran todos los diputados pero que en seguida
podrían sentarse y cubrirse; y, en fin, que en el estrado habría en la
misma línea dos sillones semejantes, y que el del rey estuviese a la
izquierda del presidente. Esto equivalía a suprimir el trono y subordinar
al rey.
Si el cielo se hubiera desplomado sobre la tierra no se hubieran
conmovido tanto los constitucionales como lo fueron con esta supresión
del trono. Habían llegado a ser guardianes más celosos de la monarquía
que los mismos realistas.
La banca, no menos asustada, manifestó sus temores con una baja
enorme en los valores públicos. Del barrio de los banqueros, del batallón
de los hijos de Santo Tomás, habían salido la mayor parte de los

768
guardias nacionales que, unidos a la guardia asalariada habían hecho los
disparos en el Campo de Marte; aquellos guardias nacionales eran
agiotistas o contratistas de palacio, gentes de la casa real, nobles
oficiales. Todas aquellas gentes muy comprometidas empezaban a
temer. El 9 de Octubre el ejército parisiense, que constituía su fuerza,
acababa de perder a su jefe, al que era hacía mucho tiempo su alma y la
causa de su unión; me refiero a Lafayette. En virtud de la nueva ley, se
había visto precisado a dimitir, ya no había comandante general; cada
uno de los seis jefes de división se encargaba del mando por turno. Los
realistas y los fayettistas, muy alarmados, se agitaban, se multiplicaban,
hacían propaganda es. París, hasta el punto de hacer creer que iba a
operarse en la opinión una verdadera reacción en sentido realista.
Algunos fueron engañados por la prensa y por los hombres que dé más
cerca observaban de qué lado soplaba el viento popular. Hebert, el
infame, Pere Duchene, aquel excremento del periodismo, bajamente
ocupado siempre en servir todas las malas pasiones del pueblo, creyó
que éste se inclinaba otra vez a la monarquía y durante algunos días se
dedicó a hacer propaganda realista en su periódico, anatematizando y
execrando del motín revolucionario. ¿Qué más? por una indigna farsa,
aquel ateo hablaba de Dios y amenazaba a los malos con los castigos de
Dios en la otra vida.
La Asamblea, aun crédula, se engañó también, creyó que París era
más realista de lo que era verdaderamente y temió haber ido demasiado
lejos. Durante la noche del 5 al 6, los diputados, solicitados uno a uno,
rodeados, rogados, seducidos por las mujeres, por los intrigantes, por
los hombres de reputación y de autoridad, sus predecesores de la
Constituyente fueron convertidos. Se les dijo que el rey si se sostenía el
decreto no abriría la sesión y que cambiaría sus ministros. ¿Era preciso
dejar que apareciese ante Europa de una manera tan patente la discordia
entre los poderes públicos? La Asamblea, cambiada de la noche a la
mañana, deshizo su obra del día anterior. No derogó el decreto, pero
acordó su aplazamiento.
Alegría grande e insolente produjo el hecho entre los realistas;
pasaron repentinamente del temor a la amenaza. Royou, en el Amigo
del rey, hizo notar con desdén la inconsecuencia de la Asamblea y le dio
una lección que esta aprovechó después. La autoridad que se ablanda
está perdida. No se puede ni respetar ni temer a un poder que retira hoy
la ley que ayer hizo.
Este loco espíritu de provocación no se limitó a las palabras. Había
entonces entre los oficiales nobles de la guardia nacional, en la guardia

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constitucional del rey que se trataba de formar, muchos espadachines,
gentes que seguros de su destreza, insultaban a todo el mundo. La corte
estimaba mucho a esta gente, que todos los días le creaba una infinidad
de enemigos. Uno de ellos, M. d' Ermigny, oficial de la guardia nacional,
realizó un hecho verdaderamente grave. El 7, día de la sesión regia, por
la mañana entró en la sala, había aun pocos diputados, se dirigió al azar
a uno de ellos, Goupilleau, quien el 5 había expuesto con claridad su
opinión sobre la cuestión del trono, le puso el puño en la cara y dijo: «Ya
nos conocemos: mucho cuidado; ¡si continuáis os haré acribillar á
bayonetazos!» Acudieron los hujieres indignados, pero el presidente
Pastoret no se indignó y negó la palabra al diputado insultado, que
quería denunciar el hecho. Insistieron varios diputados. Ermigny fue
llevado a la barra, pero fue absuelto después de presentar algunas
excusas.
Mientras tanto los realistas, muy numerosos en las tribunas,
hartaban sus ojos y su corazón con aquel trono disputado, que la
Asamblea les parecía haber concedido al miedo y que se les presentaba
como el símbolo profético de la próxima caída de la Revolución.
Aplaudían a aquel trono de madera, sin inquietarse de si su alegría debía
ser considerada por la Asamblea como un nuevo insulto. Un diputado
respondió. El paralítico Couthon, dando pruebas de un vigor y de una
iniciativa que no permitían esperar en manera alguna su estado
impotente y su dulce fisonomía, inició la cuestión que más
personalmente atañía al rey, la que le tocaba en el corazón tanto y más
que el trono: solicitó y obtuvo que 'se examinaran inmediatamente las
medidas que debían tomarse con respecto al clero, relativamente al
terror que los sacerdotes refractarios hacían pesar sobre el clero
sometido a la ley.
Entró el rey, resonaron unánimes aplausos. La Asamblea gritó:
¡viva el rey! Los realistas desde las tribunas, para causar despecho a la
Asamblea, gritaron: ¡viva su majestad! En un discurso
conmovedor, hábil, obra de Duport-Dutertre, el rey enumeró las leyes
nuevas, inspiradas en el espíritu de la Constitución, que la Asamblea iba
a dar a Francia. Supuso que la revolución había terminado. Y él era como
rey del clero, como jefe voluntario o involuntario de la emigración, de
todos los enemigos de Francia, el obstáculo contra el cual la revolución
debía proseguir su lucha, si no quería perecer. La Asamblea, muy joven
aun, no se explicaba bien esto: no preveía nada de lo que ella misma iba
a hacer. Se sintió conmovida cuando el presidente, Pastoret, aludiendo

770
a una frase del rey, que decía que necesitaba ser amado: y también
nosotros necesitamos, Sire, ser amados por vos.
Por la noche se produjo la misma impresión en el teatro a donde
fue el rey con su familia; fue aplaudido por los hombres de todos los
partidos y muchos lloraron; el rey derramó también lágrimas.
Sin embargo, los hechos son los hechos; las dificultades de la
situación persistían. El informe prudente y moderado de Gallois y
Gensamé sobre los disturbios religiosos de la Vendée causó por su
misma moderación una profunda impresión (9 de Octubre). No podía
tacharse de exagerado. El informe había sido escrito, en gran parte, bajo
la inspiración de un político muy clarividente, el general Dumourier, que
mandaba en el Oeste, hombre tanto más tolerante cuanto que era
indiferente a las cuestiones religiosas. Por consejo suyo, los dos
comisarios habían modificado la decisión severa de los directorios de
aquellos departamentos, que ordenaba a los sacerdotes refractarios
abandonar los lugares que turbaban con su presencia, y se establecieran
en las capitales.
Este informe abrió los ojos a Francia, que se vio arrastrada por el
fanatismo al borde de la guerra civil.
Las primeras medidas propuestas fueron sin embargo bastante
suaves. Touchet solicitó solamente que el Estado dejase de pagar a los
sacerdotes que declararan no querer prestar obediencia a las leyes del
Estado, dando, sin embargo, pensiones y socorros a los viejos o
enfermos. La Asamblea era entonces tan joven y estaba tan apegada a
los principios absolutos, que varios de los diputados revolucionarios,
entre otros el joven y generoso Ducós, reclamaron contra Touchet en
nombre de la tolerancia. Pero nadie lo hizo con más calor, que el obispo
constitucional Torné, quien para justificar a sus enemigos en cuanto le
era posible, declaró: «Que su negativa obedecía a grandes virtudes» que
era preciso atribuirlas más que a ellos a la mala voluntad del poder
ejecutivo, que bajo mano estimulaba la resistencia. Este último era
cierto y muy pronto se tuvo la prueba de ello en Calvados, en donde el
ministro Delessart había animado a los adversarios de Touchet a
trabajar en contra de él.
Este fue el principio de la guerra interior; el asunto de los
sacerdotes era el lado más temible. La cuestión de la guerra interior se
planteó al mismo tiempo, al principio con motivo de las medidas que
habían de tomarse contra los emigrados. La emigración, para la cual se
pedía tolerancia tanto como para los sacerdotes, tomaba, como estos,
la ofensiva; una ofensiva que, no por ser siempre directa, no era más

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irritante. Los emigrados, tratando de ganar las tropas, alistando gentes
entre los nobles de grado o por fuerza, amenazando a los caballeros o a
sus deudos que no partían. Los caminos estaban llenos de coches que
se dirigían a la frontera, llevando grandes cantidades de dinero
adquirido sin reparar en los medios. La frontera estaba ocupada por los
emigrados que se agitaban, establecían inteligencias, tanteaban las
plazas fuertes y se impacientaban por entrar. Los ministros de Luis XVI,
las administraciones centrales o de departamentos hacían la vista gorda
o ayudaban. Alguna administración económica, por ejemplo,
multiplicaba, llevaba a sus empleados más activos a la frontera,
aproximándolos a la tentación, teniéndolos dispuestos a pasar o a
recibir a los emigrados que pasaran y a prestarles mano fuerte.
Francia era como un desgraciado a quien se obligara a estar
inmóvil mientras que una nube de insectos le acosa, buscando con el
aguijón la parte más blanda; le inquieta, le ataca, le pica, aquí y allí, bebe
su vida, chupa su sangre.
Brissot planteó la cuestión (20 Octubre 91) de una manera
humana, elevada, que aun hoy día da la pauta con la que la historia debe
juzgarla. Pidió que se distinguiera entre la emigración del odio y la
emigración del miedo, que se tuviese indulgencia para esta y severidad
para aquella. Declaró, de acuerdo con las ideas de Mirabeau, que no se
pudiera encerrar a los ciudadanos en el reino; era preciso dejar las
puertas abiertas. Rechazó igualmente toda medida de confiscación y
solicitó únicamente que cesara el abuso ridículo de pagar sueldo a
gentes armadas contra nosotros, a un Condé, a un Lámbese, a un Castro
de Lorena. Propuso que se ejecutara el decreto de la Constituyente, que
sujetábalos bienes de los emigrados a un triple impuesto. Quiso que se
castigara principalmente a los emigrados prisioneros, los jefes, los
grandes culpables; refiriéndose especialmente a los hermanos del rey.
Después, a más de los emigrados, dirigió sus tiros a sus
protectores, los reyes de Europa; señaló la tempestad en el horizonte.
La alianza imprevista, monstruosa de Prusia y Austria que de repente se
habían hecho amigas. Rusia insolente, violenta, que prohibía al
emperador que se exhibiera en las calles y enviaba un ministro ruso a
los emigrados de Cobleza. Los principillos halagando a los grandes con
ultrajes a Francia. Berna castigó a una ciudad por haber cantado los
himnos de la Revolución. Ginebra armó sus fortificaciones, y dirigía
contra nosotros las bocas de sus cañones. El obispo de Lieja no se dignó
recibir a un embajador francés. Brissot no da aun completa idea sobre
el odio furioso de las potencias contra la Revolución; no dice que en

772
Venecia apareció una mañana en la plaza un hombre estrangulado por
la noche por orden del Consejo de los Diez, con esta lacónica frase:
«Estrangulado por francmasón». En España un pobre emigrado francés,
realista, pero volteriano, fue preso por la Inquisición por filósofo ideista.
Cuando estaba ya vestido con el horrible sambenito se le quiso arrancar
una vergonzosa confesión contraria a su conciencia, más el desgraciado
prefirió darse la muerte. Este hecho lamentable es conocido por la
relación hecha por un agente de los inquisidores, quien lo presenció y lo
describió, por el mismo escribano Llorente (1791).
Brissot indicó con precisión lo que querían nuestros enemigos, el
género de muerte que preparaban a la Revolución: ¿el hierro? —No, la
asfixia, la mediación armada para emplear el dulce lenguaje de la
diplomacia. Y añadió con la misma claridad que nos rogarían con la
espada en la mano que nos hiciéramos ingleses, que aceptáramos la
constitución inglesa, sus Pares, su Cámara alta, sus vejeces
aristocráticas. Si hoy día se leen las memorias, entonces inéditas, ya de
los ministros extranjeros, ya de nuestros constitucionales, se
encuentran en ellas pocas cosas que no fueran adivinadas por Brissot
en aquel notable discurso.
«Y bien, dijo: si las cosas llegan hasta aquí, no debéis
contemporizar; es preciso que ataquéis vosotros.» Un aplauso inmenso
partió de las tribunas y de la mayoría de la Asamblea.
Los acontecimientos se encargaron de aplaudir y confirmar con
otra fuerza. Desastres, movimientos audaces de la contrarrevolución
venían a asombrar a la Asamblea, y como otros tantos mensajeros de
guerra a arrojar el guante a Francia.
A últimos de Octubre se supo el efecto que había producido en
todas las potencias la carta en que el rey anunciaba su aceptación. No
hubo una que creyera en su sinceridad. Rusia y Suecia devolvieron los
despachos sin abrirlos, y el 29 firmaron un tratado para un armamento
naval con el fin de hacer un desembarco en nuestras costas. España
contestó que no respondería ni recibiría nada de Francia. El emperador
y luego Prusia se mostraron acaso más amenazadoras en realidad, bajo
formas más dulces (23 de Octubre), amenazas para Francia, dulzura para
Luis XVI. «Deseamos, decía el emperador, que se evite la necesidad de
tomar precauciones serias contra la repetición de actos que daban lugar
a tristes augurios...» ¿Qué precauciones? Aclaraba esta palabra oscura
en una circular a las potencias, en la que les advertía que era preciso
continuar en observación y declarar a París «que subsistía la coalición.»

