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Teórico correspondiente a los capítulos 21 y 28 del Quijote de 1605


Julia D’Onofrio

Comienza el capítulo 27 con un tema que viene desde antes, pero que
irá cobrando cada vez más importancia en los capítulos siguientes: el disfraz.
El cura y el barbero preparan su representación, su ficción, para salvar al que
se volvió loco justamente por la ficción.
El carácter absurdo y precario de los disfraces del cura-doncella y el
barbero-escudero es puesto de manifiesto por el texto. Además de los vestidos
femeniles del cura que el lector puede imaginar como muy ridículos, la barba
del escudero hecha con una cola de buey de los venteros, no es sólo un
accesorio exagerado y grandilocuente (“le llegaba a la cintura”) sino que
también vuelve a aludir a las inversiones carnavalescas al trastocar cara y
culo: la cola del buey se pone en la cara (recordemos al gigante imaginado por
don Quijote: Caraculiambro). Para hacer aún más llamativo el disfraz,
debemos tener en cuenta que la barba es de marcado color rojizo, señalando
tal vez a su “dueño” como judío: la representación del judío en la época suele
estar ligada a la cabellera pelirroja, tal como aparece siempre retratado Judas,
el traidor, en la pintura religiosa.
Claro está que los problemas o resquemores del cura sobre la
indecencia de su disfraz –tarde se le ocurre pensar en la profanación de su
dignidad– no hacen más que exaltar el papel ridículo y cómico que están
representando con el barbero al plegarse al mundo caballeresco de don
Quijote para sacarlo justamente de él.
Pero estos disfraces bastante carnavalescos no son otra cosa que el
aspecto más visible, o risible, del motivo que irá cobrando cada vez más
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cuerpo a lo largo de estos capítulos. En un rasgo compositivo muy propio de


Cervantes, la recurrencia de un motivo, la sugerencia de una temática, va
apareciendo de manera fluctuante, a veces emergiendo explícitamente, otras
sumergida y más escondida, a lo largo de pasajes extensos del texto.
El travestismo y el disfraz, se presentan de maneras diversas, pero
siempre recurrentes en la historia de Dorotea / Fernando, Cardenio / Luscinda.
Además de su esencial papel en el regreso y “sanación” de don Quijote por
sus vecinos, los disfraces de los que hablamos van más allá de los usos de
vestidos que ocultan o pretenden transformar la identidad de sus portadores
(como la ropa de varón para la doncella deshonrada o el disfraz de princesa y
escudero de Dorotea y Cardenio). Sino que, además, la temática del disfraz
aparece en los engaños y traiciones que lleva a cabo especialmente don
Fernando, pero también Sancho al relatar a don Quijote una fingida embajada
a Dulcinea/Aldonza.
Podemos pensar en distintas motivaciones genéricas. No quiero decir
con esto que Cervantes se viera obligado a moldear su narración por
principios constitutivos de un determinado género, sino que es interesante
notar que temática, espacio y avatares narrativos apuntan hacia ciertas
tipologías genéricas propias de la época en las cuales el travestismos y el
engaño solían estar presentes. Cervantes podía estar jugando con las
expectativas del lector y desplegando también su ingenio creativo
reelaborando sobre estructuras y situaciones tópicas.
Ya vieron con Diego Vila que las narraciones interpoladas sobre los
amores de Cardenio/ Luscinda / Fernando / Dorotea pueden adscribirse al
llamado género bizantino. Esto dicho con muchas salvedades y recordando
que los patrones genéricos de esas antiguas novelas de aventura y
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perfeccionamiento pernearon textos de diversa extensión e índole. Así por


