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ESPERANDO A LA BESTIA

ADELANTO DE LA NOVELA LOST CHILDREN ARCHIVE


Valeria Luiselli
Traducción de Pablo Duarte y la autora

D iez soles más, a pie. Se echaban a andar con los primeros rayos del
sol y caminaban hasta la cima del mediodía, cuando paraban para
poder comer un poco, y otra vez retomaban camino y seguían andan-
do hasta las horas de las sombras largas, sin descanso, y todavía más
cuando llegaba la noche y una luna gorda aparecía entre las ramas al-
tas de los árboles, seguían y seguían, sin descanso, a menos que algu-
no de los más chicos no pudiera dar un paso más y se cayera. Era fre-
cuente que los chicos se tropezaran, o que se tiraran a propósito al
piso. Sus cuerpos no estaban listos: las piernas demasiado cortas, los
pies demasiado chiquitos, los empeines todavía muy planos, la piel de
los metatarsos delgadísima. Incluso los más grandes, con callos resis-
tentes, arcos de empeine pronunciados, y tobillos bien apuntalados en
sus coyunturas por músculos fuertes, apenas podían caminar más
allá del atardecer, de modo que agradecían, en silencio, cuando alguno
de los chicos flaqueaba, o se caía, obligando a todos a detener la marcha
un rato.
Cuando por fin llegaba la medianoche, todos caían rendidos en el
suelo, y el hombre a cargo los mandaba a sentarse en un círculo y a pre-
parar la hoguera. Sólo entonces, con la hoguera ya encendida, tenían
permiso de descalzarse. Ya descalzos, se estrujaban con las manos las
suelas adoloridas. Algunos se quedaban sentados en silencio, otros
chillaban su dolor sin vergüenza, alguno vomitó de espanto una vez al
ver sus calcetines ensangrentados y su piel hecha jirones. Todos se pre-

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guntaba y querían preguntarle al hombre a estación ni una playa de maniobras. Era más
cargo cuánto tiempo más, cuánto más había bien una sala de espera al descampado, más pa-
que resistir antes de llegar al sitio de los trenes, recida a las salas de espera de los hospitales
pero ninguno hizo nunca la pregunta. Perma- que a las estaciones de transporte, porque las
necían ahí sentados, pasándose de mano en personas ahí no esperaban de la misma forma
mano un pocillo de agua caliente y una reba- que las personas aguardan a que llegue un tren.
nada de pan de muchos días, hasta que el sue- Con un poco de miedo y un poco de alivio, vie-
ño los vencía y caían de lado, deseando nunca ron ahí innumerables cuerpos, esperando o
más tener que despertarse. Pero a la mañana deambulando, hombres y mujeres, solos o en
siguiente, y la siguiente, todos se ponían de grupo, algunos niños, pocos ancianos, todos
pie y caminaban más. aguardando alguna ayuda, alguna respuesta,
Hasta que al atardecer del décimo día final- cualquier cosa que se les pudiera ofrecer mien-
mente llegaron al claro de la jungla, donde es- tras pasaban la espera. Entre los extraños ha-
taba el sitio de los trenes. El claro no era ni una llaron un hueco, extendieron los restos de una

