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F r a n c is c o G o n z á l e z A r a m b u r o
FERNAND BRAUDEL
El Mediterráneo
EL ESPACIO Y LA HISTO RIA
Braudel, Femand
El Mediterráneo. El espacio y la historia / Fernand B raudel; trad. de Fran
cisco González Aramburo. — M éxico : FCE, 1989
172 p . ; 17 x 11 cm — (Colee. Popular ; 431)
Título original La Méditerranée. L’espace et l’histoire
ISBN 978-968-16-3295-3
ISBN 978-968-16-3295-3
M editerráneo................................................................... 9
7
El alba, por Fernand B rau d el...................................... 66
Las revoluciones del Cercano O rien te................ 67
Primeros barcos, primeras civilizaciones........... 69
El primer Mediterráneo comerciante
de la h isto ria ........................................................ 72
De Cnosos a M ic e n a s ............................................. 74
Las catástrofes poco explicables del oscuro
siglo x i i ................................................................. 78
El Far-West mediterráneo...................................... 83
Solamente hablaremos de los fen icio s................ 85
Un país arrojado hacia el m a r ............................... 86
Cartago o la segunda F e n ic ia ............................... 87
Entre el trueque y la m o n ed a............................... 89
Divisar la ciudad........................................................ 92
Bajo el signo de T a n it ............................................. 93
Ya dos M ed iterrán eos............................................. 96
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M e d it e r r á n e o
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Pero, ¿qué es el Mediterráneo? M il cosas a la vez. No
un paisaje, sino innumerables paisajes. No un mar, si
no una sucesión de mares. No una civilización, sino ci
vilizaciones amontonadas unas sobre otras. Viajar por
el Mediterráneo es encontrar el mundo romano en el
Líbano, la prehistoria en Cerdeña, las ciudades griegas
en Sicilia, la presencia árabe en España, el islam turco en
Yugoslavia. Es perderse en lo más hondo de los siglos,
hasta las construcciones megalíticas de Malta o las pi
rámides de Egipto. Es encontrar cosas muy viejas, toda
vía vivas, que se codean con lo ultramoderno: al lado de
Venecia, falsamente inmóvil, la densa aglomeración in
dustrial de Mestre; junto a la barca del pescador, que si
gue siendo la de Ulises, el bou devastador de los fondos
marinos o los enormes petroleros. Es sumergirse a la
vez en el arcaísmo en los mundos insulares y asombrar
se ante la extremada juventud de ciudades muy viejas,
abiertas a todos los vientos de la cultura y de la ganan
cia económica, y que, desde hace siglos, vigilan y se co
men el mar.
Todo, porque el Mediterráneo es una encrucijada
muy antigua. Desde hace milenios todo ha confluido ha
cia él, enredando, enriqueciendo su historia: hombres,
animales de carga, vehículos, mercaderías, naves, ideas,
religiones, modos de vida. Incluso plantas. Las creemos
mediterráneas. Pero, con excepción del olivo, la vid y el
trigo — autóctonas que aparecieron tempranamente en
el lugar— casi todas nacieron lejos de mar. Si Heródoto, el
padre de la Historia que vivió en el siglo v antes de nues
tra era, regresara confundido entre los turistas de hoy,
iría de asombro en asombro. Lo imagino, escribe Luden
Febvre,
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rehaciendo hoy su periplo por el M editerráneo oriental.
¡Cuántas sorpresas! Esos frutos de oro, en esos arbustos
verde oscuro, naranjos, lim oneros, mandarineros, no re
cuerda haberlos visto en su vida. ¡Caramba! Son del Lejano
Oriente, traídos por los árabes. Esas plantas bizarras de si
luetas insólitas, espinosas, con tallos floridos y nombres
extraños, cactus, agaves, áloes, nopales, nunca las ha visto
en su vida. ¡Caramba! Son americanas. Esos grandes árbo
les de follaje pálido que, sin embargo, tienen nombre grie
go, eucalipto: nunca vio nada parecido. ¡Caramba! Son aus
tralianos. Y los cipreses, tampoco los conoce: son persas.
Todo esto para el decorado. Y, en lo que toca a cualquier
comida, qué de nuevas sorpresas, ya se trate del tomate, del
Perú;* de la berenjena, de la India; del pimiento, de la Gua-
yana; del maíz, de M éxico; del arroz, don de los árabes, por
no hablar del frijol, de la papa, del durazno, ese montañés
chino convertido en iraní, ni del tabaco.
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ma impresión que al hacer la lista de sus plantas y sus
frutos?
Tanto en su paisaje físico como en su paisaje huma
no, el Mediterráneo es una encrucijada; el Mediterráneo
extravagante aparece, no obstante, en nuestros recuerdos
como una imagen coherente, com o un sistema donde
todo se mezcla y se recompone en una unidad original.
¿Cómo explicar esta unidad evidente, este ser profundo
del Mediterráneo? Habrá que intentarlo una y otra vez.
La explicación no es sólo la naturaleza, que ha trabajado
bastante en este sentido; no es sólo el hombre, que ha
unido todo obstinadamente; son al mismo tiempo los
dones de la naturaleza o sus maldiciones — unos y otras
en número considerable— y, ayer como hoy, los m últi
ples esfuerzos de los hombres. Es decir, una suma intermi
nable de casualidades, de accidentes, de éxitos repetidos.
El objetivo de este libro es mostrar que esas expe
riencias y esos triunfos se comprenden precisamente si
se toman en conjunto; más todavía, que deben relacio
narse entre sí, que con gran frecuencia les conviene la
luz del presente, que a partir de lo que hoy se ve, se juz
ga, se comprende el ayer — y a la inversa— . El Medite
rráneo es una buena ocasión para presentar “otra” forma
de abordar la historia. Porque el mar, tal como lo vemos
y amamos, es el más asombroso, el más claro de todos
los testim onios sobre su pasado.
F ern a n d Braud el
L A T IE R R A
F ern a n d Braud el
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U n a g e o l o g ía
TO D A V ÍA E N E B U L L IC IÓ N
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fuego y rocas en fusión.” La historia registra un centenar
de erupciones del Etna después de la que mencionan
Píndaro y Esquilo, en el año 475 antes de nuestra era.
En el Egeo, la isla de Santorini (la antigua Théra) es
un cráter volcánico del que sólo queda la mitad, y que
invadió el mar cuando una formidable explosión la par
tió en dos, hacia el 1450 a.C. Según los expertos, la ex
plosión debió ser cuatro veces más fuerte que la que hizo
estallar la isla de Krakatoa, en 1883, en el estrecho de la
Sonda y la cual provocó fantásticas marejadas, que levan
taron un navio y una locomotora por encima de casas de
varios pisos; explosión que lanzó nubes de cenizas opa
cas y ardientes a cientos de kilómetros de distancia. ¿Re
sulta acaso absurdo que los historiadores crean poder
inscribir en la lista de las catástrofes que provocó la ex
plosión de Santorini, la brutal desaparición de la tan bri
llante civilización de Creta, herida de muerte brusca
mente hacia la misma época? La erupción de Théra en
terró en efecto a Creta bajo cenizas ardientes, que las
excavaciones ahora descubren y que impidieron los cul
tivos durante mucho tiempo. ¿Afectaron sus nubes pes
tilentes a Siria y a Egipto? El Éxodo habla de una aterra
dora noche de tres días que los judíos, prisioneros del
faraón, aprovecharon para huir. ¿Hay que relacionar este
acontecimiento con el volcán de Théra?
En todo caso, así como el volcán de la antigua isla de
Krakatoa, aunque sumergido, sigue estando activo, el crá
ter de Santorini ha continuado su actividad. Desde el
siglo 1 a.C. hasta nuestros días (1928), sucesivas erup
ciones han hecho emerger una serie de islas e islotes
volcánicos en el agua que cubre el antiguo cráter, y toda
vía hoy el mar bulle a la altura de Santorini, la isla de
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extraños colores. El fuego, pues, sigue encendido bajo la
marmita del diablo.
Por otra parte, los hombres del Mediterráneo, ¿no
han vivido constantemente amenazados, desde su más
primitiva historia hasta nuestros días, por las erupciones
volcánicas y los temblores de tierra? En Asia Menor, en
la muy antigua ciudad de Qatal Hüyük, la pintura mural
de un santuario que data del año 6200 a.C. representa,
tras las casas escalonadas de la ciudad, un volcán en erup
ción, sin duda el Hasan Dag. Y, en esta misma Asia M e
nor, las excavaciones han descubierto, no hace mucho,
restos de monumentos destruidos en apariencia por tem
blores de tierra; asimismo, han hallado, en la zona más
expuesta a los sismos, el primer esfuerzo que se conoce,
realizado unos años antes de Cristo, de una arquitectura
hecha a base de materiales ligeros, y muy probablemente
concebida para resistir esos cataclismos.
M o n ta ñ a s c a si po r to d a s partes
ALREDEDO R DEL MAR
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el agua — esos paisajes clásicos se encuentran de un ex
tremo a otro del Mediterráneo, y son casi intercambia
bles— . ¿Quién podría jactarse de distinguir al primer
vistazo entre la costa de Dalmacia, la de Cerdeña o la de
la España meridional, cerca de Gibraltar? ¿Quién no se
equivocaría? Sin embargo, están separadas por cientos de
kilómetros.
No obstante, la montaña no circunda todo el Medite
rráneo. Sobre la costa norte, hay ya algunas interrupcio
nes: la costa del Languedoc hasta el delta del Ródano, o
la costa baja de Venecia sobre el Adriático. Pero la excep
ción capital a la regla es, en el sur, el largo litoral excepcio
nalmente llano, casi ciego, que se prolonga sobre miles
de kilómetros, desde el Sahel tunecino hasta el delta del
Nilo y las montañas del Líbano. Sobre esas intermina
bles y monótonas riberas, el Sahara entra en contacto
directo con el Mar Interior. Vistas desde el avión, dos
enormes superficies llanas — el desierto, el mar— se en
frentan borde contra borde; se contraponen sus colores:
uno va del azul al violeta, e incluso al negro; el otro des
de el blanco al ocre y el naranja.
El desierto es un universo extraño que hace desembo
car las profundidades del África y las turbulencias de la
vida nómada sobre las orillas mismas del mar. Son formas
de vida que no tienen nada que ver con las de las zonas
montañosas. Es un Mediterráneo diferente que se opone
al otro y reclama incesantemente su lugar. La naturaleza
preparó por anticipado esa dualidad, más aún, esa hostili
dad congénita. Pero la historia ha mezclado los distintos
ingredientes, como la sal y el agua se mezclan en el mar.
En consecuencia, el hombre de Occidente, en el con
cierto del Mediterráneo, no debe escuchar sólo las voces
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que le son familiares; están las otras voces, las extrañas,
y el teclado exige las dos manos. Naturaleza, historia,
alma, cambian según que se sitúe uno al norte o al sur
del mar, según que se mire solamente en una u otra de
esas direcciones. Hacia Europa y sus penínsulas, se le
vanta el telón de las montañas; hacia el sur, si excep
tuamos los djebeles de Á frica del Norte, de árboles en
marañados, está el Sahara, un mar petrificado o arenoso,
detrás del cual se encuentra la inmensidad del Á frica
negra y, com o su prolongación, los desiertos de Asia.
Sobre esas enormes superficies, no vemos ya navios o
convoyes de navios, sino caravanas de camellos, con m i
les de bestias portadoras de víveres o de preciosas rique
zas: las especias, la pimienta, las drogas, la seda, el marfil,
el polvo de oro...
Soñemos también con la lenta conquista, siglo tras
siglo, de ese espacio árido donde el hombre supo llegar
al agua escondida en las profundidades, crear oasis, plan
tar palmeras de largas raíces, encontrar pistas y lugares
con agua, cerca de las zonas de escasa hierba en las que
pueden vivir sus rebaños. ¡Lenta, magnífica, precisa con
quista!
El Mediterráneo corre así, desde el primer olivo que
uno encuentra cuando viene del norte, hasta los prime
ros palmares compactos que surgen con el desierto. Para
el que “baja” del norte, el primer olivo le sale al encuen
tro tras el “cerrojo” de Donzére, sobre el Ródano. El pri
mer palmar compacto surge (no cabe otra palabra) al sur
de Batna y de Timgad, cuando franqueamos el Atlas sa-
hariano por la puerta de oro de El Kantara. Pero encuen
tros de este tipo, que invariablemente nos deslumbran y
conquistan nuestro corazón, están distribuidos por todo
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el Mar Interior. Olivares y palmares montan allí una guar
dia de honor.
E l SO L Y L A L L U V IA
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agua, tan escasa, que en ese m omento es la mayor ri
queza. Los vientos dominantes del noreste, de abril a
septiembre, los vientos etesios de los griegos, no traen
ningún alivio, ninguna humedad real a la hornaza saha
riana.
El desierto se desvanece cuando interviene el océa
no. Desde octubre, las depresiones oceánicas cargadas
de humedad inician sus procesiones, de oeste a este. Los
vientos de todas las direcciones se precipitan sobre ellas
y las empujan hacia adelante, las persiguen hasta el
Oriente, el mar se oscurece, cobra tonalidades grises del
Báltico, o bien, sepultado bajo un manto de espuma
blanca, parece cubrirse de nieve. Y las tormentas, tre
mendas tormentas, se desencadenan. Los vientos devas
tadores: el mistral, la borah, atormentan el mar y, en tie
rra, hay que protegerse contra sus furores y violencias.
Las hileras de cipreses en Provenza, las barreras de jun
cos de la Mitidja, los haces de paja con que se rodean los
almácigos de legumbres de Sicilia, son indispensables
para la protección de los cultivos. A l mismo tiempo,
todos los paisajes desparecen bajo una cortina de lluvia
torrencial y nubes bajas. Es el cielo dramático de Toledo
en los cuadros del Greco. Son las trombas de agua de los
inviernos de Argelia, que dejan estupefactos a los turis
tas. Los ríos secos durante meses se hinchan, las inun
daciones son frecuentes, brutales, a través de las llanuras
del Rosellón o de la Mitidja, en Toscana o en Andalucía
o en la campiña de Salónica. A veces, absurdas lluvias
franquean los límites del desierto, anegan las calles de
La Meca, transforman en torrentes de lodo los senderos
del norte sahariano. En A in Sefra, en el sur de Orán,
Isabelle Eberhard, la exiliada rusa hechizada por el de
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sierto, pereció en 1904, arrastrada por una inesperada
crecida del Oued *
Sin embargo, estas lluvias son benéficas. Los campe
sinos descritos por Aristófanes se regocijan con ellas,
charlan, beben, ya que no hay ninguna otra cosa que
hacer afuera, mientras Zeus fecunda la tierra a fuerza
de aguaceros. El verdadero trabajo se reanudará sólo con
los últimos chaparrones de primavera, con el brotar de los
jacintos y de los lirios de arena, con el regreso de las
golondrinas. A su llegada, nacen canciones en los labios.
En Rodas cantan:
Golondrina, golondrina,
tú traes la primavera,
golondrina de vientre blanco,
golondrina de dorso negro.
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to, en abril, es porque obedece al medio y se apresura a
madurar sus espigas.
U n a t ie r r a p a r a c o n q u is t a r
23
reas que se desliza entre los árboles, preservada en el
corazón de un asombroso parque nacional. Se le ve como
a un testim onio arqueológico. Los animales salvajes, so
bre todo las aves acuáticas, encuentran en ese lugar un
refugio privilegiado.
Com o prueba de los esfuerzos realizados, están los
sistemas muy antiguos o muy modernos de desagüe e
irrigación, con inteligentes redistribuciones del agua.
Trabajo fabuloso, cuyos iniciadores fueron los árabes en
España. En la Huerta de Valencia, corazón de un logro
muv antiguo, el famoso Tribunal de Aguas continúa ca
da año, por medio de una subasta, repartiendo el maná
entre los compradores. La paradisiaca Concha de Oro
que rodea Palermo, jardín de naranjos y viñas, es un m i
lagro de agua domesticada que data apenas de los siglos
x v y xvi.
Basta remontar el curso de las centurias para encon
trar toda la llanura mediterránea primitivamente cubier
ta por las aguas, tanto el valle inferior del Guadalquivir
como las llanuras del Po, la región baja de Florencia y, en
la lejana Grecia, esta o aquella llanura en las que el tonel
de las danaides evoca el riego perenne.
Para obtener la obediencia y el caudal necesarios para
su vida, la llanura ha exigido sociedades numerosas, disci
plinadas; en el curso de los siglos ha soportado opresivas
clases de grandes propietarios, nobles y burgueses, más
el arraigo de grandes ciudades y aldeas amplias. Hoy se
somete a las técnicas de explotación y a los medios más
modernos, así se trate del trigo o de la vid. Se sitúa de
ese modo en la zona de los voluminosos rendimientos ca
pitalistas, de las codicias. La agricultura arcaica ha desapa
recido a todo galope. ¿Qué otra cosa podría hacer?
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Pero la difícil y larga domesticación, el lento equipa
miento de las regiones bajas explica el que, por una apa
rente paradoja, la historia de los hombres en el Medite
rráneo haya comenzado las más de las veces en las colinas
y montañas donde la vida agrícola, siempre dura y pre
caria, ha estado al abrigo de la mortífera malaria y de los
constantes peligros de la guerra. De ahí que haya tantas
aldeas en las alturas, tantas pequeñas ciudades colgadas
de la montaña, con sus fortificaciones prolongadas en la
roca de las pendientes. A sí ocurre en los sahels de África
del Norte, sobre las colinas de Toscana, en Grecia, sobre
los bordes de la campiña romana, en Provenza... Decía
Guicciardini, a comienzos del siglo xvi: “ Italia está cul
tivada hasta la cima de sus montañas”. Sin embargo, no lo
ha estado siempre hasta el fondo de sus valles y llanuras.
L a s s o c ie d a d e s t r a d ic io n a l e s
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tos de comienzos de año, la fiesta del Ennayer (el mes de
enero), que tienen por objeto colocar al nuevo año bajo
auspicios dichosos, con sus máscaras, sus comidas exce
sivas y propiciatorias, la limpieza de las casas. Ésos son
los ritos de primavera. También, más tarde, los fuegos
del ainsara, que el 7 de julio se encienden no sólo en
Kabilia, sino a través de toda el Africa del Norte, o casi.
La leyenda de la reina judía incestuosa y quemada en la
hoguera por sus pecados, es la explicación que suele dar
se a esto. Pero ¿no será igual, con la quema de las férulas
(umbelíferas resinosas), de los haces de laureles rosas y
marrubios, la ocasión para purificar mediante el humo
los árboles de los vergeles o los establos, “purificación
mágica, pero también procedimiento rústico para exter
minar a los parásitos...” ? Esta sabiduría autoritaria es or
den, precaución. Aliento para el trabajo.
En todas las zonas altas del Mediterráneo, en Italia,
en España, en Provenza, en Grecia, todavía hoy se en
cuentra sin dificultad toda una serie de fiestas que mez
clan creencias cristianas y supervivencias paganas sobre
el trabajo. Lo mismo que el folclor, el propio paisaje es
un testigo de esos arcaicos modos de vida, ¡y qué testi
go! Un paisaje frágil, creado enteramente por la mano
del hombre: los cultivos en terrazas, y los cercos que sin
cesar deben ser reconstruidos, las piedras que hay que
subir a lomo de asno o de muía antes de ajustarlas y fi
jarlas bien, la tierra que hay que subir en cestos y acu
mular detrás de esa muralla. Agreguem os que ninguna
yunta, ninguna carreta pueden avanzar sobre esas áspe
ras pendientes: la recolección de las aceitunas y la ven
dimia se realizan a mano, la cosecha se transporta a
lomo de hombre.
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Todo esto trae consigo hoy el paulatino abandono de
ese espacio agrícola de antaño. Demasiado trabajo y poco
provecho. De esa manera, las célebres colinas de Toscana
pierden poco a poco, uno tras otro, sus rasgos distinti
vos; los cercos desaparecen; los olivos varias veces cen
tenarios mueren uno a uno; ya no se siembra el trigo; las
pendientes cultivadas durante siglos vuelven a destinar
se a la hierba y al pastoreo, o al vacío.
Lo que desaparece ante nuestros ojos es una vida ar
caica, tradicional, dura, difícil; difícil ya en otros tiem
pos. Las montañas por lo común sobrepobladas en las
que, en condiciones más sanas que en otras partes, el
hombre crecía en forma sostenida, han sido siempre col
menas de repetidos enjambres. Los habitantes de Friul,
los furlani, iban a Venecia para hacer allí todos los traba
jos serviles. Los albaneses se ponían al servicio de cual
quiera, y sobre todo del Turco. Los bergamascos, de los
que todos se burlaban, recorrían la Italia entera en busca
de trabajo y ganancias. Los pirenaicos poblaban España y
las ciudades de Portugal. Los corsos se convertían en sol
dados al servicio de Francia o de Génova, la “dominado
ra” execrada. Pero también se les encontraba en Argelia,
como marinos u hombres de la montaña, capocorsini o
presidiarios. En julio de 1562, cuando pasó por allí Sam-
piero Corso, fueron millares quienes lo aclamaron “como
su rey”. En resumen, todas las regiones altas proporcio
naban una multitud de mercenarios, criados, cargadores,
artesanos itinerantes — afiladores, deshollinadores, com
ponedores de sillas— , jornaleros, cosecheros y vendi
miadores auxiliares, cuando, en el momento del trabajo
fuerte, las campiñas ricas carecían de brazos. Pero acaso
Córcega, Albania, algunas zonas de los Alpes o de los
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Apeninos no siguen, aún hoy, proporcionando a las ciu
dades, a las llanuras ricas, a los lejanos países de América,
la mano de obra para los trabajos rudos.
A veces, es cierto, la aventura tiene otro resultado,
sale mejor, con vastas emigraciones mercantiles. A sí
ocurre en el caso extraño e impresionante de los arme
nios, convertidos en los comerciantes favoritos de los
shahs de Irán y que conquistaron desde Ispahan, un lu
gar privilegiado en la India, en Turquía, en la Moscovia,*
y se hicieron presentes en Europa, en el siglo xvn, en
las grandes plazas de Venecia, Marsella, Leipzig o Am s-
terdam...
T r a s h u m a n c ia y n o m a d is m o
28
Todavía hoy se realiza ese movimiento, aunque muy
reducido en volumen. Pero la transportación en camión
o ferrocarril lo suplen a menudo. Es extraño poder seguir
todavía el viaje de un rebaño a la antigua usanza. Maña
na, sin duda, ya no será posible. Pero la reconstrucción
está aún al alcance de la mano: las rutas de trashumancia
continúan, marcadas en el paisaje como líneas indelebles,
o al menos difíciles de borrar: com o cicatrices que mar
can la piel de los hombres, para toda la vida. Son de unos
quince metros de ancho, y tienen su nombre peculiar en
cada región: cañadas de Castilla, camis ramaders de los
Pirineos orientales, drailles de Languedoc, carra'ires de
Provenza, tratturi de Italia, trazzere de Sicilia, drumul oi-
lor de Rumania...
Dondequiera que se observe retrospectivamente, la
trashumancia ha sido el término de una larga evolución,
el resultado probable de una temprana división del tra
bajo. Algunos hombres, y sólo ellos, con sus ayudantes y
sus perros, cuidaban los rebaños, ganando sucesivamen
te, junto con ellos, los pastos altos y luego los bajos. Era
una necesidad natural, ineluctable: el uso progresivo de
los terrenos de pastoreo en las diferentes altitudes. En
algunas regiones de Brasil, todavía ayer, rebaños semisal-
vajes vagaban por su cuenta entre las regiones altas y las
bajas: por ejemplo, en torno al Itatiaya, el punto culm i
nante de la región. En Italia, en la parte sur de Francia,
en la Península Ibérica, que son, por excelencia, las re
giones de la trashumancia, la especialización de los pas
tores ha sido su condición y su signo distintivo.
A sí se constituyó una categoría de hombres aparte,
de hombres fuera de la regla común, casi fuera de la ley.
El pueblo de las regiones bajas, agricultores o arboricul
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tores, los ve pasar con temor y hostilidad. Para ellos y
para la gente de las ciudades, se trata de bárbaros, de se-
misalvajes. Propietarios y chalanes marrulleros, que los
esperan al final de sus descensos, se ponen de acuerdo
para estafarlos. El escándalo, entonces, es que alguna linda
muchacha pueda enamorarse de alguno de ellos. “Nenna
querida — dice la canción cruel— , tu pastor no tiene
nada bueno, su aliento apesta, no sabe comer en un plato.
Nenna mía, cambia de opinión, elige mejor por marido a
un campesino, que es un hombre como es debido.” Hay
que decir que la canción todavía se canta en Italia.
Todo este vaivén de hombres y animales es más com
plicado de lo que parece a primera vista. Hay que distin
guir, en efecto, entre trashumancias “normales” y tras-
humancias “inversas”: en el primer caso, los propietarios
están en la región baja; en el segundo, viven en la monta
ña. Son situaciones surgidas de accidentes históricos o
de largas evoluciones. Por ejemplo, los rebaños que cada
invierno, habiendo abandonado los Alpes, desembocan
en los pobres pastizales de la Crau, pertenecen a los bur
gueses de Arles. De forma semejante, la gente de Vicenza
es la dueña de la vida pastoril que, llegado el verano, libe
ra a la región baja de sus rebaños en beneficio de los A l
pes. Evidentemente, hay casos mixtos entre trashuman-
cia normal y trashumancia inversa a los que a veces se
agrega, para complicarlo todo, la intervención del Esta
do, quien se apodera gustoso de todo el movimiento, so
pretexto de controlarlo; establece peajes en las rutas de
los rebaños, se adjudica los pastizales bajos y los alquila,
reglamenta el comercio de la lana y de los animales. El
Estado castellano organizó así el imperio ovejero de la
Mesta que, al abrigo de privilegios, algunos abusivos, de
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voró las mesetas y las montañas de Castilla en beneficio,
ante todo, de unos cuantos grandes propietarios. El rey
de Nápoles también capturó la enorme trashumancia
que corría desde los Abruzzos hasta el Tavogliere de
Apulia, e impuso de modo autoritario el predominio ex
clusivo del mercado de Foggia, donde la lana debería ser
vendida obligatoriamente. A l menos sobre el papel, arre
gló todo para su beneficio, pero los propietarios y los
pastores supieron defenderse llegado el caso.
La trashumancia se da solamente en una parte del Me
diterráneo, sin duda la más poblada, incluso la más evolu
cionada, aquella en la que la división del trabajo se impuso
sin chistar. Pero la explicación, lógica en sí misma, no es
suficiente, porque la historia ha desempeñado su papel. Al
menos en dos ocasiones, una cierta porción del Medite
rráneo — el otro Mediterráneo— ha sido tomada de tra
vés por dos poderosas oleadas de hombres; los primeros,
llegados de los cálidos desiertos de Arabia; los segun
dos, de los fríos desiertos del Asia. Son las invasiones ára
bes y las turcas, prolongadas durante siglos, aquéllas a
partir del siglo vn, éstas a partir del siglo xi, y que practi
caron, tanto la una como la otra, esos “cortes inmensos”
de los que con razón habla Xavier de Planhol.
Esos accidentes masivos han mantenido y desarrolla
do el nomadismo en la península de los Balcanes, en Asia
M enor y, desde luego, en el Sahara mediterráneo, en fin,
África del Norte toda. Esas oleadas de hombres del de
sierto implantaron, en Asia M enor e incluso en los Bal
canes (donde el caballo es el rey) al camello, un animal
venido de los países fríos y apto para las escaladas m on
tañosas, mientras que de Siria a Marruecos se aclimató el
dromedario, un animal friolento llegado de Arabia al
3i
Mediterráneo desde el siglo i de nuestra era, y que está a
gusto en la arena, no sobre las pedregosas y frías pen
dientes de las montañas.
Sobre la vida de los grandes nómadas, conviene releer
los admirables libros de Émile-Félix Gautier. Nadie ha
superado su lección. El nomadismo, que también hoy
tiende a disminuir, si no es que a desaparecer, se presenta
com o una etapa sin duda anterior a la trashumancia, la
cual, como ya dijimos, constituye una componenda en
tre el necesario movimiento de los rebaños y el efectivo
sedentarismo de las aldeas agrícolas y de las ciudades. En
el Mediterráneo oriental, donde el poblamiento sedenta
rio ha sido menos denso, la vida pastoril de grandes des
plazamientos a menudo encuentra sólo obstáculos insig
nificantes. No tuvo que llegar a un arreglo, ni por lo
tanto, que modificarse.