ejemplo, influyen en narraciones de extensión media como la “novela a la
italiana” de ambiente cortesano y deudora de Boccaccio (o de autores más
cercanos como Bandello).
El encubrimiento de la identidad, el disfraz y el cambio de nombre son
un recurso muy utilizado por las novelas bizantinas: claramente ayudan a la
complicación de la trama, la demora en la resolución y el develamiento
paulatino por parte del lector de lo que constituye la historia o prehistoria de
los personajes.
No es menor aquí, tampoco, la conexión con el ámbito pastoril: penas
de amores, personajes intermitentemente dedicados a contar sus historias o a
dar expresión a su vena lírica, sumergidos por propia decisión en un ambiente
rústico. No debe olvidarse que desde sus orígenes en la literatura clásica, en lo
bucólico los pastores solían ser máscaras del poeta y su círculo de amistades.
Ya se trató en el Quijote, con el episodio de Marcela y Grisóstomo, cómo el
pastor literario podía ser un disfraz y una convención.
Asimismo el particular espacio de la Sierra Morena, marcado por lo
escabroso y enmarañado del paisaje, destaca especialmente el gesto propio del
disfraz; es decir, esconder y mostrar. En Sierra Morena, los personajes se
aparecen de improviso y desparecen con presteza, se oye una voz sin ver a
quien la profiere, se puede observar y mantenerse oculto. Tan apropiado es
para el “disfraz” que se trata de hecho de un lugar donde los personajes
principales han ido a esconderse y a transformarse. Don Quijote a ocultarse de
la Santa Hermandad, y luego a fingirse enamorado despechado y loco.
Cardenio a dar rienda suelta a sus impulsos, que de manera tan contenida y
hasta cobarde no se permitía usar en la sociedad de los hombres. Dorotea a
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ocultar su deshonra vestida como varón (ya ni es lo que debería ser –doncella–
, ni parece lo que realmente es –mujer).
El cura, el barbero y también Sancho, al pretender rescatar a don
Quijote, actúan como los desentrañadores de un enigma: van a Sierra Morena
para resolver un laberinto. Como laberinto real y simbólico es calificado
repetidas veces este espacio. Para salir con éxito de él será preciso encontrar a
los perdidos y reconstruir las historias complejamente entramadas que cuentan
Cardenio y Dorotea. Porque aquí también, en el nivel discursivo, se verifica el
mismo movimiento de ocultamiento y develación fragmentada que puede
relacionarse con el motivo del disfraz.

El personaje de Cardenio aparece presentado en el texto como un


doble de don Quijote o un personaje que lo espeja y permite establecer
comparaciones que nos ayudan a comprenderlos mejor a ambos. Desde el
encuentro entre “el roto” y el de “la triste figura” quedan unidos para el lector
por sus semejanzas. Podríamos decir también que don Quijote se reconoce en
él, mientras que Cardenio no lo ve más que como un personaje extravagante.
Nueva muestra entonces, del par locura-cordura que caracteriza a don Quijote,
que por momentos se nos aparece más conciente de su creación artificiosa
como caballero andante o como loco-creador de una ficción en la vida real de
lo que podríamos creer.
Tanto pareciera mirarse don Quijote en el espejo de Cardenio que es
luego de conocer su historia y leer sus papeles que termina decidiendo su
penitencia de amor. La distancia entre Cardenio y su amada, su locura
rematada por el desengaño y la actitud abandonada del joven enamorado,
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parecen ser alicientes fundamentales para la penitencia de don Quijote y su


