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VIOLENCIA DE GÉNERO: ESCENARIOS Y DESAFÍOS

que la señala como una herramienta para sustentar el sistema de dominación de los hombres
sobre las mujeres. De ahí se deriva también la importancia de que estas Jornadas se realicen en
el marco académico de los estudios feministas y posibiliten un encuentro e intercambio de
conocimiento y experiencia entre estudiantes, académicas, investigadoras, técnicas, políticas y
profesionales, muchas de ellas con una larga trayectoria de trabajo en la docencia, la atención
a mujeres, en el diseño de políticas o en el activismo y, por tanto, con un gran conocimiento de
la realidad.
Por último, considero también muy importante señalar que en estos momentos, para
muchas de nosotras, los institutos de estudios feministas de las Universidades están siendo un
espacio de resistencia, uno de los pocos lugares institucionales desde los que poder seguir
pensando, investigando, avanzando y elaborando propuestas y alternativas con libertad.
También por este motivo, celebramos, valoramos y agradecemos muy especialmente la
organización de estas Jornadas5.

1. LA VIOLENCIA PATRIARCAL EN LAS RELACIONES DE PAREJA

Son numerosas las feministas que han ido construyendo el cuerpo teórico, práctico y
político del que hoy disponemos para entender la violencia y sus consecuencias en la vida de
las mujeres. Este conocimiento se ha construido en una red laberíntica y entretejida de saberes,
disciplinas y experiencias, en una estrecha interrelación entre activistas, investigadoras,
docentes, políticas, técnicas y profesionales feministas de diferentes países y continentes.
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Buena parte del conocimiento del que hoy disponemos se debe a los relatos de las experiencias
vividas por las mujeres en sus relaciones de maltrato.
En la teoría feminista, la violencia es considerada como una potentísima herramienta
para sustentar el sistema de jerarquías y dominación de los hombres sobre las mujeres, para el
control y la apropiación de nuestros cuerpos, nuestra sexualidad, nuestra capacidad
reproductiva y nuestro trabajo, para asegurarse el ser cuidados y atendidos material, emocional
y sexualmente, así como para mantener sus privilegios y conseguir la obediencia y el
sometimiento de las mujeres, su disponibilidad física, psíquica y sexual, especialmente en la
familia.

5 Agradezco de un modo muy especial a Julia Sebastián su invitación para que yo participase en estas Jornadas.

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LA VIOLENCIA PATRIARCAL EN LAS RELACIONES DE PAREJA

Aunque en diferentes momentos históricos las mujeres han denunciado y dejado


constancia de la violencia en sus textos (Bosch et al., 2006; Miguel, 2005) es a partir del
feminismo radical y de la obra de Kate Millet (1975), Política Sexual, cuando el patriarcado es
teorizado como un sistema de dominación que estructura también las relaciones interpersonales
entre hombres y mujeres y la violencia como una cuestión estructural inherente a este sistema
de dominación. Ninguna forma de violencia contra las mujeres está desvinculada del sistema
de dominio masculino. Sin embargo, fuera del marco de interpretación feminista, la violencia
en las relaciones de pareja se presentaba como actos aislados de determinados varones,
explicados por los celos o por su personalidad, “extravíos individuales, patológicos o
excepcionales, que carecen de significados colectivos” (Millet, 1975:58). En el feminismo, la
violencia ya no es algo que les sucede a algunas mujeres desdichadas, no son hechos puntuales
ni es un fin en sí misma, sino un instrumento de dominación, sometimiento y control de los
hombres sobre las mujeres. Millett señala que
“al igual que otras ideologías dominantes, tales como el racismo y el
colonialismo, la sociedad patriarcal ejercería un control insuficiente, e incluso ineficaz,
de no contar con el apoyo de la fuerza, que no sólo constituye una medida de emergencia,
sino también un instrumento de intimidación constante” (Millet, 1975:58),
y en palabras de Amelia Valcárcel, “cualquier sistema de poder siempre implica violencia,
porque no existe ningún poder que sea admitido de modo espontáneo por aquellos sobre
los que se ejerce. Cuando la apariencia de espontaneidad, de naturalidad, se alcanza, es
que ya se ha logrado lo principal, esto es, que ese poder sea admitido completamente”.
(Valcárcel, 2008: 19).
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La teoría feminista ha elevado la violencia contra las mujeres de anécdotas a categoría