773
Todavía no les convenía a los reyes comenzar el ataque. Esperaban
que la guerra civil desgarrara la Francia y se les entregase. Dos hechos
horribles que llegaron a noticia de la Asamblea uno detrás de otro, a
fines del mismo mes, podían aumentar aquellas esperanzas.
Viose, por decirlo así, una espantosa columna de fuego que se
elevaba sobre el Océano. Santo Domingo estaba ardiendo.
Digno fruto de las tergiversaciones de la Constituyente, que, en
aquella cuestión terrible, flotando entre el derecho y la utilidad, parecía
que sólo había enseñado la libertad a los desdichados negros para
quitársela en seguida dejándoles únicamente la desesperación. Un
mulato, un joven heroico, Ogé, diputado de los hombres de color en la
Asamblea, que había llevado desde Francia los primeros decretos, los
decretos libertadores, intimó al gobernador para que aplicase la ley.
Perseguido y entregado por las autoridades de la parte española de
Santo Domingo, fue bárbaramente enrodado vivo. Se produjo una
especie de terror: los plantadores multiplicaron los suplicios. Una noche
se sublevaron sesenta mil negros, y se entregaron a la matanza y al
incendio, a la guerra de salvajes más espantosa que se había visto.
El otro suceso, menos grave materialmente, pero terrible, más
cercano a nosotros, contagioso para el Mediodía, y que podía ser el
principio de un vasto volcán, fue la tragedia de Avignon.
La contrarrevolución acababa de dar el golpe más audaz. El
domingo (16 de Octubre del 91), hizo asesinar por el populacho, al pie
del altar, á Lescuyer, jefe del partido francés contra los papistas. El
crimen de aquel hombre, nada violento, y el más moderado de su
partido, consistía en haber comenzado la venta de los bienes de los
conventos y en haber pedido como magistrado el juramento cívico a los
curas. Un milagro de la Virgen había incitado al pueblo a cometer aquel
acto horrible. Los hombres le habían aplastado el vientre a palos. Las
mujeres, para castigar sus blasfemias, le habían recortado á tijeretazos
los labios festoneándoselos. Los papistas se habían apoderado de las
puertas de la ciudad. Pero el partido revolucionario se rehízo, y aquella
misma noche vengó a Lescuyer dando muerte a sesenta personas que
fueron degolladas en el palacio de los papas y arrojados al fondo de la
torre de la Glaciere.
Vencida la contrarrevolución en Avignon, logró, sin embargo, con
su impotente tentativa una gran ventaja, acabando con la paciencia del
partido revolucionario, de suerte que ciego y furioso con aquellas
horribles represalias, se hizo odioso.

774
CAPITULO XXV

Revolución de Avignon el 90 y 91.—Muerte de Lescuyer (10 de Octubre


del 91).

Como el partido francés de Avignon, salvó el 90 al Mediodía. —Del derecho del papa—
El reinado de los curas.—Irritación de la burguesía.—Revolución del II de Junio del 90.—El partido
francés castigado por el servicio que hizo a la Francia.— Avignon emprende, en nombre de
Francia la Conquista del Condado —Duprat, Rovere y-Mainvielle —Su primera expedición a
Carpentras, (Abril del 91), su fracaso —Asesinato de la Villasse, Abril del 91).—Segunda
expedición á Carpentras —Jourdan cortacabezas —Francia envía mediadores (Mayo del 911) —
Influencia que- ejercieron sobre ellos las damas de Avignon - Es seducido el intermediario
Mulot.— Se ve obligado a huir de Avignon Agosto). El pueblo cansado de la Revolución —La
Asamblea decreta la reunión (15 de Septiembre). —Mulot reanima al partido francés realista.
— Los papistas cobran valor. — La virgen hace milagros. —Lescuyer es asesinado en la iglesia,
(16 de Octubre del 91)

El fatal suceso de Avignon, aunque en apariencia fue local, ejerció


sobre la revolución en general, una gran influencia como vamos a ver.
Tenemos que detenernos aquí.
Avignon fue el punto donde al verse frente a frente, y
violentamente contrapuestos el uno al otro, los dos principios, el viejo y
el nuevo, mostraron lo horrible de una lucha furiosa. Reprodujo
anticipadamente. y en pequeño, como en un espejo mágico, la imagen
de las escenas sangrientas que iban a representarse en Francia. En aquel
espejo se veían Setiembre, la Vendee y el Terror.
Y no tan solo Avignon en su reducido escenario mostró y produjo
aquellos horrores, sino que lo más terrible fue que los autorizó de
antemano, en cierto modo los aconsejó con su ejemplo, y dio, para una
gran parte de los actos más barbaros, un modelo que el inepto crimen
imitó servilmente. Avignon había copiado y lo fue a su vez. Ahora
explicaremos esta generación del mal, su repugnante fecundidad.
Pero antes de referir los crímenes de aquel pueblo infortunado,
que fueron en parte debidos a su situación, a la triste fatalidad de sus
precedentes, justo es que digamos también todo lo que le debe la
Francia.
Recuérdase que las primeras tentativas de la contrarrevolución se
hicieron en el Languedoc, por los restos aun calientes de las antiguas
guerras religiosas. Millones de católicos, al hallarse en presencia de
unos cien mil protestantes, si se pudieran comparar la Revolución y el
protestantismo, la Revolución, como protestante, corría riesgo de ser
degollada. Esta combinación ingeniosa fracasó por la actitud de los

775
católicos del Ródano, especialmente de los de Avignon, que al
manifestarse tan revolucionarios como los protestantes del Languedoc
desbarataron aquellos propósitos; la guerra fue política, no llegó a ser
religiosa; fue violenta y cruel, más sin poder injertarse por completo en
las viejas raíces malditas que se hundieron en la tierra desde los
Albigenses a la San Barthelemy, a los asesinatos de Cevennes. Si la
epilepsia fanática, esa enfermedad eminentemente contagiosa, que en
la guerra de Cevennes hirió a todo un pueblo, le hizo delirar y profetizar,
si por desgracia hubiese renacido, hubiéramos presenciado un
espectáculo extraño, horriblemente fantástico, como no nos le ofreció
el mismo Terror.
En dos palabras: la cuestión se embrollaba en el Languedoc con
un elemento muy obscuro sumamente peligroso. La luz se hizo sobre el
Ródano, luz terrible que sin embargo anunció el peligro.
El partido Francés de Avignon se hizo Francés, prescindiendo de
Francia y a pesar de Francia. Contra su voluntad le prestó un señalado
servicio. Tenía en contra suya generalmente a las autoridades realistas,
fayettistas y constitucionales. Encontró en su seno todos los recursos,
nació y vivió de sí mismo. Cruelmente rechazado y renegado por
Francia, sin rebelarse se arrojó en los brazos de aquella madre, tan poco
sensible que le rechazaba siempre. Sin embargo, la sirvió con una
obstinada abnegación. ¿Qué hubiera sucedido en Judío en 1790 si el
hombre de Nimes, Froment, que había sembrado por doquier un
reguero de pólvora, que por Avignon y los Alpes se relacionaba con los
emigrados, ¿qué hubiera sucedido si hubiera podido elegir el momento?
Avignon no lo permitió. Encendida la contra mina estalló a lo largo del
Ródano. Froment se vio precisado a obrar demasiado pronto e
inoportunamente; todo el Mediodía se salvó.
El infortunado Lescuyer fue quien en aquel día memorable arrancó
de los muros de Avignon los decretos pontificios. Lescuyer era francés
de Picardía, exaltado y a pesar de ello reflexivo, más capaz de coordinar
ideas que sus furiosos asociados. No era joven. Establecido hacía mucho
tiempo en Avignon como notario, no tenía prejuicio alguno contra el
gobierno pontificio; en cierta ocasión dedicó unos versos al legado
(1774). Pero cuando conoció los horrores de aquel gobierno venal, la
tiranía de los curas y de sus queridas, de los agentes italianos, que
vendían a los deudores el derecho de no pagar, llegando hasta el
extremo de comprometerse a publicar una disposición determinada
para que en su virtud se fallase un proceso en el sentido que se
conviniera, cuando vio la carencia absoluta de garantías, los

776
procedimientos inquisitoriales, el tormento y la estrapada, etc.,
entonces volvió los ojos a su patria, a Francia y deseó que. llegase el día
en que Francia libre libertara a Avignon.
El parlamento de Aix había recordado cien veces a nuestros freyes
la nulidad del título de los papas. Aquel desgraciado país había sido no
vendido, sino dado por Juana de Nápoles, siendo menor de edad, a
cambio de la absolución de un asesinato que habían cometido sus
amantes. Al llegar a su mayor edad reclamó contra la cesión y afirmó
que había sido involuntaria, arrancada a su debilidad.
¿Qué importaba, por otra parte, esta antigua historia? Aunque le
hubiera asistido el derecho al papa, debía perderle «por causa de
indignidad». ¿En qué estado de corrupción y de barbarie había sumido
a aquel pueblo? La abominable guerra civil, ocasionada por la expulsión,
del papa, es una acusación contra él. Aquella Provenza, en otro tiempo
tan civilizada, aquella tierra adorada del Petrarca, una de las grandes
escuelas de la civilización ¿á qué había quedado reducida en manos de
los curas?
Desde hacía mucho tiempo Avignon llevaba la guerra en su seno,
mucho antes de que estallase. En aquel pueblo de treinta mil almas
había dos Avignon, el de los curas y el de los comerciantes. El primero,
con sus cien iglesias, su palacio del papa, sus innumerables
campanarios, la ciudad carillonnante, como la llamaba Rabelais. El
segundo, con su Ródano, sus obreros en sedería, su tránsito
considerable; doble comunicación: de Lyon a Marsella, de Nimes á Turín.
La ciudad comercial, relacionada con el comercio protestante del
Languedoc, con Marsella y con el mar, con Italia, Francia y con el mundo
entero, recibía de todas partes un gran hálito que no le permitía respirar.
Yacía abogada, asfixiada, moribunda. Isla infortunada en el seno de
Francia, como los muertos de Virgilio, miraba a la otra parte, ardiendo
de envidia y de deseos.
El mayor tormento que sufrían los pobres franceses de Avignon,
era el de ser un país de curas, el tener al clero por señor. Era para ellos
una angustia constante el ver aquellos curas cortesanos, inactivos,
elegantes, atrevidos, reyes del pueblo y de los salones, cortejantes de
las damas hermosas, según la moda italiana, señores en las casas de las
mujeres del pueblo que les recibían de rodillas y besaban sus blancas
manos. El original de aquellos curas ítalo-franceses del Condado, fue el
hermoso abate Maury, hijo de un zapatero, más aristócrata que los
grandes señores; Maury, el hablador admirable, el libertino,
emprendedor, orgulloso como un duque o como un par, insolente como