voluntad de establecer contacto con Dulcinea.
En el capítulo 27 se completa por fin la historia interrumpida de
Cardenio y su personaje termina de delinearse como sufriente enamorado.
Debemos notar que su reaparición está signada por nuevas manifestaciones
líricas. Antes habíamos leído un soneto, pero ahora se lo oye cantar un
ovillejo y otro soneto. El cruce con el género pastoril queda resaltado por esta
irrupción lírica, que además trata sobre amores y desengaños.
Deberíamos tener en cuenta que el otro que recita / canta un poema (y
también escribe cartas) es don Quijote en el capítulo anterior. No sólo son
comparables los dos gestos típicos de amantes literarios penitentes y
desengañados, sino que por su estructura formal ambas canciones son
equiparables. Don Quijote canta unas estrofas de pie cortado, muy
desequilibradas en su sonoridad, con las que Cervantes buscó sin duda el
efecto cómico. Cardenio también canta unos versos de forma no muy
conocida hasta entonces y que también tienen un ritmo entrecortado en
algunos versos: el ovillejo, del cual ésta es una de las primeras muestras
documentadas. La sorpresa por la forma es entonces equiparable, salvo que
Cardenio aparece como buen poeta o enamorado verdadero y don Quijote sólo
de burlas.
Ahora bien, el ovillejo mismo y lo que dice resulta ser un excelente
retrato del personaje y de sus conflictos internos. Una y otra vez se pregunta
por el quién, por la causa y por las soluciones posibles.

Quién menoscaba mis bienes?


Desdenes.
¿Y quién aumenta mis duelos?
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Los celos.
¿Y quién prueba mi paciencia?
Ausencia.
De ese modo, en mi dolencia
ningún remedio se alcanza,
pues me matan la esperanza
desdenes, celos y ausencia.

¿Quién me causa este dolor?


Amor.
¿Y quién mi gloria repugna?
Fortuna.
¿Y quién consiente en mi duelo?
El cielo.
De ese modo, yo recelo
morir deste mal estraño,
pues se aumentan en mi daño
amor, fortuna y el cielo.

¿Quién mejorará mi suerte?


La muerte.
Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
Mudanza.
Y sus males, ¿quién los cura?
Locura.
De ese modo, no es cordura
querer curar la pasión,
cuando los remedios son
muerte, mudanza y locura.

Como puede verse, nada de lo que dice apunta a sí mismo. Él no es


causa ninguna de sus males, él no puede hacer nada por cambiar nada, no hay
más solución que la muerte. Ideas que al leer el resto de su historia resultan
totalmente acordes a su accionar y personalidad, bastante impasible y falta de
voluntad.
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Tal como va a ir mostrándose el personaje, notamos que está tan


