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Las iglesias cristianas y la “Ideología de Género”

Uno de los argumentos que se ha visto, escuchado o leíído en diferentes medios y redes
sociales, por parte de quienes se opusieron recientemente a la sancioí n de la ley de
interrupcioí n voluntaria de embarazo, ha sido que se pretende introducir en Argentina
la “Ideologíía del Geí nero” a fin de destruir las bases sobre las cuales se asientan las
relaciones “naturales” de la familia y nuestra sociedad.

Grupos de fundamentalistas religiosos que lograron imponer su posicioí n en el Senado


Nacional al rechazar la media sancioí n de la ley, sintieí ndose victoriosos en esta nueva
cruzada contra paganas, demonios, brujas y herejes, salieron ahora con los tapones de
punta a continuar poniendo obstaí culos e impedir tanto la Educacioí n Sexual Integral en
las escuelas, como la plena aplicacioí n de la ley de salud sexual y reproductiva en las
provincias, el accesos a los diferentes meí todos de anticoncepcioí n y la aplicacioí n del
protocolo de interrupcioí n de embarazos en los casos ya permitidos desde el anñ o 1921,
con la excusa de que dichas medidas son diferentes maneras de difundir la diaboí lica
“ideologíía de geí nero” en las mentes de ninñ as, ninñ os, ninñ es, adolescentes y joí venes para
“destruir la familia” conduciendo al caos y la desintegracioí n de la sociedad.

Pero ¿de doí nde viene este argumento usado en su


ataque a las cuestiones de geí nero que deberíían
ser reconocidas y garantizadas por polííticas
puí blicas en un Estado laico debidamente
separado de la iglesia? Una de las fuentes
principales en esta argumentacioí n es la Iglesia
Catoí lica y por esto nos referiremos
particularmente a ella. Si bien la posicioí n de esta
institucioí n respecto a la sexualidad, la mujer, la
homosexualidad, la familia se remontan casi a sus propios oríígenes, su críítica a los
derechos de las mujeres, de las personas de la diversidad y de todo lo atinente al
geí nero se fundamentan en renovada doctrina enunciada por Juan Pablo II, continuada
por el Papa Benedicto XVI y sostenida actualmente por su sucesor, Francisco I.

La Iglesia Catoí lica lleva adelante, en pleno siglo XXI, una nueva guerra santa,
confrontando e intentando imponer su doctrina al conjunto de la sociedad y de todas
las sociedades contra las evidencias de descubrimientos realizados por la ciencia en sus
diversos campos o disciplinas. No es la primera ni seraí la uí ltima batalla que libre con el
objeto de dirigir y administrar el orden moral de las personas y las diversas
formaciones sociales. Su guerra se libra aparentemente en el campo de las ideas pero
estaí dirigida a controlar y disciplinar los cuerpos de las personas, su deseo y
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sexualidad, de ahíí que sus consecuencias no son soí lo la refutacioí n, conversioí n y/o
convencimiento de sus opositores/as, sino la represioí n, anulacioí n y la muerte, como el
realizado durante la edad media mediante los procedimientos que llevaron a la hoguera
a herejes y –especialmente- a miles de mujeres consideradas “brujas”.

Esta lucha en el campo de las “ideas” la realizoí contra Copeí rnico primero y Galileo
despueí s cuando demostraron el movimiento de traslacioí n de la tierra alrededor del sol
desplazando la falsa creencia religiosa (es decir ideoloí gica) sobre la centralidad de la
tierra en el cosmos; contra las ideas polííticas acerca de la soberaníía del pueblo frente a
la feí rrea defensa de la autoridad terrenal emanada de Dios; contra el desarrollo de la
teoríía de la evolucioí n de las especies senñ aladas por Darwin frente al creacionismo
proveniente de las Escrituras; contra Marx y Engels con su descripcioí n del capitalismo,
la explicacioí n del origen del capital por la explotacioí n de clases y el condicionamiento
material econoí mico de la sociedad; contra Freud y el “descubrimiento” del inconsciente
y el papel de la libido frente al completamente libre y consciente actuar del individuo
sostenida por la iglesia. Es decir, la Iglesia confrontoí con casi todas y cada una de las
disciplinas cientííficas que pretenden un conocimiento con evidencia empíírica, fundado
en la razoí n y la loí gica y con meí todos mediante los cuales otros/as colegas puedan
verificarlo. Maí s tarde, en casos como la astronomíía, la fíísica, la biologíía, es decir las
ciencias fíísico-naturales en general, fue aceptando y adaptando sus descubrimientos y
postulados a sus creencias.