777
un lacayo. El retrato de aquel Frontin es precioso para los artistas, como
tipo de desvergüenza y de falsa energía.
En ninguna parte se aprende a odiar tan bien como en las ciudades
de los curas. El suplicio de tenerles que obedecer produjo en Avignon
un fenómeno nunca visto en tan alto grado: un negro infierno de odio
que superaba a todo lo soñado por el Dante. Y, cosa extraña, aquel
infierno estaba en los corazones jóvenes. Excepción hecha del notario y
de un escribano, todos los directores o actores principales de la San
Barthelemy de Avignon fueron jóvenes hijos de familias de
comerciantes. Es raro que se nazca furioso y odiando; aquellos traían en
el aliento y en la sangre, en lo más profundo de su corazón, la diabólica
herencia de las antiguas enemistades. En el momento en que vieron
brotar del seno de Francia aquella divina antorcha de justicia que
juzgaba a sus enemigos, creyeron autorizados sus viejos odios por la
razón nueva, y prendados violentamente de la deslumbrante luz, se
pusieron a odiar más todavía en proporción de su amor.
Fuese el que fuese el partido vencedor, el de los amigos de la
libertad o el de la contrarrevolución, eran seguros horribles atropellos.
Unos y otros tenían en el populacho un terrible instrumento, movible y
bárbaro, raza mestiza y turbulenta, celta-greco-árabe, con mezcla de
italiana. Ninguna tan inquieta y ruidosa Como ella. Agréguese a esto
una organización de cofradías, de corporaciones, sumamente peligrosa,
bandas de marineros, de artesanos, de mozos de cuerda, los hombres
más violentos. Y por si esto no fuera suficiente, los rudos viñadores de
la montaña, raza cruel y feroz, vendrán a herir en caso necesario.
Elementos verdaderamente indomables que se movían muy fácil
mente; ¿pero quien era capaz de dirigirlos? Puede encauzarse el Ródano
y los torrentes que atraviesan los abruptos valles del Condado; ¿pero
¿quién podrá contener las tormentas repentinas que de pronto, negras
y terribles, flotan alrededor del Ventoux? Cuando estallan, rompen,
desgarran y arrasan cuanto se opone a su paso.
En un país así predispuesto, todo debía convertirse en furor. El
hermoso momento de Junio y Julio del 90, el de las federaciones, fue
marcado con sangre en Avignon. La ciudad unida a Francia,
pacíficamente y con toda clase de respetos y consideraciones, rogó al
legado que se fuese. Creó magistrados, erigió, con el fervor de una fe
nueva y conmovedora, su altar a la libertad. Una burla, un insulto,
suscitó en el pueblo en un momento una espantosa tempestad.
Habiendo ahorcado los papistas, por la noche, un maniquí condecorado
con una banda tricolor, pareció que Avignon se conmovía hasta en sus

778
cimientos; sacó de su casa a cuatro papistas, sospechosos de ser los
autores de aquel sacrilegio (dos marqueses, un burgués y un obrero) y
fueron colgados en sustitución del maniquí, en medio de furiosas
carcajadas (11 de Junio de 1790). Los directores revolucionarios, aunque
hubieran querido, no hubiesen podido sustraerlos a la venganza del
pueblo.
Su situación era verdaderamente difícil entre aquel pueblo
ingobernable en su nueva libertad, y Francia, a la que llamaban en vano.
Les colocaba en la alternativa de perecer o de salvarse empleando la
violencia. Se arrojaban en sus brazos y les enviaba al crimen o a los
suplicios. Celebrábase la feria de Beaucaire; había acudido a ella todo el
Mediodía, atraído por el comercio y la federación. Los libertadores de
Avignon fueron a fraternizar con los que llamaban sus conciudadanos a
los que habían prestado tan buen servicio en el terrible momento de
Nimes. ¡Qué triste desengaño! Encontraron a las autoridades mal
dispuestas; al pueblo ocupado en sus negocios, manifestándoles pocas
simpatías, prestando oído a las mentiras de la aristocracia. La Asamblea
constituyente llevó su indiferencia hacia ellos hasta la barbarie.
Halagaba al papa en la gran cuestión del clero, lisonjeaba al rey por sus
escrúpulos de conciencia; pero no apreciaban la sangre y la vida de los
que venían a sacrificarse por nosotros, de los que hacían donación al
reino de la mitad de la Provenza, le devolvían el Ródano y le aseguraban
el Mediodía. Entonces se verificaba el primer ensayo de la reacción; la
Asamblea daba las gracias a Bouillé por la matanza de Noaney. Aplazó
la cuestión de Avignon (28 de Agosto del 90) y con esto dio al partido
antifrancés un funesto vigor y esperanzas insolentes. La reacción siguió
su curso. El papa escribió con osadía que mandaba anular todo lo que
se había hecho en el Condado, que se restablecieran los privilegios de
los nobles y del clero y que. de nuevo funcionara la Inquisición con el
mayor rigor. Este documento está fechado el 6 de Octubre del 90, el
mismo día en que Luis XVI escribía al rey de España su primera protesta
que dirigió después a todos los reyes de Europa.
Avignon se hallaba en una situación intolerable, aislada, como
sitiada. A sus puertas, a la distancia que puede verse desde lo alto de
sus torres Lisié y Cavaillon, pueblecillos que por un momento
enarbolaron la bandera francesa, alzaron de nuevo la del papa. La
consigna les fue dada por la antigua rival de Avignon, la orgullosa e
insignificante Carpentras, el nido de la aristocracia. Los de Avignon,
cuando fueron a Cavaillon para reanimar al partido de los patriotas,
encontraron a quince o veinte alcaldes de municipios franceses,

779
caballeros de los alrededores que se habían reunido allí en defensa del
papa y contra el partido francés. En las prisiones de Carpentras se
bailaban encerrados los mejores amigos de Francia, que habían sido
apresados en Cavaillon y Lisie.
La Asamblea constituyente, a la que se suplicó que interviniera en
Octubre del 90, había enviado a Avignon el regimiento de Soissonnais y
algunos dragones de Penthievre. Fue una eficaz ayuda para la
aristocracia. La mayor parte de nuestros oficiales estaban de su parte.
En aquel momento creyeron los de Carpentras que habían puesto la
guarnición en Avignon. En Cavaillon y en todas partes hicieron renovar
el juramento al papa (20 de Diciembre del 90). En represalias Duprat y
los otros jefes del partido francés, fueron á Aix, a Tolón y a Marsella a
pedir auxilio. Se presentaron en Nimes e hicieron a los protestantes las
más tentadoras ofertas pidiéndoles que fueran a establecerse en masa,
formando una gran colonia en el seno de la ciudad papal, siendo
acogidas con frialdad sus proposiciones. Sin embargo, un rico
comerciante les regaló algunos millares de cartuchos. Tenían dinero,
pues desde Octubre habían comenzado a apoderarse de la plata de los
conventos y de las iglesias. Reclutaron mucha gente de los pueblecillos
y del mismo Carpentras, de donde la minoría patriota se vio obligada a
huir, y basta de aquel regimiento francés en que tanto había confiado la
aristocracia. Halagaron y ganaron a una parte de los soldados,
haciéndoles favorables o neutrales. Hecho esto se decidieron, volvieron
a apoderarse de la alcaldía, del arsenal y de los puertos. Los oficiales
aristócratas fiaban poco en sus soldados para librar la batalla.
No fue esto todo: con una audacia increíble, en la noche del 10 de
Enero, sin preocuparse de los oficiales, ni de los soldados fieles al
partido de los mismos, ni de una gran parte de la población aun papista
que dejaban en Avignon, partieron para volver a conducir a Cavaillon a
los patriotas de esta ciudad. Iban con ellos ciento sesenta soldados
franceses que marchaban a la vanguardia, a fin de que su uniforme
intimidase al enemigo. Los atrevidos directores de la empresa, los jefes
verdaderos de la fuerza eran dos jóvenes, Duprat, de 29 años, y
Mainvielle, de 25. Para evitar cuestiones de amor propio habían elegido
general, según la costumbre italiana, a un extranjero, el caballero Patrix,
catalán establecido en Avignon. La ciudad, poco fortificada, fue atacada
y defendida con mucho valor, obstinación y encarnizamiento; más al fin
fue tomada y saqueada. En Carpentras fue tan grande el terror que
produjo este saqueo, que inmediatamente enarboló la bandera francesa

780
como una especie de pararrayos, sin cambiar sin embargo de partido ni
libertar a los patriotas que tenía en sus prisiones.
Los de Avignon estaban ebrios de alegría por su triunfo en
Cavaillon. Ellos, los franceses de ayer no aceptados por Francia eran los
que acaban de asestar el primer golpe a la contrarrevolución. Este gran
movimiento guerrero que comenzaba a agitar el reino era aún un vano
alarde, palabras huecas en otras partes; pero allí se traducía en hechos.
¡Y con qué pocos recursos! con qué débiles medios! más no importa. La
pequeña Roma del Ródano se colocaba con este ensayo a la vanguardia
del mundo en la guerra por la libertad.
No es necesario decir que los que así hablaban eran los jóvenes,
sobre todo, y especialmente los tres que ya hemos nombrado, Duprat el
mayor, Mainvielle y Rovere; tres hombres que llamaban la atención a
primera vista por su belleza, su energía y su fecunda meridional. Tenían
algo, sin embargo, extraño y discordante. Los tres, además de su
violento fanatismo, eran excesivamente ambiciosos; pero cada cual lo
era a su modo. Duprat, bajo formas suaves, exsecretario de Mr. De
Montmorency, acostumbrado a contenerse; pero tenía una necesidad
terrible del poder, un alma de tirano, imperiosa, atroz en caso necesario.
Lo que tenía él en su interior, lo tenían la otra exterior mente. Rovere
era el movimiento, Mainvielle la tormenta y la tempestad. El primero de
aspecto noble y militar, activo, intrigante, había hecho su carrera bajo el
antiguo régimen; guardia del papa, se presentaba como descendiente
de los ilustres Rovere, de Italia; había hecho una buena boda y comprado
un título de marqués; cuando estalló la Revolución probó que su abuelo
había sido carnicero. Protegido al principio por los Girondinos, se separó
pronto de la Gironda; ardiente Montañés, después Termidoriano y
reaccionario lleno de celo, en Fructidor fue víctima de sus rápidas
conversiones y murió en el desierto de Sinamary.
El más joven de los tres, Mainvielle, era acaso el más sincero, el
más profundamente convencido. En cambio, era el más furioso. Era muy
guapo, de rostro femenil, y daba miedo. Trastornado a cada momento
por las tempestades de su carácter, se veía en el un hombre trágico y
fatal, uno de aquellos que por su violencia innata parecen destinados a
las furias. Cruel por sus arrebatos, no se traslucía en su persona el signo
innoble de la barbarie; su cabeza tenía la belleza de las Eumérides.
Mainvielle era el tipo de la juventud de Avignon. Hijo de un rico
comerciante de sedas, criado entre las costumbres galantes y feroces de
su extraño país, tenía, para acabar de alterar su alma inquieta, dos
amores, y los dos adúlteros, la mujer de su amigo Duprat y la Revolución

781
francesa, de la que fue uno de sus más funestos é ilegítimos amantes.
Al menos, murió por ella con una dicha frenética el día en que pereció la
Gironda. En aquel tiempo en que todos morían como héroes, asustó a
los que lo presenciaban, por el ardor salvaje con que cantó la Marsellesa
al subir a la guillotina y poner el cuello bajo la cuchilla.
Tales fueron los tres audaces que, sin recursos, sin ejército ni
hacienda, intentaron la empresa de conquistar el Condado en provecho
de Francia. Hicieron un llamamiento a los proscriptos del partido francés
que de toda la provincia se concentraban en Avignon y llegaron a reunir
seis mil hombres. De dinero no pudieron recoger más que el que habían
obtenido de la plata de los conventos. Si Lescuyer y los demás que
estaban encargados del material llegaron a equipar tal cual aquel
ejército, es indudable que lejos de aprovecharse del pillaje, como se les
ha echado en cara, tuvieron que hacer, la mayor parte de ellos,
sacrificios personales y combatir con su fortuna lo mismo que con su
persona.
En pleno Enero partieron con Patrix y Manvielle a la cabeza,
montado éste sobre un brioso caballo blanco que parecía orgulloso
presintiendo la victoria. Las mujeres a las puertas de sus casas, las
damas en las ventanas contemplaban el desfile de aquel ejército bizarro,
compuesto de hombres pertenecientes a todas las clases; muy pocos
uniformes; unos relumbrantes, otros destrozados. Muchas sonrisas y
muchos pañuelos blancos agitados desde las ventanas, pero pocos
votos sinceros.
El 20, cerca de Carpentras, encontró el ejército a los magistrados
franceses de Orange, quienes, por humanidad, acaso por simpatía hacia
la ciudad aristocrática, intentaron intervenir; pero era ya tarde.
Mainvielle se opuso a la conferencia con gran altanería e impaciencia;
ardía en deseos de combatir.
Apenas llegados a la vista de Carpentras, situaron los cañones en
batería e hicieron algunos disparos. Pero de pronto, descienden del
Ventoux unas negras nubes, sopla el viento y cae copiosa lluvia y
granizo, una lluvia fría, helada, un granizo acerado y violento. Aquellas
bandas poco aguerridas, compuestas en su mayoría de habitantes de la
ciudad, empiezan por asombrarse. Corren en busca de abrigos y acaban
por declararse en un completo desorden. No es aquello una rápida
tormenta de verano, sino una larga tempestad de invierno; las llanuras
se inundan, los torrentes vienen crecidos. Poco a poco y tiritando
nuestra gente vuelve a todo correr.