imbuido por la literatura como don Quijote. Si éste armaba su vida y percibía
su realidad a través del cristal de la caballería; aquél actúa como si fuera un
personaje de novela sentimental.
Algo grandioso de la narración Cervantina es esa capacidad de
presentarnos personajes profundos y complejos mediante pocos apuntes de sus
vidas; a veces, como aquí casi únicamente por lo que ellos cuentan de sí
mismos. En Cardenio notamos cómo su relato autobiográfico nos dice mucho
más de lo que aparentemente quiere dar a entender el personaje. Podemos
advertir que él mismo se ve como víctima, de la traición del falso amigo, del
desamor de Luscinda, de su astrosa suerte, pero a través de lo que cuenta
podemos notar también sus propias culpas y falencias.
En estas características perfectibles de Cardenio, y de los demás
partícipes de su enredo amoroso, podemos apreciar la conexión con los ideales
genéricos de la bizantina: la narración dará cuenta de que el viaje o trayecto
vital es un aprendizaje y no se termina igual que como se lo empezó (idea no
siempre presente ni en la novela pastoril ni en los libros de caballerías que
suelen ser más esencializantes y sin grandes cambios en los personajes).
Lo primero que se resalta cuando Cardenio cuenta su historia es que lo
hizo casi con las mismas palabras que había usado antes cuando su narración
quedó interrumpida. Es posible ver en todo el episodio de Sierra Morena una
interrelación entre oralidad y escritura que puede interpretarse de diversas
maneras. En el caso de Cardenio, tal vez sea lícito decir que está tan transido
por la escritura y la literaridad que pretende narrar tal como lo hace un
escritor: aislado de los demás y sin que su público intervenga, pues sólo
mantiene la cordura cuando puede contar su historia sin interrupciones de los
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otros. Esto podría ser una observación menor, pero me parece relevante
porque la cuestión de la relación entre el yo y los otros tiene importancia
capital en todas estas historias intercaladas.
La mayor exposición de esta idea se había dado con la historia de
Marcela y Grisóstomo. El enamorado que construye a su amada basándose en
una imagen de belleza y especialmente en sus propias fantasías, pero que
desatiende a la mujer real, y finalmente muere por no poder adecuar su
construcción ideal con la realidad. Más allá de un simple relato de sufrimiento
íntimo, tales construcciones del otro como el yo quisiera que fuera, terminan
hablándonos de avasallamiento de la voluntad ajena. Porque de una u otra
forma esto supone siempre una violencia ejercida hacia el otro al que se quiere
hacer entrar en los parámetros que el yo ha construido.
Voluntades avasalladas y violentadas, o voluntades faltas del necesario
arrojo, abundan en las historias amorosas intercaladas en el Quijote. En el
caso de Cardenio se recalca su falta de decisión y de fuerza de voluntad.
Puede decirse que se lo caracteriza como cobarde. Aun eso podemos ver por
lo que él mismo nos cuenta de su historia. Sin embargo, más que simplemente
cobarde, sucede con este personaje que aparece como contrastando con la
temeridad de don Quijote. Se ve en él un sufrimiento y pasividad propia de los
amantes infortunados de la novela sentimental, que nada pueden hacer para
cambiar su destino.
Al mismo tiempo el relato nos lo muestra a Cardenio exigiéndole a
Luscinda el valor y el arrojo para desobedecer a sus padres que él no ha tenido
ni ha demostrado en circunstancias más sencillas (como ir a pedir permiso a
su padre para casarse). Sus accesos de locura intermitentes y de furioso ataque
a quienes tiene delante, imagen de la ira contenida, se conjugan con el
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autoflagelamiento de la huida del mundo y el abandono de la comodidad


urbana.
En gran medida su pasividad y sumisión sirven a la historia para
resaltar el papel arrogante de don Fernando. El personaje de más alta alcurnia
de los que aparecen en el Quijote: es hijo de un duque, que es Grande de
España (la más alta nobleza por debajo de los reyes). Va a tener este personaje
poderoso, entonces, el papel de complicador y causante de las desgracias para
todos los otros partícipes de su historia. Como poderoso, es el que pretende
dominar las vidas de todos y salirse siempre con la suya. Cardenio y Dorotea
lo equiparan a traidores legendarios y literarios (Vellido Dolfos, Galalón,
Judas, rey Julián) aunque parece ser un personaje totalmente mundano ajeno a
las mistificaciones del arte y la literatura. (Tampoco es un arquetipo de
maldad o un engañador irredimible como el don Juan de Tirso de Molina, de
hecho no suele Cervantes presentarnos caracteres chatos ni unidireccionales.)

Al terminar el capítulo 27 y pasar al 27 se da un gesto ambiguo: por


lado se anuncia la voz de Dorotea que continuará la historia de esos amores
entrecruzados pero al mismo tiempo se hará un corte artificial en la novela; en
el capítulo 28 comienza la cuarta parte.
Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo el audacísimo
caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tan honrosa determinación como
fue el querer resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante
caballería gozamos ahora en esta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no
solo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que en
parte no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia; la cual
prosiguiendo su rastrillado, torcido y aspado hilo, cuenta que así como el cura comenzó a
prevenirse para consolar a Cardenio, lo impidió una voz que llegó a sus oídos.

