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Traducción de

F r a n c is c o G o n z á l e z A r a m b u r o
FERNAND BRAUDEL

El Mediterráneo
EL ESPACIO Y LA HISTO RIA

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


Primera edición en francés, 1985
Primera edición en español, 1989
Tercera reimpresión, conmemorativa
del 50 aniversario de Colección Popular, 2009

Braudel, Femand
El Mediterráneo. El espacio y la historia / Fernand B raudel; trad. de Fran­
cisco González Aramburo. — M éxico : FCE, 1989
172 p . ; 17 x 11 cm — (Colee. Popular ; 431)
Título original La Méditerranée. L’espace et l’histoire
ISBN 978-968-16-3295-3

1. Mediterráneo 2. Geografía histórica I. González Aramburo, Francisco,


tr. II. Ser. III. t.

LC D973.A2 Dewey 940 B825m

D istribución en Latinoam érica

Título original: La M éditerranée. L'espace et l ’histoire


©1985, Éditions Flammarion, París

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

D. R. © 1989, Fondo de Cultura Económica


Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738, México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001: 2000

Com entarios: editorial(2>fondodeculturaeconomica.com


www.fondodeculturaeconomica.com
Tel. (55) 5227-4672 Fax (55) 5227-4694

ISBN 978-968-16-3295-3

Impreso en M éxico • P rin ted in M éxico


Ín d ic e

M editerráneo................................................................... 9

La tierra, por Fernand B rau d el.................................. 13


Una geología todavía en ebullición....................... 15
Montañas casi por todas partes alrededor
del m ar................................................................... 17
El sol y la llu v ia ........................................................ 20
Una tierra para co n q u ista r.................................... 23
Las sociedades tradicionales.................................. 25
Trashumancia y nomadismo.................................. 28
Los equilibrios de la vid a........................................ 33

El mar, por Fernand Braudel........................................ 38


Una moderada fuente a lim en ticia ....................... 39
Sin embargo, hay algunas pescas abundantes. . . 43
Navegar contra la distancia.................................... 46
Navegar contra el mal tiem po............................... 50
Los barcos en el fondo del m ar............................. 52
Hasta los navios de lín ea........................................ 55
Barcos y b o sq u e s...................................................... 60
El Mediterráneo es los ca m in o s........................... 62

7
El alba, por Fernand B rau d el...................................... 66
Las revoluciones del Cercano O rien te................ 67
Primeros barcos, primeras civilizaciones........... 69
El primer Mediterráneo comerciante
de la h isto ria ........................................................ 72
De Cnosos a M ic e n a s ............................................. 74
Las catástrofes poco explicables del oscuro
siglo x i i ................................................................. 78
El Far-West mediterráneo...................................... 83
Solamente hablaremos de los fen icio s................ 85
Un país arrojado hacia el m a r ............................... 86
Cartago o la segunda F e n ic ia ............................... 87
Entre el trueque y la m o n ed a............................... 89
Divisar la ciudad........................................................ 92
Bajo el signo de T a n it ............................................. 93
Ya dos M ed iterrán eos............................................. 96

Roma, por Filippo C o arelli.......................................... 99

La historia, por Fernand Braudel............................... 120


Prioridad a las civilizaciones.................................. 120
Remontando el curso de los siglos...................... 122
Telehistorias............................................................... 125
Los recubrimientos de las civilizacion es........... 129
Pensar sólo en los conflictos entre las
civilizaciones........................................................ 13 1
La civilización no constituye toda la historia . . 134
El lugar de la econ om ía........................................... 13 5
La conquista del Mediterráneo por los nórdicos 13 7
Antes y después de la apertura del Canal
de Suez (18 6 9 )...................................................... 14 1

Espacios, por Maurice A y m a r d .................................. 146

8
M e d it e r r á n e o

los barcos navegan; las olas repiten su


n e s t e lib r o ,

E canción; los viñadores descienden por las colinas de


Cinque Terre, en la Riviera genovesa; se varean los oli­
vos en Provenza y en Grecia; los pescadores arrojan sus
redes sobre la laguna inmóvil de Venecia o en los canales
de Djerba; los carpinteros construyen barcas parecidas a
las de ayer... Y una vez más, al contemplarlos, nos sali­
mos del tiempo.
Hemos intentado aquí el constante rencuentro del pa­
sado con el presente, el repetido pasaje del uno al otro, un
recital sin fin a dos voces. Si este diálogo, con los proble­
mas que se hacen eco los unos a los otros, anima este li­
bro, habremos logrado nuestro propósito. La historia no
es otra cosa que una constante interrogación a los tiem­
pos pasados en nombre de los problemas y curiosidades
— e incluso las inquietudes y las angustias— del presente
que nos rodea y nos asedia. Más que ningún otro univer­
so humano, el Mediterráneo constituye la prueba de ello,
no deja de contarse a sí mismo; de revivirse a sí mismo.
Sin duda alguna por placer, pero también por necesidad.
Haber sido es una condición para ser.

9
Pero, ¿qué es el Mediterráneo? M il cosas a la vez. No
un paisaje, sino innumerables paisajes. No un mar, si­
no una sucesión de mares. No una civilización, sino ci­
vilizaciones amontonadas unas sobre otras. Viajar por
el Mediterráneo es encontrar el mundo romano en el
Líbano, la prehistoria en Cerdeña, las ciudades griegas
en Sicilia, la presencia árabe en España, el islam turco en
Yugoslavia. Es perderse en lo más hondo de los siglos,
hasta las construcciones megalíticas de Malta o las pi­
rámides de Egipto. Es encontrar cosas muy viejas, toda­
vía vivas, que se codean con lo ultramoderno: al lado de
Venecia, falsamente inmóvil, la densa aglomeración in­
dustrial de Mestre; junto a la barca del pescador, que si­
gue siendo la de Ulises, el bou devastador de los fondos
marinos o los enormes petroleros. Es sumergirse a la
vez en el arcaísmo en los mundos insulares y asombrar­
se ante la extremada juventud de ciudades muy viejas,
abiertas a todos los vientos de la cultura y de la ganan­
cia económica, y que, desde hace siglos, vigilan y se co­
men el mar.
Todo, porque el Mediterráneo es una encrucijada
muy antigua. Desde hace milenios todo ha confluido ha­
cia él, enredando, enriqueciendo su historia: hombres,
animales de carga, vehículos, mercaderías, naves, ideas,
religiones, modos de vida. Incluso plantas. Las creemos
mediterráneas. Pero, con excepción del olivo, la vid y el
trigo — autóctonas que aparecieron tempranamente en
el lugar— casi todas nacieron lejos de mar. Si Heródoto, el
padre de la Historia que vivió en el siglo v antes de nues­
tra era, regresara confundido entre los turistas de hoy,
iría de asombro en asombro. Lo imagino, escribe Luden
Febvre,

10
rehaciendo hoy su periplo por el M editerráneo oriental.
¡Cuántas sorpresas! Esos frutos de oro, en esos arbustos
verde oscuro, naranjos, lim oneros, mandarineros, no re­
cuerda haberlos visto en su vida. ¡Caramba! Son del Lejano
Oriente, traídos por los árabes. Esas plantas bizarras de si­
luetas insólitas, espinosas, con tallos floridos y nombres
extraños, cactus, agaves, áloes, nopales, nunca las ha visto
en su vida. ¡Caramba! Son americanas. Esos grandes árbo­
les de follaje pálido que, sin embargo, tienen nombre grie­
go, eucalipto: nunca vio nada parecido. ¡Caramba! Son aus­
tralianos. Y los cipreses, tampoco los conoce: son persas.
Todo esto para el decorado. Y, en lo que toca a cualquier
comida, qué de nuevas sorpresas, ya se trate del tomate, del
Perú;* de la berenjena, de la India; del pimiento, de la Gua-
yana; del maíz, de M éxico; del arroz, don de los árabes, por
no hablar del frijol, de la papa, del durazno, ese montañés
chino convertido en iraní, ni del tabaco.

Sin embargo, todo ello ha llegado a ser el paisaje m is­


mo del Mediterráneo: “ Una Riviera sin naranjos, una
Toscana sin cipreses, canastos sin pimientos... ¿Qué po­
dría haber más inconcebible para nosotros hoy?” (Lu­
d en Febvre, Armales, xn, 29).
Y si se preparara un catálogo de los hombres del M e­
diterráneo, de aquellos nacidos en sus riberas o de los
descendientes de esos que, en tiem pos lejanos, navega­
ron sobre sus aguas o cultivaron sus tierras y sus cam­
pos en terrazas, y después todos los recién llegados
que poco a poco las invadieron, ¿no se tendría la m is-

* La variedad de esp ecies de la b o tán ica am erican a ha hecho caer a


Febvre en la co n fu sió n de d en om in ar a Perú c o m o el sitio de origen
del tom atl m exicano, [e .]

11
ma impresión que al hacer la lista de sus plantas y sus
frutos?
Tanto en su paisaje físico como en su paisaje huma­
no, el Mediterráneo es una encrucijada; el Mediterráneo
extravagante aparece, no obstante, en nuestros recuerdos
como una imagen coherente, com o un sistema donde
todo se mezcla y se recompone en una unidad original.
¿Cómo explicar esta unidad evidente, este ser profundo
del Mediterráneo? Habrá que intentarlo una y otra vez.
La explicación no es sólo la naturaleza, que ha trabajado
bastante en este sentido; no es sólo el hombre, que ha
unido todo obstinadamente; son al mismo tiempo los
dones de la naturaleza o sus maldiciones — unos y otras
en número considerable— y, ayer como hoy, los m últi­
ples esfuerzos de los hombres. Es decir, una suma intermi­
nable de casualidades, de accidentes, de éxitos repetidos.
El objetivo de este libro es mostrar que esas expe­
riencias y esos triunfos se comprenden precisamente si
se toman en conjunto; más todavía, que deben relacio­
narse entre sí, que con gran frecuencia les conviene la
luz del presente, que a partir de lo que hoy se ve, se juz­
ga, se comprende el ayer — y a la inversa— . El Medite­
rráneo es una buena ocasión para presentar “otra” forma
de abordar la historia. Porque el mar, tal como lo vemos
y amamos, es el más asombroso, el más claro de todos
los testim onios sobre su pasado.
F ern a n d Braud el
L A T IE R R A

F ern a n d Braud el

n u n m apa del mundo, el Mediterráneo es un simple

E corte de la corteza terrestre, un estrecho huso, que se


alarga desde Gibraltar hasta el istmo de Suez y el Mar
Rojo. Fracturas, fallas, hundimientos, pliegues terciarios,
han creado fosas líquidas muy profundas, y frente a sus
abismos, en contrapartida, interminables guirnaldas de
jóvenes montañas, muy altas, de formas vivas. Cerca del
cabo Matapan se extiende una fosa de 4600 metros, co­
mo para ahogar con facilidad la cima más alta de Grecia,
los 2985 metros del monte Olimpo.
Estas montañas penetran en el mar, y a veces lo es­
trangulan hasta reducirlo a un simple corredor de agua
salada: así sucede en Gibraltar, en las bocas de Bonifacio,
en el estrecho de Mesina con las simas turbulentas de
Caribdis y Escila, así a lo largo de los Dardanelos y del
Bosforo. Ya no es el mar, sino ríos, incluso simples puer­
tas marinas.
Estas puertas, estos estrechos y estas montañas dan
cohesión al espacio líquido. Contribuyen a delimitar pa­
trias autónomas: el Mar Negro; el Mar Egeo; el Adriáti­
co, que durante mucho tiempo fue propiedad de los ve­
necianos; el mucho más vasto Tirreno. Y a este recorte
del mar en una serie de cuencas corresponde, como
imagen invertida, el recorte de las tierras en continentes
particulares: la península de los Balcanes, Asia Menor,
Italia, el conjunto ibérico, A frica del Norte.
Sin embargo, en esa visión de conjunto, se destaca
una línea capital, esencial para comprender el pasado del
mar desde la época de las colonizaciones griegas y feni­
cias hasta los tiempos modernos. La complicidad de la
geografía y de la historia ha creado una frontera inter­
media de riberas e islas que, de norte a sur, separa al mar
en dos universos hostiles. Tracemos esta frontera, desde
Corfú y el canal de Otranto que cierra a medias el Adriá­
tico, hasta Sicilia y las costas del Túnez actual: al este,
estamos en Oriente; al oeste, en Occidente, en el sentido
amplio y clásico de esas palabras. ¿Quién podría dudar
que esta bisagra sea, por excelencia, la gran trinchera de
combates pasados como en Actium, Préveza, Lepanto,
Malta, Zama, Djerba? La línea de los odios y de las gue­
rras sin fin; de las ciudades y las islas fortificadas que se
acechan unas a otras, desde lo alto de sus murallas y de
sus atalayas.
Italia encuentra aquí el sentido de su destino: es el
eje medio del mar y, mucho más de lo que se dice ha­
bitualmente, siempre se ha desplegado en una Italia
vuelta hacia el poniente y en una Italia que mira hacia el
Levante.
¿Acaso no encontró en esta actitud sus riquezas du­
rante mucho tiempo? Tiene entonces la posibilidad na­
tural, el sueño natural de dominar el mar entero.

14
U n a g e o l o g ía
TO D A V ÍA E N E B U L L IC IÓ N

En el Mediterráneo, el motor de las fracturas, los plie­


gues y la yuxtaposición de las profundidades marinas y
de las cimas montañosas es una geología en ebullición,
cuya obra no ha borrado el tiempo todavía, y que sigue
haciendo estragos ante nuestros ojos. Esto es lo que ex­
plica que el mar esté sembrado de islas y penínsulas, ves­
tigios o trozos de continentes, algunos hundidos, otros
desmembrados; lo que explica que los relieves despeda­
zados no hayan sido tocados todavía por la erosión; lo
que explica, en fin, los temblores de tierra y el fuego de
los volcanes que a menudo gruñen, se adormecen o des­
piertan de manera dramática.
He ahí, como centinela en medio del mar, el Strom-
boli y sus humaredas, al norte de las islas Lipari. Cada
noche ilumina el cielo y el mar vecinos con sus proyec­
tiles incandescentes. A hí está el Vesubio, siempre ame­
nazador por más que, desde hace algunos años, haya de­
jado de elevar su penacho de fuego detrás de Nápoles.
Pero, después de muchos siglos de semejante silencio,
devastó con toda tranquilidad a Herculano y a Pompeya,
en al año 79 d.C. Y ahí está el rey de las fábricas de fuego,
el Etna ( 3 3 13 metros), siempre activo por encima de la
maravillosa llanura de Catania. El Etna, lugar de leyendas:
los cíclopes, fabricantes de los rayos celestes, manejaban
allí, en las fraguas de Vulcano, sus enormes fuelles de piel
de toro; el filósofo Empédocles, según se dice, se habría
arrojado a su cráter, que sólo devolvió una de sus sanda­
lias. “Cuántas veces — exclama Virgilio— no hemos vis­
to al hirviente Etna desbordarse, poner a rodar globos de

15
fuego y rocas en fusión.” La historia registra un centenar
de erupciones del Etna después de la que mencionan
Píndaro y Esquilo, en el año 475 antes de nuestra era.
En el Egeo, la isla de Santorini (la antigua Théra) es
un cráter volcánico del que sólo queda la mitad, y que
invadió el mar cuando una formidable explosión la par­
tió en dos, hacia el 1450 a.C. Según los expertos, la ex­
plosión debió ser cuatro veces más fuerte que la que hizo
estallar la isla de Krakatoa, en 1883, en el estrecho de la
Sonda y la cual provocó fantásticas marejadas, que levan­
taron un navio y una locomotora por encima de casas de
varios pisos; explosión que lanzó nubes de cenizas opa­
cas y ardientes a cientos de kilómetros de distancia. ¿Re­
sulta acaso absurdo que los historiadores crean poder
inscribir en la lista de las catástrofes que provocó la ex­
plosión de Santorini, la brutal desaparición de la tan bri­
llante civilización de Creta, herida de muerte brusca­
mente hacia la misma época? La erupción de Théra en­
terró en efecto a Creta bajo cenizas ardientes, que las
excavaciones ahora descubren y que impidieron los cul­
tivos durante mucho tiempo. ¿Afectaron sus nubes pes­
tilentes a Siria y a Egipto? El Éxodo habla de una aterra­
dora noche de tres días que los judíos, prisioneros del
faraón, aprovecharon para huir. ¿Hay que relacionar este
acontecimiento con el volcán de Théra?
En todo caso, así como el volcán de la antigua isla de
Krakatoa, aunque sumergido, sigue estando activo, el crá­
ter de Santorini ha continuado su actividad. Desde el
siglo 1 a.C. hasta nuestros días (1928), sucesivas erup­
ciones han hecho emerger una serie de islas e islotes
volcánicos en el agua que cubre el antiguo cráter, y toda­
vía hoy el mar bulle a la altura de Santorini, la isla de

16
extraños colores. El fuego, pues, sigue encendido bajo la
marmita del diablo.
Por otra parte, los hombres del Mediterráneo, ¿no
han vivido constantemente amenazados, desde su más
primitiva historia hasta nuestros días, por las erupciones
volcánicas y los temblores de tierra? En Asia Menor, en
la muy antigua ciudad de Qatal Hüyük, la pintura mural
de un santuario que data del año 6200 a.C. representa,
tras las casas escalonadas de la ciudad, un volcán en erup­
ción, sin duda el Hasan Dag. Y, en esta misma Asia M e­
nor, las excavaciones han descubierto, no hace mucho,
restos de monumentos destruidos en apariencia por tem­
blores de tierra; asimismo, han hallado, en la zona más
expuesta a los sismos, el primer esfuerzo que se conoce,
realizado unos años antes de Cristo, de una arquitectura
hecha a base de materiales ligeros, y muy probablemente
concebida para resistir esos cataclismos.

M o n ta ñ a s c a si po r to d a s partes
ALREDEDO R DEL MAR

La geología explica la gran abundancia de montañas


existentes a través del sólido espacio del Mediterráneo.
Montañas recientes, altas, de formas accidentadas y que,
como un esqueleto pétreo, perforan la piel de la región
mediterránea; los Alpes, los Apeninos, los Balcanes, el
Taurus, el Líbano, el Atlas, las cadenas de España, los Pi­
rineos, ¡qué cortejo! Picos abruptos, cubiertos de nieve
durante meses, erguidos por encima del mar y de las cá­
lidas llanuras donde florecen las rosas y los naranjos; ás­
peras pendientes que caen a menudo directamente sobre

17
el agua — esos paisajes clásicos se encuentran de un ex­
tremo a otro del Mediterráneo, y son casi intercambia­
bles— . ¿Quién podría jactarse de distinguir al primer
vistazo entre la costa de Dalmacia, la de Cerdeña o la de
la España meridional, cerca de Gibraltar? ¿Quién no se
equivocaría? Sin embargo, están separadas por cientos de
kilómetros.
No obstante, la montaña no circunda todo el Medite­
rráneo. Sobre la costa norte, hay ya algunas interrupcio­
nes: la costa del Languedoc hasta el delta del Ródano, o
la costa baja de Venecia sobre el Adriático. Pero la excep­
ción capital a la regla es, en el sur, el largo litoral excepcio­
nalmente llano, casi ciego, que se prolonga sobre miles
de kilómetros, desde el Sahel tunecino hasta el delta del
Nilo y las montañas del Líbano. Sobre esas intermina­
bles y monótonas riberas, el Sahara entra en contacto
directo con el Mar Interior. Vistas desde el avión, dos
enormes superficies llanas — el desierto, el mar— se en­
frentan borde contra borde; se contraponen sus colores:
uno va del azul al violeta, e incluso al negro; el otro des­
de el blanco al ocre y el naranja.
El desierto es un universo extraño que hace desembo­
car las profundidades del África y las turbulencias de la
vida nómada sobre las orillas mismas del mar. Son formas
de vida que no tienen nada que ver con las de las zonas
montañosas. Es un Mediterráneo diferente que se opone
al otro y reclama incesantemente su lugar. La naturaleza
preparó por anticipado esa dualidad, más aún, esa hostili­
dad congénita. Pero la historia ha mezclado los distintos
ingredientes, como la sal y el agua se mezclan en el mar.
En consecuencia, el hombre de Occidente, en el con­
cierto del Mediterráneo, no debe escuchar sólo las voces

18
que le son familiares; están las otras voces, las extrañas,
y el teclado exige las dos manos. Naturaleza, historia,
alma, cambian según que se sitúe uno al norte o al sur
del mar, según que se mire solamente en una u otra de
esas direcciones. Hacia Europa y sus penínsulas, se le­
vanta el telón de las montañas; hacia el sur, si excep­
tuamos los djebeles de Á frica del Norte, de árboles en­
marañados, está el Sahara, un mar petrificado o arenoso,
detrás del cual se encuentra la inmensidad del Á frica
negra y, com o su prolongación, los desiertos de Asia.
Sobre esas enormes superficies, no vemos ya navios o
convoyes de navios, sino caravanas de camellos, con m i­
les de bestias portadoras de víveres o de preciosas rique­
zas: las especias, la pimienta, las drogas, la seda, el marfil,
el polvo de oro...
Soñemos también con la lenta conquista, siglo tras
siglo, de ese espacio árido donde el hombre supo llegar
al agua escondida en las profundidades, crear oasis, plan­
tar palmeras de largas raíces, encontrar pistas y lugares
con agua, cerca de las zonas de escasa hierba en las que
pueden vivir sus rebaños. ¡Lenta, magnífica, precisa con­
quista!
El Mediterráneo corre así, desde el primer olivo que
uno encuentra cuando viene del norte, hasta los prime­
ros palmares compactos que surgen con el desierto. Para
el que “baja” del norte, el primer olivo le sale al encuen­
tro tras el “cerrojo” de Donzére, sobre el Ródano. El pri­
mer palmar compacto surge (no cabe otra palabra) al sur
de Batna y de Timgad, cuando franqueamos el Atlas sa-
hariano por la puerta de oro de El Kantara. Pero encuen­
tros de este tipo, que invariablemente nos deslumbran y
conquistan nuestro corazón, están distribuidos por todo

19
el Mar Interior. Olivares y palmares montan allí una guar­
dia de honor.

E l SO L Y L A L L U V IA

El clima es la unidad esencial del Mediterráneo; un clima


muy particular, semejante en un extremo y otro del mar,
unificador de los paisajes y de los modos de vida; en efec­
to, es casi independiente de las condiciones físicas loca­
les, forjado desde fuera por una doble respiración, la del
Océano Atlántico, el vecino del oeste, y la del Sahara, el
vecino del sur. Cada uno de estos monstruos sale con re­
gularidad de su antro para conquistar el mar, que sólo
desempeña un papel pasivo: su masa de agua tibia (once
grados de temperatura) facilita la invasión del uno, y
luego del otro.
Cada verano, el aire seco y ardiente del Sahara en­
vuelve al mar en toda su extensión y rebasa ampliamente
sus límites hacia el norte; crea por encima del Medite­
rráneo esos “cielos de gloria”, tan claros, esas esferas de
luz y esas noches consteladas de estrellas que no se en­
cuentran en ninguna otra parte. Ese cielo de verano sólo
se vela cuando, durante algunos días, se desencadenan
los vientos del sur, cargados de arena, el khamsin o el si­
roco, el plumbeus auster de Horacio, gris y pesado como
el plomo.
Durante seis meses, entregado al Sahara, el M edite­
rráneo será el paraíso de los turistas, de los deportes
acuáticos, de las playas sobrepobladas, del agua azul, in ­
móvil y reluciente al sol. Mientras, los animales, las
plantas y la tierra reseca viven a la espera de la lluvia, del

20
agua, tan escasa, que en ese m omento es la mayor ri­
queza. Los vientos dominantes del noreste, de abril a
septiembre, los vientos etesios de los griegos, no traen
ningún alivio, ninguna humedad real a la hornaza saha­
riana.
El desierto se desvanece cuando interviene el océa­
no. Desde octubre, las depresiones oceánicas cargadas
de humedad inician sus procesiones, de oeste a este. Los
vientos de todas las direcciones se precipitan sobre ellas
y las empujan hacia adelante, las persiguen hasta el
Oriente, el mar se oscurece, cobra tonalidades grises del
Báltico, o bien, sepultado bajo un manto de espuma
blanca, parece cubrirse de nieve. Y las tormentas, tre­
mendas tormentas, se desencadenan. Los vientos devas­
tadores: el mistral, la borah, atormentan el mar y, en tie­
rra, hay que protegerse contra sus furores y violencias.
Las hileras de cipreses en Provenza, las barreras de jun­
cos de la Mitidja, los haces de paja con que se rodean los
almácigos de legumbres de Sicilia, son indispensables
para la protección de los cultivos. A l mismo tiempo,
todos los paisajes desparecen bajo una cortina de lluvia
torrencial y nubes bajas. Es el cielo dramático de Toledo
en los cuadros del Greco. Son las trombas de agua de los
inviernos de Argelia, que dejan estupefactos a los turis­
tas. Los ríos secos durante meses se hinchan, las inun­
daciones son frecuentes, brutales, a través de las llanuras
del Rosellón o de la Mitidja, en Toscana o en Andalucía
o en la campiña de Salónica. A veces, absurdas lluvias
franquean los límites del desierto, anegan las calles de
La Meca, transforman en torrentes de lodo los senderos
del norte sahariano. En A in Sefra, en el sur de Orán,
Isabelle Eberhard, la exiliada rusa hechizada por el de­

21
sierto, pereció en 1904, arrastrada por una inesperada
crecida del Oued *
Sin embargo, estas lluvias son benéficas. Los campe­
sinos descritos por Aristófanes se regocijan con ellas,
charlan, beben, ya que no hay ninguna otra cosa que
hacer afuera, mientras Zeus fecunda la tierra a fuerza
de aguaceros. El verdadero trabajo se reanudará sólo con
los últimos chaparrones de primavera, con el brotar de los
jacintos y de los lirios de arena, con el regreso de las
golondrinas. A su llegada, nacen canciones en los labios.
En Rodas cantan:

Golondrina, golondrina,
tú traes la primavera,
golondrina de vientre blanco,
golondrina de dorso negro.

A llí está; la puerta de las estaciones ha girado sobre


sus goznes.
En síntesis, es un clima extraño, hostil a la vida de
las plantas. La lluvia llega muy abundante en invierno
cuando el frío ha detenido el crecimiento de la vegeta­
ción. Cuando viene el calor, ya no hay agua. Por lo tanto,
no es para nosotros solos por lo que las plantas del M e­
diterráneo se perfuman, que sus hojas se cubren de pe-
lusilla o de cera, y sus tallos de espinas: al contrario, son
éstas las tantas defensas contra la sequedad de los días
demasiado cálidos, en que sólo las cigarras están anima­
das. Y si en Andalucía la cosecha del trigo llega tan pron-
* El O u ed o G u ad es capital del Suf, reg ió n del d ep artam en to de
O a sis, al n o re ste de A rgelia. A lg u n a v ez fluyó aq u í u n río — el O ued—
que desapareció, co m o es com ún en la zona, absorbido p o r la arena, [e .]

22
to, en abril, es porque obedece al medio y se apresura a
madurar sus espigas.

U n a t ie r r a p a r a c o n q u is t a r

El placer de los ojos, la belleza de las cosas disimulan las


traiciones de la geología y del clima mediterráneos. Nos
hacen olvidar, con gran facilidad, que el Mediterráneo
no ha sido un paraíso ofrecido de manera gratuita al de­
leite de los hombres. Ha habido que construir todo, a
menudo con más esfuerzo que en otras partes. Sólo el
arado de madera puede roturar el suelo friable y sin espe­
sor. Si llueve con demasiado furor, la tierra de miga res­
bala com o agua, pendiente abajo. La montaña corta la
circulación, se come abusivamente el espacio, limita las
llanuras y los campos, reducidos a menudo a algunas
franjas, a unos cuantos puñados de tierra; más allá, co­
mienzan los senderos escarpados, duros para los pies de
los hombres y para las patas de las bestias.
Y la llanura, cuando es de buen tamaño, es porque ha
sido durante mucho tiempo el dominio de las aguas di­
vagantes. Ha sido necesario arrebatársela a las marismas
hostiles, protegerla de los ríos devastadores y acrecidos
por el invierno despiadado, exorcizar la malaria. C on­
quistar las llanuras para la agricultura significó primero
vencer el agua malsana. Después, traer de nuevo el agua,
ahora vivificadora, para los riegos necesarios.
Esta lenta, muy lenta conquista concluyó en nuestro
siglo, apenas ayer. Hoy, lo difícil es recobrar los paisajes
de aguas dormidas e insalubres de antaño. Cerca de Sa-
baudia, esa ciudad nueva, creada en medio de los panta­
nos pontinos, hay una extensa marisma de algunas hectá­

23
reas que se desliza entre los árboles, preservada en el
corazón de un asombroso parque nacional. Se le ve como
a un testim onio arqueológico. Los animales salvajes, so­
bre todo las aves acuáticas, encuentran en ese lugar un
refugio privilegiado.
Com o prueba de los esfuerzos realizados, están los
sistemas muy antiguos o muy modernos de desagüe e
irrigación, con inteligentes redistribuciones del agua.
Trabajo fabuloso, cuyos iniciadores fueron los árabes en
España. En la Huerta de Valencia, corazón de un logro
muv antiguo, el famoso Tribunal de Aguas continúa ca­
da año, por medio de una subasta, repartiendo el maná
entre los compradores. La paradisiaca Concha de Oro
que rodea Palermo, jardín de naranjos y viñas, es un m i­
lagro de agua domesticada que data apenas de los siglos
x v y xvi.
Basta remontar el curso de las centurias para encon­
trar toda la llanura mediterránea primitivamente cubier­
ta por las aguas, tanto el valle inferior del Guadalquivir
como las llanuras del Po, la región baja de Florencia y, en
la lejana Grecia, esta o aquella llanura en las que el tonel
de las danaides evoca el riego perenne.
Para obtener la obediencia y el caudal necesarios para
su vida, la llanura ha exigido sociedades numerosas, disci­
plinadas; en el curso de los siglos ha soportado opresivas
clases de grandes propietarios, nobles y burgueses, más
el arraigo de grandes ciudades y aldeas amplias. Hoy se
somete a las técnicas de explotación y a los medios más
modernos, así se trate del trigo o de la vid. Se sitúa de
ese modo en la zona de los voluminosos rendimientos ca­
pitalistas, de las codicias. La agricultura arcaica ha desapa­
recido a todo galope. ¿Qué otra cosa podría hacer?

24
Pero la difícil y larga domesticación, el lento equipa­
miento de las regiones bajas explica el que, por una apa­
rente paradoja, la historia de los hombres en el Medite­
rráneo haya comenzado las más de las veces en las colinas
y montañas donde la vida agrícola, siempre dura y pre­
caria, ha estado al abrigo de la mortífera malaria y de los
constantes peligros de la guerra. De ahí que haya tantas
aldeas en las alturas, tantas pequeñas ciudades colgadas
de la montaña, con sus fortificaciones prolongadas en la
roca de las pendientes. A sí ocurre en los sahels de África
del Norte, sobre las colinas de Toscana, en Grecia, sobre
los bordes de la campiña romana, en Provenza... Decía
Guicciardini, a comienzos del siglo xvi: “ Italia está cul­
tivada hasta la cima de sus montañas”. Sin embargo, no lo
ha estado siempre hasta el fondo de sus valles y llanuras.

L a s s o c ie d a d e s t r a d ic io n a l e s

Por lo tanto, es en las colinas y en las regiones altas don­


de se encuentran en mejores condiciones las imágenes
preservadas del pasado, las herramientas, las costumbres,
los dialectos, los trajes, las supersticiones de la vida tra­
dicional. Construcciones todas muy antiguas, que se han
perpetuado en un espacio en el que los viejos métodos
agrícolas no podían ceder su lugar a las técnicas moder­
nas. La montaña es, por excelencia, el conservatorio del

En Á frica del Norte, la Kabilia, lo mismo que las de­


más montañas berberófonas, posee un folclor vivaz que
el hermoso libro de Jean Servier (Les portes de l ’année,
1962) evoca de manera maravillosa. Por ejemplo, los ri­

25
tos de comienzos de año, la fiesta del Ennayer (el mes de
enero), que tienen por objeto colocar al nuevo año bajo
auspicios dichosos, con sus máscaras, sus comidas exce­
sivas y propiciatorias, la limpieza de las casas. Ésos son
los ritos de primavera. También, más tarde, los fuegos
del ainsara, que el 7 de julio se encienden no sólo en
Kabilia, sino a través de toda el Africa del Norte, o casi.
La leyenda de la reina judía incestuosa y quemada en la
hoguera por sus pecados, es la explicación que suele dar­
se a esto. Pero ¿no será igual, con la quema de las férulas
(umbelíferas resinosas), de los haces de laureles rosas y
marrubios, la ocasión para purificar mediante el humo
los árboles de los vergeles o los establos, “purificación
mágica, pero también procedimiento rústico para exter­
minar a los parásitos...” ? Esta sabiduría autoritaria es or­
den, precaución. Aliento para el trabajo.
En todas las zonas altas del Mediterráneo, en Italia,
en España, en Provenza, en Grecia, todavía hoy se en­
cuentra sin dificultad toda una serie de fiestas que mez­
clan creencias cristianas y supervivencias paganas sobre
el trabajo. Lo mismo que el folclor, el propio paisaje es
un testigo de esos arcaicos modos de vida, ¡y qué testi­
go! Un paisaje frágil, creado enteramente por la mano
del hombre: los cultivos en terrazas, y los cercos que sin
cesar deben ser reconstruidos, las piedras que hay que
subir a lomo de asno o de muía antes de ajustarlas y fi­
jarlas bien, la tierra que hay que subir en cestos y acu­
mular detrás de esa muralla. Agreguem os que ninguna
yunta, ninguna carreta pueden avanzar sobre esas áspe­
ras pendientes: la recolección de las aceitunas y la ven­
dimia se realizan a mano, la cosecha se transporta a
lomo de hombre.

26
Todo esto trae consigo hoy el paulatino abandono de
ese espacio agrícola de antaño. Demasiado trabajo y poco
provecho. De esa manera, las célebres colinas de Toscana
pierden poco a poco, uno tras otro, sus rasgos distinti­
vos; los cercos desaparecen; los olivos varias veces cen­
tenarios mueren uno a uno; ya no se siembra el trigo; las
pendientes cultivadas durante siglos vuelven a destinar­
se a la hierba y al pastoreo, o al vacío.
Lo que desaparece ante nuestros ojos es una vida ar­
caica, tradicional, dura, difícil; difícil ya en otros tiem­
pos. Las montañas por lo común sobrepobladas en las
que, en condiciones más sanas que en otras partes, el
hombre crecía en forma sostenida, han sido siempre col­
menas de repetidos enjambres. Los habitantes de Friul,
los furlani, iban a Venecia para hacer allí todos los traba­
jos serviles. Los albaneses se ponían al servicio de cual­
quiera, y sobre todo del Turco. Los bergamascos, de los
que todos se burlaban, recorrían la Italia entera en busca
de trabajo y ganancias. Los pirenaicos poblaban España y
las ciudades de Portugal. Los corsos se convertían en sol­
dados al servicio de Francia o de Génova, la “dominado­
ra” execrada. Pero también se les encontraba en Argelia,
como marinos u hombres de la montaña, capocorsini o
presidiarios. En julio de 1562, cuando pasó por allí Sam-
piero Corso, fueron millares quienes lo aclamaron “como
su rey”. En resumen, todas las regiones altas proporcio­
naban una multitud de mercenarios, criados, cargadores,
artesanos itinerantes — afiladores, deshollinadores, com ­
ponedores de sillas— , jornaleros, cosecheros y vendi­
miadores auxiliares, cuando, en el momento del trabajo
fuerte, las campiñas ricas carecían de brazos. Pero acaso
Córcega, Albania, algunas zonas de los Alpes o de los

27
Apeninos no siguen, aún hoy, proporcionando a las ciu­
dades, a las llanuras ricas, a los lejanos países de América,
la mano de obra para los trabajos rudos.
A veces, es cierto, la aventura tiene otro resultado,
sale mejor, con vastas emigraciones mercantiles. A sí
ocurre en el caso extraño e impresionante de los arme­
nios, convertidos en los comerciantes favoritos de los
shahs de Irán y que conquistaron desde Ispahan, un lu­
gar privilegiado en la India, en Turquía, en la Moscovia,*
y se hicieron presentes en Europa, en el siglo xvn, en
las grandes plazas de Venecia, Marsella, Leipzig o Am s-
terdam...