El nomadismo es una realidad totalizadora: rebaños,
hombres, mujeres y niños se desplazan juntos, a través de
enormes distancias, transportando con ellos todo el ma
terial de su vida cotidiana. Tenemos a este respecto, m i
les de imágenes, de ayer y de hoy, que debemos a los via
jeros y a los geógrafos. Sólo hay que resistir al placer de
citarlos demasiado largamente. En Á frica del Norte,
donde la intrusión del camello circunda los macizos
montañosos ocupados por los campesinos berberiscos,
los nómadas, que son sobre todo árabes, se deslizan por
las puertas naturales que les abren los caminos del norte,
en especial hacia Túnez y la región de Orán. Esos nóma
das con sus rebaños de ovejas, sus caballos, sus dromeda
rios, sus tiendas negras levantadas en cada alto, iban en
otro tiempo, en su búsqueda de hierba, desde los confi
nes saharianos del extremo sur hasta el propio Medite
32
rráneo. Diego Suárez, el soldado-cronista de la fortaleza
de Orán — ocupada por los españoles en 1509— , los vio, a
finales del siglo xvi, atravesar las llanuras que rodeaban el
“presidio", alcanzar el mar, instalarse allí un instante e in
tentar algunos cultivos. Incluso un día los vio cargar loca
mente contra las filas de arcabuceros españoles. Cada ve
rano los trae de nuevo en una fecha casi fija. En 1270,
cuando San Luis acampa sobre el emplazamiento de Car
tago, frente a Túnez, allí estaban ellos para contribuir a la
derrota del rey santo. En agosto de 1574, cuando los tur
cos recobran La Goulette y el fuerte de Túnez de manos
de los españoles, los nómadas del sur que andaban por allí
ayudaron a los asaltantes contra las fortalezas cristianas,
desplazando los canastos de tierra, los haces de ramas para
las fortificaciones; participaron de una victoria a la que
favorecieron de modo singular. El azar de los aconteci
mientos aclara así, a siglos de distancia, extrañas repeti
ciones. Ayer mismo, en 1940, Africa del Norte, privada de
medios de transporte, recurrió a los servicios de los nó
madas. Se les volvió a ver sobre las rutas que habían rem
plazado a las antiguas pistas, llevando de una y otra parte
enormes sacos llenos de grano en las alforjas de los came
llos. Incluso propagaron una repentina epidemia de tifus
entre las poblaciones indígenas y europeas del norte.
Existen, pues, dos Mediterráneos: el nuestro y el de los
otros. La trashumancia en uno, el nomadismo en otro.
Los E Q U IL IB R IO S D E LA V ID A
33
bilidad de desarraigo. Sin duda es demasiado pronto — ya
que todavía no hemos visto los recursos del mar— para
hacer un balance de conjunto de la región mediterránea.
Sin embargo, de su vida agrícola y pastoril, de los diversos
tipos de sus regiones, se desprenden algunos datos que,
por otra parte, nada tienen de excepcional o sorprendente.
Estamos ante una vida difícil, precaria con frecuen
cia, cuyo equilibrio se vuelve por lo regular en contra del
hombre, condenándolo a la sobriedad sin fin. Por algunas
horas o algunos días de comilona — y quizá ni eso— , la
austeridad se impone a lo largo de años y de existencias.
El historiador y el turista no deben dejarse impresionar
demasiado por los logros urbanos, las maravillosas ciu
dades antiguas del Mediterráneo. Las ciudades son acu
muladoras de riquezas y, por lo mismo, excepciones, ca
sos privilegiados. Tanto más cuanto que, antes de la
Revolución industrial, entre 8o y 90 por ciento de la po
blación, aproximadamente, vivía aún en el campo.
Puede decirse que el Mediterráneo equilibra su vida a
partir de la tríada: olivo, viña y trigo. “Demasiado hueso
— bromea Pierre Gourou— y muy poca carne.” Sólo la
cada vez más alta crianza de puercos, en tierras cristianas,
a partir del siglo xv, y la generalización de las conservas de
carne, la carne salata, aportaron importantes paliativos al
menos a uno de los extremos del Mediterráneo, no al otro,
que se priva voluntariamente a la vez de carne de puerco y
de vino. Las responsabilidades alimentarias del islam no
han sido pequeñas. Recordemos además que en la cocina
musulmana figuran escasamente los frutos del mar*
34
De los tres cultivos fundamentales, el aceite y el vino
— que se exportan fuera de la región mediterránea— han
sido los logros más constantes. El trigo plantea sólo un
problema, pero ¡qué problema! Y después del trigo, el
pan y su necesario consumo. ¿De qué harina se hará?
¿Cuál será su peso, ya que se vende en todas partes a un
precio constante, aunque el peso varíe? El trigo y el pan
son los sempiternos tormentos del Mediterráneo, los
personajes decisivos de su historia, preocupación conti
nua de los más grandes de ese mundo. “¿Cómo se anun
cia la cosecha?” Es la pregunta insistente que plantean
todas las correspondencias, incluso las correspondencias
diplomáticas, de un extremo a otro del año. Si es mala, el
campo padecerá tanto o más aún que las ciudades; los
pobres, como es usual, mucho más que los ricos. Todos
éstos tienen su granero particular, donde se amontonan
los sacos de trigo. Hasta el siglo xvi, las grandes casas
muelen su grano, amasan su harina, cuecen su pan, tanto
en Génova como en Venecia. Las grandes ciudades tam
bién acumulan sus reservas y, en caso de escasez o de
hambruna locales, sus comerciantes, con anticipos que
les dan los gobiernos urbanos, equipan navios, cierran
tratos, hacen llegar a la ciudad el trigo cultivado en el
Mar Negro, Egipto, Tesalia, Sicilia, Albania, Apulia, Cer-
deña, Languedoc, incluso en Aragón o Andalucía... Son
las regiones privilegiadas o poco pobladas las que, unas u
otras, al azar de las cosechas, ponen en circulación a tra
vés del mar cerca de un millón de quintales de trigo por
año, con qué satisfacer la demanda de Venecia, Nápoles,
bio, trad u cir literalm en te en aten ción al sen tid o y ritm o p ro p io s del
lenguaje u sad o aquí p o r Braudel. [ e .]
35
Roma, Florencia o Génova, compradores habituales del
“trigo de mar”.
El resultado no es sorprendente: la ciudad sobrevive
a la penuria e incluso a la hambruna. Son los campesinos
quienes, en un mal año, sucumben por falta de pan. Es
queléticos, mendicantes, se arrojan en vano sobre las
ciudades; van a morir a Venecia bajo los puentes o en los
muelles, los fondamenta de los canales. A l mismo tiem
po, las hambrunas recurrentes abren camino a las enfer
medades, a la malaria o la peste que, en el Mediterráneo,
es el azote de Dios.
Tal es la trama de la vida mediterránea. Sin duda los
festines y comilonas que los sabios del siglo x v i juzgan
escandalosos y que las ciudades prudentes prohíben, inú
tilmente por lo demás (como en Venecia), existen en
realidad, pero para un número muy reducido de perso
nas. La mayoría de los hombres del Mediterráneo los
desconoce. Aun los banquetes campesinos, esas famosas
comidas de fiesta que en todas las campiñas del mundo
hacen olvidar, de vez en cuando, la mediocridad cotidia
na, esos banquetes, en Holanda o Alemania, no se com
paran, por ejemplo, con los de Italia. Es una verdad in
contestable y que se establece a lo largo de toda una
historia verídica del Mediterráneo, colocada bajo el sig
no, repitámoslo, de la sobriedad, es decir, del raciona
miento voluntario. Epicuro (34 1-270 a.C.), que enseñaba
que el fin del hombre era el placer, pedía a un amigo
suyo: “ Envíame un pote de queso para que pueda darme
una comilona cuando quiera”. Siglos más tarde, cuando
Bandello ( 14 8 5 -15 6 1) escribe sus Novelle, un pobre en
tre los pobres, un emigrante bergamasco, por ejemplo,
cuando hace una comida excepcional, se conforma con
36
una salchicha de Bolonia. Y cuando se casa, es porque ha
elegido, dice con malignidad el cuentista, a una de esas
chicas que, detrás del domo de Milán, hacen el amor por
dinero.
Todavía hoy podemos ver en Nápoles o en Palermo,
a la sombra de un árbol o de un trozo de pared, a la hora
del descanso, una comida de obreros: se conforman con
el companatico, un condimento de cebollas o de tomates
sobre el pan mojado en aceite; lo acompañan con un
poco de vino. La trinidad mediterránea está presente
aquí: el aceite del olivo, el pan del trigo, el vino de las
viñas cercanas. Todo eso, pero no mucho más.
Entonces, ¿no parece una paradoja la riqueza muy
precoz y prolongada, los lujos muy antiguos del Medite
rráneo? ¿Cuál es el porqué y el cómo de esos lujos al lado
de tantas penurias, y aun miserias? Las frustraciones de
unos no pueden, por sí solas, justificar el esplendor de los
otros. El destino del Mediterráneo no puede explicarse
solamente por el trabajo encarnizado, siempre a partir
de cero, de poblaciones que se conformaban con bastan
te poco. Es también un regalo de la historia, del que gozó
durante mucho tiempo y del que al fin se le ha privado,
cosa que los historiadores, desde hace años, se esfuerzan
por explicar.
37
El m a r
Fer n a n d Bra ud el
38
El historiador debe desprenderse a toda costa de esa
visión que hace del Mediterráneo actual un lago. Como
se trata de superficies, no olvidemos que el Mediterrá
neo de Augusto y Antonio, o el de las cruzadas, o incluso
el de las flotas de Felipe II, representaba cien veces, mil
veces las dimensiones que nos revelan hoy nuestros via
jes a través del espacio aéreo marítimo. Hablar del Medi
terráneo de la historia es por lo tanto — primera preocu
pación e inquietud constante— devolverle sus verdaderas
dimensiones, imaginarlo en una vestimenta colosal, ya
que antaño fue por sí solo un universo, un planeta.
U n a m o d e r a d a f u e n t e a l im e n t ic ia
* A sí en el original, [ e .]
39
terráneo, un mar muy antiguo, estaría com o gastado en
sus principios vitales por su longevidad; sería por ello
poco rico en plancton, esos animales y plantas m icros
cópicos que flotan en la superficie de las aguas marinas y
que constituyen el alimento básico de las especies. Es
verdad que el Mar Interior es la supervivencia, a mile
nios de distancia, de un inmenso anillo marítimo que,
en la era secundaria, daba, a partir de las Antillas, casi la
vuelta al mundo en el sentido de los paralelos; la Tetis
de los geólogos. El mar actual no es más que un residuo
mediocre de ese anillo. Es posible, por lo tanto, que su
pobreza biológica sea el precio de esa fabulosa longevi
dad. Tanto más cuanto que renueva sus aguas de manera
insuficiente mezclándolas con las del océano a través del
estrecho de Gibraltar.
En todo caso, la pobreza de la fauna mediterránea es
evidente. Ver las pescas del Océano Atlántico y los hilos
tensos de las redes que descargan sobre el puente una
masa de peces de gran tamaño es asistir a un espectáculo
que el Mediterráneo no ofrece jamás, salvo escasísimas
excepciones. En consecuencia, las lanchas pesqueras del
Mediterráneo prefieren ir más allá de Gibraltar, alcanzar
el océano y sus profundidades que jamás decepcionan.
Las especies de peces, aunque son normalmente nu
merosas en el Mediterráneo, nunca están representadas
con abundancia. Por lo mismo, aun cuando las capturas
sigan siendo cuantitativamente insuficientes, amenazan
con agotar el mar. A tal punto, dice el especialista Niño
Caffiero, “que un día será necesario prohibir todas las
pescas y convertir el Mediterráneo en un zoológico sal
vaje, para tratar de preservar y salvar a las especies”. No
se trata aquí de palabras dichas al viento, de los sueños de
40
algún ecologista demasiado apasionado. El pez espada,
admirable pez de cinco metros de largo, con una aleta
dorsal semejante a una vela, provisto de una nariz muy
larga prolongada por un espadón (de allí su nombre X i-
phias gladius, “pez espada”), se pescaba antes en el estre
cho de Mesina, con arpón, durante una pesca pintoresca,
que se practicaba desde la Antigüedad, en curiosos bar
cos provistos de una especie de pasarela con una puerta
falsa abierta sobre el mar, donde velaba un vigía. El pez
espada es efectivamente difícil de localizar; rara vez
abandona las profundidades, salvo una vez al año, en la
época del desove. Desde hace algunos años, sin embargo,
los pescadores japoneses han comenzado a pescarlo a
gran profundidad y durante todo el año. Puede encon
trarse ahora pez espada en los mercados en cualquier es
tación, por lo que ese pez magnífico se encuentra en
riesgo de desaparecer sin tardanza.
Hoy que los estados mediterráneos se preocupan se
riamente por proteger al Mar Interior contra la conta
minación y las destrucciones que lo amenazan en forma
tan peligrosa, el proyecto de un “parque” marítimo se
vuelve un poco menos utópico. Es evidente que en ese
parque no estarían prohibidas ni las albuferas, ni la ex
tracción de esponjas en las costas de Túnez, ni la pesca
del coral en los litorales de Cerdeña o de Á frica del N or
te. El coral, explotado desde hace siglos, trabajado aún
hoy en los talleres, en especial en los de Torre del Greco,
ha sido una mercancía codiciada, exportada antaño hasta
China y el África Negra, y que, en la actualidad, conti
núa recorriendo el mundo y desempeñando todavía un
importante papel monetario en ciertas regiones del cen
tro de África.
4i
¿Se mantendría, con licencia especial, la pesca artesa-
nal, que todavía se practica en todos los puertos del Mar
Interior? Sí, indudablemente. Esta pesca elemental, tradi
cional, poco devastadora, se hace con una barca, uno, dos
o tres pescadores, y rara vez con un barco demasiado mo
derno. El pescador conoce el mar que está frente a su
puerto como el campesino conoce las tierras de su aldea.
Conoce todos los puntos donde es lógico encontrar el
mero, el besugo, el lenguado, incluso el rodaballo, el sal
monete, el mújol, la pescadilla; la época en que se captu
ran a mar abierto las sardinas o las anchoas (que también
servirán para cebar las líneas en la pesca del atún). Explota
el mar como un campesino su tierra. Apenas se aleja del
puerto o del abra de su aldea. Si alza los ojos, puede dis
tinguir su propia casa. Por otra parte, alejarse demasiado
de la costa significaría abandonar las aguas donde hay pe
ces. Este artesano pesca como se ha pescado siempre, con
redes, cestas, con espineles, o con lámpara, “ayer una an
torcha resinosa, hoy una lámpara de acetileno o de bate
ría”, que se enciende durante la noche: la fuente de luz ha
cambiado, pero el principio sigue siendo el mismo. Pesca
dores piratas en las costas griegas, y sin duda en otras
partes, emplean la dinamita, a pesar de la vigilancia de los
guardacostas: es una treta desleal, pero ya antigua. Vivir
día a día junto a uno de estos pescadores es aún hoy una
alegría posible para quien no teme el sol, ni los golpes de
mar, ni el balanceo continuo del barco inmovilizado sobre
el agua, ni las sorpresas cuando se levanta el espinel don
de, furiosa, ha sido capturada una inesperada morena.
Pero el pescador artesano no vive solamente en su
barco, entre sus líneas y sus redes. Es también un experto
campesino, cuidadoso, que cultiva su jardín y su campo.
42
Ejerce así un doble oficio. ¿Podrían vivir, de otro modo,
él y su familia? Hay que sacar partido, a la vez, de la tie
rra y del mar. Transportados de manera autoritaria a las
ciudades, a los pescadores griegos, privados del comple
mento de los campos de su aldea, no les alcanza para v i
vir. Pensemos en esa decena de familias de pescadores
bretones que el gobierno francés, en 1872, trató en va
no de arraigar en la península de Sidi Ferruch, a dos pasos
de Argel. Desertaron. Los pescadores corsos, arraigados de
manera semejante y por la misma época, en las cercanías
de Bóne, en Herbillon, se quedaron, pero “se transfor
maron en agricultores, y la aldea se convirtió en un cen
tro de cultivos de hortalizas... muy próspero”.
En todo caso, cualquiera que sea su forma, la pesca en
el Mediterráneo no alimenta los mercados, por pintores
cos que puedan ser. El orata a ife r r i o in cartoccio, el be
sugo a las brasas o empapelado, que comemos en un res
taurante de Venecia, tal vez provenga de la laguna, más
raramente del Adriático, pero el lenguado o la langosta
han sido traídos casi con seguridad desde el Atlántico.
Los salmonetes de roca de la costa dálmata, los langosti
nos rosas de Argel se reservan todavía para el gourmet.
Pero los habitantes del Mar Interior no los comen todos
los días. En el menú popular, el primer lugar le corres
ponde, sin discusión, al bacalao importado del Norte.
S in e m b a r g o , h a y a l g u n a s
pesc a s a b u n d a n t e s
43
o a través de la laguna de Comacchio, o incluso a la en
trada del estanque de Berre donde los diques de carrizo a
orillas del mar permitían ayer capturar mújoles y angui
las, no coinciden con nuestra desencantada descripción.
Contemplar, desde lo alto del puente que va a Galata, el
mercado de pescados de Estambul, pletórico, lleno de
colorido, es una maravilla. Pero ¿no será porque es ex
cepcional que ese espectáculo nos deja una impresión
tan vivida?
En el Mediterráneo, la única pesca que merece el ca
lificativo de abundante es la del atún, por más que sea
breve, sólo tres o cuatro semanas al año, y sólo posible en
zonas privilegiadas que hoy tienden a escasear o a des
aparecer. En el siglo xvi, por ejemplo, era mucho más
importante que hoy en el Algarbe portugués (que se en
cuentra fuera del Mar Interior), en Andalucía, donde
daba lugar a una verdadera movilización de los campesi
nos de la costa, al son de los tamboriles de los reclutado
res; o en las costas de Provenza. A fines del siglo xvi un
provenzal, alabando a su región, afirma: “ Sé que en otros
tiempos, en el puerto de Marsella, se hacía en un solo día
una pesca de 8 ooo atunes”. Hoy ya no se pescan atunes
frente a Marsella, como tampoco hay esturiones en la
boca del Ródano, donde eran antes tan numerosos.
Respecto a los atunes, la explicación científica es bas
tante clara después de que el crucero del Pourquoi-pas?,
en 1923, dirigido por el doctor Charcot, esclareció los
problemas. Los atunes no vienen del Atlántico, como se
pensaba antes. Viven dispersos en el Mediterráneo, en
zona semiprofunda, hasta el momento del desove, a partir
de mayo o junio. Buscan entonces las aguas más cálidas y
salinas del mar para la puesta y es allí donde los pescado
44
res colocan sus trampas. Pero los desmontes del litoral,
que favorecen el aflujo directo de las aguas dulces al mar,
y las ciudades modernas, que derraman enormes cantida
des de aguas negras, a menudo han destruido esas tram
pas naturales debidas a aguas de una salinidad anormal.
Hoy, el tropismo estacionario, que reúne a los atunes
de todo el mar, los dirige principalmente hacia las aguas
entre Cerdeña, Sicilia y Túnez, lugar de su pesca. Las re
des, la almadraba o tonnara, caen hasta el fondo del mar,
sostenidas por dos series de barcas. Forman un corredor
que conduce a los atunes hasta esas ratoneras de la alma
draba, llamadas cámaras de la muerte. Porque hay que ma
tar a los atunes uno por uno, y la matanza se convierte en
carnicería. En las aguas enrojecidas por su sangre se levan
ta a los enormes peces, “parecidos a bueyes, del mismo
tamaño, como ellos colgados de ganchos, levantados con
poleas”.
La pesca del atún es una “industria” del mar muy an
tigua. ¿No se dice acaso que los fenicios fueron sus in
ventores? Los griegos la conocían. Es la imagen de la al
madraba la que viene a la imaginación de Esquilo cuando
describe la batalla de Salamina: “ El mar desaparece bajo
una masa de cuerpos sangrantes, los griegos golpean a los
persas como a atunes cogidos en la red, les rompen los ri
ñones con trozos de remo y fragmentos de barcos”. Se
gún se dice, los sistemas de captura deben haber sido es
tablecidos definitivamente por los árabes. En todo caso, el
vocabulario en uso viene de ellos: la almadraba es, en ára
be, el almazraba, la “preñada” ; el canto que saluda la en
trada de los atunes, la chaloma, es decir, el saludo, salam.
En cuanto al jefe de la pesca, es el rais, nombre que, como
se sabe, designa en el islam a los capitanes del mar.
45
La pesca del atún sigue siendo una gran aventura en la
que participa toda una población local, y el botín es toda
vía impresionante. Pero la excepción confirma la regla: el
Mediterráneo líquido es pobre; su pesca total representa
apenas un tercio de la pesca noruega por sí sola.
N a v e g a r c o n t r a l a d is t a n c ia
46
te el día; se iba de una playa a la próxima; llegada la no
che, se ponía el barco en la arena.
Este cabotaje, que mejora, se desarrolla y aumenta
su efectividad con lentitud, representará durante mucho
tiempo lo esencial de las actividades marítimas de trans
porte. Todavía en el siglo xvm los convoyes marítimos
aseguraban vínculos útiles, por ejemplo, entre Nápoles y
Génova, o Génova y Provenza, o Languedoc y Barcelona,
etc. Los vaporcitos griegos que hoy se afanan entre las
islas del Egeo hablan a su manera de esos tiempos muy
antiguos. Con ellos, lo que triunfa es el viaje a corta dis
tancia. Com o el Mediterráneo es una sucesión, un com
plejo de mares, como está dividido en superficies autó
nomas, de horizontes limitados, en cuencas separadas,
se presta particularmente bien a esta navegación casera.
Para los marinos razonables, es decir, para la mayoría
de ellos, rara vez se trataba de salir de su mar familiar, de
sus tráficos conocidos, del “ M editerráneo” particular
del cual conocen los recovecos, las corrientes, los litora
les, los abrigos, tanto los vientos regulares como sus
cambios. El proverbio griego dice: “El que cruza el cabo
Maleo abandona su patria”. El cabo Maleo: es decir, el
sur del Peloponeso, en su puerta occidental, el último
hito antes del espacio sin límites del oeste.
Si el marino se conforma con ese horizonte limitado,
es sin duda porque satisface necesidades de intercambio
limitadas. Pero es también porque el mar asusta; es peli
gro, sorpresa, amenaza repentina, incluso en las rutas fa
miliares. Las ceremonias religiosas, que se han mantenido
hasta nuestros días en tantos puertos del Mediterráneo,
son encantamientos repetidos hasta el infinito contra los
caprichos de las tormentas y las tempestades. Los exvo
47
tos de marinos salvados del peligro hablan de este temor
en el corazón de los hombres que jamás se abandonan
despreocupadamente a la perfidia de las olas. Es a la Vir
gen María, Stella M aris, Estrella del Mar, a quien los ma
rinos de Occidente encomiendan sus cargamentos y, más
todavía, sus cuerpos, sus almas.
Lo que habla mejor de este temor en el corazón de
los hombres es su muy larga repugnancia a lanzarse mar
adentro, a navegar en línea recta. Se habituarán a ello
lenta, excepcionalmente, sólo sobre itinerarios conoci
dos por anticipado y practicados con cierta regularidad.
Lanzarse a lo desconocido es cosa muy distinta.
Parece que fueron los cretenses los primeros en atre
verse a llegar por alta mar, hacia el sur, al delta del Nilo.
Cuando llega a ítaca y se hace pasar por mercader cre
tense, Ulises explica:
48
ron, conduciendo a los navios apresurados de las Baleares
a Cerdeña y Sicilia. El comercio de Levante, los vínculos a
través de Gibraltar entre el Mar Interior y el Mar del N or
te (en 1297 las naves genovesas comenzaron a tener rela
ciones regulares con Brujas) han aumentado las travesías
más o menos desligadas de la línea segura de las costas y
han concluido la conquista del agua marina. Pero, incluso
en el siglo xvi, navegar en mar abierto, s ’engoulfer, como
dicen los franceses, es todavía una proeza, y sólo se inten
tan las proezas útiles. Si en esta época la brújula no se usa
demasiado, por más que fuera conocida desde el siglo xn,
es sencillamente, debemos repetirlo, porque la mayor par
te de los servicios en el Mediterráneo se realiza por medio
de viajes cortos a lo largo de la costa: comprar tocino en
Tolón, aceite en Hyéres, bizcochos en Savona; detenerse
en cada puerto, como hacen tan a menudo los barcos-ba-
zares de Marsella, vender aquí, comprar allá... incluso el
patrón irá a vocear su mercadería en las calles de Livornia
o de Génova. Jean Giono y Gabriel Audisio se imaginan,
cada uno a su modo, que la Odisea no ha dejado por eso
de contarse de un puerto a otro, de una taberna a otra;
que Ulises sigue vivo entre los marinos del Mediterráneo
y que es en el presente, en las fábulas que uno puede es
cuchar con sus propios oídos, donde hay que ir a buscar la
génesis y la eterna juventud de la Odisea. Confieso que
me gustan esas hipótesis poéticas y verosímiles.
Por último, han sido la curiosidad, la aventura, el lu
cro, las políticas ambiciosas y desmesuradas de los esta
dos las que han concluido e impuesto esa conquista. Por
que con los estados y las civilizaciones belicosas, la gran
historia se obstina en atravesar el mar, en subyugarlo, en
apoderarse de sus rutas para que el adversario no pueda
49
explotarlas y tenerlas a su merced. Génova y Venecia, en
su lucha por la hegemonía, surcan el mar entero. La cris
tiandad y el islam se lo disputan. ¿Quién podrá determi
nar el efecto acumulado de los esfuerzos de las expedicio
nes militares, de los costosos, laboriosos reclutamientos
de galeras, de naves “redondas”, de municiones, de caba
llos y de hombres a los que un buen día se lanza mar
adentro? Sin embargo, esas operaciones son arriesgadas,
el menor accidente puede arruinarlas. En 1540, Carlos V
llega delante de Argel, el oleaje hace chocar sus naves, y
el abandono resulta preferible al desastre. En 1565, los
turcos fracasan ante Malta, defendida por un puñado de
caballeros. El 7 de octubre de 15 7 1, en la batalla de Le-
panto, se enfrentan cerca de 100000 personas en el golfo
de Corinto. Es la marca, entonces fantástica, que hicieron
posible los medios (y las pasiones) de la época.
N a v e g a r c o n t r a e l m a l t ie m p o
5°
el tiempo deseado la sal, la lana de las últimas esquilas, el
trigo del año y los toneles de vino nuevo, y tantas mer
cancías más. Pero, incluso apresurándose en las eras don
de se trilla y en torno a los lagares, no siempre se han
realizado esos transportes por mar en el tiempo requeri
do. Con el otoño y el invierno se abre la puerta al persis
tente mal tiempo. Galeras y veleros de carga, naves lar
gas y naves redondas deberán quedarse en puerto, es lo
que aconseja la sabiduría, la lección de la experiencia. Ya
Hesíodo (a comienzos del siglo v n antes de la era cris
tiana) en Los trabajos y los días aconseja a su hermano
Perseo, campesino como él, pero también marino de
ocasión:
5i
hasta encallar delante de Malta. Tripulación y pasajeros,
dichosos por haber salvado al menos la vida, debieron
pasar tres meses en la isla antes de poder partir nueva
mente, en la primavera, en “un navio alejandrino, con la
insignia de los dióscuros”, que había invernado, por su
parte, en esos lugares, y que con toda probabilidad no
eran los únicos en haberlo hecho.
La invernada* es, por lo tanto, la regla normal, una
regla tan buena que durante mucho tiempo las ciudades
y los estados, preocupados por el orden, prohíben sim
ple y llanamente los viajes invernales. Todavía en 1569,
en Venecia, estaban vedados su’l cuor d ell’invernata, del
15 de noviembre al 20 de enero. Por su parte, los levan
tinos sólo navegaban desde San Jorge a San Demetrio
(5 de mayo a 26 de octubre, según las fechas del calen
dario griego). Para vencer el obstáculo de la estación pe
ligrosa, habrán de intervenir las modificaciones técnicas,
lentas en llegar, como veremos, en la construcción de
las quillas y la disposición del timón.