y además, la ha convertido en un asunto político y de estado, “conceptualizar es politizar”
(Amorós, 2008b). Lo que era considerado personal ha sido transformado en político. Para las
mujeres, como ha señalado Catherine Mackinnon (1995), la medida de la intimidad ha sido la
medida de la opresión. Esta es la razón de que el feminismo haya tenido que hacer explotar lo
privado y que haya visto lo personal como político. Mackinnon señala también que la pregunta
de por qué una persona “permite” la fuerza en lo privado, la pregunta de por qué no se marcha
que se hace a las mujeres maltratadas, es una pregunta que se convierte en insulto por el
significado social de lo privado como esfera de opción. En ese mismo sentido, Judith Herman
(2004) afirma que se reconoce la cautividad política, mientras que la cautividad doméstica de

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las mujeres suele pasar inadvertida, aunque los cautiverios de las mujeres hayan sido
categorizados desde la teoría feminista (Lagarde, 2003).
Existen claros paralelismos entre las diferentes formas de violencia utilizadas
socialmente para el control colectivo de las mujeres y las formas de violencia que utilizan los
hombres en una relación de pareja y, en muchas ocasiones, también en otras relaciones
interpersonales con las mujeres en cualquier ámbito de la vida, ya sea privado, público, laboral,
institucional, político, económico, cultural, social, educativo o sanitario (Nogueiras, 2011).
Como afirma Victoria Sau,
“Los malos tratos individuales son la manifestación particular y específica de
los malos tratos estructurales, institucionalizados, que forman parte del orden patriarcal.
Las masculinidades son patrones colectivos, ejecutados por hombres individuales” (Sau,
1998:166).
El ejercicio de la violencia hacia las mujeres se enseña y se autoriza desde lo social y lo
simbólico y se aprende y se interioriza individualmente, pasando a formar parte de la
subjetividad masculina. Por eso,
“la violencia se ha convertido en una estrategia de dominio al servicio de los
hombres, que la utilizan si la consideran necesaria para mantener su poder, para ejercer
su “derecho” a ser cuidados y atendidos material, emocional y sexualmente, para
agredir a otros hombres en los cuerpos de “sus” mujeres, y para aterrorizar e intimidar
cuando sienten miedo a ser abandonados” (Andrés, 2010: 375).
De este modo, podemos considerar que “el asesinato o el acto de violencia que ejerce
un varón concreto sobre una mujer concreta con la que ha tenido o tiene una relación
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sentimental ha sido y sigue siendo el prototipo de agresión patriarcal” (Cobo, 2008:14). La


teoría de El pacto sexual de Carol Pateman (1995) sostiene que los varones pactaron
fraternalmente el reparto de las mujeres, todos podrían acceder a unas pocas, las prostitutas, y
cada hombre dispondría de una mujer. La familia se convierte en una pieza institucional clave
del patriarcado para reproducir ese sistema de dominio y los varones pueden considerar a sus
parejas de su propiedad.
En una relación de maltrato, las hombres se sienten con el derecho a controlar los
movimientos, actividades y relaciones de las mujeres, sus tiempos y espacios, su economía y
su trabajo, su cuerpo, su sexualidad y su capacidad reproductiva, así como a utilizar la violencia
si fuese necesario para conseguirlo, en definitiva, a alcanzar el poder absoluto, si es preciso con