T r a s h u m a n c ia y n o m a d is m o

Un espectáculo que también ya está desapareciendo de


nuestra vista, desde hace poco tiempo, es el de la tras­
humancia, realidad multisecular, gracias a la cual la mon­
taña se asociaba con la llanura y con las ciudades de aba­
jo, lo cual significaba conflictos y beneficios al mismo
tiempo.
El ir y venir de los rebaños de ovejas y de cabras, en­
tre los pastizales de verano de la región alta y la hierba
que se demora en las llanuras durante los meses de in­
vierno, hacía oscilar los ríos de ovejas y pastores entre
los Alpes meridionales y la Crau, entre los Abruzzos y la
llanura de Apulia, entre Castilla del Norte y los pastiza­
les meridionales de Extremadura y La Mancha de Don
Quijote.

* A n tig u o nom bre de la U R SS, [ e .]

28
Todavía hoy se realiza ese movimiento, aunque muy
reducido en volumen. Pero la transportación en camión
o ferrocarril lo suplen a menudo. Es extraño poder seguir
todavía el viaje de un rebaño a la antigua usanza. Maña­
na, sin duda, ya no será posible. Pero la reconstrucción
está aún al alcance de la mano: las rutas de trashumancia
continúan, marcadas en el paisaje como líneas indelebles,
o al menos difíciles de borrar: com o cicatrices que mar­
can la piel de los hombres, para toda la vida. Son de unos
quince metros de ancho, y tienen su nombre peculiar en
cada región: cañadas de Castilla, camis ramaders de los
Pirineos orientales, drailles de Languedoc, carra'ires de
Provenza, tratturi de Italia, trazzere de Sicilia, drumul oi-
lor de Rumania...
Dondequiera que se observe retrospectivamente, la
trashumancia ha sido el término de una larga evolución,
el resultado probable de una temprana división del tra­
bajo. Algunos hombres, y sólo ellos, con sus ayudantes y
sus perros, cuidaban los rebaños, ganando sucesivamen­
te, junto con ellos, los pastos altos y luego los bajos. Era
una necesidad natural, ineluctable: el uso progresivo de
los terrenos de pastoreo en las diferentes altitudes. En
algunas regiones de Brasil, todavía ayer, rebaños semisal-
vajes vagaban por su cuenta entre las regiones altas y las
bajas: por ejemplo, en torno al Itatiaya, el punto culm i­
nante de la región. En Italia, en la parte sur de Francia,
en la Península Ibérica, que son, por excelencia, las re­
giones de la trashumancia, la especialización de los pas­
tores ha sido su condición y su signo distintivo.
A sí se constituyó una categoría de hombres aparte,
de hombres fuera de la regla común, casi fuera de la ley.
El pueblo de las regiones bajas, agricultores o arboricul­

29
tores, los ve pasar con temor y hostilidad. Para ellos y
para la gente de las ciudades, se trata de bárbaros, de se-
misalvajes. Propietarios y chalanes marrulleros, que los
esperan al final de sus descensos, se ponen de acuerdo
para estafarlos. El escándalo, entonces, es que alguna linda
muchacha pueda enamorarse de alguno de ellos. “Nenna
querida — dice la canción cruel— , tu pastor no tiene
nada bueno, su aliento apesta, no sabe comer en un plato.
Nenna mía, cambia de opinión, elige mejor por marido a
un campesino, que es un hombre como es debido.” Hay
que decir que la canción todavía se canta en Italia.
Todo este vaivén de hombres y animales es más com ­
plicado de lo que parece a primera vista. Hay que distin­
guir, en efecto, entre trashumancias “normales” y tras-
humancias “inversas”: en el primer caso, los propietarios
están en la región baja; en el segundo, viven en la monta­
ña. Son situaciones surgidas de accidentes históricos o
de largas evoluciones. Por ejemplo, los rebaños que cada
invierno, habiendo abandonado los Alpes, desembocan
en los pobres pastizales de la Crau, pertenecen a los bur­
gueses de Arles. De forma semejante, la gente de Vicenza
es la dueña de la vida pastoril que, llegado el verano, libe­
ra a la región baja de sus rebaños en beneficio de los A l­
pes. Evidentemente, hay casos mixtos entre trashuman-
cia normal y trashumancia inversa a los que a veces se
agrega, para complicarlo todo, la intervención del Esta­
do, quien se apodera gustoso de todo el movimiento, so
pretexto de controlarlo; establece peajes en las rutas de
los rebaños, se adjudica los pastizales bajos y los alquila,
reglamenta el comercio de la lana y de los animales. El
Estado castellano organizó así el imperio ovejero de la
Mesta que, al abrigo de privilegios, algunos abusivos, de­

30
voró las mesetas y las montañas de Castilla en beneficio,
ante todo, de unos cuantos grandes propietarios. El rey
de Nápoles también capturó la enorme trashumancia
que corría desde los Abruzzos hasta el Tavogliere de
Apulia, e impuso de modo autoritario el predominio ex­
clusivo del mercado de Foggia, donde la lana debería ser
vendida obligatoriamente. A l menos sobre el papel, arre­
gló todo para su beneficio, pero los propietarios y los
pastores supieron defenderse llegado el caso.
La trashumancia se da solamente en una parte del Me­
diterráneo, sin duda la más poblada, incluso la más evolu­
cionada, aquella en la que la división del trabajo se impuso
sin chistar. Pero la explicación, lógica en sí misma, no es
suficiente, porque la historia ha desempeñado su papel. Al
menos en dos ocasiones, una cierta porción del Medite­
rráneo — el otro Mediterráneo— ha sido tomada de tra­
vés por dos poderosas oleadas de hombres; los primeros,
llegados de los cálidos desiertos de Arabia; los segun­
dos, de los fríos desiertos del Asia. Son las invasiones ára­
bes y las turcas, prolongadas durante siglos, aquéllas a
partir del siglo vn, éstas a partir del siglo xi, y que practi­
caron, tanto la una como la otra, esos “cortes inmensos”
de los que con razón habla Xavier de Planhol.
Esos accidentes masivos han mantenido y desarrolla­
do el nomadismo en la península de los Balcanes, en Asia
M enor y, desde luego, en el Sahara mediterráneo, en fin,
África del Norte toda. Esas oleadas de hombres del de­
sierto implantaron, en Asia M enor e incluso en los Bal­
canes (donde el caballo es el rey) al camello, un animal
venido de los países fríos y apto para las escaladas m on­
tañosas, mientras que de Siria a Marruecos se aclimató el
dromedario, un animal friolento llegado de Arabia al

3i
Mediterráneo desde el siglo i de nuestra era, y que está a
gusto en la arena, no sobre las pedregosas y frías pen­
dientes de las montañas.
Sobre la vida de los grandes nómadas, conviene releer
los admirables libros de Émile-Félix Gautier. Nadie ha
superado su lección. El nomadismo, que también hoy
tiende a disminuir, si no es que a desaparecer, se presenta
com o una etapa sin duda anterior a la trashumancia, la
cual, como ya dijimos, constituye una componenda en­
tre el necesario movimiento de los rebaños y el efectivo
sedentarismo de las aldeas agrícolas y de las ciudades. En
el Mediterráneo oriental, donde el poblamiento sedenta­
rio ha sido menos denso, la vida pastoril de grandes des­
plazamientos a menudo encuentra sólo obstáculos insig­
nificantes. No tuvo que llegar a un arreglo, ni por lo
tanto, que modificarse.
El nomadismo es una realidad totalizadora: rebaños,
hombres, mujeres y niños se desplazan juntos, a través de
enormes distancias, transportando con ellos todo el ma­
terial de su vida cotidiana. Tenemos a este respecto, m i­
les de imágenes, de ayer y de hoy, que debemos a los via­
jeros y a los geógrafos. Sólo hay que resistir al placer de
citarlos demasiado largamente. En Á frica del Norte,
donde la intrusión del camello circunda los macizos
montañosos ocupados por los campesinos berberiscos,
los nómadas, que son sobre todo árabes, se deslizan por
las puertas naturales que les abren los caminos del norte,
en especial hacia Túnez y la región de Orán. Esos nóma­
das con sus rebaños de ovejas, sus caballos, sus dromeda­
rios, sus tiendas negras levantadas en cada alto, iban en
otro tiempo, en su búsqueda de hierba, desde los confi­
nes saharianos del extremo sur hasta el propio Medite­

32
rráneo. Diego Suárez, el soldado-cronista de la fortaleza
de Orán — ocupada por los españoles en 1509— , los vio, a
finales del siglo xvi, atravesar las llanuras que rodeaban el
“presidio", alcanzar el mar, instalarse allí un instante e in­
tentar algunos cultivos. Incluso un día los vio cargar loca­
mente contra las filas de arcabuceros españoles. Cada ve­
rano los trae de nuevo en una fecha casi fija. En 1270,
cuando San Luis acampa sobre el emplazamiento de Car­
tago, frente a Túnez, allí estaban ellos para contribuir a la
derrota del rey santo. En agosto de 1574, cuando los tur­
cos recobran La Goulette y el fuerte de Túnez de manos
de los españoles, los nómadas del sur que andaban por allí
ayudaron a los asaltantes contra las fortalezas cristianas,
desplazando los canastos de tierra, los haces de ramas para
las fortificaciones; participaron de una victoria a la que
favorecieron de modo singular. El azar de los aconteci­
mientos aclara así, a siglos de distancia, extrañas repeti­
ciones. Ayer mismo, en 1940, Africa del Norte, privada de
medios de transporte, recurrió a los servicios de los nó­
madas. Se les volvió a ver sobre las rutas que habían rem­
plazado a las antiguas pistas, llevando de una y otra parte
enormes sacos llenos de grano en las alforjas de los came­
llos. Incluso propagaron una repentina epidemia de tifus
entre las poblaciones indígenas y europeas del norte.
Existen, pues, dos Mediterráneos: el nuestro y el de los
otros. La trashumancia en uno, el nomadismo en otro.

Los E Q U IL IB R IO S D E LA V ID A

Toda vida se equilibra, debe equilibrarse o desaparecer.


Éste no es el caso de la vida mediterránea, vivaz, sin posi­

33
bilidad de desarraigo. Sin duda es demasiado pronto — ya
que todavía no hemos visto los recursos del mar— para
hacer un balance de conjunto de la región mediterránea.
Sin embargo, de su vida agrícola y pastoril, de los diversos
tipos de sus regiones, se desprenden algunos datos que,
por otra parte, nada tienen de excepcional o sorprendente.
Estamos ante una vida difícil, precaria con frecuen­
cia, cuyo equilibrio se vuelve por lo regular en contra del
hombre, condenándolo a la sobriedad sin fin. Por algunas
horas o algunos días de comilona — y quizá ni eso— , la
austeridad se impone a lo largo de años y de existencias.
El historiador y el turista no deben dejarse impresionar
demasiado por los logros urbanos, las maravillosas ciu­
dades antiguas del Mediterráneo. Las ciudades son acu­
muladoras de riquezas y, por lo mismo, excepciones, ca­
sos privilegiados. Tanto más cuanto que, antes de la
Revolución industrial, entre 8o y 90 por ciento de la po­
blación, aproximadamente, vivía aún en el campo.
Puede decirse que el Mediterráneo equilibra su vida a
partir de la tríada: olivo, viña y trigo. “Demasiado hueso
— bromea Pierre Gourou— y muy poca carne.” Sólo la
cada vez más alta crianza de puercos, en tierras cristianas,
a partir del siglo xv, y la generalización de las conservas de
carne, la carne salata, aportaron importantes paliativos al
menos a uno de los extremos del Mediterráneo, no al otro,
que se priva voluntariamente a la vez de carne de puerco y
de vino. Las responsabilidades alimentarias del islam no
han sido pequeñas. Recordemos además que en la cocina
musulmana figuran escasamente los frutos del mar*

* En e ste caso, los fru to s del m ar deben entenderse co m o m aris­


c os, que es, tal cual, su trad ucción del fran cés; se ha preferido, en cam -

34
De los tres cultivos fundamentales, el aceite y el vino
— que se exportan fuera de la región mediterránea— han
sido los logros más constantes. El trigo plantea sólo un
problema, pero ¡qué problema! Y después del trigo, el
pan y su necesario consumo. ¿De qué harina se hará?
¿Cuál será su peso, ya que se vende en todas partes a un
precio constante, aunque el peso varíe? El trigo y el pan
son los sempiternos tormentos del Mediterráneo, los
personajes decisivos de su historia, preocupación conti­
nua de los más grandes de ese mundo. “¿Cómo se anun­
cia la cosecha?” Es la pregunta insistente que plantean
todas las correspondencias, incluso las correspondencias
diplomáticas, de un extremo a otro del año. Si es mala, el
campo padecerá tanto o más aún que las ciudades; los
pobres, como es usual, mucho más que los ricos. Todos
éstos tienen su granero particular, donde se amontonan
los sacos de trigo. Hasta el siglo xvi, las grandes casas
muelen su grano, amasan su harina, cuecen su pan, tanto
en Génova como en Venecia. Las grandes ciudades tam­
bién acumulan sus reservas y, en caso de escasez o de
hambruna locales, sus comerciantes, con anticipos que
les dan los gobiernos urbanos, equipan navios, cierran
tratos, hacen llegar a la ciudad el trigo cultivado en el
Mar Negro, Egipto, Tesalia, Sicilia, Albania, Apulia, Cer-
deña, Languedoc, incluso en Aragón o Andalucía... Son
las regiones privilegiadas o poco pobladas las que, unas u
otras, al azar de las cosechas, ponen en circulación a tra­
vés del mar cerca de un millón de quintales de trigo por
año, con qué satisfacer la demanda de Venecia, Nápoles,

bio, trad u cir literalm en te en aten ción al sen tid o y ritm o p ro p io s del
lenguaje u sad o aquí p o r Braudel. [ e .]

35
Roma, Florencia o Génova, compradores habituales del
“trigo de mar”.
El resultado no es sorprendente: la ciudad sobrevive
a la penuria e incluso a la hambruna. Son los campesinos
quienes, en un mal año, sucumben por falta de pan. Es­
queléticos, mendicantes, se arrojan en vano sobre las
ciudades; van a morir a Venecia bajo los puentes o en los
muelles, los fondamenta de los canales. A l mismo tiem ­
po, las hambrunas recurrentes abren camino a las enfer­
medades, a la malaria o la peste que, en el Mediterráneo,
es el azote de Dios.
Tal es la trama de la vida mediterránea. Sin duda los
festines y comilonas que los sabios del siglo x v i juzgan
escandalosos y que las ciudades prudentes prohíben, inú­
tilmente por lo demás (como en Venecia), existen en
realidad, pero para un número muy reducido de perso­
nas. La mayoría de los hombres del Mediterráneo los
desconoce. Aun los banquetes campesinos, esas famosas
comidas de fiesta que en todas las campiñas del mundo
hacen olvidar, de vez en cuando, la mediocridad cotidia­
na, esos banquetes, en Holanda o Alemania, no se com ­
paran, por ejemplo, con los de Italia. Es una verdad in­
contestable y que se establece a lo largo de toda una
historia verídica del Mediterráneo, colocada bajo el sig­
no, repitámoslo, de la sobriedad, es decir, del raciona­
miento voluntario. Epicuro (34 1-270 a.C.), que enseñaba
que el fin del hombre era el placer, pedía a un amigo
suyo: “ Envíame un pote de queso para que pueda darme
una comilona cuando quiera”. Siglos más tarde, cuando
Bandello ( 14 8 5 -15 6 1) escribe sus Novelle, un pobre en­
tre los pobres, un emigrante bergamasco, por ejemplo,
cuando hace una comida excepcional, se conforma con

36
una salchicha de Bolonia. Y cuando se casa, es porque ha
elegido, dice con malignidad el cuentista, a una de esas
chicas que, detrás del domo de Milán, hacen el amor por
dinero.
Todavía hoy podemos ver en Nápoles o en Palermo,
a la sombra de un árbol o de un trozo de pared, a la hora
del descanso, una comida de obreros: se conforman con
el companatico, un condimento de cebollas o de tomates
sobre el pan mojado en aceite; lo acompañan con un
poco de vino. La trinidad mediterránea está presente
aquí: el aceite del olivo, el pan del trigo, el vino de las
viñas cercanas. Todo eso, pero no mucho más.
Entonces, ¿no parece una paradoja la riqueza muy
precoz y prolongada, los lujos muy antiguos del Medite­
rráneo? ¿Cuál es el porqué y el cómo de esos lujos al lado
de tantas penurias, y aun miserias? Las frustraciones de
unos no pueden, por sí solas, justificar el esplendor de los
otros. El destino del Mediterráneo no puede explicarse
solamente por el trabajo encarnizado, siempre a partir
de cero, de poblaciones que se conformaban con bastan­
te poco. Es también un regalo de la historia, del que gozó
durante mucho tiempo y del que al fin se le ha privado,
cosa que los historiadores, desde hace años, se esfuerzan
por explicar.

37
El m a r

Fer n a n d Bra ud el

l m ar.Hay que tratar de imaginarlo, de verlo con la

E mirada de un hombre de ayer: como un límite, una


barrera extendida hasta el horizonte, como una inmensi­
dad obsesionante, omnipresente, maravillosa, enigmáti­
ca. Hasta ayer, hasta el vapor cuyas primeras marcas de
velocidad parecen hoy irrisorias — nueve días de travesía,
en febrero de 1852, entre Marsella y el Pireo— , el mar
siguió siendo inmenso, a la medida antigua de la vela y
de los navios por siempre librados a los caprichos del
viento, aquellos que necesitaban dos meses para ir de Gi-
braltar a Estambul, y una semana por lo menos, a menu­
do dos, para ir de Marsella a Argel.
Desde entonces, el Mediterráneo se ha encogido, un
poco más cada día, como una extraña piel de zapa. Y en
nuestros días, el avión lo atraviesa, de norte a sur, en menos
de una hora. De Túnez a Palermo, en 30 minutos: apenas
hemos partido cuando ya rebasamos la hilera blanca de las
salinas de Trapani. Partimos de Chipre: ahí está Rodas, masa
negra y violeta, y casi enseguida el Egeo, las Cicladas de un
color que tira al naranja hacia el mediodía: no hemos tenido
tiempo para distinguirlas cuando ya Atenas está a la vista.

38
El historiador debe desprenderse a toda costa de esa
visión que hace del Mediterráneo actual un lago. Como
se trata de superficies, no olvidemos que el Mediterrá­
neo de Augusto y Antonio, o el de las cruzadas, o incluso
el de las flotas de Felipe II, representaba cien veces, mil
veces las dimensiones que nos revelan hoy nuestros via­
jes a través del espacio aéreo marítimo. Hablar del Medi­
terráneo de la historia es por lo tanto — primera preocu­
pación e inquietud constante— devolverle sus verdaderas
dimensiones, imaginarlo en una vestimenta colosal, ya
que antaño fue por sí solo un universo, un planeta.

U n a m o d e r a d a f u e n t e a l im e n t ic ia

El mar aporta mucho a los recursos de la región medite­


rránea, pero no le asegura la abundancia cotidiana. Sin
duda, desde que ha habido hombres en sus costas, de he­
cho desde los com ienzos mismos de la prehistoria en
el Viejo Mundo, la pesca, una industria tan vieja como el
mundo, lo ha provisto de los fr u t ti di m a re* Pero en
el M editerráneo esos frutos no abundan. No se trata de
las riquezas del Dogger Bank, en el Mar del Norte, ni las
fabulosas pesquerías de Terranova, o de Yeso, en el norte
del Japón, o de las costas atlánticas de Mauritania.
El Mediterráneo adolece, en efecto, de una especie de
insuficiencia biológica. Debido a que es demasiado pro­
fundo en la orilla, carece de esas plataformas levemente
sumergidas, indispensables para la reproducción y la pro­
liferación de la fauna submarina. Por otra parte, el Medi-

* A sí en el original, [ e .]

39
terráneo, un mar muy antiguo, estaría com o gastado en
sus principios vitales por su longevidad; sería por ello
poco rico en plancton, esos animales y plantas m icros­
cópicos que flotan en la superficie de las aguas marinas y
que constituyen el alimento básico de las especies. Es
verdad que el Mar Interior es la supervivencia, a mile­
nios de distancia, de un inmenso anillo marítimo que,
en la era secundaria, daba, a partir de las Antillas, casi la
vuelta al mundo en el sentido de los paralelos; la Tetis
de los geólogos. El mar actual no es más que un residuo
mediocre de ese anillo. Es posible, por lo tanto, que su
pobreza biológica sea el precio de esa fabulosa longevi­
dad. Tanto más cuanto que renueva sus aguas de manera
insuficiente mezclándolas con las del océano a través del
estrecho de Gibraltar.
En todo caso, la pobreza de la fauna mediterránea es
evidente. Ver las pescas del Océano Atlántico y los hilos
tensos de las redes que descargan sobre el puente una
masa de peces de gran tamaño es asistir a un espectáculo
que el Mediterráneo no ofrece jamás, salvo escasísimas
excepciones. En consecuencia, las lanchas pesqueras del
Mediterráneo prefieren ir más allá de Gibraltar, alcanzar
el océano y sus profundidades que jamás decepcionan.
Las especies de peces, aunque son normalmente nu­
merosas en el Mediterráneo, nunca están representadas
con abundancia. Por lo mismo, aun cuando las capturas
sigan siendo cuantitativamente insuficientes, amenazan
con agotar el mar. A tal punto, dice el especialista Niño
Caffiero, “que un día será necesario prohibir todas las
pescas y convertir el Mediterráneo en un zoológico sal­
vaje, para tratar de preservar y salvar a las especies”. No
se trata aquí de palabras dichas al viento, de los sueños de

40
algún ecologista demasiado apasionado. El pez espada,
admirable pez de cinco metros de largo, con una aleta
dorsal semejante a una vela, provisto de una nariz muy
larga prolongada por un espadón (de allí su nombre X i-
phias gladius, “pez espada”), se pescaba antes en el estre­
cho de Mesina, con arpón, durante una pesca pintoresca,
que se practicaba desde la Antigüedad, en curiosos bar­
cos provistos de una especie de pasarela con una puerta
falsa abierta sobre el mar, donde velaba un vigía. El pez
espada es efectivamente difícil de localizar; rara vez
abandona las profundidades, salvo una vez al año, en la
época del desove. Desde hace algunos años, sin embargo,
los pescadores japoneses han comenzado a pescarlo a
gran profundidad y durante todo el año. Puede encon­
trarse ahora pez espada en los mercados en cualquier es­
tación, por lo que ese pez magnífico se encuentra en
riesgo de desaparecer sin tardanza.
Hoy que los estados mediterráneos se preocupan se­
riamente por proteger al Mar Interior contra la conta­
minación y las destrucciones que lo amenazan en forma
tan peligrosa, el proyecto de un “parque” marítimo se
vuelve un poco menos utópico. Es evidente que en ese
parque no estarían prohibidas ni las albuferas, ni la ex­
tracción de esponjas en las costas de Túnez, ni la pesca
del coral en los litorales de Cerdeña o de Á frica del N or­
te. El coral, explotado desde hace siglos, trabajado aún
hoy en los talleres, en especial en los de Torre del Greco,
ha sido una mercancía codiciada, exportada antaño hasta
China y el África Negra, y que, en la actualidad, conti­
núa recorriendo el mundo y desempeñando todavía un
importante papel monetario en ciertas regiones del cen­
tro de África.

4i
¿Se mantendría, con licencia especial, la pesca artesa-
nal, que todavía se practica en todos los puertos del Mar
Interior? Sí, indudablemente. Esta pesca elemental, tradi­
cional, poco devastadora, se hace con una barca, uno, dos
o tres pescadores, y rara vez con un barco demasiado mo­
derno. El pescador conoce el mar que está frente a su
puerto como el campesino conoce las tierras de su aldea.
Conoce todos los puntos donde es lógico encontrar el
mero, el besugo, el lenguado, incluso el rodaballo, el sal­
monete, el mújol, la pescadilla; la época en que se captu­
ran a mar abierto las sardinas o las anchoas (que también
servirán para cebar las líneas en la pesca del atún). Explota
el mar como un campesino su tierra. Apenas se aleja del
puerto o del abra de su aldea. Si alza los ojos, puede dis­
tinguir su propia casa. Por otra parte, alejarse demasiado
de la costa significaría abandonar las aguas donde hay pe­
ces. Este artesano pesca como se ha pescado siempre, con
redes, cestas, con espineles, o con lámpara, “ayer una an­
torcha resinosa, hoy una lámpara de acetileno o de bate­
ría”, que se enciende durante la noche: la fuente de luz ha
cambiado, pero el principio sigue siendo el mismo. Pesca­
dores piratas en las costas griegas, y sin duda en otras
partes, emplean la dinamita, a pesar de la vigilancia de los
guardacostas: es una treta desleal, pero ya antigua. Vivir
día a día junto a uno de estos pescadores es aún hoy una
alegría posible para quien no teme el sol, ni los golpes de
mar, ni el balanceo continuo del barco inmovilizado sobre
el agua, ni las sorpresas cuando se levanta el espinel don­
de, furiosa, ha sido capturada una inesperada morena.
Pero el pescador artesano no vive solamente en su
barco, entre sus líneas y sus redes. Es también un experto
campesino, cuidadoso, que cultiva su jardín y su campo.

42
Ejerce así un doble oficio. ¿Podrían vivir, de otro modo,
él y su familia? Hay que sacar partido, a la vez, de la tie­
rra y del mar. Transportados de manera autoritaria a las
ciudades, a los pescadores griegos, privados del comple­
mento de los campos de su aldea, no les alcanza para v i­
vir. Pensemos en esa decena de familias de pescadores
bretones que el gobierno francés, en 1872, trató en va­
no de arraigar en la península de Sidi Ferruch, a dos pasos
de Argel. Desertaron. Los pescadores corsos, arraigados de
manera semejante y por la misma época, en las cercanías
de Bóne, en Herbillon, se quedaron, pero “se transfor­
maron en agricultores, y la aldea se convirtió en un cen­
tro de cultivos de hortalizas... muy próspero”.
En todo caso, cualquiera que sea su forma, la pesca en
el Mediterráneo no alimenta los mercados, por pintores­
cos que puedan ser. El orata a ife r r i o in cartoccio, el be­
sugo a las brasas o empapelado, que comemos en un res­
taurante de Venecia, tal vez provenga de la laguna, más
raramente del Adriático, pero el lenguado o la langosta
han sido traídos casi con seguridad desde el Atlántico.
Los salmonetes de roca de la costa dálmata, los langosti­
nos rosas de Argel se reservan todavía para el gourmet.
Pero los habitantes del Mar Interior no los comen todos
los días. En el menú popular, el primer lugar le corres­
ponde, sin discusión, al bacalao importado del Norte.

S in e m b a r g o , h a y a l g u n a s
pesc a s a b u n d a n t e s

A pesar de esto, hay lugares privilegiados. Las pesquerías


del Bosforo, o las que hay a la entrada del lago de Bizerta,

43
o a través de la laguna de Comacchio, o incluso a la en­
trada del estanque de Berre donde los diques de carrizo a
orillas del mar permitían ayer capturar mújoles y angui­
las, no coinciden con nuestra desencantada descripción.
Contemplar, desde lo alto del puente que va a Galata, el
mercado de pescados de Estambul, pletórico, lleno de
colorido, es una maravilla. Pero ¿no será porque es ex­
cepcional que ese espectáculo nos deja una impresión
tan vivida?
En el Mediterráneo, la única pesca que merece el ca­
lificativo de abundante es la del atún, por más que sea
breve, sólo tres o cuatro semanas al año, y sólo posible en
zonas privilegiadas que hoy tienden a escasear o a des­
aparecer. En el siglo xvi, por ejemplo, era mucho más
importante que hoy en el Algarbe portugués (que se en­
cuentra fuera del Mar Interior), en Andalucía, donde
daba lugar a una verdadera movilización de los campesi­
nos de la costa, al son de los tamboriles de los reclutado­
res; o en las costas de Provenza. A fines del siglo xvi un
provenzal, alabando a su región, afirma: “ Sé que en otros
tiempos, en el puerto de Marsella, se hacía en un solo día
una pesca de 8 ooo atunes”. Hoy ya no se pescan atunes
frente a Marsella, como tampoco hay esturiones en la
boca del Ródano, donde eran antes tan numerosos.
Respecto a los atunes, la explicación científica es bas­
tante clara después de que el crucero del Pourquoi-pas?,
en 1923, dirigido por el doctor Charcot, esclareció los
problemas. Los atunes no vienen del Atlántico, como se
pensaba antes. Viven dispersos en el Mediterráneo, en
zona semiprofunda, hasta el momento del desove, a partir
de mayo o junio. Buscan entonces las aguas más cálidas y
salinas del mar para la puesta y es allí donde los pescado­

44
res colocan sus trampas. Pero los desmontes del litoral,
que favorecen el aflujo directo de las aguas dulces al mar,
y las ciudades modernas, que derraman enormes cantida­
des de aguas negras, a menudo han destruido esas tram­
pas naturales debidas a aguas de una salinidad anormal.
Hoy, el tropismo estacionario, que reúne a los atunes
de todo el mar, los dirige principalmente hacia las aguas
entre Cerdeña, Sicilia y Túnez, lugar de su pesca. Las re­
des, la almadraba o tonnara, caen hasta el fondo del mar,
sostenidas por dos series de barcas. Forman un corredor
que conduce a los atunes hasta esas ratoneras de la alma­
draba, llamadas cámaras de la muerte. Porque hay que ma­
tar a los atunes uno por uno, y la matanza se convierte en
carnicería. En las aguas enrojecidas por su sangre se levan­
ta a los enormes peces, “parecidos a bueyes, del mismo
tamaño, como ellos colgados de ganchos, levantados con
poleas”.
La pesca del atún es una “industria” del mar muy an­
tigua. ¿No se dice acaso que los fenicios fueron sus in­
ventores? Los griegos la conocían. Es la imagen de la al­
madraba la que viene a la imaginación de Esquilo cuando
describe la batalla de Salamina: “ El mar desaparece bajo
una masa de cuerpos sangrantes, los griegos golpean a los
persas como a atunes cogidos en la red, les rompen los ri­
ñones con trozos de remo y fragmentos de barcos”. Se­
gún se dice, los sistemas de captura deben haber sido es­
tablecidos definitivamente por los árabes. En todo caso, el
vocabulario en uso viene de ellos: la almadraba es, en ára­
be, el almazraba, la “preñada” ; el canto que saluda la en­
trada de los atunes, la chaloma, es decir, el saludo, salam.
En cuanto al jefe de la pesca, es el rais, nombre que, como
se sabe, designa en el islam a los capitanes del mar.

45
La pesca del atún sigue siendo una gran aventura en la
que participa toda una población local, y el botín es toda­
vía impresionante. Pero la excepción confirma la regla: el
Mediterráneo líquido es pobre; su pesca total representa
apenas un tercio de la pesca noruega por sí sola.

N a v e g a r c o n t r a l a d is t a n c ia

Pero el mar es algo más que una reserva alimenticia; es


también, y ante todo, una “superficie de transporte”,
una superficie útil, si no perfecta. El navio, la ruta marí­
tima, el puerto tempranamente equipado, la ciudad co­
mercial, son herramientas al servicio de las ciudades, de
los estados, de las economías mediterráneas — las he­
rramientas de sus intercambios y, por consecuencia, de
su riqueza— .
Es evidente que antes de convertirse en un vínculo, el
mar fue durante largo tiempo un obstáculo. Una navega­
ción digna de ese nombre comenzó sólo después de la
segunda mitad del tercer milenio, con las navegaciones
egipcias hacia Biblos o, mejor aún, con el auge, hacia el
segundo milenio, de los veleros de las Cicladas, provistos
de velas, remos, un espolón y, sobre todo, de una quilla
que los estabiliza de alguna manera en el agua del mar (al
contrario de los barcos de fondo plano que seguían la
costa entre Biblos y Egipto).
Durante mucho tiempo la navegación se llevó a cabo
de manera prudente, desde un punto hasta otro punto
cercano; el lugar de arribo era visible desde la partida:
una navegación que se pega a la orilla, hilo conductor
por excelencia, y que al principio sólo se arriesga duran­

46
te el día; se iba de una playa a la próxima; llegada la no­
che, se ponía el barco en la arena.
Este cabotaje, que mejora, se desarrolla y aumenta
su efectividad con lentitud, representará durante mucho
tiempo lo esencial de las actividades marítimas de trans­
porte. Todavía en el siglo xvm los convoyes marítimos
aseguraban vínculos útiles, por ejemplo, entre Nápoles y
Génova, o Génova y Provenza, o Languedoc y Barcelona,
etc. Los vaporcitos griegos que hoy se afanan entre las
islas del Egeo hablan a su manera de esos tiempos muy
antiguos. Con ellos, lo que triunfa es el viaje a corta dis­
tancia. Com o el Mediterráneo es una sucesión, un com ­
plejo de mares, como está dividido en superficies autó­
nomas, de horizontes limitados, en cuencas separadas,
se presta particularmente bien a esta navegación casera.
Para los marinos razonables, es decir, para la mayoría
de ellos, rara vez se trataba de salir de su mar familiar, de
sus tráficos conocidos, del “ M editerráneo” particular
del cual conocen los recovecos, las corrientes, los litora­
les, los abrigos, tanto los vientos regulares como sus
cambios. El proverbio griego dice: “El que cruza el cabo
Maleo abandona su patria”. El cabo Maleo: es decir, el
sur del Peloponeso, en su puerta occidental, el último
hito antes del espacio sin límites del oeste.
Si el marino se conforma con ese horizonte limitado,
es sin duda porque satisface necesidades de intercambio
limitadas. Pero es también porque el mar asusta; es peli­
gro, sorpresa, amenaza repentina, incluso en las rutas fa­
miliares. Las ceremonias religiosas, que se han mantenido
hasta nuestros días en tantos puertos del Mediterráneo,
son encantamientos repetidos hasta el infinito contra los
caprichos de las tormentas y las tempestades. Los exvo­

47
tos de marinos salvados del peligro hablan de este temor
en el corazón de los hombres que jamás se abandonan
despreocupadamente a la perfidia de las olas. Es a la Vir­
gen María, Stella M aris, Estrella del Mar, a quien los ma­
rinos de Occidente encomiendan sus cargamentos y, más
todavía, sus cuerpos, sus almas.
Lo que habla mejor de este temor en el corazón de
los hombres es su muy larga repugnancia a lanzarse mar
adentro, a navegar en línea recta. Se habituarán a ello
lenta, excepcionalmente, sólo sobre itinerarios conoci­
dos por anticipado y practicados con cierta regularidad.
Lanzarse a lo desconocido es cosa muy distinta.
Parece que fueron los cretenses los primeros en atre­
verse a llegar por alta mar, hacia el sur, al delta del Nilo.
Cuando llega a ítaca y se hace pasar por mercader cre­
tense, Ulises explica:

Incitóm e el ánim o [...] a navegar hacia Egipto. Equipé nue­


ve barcos y pronto se reunió la gente necesaria. Seis días
pasaron mis fieles compañeros celebrando banquetes [...]
Al séptimo, nos embarcamos, y, partiendo de la espaciosa
Creta, navegamos al soplo de un próspero y fuerte Bóreas,
con igual facilidad que si nos llevara la corriente [...] El
viento y los pilotos conducían las naves. En cinco días lle­
gamos al río Egipto, de herm osa corriente.

