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ARGENTINA
D I R E C C I Ó N DE T O M O
Alejandro Cattaruzza
CRISIS ECONÓMICA, AVANCE DEL ESTADO
E INCERTIDUMBRE POLÍTICA
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por escrito de la editorial.
IM P R E S O E N E SPA Ñ A
IS B N 9 5 0 -0 7 -1938-X
ISB N O.C. 950-07-1385-3
colaboradores
Alejandro Cattaruzza
Universidad de Buenos Aires. Universidad Nacional de Rosario
Darío Macor
Universidad Nacional del Litoral.
Luciano de Privitellio
Universidad de Buenos Aires.
Anahi Ballent
Universidad Nacional de Quilines, CONICET.
Adrián Gorelik
Universidad Nacional de Quilines.
Joel Horowitz
St. Bonaventure University, Nueva York.
Diego Armus
Kean University. New Jersey.
Susana Belmartino
Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Rosario, Centro de
Estudios Sanitarios y Sociales de Rosario.
Sylvia Saítta
Universidad de Buenos Aires, CONICET.
IN D ICE
Inmoducción
por Alejandro Cattaruzza......................................................................
CapÍTUÍo I. La economía
por Juan Carlos Korol............................................................................
E
ste volum en reco g e varias de las líneas de investigación que,
sobre el período 1930-1943/1945, se d esarrollaron en la
historiografía argentina a partir de la recuperación dem o
crática de 1983. D esde ya, no to d as ellas rom pen radicalm ente con
aproxim aciones anteriores; se tra ta en cam bio de la incorporación
de algunas cuestiones poco atendidas en etapas previas y de la
reconsideración de otras áreas m ás frecuentadas.
Así, en el capítulo dedicado a la econom ía se analiza el proceso
q ue hizo de la industria su secto r m ás dinám ico. E n esa tran sfo r
m ación se destacan los efectos de la crisis de 1929, el c o m p o rta
m iento del secto r externo y la sustitución de im portaciones; al m is
m o tiem po, se argum enta que las políticas im plem entadas se ha
llaban sostenidas por una visión de corto plazo. C iertos aspectos
de los cam bios producidos fueron, con claridad, dependientes de
p ro ceso s cuyo inicio había tenido lugar tiem po antes de la crisis.
El im pacto del golpe sobre el sistem a político y su funciona
m iento posterior, las estrategias de los partidos, las prácticas elec
to rales y el fraude, constituyen los ejes de los capítulos referidos a
la política; a ellos se sum a el papel del E jército y el problem a de la
legitim idad. E n esta m irada, la política en los años trein ta deja de
ser sólo la lucha entre gru p o s anim ados p o r inalterables visiones
del m undo, para convertirse en una com plicada com petencia por
el poder, librada po r actores que, sin abandonar sus incertidum -
bres, reorientan sus estrategias para actuar en un distorsionado es
cenario electoral sobre el cual el E stad o op era de m aneras tam bién
cam biantes.
P o r su parte, las políticas estatales de m odernización territorial
son objeto de un estudio específico. E n él se incluyen las dim en
siones m ateriales, entre las cuales la construcción de la red carre
tera y la acción de Y PF son dos de las m ás relevantes, y la actitud
de ciertos cuerpos adm inistrativos del E stado. El desplazam iento
desde una m odernización concebida en clave urbana hacia una en
la que se im puso un m odelo de país rural tuvo, a su vez, expresio
nes en los debates culturales y aun en los librados dentro de algu
nos espacios profesionales.
Las corrientes ideológicas y la estru ctu ra organizativa del m o
vim iento obrero son exploradas desde una perspectiva que otorga
im portancia a la creciente relación con el E stado. E sa relación se
vio afectada po r el crecim iento de las organizaciones de trabaja
d ores industriales, cuya m agnitud fue una de las novedades más
notorias hacia fines del período. E n parcial relación con este capí
tulo, se ubica el exam en de la constitución de nuevas identidades
colectivas. Iniciado en la prim era posguerra, afectó en particular a
los secto res populares urbanos, y se asentó en los cam bios o cu rri
dos en los niveles y en las expectativas de vida de esos sectores, y
en la nueva dim ensión social de la acción estatal. El proceso devino
en una visión p opular del E stad o y de la política que exhibió acu
sados aires reform istas. El análisis de los problem as de la salud y
de la organización m édica, ensayado en o tro de los capítulos, se
inscribe en una línea tem ática próxim a a la anterior, que insiste en
la am pliación de los contenidos de la ciudadanía social p o r efecto
de la incorporación del derecho a la salud.
S obre el m undo de la cultura se despliegan diversas aproxim a
ciones, que se ensayan en tres capítulos. E n uno de ellos se explica
el funcionam iento del cam po literario y los reagrupam ientos p ro
ducidos, y se reconocen com o fenóm enos característicos del pe
ríodo las transform aciones de la narrativa y la intensidad de las
polém icas político-ideológicas suscitadas p o r la situación interna
cional. E n el segundo, los em prendim ientos culturales de la iz
quierda se constituyen en objeto central, allí se revela la gran acti
vidad de un g rupo am plio de intelectuales que, entre la revolución
y la unidad antifascista, anim aron la vida cultural argentina. En
conjunto, am bos capítulos perm iten la crítica de las im ágenes, tan
extendidas, que sólo hallaban desazón y decepciones entre los in
telectu ales de los años treinta. Finalm ente, el últim o capítulo del
volum en se dedica a las discusiones sobre la nación y su historia
libradas p o r varios g ru p o s culturales, entre ellos el revisionism o, y
a las acciones estatales que intentaban la difusión de un relato so
bre el pasado.
P arece entonces evidente que este índice exhibe cam bios res
pecto a m odos anteriores de organizar el estudio de los años trein
ta. E llos se produjeron p o r efecto de la aparición, luego de la ú lti
m a dictadura, de nuevos frentes de investigación en la histo rio g ra
fía argentina, acom pasada con evoluciones de la disciplina en el
co n te x to internacional, y p o r la obtención de nuevas evidencias
em píricas, que perm itían som eter a crítica buena p arte de la expli
cación heredada.
N o es posible, desde ya, d etectar una estricta coincidencia inter
pretativa en esos trabajos; sin em bargo, algunas convicciones se
han ido extendiendo entre los historiadores. En prim er lugar, aun
que 1930 conserva una fuerte condición periodizante, hoy se a d
m ite que im portantes procesos exhiben ritm os pro p io s y no se ali
nean con aquel m om ento de fuerte im pacto político. Fenóm enos
sociales, culturales y económ icos reclam an así una perspectiva que
considere la presencia de continuidades respecto de la etapa an
terior.
P o r o tra parte, la im agen de un m undo político y cultural dividi
do en dos bloques uniform es y au to co n scien tes de las tradiciones
que los so stenían, en fre n ta d o s en un c o m b ate claro y central
— “liberales” enfrentados a “nacionales” , “d em o crático s” a “a u to
ritarios” , h istoriadores “oficiales” a revisionistas, “frau d u len to s”
a “ populares” , entre o tro s— , no parece sostenerse ya. El cuadro
fue m ucho m ás com plejo y m enos ordenado; en él, la identifica
ción de p ro p io s y ajenos se realizaba un poco a tientas, y los lími
tes de los diversos gru p o s se reconstruían con frecuencia.
A quellas investigaciones han perm itido tam bién, para m uchas
áreas, el planteo de una periodización “interna” m ás ajustada. L os
prim eros años fueron de crisis económ ica, pero desde aproxim a
dam ente 1934 se produjo una tendencia a la recuperación, por ejem
plo, y en cu an to al sistem a político, la abstención del radicalism o
señala una diferencia im portante si se la co m p ara con el fraude a
gran escala, aplicado desde m ediados de la década. L os años trein
ta pueden, entonces, ser divididos en dos etapas, que a grandes
rasgos cubren una y o tra m itad de la década; dentro de esta últim a,
incluso, puede reconocerse una coyuntura particular a partir del
com ienzo de la S egunda G u erra M undial.
C uando se tra ta de este período, transform aciones com o éstas
p rovocan un efecto im portante, ya que vienen a cuestionar inter
pretaciones de circulación m uy am plia en la sociedad. L as prim e
ras im ágenes de conjunto de la década abierta en 1930 fueron plan
teadas a com ienzos de los años cuarenta, y exhibieron una fuerte
dependencia del debate político. L a aparición del peronism o dio a
esas interpretaciones una actualidad evidente, dado que ese m ovi
m iento proclam aba ser la contracara del pasado inm ediato.
A partir de 1955, historiadores y científicos sociales in co rp o ra
dos a la universidad luego de la experiencia peronista lanzaron las
prim eras versiones académ icas del período 1930-1945; por fuera
del sistem a universitario, los intelectuales que adherían al p e ro
nism o tam bién hacían oír su parecer, y alcanzaban au d ito rio s m uy
amplios. E ntre 1955 y 1975, aproxim adam ente, las in terp retacio
nes se fueron afinando, y se desplegaron siguiendo en buena m e
dida las claves acuñadas en la prim era m itad de los años cuarenta;
así, lo que ahora se llam aba dependencia económ ica y la infam ia
de los elencos dirigentes eran dos de los rasgos que se destacaban
en esas visiones. P o r su parte, los tem as m enos tradicionales de la
industrialización y del m ovim iento o b rero fueron, paulatinam en
te, convirtiéndose en objeto de atención.
La im agen de los años treinta construida en esos tiem pos conti
nuaba entram ada con los com bates del día y con las expectativas
sobre el futuro. En los años que van de la caída del prim er gobier
no peronista hasta 1975, m uchos intelectuales confiaban en un
porvenir de cam bios radicales, a cuya llegada debían contribuir;
de acuerdo a cada vertiente ideológica, ellos tenían en su centro el
quiebre de la dependencia, la construcción del p o d e r del pueblo,
la organización de una nación industrial y m oderna, o la resta u ra
ción de una A rgentina tradicional que, de algún m isterioso m odo,
sería tam bién popular. V istos desde posiciones asentadas en esas
certezas, los procesos ocurridos en los años treinta asum ían un
to n o particularm ente som brío.
Así, entre com ienzos de los años cuarenta y 1975 tu v o lugar la
organización de una im agen global de la llam ada década de 1930,
a la que ap ortaron argum entos los historiadores, los políticos, los
m ilitantes culturales. A pesar de que las coyunturas fueron cam
biantes, durante esos años la cuestión política central fue la del
peronism o, y dado el persistente enlace entre la política y la histo
ria, los años treinta fueron leídos com o m ero prolegóm eno a la
irrupción de aquel m ovim iento. P ara m uchos, el período no ence
rraba el problem a que en realidad se deseaba resolver: si se exam i
naban los años treinta, era sólo para descifrar aquel o tro enigm a
acuciante, el peronista.
E n la A rgentina de fin de siglo, en cam bio, el debate político
lleva m uchos años de m oderación, y no parece atravesado p o r las
pasiones de los años anteriores a la últim a dictadura; la cuestión
peronista, si no ha desaparecido de la polém ica pública, se ha tran s
form ado de tal m odo que resulta difícil em parentaría con aquella
que conm ovió a los intelectuales hace treinta años. E n el cruce de
la profesionalización de la actividad historiográfica con el d escen
so de la intensidad del debate colectivo, las im ágenes actuales de
los años treinta resultan m ás eruditas, m ás cautas y notoriam ente
m ás fragm entarias que las heredadas. A pesar de to d o , la reco m p o
sición de una im agen de conjunto de la sociedad argentina de los
años treinta puede ser hoy un proyecto que cuente con un punto de
partida fírme; las investigaciones disponibles cubren un frente muy
am plio y los estudios de base son abundantes. Sin em bargo, el
planteo de una explicación m enos rígida que las tradicionales, pero
al m ism o tiem po m ás am plia que el conjunto de aproxim aciones
parciales que vino a reem plazarla, reclam a algunas certezas sobre
el presente y el fu tu ro de la sociedad. Si esa im agen de conjunto se
alcanza, es probable que ella esté destinada a ser, en com paración
con la que term inó de forjarse en los tem pranos años setenta, una
m ás m atizada y m ás sensible a lo com plejo de la realidad social.
En cierto sentido, tam bién será una “ m enos feliz, pero con más
sosiego” , nostálgica y certera fórm ula que en 1938 M acedonio
Fernández aplicara a o tro s asuntos.
ALEJANDRO CATTARUZZA
basada en un creciente proyecto autárquico volcado hacia dentro.
E sta percepción convirtió al período previo a 1930 en una per
dida edad de oro, especialm ente para m uchos de quienes m iraban
el pasado desde las décadas de 1980 y 1990. E n esa perspectiva,
los m ales argentinos provenían precisam ente de la ru p tu ra con el
m ercado m undial y de la innecesaria y perjudicial actividad del
Estado. Para o tro s estudiosos y ensayistas, los m ales de la eco n o
mía argentina se retro traían al perío d o de m ayor crecim iento; allí
se encontraban los inicios de una expansión desequilibrada y vul
nerable a los em bates externos.
E stas im ágenes, y esos diagnósticos, no se ajustan dem asiado a
lo que los conocim ientos actuales perm iten afirm ar sobre la histo
ria económ ica del país. C om o se verá, m uchas de las característi
cas tanto positivas com o negativas que la econom ía argentina ad
quirió durante la depresión y la guerra provenían del desarrollo de
fenóm enos ya existentes en el período anterior. A partir de 1930,
algunas de esas características se profundizaron, y m uchas de las
transform aciones se iniciaron con una p osterioridad tal a la crisis
que es difícil ligarlas directam ente a ella. N o obstante, la im agen
de 1930 com o una divisoria de aguas en la econom ía no es, tam
poco, del to d o inexacta. La A rgentina agro ex p o rtad o ra se tran s
form ó en un país en el que efectivam ente la industria se convirtió
en el principal m o to r de la econom ía. Es posible discutir los m o
m entos y la incidencia de cada una de las transform aciones, pero
la A rgentina de fines de la década de 1940 era m uy diferente a la
de la década de 1920. En este sentido, y a pesar de las continuida
des, 1930 sigue siendo una referencia esencial para entender aq u e
llas transform aciones y cam bios.
Es conveniente, entonces, exam inar las características de la eco
nom ía argentina en los m om entos previos a la crisis, para luego
profundizar el análisis del período que se extendió entre ese m o
m ento y el fin de la Segunda G uerra.
CRISIS Y DEPRESIÓN
Tabla 2
P recios de im portación y de exportación y térm inos del inter
cam bio (1913= 100)
te dos años, los m ateriales e insum os que necesitara para los ferro
carriles del E stado; G ran B retaña se obligaba a seguir adquiriendo
los em barques de carne que la A rgentina exportaba norm alm ente.
El acuerdo fue firm ado po r Y rigoyen y aprobado po r la C ám ara de
D iputados, aunque el gobierno fue depuesto y el C ongreso disuel
to por el golpe de E stado de 1930 antes de que pudiese contar con
la aprobación del Senado. D e todas form as, se tratab a de un im
portante antecedente del tratado Roca-Runcim an, suscripto en 1933
y aprobado en 1935.
A partir de 1932, la am enaza por parte de Inglaterra de recurrir
a una política de preferencia por los p ro d u cto s de sus dom inios se
renovó com o consecuencia del acuerdo alcanzado en ese año en
O ttaw a entre los representantes de la co ro n a y los países m iem
bros de la com unidad británica. E ste acuerdo ponía en peligro las
exportaciones argentinas de carne congeladas y envasadas y ce
reales, que com petían con la producción de A ustralia y N ueva
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Zelanda. El único rubro en el que esos países no podían com petir
con la A rgentina lo constituían las carnes enfriadas, que po r raz o
nes de tiem po y distancia no podían llegar adecuadam ente desde
aquellos países al m ercado británico.
La respuesta argentina consistió en buscar los m edios para m an
ten e r la relación com ercial con G ran B retaña. P ara lograrlo, se
envió una com isión especial a ese país, al frente de la cual se en
co ntraba el vicepresid ente de la N ación Julio A. R oca, que c o n
cluiría un tra ta d o con el rep resen tan te del B o a r d o f T r a d e b ritáni
co en 1933. C onocido com o el tra tad o R oca-R uncim an, el conve
nio establecía que G ran B retaña se com prom etía a perm itir la im
portación de la m ism a cantidad de carne que en 1932, a m enos que
se pro d u jera una nueva y significativa baja de sus precios en In
glaterra. Tam bién establecía que el p o o l de frigoríficos anglo-nor-
team ericanos se reservaría el 85% de las exportaciones de carne,
m ientras el 15% restante sería cubierto con la producción de los
frigoríficos argentinos. E ste cupo fue resultado de un intento de
desm entir las denuncias que señalaban que los frigoríficos ex tran
je ro s presionaban m ediante su poder de com pra para m antener bajo
el precio pagado a los ganaderos por las reses.
A cam bio de estas concesiones, la A rgentina se com prom etía a
su vez a reducir las tarifas de im portación de un am plio núm ero de
p ro d u cto s británicos al nivel que tenían en 1930 y no establecerlas
en algunos otros, que, com o el carbón, se im portaban librem ente.
Tam bién se asum ía el com prom iso de m antener un tra to benévolo
hacia las com pañías británicas y a facilitar el acceso a las divisas
que éstas requerían para enviar sus ganancias a G ran Bretaña. O tros
pu ntos del tra ta d o protegían los intereses de los ferrocarriles y el
tran sp o rte m arítim o británico.
El p acto tenía una vigencia de tre s años y los principales acu er
dos logrados se p rorrogaron por un nuevo tratado, conocido com o
E den-M albrán, firm ado en 1936. C om o consecuencia de am bos
tratados, las exportaciones argentinas de carne se m antuvieron en
tre 1935 y 1938 en un nivel cercano al 90% de las 390.000 to n ela
das de carne enfriada ex p o rtad as en 1932. É ste había sido el nivel
al que se había llegado luego de la crisis. E n definitiva, los acu er
dos alcanzados perm itían a la A rgentina seguir accediendo al m er
cado británico, a cam bio de im portantes concesiones a los intere
ses de ese origen.
E s inevitable preg u n tarse cuáles eran entonces las alternativas
planteadas para el se cto r externo argentino, en las condiciones en
las que se en contraba el m ercado m undial luego de la crisis y la
depresión. M uchas de las políticas de la década de 1930, y en par
ticular el tra tad o R oca-R uncim an, han sido vistas com o el resulta
do de una posición que sólo favorecía intereses extranjeros y los
muy aco tad o s de los g an ad ero s invernadores, que producían el
ganado m ás refinado destinado a ser exp o rtad o com o carne enfria
da. L os m ás escasos defensores de estas políticas y del tratad o
afirm an, por el contrario, que los condicionam ientos que la d ep re
sión im ponía a la econom ía hacían que las decisiones tom adas
fueran las únicas posibles. E s difícil, sin dudas, acep tar que las
decisiones to m ad as rep resen taran las únicas alternativas válidas,
pero es m ás difícil aún evaluar los eventuales efectos de las o p cio
nes no seguidas. U na valoración retrospectiva no puede realizarse
sin in tro d u cir las m edidas específicas en el co n tex to m ás am plio
del conjunto de las políticas económ icas de la década y sus resul
tados. Y deben considerarse tam bién las perspectivas que sobre
estos problem as tenían los sectores dirigentes.