782
¿Quién había vencido? La virgen; así lo aseguraron las señoras de
Carpentras; sensible a sus oraciones, se encargó de responder a aquel
ejército fanfarrón y desalmado, al cual un poco de lluvia caída en el
rostro le hizo volver las espaldas y sirvió de objeto a las canciones de
las mujeres y de los niños. Una plancha de bronce eternizó la memoria
de este milagro; una fiesta votiva conmemoró todos los años el triunfo
de la virgen, la humillante decepción de los sacrílegos de Avignon.
Estos, que hubieron de volver silenciosamente, también sufrieron
la cruel alegría de los aristócratas. No se atrevían a burlarse en su cara;
pero de lejos les lanzaban mil dardos que les herían por caminos
indirectos. Las sonrisitas de las mujeres, las bromas que amigos
caritativos se apresuraban a hacer llegar a aquellos que eran objeto de
ellas, les llenaban de furor. Comenzaron a sentirse rodeados de
enemigos; llenos de desconfianza y de temor, se volvieron hacia su
adversario natural, el clero y le exigieron el juramento cívico. Pero su
fracaso de Carpentras les había hecho desmerecer en la opinión. El
fanatismo, envalentonado, intentó un golpe desesperado, que si
quedaba impune destrozaría el partido francés. Los magistrados
patriotas de la ciudad de Vaison, Anselmo y La Villasse les habían
pedido que enviasen a Avignon un cura constitucional porque el antiguo
había emigrado. Esta fue su sentencia de muerte. Se aguijoneó a los
aldeanos; la Asamblea aristocrática les impulsó al crimen; se
apoderaron de Vaison, estrangularon en sus casas a La Villasse y
Anselmo (23 Abril 91). Este asesinato autorizado y legalizado, este
ensayo para aterrorizar a los magistrados patriotas, produjo en todo el
Ródano el efecto de una descarga eléctrica. El Alcalde de Arlés,
Antonella, noble patriota, militar, filósofo que había abandonado las
letras para ayudará la Revolución, fue a ofrecerse a los de Avignon con
tropas y cañones; subió al púlpito de la catedral y arengó al pueblo
incitándole a que vengara la muerte de sus magistrados indignamente
asesinados.
Duprat y Mainvielle partieron inmediatamente de Avignon con
tres mil hombres, sin dinero, sin víveres, entregándose al bandolerismo,
a las contribuciones forzadas. Mas por mucho que hicieran, Carpentras
estaba preparado; antes del asesinato de La Villasse se habían
apercibido a la defensa. Toda la aristocracia francesa, realista y
fayettista parecía haberse puesto de acuerdo para hacer experimentar
al partido francés de Avignon una vergonzosa derrota. Carpentras no
había recibido correos oficiales: todo había sido casual; por casualidad
los oficiales franceses que iban a Italia se detuvieron en Carpentras; por

783
casualidad los artilleros de Valence fueron a servir las piezas y por
casualidad los fundidores de la Lorena fueron a fundir la artillería.
También la habían recibido de Provenza, que los de Carpentras decían
haber comprado. La artillería de los de Avignon, mal servida por
soldados bisoños, no hizo daño alguno a la plaza. La población sitiada,
al ver la impotencia de sus proyectiles, salía al campo a recogerlos con
grandes risas. Para colmo de humillación las mujeres habían tomado las
armas, entre ellas, una noble señora del Delfinado; de manera que los
infortunados de Avignon oían decir que las mujeres bastaban para
resistirlos.
La inexperiencia y la indisciplina explican perfectamente este
revés. Duprat y Mainvielle lo achacan a la traición, sospechando del
caballero Patrix, de aquel catalán a quien había elegido general, el cual
había favorecido la evasión de un prisionero de gran importancia. Le
dieron la muerte y le sustituyeron con un hombre ignorante, grosero,
pero que era completamente suyo.
Para conducir aquellas partidas mal disciplinadas formadas por
ganapanes, aldeanos y desertores franceses se necesitaba un hombre
del pueblo y eligieron a un tal Mateo Gouve, que se hacía llamar
Jourdan. Era un francés nacido en una de las más rudas comarcas de
Francia, país de hielo y de fuego, tierra volcánica eternamente azotada
por el cierzo, en las alturas casi desiertas que rodean Puy-en-Velai. En
sus primeros años fue muletero, después soldado y luego tabernero en
París. Trasladado a Avignon vendía allí rubia. Hablador y jactancioso
hacía creer al pueblo que era él quien había cortado la cabeza al
gobernador de la Bastilla y a los guardas de corps el 6 de Octubre. A
fuerza de oírselo repetir se le llamó Jourdan cortacabezas. La suya era
muy cómica, efecto de una singular mezcla de hombría de bien y de
ferocidad. Entre otras particularidades que distinguían a aquel hombre
cruel en cuanto había visto sangre, debe citarse la de que era muy
accesible al llanto; se enternecía fácilmente y algunas veces lloraba
como un niño.
El sitio se convirtió en bloqueo, el ejército vivió como pudo
cobrando a la fuerza las contribuciones, dando a cambio de todo cuanto
tomaba bonos pagaderos sobre los bienes nacionales de Avignon. Hubo
terribles y vergonzosos desórdenes. Después de una insignificante
batalla, en la que los de Avignon fueron vencedores, la infortunada aldea
de Jamáns que se había defendido contra ellos fue tratada como lo
hubiera sido por caribes. Seguían al ejército mujeres que tenían a gloria
comer carne humana.

784
Estas atrocidades dieron fuerza al partido papista, el cual creó en
Santa Cecilia una Asamblea federativa de los municipios, enfrente de la
que el partido francés había formado en Avignon. Este, arrojado hasta
del mismo Avignon por una sesión violenta, se encontró errante,
residiendo, ya en el ejército, ya en Sorgues o en Cavaillón. Para colmo
de desventura, la Asamblea constituyente, reaccionaria también,
declaró el 4 de Mayo que no aceptaba Avignon. Este pareció el golpe de
gracia; Francia exterminaba con una palabra a los que por ella se habían
perdido. El ejército que bloqueaba á Carpentras se sublevó contra sus
jefes, reclamó su soldada; Jourdan enseñó las cajas vacías y lloró ante
sus soldados. Todo estaba perdido; hasta los que se llamaba
constitucionales de Avignon, en el club de los Amigos de la Constitución
declararon a los jefes del partido francés, traidores á-la patria.
Todo aquel partido sólo una cosa podía esperar, ser asesinado en
todas partes. Con el decreto de la Constituyente iba a producirse una
inmensa catástrofe; tanto, que ella misma tuvo miedo de su obra, y
retrocedió. El 24 de Mayo acordó, por humanidad, él envió de alguna
tropa y de tres mediadores para desarmar a los partidos.
No eran los mediadores hombres capaces de dominar aquella
tempestad; eran tres literatos, escritores del antiguo régimen,
conocidos como autores de producciones ligeras y galantes: uno por sus
Amores de Essex, otro por sus Poesías fugitivas, el abate por una
traducción graciosa de Dafuis y Cloe. Lejos de conseguir nada se vieron
dominados y arrastrados como briznas de paja en el terrible turbión. Las
señoras de Avignon les secuestraron sin dificultad y se apoderaron de
ellos. Sin ser hermosas como las de Arles, son diabólicamente vivas,
hábiles y bonitas. En ninguna parte, ni en Francia ni en Italia es tan
expresiva la fisonomía, tan impetuosa la pasión. Son las hijas del
Ródano; tienen todos los torbellinos; como él, son a la vez tiránicas y
caprichosas. Son las hijas del aire, del viento que azota la ciudad, un
viento constante en su agitación, pero ya vivo, seco, provocativo y que
crispa los nervios, ya pesado, calenturiento y llevando consigo una
turbación apasionada. Los extranjeros no pueden resistir al triple
vértigo de las aguas, del viento, de las miradas ardientes é incitantes.
Otra cosa también les embriaga y les entontece, el oír constantemente
en las calles de Avignon, el eterno ¡zou! ¡zou! que silba y su silbido, ese
ruido vertiginoso, imitado por el hombre del pueblo, es para él el grito
del motín, la señal dé la muerte.
Las señoras Duprat y Mainvielle (ésta elegida después como diosa
de la libertad) ejercieron, según se asegura, sobre tales mediadores, una

785
influencia irresistible, obligándoles a cumplir con su deber, en interés de
Francia y de la Revolución. El abate Mulot que Legaba animado de las
mismas buenas intenciones, se inclinó bien pronto hacia el otro lado.
Era un hombre débil y bonachón, de aquella generación más apasionada
que fuerte de los electores del 89, un compañero de los Bailly, de los
Fauchet, de los Bancal, etc. Conocía y ya se había prendado de un joven
de Avignon, hijo de un impresor de aquella ciudad que había ido a París
a perfeccionarse en su arte. Este joven, ó este niño, de corazón y de
aspecto encantador, se apoderó de Mulot al desembarcar éste y le
condujo a casa de su madre. Madama Niel, que así se llamaba, todavía
joven y tan bella como su hijo, era en su imprenta una señora
completamente de la corte, elegante y graciosa; y cuando toda la
nobleza de Avignon emigró, madama Niel y algunas otras de su clase,
quedaron siendo la aristocracia. El pobre abate Mulot creyó ver a Laura
y se sintió Petrarca. Pero esta Laura, más imperiosa, más apasionada
que la antigua, una Laura completamente política, era una realista
furiosa. Era naturalmente reina y necesitaba una corte. Ejerció una
dominación soberana sobre los recién llegados, no sólo sobre el
ordenador, sino que también sobre los ejecutores, sobre los oficiales
más o menos aristócratas que conducían las tropas francesas. Bajo tal
influencia se constituyó una municipalidad realista.
El punto capital de la situación era resolver si en la extremada
penuria en que había quedado la población, abandonada de todas las
personas ricas, se pondría o no mano en los bienes eclesiásticos. Los
mediadores licenciaban el ejército de Vaucluse, pero era menester
pagarlo. Aquel licenciamiento brusco, inmediato, tenía aspecto de
ingratitud; brigantes o no, aquellos hombres habían combatido por la
Francia. Se les despedía dispersos para sus casas y en casi todas partes
eran recibidos a tiros. Faltos de paga, habían tenido que vivir
necesariamente del pillaje y de la violencia; y ahora se les pedían
cuentas. Fueron objeto de venganzas atroces; seres oscuros, ni siquiera
se ha averiguado el número de los muertos. Pero hace creer que debió
ser muy grande el dato de que en una sola aldea hubo once víctimas. La
guardia nacional de Aix sintió tal indignación al ver que se asesinaba tan
impunemente a los aliados de la Francia que se presentó en masa en
aquella aldea, hizo exhumar los cadáveres y obligó a los aristócratas a
que les pidiesen perdón de rodillas.
Aquellas gentes, rechazadas de todas partes, refluyeron sobre
Avignon. Lescuyer y Duprat volvieron a ser los amos. La municipalidad
les negaba el pago de las tropas, que sólo podía verificarse mediante la

