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330 Teología y Vida, Vol.

XLIV (2002),
CLAUDIO pp. 330-342
PIERANTONI

Claudio Pierantoni
Profesor de la Facultad de Teología
Pontificia Universidad Católica de Chile

Dios y la materia: Propuesta a partir del Timeo


de Platón y las Confesiones de San Agustín

El objetivo de este artículo es el siguiente: presentar en primer lugar un esque-


mático análisis del planteamiento platónico-aristotélico del problema de la materia.
En segundo lugar, recordar la adaptación patrística de este concepto, tomando como
representante a S. Agustín, cuya influencia ha llegado en este punto, a través de la
mediación de la filosofía escolástica, hasta nuestros días. Y finalmente, proponer, en
el ámbito de la teología cristiana, una solución de este problema en parte distinta a
la tradicional, que en mi opinión ha sufrido, y todavía sufre, de una excesiva depen-
dencia de la filosofía griega.
En un precedente estudio, nos hemos dedicado a analizar el problema del
tiempo, a partir del planteamiento de Platón en el Timeo, de Plotino en Enéadas III,
7 y de San Agustín, sobre todo en Confesiones I (1).
Relacionándose con aquella reflexión, el presente estudio busca profundizar en
las observaciones hechas a propósito del concepto de materia prima, ya claramente
presente en el Timeo platónico, utilizado por Aristóteles y estudiado también, en el
libro XII de las Confesiones, por San Agustín, quien se enfrenta con el problema de
utilizar tal planteamiento, conciliándolo con la doctrina bíblica de la creación ex
nihilo. Tal como lo hicimos a propósito del concepto de espacio-tiempo, pretende-
mos aquí también sugerir una profundización de la aplicación que Agustín hizo de
las intuiciones de la metafísica griega en la teología cristiana. En el tema específico
del presente estudio, creemos que la meditación sobre el concepto platónico de
materia, y sobre los problemas que plantea, aun dejándolos irresueltos, puede ayudar
a iluminar un poco el misterio tan hondo de la relación entre Dios y su creación.
Empecemos por leer las afirmaciones del Timeo sobre los tres géneros que
según el último Platón constituyen la realidad:

“Ciertamente ahora necesitamos diferenciar conceptualmente tres géneros: lo


que deviene, aquello en lo que deviene, y aquello a través de cuya imitación
nace lo que deviene. Y también se puede asemejar el recipiente a la madre,
aquello que se imita al padre, y la naturaleza intermedia al hijo, y pensar que
de manera similar, cuando un relieve ha de ser de una gran variedad, el mate-

(1) “Dios y el espacio-tiempo: sugerencias de San Agustín y Plotino”, DIADOCH 1-2 (2000), 31-48.
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rial en que se va a realizar el grabado estaría bien preparado solo si careciera


de todas aquellas formas que ha de recibir de algún lugar”. (50d).

“Aquello a través de cuya imitación nace lo que deviene”, es claramente el


Mundo de las Ideas, el Ser Viviente Eterno del que se habla en toda la obra. Menos
clara resulta en cambio la definición de “lo que deviene” con relación a “aquello en lo
que deviene”. Si lo interpretáramos con las categorías de la física clásica (newtonia-
na), podríamos decir que “lo que deviene” se refiere a la materia, tal como los sentidos
la captan en su perenne transformarse en una multiplicidad de formas, mientras que
“aquello en lo que deviene” sería el espacio. Pero claramente Platón se da cuenta de
que la relación entre espacio y materia no es un concepto fácil de aclarar. Por el
contrario, es un enigma. La dificultad principal deriva del hecho que el espacio, que la
física, hasta el siglo XX, ha visto simplemente como un “recipiente” de las cosas, para
Platón necesariamente guarda también una misteriosa relación con el origen mismo de
las cosas. La cwv ra es no solo “receptáculo”, sino también “madre” de lo visible: es
“una cierta especie, invisible y amorfa, que admite todo y participa de la manera más
paradójica de lo inteligible.” (51a-b). Parece ser entonces que la cwv ra no es solo
“aquello en lo que deviene, sino también aquello de lo que deviene (2). Anticipa aquí
Platón una de las más interesantes intuiciones de la física del mismo siglo XX.
Para entender bien, es preciso recordar ahora el pasaje capital del Timeo sobre
las relaciones entre los tres géneros ante dichos:

“Es necesario acordar que una es la especie inmutable, no generada e indes-


tructible, y que ni admite en sí nada proveniente de otro lado ni ella misma
marcha hacia otro lugar, invisible, y más precisamente, no perceptible a través
de los sentidos, aquello que observa el acto de pensamiento. Y lo segundo
lleva su mismo nombre y es semejante a él, perceptible por los sentidos: gene-
rado, siempre cambiante y que surge en un lugar y desaparece nuevamente,
captable por la opinión unida a la percepción sensible. Además, hay un tercer
género eterno, el del espacio, que no admite destrucción, que proporciona una
sede a todo lo que posee un origen, captable por un razonamiento bastardo sin
la ayuda de la percepción sensible, creíble con dificultad, y al mirarlo soña-
mos y decimos que necesariamente todo ser está en un lugar y ocupa un cierto
espacio, y que lo que no está en algún lugar en la tierra o en el cielo no existe.
Cuando despertamos, al no distinguir claramente a causa de esta pesadilla todo
esto y lo que está relacionado, ni definir la naturaleza captable solamente en
vigilia y que verdaderamente existe, no somos capaces de decir la verdad: que
una imagen tiene que surgir en alguna otra cosa y depender de una cierta
manera de la esencia o no ha de existir en absoluto, puesto que ni siquiera le
pertenece aquello mismo en lo que deviene, sino que esto continuamente lleva
una representación de alguna otra cosa. Además, el razonamiento exacto y
verdadero ayuda a lo que realmente es: que mientras uno sea una cosa y el otro
otra, al no generarse nunca uno en otro, no han de llegar a ser uno y lo mismo
y dos al mismo tiempo”. (52a-d).