En este últim o sentido, recobra interés el llam ado “ Plan Pinedo” ,
en realidad un plan de “ reactivación económ ica” presentado por
Federico Pinedo al C ongreso de la N ación en 1940. A unque el
plan nunca llegó a aprobarse, y po r lo tan to no significó un cam bio
en las políticas del E stad o , suponía una visión algo m ás crítica de
la posición de la A rgentina en el m undo. Para algunos o b serv ad o
res, exhibía una diferencia im portante en los objetivos p ro p u esto s
y la m anera de im plem entarlos.
El plan preveía tanto una serie de m edidas para enfrentar la nueva
coyuntura de la guerra en E uropa, com o otras que tendían a pro
yectos de m ás largo plazo. E n tre las prim eras, se encontraban el
fom ento de la construcción y el sostén de los precios agrícolas, en
especial el del maíz. E n tre las segundas, el im pulso a la industria
lización, aunque basada en las “industrias naturales” , es decir, aque
llas que utilizaban insum os locales. El pro y ecto descansaba en la
convicción de que las ex p o rtacio n es ag ro p ecu arias seguirían sien
do el m o to r principal de la econom ía del país y que se tratab a
fundam entalm ente de enfrentar una coyuntura adversa.
En realidad, el plan estaba diseñado para enfrentar una situa
ción que se preveía similar, en cuanto a las restricciones en el sec
to r externo, a la que había desatado tan to la Prim era G uerra com o,
m ás adelante, la crisis de 1929. Pero estos p resupuestos se dem os
traro n im precisos: la A rgentina siguió exportando durante la Se
gunda G uerra, al mism o tiem po que el esfuerzo en el que se en
contraban em barcadas las econom ías tradicionalm ente p ro v ee d o
ras de los p ro d u cto s que el país obtenía en el exterior restringió las
im portaciones, im pulsando de este m odo el crecim iento industrial.
Sin em bargo, algunas de las p ro p u estas del plan se llevarían a
cabo algo m ás adelante. E ntre ellas, la creación del B anco Indus
trial, que tuvo lugar en 1944, y la regulación del com ercio exterior
m ediante lo que sería el Instituto A rgentino de Prom oción del In
tercam bio, que desde 1946, ya en tiem pos del peronism o, m ono
polizaría las o p eracio n es de e x p o rta ció n de cereales y oleag i
nosas.
30
cía el circulante, con la excepción de 1932, cuando la utilización
de los fondos del em préstito po r parte del gobierno llevó a su au
mento.
A partir de 1933, cuando Federico Pinedo asum ió com o m inis
tro de H acienda, las m edidas tom adas tendieron en algunos casos
a profundizar las políticas anteriores, y en o tro s a introducir inno
vaciones. El establecim iento del im puesto a los réditos y la crea
ción del B anco C entral fueron m edidas que continuaban las ten
dencias ya insinuadas, fortaleciéndolas. P ero el nuevo m inistro
dispuso tam bién la devaluación del peso, una m ayor intervención
en el com ercio exterior a p artir del control de cam bios y una m a
yor intervención del E stado en el sostenim iento de los precios a g ro
pecuarios y en la regulación de la producción del sector.
Y rigoyen, en su prim er gobierno, había intentado la im planta
ción del im puesto a los réditos, pero enfrentó una fírme oposición
en el C ongreso. En 1933, se creaba finalm ente ese im puesto, que
perm itió que el E stado dejara de depender de los recursos obteni
dos de las im posiciones al com ercio exterior: durante los años
veinte, casi el 80% de los recursos estatales se obtenía de esa fuen
te; en cam bio, hacia fines de la década de 1930 de allí provenía
sólo la m itad de los recursos. En los años finales de la Segunda
G uerra, la reducción fue todavía m ayor: alcanzaba a cubrir sola
m ente cerca de un 10% de los requerim ientos del gobierno.
O tras m edidas tuvieron relación con la política m onetaria. Ya
en 1932 O tto Niem eyer, un especialista británico, fue consultado
sobre las características que debería ten e r un B anco Central. El
proyecto, finalm ente aprobado en 1935 ju n to con una serie de le
yes que regulaban el sistem a bancario, difería en algunos puntos
del p ro p u esto p o r Niem eyer. En principio, im plicaba que m uchas
de las operaciones que diversas instituciones realizaban serían a
p artir de allí centralizadas. L as funciones del B anco C entral c o n
sistían en regular el crédito y el circulante adaptándolos al v o lu
men real de los negocios, en co n cen trar reservas m oderando las
fluctuaciones provocadas por las exportaciones y las inversiones
de capital extranjero sobre la m oneda, el crédito y las actividades
com erciales, en co n tro lar a los bancos prom oviendo la liquidez y
el buen funcionam iento del crédito y en actu ar com o agente finan
ciero y consejero del gobierno en las operaciones relacionadas con
el crédito interno y externo y con la adm inistración de los em prés
titos.
Federico Pinedo habla en ¡a inauguración del Banco Central, junio de 1935.
LA GUERRA
En 1939 estalló la g u erra en E uropa; entre esa fecha y 1945, el
m undo asistiría a sus horrores. L os E stad o s U nidos se sum aron al
bando aliado en 1941 y el conflicto term inó p o r afectar a la m ayor
parte de los países del m undo. Incluso la A rgentina, donde se p ro
fundizaron las divisiones entre los defensores de la neutralidad y
los partidarios de los aliados, decidió declarar la guerra al E je poco
antes del fin del conflicto. El gobierno m ilitar inaugurado con el
golpe de 1943, en principio reluctante a abandonar la posición
neutral, debió so p o rtar las continuas presiones de los E stad o s U ni
dos, las que finalm ente lo llevaron a la declaración de guerra. L os
d esencuentros entre la A rgentina y los E stad o s U nidos, que m ira
ban con suspicacia el surgim iento de Juan D om ingo P erón y sus
presuntas sim patías fascistas, tendrían profundas consecuencias
en la posguerra. E n tre ellas, se co n taro n las lim itaciones im pues
ta s a los países eu ro p eo s beneficiarios de la ayuda norteam ericana
co n cretad a en el Plan M arshall, para la utilización de esos fondos
en la com pra de p roductos agropecuarios argentinos.
Los efectos de la guerra fueron en la A rgentina m e n o s a d v e r so s
que lo esperado. La econom ía del país creció y hacia el fin del
conflicto, la A rgentina contaba con un im portante saldo de libras a
su favor acum uladas en L ondres com o resultado del com ercio con
Inglaterra. N o obstante, el crecim iento ya no estaba basado en las
exportaciones agropecuarias, sino en el desarrollo industrial. P o r
o tra parte, aunque im portante, ese crecim iento había sido m enor
que el que caracterizó al país en sus años m ás expansivos, y ta m
bién era m enor si se lo com para con el de otras naciones que ha
bían participado plenam ente en la guerra, com o los E stados U ni
dos y Canadá. Incluso era m enor que el logrado por o tro s países
latinoam ericanos que, com o Brasil, habían participado, aunque no
centralm ente, en el conflicto arm ado.
La industria argentina había crecido bajo el im pulso de la e c o
nom ía ex p o rtadora. D esde fines del siglo X IX se había d esarro lla
do una industria m oderna directam ente ligada a la elaboración de
p ro d u cto s agropecuarios de exportación. L os frigoríficos, que se
expandieron en las prim eras décadas del siglo XX, y los m olinos
36
Industria del calzado, 1938.
1925-29/ 1937-39/
1937-39 1948-50
Alimentación 31 22 27 23 42 34 36 36
y afines
Textil, vestuario 15 20 21 23 20 26 8 10
y afines
Metalmecánicas 23 27 20 22 14 14 14 17
y afines
Químicas 3 3 5 6 10 11 12 15
y afines
41
debido a que los acuerdos entre la A rgentina y G ran B retaña e sta
blecían ventajas para los p ro d u cto s ingleses dado que las divisas
disponibles debían utilizarse p referentem ente para el intercam bio
com ercial y financiero entre esto s dos países, el proceso se hizo
m ás intenso. C ongruentem ente, las estadísticas m uestran una cla
ra dism inución de las im portaciones provenientes de los E stados
Unidos. La presencia de capital extranjero, que según algunas es
tim aciones superaba el 50% del capital invertido en la industria,
im plicaba la existencia de un nuevo a c to r que el gobierno debía
to m ar en cuenta en el diseño e im plem entación de sus políticas y
en especial en el acceso a las divisas que perm itieran la provisión
de insum os.
El p ro d u cto del crecim iento industrial al finalizar la g uerra te n
dría com o destino principal el m ercado interno. La im portancia de
ese m ercado tam bién creció para los p ro d u cto s agropecuarios, en
la m edida que aum entaba la población urbana y por lo tan to dis
minuían las ex p o rtacio n es agropecuarias, cuya producción había
com enzado un proceso de estancam iento que se reflejaba en su
participación en el PBI. La A rgentina se cerraba sobre sí misma.
UN BALANCE
Llach. Juan José. “El Plan Pinedo de 1940. su significado histórico y los oríge
nes de la economía política del peronismo", en Desarrollo Económico, 23, 92,
1984.
ti
EL BLOQUE OFICIAL
61 -------
tación local de las clases propietarias, respondían a m uy diferentes
tradiciones y prácticas políticas. El Partido D em ócrata de C ó rd o
ba, C oncentración C ívica de E ntre Ríos, el Liberal de M endoza y
el C o n serv ad o r de B uenos Aires, po r ejem plo, eran m ás diferentes
entre sí que lo que señala su denom inación local. L os co n serv ad o
res de B uenos A ires y los de C órdoba eran los casos m ás extrem os
de esta diversidad partidaria.
Los conservadores co rdobeses fueron una de las expresiones
m ás nítidas del reform ism o conservador. En la saga del reform is-
m o político de 1912, la im portancia asignada al sufragio com o
instancia pedagógica en la construcción de la ciudadanía llevó a
los conservadores co rdobeses a defender la transparencia e lecto
ral, aun frente a la am enaza del radicalism o sabattinista. El p o d e
ro so partido bonaerense, en cam bio, se transform ó en la m ás acei
tad a m aquinaria para la m anipulación de v otos, construyendo una
organización en la que el ap arato político, el m undo del delito y la
corrupción organizada se com penetraban estrecham ente. Ese c o n
servadurism o bonaerense produjo, a la vez, las m ás inquietantes
innovaciones políticas en la década, sobresaliendo el ensayo de
F resco, en cuyo g obierno provincial el fascism o criollo buscó en
clave populista el cam ino para construir un partido de m asas.
En las p ro v in cias m ás p eq u eñ as y socialm ente m ás tra d ic io n a
les, el co n serv ad u rism o tu v o un fu erte peso. En la m ayoría de
e sto s d istritos, las o rganizaciones c o n serv a d o ra s u saro n los re
cu rso s del E stad o para rep ro d u cirse en el poder, recu rrien d o a
las p e o re s tra d icio n e s del clientelism o p atrim o n ialista y a p ro v e
ch an d o el m enor nivel de ex p o sició n ante la opinión pública n a
cional de los d istrito s m ás chicos y alejad o s de los principales
órg an o s de prensa.
E ntre el reform ism o cordobés, el conservadurism o populista
bonaerense y el tradicionalism o patrim onialista de los pequeños
distritos, a lo largo de los años treinta el PD N fue la fuerza cuanti
tativam ente m ás im portante del bloque oficialista. La m ayoría de
las situaciones políticas provinciales estuvo bajo su control y lo
gró una im portante representación parlam entaria nacional, aun
que debió resignar frente al antipersonalism o la m áxim a candida
tu ra en las dos elecciones presidenciales de la década, la de 1931 y
la de 1937.
El lugar que la F ederación N acional D em ocrática quería ocupar
com o expresión política del bloque de p o d er en constitución fue
cubierto parcialm ente por la C oncordancia, una alianza laxa de
conservadores, antipersonalistas y socialistas independientes. La
C oncordancia nunca alcanzó una efectiva organización institucio
nal sino que funcionó en los hechos com o un acuerdo parlam enta
rio de los bloques partidarios. En las coyunturas electorales, los
partid o s m antenían su propio perfil, especialm ente en las eleccio
nes legislativas, ad o ptando un candidato com ún en los com icios
para cargos ejecutivos. La coincidencia electoral en la candidatura
presidencial no avanzaba sobre las organizaciones partidarias que,
po r el contrario, m antenían su independencia y participaban con
candidatos propios en el resto de los cargos. E sta unidad en la
diversidad, que se revela com o una constante en la organización
de las derechas, estaba facilitada por el carácter en general no com
petitivo del p o d er territorial de cada fuerza. E n efecto, m ientras el
Partido Socialista Independiente era un típico ap arato político de
la ciudad capital, el antipersonalism o tenía su principal fuerza en
el Litoral, especialm ente en Santa Fe y E ntre Ríos, y los conserva
dores com petían prácticam ente en soledad con el radicalism o en
el resto de las provincias. E sta situación facilitaba el encolum na-
m iento en cada distrito tras el partido que m ejor podía representar
a la coalición. Las cosas resultaban m ás com plicadas en casos com o
el entrerriano, donde antipersonalistas y dem ócratas com petían en
tre sí, lo que repercutía en el orden nacional. En las elecciones de
1931, po r ejem plo, los antipersonalistas se negaron a apoyar la
candidatura de R oca com o vicepresidente de Justo, propuesta por
los dem ócratas, y com pletaron la fórm ula presidencial con M a-
tienzo, un hom bre de sus filas.
En el distrito santafesino el antipersonalism o no tuvo com pe
tencia en su representación de la C oncordancia, aunque com o con
secuencia de los resultados electorales de 1931 debió resignar ante
el PD P el m anejo del estad o provincial d u ran te la prim era m itad
de la década. El lugar de la derecha fue o cu p ad o por el antiperso
nalism o, que con el liderazgo de M anuel de Iriondo term inaría de
fundir su identidad en la tradición conservadora.
M ás allá de la capacidad electoral efectiva del antipersonalism o
a nivel nacional, su principal fiierza residía en el rol que desem pe
ñaba com o organización dentro de la C oncordancia y especial
m ente en relación con el liderazgo de Justo. É ste y O rtiz, las dos
figuras que alcanzaron la presidencia en representación de la C o n
cordancia, eran antipersonalistas, y am bos habían integrado el g a
binete de Alvear. A dem ás del preciado tro feo del E jecutivo nacio
nal, a lo largo de la década el antipersonalism o tendría significati
va presencia en el gabinete nacional y una im portante rep re sen ta
ción parlam entaria. El bloque legislativo partidario expresó más
fielm ente la evolución electoral de la organización, y las v ariacio
nes en su com posición ponen en evidencia su vulnerabilidad fren
te a las actitudes asum idas por el partido radical.
P roducido el derrocam iento de Y rigoyen y frente al desconcier
to inicial del radicalism o, el antipersonalism o tenía un am plio sen
dero para crecer a la som bra de la tradición radical; el m ism o Ju s
to lo transitó en espera del apoyo de los secto res antiyrigoyenistas
del radicalism o a su candidatura presidencial. C on A lvear de re
greso al país y asum iendo la dirección de la reorganización p arti
daria, los m árgenes de m aniobra del antipersonalism o, y de Justo,
se estrecharon y la situación se to rn ó hostil para su crecim iento, en
tanto el perfil político del ex presidente ofrecía m enos flancos para
las acusaciones de personalism o. C on ello se reducían las posibi
lidades del antipersonalism o de ingresar en el “territo rio de caza”
del radicalism o para capturar sectores de su electorado perm eables
al discurso antiyrigoyenista.
En el cuadro de situación de 1931, la dirección alvearista en el
partido radical significó un dique de contención a la fuga de cu a
dros y de base electoral hacia el antipersonalism o, que en las difí
ciles condiciones del am biente político que debía enfrentar la U C R
podría haber com prom etido m ás seriam ente la estru ctu ra o rg an i
zativa partidaria. D esde fines de 1931 y hasta m ediados de la dé
cada, las líneas sobre las cuales se estableció la com petencia fue
ron firmes, con el radicalism o en la abstención y o cupando el lu
gar de la oposición externa. M ientras la U C R recurrió al factor
identitario activando la tradición, el antipersonalism o se refugió
en lo organizacional, en la estru ctu ra partidaria que conduce a los
ap aratos del E stado, allí donde puede obtener los recursos m ate
riales que garanticen la reproducción de la organización.
La im portancia del antipersonalism o en la C oncordancia estuvo
dada po r su peso en el Litoral y po r su capacidad de com petencia
con el radicalism o po r la tradición partidaria. A m bas cuestiones
eran de vital im portancia para m atizar la im pronta conservadora
de la coalición, que habría acotado el electorado potencial y perm i
tido un predom inio interno del Partido D em ócrata N acional, in
com patible con el tipo de liderazgo que Justo estaba organizando.
C om o sus socios antipersonalistas, los socialistas independien
te s tam bién lo g raro n una so b re rre p re se n tac ió n en el g o b iern o
justista. Su principal fortaleza residía en la capacidad electoral
d em ostrada en la C apital Federal, cuyo nivel de exposición públi
ca im pactaba en la opinión nacional. Surgido com o escisión libe
ral del Partido Socialista en 1927, y construido sobre algunos nom
bres de prestigio, com o los de Pinedo y D e Tom aso, el socialism o
independiente tuvo p rotagonism o electoral en la prim era m itad de
la década, enfrentando en el territo rio capitalino al Partido Socia
lista y al radicalism o, para d esap arecer prácticam ente en la segun
da m itad.
En la explicación de este descenso electoral hasta su virtual de
saparición, se ha señalado com o uno de los principales factores la
vacancia de liderazgo producida po r la tem prana m uerte de De
Tom aso, quien en los com ienzos del gobierno de Justo sobresalía
~ 65 -------------------
com o un hom bre clave del gabinete nacional. Por la debilidad pro
pia de una fuerza construida casi exclusivam ente en to rn o a una
elite política reco n o cid a públicam ente, la desaparición de uno de
sus principales a rq u itecto s seria m uy difícil de sobrellevar. M ás
aún, porque De Tom aso era quien m ejor parecía proyectar a ese
pequeño g rupo dirigente capitalino hacia la política nacional. Su
ausencia llevaría a un prim er plano a quienes, com o Pinedo, d e s
estim aban la negociación política privilegiando el saber técnico
com o fuente de legitim idad de esa proyección y de su pertenencia
a la elite dirigente estatal.
M ás que de un quiebre en la evolución partidaria, se trató de la
aceleración de un p ro ceso que m arca al socialism o independiente
prácticam ente desde su origen. A partir de sus prim eros pasos en
1927, los socialistas independientes fueron definiendo su lugar en
la política en un p ro ceso de diferenciación de los o tro s — radica
les, conservadores y sus antiguos com pañeros del PS— que ponía
el acento en las cualidades intelectuales de su dirigencia, cap acita
da para responder a los problem as del E stado y la econom ía por
encim a de los dilem as de los universos partidarios. La inserción
de la elite del partido en el gobierno de Justo favorecería esta ten
dencia, que la inesperada m uerte de D e Tom aso term inó de confir
mar: un pasaje del p artido al E stado en el cual el “ hom bre de E sta
d o ” deja atrás al “ hom bre de partid o ” , abandonando la lógica de la
negociación política, que colisiona con el im perativo de eficacia
en la gestión estatal.