El conocimiento cientíífico, a diferencia de la religioí n- no pretende un saber sobre una


Verdad Absoluta; las “verdades” a las que llega son contingentes, provisorias, nunca
definitivas y referidas a cosas o hechos, es decir objetos, tanto del mundo natural como
del social y cultural. La religioí n para las ciencias sociales, por el contrario, es
precisamente “ideologíía” en el sentido amplio de su acepcioí n (una visioí n particular,
cultural e histoí ricamente determinada del mundo, impregnada de ciertos valores que
sostiene un grupo de la sociedad) entre otras cosas porque pretende el conocimiento
de una Verdad revelada, inmutable, manifestada por un Dios a ciertos hombres
elegidos, que deben transmitirla y custodiarla “per saecula saeculorum”. En el caso de la
Iglesia Catoí lica esa verdad estaríía contenida en las Sagradas Escrituras y en la
Tradicioí n, las cuales son interpretadas y “custodiadas” para tal fin por una organizacioí n
burocraí tica con la cual no se puede disentir.

Ahora bien, a lo largo de los siglos XIX, XX y lo que va del XXI se han venido
desarrollando en ciencias sociales como la antropologíía y la sociologíía, investigaciones
que dan cuenta de la inmensa variedad de sociedades surgidas histoí ricamente, con sus
respectivas lenguas, culturas, formas de producir y distribuir bienes (economíía),

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organizaciones polííticas e ideas, creencias e instituciones, entre las cuales se distinguen
las religiosas. Es decir y -en definitiva- ponen de manifiesto la enorme variedad de
sociedades existentes en el mundo, en diferentes regiones y momentos histoí ricos.

Entre los diferentes temas, objetos y enfoques propios de las ciencias sociales, han
surgido recientemente (a mediados del siglo XX) los estudios de género. Ya la
antropologíía1 consideroí indispensable desde muy temprano realizar por separado el
anaí lisis de las conductas de las mujeres y las de los hombres en los grupos estudiados;
en efecto, Ruth Benedict (1887-1948) y Margaret Mead (1901-1978) formaron parte
de las primeras antropoí logas en estudiar estos fenoí menos. La presunta “naturalidad”
de las conductas asignadas a cada sexo quedaba cuestionada cuando se veíía que
distintos grupos humanos poníían los líímites en distintas partes y que se podíían llagar a
considerar “normales” para mujeres o para hombres, conductas que contraveníían
completamente las expectativas generadas dentro de nuestra propia cultura (judeo-
cristiana-occidental).

El mayor revuelo lo causoí Margaret Mead con su obra Sexo y temperamento en tres
sociedades primitivas, resultado del estudio de tres sociedades de Nueva Guinea en
1939. Mostroí que tres pueblos, proí ximos geograí ficamente y homogeí neos racial y
culturalmente, habíían desarrollado modelos de conductas de geí nero completamente
distintos y diferentes tambieí n de los occidentales. Sus conclusiones cuestionaban
nuestras maí s profundas convicciones occidentales desmontando dos supuestos: que
las formas de actuar diferentes entre los geí neros se apoyaban en diferencias bioloí gicas
(en este caso seríían universales) y que era suficiente describir la conducta masculina
para entender toda la sociedad. La “universalidad” del sujeto masculino, recogida por la
gramaí tica de las lenguas indo-europeas y la dependencia bioloí gica de la conducta
femenina con estos estudios antropoloí gicos quedaban refutadas al mismo tiempo. De
este modo, la poblacioí n de Polinesia poníía en crisis todo el modelo de asignacioí n
sexuada de conductas en que reposaba nuestra propia sociedad. La diferencia
sexo/geí nero quedaba soí lidamente asentada, dando al geí nero el caraí cter de
construccioí n social que condiciona conductas y senñ ala el lugar de hombres y mujeres
en la escala social.

En una investigacioí n posterior, Macho y Hembra (1948), Margaret Mead se dedicoí a


analizar los roles y las interacciones de geí nero en la cultura occidental. Demostraba asíí,
desde la ciencia, lo que Simone de Beauvoir postulaba en su obra El segundo sexo
(1949): “no se nace mujer, se aprende a serlo”.

1
Juliano, Maria Dolores y otros (2011) “Las mujeres en la enseñanza de las ciencias sociales” Ed. Síntesis, Madrid.
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Estos primeros estudios antropoloí gicos tuvieron su correlato tambieí n en la sociologíía y
en otras ciencias sociales. De esta manera, desde diferentes enfoques teoí ricos, se dio
lugar a nuevos campos trans-disciplinarios denominados “estudios de género”,
describiendo y mostrando con evidencia cientíífica, investigando y teorizando acerca de
la diversidad sexual y de geí nero, aquello que no se reduce a un supuesto par natural y
bioloí gico macho/hembra o social y cultural femenino/masculino generalizables a todas
las personas y en todas las sociedades. Estos estudios sobre geí nero se articulan,
ademaí s -y lo maí s importante- con movimientos sociales y polííticos feministas, de
colectivos LGTBQ, etc., que luchan por el reconocimiento de sus derechos y, en
definitiva, por su reconocimiento social.