Parece que también los fenicios, esos maravillosos ma­


rinos, tenían el hábito de viajar en línea recta de Creta a
Sicilia y a las Baleares. Mucho más tarde, en la época hele­
nística, los navios irían a veces en cuatro días, con viento
favorable, de Rodas a Alejandría de Egipto.
En el siglo xvi, los viajes en alta mar se multiplica­

48
ron, conduciendo a los navios apresurados de las Baleares
a Cerdeña y Sicilia. El comercio de Levante, los vínculos a
través de Gibraltar entre el Mar Interior y el Mar del N or­
te (en 1297 las naves genovesas comenzaron a tener rela­
ciones regulares con Brujas) han aumentado las travesías
más o menos desligadas de la línea segura de las costas y
han concluido la conquista del agua marina. Pero, incluso
en el siglo xvi, navegar en mar abierto, s ’engoulfer, como
dicen los franceses, es todavía una proeza, y sólo se inten­
tan las proezas útiles. Si en esta época la brújula no se usa
demasiado, por más que fuera conocida desde el siglo xn,
es sencillamente, debemos repetirlo, porque la mayor par­
te de los servicios en el Mediterráneo se realiza por medio
de viajes cortos a lo largo de la costa: comprar tocino en
Tolón, aceite en Hyéres, bizcochos en Savona; detenerse
en cada puerto, como hacen tan a menudo los barcos-ba-
zares de Marsella, vender aquí, comprar allá... incluso el
patrón irá a vocear su mercadería en las calles de Livornia
o de Génova. Jean Giono y Gabriel Audisio se imaginan,
cada uno a su modo, que la Odisea no ha dejado por eso
de contarse de un puerto a otro, de una taberna a otra;
que Ulises sigue vivo entre los marinos del Mediterráneo
y que es en el presente, en las fábulas que uno puede es­
cuchar con sus propios oídos, donde hay que ir a buscar la
génesis y la eterna juventud de la Odisea. Confieso que
me gustan esas hipótesis poéticas y verosímiles.
Por último, han sido la curiosidad, la aventura, el lu­
cro, las políticas ambiciosas y desmesuradas de los esta­
dos las que han concluido e impuesto esa conquista. Por­
que con los estados y las civilizaciones belicosas, la gran
historia se obstina en atravesar el mar, en subyugarlo, en
apoderarse de sus rutas para que el adversario no pueda

49
explotarlas y tenerlas a su merced. Génova y Venecia, en
su lucha por la hegemonía, surcan el mar entero. La cris­
tiandad y el islam se lo disputan. ¿Quién podrá determi­
nar el efecto acumulado de los esfuerzos de las expedicio­
nes militares, de los costosos, laboriosos reclutamientos
de galeras, de naves “redondas”, de municiones, de caba­
llos y de hombres a los que un buen día se lanza mar
adentro? Sin embargo, esas operaciones son arriesgadas,
el menor accidente puede arruinarlas. En 1540, Carlos V
llega delante de Argel, el oleaje hace chocar sus naves, y
el abandono resulta preferible al desastre. En 1565, los
turcos fracasan ante Malta, defendida por un puñado de
caballeros. El 7 de octubre de 15 7 1, en la batalla de Le-
panto, se enfrentan cerca de 100000 personas en el golfo
de Corinto. Es la marca, entonces fantástica, que hicieron
posible los medios (y las pasiones) de la época.

N a v e g a r c o n t r a e l m a l t ie m p o

El Mediterráneo es rara vez un mar tranquilo, dispuesto


a servir. Por el contrario, es un mar de tormentas. Duran­
te el verano todo va bien, incluso muy bien. Es la época
de los mares azules, calmos, luminosos y como brillan­
tes de aceite, la época en que aun los barcos de guerra,
las galeras estrechas, a flor de agua, particularmente frá­
giles, pueden salir con toda impunidad. El verano es la
época ideal para la guerra y los viajes. Hay tres puertos
seguros, decía el viejo príncipe Doria (146 8-1560 ): “C ar­
tagena, junio y julio”.
Todo sería fácil si, antes de la llegada del mal tiempo,
antes del equinoccio de otoño, se hubieran acarreado en


el tiempo deseado la sal, la lana de las últimas esquilas, el
trigo del año y los toneles de vino nuevo, y tantas mer­
cancías más. Pero, incluso apresurándose en las eras don­
de se trilla y en torno a los lagares, no siempre se han
realizado esos transportes por mar en el tiempo requeri­
do. Con el otoño y el invierno se abre la puerta al persis­
tente mal tiempo. Galeras y veleros de carga, naves lar­
gas y naves redondas deberán quedarse en puerto, es lo
que aconseja la sabiduría, la lección de la experiencia. Ya
Hesíodo (a comienzos del siglo v n antes de la era cris­
tiana) en Los trabajos y los días aconseja a su hermano
Perseo, campesino como él, pero también marino de
ocasión:

Cuando llega el invierno y hierven los soplos de todos los


vientos, no dirigir ya un barco sobre el mar color de vino,
sino trabajar la tierra. Saca el barco a la orilla, rodéalo de
piedras... y retira el tapón para que la lluvia de Zeus no pu­
dra nada. Coloca en tu casa en perfecto orden todos los
aparejos, pliega con cuidado las alas de la nave marina, cuel­
ga el gobernalle sobre el hogar y aguarda que vuelva la esta­
ción navegante.

Ocho siglos más tarde, nada ha cambiado. El barco en


que el apóstol Pablo fue enviado a Italia con un grupo de
prisioneros se retardó considerablemente por los vientos
contrarios en los parajes de Chipre. Com o “la navega­
ción empezaba a ser peligrosa porque incluso el Ayuno [la
fiesta de la Expiación, en los alrededores del equinoccio
de otoño] había pasado ya”, el capitán se dispuso a inver­
nar en un puerto de Creta. Por desgracia, la tormenta lo
alejó de la costa. Y lo llevó mar adentro durante 15 días,

5i
hasta encallar delante de Malta. Tripulación y pasajeros,
dichosos por haber salvado al menos la vida, debieron
pasar tres meses en la isla antes de poder partir nueva­
mente, en la primavera, en “un navio alejandrino, con la
insignia de los dióscuros”, que había invernado, por su
parte, en esos lugares, y que con toda probabilidad no
eran los únicos en haberlo hecho.
La invernada* es, por lo tanto, la regla normal, una
regla tan buena que durante mucho tiempo las ciudades
y los estados, preocupados por el orden, prohíben sim ­
ple y llanamente los viajes invernales. Todavía en 1569,
en Venecia, estaban vedados su’l cuor d ell’invernata, del
15 de noviembre al 20 de enero. Por su parte, los levan­
tinos sólo navegaban desde San Jorge a San Demetrio
(5 de mayo a 26 de octubre, según las fechas del calen­
dario griego). Para vencer el obstáculo de la estación pe­
ligrosa, habrán de intervenir las modificaciones técnicas,
lentas en llegar, como veremos, en la construcción de
las quillas y la disposición del timón.

Los BA RC O S E N E L F O N D O D E L M A R

Los barcos son siempre herramientas complicadas y que


evolucionan, pero con mucha lentitud. Es sorprendente
ver, todavía hoy, en una calle de Mesina o en un barrio de
una pequeña ciudad griega, o en las islas de Quíos, Les-
bos, Samos o en Turquía, o Djerba, barcas en construc­
ción, asombrosamente parecidas a los barcos griegos y
romanos, tal com o nos los muestran la iconografía anti-
* L 'h iv e r n a g e en el original. En este caso, se refiere al hecho de
p erm an ecer bajo tech o duran te el invierno, [e .]

52
gua y la arqueología submarina. Todo es parecido: la ta­
blazón, las cuadernas, la proa, la popa, la quilla (columna
vertebral del conjunto), el ajuste del mástil o de los más­
tiles. Si bien hay diferencias por ejemplo en el orden de
las fases de la construcción, o en la forma del timón, lo
que predomina son las características semejantes.
Por otra parte, los restos de naufragios grecorroma­
nos están a la vista para establecerlo sin discusión: el
naufragio de Anticitera, en Grecia (primera mitad del
siglo i a.C.), que transportaba un cargamento de estatuas
de mármol, hoy en el museo de Atenas; el naufragio de
Mahdia en Túnez, de comienzos del mismo siglo, que
llevaba a bordo 230 toneladas de columnas de mármol y
estatuas de bronce, hoy en el museo del Bardo; o el nau­
fragio de Marzamenni, en Sicilia, en el siglo vi d.C.,
donde se hallaron todos los elementos de una “iglesia bi­
zantina, prefabricada”, esculpidos en mármol y pórfido;
o incluso los restos de un naufragio romano descubier­
tos hace poco en Planier, cerca de Marsella; restos que
permiten imaginar lo que era el navio de comercio ro­
mano, de 20 a 30 metros de largo, de cinco a siete de an­
cho, con uno, dos o tres mástiles, capaz de transportar de
150 a 200 toneladas. Se han encontrado así cargamentos
de 3000 a 10000 ánforas de vino o de aceite, dispuestas
en hileras de cinco, de modo que las bases de cada hilera
se sitúan entre los cuellos de la hilera inferior. Es la for­
ma en que, todavía hoy, las barcas de Djerba disponen las
ánforas de aceite que transportan, y que se parecen sin la
menor duda a las ánforas de la Antigüedad.
En cuanto al timón del barco romano, consta, como
en tiempos de los griegos y de los fenicios, de dos remos
laterales, situados a uno y otro lado de la popa.

53
Sistema más eficaz de lo que suele decirse — precisa Patrice
Pomey, especialista en arqueología submarina— , y que los
romanos perfeccionaron para hacer verdaderos timones de
pivote, que en caso de necesidad pueden acoplarse, y que
entonces ya nada tienen que ver con los remos, solamente
en su aspecto general.

Es, obviamente, la iconografía la que nos informa so­


bre las velas y las vergas, y sobre las maniobras que éstas
permiten hacer. Durante la Antigüedad sólo está en uso
la vela cuadrada. A menudo se encuentra una pequeña
vela superior triangular, por encima de la vela cuadrada
(y nunca, en ese caso, una segunda vela cuadrada). Pero
el aparejo del barco con la vela triangular, llamada latina,
se conoce poco todavía, y se puede discutir sobre sus orí­
genes y su ulterior difusión en el Mediterráneo. Las tesis
al respecto se enfrentan hoy con cierto vigor, por más
que los pequeños navios árabes puedan atestiguar cierta
anterioridad del este.
En cambio, todo está claro cuando se trata del orden
que sigue la construcción. Se distinguen tres operacio­
nes: la quilla, las cuadernas y las planchas de la tablazón.
“ Las cuadernas son, si se quiere, las costillas del esquele­
to, y la tablazón es la piel. En tiempos de Roma, por sin­
gular que parezca, se montaba primero la tablazón, des­
pués se insertaban las cuadernas en el interior; primero
se colocaba la piel, después el esqueleto.”
A sí eran los barcos mercantes de griegos y romanos,
los que, por ejemplo, frecuentaban el puerto hexagonal
de Ostia. Junto a ellos hay que evocar los navios de gue­
rra de remos, largos, estrechos, como los trirremes ate­
nienses que derrotaron a la flota persa en Salamina, en

54
480 a.C. Trirremes o quinquerremes, de tres o cinco filas
superpuestas de remeros, que se asemejan a las galeras de
los siglos x v y xvi, los barcos de guerra del Mediterrá­
neo de esa época — con la diferencia evidentemente de
que carecen de artillería— . Menos pesados por ello que
las galeras, pueden avanzar mucho más rápido.

H a s t a l o s n a v ío s d e l ín e a

Tres transformaciones marcan la evolución general de


los barcos en el Mediterráneo, antes de la navegación a
vapor y los cascos de hierro: el timón de codaste apareci­
do hacia el siglo xn; el casco encastrado hacia los siglos
xrv-xv; el bajel de línea a partir del xvn.
El codaste es la zona intermedia entre las partes cón­
cava y convexa del extremo posterior del barco. El timón
de codaste, una invención oceánica, es el timón que co­
nocemos nosotros: una caña que atraviesa el casco per­
mite maniobrar desde el interior del barco. Este timón se
convirtió, ya en el siglo xvi, en una rueda que permite al
timonel dirigir el movimiento: en las toscas carracas
portuguesas que van a las Indias, se junta a veces una do­
cena de hombres para sostener o hacer girar el timón.
Por supuesto, la discusión para determinar las ventajas
del nuevo timón sobre el antiguo sigue abierta. El nuevo
parece haber permitido al navio dar bordadas y remontar
el viento de mejor manera.
La segunda transformación concierne a la tablazón
encastrada. Con toda probabilidad, procede de los mares
septentrionales, con el casco (el kogge) que en el M edi­
terráneo se denominará comúnmente la nave. Es un car-

55
güero muy grande, de varios cientos de toneladas, que
después crecería aún más. ¿Su característica? Estar cons­
truido por capas, es decir, que las planchas del casco, en
lugar de estar pegadas, se recubren unas a otras como las
tejas de un techo. Más resistentes que los tradicionales
navios redondos del Mediterráneo, de planchas pegadas,
las naves pueden afrontar las fuertes olas y triunfar del
mal tiempo invernal.
Surge, entonces, una circulación más regular, una
verdadera revolución de los transportes. Algunos puertos
alcanzan marcas de tráfico en diciembre, enero o febrero.
El Mediterráneo se cubre de grandes cuerpos flotantes.
Las carracas genovesas del siglo x v alcanzan a veces i ooo
toneladas, y aun 1 500: son los gigantes del Mar Interior.
Los veleros de carga de Ragusa, en el xvi, llegan a veces al
millar de toneladas. Figuran entre los grandes cargueros
del Mar Interior y llevan sobre sí todo lo que es pesado u
ocupa mucho lugar: granos, sal, bolas de lana, cueros de
vaca o de búfalo, de los que Occidente es un fantástico
consumidor, y que van a cargar en Rodosto, sobre el mar
de Mármara, o en Varna, en el Mar Negro.
La particular fortuna de los veleros raguseos tiene
que ver al mismo tiempo con la capacidad de sus calas y
con los bajos salarios con que se conforman sus tripula­
ciones. A sí se impusieron en todo el espacio mediterrá­
neo y llegaron a Inglaterra y a Flandes, lo mismo que los
genoveses o los venecianos. La propiedad de uno de esos
grandes navios siempre está dividida en panes, de ordi­
nario 24 quilates, que no están todos por fuerza en ma­
nos de raguseos. Así, el genovés o el florentino, poseedor
de uno o varios quilates, vigila los movimientos de su
navio. Si llega a Livorno o a Génova, el patrón de la nave,

56
por lo general un raguseo, debe presentar sus cuentas y
pagar lo que debe a los propietarios de quilates, es decir,
a los accionistas.
Estas disputas o procesos han dejado suficientes hue­
llas en los archivos de los puertos como para aportar al
historiador muchos detalles sobre la vida y los azares de
esos grandes cargueros. Triunfan en los siglos x v y xvi,
para declinar y casi desaparecer en el xvn. Pero ¿no es ésa
la regla general en el Mediterráneo y sin duda también en
otras partes? El duro oficio de marino no se improvisa.
Recluta a sus hombres a partir de sectores del litoral bien
escogidos. Cuando uno de esos sectores hace fortuna, si
puede decirse así, puebla el mar con sus navios, pero poco
a poco se agota en ese difícil juego. La regla sirve tanto
para las calas provenzales, las islas griegas, las riberas ge-
novesas y las costas dálmatas, como para las aldeas y alde-
huelas de la admirable costa catalana. Pero hay renaci­
mientos, y el juego vuelve a comenzar.
La última transformación es la sustitución de la gale­
ra por el barco de línea. La impresionante batalla de Le­
panto (7 de octubre de 15 7 1) fue el encuentro m ons­
truoso de 500 galeras turcas y cristianas, 250 en cada'
campo. Pero ya en tiempos de don Juan de Austria su;
suerte estaba amenazada. Su última forma conquistadora-
fue sin duda la galera reforzada, que coloca en cada remo
a cuatro o cinco remeros a la vez y, con ello, puede ganar
en velocidad a las galeras comunes, alcanzarlas o, de ser
necesario, dejarlas atrás.
Las galeras tienen muchos defectos. En primer lugar
su costoso “m otor” : los forzados, que hay que comprar,
alimentar, cuidar, vestir. Hubo, es cierto, en Venecia,
hasta mediados del siglo xvi, remeros ciudadanos, como

57
en la Atenas de Pericles. Pero en todas las marinas se en­
cuentran forzados voluntarios — los buonvoglie, como se
les llamaba en Italia— , miserables que se alquilaban por
un tiempo para escapar de su miseria. “ Creo que es del
todo imposible — escribe el representante de Luis X IV
en Malta (26 de febrero de 1664)— encontrar buonvo­
glie en Francia, ni [s/c] sacarlos de los países extranje­
ros, y pienso que será más fácil tomar turcos para la ex­
pedición o comprarlos”, evidentemente en el mercado
de Malta donde los piratas vendían con regularidad sus
presas. El sistema, deficiente en verdad durante la época
de Luis XIV, no hubiera podido subsistir de no ser por
los condenados a las galeras. Tal vez se prolongó, en
efecto, a causa de esos condenados: ¿dónde tenerlos pri­
sioneros de manera más cómoda? Las galeras son el pre­
sidio ideal, la cárcel concentradora por excelencia, más
expeditiva que los piombi de Venecia.
Las galeras tenían además otros defectos: su costo de
fabricación, el amontonamiento de los hombres a bordo,
el poco lugar que queda para una artillería cada vez más
indispensable y que reclama cada vez más espacio; ade­
más, son navios hechos para los serenos mares del vera­
no. Si se les quiere utilizar en invierno (lo que constituye
un poco la táctica de las flotas menos fuertes, que duran­
te la estación peligrosa se protegen así con los mares agi­
tados de la réplica del enemigo), puede haber catástrofes:
el desgaste, el agotamiento de la chusma de las galeras, y
sobre todo los naufragios, durante los cuales en una o
dos horas desaparece una escuadra completa. Es lo que
ocurrió a las galeras de España en la bahía de la Herradu­
ra en octubre de 1562. Queda entonces un solo consuelo:
tratar en lo posible de recuperar los cañones hundidos.

58
Por último, cuando las naves mercantes empiezan a
equiparse con una artillería abundante para hacer frente
a los corsarios, las galeras sobrecargadas de hombres se
convierten para ellas en blancos ideales. En 1607, los na­
vios “redondos” de los holandeses fulminan a las galeras
españolas que pretenden obstruirles el estrecho de Gi-
braltar. De ahí a fabricar navios redondos, de vela, que
sean verdaderos navios de guerra, no hay en apariencia
más que un paso, pero será largo de franquear. Ese navio
redondo no triunfará de golpe, porque también tiene sus
puntos débiles. Basta con que una nave bien armada que­
de inmovilizada en un mar demasiado tranquilo, cuando
cesa el viento, para que las galeras se acerquen al cuerpo
inmovilizado del enemigo, elijan los ángulos de muerte
de su tiro y, dando vueltas a su alrededor, lo golpeen a su
gusto, incendiándolo u obligándolo a rendirse.
A pesar de todo, hacia 1620 la galera había pasado a
un segundo lugar. Los renegados nórdicos que entonces
poblaban Argel aclimataron el velero de carrera de largo
radio de acción. El Mediterráneo entero se convirtió en­
tonces en su terreno de caza. Y esos “berberiscos” de ojos
azules y cabellos rubios atraviesan el estrecho de Gibral-
tar, espían los accesos de Cádiz o de Lisboa, llegan hasta
Islandia y piratean en el Mar del Norte con la com plici­
dad de los puertos ingleses o de los comerciantes holan­
deses. Sin embargo, todavía quedan galeras en Tolón o en
Venecia, e incluso en Argel. En 1798, cuando la flota que
lleva a Bonaparte a Egipto captura de pasada Malta, gale­
ras de remos rojos se encuentran en el puerto de La Va-
lette. Pero son supervivencias: ni en Aboukir ( i° de agos­
to de 1798) ni en Trafalgar, en las cercanías de Gibraltar,
estarán presentes en el combate.

59
En esta época, hace ya tiempo que el velero ha triun­
fado, dividido netamente en dos familias: navios mer­
cantes por un lado, barcos de línea por otro, los cuales
han surgido de la transacción entre el casco redondo y el
casco alargado. El antecesor de esos maravillosos navios
de línea debe buscarse, sin duda, en las galeazas venecia­
nas, esas grandes galeras afiladas como los barcos de lí­
nea del futuro, pero mucho más anchas que las primeras,
tan sutiles. Demasiado pesadas y sobrecargadas de arti­
llería como para ser manejables, tenían un poder de fue­
go, de fortalezas flotantes. La línea de las galeras de don
Juan de Austria, en Lepanto, iba precedida de esos mas­
todontes que fulminaron a las galeras turcas desde el pri­
mer contacto entre las flotas. Pero este triunfo, en sí sen­
sacional, no trajo consecuencias inmediatas, porque nada
precipitó la evolución de los barcos del Mediterráneo de
la manera en que sucedió en otros mares del mundo. En
efecto, fueron necesarios la riqueza, la ambición, la locu­
ra de los estados modernos para construir, a finales del
siglo x vm , navios de línea perforados por más de cien
piezas de cañones y cuyos cascos de madera estaban am­
pliamente provistos de placas protectoras de cobre; obras
maestras de la arquitectura naval, por cierto, pero tan
costosos que es difícil de imaginar.

Ba r c o s y b o sq u e s

¿Los barcos de madera destruyeron poco a poco los bos­


ques del Mediterráneo? En todo caso, éstos han dejado
su lugar a menudo a formas degradadas, matorrales, mon­
te bajo, masas de arbustos aromáticos, que sirven apenas

6o
para alim entar las chimeneas con grandes llamaradas,
o para calentar los hornos de pan con los arbustos que,
en el prim er caso (los m atorrales), recubren el suelo
por entero, y en el segundo (monte bajo) lo dejan des­
nudo en amplias superficies. Esos matorrales o ese m on­
te bajo son también el resultado de explotaciones desor­
denadas para la construcción o la calefacción de las
casas, o el mantenimiento de las industrias que requie­
ren del fuego, o el cultivo de tierras boscosas explotadas
un tiempo, y después abandonadas por no ser bastante
fértiles.
El barco, que ha sido uno de los grandes culpables de
la deforestación, ¿no ha sido al final víctim a también
de este proceso? Llegó un día en que los bosques de Ca­
labria o los robles del Monte Gárgano dejaron de ser ex­
plotables para los astilleros de Ragusa o de las playas cer­
canas a Nápoles... Carmelo Trasselli, admirable historiador
de Sicilia, piensa que este enrarecimiento y la carestía de
madera que vino como consecuencia han sido una de las
razones, entre otras muchas, de la decadencia del Medi­
terráneo, en el siglo xvi, y más todavía en el x v i i . Hasta
los venecianos, hasta los caballeros de Malta compraron
entonces sus barcos en Holanda.
Esta explicación, más que verosímil, nos trae a la me­
moria las reflexiones de Maurice Lombard sobre la crisis
de la madera a través del Mediterráneo islámico del siglo
xi. Dominaba todo el mar; cuando le faltó la madera, el
mar se le escapó. Com o las mismas causas producen los
mismos efectos, algunos siglos más tarde, el Mediterrá­
neo cristiano del poniente perdería a su vez su dominio
del Mar Interior, donde ingleses y holandeses comenza­
rían a imponer su ley.

61
El M e d it e r r á n e o e s lo s c a m in o s

El Mediterráneo es los caminos del mar y de la tierra,


unidos entre sí; caminos significa ciudades, las modestas,
las medianas y las más grandes dándose la mano. Cam i­
nos y más caminos, es decir, todo un sistema de circu­
lación.
A través de ese sistema, culmina ante nuestros ojos la
comprensión del Mediterráneo, que es, en toda la exten­
sión del término, un espacio-movimiento. A eso que el
espacio cercano, terrestre o marítimo, le aporta, y que
constituye la base de su vida cotidiana, agrega sus dones
el movimiento. Si se acelera, las dádivas se multiplican,
se hacen visibles. La Toscana ha sido, durante siglos, sin
duda, la campiña más bella del mundo. ¿No es, acaso,
porque Florencia se nutre del trigo siciliano, que la Tos-
cana rural ha podido especializarse en el cultivo de la vid
y del olivo? Venecia es, desde el siglo x iv al xv i, la ciu­
dad más rica de Italia y sin duda de Europa, aunque, y con
más seguridad, lo es de todo el Mediterráneo. Y todo por­
que se encuentra en el corazón del sistema de circulación
más vasto de la época, extendido por el mar entero, y
porque se adjudica la mayor parte de las compras de pi­
mienta y especias de Levante, o al menos llegadas desde
el Océano Indico hasta las escalas de Levante, y es sobre
todo porque se trata de la revendedora por excelencia de
esos productos preciosos en Occidente, en especial en
Alemania, el mayor consumidor de Europa. Venecia “en­
cerró”, valga la expresión, a los comerciantes alemanes
en el gran edificio del Fondaco del Tedeschi como los paí­
ses del islam encerraron en los Fonouuks del Levante a
los propios venecianos. Para Venecia, el problema con­

62
sistía en impedir que los alemanes participaran de mane­
ra directa en su comercio marítimo. Ese es un coto de
caza cuidadosamente guardado, reservado para sus ciu­
dadanos, aquellos que tienen plenos derechos, que po­
seen la ciudadanía “por afuera y por adentro” (de intus et
de extra).
Vemos, así, de qué modo las rutas del Mediterráneo
aumentaron sin medida el espacio explotado por las ciu­
dades y los comerciantes del Mar Interior. Es, de la m is­
ma forma, un veneciano quien descubre para sus con­
temporáneos la lejana China: Marco Polo está de vuelta
en Venecia en 1296. Es también un hombre del Medite­
rráneo, Cristóbal Colón, quien descubre América en
1492. Serán los comerciantes italianos quienes, en el si­
glo x i i i , controlen las ferias de Champagne, y 200 años
más tarde controlen también las ferias de Lyon en torno
a las cuales, durante breve tiempo, giró la fortuna entera
de Europa. Las ciudades alemanas, Nuremberg, Ulm,
Francfort, Augsburgo, sobre todo Augsburgo, son las
alumnas, las émulas de Italia. Desde el siglo x iv en Bru­
jas, en Londres, domina el banquero comercial italiano,
y con él triunfa el mar lejano y exigente.
Un Mediterráneo más grande rodea y envuelve, pues,
al Mediterráneo stricto sensu, y le sirve de caja de reso­
nancia. La vida económica del Mar Interior no es, por
otra parte, la única en repercutir así a distancia; repercu­
ten también sus civilizaciones, sus movimientos cultura­
les de colores cambiantes. El barroco, nacido en Roma y
en la triunfante España, cubre toda Europa, inclusive los
países protestantes del norte. De la misma manera, las
mezquitas de Estambul, especialmente la Suleimanié, se­
rán imitadas hasta en Persia y la India.

63
Es, pues, visible sobre las márgenes del gran Medite­
rráneo, una especie de registro del esplendor y de la irra­
diación propias del mar. Por eso muchos problemas del
pasado mediterráneo, casi insolubles a primera vista, se
han resuelto por sí solos.
Ese lujo que, en espíritu y en la realidad, revivimos
hoy, a lo largo del Gran Canal, la calle más hermosa del
mundo, o sobre la plaza de San Marcos, la plaza más her­
mosa del mundo; ese lujo sólo se explica por una explo­
tación lejana del otro. En efecto, la explotación de las
campiñas cercanas y de las actividades de los pequeños
puertos satélites del Adriático, no bastaría. Hacen falta
las aportaciones de un comercio de lejos, de la antena
que, por medio del islam, tiende el Mediterráneo hasta
el Lejano Oriente. Cuando, durante la fiesta de la Sensa, el
día de la Ascensión, el Dogo de Venecia desposa al mar,
ante la iglesia de San Nicoló dei Mendicoli, no se trata
tan sólo de un bello espectáculo, o de un símbolo, sino
de una realidad: desposa, a través del mar, al gran Medi­
terráneo, fuente perenne de riquezas.
La decadencia, las crisis, los malestares del Medite­
rráneo son justamente las averías, las insuficiencias, las
fracturas del sistema circulatorio que lo atraviesa, lo so­
brepasa y lo rodea y que, durante siglos, lo colocara por
encima de sí mismo. El periplo de Vasco de Gama en
1498 es el primer golpe que le asesta el destino. Sin em­
bargo, sobrevivirá a la prueba. La decadencia no se decla­
rará antes de 1620, cuando los ingleses y los holandeses
se hayan apoderado de las lejanas salidas del Mediterrá­
neo, e invadido su propio espacio. A llí se produjo una
ruptura de larga duración. ¿Definitiva? Mucho más tar­
de, después de siglos de replegarse, la creación del canal

64
de Suez (1869), tema sobre el que regresaremos, no lle­
gará a restablecer plenamente la prosperidad y sobre todo
la preminencia del Mediterráneo. Porque Inglaterra reina
entonces sin rival sobre el mundo entero. El Mediterrá­
neo, capturado por el extranjero en el siglo xvi, no pue­
de ser devuelto a sus ribereños.
E l a lba

F ern a n d Bra ud el

, todos saben que las “primeras civiliza­


o d o s d ic e n

T ciones” nacieron en el Mediterráneo oriental del


Cercano Oriente. Pero el mar no es el responsable inicial:
durante milenios permaneció vacío, más desierto que
los desiertos m ism os, y fue obstáculo, no vínculo, en­
tre los hombres que, sin embargo, vivieron desde épocas
m uy tempranas en sus riberas.
No obstante, también desde épocas muy tempranas,
circularon balsas o piraguas primitivas, sin las cuales no
hubieran sido posibles esos viajes cuyas pruebas posee­
mos. A sí Chipre, que siempre fue una isla desde la apari­
ción del hombre en Asia M enor y de cuyos primeros po-
blamientos desconocemos la fecha exacta, importaba, en
el sexto milenio, obsidiana de Anatolia para fabricar sus
herramientas. Éste no es el único ejemplo: Malta, ocupa­
da por el hombre por primera vez hacia el 5000 a.C.,
conseguía en Sicilia piedras desconocidas en la isla; entre
ellas, la obsidiana. Pero nada indica que haya habido con­
tactos regulares o relaciones sostenidas. Si el hombre su­
peró muy pronto el obstáculo del mar, en distancias cor­
tas, lo hizo sólo de m anera esporádica al com ienzo.

66
La extensión marítima, como creadora de amplios in­
tercambios, permaneció durante mucho tiempo inuti­
lizada. Fue en la orilla y fuera de ella donde la civiliza­
ción mediterránea dio sus primeros pasos.

L a s r e v o l u c io n e s
del C e r c a n o O r ie n t e

El alba de la historia es la invención de la agricultura, la


revolución neolítica de la que se sabe desde hace poco,
gracias a los métodos de datación por medio del radio-
carbono, que comenzó hacia el 9000 a.C., y que se ex­
tiende a lo largo de varios milenios. Esta gran cesura en
la historia de la humanidad no se produjo, por lo tanto,
de manera acelerada. Sin embargo, se desarrolló desde va­
rios focos, más o menos unidos entre sí, llevando delante
sus cereales — plantas silvestres, empleadas desde mucho
antes de que empezaran a ser cultivadas poco a poco— ,
sus animales domésticos, sus árboles frutales, sus herra­
mientas, sus hábitos sedentarios.
Esto explica el hecho de que haya nacido no en las
llanuras, que supondríamos a p rio ri más fáciles de culti­
var, sino en las tierras altas que bordean el desierto de
Siria o en las mesetas montañosas de Anatolia y de Irán:
ése es, en efecto, el hábitat natural de las ovejas, cabras,
bovinos y puercos, y también el de las gramíneas salvajes,
a alturas de 600 a 900 metros; es allí, al fin, donde las
aguas fluyen con relativa abundancia, al pie de los relie­
ves del norte sobre pendientes muy expuestas, frente al
sur o el oeste. Fue en esa zona llamada característica­
mente el Cuerno de la Abundancia donde la agricultura

67
comenzó su larga carrera, a partir de tres regiones privi­
legiadas: los valles y vertientes occidentales del Zagros,
la región montañosa de la Mesopotamia turca y sobre el
sur de la meseta de Anatolia.
Quien dice agricultor dice sedentarización, arraigo
en hábitats agrupados. Pero la sorpresa, también revelada
por el radiocarbono, ha sido descubrir la existencia, des­
de el octavo milenio, no sólo de aldeas o villorrios, sino de
grandes aglomeraciones que podemos llamar ciudades,
por más que en sus comienzos no tuvieran la organiza­
ción de una ciudad mesopotámica o egipcia. De allí la
argumentación revolucionaria y convincente de Jane Ja­
cobs ( The Economy o f Cities, 1969), quien pretende que
en el vacío, el de la prehistoria o el de determinadas par­
tes del Nuevo Mundo después de la conquista europea,
es normal y lógico que las ciudades comiencen a existir
al mismo tiempo, e incluso antes que las aldeas. Jericó,
Gatal Hüyük son dos ejemplos de estas aglomeraciones
“ neolíticas”. En el séptimo milenio antes de nuestra era,
Jericó albergaba al menos 2 000 habitantes: Oatal Hüyük
extendía sus viviendas unidas entre sí a lo largo de 15
hectáreas, donde la circulación de la gente se realizaba,
dentro de las casas, a través de aberturas ovales practica­
das en los muros, y entre ellas, por las terrazas.
Estas “ciudades prim itivas” son ya centros organiza­
dores. Despiertan y mantienen una circulación de amplia
irradiación. Jericó exporta sal y betún, y recibe, entre
otras cosas, obsidiana de Anatolia, turquesas del Sinaí,
cauris del Mar Rojo. Qatal Hüyük cambia su obsidiana
por el sílex de Siria, importa del Mediterráneo gran can­
tidad de conchas y de toda clase de piedras, mármol, ala­
bastro. Sus actividades artesanales son múltiples: joyas de

68
piedra, de nácar o de cobre, telas finas, cerámica, etc.,
mientras que en la misma época la llanura de Panfilia, bas­
tante cercana, está todavía muy atrasada culturalmente.
Y la invención creadora, signo de abundancia económica,
se presenta pujante desde el comienzo de Catal Hüyük.
No obstante, es la llanura, la baja Mesopotamia la
que, junto con Egipto, se convertirá en el impulsor fun­
damental de la civilización en gestación. Porque una gran
civilización no puede vivir sin una amplia circulación, y
el agua de sus ríos — el Eufrates, el Tigris, el N ilo— per­
mitió desde muy temprano el desarrollo del transporte
fluvial. Cuando esos barcos por fin se aventuran por el
agua salada del Golfo Pérsico, o del Mar Rojo, o del
Océano Indico, se ha dado el paso decisivo. Un milagro
comienza. Bienes, mercancías, técnicas, todo transita­
rá, poco a poco, por las rutas del mar. El Mediterráneo
está vivo.