En el corte y división de la historia del Ingenioso Hidalgo en partes


debemos notar aquí el aislamiento o separación entre los felicísimos y
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venturosos tiempos de las aventuras de don Quijote y la “nuestra edad” en


que leemos su narración como una obra de entretenimiento. Distancia
temporal que de hecho está negada por el texto que sitúa el relato en la misma
España contemporánea y llena de marcas reconocibles de “actualidad”
(referencias históricas, personajes actuales, situaciones de la vida cotidiana).
Poner en juego los tiempos, incide también en el más profundo juego de
realidad/ficción que el Quijote busca una y otra vez poner de relieve. Como
también se señala aquí al hablar de la dulzura de la verdadera historia (la de
base: don Quijote y Sancho) y la de sus cuentos y episodios intercalados.
Al calificarlos de “artificiosos y verdaderos” se puede estar llamando la
atención sobre la verdad poética de la obra literaria, al tiempo que desde una
perspectiva realista se destaca lo asombroso de los hechos narrados, sin que
por ello se pase al mundo de lo maravilloso.
La aparición de Dorotea está signada por el erotismo y la sensualidad.
La voz que se lamenta en la soledad de la sierra hace ante todo una referencia
a lo corpóreo “la carga pesada de este cuerpo”, luego se descubre como mujer
“¡ay, desdichadA!”. Toda su aparición y el relato de su historia, se va
presentando como un progresivo develamiento, demorado y sensual.
Los tres hombres salen a buscar al dueño de la voz y la visión que
descubren (y nosotros con ellos) tiene una fuerte carga de sensualismo. Se
destaca la suspensión en que los coloca la belleza de sus pies, (una de las
partes más eróticas del cuerpo femenino en la España del Siglo de Oro).
Redondo analiza la escena hacia el final de su artículo “Las dos caras del
erotismo en la Primera Parte del Quijote” (cap. I, 5 de su libro Otra manera de
leer el Quijote), que tienen como bibliografía obligatoria. Sin embargo, como
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su análisis es bien textual y preciso, y como creo importante que lo tengan


presente, transcribo aquí algunos de sus párrafos:
…los tres hombres se transforman en voyeurs, sumidos en una silenciosa contemplación
estética y sensual (los verbos ver y mirar van a repetirse nueve veces en el trozo). Verdad
es que el espectáculo es sobrecogedor: les llama la atención “la blancura y belleza de los
pies”, pedazos de blanco cristal asociados a las cristalinas aguas, como en Petrarca o
Garcilaso. Esta contemplación de raíz platónica, se prolonga, centrada intensamente en los
pies (en el pasaje, esta palabra se repite once veces) y se halla acentuada por los gestos del
mozo que luego se seca esos pies “con un paño de tocar”. El empleo de este último verbo
crea una ambigüedad muy sugestiva, pues remite tanto a la montera de donde el joven ha
sacado el lienzo como a la manipulación que ha permitido. De este modo, los tres
elementos corporales que van a cobrar un papel fundamental en el trozo (el pie, los
cabellos, la mano) están reunidos ya. Además dicho verbo traduce el deseo inconciente de
los mirones de entrar en contacto físico con el objeto de la pasión erótica que se ha
apoderado de ellos, por la mediación no sólo de la vista, sino de esa blanca mano que está
acariciando los pies. En efecto, el paño roza esos pies, los toca, los disimula y los vuelve a
revelar, excitando todavía más el deseo de los espectadores. Si bien el cuerpo contemplado
es un cuerpo vestido, con excepción del pie y de la mitad de la pierna que “de blanco
alabastro parecía”, el juego de partes ocultas y reveladas organiza el espacio corpóreo y
espolea la imaginación, suscitando el goce ocasionado por lo prohibido.”
(…)
“…los tres elementos corpóreos utilizados están fuertemente connotados sexualmente. La
metáfora sexual del pie y del calzado está muy documentada y varios autores (…) ponen de
relieve que, para una mujer, enseñar el pie (y la pierna) es ofrecer descaradamente su
cuerpo e incitar al acto carnal.” (…)
“De la misma manera, el erotismo de la blanca mano es muy conocido y utilizado en otros
textos por el propio Cervantes. El pie y la mano se complementan y se corresponden
sexualmente, a nivel simbólico. Por fin, los cabellos figuran metafóricamente la atracción
sexual femenina… (…) Cuando una mujer enseña su cabellera, es señal que ha perdido su
inocencia y que se halla dominada por la lascivia.” (pp. 164-167)
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La conjunción asombrosa entre vestimenta masculina y evidencias