786
venta de los ornamentos de las iglesias, de las campanas, de los bienes
eclesiásticos. La masa furiosa de los soldados se apoderó de la
municipalidad y la encerró prisionera en el palacio de los papas
juntamente con madama Niel, su hijo y unas cuarenta personas más. En
vano Mulot, obligado a salir de Avignon, reclamó en favor de ellos.
Habló como intercesor, rogó como hombre, pidió como justicia o como
favor que se les entregasen. En el sombrío presentimiento que le
torturaba llegó hasta confesar el apasionado interés que sentía por
algunos de ellos: «¡Como! decía en su carta; ¿he de ver yo entre cadenas
al único amigo que encontré a mi llegada a Avignon?» Devolviéronle
doce prisioneros, gente extraña e indiferente, pero los otros, y sobre
todo la madre y el hijo, continuaron presos.
La nueva municipalidad procedió a la grande cuanto necesaria
operación de vender los bienes eclesiásticos. Se decidió que las
pequeñas comunidades en que había menos de seis religiosos
quedarían desde luego suprimidas, y que todos darían relación de sus
bienes. Se empezó a fundir las campanas, a reunir y a vender los
ornamentos sagrados. Estas operaciones las practicaban Duprat y los
exaltados con gran estrépito y sin consideración ninguna a las creencias
del pueblo. En vano les advertía Lescuyer que era necesario proceder de
una manera regular y guardando las formas legales. El solo quería la ley.
En nombre de ésta se presentó al capítulo de Avignon e intimó a los
canónigos que eligiesen un jefe constitucional del clero, y les defirió el
juramento cívico que ellos se negaron a prestar.
Todo anunciaba una tormenta. La opinión popular había cambiado
por completo. La soledad y el abandono de la ciudad, la paralización del
comercio y de los trabajos, la creciente miseria, la proximidad de un
invierno cruel entristecían a Avignon. «¡Qué tiene de extraño, decían,
que nos muramos de hambre, cuando las iglesias han sido violadas y el
santo sacramento arrancado de los altares y vendido a los judíos!» Lo
que más les irritaba era ver destrozar las campanas; no se daba un
martillazo sobre ellas que no repercutiera en el corazón de las mujeres;
les parecía que la ciudad, al quedarse muda, había sido abandonada por
Dios.
La situación del partido francés, reducida a un exiguo número, se
hizo muy peligrosa. Hizo un nuevo esfuerzo en el Consejo de Luis XVI;
los ministros propusieron la reunión de la Asamblea constituyente. El
ponente Menou lo reclamó. «En nombre de la humanidad... no
expongáis, dijo, á ciento cincuenta mil individuos a que se estrangulen
maldiciendo a la Francia.»

787
Decretóse la reunión el 13 de Septiembre y el rey la sancionó al
siguiente día. ¿Cómo se decidió a aquel enorme sacrilegio de aceptar la
tierra papal? Misterio es este que todavía no ha podido explicarse. Un
artículo del decreto concedía indemnización al papa por sus dominios
útiles, pero no sobre la soberanía. Sin duda se le hizo creer que el
decreto de reunión llevaba consigo la disolución del ejército de Jourdan
que tiranizaba el país, que el partido francés aparecería en su exigua
minoría y que la masa libertada retractaría el voto que en favor de la
Francia se le había arrancado y restablecería al papa. La corte estaba tan
bien informada que creía que una vez libre de la Constituyente iba a
tener en la legislativa una Asamblea realista que manejaría a su gusto.
Esta Asamblea no se atrevería a rechazar a Avignon, que en nombre de
su independencia nacional y de la soberanía del pueblo reclamaría de
nuevo a su señor; el decreto de reunión sería fácilmente revocado.
Tal era la novela de los curas y según todas probabilidades
también la del rey. Y no era del todo inverosímil. El pueblo de Avignon,
bajo el dominio del papa, no pagaba ningún impuesto; por vejación, por
extorsión, poco más o menos como en Turquía se hacía un reparto, no
entre el pueblo, sino éntrelos ricos, entre los pudientes. El comercio,
estrechado y abrumado, se ahogaba entre las aduanas francesas; pero
esto mismo hacía que los géneros que no podían exportarse se
consumiesen en el mismo país, y de este modo, los víveres se vendían
a vil precio. Por un sueldo o dos, me han dicho los ancianos, teníamos
pan, vino y carne. Todo esto había cambiado de una manera cruel
después de la Revolución. Casi interrumpido por la guerra civil el cultivo
de los campos y llevándose fuera los víveres la carestía era grande. Se
preveía como próximo el momento en que el pueblo, como el de Israel
en el desierto, iba a echar de menos las cebollas de Egipto; más le valdría
volver a lo antiguo y renunciar para siempre a aquella tierra prometida
y a la libertad si la había de adquirir al precio de la abstinencia y del
ayuno.
¿Qué era menester hacer? Nada más que esperar, enviar pocas
tropas y estas las más aristocráticas e impedir sobre todo a los
directorios de los departamentos vecinos que dejasen partir los
valientes guardias nacionales de Marsella, de Aix y de Nimes que no
deseaban otra cosa más que sostener a los patriotas de Avignon. Estos
directorios procedieron perfectamente según el pensamiento de la
corte.
Los comisionados nombrados para ejecutar el decreto fueron
detenidos en París. De los mediadores antiguos, dos volvieron, Verniac

788
y Lescene; uno sólo se quedó, el realista, el abate Mulot, quien, habiendo
dejado en rehenes en el palacio de los papas a una persona muy querida,
a toda costa deseaba librarla.
Mulot no podía obrar directamente sobre Avignon. No disponía de
tropas. Los oficiales eran aristócratas, así como una parte de los
soldados, sobre todo los húsares; pero el general era jacobino.
Necesitaba una ocasión favorable para compeler a éste a obrar, para dar
en nombre de Francia un golpe que atemorizara a los patriotas,
estimulara contra ellos a la gente de Avignon y libertara a los
prisioneros; la ocasión se presentó el mismo día en que se recibió la
noticia de la reunión. La ciudad de Sorgues, castigada con excesivas
contribuciones por los patriotas, había estrangulado, mutilado a varios.
Fue después desarmada y el partido patriota había vuelto a dominar. Al
conocer la noticia de la reunión, los papistas de Sorgues, seguros del
apoyo de nuestras tropas aristocráticas, quisieron volver a tomar las
armas. El abate Mulot, llamado por ellos, obligó al general a que enviase
tropas; ocurrió después un motín, nuestras tropas hicieron fuego y
mataron entre otros a un oficial municipal del partido de los patriotas,
que se escapaba por el tejado de su casa.
El abate Mulot, vencedor en Sorgues, no resistió a la tentación de
participar a la hermosa prisionera el golpe que había dado y le escribió
este billete: «Acabamos de dar el golpe que debíamos dar en nombre de
Francia; todo lo espero; no queráis mal al amigo de vuestro hijo». Esta
última frase había sido escrita indudablemente, para que, si el billete era
interceptado en el camino, no se acusara a la señora Niel de haber
aconsejado aquella represión violenta. Quizá también aquella señora,
que tenía más ingenio y buen sentido que el abate, le había apartado de
un acto odioso y peligroso, que, sin libertarla, irritaría a sus enemigos y
podía perderla. El partido realmente fuerte en Avignon, el partido
papista, el de las cofradías y del pueblo bajo, trabajaba por su cuenta,
siguiendo su camino y sin prestar obediencia a la señal de los realistas
constitucionales, tales como los Niel y Mulot.
El fatal billete fue interceptado. Los patriotas de Avignon
escribieron al mediador dirigiéndole amargas acusaciones; entre ellas
estas frases irónicas, copiadas de su billete: «No creemos que hayáis
querido dar, en nombre de Francia, un golpe, con el único propósito de
libertar a aquél, que creéis vuestro amigo.»
Otra imprudencia aún más grave: otro admirador de la señora Niel,
Clarental, capitán de húsares, se atrevió a escribirle: «Calma, mi
hermosa señora, secreto y nada más. Armaos de paciencia; su reinado

789
no será largo; juegan su última carta, serán castigados.» Estas
amenazas, sorprendidas por los directores de Avignon, les enfurecían
tanto más, cuanto que eran muy verosímiles. El partido francés,
reducido a un pequeño número, a sus soldados licenciados, que seguían
por el deseo de cobrar, estaba sentado sobre un volcán. No era
solamente a Mulot y a los realistas constitucionales a quienes tenía que
temer, sino más bien a los papistas. Los primeros, sin entenderse
completamente con los segundos, les prestaban, sin embargo, el
servicio de impedir a los patriotas de los departamentos vecinos que
viniesen en su socorro.
Los curas, envalentonados-al encontrarse poco a poco a la cabeza
de un gran pueblo, empezaban a contar o a hacer milagros como este:
habiendo sustraído un patriota de una iglesia un ángel de plata le
rompió un brazo; poco tiempo después su mujer dio a luz un niño sin
brazos. Cuando los ánimos estaban ya preparados, se apeló al último
recurso. Desde el 89 la virgen se había mostrado muy aristócrata. El 90
había empezado a llorar en una iglesia de la calle de Bac. Hacía el fin del
91 empezó a aparecer en una vieja encina, en el Bocage vendeano. Al
mismo tiempo asustó al pueblo de Avignon de una manera terrible: su
imagen, en la iglesia de los franciscanos, se enrojeció, se iluminaron sus
ojos inyectándose de sangre, y pareció que se enfurecía. Las mujeres
acudían en tropel, llenas de miedo y de curiosidad, para verla y no se
atrevían a mirar.
Los hombres menos supersticiosos, acaso hubieran dejado que la
virgen enrojeciera cuanto le diese la gana. Pero circuló un rumor que les
conmovió mucho más.
Había atravesado la ciudad un gran cofre lleno de ornamentos de
plata de la iglesia. Se dijo, se repitió la noticia, y ya no fue una, sino diez
y ocho maletas, las que habían sido sacadas de la ciudad durante la
noche. ¿Qué contenían aquellas maletas? Los objetos del Monte de
Piedad que, según se aseguraba, iba a llevarse consigo el partido
francés. El efecto fue extraordinario. Aquellas pobres gentes que a causa
de una gran miseria habían empeñado todo lo que tenían, sus pobres
alhajas, muebles y ropas, se creyeron arruinadas. «No queda más que
un recurso, se les dijo, apoderarse de las puertas de la ciudad y de los
cañones que la guarnecen, y detener, si quieren huir, a Lescuyer, Duprat,
Mainvielle y a todos los ladrones». Era el domingo por la mañana (16 de
Octubre) y había acudido a Avignon una multitud de aldeanos, todos
con armas; en los campos ya no se podía andar sin ellas. En un instante
se apoderaron de las puertas; los realistas constitucionales,

790
aprovechándose de aquel gran movimiento papista, cogieron las llaves
de la ciudad y corrieron a Sorgues a llevárselas al abate Mulot,
suponiendo que iba a darles tropas.
Entre tanto la multitud afluía a los Franciscanos, mujeres y
hombres, artesanos de las cofradías, mozos de cordel y aldeanos,
blancos y rojos, gritando todos que no se retirarían hasta que el
municipio y su secretario Lescuyer no hubiesen presentado sus cuentas.
En la iglesia había doce o quince soldados de Jourdan, que creían
sin duda que sofocarían el tumulto, y que presenciaban el hecho sin
moverse; su vida pendía de un cabello. La multitud envió a cuatro para
que se apoderaran de Lescuyer y le obligaran a presentarse; le
encontraron en la calle, cuando iba a refugiarse en la alcaldía, y fue
llevado a presencia del pueblo.
Subió al pulpito, al principio sereno y animoso: «Hermanos míos,
dijo valerosamente; be creído que la Revolución era necesaria; be hecho
todo lo que he podido...» Iba a hacer profesión de fe.
Quizás su aspecto digno, su probidad que se reflejaba en su rostro
y en sus palabras, hubieran tranquilizado los ánimos, pero le arrancaron
del púlpito y desde aquel momento se vio perdido.
Arrojado a la turba vocinglera, fue arrastrado hacia el altar de la
virgen, para que cayese como un buey pronto a ser sacrificado a los pies
del ídolo. El grito de muerte de Avignon, el fatal ¡zou! ¡zou! resonaba
en toda la iglesia anonadando al desgraciado.
Llegó vivo al coro, y allí logró desasirse; se sentó, pálido, sobre un
sillón; alguien que quería salvarle le dio con que escribir. Suspende la
destrucción de las campanas, que se abriera y se viese el Monte de
Piedad, dando satisfacción al pueblo; tal era el sentido de lo que escribió,
pero no pudo leerse; los que deseaban su muerte abogaron su voz entre
silbidos.
Un viajero, un extranjero, un caballero bretón, Mr. de Rosilly, se
dice que al ir a Marsella entró en la iglesia con la turba, intentó con gran
peligro salvar al desgraciado y colocándose ante él, gritó: «Señores, en
nombre de la ley...» Más no se le escuchó... «En nombre del honor, de la
humanidad...» Los sables se dirigían contra él, otros le apuntaban, otros
tiraban de él para ahorcarle. —Se le salvó diciendo que lo justo era matar
primero á Lescuyer.
El pobre Lescuyer, objeto miserable del debate, no esperando ya
nada y viendo a su abogado en tan grave peligro, se levanta de pronto
del sillón, corre hacia el altar...

