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Teoría de la acción comunicativa: Accesos a la problemática de la

racionalidad – J. Habermas

Antes, la filosofía se centraba en un conocimiento unificado del mundo; un saber


totalizante. Los sucedáneos teóricos de las imágenes del mundo han quedado
devaluados no solamente por el progreso fáctico de las ciencias empíricas, sino
también, y más aun, por la conciencia reflexiva que ha acompañado ese progreso.
De este modo, el pensamiento filosófico retrocede autocríticamente por detrás
de sí mismo. Con la cuestión de qué es lo que puede proporcionar con sus
competencias reflexivas en el marco de las convenciones científicas se
transforma en metafilosofía. Ahora, el interés de la filosofía yace en las
condiciones formales de la racionalidad del conocimiento, el entendimiento
lingüístico y de la acción, ya sea en la vida cotidiana o en el plano de las
experiencias organizadas metódicamente o de los discursos organizados
sistemáticamente. La teoría de la argumentación cobra aquí una significación
especial, puesto que es a ella quien compete la tarea de reconstruir las
presuposiciones y condiciones pragmático-formales del comportamiento
explícitamente racional. Aquí, la filosofía pierde su autarquía y abandona su
objetivo de conseguir teorías substantivas de la naturaleza, la historia, la
sociedad, etc.
Todos los intentos de fundamentación última en que perviven las intenciones de
la filosofía primera han fracasado. En esta situación, se pone en marcha una
nueva constelación en las relaciones entre filosofía y ciencia. La explicación
formal de las condiciones de racionalidad y lo análisis empíricos de la
materialización y evolución histórica de las estructuras de racionalidad, se
entrelazan entre sí de forma peculiar, como nos demuestran la filosofía de la
ciencia y la historia de la ciencia. En vez de tratarse de fundamentaciones de tipo
ontológico o transcendental, las teorías acerca de las ciencias experimentales
modernas deben contrastarse con la evidencia de contraejemplos y, en última
instancia, el único respaldo con que pueden contar es que la teoría
reconstructiva resulte capaz de destacar aspectos internos de la historia de la
ciencia y de explicar sistemáticamente, en colaboración con análisis de tipo
empírico, la historia efectiva de la ciencia, narrativamente documentada, en el
contexto de las evoluciones sociales.
Dentro de las ciencias sociales, la Sociología es la ciencia que mejor conecta en
sus conceptos básicos con la problemática de la racionalidad. La Economía
Política y la Ciencia Política dejaban de lado el tema de la racionalidad; la
primera por excluir de la consideración científica las cuestiones práctico-morales
referentes a la legitimidad o tratarlas como cuestiones empíricas relativas a una
fe en la legitimidad que hay que abordar en cada sazón en términos descriptivos
y la segunda, al convertirse en una ciencia especializada se ocupa nada más de la
economía como un subsistema de la sociedad y prescinde de las cuestiones de
legitimidad reduciendo la racionalidad al equilibrio económico y a cuestiones de
elección racional. En cambio, la Sociología, surge como una disciplina que se hace
cargo de los problemas que la Política y la Economía dejaban de lado a medida se
convertían en ciencias especializadas. “Su tema son las transformaciones de la
integración social provocadas en el armazón de las sociedades viejo-europeas
por el nacimiento del sistema de los Estados modernos y por la diferenciación de
un sistema económico que se autorregula por medio del mercado. La Sociología
se convierte par excellence en una ciencia de la crisis, que se ocupa ante todo de
los aspectos anómicos de la disolución de los sistemas sociales tradicionales y de
la formación de los modernos.” En otras palabras, pese a que ha habido intentos
de convertir a la Sociología en una ciencia especializada, ha sido la única ciencia
social que ha mantenido su relación con los problemas de la sociedad global.
Hay dos motivos para esto. El primero es que en lo que refiere a los ámbitos que
son de importancia bajo los aspectos de reproducción cultural, integración social,
y socialización, las interacciones no están tan especializadas como en los ámbitos
de acción que representan la economía y la política. La Sociología, entonces, se ve
confrontada con el espectro completo de los fenómenos de la acción social y no
con tipos de acción relativamente bien delimitados que puedan interpretarse
como variantes de la acción ‘racional con arreglo a fines’, relativas a los
problemas de maximización de lucro o de la adquisición y utilización del poder
político. Se toman en cuenta todas las formas de orientación simbólica de la
acción.
En este sentido, y yendo al segundo motivo, es la Sociología y no la Antropología
cultural la que muestra una particular propensión a abordar el problema de la
racionalidad debido a que surge como ciencia de la sociedad burguesa y le
compete explicar el discurso y las formas de manifestación anómicas de la
modernización capitalista en las sociedad pre burguesas. En el plano meta
teórico elige categorías tendentes a aprehender el incremento de racionalidad de
los mundos de la vida modernos. Los teóricos de la sociología tratan todos de
plantear su teoría de la acción en términos tales que sus categorías capten el
tránsito desde la ‘comunidad’ a la ‘sociedad.’ Y en el plano metodológico, la
comprensión de las orientaciones racionales de acción se convierte en punto de
referencia para la comprensión de todas las orientaciones de la acción. Con ello,
se lleva a la relación con la cuestión empírica de si, y en qué sentido, la
modernización de una sociedad puede ser descrita bajo el punto de vista de una
racionalización cultural y social. De acuerdo a Habermas, estas tres temáticas de
la racionalidad vienen impuestas por razones sistemáticas.