patentes de femineidad, es algo que ya les está hablando a quienes espían la
escena, y a quienes la leían, que habría allí una mujer con su honor
comprometido y en última instancia con una relación especial con lo
mundano.
La figura de la mujer travestida de hombre es recurrente en el teatro y la
novela de la época. Siempre suele encontrarse justificada por un problema de
honra femenina causada por el incumplimiento de las promesas de los
hombres. La compleja cuestión de la honra en la sociedad de la época
convertía a las mujeres en objeto de honra, no en sujeto y dueñas de ella. Es
decir, la honra femenina era una virtud –casi un bien material– que se
depositaba en las mujeres pero que atañía directamente a los hombres bajo
cuyo cuidado estaban (su marido, su padre o su hermano). Por tener trato
indebido con un hombre que no era su marido, la mujer perdía la honra, pero
quienes más quedaban afectados por ello eran esos hombres que se suponía
debían guardarla; los deshonrados eran especialmente los hombres. Y eran
ellos los que podían recuperarla, entre otras soluciones, ajusticiando a las
mujeres que les habían hecho perder este bien que les pertenecía.
Esto es lo que explica que muchas mujeres deshonradas en la literatura
teman el castigo que podría venirles de sus guardianes hombres, que podrían
en lugar de sólo vengar al ofensor, hacer justicia en ellas mismas. Si podemos
todavía tener un registro de prácticas semejantes para las mujeres que engañan
a sus maridos, debemos pensar que esto mismo sucedía en la época con las
hijas o hermanas que eran engañadas por galanes con falsas promesas de
matrimonio. Este es el caso particular de Dorotea y los principios que están en
la base de su historia.
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Ahora bien, otra cuestión a considerar es aquella necesidad de


travestirse para poder salir del hogar, ya sea para buscar por sí mismas a su
engañador o para escapar de la venganza familiar. En el plano simbólico
puesto en juego en el discurso literario donde se realizan estas prácticas de la
mujer vestida de varón, se parte del principio de que el hogar es el ámbito
natural de la mujer y el mundo exterior sólo puede ser dominado por los
hombres. La mujer honrada debe estar fuera de casa como visitante ocasional,
la mujer que anda demasiado por la calle nunca podrá ser bien considerada.
Para andar incluso por la propia ciudad, la mujer deberá siempre ir
acompañada, nunca en lo posible sola y jamás demorarse más de lo necesario.
Imposible resulta entonces que una mujer honrada viaje de un lado a otro,
persiguiendo a su engañador, sola y sin acompañamiento. Si lo hiciera, estaría
desde el vamos proclamando su deshonra y las faltas de su calidad.
Se hace imprescindible, entonces, que la mujer que quiera salir del
entorno doméstico para solucionar por sí misma un problema y sin tener que
confesar a todos su falta, lo haga disfrazada de quien es dueño y señor de este
ámbito. Para salir al mundo sin dar explicaciones, las heroínas literarias
deshonradas deben vestirse de varón.
En las tramas narrativas el disfraz permitía además toda una serie de
enredos y equivocaciones, tal vez el más común sea el enamoramiento de una
doncella por el joven que en realidad es otra mujer. Por otro lado, en el teatro
tenía éxito presentar en escena a mujeres vestidas de hombre porque de esa
forma mostraban mucho más su cuerpo que con los vestidos de faldas amplias
que se acostumbraban.
La mujer vestida de hombre, entonces, es el equivalente en la novela y
teatro de la época de Cervantes a la doncella menesterosa de los libros de
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caballerías. En realidad es quien trata de ocultar su falta y necesidad de ayuda,


pero de hecho precisa de alguien que se convierta en su valedor o protector
para alcanzar el buen fin de su cometido.