Así, el pequeño p artido que en 1930 había conquistado la pri
m era m inoría electoral en la Capital tuvo su m om ento de gloria en
los prim eros años del justism o, para ingresar rápidam ente en un
cono de som bras hasta su desaparición; m ientras tanto, el PS y la
U C R — ésta desde su regreso al terreno electoral en 1935— recu
peraban su capacidad electoral. Paralelam ente, los m iem bros de la
elite partidaria del socialism o independiente se tran sfo rm aro n en
actores principales del p roceso de reform ulación del E stad o na
cional. El caso m ás notable fue el del grupo constituido en to rn o a
Pinedo cuando éste controló la cartera de E conom ía del gobierno
de Justo, y hasta alguno de ellos se arriesgó a acom pañar, en la
segunda m itad de la década, la em presa m ás atrevida del conser
vadurism o bonaerense, que desde la gobernación de Fresco ofre
cía a la nación una p ro p u esta política co n serv ad o ra inclinada al
populism o, con inocultables parecidos de fam ilia con el fascism o.
Duelo F. P in e d o -!d e la Torre momentos antes de batirse; desde la
izquierda, Rohustiano Patrón Costas. Federico Pinedo. Gilberto Sttárez Lago
v M anuel Fresco, 25 de Julio de 1935.
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A rgentina debía dar cu enta de la ecuación militar, que asignaba a
la institución arm ada un rol tutelar, la ascendencia en el cam po
castrense se transform aba en un valor agregado para la co n stru c
ción de un liderazgo en el cam po civil. C on el vigor de su ascen
dencia m ilitar, Justo construyó un liderazgo político que le perm i
tió co n tro lar la C oncordancia y, con ella, el p o d er nacional casi
to d a la década.
En el terreno estrictam ente politico, Justo desarrollaría hasta la
perfección una conducción sostenida en el equilibrio inestable de
las fuerzas aliadas, a la cual era funcional la debilidad institu cio
nal de la coalición. L a desigualdad de fuerzas im plicaba un riesgo
perm anente: que el peso electoral del P artido D em ócrata se tra d u
je ra en un predom inio interno que sólo reservara para sus aliados
lugares secundarios en la estru ctu ra de poder. E ste riesgo, aunque
siem pre presente, fue aco tad o po r el fortalecim iento del doble li
derazgo de Justo, que lo autonom izaba de las fuerzas políticas en
tan to su fuente de poder no residía sólo en ese ám bito. D e esta
m anera, Justo pudo liderar la coalición insistiendo en presentarse
com o p o rta d o r de la tradición radical no yrigoyenista, y desde la
je fa tu ra del E stad o nacional estuvo en condiciones de prom over
una participación de socialistas independientes y antipersonalistas
m uy superior a la que hubiera correspondido por su im portancia
electoral, m anteniendo así un equilibrio entre las fuerzas de la C o n
cordancia.
L a situación de equilibrio dinám ico se sostuvo, entonces, sobre
tres com ponentes fundam entales: el P artido D em ócrata, principal
ap o rtan te de recursos electorales, que controlaba la m ayoría de las
situaciones provinciales y el bloque legislativo m ás im portante;
dos organizaciones m enores, el antipersonalism o y el socialism o
independiente, que alcanzaron una sobrerrepresentación en el E s
tad o nacional g racias al deliberado apoyo del líder de la coalición;
y un liderazgo de doble rostro, que dio a su p o rta d o r un m argen de
au tonom ía política con el cual incidió notablem ente en la rep ro
ducción del equilibrio de la coalición, que a su vez tuvo en una
jefa tu ra de este tipo la clave de su dinam ism o.
S obre estas bases el bloque oficial supo resolver a su fav o r las
diferentes coyunturas políticas del período, sin p o d er eludir el di
lem a que lo acom pañaba desde su origen: las necesidades, que se
presentan com o irreconciliables, de reproducción en el poder y de
p ro ducción de legitim idad El regreso del radicalism o a la arena
electoral de m ediados de la década bien podía presentarse com o
un logro del gobierno, que superaba así la im pugnación al funcio
nam iento del sistem a, p ero la participación radical am enazaba se
riam ente el control oficial de la sucesión presidencial. A nte la p re
sencia radical en la com petencia electoral p o r la presidencia de
1937, el bloque oficial llevaría las prácticas de m anipulación elec
toral a su m áxim a expresión. P rácticas no ausentes, p o r cierto, en
la prim era m itad de la década, pero que en la com petencia con la
A lianza Civil no habían requerido la escala que ahora las volvía
escandalosas.
L as elecciones de 1937 dejarían una clara enseñanza para el
oficialism o, con lecturas diferentes de acuerdo con las tradiciones
de antipersonalistas y d em ócratas que, respectivam ente, so sten
drían los gobiernos de O rtiz y de Castillo. C on el radicalism o co m
pitiendo electoralm ente, la necesidad de rep ro d u cció n en el p o d er
requería de un esfuerzo m anipulador de tal m agnitud que dejaba
al desnudo la ilegitim idad del oficialism o y ponía en cuestió n la
gobernabilidad. L a reconciliación con la dem ocracia electoral, po r
su parte, im plicaba resignarse anticipadam ente a la entrega del g o
bierno a la oposición. L a prim era de estas lecturas de las eleccio
nes de 1937 guió la política del gobierno de O rtiz desde 1938 y su
intento de sanear el sistem a electoral, avanzando en acu erd o s con
la oposición que conm ovían las bases de la coalición oficial. La
dura reacción conservadora frente al proyecto reform ista de O rtiz
se vio favorecida p o r la vacancia presidencial que dejó en m anos
de Castillo, un hom bre del conservadurism o catam arqueño, el E je
cutivo nacional. El razonam iento co n serv ad o r indicaba que si la
libertad electoral tenía com o destino inexorable el abandono del
p o d er y su en treg a al partido radical, el control y la m anipulación
de los com icios eran la única garantía para la continuidad en el
poder, en la confianza de que el apoyo del E jército podía suplir la
ilegitim idad del régim en.
Pero hacia 1938, cuando asum ió la fórm ula O rtiz-C astillo, el
equilibrio de la coalición había en trad o en crisis. En prim er lugar,
porque aunque O rtiz podía exhibir un origen político afín al de
Justo, no tenía con las Fuerzas A rm adas una relación que pudiera
asim ilarse a la de su antecesor. El relevo en la cúspide política
alteró ese patrón de doble liderazgo ejercido p o r Justo y obligó a
los sucesivos presidentes a p restar una atención especial al cam po
m ilitar, que estaba en relación directa con el poder de tu to ría de la
corporación. L a situación fue manejable mientras O rtiz estu vo a
cargo del E jecutivo, ya que el respaldo relativo de Justo perm itió
evitar el distanciam iento y la erosión de la relación del p o d er polí
tico con el E jército. Pero el recam bio presidencial pro v o cad o por
la enferm edad y m uerte de O rtiz agregó un nuevo elem ento de
descom posición. C on C astillo en la C asa R osada, fue el PD N el
que to m ó las riendas del E jecutivo, y el equilibrio de la coalición
fue am enazado p o r el hegem onism o conservador. La ru p tu ra del
equilibrio podía afectar directam ente el liderazgo que todavía ejer
cía Justo y sus esperanzas de volver al poder. E sta situación ahon
dó las fisuras del oficialism o y prom ovió el acercam iento de los
sectores ju stista s a la oposición radical, igualm ente tem ero sa del
rum bo que tom aba C astillo. La situación de quiebre del bloque
oficial resultante contribuyó a profundizar la autonom ización de
las F uerzas A rm adas con respecto al sistem a político y a constituir
un nuevo cuadro de situación, que se reveló m aduro en el m om en
to del golpe m ilitar de 1943,
poco tiem po después de que
las m u ertes de A lvear y de
Justo term inaran de exponer,
ahora dram áticam ente, la v a
cancia de liderazgo político.
EL LUGAR DE LA
OPOSICIÓN
70
pararían a am bas fuerzas hasta 1935, abriendo dos alternativas para
la acción opositora: la institucional aliancista, cuyo principal re
curso fue la acción parlam entaria y electoral, y la extrainstitucional
del radicalism o, que interpeló al g o b iern o desde los m árgenes
m arcados p o r la abstención electoral.
El reto rn o del radicalism o a la arena electoral en 1935 depositó
en esa fuerza el principal peso del rol opositor. Socialistas y dem o-
progresistas vieron desdibujarse a partir de entonces la so b rerre
presentación política que habían alcanzado y cedieron, ante el ra
dicalism o, el lugar de alternativa nacional al oficialism o, refugián
dose en los distritos en los que cada fuerza tenía peso propio, el
socialism o en la C apital Federal y el PD P en la provincia de Santa
Fe. L a ru ta de la oposición en la segunda m itad de la década tam
bién estuvo signada po r los intentos de reunirse en un frente c o
mún, desde el frustrado F rente Popular a los prim eros ensayos de
la U nión D em ocrática, en los que el clim a ideológico internacio
nal, conm ovido por la g uerra de E spaña y la Segunda G uerra M u n
dial luego, ten d rá evidente influencia.
Socialistas y demoprogresistas
75
acuerdo electoral que no afectaba a las organizaciones partidarias
y que reconocía las capacidades electorales de cada fuerza en los
distintos distritos. Socialistas y dem oprogresistas tendrían una di
nám ica parlam entaria independiente, aunque se alentaba la acción
coaligada frente al oficialism o. G racias a la abstención de la U C R ,
am bos partidos alcanzaron en la prim era m itad de la década una
im portante representación en la C ám ara de D iputados de la N a
ción, m ientras el peso electoral en la C apital Federal y en la p ro
vincia de Santa Fe les perm itió ten e r una representación en el Se
nado nacional que, a pesar de su reducido num ero, im pactó en la
opinión pública po r la e statu ra política de figuras com o D e la To
rre y A lfredo Palacios.
L a fórm ula presidencial de la A lianza reunió a los m áxim os lí
deres partidarios, L isandro de la T orre y N icolás R ep etto , en un
orden que reconocía las m ejores posibilidades electorales del PD P
en los distritos provinciales. L a estru ctu ra básica de la A lianza se
asentaba en los distritos de Capital Federal y Santa Fe, ám bitos en
los que logró la m ayoría en las elecciones de 1931, conquistando
el grueso de su representación parlam entaria nacional y el P o d er
E jecutivo de la provincia de Santa Fe. La d esproporción de fuer
zas de cada partido en am bos distritos transform aba a la A lianza
en una estru ctu ra sim bólica que descansaba en el partido con m a
yor peso en la jurisdicción cuyos hom bres ocupaban prácticam en
te to d as las candidaturas electorales.
E n C apital Federal la fuerte estru ctu ra y la potencia electoral
del PS le perm itían hegem onizar la Alianza. E n la clave de la hora,
sin em bargo, frente a una coalición de derechas que incluía al so
cialism o independiente, la alianza con el PD P podía im pedir la
fuga hacia la derecha del electorado independiente. En el distrito
santafesino la relación interfuerzas se invertía y el P D P lideraba
cóm odam ente la p ropuesta aliancista, acom pañado por un partido
socialista con una pequeña estru ctu ra de cu adros e ínfima p resen
cia en el m ercado electoral. G racias a su dilatada tray ecto ria en la
provincia, la dem ocracia progresista había alcanzado un firme arrai
go que le perm itía cap tu rar una porción im portante del electorado;
no obstante, su fuerte presencia no había bastado para alcanzar la
m ayoría que, desde 1912, había sido radical. C onsecuentem ente,
las posibilidades electorales de la A lianza en Santa Fe dependían
m ucho m ás que en C apital Federal de la actitud de la U CR. Preci
sam ente, la abstención radical de 1931 fue la que abrió el cam ino
para que el PD P alcanzara, con L uciano M olinas, la gobernación.
El desem peño dem oprogresista se sostuvo en la prim era m itad de
la década, m ientras el radicalism o continuó alejado de la co m p e
tencia electoral. P ero el levantam iento de la abstención radical
m arcó el com ienzo del ocaso del partido de De la Torre, que sólo
se estabilizó en los lím ites de la supervivencia partidaria com o
una m inoría electoral de cará c te r provincial.
E n el resto de los d istritos provinciales, la A lianza sólo podía
aspirar a capitalizar el v o to radical para co nquistar la m ayoría. La
fuerte identidad socialista le perm itía al partido co n ta r con refe
rentes locales en m uchas ciudades del interior del país; aunque su
organización y penetración en el electorado no alcanzaban para
ofrecer una alternativa electoral y, en el m ejor de los casos, se
concentraban en la órbita m unicipal. En el caso de la provincia de
B uenos Aires, aunque igualm ente m inoritario, el socialism o tenía
un piso electoral interesante, constituido p o r la conjunción de tres
variables sobre las que se asentaba su desarrollo: el efecto de arras
tre ejercido p o r su predom inio en C apital Federal, la presencia
partidaria en el m ovim iento obrero y el desarrollo localizado en lo
m unicipal, cuyo caso m ás notable fúe el de la ciudad de M ar del
Plata, donde el partido contaba con una densa red político-social.
E n el resto de las provincias, el PDP, aunque tan débil com o el
socialism o, podía recu rrir a personalidades instaladas en la opi
nión pública p o r su larga participación en la política tradicional.
L a tray ecto ria partidaria le perm itía co n tar con figuras provincia
les identificadas con el ideario partidario, y a la vez ofrecer una
co n vocatoria com petitiva ante los conservadurism os locales.
E sa fortaleza relativa de la A lianza en C apital y Santa Fe no
com pensaba su debilidad en el resto de los d istritos provinciales,
donde los partidos coaligados del justism o tenían asegurado el triun
fo. Así, con el radicalism o en la abstención, la v ictoria ju stista
e sta b a g a ra n tiz a d a . E s ta situ a c ió n te n d ría u n a c o n se c u e n c ia
paradojal en la práctica com icial: la ausencia de la U C R y la debi
lidad de la A lianza Civil en la m ayoría de los distrito s favorecían
el control m onopólico de la C oncordancia sobre el acto electoral;
pero la m ism a circunstancia volvía m enos necesaria la m anipula
ción electoral para garantizar el triunfo de la fórm ula justista. M ien
tra s el radicalism o perm aneció en la abstención, los dispositivos
del fraude electoral se perfeccionaron de cara a la com petencia
interna del bloque oficial, y no frente a desafios de o tras fuerzas.
C uando la am enaza electoral del radicalism o se hizo realidad, a
p artir del levantam iento de la abstención en 1935, los dispositivos
del fraude pasaron a ser im prescindibles para garantizar la rep ro
ducción de la C oncordancia en el poder.
En estas condiciones, en las elecciones presidenciales de no
viem bre 1931 y en general en las que se realizaron en la prim era
m itad de la década, el justism o pudo dejar los d istritos de Capital
Federal y Santa Fe librados a las fuerzas del m ercado electoral. El
nivel de exposición ante la opinión pública del distrito capitalino
volvía realm ente co sto so fo rzar la realidad electoral; adem ás, la
dependencia de la ciudad de B uenos A ires del E jecutivo nacional
reducía la com petencia electoral a los cargos legislativos. En San
ta Fe, en cam bio, se disputaba tam bién el E jecutivo provincial,
po r lo cual el antipersonalism o local tenía sobrados m otivos para
intentar utilizar los recu rso s del E stad o a fin de volcar la elección
en su favor. Sin em bargo, en las elecciones de 1931 el PD P tenía
suficiente influencia en el E jecutivo provincial com o para g aran ti
zar la transparencia electoral. El triunfo dem oprogresista en esas
elecciones relegará al antipersonalísm o al rol de oposición parla
m entaria, hasta que en 1935 se interviene la provincia, hecho que
perm itirá p rep arar el cam ino para el acceso del líder antip erso n a
lista M anuel de Iriondo a la gobernación, en 1937.
La confianza del bloque oficial en 1931 se reforzaba p o r el per
fil ad o p tad o por la A lianza en la cam paña electoral. C on la U C R
en abstención, la fórm ula De la T o rre-R epetto bien podía verse
beneficiada p o r una parte im portante del tradicional electorado
radical que privilegiara la posibilidad de im pedir el triunfo del
principal enem igo: los co n serv ad o res y antipersonalistas. El m is
mo Justo aparecía com o responsable de la proscripción de Alvear.
B asta observar los resultados electorales para com prender que esta
posibilidad se c o n cretó en buena parte, a pesar del discurso e lecto
ral antiyrigoyenista de la Alianza, oto rg án d o le un porcentaje de
v o to s que m ultiplicaba con creces la sum a de los tradicionalm ente
obtenidos por los d o s partidos. E se porcentaje fue lo suficiente
m ente im portante com o para crear la ficción de una situación elec
toral com petitiva, que term inaría por beneficiar al gobierno de Justo
am ortizando la ilegitim idad de origen resultante de la p ro scrip
ción radical.
Sin em bargo, el discurso aliancista cerraba las p u ertas a la posi
bilidad de ro zar el núcleo duro del electorado de la U C R el partí-
cipe de las creencias partidarias. Para esta fracción del electorado
radical, la convocatoria de su partido a la abstención resultaba
m ucho m ás atractiva que las opciones electorales que se les ofre
cían, igualadas en su antirradicalism o. A unque Ju sto ad o p tab a una
línea discursiva m ás conciliadora, propia de un pragm atism o polí
tico en que haría escuela, se tratab a del candidato oficial del golpe
m ilitar que había d erro cad o a Y rigoyen, y del p ro m o to r y benefi
ciario de la proscripción del radicalism o.
El lugar de la oposición conquistado p o r la A lianza Civil en
1931 tenía dos centros: el estado provincial santafesino, do n d e el
acceso al P o d er E jecutivo le perm itió d esarrollar una política p re
sentada com o alternativa a la del p o d er nacional, y el C ongreso
N acional, donde el im portante núm ero de cargos alcanzados le
dio una presencia significativa en la opinión pública. En am bos
espacios, la principal lim itación para m ejorar lo conquistado e sta
rá dada p o r las características de la Alianza, organizada com o un
m ero acuerdo electoral, y po r
la fortaleza renovada del ra
dicalism o liderado po r Alvear,
que logró la unidad partidaria
suficiente com o para m ante
ner la im agen de partido ma-
yoritario aun en la abstención.
En efecto, m ientras en la
provincia de Santa Fe el g o
bierno local estaba exclusiva
m e n te id e n tif ic a d o c o n el
PDP, en el C ongreso N acio
nal cada partido tuvo sus res
pectivos bloques parlam enta
rios a lo largo del gobierno de
Justo. El bloque legislativo de
la C oncordancia, bajo la p re
sión del gabinete justista, fun
cionó en los hechos con m a
yor unidad que el de sus o p o
sitores.