Los BA RC O S E N E L F O N D O D E L M A R
52
gua y la arqueología submarina. Todo es parecido: la ta
blazón, las cuadernas, la proa, la popa, la quilla (columna
vertebral del conjunto), el ajuste del mástil o de los más
tiles. Si bien hay diferencias por ejemplo en el orden de
las fases de la construcción, o en la forma del timón, lo
que predomina son las características semejantes.
Por otra parte, los restos de naufragios grecorroma
nos están a la vista para establecerlo sin discusión: el
naufragio de Anticitera, en Grecia (primera mitad del
siglo i a.C.), que transportaba un cargamento de estatuas
de mármol, hoy en el museo de Atenas; el naufragio de
Mahdia en Túnez, de comienzos del mismo siglo, que
llevaba a bordo 230 toneladas de columnas de mármol y
estatuas de bronce, hoy en el museo del Bardo; o el nau
fragio de Marzamenni, en Sicilia, en el siglo vi d.C.,
donde se hallaron todos los elementos de una “iglesia bi
zantina, prefabricada”, esculpidos en mármol y pórfido;
o incluso los restos de un naufragio romano descubier
tos hace poco en Planier, cerca de Marsella; restos que
permiten imaginar lo que era el navio de comercio ro
mano, de 20 a 30 metros de largo, de cinco a siete de an
cho, con uno, dos o tres mástiles, capaz de transportar de
150 a 200 toneladas. Se han encontrado así cargamentos
de 3000 a 10000 ánforas de vino o de aceite, dispuestas
en hileras de cinco, de modo que las bases de cada hilera
se sitúan entre los cuellos de la hilera inferior. Es la for
ma en que, todavía hoy, las barcas de Djerba disponen las
ánforas de aceite que transportan, y que se parecen sin la
menor duda a las ánforas de la Antigüedad.
En cuanto al timón del barco romano, consta, como
en tiempos de los griegos y de los fenicios, de dos remos
laterales, situados a uno y otro lado de la popa.
53
Sistema más eficaz de lo que suele decirse — precisa Patrice
Pomey, especialista en arqueología submarina— , y que los
romanos perfeccionaron para hacer verdaderos timones de
pivote, que en caso de necesidad pueden acoplarse, y que
entonces ya nada tienen que ver con los remos, solamente
en su aspecto general.
54
480 a.C. Trirremes o quinquerremes, de tres o cinco filas
superpuestas de remeros, que se asemejan a las galeras de
los siglos x v y xvi, los barcos de guerra del Mediterrá
neo de esa época — con la diferencia evidentemente de
que carecen de artillería— . Menos pesados por ello que
las galeras, pueden avanzar mucho más rápido.
H a s t a l o s n a v ío s d e l ín e a
55
güero muy grande, de varios cientos de toneladas, que
después crecería aún más. ¿Su característica? Estar cons
truido por capas, es decir, que las planchas del casco, en
lugar de estar pegadas, se recubren unas a otras como las
tejas de un techo. Más resistentes que los tradicionales
navios redondos del Mediterráneo, de planchas pegadas,
las naves pueden afrontar las fuertes olas y triunfar del
mal tiempo invernal.
Surge, entonces, una circulación más regular, una
verdadera revolución de los transportes. Algunos puertos
alcanzan marcas de tráfico en diciembre, enero o febrero.
El Mediterráneo se cubre de grandes cuerpos flotantes.
Las carracas genovesas del siglo x v alcanzan a veces i ooo
toneladas, y aun 1 500: son los gigantes del Mar Interior.
Los veleros de carga de Ragusa, en el xvi, llegan a veces al
millar de toneladas. Figuran entre los grandes cargueros
del Mar Interior y llevan sobre sí todo lo que es pesado u
ocupa mucho lugar: granos, sal, bolas de lana, cueros de
vaca o de búfalo, de los que Occidente es un fantástico
consumidor, y que van a cargar en Rodosto, sobre el mar
de Mármara, o en Varna, en el Mar Negro.
La particular fortuna de los veleros raguseos tiene
que ver al mismo tiempo con la capacidad de sus calas y
con los bajos salarios con que se conforman sus tripula
ciones. A sí se impusieron en todo el espacio mediterrá
neo y llegaron a Inglaterra y a Flandes, lo mismo que los
genoveses o los venecianos. La propiedad de uno de esos
grandes navios siempre está dividida en panes, de ordi
nario 24 quilates, que no están todos por fuerza en ma
nos de raguseos. Así, el genovés o el florentino, poseedor
de uno o varios quilates, vigila los movimientos de su
navio. Si llega a Livorno o a Génova, el patrón de la nave,
56
por lo general un raguseo, debe presentar sus cuentas y
pagar lo que debe a los propietarios de quilates, es decir,
a los accionistas.
Estas disputas o procesos han dejado suficientes hue
llas en los archivos de los puertos como para aportar al
historiador muchos detalles sobre la vida y los azares de
esos grandes cargueros. Triunfan en los siglos x v y xvi,
para declinar y casi desaparecer en el xvn. Pero ¿no es ésa
la regla general en el Mediterráneo y sin duda también en
otras partes? El duro oficio de marino no se improvisa.
Recluta a sus hombres a partir de sectores del litoral bien
escogidos. Cuando uno de esos sectores hace fortuna, si
puede decirse así, puebla el mar con sus navios, pero poco
a poco se agota en ese difícil juego. La regla sirve tanto
para las calas provenzales, las islas griegas, las riberas ge-
novesas y las costas dálmatas, como para las aldeas y alde-
huelas de la admirable costa catalana. Pero hay renaci
mientos, y el juego vuelve a comenzar.
La última transformación es la sustitución de la gale
ra por el barco de línea. La impresionante batalla de Le
panto (7 de octubre de 15 7 1) fue el encuentro m ons
truoso de 500 galeras turcas y cristianas, 250 en cada'
campo. Pero ya en tiempos de don Juan de Austria su;
suerte estaba amenazada. Su última forma conquistadora-
fue sin duda la galera reforzada, que coloca en cada remo
a cuatro o cinco remeros a la vez y, con ello, puede ganar
en velocidad a las galeras comunes, alcanzarlas o, de ser
necesario, dejarlas atrás.
Las galeras tienen muchos defectos. En primer lugar
su costoso “m otor” : los forzados, que hay que comprar,
alimentar, cuidar, vestir. Hubo, es cierto, en Venecia,
hasta mediados del siglo xvi, remeros ciudadanos, como
57
en la Atenas de Pericles. Pero en todas las marinas se en
cuentran forzados voluntarios — los buonvoglie, como se
les llamaba en Italia— , miserables que se alquilaban por
un tiempo para escapar de su miseria. “ Creo que es del
todo imposible — escribe el representante de Luis X IV
en Malta (26 de febrero de 1664)— encontrar buonvo
glie en Francia, ni [s/c] sacarlos de los países extranje
ros, y pienso que será más fácil tomar turcos para la ex
pedición o comprarlos”, evidentemente en el mercado
de Malta donde los piratas vendían con regularidad sus
presas. El sistema, deficiente en verdad durante la época
de Luis XIV, no hubiera podido subsistir de no ser por
los condenados a las galeras. Tal vez se prolongó, en
efecto, a causa de esos condenados: ¿dónde tenerlos pri
sioneros de manera más cómoda? Las galeras son el pre
sidio ideal, la cárcel concentradora por excelencia, más
expeditiva que los piombi de Venecia.
Las galeras tenían además otros defectos: su costo de
fabricación, el amontonamiento de los hombres a bordo,
el poco lugar que queda para una artillería cada vez más
indispensable y que reclama cada vez más espacio; ade
más, son navios hechos para los serenos mares del vera
no. Si se les quiere utilizar en invierno (lo que constituye
un poco la táctica de las flotas menos fuertes, que duran
te la estación peligrosa se protegen así con los mares agi
tados de la réplica del enemigo), puede haber catástrofes:
el desgaste, el agotamiento de la chusma de las galeras, y
sobre todo los naufragios, durante los cuales en una o
dos horas desaparece una escuadra completa. Es lo que
ocurrió a las galeras de España en la bahía de la Herradu
ra en octubre de 1562. Queda entonces un solo consuelo:
tratar en lo posible de recuperar los cañones hundidos.
58
Por último, cuando las naves mercantes empiezan a
equiparse con una artillería abundante para hacer frente
a los corsarios, las galeras sobrecargadas de hombres se
convierten para ellas en blancos ideales. En 1607, los na
vios “redondos” de los holandeses fulminan a las galeras
españolas que pretenden obstruirles el estrecho de Gi-
braltar. De ahí a fabricar navios redondos, de vela, que
sean verdaderos navios de guerra, no hay en apariencia
más que un paso, pero será largo de franquear. Ese navio
redondo no triunfará de golpe, porque también tiene sus
puntos débiles. Basta con que una nave bien armada que
de inmovilizada en un mar demasiado tranquilo, cuando
cesa el viento, para que las galeras se acerquen al cuerpo
inmovilizado del enemigo, elijan los ángulos de muerte
de su tiro y, dando vueltas a su alrededor, lo golpeen a su
gusto, incendiándolo u obligándolo a rendirse.
A pesar de todo, hacia 1620 la galera había pasado a
un segundo lugar. Los renegados nórdicos que entonces
poblaban Argel aclimataron el velero de carrera de largo
radio de acción. El Mediterráneo entero se convirtió en
tonces en su terreno de caza. Y esos “berberiscos” de ojos
azules y cabellos rubios atraviesan el estrecho de Gibral-
tar, espían los accesos de Cádiz o de Lisboa, llegan hasta
Islandia y piratean en el Mar del Norte con la com plici
dad de los puertos ingleses o de los comerciantes holan
deses. Sin embargo, todavía quedan galeras en Tolón o en
Venecia, e incluso en Argel. En 1798, cuando la flota que
lleva a Bonaparte a Egipto captura de pasada Malta, gale
ras de remos rojos se encuentran en el puerto de La Va-
lette. Pero son supervivencias: ni en Aboukir ( i° de agos
to de 1798) ni en Trafalgar, en las cercanías de Gibraltar,
estarán presentes en el combate.
59
En esta época, hace ya tiempo que el velero ha triun
fado, dividido netamente en dos familias: navios mer
cantes por un lado, barcos de línea por otro, los cuales
han surgido de la transacción entre el casco redondo y el
casco alargado. El antecesor de esos maravillosos navios
de línea debe buscarse, sin duda, en las galeazas venecia
nas, esas grandes galeras afiladas como los barcos de lí
nea del futuro, pero mucho más anchas que las primeras,
tan sutiles. Demasiado pesadas y sobrecargadas de arti
llería como para ser manejables, tenían un poder de fue
go, de fortalezas flotantes. La línea de las galeras de don
Juan de Austria, en Lepanto, iba precedida de esos mas
todontes que fulminaron a las galeras turcas desde el pri
mer contacto entre las flotas. Pero este triunfo, en sí sen
sacional, no trajo consecuencias inmediatas, porque nada
precipitó la evolución de los barcos del Mediterráneo de
la manera en que sucedió en otros mares del mundo. En
efecto, fueron necesarios la riqueza, la ambición, la locu
ra de los estados modernos para construir, a finales del
siglo x vm , navios de línea perforados por más de cien
piezas de cañones y cuyos cascos de madera estaban am
pliamente provistos de placas protectoras de cobre; obras
maestras de la arquitectura naval, por cierto, pero tan
costosos que es difícil de imaginar.
Ba r c o s y b o sq u e s
6o
para alim entar las chimeneas con grandes llamaradas,
o para calentar los hornos de pan con los arbustos que,
en el prim er caso (los m atorrales), recubren el suelo
por entero, y en el segundo (monte bajo) lo dejan des
nudo en amplias superficies. Esos matorrales o ese m on
te bajo son también el resultado de explotaciones desor
denadas para la construcción o la calefacción de las
casas, o el mantenimiento de las industrias que requie
ren del fuego, o el cultivo de tierras boscosas explotadas
un tiempo, y después abandonadas por no ser bastante
fértiles.
El barco, que ha sido uno de los grandes culpables de
la deforestación, ¿no ha sido al final víctim a también
de este proceso? Llegó un día en que los bosques de Ca
labria o los robles del Monte Gárgano dejaron de ser ex
plotables para los astilleros de Ragusa o de las playas cer
canas a Nápoles... Carmelo Trasselli, admirable historiador
de Sicilia, piensa que este enrarecimiento y la carestía de
madera que vino como consecuencia han sido una de las
razones, entre otras muchas, de la decadencia del Medi
terráneo, en el siglo xvi, y más todavía en el x v i i . Hasta
los venecianos, hasta los caballeros de Malta compraron
entonces sus barcos en Holanda.
Esta explicación, más que verosímil, nos trae a la me
moria las reflexiones de Maurice Lombard sobre la crisis
de la madera a través del Mediterráneo islámico del siglo
xi. Dominaba todo el mar; cuando le faltó la madera, el
mar se le escapó. Com o las mismas causas producen los
mismos efectos, algunos siglos más tarde, el Mediterrá
neo cristiano del poniente perdería a su vez su dominio
del Mar Interior, donde ingleses y holandeses comenza
rían a imponer su ley.
61
El M e d it e r r á n e o e s lo s c a m in o s
62
sistía en impedir que los alemanes participaran de mane
ra directa en su comercio marítimo. Ese es un coto de
caza cuidadosamente guardado, reservado para sus ciu
dadanos, aquellos que tienen plenos derechos, que po
seen la ciudadanía “por afuera y por adentro” (de intus et
de extra).
Vemos, así, de qué modo las rutas del Mediterráneo
aumentaron sin medida el espacio explotado por las ciu
dades y los comerciantes del Mar Interior. Es, de la m is
ma forma, un veneciano quien descubre para sus con
temporáneos la lejana China: Marco Polo está de vuelta
en Venecia en 1296. Es también un hombre del Medite
rráneo, Cristóbal Colón, quien descubre América en
1492. Serán los comerciantes italianos quienes, en el si
glo x i i i , controlen las ferias de Champagne, y 200 años
más tarde controlen también las ferias de Lyon en torno
a las cuales, durante breve tiempo, giró la fortuna entera
de Europa. Las ciudades alemanas, Nuremberg, Ulm,
Francfort, Augsburgo, sobre todo Augsburgo, son las
alumnas, las émulas de Italia. Desde el siglo x iv en Bru
jas, en Londres, domina el banquero comercial italiano,
y con él triunfa el mar lejano y exigente.
Un Mediterráneo más grande rodea y envuelve, pues,
al Mediterráneo stricto sensu, y le sirve de caja de reso
nancia. La vida económica del Mar Interior no es, por
otra parte, la única en repercutir así a distancia; repercu
ten también sus civilizaciones, sus movimientos cultura
les de colores cambiantes. El barroco, nacido en Roma y
en la triunfante España, cubre toda Europa, inclusive los
países protestantes del norte. De la misma manera, las
mezquitas de Estambul, especialmente la Suleimanié, se
rán imitadas hasta en Persia y la India.
63
Es, pues, visible sobre las márgenes del gran Medite
rráneo, una especie de registro del esplendor y de la irra
diación propias del mar. Por eso muchos problemas del
pasado mediterráneo, casi insolubles a primera vista, se
han resuelto por sí solos.
Ese lujo que, en espíritu y en la realidad, revivimos
hoy, a lo largo del Gran Canal, la calle más hermosa del
mundo, o sobre la plaza de San Marcos, la plaza más her
mosa del mundo; ese lujo sólo se explica por una explo
tación lejana del otro. En efecto, la explotación de las
campiñas cercanas y de las actividades de los pequeños
puertos satélites del Adriático, no bastaría. Hacen falta
las aportaciones de un comercio de lejos, de la antena
que, por medio del islam, tiende el Mediterráneo hasta
el Lejano Oriente. Cuando, durante la fiesta de la Sensa, el
día de la Ascensión, el Dogo de Venecia desposa al mar,
ante la iglesia de San Nicoló dei Mendicoli, no se trata
tan sólo de un bello espectáculo, o de un símbolo, sino
de una realidad: desposa, a través del mar, al gran Medi
terráneo, fuente perenne de riquezas.
La decadencia, las crisis, los malestares del Medite
rráneo son justamente las averías, las insuficiencias, las
fracturas del sistema circulatorio que lo atraviesa, lo so
brepasa y lo rodea y que, durante siglos, lo colocara por
encima de sí mismo. El periplo de Vasco de Gama en
1498 es el primer golpe que le asesta el destino. Sin em
bargo, sobrevivirá a la prueba. La decadencia no se decla
rará antes de 1620, cuando los ingleses y los holandeses
se hayan apoderado de las lejanas salidas del Mediterrá
neo, e invadido su propio espacio. A llí se produjo una
ruptura de larga duración. ¿Definitiva? Mucho más tar
de, después de siglos de replegarse, la creación del canal
64
de Suez (1869), tema sobre el que regresaremos, no lle
gará a restablecer plenamente la prosperidad y sobre todo
la preminencia del Mediterráneo. Porque Inglaterra reina
entonces sin rival sobre el mundo entero. El Mediterrá
neo, capturado por el extranjero en el siglo xvi, no pue
de ser devuelto a sus ribereños.
E l a lba
F ern a n d Bra ud el
66
La extensión marítima, como creadora de amplios in
tercambios, permaneció durante mucho tiempo inuti
lizada. Fue en la orilla y fuera de ella donde la civiliza
ción mediterránea dio sus primeros pasos.
L a s r e v o l u c io n e s
del C e r c a n o O r ie n t e
67
comenzó su larga carrera, a partir de tres regiones privi
legiadas: los valles y vertientes occidentales del Zagros,
la región montañosa de la Mesopotamia turca y sobre el
sur de la meseta de Anatolia.
Quien dice agricultor dice sedentarización, arraigo
en hábitats agrupados. Pero la sorpresa, también revelada
por el radiocarbono, ha sido descubrir la existencia, des
de el octavo milenio, no sólo de aldeas o villorrios, sino de
grandes aglomeraciones que podemos llamar ciudades,
por más que en sus comienzos no tuvieran la organiza
ción de una ciudad mesopotámica o egipcia. De allí la
argumentación revolucionaria y convincente de Jane Ja
cobs ( The Economy o f Cities, 1969), quien pretende que
en el vacío, el de la prehistoria o el de determinadas par
tes del Nuevo Mundo después de la conquista europea,
es normal y lógico que las ciudades comiencen a existir
al mismo tiempo, e incluso antes que las aldeas. Jericó,
Gatal Hüyük son dos ejemplos de estas aglomeraciones
“ neolíticas”. En el séptimo milenio antes de nuestra era,
Jericó albergaba al menos 2 000 habitantes: Oatal Hüyük
extendía sus viviendas unidas entre sí a lo largo de 15
hectáreas, donde la circulación de la gente se realizaba,
dentro de las casas, a través de aberturas ovales practica
das en los muros, y entre ellas, por las terrazas.
Estas “ciudades prim itivas” son ya centros organiza
dores. Despiertan y mantienen una circulación de amplia
irradiación. Jericó exporta sal y betún, y recibe, entre
otras cosas, obsidiana de Anatolia, turquesas del Sinaí,
cauris del Mar Rojo. Qatal Hüyük cambia su obsidiana
por el sílex de Siria, importa del Mediterráneo gran can
tidad de conchas y de toda clase de piedras, mármol, ala
bastro. Sus actividades artesanales son múltiples: joyas de
68
piedra, de nácar o de cobre, telas finas, cerámica, etc.,
mientras que en la misma época la llanura de Panfilia, bas
tante cercana, está todavía muy atrasada culturalmente.
Y la invención creadora, signo de abundancia económica,
se presenta pujante desde el comienzo de Catal Hüyük.
No obstante, es la llanura, la baja Mesopotamia la
que, junto con Egipto, se convertirá en el impulsor fun
damental de la civilización en gestación. Porque una gran
civilización no puede vivir sin una amplia circulación, y
el agua de sus ríos — el Eufrates, el Tigris, el N ilo— per
mitió desde muy temprano el desarrollo del transporte
fluvial. Cuando esos barcos por fin se aventuran por el
agua salada del Golfo Pérsico, o del Mar Rojo, o del
Océano Indico, se ha dado el paso decisivo. Un milagro
comienza. Bienes, mercancías, técnicas, todo transita
rá, poco a poco, por las rutas del mar. El Mediterráneo
está vivo.
P r im e r o s b a r c o s ,
P R IM E R A S C IV IL IZ A C IO N E S
69
las barcas en el Eufrates, sus extensas superficies de agua,
sus orillas planas durante largo tiempo pantanosas, para
que revivan los magníficos bajorrelieves del palacio de
Nínive, con sus barcas de cañas deslizándose entre los
hipopótamos de los pantanos repletos de peces. Pero la
Mesopotamia está lejos de las orillas del Mediterráneo, y
si llegó a aventurarse, como parece, por el Mar Rojo y el
Golfo Pérsico, sabemos poco al respecto. Está en el tras-
fondo de la primera historia del Mediterráneo.
Los barcos de Egipto, en cambio, desembocan sobre
la historia del Mar Interior. Los bajorrelieves de las pri
meras pirámides nos los muestran construidos a menudo
de haces de papiros unidos, un tanto parecidos a las bar
cas de la Mesopotamia, con proa y popa levantadas, un
fondo casi plano que les permite no chocar contra los
bancos de arena levemente sumergidos y atravesar sin
problemas los numerosos pantanos.
El progreso hará que muy pronto los juncos prim iti
vos sean remplazados por tablones de madera, bloques de
sicómoro o de acacia traídos del A lto Egipto, o de cedro
del Líbano. Esos tablones cortos y macizos están unidos
con fuerza entre sí. Excepción hecha del material, esas
naves de madera, sin quilla, de extremidades levantadas
por un cable transversal, se parecen sin la menor duda a
las barcas primitivas. Pueblan las escenas de caza o de
pesca representadas con mucha frecuencia en las paredes
de las tumbas, y sirven para transportar a los muertos a
su última morada.
El transporte fluvial del Nilo es tan poderoso como el
del Eufrates, sobre el cual tiene además una segura ven
taja: el sistema regular del viento, que en Egipto permite
que los barcos remonten a vela el río. En el otro sentido,
70
basta con dejarse ir con la corriente. Remos y sirga son
menos necesarios. El Nilo es así, y por ésta y otras razo
nes, la condición de la unidad y la riqueza de Egipto. En
el siglo x x v a.C., el río daba la oportunidad de transpor
tar el granito de las canteras del A lto Egipto hasta Men-
fis, y controlar desde lejos a Nubia, gran proveedora de
marfil, ébano, plumas de avestruz, metales preciosos, oro
sobre todo. Pronto permitirá, además, alcanzar el Mar
Rojo por la ruta de Coptos a Qoeir, y así tener acceso al
incienso, a la mirra de la región de Punt, al cobre, a las
turquesas y otras piedras preciosas del Sinaí. Y es en el
Bajo Egipto, sede del poder faraónico, donde se acumu
lan todas estas riquezas, con las cuales comprar o procu
rarse todo lo que el mismo Egipto no tiene y codicia:
cedros del Líbano, betún del Mar Muerto, aceite y más
tarde vino de Siria. Es así como empezaron los viajes en
tre Egipto y las ciudades de la costa siriolibanesa, casi en
los albores de la historia egipcia. Probablemente, como
expediciones lanzadas por los faraones, al principio. Pero
a mediados del tercer milenio una verdadera flota mer
cante une a Biblos con los puertos del delta: los barcos
son de tipo egipcio y sin duda financiados por Egipto,
pero quizá construidos ya, y sobre todo tripulados por
los cananeos (nombre que se les daba a los siriolibane-
ses). Esos antepasados de los fenicios eran ya un pueblo
de marinos; el egipcio, por el contrario, tenderá siempre
a quedarse en casa, ya que su riqueza le permite un co
mercio pasivo, como se afirma más tarde, en dirección al
Mediterráneo. En todo caso, mil años después no es po
sible tener ninguna duda: una pintura de Tebas, del siglo
x v a.C., muestra barcos tripulados por cananeos, atavia
dos con su traje característico, que descargan en Egipto
7i
mercancías de su país. Con todo, los barcos son semejan
tes: veleros de tipo egipcio, con las mismas extremidades
levantadas casi en ángulo recto, sin quilla en apariencia.
Barcos que convienen para un trayecto apacible y rutina
rio, por aguas poco profundas y sujetas a la creciente pe
riódica que repliega el camino navegable para convertir
al Nilo en un simple sendero, pero muy poco para los
peligros de alta mar.
Desde comienzos del segundo milenio, y antes sin
duda, apareció otro tipo de barco, nacido de otra aventu
ra: la de los pueblos del Egeo. Estos navios ligeros se
mueven a vela y remo, y están provistos de una carena
más una quilla, lo que no sólo refuerza su casco contra el
choque de las olas, sino que además los hunde en el agua,
les da mayor estabilidad y mejor resistencia al viento.
Este barco egeo, antepasado directo de los barcos feni
cios, griegos y romanos, es en realidad el primer barco de
transporte realmente adaptado al mar. Fue el que aceleró
la historia del Mediterráneo.
El p r im e r M e d i t e r r á n e o
C O M E R C IA N T E DE LA H IST O R IA
72
del mar (los espacios del Levante), pero que ya es un es
pacio económico unitario, donde muy pronto todo se
intercambiará: los objetos, las técnicas, las modas, los
gustos, los hombres por supuesto, e incluso las corres
pondencias diplomáticas.
A sí se crea un fenómeno de extraordinaria novedad:
surge una cultura cosmopolita donde se pueden recono
cer los aportes de las diversas civilizaciones construidas
a lo largo o en medio del mar. Algunas de estas civiliza
ciones forman parte de imperios: Egipto, Mesopotamia,
el Asia M enor de los hititas; otras son empujadas al mar
y sostenidas por las ciudades: la costa siriolibanesa, Cre
ta, más tarde Micenas. Pero todas, a partir de ahora, se
comunicarán entre sí. Todas, aun Egipto, por lo común
tan encerrado sobre sí mismo, se vuelcan hacia afuera
con una curiosidad apasionada. Es la época de los viajes,
del intercambio de presentes, de las correspondencias
diplomáticas y de las princesas que se dan por esposas a
reyes extranjeros como prenda de esas nuevas relaciones
“internacionales”. La época en que, en los frescos de las
tumbas egipcias, se ve surgir, en su traje original, repro
ducidos con minuciosidad, a todos los pueblos del Cer
cano Oriente y del Egeo: cretenses, micenios, palestinos,
nubios, cananeos; cuando las magníficas cerámicas cre
tenses invaden todo el Levante (casi no hay ninguna ex
cavación que no descubra algún vaso o algunos tazones
cretenses de esta época); en que las mayólicas azules de
Egipto, exportadas a todas partes, copiadas sin escrúpulo
en Ugarit, acompañan a los muertos en las tumbas mi-
cenias; cuando el culto de las divinidades cananeas, sin
duda introducido por los comerciantes, se esparce por el
delta, mientras que las esfinges aladas o los dioses de
73
Egipto florecen en Siria o en el país hitita; cuando, sobre
los muros de las tumbas de Tebas, la fantasía de la pintu
ra cretense se impone a la austera tradición egipcia
mientras que las flores de loto y los pájaros acuáticos del
lejano N ilo inspiran a los ceramistas cretenses o mice-
nios que retoman a su vez, pero con mucha mayor fuerza
en la disposición y en el tratamiento de las formas, su
universo ambiguo y marino, rechazando de paso, a dife
rencia de Egipto, las referencias espaciales, los horizon
tes figurados; cuando la moda egipcia, consagrada hasta
entonces al lino blanco, se apasiona por los bordados si
rios y los tejidos policromos de los cretenses.
En esta extraordinaria "mezcolanza” del segundo m i
lenio, la palma del cosmopolitismo corresponde sin du
da a los siriolibaneses, que toman prestado y de todo el
mundo, y lo mezclan a su gusto. A l contrario de Creta,
que, a pesar de la actividad de sus comerciantes y mari
nos, cuyas huellas se encuentran en todas partes, dio
más de lo que recibió. Protegida quizá por su carácter
insular, se ha mantenido como la más original, la más
insólita de las primeras civilizaciones antiguas. Tan m is
teriosa cuando se desarrolla com o un fenómeno aparte,
como cuando desaparece, con una muerte brutal e in
explicable.
D e C n o s o s a M ic e n a s
74
dañina fuera del escorpión, la víbora y una araña veneno
sa (desconocida, por otra parte, en el continente). D u
rante mucho tiempo, apenas si repercutieron en ella las
corrientes civilizadoras venidas de las Cicladas y el Egeo.