P r im e r o s b a r c o s ,
P R IM E R A S C IV IL IZ A C IO N E S

La batelería del Eufrates y el Tigris (completada por bal­


sas hechas con odres inflados unidos entre sí que, pesa­
damente cargados, descendían el curso de los ríos, des­
pués de lo cual, los odres desinflados eran transportados
a lomo de burro hasta su lugar de origen) desempeñó, es
cierto, un papel fundamental en el crecimiento y la pros­
peridad de la Mesopotamia. Ha permitido, al mismo
tiempo, la repartición económica de los variados recur­
sos de la montaña y de la región baja, y la unión en un
todo de las ciudades independientes y deseosas de se­
guirlo siendo. Basta mirar hoy todavía el movimiento de

69
las barcas en el Eufrates, sus extensas superficies de agua,
sus orillas planas durante largo tiempo pantanosas, para
que revivan los magníficos bajorrelieves del palacio de
Nínive, con sus barcas de cañas deslizándose entre los
hipopótamos de los pantanos repletos de peces. Pero la
Mesopotamia está lejos de las orillas del Mediterráneo, y
si llegó a aventurarse, como parece, por el Mar Rojo y el
Golfo Pérsico, sabemos poco al respecto. Está en el tras-
fondo de la primera historia del Mediterráneo.
Los barcos de Egipto, en cambio, desembocan sobre
la historia del Mar Interior. Los bajorrelieves de las pri­
meras pirámides nos los muestran construidos a menudo
de haces de papiros unidos, un tanto parecidos a las bar­
cas de la Mesopotamia, con proa y popa levantadas, un
fondo casi plano que les permite no chocar contra los
bancos de arena levemente sumergidos y atravesar sin
problemas los numerosos pantanos.
El progreso hará que muy pronto los juncos prim iti­
vos sean remplazados por tablones de madera, bloques de
sicómoro o de acacia traídos del A lto Egipto, o de cedro
del Líbano. Esos tablones cortos y macizos están unidos
con fuerza entre sí. Excepción hecha del material, esas
naves de madera, sin quilla, de extremidades levantadas
por un cable transversal, se parecen sin la menor duda a
las barcas primitivas. Pueblan las escenas de caza o de
pesca representadas con mucha frecuencia en las paredes
de las tumbas, y sirven para transportar a los muertos a
su última morada.
El transporte fluvial del Nilo es tan poderoso como el
del Eufrates, sobre el cual tiene además una segura ven­
taja: el sistema regular del viento, que en Egipto permite
que los barcos remonten a vela el río. En el otro sentido,

70
basta con dejarse ir con la corriente. Remos y sirga son
menos necesarios. El Nilo es así, y por ésta y otras razo­
nes, la condición de la unidad y la riqueza de Egipto. En
el siglo x x v a.C., el río daba la oportunidad de transpor­
tar el granito de las canteras del A lto Egipto hasta Men-
fis, y controlar desde lejos a Nubia, gran proveedora de
marfil, ébano, plumas de avestruz, metales preciosos, oro
sobre todo. Pronto permitirá, además, alcanzar el Mar
Rojo por la ruta de Coptos a Qoeir, y así tener acceso al
incienso, a la mirra de la región de Punt, al cobre, a las
turquesas y otras piedras preciosas del Sinaí. Y es en el
Bajo Egipto, sede del poder faraónico, donde se acumu­
lan todas estas riquezas, con las cuales comprar o procu­
rarse todo lo que el mismo Egipto no tiene y codicia:
cedros del Líbano, betún del Mar Muerto, aceite y más
tarde vino de Siria. Es así como empezaron los viajes en­
tre Egipto y las ciudades de la costa siriolibanesa, casi en
los albores de la historia egipcia. Probablemente, como
expediciones lanzadas por los faraones, al principio. Pero
a mediados del tercer milenio una verdadera flota mer­
cante une a Biblos con los puertos del delta: los barcos
son de tipo egipcio y sin duda financiados por Egipto,
pero quizá construidos ya, y sobre todo tripulados por
los cananeos (nombre que se les daba a los siriolibane-
ses). Esos antepasados de los fenicios eran ya un pueblo
de marinos; el egipcio, por el contrario, tenderá siempre
a quedarse en casa, ya que su riqueza le permite un co­
mercio pasivo, como se afirma más tarde, en dirección al
Mediterráneo. En todo caso, mil años después no es po­
sible tener ninguna duda: una pintura de Tebas, del siglo
x v a.C., muestra barcos tripulados por cananeos, atavia­
dos con su traje característico, que descargan en Egipto

7i
mercancías de su país. Con todo, los barcos son semejan­
tes: veleros de tipo egipcio, con las mismas extremidades
levantadas casi en ángulo recto, sin quilla en apariencia.
Barcos que convienen para un trayecto apacible y rutina­
rio, por aguas poco profundas y sujetas a la creciente pe­
riódica que repliega el camino navegable para convertir
al Nilo en un simple sendero, pero muy poco para los
peligros de alta mar.
Desde comienzos del segundo milenio, y antes sin
duda, apareció otro tipo de barco, nacido de otra aventu­
ra: la de los pueblos del Egeo. Estos navios ligeros se
mueven a vela y remo, y están provistos de una carena
más una quilla, lo que no sólo refuerza su casco contra el
choque de las olas, sino que además los hunde en el agua,
les da mayor estabilidad y mejor resistencia al viento.
Este barco egeo, antepasado directo de los barcos feni­
cios, griegos y romanos, es en realidad el primer barco de
transporte realmente adaptado al mar. Fue el que aceleró
la historia del Mediterráneo.

El p r im e r M e d i t e r r á n e o
C O M E R C IA N T E DE LA H IST O R IA

A comienzos del segundo milenio emergen, por lo tanto,


dos sectores marítimos, donde se fabrican navios y mari­
nos: la costa libanesa, las islas egeas. Ya están los protofe-
nicios, y los protogriegos. Tan activos en las costas del
Egeo y del Asia Menor como habrán de serlo sus suceso­
res; son, sin la menor duda, los principales responsables
del nacimiento de un primer Mediterráneo del inter­
cambio, un Mediterráneo todavía reducido a una mitad

72
del mar (los espacios del Levante), pero que ya es un es­
pacio económico unitario, donde muy pronto todo se
intercambiará: los objetos, las técnicas, las modas, los
gustos, los hombres por supuesto, e incluso las corres­
pondencias diplomáticas.
A sí se crea un fenómeno de extraordinaria novedad:
surge una cultura cosmopolita donde se pueden recono­
cer los aportes de las diversas civilizaciones construidas
a lo largo o en medio del mar. Algunas de estas civiliza­
ciones forman parte de imperios: Egipto, Mesopotamia,
el Asia M enor de los hititas; otras son empujadas al mar
y sostenidas por las ciudades: la costa siriolibanesa, Cre­
ta, más tarde Micenas. Pero todas, a partir de ahora, se
comunicarán entre sí. Todas, aun Egipto, por lo común
tan encerrado sobre sí mismo, se vuelcan hacia afuera
con una curiosidad apasionada. Es la época de los viajes,
del intercambio de presentes, de las correspondencias
diplomáticas y de las princesas que se dan por esposas a
reyes extranjeros como prenda de esas nuevas relaciones
“internacionales”. La época en que, en los frescos de las
tumbas egipcias, se ve surgir, en su traje original, repro­
ducidos con minuciosidad, a todos los pueblos del Cer­
cano Oriente y del Egeo: cretenses, micenios, palestinos,
nubios, cananeos; cuando las magníficas cerámicas cre­
tenses invaden todo el Levante (casi no hay ninguna ex­
cavación que no descubra algún vaso o algunos tazones
cretenses de esta época); en que las mayólicas azules de
Egipto, exportadas a todas partes, copiadas sin escrúpulo
en Ugarit, acompañan a los muertos en las tumbas mi-
cenias; cuando el culto de las divinidades cananeas, sin
duda introducido por los comerciantes, se esparce por el
delta, mientras que las esfinges aladas o los dioses de

73
Egipto florecen en Siria o en el país hitita; cuando, sobre
los muros de las tumbas de Tebas, la fantasía de la pintu­
ra cretense se impone a la austera tradición egipcia
mientras que las flores de loto y los pájaros acuáticos del
lejano N ilo inspiran a los ceramistas cretenses o mice-
nios que retoman a su vez, pero con mucha mayor fuerza
en la disposición y en el tratamiento de las formas, su
universo ambiguo y marino, rechazando de paso, a dife­
rencia de Egipto, las referencias espaciales, los horizon­
tes figurados; cuando la moda egipcia, consagrada hasta
entonces al lino blanco, se apasiona por los bordados si­
rios y los tejidos policromos de los cretenses.
En esta extraordinaria "mezcolanza” del segundo m i­
lenio, la palma del cosmopolitismo corresponde sin du­
da a los siriolibaneses, que toman prestado y de todo el
mundo, y lo mezclan a su gusto. A l contrario de Creta,
que, a pesar de la actividad de sus comerciantes y mari­
nos, cuyas huellas se encuentran en todas partes, dio
más de lo que recibió. Protegida quizá por su carácter
insular, se ha mantenido como la más original, la más
insólita de las primeras civilizaciones antiguas. Tan m is­
teriosa cuando se desarrolla com o un fenómeno aparte,
como cuando desaparece, con una muerte brutal e in­
explicable.

D e C n o s o s a M ic e n a s

Creta es una isla perdida en alta mar, durante largo tiem ­


po subpoblada y subdesarrollada. Curiosamente resguar­
dada: no hay en ella animales salvajes autóctonos, ni zo­
rros, ni lobos, ni águilas, ni lechuzas, ninguna bestia

74
dañina fuera del escorpión, la víbora y una araña veneno­
sa (desconocida, por otra parte, en el continente). D u­
rante mucho tiempo, apenas si repercutieron en ella las
corrientes civilizadoras venidas de las Cicladas y el Egeo.
Troya, cerca del Helesponto, brilla ya cuando Creta per­
manece aún en la oscuridad. Sólo hacia 2500 a.C. llega
hasta ella un poco de luz. La leyenda de Europa raptada
por Zeus en las costas de Fenicia y llevada a Creta tendría
una parte de verdad.
Surgen en ella dos generaciones de ciudades-pala­
cios, la primera de 2000 a 1700; la segunda de 1700 a
1400. Com o indican por sí solas esas fechas, la isla se
desarrolla con el auge de las navegaciones de Levante.
En esa multiplicidad de palacios-ciudades — de los
que Cnosos es el ejemplo más bello, pero no el único— ,
¿hay que ver ciudades independientes, ciudades-Estado
ya sobre el modelo griego, como aventura E. van Effen-
ter? Esos palacios son privativos de una divinidad tanto
como de un príncipe, el M inos de Cnosos. Son tal vez
también una forma de economía, el lugar donde se re­
úne y se redistribuye la producción, el centro donde los
artesanos y los comerciantes de la ciudad vecina recogen
sus órdenes de pago; donde se concibe una participación
cada vez más consciente en el intercambio con el exte­
rior. Porque este florecimiento, sobre todo el más bri­
llante, de 1700 a 1450, es contemporáneo de un auge
económico general del Cercano Oriente. El brillo de los
grandes imperios se refleja en el espejo de la civilización
cretense que, a su vez, envía a lo lejos sus luces. Cnosos,
el palacio-ciudad por excelencia, irradiará a lo lejos su
influencia gracias a los navios cretenses que surcan la
inmensidad del mar.

75
Todo se derrumbará, como hemos dicho, en Cnosos
y en la Creta oriental (la única parte de la isla iluminada
por la civilización) hacia 1450. Tal suceso ¿tiene como
consecuencia la explosión volcánica de Théra, hoy San-
torini? La hipótesis, aceptable, es a menudo admitida.
¿O es que se debe a un ataque victorioso de los mice-
nios? Ésta es la hipótesis clásica. ¿Sería a consecuencia
de violentas conmociones sociales? Sea lo que fuere, la
civilización cretense se extinguió a mitad del siglo xv.
Conocem os de manera imperfecta esta civilización.
Su religión sigue siendo poco comprensible para nos­
otros. A lo más que llegamos es a reconocer algunos
símbolos: el árbol, el pilar, la doble hacha, los cuernos de
toro, los chales anudados ritualmente: algunos animales
sagrados: la serpiente, la paloma, el toro. Por último, la
Diosa Madre, salida de las profundidades de la prehisto­
ria y de las mentalidades primitivas, parece haber sido la
dominadora. Pero ¡cuánta distancia entre esa joven diosa
elegante que empuña una serpiente como sostendría un
adorno, y las adiposas estatuas de la abundancia, de las
que se han encontrado cientos de ejemplares alrededor
de todo el Egeo! ¿Qué relación hay entre la danza sa­
grada de las sacerdotisas que hace girar las faldas de vo ­
lantes de las jóvenes de largos cuerpos de bailarinas y
la escena de los frescos de Mari, donde el rey recibe de la
diosa Istar los emblemas sagrados, con la hierática so­
lemnidad de la Mesopotamia? Lo que fascina en Creta
es la idea que nos hacemos, con razón o sin ella, de una
civilización “distinta”, donde todo tendería a la belleza y
a la alegría de vivir, donde la misma guerra no tendría
sitio (en todo caso, no hay fortificaciones en torno a las
ciudades cretenses). Sobre los frescos de Cnosos, el sa­

76
cerdote-rey camina entre lirios, y las mujeres de vesti­
dos claros, amarillos, azules y blancos, con los senos des­
nudos, danzan ante un vasto público sentado bajo olivos
azules. Acróbatas de finos cuerpos juegan entre los cuer­
nos de un toro. Domina un naturalismo simple y fuerte:
una brizna de hierba, una mata de azafrán o de iris, una
vara de lirio blanco sobre el ocre de un vaso o sobre la
púrpura de un estuco mural; arbustos que se enlazan en
un motivo continuo, casi abstracto, una rama de olivo
florecido; los tentáculos retorcidos de un pulpo, delfi­
nes, una estrella de mar, un pez azul alado, y tantos te­
mas más, tratados con una gran libertad de invención.
En la fantasía de un mundo alegremente irreal, un mono
azul corta azafranes, un pájaro turquesa se posa sobre
rocas rojas, amarillas, azules, jaspeadas de blanco, donde
florecen los rosales silvestres; un gato salvaje acecha, a
través de unas ramas de hiedra aérea, a un inocente pája­
ro que le da la espalda; un caballo verde tira del carro de
dos diosas sonrientes.
La civilización llamada micénica (por la ciudad de
Micenas, en la Argólida) que sucede a la civilización cre­
tense seguía, desde tiempo atrás, la escuela de esta últi­
ma. ¿Se volvieron los alumnos peligrosos y destruyeron
al maestro? Es posible. O bien ocuparon el lugar vacío.
Lo cierto es, en todo caso, que las ciudades micenias,
Tirinto, Pilos, Argos, Tebas, Atenas, Micenas, continúan
su auge después de la brusca desaparición de Creta. Se
construyen en ellas grandes palacios al estilo cretense.
Y los comerciantes micenios, que recorren los mares
igual que lo hacían los cretenses, ocupan un lugar pre­
ponderante en el Egeo. Se instalan en gran número en
Chipre, Egipto, Asia Menor, Siria, en el Líbano, y los va­

77
sos micenios se encuentran por todas partes en el C er­
cano Oriente, como antes los cretenses. Pero la atmós­
fera ha cambiado: las ciudades micenias, batalladoras y
expansivas, a veces rivales, se rodean de murallas. Final­
mente, conocerán un destino trágico; casi todas desapa­
recerán en el curso de un drama aun más oscuro que el
que puso fin a Cnosos.

La s c a t á st r o f e s p o c o e x p l ic a b l e s
D E L O SC U R O SIG L O X I I

El siglo xii es oscuro entre los siglos oscuros. ¿Sus ca­


tástrofes en cadena son comparables a la caída de Roma
en el siglo v? A sí se ha afirmado. De todos modos, antes
de esas catástrofes la luz existía desde el mar Jónico hasta
Egipto y el resto del Cercano Oriente. Con el siglo xn, la
noche se instala por medio milenio aproximadamente.
Por lo tanto, no es razonable la comparación entre el fin
de Roma, que será sólo un hachazo, y esta oscuridad mul-
tisecular que lo invade todo.
Lo que desaparece entonces es el Imperio hitita de
Asia Menor, el Hatti; son los palacios micenios, todos
incendiados y destruidos (en Tirinto se han encontrado
los esqueletos de los defensores al pie de las murallas,
bajo una masa de escombros calcinados). ¿La responsabi­
lidad de esto recae sobre los misteriosos “pueblos del
mar” que hacen pensar en los normandos de la Edad M e­
dia? Esos pueblos — ¿quiénes eran, de dónde venían?—
en verdad existieron, ya que numerosos textos hablan de
ellos, y llegaron hasta Egipto donde fueron aplastados en
dos ocasiones (12 2 5 y 118 0 a.C.); un bajorrelieve con­

78
memora esta victoria del faraón. Pero no por ello escapa­
rá Egipto al desastre, ya que lo que se pierde sobre todo
en la múltiple aventura, y por mucho tiempo, es el Me­
diterráneo de los intercambios. Estos disminuyen, des­
aparecen; no resistieron los incendios, las carnicerías,
las murallas derruidas, las ciudades desquiciadas como
por capricho, las ciudadelas tomadas por asalto y libra­
das al saqueo.
Todavía ayer se explicaban estos dramas por la llega­
da de los indoeuropeos, los dorios. Bárbaros, sí, que sin
embargo tenían armas de hierro, y que habrían acabado
con los micenios que sólo conocían las armas de bronce.
Los recién llegados habrían empujado a poblaciones en­
loquecidas. Así, al hablar de los pueblos del mar tendría
que tratarse de esas hordas de fugitivos que, a su vez,
habrían pillado, saqueado, matado, desde la región hitita
hasta Egipto. Por desgracia, esta explicación ya no se
sostiene, dado que los dorios, últimos invasores indoeu­
ropeos de la antigua Grecia, llegaron apenas a finales del
siglo x i i , 100 años más tarde por lo menos, y no trajeron
el hierro, que había venido de otra parte. A l menos, es
eso lo que hoy afirman los arqueólogos.
Pero, entonces, ninguna explicación se impone o se
sostiene ante las exigencias de la crítica. Sólo dispone­
mos de hipótesis, que habrán de verificarse sabe Dios
cómo.
Claude A. Schaeffer ha afirmado que el Imperio de
los hititas había sido destruido por terremotos de extre­
mada violencia. Es posible e incluso seguro: los sismos
siempre han abundado en esta región de Asia Menor. No
obstante, es insuficiente para explicar el conjunto del fe­
nómeno, que sobrepasa los límites de la Anatolia, o el

79
papel de los pueblos del mar, o bien las destrucciones de
las ciudades micenias.
¿Ocurrió, como hace notar Rhys Carpenter en un li­
bro reciente, un cambio radical del clima, que se habría
alterado en el sentido de una sequía persistente, calami­
tosa y finalmente destructiva? La duración de los vientos
etesios que excluyen la lluvia se habría alargado, trans­
formando en desiertos vastas regiones secas de por sí,
pero hasta entonces cultivables. Tan sólo habrían esca­
pado al siniestro enemigo las regiones altas, cercanas al
mar y por añadidura expuestas directamente a los vien­
tos del oeste, es decir, el golfo de Corinto (que las Ins­
trucciones náuticas señalan como una zona susceptible
de atraer las depresiones torm entosas, de mayo a julio
y de septiembre a octubre). Atica, Rodas, o Chipre o Te­
salia o Epiro. Por otra parte, los habitantes expulsados de
su país por la pérdida de numerosas cosechas habrían
tomado el mar, invadido de manera masiva los territo­
rios relativamente protegidos y provocado las destruc­
ciones en cadena que conocemos. Por lo que toca a los
palacios micenios, no habrían sido destruidos por los in­
vasores, sino por los grupos locales de campesinos ham­
brientos, porque siempre fueron grandes depósitos de
productos alimenticios.
Estas explicaciones nos hacen soñar, y ése es su mé­
rito y su utilidad. Pero el problema seguirá siendo oscuro
mientras se carezca de una masa más precisa de datos. Se
necesitarían más excavaciones afortunadas, muestras de
cerámica convincentes y sobre todo, exactitud cronoló­
gica. Es mucho pedir, aun cuando las nuevas posibilida­
des de datación ofrecidas por el radiocarbono pueden
aclarar muchas cosas.

8o
En todo caso, hay un hecho cierto: el Mediterráneo
oriental, en el siglo xn a.C., vuelve al plano cero, o casi,
de la historia. Sus intercambios se acaban. Cada quien va
a vivir para sí, aunque con dificultad. Los dos imperios que
subsisten han perdido toda influencia: Egipto se repliega
sobre sí mismo, sobre sus desgarramientos internos, y su
historia se pierde en las continuas invasiones, más o me­
nos mediocres, que lo agobian. La Mesopotamia se entie-
rra en sus turbulencias, poco comprensibles, pero ¿acaso
no es su destino estar abierta, por naturaleza, a los mun­
dos vecinos circundantes — y terribles— del desierto y
la montaña? La costa cananea — fenicia decimos aho­
ra— se encuentra siempre en la encrucijada de la vida de
esos dos monstruos que se necesitan el uno al otro, y
cuya intersección crea, de antemano, la vida marítima de
la estrecha costa del Líbano. Aquí, como en ninguna otra
parte, el universo del Cercano Oriente continuará vi­
viendo, aun cuando se fraccione, se “balcanice”, por así
decirlo. Surgen minúsculos estados, sin que se sepa muy
bien por qué, después se desorganizan y desaparecen.
Así, hacia 950 brilla un Estado judío, que después se des­
compone en dos: Judea al sur, Israel al norte. Haría falta
una lupa, ciertamente, para seguir esas breves trayecto­
rias políticas. Sobre la costa cananea, Ugarit desaparece,
Biblos declina, Sidón la remplaza y, hacia el año mil, Tiro
se convierte en la ciudad dominante. Volcada hacia el
mar, Fenicia comienza a vivir, mientras la guerra no deja
de hacer estragos por todas partes.
¿Cómo no asombrarse de que en esta historia oscura
se hayan desarrollado dos poderosas revoluciones?
En primer lugar, la difusión de la metalurgia del hie­
rro. Oriundo o no del Cáucaso, o de Cilicia, el hierro

81
acerado, endurecido por la incorporación de carbono,
será monopolio de los hititas durante mucho tiempo. ¿El
esplendor de su imperio favoreció quizá la dispersión de
grupos de herreros, personajes diabólicos a los ojos de los
demás hombres? De cualquier modo, la dispersión, la di­
fusión fueron lentas. No es antes del siglo x cuando el
hierro se convierte en un metal de uso corriente, ya que
su precio baja entonces en la Mesopotamia.
La segunda revolución es la aparición de la escritura
alfabética. En la Edad de Bronce, el Cercano Oriente ha­
bía conocido la escritura: en Egipto, los jeroglíficos; en
Asia Menor, la escritura cuneiforme; en Creta, el lineal
A y el lineal B (el único descifrado y que ha revelado una
lengua vinculada con el griego). Estas complicadas escri­
turas silábicas, hechas para uso de los príncipes, reque­
rían de hombres de arte, de escribas, podríamos decir de
“mandarines”. Fue en Siria, lato sensu, donde se preparó
la revolución simplificadora del alfabeto entre los siglos
iv y x a.C. Una revolución que estaba en el aire: se trata­
ba de sustituir la escritura reservada a los escribas y a los
príncipes por una escritura fácil para los comerciantes
apresurados y capaz de transcribir diversas lenguas. Nada
de sorprendente resulta ese esfuerzo, si se ha realizado al
mismo tiempo en dos ciudades diferentes, ambas excep­
cionales comerciantes: Ugarit inventó un alfabeto de 3 1
letras, utilizando carácteres cuneiformes; Biblos un alfa­
beto lineal de 22 letras, que será finalmente el de los fe­
nicios, quienes lo enseñaron a los griegos, que, a su vez,
lo adaptaron a su lengua, sin duda en el siglo vm antes
de Cristo.
El alfabeto no corrió más rápidamente sobre las rutas
del mundo que la moneda que, creada en el siglo vil a.C.,

82
tardó mucho tiempo en alterar por completo el inter­
cambio. Pero ¿quién se atreverá a negar al primer alfabe­
to o a la primera pieza de moneda el merecido nombre
de revolucionario?

El F a r-W e st m e d ite rr á n e o

En el siglo vm , el Cercano Oriente alcanza una nueva


prosperidad. El mar recobra vida con los activos puertos
de Fenicia y las ciudades griegas. Gracias a esos puertos y
a esas ciudades, a sus navios y a sus marinos, se realizará
una verdadera conquista del Mediterráneo occidental.
Concluida esa colonización, el Mediterráneo de la his­
toria se extenderá sin hiatos desde Levante hasta las C o­
lumnas de Hércules.
Se ha comparado este movimiento, que parte del siglo
v i i i antes de la era cristiana en dirección al oeste, con la

colonización del continente americano desde Europa,


después de 1492. Comparación bastante esclarecedora.
En ambos casos, se trata de una colonización a distancia,
al encuentro de tierras nuevas, pero no deshabitadas. La
América “precolombina” tiene sus indígenas, el Far-West
mediterráneo sus poblaciones ya sedentarizadas por la
agricultura.
La fundación de nuevas ciudades se hizo, pacífica­
mente o no, sobre las costas adosadas a vastas regiones
curiosas e interesadas, u hostiles y peligrosas, según los
casos y las épocas. Y si se habla de América, es sobre
todo porque los colonos encontraron en esas lejanas
tierras condiciones de vida mucho mejores que en Gre­
cia o en Fenicia. En el oeste, todo es más grande, más
rico. Observemos la guirnalda de las ciudades griegas de

83
Sicilia, Agrigento, Selinonte, con sus grandiosos m onu­
mentos; Cartago, “la ciudad nueva”, en la época de su
esplendor, será diez veces más grande que Tiro, su me­
trópoli.
Tres rutas marítimas atraviesan de lado a lado, el M e­
diterráneo, en el sentido de los paralelos.
La primera, pegada a los litorales del norte, a Grecia y
sus islas, llega hasta la altura de Corcira (Corfú). De allí,
con buen viento, un velero ligero atraviesa el canal de
Otranto en menos de una jornada. Después el hilo de la
costa italiana conducirá hasta el estrecho de Mesina,
desde donde se puede ganar ya el mar Tirreno, ya el lito­
ral siciliano. Esta es la ruta de las navegaciones griegas,
conocida desde la época micenia.
La ruta meridional bordea la costa de Africa, desde
Egipto hasta Libia y Á frica Menor. A l término del itine­
rario se abre el estrecho de Gibraltar — las Columnas de
Hércules— .
La tercera ruta corre por el centro del mar, apoyada
en una cadena de islas: Chipre, Creta, Malta, Sicilia,
Cerdeña, las Baleares. Aunque esta ruta intermedia obli­
ga a afrontar el mar abierto, se tiene la certeza de que
los fenicios la utilizaban, tanto com o el itinerario m eri­
dional, ya que las excavaciones en esas islas han hallado
rastros de sus establecimientos. ¿Acaso los fenicios no
son pilotos excepcionales? “Tus sabios, oh Tiro — dice
Ezequiel— , estaban a bordo com o marineros... En alta
mar [las cursivas son nuestras], fuiste conducida por
tus remeros.” Viajando incluso de noche, guiándose
por la Osa Menor, los fenicios se convirtieron en los
precursores. Fueron ellos quienes ganaron la carrera ha­
cia el oeste.

84
So la m en te h a bla rem o s
D E LOS F E N IC IO S

Ayer, la historia antigua estaba bajo el signo de la greco-


manía. La posibilidad de cualquier prioridad de Fenicia se
negaba obstinadamente. Pero el admirable Víctor Bérard
(18 6 4 -19 3 1), acusado durante su vida de feniciomanía
por los detentadores de la historia oficial, tenía razón, y
más de lo que suponía. Tres pequeños hechos establecen,
por sí solos, una cronología poco discutible al parecer: en
primer lugar el descubrimiento en el museo de Chipre
(1939) de una inscripción gastada, que no había sido ad­
vertida y que puede fecharse en el siglo ix antes de nues­
tra era. Su escritura puede relacionarse — y es el segundo
hecho— con una insólita inscripción fenicia, encontrada
en Cerdeña y que actualmente está en el museo de Ca-
gliari. Escritura idéntica, por lo tanto fecha idéntica, dice
un arqueólogo (19 4 1); desde entonces, se han encontra­
do en Cerdeña restos de inscripciones análogas — éste es
el tercer grupo de nuevos argumentos— .
A tal punto, que la tesis de Sabatino Moschati (1966)
gana en verosimilitud. Tres siglos por lo menos, el xi, el
x y el ix, separan la caída de Micenas del primer m ovi­
miento griego de expansión hacia el oeste. “ Es natural
— afirma M oschati— que la expansión fenicia se inscri­
ba en ese vacío histórico.” Fenicia habría aprovechado la
disminución de la navegación “griega” para explotar el
mar lejano. Se habría dado, pues, precediendo a la de los
griegos, en la época de los “siglos oscuros”, una primera
conquista del oeste en beneficio de los “orientales”. Por
otra parte, ¿no está Fenicia, por naturaleza, condenada a
utilizar el mar a cualquier precio?

85
Un p a ís a r r o j a d o h a c i a e l m a r

Fenicia es una guirnalda de pequeños puertos adosados a


la montaña, situados en penínsulas, en islotes, como si
quisieran ser ajenos a un continente con frecuencia hos­
til. Tiro, hoy unida a tierra firme por los aluviones, esta­
ba construida en una estrecha isla. La ciudad encontraba
allí lo fundamental: una defensa eficaz; dos puertos, uno
al norte que une la isla con Sidón, otro al sur, para el trá­
fico en dirección a Egipto; por último, un manantial de
agua potable, captado en medio del agua de mar. Todo lo
demás, los víveres, el aceite, el vino, las materias primas,
debían traerlo los marinos.
Las ciudades de este tipo sólo pueden vivir del co­
mercio y de la industria. Para comprar en el extranjero
los víveres que les faltan, para compensar el permanente
desequilibrio que de ello resulta, las ciudades fenicias es­
taban obligadas a comerciar y a exportar los productos
de sus propias industrias. Poseen artesanos, herreros, or­
febres, constructores de barcos. Sus tejidos de lana son
famosos, lo mismo que, extraídas de un molusco, el mú­
rice, sus tinturas, que van del rosado al púrpura y el vio­
leta. Además, en esta encrucijada en la que se encuen­
tran, los fenicios están bien situados para imitar todos
los estilos, todas las técnicas de los otros, por ejemplo,
las cerámicas azules o los vidrios policromos de Egipto.
Lo cual no les impide vender por todas partes, sin hacer
distinción, los productos extranjeros.
Su comercio atrapa en sus redes a todo el Levante,
alcanza el Mar Rojo y se abalanza hacia el Océano Indico.
Una vez explorado el oeste, aquél se extenderá hasta G i­
braltar y se aventurará por el Atlántico. Un pasaje de la

86
Biblia indica, al parecer, que un navio equipado por el rey
Salomón e integrado a la flota fenicia llegó hasta la lejana
España, hasta Tartesos, y regresó tres años después. El
valor y la habilidad de los hombres serán los factores de­
cisivos en estos triunfos marítimos.
Pero en la técnica también ha intervenido, en particu­
lar, según P. Cintas, el uso del betún del Mar Muerto
para calafatear los cascos de los navios. El betún se utili­
zaba ya en Cartago para recubrir el exterior de los muros
de arcilla de las casas, y Plinio habla de los “techos de
pez” de la ciudad. Esto explicaría el espantoso incendio
de 146 a.C. ¿Hubieran podido los romanos arrasar con la
vasta ciudad mediante el fuego sin el betún, combustible
por excelencia, del cual el investigador encuentra todavía
hoy “pequeñas capas” en el colchón de cenizas bajo el
cual la ciudad púnica está sepultada?

C a r t a g o o la s e g u n d a F e n ic ia

Cartago fue durante mucho tiempo sólo un hito de la


relación entre Tiro y España, ya que Fenicia conservaba
el papel de metrópoli. No obstante, el sistema se altera
en el siglo vu.
Los fenicios no encuentran ya el vacío mediterráneo,
como en tiempos de los primeros logros, sino la compe­
tencia de los etruscos; después, la de los griegos. Por otra
parte, Fenicia está sojuzgada por la violencia de los asi­
dos, instalados en Chipre desde 709. Arados, Biblos, Si-
dón y Tiro resisten, pero todo se pierde con la ocupación
de Egipto por los asirios (671). En ese momento, los “re­
yes” de las ciudades fenicias se someten.

87
A Yakimlu, rey de Arados que está en medio del mar [A ra­
dos ocupa, efectivamente, una isla] que no se había som e­
tido a los reyes antepasados m íos — dice un texto de Asur-
banípal— lo puse bajo mi yugo. El m ism o me trajo a Nínive
con una rica dote, a su hija, para que me sirviera de concu­
bina, y él me besó los pies.

El baal de Tiro debió entregar también a una de sus


hijas y a sus sobrinas, incluso a su hijo, que Asurbanípal
le devuelve. En 574, cuando, desde hacía más de 30 años,
el Imperio asirio había sido derribado y todos podían
respirar a gusto, el babilonio Nabucodonosor se apodera
de Tiro.
Estas guerras, los disturbios en las ciudades, las inte­
rrupciones de las relaciones comerciales obligarán a Car­
tago a crecer. El centro de la vida fenicia se trasladará por
fin a ella, en la unión casi perfecta de los dos Mediterrá­
neos. Y la civilización fenicia continuará allí, semejante
y diferente, como ocurre más tarde con la civilización
europea en América.
Para esta diferenciación han trabajado la distancia y
no menos las etnias mezcladas de la ciudad. Cartago, ciu­
dad nueva, desarrollada “a la americana”, ha sido un lugar
privilegiado de intercambios. También es “americana”
por su civilización prosaica, que prefiere lo sólido al refi­
namiento. Su dinamismo, por otra parte, atrajo hacia ella
a marinos, artesanos y mercenarios de todos los horizon­
tes. Cartago fue francamente cosmopolita.
N o por eso deja de vivir al estilo fenicio. Primero
porque continúa viviendo sobre el mar y del mar. Incluso
perpetúa la tradición de los descubrimientos marítimos
de Tiro. Hacia el 600, los tirios, bajo las órdenes del fa-
raón Necao, completaron el periplo de Á frica por el Mar
Rojo. Hacia 450, los navios cartagineses, que buscaban
estaño, reconocieron, conducidos por Himilcon, las cos­
tas atlánticas de Europa hasta las islas británicas (las is­
las Casitérides). Un cuarto de siglo más tarde, Hannon
reconocía, esta vez hacia el sur, las costas atlánticas de
África, durante su viaje en busca de polvo de oro, hasta
el Gabón y el Camerún actuales.
La diferencia es que Cartago, al contrario de las ciu­
dades de Fenicia, no estaba amenazada en su retaguardia
por imperios monstruosos. Las escalas de la costa africana,
que poco a poco fue controlando, Collo, Djidjelli, Argel,
Cherchell, Guaraya, Tenes, al principio simples factorías,
se convirtieron en aldeas o ciudades, que mantenían re­
laciones con las regiones interiores. Hay por lo tanto
una creciente simbiosis de Cartago y las demás ciudades
marítimas con el Á frica del Norte. Ésta, apenas salida de
la Edad de Piedra, recibirá casi todo de sus amos: árboles
frutales (olivo, vid, higuera, almendro, granado), siste­
mas de cultivo, de vinificación y numerosas técnicas ar­
tesanales. Cartago fue la educadora y su influjo fue pro­
fundo. En tiempos de san Agustín, cuando se derrumba
el Imperio romano, los campesinos de Á frica hablan to­
davía en púnico y se dicen cananeos: “ Unde interrogati
ru stid nostri quid sint, punice respondentes Chanani...”