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el asesinato. Como señala Celia Amorós, “el ejercicio de poder por antonomasia es el poder
de vida y muerte” (Amorós, 2008a:245). Para ello recurren a las mismas herramientas que el
sistema social utiliza para el control colectivo de las mujeres y que han aprendido e incorporado
en el proceso de socialización: la naturalización de la desigualdad y el lugar social asignado a
las mujeres, atribuyéndolo a la biología, la maternalización de las mujeres, la desvalorización
de su trabajo y su palabra, la indiferencia hacia sus necesidades y deseos, el aislamiento, las
prohibiciones, la restricción de derechos y toma de decisiones, la imposición de normas, la
coacción, la privación de libertad, la violencia en cualquiera de sus formas. Se trata de ocupar
y apropiarse del cuerpo, las emociones, los pensamientos de las mujeres, en una presencia
continua, aunque a veces tome la forma de amor, para conseguir su total disponibilidad y
sumisión. Por eso, el feminismo ha conceptualizado el amor como recurso de explotación de
las mujeres en la vida privada (Esteban, 2011; Jonasdottir, 1993; Távora, 2008). Como afirma
Marcela Lagarde (2014:151):
“sin la violencia contra las mujeres, los hombres no accederían a condiciones
relativamente mejores de vida, no tendrían a las mujeres como soporte de su desarrollo
ni como entes jerárquicamente inferiores sobre los cuales descargar su enajenación”.
A medida que están apareciendo nuevas formas de violencia para el control social y la
explotación económica y sexual de las mujeres (Cobo, 2011), los hombres las van incorporando
también como formas de abuso, explotación y maltrato en las relaciones pareja. El uso de las
nuevas tecnologías para un mayor control de las mujeres, la extorsión afectiva para la
explotación económica a través de las redes de prostitución, el mantenimiento de los varones
en sus países de origen con dinero extraído del trabajo de las mujeres en las cadenas globales
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de cuidados, o los matrimonios con mujeres de otros países en situaciones de pobreza para
obtener su total disponibilidad y sumisión, son ejemplos de ello.

2. EL IMPACTO DE LA VIOLENCIA EN LAS VIDAS DE LAS MUJERES Y EL


PROCESO DE ADQUISICION DE PODERES VITALES Y EMANCIPATORIOS

La apropiación por parte de los hombres de los poderes de cuidado y amor de las mujeres
sin devolver equitativamente lo que han recibido, las incapacita para reconstruir sus reservas
emocionales y sus posibilidades sociales de autoestima, autoridad, desarrollo personal y

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autorrealización (Jonnasdotir, 1993). La experiencia de relaciones de maltrato supone un punto