Pero ahora la Iglesia pretende negar no solo el conocimiento de las ciencias sociales
aportado a la cuestioí n del geí nero (de los geí neros para ser precisos) sino enfrentarlo,
desprestigiaí ndolo como “ideologíía” (en su acepcioí n negativa, es decir, falso
conocimiento) frente a “La Verdad” que Dios y su instrumento en la Tierra nos revela,
impidiendo asíí toda pretensioí n de ejercicio de derechos -en definitiva a “ser”- a
personas que no se cinñ en a esa verdad.

El ataque actual de la Iglesia al feminismo y a la comunidad LGTBQ mediante la


negacioí n de los aportes de las ciencias sociales denominaí ndolos “Ideologíía de Geí nero”,
aparece con esa designacioí n peyorativa por primera vez en la "Carta a los obispos de la
Iglesia Catoí lica sobre la colaboracioí n del hombre y la mujer en la Iglesia y en el
mundo"2, preparado por la Congregacioí n para la Doctrina de la Fe. El documento fue
firmado por el cardenal Joseph Ratzinger (quien luego fuera Papa) y sancionado por
Juan Pablo II en el anñ o 2004.

Este documento (que es citado continuamente por el actual Papa Francisco I cuando
aborda estos temas) critica al feminismo que “tiende a cancelar la diferencia corporal
llamada sexos, mientras considera primaria la dimensioí n estrictamente cultural
llamada geí nero". Se opone a la libertad de la mujer a decidir sobre su cuerpo y su
sexualidad asíí como a la homosexualidad y los diversos tipos de familia o uniones que
existen en las diferentes sociedades y culturas, al senñ alar que: "Esta antropologíía que
pretendíía favorecer la igualdad para la mujer liberaí ndola de todo determinismo
bioloí gico ha inspirado ideologíías que ponen en entredicho a la familia natural
compuesta por un padre y una madre, equiparan la homosexualidad a la
heterosexualidad, y abogan por un modelo nuevo de sexualidad polimorfa”

2
Juan Pablo II (2004) : “Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la
Iglesia y en el mundo” , recuperado de
http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20040731_collaboration_sp.
html 10 agosto 2018
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El documento reitera la doctrina de la Iglesia basada en el Libro del Geí nesis que dice
"hombre y mujer los creoí ", insiste en la importancia de la diferencia sexual y afirma que
el hombre y la mujer estaí n llamados desde su origen no soí lo a existir uno al lado del
otro o simplemente juntos "sino a existir recííprocamente el uno para el otro". En este
punto, el Vaticano recuerda que el matrimonio es “la dimensioí n primera y
fundamental" de esa vocacioí n, condena las relaciones marcadas por la “concupiscencia”
y reitera su oposicioí n al divorcio.

Senñ ala tambieí n como inescindible en el ser mujer su capacidad de dar vida, "realidad
que -dice- estructura profundamente la personalidad femenina". Agrega que la
maternidad es un elemento clave de esa identidad, aunque el texto precisa que "ello no
autoriza en absoluto a considerar a la mujer exclusivamente bajo el aspecto de la
procreacioí n bioloí gica". Ratzinger, en este punto, hace referencia a la "vocacioí n cristiana
a la virginidad" (¡!), afirmando que esto "contradice toda pretensioí n de encerrar a la
mujer en un destino que seríía sencillamente bioloí gico". La maternidad -precisa el
documento- “tambieí n puede encontrar plena realizacioí n allíí donde no hay generacioí n
fíísica”. Es decir, para la Iglesia la sexualidad en la mujer es soí lo un medio destinado a la
procreacioí n y sino, su otra opcioí n es la virginidad.

En definitiva, contra toda evidencia cientíífica, el uí nico modelo de familia para la Iglesia
es el de padre y madre unidos en matrimonio, sin posibilidades de divorcio y con el fin
uí ltimo de la procreacioí n. No considera ni las diferencias histoí ricas, antropoloí gicas y
socioloí gicas existentes con evidencia cientíífica y toma como “natural” y universal el
modelo de familia y de relaciones de sexo/genero al construido social e histoí ricamente
por la sociedad judeo cristiana, occidental y moderna.

De esta manera y fundado en sus convicciones de “Fe y Doctrina” que logroí imponer
como uí nico orden ideoloí gico durante el feudalismo, la Iglesia pretende en pleno siglo
XXI reconquistar y recuperar la direccioí n moral de un mundo que, para ella, se ve
acechado por una nueva amenaza demonííaca, de la mano de lo que tendenciosamente
denomina “La ideologíía del geí nero” Y contra esta “ideologíía” (es decir herejíía) ha
emprendido una nueva lucha en la que - como durante la caza de brujas- condena
particularmente a miles de mujeres a danñ os permanentes para su salud e incluso la
muerte.

Mg. Sergio Vergne Quiroga


Lic. Sociologíía, docente de la UNLaR

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