El matrimonio de palabra o por acuerdo secreto entre los contrayentes


era una práctica social existente y común en la época. Los novios se “daban
las manos” de esposos e intercambiaban promesas, dando por válida la unión
matrimonial. Esta práctica que tiene muy ricas posibilidades en la ficción
literaria (por las equivocaciones y engaños que permite), resultaba también
muy poco adecuada para el orden social. De modo que en el Concilio de
Trento (en la segunda mitad del siglo XVI) se dispuso que dejara de tener
validez y que los novios sólo pudieran casarse frente a un sacerdote de testigo
y luego de haber hecho público el aviso para dar lugar a la presentación de
cualquier impedimento. Más allá de estas disposiciones, en la vida real y en la
ficción se continuó intermitentemente con la práctica antigua y sobre ésta se
basan los conflictos amorosos y promesas incumplidas de la historia de
Cardenio y Luscinda, Fernando y Dorotea.

Dorotea es uno de los personajes secundarios mejor delineados del


Quijote. Se percibe la profundidad de su construcción como ente de ficción a
través de numerosos matices y detalles que la prosa cervantina nos deja
entrever.
La primera impresión que se tiene del personaje, más allá de su belleza,
es su desenvoltura y su capacidad para la acción. La crítica suele hacer
hincapié en su fuerza y sentido pragmático que se contrapone con la pasividad
de Luscinda e incluso de Cardenio.
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Debemos recordar que pertenece al tipo social de los labradores ricos,


que además de gran fortuna, podían preciarse de tener sangre “pura” (de
cristianos viejos) pero no tenían ningún título nobiliario.
También se resaltan sus habilidades como narradora y sobre esto es
importante tener en cuenta que conocemos su historia por sus propias
palabras, de modo que de maneras sutiles Cervantes podría estar presentando
al lector en estos capítulos pistas para que tome los dichos del personaje al
menos con cierta suspicacia.
Robert Hathaway (Cervantes , 13.1 (1993)), por ejemplo, llama a
prestar atención sobre este particular y en especial sobre las posibles
adaptaciones que Dorotea podría estar haciendo para presentarse ante el
auditorio de los tres hombres que la escuchan, entre los que se destacará el
cura.
Fajardo (Cervantes, 4.2 (1984)) nota que, al describirse, Dorotea
muestra su conciencia sobre los modos de ser vista por los demás, ya que se
describe no términos de lo que ella es, sino en términos de cómo la ven los
otros. Por ejemplo, para sus padres ella es “el espejo en que se miraban, el
báculo de su vejez, y el sujeto a quien encaminaban, midiéndolos con el cielo,
todos sus deseos…”. En esta misma línea entonces, podemos leer el resto de
su presentación teniendo en cuenta que más que sólo mostrar una verdad sobre
su persona, nos dice también mucho de cómo se marca el artificio de la
construcción que hace en su narración para predisponer a quienes la escuchan.
El pasaje más notable es este que tiene resonancias claras de las
recomendaciones de los moralistas sobre cómo debe ocupar su tiempo una
doncella:
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Los ratos del día que me quedaban, después de haber dado lo que convenía a los
mayorales, a capataces y a otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son a las
doncellas tan lícitos como necesarios, como son los que ofrece la aguja y la
almohadilla, y la rueca muchas veces; y si alguna, por recrear el ánimo, estos
ejercicios dejaba, me acogía al entretenimiento de leer algún libro devoto, o a tocar
una arpa, porque la experiencia me mostraba que la música compone los ánimos
descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu. (I, 28)

Como dice Hathaway, ¿qué mejor forma de impresionar a un religioso


que parafrasear instrucciones tan valoradas y difundidas?
El final de su presentación no deja dudas sobre sus intenciones:
Ésta, pues, era la vida que yo tenía en casa de mis padres, la cual, si tan
particularmente he contado, no ha sido por ostentación ni por dar a entender que soy
rica, sino porque se advierta cuán sin culpa me he venido de aquel buen estado que
he dicho al infelice en que ahora me hallo.

