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Departamento de Lenguaje

Guía de Comprensión Lectora


NOMBRE: _____________________________________CURSO:_______
FECHA: _______________________________
Objetivos: Analizar escritos sobre la evolución de la sexualidad desde la prehistoria hasta el año cero.

Locos por Lucy


Millones de años antes de Jesucristo. Era el tiempo en el que la humanidad vivía en una promiscuidad
desenfrenada donde cada cual agasajaba en función de las ocasiones y las ganas, al vecino más cercano.
Parece ser que los primeros lazos familiares se establecieron hace 130.000 años, lo que hace de la familia
la institución con más rodaje del mundo. Harán falta otros 100.000 largos años para que se empiece a
adivinar la función del hombre en la transmisión de la vida.

Mucho más tarde, en el siglo XIX, cuando se supo que el mono era realmente el antepasado del hombre, a
algunos les hizo falta mucho valor para asumir tan bestial ascendencia. El descubrimiento de Darwin inspiró
incluso esta encantadora expresión a una duquesa inglesa, poco halagada por sus orígenes simiescos:
“¡Esperemos que sea falso, pero si es verdad, roguemos para que no se sepa!”.

Convertidos en hombres, nuestros antepasados de la prehistoria perderían ese exuberante pelaje que los
cubría de los pies a la cabeza para quedarse tan sólo con el vello más útil, el de las regiones que gustaban
de frotarse unos a otros. El sexo, totalmente visible en la mona, se disimula entre las piernas de la mujer y
se vuelve discreto, incluso secreto. El del hombre, al contrario, aprovecha la posición erguida para
mostrarse: era visible y se hace ostentoso.

Se han dicho muchas cosas, verdaderas, falsas y supuestas sobre esta transformación radical, pero nos
limitaremos a las interpretaciones más poéticas que son las que componen la pequeña historia de la
humanidad, y también a esta importante pregunta: ¿los primeros hombres hacían el amor por detrás, como
los grandes monos, o cara a cara, a la humana? Sobre este punto crucial las suposiciones van a buen paso,
por así decirlo. Si damos crédito a las feministas, precisamente este cambio de postura habría dado a
conocer el placer a la mujer. Dado que la pelvis de la joven Lucy (adquirió su madurez de adulta a la preciosa
edad de quince años) estaba orientada hacia adelante, al igual que su vagina, parece claro que el coito de
Lucy fue el antecedente prehistórico de la famosa postura del misionero.

El acoplamiento pasa de ser utilitario y furtivo a amoroso cuando la pareja se da la cara. El hombre no sólo
pierde el pelo sino también la cabeza, descubre el gusto por los senos y el vientre femenino, y contempla
al fin la belleza de su compañera. Por una de esas casualidades de la lingüística, es al convertirse en hombres
cuando nuestros antepasados empiezan a hacer el animal cara a cara. Añadamos, sin embargo, en interés
de la verdad científica, que el hombre y la mujer no son los únicos que practican el cara a cara: si las
circunstancias y las condiciones meteorológicas no lo impiden, los gorilas y los orangutanes, las ballenas y
las marsopas tampoco desdeñan esta posición.

Siendo los ojos del amor como son y los cánones de la belleza tan variables, no nos sorprende que el corazón
de nuestros antepasados haya palpitado por bellezas antiguas construidas sobre el modelo de Lucy: un
metro, treinta kilos, una protuberancia en la frente y un tupido pelo en las patas. El historiador Richard
Lewinson es uno de los únicos que piensa que la vida sexual a lo largo del paleolítico debía ser bastante
casta a juzgar por la Venus de Willendorf que, según las pinturas rupestres, no era más que un montón de
grasa poco apetitosa para protegerse de la época glacial. Durante este tiempo, el hombre aparece, como
es sabido, espléndidamente representado bajo una forma pseudo-fálica de dimensión, naturalmente,
extralarga.

En resumidas cuentas, en los tiempos de la prehistoria las cosas eran bien sencillas. Evidentemente era
necesario alimentarse y mantenerse al abrigo. Sin embargo, superadas estas contingencias materiales, Lucy
y sus contemporáneos gozaban de una libertad absoluta. No sabían aún de filósofos, de médicos, ni de
Iglesia, esos personajes desconcertados que, desde los primeros tiempos de la civilización hasta nuestros
días, se han empeñado en exponer y reglamentar la vida más íntima del hombre.
Cuando el hombre abandona la era del Neandertal para entrar en la Historia se revela como maestro en el
arte de amar. Los términos siguen siendo sobrios, las fantasías secretas, pero la técnica está a punto. Ése
es el problema. Si el amor y su corolario, el sexo, siguen siendo un arte en privado, es en este momento
cuando caen en las redes de los filósofos, los médicos y los escritores que en lo sucesivo van a ensañarse
en reglamentarlos. Satisfacer esa necesidad natural se convierte entonces en un trayecto complicado entre
las sutilezas de la moral, de la Iglesia, de la Historia y del qué dirán.