E n tr e el tr u eq u e y la m o n ed a

En la articulación de los dos Mediterráneos, el occiden­


tal y el oriental, Cartago se benefició de una enorme des­
nivelación económica. El oeste es bárbaro, subdesarrolla-

89
do, y Cartago toma de él todo a buen precio, incluidos
los metales: el estaño de las Casitérides y de la España
del noroeste; el plomo, el cobre y sobre todo la plata de
Andalucía y Cerdeña; el oro en polvo del África Negra
además de los esclavos, de cualquier lugar donde pudie-^
ran ser capturados, aun en alta mar. El comerciante car­
taginés aporta al oeste sus productos manufacturados y
los de los demás, aparte de las especias y las drogas veni­
das de las Indias por el Mar Rojo. Los intercambios se
hacen por trueque. En estas condiciones, la moneda apa­
rece tarde, no antes del siglo v en la Sicilia púnica, y ape­
nas en el siglo iv en la propia Cartago. ¿Habrá que asom­
brarse demasiado con esto? No, porque no podría haber
tan crasa ignorancia. Sidón y Tiro habían tenido sus
monedas.
Una sola explicación es posible: Cartago no sintió la
necesidad de tenerla. Es lo que pasará, mutatis mutandis,
con China; muy inventiva en ese campo: conoció pron­
to el artificio de la moneda, incluso del papel moneda,
pero tardó mucho en utilizarla. ¿No tenía acaso, como
Cartago, a su alrededor — en Japón, en Indochina, en In-
sulindia— economías balbuceantes, fáciles de dominar
y que vivían del trueque?
Esto no significa que, frente a economías competi­
doras, la ausencia de moneda no haya terminado por ser
una deficiencia. Si desde el siglo v la “escalada” econó­
mica de los griegos se hace evidente, aun en la propia
Cartago conquistada por el comercio de baratijas de sus
competidores, una de las explicaciones posibles es su supe­
rioridad monetaria.
Asim ism o, algunos autores se asombran del escaso
desarrollo de la metalurgia cartaginesa cuando la ciudad

90
controla tantas minas. Cartago, presa del prodigioso vai­
vén de su navegación, habría cometido el error de elegir
las soluciones ofrecidas por las facilidades de su vida
comercial y vender con demasiada frecuencia los pro­
ductos manufacturados por los demás. ¿Es ésta real­
mente una debilidad? Los holandeses, también carrete­
ros de los mares, dueños de Europa en el siglo x vn , no
actuarán de manera diferente, comprando aquí, ven­
diendo allá. Com o ellos, los cartagineses fueron trans­
portistas, intermediarios, comprando con una mano,
vendiendo con la otra. Com o ellos, supieron defender
sus posiciones, en particular su monopolio sobre las
minas de España (prohibidas a los etruscos, a los grie­
gos y después a los romanos), defender sus escalas ma­
rítimas, sus industrias de lujo, un poderoso comercio al
por mayor de trigo.
En efecto, ni la vida ni el arte de la gran ciudad supie­
ron protegerse de la inmensa contaminación cultural que
helenizó a todo el Mediterráneo. ¿No es acaso una tradi­
ción fenicia la de adoptar el estilo dominante (antaño el
egipcio)? La influencia de las formas helénicas se reco­
noce tanto en la costa de Fenicia como en Cartago. Ésta
importó sin vacilaciones la casa griega con patio central,
los vasos decorados, el cemento hidráulico, los sarcófa­
gos y, por supuesto, los dioses (Deméter y Koré, hacia
396), pero también las ideas pitagóricas. Es el ejemplo de
Alejandro el Grande el que inspirará a Amílcar, el padre
de Aníbal, cuando emprenda la conquista de España. El
propio Aníbal está impregnado de cultura griega. E in­
cluso el empleo de elefantes cubiertos de telas policro­
mas, terror del soldado romano, está tomado del mundo
helenístico.

91
D iv is a r l a c iu d a d

La muerte de Cartago, destruida en 146 a.C. por los ro­


manos, no fue una muerte común. La ciudad incendiada
fue arrasada hasta sus cimientos, al punto que la arqueo­
logía casi no permite reconstruir gran cosa de la vida
de la sociedad cartaginesa. Tiempo después, sobre ella se
construyó una ciudad romana.
Apenas podemos imaginar la propia ciudad, sobre la
colina de Byrsa (la actual colina de San Luis), con sus
templos, sus elevadas casas de varios pisos como en casi
todas las ciudades fenicias, sus cisternas y la fuente cana­
lizada, llamada de las “mil ánforas”, cuyas hermosas arca­
das, a pesar de un considerable retoque romano, son el
único resto de la auténtica arquitectura de Cartago.
Sin embargo, excavaciones recientes han dejado al
descubierto, tres o cuatro metros por debajo de la ciudad
romana, un barrio de la ciudad púnica. Tenemos la prue­
ba de que Cartago poseía calles rectilíneas, no demasiado
estrechas, con escaleras de enlace, más un sistema de al­
cantarillas análogo al de las ciudades sicilianas.
En la playa de Salambó aparecen los dos puertos
— a semejanza de tantos puertos dobles de la A ntigüe­
dad: Cnido, Délos, diez más— : el rectangular donde fon­
dean los navios comerciantes, y el circular donde a me­
nudo son varados los barcos de guerra, bajo las bóvedas
del Arsenal.
Enormes murallas, dobles o triples del lado de tierra,
rodean la ciudadela establecida sobre la Byrsa, y sus ba­
rrios populosos están agrupados alrededor del puerto.
A medio camino entre el puerto y la Byrsa, una plaza pú­
blica evoca una especie de ágora. Hacia el norte, el barrio

92
de Megara desgrana jardines, vergeles, villas aristocrá­
ticas. La población es enorm e, quizá 100000 personas.
A l lado de algunos ricos, que son los que gobiernan, se
amontona una plebe de artesanos, obreros, esclavos y
marinos, ocasionalmente de mercenarios.
En torno a la ciudad, campiñas admirables. Entre los
ricos hay, es evidente, un gusto por la tierra bien cul­
tivada, los bellos jardines, los árboles injertados, los ani­
males seleccionados. Un agrónomo cartaginés, Magón,
del cual nos han llegado de modo indirecto algunos pa­
sajes, da cien fórmulas sobre la manera de plantar la vid
para preservarla de la sequedad demasiado fuerte, sobre
la fabricación de los vinos selectos, el cultivo de los al­
mendros, la conservación de las granadas en arcilla, so­
bre las cualidades que hay que buscar en las razas de
bueyes, etc. Agrega, destinado al propietario rural, un
consejo que no deja de ser significativo: “Quien haya ad­
quirido una tierra debe vender su casa, así no preferirá
su residencia citadina a la de los campos”.

B a jo e l s ig n o d e T a n i t

Lo único que encontraron las excavaciones realizadas en


la zona de Cartago, por millares, fueron muertos, incine­
rados o inhumados, y los objetos que los acompañan en
sus tumbas. Cientos y hasta miles de cipos y estelas fu­
nerarias enumeran monótonamente los nombres de los
dioses. Es muy poco para llegar al corazón de una reli­
gión cuyos rasgos extraños horrorizaron a los romanos
(y el horror no era fingido) y de la cual no conocemos ni
la mitología, ni la teología, ni la “visión de mundo”. Con

93
tanta más razón cuanto que tampoco se conoce bien la
religión fenicia de la cual se deriva la cartaginesa.
Por lo general, el panteón fenicio está dominado por
una tríada que, con nombres que varían de ciudad en ciu­
dad, agrupa a un rey de los dioses, una diosa-madre de la
fecundidad y un dios joven cuyo destino es, año con año,
nacer, m orir y renacer, como la vegetación en el trans­
curso de las estaciones. Esta religión hunde sus raíces en
el muy viejo universo de la imaginación semita, cercana
a la tierra, a las montañas, a las aguas; sus ritos crueles y
simples son los que un pueblo de nómadas celebraba en
otros tiempos al aire libre.
En sus orígenes, la vida religiosa de Cartago sigue
más o menos el modelo tirio. El dios dominante es Baal
Am ón; la diosa-madre, hermana de Astarté o del Istar
mesopotámico, es muy pronto Tanit, cuyo nombre casi
desconocido en otras partes plantea un problema insolu-
ble; el dios joven, dios del disco solar o de la vegetación,
es ya Melqart, el dios tirio, ya Eshmun, el dios curador,
confundido con Apolo y Asclepios a la vez, como Mel­
qart lo será posteriormente con Heracles. La competen­
cia entre los dos cultos no desemboca en la exclusión de
ninguno de los dos. Melqart será, por excelencia, el dios
de la gran familia de los Barcidas, en la que los frecuentes
nombres de Bomilcar o Amílcar están calcados sobre el
del dios. El templo de Eshmun, sobre la acrópolis de la
Byrsa, en Cartago, será en 146 el último bastión de los
defensores.
La gran particularidad de la religión cartaginesa es el
auge irrefrenable del culto a Tanit que, a partir del siglo
v, deja a un lado al viejo dios Baal Amón. Cartago vive
entonces “bajo el signo de Tanit”: un triángulo coronado

94
por un disco y, entre los dos, una línea horizontal. El
conjunto evoca con facilidad a una silueta humana, sobre
todo cuando la línea horizontal se levanta en las extremi­
dades como dos brazos alzados.
Lo cierto es el peso obsesivo de la religión cartagi­
nesa, religión terrible, dominadora. Los sacrificios hu­
manos — acusación frecuentemente repetida por los lati­
nos— son por demás reales: el topher, el santuario de
Salambó, ha devuelto miles de vasijas que contienen osa­
mentas de niños calcinados. Cuando Cartago quería con­
jurar un peligro, inmolaba a los hijos de sus ciudadanos
más distinguidos para sus dioses. A sí ocurrió cuando
Agatocles, al servicio de Siracusa, llevó la guerra hasta el
propio suelo de Cartago. Algunos ilustres ciudadanos ha­
bían cometido entonces el sacrilegio de sustituir a sus
hijos por niños comprados, cuando se decidió un sacrifi­
cio expiatorio de 200 niños.
¿Manchó la sangre de las víctimas el nombre de Car­
tago? De hecho, todas las religiones primitivas conocie­
ron prácticas semejantes. En este aspecto, Cartago sigue
a los cananeos de Biblos o a los semitas de Israel: ¿no se
aprestaba acaso Abraham a inmolar a Isaac? Lo asombro­
so en Cartago, sin embargo, es que mientras la vida eco­
nómica corre hacia el porvenir, la vida religiosa se queda
fija siglos y siglos atrás, ya que sus mismas “revolucio­
nes” — la del culto de Tanit en el siglo v — no la apartan
en lo más mínimo de esta inhumana y aterradora piedad.
El contraste es flagrante tras la apertura griega, que hace
concordar al hombre con el mundo exterior. Aquí, una
intensa vida comercial, incluso de espíritu “capitalista”,
dice sin vacilar un historiador, va unida a una mentalidad
religiosa retrógrada. ¿Qué hubiera pensado Max Weber?

95
Ya d o s M e d i t e r r á n e o s

Hemos mencionado nuestras razones para destacar la


expansión fenicia, para darle el papel estelar antes de en­
tregarla, en los próximos capítulos, a la colonización,
mejor conocida, de las ciudades griegas. Otra razón sería
que la historia fenicia ofrece también un testimonio más
allá de sí misma.
No es, en efecto, más que un capítulo de la historia
del “otro” Mediterráneo, el que se articula a lo largo de
las riberas saharianas del Mar Interior, desde el Cercano
Oriente hasta las Columnas de Hércules. Una historia
que los relatos habituales no siempre captan en su singu­
lar potencia y en su unidad, y que pone en duda otros
paisajes y otras realidades humanas distintas de los pai­
sajes y las realidades humanas del Mediterráneo clásico,
el de los griegos y los romanos, el que se convertirá en el
Occidente, en nuestro Mediterráneo. Cuando los asirios
se apoderan de Egipto, en 671 a.C., efectúan la primera
tentativa exitosa de unificación del espacio “oriental”. La
segunda, más amplia, más duradera, es la conquista persa
de Egipto, en 525 a.C. Así, si agregamos el espacio cartagi­
nés a la “inmensidad persa”, tendremos con toda exacti­
tud el universo que será y que es todavía hoy el del islam.
El espacio fenicio es la antena marítima de la expansión
del Cercano Oriente.
En determinado momento hubiera sido posible para
las fuerzas coligadas del oriente apoderarse de todo el
Mediterráneo. Las ciudades griegas, rivales directas de los
fenicios en toda la extensión del mar, lucharon sin des­
canso contra el peligro de esta conquista. Sin embargo,
sólo los romanos, en 146 a.C., tuvieron la fuerza necesaria

96
para quebrantar esa unión, abatir a Cartago e incluso vol­
verse como conquistadores contra el Cercano Oriente.
Pero Roma no nació en el vacío. Sometió uno a uno, a
menudo desde adentro, a los pueblos que los colonizado­
res griegos y fenicios, en las costas italianas, galas o ibéri­
cas, no hicieron más que mirar de lejos. Pueblos a los que
no se conoce bien, en parte porque la cultura romana los
cubrió con extremada rapidez, en parte porque durante
mucho tiempo la historia se interesó poco por esos “bár­
baros” que conocían de manera comprobable la agricul­
tura, pero que, en tiempos de Mesopotamia, de Egipto, de
Troya, de Creta, de los cananeos, de los hititas, no habían
realizado todavía su propia revolución urbana, ni la gran
revolución de los intercambios marítimos del Cercano
Oriente, mucho menos la de la escritura.
De ahí a considerar que todo lo que dejaron de nota­
ble fue tan sólo un préstamo del Oriente “civilizado”, no
había más que un paso, que se franqueó de modo equivo­
cado, como lo demuestra la nueva cronología fundada en
el análisis del radiocarbono. Así, los extraordinarios tem­
plos de Malta, los nourraghi de Cerdeña y las Baleares,
las murallas y las grandes sepulturas megalíticas de la Es­
paña meridional — por no hablar de los megalitos sem­
brados a lo largo de toda la costa atlántica hasta Dina­
marca y Noruega inclusive— , todo eso que se había
considerado reflejo de una “influencia micenia”, o resul­
tado de una primera colonización esporádica realizada
por el Cercano Oriente en el segundo milenio, todo eso
se revela hoy mucho más antiguo que Micenas, aun más
que los monumentos del mismo Egipto. El provocativo
texto de Colin Renfrew sobre esta precivilización euro­
pea lo dice de manera convincente.

97
La presencia concreta de estos pueblos ha quedado
ilustrada ejemplarmente por las excavaciones realizadas
desde hace una decena de años en Cerdeña, esa isla que
aún hoy permanece tan aparte y cuyo arte asombroso,
en el primer milenio antes de Cristo (en particular las
tan expresivas estatuillas de bronce) ha planteado siem ­
pre problemas a los arqueólogos por su misma singu­
laridad.
En Tarros, donde los fenicios poseían una base im ­
portante, se descubrieron recientemente un topher — el
santuario donde se efectuaban los sacrificios de niños—
y muros grandiosos, ciclópeos, que protegen la ciudad
no del lado del mar, donde la ciudad no tendría nada que
temer, sino del lado de la tierra. Más aún, se han encon­
trado una serie de fortalezas interiores, que muestran
que los fenicios quisieron controlar el interior de C er­
deña y sus minas de plata, y que sólo pudieron hacerlo
construyendo una especie de frontera fortificada contra
los habitantes de la región. Del otro lado de la línea de las
fortalezas se encontraba, en efecto, un pueblo de cultura
muy antigua, que en otros tiempos había construido los
famosos tiouraghes, esas torres desde lo alto de las cuales
se podía otear el horizonte.
Las poblaciones sardas defendieron, pues, su inde­
pendencia material y cultural. Los recientes descubri­
mientos de una serie de pequeños bronces fenicios en
Cerdeña indican de manera evidente que el arte célebre
de los fundidores de bronce sardos encontró su origen
en la inspiración y quizás en las técnicas metalúrgicas de
los fenicios y cartagineses. Pero lo convirtieron en algo
propio, un arte que, lejos de imitar, traduce a su propio
lenguaje una cultura vivaz e independiente.

98
R o m a

F il ip p o C o a r e l l i

os f a c t o r e s geográficos, cuya historia hay que consi-


L v derar, sólo adquieren una importancia decisiva cuan­
do se les relaciona con otros datos, económicos, sociales,
culturales. Una ruta que sigue el fondo de un valle o un
vado fluvial en Alaska, en el siglo vi antes de nuestra era,
no tendrán el valor de sus homólogos en el Ática o en
Campania en el mismo periodo. Y es de igual modo evi­
dente que en el mundo contemporáneo dicha relación
puede invertirse. Esta consideración, trivial por lo de­
más, es necesaria si se quiere evitar cualquier clase de
equívoco determinista. La situación geográfica de Roma
es excepcional, resulta privilegiada sólo a consecuencia
de una serie de acontecimientos históricos, entre los
cuales, la fundación de las colonias griegas de la Italia
meridional y el florecimiento de la civilización etrusca
son los factores dominantes; es en relación con ellos
como el Lacio y Roma se encuentran poco a poco en una
posición central. Pero ¿por qué la colonización griega,
por qué en Italia, y por qué el predominio de Etruria?
No se puede dar respuesta a estas preguntas sin re­
mitirse a la situación histórica del Lacio en la época que

99
precede inmediatamente a la fecha tradicional de la fun­
dación de Roma.
Los descubrimientos de estos últimos años permiten
reconstruir un cuadro bastante completo y coherente de
la protohistoria del Lacio, entre el fin de la Edad de Bron-'
ce y la Edad de Hierro: las estructuras socioeconómicas
que constituyen su base, las profundas transform acio­
nes que marcan el paso de una sociedad preurbana a una
sociedad protourbana, las relaciones con las regiones ve­
cinas, etrusca y campania. El momento decisivo de esta
evolución parece estar constituido por el paso de la prime­
ra Edad de Hierro en el Lacio (fases i-ii: 1000-700 a.C.) a la
segunda (fases m-rv: 770-580 a.C.). Esta fecha puede fijar­
se alrededor del 770 a.C., la cual coincide aproximadamen­
te con la fundación de Roma (754 a.C.) y con la fecha del
establecimiento de las primeras colonias griegas de Occi­
dente: Ischia (ca. 780-770) y Cumas (ca. 750). Tenemos
pues la posibilidad de controlar, a partir de los descubri­
mientos arqueológicos, la naturaleza del momento histó­
rico de cuya importancia hablan las fuentes literarias. Des­
de los decenios anteriores (fines del siglo ix y comienzos
del v i i i ) se observa una transformación gradual de las ne­
crópolis que, de dimensiones muy reducidas — del orden
de algunas decenas de individuos, como ocurre en las ne­
crópolis del Foro y de los Montes Albanos: que correspon­
den a comunidades muy restringidas, integradas por un
pequeño número de familias— cobran proporciones mu­
cho más vastas — en Roma, la necrópolis del Esquilmo— .
Este crecimiento demográfico coincide visiblemente con
un aumento de la producción agrícola, ligado al mejora­
miento de las herramientas. En el mismo momento, asis­
timos a un más preciso asentamiento de las poblaciones,

100
que al abandonar el antiguo hábitat disperso se concen­
tran en algunas localidades. El hecho es particularmente
importante en Etruria, hacia comienzos del siglo ix, cuan­
do los centros más antiguos son abandonados poco a poco
en favor de los desplazamientos de las ciudades históricas
etruscas: Veyes, Cerveteri, Tarquinia, Vulci, etcétera.
Mejoramiento de las herramientas agrícolas, aumen­
to de la producción, crecimiento demográfico, creación
de centros de habitación permanentes y de grandes di­
mensiones: se trata visiblemente de fenómenos bastante
solidarios entre sí. La integración de los antiguos clanes
familiares dentro de estructuras más vastas debió provo­
car, a su vez, considerables transformaciones. Un reflejo
muy obvio es la acentuada división del trabajo, conse­
cuencia de la aparición de nuevos instrumentos: por
ejemplo, el torno de alfarero, vinculado, sin lugar a du­
das, con la producción masiva y con la apertura de nue­
vos mercados. Esta doble acción arranca al artesanado de
su contexto familiar, orientado hacia el consumo inme­
diato, y crea las condiciones necesarias para la aparición
de oficios especializados. Un nuevo factor se inserta den­
tro de las estructuras recientes: las relaciones con el ele­
mento griego, cuya presencia está documentada desde el
periodo micenio, y que ahora se acentúa hasta desembo­
car en la fundación de colonias en la costa sur de Italia.
Precisamente de estos años (tercer cuarto del siglo vm )
datan las primeras importaciones de cerámica griega a
Roma. A l mismo tiempo, debieron llegar al Lacio algu­
nos artesanos griegos trayendo consigo el nuevo instru­
mento, el torno. Es en ese momento, o un poco más tar­
de, cuando observamos que comienza la producción de
cerámica indígena ejecutada en el torno.

10 1
La más antigua fundación griega, Pithecusa (la Ischia
actual), no es una simple colonia de poblamiento, como
ocurrirá con otras de época posterior. La fundación de
Ischia se sitúa en el momento de la transición entre el
trato más antiguo con los griegos — interesados proba-,
blemente en la producción traída de las minas de Etruria
y Cerdeña— y la colonización más tardía. El desarrollo
de la civilización protourbana hacía imposible el acceso
directo a los productos mineros de Italia central, de allí
el establecimiento en la isla de Ischia. Es ésta sin duda la
razón por la que la colonia más antigua de la Magna Gre­
cia es, al mismo tiempo, la que se encuentra más alejada
de la madre patria: descubrimientos recientes han m os­
trado que en Ischia se trabajaba el hierro procedente de
Etruria y de la isla de Elba desde el siglo vm .
Al mismo tiempo que estos fenómenos económicos,
aparecen cambios sociales de gran importancia. Las ne­
crópolis de las primeras fases de la civilización del Lacio
estaban formadas por tumbas en las que se observa una
absoluta uniformidad de nivel y de cultura: nos encon­
tramos ante una sociedad igualitaria, sin distinción mar­
cada de clases sociales o de niveles económicos. En las
fases más recientes de la protohistoria del Lacio, en cam­
bio, se pasa a un tipo de sociedad en la que aparecen las
primeras distinciones económicas y sociales. Estas trans­
formaciones son perceptibles en las necrópolis, donde,
junto a una mayoría de tumbas “pobres”, se empiezan a
encontrar algunas sepulturas dotadas de un material ex­
tremadamente rico, ya por la calidad de los objetos fabri­
cados, ya por el valor del material empleado (oro, ám­
bar), ya, sobre todo, por la cantidad de piezas depositadas.
Es patente que el fenómeno no puede separarse de los

102
que se han descrito más arriba, como el crecimiento de­
mográfico y la aparición de la división del trabajo, ligada
a nuevas técnicas y a la constitución de un “mercado”. El
elemento determinante, con todo, debió consistir en las
nuevas relaciones de propiedad de la tierra, anteriormen­
te indivisa, y la posesión colectiva de la aldea: en otras
palabras, la preponderancia de relaciones de propiedad
privada es el postulado necesario para la formación de
auténticas aristocracias, cuya existencia está confirmada,
tanto en el plano económico como en el ideológico, por
las necrópolis de la Edad de Hierro avanzada.
Esta concentración de la riqueza, este surgimiento de
una aristocracia, se manifiestan con claridad durante la
última parte de la cultura del Lacio (700-580 a.C. aproxi­
madamente), a la que se le denomina por lo general
“orientalizante”. El nombre proviene de la particular fre­
cuencia de objetos importados del Cercano Oriente asiá­
tico (Fenicia, Chipre, Siria, Urartu, etc.) y de la creación
de un arte local que se inspira en esa misma cultura. Lo
que impresiona de esta fase es la extraordinaria riqueza
de algunas tumbas: la tumba Regolini-Galassi en Cerve­
teri, las tumbas Bernardini y Barberini en Palestrina, las
cuales literalmente desbordaban de centenares de objetos
preciosos, de oro, de marfil, de ámbar, en parte importa­
dos, en parte fabricados en Italia. Se trata, es seguro, de
casos excepcionales, que contrastan con las demás sepul­
turas, mucho más modestas. La fisonomía general de este
periodo puede reconstruirse ahora gracias a la necrópolis
de Castel di Decima. Esta excavación muy reciente ha
sacado a la luz un importante núcleo de tumbas del siglo
vn , en cuyo interior se puede distinguir con nitidez en­
tre un material muy rico y un material mucho más hu-

103
milde que forma la mayor parte de los depósitos. A sí se
reconstruye poco a poco la imagen de una sociedad divi­
dida en clases, todavía embrionarias, compuestas esen­
cialmente por una aristocracia dominante y de “clientes”,
junto a las cuales debemos suponer también la existencia ,
de alguna forma de servidumbre.
El salto cultural que se manifiesta en este periodo se
debe a otro acontecimiento revolucionario: la introduc­
ción de la escritura. Los ejemplos más antiguos en Etru­
ria y en el Lacio pertenecen a las primeras décadas del
siglo vil. La primera inscripción latina se encuentra en
una fíbula de oro de Palestrina. El alfabeto adoptado para
el latín (como antes lo fue para el etrusco) es el alfabeto
griego calcidio, importado de la colonia griega de C u ­
mas, ciudad con la que el contacto debió ser muy estre­
cho. La introducción de la escritura se explica por las
profundas transformaciones ya descritas: primero, se
trata tan sólo de una práctica esporádica al alcance de un
número muy reducido de personas, una vez más, un lujo
aristocrático: la cultura, incluso la de las élites, debió se­
guir siendo en gran parte oral. Sólo a finales del periodo
orientalizante, al constituirse algunas estructuras urba­
nas, se ponen las bases de un uso público de la escritura.
La primera inscripción pública monumental es el cipo
del Foro Romano (descubierto bajo el N iger Lapis) que
puede datarse en el segundo cuarto del siglo v i antes de
Cristo.
Una vez esclarecidas sumariamente las premisas so­
cioeconómicas que han determinado la aparición de la
ciudad, estamos más capacitados para examinar la si­
tuación geográfica de Roma y para captar todas sus vir­
tudes. Un primer elemento fundamental es la presencia

104
del río: el Tíber constituye la principal vía de penetración
natural en Italia central, ya que las condiciones prim iti­
vas hacían muy penosos los trayectos por vía terrestre.
A partir de Orta, el río es navegable hasta el mar. De allí
era utilizado para el transporte, desde la Etruria interior,
de productos agrícolas y minerales y de madera; hay
testim onios del uso de la flotación hasta la época impe­
rial inclusive. No es sorprendente, pues, que las prim e­
ras importaciones de cerámica griega a Roma sean las
del Foro Boario, donde se encontraba el puerto fluvial
más antiguo.
Esta vía natural cruzaba otro importante eje de rutas
que vinculaba la Etruria meridional (a través de Vulci,
Tarquinia y Cerveteri) con el Lacio meridional y la Cam-
pania; se dividía a la altura de las colinas albanas en dos
trazados, uno de los cuales seguía el valle del Sacco (la
futura Vía Latina) y el otro la llanura pontina (la futura
Vía Appia). El Tíber sólo se podía atravesar por un esca­
so número de vados: uno de ellos, situado inmediata­
mente abajo de la isla Tiberina, correspondía con exacti­
tud al Foro Boario. Es probable que ese vado haya sido
utilizado desde una época muy antigua, en especial para
la trashumancia de los rebaños; pero su importancia ha­
bría de afirmarse sobre todo hacia fines de la era proto-
histórica, cuando las primitivas aldeas de la región se
fueron agrandando poco a poco hasta constituir una es­
tructura urbana. No creemos que pueda considerarse
como una casualidad el hecho de que el primer puente
de madera construido en el lugar donde se localizaba el
vado, el puente Sublicio, sea atribuido por tradición al
último de los soberanos latinos de Roma, Anco Marcio,
cuyo reinado se sitúa entre los años 640-616. Según la

10 5
creencia, este rey habría conquistado y destruido todos
los centros habitados de la orilla izquierda del Tíber, en­
tre Roma y el mar, y habría transferido su población al
Aventino, donde habría fundado el puerto de Ostia; por
otra parte, habría fortificado el Janículo, en la margen,
derecha del río. Todas esas operaciones muestran una
ocupación racional, coordinada, del nudo de comunica­
ciones del Foro Boario: al vado, ahora remplazado por el
puente, se le dotó de una cabeza de puente sobre la mar­
gen derecha, el Janículo; mientras que en el otro extre­
mo, la ruta que se dirige al sur, a través del Vallis Murcia,
debe pasar entre dos colinas fortificadas, el Palatino y el
Aventino. Por otra parte, el dominio de la vía fluvial se
obtiene poco a poco, gracias a la ocupación de las bocas
del Tíber; las comunicaciones con Roma se realizan me­
diante la destrucción de los centros habitados de la orilla
izquierda.
Nos encontram os así en mejores condiciones para
com prender el significado de la posición de Roma, en­
tronque principal de com unicaciones en la ruta entre
Etruria y la Magna Grecia; de hecho, la ciudad no es
más que el resultado de la progresiva estructuración de
ese núcleo de rutas, que se establece poco a poco en el
interior de un exacto marco socioeconóm ico. Todos
estos elementos llegan a su maduración al mismo tiem ­
po, durante el reciente periodo orientalizante, (últim os
decenios del siglo vn y primeros del v i a.C.). La “fu n ­
dación” definitiva de la ciudad histórica, cuyas bases ya
están echadas, será obra de los soberanos etruscos, los
Tarquinos.
Estamos incluso en condiciones de fijar hacia el 600
a.C. el nacimiento de la ciudad, entendida com o organi-

106
zación económico-social fundamentada en una división
del trabajo relativamente desarrollada y en la subordina­
ción del campo; como organización social que sobrepasa
las relaciones originales, basadas en los lazos de paren­
tesco, dentro de unidades territoriales. En el caso especí­
fico de Roma, el proceso se puede seguir a través de una
serie de datos arqueológicos, considerablemente enri­
quecidos por descubrimientos recientes. Aparte del Foro
Boario, hay que consagrar un examen particular al forum.
Los sondeos realizados han demostrado que el valle si­
tuado entre el Capitolio y el Palatino conoció una trans­
formación total y una organización coherente hacia fi­
nales del siglo v i l Durante esos años se realizaron los
primeros embaldosados del Foro y del Comitium, que
asumen por primera vez su función de centro político,
relig'oso y económico de la ciudad. Debemos relacionar
estos datos con las indicaciones concernientes a la cons­
trucción de la “cloaca máxima” por el primer rey etrusco
de Roma, Tarquino el Viejo: es evidente que el uso del
Foro como plaza pública, a partir de su primer embaldo­
samiento, habría sido imposible si no se hubiera canali­
zado el arroyo que atravesaba el valle y lo hacía pantano­
so e impracticable. Una vez más, los datos literarios
encuentran su confirmación en los datos arqueológicos.
Otros elementos corroboran esta primera impresión: la
reciente excavación de la Regia ha revelado que el primer
edificio, de cierta extensión (parte, en efecto, de la vi­
vienda real), fue construido en el último cuarto del siglo
vil, en el emplazamiento de un grupo de cabañas. O rigi­
nalmente debieron formar parte de la domus Regia: la
domus publica vecina, habitación del pontifex maximus
(y también del rex sacrorum, el sacerdote que, en la épo-

10 7
ca republicana, remplaza al rey sólo en sus funciones re­
ligiosas), así como el atrium Vestae con el templo de
Vesta, manifiesta sustitución del hogar de la vivienda
real. El más antiguo material descubierto en los pozos
muy cercanos a ese templo se remonta también a los úl­
timos años del siglo vn.
Si nos desplazamos hacia el otro extremo del Foro, en
las pendientes del A rx, encontramos el lugar destinado
a las reuniones políticas, el comitium. Estudios muy re­
cientes han fijado la primera fase de ocupación del comi­
tium hacia finales del siglo vil, fecha en la que hay que
establecer el primer embaldosamiento de este sitio. Las
fases que le sucedieron después encuentran también co­
rrespondencias con las que se han encontrado en otros
puntos del Foro.
El empleo de la escritura en documentos públicos de
la época confirma sin duda alguna la efectiva delimita­
ción, en el plano jurídico-religioso, de un espacio urbano
reservado a funciones públicas. Las etapas de la completa
restructuración del espacio y el tiempo, que aparece
como una manifestación formal incuestionable del naci­
miento de la ciudad, se concentran en un breve periodo,
entre fines del siglo vu y la primera mitad del vi, duran­
te la época “etrusca” de la ciudad.
En las sociedades protohistóricas, agrupadas en al­
deas, el espacio se percibe como una entidad indetermi­
nada, sin límites precisos, virtualmente hostil, peligroso.
Se opone al polo positivo, cerrado, que es la aldea y su
entorno inmediato. Entre dos aldeas se extiende un espa­
cio vacío, terreno de disputas y de guerra potencial. Ya se
ha señalado que el paso a la fase de la ciudad significaba
también, en el plano espacial, la integración y la estruc­

108
turación de una parte de ese no tnan’s land y su transfor­
mación en lugar de encuentro, de lucha ritualizada y es­
tablecida de común acuerdo. En otras palabras, la guerra
sangrienta cede su lugar a una “guerra de palabras” : ha
nacido la política, y con ella la polis. La tradición acerca
del nacimiento del Foro y del comitium como centros
políticos de la ciudad tiene, en efecto, detrás de sí una
seudohistoria mítica: los diferentes lugares cruciales de
la plaza, del lacus Curtius al sacellum Cloacinae; del N iger
Lapis al templo de Júpiter Stator, están vinculados a la
lucha tradicional entre latinos y sabinos, entre Rómulo
y Tito Tacio, y permiten reconstruir una verdadera to­
pografía mítica de los orígenes. La creación del centro
político de la ciudad se opera con la ratificación de la
paz entre los dos pueblos en lucha, precisamente en el
comitium. El comitium (cuyo significado etimológico es
transparente: cum iré) es explicado, por la tradición anti­
gua, como el resultado del encuentro entre Rómulo y
Tito Tacio, que, poniendo fin a las hostilidades, da naci­
miento a la nueva comunidad romano-sabina, más am­
plia. Encontramos aquí la huella visible de un mito de
fundación, que corresponde a la verdadera elaboración
histórica de un “espacio político”: su realización puede
fijarse en las cercanías del 600 a.C. El ritual de fundación
de la ciudad (ritual etrusco que probablemente corres­
ponda al que ocurrió históricamente) nos ha sido trans­
mitido, en su forma más completa, en la Vida de Rómulo
de Plutarco, que proviene de una fuente anterior, quizá de
Varrón. Dos fases sucesivas caracterizan la fundación ri­
tual de la ciudad: aquella, bien conocida, de la realización
del pomerium (la línea que delimita el espacio sagrado de
la ciudad) mediante un surco trazado con el arado, y la

109
segunda, la de la indicación del centro ideal de la ciudad:
éste no es otro que el Mundus, un foso creado de mane­
ra artificial en el que los futuros ciudadanos arrojan, con
un transparente simbolismo, las primicias de la cosecha
y una mota de su tierra de origen. El emplazamiento del
Mundus es en efecto el que indica Plutarco, cerca del co-
mitium (por tanto, la hipótesis moderna que lo ubica en
el Palatino carece de fundamento); una indicación de
Macrobio permite precisar su situación en la zona que
se extiende ante el templo de Saturno: la presencia en
esos parajes del Umbilicus Urbis, conservado bajo su
forma restaurada de la época severiana, permite resolver
el problema; ese monumento, com o su nombre lo indi­
ca, es el centro de la ciudad, y por lo tanto debe ser
identificado con el Mundus mismo. La creación de un
espacio urbano se efectúa, pues, por medio de dos ope­
raciones coherentes y estrechamente solidarias: la de­
terminación de un punto central, donde se desarrollarán
las actividades colectivas, políticas, y el trazado de una
frontera frente al exterior, de carácter sagrado (el pome-
rium) y profano a la vez (las murallas). No es por casua­
lidad por lo que la tradición atribuye la construcción de
las murallas de la ciudad al penúltimo rey de Roma, Ser­
vio Tulio. Este rey habría dado también origen a otras
realizaciones esenciales, como las tribus territoriales, la
división del cuerpo de ciudadanos en clases censatarias,
etc., medidas que consolidan en definitiva las estructu­
ras de la ciudad arcaica, en un periodo que corresponde
a la segunda mitad del siglo vi.
La delimitación de una zona “en el interior” de la ciu­
dad vuelve marginales a las otras zonas, a veces impor­
tantes, que poco a poco se hacen a un lado. Del mismo