791
Un hombre compasivo le señalaba una puerta por donde podía
escapar, pero en aquel momento un obrero tejedor le asesta un golpe
tan fuerte que el bastón se rompió en dos pedazos, haciéndole caer
sobre la grada a el altar. El pregonero de la ciudad entraba en aquel
momento y tocó a silencio para publicar un bando.
El formidable ¡zou! ¡zou! lanzado por millares de hombres abogó
la voz del pregonero. Aquella multitud enorme, amontonada en un
punto, estaba como suspendida sobre un cuerpo yacente: los hombres
le aplastaban el vientre a patadas, las mujeres, con sus tijeras, para que
expiase sus blasfemias, cortaron con rabia atroz los labios que las
habían pronunciado.
En aquella espantosa tortura, una voz débil salía aun de no se qué
ensangrentado, que ya no tenía forma humana: rogaba humildemente
que se le diera la muerte. Estalló una horrible carcajada y no se le volvió
a tocar para que saborease a su placer la muerte.

792
CAPITULO XXVI
Continuación. —Venganza de Lescuyer, asesinato en la Glaciere
(16-17 Octubre del 91).

Duprat y Jourdan obtienen ventajas de nuevo—Ensayo informe de juicio. —Se decide


el asesinato. —La torre Trouillas o de la Glaciere. —Lo que debió ser para la inquisición. —De
qué clases y de qué opiniones eran las víctimas —El asesinato—Los asesinos quieren detenerse.
—Se les obliga a continuar—Entierro de Lescuyer (17 de Octubre). —Fin de la matanza. —
Consecuencias fatales que tuvo para Francia.

Era la una de la tarde poco más o menos, y desde hacía mucho


tiempo, Duprat y Jourdan fueron advertidos; pero sus hombres estaban
dispersos. Decidieron para reunidos tocar en el castillo la famosa
campana de plata, que sólo se tocaba en dos ocasiones solemnes: la
consagración o la muerte de un papa. Aquel extraño sonido misterioso,
que muchos no habían oído más que una vez en su vida, hirió las
imaginaciones, hirió los corazones con un frío súbito. Quizás esto fue lo
que apresuró la salida de las gentes que habían venido del campo, y
temieron que iba a ocurrir algún suceso terrible en la ciudad.
El efecto fue menor, a lo que parece, sobre los soldados de
Jourdan: tan bravos para reclamar sus soldadas, se manifestaron ahora
muy tardos; no se les podía encontrar por ninguna parte. Jourdan, con
gran trabajo, logró reunir trescientos cincuenta, con los cuales volvió a
tomar las puertas de la ciudad. Hecho esto, no le quedaron más que
ciento cincuenta hombres, para atacar a los Franciscanos, llevaba dos
cañones bastante inútiles; en las calles sinuosas y estrechas, pero que
no dejaban de producir su efecto, por el formidable estampido que hacía
estremecer el pavimento. Merced al retraso la multitud había
disminuido, sólo-quedaban papanatas y mujeres. Hizo fuego sobre el
montón y mató e hirió lo que halló por delante. En la iglesia no encontró
más que a la virgen y a Lescuyer, el desgraciado, que al cabo de tanto
tiempo todavía agonizaba, nadando en su sangre y sin poder morir.
Lleváronselo con gritos de furor, exhibiendo aquel horrible cuerpo y sus
vestidos ensangrentados. Todos huían cerrando puertas y ventanas.
Aprovechando el terror producido, la minoría se impuso a la
mayoría. Aquellos pocos centenares de hombres, dueños de treinta mil
almas, hicieron durante todo el día en Avignon una razzia bárbara.
Todos los detenidos protestaban que no habían entrado en los
Franciscanos. Pero una docena de los hombres de Jourdan que habían
estado en la iglesia podían servir para reconocerles. Muchos fueron

793
detenidos por sus enemigos personales, muchos por sus amigos: tal era
el fanatismo atroz de uno y otro bando.
El día dura poco en Octubre, y era ya bien de noche. Algunos
amigos de los prisioneros que habían conseguido franquear las puertas
corrieron a Sorgues a advertir a Mulot y al general Ferrier. Este recibía
al mismo tiempo a los enviados de Duprat, quien le advertía que el
menor movimiento de su parte bastaría para levantar a la aristocracia y
destruir la única fuerza del partido francés, el Terror; Avignon se
acordaría de que tenía treinta mil hombres y aplastaría a Jourdan. Por
más esfuerzos que hizo el abate Mulot el general se obstinó en contestar
que no contaba con fuerzas. Desesperado Mulot envió primero un
tambor, después un trompeta; pero no le hicieron caso.
En aquel mismo momento dícese que había división de pareceres
entre los jefes. Los hombres de pluma querían una matanza general, los
militares un juicio. Jourdan, que debería ser el encargado de la
ejecución, fue, según se dice, de este parecer. Hallábase algo
sorprendido de su soledad; no había podido reunir todavía más que
ciento cincuenta hombres para custodiar la inmensa extensión del
palacio de los papas. ¿No era de temer que el clamor de la matanza
atrajese sobre el palacio al pueblo en masa, despertado de su estupor?
Entre los detenidos había un tal Rey, miembro de la terrible corporación
de los mozos de cordel de Avignon, hombre popular, querido y estimado
por su extraordinaria fuerza. Los demás, aunque aristócratas, ninguno
de ellos era noble: la mujer de un impresor, la de un boticario; la de un
carpintero, que era miembro de la municipalidad en Agosto, eran los
más distinguidos; los otros eran gentes de oficios menudos, obreros en
seda, panaderos, toneleros, modistas o lavanderas, dos campesinos, un
peón de albañil y hasta un mendigo. Entre las mujeres había dos
preñadas.
Prevalecía la idea del juicio; se constituyeron en tribunal en una de
las salas del palacio los administradores interinos de la ciudad para
juzgar a los prisioneros. A ellos iba Jourdan remitiendo los que de nuevo
eran detenidos, entre ellos, una mujer a quien salvó en la esquina de una
calle de manos de los que la querían matar.
Eran estos administradores, además del escribano Raphel, un
sacerdote de lengua populachera, gran perforador de plazuela llamado
Barbe Savournin de la Rocca, al cual se le habían agregado tres o cuatro
pobres diablos, un prendero, un choricero que no se habían atrevido a
rehusar. Duprat estaba allí amenazador y sombrío para vigilarles y ver
como se portaban. La primera persona que les fue presentada, una

794
mujer, la Auberte, esposa de un carpintero, fue interrogada con dulzura,
y al enviarla a la cárcel recomendaron que fuera bien cuidada. Siguiendo,
así las cosas, Duprat y los otros, que solo en la matanza y el Terror veían
la salvación, no tenían ninguna esperanza. Uno de ellos, un momento
después (eran las nueve de la noche) entra furioso con la frente
ensangrentada y dando un golpe sobre la mesa. «Esta vez es menester
que no se salve ni uno solo: debe correr la sangre; mi amigo Lescuyer
ha sido asesinado; toda esa canalla morirá y si alguien se opone
haremos fuego sobre él...» Los otros bajaron la cabeza; solamente
Raphel y Jourdan repitieron cobardemente y en coro: «Si, es menester
vengar la muerte de nuestro amigo Lescuyer.»
El hombre que así se interponía en medio del juicio y ordenaba la
matanza, no era otro que Mainvielle.
Y no influyó poco sobre Duprat, Mainvielle y los que determinaron
la matanza, el ejemplo de Nimes. La falsa y desdichada idea de que la
matanza del 90 había sido el fundamento de la Revolución, era predicada
por los nimesinos en una posada la misma noche del 16 de Octubre.
Espantosa generación desde los albigenses hasta la San
Bartolomé y de allí a las dragonadas, a las carnicerías Cevénnes. Nimes
se acordó de las dragonadas. Avignon imitó á Nimes, París imitó á
Avignon.
Nada más imitador, nada menos original que el crimen.
Esto se ve bien claro en el lugar mismo en que va a ser ejecutado
el nuevo crimen. Se ve allí la sangre del 16 de Octubre, el rastro de los
furores de una noche. Pero se ve lentamente, acumulada a las cámaras
sepulcrales de la inquisición, a la hábil mazmorra oculta
(inteligentemente construida para ahogar las muertes secretas); se ve
allí la grasienta mancha que dejó la carne quemada. Allí está el
mobiliario de la Inquisición felizmente conservado, la caldera todavía
dispuesta y el hogar en que se enrojecían los hierros para las torturas;
los subterráneos, los calabozos, los sombríos corredores ocultos en el
espesor de los muros, todo aquello, en fin, que hasta entonces se había
ocultado y negado, todo se ve allí; no se ha reparado ni en el gasto, ni
en el esmero, ni en el arte. Allí la tortura es artística.
Se ve bien que aquello no es barbarie, furor pasajero: es una
guerra sistemática contra el pensamiento humano, sobriamente
organizada, triunfalmente establecida.
Todo ello es el palacio. Por fuera todo es informe, una monstruosa
fortaleza. Una gigantesca torre, ni cuadrada ni redonda, Trouillas, o la
Glaciere, se prolonga para ver a lo lejos. Babel espantosa que construyó

795
en su orgullo el primer papa, que no teniendo ni súbditos ni territorio se
adjudicó la triple corona. Trouillas es la Torre del legar; quizá en su
origen fue el lagar feudal. Pero muy pronto fue una prensa para los
hombres, una prisión para prensar carne humana. En lo más alto, como
en lo más bajo, como en toda antigua fortaleza se colocaban los
prisioneros. El amigo de Petrarca, Rienzi, tribuno de Roma, encerrado en
la cima, pudo entre el silbido de la eterna brisa, meditar a su gusto sobre
su loca confianza en el papa. El fondo, el abismo de la torre, sin otra
abertura que una trapa en el piso de enmedio: ¿fue un vasto calabozo?
¿Era un osario? Así debe creerse; esta es la opinión del país. Una
tradición de Avignon, que be recogido de boca de los más ancianos, dice
que, cuando se exhumaron las víctimas de los furores revolucionarios,
se encontró aún más abajo gran cantidad de osamentas arrojadas allí
por la Inquisición. El hecho parece muy verosímil, pues sabido es que
sus víctimas no podían ser enterradas. Arrojarlas a los campos hubiera
sido devolverlas a las manos piadosas de sus familias, salvarlas de la
parte de suplicio que quizás atemorizaba más a las imaginaciones
débiles. No volver nunca a la tierra, no reposar jamás en el seno
maternal de la nodriza común era, por decirlo así, la condenación del
cuerpo añadida a la del alma. Esta alma, sin descanso en el féretro,
erraba, larva infortunada para espanto de los vivos; se deslizaba por la
noche y en la sombra e iba a advertir a sus parientes de la agravación
de suplicio que la venganza de la iglesia imponía a aquellos a quienes
condenaba.
El ejemplo más célebre es el del emperador Enrique IV, quien
como excomulgado que manchaba los elementos, no pudo a su muerte
descansar, ni sobre la tierra, ni en la tierra, y su cuerpo yació durante
muchos años oculto, pero no enterrado, en una profunda cueva de
Worms.
Todo gran centro de inquisición debía tener un osario semejante,
destinado a aquellos a quien se condenaba a quedar insepultos. Lugar
de muerte, lugar de suplicio, sin duda el más terrible para aquellas almas
de hierro que nada podía domar, que se reían del tormento, era ser
arrojados vivos a la gran cámara de los muertos; caminar allí sobre
osamentas, ver a la débil luz que penetró hasta el fondo del abismo la
terrible mueca de los esqueletos, su irónica risa. Desde arriba se arrojaba
un poco de pan a la bestia; se le observaba vivo en aquella terrible
compañía; se medían los grados de su debilidad, el languidecimiento
progresivo de su firmeza, el momento en que el cuerpo sin desfallecer
por completo ya no obedece al alma. Hubiérase podido entonces