de inflexión en la trayectoria vital de las mujeres. La violencia también conduce a un
empobrecimiento vital y material, siendo uno de los factores más potentes que contribuye a la
feminización de la pobreza. Por eso, el proceso de recuperación, como señala Marcela Lagarde,
es un proceso de adquisición y recuperación de poderes vitales: nombrarnos, pensarnos,
preguntarnos, escucharnos, leer, escribir, tener proyectos vitales propios, tener autonomía
sexual, económica, de criterio, adquirir derechos, acceso a la salud, a la educación. Son poderes
emancipatorios y colectivos.
La violencia ha sido clasificada, parcelada y categorizada de acuerdo con sus diferentes
formas: física, emocional, sexual, psicológica, económica, social, y del mismo modo, lo han
sido sus consecuencias en la vida de las mujeres. Sin embargo, sea cual sea la forma de violencia
que se utiliza, las mujeres somos siempre violentadas en nuestros cuerpos, en la dimensión
corporal, emocional, psíquica, sexual, social. La violencia en cualquiera de sus formas daña
nuestra salud, nuestra integridad corporal y emocional, nuestra mirada del mundo, mina
nuestras defensas (Villavicencio y Sebastián, 1999). La violencia doblega. “Saberse víctima sin
tener recursos psicológicos para reaccionar adecuadamente es devastador” (Dio Bleichmar,
2011: 37). El dolor, consecuencia de los abusos, las agresiones y las diversas formas de
violencia que vivimos las mujeres, se encarna en el cuerpo (Valls, 2006). Por eso, las mujeres
en relaciones de violencia han acudido siempre al sistema sanitario con diversa sintomatología,
pero solamente en escasas ocasiones se les ha ayudado a conectar el malestar y la enfermedad
con sus condiciones de vida. El maltrato también era invisible para el sistema sanitario
(Nogueiras et al., 2000; Ruiz-Jarabo y Blanco, 2004). Por este motivo entre otros, el ámbito de
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la salud y el sistema sanitario son escenarios clave y una cuestión crucial y de alta relevancia
política para el feminismo. (Nogueiras, 2013). Y podemos afirmar que en estos momentos, en
los que están desapareciendo los servicios específicos para las mujeres, esa importancia es
todavía mayor, puesto que muchas mujeres no dispondrán de otros muchos recursos para recibir
información, atención, ayuda y acompañamiento para salir de las relaciones de violencia.
Que la OMS haya identificado la violencia contra las mujeres como un factor esencial
en el deterioro de la salud y haya declarado la violencia una prioridad de salud pública en todo
el mundo (Asamblea Mundial de la Salud, 1998), ha sido un hito importante para incluir la
violencia de género como un asunto a tratar también desde el sistema sanitario y ha obligado a
la elaboración de protocolos de actuación y a la formación de profesionales. Aunque siempre

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ha habido profesionales de la medicina, la enfermería, la ginecología, la psicología, la


psiquiatría o el trabajo social, que hace ya años han incorporado otra mirada de la salud y otra
metodología de trabajo en los centros de atención primaria (Ruiz-Jarabo y Blanco, 2004;
Velasco, 2009), a la mayoría de profesionales todavía les cuesta identificar la violencia como
causa de la pérdida de la salud6, entre otras razones, porque
“Los y las profesionales de la medicina tienen una enculturación esencialista,
biologicista y etnocéntrica del cuerpo y la salud. Por ello, los análisis feministas son
percibidos como una amenaza por muchos profesionales, ya que interrogan sus modos
de vida, sus actitudes y prácticas asistenciales, el paradigma científico” (Esteban,
2006:10).
Para intervenir ante el malestar y la enfermedad producida por la violencia, al igual que
en otras problemáticas psicosociales, ya no son necesarios recursos técnicos biomédicos, sino
palabras y conceptos, actitudes de escucha activa sin juicios, conocimiento y comprensión del
problema y de sus mecanismos de actuación así como de los recursos y las herramientas sociales
disponibles para salir de la violencia. Esto es profundamente cuestionador en las ciencias
biomédicas. La incorporación de problemáticas psicosociales y de género a la cartera de
servicios del sistema sanitario hace necesaria la formación de profesionales en otros
paradigmas.
El feminismo ha desarrollado metodologías para la recuperación de la salud, la
autoestima y el empoderamiento de las mujeres que han vivido relaciones de violencia. Como
parte de este proceso, psicólogas y psiquiatras feministas han interpelado a estas disciplinas y
desvelado sus paradigmas androcéntricos, patriarcales y biologicistas, elaborando propuestas
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para la atención y recuperación de las mujeres que incorporan los análisis feministas de las
causas de la violencia (Biglia y Sanmartín, 2007; Bosch et al., 2006; Dio Bleichmar, 2011;
García Mina, 2010; Muruaga y Pascual, 2013; Pérez del Campo, 1995; Sau, 2004; Velázquez,
2004).
Las terapias y prácticas feministas para el cuidado y la recuperación de la salud parten
de la asunción de que los procesos de salud y enfermedad están íntimamente relacionados con
las situaciones vitales ligadas al género, con las condiciones sociopolíticas patriarcales y con
su incorporación en la subjetividad. La metodología feminista privilegiada es el trabajo grupal,

6 Concha Muñoz, activista feminista y trabajadora social en diversos servicios de salud mental del sistema sanitario público,
afirma que “por allí todavía no ha pasado el género…”. Otros muchos testimonios de profesionales feministas lo confirman.