*Teórico: la racionalidad instrumental es ideológica porque hace que una


parte sea entendida como el todo. En realidad, se relaciona con la
racionalidad comunicativa que permite la interacción. Estas racionalidades
se relacionan con distintos tipos de saberes.

Habermas va a pretender demostrar que se necesita una teoría de la acción


comunicativa si se desea abordar hoy de forma adecuada la problemática de la
racionalización social.

1. ‘Racionalidad’: una determinación preliminar del concepto


Se supondrá el concepto de saber donde hay una estrecha relación entre
racionalidad y saber. El saber tiene una estructura proposicional: las opiniones
pueden exponerse explícitamente en forma de enunciados. En este sentido, el
saber tiene más que ver con la forma en que los sujetos capaces de lenguaje y de
acción hacen uso del conocimiento. En las emisiones o manifestaciones
lingüísticas se expresa explícitamente un saber, en las acciones teleológicas se
expresa una capacidad, un saber implícito. El saber puede ser criticado pero no
fiable. La estrecha relación que existe entre saber y racionalidad permite
sospechar que la racionalidad de una emisión o de una manifestación depende
de la fiabilidad del saber que encarnan. Tanto la acción comunicativa como la
acción teleológica encarnan un saber fiable, son intentos que pueden resultar
fallidos y son susceptibles de crítica. Un oyente puede poner en tela de juicio que
la afirmación hecha por A sea verdadera; un observador puede poner en duda
que la acción ejecutada por B vaya a tener éxito. La crítica se refiere, en ambos
casos, a una pretensión que los sujetos agentes necesariamente han de vincular a
sus acciones. Esta necesidad es de naturaleza conceptual, pues A no está
haciendo ninguna afirmación si no presenta una pretensión de verdad en
relación con el enunciado p afirmado, dando con ello a conocer su convicción de
que en caso necesario ese enunciado puede fundamentarse. Y B no está
realizando ninguna acción teleológica en absoluto si no considera que la acción
planeada tiene alguna perspectiva de éxito, dando con ello a entender que si
fuera preciso podría justificar la elección de fines que ha hecho en las
circunstancias dadas. Es decir, ambos plantean pretensiones de validez que
pueden ser criticadas o defendidas, esto es, que pueden fundamentarse.
Estas consideraciones tienen por objeto el reducir la racionalidad de una emisión
o manifestación a su susceptibilidad de crítica o de fundamentación. Una
manifestación cumple con los presupuestos de la racionalidad si y solo si
encarna un saber falible guardando así una relación con el mundo objetivo, es
decir, con los hechos y resultando accesible a un enjuiciamiento objetivo. Dicho
enjuiciamiento solo puede ser objetivo si se hace por la vía de una pretensión
transubjetiva de validez que para cualquier observador o destinatario tenga el
mismo significado que para el sujeto agente. La verdad o la eficacia son
pretensiones de este tipo. De ahí que las afirmaciones y de las acciones
teleológicas pueda decirse que son tanto más racionales cuanto mejor puedan
fundamentarse las pretensiones de verdad proposicional o de eficiencia
vinculadas a ellas.
Habermas dice que esta propuesta tiene dos debilidades: la primera es que es
demasiado abstracta, pues deja sin explicitar aspectos importantes; y la segunda
s que es demasiado estricta, pues el término ‘racional’ no solamente se utiliza en
conexión con emisiones o manifestaciones que puedan ser verdaderas o falsas,
eficaces o ineficaces. La racionalidad inmanente a la práctica comunicativa
abarca un espectro más amplio.
Limitándose a la versión cognitiva en sentido estricto del concepto de
racionalidad, que está definido exclusivamente por referencia a la utilización de
un saber descriptivo, se puede ir en dos direcciones distintas. Al tomarse la
utilización no comunicativa de un saber proposicional en acciones teleológicas,
se está tomando una predecisión a favor de ese concepto de racionalidad
cognitivo-instrumental que a través del empirismo ha dejado una profunda
impronta en la autocomprensión de la modernidad. Si por el contrario, se parte
de la utilización comunicativa de saber proposicional en actos de habla, se está
tomando una predecisión a favor de un concepto de racionalidad más amplio que
enlaza con la vieja idea de logos. Este concepto de racionalidad comunicativa