En el terren o electoral, ya
Ia sandro de la Torre y I'.nzo Bordabehere en
en 1932, y a partir de enton Rosario, luego de haber votado en las eleccioi
ces en los sucesivos com icios de 1932.
para cargos legislativos, cada partido se presentó individualm en
te. H asta m ediados de la década, esta estrategia le perm itió a cada
organización m antener sus respectivas fortalezas distritales y, con
ella, el im portante núm ero de legisladores. A partir de 1935, en
cam bio, las condiciones electorales se alteraron profundam ente:
socialistas y dem oprogresistas deberían com petir ahora en el te
rreno m ism o de la oposición con la UCR.
A su vez, el reingreso radical a la com petencia electoral m odifi
có las construcciones institucionales, am enazando los intereses del
conjunto de la oposición. El sinceram iento electoral que acarreó
la participación radical llevó al P o d er E jecutivo nacional y al blo
que oficial a profúndizar los dispositivos de m anipulación e lecto
ral que, en las nuevas condiciones, se transform aban en necesidad
im periosa para m antenerse en el poder. El PS y el PD P debieron
enfrentar entonces, ju n to con el radicalism o, el m ecanism o que el
gobierno perfeccionó al detalle en la últim a etapa: p o r un lado, el
cam bio en la ley electoral, con el que se volvió al sistem a de lista
com pleta y se suprim ió el tercio de representación de la m inoría
po r distrito, p o r o tro , el ejercicio sistem ático del fraude en la m a
yoría de los distritos.
Paralelam ente, la recom posición del cam po electoral op o sito r
tuvo tam bién otras consecuencias. Las particularidades del conser
vadurism o en la provincia de C órdoba ofrecían m ayores garantías
p ara el ejercicio de los com icios y p e rm itiero n al radicalism o
sabattinista alzarse con la gobernación a fines de 1935. L a sola p o
sibilidad de que el distrito m editerráneo pasara a las filas de la o p o
sición en las elecciones presidenciales que se avecinaban hizo que
el gobierno nacional se apresurara a actuar, recuperando alguno de
los territorios opositores, com o la Capital Federal o la provincia de
Santa Fe. L os atributos de la Capital Federal para im pactar en la
opinión pública seguían aconsejando dejar librados al m ercado los
resultados electorales, de m odo que se im ponía en la lógica oficia
lista la intervención de Santa Fe, viejo anhelo del antipersonalism o
provincial. Una vez tom ada la m edida, el justism o logró rep ro d u
cir, en vista de las elecciones de 1937, el equilibrio en el m apa
distrital que había construido seis años antes: conserva el lugar pri
vilegiado para la Capital Federal y m antiene igual situación para un
distrito provincial im portante, donde el principal partido o positor
puede com petir librem ente con el bloque oficial, aunque reem pla
zando la Santa Fe del PD P po r la C órdoba del radicalism o.
O tros factores, adem ás, contribuyeron a confirm ar este despla
zam iento espacial y partidario de la oposición. P o r una parte, con
la intervención a Santa Fe el gobierno nacional dejó a L isandro de
la Torre sin poder territorial, afectando así su posicionam iento para
las elecciones presidenciales y, sobre to d o , evitó la consolidación
de una triple referencia o p o sito ra que, de confluir en un frente
com ún co n tra el oficialism o en 1937, contaría con el m anejo de
tre s distrito s im p o rtan tes y una influencia en la opinión pública
capaz de poner en duda la capacidad gubernam ental para asegu
rarse la continuidad en el poder. P or o tra parte, desde el bloque de
la C oncordancia, el desplazam iento Santa F e-C órdoba perm ite otra
interpretación: el fortalecim iento del antipersonalism o en d etri
m ento del Partido D em ócrata N acional. El antipersonalism o siem
pre le había ofrecido a la C oncordancia un perfil com petitivo fren
te a la U C R , que ahora, luego del levantam iento de la abstención
de 1935, se torn ab a crucial. El antipersonalism o logró, en esa nue
va coyuntura, alcanzar el control del estado santafesino e im poner
un hom bre de sus filas com o sucesor de Justo.
También en 1935, el senador dem oprogresista E nzo B ordabehere
era asesinado en el recinto del Senado. Sin p o d er territorial propio
y cediendo ante la U C R el prim er lugar de la oposición en el distri
to santafesino, el PD P apenas logró m antenerse en la segunda m i
tad de la década com o m inoría electoral y sin trascen d er la esfera
local. Sólo los esporádicos y siem pre fru strad o s intentos de reunir
a la oposición en un F rente P opular lograron sacar m om entánea
m ente al partido de esa agonía, que será brutalm ente confirm ada a
com ienzos de 1939, cuando D e la Torre, en diálogo con A lem ,
elija el cam ino del suicidio.
L os problem as del socialism o en la segunda m itad de la década,
aunque diferentes, no fueron m enores que los de sus antiguos alia
dos. Si bien la desaparición del P artido Socialista Independiente
elim inaba una de sus principales com petencias electorales, el re
to rn o del radicalism o am enazaba seriam ente la continuidad de su
bloque parlam entario, que se reduciría rápidam ente. D esde en to n
ces y hasta el golpe de 1943, su desem peño electoral tuvo una
fuerte dependencia de los resultados obtenidos p o r el radicalism o.
Por o tra parte, el socialism o enfrentó una am enaza de o tro orden
que provino de la izquierda del arco ideológico, y que cargó de
urgencia a antiguos problem as de la organización. A unque de m e
nor peso en el terren o electoral, esta am enaza tenía singular im-
portancia en tan to to cab a los núcleos básicos de la identidad parti
daria: el ideológico y el de la relación del partido con el m ovi
m iento obrero, am bos estrecham ente relacionados entre sí.
E n el im aginario socialista el partido expresaba políticam ente el
interés de la clase obrera y, a la vez, el espíritu republicano. E ste
im ag in ario e n riq u e cía la m isión de la d irig e n cia p a rtid a ria y
tensionaba la relación, de por sí conflictiva, con las o rganizaciones
de clase. L a tensión entre lo político y lo grem ial rem itía tan to a la
representación de la dirigencia obrera en la dirección partidaria y
en el Parlam ento, com o al lugar asignado a la política en el cam po
de la lucha grem ial. L o s conflictos que se produjeron en el ám bito
sindical a partir de 1935 profundizaron ciertos desacuerdos entre
la dirigencia partidaria y los principales representantes socialistas
en el m ovim iento obrero. D esde entonces, im portantes sectores de
la dirigencia obrera socialista prom ovieron la intervención de los
sindicatos en la lucha política, im pulsando la participación de las
organizaciones obreras en un F rente P opular con los principales
partidos de la oposición, reunidos tras la bandera antifascista.
E ste cam bio en la política sindical está asociado al giro político
del com unism o local. E n la prim era m itad de la década, el Partido
C om unista había tenido un desarrollo político aislado de los “ par
tidos de la burguesía” y del ju eg o electoral y parlam entario. L a
persecución estatal y la intransigencia política del PC, férream en
te alineado con las directivas em anadas de su organización inter
nacional, habían contribuido a este aislam iento. E n ese contexto,
el desarrollo com unista tiene un territo rio casi excluyente en el
m ovim iento obrero. A partir de 1935, a tono con los cam bios en el
com unism o internacional, el partido local será uno de los princi
pales p ro m o to res de la reunión de las fuerzas políticas dem ocráti
cas en frentes electorales. E n ese contexto se inscriben los inten
to s frustrados del F rente Popular de 1936, su apoyo a la candidatu
ra presidencial de A lvear en 193 7, y los prim eros ensayos de U nión
D em ocrática. L a conflictiva relación entre las dirigencias política
y sindical socialistas volvía m ás vulnerable al PS ante la co m p e
tencia com unista, que podía resultar m ás corrosiva en el clima
ideológico de la g u e rra civil española y la S egunda G uerra M u n
dial, sobre to d o luego de la invasión nazi a la U nión Soviética, en
1941, cuando el com unism o local encontraría un espacio de desa
rrollo político sobrevaluado en relación con sus fuerzas electo ra
les efectivas.
avance 2 c uj+y- x t i o t.Hi^¡ nxL6*u¿i-
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De Quinientos mil a
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S u r e r a ‘.N
83
A su vez, la presencia com unista interpelaba al socialism o en su
identidad ideológica atizando la conflictividad interna. En la his
to ria del P artid o Socialista, la definición ideológica de la o rgani
zación había p ro v o cad o enfrentam ientos internos cen trad o s fun
dam entalm ente en d o s grandes problem as: la cuestión nacional,
es decir, el lugar de la nación en un pensam iento político in te m a
cionalista, y la cuestión revolucionaria, esto es, la relación del
m undo de ideas socialistas con el paradigm a m arxista y la p e rc e p
ción de los significados de la R evolución Rusa. La cuestión nacio
nal fue parcialm ente absorbida p o r la dirigencia partidaria en la
prim era m itad de la década, con la reincorporación de A lfredo
Palacios al partido en 1930 y la de M anuel U g arte en 1935, aun
que el nuevo alejam iento de éste al año siguiente señalaba una
línea de falla: la definición de la política p artidaria en clave an
tiim perialista. La cuestión revolucionaria increm entó en la década
del trein ta la conflictividad interna de la organización con el creci
m iento de un ala izquierda, liderada p o r B enito M arianetti, que
cuestionaba la dirección partidaria retom ando la bandera antiim
perialista en un sentido que lo aproxim aba a los planteos com unis
tas, hasta llegar a la fractura de 1937 con la creación del Partido
Socialista O brero.
El radicalismo
92
teado. N o había sido eficaz p ara obligar al gobierno a desistir del
fraude, ni había construido las herram ientas para enfrentar esa dis
posición gubernam ental a d istorsionar los resu ltad o s electorales.
Así, bajo el signo de la d e rro ta de 1937, se generó un espacio m ás
propicio p ara el desarrollo de la oposición interna, prom ovien
do la confluencia de los distintos sectores enfrentados a la con
ducción.
L a posición institucional lograda po r el partido en el breve tiem po
transcurrido desde su reg reso a la participación tuvo la im portan
cia suficiente com o para o rd en a r el conflicto interno en la discu
sión sobre las m odalidades y los contenidos con que debía ejercer
se la oposición. Ya las elecciones de 1936 le habían perm itido al
canzar una im portante presencia en la C ám ara de D iputados, que
se acrecentará hasta lo g rar la m ayoría en esa cám ara cuando la
política de O rtiz le perm ita co m p etir con el oficialism o sin fraude.
U n bloque legislativo tan im p o rtan te obligaba al partido, día a día,
a resp o n d er a la política del gobierno, jerarq u izan d o la discusión
p o r los contenidos program áticos, m arco en el cual aquellos que
se presentaban com o p o rta d o res de la tradición yrigoyenista b u s
caban diferenciarse de la conducción. Para esa oposición interna,
el ru m b o de la g e stió n p a rtid a ria c o m p ro m e tía al p a rtid o al
m im etizarse con el g obierno y el bloque oficial, no sólo p o r la
actitud conciliadora frente a las políticas estatales, sino p o r el com
portam iento de los representantes partidarios en los organism os
legislativos, que, involucrados en escándalos de corrupción al igual
que sus p ares del oficialism o com o o currió con el affaire de la
C H A D E , dañaban seriam ente la legitim idad de la organización en
la opinión pública.
Sim ultáneam ente, el enfrentam iento interno tam bién se daba
alrededor de la p o stu ra que se debía asum ir con respecto al resto
de las organizaciones políticas opositoras. D esde su regreso a la
com petencia electoral, el radicalism o tuvo que enfrentar lo que se
p resentaba com o un dilema, de acuerdo con su tradición partid a
ria: hasta dó n d e acom pañar las experiencias aliancistas que desde
o tro s sectores de la oposición se proponían com o alternativa, des
de el intento de F rente P opular de 1936 a los prim eros ensayos de
U nión D em ocrática de com ienzos de los años cuarenta. L os secto
res intransigentes, que hacia esta últim a fecha ya com enzaban a
reconocerse com o un bloque que sostenía una p o stu ra de endure
cim iento frente al gobierno y a la corrupción que alcanzaba al par-
tido, m antuvieron en este punto una actitud que entendían funda
da en la tradición partidaria de la “pureza de la organización” , que
no podía contam inarse con otras fuerzas políticas. La intransigen
cia se definirá así, al cierre del período, desde el doble reclam o de
no transigir con el gobierno, ni transigir con el resto de los p arti
dos opositores. Paralelam ente, la p o stu ra conciliadora del alvea
rism o para con el gobierno fue acom pañada con una posición que
superaba parcialm ente el aislam iento partidario, aunque esa unión
posible con o tra s fuerzas no entrañaba una v erdadera discusión en
to rn o a las im plicancias organizativas y políticas de una coalición
que trascendiera lo m eram ente electoral.
El enfrentam iento interno define así a los a c to res principales
com o unionistas e intransigentes, reviviendo en los prim eros años
de la década del cu aren ta la antigua tensión que cruzaba al partido
desde su origen. E sa tensión se daba entre la tradición liberal, que
jerarquizaba el rol del p artido com o parte de un sistem a en el que
coexisten a c to res equivalentes, y la referencia organicista, que al
identificar sin m ediaciones al radicalism o con la nación excluía
del rep arto al resto de las fuerzas políticas que no podían com par
tir un status de por sí excluyente. E se registro consolidó la divi
sión interna en dos bloques, sin que se revirtiera el predom inio de
quienes habían conducido la organización a lo largo de la década,
que lograrían m antener el control partidario a pesar del falleci
m iento de A lvear en 1942. E n el seno de la intransigencia, m ien
tras tanto, se fue constituyendo una generación de recam bio, que
tendría su hora en la dirección partidaria poco después, precisa
m ente cuando el radicalism o había perdido esa condición de p arti
do predom inante con la que signó m ás de tres décadas de política
argentina.
BIBLIOGRAFIA
Buchruckcr. Cristian. N a c i o n a l i s m o y peronismo. La Argentina en la crisis ideo
lógica mundial, 1927-1955, Buenos Aires. Sudamericana. 1987.
Macor, Darío. El poder político en la Argentina de los años treinta, Santa Fe.
Universidad Nacional del Litoral. 1999.
¿GOLPE 0 REVOLUCIÓN?
I 06
tivo este últim o que rem itía directam ente al ciudadano racional
que o p ta entre partidos en un libre m ercado electoral según lo ha
bía pensado Sáenz Peña, se recortaban sobre este diagnóstico crí
tico que, sin em bargo, dejaba abierta la puerta a una posible re
dención. L a co n d ició n era evidente: el fin de la “ d em ag o g ia
personalista” .
La U C R tam bién era considerada la culpable de m ales que en
o tro s ám bitos se atribuían a la dem ocracia en general, tales com o
la inoperancia de sus adm inistraciones, o las vo tacio n es parlam en
tarias en bloque, una práctica introducida p o r las nuevas form as
de m andato im perativo inscriptas en los procedim ientos de los
p artidos políticos m odernos. La prim era crítica retom aba la vieja
asociación de Sáenz Peña entre la razón p rogresista y las ideas de
un grupo político; la segunda había estado presente desde el m o
m ento en que Y rigoyen buscó conform ar un bloque parlam entario
disciplinado. A m bas encontraban en el presidente su blanco p re
dilecto.
Así, m uchos o p o sito res form ulaban las críticas habituales en el
m arco de la crisis de las dem ocracias occidentales de entreguerras
contra la U C R y se lanzaban, a diferencia de o tro s casos, desde lo
que se consideraban las prom esas frustradas de una dem ocracia
liberal naturalm ente positiva. La escasa atención que se ha p resta
do a estas posiciones, que eran las de la m ayor parte de los actores
del m ovim iento de setiem bre, se debe al sobredim ensionam iento
del p o d er y la influencia de U riburu y su grupo. Sin em bargo, la
fuerza de la concepción m ayoritaria explica no sólo la im potencia
de U riburu para im poner su visión m ilitarista y co rporativista del
golpe, sino tam bién la rápida conform ación de una oposición al
presidente provisional en los m ism os gru p o s revolucionarios, que
se institucionalizó el 27 de setiem bre en la F ederación N acional
D em ocrática, inicialm ente constituida p o r los partidos Socialista
Independiente y C onservador de B uenos Aires, a la que luego se
incorporaron agrupaciones conservadoras y antipersonalistas de
las restantes provincias. L a insistencia de U riburu para im poner la
reform a constitucional en un sentido corporativista, ya anunciada
en declaraciones periodísticas po r oficiales adictos y po r el propio
presidente el I o de octubre de 1930, sólo sirvió para erosionar su
de po r sí escaso poder y, paralelam ente, para consolidar la figura
de Justo com o abanderado posible de la continuidad legal y de una
rápida apertu ra comicial.
La interpretación que U riburu y los gru p o s nacionalistas busca
ban im poner, según la cual se enfrentaba una crisis definitiva del
sistem a liberal, de la C onstitución y de la L ey Sáenz Peña, estaba
claram ente a contram ano con la visión predom inante en la opi
nión pública. P ero no fúe éste el único lím ite de su estrategia, ya
que el E jército, la institución que U riburu pretendía transform ar
en iuente de su legitim idad, sostén y adm inistrador del poder, c o n
vertida p o r el golpe en árbitro de la situación política, estaba c o n
trolado po r Justo tan to m aterial com o ideológicam ente.
110
JUSTO p r e s id e n t e
LA CUESTIÓN RADICAL
1 13
('ere moni a en el Colegio Militar. En el palco, desde la izquierda, el ministro
Al. Rodríguez y el presidente Justo, diciembre de 1934.
114
E sta estrategia del C om ité N acional de la U C R tenía, sin em
bargo, un problem a. En ta n to que la vía arm ada carecía de posibi
lidades de éxito, la disputa con el gobierno tenía com o tribunal
últim o el im pacto de los levantam ientos en la opinión pública. Sin
em bargo, ante cada alzam iento, la abrum adora m ayoría de los dia
rios, ju n to a la oposición dem ócrata-socialista, se unía en una con
dena que tam bién involucraba a la política de abstención. C ó m o
dam ente respaldado por este clima, Justo no se privó de recurrir a
un variado arsenal para ap rovechar el descrédito de la política ra
dical, im poner una im agen de norm alidad institucional y transferir
al radicalism o la responsabilidad p o r cualquier irregularidad. Así,
cultivó un estilo deliberadam ente o p u esto al de Y rigoyen: su pre
sencia en acto s públicos era frecuente, sus discursos se difúndían
p o r la p re n sa e s c rita y la rad io , se p re o c u p a b a p o r cum plir
puntillosam ente con cada uno de los rituales republicanos (en es
pecial la a p ertu ra de sesiones parlam entarias, habitualm ente igno
rada por Y rigoyen), y acostum braba reivindicarse com o expresión
de un pluralism o político que habría sido violado po r el ex presi
dente. C om o confirm ación de esta últim a pretensión, podía exhi
bir la colaboración en el C ongreso con la oposición socialista y
dem ócrata progresista: la bancada oficialista, por ejem plo, aprobó
varios p royectos de la oposición — en particular sobre tem as so
ciales— , lo que se ofrecía com o prueba del pluralism o oficial y
del abandono de una política facciosa. Finalm ente, Justo recurrió
con frecuencia a la m ás tradicional crítica antiyrigoyenista; cuan
do hacia 1934 las condiciones de la econom ía m ejoraron, gustaba
difundir la eficacia de su política económ ica en un im plícito c o n
tra ste con el antecedente del radicalism o personalista. E sta prédi
ca en favor de la eficacia gubernam ental rem itía, por un lado, a la
citada “razón” de Sáenz Peña pero, po r otro, em palm aba con el
m ás m oderno entusiasm o tecn o crático del equipo económ ico en
cabezado p o r el m inistro de H acienda, F ederico Pinedo.