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que se constituye en una herramienta para el cambio personal y colectivo (Távora, 2003). En la
práctica feminista que se desarrolla en organizaciones de mujeres o en algunas instituciones de
igualdad, se denominan talleres por ser espacios de trabajo y también porque su metodología
es vivencial, compartiendo la experiencia de cada participante, sus interrogantes y dificultades,
así como sus capacidades y conocimientos sobre la vida. Asimismo, en este trabajo grupal se
utilizan estructuras horizontales y desburocratizadas frente a las relaciones profesionales
tradicionales jerárquicas y de poder, partiendo de la idea de que acompañar a las mujeres en la
disminución de los elementos opresivos en sus vidas exige eliminar los aspectos opresivos de
la terapia (Sáez, 1988:42). Se buscan nuevas formas de relación que asumen la importancia del
saber de las mujeres sobre sus vidas, respetando sus procesos y tiempos y utilizando un lenguaje
sin tecnicismos.
El trabajo grupal ofrece un espacio para la autoescucha y la escucha de la experiencia
de otras mujeres, lo que permite entender que las problemáticas son colectivas, relacionadas
con aspectos sociopolíticos determinados por el género. Se promueven relaciones de apoyo y
compañía en los procesos de cambio en un entorno protegido y seguro. El objetivo de los grupos
de orientación feminista es la reflexión: pensar es una tarea fundamental, darse cuenta, tomar
conciencia, reflexionar en profundidad sobre las causas de la violencia, el paso de la anécdota
a la categorización del malestar como consecuencia del sistema sociocultural patriarcal y su
incorporación en la subjetividad (Távora, 2001). Para lograr este dominio de la propia
subjetividad, tan colonizada, se necesita un gran trabajo de reflexión crítica sobre la
socialización (Dio Bleichmar, 2011:47), ya que
“Nos han ido conformando desde niñas, devolviéndonos una imagen de las
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mujeres como seres nimios, objetos para otros, preparándonos corporal, emocional y
cognitivamente para asumir mucha de la violencia que experimentaremos a lo largo de
nuestras vidas” (Bengoechea, 1994).
La psicóloga Inmaculada Romero señala que la estrategia terapeútica debe encontrar
otros deseos en las mujeres, como el de ser sujetos activos en la transformación de sus
condiciones de vida y que puedan atribuir su malestar, “toda su sintomatología, a los efectos
de una relación perversa y no a sí mismas, a su personalidad, a su forma de ser” (Romero,
2011: 179). Asimismo, Patricia Villavicencio (2001) recomienda a profesionales de salud
mental que se esfuercen en primer lugar en quitar las barreras externas y ambientales, en
facilitar que las mujeres utilicen los recursos. Centrarse en las barreras internas puede reforzar