796
libertarle, idiota, sacar de él alguna manifestación negativa de su propia
personalidad, exponerle a la luz al lúgubre engendro de las sombras,
parpadeante, innoble, apagado y decirle al pensamiento humano:
«¡Mira tú héroe!» De suerte que, en aquel duelo bárbaro de la fuerza
contra un alma, el pueblo sencillo pudo creer que esta era la vencida y
que la fuerza de los tiranos era la misma de Dios.
He aquí el lugar de la matanza. Veamos ahora quiénes van a ser
sacrificados.
Los sesenta u ochenta que iban a ser matados en tropel no eran
del mismo partido. Los cuarenta detenidos últimamente pertenecían
casi todos al pueblo bajo, papistas de las cofradías de Avignon. Eran
unos infelices obcecados, que instigados por sus jefes no habían sabido
lo que se hacían. Pocos, muy pocos habían tomado parte activa; la
mayor parte se habían limitado a dar gritos. En cuanto a los treinta
detenidos en Agosto, no eran fanáticos, ni siquiera verdaderamente
aristócratas. Eran como los Niel el partido francés, realista
constitucional a la manera de Mulot.
Los maquiavelos, que creyeron dar un gran golpe político, no
supieron lo que se hacían, y tomaron medidas contraproducentes.
Por una parte, queriendo dar a la matanza apariencias de venganza
popular, de una invasión casual, hicieron practicar un agujero en el muro
de las prisiones a fin de que el portero y los carceleros pudieran decir
que ellos no habían abierto las puertas. Fueron abiertas de par en par.
Por otra parte, varios jefes fueron expresamente a dar la orden de
la matanza. Uno de ellos, el mayor Peytavin, se presentó en el patio con
el enviado del periodista Tournal y dijo a los que allí se hallaban
reunidos: «En nombre de la ley hemos decidido ser franceses, lo somos;
cumplid vuestro deber». Por su aspecto embrutecido demostraban que
no habían entendido lo que se les quería decir, y el enviado del
periodista, para explicarles mejor la cosa, les dijo al oído: «Es preciso
matarlos a todos; si se salvara uno solo serviría de testigo.»
En el patio no había más que una veintena de hombres, todos del
pueblo bajo de Avignon, un peluquero, un zapatero, un joven carpintero,
un albañil, etc. Excepción hecha de algunos que habían servido en el
ejército de Jourdan, los demás no habían tenido nunca un arma en sus
manos. Algunos se encontraban allí por casualidad, en cierto modo,
porque habían ayudado a conducir los prisioneros. Estaban muy mal
armados; unos con barras de hierro, otros con sables y palos
endurecidos por el fuego.

797
Para mover aquella tropa se necesitaban medidas extraordinarias,
y se recurrió a una execrable. El cuñado de Duprat, el boticario Mende
se presentó en el patio con licores preparados exprofeso. ¿De qué se
componían, aquellos horribles brebajes? No se sabe; los efectos fueron
demasiado visibles. Conforme bebían se exaltaban y enfurecían,
entregándose a la sangrienta faena. Hubo algunos, sin embargo, que a
los primeros golpes que dieron desfallecieron y se sintieron malos.
Bajaban otra, vez al patio y el boticario les escanciaba una nueva dosis
de embriaguez y .de furor.
Nadie les condujo, les dirigió, ni les vigiló. Duprat, el alma de la
empresa no pareció por ninguna parte. Jourdan se encerró en su casa,
con su enorme perro, del que jamás se separaba. Se embriagaba todas
las noches y aquella noche bebió más que de ordinario. Quiso ignorarlo
todo; únicamente, en medio de su embriaguez oyó (según dijo después),
algún ruido en las prisiones.
La matanza entregada así al azar, a la inexperiencia de gentes tan
mal armadas y que no sabían matar, fue infinitamente más cruel que si
hubiera sido ejecutada por verdugos. No se verificó en un mismo lugar.
Los unos fueron muertos en la entrada misma de las prisiones, otros en
uno de los patios, otros en una escalera. Las puertas estaban abiertas;
acudían gentes de la ciudad, unos para reclamar a algún miembro de su
familia, otros atraídos por los gritos y por una invencible curiosidad;
pero no podían permanecer allí, les faltaba valor; varios, sin embargo,
consiguieron que se les entregasen algunos prisioneros. Uno de
aquellos hombres que iba para salvar a otro perdió la cabeza en cuanto
vio la sangre y empezó, sin saber por qué, a matar con los demás.
No hubo orden de ninguna clase, todo fue dejado al capricho de
aquellos brutos, a los que por Tina horrible embriaguez se les había
hecho perder la razón. Algunos soldados de Jourdán intentaron hacer
distinción entre las personas detenidas el mismo día y los prisioneros
del 21 de Agosto, que por encontrarse encerrados desde aquella época
no habían podido con seguridad tomar parte en la muerte de Lescuyer.
No consiguieron nada; hombres y mujeres todos fueron confundidos. Si
hubiera sido invadida primero la prisión de los hombres hubiera sido
más fácil salvar a las mujeres, por hallarse cansados los verdugos.
Desgraciadamente varias mujeres, por odios locales, por habladurías
injuriosas, fueron objeto premeditado de la matanza.
A las nueve y media de la noche, cuando aún no habían matado
más que a algunos hombres se encaminaron a la prisión de las mujeres;
sacaron de allí á madama Crouzet, mujer de un boticario, y en el mismo

798
patio en que el cuñado de Duprat, el boticario Mende, servía los licores,
fue bárbaramente asesinada. Era una mujer muy joven, de las más
bonitas de Avignon, muy habladora, muy apegada a la vida. Pidió
compasión en términos conmovedores, dijo (lo cual estaba a la vista)
que se hallaba en cinta, suplicó en nombre de su hijo; a pesar de lo cual
fue herida, degollada, arrastrada después a una escalera oscura y
entregada a la infame curiosidad de sus verdugos.
La joven costurera María Chabert, no menos bella, había inspirado
a algunos el deseo de salvarla; nadie se atrevió a ello. Logró refugiarse
al pie de una escalera oscura, donde se sentó envuelta y oculta por un
gran pañuelo. Un hombre la señaló a otro que la reconoció, cayó sobre
ella dándole sablazos y la mató.
Aun pereció otra más. Pero parece que aquellas muertes de
mujeres, cruelmente patéticas, detenían los brazos y turbaban los
corazones. No mataron más hasta la media noche. Los asesinos, a
aquella hora, un poco menos ebrios, no estaban ya en disposición de
matar; pero ellos mismos no sabían dónde podían detenerse;
desconfiaban los unos de los otros. Mainvielle les había dicho que si
alguno quería detenerles era preciso hacer fuego sobre él. Entre ellos
iba un niño borracho, de ferocidad singular, hijo de Lescuyer, de quince
a diez y seis años. Hacía una terrible ostentación para vengar a su padre,
dejando atrás a los más exaltados.
A la media noche, cuando vivían todavía casi todas las mujeres,
varios verdugos buscaron a Duprat y a Jourdan. Se hallaban cenando
con Mainvielle y Tournal el periodista en una fonda cercana, y comían
tranquilamente el plato del país, la sopa con queso. Los asesinos
entraron cubiertos de sangre, refiriendo a gritos sus hazañas; había uno
que mostraba un fusil roto en dos pedazos a fuerza de golpear según
decía sobre la cabeza de los prisioneros; uno decía: «¡Hay muchos
muertos!» —Otro: «¡Los hemos despachado a todos! » —-Ocre: «¡No
queda más que una mujer embarazada, la Ratapiole! » En realidad,
quedaban todavía doce mujeres y dos hombres, los dos estimados y
populares, el cura Nolhac y el mozo de cuerda Rey. El mayor Peytavin
había pedido y obtenido de los asesinos la vida de Rey y la de Ratapiole,
pero quería tener el consentimiento de los jefes y les envió a aquel
hombre que no se atrevió a hablar de Rey, y únicamente habló de la
mujer. Como Duprat no contestaba nada, Jourdan comprendió su deseo
y dijo: «Hay que despacharla.» Siguió un momento de silencio. Otro se
adelantó y se atrevió a decir: «Sin embargo, está embarazada.»—
«Embarazada o no, dijo Jourdan, es preciso que muera.»

799
Los asesinos se marcharon, pero no mataron ni a Rey ni a Nolhac.
Se pusieron a matar mujeres. Desde luego ejecutaron a tres al azar, una
planchadora y dos obreras en sedería. Antes de que las matasen
entregaban sus alhajas o se les arrancaban y se las daban al carcelero.
Una de las obreras opuso una resistencia desesperada: «Nadie, decían
ellos, fue más duro para morir».
En seguida volvieron a entrar y llamaron a madama Niel que
estaba ya advertida por los horribles gritos que acababa de oír. Se
hallaba enferma acostada en su lecho. Uno de ellos le dijo con dureza:
«Alzaos; todos vuestros enemigos han muerto, y vuestro hijo, lo mismo
que todos los prisioneros; os ha llegado la vez... ¿Dónde están vuestras
alhajas?» Se levantó, se vistió y se puso los pendientes y anillos.
Reconoció entre sus verdugos a un joven carpintero llamado Belley y le
suplicó que si quería salvarla le daría rentas a él y a los demás. A lo cual
repuso Belley: «No quiero que me ahorquen por vos.» La hicieron bajar
al patio y la golpearon: «Ve a buscar a tu abate Mulot.»—«Señor,
misericordia, Dios mío», gritaba. Luego, de pronto, a la luz de las
antorchas vio un cadáver: «¡Ah, mi querido hijo!» Era el cuerpo de su
hijo. Fue muerta de una manera cruel.
La mayor parte de las mujeres eran arrojadas en el estertor de la
agonía sobre la escalera de que ya he hablado. Los hombres, arrastrados
por los pies, fueron precipitados, a medida que se les mataba, al fondo
de la torre Trouillas. Algunos, heridos y destrozados por efecto de una
caída desde sesenta pies de altura, aun llegaban vivos. A las cuatro
fueron precipitadas nueve mujeres que al caer encima de los hombres
los aplastaron en su caída.
Los gritos oídos durante la noche, los comentarios que se hicieron
sobre la terrible ejecución llevaron el estupor a todos los ánimos. Se
comenzó a creer que Jos asesinos eran numerosos, puesto que a tanto
se habían atrevido, y en efecto llegaron a ser muchos. Todos los
soldados de Jourdan reaparecían en grupo. Una ceremonia lúgubre, el
entierro de Lescuyer que se verificó al mediodía les dio ocasión de
exhibirse en sus filas. Fue aquel un ejército entero que atravesó
Avignon.
Se hizo recorrer al cortejo una gran parte de la ciudad. A pesar del
estado repugnante en que se hallaba el cadáver, que no era más que una
masa informe ensangrentada, se le enterró con la cara descubierta. El
abate Savournin caminaba junto al cadáver, retorciéndose y haciendo
contorsiones, llorando y gritando venganza. Mainvielle estaba
espantoso; su dolor melodramático parecía mendigar sangre. Cada vez