(2) En este sentido ha interpretado el Timeo una buena parte de la crítica, tras las huellas de Zeller.
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En mi opinión, llega aquí Platón, sobre todo en las últimas líneas, a dar con el
punto más crucial en la relación entre mundo inteligible y mundo sensible. Las Ideas
(el Ser Viviente Eterno del Timeo) son el modelo, y los objetos sensibles, imágenes:
Platón intenta ahondar en el concepto mismo de “imagen”. ¿Bajo qué condiciones se
puede hablar de “imagen” en el sentido platónico? Para que haya una “imagen” de
algo, son necesarias tres condiciones: que haya un modelo, pura forma o esencia; que
exista otra cosa, que nosotros llamamos los objetos sensibles, que imite esa forma
eterna, pero que a la vez tenga su propio sustrato: si no hubiera un “sustrato” indepen-
diente, se podría pensar que modelo e imagen no se distinguen. Aquí surge por lo
tanto, la principal aporía del platonismo, y quizás de toda filosofía que reconozca la
existencia de una realidad trascendente. Por un lado, como acabamos de leer, una
imagen “tiene que surgir en alguna otra cosa”, pero por otro, para existir, debe
depender de alguna manera de la esencia, es decir, imitar el modelo. Tengamos en
mente que para Platón, la forma, la idea, se identifica con el Ser: para ser, algo tiene
que ser forma. Pero entonces es inevitable la pregunta sobre la materia prima: ¿cómo
puede ser algo que no tiene forma? ¿Cómo puede plantearse la existencia de algo
amorfo? De hecho, Platón nos había avisado que eso es captable con un “razonamien-
to bastardo”, y “difícil de creer”, y que “participa de la manera más paradójica y
difícil de comprender de lo inteligible”. Pero después procede igualmente a plantearlo.
¿Por qué? Está, evidentemente, forzado a hacerlo, o si no, desmentiría el pilar básico
de su visión de la realidad: la existencia de la realidad inteligible, que la mente capta
como eterna e inmutable, y a la vez la existencia de la realidad sensible, captada por
los sentidos, que constituyen un testimonio inferior pero no por eso eliminable o falso
(da lugar, en cambio a una “opinión verisímil”). No es por lo tanto simplemente un
condicionamiento cultural del pensamiento griego tradicional lo que impulsa a Platón
a aceptar este concepto de un sustrato existente ab aeterno, independiente y no prove-
niente del Mundo de las Ideas. Es de alguna manera una necesidad lógica, la necesi-
dad de distinguir dos planes de realidad, y ambos reales, a pesar de que el sensible se
vea como inferior. La existencia real de cada uno de estos dos planes se infiere a partir
de los dos “modos” de la experiencia del conocimiento humano, el modo sensible y el
modo inteligible: ninguno de los dos puede ser fácilmente negado, como toda la
historia de la filosofía demuestra suficientemente.
La alternativa sería plantear la realidad sensible simplemente como una “apa-
riencia”, una no realidad. A esta tentación, a pesar de todas las aporías, Platón no
quiere ceder.
Después de Platón, examinemos ahora esquemáticamente algunos aportes aris-
totélicos. A mi manera de ver, el planteamiento aristotélico de este problema no
presenta novedades sustanciales: sin embargo, es útil tomarlo en consideración, por-
que nos proporciona una terminología más clara y precisa.
Tal como Platón, Aristóteles afirma en la Metafísica que la materia prima
(prwvth u{lh ) además de no ser perceptible para los sentidos, es también incognos-
cible en sí (3). Tal como Platón en el Timeo, Aristóteles en la Metafísica deduce su
existencia por analogía con las mutaciones que se verifican en el orden de la materia

(3) Metafísica VII 10,1036a8.