Sin ningún ánimo de promover el incesto, ilustraremos la ausencia de tabúes de los primeros egipcios con
la historia de Akenatón. Tuberculoso, enano, con insuficiencia hipofisaria y sin duda portador de algunas
otras taras, aquel faraón, Edipo anticipado, se casó cinco veces. Y entre otras mujeres, con su madre, con
la cual tuvo una hija, y con su prima Nefertiti, de la que tuvo otra hija con la que se casó en quintas nupcias.

Aunque más comedido, el Antiguo Testamento muestra todavía algún rastro de la promiscuidad en el
tiempo de las cavernas. Literal, no maldice ni condena el sexo y el amor. Relata que Adán y Eva, muy
enamorados, “fueron una sola carne”. Esta poesía del apareamiento es evidente en el Cantar de los
cantares, inspirado en un poema pornográfico sumerio, que sigue siendo a pesar del paso de los años, uno
de los cantos de amor más ardientes de la historia de la humanidad. El Antiguo Testamento invita en varias
ocasiones a hombres y mujeres a crecer y multiplicarse y, en cambio, no reprime explícitamente ni la
poligamia ni el concubinato.

En esta época, se sabe no sólo como hacérselo sino también cómo no procrear. La prueba está en Onán,
que contrariamente a un prejuicio, convertido en sustantivo, no era experto en masturbación sino en
contracepción. Desde entonces, el coitus interruptus, estrenado por Onán, ha sido designado por
expresiones más evocadoras, tales como lo banal “hacer marcha atrás”, la elocuente “apagar la vela”, o la
elegante “comerse la anguila sin la salsa”.

Volvamos a Onán cuyo hermano murió en la guerra. Según la tradición judía, Onán debía casarse con la
viuda de éste, y el primer hijo de esta unión, llamado a reinar, sería oficialmente el hijo de su hermano
difunto. Todo esto no agradaba a Onán. Así que tan pronto terminaba el acto sexual, se retiraba del regazo
de su mujer con la finalidad de dispersar el esperma que debía fecundarla. Este pecado le valió la maldición
divina e interminables interrogatorios escolásticos. ¿Fue Onán, como pretenden los demógrafos de tomo y
lomo, castigado por haber cometido el acto sin deseos de procrear? ¿O más probablemente, por haber
esparcido y malgastado su preciado semen, ato que será sistemáticamente condenado durante los siglos
siguientes?

Durante largo tiempo, la obsesión por ese despilfarro inconsiderado ha presidido los destinos morales del
acto sexual. Esto empieza, por cierto, en Grecia, hacia el siglo X antes de Cristo, cuando numerosos escritos
muestran su repugnancia hacia los excesos sexuales. Imaginamos a menudo a los griegos como un pueblo
de sibaritas entregado a los placeres de los sentidos con el mismo entusiasmo que a la gimnasia. Esto no es
así; creerlo sería desconocer los firmes principios que fueron, según algunos moralistas, la gloria de Atenas.
En ese tiempo, el sexo estaba mal visto, y lo verdaderamente elegante era la castidad, pero en nuestra
lengua quedan aún residuos etimológicos griegos tales como pedofilia, andrógino y zoofilia que indican que
a menudo la teoría se halla lejos de la práctica. Y nos recuerdan que, en el Peloponeso, la pederastia fue
una regla de vida durante dos siglos, quizás los más gloriosos de la ciudad. Evidentemente, la mitología
rebosa de amores heterosexuales de los dioses del Olimpo y de Afrodita, diosa del propio amor. Su unión
con Dioniso engendró al dios Príapo, cuya particularidad, como su nombre indica, es que está en perpetua
erección. Hércules, además de por sus célebres doce trabajos, era popular por haber desflorado a
cincuentas vírgenes durante una velada, mientras que el noble Teseo habría seducido a tantas jovencitas
como monstruos aniquiló. En fin, los héroes son libidinosos, pero, aquí en la tierra, preferimos alabar los
méritos de Isos de Taranto, vencedor en Olimpia, que nunca en su vida se acercó a hombre, mujer o joven
alguno.

Beatrice Bantman, “Breve historia del sexo” 1998


Actividad
1.- Nombra dos hechos que demuestren una evolución en las conductas sexuales que se describan en
el texto anterior. Explícalas y coméntalas con tus compañeros.

2.- ¿Qué piensas sobre el caso de Onán? ¿Te pareció justo lo vivido por él? Justifica.

3.- ¿Qué piensas sobre lo dicho del antiguo testamento?, ¿Te parece correcto? Argumente.

4.- ¿Cuál era la diferencia entre los Dioses Olímpicos y los mortales en cuestión de sexualidad?
Justifique su respuesta con citas del texto.

5.- ¿Qué te pareció el concepto de belleza visto en Lucy? Describe sus características y justifica tu
respuesta con ejemplos.

6.- Selecciona una de las historias vistas por Beatrice Bantman en este extracto y resúmelas en cinco
líneas.

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