posee connotaciones que en última instancia se remontan a la experiencia
central que tiene un habla argumentativa en que diversos participantes superan
la subjetividad inicial de sus respectivos puntos de vista y merced a una
comunidad de convicciones racionalmente motivada se aseguran a la vez de la
unidad del mundo objetivo y de la intersubjetividad del contexto en que
desarrollan sus vidas.
La pretensión de validez no es lo único que caracteriza a una acción racional,
pues esto es dar por sentada la existencia de un mundo objetivo como es en el
caso del realista. En el caso del fenomenólogo, este presupuesto se convierte en
problema y se pregunta cuáles son las condiciones bajo las que se constituye
para todos los miembros de una comunidad de comunicación la unidad de un
mundo objetivo. Y un mundo solo cobra objetividad por el hecho de ser
reconocido y considerado como uno y el mismo por una comunidad de sujetos
capaces de lenguaje y de acción. Este concepto abstracto de mundo es condición
necesaria para que los sujetos que actúan comunicativamente puedan
entenderse entre sí sobre lo que sucede en el mundo o lo que hay que producir
en el mundo. Con esta práctica comunicativa se aseguran a la vez del contexto
común de sus vidas, del mundo de la vida, que intersubjetivamente comparten.
Este mundo viene delimitado por la totalidad de las interpretaciones que son
presupuestas por los participantes como un saber de fondo. De modo que la
pretensión de validez no puede ser un disenso sobre el mundo objetivo ya que
este es considerado experiencia compartida y no es falsable ni cumple una
función descriptiva. En otras palabras, es. Cualquier disenso es un desafío, pero
se cuestionan las circunstancias de aquél que expresó el disenso y no el mundo
objetivo que se comparte.
Según este modelo, las manifestaciones racionales tienen el carácter de acciones
plenas de sentido e inteligibles en su contexto, con las que el actor se refiere a
algo en el mundo objetivo. Con ello, las pretensiones de validez de las
expresiones simbólicas remiten a un saber de fondo, compartido
intersubjetivamente por la comunidad de comunicación.
Este concepto más amplio de racionalidad comunicativa desarrollado a partir del
enfoque fenomenológico puede articularse con el concepto de racionalidad
cognitivo-instrumental desarrollado a partir del enfoque realista de modo que la
acción no solo es racional en tanto y en cuanto sea susceptible de crítica y
fundamentación, sino que también, la pretensión de validez debe ser congruente
con el mundo de la vida donde se despliega la acción.
Los sujetos coordinan sus intervenciones en el mundo por medio de la acción
comunicativa (que supone la interacción entre el sujeto y los demás sujetos). Si
solo las personas capaces de responder de sus actos pudieran comportarse
racionalmente y su racionalidad se midiera por el éxito de las intervenciones
dirigidas a la consecución de un propósito, basta con exigir que puedan elegir
entre alternativas y controlar (algunas) condiciones del entorno y por lo tanto,
bastaría con la racionalidad cognitivo-instrumental. Pero si su racionalidad se
mide por el buen suceso de los procesos de entendimiento entonces no basta con
recurrir a tales capacidades. En los contextos de acción comunicativa solo puede
ser considerado capaz de responder de sus actos aquel que sea capaz, como
miembro de una comunidad de comunicación, de orientar su acción por
pretensiones de validez intersubjetivamente reconocidas.
Sin embargo, es evidente que existen otros tipos de emisiones y manifestaciones
que, aunque no vayan vinculadas a pretensiones de verdad o eficacia, no por ello
dejan de contar con el respaldo de buenas razones por el mismo hecho de que en
los contextos de comunicación, no solamente llamamos racional a quien hace una
afirmación y es capaz de defenderla frete a un crítico, aduciendo las evidencias
pertinentes, sino que también llamamos racional a aquel que sigo una norma
vigente y es capaz de justificar su acción frente a un crítico interpretando una
situación dada a la luz de expectativas legítimas de comportamiento. De este
modo, podemos llamar racional a quien exprese un deseo, un sentimiento, un
estado de ánimo, a quién revela un secreto, que confiesa un hecho, etc., y que
después convence a un crítico de la autenticidad de la vivencia así desvelada