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sensible. Tal como de un bloque del mármol el artista puede sacar distintas figuras
que este en potencia contenía, así se supone la existencia de un sustrato general
absolutamente desprovisto de forma, y que puede recibirlas todas. Aristóteles de
alguna manera nos advierte que la materia prima en ningún momento existe por sí
sola, sino solamente en unión con la forma (4), presentando así una aclaración con
respecto al Timeo. En la terminología aristotélica, el tema se inscribe en la relación
general potencia-acto: la materia prima representaría una pura potencialidad de todo
ser físico, mientras que una realidad actual preexistente le comunicaría su forma,
dando así lugar al ser físico en acto. No es difícil ver que el planteamiento aristotéli-
co nos presenta, en otra terminología, exactamente el mismo enigma. Lo repetimos:
¿cómo es posible plantear la realidad de algo que es “puramente potencial”? Se ha
dicho, para justificar tal planteamiento, que se trataría de “pura potencia” en el
orden físico, lo cual no debería confundirse con el concepto generalísimo de poten-
cia, común a todo el ser (5). No creemos que esta distinción sea suficiente: algo que
fuera “puramente potencial”, aunque “en el orden físico”, simplemente no puede
existir: una cosa que existe puede ser “en potencia” algo que no es actual en un
determinado momento. Por ejemplo, un ojo cerrado, pero sano, es un ojo que no ve
en acto ahora, pero que dentro de un momento puede abrirse y ver actualmente. Solo
algo que existe de por sí, que tiene una realidad y una estructura –en otras palabras
una forma– puede ser “potencialmente” algo distinto: es “en potencia”, todo lo que
su característica forma le permite ser.
Volvemos por lo tanto enteramente a la aporía platónica, con la única diferen-
cia de que la clara terminología aristotélica nos permite evidenciarla aún mejor. Más
en general, si se reflexiona bien, la teoría aristotélica de materia y forma no nos
proporciona una solución esencialmente distinta a la teoría platónica de las ideas,
contrariamente a lo que normalmente se supone: el fruto no puede caer demasiado
lejos del árbol. Aristóteles quiere persuadirnos de que no hay Ideas trascendentes o
“separadas” de las cosas sensibles, sino que Formas, “unidas” o, si se prefiere,
inmanentes en las cosas sensibles. Ahora, ciertamente, en los diálogos de Platón se
insiste mucho en la dimensión “trascendente” de las Ideas, y en términos muy
poéticos: se habla del lugar sobre el cielo, de carros, caballos, aurigas celestes. Sin
embargo, más allá de las expresiones poéticas, el núcleo de la doctrina consiste en
afirmar que las Ideas son las Esencias de las cosas sensibles. Son aquello por lo cual
las cosas son exactamente lo que son. Ahora bien, “aquello por lo cual las cosas son
lo que son” debe necesariamente ser anterior (en sentido lógico) y por lo tanto
superior (en sentido jerárquico) a la cosa misma a la cual dicta por decirlo así, las
reglas de su ser. Aristóteles, a pesar de su crítica a Platón, admitió estas afirmacio-
nes. Y este, es necesario repetirlo, es el centro de la intuición platónica, admitido el
cual todo el resto queda en segundo plano, incluyendo la mítica imagen de las Ideas
situadas en el topos hyperouranios. Las Ideas platónicas son “separadas” o “superio-
res”, no en sentido local, evidentemente, sino lógico: existen como objeto puro de
conocimiento, pueden ser pensadas independientemente de las cosas sensibles, exac-

(4) Metafísica VIII 1 1042a27.


(5) Así por ejemplo G. Fraile, en su conocido “Manual de historia de la filosofía”.
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tamente como las formas aristotélicas, mientras que las cosas sensibles no son pen-
sables sin la forma que las hace ser lo que son. El proyecto de un edificio es
pensable sin su realización material: no así el edificio mismo, que es del todo
impensable sin un proyecto.
Después de estas esquemáticas aclaraciones, pasemos ahora al planteamiento
cristiano. Como sabemos, el núcleo fundamental de la herencia filosófica helénica,
que recién recordamos, es recogida por el judaísmo alejandrino, y de allí, en sínte-
sis, en el prólogo del IV Evangelio. ’En ajrch/‘ ~ hjn oJ . Principio
Lovgoso ajrchv de
todas las cosas no es ni el aire ni el agua ni la tierra ni el fuego, había concluido
Platón en el Timeo, al final de su trayectoria filosófica. ’Archvde todas las cosas es
el Logos, el principio que gobierna el mundo inteligible, este Ser Viviente Eterno,
como se le define en el mismo Timeo: en definitiva, la Mente (Nous), como lo
definirán apropiadamente, más tarde, el medio y neoplatonismo, utilizando el térmi-
no de Anaxágoras analizado por Sócrates en el Fedón. Y esta idea fundamental
explicaron con todos los detalles los más importantes comentarios patrísticos al
prólogo de Juan, en primera línea naturalmente, el de Orígenes y el de Agustín.
Pero en ámbito primero judío y después cristiano hay una evidente novedad: de
acuerdo con la doctrina del Antiguo Testamento, ni el IV Evangelio, ni sus lectores
filósofos, por muy influenciados que sean por el platonismo, pueden renunciar a la
doctrina de la creación ex nihilo. Con ello surge el problema: ¿cómo conciliar la
doctrina de la creación ex nihilo con la doctrina griega de la materia prima preexis-
tente, la cual, como tratamos de subrayar antes, no había nacido de un capricho, sino
de un problema real y antiquísimo?
De Filón, el problema pasó después, mediante la autoridad de Juan, a la tradi-
ción alejandrina cristiana, y de allí a toda la filosofía patrística. Limitaremos aquí
nuestro examen a Agustín, sin duda el autor que lo afronta de la manera más profunda.
Veamos la forma en que el obispo de Hipona analiza el problema en el libro
XII de las Confesiones. Este libro profundiza, como sabemos, la interpretación ale-
górica de los primeros versículos del Génesis, subrayando de manera genial el para-
lelismo entre la Creación absolutamente gratuita a partir de la nada, y la Nueva
Creación –resultado de la gracia transformante y santificante de la Redención–
también absolutamente gratis data. Empecemos con algunas líneas muy sintéticas:

Voluntate fecisti omnia, non de te similitudinem tuam formam omnium, sed de


nihilo dissimilitudinem informem, quae formaretur per similitudinem tuam
recurrens in te unum. (Confess. XII,28,38).