Foto: Félix Márquez, 2018

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lona y trozos de mantas, y abrieron sus mochi- madores y penitentes. Había voluntarios güe-
las para sacar agua, nueces, una biblia, una ros de organizaciones humanitarias.
manzana, una bolsita de canicas verdes. Los niños que se habían quedado senta-
Una vez que los tuvo a todos instalados, el dos vieron a un joven caminando sobre uno
hombre a cargo les dijo que no se movieran de los rieles, gritando, a quien quisiera escu-
de su sitio, que ya volvía, que lo esperaran ahí, charlo: “Vivo entras, momia sales”. Mientras
y vagó hasta un pueblo cercano, donde pasó se balanceaba sobre el riel, talón-punta-talón-
dos días en vela de juerga, entró y salió de ta- punta, iba sacudiendo un muñón de brazo en-
bernas, entre putas tristes y compinches de vuelto en vendajes sucios, repitiendo su sen-
ocasión, derrochó billetes y exigió servicios, tencia corta como una maldición lanzada sobre
se enfrascó en discusiones necias y pidió otro los niños, pero enunciada con una sonrisa tan
trago, lanzó insultos y luego pidió disculpas amplia y sincera que parecía más bien uno
y después propinó consejos de hermano a her- de esos funambulistas de los circos de sus
mano, y mendigó otra línea, la última, y luego pueblos, antes de que los pueblos se fueran
una más, hasta que ya no había nada y hasta vaciando de niños y los circos dejaran de ha-
que ya no quedaba casi nadie, y finalmente cer parada.
cayó dormido, rendido, en una mesa de alumi- Más tarde se les acercó un penitente de
nio, un hilo de saliva serpenteando como río rostro arrepentido, que hacía muchos años ha-
puerco y perezoso entre las fichas de dominó bía plantado una semilla en un montoncillo
y las cenizas de los cigarrillos, grises y casi tan de tierra sobre la palma de su mano, y la se-
redondas como las cámaras de las balsas. milla se había transformado en un pequeño
Mientras tanto, los niños esperaron. Algu- árbol, y sus raíces ahora apresaban y se enre-
nos se quedaron sentados sobre la lona y man- daban alrededor de su mano y su antebrazo.
tas que habían extendido sobre la grava, como El penitente les dijo que el árbol hacía mila-
se les había ordenado. Otros, cuando vieron gros, que si lo tocaban iban a llegar seguros
que el hombre a cargo se tardaba, se anima- a sus destinos finales. Uno de los niños casi
ron a alejarse un poco y caminaron a lo largo le pagó diez centavos para que le dejara tocar
de las vías, a cuyos lados esperaban tantos el árbol milagroso, pero los demás se lo impi-
otros como ellos. Aunque se dieron cuenta de dieron, no sea inocente, le dijeron, no sea ton-
que no todos en la estación esperaban un tren. to, burro, es un truco nomás.
Entre las islas de gente que esperaba nomás, Los niños que se habían alejado un poco
también había tricicleros y ambulantes, que del sitio donde hicieron campamento, vieron
vendían comida y aceptaban incluso cinco a un viejo rodeado de otros niños como ellos,
centavos a cambio de una botella de agua usa- y se acercaron a escuchar lo que decía. Ha-
da o un pedazo de pan con mantequilla. Ha- blaba en voz queda, con ademanes pausados.
bía vendedores de ropa, escribanos públicos, Emanaba seguridad y confianza, aunque es-
arranca-liendres y limpia-orejas. Había curas tuviera explicando los riesgos y adelantando
con largas sotanas negras que leían biblias a los horrores que vendrían, cuando ya estu-
gritos, y evangélicos sin sotanas que hacían vieran a bordo de los trenes. Explicó detalles
lo mismo; había adivinas, entretenedores, ti- primero complicados y confusos, luego poco

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Foto: Maya Goded

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a poco más claros: los vagones más seguros ce, sólo quince por reparaciones cosméticas
eran las góndolas, pero eran las más codicia- y zurcidos de chamarras, mochilas, suéteres y
das así que había que apañar lugar temprano; mantas.
los tanques y pipas, por redondos, eran res- Uno de los niños le pagó quince centavos
balosos: a ésos no había que subirse; los fur- a un hombre para que le parchara un agujero
gones casi siempre iban cerrados con canda- en el flanco de su bota con un retazo cortado
do, así que ni intentarlo; y las tolvas eran una de su propia chaqueta de lona. El resto de los
trampa mortal, aunque parecieran más segu- niños lo trataron de idiota, lo trataron de re-
ras: si te subías casi nunca podías salir. Tam- trasado, burro pendejo, le dijeron, tenías que
bién dijo: ya que estén encima de la góndola, haber vendido la chaqueta o haberla cambia-
no piensen en sus casas, no piensen en sus do por algo mejor. Ahora tenía una bota par-
personas, no piensen ni siquiera en sus dio- chada y una chamarra rota y mal remendada.
ses. No recen, no hablen mucho, no predigan Y hora para qué le servían, le dijeron, le pre-
consecuencias, no deseen nada. Con eso últi- guntaron, se burlaron. El niño no respondió,
mo dejó de hablar. Después de hacer una ca- pero sabía que las botas eran más nuevas, re-
ravana de despedida, el viejo se alejó por la cién compradas para el viaje, y que la chama-

Ya que estén encima de la góndola, no piensen en sus casas,


no piensen en sus personas, no piensen ni siquiera en sus dioses.

grava, hasta que desapareció en la oscuridad rra de lona era de herencia, pasada entre pri-
absoluta que ya había caído sobre la estación mos y sobrinos y hermanos, una chamarra
de trenes, y los niños regresaron a su campa- vieja ya, así que en silencio se tragó la desa-
mento de lonas y mantas, donde los demás probación, se miró la bota, y el resto del día
niños trataban de dormir. anduvo repasando con el dedo las orillas ras-
Al amanecer del día siguiente no había re- posas del parche, sus quince centavos.
gresado aún el hombre a cargo, pero llegaron El hombre a cargo de los siete no regresó,
muchos otros hombres y mujeres, pregonan- tampoco, cuando la luz enceguecedora y blan-
do oportunidades en coros confusos, arrimán- ca de mañana se atenuó y la capa de ama-
dose como con sed lupina a los rebaños de rillos más cálidos se dejó caer, casi plácida,
personas que apenas despertaban sobre la sobre las caras y las cosas de la estación de
grava. Ofrecían reparaciones de calzado eco- espera. Y cuando empezaron a alargarse otra
nómicas, zurcidos por casi nada. Pregonaban vez las sombras, apareció frente a ellos una
veinticinco por suelas de hule, veinticinco cen- vieja con cara de escroto, el cuello atascado
tavos por pegar las suelas de hule con goma, de pelos y verrugas, los ojos como dos tape-
y decían veinte, sólo veinte por zapatos de tes de bienvenida donde se habían limpiado
piel, veinte por servicio profesional con mar- demasiados zapatos. Apareció como de entre
tillo y clavos a suelas de piel, y cantaban quin- la grava, ni la vieron acercarse, y antes de que