sacando las consecuencias prácticas y comportándose de forma consistente con
lo dicho.
También se puede decir que las acciones reguladas por normas y las
autorrepresentaciones expresivas son de carácter racional, pero en vez de hacer
referencia a los hechos, hacen referencia a normas y vivencias. El agente plantea
la pretensión de que su comportamiento es correcto en relación con un contexto
normativo reconocido como legítimo o de que su manifestación expresiva de una
vivencia a la que él tiene un acceso privilegiado es veraz. También estas
emisiones pueden resultar fallidas y sus pretensiones de validez son susceptibles
de crítica. Sin embargo, el saber encarnado en las acciones reguladas por normas
o en las manifestaciones expresivas no remite a la existencia de estados de cosas,
sino a la validez de normas o a la mostración de vivencias subjetivas. El hablante
no se refiere a algo en el mundo objetivo, sino solo a algo en el mundo social
común o a algo en el mundo subjetivo que es en cada caso el propio de cada uno.
Con ello, Habermas señala que existen actos comunicativos que se caracterizan
por otras referencias al mundo y que van vinculados a pretensiones de validez
que no son las mismas que las de las emisiones o manifestaciones constatativas
(veracidad, eficacia).
Lo mismo sucede con las emisiones evaluativas, que no se limitan a expresar un
sentimiento o una necesidad meramente privados, ni tampoco apelan a una
vinculación de tipo normativo. Ellas se fundamentan mediante el uso de juicios
de valor. Los actores se comportan racionalmente mientras utilicen predicados
tales de modo que los otros miembros de su mundo de la vida puedan reconocer
bajo esas descripciones sus propias reacciones ante situaciones parecidas.
Cuando, por el contrario, utilizan estándares de valor de forma tan caprichosa
que ya no pueden contar con la comprensión dimanante de la comunidad de
cultura, se están comportando idiosincráticamente. Entre esas evaluaciones
privadas puede haber algunas que tengan carácter innovador, pero eso no quita
que sean valoraciones de carácter privatista que no pueden remitirse a la
experiencia compartida del mundo de la vida. Y quien en sus actitudes y
valoraciones se comporta en términos tan privatistas que no puede explicar sus
reacciones ni hacerlas plausibles apelando a estándares de valor, no se está
comportando racionalmente.
Hasta ahora, tenemos entonces, que la racionalidad inmanente a la práctica
comunicativa se pone de manifiesto en que el acuerdo alcanzado
comunicativamente ha de apoyarse en última instancia en razones. Y la
racionalidad de aquellos que participan en esta práctica comunicativa se mide
por su capacidad de fundamentar sus manifestaciones o emisiones en las
circunstancias apropiadas. La racionalidad inmanente a la práctica comunicativa
cotidiana remite, pues, a la práctica de la argumentación como instancia de
apelación que permite proseguir la acción comunicativa con otros medios
cuando se produce un desacuerdo que ya no puede ser absorbido por las rutinas
cotidianas y que, sin embargo, tampoco puede ser decidido por el empleo
directo, o por el uso estratégico del poder. Por ello, Habermas piensa que el
concepto de racionalidad comunicativa, que hace referencia a una conexión
sistemática de pretensiones universales de validez, tiene que se adecuadamente
desarrollado por medio de una teoría de la argumentación.
Se llama argumentación al tipo de habla en que los participantes tematizan las
pretensiones de validez que se han vuelto dudosas y tratan de desempeñarlas o
de recusarlas por medio de argumentos. Una argumentación contiene razones
que están conectadas de forma sistemática con una pretensión de validez de la
manifestación o emisión problematizadas. La fuerza de una argumentación se
mide en un contexto dado por la pertinencia de las razones. Esta fuerza
argumentativa se pone de manifiesto si es capaz de convencer a los participantes
en un discurso, esto es, en si es capaz de motivarlos a la aceptación de la
pretensión de validez en litigio. Mediante esto también se puede juzgar la
racionalidad de una persona por la forma en la que actúa y responde al ser
partícipe de la argumentación; si se muestra abierto a los argumentos, o bien
reconocerá la fuerza de esas razones o tratará de replicarlas, y en ambos casos,
se estará enfrentando a ellas de forma racional. Pero si se muestra sordo a los