Troya, cerca del Helesponto, brilla ya cuando Creta per
manece aún en la oscuridad. Sólo hacia 2500 a.C. llega
hasta ella un poco de luz. La leyenda de Europa raptada
por Zeus en las costas de Fenicia y llevada a Creta tendría
una parte de verdad.
Surgen en ella dos generaciones de ciudades-pala
cios, la primera de 2000 a 1700; la segunda de 1700 a
1400. Com o indican por sí solas esas fechas, la isla se
desarrolla con el auge de las navegaciones de Levante.
En esa multiplicidad de palacios-ciudades — de los
que Cnosos es el ejemplo más bello, pero no el único— ,
¿hay que ver ciudades independientes, ciudades-Estado
ya sobre el modelo griego, como aventura E. van Effen-
ter? Esos palacios son privativos de una divinidad tanto
como de un príncipe, el M inos de Cnosos. Son tal vez
también una forma de economía, el lugar donde se re
úne y se redistribuye la producción, el centro donde los
artesanos y los comerciantes de la ciudad vecina recogen
sus órdenes de pago; donde se concibe una participación
cada vez más consciente en el intercambio con el exte
rior. Porque este florecimiento, sobre todo el más bri
llante, de 1700 a 1450, es contemporáneo de un auge
económico general del Cercano Oriente. El brillo de los
grandes imperios se refleja en el espejo de la civilización
cretense que, a su vez, envía a lo lejos sus luces. Cnosos,
el palacio-ciudad por excelencia, irradiará a lo lejos su
influencia gracias a los navios cretenses que surcan la
inmensidad del mar.
75
Todo se derrumbará, como hemos dicho, en Cnosos
y en la Creta oriental (la única parte de la isla iluminada
por la civilización) hacia 1450. Tal suceso ¿tiene como
consecuencia la explosión volcánica de Théra, hoy San-
torini? La hipótesis, aceptable, es a menudo admitida.
¿O es que se debe a un ataque victorioso de los mice-
nios? Ésta es la hipótesis clásica. ¿Sería a consecuencia
de violentas conmociones sociales? Sea lo que fuere, la
civilización cretense se extinguió a mitad del siglo xv.
Conocem os de manera imperfecta esta civilización.
Su religión sigue siendo poco comprensible para nos
otros. A lo más que llegamos es a reconocer algunos
símbolos: el árbol, el pilar, la doble hacha, los cuernos de
toro, los chales anudados ritualmente: algunos animales
sagrados: la serpiente, la paloma, el toro. Por último, la
Diosa Madre, salida de las profundidades de la prehisto
ria y de las mentalidades primitivas, parece haber sido la
dominadora. Pero ¡cuánta distancia entre esa joven diosa
elegante que empuña una serpiente como sostendría un
adorno, y las adiposas estatuas de la abundancia, de las
que se han encontrado cientos de ejemplares alrededor
de todo el Egeo! ¿Qué relación hay entre la danza sa
grada de las sacerdotisas que hace girar las faldas de vo
lantes de las jóvenes de largos cuerpos de bailarinas y
la escena de los frescos de Mari, donde el rey recibe de la
diosa Istar los emblemas sagrados, con la hierática so
lemnidad de la Mesopotamia? Lo que fascina en Creta
es la idea que nos hacemos, con razón o sin ella, de una
civilización “distinta”, donde todo tendería a la belleza y
a la alegría de vivir, donde la misma guerra no tendría
sitio (en todo caso, no hay fortificaciones en torno a las
ciudades cretenses). Sobre los frescos de Cnosos, el sa
76
cerdote-rey camina entre lirios, y las mujeres de vesti
dos claros, amarillos, azules y blancos, con los senos des
nudos, danzan ante un vasto público sentado bajo olivos
azules. Acróbatas de finos cuerpos juegan entre los cuer
nos de un toro. Domina un naturalismo simple y fuerte:
una brizna de hierba, una mata de azafrán o de iris, una
vara de lirio blanco sobre el ocre de un vaso o sobre la
púrpura de un estuco mural; arbustos que se enlazan en
un motivo continuo, casi abstracto, una rama de olivo
florecido; los tentáculos retorcidos de un pulpo, delfi
nes, una estrella de mar, un pez azul alado, y tantos te
mas más, tratados con una gran libertad de invención.
En la fantasía de un mundo alegremente irreal, un mono
azul corta azafranes, un pájaro turquesa se posa sobre
rocas rojas, amarillas, azules, jaspeadas de blanco, donde
florecen los rosales silvestres; un gato salvaje acecha, a
través de unas ramas de hiedra aérea, a un inocente pája
ro que le da la espalda; un caballo verde tira del carro de
dos diosas sonrientes.
La civilización llamada micénica (por la ciudad de
Micenas, en la Argólida) que sucede a la civilización cre
tense seguía, desde tiempo atrás, la escuela de esta últi
ma. ¿Se volvieron los alumnos peligrosos y destruyeron
al maestro? Es posible. O bien ocuparon el lugar vacío.
Lo cierto es, en todo caso, que las ciudades micenias,
Tirinto, Pilos, Argos, Tebas, Atenas, Micenas, continúan
su auge después de la brusca desaparición de Creta. Se
construyen en ellas grandes palacios al estilo cretense.
Y los comerciantes micenios, que recorren los mares
igual que lo hacían los cretenses, ocupan un lugar pre
ponderante en el Egeo. Se instalan en gran número en
Chipre, Egipto, Asia Menor, Siria, en el Líbano, y los va
77
sos micenios se encuentran por todas partes en el C er
cano Oriente, como antes los cretenses. Pero la atmós
fera ha cambiado: las ciudades micenias, batalladoras y
expansivas, a veces rivales, se rodean de murallas. Final
mente, conocerán un destino trágico; casi todas desapa
recerán en el curso de un drama aun más oscuro que el
que puso fin a Cnosos.
La s c a t á st r o f e s p o c o e x p l ic a b l e s
D E L O SC U R O SIG L O X I I
78
memora esta victoria del faraón. Pero no por ello escapa
rá Egipto al desastre, ya que lo que se pierde sobre todo
en la múltiple aventura, y por mucho tiempo, es el Me
diterráneo de los intercambios. Estos disminuyen, des
aparecen; no resistieron los incendios, las carnicerías,
las murallas derruidas, las ciudades desquiciadas como
por capricho, las ciudadelas tomadas por asalto y libra
das al saqueo.
Todavía ayer se explicaban estos dramas por la llega
da de los indoeuropeos, los dorios. Bárbaros, sí, que sin
embargo tenían armas de hierro, y que habrían acabado
con los micenios que sólo conocían las armas de bronce.
Los recién llegados habrían empujado a poblaciones en
loquecidas. Así, al hablar de los pueblos del mar tendría
que tratarse de esas hordas de fugitivos que, a su vez,
habrían pillado, saqueado, matado, desde la región hitita
hasta Egipto. Por desgracia, esta explicación ya no se
sostiene, dado que los dorios, últimos invasores indoeu
ropeos de la antigua Grecia, llegaron apenas a finales del
siglo x i i , 100 años más tarde por lo menos, y no trajeron
el hierro, que había venido de otra parte. A l menos, es
eso lo que hoy afirman los arqueólogos.
Pero, entonces, ninguna explicación se impone o se
sostiene ante las exigencias de la crítica. Sólo dispone
mos de hipótesis, que habrán de verificarse sabe Dios
cómo.
Claude A. Schaeffer ha afirmado que el Imperio de
los hititas había sido destruido por terremotos de extre
mada violencia. Es posible e incluso seguro: los sismos
siempre han abundado en esta región de Asia Menor. No
obstante, es insuficiente para explicar el conjunto del fe
nómeno, que sobrepasa los límites de la Anatolia, o el
79
papel de los pueblos del mar, o bien las destrucciones de
las ciudades micenias.
¿Ocurrió, como hace notar Rhys Carpenter en un li
bro reciente, un cambio radical del clima, que se habría
alterado en el sentido de una sequía persistente, calami
tosa y finalmente destructiva? La duración de los vientos
etesios que excluyen la lluvia se habría alargado, trans
formando en desiertos vastas regiones secas de por sí,
pero hasta entonces cultivables. Tan sólo habrían esca
pado al siniestro enemigo las regiones altas, cercanas al
mar y por añadidura expuestas directamente a los vien
tos del oeste, es decir, el golfo de Corinto (que las Ins
trucciones náuticas señalan como una zona susceptible
de atraer las depresiones torm entosas, de mayo a julio
y de septiembre a octubre). Atica, Rodas, o Chipre o Te
salia o Epiro. Por otra parte, los habitantes expulsados de
su país por la pérdida de numerosas cosechas habrían
tomado el mar, invadido de manera masiva los territo
rios relativamente protegidos y provocado las destruc
ciones en cadena que conocemos. Por lo que toca a los
palacios micenios, no habrían sido destruidos por los in
vasores, sino por los grupos locales de campesinos ham
brientos, porque siempre fueron grandes depósitos de
productos alimenticios.
Estas explicaciones nos hacen soñar, y ése es su mé
rito y su utilidad. Pero el problema seguirá siendo oscuro
mientras se carezca de una masa más precisa de datos. Se
necesitarían más excavaciones afortunadas, muestras de
cerámica convincentes y sobre todo, exactitud cronoló
gica. Es mucho pedir, aun cuando las nuevas posibilida
des de datación ofrecidas por el radiocarbono pueden
aclarar muchas cosas.
8o
En todo caso, hay un hecho cierto: el Mediterráneo
oriental, en el siglo xn a.C., vuelve al plano cero, o casi,
de la historia. Sus intercambios se acaban. Cada quien va
a vivir para sí, aunque con dificultad. Los dos imperios que
subsisten han perdido toda influencia: Egipto se repliega
sobre sí mismo, sobre sus desgarramientos internos, y su
historia se pierde en las continuas invasiones, más o me
nos mediocres, que lo agobian. La Mesopotamia se entie-
rra en sus turbulencias, poco comprensibles, pero ¿acaso
no es su destino estar abierta, por naturaleza, a los mun
dos vecinos circundantes — y terribles— del desierto y
la montaña? La costa cananea — fenicia decimos aho
ra— se encuentra siempre en la encrucijada de la vida de
esos dos monstruos que se necesitan el uno al otro, y
cuya intersección crea, de antemano, la vida marítima de
la estrecha costa del Líbano. Aquí, como en ninguna otra
parte, el universo del Cercano Oriente continuará vi
viendo, aun cuando se fraccione, se “balcanice”, por así
decirlo. Surgen minúsculos estados, sin que se sepa muy
bien por qué, después se desorganizan y desaparecen.
Así, hacia 950 brilla un Estado judío, que después se des
compone en dos: Judea al sur, Israel al norte. Haría falta
una lupa, ciertamente, para seguir esas breves trayecto
rias políticas. Sobre la costa cananea, Ugarit desaparece,
Biblos declina, Sidón la remplaza y, hacia el año mil, Tiro
se convierte en la ciudad dominante. Volcada hacia el
mar, Fenicia comienza a vivir, mientras la guerra no deja
de hacer estragos por todas partes.
¿Cómo no asombrarse de que en esta historia oscura
se hayan desarrollado dos poderosas revoluciones?
En primer lugar, la difusión de la metalurgia del hie
rro. Oriundo o no del Cáucaso, o de Cilicia, el hierro
81
acerado, endurecido por la incorporación de carbono,
será monopolio de los hititas durante mucho tiempo. ¿El
esplendor de su imperio favoreció quizá la dispersión de
grupos de herreros, personajes diabólicos a los ojos de los
demás hombres? De cualquier modo, la dispersión, la di
fusión fueron lentas. No es antes del siglo x cuando el
hierro se convierte en un metal de uso corriente, ya que
su precio baja entonces en la Mesopotamia.
La segunda revolución es la aparición de la escritura
alfabética. En la Edad de Bronce, el Cercano Oriente ha
bía conocido la escritura: en Egipto, los jeroglíficos; en
Asia Menor, la escritura cuneiforme; en Creta, el lineal
A y el lineal B (el único descifrado y que ha revelado una
lengua vinculada con el griego). Estas complicadas escri
turas silábicas, hechas para uso de los príncipes, reque
rían de hombres de arte, de escribas, podríamos decir de
“mandarines”. Fue en Siria, lato sensu, donde se preparó
la revolución simplificadora del alfabeto entre los siglos
iv y x a.C. Una revolución que estaba en el aire: se trata
ba de sustituir la escritura reservada a los escribas y a los
príncipes por una escritura fácil para los comerciantes
apresurados y capaz de transcribir diversas lenguas. Nada
de sorprendente resulta ese esfuerzo, si se ha realizado al
mismo tiempo en dos ciudades diferentes, ambas excep
cionales comerciantes: Ugarit inventó un alfabeto de 3 1
letras, utilizando carácteres cuneiformes; Biblos un alfa
beto lineal de 22 letras, que será finalmente el de los fe
nicios, quienes lo enseñaron a los griegos, que, a su vez,
lo adaptaron a su lengua, sin duda en el siglo vm antes
de Cristo.
El alfabeto no corrió más rápidamente sobre las rutas
del mundo que la moneda que, creada en el siglo vil a.C.,
82
tardó mucho tiempo en alterar por completo el inter
cambio. Pero ¿quién se atreverá a negar al primer alfabe
to o a la primera pieza de moneda el merecido nombre
de revolucionario?
El F a r-W e st m e d ite rr á n e o
83
Sicilia, Agrigento, Selinonte, con sus grandiosos m onu
mentos; Cartago, “la ciudad nueva”, en la época de su
esplendor, será diez veces más grande que Tiro, su me
trópoli.
Tres rutas marítimas atraviesan de lado a lado, el M e
diterráneo, en el sentido de los paralelos.
La primera, pegada a los litorales del norte, a Grecia y
sus islas, llega hasta la altura de Corcira (Corfú). De allí,
con buen viento, un velero ligero atraviesa el canal de
Otranto en menos de una jornada. Después el hilo de la
costa italiana conducirá hasta el estrecho de Mesina,
desde donde se puede ganar ya el mar Tirreno, ya el lito
ral siciliano. Esta es la ruta de las navegaciones griegas,
conocida desde la época micenia.
La ruta meridional bordea la costa de Africa, desde
Egipto hasta Libia y Á frica Menor. A l término del itine
rario se abre el estrecho de Gibraltar — las Columnas de
Hércules— .
La tercera ruta corre por el centro del mar, apoyada
en una cadena de islas: Chipre, Creta, Malta, Sicilia,
Cerdeña, las Baleares. Aunque esta ruta intermedia obli
ga a afrontar el mar abierto, se tiene la certeza de que
los fenicios la utilizaban, tanto com o el itinerario m eri
dional, ya que las excavaciones en esas islas han hallado
rastros de sus establecimientos. ¿Acaso los fenicios no
son pilotos excepcionales? “Tus sabios, oh Tiro — dice
Ezequiel— , estaban a bordo com o marineros... En alta
mar [las cursivas son nuestras], fuiste conducida por
tus remeros.” Viajando incluso de noche, guiándose
por la Osa Menor, los fenicios se convirtieron en los
precursores. Fueron ellos quienes ganaron la carrera ha
cia el oeste.
84
So la m en te h a bla rem o s
D E LOS F E N IC IO S
85
Un p a ís a r r o j a d o h a c i a e l m a r
86
Biblia indica, al parecer, que un navio equipado por el rey
Salomón e integrado a la flota fenicia llegó hasta la lejana
España, hasta Tartesos, y regresó tres años después. El
valor y la habilidad de los hombres serán los factores de
cisivos en estos triunfos marítimos.
Pero en la técnica también ha intervenido, en particu
lar, según P. Cintas, el uso del betún del Mar Muerto
para calafatear los cascos de los navios. El betún se utili
zaba ya en Cartago para recubrir el exterior de los muros
de arcilla de las casas, y Plinio habla de los “techos de
pez” de la ciudad. Esto explicaría el espantoso incendio
de 146 a.C. ¿Hubieran podido los romanos arrasar con la
vasta ciudad mediante el fuego sin el betún, combustible
por excelencia, del cual el investigador encuentra todavía
hoy “pequeñas capas” en el colchón de cenizas bajo el
cual la ciudad púnica está sepultada?
C a r t a g o o la s e g u n d a F e n ic ia
87
A Yakimlu, rey de Arados que está en medio del mar [A ra
dos ocupa, efectivamente, una isla] que no se había som e
tido a los reyes antepasados m íos — dice un texto de Asur-
banípal— lo puse bajo mi yugo. El m ism o me trajo a Nínive
con una rica dote, a su hija, para que me sirviera de concu
bina, y él me besó los pies.
E n tr e el tr u eq u e y la m o n ed a
89
do, y Cartago toma de él todo a buen precio, incluidos
los metales: el estaño de las Casitérides y de la España
del noroeste; el plomo, el cobre y sobre todo la plata de
Andalucía y Cerdeña; el oro en polvo del África Negra
además de los esclavos, de cualquier lugar donde pudie-^
ran ser capturados, aun en alta mar. El comerciante car
taginés aporta al oeste sus productos manufacturados y
los de los demás, aparte de las especias y las drogas veni
das de las Indias por el Mar Rojo. Los intercambios se
hacen por trueque. En estas condiciones, la moneda apa
rece tarde, no antes del siglo v en la Sicilia púnica, y ape
nas en el siglo iv en la propia Cartago. ¿Habrá que asom
brarse demasiado con esto? No, porque no podría haber
tan crasa ignorancia. Sidón y Tiro habían tenido sus
monedas.
Una sola explicación es posible: Cartago no sintió la
necesidad de tenerla. Es lo que pasará, mutatis mutandis,
con China; muy inventiva en ese campo: conoció pron
to el artificio de la moneda, incluso del papel moneda,
pero tardó mucho en utilizarla. ¿No tenía acaso, como
Cartago, a su alrededor — en Japón, en Indochina, en In-
sulindia— economías balbuceantes, fáciles de dominar
y que vivían del trueque?
Esto no significa que, frente a economías competi
doras, la ausencia de moneda no haya terminado por ser
una deficiencia. Si desde el siglo v la “escalada” econó
mica de los griegos se hace evidente, aun en la propia
Cartago conquistada por el comercio de baratijas de sus
competidores, una de las explicaciones posibles es su supe
rioridad monetaria.
Asim ism o, algunos autores se asombran del escaso
desarrollo de la metalurgia cartaginesa cuando la ciudad
90
controla tantas minas. Cartago, presa del prodigioso vai
vén de su navegación, habría cometido el error de elegir
las soluciones ofrecidas por las facilidades de su vida
comercial y vender con demasiada frecuencia los pro
ductos manufacturados por los demás. ¿Es ésta real
mente una debilidad? Los holandeses, también carrete
ros de los mares, dueños de Europa en el siglo x vn , no
actuarán de manera diferente, comprando aquí, ven
diendo allá. Com o ellos, los cartagineses fueron trans
portistas, intermediarios, comprando con una mano,
vendiendo con la otra. Com o ellos, supieron defender
sus posiciones, en particular su monopolio sobre las
minas de España (prohibidas a los etruscos, a los grie
gos y después a los romanos), defender sus escalas ma
rítimas, sus industrias de lujo, un poderoso comercio al
por mayor de trigo.
En efecto, ni la vida ni el arte de la gran ciudad supie
ron protegerse de la inmensa contaminación cultural que
helenizó a todo el Mediterráneo. ¿No es acaso una tradi
ción fenicia la de adoptar el estilo dominante (antaño el
egipcio)? La influencia de las formas helénicas se reco
noce tanto en la costa de Fenicia como en Cartago. Ésta
importó sin vacilaciones la casa griega con patio central,
los vasos decorados, el cemento hidráulico, los sarcófa
gos y, por supuesto, los dioses (Deméter y Koré, hacia
396), pero también las ideas pitagóricas. Es el ejemplo de
Alejandro el Grande el que inspirará a Amílcar, el padre
de Aníbal, cuando emprenda la conquista de España. El
propio Aníbal está impregnado de cultura griega. E in
cluso el empleo de elefantes cubiertos de telas policro
mas, terror del soldado romano, está tomado del mundo
helenístico.
91
D iv is a r l a c iu d a d
92
de Megara desgrana jardines, vergeles, villas aristocrá
ticas. La población es enorm e, quizá 100000 personas.
A l lado de algunos ricos, que son los que gobiernan, se
amontona una plebe de artesanos, obreros, esclavos y
marinos, ocasionalmente de mercenarios.
En torno a la ciudad, campiñas admirables. Entre los
ricos hay, es evidente, un gusto por la tierra bien cul
tivada, los bellos jardines, los árboles injertados, los ani
males seleccionados. Un agrónomo cartaginés, Magón,
del cual nos han llegado de modo indirecto algunos pa
sajes, da cien fórmulas sobre la manera de plantar la vid
para preservarla de la sequedad demasiado fuerte, sobre
la fabricación de los vinos selectos, el cultivo de los al
mendros, la conservación de las granadas en arcilla, so
bre las cualidades que hay que buscar en las razas de
bueyes, etc. Agrega, destinado al propietario rural, un
consejo que no deja de ser significativo: “Quien haya ad
quirido una tierra debe vender su casa, así no preferirá
su residencia citadina a la de los campos”.
B a jo e l s ig n o d e T a n i t
93
tanta más razón cuanto que tampoco se conoce bien la
religión fenicia de la cual se deriva la cartaginesa.
Por lo general, el panteón fenicio está dominado por
una tríada que, con nombres que varían de ciudad en ciu
dad, agrupa a un rey de los dioses, una diosa-madre de la
fecundidad y un dios joven cuyo destino es, año con año,
nacer, m orir y renacer, como la vegetación en el trans
curso de las estaciones. Esta religión hunde sus raíces en
el muy viejo universo de la imaginación semita, cercana
a la tierra, a las montañas, a las aguas; sus ritos crueles y
simples son los que un pueblo de nómadas celebraba en
otros tiempos al aire libre.
En sus orígenes, la vida religiosa de Cartago sigue
más o menos el modelo tirio. El dios dominante es Baal
Am ón; la diosa-madre, hermana de Astarté o del Istar
mesopotámico, es muy pronto Tanit, cuyo nombre casi
desconocido en otras partes plantea un problema insolu-
ble; el dios joven, dios del disco solar o de la vegetación,
es ya Melqart, el dios tirio, ya Eshmun, el dios curador,
confundido con Apolo y Asclepios a la vez, como Mel
qart lo será posteriormente con Heracles. La competen
cia entre los dos cultos no desemboca en la exclusión de
ninguno de los dos. Melqart será, por excelencia, el dios
de la gran familia de los Barcidas, en la que los frecuentes
nombres de Bomilcar o Amílcar están calcados sobre el
del dios. El templo de Eshmun, sobre la acrópolis de la
Byrsa, en Cartago, será en 146 el último bastión de los
defensores.
La gran particularidad de la religión cartaginesa es el
auge irrefrenable del culto a Tanit que, a partir del siglo
v, deja a un lado al viejo dios Baal Amón. Cartago vive
entonces “bajo el signo de Tanit”: un triángulo coronado
94
por un disco y, entre los dos, una línea horizontal. El
conjunto evoca con facilidad a una silueta humana, sobre
todo cuando la línea horizontal se levanta en las extremi
dades como dos brazos alzados.
Lo cierto es el peso obsesivo de la religión cartagi
nesa, religión terrible, dominadora. Los sacrificios hu
manos — acusación frecuentemente repetida por los lati
nos— son por demás reales: el topher, el santuario de
Salambó, ha devuelto miles de vasijas que contienen osa
mentas de niños calcinados. Cuando Cartago quería con
jurar un peligro, inmolaba a los hijos de sus ciudadanos
más distinguidos para sus dioses. A sí ocurrió cuando
Agatocles, al servicio de Siracusa, llevó la guerra hasta el
propio suelo de Cartago. Algunos ilustres ciudadanos ha
bían cometido entonces el sacrilegio de sustituir a sus
hijos por niños comprados, cuando se decidió un sacrifi
cio expiatorio de 200 niños.
¿Manchó la sangre de las víctimas el nombre de Car
tago? De hecho, todas las religiones primitivas conocie
ron prácticas semejantes. En este aspecto, Cartago sigue
a los cananeos de Biblos o a los semitas de Israel: ¿no se
aprestaba acaso Abraham a inmolar a Isaac? Lo asombro
so en Cartago, sin embargo, es que mientras la vida eco
nómica corre hacia el porvenir, la vida religiosa se queda
fija siglos y siglos atrás, ya que sus mismas “revolucio
nes” — la del culto de Tanit en el siglo v — no la apartan
en lo más mínimo de esta inhumana y aterradora piedad.
El contraste es flagrante tras la apertura griega, que hace
concordar al hombre con el mundo exterior. Aquí, una
intensa vida comercial, incluso de espíritu “capitalista”,
dice sin vacilar un historiador, va unida a una mentalidad
religiosa retrógrada. ¿Qué hubiera pensado Max Weber?
95
Ya d o s M e d i t e r r á n e o s
96
para quebrantar esa unión, abatir a Cartago e incluso vol
verse como conquistadores contra el Cercano Oriente.
Pero Roma no nació en el vacío. Sometió uno a uno, a
menudo desde adentro, a los pueblos que los colonizado
res griegos y fenicios, en las costas italianas, galas o ibéri
cas, no hicieron más que mirar de lejos. Pueblos a los que
no se conoce bien, en parte porque la cultura romana los
cubrió con extremada rapidez, en parte porque durante
mucho tiempo la historia se interesó poco por esos “bár
baros” que conocían de manera comprobable la agricul
tura, pero que, en tiempos de Mesopotamia, de Egipto, de
Troya, de Creta, de los cananeos, de los hititas, no habían
realizado todavía su propia revolución urbana, ni la gran
revolución de los intercambios marítimos del Cercano
Oriente, mucho menos la de la escritura.
De ahí a considerar que todo lo que dejaron de nota
ble fue tan sólo un préstamo del Oriente “civilizado”, no
había más que un paso, que se franqueó de modo equivo
cado, como lo demuestra la nueva cronología fundada en
el análisis del radiocarbono. Así, los extraordinarios tem
plos de Malta, los nourraghi de Cerdeña y las Baleares,
las murallas y las grandes sepulturas megalíticas de la Es
paña meridional — por no hablar de los megalitos sem
brados a lo largo de toda la costa atlántica hasta Dina
marca y Noruega inclusive— , todo eso que se había
considerado reflejo de una “influencia micenia”, o resul
tado de una primera colonización esporádica realizada
por el Cercano Oriente en el segundo milenio, todo eso
se revela hoy mucho más antiguo que Micenas, aun más
que los monumentos del mismo Egipto. El provocativo
texto de Colin Renfrew sobre esta precivilización euro
pea lo dice de manera convincente.
97
La presencia concreta de estos pueblos ha quedado
ilustrada ejemplarmente por las excavaciones realizadas
desde hace una decena de años en Cerdeña, esa isla que
aún hoy permanece tan aparte y cuyo arte asombroso,
en el primer milenio antes de Cristo (en particular las
tan expresivas estatuillas de bronce) ha planteado siem
pre problemas a los arqueólogos por su misma singu
laridad.
En Tarros, donde los fenicios poseían una base im
portante, se descubrieron recientemente un topher — el
santuario donde se efectuaban los sacrificios de niños—
y muros grandiosos, ciclópeos, que protegen la ciudad
no del lado del mar, donde la ciudad no tendría nada que
temer, sino del lado de la tierra. Más aún, se han encon
trado una serie de fortalezas interiores, que muestran
que los fenicios quisieron controlar el interior de C er
deña y sus minas de plata, y que sólo pudieron hacerlo
construyendo una especie de frontera fortificada contra
los habitantes de la región. Del otro lado de la línea de las
fortalezas se encontraba, en efecto, un pueblo de cultura
muy antigua, que en otros tiempos había construido los
famosos tiouraghes, esas torres desde lo alto de las cuales
se podía otear el horizonte.
Las poblaciones sardas defendieron, pues, su inde
pendencia material y cultural. Los recientes descubri
mientos de una serie de pequeños bronces fenicios en
Cerdeña indican de manera evidente que el arte célebre
de los fundidores de bronce sardos encontró su origen
en la inspiración y quizás en las técnicas metalúrgicas de
los fenicios y cartagineses. Pero lo convirtieron en algo
propio, un arte que, lejos de imitar, traduce a su propio
lenguaje una cultura vivaz e independiente.