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pudieran decir nada, la vieja les estaba arre- ralelas de las vías, se volteó una vez más ha-
batando las palmas de la mano, una por una, cia ellos, chifló una vez, y les lanzó una na-
vaticinando destinos y augurios, balbucean- ranja madura. La naranja golpeó a un niño,
do historias sin duda dementes, conjeturando el mayor de los siete, en el brazo izquierdo, y
imágenes improbables, pero de pronto, en sus luego cayó a la grava sin rodar.
imaginaciones vulneradas, finales probables. Aunque les dio curiosidad la fruta arrojada,
Palma por palma iba leyendo: y a pesar del hambre desesperada que carga-
“En el fondo marino veo un brillo del color ban en la barriga, ninguno se atrevió a tocar-
del vino tinto, niño, tu sangre.” la. Otros como ellos, después de ellos, quizá
“A un costado de un manantial, tú, joven, presintieron el mismo quiensabequé extraño
te llenarás de mosto y musgo como tronco de y oscuro, encerrado en esa fruta, porque pa-
árbol caído.” saron días y semanas y luego meses, y la na-
“Te comprarán, pequeñín chupadedos, por ranja siguió ahí, redonda y anaranjada, sin que
un dinerito, y te tomarán de esclavo, mientras nadie la recogiera ni tocara, luego poco a poco
el resto viaja al norte.” pudriéndose, cubriéndose en la superficie con
“Y tú, niña arrogante, brillarás como una manchas de moho verdoso rodeadas de aros
luciérnaga moribunda en una jaula de cristal.” blancos, y fermentándose del centro hacia fue-
Si querían oír el resto, ver su futuro com- ra, primero dulce y luego amarga, hasta que
pleto, podían hacerlo por cincuenta centa- finalmente quedó ennegrecida, reducida, arru-
vos cada uno, dijo la vieja, su cara de escroto gada, y desapareció entre las piedras de la gra-
estirándose en una carcajada. Cincuenta cen- va con una tormenta de verano.
tavos era el doble de lo que costaban las re- Las únicas personas en la estación que no
paraciones de calzado, pensó el niño al que maldecían, no transaban, no pedían nada a
le había vaticinado llenarse de mosto y mus- cambio, eran las niñas de las cubetas. Tres
go, pero no lo dijo en voz alta. Y setenta y niñas con largas trenzas de obsidiana que
cinco centavos, remató la vieja, si querían cargaban cubetas de plástico llenas de mag-
que ella misma interceptara la fortuna a su nesio en polvo y utensilios. Gratis, sin pedir
favor. Eso era muchas veces más, pensó el nada a cambio, las tres niñas se ofrecieron a
mismo niño, que toda una ración de agua y sanar los pies destrozados de los niños, sus
pan, y les dijo a los demás no crean, no le talones pulposos y reventados como tomates
crean, guárdense el dinero y guárdense las hervidos. Se sentaron junto a ellos, y metie-
manos en los bolsillos, ni la vean. Y aunque ron las manos en forma de cazo a sus cubetas
todos querían escuchar más, se guardaron de plástico. Les espolvorearon las suelas y los
las manos, evitaron los ojos de la bruja ésa, y empeines, y luego usaron telas deshilacha-
fingieron no escuchar más las palabras que das o pedazos de toallas para envolver la piel
todavía le salieron como gargajos de entre los cortada. Usaron piedra pómez para reducir
labios delgados y curtidos. Cuando por fin los callos duros, cuidadosas de no rozar la piel
su resistencia logró ahuyentarla, la vieja los más viva, y les masajearon los gemelos con-
maldijo a todos en una lengua extranjera, y tracturados con sus pulgares pequeños pero
antes de desaparecer por entre las líneas pa- firmes. Ofrecieron reventarles las ampollas