110
modo, la existencia de un conjunto de ciudadanos ex­
cluye de manera rigurosa a aquel que no es ciudadano,
mientras que antes el agrupamiento de entidades gentili­
cias era mucho más fluido y más abierto. Queda así fuera
de la ciudad la región que había estado en el origen mis­
mo de su constitución: la del Foro Boario y el Aventino,
justamente a causa de su naturaleza de puerto, de lugar
de paso, abierto al mundo exterior. Este alejamiento ten­
drá participación en la polarización social manifestada al
comienzo de la República entre patricios y plebeyos, pero
cuyos embriones empiezan a formarse en el siglo vi. Uno
de sus rasgos característicos es la concentración de cul­
tos peregrinos y de naturaleza no gentilicia en esta re­
gión, a partir de este periodo: desde el de Fortuna hasta
el culto, de origen griego, de Ceres, Liber y Libera, y has­
ta los de Flora y Mercurio. La excavación del “ área sagra­
da” de S. Omobono nos permite conocer con cierta pre­
cisión uno de esos santuarios, el de Fortuna y el de Mater
Matuta, cuya construcción por parte de Servio Tulio pa­
rece confirmada, gracias a la cronología de las fases más
antiguas de los templos. Lo que sabemos del culto dinás­
tico de Fortuna nos autoriza a reconocer en esta divini­
dad diversos aspectos de la Astarté fenicia, que se reunie­
ron en la Afrodita griega y la Venus romana; las fructíferas
excavaciones de Pyrgi, con sus inscripciones en fenicio
y etrusco, nos dan hoy la posibilidad de probar la pre­
sencia de esas diversas formas de culto en el suelo itálico
desde finales del siglo v i antes de Cristo.
Junto con la delimitación del espacio urbano se des­
arrolla una organización paralela y simultánea del tiempo.
El conservadurismo jurídico y religioso de los romanos
nos ha legado un documento de considerable importan­
cia, el denominado Fasti Nurnani, es decir, el calendario
de las fiestas arcaicas, momificado en el interior de los
calendarios más recientes de finales de la República y de
la época imperial que han llegado hasta nosotros. La cro­
nología de ese calendario de fiestas puede fijarse con re-'
lativa certeza basándose en la ausencia de algunos cultos
bien datados, como los de la tríada capitolina y la tríada
plebeya del Aventino, y sobre todo el de Fortuna, cuya
introducción en el transcurso de la primera mitad del si­
glo vi parece ya probada; es posible, por lo tanto, excluir
toda fecha posterior a esta última. Por otra parte, la pre­
sencia de cultos en los que se manifiesta ya la influencia
etrusca (el de Vulturnus, por ejemplo, en el que hace
poco se ha reconocido el nombre del Tíber en etrusco)
hace casi imposible una datación anterior al último cuar­
to del siglo vil. Podemos concluir, pues, que el calenda­
rio romano es prácticamente contemporáneo a la crea­
ción de la ciudad. La presencia en el interior de este
fe r ía le (calendario de fiestas) de rastros de calendarios
más antiguos (como el año de diez meses, los diversos
“primero de año” en diferentes meses, algunos sincretis­
mos evidentes) confirma que la ciudad fue el resultado
histórico de un proceso de aglomeración de numerosas
aldeas.
El siglo v a.C. constituye una fase muy oscura, de re­
pliegue y cerrazón frente a la rápida expansión del perio­
do precedente. Este aspecto no es sólo privativo de Roma:
también se manifiesta en el resto de Italia, desde Etruria
hasta la Magna Grecia. A las luchas externas contra los
pueblos de la montaña llegados hasta las llanuras occi­
dentales, como los volscos, se suman las luchas internas
entre patricios y plebeyos, que llevaron a acceder poco a

112
poco a estos últimos a la esfera del poder. Esta fase oscu­
ra, si fuera más conocida, permitiría comprender mejor
el periodo siguiente, marcado por una nueva expansión
cívica y económica.
En las décadas que siguieron al resultado victorioso
de la lucha contra Veyes (396 a.C.), poderoso vecino
etrusco, y a la efímera conquista de la ciudad por los ga­
los (cuya importancia fue sobrestimada por la tradición
romana), alcanza su fin, con el acceso de los plebeyos al:
poder, la larga lucha que caracterizara al siglo preceden­
te. Con las leyes Liciniae-Sextiae (367 a.C.) se constituye;
una nueva clase dirigente, más amplia, la nobilitas patri-,
cio-plebeya. Este fenómeno de ampliación del cuerpo,
cívico debe ubicarse en el contexto de las transformacio-l
nes sociales que conmueven a la Italia del siglo iv: todo*
lo que sabemos de este periodo, en un área comprendida
entre la Etruria y la Magna Grecia, confirma la impre­
sión de que se produjo un cambio radical de la situación
socioeconómica y cultural. El antiguo equilibrio, basado,
en un cuerpo de ciudadanos bastante limitado, se de-!
rrumba bajo el empuje de vastas capas de población que,
habiendo conquistado la independencia económica gra­
cias a la difusión de la pequeña y mediana propiedad
territorial, presionan para obtener una parte del poder
político. El fenómeno se presenta naturalmente bajo
formas, resultados y caminos distintos según las situa­
ciones locales. Por ejemplo, en el marco de las relaciones
entre griegos e indígenas en la Magna Grecia, revestirá el
aspecto de una fusión más o menos acentuada entre esos
dos componentes étnicos; o incluso se tratará de una
nueva llegada de colonos de Grecia (en la Magna Grecia
y en la Sicilia de Tim oleón). Estas múltiples oleadas dan

113
lugar a estructuras cívicas cuya base social se ha amplia­
do de modo considerable y que alcanzan dimensiones
hasta entonces desconocidas en Italia. Se constituyen
nuevas formas políticas, a las que se puede definir con
bastante aproximación com o “democráticas” en sus
tendencias, que van desde la democracia radical hasta la
oligarquía moderada. En el plano ideológico vemos su
reflejo en la enorme homogeneidad cultural que define
a este periodo y a la que se ha convenido en llamar
koiné centro-itálica; su momento más intenso y fecun­
do no comprende más de dos generaciones (de 330 a 270,
aproximadamente), para entrar con rapidez en crisis du­
rante las siguientes décadas. A l final de la República, este
lapso de tiempo será erigido como modelo: en este pun­
to estarán de común acuerdo todas las facciones políti­
cas existentes en Roma, desde los optimates hasta los
“populares”.
También en el transcurso de estos años se colocarán
poco a poco las bases de la supremacía romana sobre Ita­
lia, cuyo primer m otor fue la expansión demográfica y el
apetito de tierras que le siguió. Inclusive, aunque al m is­
mo tiempo comience a esbozarse cierta prefiguración
del “imperialismo” futuro, sobre todo en el círculo de al­
gunas familias dominantes dentro de la nueva aristocra­
cia, se trata de las familias más profundamente impreg­
nadas de cultura helenística, y, por ende, en condiciones
de interpretar las numerosas sugestiones procedentes de
los reinos del Mediterráneo oriental, formados a partir
de la conquista de Alejandro.
La oleada demográfica se revela ya con claridad en la
cantidad de colonias latinas que se fundan, en número
creciente y en regiones cada vez más alejadas, a partir

114
de 338 a.C. Las llanuras fértiles de la Campania, las de la
Etruria interior y la región paduana, aparecen particular­
mente atractivas mientras que, por contraste, las regio­
nes del oriente itálico, del otro lado de los Apeninos, se
dejan, por un tiempo, casi intactas: los inevitables cho­
ques que habrían sido consecuencia de ello, primero con
los samnitas y los etruscos, después con los griegos y los
celtas, marcan las etapas de esta expansión. Que, por
otra parte, existió, al menos en estado embrionario, un
móvil económico distinto, menos ligado al valor de uso
que al valor de intercambio, y relacionado con las pri­
meras manifestaciones del “imperialismo” romano, es
algo que se ve con claridad también en la primera apari­
ción de la moneda en Roma (cuya fecha está sujeta a
discusión, pero que debe establecerse de cualquier modo
dentro de los límites del siglo m ).
Esta tendencia a la expansión, ya muy clara en el si­
glo iv, se va acentuando durante el siglo 111. A l mismo
tiempo se produce una crisis del modelo de sociedad que
podría denominarse centroitálica. Los síntomas de la
crisis (ante todo económica y demográfica) se pueden
observar ya en la Magna Grecia y en Sicilia durante y
después de la expedición de Pirro (280-275), y de mane­
ra aún más acentuada en Etruria. Las gravísimas heridas
infligidas a Sicilia por la primera guerra púnica, y por la
segunda al resto de la Italia meridional provocaron el de­
rrumbe definitivo. Sería erróneo, por otra parte, atribuir
de manera exclusiva a las devastaciones de las guerras del
siglo iii toda la responsabilidad de esas conmociones: se
trata tan sólo del golpe de gracia asestado a situaciones
ya deterioradas de por sí. Esto es evidente, por ejemplo,
en el caso de la Campania, una de las regiones más afec­

115
tadas por la guerra de Aníbal, que pudo levantarse con
rapidez gracias a que estaba inserta, a diferencia del resto
de la Magna Grecia, en el nuevo modelo de desarrollo
que se impuso a comienzos del siglo II y que caracteriza
al periodo del final de la República.
La actual discusión sobre la incidencia de los facto­
res económicos en el nacimiento del imperialismo ro­
mano al final de la República, parece ser el prototipo de
problema mal definido. Proviene principalmente de prác­
ticas metodológicas definidas por una investigación de­
masiado fragmentada y especializada, que pretenden re­
solver uno de los problemas más complejos de la historia
a partir de una única técnica de acercamiento, sin tener
en cuenta el problema global, con todas sus implicacio­
nes. A sí ocurre, en particular, con muchas investiga­
ciones basadas en el método prosopográfico, que tien­
den a considerar la teoría de las élites (incluso, a veces,
la simple justificación ideológica de su acción que nos
han dejado las propias élites, y que es tomada por “oro
de ley” ), como el único método válido para explicar toda
la historia política hacia el final de la República. El hecho
de que las motivaciones de orden económico se desta­
quen sólo de manera fragmentaria en el testimonio
aportado por todo lo que queda de la literatura de la épo­
ca romana no justifica en lo más m ínim o tal actitud.
Es innegable, en efecto, que en el plano ideológico tales
motivaciones económicas, consideradas inferiores por
cualquier clase dirigente aristocrática, serán rechazadas
de manera sistemática; sólo teniendo en cuenta una do­
cumentación diferente, en particular la documentación
arqueológica y epigráfica, podremos obtener resultados
más cercanos a las realidades, y no únicamente “referen­

116
tes a los hechos”, de la sociedad antigua. Los estudios
basados en esta documentación muestran cada vez con
mayor claridad que, en la base de las transformaciones
internas y de la expansión de Roma hacia el exterior, hay
que descubrir los cambios económicos que modificaron
la estructura de la antigua Italia.
La disolución de la sociedad itálica, provocada “en
última instancia por la conquista romana, es la raíz de la
grave crisis que afecta el conjunto del Estado romano en
el siglo ii a.C. Los pequeños estados independientes, que
formaban el esqueleto de esa sociedad, una vez engloba­
dos en un conjunto político más amplio, se disgregaron
por completo. Las terribles guerras del siglo m acentua­
ron con naturalidad esta disgregación. Pero también la
ciudad conquistadora, con sus estructuras políticas for­
madas según las dimensiones de una pequeña polis, cada
vez más impropias para el gobierno de un imperio en
constante expansión, se encuentra ante la obligación de
resolver problemas inmensos. El abandono del campo
por parte de los pequeños propietarios, que van a engro­
sar el proletariado urbano, coincide con la concentración
de una considerable porción de tierras en manos de un
pequeño número, y con la explotación basada, ya no en
el trabajo libre, sino en masas de esclavos importados es­
pecialmente desde el Oriente mediterráneo. En esta nue­
va situación, la producción destinada a la subsistencia
tiende a disminuir y a ser remplazada por la hacienda es­
pecializada de dimensiones medianas cuyos productos se
destinan a la venta y a la exportación, o incluso por el
gran latifundium donde se practica el cultivo del trigo o
la cría de ovejas (como ocurre sobre todo en el caso de
Sicilia y la Italia meridional).

117
Esta situación se traduce, en el plano político, en la
desaparición de los equilibrios que caracterizaron el pe­
riodo anterior con soluciones que englobaban a una par­
te muy importante del cuerpo cívico. Asistimos así a una
reducción de la oligarquía senatorial, constreñida a partir
de entonces a un número bastante limitado de familias,
que ejercen el monopolio del poder y se oponen a toda
tentativa de renovación desde abajo.
Las tensiones sociales que resultan de ello se mani­
fiestan, en la ciudad, en los disturbios de la plebe urbana,
grupo social desarticulado, acrecentado por pequeños
propietarios arruinados y por libertos, y disponible como
masa para la manipulación de las clases dominantes. La
lucha política se limita por lo tanto al choque de las ca­
marillas nobiliarias, las únicas en condiciones, económi­
ca e ideológicamente, de tomar la dirección de una situa­
ción social descompuesta a niveles tan profundos. No
es casualidad el hecho de que los mismos tribunos revo­
lucionarios del siglo ii, en particular los Gracos, perte­
nezcan a la clase dominante. Trataron de restablecer una
situación un tanto similar a la precedente, redistribu­
yendo entre el proletariado urbano y rural las tierras del
ager publicus, usurpadas por algunas familias de la clase
dominante; pero su tentativa estaba condenada al fraca­
so, salvo que se invirtiera la tendencia a la expansión
“imperialista” que era la raíz del fenómeno, lo que no se
pudo ni se quiso hacer. El proyecto de los dos hermanos,
incluso el de Gayo, más maduro políticamente, que trató
de reunir fuerzas dispares como los caballeros romanos,
los itálicos y la plebe urbana en torno a un plan antino­
biliario, fracasó de manera lamentable. Al mismo tiem ­
po, en las campiñas del sur, las grandes rebeliones de

118
esclavos, desprovistas de un programa coherente y de
perspectivas políticas, concluyeron también en fracaso.
Pero esas aparentes victorias de la nobilitas terminaron,
en realidad, por provocar su ruina. La solución que al fi­
nal predominó estuvo determinada por dos hechos nue­
vos, que uno a uno se llevaron a cabo durante las décadas
que siguieron a la derrota de los tribunos revoluciona­
rios: la creación de un ejército profesional como salida
para la masa del proletariado urbano romano e itálico, el
cual, de acuerdo con su vocación — la de ser una cliente­
la— , terminará al servicio de los “señores de la guerra”
(primicias de las guerras civiles del siglo i a.C., que des­
truyeron la República); y, al mismo tiempo, la rebelión
de los aliados itálicos, al término de la cual se otorgó a
todos los itálicos la ciudadanía romana, extensión que
hizo caer sin remedio las estructuras vacilantes de la pri­
mitiva ciudad-Estado. A sí se encuentran dadas todas las
condiciones que llevarán a lo que se ha convenido en
llamar, con cierta impropiedad, la “ Revolución romana” :
es decir, el remplazo de la antigua clase dirigente repu­
blicana, la nobilitas, por una nueva clase dirigente, y, al
mismo tiempo, las transformaciones de las institucio­
nes del Estado, el Principado. Este nuevo poder, en apa­
riencia una componenda entre la antigua constitución y
la nueva situación política creada paulatinamente a par­
tir de las guerras civiles del siglo i a.C., descansa en rea­
lidad en el apoyo de un ejército profesional y de las “cla­
ses medias” itálicas: las mismas fuerzas que pusieron el
poder en manos de Augusto.

119
L a h is t o r ia

Fern a n d Braud el

entera del Mediterráneo: de seis a 10 mile-


a h is to r ia

IJ nios de historia en un mundo enorme para la medida


de los hombres, dislocado, contradictorio y sobradamente
estudiado por los arqueólogos y los historiadores, cons­
tituye una masa de conocimientos que desafía toda sín­
tesis razonable. A decir verdad, el pasado mediterráneo
es una historia acumulada en capas tan densas como la
historia de la lejana China.

P r io r id a d a l a s c iv il iz a c io n e s

Si se quiere dar a toda costa una rápida visión de conjun­


to, hay que elegir un hilo conductor. Y para decidir cuál, lo
mejor sería, por principio, interrogar con mucho cuida­
do al propio Mediterráneo, el Mediterráneo de hoy, bus­
cando qué puede ser lo esencial de su vida presente, de
su equilibrio visible, y quizá de sus equilibrios antiguos.
En este punto, la respuesta será rápida y sin ambigüedad.
El Mediterráneo, más allá de sus actuales divisiones po­
líticas, está constituido por tres comunidades culturales;

120
tres enormes y vivaces civilizaciones, tres maneras fun­
damentales de pensar, de creer, de comer, de beber, de
vivir... Tres monstruos, en verdad, siempre dispuestos a
mostrar los dientes, tres personajes de destino intermi­
nable, presentes desde siempre, al menos desde hace si­
glos y siglos. Sus límites traspasan los límites de los es­
tados, que son para ellos como los vestidos de Arlequín,
¡y tan ligeros como ellos!
De hecho, esas civilizaciones son los únicos destinos
de larga vida que se puedan seguir sin interrupción a tra­
vés de las peripecias y los accidentes de la historia medi­
terránea.
Tres civilizaciones: primero Occidente, o tal vez sea
mejor decir la cristiandad, vieja palabra harto cargada de
sentido; tal vez sea mejor decir la Romanidad: Roma ha
sido y sigue siendo el centro de ese viejo universo pri­
mero latino y después católico, que se extiende hasta el
mundo protestante, hasta el océano y el Mar del Norte,
el Rhin y el Danubio, a lo largo de los cuales la Contra­
rreforma plantó sus iglesias barrocas como otros tantos
centinelas vigilantes; y hasta los mundos del otro lado
del Atlántico, como si el destino moderno de Roma hu­
biera sido conservar bajo su feudo el Imperio de Carlos
V, en el que el sol no se ponía jamás.
El segundo universo es el islam, otra inmensidad que
comienza en Marruecos y va más allá del Océano Indico
hasta Insulindia, en parte conquistada y convertida por él
en el siglo xm de la era cristiana. El islam, frente a Occi­
dente, es el gato frente al perro. Podría hablarse de un
Contra-Occidente, con las ambigüedades que implica
toda oposición profunda que es, a la vez, rivalidad, hos­
tilidad e imitación. Germaine Tillion diría “enemigos

121
complementarios”. Pero ¡qué enemigos, qué rivales! Lo
que hace uno, lo hace el otro. Occidente inventó y vivió
las cruzadas; el islam inventó y vivió el djihad, la guerra
santa. La cristiandad conduce a Roma; el islam conduce
a lo lejos a La Meca y a la tumba del Profeta, un centro
de ninguna manera aberrante, ya que el Islam corre a lo
largo de los desiertos hasta las profundidades de Asia; ya
que es, por sí solo, el “otro” Mediterráneo, el Contra-
Mediterráneo prolongado por el desierto.
Hoy día, el tercer personaje no descubre enseguida su
rostro. Es el universo griego, el universo ortodoxo. Por lo
menos toda la actual península de los Balcanes, Rumania,
Bulgaria, casi toda Yugoslavia, la misma Grecia, llena
de recuerdos, donde se evoca y parece revivir la antigua
Hélade; además, sin la menor duda, la enorme Rusia or­
todoxa. Pero ¿qué centro reconocerle? Constantinopla,
dirán algunos, la segunda Roma, y Santa Sofía en su co­
razón. Pero desde 1453 Constantinopla es Estambul, la
capital de Turquía. El islam turco conservó su pedazo de
Europa, después de haber poseído, en la época de su es­
plendor, toda la península de los Balcanes. Sin duda, hay
otro centro que desempeñó también su papel: Moscú, la
tercera Roma... Pero también él ha dejado de ser un polo
irradiador de ortodoxia. ¿Es el mundo ortodoxo de hoy
un mundo sin padre?

R e m o n t a n d o e l c u r s o d e l o s s ig l o s

Realmente, ¿cómo podrían no ser excelentes guías las ci­


vilizaciones? Atraviesan el tiempo, triunfan sobre lo du­
radero. Mientras pasa la película de la historia, ellas se

122
mantienen, imperturbables. En cierto modo, igualmente
imperturbables, continúan como dueñas de su espacio,
ya que el territorio que ocupan puede variar en sus már­
genes, pero en el corazón, en la zona central, su dominio,
su sede, siguen siendo los mismos. A llí donde estaban
en tiempos de César o de Augusto, siguen estando toda­
vía en tiempos de Mustafá Kemal o del coronel Nasser.
Inmóviles en el espacio y en el tiempo — o casi comple­
tamente inmóviles— .
Esta inmovilidad arraiga a las civilizaciones en un pa­
sado mucho más antiguo aún de lo que parece a primera
vista, y esta larga duración se incorpora por fuerza a su
naturaleza. La romanidad no comienza con Cristo. El is­
lam no comienza en el siglo vn con Mahoma. Y el mun­
do ortodoxo no comienza con la fundación de Constanti-
nopla, en 330. Porque una civilización es una continuidad
que, cuando cambia, incluso de manera tan profunda
como lo implica la adopción de una nueva religión, in­
corpora antiguos valores que sobreviven a través de ella y
siguen siendo su sustancia. Las civilizaciones no son
mortales, a pesar de lo que diga Valéry. Sobreviven a los
azares, a las catástrofes. Llegado el caso, renacen de sus
cenizas. Destruidas, o al menos deterioradas, vuelven a
brotar como la grama.
Un ejemplo: la civilización griega. Nace, comienza a
perfilarse hacia el siglo vm a.C., después de destruccio­
nes e invasiones que llevaron el espacio griego al plano
cero de la historia, está todavía hoy en pie. Com o míni­
mo, tres milenios de duración... En ese largo recorrido,
¡cuántos accidentes, catástrofes, desastres! Grecia y el
mundo helenístico sucumbieron ante las legiones roma­
nas, pero los vencidos salen de esa larga sujeción, de esa

12 3
prisión de cuatro o cinco siglos, cuando Constantino
funda Constantinopla, en el 330 después de Cristo. C o­
mienza entonces un Imperio cristiano que posee la ex­
tensión del Imperio romano. Y en 395, cuando éste se
fractura en dos, en una pars orientis que se convertirá en
el Imperio griego de Bizancio, y una pars occidentis que
sucumbirá bajo el ataque de los bárbaros, Grecia renace
todopoderosa. Siguiendo este impulso sobrevivirá casi
un milenio, hasta la conquista turca, en 1453, que una
vez más parece cuestionarlo todo. Sin embargo, en el si­
glo x ix , con la ayuda de los ortodoxos rusos y de Europa,
una verdadera cruzada liberará uno tras otro a los pue­
blos cristianos de los Balcanes.
Lo que acaba de decirse del universo ortodoxo pue­
de repetirse, mutatis mutandis, de los otros dos persona­
jes: Roma y La Meca. En principio, para Roma, el punto
cero es el nacimiento de Cristo; para el islam, la huida de
Mahoma de La Meca a Medina, el 16 de julio del 622.
Pero Occidente no hace más que continuar el mundo
latino, del que ha recibido la lengua, el espíritu, el dere­
cho y muchas otras cosas más. Y el islam es, en su ori­
gen a no dudado, una Arabia desierta y caravanera que
tiene a sus espaldas un largo pasado; pero es sobre todo
una serie de países que la conquista de los jinetes y ca­
melleros árabes cubrirá con demasiada facilidad: Siria,
Egipto, Irán, A frica del Norte. El islam se afirma ante
todo como heredero del Cercano Oriente, de toda una
serie de culturas, de economías, de ciencias antiguas.
El corazón del islam es el angosto espacio de La Meca al
Cairo, a Damasco y a Bagdad. Se dice con demasiada fre­
cuencia: el islam es el desierto, y la fórmula es bella. Ha­
bría que decir también: el islam es en el Cercano Orien­

12 4
te, lo que le agrega una fabulosa cantidad de herencias y
por lo tanto de siglos.

T e l e h ist o r ia s

Sin la menor duda, el Mar Interior está constituido por


resurgimientos históricos, por telehistorias, por luces
que le vienen de mundos muertos en apariencia y que,
sin embargo, siguen vivos. Me gustan esos historiadores
que sostienen contra todo y contra todos que Roma no
desapareció en el siglo v bajo el choque de los bárbaros.
¿Acaso no renace el Imperio romano con Carlomagno,
con los Otones, con lo que se denomina la Monarquía
Universal de Carlos V, anhelada por tantos humanistas
de Occidente? Y los hombres de hoy que quisieran una
Europa de pueblos y culturas, ¿no sueñan, consciente­
mente o no, con una pax romana? Que Roma marcó
profundamente a Europa es algo evidente con toda se­
guridad, pero hay ciertas continuidades que no dejan de
sorprender de cualquier modo. En el momento en que la
cristiandad se parte en dos en el siglo xvi, ¿es acaso ca­
sual que la separación de los campos se realice con toda
exactitud a uno y otro lado del Rhin y el Danubio, la
doble frontera del Imperio romano?
Del mismo modo, ¿será casual que la conquista ful­
minante del islam haya sido aceptada de manera tan fácil
al mismo tiempo por el Cercano Oriente y por el doble
dominio de Cartago, Á frica del Norte y parte de España?
Ya lo hemos dicho: el mundo púnico estaba mejor pre­
parado, en profundidad, para recibir la civilización del
islam, que para asimilar la ley romana, ya que la civiliza­
ción islámica no es tan sólo una aportación, sino una

125
continuidad. Asimiló no nada más el judaismo y la tra­
dición de Abraham, sino también una cultura, unas
costumbres, unos hábitos, presentes desde hacía mucho
tiempo. Una civilización, en efecto, no es sólo una reli­
gión, por más que ésta se halle en el corazón de todo
sistema cultural; es un arte de vivir, millares de actitu­
des que se repiten. En Las mil y una noches, saludar al
soberano es “besar delante de él la tierra entre sus ma­
nos”. Es el gesto habitual ya en la corte del rey parto,
Cosroes (5 3 1-579). En los siglos xvi y xvn, y aun más
tarde, sigue siendo el gesto que tratan de eludir los em­
bajadores europeos en Estambul, en Ispahan o en Delhi,
por encontrarlo muy humillante para sí m ismos y para
el príncipe al que representan. Pero ¿no se indignaba ya
Heródoto ante las costumbres egipcias: “En plena calle,
a guisa de saludo, se prosternan uno delante del otro;
hacen como los perros, bajando las manos hasta las ro­
dillas” ? Pensemos también en la vestimenta adicional
de los musulmanes, que evolucionará con tanta lenti­
tud. Ya es reconocible en el atuendo de los viejos babi­
lonios, tal como lo describía, 25 siglos atrás, el mismo
Heródoto:

Los babilonios llevan primero una túnica de lino que les lle­
ga hasta los pies [nosotros diríamos una gandurah, comenta
E. F. Gautier], y encima otra túnica de lana [la chilaba]; se
envuelven después en un pequeño manto blanco [podría­
mos hablar de un pequeño albornoz blanco]; se cubren la
cabeza con una mitra [diríamos un fez o un tarbuch].

Y podríamos continuar acerca de la casa (que es pre-


islámica), de los alimentos, de las supersticiones: la ma­

n ó
no de Fatma, equivalente musulmán de nuestras “me­
dallas y escapularios”, adorna ya las estelas funerarias
cartaginesas. El islam está ligado de modo evidente al
espeso suelo histórico del Cercano Oriente. Igual que la
civilización occidental, la islámica, para retomar la ter­
minología de Alfred Weber (el hermano del gran Max
Weber), es una “civilización derivada”, de segundo grado
— podríamos llamarla “injertada”— . ¿Sería la civilización
china la única de primer grado?
En resumen, todo estudio de las mentalidades pre­
sentes se vuelca obligadamente hacia el interminable pa­
sado de las civilizaciones. Se han formado así, a lo largo
de los siglos, dos cristiandades que de hecho son, la una
y la otra, continuaciones de realidades anteriores, de lar­
ga duración: la una centrada en Roma y el Occidente, la
otra en la nueva Roma, Constantinopla, pero además en
una Grecia que tampoco es nueva.
¿En qué difieren esas dos cristiandades? En esencia,
en esto: una se superpone al mundo griego, al que Ro­
ma había sometido pero no asimilado; la otra a la zona
occidental, que fue precisamente la de los triunfos ro­
manos.
El cristianismo no llegó a abolir esta diferencia inicial
y visceral. Sin entrar en una explicación de las querellas
teológicas que fundamentan la separación de las dos
Iglesias, podemos interrogarnos sobre el tiempo presen­
te, lo que por otra parte es más sencillo. Pronto se perci­
be que las dos religiones hermanas, aunque envueltas una
y otra en el amor a Cristo, divergen, y que las palabras
clave no tienen el mismo sentido de la una a la otra. La
verdad, en griego y todavía con mayor claridad en eslavo,
designa lo que es constante, eterno, lo que existe verda­

127
deramente, fuera del mundo, creado tal com o lo capta
nuestra razón. Por lo tanto, la palabra pravda significa al
mismo tiempo verdad y justicia. Para el latín, en cambio,
verdad significa siempre una certeza, una realidad para
nuestra razón. El sacramento, en Occidente, apela a la je­
rarquía religiosa, la única capaz de conferirle su carácter
sagrado; en Oriente es ante todo “misterio”, lo que so­
brepasa nuestros sentidos y viene de manera directa de
Dios. Son matices, se dirá.
Sin embargo, el propio Cristo adopta rostros diferen­
tes, de un mundo a otro. En Occidente, la Semana Santa,
que precede a la Pascua, está situada bajo el signo del due­
lo, de la pasión, de los sufrimientos, de la muerte del
Cristo-hombre. En Oriente está bajo el signo de la ale­
gría, de los cantos que glorifican la resurrección del C ris­
to-Dios. Los crucifijos rusos, a diferencia de los prime­
ros crucifijos italianos, los de Cimabue, representan a un
Cristo apacible en la muerte, no al Salvador sufriente de
Occidente... Y sería necesario continuar largo tiempo
con la enumeración de esos contrastes, nacidos de mu­
cho tiempo atrás.
Jérom e Carcopino, en sus cursos de la Sorbona, la­
mentaba, incluso se dolía, de que Roma, en sus con ­
quistas, no hubiera atravesado el Rhin y llegado por lo
menos, hacia el este, hasta el Elba. El destino de Ro­
ma — y por lo tanto el nuestro— hubiera cambiado.
Pero si la Iglesia romana, y no la griega, hubiera con­
vertido al cristianism o a la M oscovia, el destino de Eu­
ropa y el del mundo se habrían visto alterados con toda
seguridad.
A sí, las grandes partidas de la época actual se juga­
ron, ganaron o perdieron, en el pasado.

12 8
L O S R E C U B R IM IE N T O S
DE LAS C IV IL IZ A C IO N E S

Una primera característica: las civilizaciones son realida­


des de larga, larguísima duración. Segundo rasgo: están
sólidamente aferradas a su espacio geográfico. Un hecho
lógico es que la más fuerte, la victoriosa, penetra a menu­
do en la más débil, la coloniza, instala en ella sus cuarte­
les, sus puestos de mando. Pero, a largo plazo, la aventura
termina mal. Las excepciones confirman la regla: si Roma
triunfa en la Galia; si Cartago triunfa subrepticiamente en
África, o si Europa triunfa en América, es en todos los
casos porque fue una civilización aún mal estructurada la
que se entregó al intruso. Esto nos obliga, a propósito de
la Galia prerromana, a no exagerar demasiado el nivel cul­
tural alcanzado por ella, o por lo menos a no seguir dema­
siado el contagioso entusiasmo de Camille Jullian.
La regla, entre civilizaciones adultas, estructuradas
(y el Mediterráneo es el sitio por excelencia de civiliza­
ciones adultas, surgidas de largos preámbulos), es el fra­
caso regular: aunque, repitámoslo, a menudo muy lento
en llegar a su fin. De hecho, toda civilización sólida se
somete sólo en apariencia, y es entonces cuando por lo
general toma más conciencia de sí misma, se exaspera y
desarrolla un intransigente nacionalismo cultural. Los
turcos concluyen entre 1453 y 15 4 1 la conquista de la
península de los Balcanes, donde la civilización griega u
ortodoxa ocupa en forma subordinada lo esencial del te­
rreno. El repliegue turco, y con él el del islam, sólo se
realizará en 19 18 , con un desfase de más de cuatro siglos
en total. Pero no hay que olvidar que al comienzo de los
éxitos turcos existió la complicidad de los griegos a cau­

129
sa de su odio contra los latinos. La conquista musulmana
inunda España en 7 1 1 y no la suelta hasta la toma de
Granada, siete siglos más tarde, en 1492. También aquí
habría que tener en cuenta las complicidades iniciales.
Pero en uno y otro caso, lo asombroso es que una civili­
zación se rencuentre a sí misma, intacta, después de un
encarcelamiento multisecular — un poco como si no hu­
biera pasado nada— . Y, más hacia el este, observemos la
suerte del islam en tierra iraní.
Lo que probaría una vez más, si fuera necesario, es la
historia del Oriente grecorromano, fundado tras la con­
quista del Cercano Oriente realizada por Alejandro, de
334 a 329 a.C. Esta larga historia, escribía Émile-Félix
Gautier,

ha durado una decena de siglos (hasta las conquistas ára­


bes de 634, 636 o incluso 6 4 1): un espacio de tiem po fo r­
midablemente largo: cabría en él casi toda la historia de
Francia. A l cabo de esos diez siglos, de un día para otro, al
prim er sablazo árabe, todo se derrumba para siempre, la
lengua y el pensam iento griegos, los marcos occidentales;
todo se desvanece com o el humo; esos 1000 años de histo­
ria son com o si no hubiesen existido en ese lugar.

Por comparación, las superposiciones que duran un


siglo tienen cariz de episodios: Jerusalén, tomada en
1099 por los cruzados, deja de ser cristiana en 118 7 ; el
África del Norte francesa, iniciada en 1830, ya no existe
en 1962.
Todos estos procesos, mayor o menormente largos,
se presentan a nuestra atención como una sola familia de
problemas. Es la prueba, en síntesis, del valor explicativo

* 3°
del concepto de civilización, por complicado y frágil que
pueda parecer. Abre en el denso pasado del mar los úni­
cos caminos reales que un viajero apurado pueda elegir.

P e n sa r só l o e n lo s c o n f l ic t o s
E N T R E LA S C IV IL IZ A C IO N E S

Hemos sostenido que los conflictos entre las civilizacio­


nes son los únicos en los que se puede pensar que son los
límites militares de todo relato rápido. La batalla de M a­
ratón (490): por un lado, el mundo griego dividido con­
tra sí mismo, disperso desde las costas de Asia Menor
hasta Sicilia; por el otro, el Imperio persa, “esa inmensi­
dad desde el Mar Egeo hasta la India”. La lucha de Roma
contra Cartago, hasta 146 a.C., la lucha “de un pueblo
esencialmente marítimo y comerciante contra un pue­
blo terrestre, guerrero y campesino”. Es evidente que
siempre se intentará imaginar en qué se habría converti­
do el Mediterráneo si Cartago hubiera vencido, expan­
diendo su civilización por todo el mar y revelando, en
esa jugada, su ser profundo, aunque sin duda atravesado
por abismos. Pero Cartago no venció... Las cruzadas; en
Lepanto, el 7 de octubre de 15 7 1, la flota de la Santa Liga
(Venecia, el papado, España), bajo el mando de don Juan
de Austria, aplastaba a la armada turca a la entrada del Gol­
fo de Corinto, justo en el Golfo de Naupacto, durante la
mayor batalla de galeras que haya conocido la historia; ese
combate gigantesco, pero breve, “comienza al amanecer
y concluye antes de mediodía” (Robert Mantran).
Estos conflictos, unos breves (Maratón, Lepanto),
otros largos (las tres guerras púnicas, las cruzadas), reve­

131
lan los choques sordos, violentos, repetidos que se asestan
esas bestias poderosas que son las civilizaciones. A tal
punto que esas guerras y esas batallas —y otras de las que
se hubiera podido recordar los episodios significativos
(la batalla de Jerez, en 7 1 1 , donde Tarik aplasta a los visi­
godos; o la batalla de Poitiers, en 735; o la toma de Cons-
tantinopla, en 1453...)— rebasan a los actores y a los es­
cenarios que les conciernen. Es todo el Occidente por
un lado (griegos y latinos), y todo el Oriente por el otro.
La magnitud del conflicto dramatiza el choque, lo am­
plifica. En Maratón, los griegos salvan un Occidente
amenazado de subversión. Roma hiere al Oriente al ma­
tar a Cartago. Las cruzadas apuntan en el mismo obsti­
nado sentido. La toma de Constantinopla, en 1453, es
una réplica del islam. Lepanto, en una fecha tardía
( 15 7 1) , pone en juego una vez más la salud de todo el
Mediterráneo, maltratado en el mar por las flotas turcas
y los corsarios berberiscos.
Todo esto es más que comprensible: ¿cómo no ha­
brían de chocar las civilizaciones que desde muy tem­
prano se encuentran coexistiendo? Ellas encuentran su
razón de ser en el combate. Roma, cuyo triunfo corres­
ponde a los únicos siglos de unidad del mar, ni siquiera
hace desaparecer a las comunidades hostiles que se en­
cuentran instaladas desde antes; las mantiene sometidas,
al mismo tiempo que valora e impulsa su propia civiliza­
ción, su lengua, su arte. Pero las luchas continúan, bajo
la cobertura y la pantalla de la paz romana que las di­
simula con dificultad.
Las civilizaciones son, por lo tanto, la guerra y el
odio; un inmenso trozo de sombra las devora casi hasta
la mitad. Fabrican el odio, se alimentan de él, viven de él.

