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Comienza el capítulo 27 con un tema que viene desde antes, pero que
irá cobrando cada vez más importancia en los capítulos siguientes: el disfraz.
El cura y el barbero preparan su representación, su ficción, para salvar al que
se volvió loco justamente por la ficción.
El carácter absurdo y precario de los disfraces del cura-doncella y el
barbero-escudero es puesto de manifiesto por el texto. Además de los vestidos
femeniles del cura que el lector puede imaginar como muy ridículos, la barba
del escudero hecha con una cola de buey de los venteros, no es sólo un
accesorio exagerado y grandilocuente (“le llegaba a la cintura”) sino que
también vuelve a aludir a las inversiones carnavalescas al trastocar cara y
culo: la cola del buey se pone en la cara (recordemos al gigante imaginado por
don Quijote: Caraculiambro). Para hacer aún más llamativo el disfraz,
debemos tener en cuenta que la barba es de marcado color rojizo, señalando
tal vez a su “dueño” como judío: la representación del judío en la época suele
estar ligada a la cabellera pelirroja, tal como aparece siempre retratado Judas,
el traidor, en la pintura religiosa.
Claro está que los problemas o resquemores del cura sobre la
indecencia de su disfraz –tarde se le ocurre pensar en la profanación de su
dignidad– no hacen más que exaltar el papel ridículo y cómico que están
representando con el barbero al plegarse al mundo caballeresco de don
Quijote para sacarlo justamente de él.
Pero estos disfraces bastante carnavalescos no son otra cosa que el
aspecto más visible, o risible, del motivo que irá cobrando cada vez más
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ocultar su deshonra vestida como varón (ya ni es lo que debería ser –doncella–
, ni parece lo que realmente es –mujer).
El cura, el barbero y también Sancho, al pretender rescatar a don
Quijote, actúan como los desentrañadores de un enigma: van a Sierra Morena
para resolver un laberinto. Como laberinto real y simbólico es calificado
repetidas veces este espacio. Para salir con éxito de él será preciso encontrar a
los perdidos y reconstruir las historias complejamente entramadas que cuentan
Cardenio y Dorotea. Porque aquí también, en el nivel discursivo, se verifica el
mismo movimiento de ocultamiento y develación fragmentada que puede
relacionarse con el motivo del disfraz.
Los celos.
¿Y quién prueba mi paciencia?
Ausencia.
De ese modo, en mi dolencia
ningún remedio se alcanza,
pues me matan la esperanza
desdenes, celos y ausencia.
otros. Esto podría ser una observación menor, pero me parece relevante
porque la cuestión de la relación entre el yo y los otros tiene importancia
capital en todas estas historias intercaladas.
La mayor exposición de esta idea se había dado con la historia de
Marcela y Grisóstomo. El enamorado que construye a su amada basándose en
una imagen de belleza y especialmente en sus propias fantasías, pero que
desatiende a la mujer real, y finalmente muere por no poder adecuar su
construcción ideal con la realidad. Más allá de un simple relato de sufrimiento
íntimo, tales construcciones del otro como el yo quisiera que fuera, terminan
hablándonos de avasallamiento de la voluntad ajena. Porque de una u otra
forma esto supone siempre una violencia ejercida hacia el otro al que se quiere
hacer entrar en los parámetros que el yo ha construido.
Voluntades avasalladas y violentadas, o voluntades faltas del necesario
arrojo, abundan en las historias amorosas intercaladas en el Quijote. En el
caso de Cardenio se recalca su falta de decisión y de fuerza de voluntad.
Puede decirse que se lo caracteriza como cobarde. Aun eso podemos ver por
lo que él mismo nos cuenta de su historia. Sin embargo, más que simplemente
cobarde, sucede con este personaje que aparece como contrastando con la
temeridad de don Quijote. Se ve en él un sufrimiento y pasividad propia de los
amantes infortunados de la novela sentimental, que nada pueden hacer para
cambiar su destino.
Al mismo tiempo el relato nos lo muestra a Cardenio exigiéndole a
Luscinda el valor y el arrojo para desobedecer a sus padres que él no ha tenido
ni ha demostrado en circunstancias más sencillas (como ir a pedir permiso a
su padre para casarse). Sus accesos de locura intermitentes y de furioso ataque
a quienes tiene delante, imagen de la ira contenida, se conjugan con el
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Los ratos del día que me quedaban, después de haber dado lo que convenía a los
mayorales, a capataces y a otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son a las
doncellas tan lícitos como necesarios, como son los que ofrece la aguja y la
almohadilla, y la rueca muchas veces; y si alguna, por recrear el ánimo, estos
ejercicios dejaba, me acogía al entretenimiento de leer algún libro devoto, o a tocar
una arpa, porque la experiencia me mostraba que la música compone los ánimos
descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu. (I, 28)
Sí, que no seré yo la primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a
grande estado, ni será don Fernando el primero a quien la hermosura, o ciega
afición, que es lo más cierto, haya hecho tomar compañía desigual a su grandeza.
Pues si no hago ni mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que la suerte me
ofrece, puesto que en éste no dure más la voluntad que me muestra de cuanto dure
el cumplimiento de su deseo; que, en fin, para con Dios seré su esposa. Y si quiero
con desdenes despedirle, en término le veo que, no usando el que debe, usará el de
la fuerza, y vendré a quedar deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podía dar
el que no supiere cuán sin ella he venido a este punto. (I, 28)