98
R o m a
F il ip p o C o a r e l l i
99
precede inmediatamente a la fecha tradicional de la fun
dación de Roma.
Los descubrimientos de estos últimos años permiten
reconstruir un cuadro bastante completo y coherente de
la protohistoria del Lacio, entre el fin de la Edad de Bron-'
ce y la Edad de Hierro: las estructuras socioeconómicas
que constituyen su base, las profundas transform acio
nes que marcan el paso de una sociedad preurbana a una
sociedad protourbana, las relaciones con las regiones ve
cinas, etrusca y campania. El momento decisivo de esta
evolución parece estar constituido por el paso de la prime
ra Edad de Hierro en el Lacio (fases i-ii: 1000-700 a.C.) a la
segunda (fases m-rv: 770-580 a.C.). Esta fecha puede fijar
se alrededor del 770 a.C., la cual coincide aproximadamen
te con la fundación de Roma (754 a.C.) y con la fecha del
establecimiento de las primeras colonias griegas de Occi
dente: Ischia (ca. 780-770) y Cumas (ca. 750). Tenemos
pues la posibilidad de controlar, a partir de los descubri
mientos arqueológicos, la naturaleza del momento histó
rico de cuya importancia hablan las fuentes literarias. Des
de los decenios anteriores (fines del siglo ix y comienzos
del v i i i ) se observa una transformación gradual de las ne
crópolis que, de dimensiones muy reducidas — del orden
de algunas decenas de individuos, como ocurre en las ne
crópolis del Foro y de los Montes Albanos: que correspon
den a comunidades muy restringidas, integradas por un
pequeño número de familias— cobran proporciones mu
cho más vastas — en Roma, la necrópolis del Esquilmo— .
Este crecimiento demográfico coincide visiblemente con
un aumento de la producción agrícola, ligado al mejora
miento de las herramientas. En el mismo momento, asis
timos a un más preciso asentamiento de las poblaciones,
100
que al abandonar el antiguo hábitat disperso se concen
tran en algunas localidades. El hecho es particularmente
importante en Etruria, hacia comienzos del siglo ix, cuan
do los centros más antiguos son abandonados poco a poco
en favor de los desplazamientos de las ciudades históricas
etruscas: Veyes, Cerveteri, Tarquinia, Vulci, etcétera.
Mejoramiento de las herramientas agrícolas, aumen
to de la producción, crecimiento demográfico, creación
de centros de habitación permanentes y de grandes di
mensiones: se trata visiblemente de fenómenos bastante
solidarios entre sí. La integración de los antiguos clanes
familiares dentro de estructuras más vastas debió provo
car, a su vez, considerables transformaciones. Un reflejo
muy obvio es la acentuada división del trabajo, conse
cuencia de la aparición de nuevos instrumentos: por
ejemplo, el torno de alfarero, vinculado, sin lugar a du
das, con la producción masiva y con la apertura de nue
vos mercados. Esta doble acción arranca al artesanado de
su contexto familiar, orientado hacia el consumo inme
diato, y crea las condiciones necesarias para la aparición
de oficios especializados. Un nuevo factor se inserta den
tro de las estructuras recientes: las relaciones con el ele
mento griego, cuya presencia está documentada desde el
periodo micenio, y que ahora se acentúa hasta desembo
car en la fundación de colonias en la costa sur de Italia.
Precisamente de estos años (tercer cuarto del siglo vm )
datan las primeras importaciones de cerámica griega a
Roma. A l mismo tiempo, debieron llegar al Lacio algu
nos artesanos griegos trayendo consigo el nuevo instru
mento, el torno. Es en ese momento, o un poco más tar
de, cuando observamos que comienza la producción de
cerámica indígena ejecutada en el torno.
10 1
La más antigua fundación griega, Pithecusa (la Ischia
actual), no es una simple colonia de poblamiento, como
ocurrirá con otras de época posterior. La fundación de
Ischia se sitúa en el momento de la transición entre el
trato más antiguo con los griegos — interesados proba-,
blemente en la producción traída de las minas de Etruria
y Cerdeña— y la colonización más tardía. El desarrollo
de la civilización protourbana hacía imposible el acceso
directo a los productos mineros de Italia central, de allí
el establecimiento en la isla de Ischia. Es ésta sin duda la
razón por la que la colonia más antigua de la Magna Gre
cia es, al mismo tiempo, la que se encuentra más alejada
de la madre patria: descubrimientos recientes han m os
trado que en Ischia se trabajaba el hierro procedente de
Etruria y de la isla de Elba desde el siglo vm .
Al mismo tiempo que estos fenómenos económicos,
aparecen cambios sociales de gran importancia. Las ne
crópolis de las primeras fases de la civilización del Lacio
estaban formadas por tumbas en las que se observa una
absoluta uniformidad de nivel y de cultura: nos encon
tramos ante una sociedad igualitaria, sin distinción mar
cada de clases sociales o de niveles económicos. En las
fases más recientes de la protohistoria del Lacio, en cam
bio, se pasa a un tipo de sociedad en la que aparecen las
primeras distinciones económicas y sociales. Estas trans
formaciones son perceptibles en las necrópolis, donde,
junto a una mayoría de tumbas “pobres”, se empiezan a
encontrar algunas sepulturas dotadas de un material ex
tremadamente rico, ya por la calidad de los objetos fabri
cados, ya por el valor del material empleado (oro, ám
bar), ya, sobre todo, por la cantidad de piezas depositadas.
Es patente que el fenómeno no puede separarse de los
102
que se han descrito más arriba, como el crecimiento de
mográfico y la aparición de la división del trabajo, ligada
a nuevas técnicas y a la constitución de un “mercado”. El
elemento determinante, con todo, debió consistir en las
nuevas relaciones de propiedad de la tierra, anteriormen
te indivisa, y la posesión colectiva de la aldea: en otras
palabras, la preponderancia de relaciones de propiedad
privada es el postulado necesario para la formación de
auténticas aristocracias, cuya existencia está confirmada,
tanto en el plano económico como en el ideológico, por
las necrópolis de la Edad de Hierro avanzada.
Esta concentración de la riqueza, este surgimiento de
una aristocracia, se manifiestan con claridad durante la
última parte de la cultura del Lacio (700-580 a.C. aproxi
madamente), a la que se le denomina por lo general
“orientalizante”. El nombre proviene de la particular fre
cuencia de objetos importados del Cercano Oriente asiá
tico (Fenicia, Chipre, Siria, Urartu, etc.) y de la creación
de un arte local que se inspira en esa misma cultura. Lo
que impresiona de esta fase es la extraordinaria riqueza
de algunas tumbas: la tumba Regolini-Galassi en Cerve
teri, las tumbas Bernardini y Barberini en Palestrina, las
cuales literalmente desbordaban de centenares de objetos
preciosos, de oro, de marfil, de ámbar, en parte importa
dos, en parte fabricados en Italia. Se trata, es seguro, de
casos excepcionales, que contrastan con las demás sepul
turas, mucho más modestas. La fisonomía general de este
periodo puede reconstruirse ahora gracias a la necrópolis
de Castel di Decima. Esta excavación muy reciente ha
sacado a la luz un importante núcleo de tumbas del siglo
vn , en cuyo interior se puede distinguir con nitidez en
tre un material muy rico y un material mucho más hu-
103
milde que forma la mayor parte de los depósitos. A sí se
reconstruye poco a poco la imagen de una sociedad divi
dida en clases, todavía embrionarias, compuestas esen
cialmente por una aristocracia dominante y de “clientes”,
junto a las cuales debemos suponer también la existencia ,
de alguna forma de servidumbre.
El salto cultural que se manifiesta en este periodo se
debe a otro acontecimiento revolucionario: la introduc
ción de la escritura. Los ejemplos más antiguos en Etru
ria y en el Lacio pertenecen a las primeras décadas del
siglo vil. La primera inscripción latina se encuentra en
una fíbula de oro de Palestrina. El alfabeto adoptado para
el latín (como antes lo fue para el etrusco) es el alfabeto
griego calcidio, importado de la colonia griega de C u
mas, ciudad con la que el contacto debió ser muy estre
cho. La introducción de la escritura se explica por las
profundas transformaciones ya descritas: primero, se
trata tan sólo de una práctica esporádica al alcance de un
número muy reducido de personas, una vez más, un lujo
aristocrático: la cultura, incluso la de las élites, debió se
guir siendo en gran parte oral. Sólo a finales del periodo
orientalizante, al constituirse algunas estructuras urba
nas, se ponen las bases de un uso público de la escritura.
La primera inscripción pública monumental es el cipo
del Foro Romano (descubierto bajo el N iger Lapis) que
puede datarse en el segundo cuarto del siglo v i antes de
Cristo.
Una vez esclarecidas sumariamente las premisas so
cioeconómicas que han determinado la aparición de la
ciudad, estamos más capacitados para examinar la si
tuación geográfica de Roma y para captar todas sus vir
tudes. Un primer elemento fundamental es la presencia
104
del río: el Tíber constituye la principal vía de penetración
natural en Italia central, ya que las condiciones prim iti
vas hacían muy penosos los trayectos por vía terrestre.
A partir de Orta, el río es navegable hasta el mar. De allí
era utilizado para el transporte, desde la Etruria interior,
de productos agrícolas y minerales y de madera; hay
testim onios del uso de la flotación hasta la época impe
rial inclusive. No es sorprendente, pues, que las prim e
ras importaciones de cerámica griega a Roma sean las
del Foro Boario, donde se encontraba el puerto fluvial
más antiguo.
Esta vía natural cruzaba otro importante eje de rutas
que vinculaba la Etruria meridional (a través de Vulci,
Tarquinia y Cerveteri) con el Lacio meridional y la Cam-
pania; se dividía a la altura de las colinas albanas en dos
trazados, uno de los cuales seguía el valle del Sacco (la
futura Vía Latina) y el otro la llanura pontina (la futura
Vía Appia). El Tíber sólo se podía atravesar por un esca
so número de vados: uno de ellos, situado inmediata
mente abajo de la isla Tiberina, correspondía con exacti
tud al Foro Boario. Es probable que ese vado haya sido
utilizado desde una época muy antigua, en especial para
la trashumancia de los rebaños; pero su importancia ha
bría de afirmarse sobre todo hacia fines de la era proto-
histórica, cuando las primitivas aldeas de la región se
fueron agrandando poco a poco hasta constituir una es
tructura urbana. No creemos que pueda considerarse
como una casualidad el hecho de que el primer puente
de madera construido en el lugar donde se localizaba el
vado, el puente Sublicio, sea atribuido por tradición al
último de los soberanos latinos de Roma, Anco Marcio,
cuyo reinado se sitúa entre los años 640-616. Según la
10 5
creencia, este rey habría conquistado y destruido todos
los centros habitados de la orilla izquierda del Tíber, en
tre Roma y el mar, y habría transferido su población al
Aventino, donde habría fundado el puerto de Ostia; por
otra parte, habría fortificado el Janículo, en la margen,
derecha del río. Todas esas operaciones muestran una
ocupación racional, coordinada, del nudo de comunica
ciones del Foro Boario: al vado, ahora remplazado por el
puente, se le dotó de una cabeza de puente sobre la mar
gen derecha, el Janículo; mientras que en el otro extre
mo, la ruta que se dirige al sur, a través del Vallis Murcia,
debe pasar entre dos colinas fortificadas, el Palatino y el
Aventino. Por otra parte, el dominio de la vía fluvial se
obtiene poco a poco, gracias a la ocupación de las bocas
del Tíber; las comunicaciones con Roma se realizan me
diante la destrucción de los centros habitados de la orilla
izquierda.
Nos encontram os así en mejores condiciones para
com prender el significado de la posición de Roma, en
tronque principal de com unicaciones en la ruta entre
Etruria y la Magna Grecia; de hecho, la ciudad no es
más que el resultado de la progresiva estructuración de
ese núcleo de rutas, que se establece poco a poco en el
interior de un exacto marco socioeconóm ico. Todos
estos elementos llegan a su maduración al mismo tiem
po, durante el reciente periodo orientalizante, (últim os
decenios del siglo vn y primeros del v i a.C.). La “fu n
dación” definitiva de la ciudad histórica, cuyas bases ya
están echadas, será obra de los soberanos etruscos, los
Tarquinos.
Estamos incluso en condiciones de fijar hacia el 600
a.C. el nacimiento de la ciudad, entendida com o organi-
106
zación económico-social fundamentada en una división
del trabajo relativamente desarrollada y en la subordina
ción del campo; como organización social que sobrepasa
las relaciones originales, basadas en los lazos de paren
tesco, dentro de unidades territoriales. En el caso especí
fico de Roma, el proceso se puede seguir a través de una
serie de datos arqueológicos, considerablemente enri
quecidos por descubrimientos recientes. Aparte del Foro
Boario, hay que consagrar un examen particular al forum.
Los sondeos realizados han demostrado que el valle si
tuado entre el Capitolio y el Palatino conoció una trans
formación total y una organización coherente hacia fi
nales del siglo v i l Durante esos años se realizaron los
primeros embaldosados del Foro y del Comitium, que
asumen por primera vez su función de centro político,
relig'oso y económico de la ciudad. Debemos relacionar
estos datos con las indicaciones concernientes a la cons
trucción de la “cloaca máxima” por el primer rey etrusco
de Roma, Tarquino el Viejo: es evidente que el uso del
Foro como plaza pública, a partir de su primer embaldo
samiento, habría sido imposible si no se hubiera canali
zado el arroyo que atravesaba el valle y lo hacía pantano
so e impracticable. Una vez más, los datos literarios
encuentran su confirmación en los datos arqueológicos.
Otros elementos corroboran esta primera impresión: la
reciente excavación de la Regia ha revelado que el primer
edificio, de cierta extensión (parte, en efecto, de la vi
vienda real), fue construido en el último cuarto del siglo
vil, en el emplazamiento de un grupo de cabañas. O rigi
nalmente debieron formar parte de la domus Regia: la
domus publica vecina, habitación del pontifex maximus
(y también del rex sacrorum, el sacerdote que, en la épo-
10 7
ca republicana, remplaza al rey sólo en sus funciones re
ligiosas), así como el atrium Vestae con el templo de
Vesta, manifiesta sustitución del hogar de la vivienda
real. El más antiguo material descubierto en los pozos
muy cercanos a ese templo se remonta también a los úl
timos años del siglo vn.
Si nos desplazamos hacia el otro extremo del Foro, en
las pendientes del A rx, encontramos el lugar destinado
a las reuniones políticas, el comitium. Estudios muy re
cientes han fijado la primera fase de ocupación del comi
tium hacia finales del siglo vil, fecha en la que hay que
establecer el primer embaldosamiento de este sitio. Las
fases que le sucedieron después encuentran también co
rrespondencias con las que se han encontrado en otros
puntos del Foro.
El empleo de la escritura en documentos públicos de
la época confirma sin duda alguna la efectiva delimita
ción, en el plano jurídico-religioso, de un espacio urbano
reservado a funciones públicas. Las etapas de la completa
restructuración del espacio y el tiempo, que aparece
como una manifestación formal incuestionable del naci
miento de la ciudad, se concentran en un breve periodo,
entre fines del siglo vu y la primera mitad del vi, duran
te la época “etrusca” de la ciudad.
En las sociedades protohistóricas, agrupadas en al
deas, el espacio se percibe como una entidad indetermi
nada, sin límites precisos, virtualmente hostil, peligroso.
Se opone al polo positivo, cerrado, que es la aldea y su
entorno inmediato. Entre dos aldeas se extiende un espa
cio vacío, terreno de disputas y de guerra potencial. Ya se
ha señalado que el paso a la fase de la ciudad significaba
también, en el plano espacial, la integración y la estruc
108
turación de una parte de ese no tnan’s land y su transfor
mación en lugar de encuentro, de lucha ritualizada y es
tablecida de común acuerdo. En otras palabras, la guerra
sangrienta cede su lugar a una “guerra de palabras” : ha
nacido la política, y con ella la polis. La tradición acerca
del nacimiento del Foro y del comitium como centros
políticos de la ciudad tiene, en efecto, detrás de sí una
seudohistoria mítica: los diferentes lugares cruciales de
la plaza, del lacus Curtius al sacellum Cloacinae; del N iger
Lapis al templo de Júpiter Stator, están vinculados a la
lucha tradicional entre latinos y sabinos, entre Rómulo
y Tito Tacio, y permiten reconstruir una verdadera to
pografía mítica de los orígenes. La creación del centro
político de la ciudad se opera con la ratificación de la
paz entre los dos pueblos en lucha, precisamente en el
comitium. El comitium (cuyo significado etimológico es
transparente: cum iré) es explicado, por la tradición anti
gua, como el resultado del encuentro entre Rómulo y
Tito Tacio, que, poniendo fin a las hostilidades, da naci
miento a la nueva comunidad romano-sabina, más am
plia. Encontramos aquí la huella visible de un mito de
fundación, que corresponde a la verdadera elaboración
histórica de un “espacio político”: su realización puede
fijarse en las cercanías del 600 a.C. El ritual de fundación
de la ciudad (ritual etrusco que probablemente corres
ponda al que ocurrió históricamente) nos ha sido trans
mitido, en su forma más completa, en la Vida de Rómulo
de Plutarco, que proviene de una fuente anterior, quizá de
Varrón. Dos fases sucesivas caracterizan la fundación ri
tual de la ciudad: aquella, bien conocida, de la realización
del pomerium (la línea que delimita el espacio sagrado de
la ciudad) mediante un surco trazado con el arado, y la
109
segunda, la de la indicación del centro ideal de la ciudad:
éste no es otro que el Mundus, un foso creado de mane
ra artificial en el que los futuros ciudadanos arrojan, con
un transparente simbolismo, las primicias de la cosecha
y una mota de su tierra de origen. El emplazamiento del
Mundus es en efecto el que indica Plutarco, cerca del co-
mitium (por tanto, la hipótesis moderna que lo ubica en
el Palatino carece de fundamento); una indicación de
Macrobio permite precisar su situación en la zona que
se extiende ante el templo de Saturno: la presencia en
esos parajes del Umbilicus Urbis, conservado bajo su
forma restaurada de la época severiana, permite resolver
el problema; ese monumento, com o su nombre lo indi
ca, es el centro de la ciudad, y por lo tanto debe ser
identificado con el Mundus mismo. La creación de un
espacio urbano se efectúa, pues, por medio de dos ope
raciones coherentes y estrechamente solidarias: la de
terminación de un punto central, donde se desarrollarán
las actividades colectivas, políticas, y el trazado de una
frontera frente al exterior, de carácter sagrado (el pome-
rium) y profano a la vez (las murallas). No es por casua
lidad por lo que la tradición atribuye la construcción de
las murallas de la ciudad al penúltimo rey de Roma, Ser
vio Tulio. Este rey habría dado también origen a otras
realizaciones esenciales, como las tribus territoriales, la
división del cuerpo de ciudadanos en clases censatarias,
etc., medidas que consolidan en definitiva las estructu
ras de la ciudad arcaica, en un periodo que corresponde
a la segunda mitad del siglo vi.
La delimitación de una zona “en el interior” de la ciu
dad vuelve marginales a las otras zonas, a veces impor
tantes, que poco a poco se hacen a un lado. Del mismo
110
modo, la existencia de un conjunto de ciudadanos ex
cluye de manera rigurosa a aquel que no es ciudadano,
mientras que antes el agrupamiento de entidades gentili
cias era mucho más fluido y más abierto. Queda así fuera
de la ciudad la región que había estado en el origen mis
mo de su constitución: la del Foro Boario y el Aventino,
justamente a causa de su naturaleza de puerto, de lugar
de paso, abierto al mundo exterior. Este alejamiento ten
drá participación en la polarización social manifestada al
comienzo de la República entre patricios y plebeyos, pero
cuyos embriones empiezan a formarse en el siglo vi. Uno
de sus rasgos característicos es la concentración de cul
tos peregrinos y de naturaleza no gentilicia en esta re
gión, a partir de este periodo: desde el de Fortuna hasta
el culto, de origen griego, de Ceres, Liber y Libera, y has
ta los de Flora y Mercurio. La excavación del “ área sagra
da” de S. Omobono nos permite conocer con cierta pre
cisión uno de esos santuarios, el de Fortuna y el de Mater
Matuta, cuya construcción por parte de Servio Tulio pa
rece confirmada, gracias a la cronología de las fases más
antiguas de los templos. Lo que sabemos del culto dinás
tico de Fortuna nos autoriza a reconocer en esta divini
dad diversos aspectos de la Astarté fenicia, que se reunie
ron en la Afrodita griega y la Venus romana; las fructíferas
excavaciones de Pyrgi, con sus inscripciones en fenicio
y etrusco, nos dan hoy la posibilidad de probar la pre
sencia de esas diversas formas de culto en el suelo itálico
desde finales del siglo v i antes de Cristo.
Junto con la delimitación del espacio urbano se des
arrolla una organización paralela y simultánea del tiempo.
El conservadurismo jurídico y religioso de los romanos
nos ha legado un documento de considerable importan
cia, el denominado Fasti Nurnani, es decir, el calendario
de las fiestas arcaicas, momificado en el interior de los
calendarios más recientes de finales de la República y de
la época imperial que han llegado hasta nosotros. La cro
nología de ese calendario de fiestas puede fijarse con re-'
lativa certeza basándose en la ausencia de algunos cultos
bien datados, como los de la tríada capitolina y la tríada
plebeya del Aventino, y sobre todo el de Fortuna, cuya
introducción en el transcurso de la primera mitad del si
glo vi parece ya probada; es posible, por lo tanto, excluir
toda fecha posterior a esta última. Por otra parte, la pre
sencia de cultos en los que se manifiesta ya la influencia
etrusca (el de Vulturnus, por ejemplo, en el que hace
poco se ha reconocido el nombre del Tíber en etrusco)
hace casi imposible una datación anterior al último cuar
to del siglo vil. Podemos concluir, pues, que el calenda
rio romano es prácticamente contemporáneo a la crea
ción de la ciudad. La presencia en el interior de este
fe r ía le (calendario de fiestas) de rastros de calendarios
más antiguos (como el año de diez meses, los diversos
“primero de año” en diferentes meses, algunos sincretis
mos evidentes) confirma que la ciudad fue el resultado
histórico de un proceso de aglomeración de numerosas
aldeas.
El siglo v a.C. constituye una fase muy oscura, de re
pliegue y cerrazón frente a la rápida expansión del perio
do precedente. Este aspecto no es sólo privativo de Roma:
también se manifiesta en el resto de Italia, desde Etruria
hasta la Magna Grecia. A las luchas externas contra los
pueblos de la montaña llegados hasta las llanuras occi
dentales, como los volscos, se suman las luchas internas
entre patricios y plebeyos, que llevaron a acceder poco a
112
poco a estos últimos a la esfera del poder. Esta fase oscu
ra, si fuera más conocida, permitiría comprender mejor
el periodo siguiente, marcado por una nueva expansión
cívica y económica.
En las décadas que siguieron al resultado victorioso
de la lucha contra Veyes (396 a.C.), poderoso vecino
etrusco, y a la efímera conquista de la ciudad por los ga
los (cuya importancia fue sobrestimada por la tradición
romana), alcanza su fin, con el acceso de los plebeyos al:
poder, la larga lucha que caracterizara al siglo preceden
te. Con las leyes Liciniae-Sextiae (367 a.C.) se constituye;
una nueva clase dirigente, más amplia, la nobilitas patri-,
cio-plebeya. Este fenómeno de ampliación del cuerpo,
cívico debe ubicarse en el contexto de las transformacio-l
nes sociales que conmueven a la Italia del siglo iv: todo*
lo que sabemos de este periodo, en un área comprendida
entre la Etruria y la Magna Grecia, confirma la impre
sión de que se produjo un cambio radical de la situación
socioeconómica y cultural. El antiguo equilibrio, basado,
en un cuerpo de ciudadanos bastante limitado, se de-!
rrumba bajo el empuje de vastas capas de población que,
habiendo conquistado la independencia económica gra
cias a la difusión de la pequeña y mediana propiedad
territorial, presionan para obtener una parte del poder
político. El fenómeno se presenta naturalmente bajo
formas, resultados y caminos distintos según las situa
ciones locales. Por ejemplo, en el marco de las relaciones
entre griegos e indígenas en la Magna Grecia, revestirá el
aspecto de una fusión más o menos acentuada entre esos
dos componentes étnicos; o incluso se tratará de una
nueva llegada de colonos de Grecia (en la Magna Grecia
y en la Sicilia de Tim oleón). Estas múltiples oleadas dan
113
lugar a estructuras cívicas cuya base social se ha amplia
do de modo considerable y que alcanzan dimensiones
hasta entonces desconocidas en Italia. Se constituyen
nuevas formas políticas, a las que se puede definir con
bastante aproximación com o “democráticas” en sus
tendencias, que van desde la democracia radical hasta la
oligarquía moderada. En el plano ideológico vemos su
reflejo en la enorme homogeneidad cultural que define
a este periodo y a la que se ha convenido en llamar
koiné centro-itálica; su momento más intenso y fecun
do no comprende más de dos generaciones (de 330 a 270,
aproximadamente), para entrar con rapidez en crisis du
rante las siguientes décadas. A l final de la República, este
lapso de tiempo será erigido como modelo: en este pun
to estarán de común acuerdo todas las facciones políti
cas existentes en Roma, desde los optimates hasta los
“populares”.
También en el transcurso de estos años se colocarán
poco a poco las bases de la supremacía romana sobre Ita
lia, cuyo primer m otor fue la expansión demográfica y el
apetito de tierras que le siguió. Inclusive, aunque al m is
mo tiempo comience a esbozarse cierta prefiguración
del “imperialismo” futuro, sobre todo en el círculo de al
gunas familias dominantes dentro de la nueva aristocra
cia, se trata de las familias más profundamente impreg
nadas de cultura helenística, y, por ende, en condiciones
de interpretar las numerosas sugestiones procedentes de
los reinos del Mediterráneo oriental, formados a partir
de la conquista de Alejandro.
La oleada demográfica se revela ya con claridad en la
cantidad de colonias latinas que se fundan, en número
creciente y en regiones cada vez más alejadas, a partir
114
de 338 a.C. Las llanuras fértiles de la Campania, las de la
Etruria interior y la región paduana, aparecen particular
mente atractivas mientras que, por contraste, las regio
nes del oriente itálico, del otro lado de los Apeninos, se
dejan, por un tiempo, casi intactas: los inevitables cho
ques que habrían sido consecuencia de ello, primero con
los samnitas y los etruscos, después con los griegos y los
celtas, marcan las etapas de esta expansión. Que, por
otra parte, existió, al menos en estado embrionario, un
móvil económico distinto, menos ligado al valor de uso
que al valor de intercambio, y relacionado con las pri
meras manifestaciones del “imperialismo” romano, es
algo que se ve con claridad también en la primera apari
ción de la moneda en Roma (cuya fecha está sujeta a
discusión, pero que debe establecerse de cualquier modo
dentro de los límites del siglo m ).
Esta tendencia a la expansión, ya muy clara en el si
glo iv, se va acentuando durante el siglo 111. A l mismo
tiempo se produce una crisis del modelo de sociedad que
podría denominarse centroitálica. Los síntomas de la
crisis (ante todo económica y demográfica) se pueden
observar ya en la Magna Grecia y en Sicilia durante y
después de la expedición de Pirro (280-275), y de mane
ra aún más acentuada en Etruria. Las gravísimas heridas
infligidas a Sicilia por la primera guerra púnica, y por la
segunda al resto de la Italia meridional provocaron el de
rrumbe definitivo. Sería erróneo, por otra parte, atribuir
de manera exclusiva a las devastaciones de las guerras del
siglo iii toda la responsabilidad de esas conmociones: se
trata tan sólo del golpe de gracia asestado a situaciones
ya deterioradas de por sí. Esto es evidente, por ejemplo,
en el caso de la Campania, una de las regiones más afec
115
tadas por la guerra de Aníbal, que pudo levantarse con
rapidez gracias a que estaba inserta, a diferencia del resto
de la Magna Grecia, en el nuevo modelo de desarrollo
que se impuso a comienzos del siglo II y que caracteriza
al periodo del final de la República.