argumentos, o ignora las razones en contra o las replicará con aserciones
dogmáticas, no se está enfrentando racionalmente a las cuestiones. Las personas
en su comportamiento también deben ser susceptibles de crítica y
fundamentación; para ser racionales deben también estar dispuestos a
exponerse a la crítica, y en caso necesario, a participar formalmente en
argumentaciones.
En virtud de esa susceptibilidad de crítica, las manifestaciones o emisiones
racionales son también susceptibles de corrección. Podemos corregir las
tentativas fallidas si logramos identificar los errores que hemos cometido, de
modo que el concepto de fundamentación va íntimamente unido al concepto de
aprendizaje. También en los procesos de aprendizaje juega la argumentación un
papel importante.
La forma de argumentación en que se convierten en tema las pretensiones de
verdad que se han vuelto problemáticas es el discurso teórico. En el ámbito
práctico-moral ocurre algo parejo. Se le llama racional a una persona que puede
justificar sus acciones recurriendo a las ordenaciones normativas vigentes. Pero
sobre todo, se le llama racional a aquel que en un conflicto normativo actúa con
lucidez, es decir, no se deja llevar por sus pasiones ni entregándose a sus
intereses inmediatos, sino esforzándose por juzgar imparcialmente la cuestión
desde un punto de vista moral y por resolverla consensualmente, El medio en
que puede examinarse hipotéticamente si una norma de acción esté o no
reconocida de hecho, puede justificarse parcialmente, es el discurso práctico. Es
decir, la forma de argumentación en que se convierten en tema las pretensiones
de rectitud normativa.
Las normas de acción se presentan en su ámbito de validez con la pretensión de
expresar, en relación con la materia necesitada de regulación, un interés común a
todos los afectados y de merecer por ello un reconocimiento general. De ahí que
las normas válidas, en condiciones que neutralicen cualquier otro motivo que no
sea el de la búsqueda cooperativa de la verdad, tienen en principio que poder
encontrar también el asentamiento racionalmente motivado de todos los
afectados. En este saber intuitivo nos estamos apoyando siempre que
argumentamos moralmente. Pero esto no quiere decir que esa intuición también
pueda en efecto justificarse reconstructivamente; pues esta posición solo podrá
ser defendida con alguna perspectiva de éxito si no asimilamos precipitadamente
los discursos prácticos, que se caracterizan por su referencia a las necesidades
interpretadas de los afectados en cada caso, a los discursos teóricos, que se
refieren a las experiencias interpretadas de un observador.
Las argumentaciones que sirven a la justificación de estándares de valor no
cumplen con la condición de discurso El halo de reconocimiento intersubjetivo
que se forma en torno a valores culturales no implica todavía en modo alguno
una pretensión de aceptabilidad culturalmente general o incluso universal.
Debe señalarse que las manifestaciones expresivas solo pueden enjuiciarse por
su veracidad en el contexto de una comunicación enderezada al entendimiento.
Podemos resumir diciendo que la racionalidad puede entenderse como una
disposición de los sujetos capaces de lenguaje y de acción. Se manifiesta en
formas de comportamiento para las que existen en cada caso buenas razones.
Esto significa que las emisiones o manifestaciones racionales son accesibles a un
enjuiciamiento objetivo. Lo cual es válido para todas las manifestaciones
simbólicas que, a lo menos, implícitamente, vayan vinculadas a pretensiones de
validez. Todo examen explícito de pretensiones de validez controvertidas
requiere una forma más exigente de comunicación que satisfaga los
presupuestos propios de la argumentación. Las argumentaciones hacen posible
un comportamiento que puede considerarse racional en un sentido especial, a
saber: el aprender de los errores una vez que se los ha identificado. Mientras que
la susceptibilidad de crítica y de fundamentación de las manifestaciones se limita
a remitir a la posibilidad de la argumentación, los procesos de aprendizaje por
los que adquirimos conocimientos teóricos y visión moral, ampliamos y
renovamos nuestro lenguaje evaluativo y superamos autoengaños y dificultades
de comprensión, precisan de la argumentación.

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