El ju eg o de im pugnaciones m utuas entre el gobierno y el radi
calism o tendría su fiel m ás co ntundente en ocasión de los com i
cios nacionales para renovación de la C ám ara de D iputados de
m arzo de 1934, cuando se revelaría si las expresiones de la opi
nión se ajustaban o no a las decisiones del electorado. E xcluida la
U C R , la expectativa de estas elecciones no era su resultado final
expresado en la distribución de bancas, sino la disputa entre dos
visiones enfrentadas de la realidad política argentina, rep re sen ta
das po r la abstención y la concurrencia. A dem ás, se plebiscitaría
la pretensión gubernam ental de norm alidad institucional, cuya
m ejor expresión debían ser unos com icios tranquilos y tra n sp a
rentes. En este contexto, cobró especial im portancia el caso tucu-
m ano, donde el radicalism o local decidió levantar la abstención
en abierta disidencia con las au to rid ad es partidarias nacionales.
P oco im portaban las escasas bancas puestas e n ju e g o : lo que allí
sucediera se ofrecería com o prueba de verdad para las partes en
disputa. Justo, advertido de la naturaleza del ju ego, puso en alerta
a los jefe s m ilitares de aquella zona y envió veed o res propios para
evitar que el gob ern ad o r P róspero G arcía utilizara la m áquina ofi
cial para volcar en su favor la elección tucum ana. G arcía reclam ó
por lo que interpretaba com o un avance sobre la autonom ía de la
provincia, pero Ju sto subió la apuesta lanzando una advertencia
pública al gobernador, pocos días después de un ataque arm ado
contra un acto radical.
En la elección de m arzo de
1934 no se registraron proble
m as im p o rtan tes; el nivel de
concurrencia alcanzó un po r
c e n ta je a c e p ta b le p a ra u n a
elección de dip u tad o s— 62,8%
del padrón— y, sobre todo, la
U C R r e b e ld e d e T u c u m á n
ganó la elección. L a prensa re
pudió a coro la abstención ra
dical, m ientras Ju sto inició su
discurso de apertura de las se
siones legislativas de ese año
con una extensa apología de la
lim pieza de los com icios y una
refe re n c ia p a rtic u la r al caso
tucum ano. El gobierno había
im puesto su visión de la re a
lidad.
Para el radicalism o, las elec
c io n e s a lte ra ro n d ra m á tic a
m ente la balanza de co sto s-b e
neficios de la abstención. E ra
Elecciones de 1934. evidente que la apuesta había
sido dem asiado alta, ya que la concurrencia electoral era prom ovi
da po r la obligatoriedad legal, por los m edios de prensa, p o r la
oposición socialista y dem oprogresista, p o r los grupos radicales
disidentes y, fundam entalm ente, lo era de un m odo apenas velado
p o r la m ism a m áquina electoral del radicalism o. Las autoridades
del partido no desconocían que m uchos p u nteros y jefes p a rro
quiales que aceptaban form alm ente la abstención negociaban sus
v o to s con la U C R A a cam bio del acceso parcial a los beneficios
m ateriales necesarios para m antener su p atronazgo, ya que adver
tían m ejor que nadie el hecho de que las m áquinas electorales sólo
pueden reproducirse participando de los com icios. La existencia
de estas estru ctu ras establecía una diferencia sustancial con la abs
tención anterior a 1912, cuando el partido y su aparato electoral
estaban en form ación. P o r o tra parte, cuando el sufragio era una
práctica de m inorías, la abstención era fundam entalm ente una cues
tión de dirigentes; el sufragio am pliado involucraba, en cam bio, a
una m ultitud de actores cuyas acciones eran difíciles de prever y
controlar. Si hasta los com icios de 1934, el C om ité N acional de la
U C R había aceptado pagar ciertos co sto s a cam bio del beneficio
que la abstención suponía para la religión cívica partidaria, el fra
caso público de esta estrategia daba por tierra con el cálculo. El
riesgo era ahora la fragm entación del partido, detrás del cual ace
chaba expectante el presidente Justo.
Así, la concurrencia a los com icios decidida entre el 2 y 3 de
enero de 1935 p o r la C onvención N acional de la U C R fúe p ro m o
vida p o r A lvear y buena p arte de los dirigentes atendiendo al fra
caso de la abstención y de los m ovim ientos cívico-m ilitares, y a
las críticas cotidianas que soportaban am bas estrategias dentro del
propio radicalism o. E stas circunstancias obligan a revisar la inter
pretación que hace del levantam iento de la abstención una co n ce
sión al oficialism o, tom ada a contram ano de posiciones com bativas
e intransigentes que habrían sido las de la base partidaria y, por
añadidura en ese argum ento, las genuinam ente populares. La de
cisión im pulsó el reto rn o de gru p o s que se habían aproxim ado al
antipersonalism o, y Alvear obtuvo el respaldo unánim e de la prensa.
E sto s éxitos resu ltaro n infinitam ente m ás im portantes y significa
tivos que la oposición y las críticas de sectores que estaban en
m inoría, entre los cuales se encontrarían futuros m iem bros del g ru
po FO R JA , fundado en ese mism o año de 1935, cuyo brillo p o stu
m o y retrospectivo revela mal el rol po r dem ás m odesto que le
cupo en las disputas políticas de los años treinta. Sólo a m edida
que se fuera advirtiendo que el concurrencism o provocaba tam
bién sus propias consecuencias negativas para el partido, aparece
ría una seria oposición interna que se identificaría com o “yrigoye-
nista” en oposición al C om ité N acional presidido por Alvear. Pero,
alim entado p o r la v ictoria en las elecciones legislativas de 1936,
hasta la votació n presidencial de 1937 el clima general fue o p ti
m ista: se celebraba la vuelta a los com icios, la probable victoria y
la virtual reunificación del p artido d etrás de la línea A lem -Y rigo-
yen-A lvear.
LA SUCESIÓN Y EL FRAUDE
120
do las piezas clave del control electoral. Las leyes electorales de
1912 habían intentado term inar con lo que Sáenz P eña llam aba la
lucha de la “ quim era co n tra la m áquina” , buscando desarticular el
control electoral de los gobernadores sobre el electorado de sus
provincias y, a su vez, el control que el presidente ejercía sobre los
g obernadores en su calidad de “gran elector” . Sin em bargo, las
m áquinas electorales no sólo no desaparecieron luego de 1912,
sino que se perfeccionaron, adecuándose a las nuevas situaciones
creadas — aunque no exclusivam ente— p o r la am pliación del nu
m ero de sufragantes.
M ás allá de estos cam bios, las provincias siguieron siendo los
m arcos de referencia del funcionam iento com icial: cada una cons
tituía un distrito donde la elección era organizada y ejecutada. En
la m ayoría de ellas y a p esar de la am pliación de votantes, las
cifras de electores siguieron siendo lo suficientem ente pequeñas
com o para no poner en riesgo el desem peño de los caudillos loca
les, ni el control de estos últim os desde las capitales. En provin
cias m ás grandes, se producía una m ayor fragm entación, com o en
el caso de B uenos A ires y Santa Fe. P o r su parte, la Capital F ed e
ral era un caso s u i g e n e r is. con una m agnitud de electores apenas
m enor que la bonaerense y con la m ayor densidad de población,
era el único distrito com pletam ente urbano. L a m arcada com pleji
dad de su tejido social condicionó siem pre el fúncionam iento de
las m áquinas electorales tradicionales, hasta hacerlas perder parte
de su influencia frente a otras prácticas sociales p ro d u cto ras de
sufragio, com o las que constituyen el fenóm eno de la “opinión
pública” . A un con m uchas precauciones, puede plantearse que este
distrito íúe el que m ás se aproxim ó al ideal “ de m ercado” de Sáenz
Peña, situación que era frecuentem ente celebrada p o r los periódi
cos, que m ostraban com o prueba las habituales oscilaciones elec
torales y los frecuentes triunfos opositores. Sin em bargo, los equi
librios de fuerzas del sistem a institucional delineaban una situ a
ción paradójica, ya que la relevancia del distrito en la distribución
de cargos representativos nacionales siem pre fue significativam ente
pobre en co n traste con la influencia de una opinión capitalina que,
incluso en lo que resp ecta a las m ás m ínim as cuestiones m unici
pales, se había conform ado y se proyectaba políticam ente en una
dim ensión indiscutiblem ente nacional.
En consecuencia, frente a la decisión concurrencista de la U CR,
la cuestión de las provincias se transform ó en la llave que definiría
la elección presidencial de 1937. El oficialism o c o n serv ad o r co r
dobés daba claras m uestras de no adherir a la política de fraude,
perm itiendo la victoria radical de fines de 1935 que llevó a A m adeo
Sabattini a la gobernación. En la Capital, la perspectiva era aun
m ás oscura para Justo, dado que existía la posibilidad cierta de
p erd er no sólo la m ayoría ante la U C R , sino tam bién la m inoría
contra el socialism o. E sto fue, en efecto, lo que sucedió en m arzo
de 1936, en ocasión de la elección de diputados.
E sta situación guió en adelante los pasos oficiales que ap u n ta
ron al dom inio de B uenos A ires y Santa Fe. En el prim er caso, el
objetivo se aseguró m ediante una o p o rtu n a ley provincial co noci
da com o “ ley tram pa” , que o to rg ó al gobierno el control total de
las m esas de votación, ju n to con la consagración de la candidatura
de M anuel Fresco, una figura capaz de poner en suspenso los g ra
ves conflictos internos del conservadurism o bonaerense. En Santa
Fe, el problem a era m ás acuciante dado que el gobierno pertenecía
a la oposición dem oprogresista; allí, Ju sto recurrió al tradicional
m ecanism o de la intervención federal sin ley del C ongreso o, com o
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personaje que siem pre había confiado en las bondades del sistem a
electoral vigente ante las dificultades para co n tro lar este instru
m ento.
P ara la dirigencia radical, los acontecim ientos sucedidos entre
el levantam iento de la abstención en 1935 y la d erro ta electoral de
1937 fueron construyendo un v erd ad ero callejón sin salida; luego
de esta últim a fecha, su política fue errática y co n trad icto ria y,
consecuentem ente, alentó el despliegue de g ru p o s cada vez m ás
críticos de la conducción partidaria. L a clave de to d a esta situa
ción era la definición de la actitud que debía asum ir el partido
frente al fraude oficial, teniendo en cuenta que, recientem ente, la
política de abstención había fracasado. La opinión pública se ha
bía m ostrado, en la prim era m itad de la década, contraria a la línea
que el partido había decidido. P o r o tra parte, la U C R no había
podido traducir su condición de m ayoría electoral en un respaldo
equivalente de sus electores hacia la política de abstención: cual
quiera sea la explicación del v o to radical, su adhesión no alcanza
ba a tal extrem o. D e to d o s m odos, el concurrencism o creaba nue
vos problem as ya que el radicalism o se insertaba en un sistem a
político que le negaba cualquier posibilidad de victoria m ediante
la flagrante violación de las reglas del ju e g o p ero del cual, al m is
m o tiem po, se reconocía com o m iem bro pleno. Ya en 1936 habían
com enzado a advertirse las posibles consecuencias de esta situa
ción: m ientras los diputados radicales, en una actitud de oposición
extrem a, se negaban a aprobar los diplom as de los diputados frau
dulentos de la provincia de B uenos A ires — dejando a la C ám ara
sin funcionar durante varias sem anas y p ro vocando un resonante
conflicto institucional con el Senado— , los concejales porteños
del m ism o partido, respaldados po r A lvear, no dudaron en aliarse
con los concordancistas para v o tar las escandalosas ordenanzas
que p ro rro g aro n las concesiones de las em presas privadas de elec
tricidad. U na anécdota atribuida a A lvear revela hasta dónde era
consciente de esta dificultad. A nte el reproche de un correligiona
rio indignado po r la aceptación po r parte del partido de fondos
em presariales, que incluían los recibidos en calidad de soborno
po r las com pañías de electricidad, A lvear habría respondido p re
guntando ofuscado de qué o tro m odo pensaba su crítico financiar
la cam paña presidencial.
O curría que el lugar que ocupaba el radicalism o en el escenario
político no sólo le im pedía alcanzar el gobierno, sino que lo obli
gaba a aco rd ar con el oficialism o para m antener su ap arato institu
cional y la m áquina del partido. En efecto: era el tem o r a la disper
sión del partido, una posibilidad cierta durante la abstención, la
variable que explica por qué los dirigentes radicales, en algunos
casos desorientados y de mala gana, aceptaron esta nueva reali
dad, aun cuando luego de los com icios de 1937 se reveló que el
riesgo de división podía reaparecer com o consecuencia del concu-
rrencism o. A m edida que se diluía el optim ism o, g ru p o s cada vez
m ás num erosos adherían a posiciones críticas en nom bre de los
principios de la religión cívica y de una línea “y rigoyenista” en
frentada con la “alvearista” que, en general, poco tenían que ver
con los clivajes producidos en el partido durante la década an te
rior. En m uchos casos, esta oposición tenía a nivel partidario los
problem as que la U C R encontraba a nivel nacional, ya que oscila
ba entre la posible fractura del partido y la denuncia del recu rren te
fraude interno que, estim aban, le im pedía acceder a posiciones de
im portancia.
128
tivo. L a sociedad organizada desde el E stad o debía ser activam en
te m ovilizada en favor de este últim o, y éste era el rol que Fresco
atribuía, ju n to con otras prácticas com o la educación o la activi
dad sindical, a los com icios. L ejos del ideal liberal que oto rg ab a al
sufragio la función de conform ar la representación plural de los
individuos y la sociedad en la política, lejos tam bién del g rad o de
libertad electoral de los ciudadanos que, a pesar de sí misma, ad
m itía aquella concepción totalizan te característica de la cultura
cívica argentina, para Fresco la votació n debía ser apenas uno m ás
de los ta n to s rituales de m ovilización de la ciudadanía bajo estric
to control del E stado. P or esta razón, no se preocupaba por ocultar
la m anipulación del v o to — lo que supondría el reconocim iento
im plícito de una tran sg resió n fraudulenta— sino que pretendía
exhibirla con entusiasm o. Su m odalidad preferida era el v o to can
tad o , que transform aría cada em isión del sufragio en un ritual de
adhesión en el cual la presión estatal podía, naturalm ente, ejecu
tarse con com odidad.
Sin em bargo, cada vez que se vo tab a los lím ites del ideal a u to
ritario de F resco se hacían evidentes. D esde los diarios, desde las
bancas del C ongreso y desde la m ism a presidencia, se alzaba a
co ro un repudio generalizado po r lo que, a contram ano de la v o
luntad del gobernador de B uenos Aires, era concebido sim plem ente
com o un fraude. E n lugar de p resentar la im agen de una sociedad
sin fisuras m ovilizada d etrás del E stad o a trav és de una elección
unánim e, la versión m ás difundida era la de un g obierno tránsfuga
y sin apoyo ciudadano.
El 25 de febrero de 1940 se realizó en B uenos A ires la elección
para gobernador luego de una clara am enaza de O rtiz contra cual
quier posible m aniobra de Fresco. Este, a su vez, pretendía im poner
com o sucesor al caudillo populista de Avellaneda, A lberto Barceló,
a cualquier precio. U nos días después, el 3 de m arzo, se realizaron
con norm alidad los com icios nacionales para renovar la C ám ara de
D iputados. Fresco había decidido perm itir la victoria del radicalis
mo en estos últimos, para asegurarse la victoria en los primeros.
Pero cuando aún no había resultados firmes de la prim era elección,
y m ientras se m ultiplicaban las denuncias contra el “escrutinio a
conciencia” , denom inación dada a la falsificación de los resultados
electorales, de larga tradición en la provincia de B uenos Aires, el 8
de m arzo O rtiz envió la intervención federal a la provincia ante el
aplauso generalizado de una amplia m ayoría de la opinión pública.
E l presidente Ortiz y su esposa M aría Luisa Iribarne salen de la Catedral,
lliego de la ceremonia por los funerales de! papa Pío XI, febrero de 1939.
130
N acional, sino tam bién p o rq u e esta disidencia podía e n c o n tra r
en el g o b e rn a d o r de C órdoba, A m adeo Sabattini, un respaldo ins
titu cio n al de indudable prestigio. La situación de Sabattini era a
la vez có m o d a y expectante: podía m o strarse com o el a b a n d era
do de la intransigencia, m ientras g o zab a los ben eficio s de su
p o sición de g o b e rn a n te posibilitada p o r la n egativa del c o n se r
v ad u rism o local a ejercer el fraude, una indulgencia de la cual
A lvear no gozaba.
D e to d o s m odos, la transform ación del entusiasm o del C om ité
N acional po r las m edidas de O rtiz en un apoyo abierto a su gobier
no, por dem ás urgido de tales respaldos, reconocía un lím ite muy
rígido en la necesidad de m antener un perfil o p o sito r para no se
guir ofreciendo flancos débiles a los críticos internos. La situación
para los líderes radicales distaba de ser sencilla.
P o r su parte, la previsible y exacerbada hostilidad de los con
servadores hacia el gobierno se canalizó en una serie de ofensivas
destinadas a contrarrestar el apoyo que la apertura electoral de Ortiz
cosechaba en la opinión pública. Para ello, com enzaron a ventilar
v arios escándalos que supuestam ente involucraban al presidente.
El m ás resonante fue el vinculado con la com pra de terren o s en El
Palom ar, que no sólo buscó el descrédito de O rtiz, sino tam bién el
de su m inistro de G uerra, el general M árquez. La elección de este
segundo blanco no era ingenua: M árquez y el E jército eran piezas
fundam entales en la política presidencial.
Sabedor de que la apertura del sistem a electoral desataría una
lucha entre fuerzas m uy parejas, O rtiz buscó desde un prim er m o
m ento el crucial respaldo del E jército que, convocado p o r el presi
dente, paulatinam ente volvió a instalarse en el rol de árbitro de la
situación política. Algo parecido había sucedido en 1930, pero sobre
esta sim ilitud inicial se d estacaban n o v edades significativas que
m odificaron sustancialm ente las características de la intervención
castrense en la vida política a com ienzos de los años cuarenta. P o r
un lado, el escenario general sobre el que debían actu ar era ahora
infinitam ente m ás disputado y com plejo; p o r o tro , quien co n v o ca
ba a la oficialidad en su favor no era un caudillo m ilitar que, com o
Justo, podía asegurarse el control de la fuerza. E sta vez era un
dirigente civil quien debía dialogar con los oficiales de igual a
igual. Finalm ente, las propias características internas del E jército
venían m odificándose en los últim os años, tan sorda com o p ro
fundam ente.