Agustín no quiere evidentemente renunciar ni a la doctrina bíblica de la crea-


ción ex nihilo, ni a la doctrina griega de la materia prima informe. La solución –que
ya se encuentra en Filón– es aparentemente sencilla: la materia informe ya no es
preexistente, sino creada por Dios. Y Agustín, con intuición metafísica inmediata,
saca la consecuencia lógica: justamente por ser informe, la materia prima es radical-
mente distinta a Él mismo (nótese la fuerza de la expresión dissimilitudo informis).
Aparentemente, esta dissimilitudo encaja perfectamente con la doctrina de la crea-
ción: Dios hace algo netamente distinto a El. Esta “desemejanza amorfa” recibe
forma, evidentemente, de la similitudo tua (scil. Dei): recibe forma, en otras pala-
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bras, del mismo Verbo que es Semejanza del Padre. Así sucede que todas las cosas
“llegan a ser” buenas: et fierent omnia bona valde (ibidem). Las cosas son buenas en
tanto que reciben la forma del Logos. No es entonces la materia en sí, evidentemen-
te, que pueda ser definida “buena”. Agustín, tras las huellas de Aristóteles, se pre-
ocupa de aclararnos que el hecho de que la materia informe “precede” la materia
formada no hay que entenderlo en sentido cronológico. En uno de sus minuciosos
análisis, pasa a distinguir cuatro sentidos distintos de la palabra praecedere:

Cum vero dicit primo informem, deinde formatam (scil. materiam), non est absurdus,
si modo est idoneus discernere quid praecedat aeternitate, quid tempore, quis
electione, quid origine: aeternitate, sicut Deus omnia; tempore, sicut flos fructum;
electione, sicut fructus florem; origine, sicut sonus cantum (ibidem 39,40).

El segundo y tercer significado son fáciles de entender: la flor precede el fruto


en sentido cronológico, mientras que el fruto viene antes que la flor en sentido de
valor (desde el punto de vista de su utilidad práctica). La dificultad está en el
primero y cuarto significado:

Namque rara visio est et nimis ardua conspicere Domine aeternitatem tuam
incommutabiliter mutabilia facientem ac per hoc priorem. Quis deinde sic
acutum cernat animo, ut sine labore magno dinoscere valeat quomodo sit prior
sonus quam cantus, ideo quia cantus est formatus sonus et esse utique aliquid
non formatum potest, formari autem quod est non potest?

Dios creador precede la creación en sentido netamente causal eficiente: facien-


tem. La materia prima en cambio precedería la materia formada como una especie
de condición previa que parece inevitable: una vez absorbida la fundamental heren-
cia griega, que había aclarado que la realidad sensible supone una causa formal,
tiene que haber necesariamente algo que formar –parece– para que haya algo forma-
do. Si no hubiese algún “sustrato” distinto, se podría pensar –como antes lo diji-
mos– que nos quedáramos en un planteamiento de pura emanación formal, y Dios no
podría entonces estar creando algo distinto a Él mismo.
Nos volvemos a topar así –aun con la inserción del concepto de creación– con
la misma aporía que detectamos en la filosofía griega: dice aquí Agustín que “puede
ciertamente existir algo no formado”. Pero la pregunta es, de nuevo: ¿Cómo puede,
si cualquier existencia pensable (= inteligible) implica necesariamente una forma? Y
de hecho Agustín, siguiendo las huellas de Plotino, dice que esto “no formado”, es
algo intermedio entre el Ser y la Nada: nec omnino est, nec omnino non est. Y en
otro lugar lo llama paene nihil. Pero, ¿es satisfactoria esta definición? A decir
verdad, suena como un escamoteo.
Veamos ahora cuál es, a mi parecer, una posible profundización en aclarar este
enigma. Agustín reflexiona correctamente, en coherencia con las líneas que recién
leímos, que la materia informe no es compatible con el concepto de tiempo:

Terra autem ipsa, quam feceras, informis materies erat, quia invisibilis erat, et
tenebrae super abyssum: de qua terra invisibilis et incomposita, de qua
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informitate, de quo paene nihilo faceres haec omnia quibus iste mutabilis
mundus constat et non constat, in quo ipsa mutabilitas apparet, in qua sentiri
et dinumerari possunt tempora, quia rerum mutationibus fiunt tempora, dum
variantur et vertuntur species, quarum materies praedicta est terra invisibilis.
(XII,8,8) (6)