La actual discusión sobre la incidencia de los facto
res económicos en el nacimiento del imperialismo ro
mano al final de la República, parece ser el prototipo de
problema mal definido. Proviene principalmente de prác
ticas metodológicas definidas por una investigación de
masiado fragmentada y especializada, que pretenden re
solver uno de los problemas más complejos de la historia
a partir de una única técnica de acercamiento, sin tener
en cuenta el problema global, con todas sus implicacio
nes. A sí ocurre, en particular, con muchas investiga
ciones basadas en el método prosopográfico, que tien
den a considerar la teoría de las élites (incluso, a veces,
la simple justificación ideológica de su acción que nos
han dejado las propias élites, y que es tomada por “oro
de ley” ), como el único método válido para explicar toda
la historia política hacia el final de la República. El hecho
de que las motivaciones de orden económico se desta
quen sólo de manera fragmentaria en el testimonio
aportado por todo lo que queda de la literatura de la épo
ca romana no justifica en lo más m ínim o tal actitud.
Es innegable, en efecto, que en el plano ideológico tales
motivaciones económicas, consideradas inferiores por
cualquier clase dirigente aristocrática, serán rechazadas
de manera sistemática; sólo teniendo en cuenta una do
cumentación diferente, en particular la documentación
arqueológica y epigráfica, podremos obtener resultados
más cercanos a las realidades, y no únicamente “referen
116
tes a los hechos”, de la sociedad antigua. Los estudios
basados en esta documentación muestran cada vez con
mayor claridad que, en la base de las transformaciones
internas y de la expansión de Roma hacia el exterior, hay
que descubrir los cambios económicos que modificaron
la estructura de la antigua Italia.
La disolución de la sociedad itálica, provocada “en
última instancia por la conquista romana, es la raíz de la
grave crisis que afecta el conjunto del Estado romano en
el siglo ii a.C. Los pequeños estados independientes, que
formaban el esqueleto de esa sociedad, una vez engloba
dos en un conjunto político más amplio, se disgregaron
por completo. Las terribles guerras del siglo m acentua
ron con naturalidad esta disgregación. Pero también la
ciudad conquistadora, con sus estructuras políticas for
madas según las dimensiones de una pequeña polis, cada
vez más impropias para el gobierno de un imperio en
constante expansión, se encuentra ante la obligación de
resolver problemas inmensos. El abandono del campo
por parte de los pequeños propietarios, que van a engro
sar el proletariado urbano, coincide con la concentración
de una considerable porción de tierras en manos de un
pequeño número, y con la explotación basada, ya no en
el trabajo libre, sino en masas de esclavos importados es
pecialmente desde el Oriente mediterráneo. En esta nue
va situación, la producción destinada a la subsistencia
tiende a disminuir y a ser remplazada por la hacienda es
pecializada de dimensiones medianas cuyos productos se
destinan a la venta y a la exportación, o incluso por el
gran latifundium donde se practica el cultivo del trigo o
la cría de ovejas (como ocurre sobre todo en el caso de
Sicilia y la Italia meridional).
117
Esta situación se traduce, en el plano político, en la
desaparición de los equilibrios que caracterizaron el pe
riodo anterior con soluciones que englobaban a una par
te muy importante del cuerpo cívico. Asistimos así a una
reducción de la oligarquía senatorial, constreñida a partir
de entonces a un número bastante limitado de familias,
que ejercen el monopolio del poder y se oponen a toda
tentativa de renovación desde abajo.
Las tensiones sociales que resultan de ello se mani
fiestan, en la ciudad, en los disturbios de la plebe urbana,
grupo social desarticulado, acrecentado por pequeños
propietarios arruinados y por libertos, y disponible como
masa para la manipulación de las clases dominantes. La
lucha política se limita por lo tanto al choque de las ca
marillas nobiliarias, las únicas en condiciones, económi
ca e ideológicamente, de tomar la dirección de una situa
ción social descompuesta a niveles tan profundos. No
es casualidad el hecho de que los mismos tribunos revo
lucionarios del siglo ii, en particular los Gracos, perte
nezcan a la clase dominante. Trataron de restablecer una
situación un tanto similar a la precedente, redistribu
yendo entre el proletariado urbano y rural las tierras del
ager publicus, usurpadas por algunas familias de la clase
dominante; pero su tentativa estaba condenada al fraca
so, salvo que se invirtiera la tendencia a la expansión
“imperialista” que era la raíz del fenómeno, lo que no se
pudo ni se quiso hacer. El proyecto de los dos hermanos,
incluso el de Gayo, más maduro políticamente, que trató
de reunir fuerzas dispares como los caballeros romanos,
los itálicos y la plebe urbana en torno a un plan antino
biliario, fracasó de manera lamentable. Al mismo tiem
po, en las campiñas del sur, las grandes rebeliones de
118
esclavos, desprovistas de un programa coherente y de
perspectivas políticas, concluyeron también en fracaso.
Pero esas aparentes victorias de la nobilitas terminaron,
en realidad, por provocar su ruina. La solución que al fi
nal predominó estuvo determinada por dos hechos nue
vos, que uno a uno se llevaron a cabo durante las décadas
que siguieron a la derrota de los tribunos revoluciona
rios: la creación de un ejército profesional como salida
para la masa del proletariado urbano romano e itálico, el
cual, de acuerdo con su vocación — la de ser una cliente
la— , terminará al servicio de los “señores de la guerra”
(primicias de las guerras civiles del siglo i a.C., que des
truyeron la República); y, al mismo tiempo, la rebelión
de los aliados itálicos, al término de la cual se otorgó a
todos los itálicos la ciudadanía romana, extensión que
hizo caer sin remedio las estructuras vacilantes de la pri
mitiva ciudad-Estado. A sí se encuentran dadas todas las
condiciones que llevarán a lo que se ha convenido en
llamar, con cierta impropiedad, la “ Revolución romana” :
es decir, el remplazo de la antigua clase dirigente repu
blicana, la nobilitas, por una nueva clase dirigente, y, al
mismo tiempo, las transformaciones de las institucio
nes del Estado, el Principado. Este nuevo poder, en apa
riencia una componenda entre la antigua constitución y
la nueva situación política creada paulatinamente a par
tir de las guerras civiles del siglo i a.C., descansa en rea
lidad en el apoyo de un ejército profesional y de las “cla
ses medias” itálicas: las mismas fuerzas que pusieron el
poder en manos de Augusto.
119
L a h is t o r ia
Fern a n d Braud el
P r io r id a d a l a s c iv il iz a c io n e s
120
tres enormes y vivaces civilizaciones, tres maneras fun
damentales de pensar, de creer, de comer, de beber, de
vivir... Tres monstruos, en verdad, siempre dispuestos a
mostrar los dientes, tres personajes de destino intermi
nable, presentes desde siempre, al menos desde hace si
glos y siglos. Sus límites traspasan los límites de los es
tados, que son para ellos como los vestidos de Arlequín,
¡y tan ligeros como ellos!
De hecho, esas civilizaciones son los únicos destinos
de larga vida que se puedan seguir sin interrupción a tra
vés de las peripecias y los accidentes de la historia medi
terránea.
Tres civilizaciones: primero Occidente, o tal vez sea
mejor decir la cristiandad, vieja palabra harto cargada de
sentido; tal vez sea mejor decir la Romanidad: Roma ha
sido y sigue siendo el centro de ese viejo universo pri
mero latino y después católico, que se extiende hasta el
mundo protestante, hasta el océano y el Mar del Norte,
el Rhin y el Danubio, a lo largo de los cuales la Contra
rreforma plantó sus iglesias barrocas como otros tantos
centinelas vigilantes; y hasta los mundos del otro lado
del Atlántico, como si el destino moderno de Roma hu
biera sido conservar bajo su feudo el Imperio de Carlos
V, en el que el sol no se ponía jamás.
El segundo universo es el islam, otra inmensidad que
comienza en Marruecos y va más allá del Océano Indico
hasta Insulindia, en parte conquistada y convertida por él
en el siglo xm de la era cristiana. El islam, frente a Occi
dente, es el gato frente al perro. Podría hablarse de un
Contra-Occidente, con las ambigüedades que implica
toda oposición profunda que es, a la vez, rivalidad, hos
tilidad e imitación. Germaine Tillion diría “enemigos
121
complementarios”. Pero ¡qué enemigos, qué rivales! Lo
que hace uno, lo hace el otro. Occidente inventó y vivió
las cruzadas; el islam inventó y vivió el djihad, la guerra
santa. La cristiandad conduce a Roma; el islam conduce
a lo lejos a La Meca y a la tumba del Profeta, un centro
de ninguna manera aberrante, ya que el Islam corre a lo
largo de los desiertos hasta las profundidades de Asia; ya
que es, por sí solo, el “otro” Mediterráneo, el Contra-
Mediterráneo prolongado por el desierto.
Hoy día, el tercer personaje no descubre enseguida su
rostro. Es el universo griego, el universo ortodoxo. Por lo
menos toda la actual península de los Balcanes, Rumania,
Bulgaria, casi toda Yugoslavia, la misma Grecia, llena
de recuerdos, donde se evoca y parece revivir la antigua
Hélade; además, sin la menor duda, la enorme Rusia or
todoxa. Pero ¿qué centro reconocerle? Constantinopla,
dirán algunos, la segunda Roma, y Santa Sofía en su co
razón. Pero desde 1453 Constantinopla es Estambul, la
capital de Turquía. El islam turco conservó su pedazo de
Europa, después de haber poseído, en la época de su es
plendor, toda la península de los Balcanes. Sin duda, hay
otro centro que desempeñó también su papel: Moscú, la
tercera Roma... Pero también él ha dejado de ser un polo
irradiador de ortodoxia. ¿Es el mundo ortodoxo de hoy
un mundo sin padre?
R e m o n t a n d o e l c u r s o d e l o s s ig l o s
122
mantienen, imperturbables. En cierto modo, igualmente
imperturbables, continúan como dueñas de su espacio,
ya que el territorio que ocupan puede variar en sus már
genes, pero en el corazón, en la zona central, su dominio,
su sede, siguen siendo los mismos. A llí donde estaban
en tiempos de César o de Augusto, siguen estando toda
vía en tiempos de Mustafá Kemal o del coronel Nasser.
Inmóviles en el espacio y en el tiempo — o casi comple
tamente inmóviles— .
Esta inmovilidad arraiga a las civilizaciones en un pa
sado mucho más antiguo aún de lo que parece a primera
vista, y esta larga duración se incorpora por fuerza a su
naturaleza. La romanidad no comienza con Cristo. El is
lam no comienza en el siglo vn con Mahoma. Y el mun
do ortodoxo no comienza con la fundación de Constanti-
nopla, en 330. Porque una civilización es una continuidad
que, cuando cambia, incluso de manera tan profunda
como lo implica la adopción de una nueva religión, in
corpora antiguos valores que sobreviven a través de ella y
siguen siendo su sustancia. Las civilizaciones no son
mortales, a pesar de lo que diga Valéry. Sobreviven a los
azares, a las catástrofes. Llegado el caso, renacen de sus
cenizas. Destruidas, o al menos deterioradas, vuelven a
brotar como la grama.
Un ejemplo: la civilización griega. Nace, comienza a
perfilarse hacia el siglo vm a.C., después de destruccio
nes e invasiones que llevaron el espacio griego al plano
cero de la historia, está todavía hoy en pie. Com o míni
mo, tres milenios de duración... En ese largo recorrido,
¡cuántos accidentes, catástrofes, desastres! Grecia y el
mundo helenístico sucumbieron ante las legiones roma
nas, pero los vencidos salen de esa larga sujeción, de esa
12 3
prisión de cuatro o cinco siglos, cuando Constantino
funda Constantinopla, en el 330 después de Cristo. C o
mienza entonces un Imperio cristiano que posee la ex
tensión del Imperio romano. Y en 395, cuando éste se
fractura en dos, en una pars orientis que se convertirá en
el Imperio griego de Bizancio, y una pars occidentis que
sucumbirá bajo el ataque de los bárbaros, Grecia renace
todopoderosa. Siguiendo este impulso sobrevivirá casi
un milenio, hasta la conquista turca, en 1453, que una
vez más parece cuestionarlo todo. Sin embargo, en el si
glo x ix , con la ayuda de los ortodoxos rusos y de Europa,
una verdadera cruzada liberará uno tras otro a los pue
blos cristianos de los Balcanes.
Lo que acaba de decirse del universo ortodoxo pue
de repetirse, mutatis mutandis, de los otros dos persona
jes: Roma y La Meca. En principio, para Roma, el punto
cero es el nacimiento de Cristo; para el islam, la huida de
Mahoma de La Meca a Medina, el 16 de julio del 622.
Pero Occidente no hace más que continuar el mundo
latino, del que ha recibido la lengua, el espíritu, el dere
cho y muchas otras cosas más. Y el islam es, en su ori
gen a no dudado, una Arabia desierta y caravanera que
tiene a sus espaldas un largo pasado; pero es sobre todo
una serie de países que la conquista de los jinetes y ca
melleros árabes cubrirá con demasiada facilidad: Siria,
Egipto, Irán, A frica del Norte. El islam se afirma ante
todo como heredero del Cercano Oriente, de toda una
serie de culturas, de economías, de ciencias antiguas.
El corazón del islam es el angosto espacio de La Meca al
Cairo, a Damasco y a Bagdad. Se dice con demasiada fre
cuencia: el islam es el desierto, y la fórmula es bella. Ha
bría que decir también: el islam es en el Cercano Orien
12 4
te, lo que le agrega una fabulosa cantidad de herencias y
por lo tanto de siglos.
T e l e h ist o r ia s
125
continuidad. Asimiló no nada más el judaismo y la tra
dición de Abraham, sino también una cultura, unas
costumbres, unos hábitos, presentes desde hacía mucho
tiempo. Una civilización, en efecto, no es sólo una reli
gión, por más que ésta se halle en el corazón de todo
sistema cultural; es un arte de vivir, millares de actitu
des que se repiten. En Las mil y una noches, saludar al
soberano es “besar delante de él la tierra entre sus ma
nos”. Es el gesto habitual ya en la corte del rey parto,
Cosroes (5 3 1-579). En los siglos xvi y xvn, y aun más
tarde, sigue siendo el gesto que tratan de eludir los em
bajadores europeos en Estambul, en Ispahan o en Delhi,
por encontrarlo muy humillante para sí m ismos y para
el príncipe al que representan. Pero ¿no se indignaba ya
Heródoto ante las costumbres egipcias: “En plena calle,
a guisa de saludo, se prosternan uno delante del otro;
hacen como los perros, bajando las manos hasta las ro
dillas” ? Pensemos también en la vestimenta adicional
de los musulmanes, que evolucionará con tanta lenti
tud. Ya es reconocible en el atuendo de los viejos babi
lonios, tal como lo describía, 25 siglos atrás, el mismo
Heródoto:
Los babilonios llevan primero una túnica de lino que les lle
ga hasta los pies [nosotros diríamos una gandurah, comenta
E. F. Gautier], y encima otra túnica de lana [la chilaba]; se
envuelven después en un pequeño manto blanco [podría
mos hablar de un pequeño albornoz blanco]; se cubren la
cabeza con una mitra [diríamos un fez o un tarbuch].
n ó
no de Fatma, equivalente musulmán de nuestras “me
dallas y escapularios”, adorna ya las estelas funerarias
cartaginesas. El islam está ligado de modo evidente al
espeso suelo histórico del Cercano Oriente. Igual que la
civilización occidental, la islámica, para retomar la ter
minología de Alfred Weber (el hermano del gran Max
Weber), es una “civilización derivada”, de segundo grado
— podríamos llamarla “injertada”— . ¿Sería la civilización
china la única de primer grado?
En resumen, todo estudio de las mentalidades pre
sentes se vuelca obligadamente hacia el interminable pa
sado de las civilizaciones. Se han formado así, a lo largo
de los siglos, dos cristiandades que de hecho son, la una
y la otra, continuaciones de realidades anteriores, de lar
ga duración: la una centrada en Roma y el Occidente, la
otra en la nueva Roma, Constantinopla, pero además en
una Grecia que tampoco es nueva.
¿En qué difieren esas dos cristiandades? En esencia,
en esto: una se superpone al mundo griego, al que Ro
ma había sometido pero no asimilado; la otra a la zona
occidental, que fue precisamente la de los triunfos ro
manos.
El cristianismo no llegó a abolir esta diferencia inicial
y visceral. Sin entrar en una explicación de las querellas
teológicas que fundamentan la separación de las dos
Iglesias, podemos interrogarnos sobre el tiempo presen
te, lo que por otra parte es más sencillo. Pronto se perci
be que las dos religiones hermanas, aunque envueltas una
y otra en el amor a Cristo, divergen, y que las palabras
clave no tienen el mismo sentido de la una a la otra. La
verdad, en griego y todavía con mayor claridad en eslavo,
designa lo que es constante, eterno, lo que existe verda
127
deramente, fuera del mundo, creado tal com o lo capta
nuestra razón. Por lo tanto, la palabra pravda significa al
mismo tiempo verdad y justicia. Para el latín, en cambio,
verdad significa siempre una certeza, una realidad para
nuestra razón. El sacramento, en Occidente, apela a la je
rarquía religiosa, la única capaz de conferirle su carácter
sagrado; en Oriente es ante todo “misterio”, lo que so
brepasa nuestros sentidos y viene de manera directa de
Dios. Son matices, se dirá.
Sin embargo, el propio Cristo adopta rostros diferen
tes, de un mundo a otro. En Occidente, la Semana Santa,
que precede a la Pascua, está situada bajo el signo del due
lo, de la pasión, de los sufrimientos, de la muerte del
Cristo-hombre. En Oriente está bajo el signo de la ale
gría, de los cantos que glorifican la resurrección del C ris
to-Dios. Los crucifijos rusos, a diferencia de los prime
ros crucifijos italianos, los de Cimabue, representan a un
Cristo apacible en la muerte, no al Salvador sufriente de
Occidente... Y sería necesario continuar largo tiempo
con la enumeración de esos contrastes, nacidos de mu
cho tiempo atrás.
Jérom e Carcopino, en sus cursos de la Sorbona, la
mentaba, incluso se dolía, de que Roma, en sus con
quistas, no hubiera atravesado el Rhin y llegado por lo
menos, hacia el este, hasta el Elba. El destino de Ro
ma — y por lo tanto el nuestro— hubiera cambiado.
Pero si la Iglesia romana, y no la griega, hubiera con
vertido al cristianism o a la M oscovia, el destino de Eu
ropa y el del mundo se habrían visto alterados con toda
seguridad.
A sí, las grandes partidas de la época actual se juga
ron, ganaron o perdieron, en el pasado.
12 8
L O S R E C U B R IM IE N T O S
DE LAS C IV IL IZ A C IO N E S
129
sa de su odio contra los latinos. La conquista musulmana
inunda España en 7 1 1 y no la suelta hasta la toma de
Granada, siete siglos más tarde, en 1492. También aquí
habría que tener en cuenta las complicidades iniciales.
Pero en uno y otro caso, lo asombroso es que una civili
zación se rencuentre a sí misma, intacta, después de un
encarcelamiento multisecular — un poco como si no hu
biera pasado nada— . Y, más hacia el este, observemos la
suerte del islam en tierra iraní.
Lo que probaría una vez más, si fuera necesario, es la
historia del Oriente grecorromano, fundado tras la con
quista del Cercano Oriente realizada por Alejandro, de
334 a 329 a.C. Esta larga historia, escribía Émile-Félix
Gautier,
* 3°
del concepto de civilización, por complicado y frágil que
pueda parecer. Abre en el denso pasado del mar los úni
cos caminos reales que un viajero apurado pueda elegir.
P e n sa r só l o e n lo s c o n f l ic t o s
E N T R E LA S C IV IL IZ A C IO N E S
131
lan los choques sordos, violentos, repetidos que se asestan
esas bestias poderosas que son las civilizaciones. A tal
punto que esas guerras y esas batallas —y otras de las que
se hubiera podido recordar los episodios significativos
(la batalla de Jerez, en 7 1 1 , donde Tarik aplasta a los visi
godos; o la batalla de Poitiers, en 735; o la toma de Cons-
tantinopla, en 1453...)— rebasan a los actores y a los es
cenarios que les conciernen. Es todo el Occidente por
un lado (griegos y latinos), y todo el Oriente por el otro.
La magnitud del conflicto dramatiza el choque, lo am
plifica. En Maratón, los griegos salvan un Occidente
amenazado de subversión. Roma hiere al Oriente al ma
tar a Cartago. Las cruzadas apuntan en el mismo obsti
nado sentido. La toma de Constantinopla, en 1453, es
una réplica del islam. Lepanto, en una fecha tardía
( 15 7 1) , pone en juego una vez más la salud de todo el
Mediterráneo, maltratado en el mar por las flotas turcas
y los corsarios berberiscos.
Todo esto es más que comprensible: ¿cómo no ha
brían de chocar las civilizaciones que desde muy tem
prano se encuentran coexistiendo? Ellas encuentran su
razón de ser en el combate. Roma, cuyo triunfo corres
ponde a los únicos siglos de unidad del mar, ni siquiera
hace desaparecer a las comunidades hostiles que se en
cuentran instaladas desde antes; las mantiene sometidas,
al mismo tiempo que valora e impulsa su propia civiliza
ción, su lengua, su arte. Pero las luchas continúan, bajo
la cobertura y la pantalla de la paz romana que las di
simula con dificultad.
Las civilizaciones son, por lo tanto, la guerra y el
odio; un inmenso trozo de sombra las devora casi hasta
la mitad. Fabrican el odio, se alimentan de él, viven de él.
132
Grecia detesta al persa más de lo que el propio persa
(que como se sabe es tolerante) detesta al griego. El ro
mano odia a muerte al fenicio, quien le devuelve el sen
timiento con la misma intensidad. La cristiandad y el
islam no tienen nada que envidiarse. En el tribunal de la
historia, los dos culpables serían condenados, a ninguno
se le daría la razón. Pero ¿se sabe siempre quién es el cul
pable y quién el inocente? Así, para Sabatino Moschati
los fenicios serían por antonomasia pueblos pacíficos,
que aun cuando se defendían, y con valor, era sólo para
hacer frente a los ataques. Algunos historiadores pre
tenden también que Bizancio, que sobrevive al Imperio
romano hasta la toma de Constantinopla, no fue capaz
de fabricar, por sí misma, una guerra santa a su medida
(no hubo cruzada, si se quiere). Si la observación es cier
ta, estaríamos tentados de alegrarnos de esa carencia.
Pero ¿acaso no pagó Bizancio, un buen día, esta ausencia
de odio constructivo? Lo que equivaldría a decir que el
porvenir pertenece tan sólo a los que saben odiar. Las
civilizaciones son, en efecto, con demasiada frecuencia,
desconocimiento, desprecio, aborrecimiento del otro.
Pero no son nada más eso. Son también sacrificio, in
fluencia, acumulación de bienes culturales, herencias de
inteligencia. Si el mar debe sus guerras a esas civilizacio
nes, también les debe sus múltiples intercambios (técni
cas, ideas e incluso creencias), y los abigarramientos y
espectáculos variados que nos ofrece hasta hoy. El Medi
terráneo es un mosaico de todos los colores. Por eso,
habiendo pasado los siglos, se pueden contemplar, sin
indignación, bien al contrario, tantos monumentos que
fueron sacrilegios, límites que indican los avances y re
trocesos de antaño: Santa Sofía, con su guardia de altos
133
minaretes; San Giovanni degli Eremiti en Palermo, que
alberga su claustro entre las cúpulas rojas o casi rojas
de una antigua mezquita; en Córdoba, en medio del bos
que de arcos y pilares de la mezquita más bella del mun
do, la encantadora iglesita gótica de la Santa Cruz, cons
truida por orden de Carlos V.
L a c iv il iz a c ió n n o c o n s t it u y e
T O D A LA H IS T O R IA
134
tuvo enormes consecuencias— se sella por siglos el des
tino del “otro” Mediterráneo. Esa batalla que se libra casi
en el sitio exacto donde estará la Prevesa (victoria de los
turcos sobre las flotas de una primera Santa Liga cristia
na, en 1538) ve la huida de las naves de Cleopatra, la de
rrota de A ntonio y de Egipto, el triunfo de Octavio. Es
allí, efectivamente, donde el poderoso Imperio romano
comienza.
Pero Roma, al imponer su voluntad y la unidad políti
ca al conjunto del mundo mediterráneo, no suprimió las
diferencias, divergencias, cambios y conflictos cultura
les; y no sólo no los suprimió, sino que ella misma se vio
afectada, influida por esas culturas más refinadas que la
suya, por la Grecia que será su educadora (se hablará
griego en los medios cultivados de la capital), y por la
invasión de las religiones y cultos que llegan del Cerca
no Oriente. No obstante, ella impondría en todo el M e
diterráneo el lenguaje superior de su política y sus insti
tuciones.
El l u g a r d e l a e c o n o m ía
135
Lo que trae la riqueza entre todas las riquezas es el
mar — superficie para los transportes— . El amo de las
riquezas es el amo del mar. Pero por amplio que éste sea,
tarde o temprano no admite más que un amo, no nece
sariamente político, como en el caso de Roma, sino uno
de los intercambios, las desigualdades y desnivelacio
nes de la vida comercial.
Este tipo de realezas, poco estrepitosas, no se cons
truyen en un día. Van precedidas y acompañadas por lu
chas. En los siglos ix y x, en todo el esplendor de su ci
vilización, el islam dominó sin discusión alguna al Mar
Interior. El cristiano “apenas podía hacer flotar allí una
tabla”, pero a partir del siglo xi, y más tarde con el fin de
sostener el movimiento continuo de las cruzadas, la si
tuación empieza a invertirse. Los navios de las ciudades
italianas se convertirán en los amos indiscutidos de toda
la superficie del mar: los bizantinos son eliminados, y las
naves del islam tienen que retroceder. El mar, en el sen
tido estricto del término, el agua de mar, es conquistada
por el cristiano, por sus bajeles de guerra, sus naves pira
tas, sus expediciones guerreras y, detrás de esos movi
mientos protectores, por sus naves comerciales cada vez
más numerosas. En este juego fructífero, repetido m u
chas veces, Italia, al norte de la línea Florencia-Ancona,
se convierte en la zona más activa, la más rica de todo el
Mediterráneo. Entre el siglo xi y el x v i casi podríamos
decir: primero la economía, para beneficio regular de las
ciudades — los estados territoriales, por un momento
bien perfilados, se deterioran con la profunda crisis del
siglo x iv — .
Sin embargo, esas ciudades se disputan las ganancias
del Mediterráneo. Las luchas sin tregua de Génova y Ve-
13 6
necia son una inverosímil sucesión de peripecias. Sólo al
terminar la guerra de Chioggia ( 13 7 8 -13 8 1) triunfa Ve-
necia y se convierte, hasta el comienzo de las llamadas
guerras de Italia (1494), en el centro de los intercambios
mediterráneos. A l final del siglo xv, los estados territo
riales sin duda han recobrado su vigor o adquirido nue
vas fuerzas. El Turco se instala en Otranto (1480 -148 2),
Carlos VIII atraviesa los Alpes en septiembre de 1494, el
aragonés participa en la guerra que entonces se entabla.
Las ciudades, incluso Venecia, no sirven ya de contrape
so frente a esos enormes adversarios. La política se co
bra el desquite.
La c o n q u i s t a d e l M e d i t e r r á n e o
PO R LOS N Ó R D IC O S
137
Buena Esperanza, de 1497 a 1498. Aun así, esos aconteci
mientos no cobran toda su importancia de un día a otro.
La pimienta y las especias llegan a Lisboa y de allí pasan a
Amberes. Pero la ruta de Suez o del Golfo Pérsico no está
muerta y puede rivalizar con la larga circunnavegación
de África. Incluso llega a hablarse de un canal de Suez.
Por lo demás, la pimienta y las especias sólo llegan a Eu
ropa a cambio del metal blanco. El que tiene plata, el
metal blanco, puede comandar a los productores, co
merciantes y transportistas de pimienta y especias. Cier
tamente, el metal blanco, que a partir de la década de
1 53° procede casi sin excepción de América por inter
medio de Sevilla, pertenece a España. Pero a causa de las
guerras de Carlos V, de los empréstitos obligados del go
bierno castellano, en los que pronto participan los co
merciantes y banqueros italianos, sobre todo los genove-
ses, el metal blanco español comienza, a partir de 1550, a
tomar el camino de Italia. Las galeras transportan con
regularidad cajas de reales, de “piezas de a ocho”, de Bar
celona a Génova. Hacia 1568, cuando la piratería inglesa,
y después la holandesa le cortan a España el camino di
recto del Atlántico y del Mar del Norte hasta los Países
Bajos sublevados, los envíos de plata desde España si
guen casi siempre el camino mediterráneo, de Barcelona
a Génova: la ciudad de San Jorge se convierte en el cen
tro financiero de toda Europa: ¡un brillante desquite del
Mediterráneo! Este privilegio de Génova procede de la
necesidad que pesa sobre el gobierno del rey católico de
pagar en un tiempo fijo la soldada y los gastos del ejérci
to español que combate en los Países Bajos. Y esta nece
sidad va a durar. Se implementa un sistema genovés de
pagos con las ferias de Piacenza, creadas a partir de 1579.