D urante su presidencia, Justo había logrado m antener al E jérci
to relativam ente alejado de la práctica política. Siendo a la vez
cabeza del E jecutivo y el m ás im portante caudillo de la institu
ción, sabía bien que él era el principal beneficiario de este perfil
p resc in d en te y “ p ro fe sio n a lista ” . D e allí su p reo c u p a c ió n por
m antener cierto equilibrio interno, evitando repetir la actitud pen
dular y facciosa que había caracterizad o la circulación de los m an
dos durante la década anterior. P ero una vez fuera del gobierno y
ante la eventualidad de conflictos internos generados po r la b ú s
queda de apoyos iniciada por Ortiz, ese mism o equilibrio que otro ra
había beneficiado a Ju sto com o presidente m ultiplicaba ah o ra la
fuerza de los potenciales contendientes instalados en posiciones
de poder. P o r debajo de este com plejo panoram a coyuntural, venía
produciéndose un p roceso que transform aría de raíz los valores y
com portam ientos de los oficiales m ás jóvenes.
Siendo Justo m inistro de G uerra, en 1927 m onseñor C opello
había asum ido la dirección del vicariato castrense, y de su intensa
actividad en el cargo nacería una relación destinada a ten e r p ro
fundas consecuencias políticas. D ecidida a dejar una m arca inde
leble en la form ación de una oficialidad a la que vislum braba com o
un factor de p o d er sin igual, la Iglesia ofreció a los jó v en es oficia
les u n a v isió n del m u n d o de m a rc a d o c o n te n id o an tilib eral,
integrista, corporativa, furiosam ente nacionalista, antisem ita, a u
toritaria, antidem ocrática y antiparlam entaria. E sta concepción no
sólo se presentó com o una alternativa atractiva frente a la d eso
rientación pro d u cid a p o r la crisis m undial del liberalism o, sino
que entusiasm ó especialm ente a los hom bres de arm as, ya que les
reservaba un lugar de privilegio com o p o rtad o res de las virtudes
de la ascendente “nación católica” . La g u erra civil española, se
guida con interés y entusiasm o por sacerdotes y oficiales, consoli
dó esta identidad agresiva y m esiánica que fúe am algam ando la
cruz y la espada en nom bre de los m ism os valores. E ste proceso
fue m ucho m enos ruidoso que las siem pre citadas influencias de
los m odelos fascistas eu ropeos pero, po r eso m ism o, su co n cre
ción fue m ás firm e, sus avatares m enos dependientes de los cam
bios coyunturales y sus consecuencias de m ás largo aliento.
A fines de los años treinta, esta nueva situación m ilitar ya había
producido cierto desgaste de la influencia de Justo dentro de la
institución. Su lugar com o referente y pedagogo de una visión a la
vez tecnicista y liberal de la sociedad y la política, que años antes
le había garantizado un prestigio y una hegem onía in co n trasta
bles, estaba siendo erosionado por la nueva pedagogía de una Igle
sia que él m ism o había privilegiado com o guía espiritual y ed u ca
d ora del E jército. Si entre 1914 y 1928 Justo había sabido ganarse
el favor de los jó v en es oficiales que recibían instrucción en los
institutos castrenses, y que ahora ocupaban lugares im portantes en
la estructura de m ando, las nuevas cam adas se estaban educando
con o tro s parám etros y o tro s referentes; sólo faltaba que una fac
ción nacionalista y profundam ente refractaria a la dem ocracia li
beral se organizara com o tal, encontrara sus líderes y precisara sus
objetivos. M ientras tan to , to d a esta erosión no alcanzaba para
m odificar un dato que to d o s reconocían: a pesar de tener que en
frentar una situación m ás com pleja, Justo controló el secto r m ás
p o deroso de la oficialidad del E jército hasta su m uerte en enero de
1943. La institución arm ada seguiría siendo el m ás fiel y d eterm i
nante capital político de Justo.
O rtiz tam bién conocía este dato y, para tra tar de contrarrestarlo,
utilizó to d a la fuerza institucional del P o d e r E jecutivo y el respal
do ofrecido p o r el general M árquez. A nte la previsible reacción de
Justo, se desató la lucha dentro de la institución: aunque un grupo
im portante se encolum nó con el m inistro, el secto r m ás num eroso
apoyó a Justo. E sto le alcanzó para detener un m ovim iento de fuerza
interno planeado po r el general M árquez en favor de O rtiz, a pesar
de lo cual el presidente ju z g ó que el apoyo conseguido era sufi
ciente y se lanzó contra las m áquinas de fraude.
El conflicto abierto entre el presidente y el principal caudillo
m ilitar posibilitó la organización y el sostenido ascenso del secto r
de oficiales nacionalistas. E ste cam bio fue alentado p o r el m ism o
Justo que, siguiendo lo que para él era una conocida, segura y
eficaz estrategia, apostaba a dividir las aguas y p rom over los ex
trem os para m aniobrar con m ayor soltura y presentarse com o úni
ca solución a la vez firm e, m oderada y confiable.
Bejar, María Dolores. "Otra vez la historia política. El consen adorismo bonae
rense en los años treinta", en Anuario del 1EHS. N° 1. Tandil, 1986,
Murmis. Miguel y Porlanlicro. Juan Carlos. Estudios sobre los orígenes deI
peronismo. Buenos Aires. Siglo XXI. 1970.
Zanalla. Loris. Del Estado liberal a la nación católica. Iglesia y Ejército en los
orígenes del peronismo. 1930-1943. Buenos Aires. Universidad Nacional de
Quilines. 1996.
PARADOJAS
L a crisis de 1930 fue leída por los elencos técn ico s y políticos
con peso en el poder público com o un síntom a que revelaba la
necesidad de una m ayor intervención del E stad o en la econom ía,
m ás allá de que los diag n ó stico s difirieran sobre su profundidad y
duración, y sobre la capacidad del país para superarla. E n relación
con el territorio, estas cuestiones se tradujeron en un increm ento
de las o bras públicas, consideradas tradicionalm ente com o el so
p o rte de la producción y de las funciones asignadas al E stado. Se
tra tó , íundam entalm ente, de u n a m odernización de la infraestruc
tu ra de tran sp o rte, riego y alm acenam iento de la producción, y de
las condiciones de la vida rural, que buscaba una m ayor eficiencia
en la producción agrícola-ganadera.
Sin em bargo, la situación del cam po no fúe el único im pulso
p ara la am pliación de la o b ra pública en los inicios de la década.
L a sustitución de im portaciones obligó a concebir obras vincula
das a la producción industrial y energética, a la vez que la cons
tru cció n en general, y la o b ra pública en particular, eran vistas
com o actividades capaces de controlar la desocupación. L as c o n
signas del m om ento eran “ m odernizar el cam p o ” y “urbanizar el
país” , en otras palabras, construir un territo rio cohesionado y h o
m ogéneo sobre la base de nueva infraestructura y nuevo equipa
m iento.
L a relevancia co b rad a p o r el M inisterio de O bras Públicas in
form a sobre la m odalidad que fueron adoptando estas p reo cu p a
ciones. Su principal centro de acción lo constituyó la red cam ine
ra, aunque el increm ento en obras o proyectos de arquitectura, hi
dráulica y elevadores de gran o s no debe ser soslayado. Tam bién
debe atenderse el parcial ingreso de la obra pública en terren o s
que anteriorm ente no form aban parte de sus com petencias, a tra
vés de ciertos program as de acción social que en la década si
guiente enfatizaría el peronism o. El m inisterio había sido creado
en 1898, y el período 1932-1940, cuando lo dirigió M anuel R.
A lvarado, constituyó una etapa principal de su desarrollo. L a in
auguración en 1936 de su nueva sede, un “rascacielos” m odernis
ta en la aún incipiente avenida 9 de Julio, fue p arte de la política
de centralización de la actividad de cada uno de los m inisterios.
C on el edificio se creaba una nueva im agen pública de la in stitu
ción, vinculada a la m odernidad y el p ro g reso , y a la creciente
intervención del E stad o en la configuración del territorio; era una
consecuencia de su actividad a la vez que un sím bolo de su p ro
gram a institucional.
Los gobiernos provinciales, aunque de m anera desigual de acuer
do con sus recursos y su orientación política, avanzaron en senti
dos sim ilares al planteado p o r el gobierno nacional, en m uchos
casos superando sus propuestas. El gobierno del Partido D em ó
crata N acional en M endoza (1932-43), p o r ejem plo, sobre todo
durante la gestión de G uillerm o C ano (1935-38), adem ás de desa
rrollar una am plia p ro tecció n a la industria vitivinícola, estim uló
la producción de cem ento, el petróleo y el turism o, y p ropuso un
am plio plan de obras públicas donde se destacaban las áreas de
vivienda, salud y educación; en 1940 se llam ó a concurso para la
concreción de un Plan R egulador para la ciudad de M endoza. En
el caso de la provincia de B uenos Aires, el g o b ern ad o r M anuel A.
F resco (1936-1940) sólo redujo la am bición de sus planes provin
ciales de obras públicas cuando el gobierno nacional negó a u to ri
zación para continuar em itiendo los em p réstito s provinciales que
los financiaban. U na am plia acción de equipam iento para las ciu
dades provinciales (cem enterios, sedes gubernam entales, m atade
ros, aeródrom os) coexistió con p royectos de vivienda urbana (se
creó el Instituto de la Vivienda O brera) y rural (a trav és del Institu
to C olonizador de la provincia, o tra de las prom ociones de su g o
bierno) y con im portantes obras ligadas al turism o.
El reconocim iento del v alo r de las o b ras públicas no era exclu
sivo de los conservadores, sino que se extendía a m uchos o tro s
gru p o s políticos. El bloquism o sanjuanino, durante el gobierno de
Federico C antoni (1932-1934), im pulsó la construcción de em
presas con fuerte participación estatal (B odegas del E stado, A zu
carera de C uyo y M arm olería del E stad o ), a la vez que se m antuvo
particularm ente activo en áreas com o vialidad, irrigación y vivienda
rural. Los gobiernos radicales de C ó rd o b a (A m adeo Sabattini y
Santiago del C astillo, 1936-43), a trav és de su eslogan electoral
“A gua para el N o rte, cam inos para el Sur y escuelas para to d a la
provincia” , ponían tam bién en prim er plano las o bras públicas.
A su vez, ciertas reparticiones estatales desarrollaron notables
am pliaciones de su prod u cció n a nivel nacional. La D irección de
Ingenieros M ilitares construyó cuarteles en distintos p u ntos del
país y obras de particular envergadura en B uenos Aires, cuyo inte
rés trascendía el plano m ilitar para insertarse en una renovación
m ás global de la producción arquitectónica. F ue el caso del barrio
de viviendas Sargento C abral en C am po de M ayo, o del H ospital
M ilitar Central.
En la m ayor parte de esto s ejem plos se hace presente la ex p lo ta
ción de la capacidad sim bólica y expresiva de la arq u itectu ra m o
derna p o r parte del E stado. Su lenguaje de form as geom étricas,
techos planos, m uros desnudos y blancos, expresaba m ucho m ás
que cam bios internos a la arquitectura: a través de im ágenes, d es
plegaba un discurso que hablaba de pro g reso y de una transform a
ción productiva basada en la técnica. P o r otra parte, se tratab a de
un lenguaje fuertem ente asociado a lo urbano, cuya incorporación
al paisaje del cam po o de las pequeñas localidades del interior
evocaba tam bién las consecuencias deseables de tal tran sfo rm a
ción en la dim ensión social y cultural; el p ro g re so rescataría de su
atraso al habitante del interior. C am po y ciudad dejarían de ser
antagonistas, para que el prim ero se transform ara en una suerte de
prolongación de la segunda.
M ás allá de esto s significados básicos que se reiteraban en las
propuestas m odernizadoras estatales, existieron variantes en cuanto
a elecciones form ales y a m odelos de referencia. Así, la m oderni
dad que proponía la arquitectura de los planes de F resco era m ás
audaz que el austero racionalism o de los planes m endocinos o el
elegante m odernism o de las escuelas cordobesas. La especie de
expresionism o mal tem plado que caracterizó buena parte de los
edificios co n stru id o s en el interior de la provincia de B u en o s A i
res puede ser ju zg ad o , a prim era vista, com o m era extravagancia
form al, p ero en realidad tensa y extrem a una búsqueda de expresi
vidad político-cultural de la arquitectura que fue propia de buena
parte de la producción estatal de la década. La m onum entalidad
m odernista de las obras prom ovidas p o r Fresco se proyectaba com o
una representación elocuente de m odernidad y progreso, directa y
carente de am bigüedad. C argada p o r un fuerte program a sim bóli
co, esta arquitectura parecía obligada a apelar a to d o s los recursos
para ser visible, construyendo nuevos hitos urbanos o territoriales
que señalaran la radical novedad de los program as económ icos,
sociales o culturales que encarnaban. La extrañeza con respecto a
su entorno inm ediato, en lo que atañe a form a, colores o dim ensio
nes, era deliberada, porque constituía la im agen de un cam bio que
se iniciaba en el presente, a la vez que contenía una prom esa de
futuro; esta arquitectura se erigía al m ism o tiem po com o instru
m ento y sím bolo del cam bio. La sólida alianza entre arq u itectu ra
m oderna y E stad o fue central para la difusión de las form as y e sté
ticas m odernistas en la sociedad. Y am bos fueron los hechos ca
racterísticos de los años treinta, aunque las rutinas del eclecticis
m o no abandonaron los tab lero s de dibujo de las reparticiones es
tatales de un día para el otro.
Sin em bargo, las acciones llevadas a la práctica fueron notab le
m ente inferiores a las carencias que se detectaban. H ubo, por ejem
plo, un notable atraso en el desarrollo de la infraestructura de ae
ropuertos, ya que la construcción de uno para B uenos A ires fue
propuesta p o r el C ongreso en 1932, pero los estudios sobre su lo
calización to m aro n m ás de una década, dem orando la concreción
de la obra, que se inició recién en 1944 en la localidad de E zeiza.
O tro caso fue el de diques y represas hidroeléctricas, que com en
zaron a planificarse a fines de la década del tre in ta (El Cadillal en
Tucum án o El Nihuil en M endoza), pero cuya construcción efecti
va fue im pulsada recién p o r el peronism o. Finalm ente, la inter
vención del E stad o en la co n stru cció n de viviendas m asivas, en
tendida com o un conjunto de acciones planificadas, sostenidas en
el tiem po y relevantes desde el punto de vista cuantitativo, fue
o tro tem a que se vio postergado en la práctica hasta que el p e ro
nism o las encaró.
L a m odernización, entonces, en contraba sus límites. E n ellos es
posible reco n o cer las huellas del conservadurism o político de sus
im pulsores, sus dudas e incertidum bres frente a los grandes cam
bios que estaban enfrentando, y su prudente apego a una política
fiscal equilibrada. P ero tales lím ites no afectan el im pacto del v o
lum en de lo realm ente realizado, y esto se trad u jo en el im aginario
social bajo la form a de un lugar com ún de larga duración, los g o
biernos co n serv ad o res “hacen o b ra” . E sto significaba que “hacer
obra” a trav és de em prendim ientos públicos era sinónim o de “buen
gobierno” , en un argum ento donde la política era entendida com o
“ p ro g re so ” en el “bienestar general” , interpretación alentada po r
los nuevos roles del E stad o en la vida social. “L o s conservadores
roban, pero hacen obra” : gobiernos que fueron sinónim o de c o
rrupción, fraude electoral o intim idación política, se legitim aban
en su capacidad ejecutiva a trav és de la obra pública. D esde este
punto de vista, la obra pública y sus im ágenes adquirían una nueva
dim ensión sim bólica, ya que parecían to m ar partido dentro de la
vieja alternativa adm inistración/política. La obra pública perm itía
a los co nservadores presen tarse com o eficaces adm inistradores
em peñados en una tarea am plia y patriótica, que buscaba el bien
com ún, y desvinculada generosa y asépticam ente de los intereses
partidarios o sectoriales con los cuales identificaban a “la política” .
La red de caminos
E l p e tr ó le o
L a certidum bre de que los cam inos eran un facto r fundam ental
de m odernización de las com unicaciones, de desarrollo económ i
co y de cohesión nacional se fortalecía tam bién po r sus vincula
ciones con Y acim ientos P etrolíferos Fiscales, una em presa estatal
central en las aspiraciones a la autonom ía económ ica. La em presa
había sido creada durante el prim er m andato de Y rigoyen y estuvo
com prom etida con la cam paña po r la nacionalización del p e tró
leo, uno de los conflictos agudos del segundo m andato, al punto
de que en la literatura de la época el golpe del 6 de setiem bre fue
bautizado com o “golpe p etro lero ” . De hecho, notorios represen
tantes de la Standard Oil, la com petencia norteam ericana, fo rm a
ron parte del gabinete de U riburu y esa em presa consolidó su p o
der en Salta. Sin em bargo, Y P F experim entó un notable desarrollo
a lo largo de la década abierta en 1930.
En 1931, la tare a de extensión de la em presa había encontrado
un hito im portante en el c o n tra to firm ado con la provincia de M en
doza, que le perm itió m onopolizar to d a la producción petrolera de
la región; en 1932 se ap ro b ó la prim era Ley N acional de P etróleo
y en 1934 se lim itaron las concesiones privadas y se convirtió to d o
el país en reserva fiscal. La participación de Y P F en el m ercado de
com bustibles, en expansión p o r el inicio de la red cam inera, au
m entó progresivam ente entre 1931 y 1934. En este últim o año, la
em presa se lanzó a p ropagandizar su tarea con un fuerte contenido
ideológico, a la vez que am pliaba los cuerpos técnicos dedicados a
la proyección y ejecución de obras — Jo rg e D e la M aría Prins,
responsable de la m ejor prod u cció n arq u itectónica de la em presa,
ingresó p o r entonces a la O ficina de Ingeniería— .
E ntre las obras em prendidas se contó el barrio obrero para la
destilería de La Plata y la gran cam paña de construcción de e sta
ciones de servicio, lanzada en 1936. En las estaciones de servicio,
el estilo m oderno era utilizado com o im agen establecida en los
m odelos pro y ectad o s en serie desde la dirección central, que los
concesionarios debían resp e tar y reproducir. Las estaciones fun
cionaban com o una suerte de com andos de vanguardia tecnológi
ca, sinónim os de p ro g reso y m odernización. L a vocación didácti
ca de la arq u itectu ra elegida e ra evidente: un m odernism o estiliza
do, con claros m otivos icónicos (form as náuticas, pilotes, superfi
cies lisas y blancas). C o n ten id o sim ilar al del edificio de los labo
rato rio s de la em presa en Florencio Várela (una de las m ejores
obras del período), la D estilería San L orenzo, y el v asto com plejo
industrial, residencial y recreativo de C o m o d o ro Rivadavia, to d o s
iniciados en 1937.