El tiempo se identifica, afirma con precisión Agustín, con el devenir: y el


devenir es el pasar de las realidades físicas de una forma a otra: en una completa
ausencia de forma, no se puede hablar de devenir ni, por lo tanto, de tiempo. A este
punto, la pregunta se plantea así: ¿es posible pensar en el ser creado independiente-
mente del concepto de tiempo? ¿No es el concepto de cambio y desarrollo intrínse-
camente inherente al de ser creado? Es clara la dificultad en la que Agustín se
encuentra: por un lado, en un mundo donde las formas son inestables, parece indis-
pensable –para asegurar su realidad– postular un sustrato estable, que queda cons-
tante a pesar de los cambios: quibus iste mutabilis mundus constat. Por eso la
materia prima es planteada como intemporal. Pero por otro lado este sustrato, sien-
do informe, es un paene nihil, una “casi” nada. De hecho, Agustín está obligado a
añadir: et non constat. Parece por lo tanto imposible, con este planteamiento filosó-
fico, la respuesta al problema principal: ¿en qué términos se plantea el ser real del
mundo creado, si la forma “emana” de Dios, y la materia es algo muy próximo a la
nada? También desde este punto de vista, por lo tanto, volvemos a nuestra principal
aporía: ¿cómo es posible que Dios cree algo absolutamente desemejante (dissimilitu-
dinem) a Él, por ser informe?
A continuación, me permito entonces proponer una solución diferente ¿No
podría ser que la dicotomía materia-forma fuera enteramente inaplicable a la estruc-
tura básica de la realidad creada, y que tendríamos que abandonar definitivamente,
una vez aceptada la doctrina de la creación, todo residuo del antiguo dualismo
griego? Tal dicotomía, como lo hemos visto, derivaba de la observación empírica
que un mismo material, como la madera, se utiliza para construir objetos de forma
distinta. Pero la madera tiene en sí su propia estructura. ¿Qué nos autoriza a suponer
un sustrato de todas las cosas que carezca de una forma propia? ¿No podríamos
pensar que la categoría de forma es suficiente de por sí para la interpretación de la
realidad? Yo creo que sí es posible, siempre y cuando hagamos una indispensable
puntualización, para excluir cualquier interpretación de tipo idealista. Puesto que lo
cognoscible por el hombre es únicamente y necesariamente idea o forma, lo impor-
tante es hacer una clara distinción entre Dios y las formas creadas. Hecha esta
distinción, nada nos obliga a postular la existencia de un sustrato amorfo, que nos
lleva al absurdo que implica un ser creado, o al menos una dimensión del ser creado,
“desemejante” a Dios y a su Logos. Se podría objetar, entonces, que, a pesar de
quedar claro el aspecto de la causa formal, le faltaría a la realidad física una “causa
material”, como el mármol para el escultor que le da forma. Pero ese es un falso
problema en una metafísica creacionista. El escultor necesita el mármol, porque no

(6) Ver también XII, 9,9: “Ista vero informitas, terra invisibilis et incomposita, nec ipsa in diebus
numerata est. Ubi enim nulla species, nullus ordo, nec venit quicquam nec praeterit, et ubi hoc
non fit, non sunt utique dies nec vicissitudo spatiorum temporalium”
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crea ex nihilo: pero esta es precisamente la diferencia con la obra de Dios. Dios crea
formas no de un material previo, que deba ser pensado como informe, sino, precisa-
mente de la nada. Solo la nada, propiamente hablando, es informe: es decir, lo sería,
si existiera. Pero la nada –ya lo dijo Parménides– no existe. Aquí vemos con preci-
sión dónde la metafísica griega cobra su perenne vigencia, si se le incorpora hasta
sus últimas consecuencias el concepto de creación: en la afirmación que “el ser
coincide con la forma”.
Ahora bien, en una óptica creacionista, la “potencialidad” de todas las cosas,
en el sentido de “causa” en todas sus posibles acepciones, no puede residir sino en
el mismo Dios. Por lo tanto, en lo que se refiere al acto creador, no tenemos posibi-
lidad de distinguir una causa formal de una “causa material”, que en este caso no
existe. En una segunda instancia notamos en la realidad creada, es el paso de una
forma a otra (p. ej. del mármol –con sus características físico-químicas–, a la esta-
tua). Una “forma” resulta ser por lo tanto “causa material” de otra forma. Pero a este
punto resulta claro que la palabra “materia” solo en sentido relativo, es decir como
materia secunda, se puede utilizar en contraposición a “forma”, ya que toda reali-
dad, finalmente, no se comprende sin el concepto de forma. A esta altura, ¿diremos
entonces que para la metafísica cristiana no existe “algo” que subyace a toda reali-
dad física, que es común a todo lo que los físicos llaman la materia-energía, y que
–como lo intuyeron los antiguos filósofos– permanece detrás de los cambios que
perciben nuestros sentidos y nuestros instrumentos? Al contrario, creemos que
“algo” común debe efectivamente existir, pero que la metafísica cristiana no puede
renunciar a pensarlo como “forma”, algo ya “en acto”. Ahora bien, el acto de este
acto, el Modelo de esta forma, no puede ser, para la teología cristiana, sino el
Creador, Dios mismo. Es por eso que S. Tomás afirmó, muchos siglos después, que
el existir de los seres creados es acto con respecto a la forma que los hace ser lo que
son. Hay una forma, que determina el quid est, la quidditas de las creaturas, pero
además de eso hace falta una causa que haga ser la creatura misma. Esto es propia-
mente, el acto creador, que transforma la esencia en existencia creada. Queda así
perfectamente expresada la noción de Dios como causa tanto formal como eficiente,
que el genio metafísico de los griegos había profundizado tanto, sin poder llegar a
solucionarlo del todo, y que en Agustín no llegaba todavía a una terminología tan
precisa. Sin embargo, en el mismo Tomás, donde la explicación filosófica de la
creación alcanza una de sus más perfectas expresiones, se sigue encontrando, en
perfecta continuidad con la tradición patrística, el concepto de materia prima, vesti-
gio del antiguo dualismo. Es un fenómeno bastante curioso, si se considera que ya
los filósofos musulmanes –Avicena, Averroé– se habían atrevido a ir más allá de los
neoplatónicos en el tema de la materia como paene nihil, afirmando sin reserva que
la materia nullum esse habet. Y sin embargo, la admiten. Tomás los siguió, sin
avanzar en este camino: la materia en sí no posee el ser; es la forma quien se lo da:
forma dat esse materiae (7). Si Tomás sigue admitiendo un tal concepto, evidente-
mente es porque, a pesar de sus tan agudas aclaraciones sobre la ontología de la
creación, no llega sin embargo, como tampoco había llegado Agustín, a abandonar