132
Grecia detesta al persa más de lo que el propio persa
(que como se sabe es tolerante) detesta al griego. El ro­
mano odia a muerte al fenicio, quien le devuelve el sen­
timiento con la misma intensidad. La cristiandad y el
islam no tienen nada que envidiarse. En el tribunal de la
historia, los dos culpables serían condenados, a ninguno
se le daría la razón. Pero ¿se sabe siempre quién es el cul­
pable y quién el inocente? Así, para Sabatino Moschati
los fenicios serían por antonomasia pueblos pacíficos,
que aun cuando se defendían, y con valor, era sólo para
hacer frente a los ataques. Algunos historiadores pre­
tenden también que Bizancio, que sobrevive al Imperio
romano hasta la toma de Constantinopla, no fue capaz
de fabricar, por sí misma, una guerra santa a su medida
(no hubo cruzada, si se quiere). Si la observación es cier­
ta, estaríamos tentados de alegrarnos de esa carencia.
Pero ¿acaso no pagó Bizancio, un buen día, esta ausencia
de odio constructivo? Lo que equivaldría a decir que el
porvenir pertenece tan sólo a los que saben odiar. Las
civilizaciones son, en efecto, con demasiada frecuencia,
desconocimiento, desprecio, aborrecimiento del otro.
Pero no son nada más eso. Son también sacrificio, in­
fluencia, acumulación de bienes culturales, herencias de
inteligencia. Si el mar debe sus guerras a esas civilizacio­
nes, también les debe sus múltiples intercambios (técni­
cas, ideas e incluso creencias), y los abigarramientos y
espectáculos variados que nos ofrece hasta hoy. El Medi­
terráneo es un mosaico de todos los colores. Por eso,
habiendo pasado los siglos, se pueden contemplar, sin
indignación, bien al contrario, tantos monumentos que
fueron sacrilegios, límites que indican los avances y re­
trocesos de antaño: Santa Sofía, con su guardia de altos

133
minaretes; San Giovanni degli Eremiti en Palermo, que
alberga su claustro entre las cúpulas rojas o casi rojas
de una antigua mezquita; en Córdoba, en medio del bos­
que de arcos y pilares de la mezquita más bella del mun­
do, la encantadora iglesita gótica de la Santa Cruz, cons­
truida por orden de Carlos V.

L a c iv il iz a c ió n n o c o n s t it u y e
T O D A LA H IS T O R IA

Pero, en definitiva, por amplios que sean los dominios de


la civilización, sus repercusiones, su duración, no es toda
la historia de los hombres, ni, en el caso que nos ocupa,
toda la historia del Mar Interior.
La política tiene siempre la palabra: he ahí un hecho
evidente. ¿Cuántas veces no ha impuesto su voluntad,
relegando a un segundo plano todas las demás fuerzas
y formas de la historia? Lo que ocurrió mientras se man­
tuvo el predominio de Roma es que, durante mucho
tiempo, la violencia estuvo al servicio de la política: su
imperialismo sólo se calmó cuando hubo reducido a la
obediencia a todo el mundo mediterráneo. Y Roma, antes
de llegar a ese término, golpeará sin piedad: en ese año de
146 a.C., se sitúa la doble destrucción de Cartago y de Co-
rinto... Pensemos también en la sangrienta conquista de
la Galia, durante casi diez años, de 59 a 53 (a.C.). Los eu­
ropeos no lo harán mejor en América. Roma, antes de ser
el artífice de la pax romana, impuso la guerra continua.
Las civilizaciones tuvieron que doblegarse al mismo
tiempo que los pueblos vencidos. Con la gran batalla de
Actium (2 de septiembre de 3 1 a.C.) — grande porque

134
tuvo enormes consecuencias— se sella por siglos el des­
tino del “otro” Mediterráneo. Esa batalla que se libra casi
en el sitio exacto donde estará la Prevesa (victoria de los
turcos sobre las flotas de una primera Santa Liga cristia­
na, en 1538) ve la huida de las naves de Cleopatra, la de­
rrota de A ntonio y de Egipto, el triunfo de Octavio. Es
allí, efectivamente, donde el poderoso Imperio romano
comienza.
Pero Roma, al imponer su voluntad y la unidad políti­
ca al conjunto del mundo mediterráneo, no suprimió las
diferencias, divergencias, cambios y conflictos cultura­
les; y no sólo no los suprimió, sino que ella misma se vio
afectada, influida por esas culturas más refinadas que la
suya, por la Grecia que será su educadora (se hablará
griego en los medios cultivados de la capital), y por la
invasión de las religiones y cultos que llegan del Cerca­
no Oriente. No obstante, ella impondría en todo el M e­
diterráneo el lenguaje superior de su política y sus insti­
tuciones.

El l u g a r d e l a e c o n o m ía

En el concierto de la historia mediterránea, también la


economía desempeñó un papel, a menudo determinante.
La sociedad no sería nada sin la explotación económica
que la equilibra, y sin ella los estados serían cuerpos iner­
tes. Por lo demás, si las civilizaciones duran y florecen,
es gracias a ella. Las floraciones son gastos, despilfarras.
Apenas surgen crisis económicas un poco serias, y la
cantería de Santa Maria del Fiore en Florencia detiene
sus trabajos, y la catedral de Bolonia o la de Siena quedan
para siempre inconclusas.

135
Lo que trae la riqueza entre todas las riquezas es el
mar — superficie para los transportes— . El amo de las
riquezas es el amo del mar. Pero por amplio que éste sea,
tarde o temprano no admite más que un amo, no nece­
sariamente político, como en el caso de Roma, sino uno
de los intercambios, las desigualdades y desnivelacio­
nes de la vida comercial.
Este tipo de realezas, poco estrepitosas, no se cons­
truyen en un día. Van precedidas y acompañadas por lu­
chas. En los siglos ix y x, en todo el esplendor de su ci­
vilización, el islam dominó sin discusión alguna al Mar
Interior. El cristiano “apenas podía hacer flotar allí una
tabla”, pero a partir del siglo xi, y más tarde con el fin de
sostener el movimiento continuo de las cruzadas, la si­
tuación empieza a invertirse. Los navios de las ciudades
italianas se convertirán en los amos indiscutidos de toda
la superficie del mar: los bizantinos son eliminados, y las
naves del islam tienen que retroceder. El mar, en el sen­
tido estricto del término, el agua de mar, es conquistada
por el cristiano, por sus bajeles de guerra, sus naves pira­
tas, sus expediciones guerreras y, detrás de esos movi­
mientos protectores, por sus naves comerciales cada vez
más numerosas. En este juego fructífero, repetido m u­
chas veces, Italia, al norte de la línea Florencia-Ancona,
se convierte en la zona más activa, la más rica de todo el
Mediterráneo. Entre el siglo xi y el x v i casi podríamos
decir: primero la economía, para beneficio regular de las
ciudades — los estados territoriales, por un momento
bien perfilados, se deterioran con la profunda crisis del
siglo x iv — .
Sin embargo, esas ciudades se disputan las ganancias
del Mediterráneo. Las luchas sin tregua de Génova y Ve-

13 6
necia son una inverosímil sucesión de peripecias. Sólo al
terminar la guerra de Chioggia ( 13 7 8 -13 8 1) triunfa Ve-
necia y se convierte, hasta el comienzo de las llamadas
guerras de Italia (1494), en el centro de los intercambios
mediterráneos. A l final del siglo xv, los estados territo­
riales sin duda han recobrado su vigor o adquirido nue­
vas fuerzas. El Turco se instala en Otranto (1480 -148 2),
Carlos VIII atraviesa los Alpes en septiembre de 1494, el
aragonés participa en la guerra que entonces se entabla.
Las ciudades, incluso Venecia, no sirven ya de contrape­
so frente a esos enormes adversarios. La política se co­
bra el desquite.

La c o n q u i s t a d e l M e d i t e r r á n e o
PO R LOS N Ó R D IC O S

Sin embargo, no fueron las armadas turcas, los ejércitos


franceses ni los tercios españoles, cualquiera que haya
sido su peso sobre el destino de Italia y de sus ciudades,
los que arruinaron los fundamentos económicos del
predominio mediterráneo. El agresivo ascenso de los
grandes estados comprometió o destruyó el equilibrio
de la península, pero en 1559, después del tratado de
Cateau-Cambrésis que la entrega en parte a España, Ita­
lia recobra la paz y saca provecho de ello. Con todo, ya
no volverá a subir la pendiente, pero esto se debe a otras
razones.
El proceso que amenaza al Mediterráneo y que al fi­
nal acabará con él, es nada menos que el desplazamiento
del centro del mundo, del Mar Interior al Océano Atlán­
tico. En el comienzo de este proceso se sitúan el descu­
brimiento de América, en 1492, y el periplo del cabo de

137
Buena Esperanza, de 1497 a 1498. Aun así, esos aconteci­
mientos no cobran toda su importancia de un día a otro.
La pimienta y las especias llegan a Lisboa y de allí pasan a
Amberes. Pero la ruta de Suez o del Golfo Pérsico no está
muerta y puede rivalizar con la larga circunnavegación
de África. Incluso llega a hablarse de un canal de Suez.
Por lo demás, la pimienta y las especias sólo llegan a Eu­
ropa a cambio del metal blanco. El que tiene plata, el
metal blanco, puede comandar a los productores, co­
merciantes y transportistas de pimienta y especias. Cier­
tamente, el metal blanco, que a partir de la década de
1 53° procede casi sin excepción de América por inter­
medio de Sevilla, pertenece a España. Pero a causa de las
guerras de Carlos V, de los empréstitos obligados del go­
bierno castellano, en los que pronto participan los co­
merciantes y banqueros italianos, sobre todo los genove-
ses, el metal blanco español comienza, a partir de 1550, a
tomar el camino de Italia. Las galeras transportan con
regularidad cajas de reales, de “piezas de a ocho”, de Bar­
celona a Génova. Hacia 1568, cuando la piratería inglesa,
y después la holandesa le cortan a España el camino di­
recto del Atlántico y del Mar del Norte hasta los Países
Bajos sublevados, los envíos de plata desde España si­
guen casi siempre el camino mediterráneo, de Barcelona
a Génova: la ciudad de San Jorge se convierte en el cen­
tro financiero de toda Europa: ¡un brillante desquite del
Mediterráneo! Este privilegio de Génova procede de la
necesidad que pesa sobre el gobierno del rey católico de
pagar en un tiempo fijo la soldada y los gastos del ejérci­
to español que combate en los Países Bajos. Y esta nece­
sidad va a durar. Se implementa un sistema genovés de
pagos con las ferias de Piacenza, creadas a partir de 1579.

138
Los historiadores se han acostumbrado incluso a hablar
de un “siglo de los genoveses” que comenzaría en 15 5 7 y
concluiría hacia 16 22-1627.
Al reorganizar Italia su aprovisionamiento de metal
blanco, restableció al mismo tiempo, alrededor de la dé­
cada de 1560, su aprovisionamiento de pimienta y espe­
cias por las antiguas rutas de Levante. El rendimiento de
estas rutas equivaldrá, de manera global, al rendimiento
de la ruta del Cabo, y com o el consumo europeo ha au­
mentado considerablemente (casi se ha duplicado), Ve-
necia restablece por fin las bases de su antiguo comercio.
Es de este modo como, hasta fines del siglo x vi, será
prematuro hablar de una decadencia del Mar Interior de
Italia y de sus ciudades piloto. Debemos renunciar a la
antigua explicación que presentaba al Mar Interior como
descalificado sin remedio por los descubrimientos de los
portugueses, quienes, por lo demás, no bloquearon en el
Océano Indico las rutas hacia el G olfo Pérsico ni las ru­
tas que conducen al Mar Rojo.
¿Qué ocurrió, entonces? Porque es cierto que se dio
una disminución del tráfico y los intercambios lejanos
del Mediterráneo en los primeros 20 años del siglo xvn.
Hace no mucho tiempo un joven historiador, Richard
Rapp, dio la mejor explicación. Para él, existió — por la
astucia, la fuerza y la violencia; por el juego de las dife­
rencias económicas— una conquista del Mar Interior
por parte de los nórdicos, ante todo, ingleses y holande­
ses, y más por los primeros que por los segundos. Los
ingleses ya habían impulsado su penetración comercial
en el Mediterráneo durante las últimas décadas del siglo
x v y hasta las proximidades de las décadas de 1530 -1550 ;
esta primera invasión se detuvo bruscamente entre 1550

139
y 1570. La segunda ola se da hacia 1570 y será mucho
más amplia y sostenida que la primera.
Los navios de los países protestantes van a dictar
poco a poco la ley en un Mediterráneo donde el islam y
la cristiandad han depuesto las armas después de los fa­
bulosos esfuerzos de Lepanto, en 15 7 1. Sus navios están
mejor armados, mejor provistos de tripulaciones, son me­
jores cargueros, más regulares, aceptan fletes más m o­
destos que los veleros del Mediterráneo. Se apoderan
poco a- poco de los tráficos importantes: así, los navios
holandeses transportan de España a Livorno las pacas de
lana que después, por vía terrestre, llegan a Venecia y
abastecen su arte della lana en plena expansión en ese
momento. Algunos de sus navios van incluso directamen­
te de España a Venecia. Se apoderan también del com er­
cio de las uvas pasas, del aceite de Djerba o de Apulia, no
menos que del prestigioso comercio de Levante. Los
nórdicos aportan madera, alquitrán, planchas, trigo, cen­
teno, toneles de arenque, estaño, plomo y pronto tam­
bién sus propios productos manufacturados, a menudo
simples imitaciones de productos de Venecia o de otras
ciudades italianas; mercancías sin calidad con falsas mar­
cas italianas de apariencia auténtica. Hay que agregar el
corso, los acuerdos con Argel, con el Turco. De allí una
serie de violencias, de faltas de delicadeza, de com plici­
dades (sobre todo en Livorno). Es así como el comercio y
la industria de Inglaterra y los Países Bajos se alimentó
de los despojos y de las riquezas acumuladas del viejo
Mediterráneo. Hubo conquista, pillaje, robo, e incluso blo­
queo a distancia, cuando los holandeses sustituyeron en
Insulindia y en el Océano Indico a los portugueses. És­
tos dejan pasar las mercancías hacia el Mediterráneo,

140
aquéllos, en cambio, estarán con el ojo avizor, si no para
la seda que llegará siempre al Levante, al menos sí para la
pimienta y las especias. Hacia 1620, según el testimonio
de los marselleses, las especias y la pimienta ya no entra­
rán al Mediterráneo por las antiguas rutas del Mar Rojo,
sino por las del Atlántico y Gibraltar, en barcos holande­
ses. El Mediterráneo ha sido por una parte asaltado den­
tro de su propio territorio, y por otra, alterado para pri­
var a sus ribereños de los tráficos más fructíferos. Desde
entonces, nunca se les ha devuelto su mar.

A n te s y d esp u és d e l a a p e r t u r a
d e l C a n a l d e S u e z ( 18 6 9 )

De manera cierta, el Mediterráneo no se encuentra ya en


el centro del mundo a partir de 1620 o 1650. En él pene­
tran el comercio y la guerra de los demás. En esos inter­
cambios y en esas guerras, los habitantes del Mediterrá­
neo tienen asignados tan sólo pequeños papeles. Son
peones sobre el tablero, se les desplaza según el capricho
de potencias y voluntades lejanas. En el siglo x vn , la de
Holanda. A comienzos del xvm , la primacía de Inglate­
rra se anuncia mediante un golpe maestro; durante la
Guerra de Sucesión en España, el almirante inglés George
Rooke se apoderó, por sorpresa, de Gibraltar, el 25 de agos­
to de 1704; franceses y españoles tratarán inútilmente de
recuperar la plaza en 1704, en 1727, en 1779 y en 1782.
En esta última tentativa, los asaltantes emplean, aunque
sin éxito, las balas de cañón incandescentes y las baterías
flotantes inventadas por dAr^on. Se ha sellado un desti­
no; los ingleses están todavía hoy en Gibraltar. Son así,

141
desde hace más de dos siglos, los porteros del M ar Inte­
rior convertido, en el xvm , en un lago guardado por el
oeste, y desde el siglo xvn, sin salida fácil por el lado de
Levante.
Y es del lado de Levante donde se encuentra, mucho
más que en Gibraltar, la zona peligrosa y codiciada del
Mar Interior. El Levante, en los siglos xvn y xvm , es el
Imperio turco, que se extiende sobre los Balcanes, el Asia
Menor en sentido amplio y África del Norte, desde Egipto
hasta la frontera oriental de Marruecos, es decir, un am­
plio mercado en cuanto que se mantiene unida a Persia y
las sedas que transitan hasta Esmima, convertida en la ma­
yor de las “escalas”. Es incluso lo que está en juego en el
comercio de Levante, donde Francia, mitad mediterránea,
se convierte en el actor por excelencia en el siglo xvm .
Pero más allá del comercio y de los países de Levante,
la jugada decisiva es la India lejana donde Inglaterra, des­
pués de la batalla de Plassey (17 5 7 ), ha ocupado ya un
primer lugar que nadie podrá arrebatarle. El Levante es la
ruta más corta desde Europa hacia las Indias, la ruta por
excelencia de las noticias rápidas, de las decisiones y las
órdenes. Por otra parte, con el comercio del café, el Mar
Rojo ha vuelto a animarse y Alejandría se convierte en
un puerto frecuentado, como en los tiempos de la pi­
mienta y las especias. En vísperas de la revolución, la polí­
tica francesa se ocupa con insistencia de la ruta del Istmo
de Suez e inquieta a la Compañía Inglesa de las Indias
Orientales. Lo que Inglaterra teme es que el Mediterrá­
neo se abra, hacia el Océano Indico, a sus rivales y com ­
petidores, desde los más grandes (Francia a la cabeza)
hasta los más modestos (Génova o Venecia) o peor colo­
cados, como Rusia, que también se ve atraída por el es­

142
pejismo y la realidad de las Indias. En este contexto se
sitúa la expedición a Egipto, emprendida en 1798 por
Bonaparte. Si esa expedición hubiera triunfado, el Impe­
rio turco habría sido partido en dos: al norte, Anatolia y
los Balcanes, al oeste, las indóciles regencias de Trípoli,
Túnez y Argel, y el camino restante abierto sin interrup­
ción en dirección al Océano Indico. Los historiadores,
demasiado dispuestos a rehacer la historia, piensan que si
Bonaparte hubiera capturado San Juan de Acre hubiera
podido reconstruir su ejército en las colinas y montañas
del Líbano y destruir al Imperio británico todavía en sus
comienzos.
Pero la grandiosa operación fracasó e Inglaterra se
apoderó en 1800 de Malta, ocupada dos años antes por la
flota francesa en camino hacia Egipto. La isla debía ser
devuelta, según el tratado de Am iens (18 0 1), pero se
mantuvo bajo el control inglés hasta hace muy poco, ya
que a pesar de su mediocre extensión, aseguraba (como,
un segundo Gibraltar) el dominio inglés en el centro
mismo del mar. Más tarde, la instalación de los ingleses
en Chipre (1878) y en Egipto (1882) completó el dom i­
nio de Londres; a partir de entonces la ruta de las Indias
le pertenecía de punta a punta y la pax britannica se im ­
ponía pesadamente en el Mediterráneo. Una vez más, el
orden político reinaba sobre el mar. Con una palabra del
gabinete de Saint-James, las naves se dirigían a Malta, y
al momento todo volvía a estar en orden.
Pero Francia se agita: empieza a instalarse en Africa
del Norte, ocupa Argel en 1830; sin embargo, Á frica del
Norte no es el Mediterráneo peligroso para los intereses
de Londres. El hecho de que el gallo galo rasque la arena
del Sahara, más bien despierta sonrisas. El único golpe

143
directo asestado por Francia fue la construcción del Ca­
nal de Suez, concluido en 1869.
Para llevar a cabo esa empresa fueron necesarios 10
años de trabajo y el tesón de un hombre, Ferdinand de
Lesseps; fue necesario también apostar a la navegación a
vapor en vías de modificar las condiciones generales de
la circulación a través de los mares y océanos del globo.
Es el fin del lago mediterráneo, la transformación del Mar
Interior en una ruta tendida sobre todo hacia el Océa­
no Indico. M uy pronto, los viajeros con destino a la
India no tendrán tiempo para acabar de anotar sus im ­
presiones: el canal, el tórrido M ar Rojo, el balanceo y el
oleaje del índico; el Mediterráneo ya no es más que la
primera y breve, casi insensible etapa de un recorrido
muy largo.
Este éxito francés dio lugar a una solemne inaugura­
ción, ante todas las testas coronadas de Europa, bajo la
presidencia —a tout seigneur tout honneur— de la empe­
ratriz Eugenia. Pero esos fastos no deben hacernos forjar
ilusiones. El juego político no está en París, y no hay que
pensar en un desquite de la expedición a Egipto. En rea­
lidad, Egipto, independiente desde 1 8 1 1 , tampoco es
otra cosa que un peón en el tablero del Mediterráneo. El
gobierno inglés, que ha puesto toda clase de obstáculos a
la construcción del canal, compra, en 1875, las 117 0 0 0
acciones del endeudado jedive; en 1882, Egipto es ocu­
pado, y en 1888, una convención firmada con Francia en
Londres neutraliza el canal. Inglaterra ha sido al final la
beneficiaría de la empresa de Ferdinand de Lesseps. Por
lo que toca a la tentativa de Fachoda sobre el Nilo blanco
adonde llega la pequeña columna del comandante Mar-
chand, el 10 de julio de 1898, no es más que un dramá­

144
tico incidente sin consecuencias en el reparto de la en­
crucijada del Levante.
Francia no es la única perdedora a consecuencia de
esas maniobras. Y Maurice Aymard tiene razón al decir
que “el Canal de Suez simbolizó el debilitamiento políti­
co del mundo mediterráneo”. Construido por los france­
ses, semimediterráneos nada más, el canal se convirtió, y
con él el Mediterráneo por añadidura, en una ruta ingle­
sa. De ese modo, el Mar Interior sigue estando alienado.
Y desde entonces continúa la misma historia, la de un
desposeimiento.
El 26 de julio de 1956, Nasser nacionalizaba el canal.
Francia e Inglaterra se unen y viven la derrota de la gue­
rra “de los seis días”. Sin embargo, ya desde antes de esa
fecha, ni Francia ni Inglaterra dominaban el Mar Inte­
rior ni los países que lo bordean. “ La presencia visible de
los portaviones norteamericanos y de los portahelicóp-
teros soviéticos señala los dominios enfrentados de las
dos grandes potencias mundiales.” El Mediterráneo es, a
lo máximo, su campo de lucha. O más bien, su circo,
donde, para su placer o su disgusto, pelean los gladiado­
res, que no lucharían con el cruel encarnizamiento que
les conocemos si los grandes de este mundo no tuvieran
interés en sus matanzas.
Es evidente que el Mediterráneo continúa viviendo
ante nuestros ojos, desarrollando sus propios combates,
prosiguiendo con su industrialización, mejorando su
nivel de vida, sacudiendo las secuelas de las coloniza­
ciones por fin destruidas. A l sur del mar, el otro Medi­
terráneo — desde Marruecos hasta Turquía e Irak— se
esfuerza por recobrar el tiempo perdido, que también
se acumula.

145
E s p a c io s

M a u r ic e A y m a r d

solemos ver del Mediterráneo nada más que

H
o y d ía
su decorado, la alianza del mar y el sol, del relieve y
la vegetación, el don gracioso de una naturaleza generosa
y suntuosa, y sin embargo ingrata. Porque bajo sus flores
pronto aparece la piedra. No hace falta más que el hom ­
bre disminuya por un momento su atención y sus cuida­
dos, para que las terrazas edificadas con suma paciencia
en el flanco de la montaña se derrumben, invadidas por
la maleza; el matorral vuelve a crecer sobre el bosque in­
cendiado, las llanuras vuelven a ser pantanos. Se deshace
un frágil equilibrio, que a veces requeriría siglos para
volverse a construir. Desde el final del imperio hasta
nuestros días, la campiña romana ha seguido siendo una
especie de desierto, aunque el drenaje de los pantanos
pontinos simbolizó, para el fascismo, la recobrada gran­
deza de Roma. Pero Venecia sólo se enfrentó con las
aguas divagantes del Po y del Adigio a partir del siglo
x vi, cuando comenzó a perder su monopolio comercial.
Todas las riberas del mar han conocido esas espec­
taculares alternativas de auges y abandonos. Com o si el
hombre controlase mal un espacio que se le escapa, y so-

146
bre el cual su dominio es siempre parcial y disparejo.
Com o si en todas las épocas hubiera tenido que elegir
entre varias opciones, dejando la costa por el interior o,
en nuestros días, a la inversa; o como si, incluso, se hu­
biera visto obligado a ceder sus campos a los rebaños nó­
madas antes de poder a su vez rechazarlos. Ayer desde
Siria hasta España; hoy desde el Ródano inferior hasta el
Negueb y Asuán, los grandes logros de la agricultura
mediterránea están situados bajo el signo de la domesti­
cación del agua, y del trabajo minucioso de todo un pue­
blo de atentos jardineros. No obstante, siguen siendo la
excepción: aunque lleve la marca de su intervención, con
tanta frecuencia destructora como benéfica, el hombre
está a menudo ausente del paisaje; lo está de las tierras de
trigo y ovejas de Castilla, del Tavoliere de la Apulia o la
Tesalia; lo está de las anchas extensiones forestales o pe­
dregosas, de las montañas y de los altos pastizales de ve­
rano, por donde ya sólo pasa como nómada. Si bien ha
terminado, hasta hace muy poco, de arrancar las llanuras
litorales del influjo de la malaria, prefiere no instalarse
allí, y deja sus playas a otros, para continuar residiendo
en otros lugares, en sus ciudades y sus grandes aldeas de
casas apretadas, con sus cinturones de viñedos, vergeles
y jardines (el “ruedo”, com o se dice en Andalucía). En
cuanto se aleja de ellas, su dominio sobre las campiñas se
vuelve más débil: evitará pasar allí más tiempo que el ne­
cesario para el trabajo de los campos, y evitará con ma­
yor razón vivir ahí. Campesino por necesidad, pero cam­
pesino a su pesar, el hombre del Mediterráneo vive como
citadino.
Los contrastes del paisaje expresan esa jerarquía con­
céntrica de intereses, la desigualdad de la ocupación del

147
suelo, las oscilaciones de la explotación. Desde Roma
hasta nuestros días, se ha mantenido válida, en general, la
misma división del terruño. Por una parte, la zona de los
campos cultivados: el ager. Por otra, la zona inculta, mez­
cla de árboles y hierba magra, de monte bajo y de pedre­
gal, dominio de los carboneros, de los pastores y de los
animales domésticos o salvajes: el saltus. Pero el propio
ager exigía largos descansos, y un año cada dos, o dos
cada tres, se entregaba a los corderos que, apenas term i­
nada la cosecha, invadían el rastrojo y no pedían otra
cosa que quedarse allí, en tanto que eran excluidos con
severidad de los huertos y los viñedos. Por lo tanto, la
frontera entre ager y saltus se mantiene siempre singu­
larmente indecisa y móvil: menos clara, en todo caso,
que la que separa la zona de horticultura intensiva en
torno a la ciudad del resto del terruño —ager y saltus re­
unidos— y que opone la “región llena” a la “región va­
cía”. Traduce la fragilidad de un equilibrio ecológico
amenazado por cualquier crecimiento de la población:
ayer — y todavía hoy, en cada verano— , por la destruc­
ción catastrófica de un manto forestal en parte fósil, al
que mantenía sobre el suelo una delgada capa de humus,
pronto arrastrada por la erosión; y ante nuestros ojos,
tanto por el desarrollo de las aglomeraciones del litoral
como por la contaminación industrial y el agotamiento
de las reservas de agua.
El hombre se encuentra muy pronto ante los límites
de una tierra a la que, por otra parte, se ha acostumbrado
a pedirle poco. Lo importante para él es, claro está, so­
brevivir en ella; pero es, ante todo, poder vivir allí en
sociedad, comunicarse con otros hombres. Mucho más
que al clima, a la geología, al relieve, el Mediterráneo debe

148
su unidad a una red de ciudades y aldeas constituida de
manera precoz y notablemente tenaz: en torno a ella se
constituyó el espacio mediterráneo, es ella quien lo ani­
ma y lo hace vivir. Las ciudades no nacen del campo, sino
el campo de las ciudades, a las que apenas alcanza a ali­
mentar. A través de ellas se proyecta sobre el suelo un
modelo de organización social, cuyo esquema tratarán
de reproducir en todas partes los emigrantes, forzosos o
voluntarios. Si son nómadas, establecerán su campamen­
to según reglas inmutables; si sedentarios, fundarán una
ciudad, siempre la misma. A sí hará Grecia, en su dom i­
nio colonial, y después en el mundo helenístico. A sí
Roma, quien repite hasta la monotonía de un extremo a
otro de su imperio un plano estereotipado de campa­
mento militar, con las mismas calles que se cruzan en
ángulo recto; el mismo foro, los mismos monumentos
que, a sus ojos, constituían una ciudad. A sí incluso el is­
lam, donde nada expresa mejor esa potencia creadora y
organizadora de la ciudad que esos oasis, esas huertas
con que la rodea y que, sin ella, no existirían.
De Damasco a Valencia, del Yemen a Elche y Alican­
te, es posible seguir, detrás de la similitud de las técnicas
de riego, la marcha de dos tradiciones que reglamentan
la distribución del agua y fundan dos tipos de sociedad:
una aristocrática, la otra más coherente. Aquí la propie­
dad del agua, diferente de la de la tierra, asegura el poder
a quienes la poseen y venden su uso, a los cultivadores.
Allá, por el contrario, el agua es un derecho gratuito para
los propietarios de las tierras irrigadas, que se agrupan en
comunidades capaces de asegurar el mantenimiento de
presas y canales, y de arbitrar por sí mismas sus conflic­
tos: así cada jueves, los jueces del Tribunal de Aguas, de­

149
lante del portal de los Apóstoles de la catedral de Valen­
cia, aplican una justicia rápida y eficaz.
Toda conquista, toda “diáspora” tiende a repetir de­
cenas de veces un modelo de sociedad urbana, y a expli-
citar de modo simultáneo lo que al principio estaba im ­
plícito. Grande o pequeña, la ciudad es mucho más que la
suma de sus casas, de sus monumentos y sus calles, m u­
cho más también que un centro económico, comercial o
industrial. Com o proyección espacial de las relaciones
sociales, aparece a la vez atravesada y estructurada por el
haz de líneas fronterizas que separan lo profano de lo sa­
grado; el trabajo del ocio; lo público de lo privado; los
hombres de las mujeres; la familia de todo lo que le es
ajeno. Y proporciona una admirable clave de lectura.
¿Dónde vivir? Nunca solo, sino en grupo, cualquiera
que sea el tamaño y la riqueza del grupo. Un millar de
hombres que viven pobremente de la tierra y del inter­
cambio de productos del suelo bastan en el Mediterráneo
para hacer una ciudad, para reconstruir en ella las solida­
ridades y oposiciones esenciales; en otros lados, incluso
siendo dos veces más numerosos, apenas formarían una
aldea. Desde los simples caseríos hasta las metrópolis, se
distinguen con claridad todos los niveles de una jerar­
quía por otra parte compleja, ya que no tiene en cuenta
como único factor la cantidad de población, la actividad
económica o el capital acumulado, sino también la histo­
ria, el marco monumental, el prestigio, el papel político
y administrativo — que fijan las élites— , la vida intelec­
tual, y un no-sé-qué, que hace a una ciudad más ciudad
que otra. Y las grandes ciudades se complacen en despre­
ciar a las más pequeñas como si fueran simples aldeas, y a
sus habitantes como a rústicos sin pulir. Sin embargo, el

150
caserío más modesto se presenta como un microcosmos
urbano: toda la vida social se organiza en él en función
de grupo. Hablar de la ciudad en el Mediterráneo es, por
lo tanto, hablar de todos estos niveles de la vida urbana,
que corresponden al mismo modelo.
Historiadores y geógrafos han multiplicado las ex­
plicaciones de esta permanencia del hábitat agrupado y
de la elección de lugares, a veces privilegiados, pero con
mayor frecuencia inhóspitos, donde se ha de radicar: el
agua y el sol, las rutas por tierra o por mar, la calidad de
un puerto o de un vado, pero también la inseguridad de las
costas y la insalubridad de las llanuras pantanosas. De
hecho, todas estas razones han actuado a su tiempo, pero
en sentido inverso.
Los griegos, invasores llegados del mar, empujaron
hacia el interior, en la Italia meridional y en Sicilia, a las
poblaciones locales, y ocuparon y colonizaron sólida­
mente su territorio, sin alejarse jamás del mar; pero
siempre que pudieron, eligieron sitios fáciles de defen­
der, como los de Siracusa y Tarento — un islote separado
del continente por un estrecho canal— . Roma, segura de
sí misma y de su paz, descubrió un poco tarde que debía
amurallar sus ciudades para hacer frente a un invasor
que no había previsto. La conquista árabe hizo la fortuna,
en tierras del islam, de grandes paraderos de caravanas
abiertas a todos los tráficos terrestres, pero empujó hacia
las montañas, que desde entonces se convertirían en un
refugio, a los bereberes del Mahgreb y a los maronitas
del Líbano, y hacia las crestas rocosas, a prudente distan­
cia de la costa, a las poblaciones cristianas del litoral me­
diterráneo; la conquista turca hizo lo mismo, varios si­
glos más tarde, en los Balcanes. Desde hace un centenar

151
de años, el desarrollo económico y la colonización han
yuxtapuesto al antiguo núcleo, que conserva su aspecto
medieval, con sus callejuelas estrechas y tortuosas, una
ciudad nueva de anchas avenidas y trazado regular.
Cada civilización ha dejado así su herencia urbana, y
contribuido a definir el marco dentro del que los hom ­
bres siguen viviendo, todavía hoy, en medio de coercio­
nes del pasado, aun cuando las condiciones que rigieron
su creación han dejado de actuar. La evolución reciente
ha privilegiado las aglomeraciones del litoral a expensas
del interior, víctima de su aislamiento, y acrecentado de
manera espectacular grandes concentraciones portua­
rias, que dan testimonio ya del éxito económico, ya de la
miseria del campo, ya de ambos a la vez: Beirut, Alejan­
dría, Atenas-El Pireo, Nápoles, Palermo... Pero las aldeas
de colonos creadas en el corazón de Sicilia por la refor­
ma agraria — que arrancó a los campesinos de sus agro-
ciudades, símbolos de la fuerza de inercia del latifondo, y
las acercó a las tierras que se les acababa de distribuir—
han quedado desesperadamente vacías. Desde el siglo xvin,
por lo demás, el auge de las plantaciones de cítricos en
las llanuras de la costa calabresa o siciliana, que ya se ha­
bían vuelto seguras, pudo hacer bajar a la población de
las colinas hacia la marina, pero sin provocar el menor
distanciamiento del hábitat: un desdoblamiento de la
primigenia aldea en la altura, a veces subsiste.
El peso de las estructuras sociales y de las técnicas
agrícolas explica con creces ese duradero vacío del cam­
po. Fuera de los jardines, los viñedos y las huertas, las tie­
rras ricas, las tierras fértiles de las llanuras y mesetas per­
tenecen a los grandes propietarios que en numerosas
ocasiones expulsaron a los campesinos cuando pretendie­

15 2
ron instalarse en ellas. Éstos sólo llegan allí, como mano
de obra asalariada, en el momento de la cosecha. Acam­
pados en los grandes caseríos del latifondo o establecidos
en las colinas y en las montañas, completan así el ingreso,
siempre insuficiente, de sus tierras, donde desarrollan los
cultivos destinados a la venta: vid, olivo, morera, frutales.
Su ganado: en el mejor de los casos algunas ovejas con­
fiadas al pastor comunal, un animal de tiro, muía o asno,
alojado preciosamente en la casa con las gallinas — a las
que se cría dentro de la ciudad en las terrazas, o como en
Nápoles, en el barrio de Monte di Dio, en la calle, con la
pata amarrada a una cuerda— . Las herramientas agríco­
las: el arado y la azada, la pala y el pico, algunos toneles,
algunas tinajas para almacenar el aceite y el grano, nada
demasiado voluminoso como para no poder encontrar
también un lugar bajo el mismo techo.
La aldea, la ciudad, es el lugar donde se intercambian
los productos y donde se vende el trabajo de cada uno,
antes del amanecer, al administrador de la gran finca que
viene sólo a contratar la mano de obra que necesita. Se
sale por la mañana, pero se regresa por la noche para
dormir. Tanto en España como en la parte sur de Italia,
la regla medieval que fijaba la duración de la jornada de
trabajo “desde la salida hasta la puesta del sol”, hacía a
menudo la precisión de que el bracciante debía estar en
la obra desde el amanecer — por lo tanto, tenía que haber
hecho el trayecto de ida durante la noche— , pero estar
de regreso a la hora del crepúsculo — por lo tanto, debía
haber hecho el de regreso durante el día, a expensas del
amo— . Cuando, en tiempo de las cosechas, las vendimias
o la recolección de aceitunas, la urgencia de los trabajos
y el alejamiento del domicilio impiden el retorno de esas

153
cuadrillas de emigrantes temporarios, a menudo llegados
de m uy lejos, los trabajadores duermen en el suelo, a
campo raso, o a cubierto en los patios y en los mismos
cobertizos de las grandes granjas: así ocurre en la novela
de E. Vittorini, La Garibaldina. Quien es pequeño pro­
pietario dispone de una cabaña en un rincón del viñedo o
del huerto para almacenar algunas herramientas o des­
cansar a la hora de la siesta; alguien aún más desahogado
tendrá una segunda vivienda donde vendrá a instalarse
en verano — una campagne, como se dice en Provenza
para indicar que sólo se trata de una casa ocasional— , a
semejanza de los ricos que se reservan un departamento
en su granja o construyen “un castillo” en sus tierras para
ir a vigilar a sus granjeros. Pero la casa principal, la que
sustenta el prestigio social, sigue estando en la ciudad,
donde se pasa la mayor parte del año, y todas las épocas
en que es menor el trabajo en el campo.
Sin embargo, el campo nunca está vacío del todo.
Pero los que viven en él durante todo el año desempe­
ñan entonces el papel de excluidos, o de parias; son los
pastores que viven al margen de la regla común. El per­
sonal permanente de las grandes fincas, granjas y quin­
tas de Provenza o Languedoc, cortijos y haciendas de
Andalucía, massarie de Italia del sur o de Sicilia. Estas
últimas son por otra parte refugios tradicionales de los
bandidos y la maffia, el sustento material de una con­
trasociedad. Son raras, incluso excepcionales, las regio­
nes donde el reciente éxito de la reforma agraria o el
antiguo parcelamiento de la tierra han estabilizado en
sus dom inios a un campesinado libre de propietarios
o de pequeños granjeros. Medieros, aparceros, criados
agrícolas, todavía ayer esclavos: residir fuera de la ciudad

154
es servir a un amo, por lo tanto, signo seguro de depen­
dencia.
Sin duda, nada resume tan bien las resistencias que
habría — o hubiera habido— que derribar como esas
confidencias de un guardián de búfalos de una massaria
en la llanura de Pestu, recogidas hacia 1950 por Rocco
Scotellaro:

Cuando estoy así cuidando los búfalos, pienso en tanta gen­


te que se pasea [...] En todos los que están sentados en el bar,
y se pagan una naranjada, un café, y tantas cosas más, y en
los que van al cine todas las noches [...] Yo quisiera tantas
cosas, no cavar más, no matarme más de cansancio, no vigi­
lar más los búfalos, empezar mi trabajo a las siete y terminar
a las cinco, y después estar libre [...] Por la noche, me gusta­
ría estar en la aldea (al paese): ahí, aunque uno no tenga di­
nero, basta con mirar a su alrededor para instruirse.