La idea no es decir que Dorotea mienta rematadamente, ni que sea un


personaje negativo ni mucho menos (es difícil o imposible encontrar en
Cervantes personajes completamente negativos), sino señalar que parte de su
maestría en el narrar y presentarse se funda en saber adaptarse a las
circunstancias y que esto la convierte en un personaje mucho más rico que la
simple tipología de la “doncella engañada”. ¿Por qué podemos ver esto
usando los pasajes señalados? Porque, entre otras cosas, su declaración de que
las únicas ocupaciones durante su tiempo libre eran la costura, la música y la
lectura de libros devotos, quedará desmentida cuando en los capítulos
siguientes asuma el papel de la Princesa Micomicona y diga –y muestre– que
domina perfectamente el género de los libros de caballerías. Como veremos en
el próximo teórico.
Consideremos que igual desenvoltura para pensar y actuar se evidencia
en lo que ella misma cuenta en el momento en que se halla en brazos de don
Fernando, sola en sus aposentos y dice haber reflexionado:
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Sí, que no seré yo la primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a
grande estado, ni será don Fernando el primero a quien la hermosura, o ciega
afición, que es lo más cierto, haya hecho tomar compañía desigual a su grandeza.
Pues si no hago ni mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que la suerte me
ofrece, puesto que en éste no dure más la voluntad que me muestra de cuanto dure
el cumplimiento de su deseo; que, en fin, para con Dios seré su esposa. Y si quiero
con desdenes despedirle, en término le veo que, no usando el que debe, usará el de
la fuerza, y vendré a quedar deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podía dar
el que no supiere cuán sin ella he venido a este punto. (I, 28)

Quisiera ahora apuntar brevemente para que lo tuvieran en cuenta,


cuánto se resalta en la historia de Dorotea y Fernando la problemática de la
palabra. En especial la palabra como promesa que es traicionada por las obras.
Pero también la palabra como medio para la manipulación y el engaño.
En la prehistoria de las mujeres disfrazadas de varón que salen al
mundo para vengar su honra, se encuentra siempre un hombre que usó
palabras mentirosas para engañarlas. Además de las consabidas promesas de
matrimonio que luego ellos desconocen, todo el cortejo aparece teñido por
palabras como arietes que tiran abajo los recatos femeninos. Es decir, palabras
que se usan como armas y que se califican luego como engañadoras y
mentirosas. El hombre en estos casos es el mayor detentador de la
manipulación por la palabra y resulta curioso darse cuenta de que el disfraz
femenino que busca engañar a la vista es, entonces, una respuesta o una
consecuencia de un disfraz masculino previo hecho con palabras. Es curioso,
porque sugiere ciertas representaciones del hombre y la mujer en la época
ligados respectivamente a la palabra y a la imagen. El hombre habla y la
mujer es la que es vista. La mujer enamora por la vista –por la imagen de sí
misma que ofrece al mundo– y el hombre conquista y convence por la palabra.
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No por nada la vista y el oído tenían distintos estatutos de autoridad y de


independencia frente al conocimiento. La vista se considera un sentido que
investiga por sí mismo y que descubre sin mediaciones. El oído, en cambio, es
el sentido de la disciplina, de la relación entre el sabio que enseña y el
aprendiz que escucha y recibe.
Don Fernando en estos capítulos aparece como el mayor tergiversador
de la palabra dada. No sólo en las promesas hechas a Dorotea, sino que
incluso en la fidelidad debida a Cardenio, a quien también engaña. Los
disfraces que en los otros personajes podían ser físicos o ligados a la imagen,
en él son discursivos y aparentemente más peligrosos.

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