(7) De principiis naturae, en Opuscula, ed. Mandonnet, t. I, p. 8.


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del todo el planteamiento de los filósofos antiguos. Pero si Tomás cae, en este caso,
en la misma trampa de los autores patrísticos, quizás sus aclaraciones ontológicas
nos puedan servir para dar un paso más. La existencia, o más bien dicho el ser, que
Dios confiere al ente en el momento en que lo crea, es algo indefinible. Pero algo
sabemos de él: sabemos que es algo común a todos los seres creados. Esto, y solo
esto entonces, es perfectamente suficiente para asegurarnos que efectivamente hay
algo común y constante en la realidad creada, a pesar de su continuo fluir. Algo
indefinible, repetimos, porque si fuera definible, sería, él también, una esencia, no el
acto misterioso, puntual, absolutamente simple, del existir.
Pero otra cosa además sabemos de él: el ser creado es análogo, es decir, es de
alguna manera imagen, del Ser en sí. Algo que no coincide entonces, con esa dissi-
militudo informis de la que habla Agustín, ni tampoco con esa dimensión de lo
físico, carente en sí de todo ser, de la que habla el mismo Tomás. En esta luz, por lo
tanto, la dualidad materia-forma, en su aplicación a los constituyentes básicos de la
realidad creada se nos muestra como un duplicado inútil de la dualidad potencia-
acto, la cual sí es necesaria e insustituible, y que constituye quizás la expresión más
sintética y eficaz de la platónica doctrina de las Ideas. El ser creado es ciertamente
algo que camina de la potencia al acto: la evolución de la naturaleza tanto como el
progreso del hombre lo demuestran. Por eso, es un ser que de alguna manera delata
un “no-ser”. Pero esto no ocurre porque el “no-ser” exista –identificable en algún
misterioso sustrato– sino simplemente porque existe un proyecto que el ser creado
está llamado a realizar perfectamente, y no puede descansar hasta que lo realice.
Ahora bien, si el ser creado tiene una potencialidad, y una potencialidad infinita, no
puede ser por otro motivo sino porque en sí ya es imagen del Ser sumo que es su
Creador: no queda ningún espacio, por lo tanto, para el antiguo concepto de materia
prima, ni para su adaptación cristiana, que tanto éxito tuvo a pesar de su intrínseca
contradicción (8). De hecho el mismo genio de Tomás va más allá, y supera ya,
aunque solo implícitamente, la aporía creada por el concepto de materia prima: al
plantear la relación esencia-existencia en los seres creados, claramente se da cuenta
de que en la esencia de la creatura no puede no comprenderse también la noción de
la materia que lo compone. Esto va precisamente en la dirección que estamos propo-
niendo en estas páginas, aunque Tomás no se haya dado cuenta explícitamente que
tal planteamiento automáticamente excluía la noción tradicional de materia prima.
Finalizando: si este análisis se ha propuesto “desmitizar” un concepto tan clá-
sico y tradicional, como el de la materia prima –aparentemente bien adaptado a la
teología cristiana por la filosofía patrística y por la escolástica– no es evidentemente
para sustituirlo con otro, sino, al contrario, para mostrar la necesidad de progresar
en el camino de la teología negativa, aplicada en este caso al ser creado: estas

(8) El progreso en la teología negativa –creo– nos ayuda también en un específico ámbito de la
apologética. De hecho, aunque sea paradójico, en la historia de la filosofía occidental el concepto
metafísico de materia prima, adoptado por el pensamiento cristiano, ha servido también como
terrible arma contra el mismo cristianismo. ¿No es en amplia medida a la filosofía “materialista”
a la que la Iglesia Católica ha temido durante siglos? Ahora bien, si el concepto mismo de
“materia prima” en sentido filosófico pierde su consistencia –como hemos tratado de mostrar– y
se plantea con claridad que la realidad sensible no puede ser concebida si no es como forma, ¿no
resultará entonces más fácil, a ese punto, comprender que, realmente, en principio era el Logos?
DIOS Y LA MATERIA: PROPUESTA A PARTIR DEL TIMEO DE PLATON 339