800
que se detenía el fúnebre cortejo, alzaba la cabeza del cadáver para
enseñar sus labios bárbaramente cortados y entre sollozos volvía a
dejarla caer.
Aquella terrible fiesta de la muerte, en la que figuraban aseados y
bien vestidos de negro los ejecutores de la noche última, parecía
prometer otra. La ciudad se hallaba en un estado de gran postración, de
horror y de miedo; todo el mundo se decía: «¿Me llegará mi turno?»
Renació en parte la calma y se creyeron felices las gentes cuando se
supo que la nueva matanza se limitaba a las cuatro personas que vivían
aun en las prisiones. Eran dos hombres y dos mujeres; uno el abate
Nolhac, sacerdote estimado, caritativo en cuya casa habían depositado
dinero muchas personas; y esto es quizá lo que le perdió. El otro era Rey,
el mozo de cordel, uno de los que habían contribuido al movimiento en
contra del papa, hombre de una fuerza y una agilidad extraordinarias;
solo y sin armas luchó contra seis hombres armados, se apagó la luz
durante la lucha y los asesinos estuvieron a punto de matarse. Logró
escapar Rey, se refugió en la portería, en donde de nuevo comenzó la
lucha, hasta que al fin le abrieron el vientre de un sablazo. Le llevaron
entre cuatro y fue arrojado vivo al fondo de la torre; tres cuartos de hora
después, aun llamaba por sus nombres a sus asesinos y les rogaba que
por caridad le rematasen de una pedrada o de un tiro. Dos mujeres
quedaban solamente, la Aubert o madama Anbert, y la Ratapiole. La
primera, mujer de un carpintero, había tenido en su casa de aprendiz a
uno de los asesinos, al joven Belley, a quien desde los primeros
momentos había suplicado que la salvara. La cosa era muy difícil. La
Anbert era hermana de un albañil del partido papista que se había
singularizado y comprometido en Junio y a quien el partido francés
había condenado a muerte. Belley se golpeó la frente con la mano y la
cabeza contra las paredes, y dijo: «¿He salvado a vuestro marido, pero
que haré para salvaros? —Ocultaos aquí (la llevó al fondo de la prisión y
detrás de los bancos). Si pasáis esta noche os salvaréis». Pasó aquella
primera noche, pero en la del lunes se hallaba aun en mayor peligro.
La otra mujer, la Ratapiole, al contrario que la Aubert, se manifestó
muy ardiente por la Revolución; se había agitado y hablado mucho. El
16 de Junio fue presa al azar, en aquella ciega razzia y no era otro su
delito, según ella, que haberse burlado de madama Mainvielle.
No atreviéndose a librar a las dos mujeres y queriendo a toda costa
salvar a la aristócrata, Belley sentía deseos de ahogar a la patriota.
A la media noche, seguido de otros dos asesinos de los más
feroces, entró en la prisión y dijo a la Ratapiole que el hermano de M.

801
Duprat había llegado a París, que estaba en casa del general Jourdan,
que era preciso hablarle y que sería absuelta dando algunas excusas. La
Ratapiole se echó a llorar y dijo que estaba en cinta, que tuviese piedad
de su hijo. Insistían para llevarla, pero tenía con ella una niña de nueve
años, que cuando el domingo la sacaron de su casa se colgó de sus
faldas y no hubo medio de desasirla; fue preciso arrastrarlas juntas. La
niña, aun en tal situación, se cogió del cuello de su madre para impedirla
andar. Después saltó sobre Belley y lo besó; él la rechazó, arrojándola a
diez pasos. Volvió ella de un salto y le rodeó los brazos al cuello.
«¡Quiero que salves a mamá!» El sintiose conmovido. Los otros también
se enternecían. Belley, dijo candorosamente: «¿y qué le voy a decir yo a
Mainvielle que tanto me había recomendado que os matase? No
tendremos más remedio que mentir diciéndole que habéis sido
exterminada como los otros.» Y efectivamente, aquellas dos mujeres y
un hermano converso, anciano de noventa años, que se volvió a
encontrar allí, fueron salvados. Jourdan puso centinelas a la puerta de
las prisiones para que no pudiese subir nadie.
Sin embargo, un insoportable hedor empezaba a salir de las
profundidades de la Glaciere, indicando bien claramente la rápida
descomposición de los tristes restos. Tal vez solo una víctima respiraba,
el mozo de cordel Rey que tanta resistencia opuso a la muerte.
Jourdan el martes 18, sin averiguar quién estaba muerto o vivo,
hizo arrojar por el agujero del fondo de la torre algunas espuertas de cal
viva sobre aquella montaña de carne humana.
En vano fue lanzar torrentes de agua por doquiera para lavar las
huellas; jamás se pudo conseguir que desapareciese el horrible rastro de
sangre que todavía marca las aristas del muro interior de la torre; cada
cuerpo lanzado por el agujero había chocado allí y dejado su huella, su
reclamación eterna. La sangre ha quedado como testigo.
Y casi al lado queda también en aquel lúgubre palacio la huella de
otros crímenes más antiguos que el ciego furor revolucionario creyó
vengar por medio de este nuevo crimen: tal es la negra y repugnante
grasa de la hoguera piramidal que la inquisición alimentó durante
mucho tiempo con carne humana.
¿Por qué me he detenido tanto en esta lamentable historia, a pesar
del horror y el disgusto que me producía? ¡Ah! ya lo he dicho; porque es
el principio. La atrocidad misma del crimen, la sacudida que recibieron
las imaginaciones la hicieron contagiosa.
Las sesenta víctimas de Avignon emocionaron a todos aquellos a
quienes los trescientos muertos de Nimes habían dejado fríos. El teatro

802
solemne del crimen, el horror de aquella espantosa torre, aquel abismo
al cual caían confundidos los muertos y los vivos, sus continuadas
quejas y la lluvia de fuego que sobre ellos se vertió, todo prestó al
acontecimiento una execrable poesía. Entró en la memoria por el
camino más seguro, el miedo, y fue indeleble.
La torre la Glaciere se inscribió en el recuerdo atemorizado de los
hombres cerca de la torre de Ugolino.
Quede allí este hecho maldito para ser eternamente deplorado.
Esta es la primera de aquellas hecatombes humanas, en la que cayeron
sin distinción los revolucionarios moderados y los adversarios de la
Revolución, los amigos de la libertad confundidos con sus enemigos.
La matanza del 16 de Septiembre es el terrible original de las
matanzas de Septiembre. Estos, que un año después parecen nacidos
de un impulso de furor espontáneo, no fueron, sin embargo, para los
meridionales que tanta parte tuvieron en la ejecución, sino una
imitación en grande de la carnicería de la Glaciere. Varios de los
verdugos dijeron que habían ido exprofeso para enseñar su método a
los asesinos de París.
Las consecuencias de estos acontecimientos han sido
incalculables. Han creado contra Francia inocente una opinión cruel. La
Revolución se ofrecía al mundo con los brazos abiertos inocente,
amante y bienhechora, desinteresada, verdaderamente fraternal; el
mundo retrocedía, el mundo la rechazaba con una palabra, siempre la
misma: Septiembre y la Glaciere.
No se nos acuse, pues, por habernos detenido en este trágico
momento.
En él comienza una sombría carrera; durante un momento nos
hemos sentado en esta piedra de dolor que marca la espantosa entrada.
Esta es la puerta del infierno, la puerta ensangrentada. Ahora ya está
abierta y el mundo pasará por ella.

803
INDICE
DEL TOMO PRIMERO

PRÓLOGO DEL TRADUCTOR 3

INTRODUCCION

Páginas
PRIMERA PARTE.—De la Religión de la Edad Media 47
SEGUNDA PARTE.—De la antigua Monarquía 60

LIBRO PRIMERO

CAPITULO PRIMERO.—Elecciones de 1789 98


CAPITULO II,—Apertura de los Estados Generales 108
CAPITULO III.—Asamblea Nacional. 120
CAPITULO IV.—Juramento del Juego de Pelota. 133
CAPITULO V.-Movimiento de París 144
CAPITULO VI.—Insurrección de París 158
CAPITULO VII.—Toma de la Bastilla, 14 de Julio de 1789 169

LIBRO SEGUNDO

CAPITULO PRIMERO.—La Paz falsa 187


CAPITULO II—Enjuiciamientos populares 202
CAPITULO III—La Francia armada: 216
CAPITULO IV. —Noche del 4 de Agosto 230
CAPITULO V.—El clero.—La Fe nueva 244
CAPITULO VI.-El Veto 257
CAPITULO VII.—La prensa 265
CAPITULO VIII.—El pueblo va a buscar al rey: 5 de Octubre de 1789
279
CAPITULO IX.—El pueblo lleva el rey a París el 6 de Octubre de 1789
298
LIBRO TERCERO

804
CAPITULO PRIMERO.—Acuerdo para relevar al rey (Octubre 89).—
Vehemencia de la fraternidad (Octubre-Julio 314
CAPITULO II.—Resistencias.—El clero (Octubre-Noviembre 1789)
321
CAPITULO III.—Resistencias. —Clero.— Parlamentos.— Estados
provinciales 328
CAPITULO IV.—Resistencias. —Parlamentos.—Movimiento de las
federaciones 337
CAPITULO V.—Resistencias.—La reina y Austria. (Octubre-Febrero)
347
CAPITULO VI.—La reina y Austria.—La reina y Mirabeau.—El ejército
(Marzo-Mayo de 1790). (continuación) 362
CAPITULO VII—Lucha religiosa.—Pascuas.— La pasión de Luis XVI
377
CAPITULO VIII.-Lucha religiosa.-La contrarrevolución. (Mayo de 1790)
387
CAPITULO IX*—Lucha religiosa.—La contrarrevolución vencida en el
Mediodía. (Junio de 1790) 403
CAPITULO X.—Del nuevo principio.—Organización espontánea de
Francia. (Julio de 1789.—Julio de 1790) 418
CAPITULO XI.—De la religión nueva.—Federaciones. (Julio de 1789-1790)
426
CAPITULO XII.—De la religión nueva.—Federación general. (14 Julio de
1790) 440
LIBRO CUARTO
CAPITULO PRIMERO.—Por qué la religión nueva no puede formularse. —
Obstáculos, interiores 451
CAPITULO II. —Obstáculos exteriores.—Dos clases de hipocresía:
hipocresías de autoridad. —El sacerdote 461
CAPITULO III.—Matanza de Nancy.
(31 de Agosto de 1790) 471
CAPITULO IV. —Los Jacobinos 486
CAPITULO V.—Lucha de principios en la Asamblea y con los Jacobinos.
503
CAPITULO VI. —Los cordeleros 524
CAPITULO VII. —Impotencia de la Asamblea.—Negativa de juramento.
(Noviembre del 90-Enero del 91. 539
CAPITULO VIII. —El primer paso del Terror 550
CAPITULO IX. —Primer paso del Terror. —Resistencia de Mirabeau.
568
CAPITULO X.—Muerte de Mirabeau. 587

805
CAPITULO XI. —Intolerancia de los dos partidos.—Progreso de
Robespierre 599
CAPITULO XII. —Precedentes de la huida del rey 614
CAPITULO XIII. —Huida del rey á Varennes 628
CAPITULO XIV. —El rey y la reina conducidos desde Varennes. (22-25
de Junio de 1791) 648
CAPITULO XV. —Indecisión, cambio de actitud de los principales
actores políticos. (Junio 91) 661
CAPITULO XVI.—La sociedad en el 9.
—El salón de Condorcet 669
CAPITULO XVII.—(continuación).—Madama Roland 680
CAPITULO XVIII.—El rey interrogado.—Primeros actos republicanos. (26
de Junio, 14 de Julio del 91) 691
CAPITULO XIX.—La Asamblea declara inocente al rey. (15-16 de Julio
del 91) 704
CAPITULO XX. —Matanza del Campo de Marte. (17 de Julio del 91).
716
CAPITULO XXI.—Los Jacobinos abatidos y de nuevo realzados. (Julio
del 91) 731
CAPITULO XXII.—La revisión.—Alianza frustrada entre la izquierda y la
derecha (Agosto del 91) 744
CAPITULO XXIII.—Curas y Jacobinos.—Venta de los bienes nacionales.
(Septiembre de 1791) 757
CAPITULO XXIV.—El primer entusiasmo por la guerra.—Apertura de la
Asamblea legislativa. (Octubre del 91) 778
CAPITULO XXV.—Revolución de Avignon el 90 y 91.—Muerte de
Lescuyer.(10 de Octubre del 91) 809
CAPITULO XXVI.—Continuación.—Venganza de Lescuyer, asesinato en
la Glaciere. (16-17 de Octubre del 91) 830

806

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