138
Los historiadores se han acostumbrado incluso a hablar
de un “siglo de los genoveses” que comenzaría en 15 5 7 y
concluiría hacia 16 22-1627.
Al reorganizar Italia su aprovisionamiento de metal
blanco, restableció al mismo tiempo, alrededor de la dé
cada de 1560, su aprovisionamiento de pimienta y espe
cias por las antiguas rutas de Levante. El rendimiento de
estas rutas equivaldrá, de manera global, al rendimiento
de la ruta del Cabo, y com o el consumo europeo ha au
mentado considerablemente (casi se ha duplicado), Ve-
necia restablece por fin las bases de su antiguo comercio.
Es de este modo como, hasta fines del siglo x vi, será
prematuro hablar de una decadencia del Mar Interior de
Italia y de sus ciudades piloto. Debemos renunciar a la
antigua explicación que presentaba al Mar Interior como
descalificado sin remedio por los descubrimientos de los
portugueses, quienes, por lo demás, no bloquearon en el
Océano Indico las rutas hacia el G olfo Pérsico ni las ru
tas que conducen al Mar Rojo.
¿Qué ocurrió, entonces? Porque es cierto que se dio
una disminución del tráfico y los intercambios lejanos
del Mediterráneo en los primeros 20 años del siglo xvn.
Hace no mucho tiempo un joven historiador, Richard
Rapp, dio la mejor explicación. Para él, existió — por la
astucia, la fuerza y la violencia; por el juego de las dife
rencias económicas— una conquista del Mar Interior
por parte de los nórdicos, ante todo, ingleses y holande
ses, y más por los primeros que por los segundos. Los
ingleses ya habían impulsado su penetración comercial
en el Mediterráneo durante las últimas décadas del siglo
x v y hasta las proximidades de las décadas de 1530 -1550 ;
esta primera invasión se detuvo bruscamente entre 1550
139
y 1570. La segunda ola se da hacia 1570 y será mucho
más amplia y sostenida que la primera.
Los navios de los países protestantes van a dictar
poco a poco la ley en un Mediterráneo donde el islam y
la cristiandad han depuesto las armas después de los fa
bulosos esfuerzos de Lepanto, en 15 7 1. Sus navios están
mejor armados, mejor provistos de tripulaciones, son me
jores cargueros, más regulares, aceptan fletes más m o
destos que los veleros del Mediterráneo. Se apoderan
poco a- poco de los tráficos importantes: así, los navios
holandeses transportan de España a Livorno las pacas de
lana que después, por vía terrestre, llegan a Venecia y
abastecen su arte della lana en plena expansión en ese
momento. Algunos de sus navios van incluso directamen
te de España a Venecia. Se apoderan también del com er
cio de las uvas pasas, del aceite de Djerba o de Apulia, no
menos que del prestigioso comercio de Levante. Los
nórdicos aportan madera, alquitrán, planchas, trigo, cen
teno, toneles de arenque, estaño, plomo y pronto tam
bién sus propios productos manufacturados, a menudo
simples imitaciones de productos de Venecia o de otras
ciudades italianas; mercancías sin calidad con falsas mar
cas italianas de apariencia auténtica. Hay que agregar el
corso, los acuerdos con Argel, con el Turco. De allí una
serie de violencias, de faltas de delicadeza, de com plici
dades (sobre todo en Livorno). Es así como el comercio y
la industria de Inglaterra y los Países Bajos se alimentó
de los despojos y de las riquezas acumuladas del viejo
Mediterráneo. Hubo conquista, pillaje, robo, e incluso blo
queo a distancia, cuando los holandeses sustituyeron en
Insulindia y en el Océano Indico a los portugueses. És
tos dejan pasar las mercancías hacia el Mediterráneo,
140
aquéllos, en cambio, estarán con el ojo avizor, si no para
la seda que llegará siempre al Levante, al menos sí para la
pimienta y las especias. Hacia 1620, según el testimonio
de los marselleses, las especias y la pimienta ya no entra
rán al Mediterráneo por las antiguas rutas del Mar Rojo,
sino por las del Atlántico y Gibraltar, en barcos holande
ses. El Mediterráneo ha sido por una parte asaltado den
tro de su propio territorio, y por otra, alterado para pri
var a sus ribereños de los tráficos más fructíferos. Desde
entonces, nunca se les ha devuelto su mar.
A n te s y d esp u és d e l a a p e r t u r a
d e l C a n a l d e S u e z ( 18 6 9 )
141
desde hace más de dos siglos, los porteros del M ar Inte
rior convertido, en el xvm , en un lago guardado por el
oeste, y desde el siglo xvn, sin salida fácil por el lado de
Levante.
Y es del lado de Levante donde se encuentra, mucho
más que en Gibraltar, la zona peligrosa y codiciada del
Mar Interior. El Levante, en los siglos xvn y xvm , es el
Imperio turco, que se extiende sobre los Balcanes, el Asia
Menor en sentido amplio y África del Norte, desde Egipto
hasta la frontera oriental de Marruecos, es decir, un am
plio mercado en cuanto que se mantiene unida a Persia y
las sedas que transitan hasta Esmima, convertida en la ma
yor de las “escalas”. Es incluso lo que está en juego en el
comercio de Levante, donde Francia, mitad mediterránea,
se convierte en el actor por excelencia en el siglo xvm .
Pero más allá del comercio y de los países de Levante,
la jugada decisiva es la India lejana donde Inglaterra, des
pués de la batalla de Plassey (17 5 7 ), ha ocupado ya un
primer lugar que nadie podrá arrebatarle. El Levante es la
ruta más corta desde Europa hacia las Indias, la ruta por
excelencia de las noticias rápidas, de las decisiones y las
órdenes. Por otra parte, con el comercio del café, el Mar
Rojo ha vuelto a animarse y Alejandría se convierte en
un puerto frecuentado, como en los tiempos de la pi
mienta y las especias. En vísperas de la revolución, la polí
tica francesa se ocupa con insistencia de la ruta del Istmo
de Suez e inquieta a la Compañía Inglesa de las Indias
Orientales. Lo que Inglaterra teme es que el Mediterrá
neo se abra, hacia el Océano Indico, a sus rivales y com
petidores, desde los más grandes (Francia a la cabeza)
hasta los más modestos (Génova o Venecia) o peor colo
cados, como Rusia, que también se ve atraída por el es
142
pejismo y la realidad de las Indias. En este contexto se
sitúa la expedición a Egipto, emprendida en 1798 por
Bonaparte. Si esa expedición hubiera triunfado, el Impe
rio turco habría sido partido en dos: al norte, Anatolia y
los Balcanes, al oeste, las indóciles regencias de Trípoli,
Túnez y Argel, y el camino restante abierto sin interrup
ción en dirección al Océano Indico. Los historiadores,
demasiado dispuestos a rehacer la historia, piensan que si
Bonaparte hubiera capturado San Juan de Acre hubiera
podido reconstruir su ejército en las colinas y montañas
del Líbano y destruir al Imperio británico todavía en sus
comienzos.
Pero la grandiosa operación fracasó e Inglaterra se
apoderó en 1800 de Malta, ocupada dos años antes por la
flota francesa en camino hacia Egipto. La isla debía ser
devuelta, según el tratado de Am iens (18 0 1), pero se
mantuvo bajo el control inglés hasta hace muy poco, ya
que a pesar de su mediocre extensión, aseguraba (como,
un segundo Gibraltar) el dominio inglés en el centro
mismo del mar. Más tarde, la instalación de los ingleses
en Chipre (1878) y en Egipto (1882) completó el dom i
nio de Londres; a partir de entonces la ruta de las Indias
le pertenecía de punta a punta y la pax britannica se im
ponía pesadamente en el Mediterráneo. Una vez más, el
orden político reinaba sobre el mar. Con una palabra del
gabinete de Saint-James, las naves se dirigían a Malta, y
al momento todo volvía a estar en orden.
Pero Francia se agita: empieza a instalarse en Africa
del Norte, ocupa Argel en 1830; sin embargo, Á frica del
Norte no es el Mediterráneo peligroso para los intereses
de Londres. El hecho de que el gallo galo rasque la arena
del Sahara, más bien despierta sonrisas. El único golpe
143
directo asestado por Francia fue la construcción del Ca
nal de Suez, concluido en 1869.
Para llevar a cabo esa empresa fueron necesarios 10
años de trabajo y el tesón de un hombre, Ferdinand de
Lesseps; fue necesario también apostar a la navegación a
vapor en vías de modificar las condiciones generales de
la circulación a través de los mares y océanos del globo.
Es el fin del lago mediterráneo, la transformación del Mar
Interior en una ruta tendida sobre todo hacia el Océa
no Indico. M uy pronto, los viajeros con destino a la
India no tendrán tiempo para acabar de anotar sus im
presiones: el canal, el tórrido M ar Rojo, el balanceo y el
oleaje del índico; el Mediterráneo ya no es más que la
primera y breve, casi insensible etapa de un recorrido
muy largo.
Este éxito francés dio lugar a una solemne inaugura
ción, ante todas las testas coronadas de Europa, bajo la
presidencia —a tout seigneur tout honneur— de la empe
ratriz Eugenia. Pero esos fastos no deben hacernos forjar
ilusiones. El juego político no está en París, y no hay que
pensar en un desquite de la expedición a Egipto. En rea
lidad, Egipto, independiente desde 1 8 1 1 , tampoco es
otra cosa que un peón en el tablero del Mediterráneo. El
gobierno inglés, que ha puesto toda clase de obstáculos a
la construcción del canal, compra, en 1875, las 117 0 0 0
acciones del endeudado jedive; en 1882, Egipto es ocu
pado, y en 1888, una convención firmada con Francia en
Londres neutraliza el canal. Inglaterra ha sido al final la
beneficiaría de la empresa de Ferdinand de Lesseps. Por
lo que toca a la tentativa de Fachoda sobre el Nilo blanco
adonde llega la pequeña columna del comandante Mar-
chand, el 10 de julio de 1898, no es más que un dramá
144
tico incidente sin consecuencias en el reparto de la en
crucijada del Levante.
Francia no es la única perdedora a consecuencia de
esas maniobras. Y Maurice Aymard tiene razón al decir
que “el Canal de Suez simbolizó el debilitamiento políti
co del mundo mediterráneo”. Construido por los france
ses, semimediterráneos nada más, el canal se convirtió, y
con él el Mediterráneo por añadidura, en una ruta ingle
sa. De ese modo, el Mar Interior sigue estando alienado.
Y desde entonces continúa la misma historia, la de un
desposeimiento.
El 26 de julio de 1956, Nasser nacionalizaba el canal.
Francia e Inglaterra se unen y viven la derrota de la gue
rra “de los seis días”. Sin embargo, ya desde antes de esa
fecha, ni Francia ni Inglaterra dominaban el Mar Inte
rior ni los países que lo bordean. “ La presencia visible de
los portaviones norteamericanos y de los portahelicóp-
teros soviéticos señala los dominios enfrentados de las
dos grandes potencias mundiales.” El Mediterráneo es, a
lo máximo, su campo de lucha. O más bien, su circo,
donde, para su placer o su disgusto, pelean los gladiado
res, que no lucharían con el cruel encarnizamiento que
les conocemos si los grandes de este mundo no tuvieran
interés en sus matanzas.
Es evidente que el Mediterráneo continúa viviendo
ante nuestros ojos, desarrollando sus propios combates,
prosiguiendo con su industrialización, mejorando su
nivel de vida, sacudiendo las secuelas de las coloniza
ciones por fin destruidas. A l sur del mar, el otro Medi
terráneo — desde Marruecos hasta Turquía e Irak— se
esfuerza por recobrar el tiempo perdido, que también
se acumula.
145
E s p a c io s
M a u r ic e A y m a r d
H
o y d ía
su decorado, la alianza del mar y el sol, del relieve y
la vegetación, el don gracioso de una naturaleza generosa
y suntuosa, y sin embargo ingrata. Porque bajo sus flores
pronto aparece la piedra. No hace falta más que el hom
bre disminuya por un momento su atención y sus cuida
dos, para que las terrazas edificadas con suma paciencia
en el flanco de la montaña se derrumben, invadidas por
la maleza; el matorral vuelve a crecer sobre el bosque in
cendiado, las llanuras vuelven a ser pantanos. Se deshace
un frágil equilibrio, que a veces requeriría siglos para
volverse a construir. Desde el final del imperio hasta
nuestros días, la campiña romana ha seguido siendo una
especie de desierto, aunque el drenaje de los pantanos
pontinos simbolizó, para el fascismo, la recobrada gran
deza de Roma. Pero Venecia sólo se enfrentó con las
aguas divagantes del Po y del Adigio a partir del siglo
x vi, cuando comenzó a perder su monopolio comercial.
Todas las riberas del mar han conocido esas espec
taculares alternativas de auges y abandonos. Com o si el
hombre controlase mal un espacio que se le escapa, y so-
146
bre el cual su dominio es siempre parcial y disparejo.
Com o si en todas las épocas hubiera tenido que elegir
entre varias opciones, dejando la costa por el interior o,
en nuestros días, a la inversa; o como si, incluso, se hu
biera visto obligado a ceder sus campos a los rebaños nó
madas antes de poder a su vez rechazarlos. Ayer desde
Siria hasta España; hoy desde el Ródano inferior hasta el
Negueb y Asuán, los grandes logros de la agricultura
mediterránea están situados bajo el signo de la domesti
cación del agua, y del trabajo minucioso de todo un pue
blo de atentos jardineros. No obstante, siguen siendo la
excepción: aunque lleve la marca de su intervención, con
tanta frecuencia destructora como benéfica, el hombre
está a menudo ausente del paisaje; lo está de las tierras de
trigo y ovejas de Castilla, del Tavoliere de la Apulia o la
Tesalia; lo está de las anchas extensiones forestales o pe
dregosas, de las montañas y de los altos pastizales de ve
rano, por donde ya sólo pasa como nómada. Si bien ha
terminado, hasta hace muy poco, de arrancar las llanuras
litorales del influjo de la malaria, prefiere no instalarse
allí, y deja sus playas a otros, para continuar residiendo
en otros lugares, en sus ciudades y sus grandes aldeas de
casas apretadas, con sus cinturones de viñedos, vergeles
y jardines (el “ruedo”, com o se dice en Andalucía). En
cuanto se aleja de ellas, su dominio sobre las campiñas se
vuelve más débil: evitará pasar allí más tiempo que el ne
cesario para el trabajo de los campos, y evitará con ma
yor razón vivir ahí. Campesino por necesidad, pero cam
pesino a su pesar, el hombre del Mediterráneo vive como
citadino.
Los contrastes del paisaje expresan esa jerarquía con
céntrica de intereses, la desigualdad de la ocupación del
147
suelo, las oscilaciones de la explotación. Desde Roma
hasta nuestros días, se ha mantenido válida, en general, la
misma división del terruño. Por una parte, la zona de los
campos cultivados: el ager. Por otra, la zona inculta, mez
cla de árboles y hierba magra, de monte bajo y de pedre
gal, dominio de los carboneros, de los pastores y de los
animales domésticos o salvajes: el saltus. Pero el propio
ager exigía largos descansos, y un año cada dos, o dos
cada tres, se entregaba a los corderos que, apenas term i
nada la cosecha, invadían el rastrojo y no pedían otra
cosa que quedarse allí, en tanto que eran excluidos con
severidad de los huertos y los viñedos. Por lo tanto, la
frontera entre ager y saltus se mantiene siempre singu
larmente indecisa y móvil: menos clara, en todo caso,
que la que separa la zona de horticultura intensiva en
torno a la ciudad del resto del terruño —ager y saltus re
unidos— y que opone la “región llena” a la “región va
cía”. Traduce la fragilidad de un equilibrio ecológico
amenazado por cualquier crecimiento de la población:
ayer — y todavía hoy, en cada verano— , por la destruc
ción catastrófica de un manto forestal en parte fósil, al
que mantenía sobre el suelo una delgada capa de humus,
pronto arrastrada por la erosión; y ante nuestros ojos,
tanto por el desarrollo de las aglomeraciones del litoral
como por la contaminación industrial y el agotamiento
de las reservas de agua.
El hombre se encuentra muy pronto ante los límites
de una tierra a la que, por otra parte, se ha acostumbrado
a pedirle poco. Lo importante para él es, claro está, so
brevivir en ella; pero es, ante todo, poder vivir allí en
sociedad, comunicarse con otros hombres. Mucho más
que al clima, a la geología, al relieve, el Mediterráneo debe
148
su unidad a una red de ciudades y aldeas constituida de
manera precoz y notablemente tenaz: en torno a ella se
constituyó el espacio mediterráneo, es ella quien lo ani
ma y lo hace vivir. Las ciudades no nacen del campo, sino
el campo de las ciudades, a las que apenas alcanza a ali
mentar. A través de ellas se proyecta sobre el suelo un
modelo de organización social, cuyo esquema tratarán
de reproducir en todas partes los emigrantes, forzosos o
voluntarios. Si son nómadas, establecerán su campamen
to según reglas inmutables; si sedentarios, fundarán una
ciudad, siempre la misma. A sí hará Grecia, en su dom i
nio colonial, y después en el mundo helenístico. A sí
Roma, quien repite hasta la monotonía de un extremo a
otro de su imperio un plano estereotipado de campa
mento militar, con las mismas calles que se cruzan en
ángulo recto; el mismo foro, los mismos monumentos
que, a sus ojos, constituían una ciudad. A sí incluso el is
lam, donde nada expresa mejor esa potencia creadora y
organizadora de la ciudad que esos oasis, esas huertas
con que la rodea y que, sin ella, no existirían.
De Damasco a Valencia, del Yemen a Elche y Alican
te, es posible seguir, detrás de la similitud de las técnicas
de riego, la marcha de dos tradiciones que reglamentan
la distribución del agua y fundan dos tipos de sociedad:
una aristocrática, la otra más coherente. Aquí la propie
dad del agua, diferente de la de la tierra, asegura el poder
a quienes la poseen y venden su uso, a los cultivadores.
Allá, por el contrario, el agua es un derecho gratuito para
los propietarios de las tierras irrigadas, que se agrupan en
comunidades capaces de asegurar el mantenimiento de
presas y canales, y de arbitrar por sí mismas sus conflic
tos: así cada jueves, los jueces del Tribunal de Aguas, de
149
lante del portal de los Apóstoles de la catedral de Valen
cia, aplican una justicia rápida y eficaz.
Toda conquista, toda “diáspora” tiende a repetir de
cenas de veces un modelo de sociedad urbana, y a expli-
citar de modo simultáneo lo que al principio estaba im
plícito. Grande o pequeña, la ciudad es mucho más que la
suma de sus casas, de sus monumentos y sus calles, m u
cho más también que un centro económico, comercial o
industrial. Com o proyección espacial de las relaciones
sociales, aparece a la vez atravesada y estructurada por el
haz de líneas fronterizas que separan lo profano de lo sa
grado; el trabajo del ocio; lo público de lo privado; los
hombres de las mujeres; la familia de todo lo que le es
ajeno. Y proporciona una admirable clave de lectura.
¿Dónde vivir? Nunca solo, sino en grupo, cualquiera
que sea el tamaño y la riqueza del grupo. Un millar de
hombres que viven pobremente de la tierra y del inter
cambio de productos del suelo bastan en el Mediterráneo
para hacer una ciudad, para reconstruir en ella las solida
ridades y oposiciones esenciales; en otros lados, incluso
siendo dos veces más numerosos, apenas formarían una
aldea. Desde los simples caseríos hasta las metrópolis, se
distinguen con claridad todos los niveles de una jerar
quía por otra parte compleja, ya que no tiene en cuenta
como único factor la cantidad de población, la actividad
económica o el capital acumulado, sino también la histo
ria, el marco monumental, el prestigio, el papel político
y administrativo — que fijan las élites— , la vida intelec
tual, y un no-sé-qué, que hace a una ciudad más ciudad
que otra. Y las grandes ciudades se complacen en despre
ciar a las más pequeñas como si fueran simples aldeas, y a
sus habitantes como a rústicos sin pulir. Sin embargo, el
150
caserío más modesto se presenta como un microcosmos
urbano: toda la vida social se organiza en él en función
de grupo. Hablar de la ciudad en el Mediterráneo es, por
lo tanto, hablar de todos estos niveles de la vida urbana,
que corresponden al mismo modelo.
Historiadores y geógrafos han multiplicado las ex
plicaciones de esta permanencia del hábitat agrupado y
de la elección de lugares, a veces privilegiados, pero con
mayor frecuencia inhóspitos, donde se ha de radicar: el
agua y el sol, las rutas por tierra o por mar, la calidad de
un puerto o de un vado, pero también la inseguridad de las
costas y la insalubridad de las llanuras pantanosas. De
hecho, todas estas razones han actuado a su tiempo, pero
en sentido inverso.
Los griegos, invasores llegados del mar, empujaron
hacia el interior, en la Italia meridional y en Sicilia, a las
poblaciones locales, y ocuparon y colonizaron sólida
mente su territorio, sin alejarse jamás del mar; pero
siempre que pudieron, eligieron sitios fáciles de defen
der, como los de Siracusa y Tarento — un islote separado
del continente por un estrecho canal— . Roma, segura de
sí misma y de su paz, descubrió un poco tarde que debía
amurallar sus ciudades para hacer frente a un invasor
que no había previsto. La conquista árabe hizo la fortuna,
en tierras del islam, de grandes paraderos de caravanas
abiertas a todos los tráficos terrestres, pero empujó hacia
las montañas, que desde entonces se convertirían en un
refugio, a los bereberes del Mahgreb y a los maronitas
del Líbano, y hacia las crestas rocosas, a prudente distan
cia de la costa, a las poblaciones cristianas del litoral me
diterráneo; la conquista turca hizo lo mismo, varios si
glos más tarde, en los Balcanes. Desde hace un centenar
151
de años, el desarrollo económico y la colonización han
yuxtapuesto al antiguo núcleo, que conserva su aspecto
medieval, con sus callejuelas estrechas y tortuosas, una
ciudad nueva de anchas avenidas y trazado regular.
Cada civilización ha dejado así su herencia urbana, y
contribuido a definir el marco dentro del que los hom
bres siguen viviendo, todavía hoy, en medio de coercio
nes del pasado, aun cuando las condiciones que rigieron
su creación han dejado de actuar. La evolución reciente
ha privilegiado las aglomeraciones del litoral a expensas
del interior, víctima de su aislamiento, y acrecentado de
manera espectacular grandes concentraciones portua
rias, que dan testimonio ya del éxito económico, ya de la
miseria del campo, ya de ambos a la vez: Beirut, Alejan
dría, Atenas-El Pireo, Nápoles, Palermo... Pero las aldeas
de colonos creadas en el corazón de Sicilia por la refor
ma agraria — que arrancó a los campesinos de sus agro-
ciudades, símbolos de la fuerza de inercia del latifondo, y
las acercó a las tierras que se les acababa de distribuir—
han quedado desesperadamente vacías. Desde el siglo xvin,
por lo demás, el auge de las plantaciones de cítricos en
las llanuras de la costa calabresa o siciliana, que ya se ha
bían vuelto seguras, pudo hacer bajar a la población de
las colinas hacia la marina, pero sin provocar el menor
distanciamiento del hábitat: un desdoblamiento de la
primigenia aldea en la altura, a veces subsiste.
El peso de las estructuras sociales y de las técnicas
agrícolas explica con creces ese duradero vacío del cam
po. Fuera de los jardines, los viñedos y las huertas, las tie
rras ricas, las tierras fértiles de las llanuras y mesetas per
tenecen a los grandes propietarios que en numerosas
ocasiones expulsaron a los campesinos cuando pretendie
15 2
ron instalarse en ellas. Éstos sólo llegan allí, como mano
de obra asalariada, en el momento de la cosecha. Acam
pados en los grandes caseríos del latifondo o establecidos
en las colinas y en las montañas, completan así el ingreso,
siempre insuficiente, de sus tierras, donde desarrollan los
cultivos destinados a la venta: vid, olivo, morera, frutales.
Su ganado: en el mejor de los casos algunas ovejas con
fiadas al pastor comunal, un animal de tiro, muía o asno,
alojado preciosamente en la casa con las gallinas — a las
que se cría dentro de la ciudad en las terrazas, o como en
Nápoles, en el barrio de Monte di Dio, en la calle, con la
pata amarrada a una cuerda— . Las herramientas agríco
las: el arado y la azada, la pala y el pico, algunos toneles,
algunas tinajas para almacenar el aceite y el grano, nada
demasiado voluminoso como para no poder encontrar
también un lugar bajo el mismo techo.
La aldea, la ciudad, es el lugar donde se intercambian
los productos y donde se vende el trabajo de cada uno,
antes del amanecer, al administrador de la gran finca que
viene sólo a contratar la mano de obra que necesita. Se
sale por la mañana, pero se regresa por la noche para
dormir. Tanto en España como en la parte sur de Italia,
la regla medieval que fijaba la duración de la jornada de
trabajo “desde la salida hasta la puesta del sol”, hacía a
menudo la precisión de que el bracciante debía estar en
la obra desde el amanecer — por lo tanto, tenía que haber
hecho el trayecto de ida durante la noche— , pero estar
de regreso a la hora del crepúsculo — por lo tanto, debía
haber hecho el de regreso durante el día, a expensas del
amo— . Cuando, en tiempo de las cosechas, las vendimias
o la recolección de aceitunas, la urgencia de los trabajos
y el alejamiento del domicilio impiden el retorno de esas
153
cuadrillas de emigrantes temporarios, a menudo llegados
de m uy lejos, los trabajadores duermen en el suelo, a
campo raso, o a cubierto en los patios y en los mismos
cobertizos de las grandes granjas: así ocurre en la novela
de E. Vittorini, La Garibaldina. Quien es pequeño pro
pietario dispone de una cabaña en un rincón del viñedo o
del huerto para almacenar algunas herramientas o des
cansar a la hora de la siesta; alguien aún más desahogado
tendrá una segunda vivienda donde vendrá a instalarse
en verano — una campagne, como se dice en Provenza
para indicar que sólo se trata de una casa ocasional— , a
semejanza de los ricos que se reservan un departamento
en su granja o construyen “un castillo” en sus tierras para
ir a vigilar a sus granjeros. Pero la casa principal, la que
sustenta el prestigio social, sigue estando en la ciudad,
donde se pasa la mayor parte del año, y todas las épocas
en que es menor el trabajo en el campo.
Sin embargo, el campo nunca está vacío del todo.
Pero los que viven en él durante todo el año desempe
ñan entonces el papel de excluidos, o de parias; son los
pastores que viven al margen de la regla común. El per
sonal permanente de las grandes fincas, granjas y quin
tas de Provenza o Languedoc, cortijos y haciendas de
Andalucía, massarie de Italia del sur o de Sicilia. Estas
últimas son por otra parte refugios tradicionales de los
bandidos y la maffia, el sustento material de una con
trasociedad. Son raras, incluso excepcionales, las regio
nes donde el reciente éxito de la reforma agraria o el
antiguo parcelamiento de la tierra han estabilizado en
sus dom inios a un campesinado libre de propietarios
o de pequeños granjeros. Medieros, aparceros, criados
agrícolas, todavía ayer esclavos: residir fuera de la ciudad
154
es servir a un amo, por lo tanto, signo seguro de depen
dencia.
Sin duda, nada resume tan bien las resistencias que
habría — o hubiera habido— que derribar como esas
confidencias de un guardián de búfalos de una massaria
en la llanura de Pestu, recogidas hacia 1950 por Rocco
Scotellaro:
155
tivo y no en especie, como lo es a medias el del boyero:
poder gastar, incluso comprar lo superfluo antes que lo
necesario. Trabajar, sin duda: pero un trabajo que no le
dé a la tierra y al amo más tiempo del que se merecen, y
que deje espacio para participar en la vida del grupo.