reflexiones, espero, nos han permitido percibir más de cerca la paradoja que supone
el principio básico de la realidad creada, por un lado ciertamente distinta a Dios,
pero por otro imagen de su Modelo. Una paradoja del todo análoga y consecuente,
por otro, con la que evidenciamos en nuestro anterior trabajo, donde vimos, a partir
del Timeo platónico, la profundidad de la definición del tiempo como imagen de la
eternidad. Aquí, de la misma manera, vemos la paradoja de la “materia” misma
como imagen del Espíritu. Se podría decir que, tal como en Dios hay una multiplici-
dad, una vida inteligible e inteligente, por decirlo a la manera platónica, pero a la
vez hay en Él una indefinible unidad, una única fuente del Ser, de la misma manera
hay en la realidad creada, que es múltiple, una unidad del ser, que nuestra razón
postula sin poder definir: un principio común que unifica tanto el espacio-tiempo
como la materia-energía, que la misma ciencia física intuye, pero que a la vez por su
naturaleza se escapa a la observación empírica: física y metafísica, paradójicamente,
se muestran aun más próximas confinantes, pero no se dejan confundir.
Así, podemos llegar a considerar estas reflexiones como un complemento que
busca profundizar en las mismas pruebas clásicas de la existencia de Dios: queremos
llamar la atención sobre el hecho de que la realidad creada, no solo como conjunto
de seres en su aspecto racional-formal, sino que también en sus coordenadas básicas
específicas –espacio, tiempo, materia– que tradicionalmente parecen justamente dis-
tinguirla y contraponerla a la Eterna presencia y absoluta Espiritualidad de Dios,
analizadas a fondo, no resultan poderse concebir sino como Su imagen.
Queda por lo tanto enteramente vigente, y cobra aun mayor profundidad la
antigua intuición platónica sobre el enigma básico de la metafísica: la relación
modelo-imagen. La nitidez de las fórmulas aristotélicas y tomistas, cuya utilidad por
cierto se confirma aun cuando presenten las insuficiencias que hemos mostrado, no
nos debe engañar. La metafísica en realidad no soluciona el problema, se limita a
plantearlo: ciertamente hablar de la analogia entis, como lo hizo la escolástica,
resulta genialmente preciso, y a la vez más práctico y sencillo que seguir a Platón (o
Agustín) en sus vuelos poéticos o en sus dramas existenciales, pero es importante
tener siempre presente que el enigma, en sí, queda intacto: el ente creado, en último
análisis, resulta imagen del ente absoluto, pero el concepto de imagen, resulta abso-
lutamente inexplicable o “no-racionalizable”. Como dice Platón en el Parménides, el
modelo está presente en la imagen según esta alternativa: o del todo, o en parte. Si
lo primero, la imagen no se distingue del modelo; si lo segundo, el modelo sería
divisible en partes, no sería lo absoluto y simple que debe ser (9). A la luz de la
razón humana, ambas alternativas parecen imposibles. Aplicadas a la analogia entis,
al concepto de Ser puro y simple, el enigma de estas alternativas se nos vuelve a
presentar con perfecta claridad, elevado a la enésima potencia. Sin embargo, Platón
no puede renunciar a la doctrina de las Ideas, y nosotros, tras sus huellas, no pode-
mos renunciar a la doctrina del Logos creador. No obstante presente una dificultad
lógica insoluble para la mente humana, hay que aceptarla, por decirlo así, mediante

(9) Toda la teología cristiana es heredera de esta fundamental reflexión platónica. Elegimos uno,
entre infinitos ejemplos: “Substantia Patrís indivisibilis, utpote simplex omnino”. Concil. Later.
IV, DS 805.
340 CLAUDIO PIERANTONI

una demostración per absurdum. Eso es, para evitar caer en absurdos mucho más
graves, como son las alternativas del panteísmo, del dualismo, o del materialismo.
De esta manera, la doctrina platónica de las Ideas, corregida mediante la doctrina de
la Creación, sigue siendo la solución más plausible.
Para resumir el objetivo principal de este artículo, utilizaremos ahora la genial
afirmación que el Concilio Lateranense IV (1215) hizo para rebatir la herejía de
Gioachino de Fiore:

“quia inter Creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notari, quin
inter eos maior sit dissimilitudo notanda” (10).

Creemos que tiene igual importancia insistir sobre la afirmación inversa, que
podría formularse de la manera siguiente:

“quia inter Creatorem et creaturam non potest tanta dissimilitudo notari, quin
aliqua similitudo exsistat”.

La afirmación podría parecer obvia, de no haber sido negada durante tantos


siglos, mediante la doctrina de la materia prima. Las dos afirmaciones, tomadas en
conjunto, excluyen a mi parecer, los dos principales peligros que la metafísica grie-
ga, dentro de su genial e insustituible aporte, conlleva. Riesgos paradójicamente
opuestos: por un lado, cercanía y “parentesco” con Dios, hasta el borde del panteís-
mo; por otro lado, “desemejanza” Dios-materia, hasta el borde del dualismo (11).
Riesgos contagiosos, que han afectado, se puede decir, toda la historia del pensa-
miento occidental. En el medio, el difícil y delicado equilibrio por el cual no ha
dejado de luchar la teología católica.
Con su genial expresión, que en el mismo giro de la frase muestra la enigmáti-
ca dialéctica entre similitudo y dissimilitudo, el Lateranense IV nos confirma en la
reflexión que la metafísica realmente solo es capaz de plantear el problema. Para
solucionarlo, para comprender realmente la dinámica imagen-modelo, o potencia-
acto, solo podemos vivirla desde dentro, donde el proceso, el camino de la imagen
al modelo, o de la potencia al acto, que la filosofía analiza en abstracto, se vuelve
algo concreto en el momento en que percibimos interiormente la llamada hacia la
casa paterna:

Hoc intellegere, quis hominum dabit homini? quis angelus angelo? quis
angelus homini? A Te petatur, in Te quaeratur, ad Te pulsetur: sic, sic
accipietur, sic invenietur, sic aperietur.
(Confess. XIII,37,53)

(10) DS 806.
(11) El que los riesgos sean “opuestos” es paradójico solo a primera vista: en realidad, esto nos
confirma la genialidad del esfuerzo platónico en buscar una conciliación entre los polos opuestos
que la realidad le ofrece.
DIOS Y LA MATERIA: PROPUESTA A PARTIR DEL TIMEO DE PLATON 341

Nos ponemos entonces en camino. Confirmándose la genialidad teórico-meta-


física del Aquinate, que con su precisión nos ilumina y aclara el mapa, ciertamente
por otro lado la poesía de Platón y el drama de Agustín nos hablan potentemente –de
la misma manera que los textos bíblicos– sirviéndose de imágenes, que despiertan la
nostalgia del Padre. Nostalgia que es motor de todo camino y por lo tanto, razón de
ser de toda metafísica.
Particularmente Agustín se nos presenta entonces, a la luz de lo dicho, como
hombre que vive el drama más profundo de la metafísica: él sabe que al hombre
–único ser en el universo– está permitido, paradójicamente, encaminarse hacia la
“región de la desemejanza”. Sin embargo, en cuanto empiece a levantarse, para
volver a Ti (12), lleva consigo toda realidad creada. Así, en lo más íntimo del
hombre se realiza el destino total del universo, que habiendo sido imagen, comparti-
rá la perfecta Semejanza con el Padre, la libertad de la Gloria de los Hijos de Dios.

RESUMEN

El artículo analiza el concepto filosófico clásico de materia prima, cuestionando su aplica-


ción a la teología cristiana, tal como se ha realizado en la patrística y en la escolástica. A la luz
de la metafísica platónica, según la cual la “esencia” de algo coincide con su “idea”, la materia
prima, de por sí independiente del Mundo de las Ideas, carecería por lo mismo de todo ser, y
no podría, por lo tanto, bajo ningún aspecto “existir”: problema que Platón y Aristóteles, tanto
como Agustín y Tomás, dejaron sin resolver. Lo dicho es confirmado mediante una afirmación
del mismo Tomás, quien acaba admitiendo que la misma “materia”, para ser concebible, debe
ser parte de la “esencia” (o definición) de las cosas, corrigiendo, aunque sea implícitamente, la
noción de “materia prima” como “no ser”. A la luz de lo dicho, se observa la necesidad de un
replanteamiento del problema que subyace a dicha noción. Tal problema –que en definitiva es
el de la desemejanza entre Creador y creatura– es real y debe ser afrontado guardando una
más rigurosa coherencia con los pilares de la metafísica platónico-cristiana. “Desemejanza”,
necesariamente implica un “no-ser”, pero, hay que precisar, un “no-ser-con-respecto-a (Dios)”.
En términos positivos, por lo tanto, este “algo” que es el ser por participación, común a las
creaturas, no puede propiamente recibir ningún otro nombre, sino que solo es definible por vía
negativa, con respecto al Ser necesario. Este específico análisis acaba mostrando una vez más
que el resultado verdadero de la metafísica no consiste en llegar a una definición, sino en
hacernos conscientes de dos polos: el de nuestra carencia y el de nuestra infinita potencialidad.

ABSTRACT

This paper analyzes the classical philosophical concept of materia prima, criticizing its
application to Christian theology, as it has been accomplished by the Fathers and Scolastic.
Starting from platonic methaphysics, according to which something’s “essence” coincides with
its “idea”, the materia prima, as such independent of the Ideal World, would be lacking any kind
of Being, and could not exist at all: this problem Plato and Aristotle, as much as Augustine and
Thomas, really left unsolved. This is confirmed by a statement of the same Thomas’, who finally
admits that “matter”, to be thinkable, has to be part of the “essence” (i.e. the definition) of
things. This implicitly corrects the notion of materia prima as “no-being”. It is therefore necesary

(12) Cf. Confess. III,4.


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a new way of putting the problem that lies behind such notion, for it is a real one: it is ultimately
the problem of the difference between the Creator and the creature, and it must be posed in
more rigorous coherence with the pillars of platonic-christian metaphysics. “Difference”
necessarily implies “no-being”, but, it must be added, “no-being-in-comparison-with-(God)”. In
positive terms, therefore, the “something” that is participated being, common to all creatures,
cannot really receive any other name: it can only receive a “negative” definition, in reference
with Necesary Being. This specific analysis shows once more that the real achievement of
methaphysics is not to lead to a definition, but to make us aware of two extremes: that of our
poor condition, and that of our infinite potentiality.

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