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hinchadas con una aguja esterilizada: “Vean asomándose de cuando en cuando a la cubeta.
la pequeña flama de este cerillo”, dijo una de Las langostas, esos monstruos marinos len-
ellas, y luego les explicó que cuando la flama tos, torpes, pero voluntariosos y algo sexua-
tocaba la aguja, la aguja quedaba limpia. Y, les, apiñadas en ese nido de muerte, se trepa-
por último, la más joven de las niñas, la que ban unas sobre otras, y él especulaba cuánto
tenía los mejores ojos —ojos negros y fijos ganarían, contaba cuántas habían atrapado.
como encantados— sacó de su cubeta una co- Sólo a veces sentía la punzada de un remor-
lección de ganchos metálicos retorcidos y un dimiento, viendo a sus pequeñas bestias que
par de tijeras grandes, y se las mostró a los abrían y cerraban sus pinzas como si estuvie-
niños. Con ellas les ofreció aliviar el dolor más ran tratando de emitir pensamientos silen-
profundo y desesperado de los que tenían uñas ciosos y entristecidos.
enterradas o encarnadas. Hasta ahora no se había acordado de las
Sólo un niño dijo sí, por favor. No era ni de langostas que atrapaban y que más tarde ven-
los más pequeños ni uno de los mayores. Ha- dían en el mercado por diez monedas cada
bía visto las tijeras y los ganchos salir de la una. Sin embargo, ahora, frente a la niña de
cubeta, y se había acordado de las langostas. la cubeta, se acordó de ellas y extrañó su olor
Recordó a su abuelo saliendo del mar sobre a sal y podredumbre, extrañó sus cuerpos
esas piernas espigadas e inestables, cargando fuertes y perfectamente articulados avanzan-
langostas dentro de una red remendada dos do sin sentido hacia los bordes de su cubeta de
o tres veces con nudos dobles y gotas de cera pesca. Así que cuando la niña le mostró las
de vela. El viejo se paraba en la costa, con la tijeras y los ganchos torcidos, alzó la mano y
espalda algo encorvada para contrarrestar el la llamó, y dijo sí, por favor. La niña se acercó,
peso de la pesca, y desde ahí lo llamaba por se hincó frente a él con su instrumento entre
su nombre. El niño conocía el ritual: tenía que las manos, le miró los ojos con su mirada fija,
correr hacia la costa cuando escuchaba el lla- y le dijo que no se preocupara. El niño cerró
mado de su abuelo, y ahí se ofrecía a cargar los ojos y pensó en los pies huesudos y more-
la red por él. Luego avanzaban por las arenas nos de su abuelo, sus venas hinchadas y sus
duras y húmedas hacia las dunas altas, más uñas amarillentas. Luego, cuando el instru-
secas y difíciles, hasta llegar a los matorrales mento de metal le atravesó la piel, al princi-
alineados junto a la orilla de la carretera. Ahí el pio vacilante, y luego más firme, gritó y mal-
abuelo escondía las cubetas para la pesca del dijo y se mordió el labio. A la niña le temblaba
día, y ahí vaciaban las langostas una por una, un poco la mano, pero poco a poco sintió que
y entre los dos doblaban la red, cuidando de no una determinación serena se asentaba sobre
enredarla. Luego cruzaban al otro lado de su miedo, y mientras penetraba la piel del
la carretera para esperar el transporte, que niño y escarbaba bajo la punta de la uña en-
llegaba siempre tarde. Se trepaban a la ca- terrada, las manos dejaron de temblar. Hábil-
mioneta de pasajeros, el abuelo pagaba la cuo- mente recortó la uña rota mientras se mordía
ta, y en el recorrido de vuelta a casa, el abuelo el labio también, para concentrarse mejor, o
le desquitaba a la tarde una siesta corta pero quizá por empatía. Mientras cortaba, el niño
profunda, mientras él miraba por la ventana, se retorcía, pero al final abrió los ojos, y la

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niña le sonrió y le enseñó el cacho de uña. Le La buscó a la mañana siguiente, cuando fi-
dijo ya estuvo, ya estás, toma tu uña de re- nalmente llegó el hombre a cargo y llegó el
cuerdo. Estaba avergonzado, por chillón, y es- tren, y uno a uno lo abordaron. La buscó des-
quivó los ojos firmes y negros de la niña de la de el techo alto de la góndola, mientras todos
cubeta. El niño quiso agradecerle, pero no le se subían y encontraban dónde sentarse y aco-
pudo decir nada. Tampoco le pudo decir nada modar sus chivas y pocos bártulos. La buscó
cuando le dijo que siempre usara calcetines, por última vez cuando el tren empezó a mo-
ni cuando le deseó buena suerte, y se fue ca- verse, pero entre la multitud de caras que el
minando para alcanzar a las otras dos niñas tren rebasaba, agarrando velocidad y aleján-
de las cubetas. dose de la estación, no reconoció a nadie.

Foto: Maya Goded

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