“ Instruirse” : no ser un palurdo, un cafone. Y sobre todo,
vivir en medio de los hombres y no de las bestias: es la
única forma de ser hombre, y de sentirse como tal. C on
dición necesaria, pero insuficiente.
Porque si bien la ciudad, lugar de los intercambios,
del tiempo libre y de toda la vida social, se opone sin
duda al campo, lugar del trabajo, de la vida animal y de la
producción de los bienes materiales, no constituye un
espacio simple, homogéneo, donde bastaría con entrar
para convertirse en ciudadano, sino una estrecha imbri
cación de espacios organizados según reglas no escritas,
y por ello aún más rigurosamente respetadas. Esas reglas
legibles en cada nivel de la vida urbana definen la com
plejidad de una cultura.
El urbanismo moderno nace en el Mediterráneo, en la
Grecia del siglo v, con Hipodamos de Mileto, inventor de
los planos en forma de tablero de damas. Triunfó en cada
época de estandarización cultural, donde la reproducción
sistemática de un modelo establecido, y considerado su
perior, cobra una especie de venganza sobre el desarrollo
espontáneo: la Grecia helenística, Roma, el Renacimiento
y la edad barroca, nuestro mundo contemporáneo. Más
que necesidades funcionales, haussmanianas avant la let-
tre, lo que proclama es la plena transparencia del espacio
habitado por los hombres: la victoria del orden sobre la
sombra en una ciudad ideal colocada bajo el signo del es
píritu. Pero incluso en esta situación límite, el esfuerzo
156
de esclarecimiento tropieza con los muros externos de la
célula básica: la casa. Las oposiciones fundamentales pa
recen refugiarse en ella: la oposición esencial que separa
lo público de lo privado; y también todas las demás, que
fijan el lugar de cada uno, hombre, mujer o niño, según
su relación con los demás y con el mundo.
Una casa a veces muy simple, elemental: basta con
una pieza de tres por tres metros, con una puerta como
única abertura, como en las ciudades griegas arcaicas,
como en todo el Mahgreb, en Sicilia o en los bassi de
Nápoles. A sí es, todavía hoy, la casa del pobre. Sin em
bargo, en cuanto es posible, la casa se agranda, se multi
plica, se anexa un espacio cerrado — la zariba árabe— , se
desarrolla en torno a un patio interior — atrium o cortile
de las viviendas patricias— , al abrigo de miradas indis
cretas. Todo a nivel de superficie, más que en altura: des
de las insulae romanas, la construcción en alto, com o en
nuestros inmuebles modernos, superpone espacios bien
diferenciados. Porque la casa responde siempre a la mis
ma necesidad: no sólo agrupar bajo el mismo techo a la
familia y sus bienes materiales, incluidos los animales,
sino separada con claridad del exterior y defender así ese
bien esencial, superior a todos los demás, que es el honor
del grupo familiar y de su jefe. De ahí los ritos propicia
torios que presiden a su construcción. De ahí también,
el valor sagrado del umbral, frontera entre el interior y el
exterior, barrera contra las fuerzas malignas. No lo fran
quea cualquiera, si es un extraño, ni de cualquier modo:
la nueva esposa, conducida por un pariente, después de
haber recibido las ofrendas de uso, garantes de su fecun
didad; el huésped sólo si es convidado por el jefe de fa
milia, y después de entregar un presente.
157
Pero, apenas franqueado ese umbral, aparecen ense
guida otras oposiciones. Porque la casa, radicalmente se
parada del mundo exterior, se organiza y se divide en su
interior siguiendo las mismas reglas. Es el dominio de la
familia y de lo privado, porque es el de la mujer, nutrido-
ra y reproductora, y el lugar de las actividades biológicas
esenciales: el alimento, el sueño, la procreación. En con
secuencia, la presencia del hombre está limitada de ma
nera estricta. Durante todo el día queda excluido: su lu
gar está afuera, en el trabajo del campo; o, en la ciudad,
en la plaza, el café, en la reunión con los demás hom
bres: en verano, incluso, se verá como normal que a veces
duerma en el exterior. Si la vivienda, más rica, se vuelve
bastante grande como para recibir huéspedes, se divide
entonces en dos partes, una dedicada a la recepción, la
otra reservada a las mujeres: el gineceo de la Grecia clási
ca, el espacio femenino, separado del espacio de los hom
bres, el andron: el harem — lo sagrado, lo prohibido— en
el mundo musulmán. División fundamental, que encon
tramos incluso en las tiendas de los nómadas, donde una
cortina separa los dos espacios. Esta barrera, funcional
en la medida en que expresa una estricta división de ta
reas entre hombres y mujeres, está también cargada de
símbolos.
Analizando la casa de la Kabilia como si fuera un tex
to repleto de sentido, donde cada palabra remite a otra y
existe sólo por ella, P. Bourdieu ha mostrado la compleji
dad del sistema de oposiciones y homologías que hace de
ella un microcosmos, pero un microcosmos invertido, ya
que si la casa está orientada por lo común hacia el este,
la luz que entra por la puerta ilumina el muro del fondo
que, en el exterior, mira hacia el oeste, y el muro de la
158
puerta se convierte, en el interior, en el muro de la oscu
ridad — el muro contra el cual se acuesta el enfermo— .
La lógica de la lengua, que designa de manera distinta las
dos caras, externa e interna, de los muros, toma nota de
esta inversión de los puntos cardinales dentro de la casa:
la primera, “revocada con la llana por los hombres”, la
segunda, “blanqueada y decorada a mano por las muje
res”. Entrando, a la izquierda, — con la espalda hacia el
sur, por lo tanto, orientada hacia el norte— está el espa
cio de los animales. A la derecha, levantado y separado
del anterior por un muro que se eleva a media altura, el
de los humanos: en el centro del muro de la derecha, o
muro de arriba, el hogar (kanun), rodeado por los uten
silios de cocina y las reservas de alimentos: aunque el
grano destinado a semilla se conservará en la parte oscu
ra. Contra el muro del fondo, frente a la entrada, el telar,
delante del cual se recibe al invitado y se expone a la jo
ven desposada. Todo el espacio interior se articula, así,
en torno a estas oposiciones entre la sombra y la luz, la
noche y el día, lo bajo y lo alto, lo femenino y lo mascu
lino. Com o la muerte, la fecundidad de la mujer se vincula
con la naturaleza; la actividad sexual del hombre, por su
parte, se sitúa del lado del cultivo. A sí como el pilar
principal de la casa — un tronco de árbol hendido— es
femenino y representa a la esposa, cimiento también li
gado de modo muy estrecho a la tierra, la viga maestra
es masculina y se identifica con el amo, protector, defen
sor y garante del honor familiar.
Esta lectura minuciosa de un caso extremo revela la
lógica latente en reglas y comportamientos que, desde el
exterior, tendemos a yuxtaponer sin vincularlos ni com
prenderlos, tanto más cuanto que se presentan en estado
159
fragmentario, en un mundo mediterráneo resquebraja
do, roto por la violencia unificadora de la modernización.
Otros tantos testim onios residuales de un pasado consi
derado, en el mejor de los casos, arcaico, y que nos exige
un esfuerzo para reconstruir su coherencia: la división
de las tareas y el papel de la mujer, la familia y el honor,
la jerarquía de la solidaridad.
La división de las tareas: se define en relación con la
mujer, el hombre no interviene en los dominios que le
están reservados. La reproducción biológica: ser fecun
dada, echar al mundo, criar, educar y vigilar a los hijos, a
las niñas hasta su matrimonio que permite al padre o, en
su defecto, a los hermanos, confiar — ¡por fin!— la res
ponsabilidad a otro hombre, a los muchachos hasta la
edad, a menudo precoz (siete años — edad de la circun
cisión— en el Maghreb de hoy, lo mismo que en la Ate
nas clásica), en que empiezan a vivir entre los hombres.
El cuidado de la casa y la preparación de los alimentos,
en toda la extensión del término: no sólo limpiar y coci
nar, sino también hacer el pan, ir a buscar el agua y la
leña, ocuparse de las aves de corral. Por último, en todos
los lugares donde el artesanado doméstico, del que tene
mos testim onios desde la época de Homero, ha resistido
a la economía de mercado, hilar la lana y tejer los vesti
dos del grupo familiar: el telar ocupa, como acabamos de
ver, el lugar de honor en la casa de la Kabilia. Lo que no
excluye, por supuesto, las conversaciones con las vecinas,
ni las habladurías en la fuente, lugar tradicional de la so
ciabilidad femenina y punto de partida de tantas disputas
y grescas en las que, de buen o mal grado, los hombres se
ven obligados a intervenir. N i tampoco la participación
en los trabajos del campo, cuando falta mano de obra o el
160
tiempo apremia, ya sea ayudando al marido o a los her
manos, ya sea en equipos femeninos reclutados para de
terminados trabajos: así, cada año llegan obreras de Me-
sina y Calabria a Catania para recoger cítricos y aceitunas,
debidamente encuadradas por las ancianas y por un va
rón de la tribu. Pero, en conjunto, las actividades exter
nas al hogar siguen siendo la excepción.
Esta división del trabajo, que reserva a los hombres la
parte esencial de los trabajos agrícolas, y a las mujeres
la totalidad de las tareas domésticas, bastaría por sí sola
para justificar la presencia de éstas en la casa. La cultura,
en la mayor parte de los países mediterráneos, hace de
esta permanencia una obligación, un deber, y cambia su
significado. El enclaustramiento de las mujeres, veladas,
ocultas, invisibles para el visitante, se convierte a partir
del siglo x v i i en un tema casi trivial en todos los relatos
de viajeros europeos que atraviesan la parte meridional de
Italia, los Balcanes otomanos, el Cercano Oriente o A fri
ca del Norte, y el tema ha perdurado hasta nuestros días.
Esta completa exclusión de la vida pública sorprende
muy pronto al occidental, acostumbrado, sin embargo, a
ver a las mujeres cumpliendo las mismas tareas y vivien
do en el mismo estatus de irresponsabilidad política y
cívica. A sus ojos constituye un elemento de una civili
zación que a menudo identifica — de manera equivoca
da— con el islam: lo encontramos idéntico en la Grecia
del siglo v. Si, en efecto, la mujer debe quedarse en la
casa — “tu casa es tu tumba", dice el proverbio de la Ka-
bilia citado por P. Bourdieu— , no es tanto, sin duda, en
nombre de una inferioridad, real pero derivada — bien se
sabe el poder que puede adquirir con la edad, y la fuerte
autoridad de la madre sobre sus hijos— , en virtud de
16 1
una especialización casi mítica de sus funciones. Su fe
cundidad la convierte en el instrumento de la continui
dad familiar, por lo tanto en la depositaría del honor
masculino, un honor que puede mancharse incluso con
una mirada. Da a los hombres un constante poder de
vigilancia, de exclusión, de castigo: el derecho — o más
bien el deber— de vida y muerte, reconocido e incluso
impuesto por la costumbre al marido, al padre o a los
hermanos.
Pero esta fecundidad es al mismo tiempo reconocida,
valorada, exaltada como una potencia misteriosa y mági
ca, protegida y amenazada a la vez por un conjunto de
ritos destinados ya a defenderla, ya a suspenderla o abo
liría: el objeto de un combate, y también el objeto de un
culto, como en todas las viejas religiones mediterráneas
de la Madre Tierra — la Artem isa de Éfeso, de múltiples
senos, la Deméter griega, la Ceres romana, y su hija Pro-
serpina, raptada y desposada por Hades— , que le agregan
un paredros, por lo general masculino, una divinidad de
segundo rango condenada a m orir y a renacer cada año
como la vegetación.
Dueña del ciclo del nacimiento y de la muerte, la
mujer mantiene una relación privilegiada con las poten
cias subterráneas. Excluida a menudo de los edificios re
ligiosos y de las ceremonias del culto celebradas en la
calle y en los lugares públicos (y, cuando es admitida,
siempre está estrictamente separada de los hombres),
reina sobre los cementerios, donde tiene el privilegio de
acudir ella sola. Ella es la que amortaja a los muertos, ella
quien intercede ante ellos. La plañidera, de cuya existen
cia hay testim onios desde la Antigüedad griega y latina,
condenada inútilmente y con más frecuencia tolerada
162
por la Iglesia, forma parte del ritual tradicional de la
sepultura y el homenaje a los muertos. Todavía hoy se
las puede ver en el Maghreb, en Sicilia, en Calabria, don
de la m ujer más anciana de la familia conduce las la
mentaciones del día de muertos. Las encontrábamos
ayer en M ontenegro, descritas por el abate Fortis en su
Carta... sobre las costumbres y los usos de los morlacos
(Berna, 1778):
16 3
bien que les queda a los que nada poseen. Cobra así un
sentido concreto, objetivo, y aparece ligado a cierto nú
mero de criterios materiales bien definidos, tales como
la castidad femenina. Es percibido como un tabique y
una barrera a imagen de los muros de la casa: “ Un tabi
que que separa — escribe Bichr Farés a propósito del
mundo árabe— a quien lo posee del resto de los hom
bres... una barrera que pone al individuo o al grupo al
amparo de los ataques exteriores”. Se identifica así con
un espacio, y con el grupo que allí vive: valor pasivo para
las mujeres, activo para los hombres, colocado bajo la
responsabilidad del jefe de familia, que debe garantizarlo
contra todo ataque — porque en ese caso se perdería de
forma inevitable— , que es colectivo antes que individual.
De hecho toma un carácter personal sólo en las socieda
des cristianas, basadas en la pareja y no en la descenden
cia: lo que nos remite, una vez más, a la familia.
Una vez más el islam, mejor estudiado por los etnólo
gos, proporciona los ejemplos más congruentes. Como la
de la antigua Roma, fundada en la gens, la sociedad mu
sulmana reproduce en efecto la estructura patriarcal de
las descendencias agnaticias que ha conservado amplia
mente desde sus orígenes beduinos: estructura que debe
conciliar con la ley coránica que atribuye a las hijas su
parte de herencia. En todos los casos en que un Estado
fuerte y jerarquizado no ha logrado imponerse en forma
duradera, su equilibrio político descansa sobre el de esos
mismos linajes entre sí. Cada núcleo familiar se integra,
por lo tanto, dentro de un conjunto más amplio, que se
define como un espacio cerrado, sometiendo el intercam
bio de mujeres a reglas rigurosas: una estricta endogamia,
que dé preferencia a las “primas paralelas patrilaterales”
164
— las hijas del tío paterno— , permite impedir la frag
mentación y dispersión de los bienes del grupo. Tomar
mujer de un linaje vecino, por la violencia o la autoridad,
refuerza el honor del grupo; cederla, lo disminuye.
Esta traducción espacial de las relaciones familiares
ve redibujarse y reforzarse sus fronteras, a intervalos re
gulares, por la filiación patrilineal. En cada generación,
las mujeres casadas fuera del grupo agnaticio son exclui
das del linaje, lo mismo que sus descendientes. A la im
precisión de los límites de la parentela, generadora de
inestabilidad social, ésta puede oponer entonces el rigor
de sus contornos a la vez materiales — un conjunto de
bienes, un “territorio”— e inmateriales: la jerarquía de las
solidaridades que fija y determina el lugar de cada uno
dentro del grupo, la ayuda que debe y que le es debida.
Define un eje temporal único; cuya continuidad sólo los
hijos pueden asegurar, y funda el predominio del mundo
masculino en el mundo femenino. Predominio que des
borda los límites del islam para extenderse al conjunto
del Mediterráneo, debido a razones por otra parte com
plejas: la herencia de Roma que hace que las familias pa
tricias italianas del Renacimiento, incluso las surgidas
del comercio, recuperen la vieja regla del fideicomiso; la
tradición particular de la Iglesia oriental, que somete de
modo más estricto el matrimonio de las hijas a la autori
zación del padre; es la exacerbación del sentimiento del
honor al contacto con el islam: así ocurre en la Castilla
medieval. Lo cierto es que, en todas partes, el espacio pú
blico está reservado en principio al hombre. Derecho y
deber al mismo tiempo, por otra parte: porque no puede
ser hombre si no se sitúa bajo la mirada de los demás,
desafiándolos, enfrentándolos.
16 5
Este espacio público de la ciudad, donde tiene que
aparecer, se encuentra doblemente definido, por su m is
ma naturaleza. En relación con la casa, lugar del reposo
y del sueño, pero espacio cerrado, femenino, prohibido y
por defender. En relación con la región llana, la “región
vacía” de la campiña, espacio abierto, pero lugar del tra
bajo y de la naturaleza. Se impone por lo tanto como el
espacio de la acción sin trabajo: lugar del ritual y de la
fiesta, del gesto y del espectáculo, de los placeres y de los
juegos.
Lugar del ritual: no hay ciudad sin fundador real o m í
tico, héroe o santo. Sin un centro a la vez político y reli
gioso. Sin una muralla que, a imagen del pomerium roma
no, la separa en realidad del campo y la coloca bajo la
protección divina. Sin una orientación claramente legible:
la de su plano cuando es regular, la de su cardo y su decu-
manus que se cortan en ángulo recto; la de su eje de des
arrollo; la de las rutas que le dieron origen y se detienen
ante sus puertas, pero que la unen, a través del campo, el
desierto o el mar, con otras ciudades; la del presbiterio de
sus iglesias o la dirección de las plegarias. Toda ciudad ex
trae su sentido y su realidad de un sistema de señales.
Sea cual fuere su plano, geométrico o espontáneo, la
ciudad está organizada para los intercambios entre los
hombres: y para los intercambios de signos y símbolos
más que de bienes. Lo importante es, pocas veces, la ca
lle, lugar de paso estrecho y atestado que las casas tratan
siempre de anexarse como patio: basta con sacar algunas
sillas para que el barbero afeite allí a su cliente, los niños
hagan sus tareas o jueguen en ella bajo la mirada de las
mujeres que cosen o tejen. El verdadero centro de la vida
social se sitúa en otra parte, en la plaza adonde desembo
166
ca toda esa circulación confusa y caótica de las callejue
las. M ejor defendida siempre contra las intrusiones de
los particulares, mientras subsiste una vida colectiva, es
el dominio público por excelencia, una constante del ur
banismo mediterráneo desde el agora griego y elforum
romano. Plaza Mayor, decorado obligado y a menudo
fastuoso de las ciudades españolas. Plazas estrechas, apre
tadas alrededor del puerto, de las islas griegas. Plaza de la
Señoría o de la Comuna de las ciudades de la Italia cen
tral. Gran plaza de Dubrovnik — Placa— que se extiende
desde una puerta a otra de la ciudad y la divide en dos. Es
el lugar de los encuentros y las palabras, de las asambleas
de ciudadanos y de las manifestaciones en masa, de las
decisiones solemnes y de las ejecuciones.
En el origen era un simple lugar de reunión, pronto
se rodea de pórticos y arcadas, abrigos contra el sol y la
lluvia. Sólo acoge, y ya como una excepción, al mercado,
pero reúne en torno a ella los principales monumentos
religiosos y civiles, a los que sirve a la vez de antecámara
y proscenio: el templo de Roma y de Augusto, y la curia,
la catedral y el antiguo palacio de la podestá. Expresa el
éxito material y político de la ciudad. En cuanto ésta se
agranda, la plaza se multiplica y se especializa. Debajo de
la Plaza Mayor se dibuja toda una compleja jerarquía, que
reproduce la de la vida social: una plaza para cada barrio,
para cada comunidad étnica o religiosa; una plaza tam
bién para cada función, mercado, culto, asamblea, fiesta;
una plaza con dimensiones de calle — un corso— a lo lar
go de la cual se alinean las casas de los ricos y las tiendas
de lujo, y donde desfilan procesiones y cortejos; para
cada plaza, por último, su propio matiz, aristocrático o
popular. Pero en el menor caserío basta siempre con un
16 7
espacio cerrado cerca de la iglesia o la alcaldía, con un
café, con algunos árboles y un poco de sombra, para que
los hombres se reúnan entre sí, y hagan existir la plaza.
El destino original de las ciudades musulmanas pro
vocó en ellas una distribución diferente del espacio, es
parciendo las funciones de la plaza. El único lugar de re
unión de los hombres, en el centro de la ciudad, es la
mezquita y su patio, rodeado de medreses, de hans y de
baños. Allí se anuncian las decisiones del poder y las ple
garias recitadas en nombre del soberano. La vida com er
cial se ha instalado en los zocos y en los bazares; pero
otras plazas, sin duda las más grandes, se desarrollan a las
puertas de la ciudad, donde desembocan las caravanas y
se descargan los camellos.
Callejuelas, calles y plazas dibujan así el espacio del
ocio. El grupo se ofrece allí como espectáculo, se mira a
sí mismo. Los hombres que por ahí caminan, que hablan
y se demoran allí, no van a trabajar. Salieron en la noche
con su barca de pesca, pasaron la jornada en el campo.
O, com o tantos mediterráneos, sólo trabajan de forma
irregular, unos pocos días al año, y esperan un hipotéti
co empleo. O incluso, y hoy día cada vez con mayor fre
cuencia, han dejado atrás su vida de trabajo, transcurrida
en Norteamérica o Alemania, en Venezuela o Australia,
y han regresado a terminar sus días al lado de los suyos.
El tiempo de la ciudad puede así imponer su propio rit
mo, que no es el del trabajo, monótono y regular, sino el
discontinuo del silencio y la palabra, de las largas discu
siones que preparan toda decisión, acompañan todo ne
gocio, comentan todo acontecimiento. El del paseo, la
passeggiata. El del ouzo saboreado largamente: no se en
tra al café para beber, sino para ocupar su sitio en una
168
sociedad de hombres. El del juego, por último, que ocu
pa un lugar tan importante en la vida de los mediterrá
neos. La partida de cartas, un cuadro de Cézanne, una
escena no menos famosa de Pagnol... Pero también los
tableros de damas encontrados en las baldosas del Foro
Romano, los cubiletes y los dados, símbolo, desde César,
del azar. Se jugará en todas partes: en la calle cuando se
es pobre, pero con mucha mayor frecuencia en un lugar
público, un café o una terraza, o, cuando se acentúan las
diferencias sociales, en el club o en el círculo. Toda ciu
dad andaluza tiene así su “círculo de labradores”, toda
aldea de Sicilia su o sus círculos rivales de galantuomini:
un lugar que rompe con la solidaridad social, sin duda,
pero donde uno se encuentra entre iguales, para cono
cerse y desafiarse, porque la apuesta acompaña siempre
al juego.
Existen, por supuesto, ciudades industriosas y atarea
das, com o Barcelona, Marsella o Génova, atrapadas hoy
en la corriente de la economía mundial que habían sabi
do dominar ayer. Pero se presentan como casos un tanto
excepcionales. En todas partes predominan aún, como
predominaban en la Atenas de Pericles, en la cumbre de
su potencia artesanal y comercial, los valores del ocio: el
trabajo sigue siendo para los demás, si no es que para los ■
esclavos. Y la única actividad que tiene un lugar recono--
cido en toda la ciudad — el comercio, el intercambio de
bienes— tiende a vivir al ritmo de ese tiempo libre. No
hay ningún interés, ya se sabe, en un negocio concluido
con demasiada rapidez. Vender y comprar, ganar o per
der, parecen pasar a un segundo plano, después del placer
del regateo, de la discusión prolongada indefinidamente,
interrumpida y reanudada, que sólo concluye cuando los
169
dos actores pueden felicitarse el uno al otro por haber
jugado tan bien el juego.
Sea cual fuere su importancia, sin embargo, vivir bajo
la mirada del otro no podría constituir un fin suficiente.
El espectáculo se agotaría en su gratuidad, si de indivi
dual no se convirtiera en colectivo. Reclama esas grandes
representaciones que movilizan al grupo en su totalidad
y que le permiten experimentar, en el sentido más com
pleto del término, su cohesión: expresarla, verificarla, per
cibirla en todo su poder, y extraer de ella una renovación
de confianza. Esas representaciones marcan los tiempos
intensos de la vida social. En la Antigüedad era el teatro,
los juegos circenses, las carreras de carros y los comba
tes de gladiadores, cuya condena por parte de los mora
listas del Imperio romano, aunque justificada por su de
gradación, nos hace olvidar su origen y su dimensión
religiosos. En nuestros días, en todas partes o en casi to
das, el deporte, la corrida de toros en el área española, las
grandes fiestas religiosas y cívicas celebradas todavía por
algunas ciudades italianas y que dan testim onio de un
pasado reciente. En todos los casos se trata de espectácu
los de hombres, realizados por hombres y para ellos.
Si el deporte, bajo la forma del deporte colectivo, y
sobre todo el fútbol, ha podido ocupar el primer lugar,
es sin ninguna duda menos por su valor atlético que por
haberse hecho cargo, aunque sea en forma empobrecida,
de la función que Aristóteles asignaba a la tragedia grie
ga: la purificación de las pasiones llevada hasta el pa
roxismo en el espectador durante el tiempo de la repre
sentación. De allí el desencadenamiento de las violencias
partidistas que reproducen las de las luchas de clanes en
la vida política: imposible asistir a un encuentro por la
170
belleza del deporte, como observador neutral. De allí
también la celebración de la victoria a la manera del
triunfo: toda la ciudad se identifica entonces, durante un
tiempo por lo demás muy breve, con su equipo.
La corrida de toros toca de manera más sutil en dos
registros que se superponen sin confundirse. El visible
de una celebración que agrupa en el mismo lugar cerrado
del ruedo al conjunto de la sociedad urbana — todas las
clases reunidas, pero no mezcladas— para asistir al m is
mo combate, experimentar los mismos temores y exaltar
al mismo héroe. El de la complicidad más íntima que se
establece a nivel inconsciente entre el espectador y la pa
reja formada por la bestia y el hombre que la doma me
diante el valor y la inteligencia antes de matarla, como si
las dos bravuras enfrentadas tuvieran que equilibrarse
para justificar la condena a muerte final.
Pero el espectáculo cambia de dimensión cuando se
libera del ruedo o del estadio y elige por escenario a la
propia ciudad, rompe la frontera que separa actores y es
pectadores, moviliza a toda o a parte de la población. Tal
era la función evidente de las grandes procesiones que
hacían desfilar a través de la ciudad al conjunto de sus
habitantes, cada uno en su lugar y en su rango, en una
ceremonia a la vez política y religiosa: el friso de las Pa-
nateneas nos ha legado el modelo clásico. Pero el ejem
plo del carnaval romano muestra la fragilidad de ese tipo
de fiesta, la rapidez con que se degrada de celebración en
simple representación, en cuanto el poder la anexa a su
servicio. Se la puede encontrar todavía, a la vez arcaica y
pobre, pero más cercana al modelo inicial, en las peque
ñas ciudades del sur italiano. Porque Italia debe a la mul
tiplicidad de sus ciudades una excepcional riqueza de
171
fiestas colectivas. La carrera de caballos montados a pelo
que sobrevive en Siena era un elemento normal del “pa
lio” que se corría aún, hace 100 o 150 años, en todas par
tes, y en primer lugar en Roma, en el Corso.
Del mismo modo, las fiestas de los Cirios, ceri en
Gubbio, o la de los Lirios, gigli, en Ñola, donde los parti
cipantes llevan por las calles de la ciudad esas “máquinas”
de madera que pesan varios quintales o varias toneladas,
ocultan tras el pretexto religioso del homenaje rendido
al santo protector un doble aspecto. Uno deportivo, in
negable, una prueba física impuesta a los jóvenes. El otro
político y cívico: en todos los casos, la fiesta apunta a
reconciliar a los barrios a través de una justa cuyo resul
tado debe renovar el pacto de fundación, y unificar así,
de manera simbólica, el espacio siempre frágil y amena
zado de la ciudad.
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COLECCIÓN
POPULAR
Para festejar
cumplidamente este año
los cincuenta de la Colección
P o p u la r, E l M e d i t t e r r á n e o .
E l esp a cio y la h isto ria , de Fernand
Braudel, editado por vez primera en español
en esta colección en 1989, ve la luz de nuevo en
septiembre de 2009, cuando se im prim ió en Impresora
y Encuadernadora Progreso, S. A. de C. V. ( i e p s a ), Calzada
San Loren zo, 244; 09830, M éxico, D. F., con tiraje de 2000
ejemplares. La composición, en que se emplearon tipos Fondo Book, la
hizo, en el Departamento de Integración Digital del f c e , Gabriela López Olmos;
el diseño de interiores corrió a cargo de G u ille rm o H u erta G o n zá lez, y el de la
portada, de Teresa Guzm án Rom ero. El cuidado editorial fue de Ju lio G allardo Sánchez