Al m ism o tiem po, el p etró leo se convertía tam bién en un com
bustible fundam ental para las industrias, de m odo que to d as las
derivaciones de la industria petrolera parecían desem bocar natu-
raím ente en la p resen ta
ción de Y PF com o una
em presa m odernizadora
y pujante, pionera en el
d e s c u b r im ie n to y la
atención de lejanas z o
nas del país a las q u e
hacía llegar el p ro g re
so. “Y PF hace cam inos,
Y P F h ace p a tria ” , fue
una de las ca ra c te rísti
cas leyendas p u b lic ita
rias que com enzó a usar
la em presa en los años
treinta, acom pañada por
fotografías que m ostra
ban una brecha abierta
en la selva norteña, un
a u to m ó v il a tra v e sa n d o
veloz un nuevo cam ino
recién d esb ro zad o o la
inauguración de una m o
Publicidad de YPh. en el Boletín de d e rn ísim a e s ta c ió n de
Informaciones Petroleras. 1934.
servicio en un pequeño
poblado provinciano, en
el que debía p roducir un efecto de m odelo técnico y estético.
E sta im agen se apoyaba tam bién en la relación de la em presa
con o tras p rácticas muy novedosas y llam ativas, de exitosa expan
sión social, com o el d e p o rte y el turism o. Y PF im pulsó a nivel
nacional el autom ovilism o, en su m odalidad de Turism o C a rre te
ra, que funcionó durante las décadas del treinta y el cuarenta com o
v erteb rad o r social y cultural de m uchos pueblos del interior, in tro
duciendo p autas m o d ern izad o ras y de integración regional. El
autom ovilism o realim entó tam bién el desarrollo de una m iríada
de p eq u eñ o s talle re s de a u to p a rte s, b ases sobre las cuales se
expandiría en las d écad as siguientes la industria a u to m o triz local.
A su vez, Y PF desarrollaba acciones que contribuyeron con la ex
tensión a las clases m edias del turism o, que dejaba de ser una prác
tica de elite, convirtiéndose en el m ecanism o privilegiado del “c o
nocim iento de lo p ro p io ” inseparable de la constitución de un ima-
162
ginario nacional. Y PF realizó un verd ad ero am ojonam iento de las
ru tas del país: sólo en el plan que realizó ju n tam en te con el A u to
m óvil C lub A rgentino, entre 1938 y 1943, construyó 180 estacio
nes de servicio con sedes sociales en las principales ciudades, cam
pings, servicios recreativos y técnicos.
M odernización, nuevas técnicas, nuevas p rácticas sociales, in
dustrialización, desarrollo del territorio. T odas esas valencias se
anudaban de m anera inequívoca en la im agen que construía YPF.
P ero tam bién, y m uy especialm ente, soberanía e interés nacional,
consolidando un im aginario nacionalista y favorable a la a u to n o
mía económ ica del país. En efecto, las im plicancias telúricas del
petróleo com o recurso natu
ral propio, radicado en las
p ro fu n d id a d e s de leja n o s
rincones de la nación, sum a
das a su creciente inciden
cia en la prod u cció n indus
trial y a las pujas interim pe
rialistas p o r su control, se
...i/ f t i a n d o
p re s ta b a n a d e c u a d a m e n te
para cam pañas nacionalistas
que intentaban im poner los
p r o d u c to s de la e m p re sa
com o q u in ta e sen c ia de lo Y P'F d iv e ...
I
’ s u n a verd ad in e o n lro v e r- si va s ín t e s is de a r g c n liin t liid .'
argentino. 4 lil d e la .ir p o n U n id a d «le IV e l la d e riv a esa ‘ V a lid a d
en
Con
(‘ I p a í s ,
SUS
V
v a r i-
I* I'
Cmnt.ilr m fuxjffr» y fim onnr) Jr
ta y el a I Mi ra c o n , . . .
lización del m ism o con la A in a l p r o p io , q u e e s a r p e n - uu >« >ou en *,
s id e n te de Y PF, R ic a rd o
Silveyra, en enero de 1934, Aviso de YPF en Sur. n° 24, setiembre de 1936.
163
planteando una paradoja sim ilar a la de la construcción de la red
vial, sobre to d o si se piensa en el m odo en que ha quedado estig
m atizada la acción estatal de la década. E s que el “crear m ercado”
tenía tam bién im plicancias ideológicas y culturales, m ás aún si se
atiende a la com posición de un grupo de colaboradores íntim os
del presidente Justo. T odos ellos pertenecían, com o él m ism o, a
una co rp o ració n profesional con una m atriz ideológica m uy p arti
cular, la ingeniería, que desde finales del siglo X IX venía levan
tando las banderas de un “nacionalism o técn ico ” de fuerte arraigo
en las oficinas públicas, donde se form aron los nuevos cuerpos
técnicos del E stad o nacional. L as principales políticas de los g o
biernos conservadores, entonces, coincidieron casi puntualm ente
en una su e rte de “ n acionalism o o b je tiv o ” con los principales
lincam ientos que, p o r ejem plo, proponían los herm anos Irazusta
en I m A r g e n tin a y e l im p e r ia lis m o b ritá n ic o , un libro fundador del
revisionism o que apareció en el m ism o año de 1934, o con p ro
puestas posteriores de Scalabrini O rtiz. Se trataba en to d o s los
casos de prom over una industrialización parcial para aum entar el
m ercado interno y el desarrollo de la producción nacional de pe
tróleo, de la infraestructura vial y del tran sp o rte autom otor.
El turismo
D esde los años veinte, el turism o dentro del país había sido
im pulsado com o recreación m asiva por periódicos m odernizado-
res de los hábitos sociales com o C rítica , que destinaba co rresp o n
sales en las zonas pintorescas del país. Se o to rg ab a al turism o una
función “civilizadora” de doble vía, vinculada al conocim iento del
país: “desprovincializar” a los habitantes del interior, para borrar
los rastro s de “odioso regionalism o” , y “argentinizar” a los p o rte
ños, que “ conocen en sus m ínim os detalles el París elegante” pero
“ ignoran paladinam ente cóm o se vive en el interior de su propia
tierra” . E so s m ovim ientos se creían indispensables para la co n sti
tución de una “nacionalidad m oral” , com o sostenía C rític a en se
tiem bre de 1922. L a expansión del turism o tenía dos vertientes: el
arraigo a los sitios argentinos del turism o de elite, invirtiendo el
hábito prestigioso del viaje a E uropa, y la i n c o r p o r a c i ó n de los
sectores m edios y popula
res al nuevo tu rism o m a
sivo.
L as prim eras am pliacio
nes en am bos sentidos ha
bían com enzado durante los
años de la Prim era G uerra
M undial, pero el progreso
m ás notable o currió en la
décad a del v einte, con la
consolidación de las clases
m edias aunada a la difusión
del a u to m ó v il y a c ie rta s
políticas sectoriales, com o
la de la com una de M ar del
Plata controlada por el Par
tido Socialista, tal cual de
m uestra Elisa Pastoriza. El
principal desarrollo se ex
perim entó en esa ciudad y
en las sierras de C órdoba:
tanto la elite com o las cla
ses m edias preferían, fren
te a la sublim idad de cier
to s escenarios naturales, la
suavidad y benignidad de los paisajes pintorescos, aquellos esp a
cios naturales colonizables p o r el hom bre de m anera relativam en
te sencilla y que aludían a la naturaleza com o sereno y confortable
m arco de la vida social. M ás aún, el veraneo de la elite tuvo siem
p re u n a m a rc a d a p re d ile c c ió n p o r a s p e c to s m u n d a n o s y de
interacción social. La ruleta era un elem ento im prescindible para
atraerla; clubes, cines, posibilidades de prácticas deportivas diver
sas, confort, eran factores necesarios para satisfacer g u sto s sofisti
cados y form as de sociabilidad com plejas, que serían tam bién ad o p
tadas por los sectores m edios.
Ese doble proceso de am pliación registró un salto cualitativo en
los años treinta. En el caso del turism o de elite, el viaje a E uropa
se vería nuevam ente postergado, en principio po r la crisis y el co n
trol de cam bios, m ás tard e por el clima bélico. En el caso del tu ris
m o m asivo, transform aciones legislativas com o el sábado inglés
de 1932 o las vacaciones pagas, que se sancionaron po r prim era
vez para el sindicato de com ercio en 1934, favorecieron la g en era
lización del hábito entre la clase m edia, alentando un proceso que
luego extendería el peronism o a los sectores obreros. C iertas insti
tuciones, com o la A sociación C ristiana de Jóvenes, la C asa de la
E m pleada y el Club A rgentino de M ujeres, disponían de casas de
veraneo para sus asociados en Sierra de la Ventana, C osquín y
M ar del Plata, com enzando a trascen d er así las posibilidades de
acceso individual al veraneo y esbozando las bases de lo que sería
m ás tarde el turism o sindical. E n el m ism o sentido, pero dentro de
la acción estatal, a fines de la década la ley 12.669 disponía la
construcción de hosterías y hoteles de turism o en San Luis, La
R ioja y C atam arca. El increm ento del turism o en esos años puede
m edirse a través del caso de M ar del Plata, donde las cifras de
turistas pasaron de 65.000 en 1930 a 3 80.000 en 1940, registrando
así casi el 500% de aum ento.
El cam bio fundam ental que se produjo en los años treinta radi-
E l w eekend
172
El edificio de departam entos de renta fue p ro d u cto de una ecua
ción, directam ente relacionada con el cálculo económ ico del cual
es el p ro d u cto m ás directo, que vincula el sobrio m odernism o de
las fachadas con la com pactación de las plantas de los d e p a rta
m entos, la consiguiente reducción de la superficie de las habita
ciones, la racionalización y sim plificación de los diseños y la in
corporación de nuevos dispositivos y artefactos de confort, res
pondiendo acabadam ente a lo que en los años treinta se denom i
naba una “concepción de vida m oderna” . A dem ás de las nuevas
form as, los nuevos artefacto s y los nuevos equipam ientos, ella
im plicó la exasperación del cará c te r de m ercancía de la vivienda,
ya que el negocio estaba im plícito desde la construcción, y se ex
presaba en la propia form a de las unidades y en los equipam ientos
colectivos que proponían una disgregación individualista de las
funciones tradicionalm ente agrupadas en el “ hogar” . E n general,
se la concebía com o vivienda transitoria, p orque se com partía con
o tra o porque sus habitantes eran fam ilias en form ación, en franco
co n traste con el anhelo de perm anencia em blem atizado p o r la vi
vienda individual a u to co n stru id a típica de las décadas anteriores.
D e tal m odo, la casa de renta tam bién encarnó unas relaciones
hom bre-habitar m ás plenam ente m odernas, tem a percibido y cele
b rado por los m edios que form aban opinión entre las clases m e
dias y altas urbanas.
Si esta renovación privada fue posible y tu v o tal im pacto fue
porque form ó parte de una m odernización urbana em prendida por
el E stado, con inversiones cuya intensidad y coherencia sólo resis
ten la com paración con la o b ra del intendente T orcuato de A lvear
en los años ochenta del siglo X IX . D e tal m odo, en 1936 B uenos
A ires podía celebrar el cu arto centenario de su prim era fundación
en el ap ogeo de una m odernización que definió su perfil urbano,
social y cultural po r varias décadas. El intendente M ariano de Vedia
y M itre (1932-1 9 3 8 ) buscó constituir ese acontecim iento en un
punto de llegada de la vida de B uenos A ires m arcado po r su obra y
coronado por las transform aciones decisivas que se estaban p ro
duciendo de m odo vertiginoso. D urante su gestión se ensancharon
las avenidas transversales desde C allao hasta el río, se finalizaron
las diagonales n orte y sur, se inició la avenida 9 de Julio, se finali
zó la avenida C ostanera, se com pletó la red de subterráneos, se
rectificó el R iachuelo y se reem plazaron to d o s sus puentes tra d i
cionales con estru ctu ras m odernas, se entubó el arroyo M aldona-
Obras para la apertura de la avenida 9 de Julio, 1937.
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nes parciales con gran sentido ritual. En un tiem po sim ilar se de
m olieron las cinco m anzanas com pletas que fueron el com ienzo
de la avenida 9 de Julio. Para celebrar el cuarto centenario se le
vantó en 60 días la obra cum bre, desde el punto de vista sim bóli
co, de toda la operación, el Obelisco, diseñado por A lberto Prebisch
en la Plaza de la R epública, intersección de tres avenidas en cons
trucción y de dos líneas de subterráneos que tam bién estaban en
obra.
De tal m odo, se produjo una concentración de transform acio
nes m odernizadoras que parecían convertir a la B uenos A ires de
los años treinta en el lugar de realización del sueño m odernista.
Las fotografías de la época m uestran una ciudad desventrada, tra
bajando día y noche en m archa febril de progreso. R oberto Arlt,
que en sus ficciones había ya figurado una B u en o s A ires radical
m ente m odernista, fue su cro n ista entusiasm ado, m ostran d o la
atracción que ejerce una ciudad que ha decidido acelerar el p o rv e
nir. “El Intendente [...] parece regocijadam ente dispuesto a tirar
abajo la ciudad” , escribía A rlt en su colum na del diario E l M u n d o ,
nada habituada al elogio de la clase política.
178
b arcos resultaba tranqu ilizadora y parecía sostenerse en la eviden
cia, pero en la década del treinta, cuando tal interpretación se adoptó
com o lugar com ún, quienes estaban protagonizando el nuevo p ro
ceso de expansión de la Babel urbana, reproduciendo su sentido
disolvente, eran los m igrantes de ese interior “ p u ro ” , reivindicado
ahora com o sitio de la “ au téntica” civilización. E n efecto, el nue
vo im pulso de crecim iento de la B uenos A ires m etropolitana c o
m enzaba a b asarse ahora en las m igraciones internas, y si se le
podía achacar a la ciudad el vaciam iento del interior, ¿cóm o la
179
afectaba la nueva población que provenía de él? ¿C óm o integrarla
en la visión polar de los dos países, cóm o pensar su futuro, qué
hacer con la ciudad, cóm o cam biarla? D entro de su aparente neu
tralidad descriptiva, M ac Leish p roponía un problem a que en esos
años com enzaba a entrar en su fase m ás aguda: si la A rgentina
debía ser un país rural, ¿qué significaba esa ciudad enorm e y c o s
m opolita en su extrem o, que expoliaba al cam po y lo vaciaba?
¿C óm o incorporarla a una discusión sobre el futuro del país? O,
com o plantearía en 1940 M artínez E strada en L a c a b e za d e G o lia t
“ Si dem oliéram os ladrillo a ladrillo la ciudad de B u en o s Aires,
com o se desm onta un m ecanism o pieza a pieza; si cerráram os los
p u erto s e hiciéram os retro ce d e r los ferrocarriles hacia estaciones
m editerráneas; [. . .] ¿cuál sería la su erte ulterio r de la R epública?”
La cabeza de Goliat
Un modernismo rural
E n tre las políticas con que el E stad o tra tó de paliar esa situación
se destacan las iniciativas sobre vivienda p opular rural, coinci
dentes con los diagnósticos sobre la precariedad de la situación de
los trab ajad o res del cam po y con las preocupaciones sobre la ne
cesidad de su arraigo. E ra éste un tem a que había sido abordado
m uy m arginalm ente en los intensos debates sobre la vivienda p o
pular de las décadas anteriores, siem pre cen trad o s en la vivienda
obrera urbana. Al m ism o tiem po, los escasos desarrollos de m ode
los de vivienda extraurbana realizados p o r los arq u itecto s habían
estado hasta entonces vinculados a la expansión del w e e k e n d y sus
figuraciones recreativas, m ientras que en este caso se tratab a de
enfrentar el problem a de la vivienda en el cam po entendido éste
com o un lugar de trabajo y producción. La m ayoría de las iniciati
vas estuvieron a cargo de instituciones fundadas p o r el gobierno
de Justo, aunque com enzaron durante el gobierno de Ortiz. Todas
estaban relacionadas con p ro p u estas m ás am plias dirigidas al sec
to r agropecuario, centradas en la colonización o el crédito agrario,
com o el concurso de p ro to tip o s para viviendas rurales organizado
p o r el Instituto de C olonización de la Provincia de B uenos A ires
en 1937; el concurso realizado en 1938 po r el B anco N ación (que
había creado la Sección C rédito A grícola en 1933); la labor del
C onsejo A grario N acional, creado en 1939 sobre la base de p ro
y ecto s legislativos anteriores; el conjunto de p royectos realizados
po r la D irección de Tierras y C olonias del M inisterio de A g ricu l
tura; las propuestas del B anco H ipotecario N acional de 1942.
L as políticas del arraigo rural no sólo reconocían estím ulos en
la situación local, sino que eran consecuentes con la principal p re
ocupación que com enzaba a m arcar los debates de la urbanística:
la necesidad de evitar las grandes concentraciones urbanas, a tra-
Escuela rural en Su ¡pacha, provincia de Huellos Aires.
Arq. Eduardo Sacriste, 1943.
190
com o en o tro s países donde fuertes políticas territoriales estatales
eran acom pañadas po r el debate sobre la identidad nacional de la
arquitectura — el M éxico cardenista o la U nión Soviética— , aquel
viraje disciplinar siguió paso a paso el rum bo de la experim enta
ción estatal, que significó para los arquitectos, h asta entonces p ro
fesionales em inentem ente urbanos, p o n er en el centro del debate
los problem as del interior y el habitar rural.
P o r ejem plo, las estaciones de servicio y los edificios industria
les y de habitación que realizaba YPF, entre 1934 y 1937 habían
sido francam ente m odernistas, casi com andos didácticos de v an
guardia con la explícita v o cación de generalizar en el país un im a
ginario de pro g reso urbano; pero hacia 1938 com enzaban una bús
queda en p o s de diferentes fórm ulas de com binación entre trad i
ción y m odernidad, entre cosm opolitism o y regionalism o, a través
del uso de los m ateriales o las com posiciones volum étricas. A los
estilos náuticos o cúbicos de los prim eros años, les sucedieron
im ágenes volcadas hacia un estilo rústico m ás o m enos m odernis
ta: com binaciones de vidrio, piedra y tech ad o s de tejas invertidos,
uno de cuyos más altos ejem plos es la estación de servicio de Peralta
Estación caminera Dolores, Plan ACA-YPF, c. 1938, Arq. Antonio I llar.
194
c arácter nacional E sa p osición era adoptada, en el m arco de la
m odernización conservadora, casi com o la versión oficial sobre el
cará c te r “criollo” de la ciudad y, transitivam ente, de una A rgenti
na que se explicaba en ella.