Su deseo, paradójico ante nuestros ojos en un hombre


que goza de un trabajo anual, cuando la regla es el em­
pleo temporal o la disoccupazione: convertirse en simple
jornalero, y “llevar su paga a la casa todos los sábados por
la noche... Tener un poco de dinero para construirse una
vivienda” de la que, en caso de conflicto, el propietario
no podrá echarlo. Y “un poco de terreno, para hacer una
huerta”. En última instancia, ya que hay que trabajar para
un amo, cavar, labrar la tierra, pero no ocuparse más de
los animales que no le dejan ningún descanso.
Sueños simbólicos, y no simples reivindicaciones
materiales. Una vivienda propia: independencia. Una
huerta: el lugar para trabajar para uno mismo, y no para
un amo, y cierto grado de autonomía. Un salario en efec­

155
tivo y no en especie, como lo es a medias el del boyero:
poder gastar, incluso comprar lo superfluo antes que lo
necesario. Trabajar, sin duda: pero un trabajo que no le
dé a la tierra y al amo más tiempo del que se merecen, y
que deje espacio para participar en la vida del grupo.
“ Instruirse” : no ser un palurdo, un cafone. Y sobre todo,
vivir en medio de los hombres y no de las bestias: es la
única forma de ser hombre, y de sentirse como tal. C on­
dición necesaria, pero insuficiente.
Porque si bien la ciudad, lugar de los intercambios,
del tiempo libre y de toda la vida social, se opone sin
duda al campo, lugar del trabajo, de la vida animal y de la
producción de los bienes materiales, no constituye un
espacio simple, homogéneo, donde bastaría con entrar
para convertirse en ciudadano, sino una estrecha imbri­
cación de espacios organizados según reglas no escritas,
y por ello aún más rigurosamente respetadas. Esas reglas
legibles en cada nivel de la vida urbana definen la com ­
plejidad de una cultura.
El urbanismo moderno nace en el Mediterráneo, en la
Grecia del siglo v, con Hipodamos de Mileto, inventor de
los planos en forma de tablero de damas. Triunfó en cada
época de estandarización cultural, donde la reproducción
sistemática de un modelo establecido, y considerado su­
perior, cobra una especie de venganza sobre el desarrollo
espontáneo: la Grecia helenística, Roma, el Renacimiento
y la edad barroca, nuestro mundo contemporáneo. Más
que necesidades funcionales, haussmanianas avant la let-
tre, lo que proclama es la plena transparencia del espacio
habitado por los hombres: la victoria del orden sobre la
sombra en una ciudad ideal colocada bajo el signo del es­
píritu. Pero incluso en esta situación límite, el esfuerzo

156
de esclarecimiento tropieza con los muros externos de la
célula básica: la casa. Las oposiciones fundamentales pa­
recen refugiarse en ella: la oposición esencial que separa
lo público de lo privado; y también todas las demás, que
fijan el lugar de cada uno, hombre, mujer o niño, según
su relación con los demás y con el mundo.
Una casa a veces muy simple, elemental: basta con
una pieza de tres por tres metros, con una puerta como
única abertura, como en las ciudades griegas arcaicas,
como en todo el Mahgreb, en Sicilia o en los bassi de
Nápoles. A sí es, todavía hoy, la casa del pobre. Sin em­
bargo, en cuanto es posible, la casa se agranda, se multi­
plica, se anexa un espacio cerrado — la zariba árabe— , se
desarrolla en torno a un patio interior — atrium o cortile
de las viviendas patricias— , al abrigo de miradas indis­
cretas. Todo a nivel de superficie, más que en altura: des­
de las insulae romanas, la construcción en alto, com o en
nuestros inmuebles modernos, superpone espacios bien
diferenciados. Porque la casa responde siempre a la mis­
ma necesidad: no sólo agrupar bajo el mismo techo a la
familia y sus bienes materiales, incluidos los animales,
sino separada con claridad del exterior y defender así ese
bien esencial, superior a todos los demás, que es el honor
del grupo familiar y de su jefe. De ahí los ritos propicia­
torios que presiden a su construcción. De ahí también,
el valor sagrado del umbral, frontera entre el interior y el
exterior, barrera contra las fuerzas malignas. No lo fran­
quea cualquiera, si es un extraño, ni de cualquier modo:
la nueva esposa, conducida por un pariente, después de
haber recibido las ofrendas de uso, garantes de su fecun­
didad; el huésped sólo si es convidado por el jefe de fa­
milia, y después de entregar un presente.

157
Pero, apenas franqueado ese umbral, aparecen ense­
guida otras oposiciones. Porque la casa, radicalmente se­
parada del mundo exterior, se organiza y se divide en su
interior siguiendo las mismas reglas. Es el dominio de la
familia y de lo privado, porque es el de la mujer, nutrido-
ra y reproductora, y el lugar de las actividades biológicas
esenciales: el alimento, el sueño, la procreación. En con­
secuencia, la presencia del hombre está limitada de ma­
nera estricta. Durante todo el día queda excluido: su lu­
gar está afuera, en el trabajo del campo; o, en la ciudad,
en la plaza, el café, en la reunión con los demás hom ­
bres: en verano, incluso, se verá como normal que a veces
duerma en el exterior. Si la vivienda, más rica, se vuelve
bastante grande como para recibir huéspedes, se divide
entonces en dos partes, una dedicada a la recepción, la
otra reservada a las mujeres: el gineceo de la Grecia clási­
ca, el espacio femenino, separado del espacio de los hom­
bres, el andron: el harem — lo sagrado, lo prohibido— en
el mundo musulmán. División fundamental, que encon­
tramos incluso en las tiendas de los nómadas, donde una
cortina separa los dos espacios. Esta barrera, funcional
en la medida en que expresa una estricta división de ta­
reas entre hombres y mujeres, está también cargada de
símbolos.
Analizando la casa de la Kabilia como si fuera un tex­
to repleto de sentido, donde cada palabra remite a otra y
existe sólo por ella, P. Bourdieu ha mostrado la compleji­
dad del sistema de oposiciones y homologías que hace de
ella un microcosmos, pero un microcosmos invertido, ya
que si la casa está orientada por lo común hacia el este,
la luz que entra por la puerta ilumina el muro del fondo
que, en el exterior, mira hacia el oeste, y el muro de la

158
puerta se convierte, en el interior, en el muro de la oscu­
ridad — el muro contra el cual se acuesta el enfermo— .
La lógica de la lengua, que designa de manera distinta las
dos caras, externa e interna, de los muros, toma nota de
esta inversión de los puntos cardinales dentro de la casa:
la primera, “revocada con la llana por los hombres”, la
segunda, “blanqueada y decorada a mano por las muje­
res”. Entrando, a la izquierda, — con la espalda hacia el
sur, por lo tanto, orientada hacia el norte— está el espa­
cio de los animales. A la derecha, levantado y separado
del anterior por un muro que se eleva a media altura, el
de los humanos: en el centro del muro de la derecha, o
muro de arriba, el hogar (kanun), rodeado por los uten­
silios de cocina y las reservas de alimentos: aunque el
grano destinado a semilla se conservará en la parte oscu­
ra. Contra el muro del fondo, frente a la entrada, el telar,
delante del cual se recibe al invitado y se expone a la jo­
ven desposada. Todo el espacio interior se articula, así,
en torno a estas oposiciones entre la sombra y la luz, la
noche y el día, lo bajo y lo alto, lo femenino y lo mascu­
lino. Com o la muerte, la fecundidad de la mujer se vincula
con la naturaleza; la actividad sexual del hombre, por su
parte, se sitúa del lado del cultivo. A sí como el pilar
principal de la casa — un tronco de árbol hendido— es
femenino y representa a la esposa, cimiento también li­
gado de modo muy estrecho a la tierra, la viga maestra
es masculina y se identifica con el amo, protector, defen­
sor y garante del honor familiar.
Esta lectura minuciosa de un caso extremo revela la
lógica latente en reglas y comportamientos que, desde el
exterior, tendemos a yuxtaponer sin vincularlos ni com ­
prenderlos, tanto más cuanto que se presentan en estado

159
fragmentario, en un mundo mediterráneo resquebraja­
do, roto por la violencia unificadora de la modernización.
Otros tantos testim onios residuales de un pasado consi­
derado, en el mejor de los casos, arcaico, y que nos exige
un esfuerzo para reconstruir su coherencia: la división
de las tareas y el papel de la mujer, la familia y el honor,
la jerarquía de la solidaridad.
La división de las tareas: se define en relación con la
mujer, el hombre no interviene en los dominios que le
están reservados. La reproducción biológica: ser fecun­
dada, echar al mundo, criar, educar y vigilar a los hijos, a
las niñas hasta su matrimonio que permite al padre o, en
su defecto, a los hermanos, confiar — ¡por fin!— la res­
ponsabilidad a otro hombre, a los muchachos hasta la
edad, a menudo precoz (siete años — edad de la circun­
cisión— en el Maghreb de hoy, lo mismo que en la Ate­
nas clásica), en que empiezan a vivir entre los hombres.
El cuidado de la casa y la preparación de los alimentos,
en toda la extensión del término: no sólo limpiar y coci­
nar, sino también hacer el pan, ir a buscar el agua y la
leña, ocuparse de las aves de corral. Por último, en todos
los lugares donde el artesanado doméstico, del que tene­
mos testim onios desde la época de Homero, ha resistido
a la economía de mercado, hilar la lana y tejer los vesti­
dos del grupo familiar: el telar ocupa, como acabamos de
ver, el lugar de honor en la casa de la Kabilia. Lo que no
excluye, por supuesto, las conversaciones con las vecinas,
ni las habladurías en la fuente, lugar tradicional de la so­
ciabilidad femenina y punto de partida de tantas disputas
y grescas en las que, de buen o mal grado, los hombres se
ven obligados a intervenir. N i tampoco la participación
en los trabajos del campo, cuando falta mano de obra o el

160
tiempo apremia, ya sea ayudando al marido o a los her­
manos, ya sea en equipos femeninos reclutados para de­
terminados trabajos: así, cada año llegan obreras de Me-
sina y Calabria a Catania para recoger cítricos y aceitunas,
debidamente encuadradas por las ancianas y por un va­
rón de la tribu. Pero, en conjunto, las actividades exter­
nas al hogar siguen siendo la excepción.
Esta división del trabajo, que reserva a los hombres la
parte esencial de los trabajos agrícolas, y a las mujeres
la totalidad de las tareas domésticas, bastaría por sí sola
para justificar la presencia de éstas en la casa. La cultura,
en la mayor parte de los países mediterráneos, hace de
esta permanencia una obligación, un deber, y cambia su
significado. El enclaustramiento de las mujeres, veladas,
ocultas, invisibles para el visitante, se convierte a partir
del siglo x v i i en un tema casi trivial en todos los relatos
de viajeros europeos que atraviesan la parte meridional de
Italia, los Balcanes otomanos, el Cercano Oriente o A fri­
ca del Norte, y el tema ha perdurado hasta nuestros días.
Esta completa exclusión de la vida pública sorprende
muy pronto al occidental, acostumbrado, sin embargo, a
ver a las mujeres cumpliendo las mismas tareas y vivien­
do en el mismo estatus de irresponsabilidad política y
cívica. A sus ojos constituye un elemento de una civili­
zación que a menudo identifica — de manera equivoca­
da— con el islam: lo encontramos idéntico en la Grecia
del siglo v. Si, en efecto, la mujer debe quedarse en la
casa — “tu casa es tu tumba", dice el proverbio de la Ka-
bilia citado por P. Bourdieu— , no es tanto, sin duda, en
nombre de una inferioridad, real pero derivada — bien se
sabe el poder que puede adquirir con la edad, y la fuerte
autoridad de la madre sobre sus hijos— , en virtud de

16 1
una especialización casi mítica de sus funciones. Su fe­
cundidad la convierte en el instrumento de la continui­
dad familiar, por lo tanto en la depositaría del honor
masculino, un honor que puede mancharse incluso con
una mirada. Da a los hombres un constante poder de
vigilancia, de exclusión, de castigo: el derecho — o más
bien el deber— de vida y muerte, reconocido e incluso
impuesto por la costumbre al marido, al padre o a los
hermanos.
Pero esta fecundidad es al mismo tiempo reconocida,
valorada, exaltada como una potencia misteriosa y mági­
ca, protegida y amenazada a la vez por un conjunto de
ritos destinados ya a defenderla, ya a suspenderla o abo­
liría: el objeto de un combate, y también el objeto de un
culto, como en todas las viejas religiones mediterráneas
de la Madre Tierra — la Artem isa de Éfeso, de múltiples
senos, la Deméter griega, la Ceres romana, y su hija Pro-
serpina, raptada y desposada por Hades— , que le agregan
un paredros, por lo general masculino, una divinidad de
segundo rango condenada a m orir y a renacer cada año
como la vegetación.
Dueña del ciclo del nacimiento y de la muerte, la
mujer mantiene una relación privilegiada con las poten­
cias subterráneas. Excluida a menudo de los edificios re­
ligiosos y de las ceremonias del culto celebradas en la
calle y en los lugares públicos (y, cuando es admitida,
siempre está estrictamente separada de los hombres),
reina sobre los cementerios, donde tiene el privilegio de
acudir ella sola. Ella es la que amortaja a los muertos, ella
quien intercede ante ellos. La plañidera, de cuya existen­
cia hay testim onios desde la Antigüedad griega y latina,
condenada inútilmente y con más frecuencia tolerada

162
por la Iglesia, forma parte del ritual tradicional de la
sepultura y el homenaje a los muertos. Todavía hoy se
las puede ver en el Maghreb, en Sicilia, en Calabria, don­
de la m ujer más anciana de la familia conduce las la­
mentaciones del día de muertos. Las encontrábamos
ayer en M ontenegro, descritas por el abate Fortis en su
Carta... sobre las costumbres y los usos de los morlacos
(Berna, 1778):

En la iglesia [...] los parientes del difunto y las plañideras


alquiladas cantan su vida en tono lúgubre... Durante el pri­
m er año después del entierro de un pariente, las mujeres
morlacas van, por lo m enos cada día festivo, a hacer nuevas
lamentaciones sobre la tumba y a extender sobre ella flores
y hierbas aromáticas. Si alguna vez la necesidad las obliga a
faltar a ese deber, se excusan ante el muerto, hablándole
com o si estuviera vivo [...] Le piden noticias del otro
mundo, y a menudo le dirigen las más singulares pregun­
tas. Los hombres, por su parte, apenas enterrado el cuerpo,
regresan a darse una com ilona en la casa del difunto.

La doble valoración de la castidad y la fecundidad fe­


meninas refuerza el carácter sagrado y secreto de la casa,
cuyos límites geográficos se confunden con los del ho­
nor. Nuestras sociedades europeas han adoptado el m o­
delo aristocrático del honor concebido como una relación
consigo mismo más que con otro, com o un valor moral
inatacable por definición desde afuera, y han aceptado
que esté reservado, de hecho, a las clases superiores. En
el Mediterráneo, el honor tiene el mismo valor para toda
la sociedad, lo mismo para los pobres que para los ricos,
y aún más para los pobres que para los ricos: es el único

16 3
bien que les queda a los que nada poseen. Cobra así un
sentido concreto, objetivo, y aparece ligado a cierto nú­
mero de criterios materiales bien definidos, tales como
la castidad femenina. Es percibido como un tabique y
una barrera a imagen de los muros de la casa: “ Un tabi­
que que separa — escribe Bichr Farés a propósito del
mundo árabe— a quien lo posee del resto de los hom ­
bres... una barrera que pone al individuo o al grupo al
amparo de los ataques exteriores”. Se identifica así con
un espacio, y con el grupo que allí vive: valor pasivo para
las mujeres, activo para los hombres, colocado bajo la
responsabilidad del jefe de familia, que debe garantizarlo
contra todo ataque — porque en ese caso se perdería de
forma inevitable— , que es colectivo antes que individual.
De hecho toma un carácter personal sólo en las socieda­
des cristianas, basadas en la pareja y no en la descenden­
cia: lo que nos remite, una vez más, a la familia.
Una vez más el islam, mejor estudiado por los etnólo­
gos, proporciona los ejemplos más congruentes. Como la
de la antigua Roma, fundada en la gens, la sociedad mu­
sulmana reproduce en efecto la estructura patriarcal de
las descendencias agnaticias que ha conservado amplia­
mente desde sus orígenes beduinos: estructura que debe
conciliar con la ley coránica que atribuye a las hijas su
parte de herencia. En todos los casos en que un Estado
fuerte y jerarquizado no ha logrado imponerse en forma
duradera, su equilibrio político descansa sobre el de esos
mismos linajes entre sí. Cada núcleo familiar se integra,
por lo tanto, dentro de un conjunto más amplio, que se
define como un espacio cerrado, sometiendo el intercam­
bio de mujeres a reglas rigurosas: una estricta endogamia,
que dé preferencia a las “primas paralelas patrilaterales”

164
— las hijas del tío paterno— , permite impedir la frag­
mentación y dispersión de los bienes del grupo. Tomar
mujer de un linaje vecino, por la violencia o la autoridad,
refuerza el honor del grupo; cederla, lo disminuye.
Esta traducción espacial de las relaciones familiares
ve redibujarse y reforzarse sus fronteras, a intervalos re­
gulares, por la filiación patrilineal. En cada generación,
las mujeres casadas fuera del grupo agnaticio son exclui­
das del linaje, lo mismo que sus descendientes. A la im­
precisión de los límites de la parentela, generadora de
inestabilidad social, ésta puede oponer entonces el rigor
de sus contornos a la vez materiales — un conjunto de
bienes, un “territorio”— e inmateriales: la jerarquía de las
solidaridades que fija y determina el lugar de cada uno
dentro del grupo, la ayuda que debe y que le es debida.
Define un eje temporal único; cuya continuidad sólo los
hijos pueden asegurar, y funda el predominio del mundo
masculino en el mundo femenino. Predominio que des­
borda los límites del islam para extenderse al conjunto
del Mediterráneo, debido a razones por otra parte com ­
plejas: la herencia de Roma que hace que las familias pa­
tricias italianas del Renacimiento, incluso las surgidas
del comercio, recuperen la vieja regla del fideicomiso; la
tradición particular de la Iglesia oriental, que somete de
modo más estricto el matrimonio de las hijas a la autori­
zación del padre; es la exacerbación del sentimiento del
honor al contacto con el islam: así ocurre en la Castilla
medieval. Lo cierto es que, en todas partes, el espacio pú­
blico está reservado en principio al hombre. Derecho y
deber al mismo tiempo, por otra parte: porque no puede
ser hombre si no se sitúa bajo la mirada de los demás,
desafiándolos, enfrentándolos.

16 5
Este espacio público de la ciudad, donde tiene que
aparecer, se encuentra doblemente definido, por su m is­
ma naturaleza. En relación con la casa, lugar del reposo
y del sueño, pero espacio cerrado, femenino, prohibido y
por defender. En relación con la región llana, la “región
vacía” de la campiña, espacio abierto, pero lugar del tra­
bajo y de la naturaleza. Se impone por lo tanto como el
espacio de la acción sin trabajo: lugar del ritual y de la
fiesta, del gesto y del espectáculo, de los placeres y de los
juegos.
Lugar del ritual: no hay ciudad sin fundador real o m í­
tico, héroe o santo. Sin un centro a la vez político y reli­
gioso. Sin una muralla que, a imagen del pomerium roma­
no, la separa en realidad del campo y la coloca bajo la
protección divina. Sin una orientación claramente legible:
la de su plano cuando es regular, la de su cardo y su decu-
manus que se cortan en ángulo recto; la de su eje de des­
arrollo; la de las rutas que le dieron origen y se detienen
ante sus puertas, pero que la unen, a través del campo, el
desierto o el mar, con otras ciudades; la del presbiterio de
sus iglesias o la dirección de las plegarias. Toda ciudad ex­
trae su sentido y su realidad de un sistema de señales.
Sea cual fuere su plano, geométrico o espontáneo, la
ciudad está organizada para los intercambios entre los
hombres: y para los intercambios de signos y símbolos
más que de bienes. Lo importante es, pocas veces, la ca­
lle, lugar de paso estrecho y atestado que las casas tratan
siempre de anexarse como patio: basta con sacar algunas
sillas para que el barbero afeite allí a su cliente, los niños
hagan sus tareas o jueguen en ella bajo la mirada de las
mujeres que cosen o tejen. El verdadero centro de la vida
social se sitúa en otra parte, en la plaza adonde desembo­

166
ca toda esa circulación confusa y caótica de las callejue­
las. M ejor defendida siempre contra las intrusiones de
los particulares, mientras subsiste una vida colectiva, es
el dominio público por excelencia, una constante del ur­
banismo mediterráneo desde el agora griego y elforum
romano. Plaza Mayor, decorado obligado y a menudo
fastuoso de las ciudades españolas. Plazas estrechas, apre­
tadas alrededor del puerto, de las islas griegas. Plaza de la
Señoría o de la Comuna de las ciudades de la Italia cen­
tral. Gran plaza de Dubrovnik — Placa— que se extiende
desde una puerta a otra de la ciudad y la divide en dos. Es
el lugar de los encuentros y las palabras, de las asambleas
de ciudadanos y de las manifestaciones en masa, de las
decisiones solemnes y de las ejecuciones.
En el origen era un simple lugar de reunión, pronto
se rodea de pórticos y arcadas, abrigos contra el sol y la
lluvia. Sólo acoge, y ya como una excepción, al mercado,
pero reúne en torno a ella los principales monumentos
religiosos y civiles, a los que sirve a la vez de antecámara
y proscenio: el templo de Roma y de Augusto, y la curia,
la catedral y el antiguo palacio de la podestá. Expresa el
éxito material y político de la ciudad. En cuanto ésta se
agranda, la plaza se multiplica y se especializa. Debajo de
la Plaza Mayor se dibuja toda una compleja jerarquía, que
reproduce la de la vida social: una plaza para cada barrio,
para cada comunidad étnica o religiosa; una plaza tam­
bién para cada función, mercado, culto, asamblea, fiesta;
una plaza con dimensiones de calle — un corso— a lo lar­
go de la cual se alinean las casas de los ricos y las tiendas
de lujo, y donde desfilan procesiones y cortejos; para
cada plaza, por último, su propio matiz, aristocrático o
popular. Pero en el menor caserío basta siempre con un

16 7
espacio cerrado cerca de la iglesia o la alcaldía, con un
café, con algunos árboles y un poco de sombra, para que
los hombres se reúnan entre sí, y hagan existir la plaza.
El destino original de las ciudades musulmanas pro­
vocó en ellas una distribución diferente del espacio, es­
parciendo las funciones de la plaza. El único lugar de re­
unión de los hombres, en el centro de la ciudad, es la
mezquita y su patio, rodeado de medreses, de hans y de
baños. Allí se anuncian las decisiones del poder y las ple­
garias recitadas en nombre del soberano. La vida com er­
cial se ha instalado en los zocos y en los bazares; pero
otras plazas, sin duda las más grandes, se desarrollan a las
puertas de la ciudad, donde desembocan las caravanas y
se descargan los camellos.
Callejuelas, calles y plazas dibujan así el espacio del
ocio. El grupo se ofrece allí como espectáculo, se mira a
sí mismo. Los hombres que por ahí caminan, que hablan
y se demoran allí, no van a trabajar. Salieron en la noche
con su barca de pesca, pasaron la jornada en el campo.
O, com o tantos mediterráneos, sólo trabajan de forma
irregular, unos pocos días al año, y esperan un hipotéti­
co empleo. O incluso, y hoy día cada vez con mayor fre­
cuencia, han dejado atrás su vida de trabajo, transcurrida
en Norteamérica o Alemania, en Venezuela o Australia,
y han regresado a terminar sus días al lado de los suyos.
El tiempo de la ciudad puede así imponer su propio rit­
mo, que no es el del trabajo, monótono y regular, sino el
discontinuo del silencio y la palabra, de las largas discu­
siones que preparan toda decisión, acompañan todo ne­
gocio, comentan todo acontecimiento. El del paseo, la
passeggiata. El del ouzo saboreado largamente: no se en­
tra al café para beber, sino para ocupar su sitio en una

168
sociedad de hombres. El del juego, por último, que ocu­
pa un lugar tan importante en la vida de los mediterrá­
neos. La partida de cartas, un cuadro de Cézanne, una
escena no menos famosa de Pagnol... Pero también los
tableros de damas encontrados en las baldosas del Foro
Romano, los cubiletes y los dados, símbolo, desde César,
del azar. Se jugará en todas partes: en la calle cuando se
es pobre, pero con mucha mayor frecuencia en un lugar
público, un café o una terraza, o, cuando se acentúan las
diferencias sociales, en el club o en el círculo. Toda ciu­
dad andaluza tiene así su “círculo de labradores”, toda
aldea de Sicilia su o sus círculos rivales de galantuomini:
un lugar que rompe con la solidaridad social, sin duda,
pero donde uno se encuentra entre iguales, para cono­
cerse y desafiarse, porque la apuesta acompaña siempre
al juego.
Existen, por supuesto, ciudades industriosas y atarea­
das, com o Barcelona, Marsella o Génova, atrapadas hoy
en la corriente de la economía mundial que habían sabi­
do dominar ayer. Pero se presentan como casos un tanto
excepcionales. En todas partes predominan aún, como
predominaban en la Atenas de Pericles, en la cumbre de
su potencia artesanal y comercial, los valores del ocio: el
trabajo sigue siendo para los demás, si no es que para los ■
esclavos. Y la única actividad que tiene un lugar recono--
cido en toda la ciudad — el comercio, el intercambio de
bienes— tiende a vivir al ritmo de ese tiempo libre. No
hay ningún interés, ya se sabe, en un negocio concluido
con demasiada rapidez. Vender y comprar, ganar o per­
der, parecen pasar a un segundo plano, después del placer
del regateo, de la discusión prolongada indefinidamente,
interrumpida y reanudada, que sólo concluye cuando los

169
dos actores pueden felicitarse el uno al otro por haber
jugado tan bien el juego.
Sea cual fuere su importancia, sin embargo, vivir bajo
la mirada del otro no podría constituir un fin suficiente.
El espectáculo se agotaría en su gratuidad, si de indivi­
dual no se convirtiera en colectivo. Reclama esas grandes
representaciones que movilizan al grupo en su totalidad
y que le permiten experimentar, en el sentido más com ­
pleto del término, su cohesión: expresarla, verificarla, per­
cibirla en todo su poder, y extraer de ella una renovación
de confianza. Esas representaciones marcan los tiempos
intensos de la vida social. En la Antigüedad era el teatro,
los juegos circenses, las carreras de carros y los comba­
tes de gladiadores, cuya condena por parte de los mora­
listas del Imperio romano, aunque justificada por su de­
gradación, nos hace olvidar su origen y su dimensión
religiosos. En nuestros días, en todas partes o en casi to­
das, el deporte, la corrida de toros en el área española, las
grandes fiestas religiosas y cívicas celebradas todavía por
algunas ciudades italianas y que dan testim onio de un
pasado reciente. En todos los casos se trata de espectácu­
los de hombres, realizados por hombres y para ellos.
Si el deporte, bajo la forma del deporte colectivo, y
sobre todo el fútbol, ha podido ocupar el primer lugar,
es sin ninguna duda menos por su valor atlético que por
haberse hecho cargo, aunque sea en forma empobrecida,
de la función que Aristóteles asignaba a la tragedia grie­
ga: la purificación de las pasiones llevada hasta el pa­
roxismo en el espectador durante el tiempo de la repre­
sentación. De allí el desencadenamiento de las violencias
partidistas que reproducen las de las luchas de clanes en
la vida política: imposible asistir a un encuentro por la

170
belleza del deporte, como observador neutral. De allí
también la celebración de la victoria a la manera del
triunfo: toda la ciudad se identifica entonces, durante un
tiempo por lo demás muy breve, con su equipo.
La corrida de toros toca de manera más sutil en dos
registros que se superponen sin confundirse. El visible
de una celebración que agrupa en el mismo lugar cerrado
del ruedo al conjunto de la sociedad urbana — todas las
clases reunidas, pero no mezcladas— para asistir al m is­
mo combate, experimentar los mismos temores y exaltar
al mismo héroe. El de la complicidad más íntima que se
establece a nivel inconsciente entre el espectador y la pa­
reja formada por la bestia y el hombre que la doma me­
diante el valor y la inteligencia antes de matarla, como si
las dos bravuras enfrentadas tuvieran que equilibrarse
para justificar la condena a muerte final.
Pero el espectáculo cambia de dimensión cuando se
libera del ruedo o del estadio y elige por escenario a la
propia ciudad, rompe la frontera que separa actores y es­
pectadores, moviliza a toda o a parte de la población. Tal
era la función evidente de las grandes procesiones que
hacían desfilar a través de la ciudad al conjunto de sus
habitantes, cada uno en su lugar y en su rango, en una
ceremonia a la vez política y religiosa: el friso de las Pa-
nateneas nos ha legado el modelo clásico. Pero el ejem­
plo del carnaval romano muestra la fragilidad de ese tipo
de fiesta, la rapidez con que se degrada de celebración en
simple representación, en cuanto el poder la anexa a su
servicio. Se la puede encontrar todavía, a la vez arcaica y
pobre, pero más cercana al modelo inicial, en las peque­
ñas ciudades del sur italiano. Porque Italia debe a la mul­
tiplicidad de sus ciudades una excepcional riqueza de

171
fiestas colectivas. La carrera de caballos montados a pelo
que sobrevive en Siena era un elemento normal del “pa­
lio” que se corría aún, hace 100 o 150 años, en todas par­
tes, y en primer lugar en Roma, en el Corso.
Del mismo modo, las fiestas de los Cirios, ceri en
Gubbio, o la de los Lirios, gigli, en Ñola, donde los parti­
cipantes llevan por las calles de la ciudad esas “máquinas”
de madera que pesan varios quintales o varias toneladas,
ocultan tras el pretexto religioso del homenaje rendido
al santo protector un doble aspecto. Uno deportivo, in­
negable, una prueba física impuesta a los jóvenes. El otro
político y cívico: en todos los casos, la fiesta apunta a
reconciliar a los barrios a través de una justa cuyo resul­
tado debe renovar el pacto de fundación, y unificar así,
de manera simbólica, el espacio siempre frágil y amena­
zado de la ciudad.

172
COLECCIÓN

POPULAR
Para festejar
cumplidamente este año
los cincuenta de la Colección
P o p u la r, E l M e d i t t e r r á n e o .
E l esp a cio y la h isto ria , de Fernand
Braudel, editado por vez primera en español
en esta colección en 1989, ve la luz de nuevo en
septiembre de 2009, cuando se im prim ió en Impresora
y Encuadernadora Progreso, S. A. de C. V. ( i e p s a ), Calzada
San Loren zo, 244; 09830, M éxico, D. F., con tiraje de 2000
ejemplares. La composición, en que se emplearon tipos Fondo Book, la
hizo, en el Departamento de Integración Digital del f c e , Gabriela López Olmos;
el diseño de interiores corrió a cargo de G u ille rm o H u erta G o n zá lez, y el de la
portada, de Teresa Guzm án Rom ero. El cuidado editorial fue de Ju lio G allardo Sánchez

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