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la idea de que las mujeres son culpables o responsables de la violencia. La intervención debe
situarse en un modelo de empoderamiento y toma de decisiones, que son difíciles y en
circunstancias difíciles, ya que se enfrentan a pérdidas materiales y emocionales múltiples.
Victoria Sau (2004) también planteó la necesidad de la integración del análisis político en la
terapia, la utilización de modelos de crecimiento y desarrollo en lugar de modelos de
enfermedad-tratamiento-adaptación, la necesidad de la acción más que de la introspección.
Resaltó la importancia de incluir en las terapias un análisis de las relaciones de poder, promover
la autonomía psicológica y económica y una relación igualitaria entre terapeuta y clienta con el
objetivo de que las mujeres lleguen a deslegitimar dentro y fuera de ellas mismas un sistema
que se ha levantado sobre el axioma de su inferioridad y su subordinación a los varones. En
este mismo sentido, Mª Luz Esteban incide en la necesidad de hacer lecturas sociales que
incorporen lo contextual y relacional, frente a lecturas psicológicas de la enfermedad y el
malestar de las mujeres, así como de implementar programas sociales frente a programas
sanitaristas, que incidan en las causas que llevan a enfermar (Esteban, 2006).
El trabajo feminista gira en torno a aquellos aspectos que no han sido tenidos en cuenta
en las terapias tradicionales y que son claves para el cuidado y la recuperación de la salud de
las mujeres y su empoderamiento, relacionados con el sistema sexo-género, la subordinación
de las mujeres, la violencia estructural y su incorporación en la subjetividad. Como objetivos
del trabajo se incluyen la toma de conciencia sobre la interiorización de los mandatos de género
tradicionales, la reflexión sobre los modelos de amor y sexualidad heteronormativos, el análisis
de las relaciones de poder y desigualdad, la promoción de la autonomía psicológica y
económica, el buen trato hacia una misma, el desarrollo de nuevos proyectos vitales que
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amplíen la libertad y la satisfacción con la vida, el reparto de los cuidados y el equilibrio entre
cuidar, cuidarse y dejarse cuidar, la búsqueda de la realización de deseos y proyectos propios,
para lo que es necesario disponer de relaciones de apoyo y de posibilidades de acceso a los
bienes y recursos.
Incorporar los aspectos estructurales y políticos de la violencia patriarcal y los análisis
feministas en las relaciones de ayuda nos exige una continua formación y reflexión, así como
una estrecha relación con los colectivos feministas y los espacios académicos feministas.
También hemos aprendido en los últimos años que trabajar en la atención a mujeres en
relaciones de violencia implica la conciencia de que “el dolor, la violencia, el sufrimiento, toca
nuestras heridas, el trauma es contagioso. Nos hace vulnerables física y emocionalmente,

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produce agotamiento, extenuación emocional y el síndrome de “quemarnos” (Claramunt, 1999:


5). De ahí la importancia de desarrollar formas de cuidarnos y prestar atención a nuestras
propias necesidades físicas, emocionales y vitales (Barry y Djorjdevic, 2010).

3. REFLEXIONES FINALES

- La violencia contra las mujeres es una violencia política. Es necesario, por tanto, que
ante la violencia patriarcal en las relaciones de pareja, hagamos lecturas sociopolíticas
y no psicológicas.
- Sigue siendo imprescindible hacer una relectura crítica, desde una perspectiva feminista,
de las diferentes disciplinas que tratan la violencia, practicar la hermenéutica de la
sospecha, en palabras de Celia Amorós, visibilizando sus dimensiones patriarcales y
androcéntricas, así como revisitar los conceptos sobre la violencia una y otra vez. La
violencia es un campo en permanente proceso de construcción y reconstrucción. Es
necesario también que reflexionemos y seamos conscientes desde qué paradigma
trabajamos y abordamos la violencia y de nuestra formación sexista, androcéntrica y
patriarcal.
- Para comprender el impacto y la extensión de la violencia es importante que nuestra
mirada sea global y no solo local, y nuestro análisis tenga siempre una perspectiva
histórica y no sólo del momento actual.
- Es necesaria una fuerte presencia de los discursos feministas en el escenario público y
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político, así como la participación y estrecha relación de las feministas de todos los
ámbitos, académicas, estudiantes, técnicas, profesionales, con los colectivos feministas.
“La experiencia nos demuestra la necesidad de fortalecer el movimiento social
feminista, pues las políticas institucionales de género pueden ser suprimidas de un
plumazo, por mandatos fácticos, pero las articulaciones sociales no se pueden suprimir
por decreto… que, articulados, pueden actuar como sujeto político colectivo” (Cobo,
2011:195-196).

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