A unque desde com ienzos de la década del treinta algunas voces
ponían rep aro s a la fascinación que producían esas lecturas, sólo
en la segunda m itad com enzaría a to m ar form a una representación
consistente del país interior, que iba a oponerse a aquel “pam peano-
centrism o” . B ernardo Canal Feijóo fue uno de los au to res que con
m ás persistencia avanzaron en esa búsqueda de rep resen tar el país
desde un “ m iraje tie rra -a d e n tro ” , com o llam aba a ese cam bio de
perspectiva. En 1937 pro p u so una refutación encendida del libro
que M artínez E strad a había publicado en 1933, m ontando una in
terp retació n de la tradición cultural en la que lo interior om itido
tom ó el carácter de síntom a. Así, en P ro p o sic io n e s e n to rn o a l
p r o b le m a d e u n a c u ltu ra n a c io n a l a rg en tin a , publicado en 1944,
sostuvo que la A rgentina m oderna se había construido sobre el
aserto alberdiano de que el “d esierto ” (es decir, aclaraba, la parte
“ocu p ad a” por la historia colonial española o po r el indio) im pe
día la civilización y que ella sólo podía im plantarse p o r la fuerza,
“ de gajo” , argum ento tam bién im plícito en la figura sarm ientina
de la civilización y la barbarie. Tal co n stru cció n había cread o una
falsa alternativa en la cual to d a la cultura argentina p o sterio r ha
bría quedado apresada, po r aceptación directa o po r inversión “crí
tica” : “ ser bárbaro, pero auténtico, o ser culto, pero sim plem ente
nom inalista y re tó ric o ” .
Sin em bargo, tal vez sea Scalabrini O rtiz, ju stam en te p o r haber
sido partícipe activo de la m irada van g u ard ista y “ pam peanocén-
trica” , quien m ejor m uestre el cará c te r del cam bio experim entado
en las representaciones del país. E n tre E l h o m b re q u e está so lo y
e sp e ra , de 1931, y sus escritos de denuncia nacionalista de la se
gunda m itad de la década, Scalabrini pasó del optim ism o urbano a
la exploración de las razones ocultas que hacían pervivir, dram áti
cam ente, al “país pastoril” . E ste últim o diagnóstico tam bién aloja
ba el optim ism o, dado que la explicación conspirativa y m onocausal
de los m ales nacionales perm itía esperar la redención. Sin em bar
go, desde el p unto de vista de la im agen del país que m odelaban,
am bos registros eran com pletam ente contrastantes. En 1931, Sca
labrini podía afirm ar en directa analogía con Frank:
“ El Hombre de Corrientes y Esmeralda es el vórtice en
que el torbellino de la argentinidad se precipita en su más
sojuzgador frenesí espiritual. Lo que se distancia de él pue
de tener más inconfundible sabor externo, peculiaridades más
extravagantes, ser más suntuoso en su costumbrismo, pero
tiene menos espíritu de la tierra.
"Por todos los ámbitos, la república se difúmina. va desva
neciéndose paulatinamente. Tiene sabor peruano y bolivia
no en el norte pétreo de Salta y Jujuy; chileno en la demarca
ción andina; cierta montuosidad de alma y de paisaje en el
litoral que colinda con Paraguay y Brasil y un polimorfismo
sin catequizar en las desolaciones de la Patagonia.
”E1 Hombre de Corrientes y Esmeralda está en el centro
de la cuenca hidrográfica, comercial, sentimental y espiri
tual que se llama República Argentina. Todo afluye a él y
todo emana de él. Un escupitajo o un suspiro que se arrojan
en Salta o en Corrientes o en San Juan, rodando en los cau
ces, algún día llegan a Buenos Aires.”
Ballcnt. Analii. “La ‘casa para todos': grandeza y miseria de la vivienda masi
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Sarlo, Beatriz. Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920y 1930, Buenos
Aires. Nueva Visión, 1988.
206
L os trabajadores, que eran en gran m edida extranjeros todavía
hacia 1930, debieron e n co n trar sin duda m uchas dificultades en
adquirir la educación, las habilidades y la influencia necesarias
para o cupar puestos característicos de los sectores medios. En efec
to, los requisitos de acceso a las profesiones eran dem asiado es
tric to s para una m asa de inm igrantes cuyos índices de analfabetis
m o eran to d av ía im portantes y lo m ism o puede decirse, aunque en
m enor m edida, de la heterogénea categoría de los em pleados. Todo
indica en consecuencia que el ascenso social durante el período
analizado no se debió, al m enos de una m anera destacada, a un
fenóm eno de m ovilidad inm ediata entre “clases” — que el trab aja
d o r inm igrante se convirtiera él m ism o, y de m anera rápida, en un
m iem bro de las clases m edias— sino a un p roceso de m ás largo
plazo, m ediado en general p o r la educación, y cuyos acto res prin
cipales fueron m ás bien los hijos o los nietos, ya argentinos, de
antiguos m igrantes transoceánicos.
E n el crecim iento de los secto res m edios sin duda influyeron
tam bién o tro s factores. U no de ellos fue la incorporación de inmi
g rantes que ya pertenecían a los sectores m edios en sus respecti
v o s países de origen, fenóm eno que si bien fue num éricam ente
m inoritario, no puede dejarse de lado sin más. U n segundo ele
m ento fue la ocupación de p u esto s considerados propios de las
capas m edias p o r hijos de la elite en un m ovim iento inverso de
descenso social, que tuvo lugar sobre to d o en la década abierta en
1930.
En cuanto a la conversión de trabajadores en pequeños patronos
o com erciantes, tam bién es necesario ten er en cuenta que para una
m ayoría era realm ente difícil a h o rrar lo suficiente com o para ini
ciar un em prendim iento com ercial propio. E sta experiencia, cuan
do se intentaba, requería un serio esfuerzo po r parte de fam ilias
capaces de a p o rtar un núm ero suficiente de trabajadores y de re
sistir la autoexplotación intensa y prolongada, de to d o s o de la
m ayoría de sus m iem bros.
212
dom inio de los hom bres sobre las m ujeres fuera especialm ente
relevante en los tram os de edades activas. Sin em bargo, el índice
de m asculinidad bajó en B uenos Aires, desde un 117,2 en 1914 a
un 99,3 en 1936 y a un 94,5 en 1947. H acia m ediados de la década
de 1930, el núm ero de m ujeres ya sobrepasaba ligeram ente al de
hom bres, superando una diferencia en favor de aquéllos que era
de 120.000 en 1914. M ás allá del cam bio cuantitativo, se p ro d u
jero n algunas transform aciones significativas en las condiciones
de vida y en las expectativas de las m ujeres de clase m edia y alta,
que no p arecen haberse difundido en la m ism a p roporción en los
sectores populares. L a legislación ap robada en 1926, que fijaba,
increm entándolos, los derechos legales de la mujer, fue un prim er
paso im portante, a pesar de que seguía m anteniendo algunos as
pectos discrim inatorios.
O tra im portante característica de este período fúe el cam bio en
la distribución por edades: en la década de 1930 los jóvenes, adul
to s de am bos sexos, ya dom inaban la ciudad y cam biaron en bue
na m edida su to n o vital. La esperanza de vida pasó de 48,63 años
en 1913/15 a 59,44 en el 35/37 y a 65,24 en 1947.
L os efectos de la educación pública tam bién se hicieron notar.
E n B uenos Aires, por ejem plo, los analfabetos pasaron de ser un
54,4% en 1895 al 35,1% en 1914, y a 12,6% en 1938, lo que devino
en la presencia de un m ayor núm ero de personas en condiciones de
acceder a instrum entos de capacitación m ás form ales que la sola
experiencia. El cruce de esta realidad con la particular evolución
del m ercado de trabajo, que se destacó por una notable dem anda
de em pleados en los servicios adm inistrativos públicos, privados y
de especialidades, influyó en la em ergencia de una peculiar avidez
po r capacitarse, que se convirtió tam bién en o tro de los rasgos más
típicos de los sectores populares durante este período.
La experiencia de la
vivienda propia
221
barriales se destacaron po r su im portante papel en la conform a
ción de nuevas redes de sociabilidad, y p o r representar los casos
m ás nítidos de confluencia entre las expectativas, afanes y gestión
populares y otras instancias institucionales y políticas. M uchas de
las bibliotecas fueron im pulsadas p o r los m ism os sectores po p u la
res para cubrir necesidades m uy sentidas p o r los vecinos, com o
las creadas en clubes y sociedades de fom ento. Las denom inadas
“bibliotecas p opulares” fueron, en cam bio, p ro d u cto de la iniciati
va estatal e im pulsadas institucionalm ente por disposiciones del
C oncejo D eliberante entre 1927 y 1928. La iniciativa m unicipal
no se limitó sólo a ese tipo de intervención sino que, m ediante
donaciones, tam bién incidió en la propia m archa de aquellas otras
bibliotecas creadas de m anera espontánea p o r los propios vecinos.
Los partid o s políticos cum plieron tam bién un papel de prim era
m agnitud en la creación de bibliotecas barriales. E n B uenos Aires,
se destacó de m anera notable en tal actividad el Partido Socialista,
que en el año 1932 contaba ya con 56 bibliotecas.
C om o ám bitos populares que eran, las bibliotecas cum plieron
una labor am plia y polivalente y de ningún m odo se lim itaron a las
tareas relacionadas con los libros y la lectura. D esarrollaron tam
bién otras actividades culturales, de tipo recreativo e incluso de
portivo, actividades que en las bibliotecas surgidas de m anera m ás
espontánea llegaron en ocasiones a doblar en im portancia a la ac
tividad nom inalm ente principal.
Las conferencias o “veladas culturales” organizadas p o r las bi
bliotecas se convirtieron en los eventos m ás im portantes, y a la
vez m ás característicos, de la nueva sociabilidad p opular que se
estaba conform ando. Se trató de actos a los cuales el vecindario se
volcó en form a m asiva y que se caracterizaron p o r su heterogenei
dad: en ellos la conferencia propiam ente dicha, que tam bién podía
cubrir una am plísim a gam a tem ática, era acom pañada p o r a c tu a
ciones m usicales, teatrales y una m ultiplicidad de o tra s activida
des llevadas a cabo a veces p o r personas invitadas especialm ente,
y en general p o r profesores y alum nos de academ ias y c o n serv ato
rios de la zona. En m uchas ocasiones, tales veladas culm inaban en
un baile popular.
Lo im portante de estos eventos culturales fue, en prim er lugar,
que rápidam ente adquirieron un v alo r sim bólico para vecindarios
que los concebían com o elem entos de progreso colectivo y espa
cios de participación. En segundo térm ino, las conferencias, al
m ism o tiem po que fueron eficaces m ecanism os de participación,
tam bién sirvieron para canalizar determ inados intentos de dife
renciación en el seno de los vecindarios. De estos últim os derivó
el to n o form al y a veces “ac arto n a d o ” de algunas de las interven
ciones y actividades, y las tem áticas un p o co desfasadas con res
p ecto a un público barrial, que cada tan to se abordaban. Puede
afirm arse en co n secu en cia que las conferencias organizadas po r
bibliotecas y aso ciacio n es barriales pusieron en ju eg o im ágenes
de identificación y diferenciación, m uy propias del horizonte de
expectativas de esa am algam a social que eran los sectores po p u la
res barriales de la época.
P o r o tra parte, a p esar de la típica alta concurrencia de estos
actos, no to d o s los vecinos se hicieron eco de las invitaciones ins
titucionales. M u ch o s se m antuvieron indiferentes e incluso o tro s
m ostraron su hostilidad, actitud que dio lugar en m ás de una o c a
sión a ciertas ten sio n es y disputas.
C om o actos m asivos que eran, las conferencias o veladas cultu
rales se diferenciaron de aquellas otras actividades vecinales orien
tadas hacia públicos específicos: jóvenes, deportistas o m elómanos.
A su vez, com o acto s culturales y recreativos, representaron un
espacio para la p articip ació n y “ presen tació n ” de “ las fam ilias” en
la sociedad barrial. Tal característica les oto rg ab a un to n o social
específico y reforzaba al propio tiem po su papel, pero sobre to d o
el de las instituciones que las organizaban, com o ám bitos m edia
dores o de pasaje en tre lo privado y lo público.
O tra cuestión n o to ria en las conferencias fue la alta participa
ción fem enina, reflejo de la im portancia de las m ujeres en los nue
v o s ám bitos de la cultura popular y en el vecindario. E sto tuvo
una correlación estrecha con los tem as abordados, sobre to d o en la
década de 1920, en que la prom ulgación de los derechos civiles de
las m ujeres p ro v o có una cierta agitación.
La im portancia adquirida p o r las bibliotecas y las conferencias
se m ostraba en plena consonancia con la presencia de unos secto
res populares áv idos p o r capacitarse y po r adquirir un tip o de cul
tu ra vinculada a nuevas form as de ocio que com enzaba, recién
entonces, a ser experim entado p o r ciertos sectores del m undo del
trabajo y p o r las cap as m edias nacientes.
P aralelam ente, ese im pulso asociativo e institucional dio lugar
a un tip o particu lar de distinción cuya expresión m ás llam ativa fue
la em ergencia de u nas nuevas elites barriales, im portante indicio
de las profundas m utaciones que estaba sufriendo la cultura p o p u
lar, entendida en sentido amplio. E sas elites, que en m uchas o c a
siones se definían a sí m ism as com o los “vecinos conscientes” ,
estuvieron conform adas por em pleados públicos que pusieron al
servicio de las asociaciones to d a su experiencia adm inistrativa y
de gestión, algunos “vecinos caracterizad o s” — en general m édi
cos y com erciantes— y algunos trabajadores que se destacaron
p o r su intensa actividad asociativa. Sin em bargo, en m uchos v e
cindarios, especialm ente en aquellas zonas donde la im pronta de
los sectores m edios era m ás notoria, los “vecinos conscientes” te n
dieron a identificarse cada vez m ás con los “vecinos caracteriza
dos” . En estos casos, desarrollaron actitudes con un alto grado de
am bivalencia con resp ecto al resto del vecindario: por una parte,
fom entaban la participación y la solidaridad, y p o r otra, proclam a
ban un tip o peculiar de diferenciación y segm entación. L a dem o
cracia en el barrio presentaba tam bién sus bem oles.
P e ro existían o tra s fa c e ta s de la am bivalencia de las elites
barriales, m enos orientadas hacia la generación de distinciones
internas. A lgunas de estas elites, po r ejem plo, sin dejar de lado su
papel en la búsqueda y construcción de la especificidad barrial,
- 224
actuaban al m ism o tiem po c o m o interm ediarias frente a procesos,
cam pos o “ am bientes” m ás generales. C on ello tratab an de m os
tra r lo similar, lo que m ás bien podía unir o identificar al v ecinda
rio con la gran urbe. E sto fue m uy n o torio en el caso específico de
los m ilitantes culturales, en su m ayoría docentes, cuyo papel com o
m ediadores se distinguió en form a b astan te clara del asum ido po r
las elites sociales o económ icas de los vecindarios.
L as situaciones descriptas m uestran la im portancia de la tra n s
form ación a que se vio som etida la cultura de los secto res po p u la
res en el perío d o , debido al predom inio de una sociabilidad distin
ta y a la am algam a entre secto res m edios y del m undo del trabajo
que com enzaba a pro d u cirse en los nuevos barrios. Tal cultura
p o p u lar adquirió rasgos cada vez m ás nítidos: solidaridad, p artici
pación y, sobre to d o , heterogeneidad social. Pero, ju n to a tales ca
racterísticas, se hicieron cada vez m ás evidentes los intentos de
establecer jera rq u ía s y m arcar diferencias externas e internas, que
dieron lugar a no p o co s conflictos.
228
de las actividades de los representantes políticos, de las m áquinas
partidarias, de los caudillos locales, de las elites barriales y de los
a fanes reiv in d icativ o s del c o n ju n to de los se c to re s p o p u lare s
afincados en vecindarios. Poco se sabe, sin em bargo, de la m edida
e xacta en que las m áquinas partidarias y el clientelism o ex p resa
ron la nueva cultura popular de la época. L o que sí resulta eviden
te es que de ninguna m anera los sectores populares fueron m eros
sujetos pasivos de las estrategias partidarias.
P uede observarse tam bién cóm o la gestión m unicipal y la polí
tica (la m enuda y la am plia) fueron los espacios donde el pragm a
tism o y la am bivalencia típica de las elites barriales y de sus a so
ciaciones se m anifestaron de m anera m ás acusada. C aracterística
fue, en tal sentido, la actitud asum ida po r m uchos dirigentes veci
nales con respecto al C oncejo D eliberante: a pesar de las abun
d antes y frecuentes críticas que vertían sobre una institución que
consideraban m ero instrum ento de la lógica partidaria, estaban
unidos a ella po r un férreo proceso de negociación perm anente,
sim ilar, en algún aspecto, al que se desplegaba en el m undo sindi
cal. E ste proceso llegó a convertirse en uno de los rasgos m ás típi
cos del período, incluso luego de que el golpe de 1930 cam biara
radicalm ente el m arco político general. Tales actitu d es cobran
m ayor im portancia si se las com para con aquellas otras, clásicas
de los sectores populares de los períodos previos, orientadas por
sectores m ás contestatarios.
Lo m ás curioso de las críticas populares al funcionam iento “ p o
lítico” del C oncejo fue, sin em bargo, el hecho de que provenían de
dirigentes y vecinos que en gran parte eran tam bién m ilitantes de
los m ism os partidos y que, com o tales, difícilm ente podían sus
traerse a su influjo. Un caso típico fue la ola de politización que
sacudió a las asociaciones vecinales y tiñó m uchas de sus activi
dades reivindicativas durante los años 1925-1929, fruto en buena
m edida de conflictos y divisiones originados dentro de los m is
m os partidos populares.
L a tram a político-social así constituida fue quebrada en parte
po r los sucesos políticos de 1930, que tuvieron com o consecuen
cia inicial el vaciam iento de su sentido m ás participativo. D icho
año representó un claro punto de ruptura a partir del cual las fuer
zas conservadoras recuperaron, m ediante una am plia com binación
de m ecanism os antidem ocráticos, la influencia que habían p erdi
do en el gobierno y en el cam po político. El retorno a la com peten-
cia electoral del radicalismo, producido en 1935 al levantarse la
abstención partidaria, provocó algunos cambios de tendencia.
El ju eg o partidario característico de la etapa previa al golpe fue
el fiel reflejo de la actitud de unos sectores populares, subordina
dos pero m ucho m ás pragm áticos, cuyo espíritu plenam ente adap
tad o a la posibilidad de obtener m ejoras graduales fue poco per
m eable a la hegem onía de una sola fuerza política. E sta form a de
pensar y sentir dio origen a una m ultiplicidad de estrateg ias y acti
tudes. M uchas de ellas estuvieron, obviam ente, d etrás de las rei
vindicaciones y logros obtenidos de form a colectiva. O tras, en
cam bio, dieron lugar a las luchas de facciones partidarias y a los
liderazgos personales.
A nte la nueva etapa que se iniciaba con el golpe de setiem bre de
1930, a la que algunos han denom inado “ reform ism o sin p artici
pació n ” , el m ovim ien
to vecinal p o p u lar no
re s p o n d ió de m an e ra
uniform e.
D ich o m o vim iento,
que en los años finales
de la décad a de 1920
h a b ía p a s a d o p o r un
auge o rg an izativ o c u
yos puntos culm inantes
fu ero n la c re a c ió n de
u n a J u n ta C e n tra l de
Barrios conform ada por
los propietarios de las
“ casas baratas” y varias
c o n fe d e rac io n es v e c i
nales, se dividió en fo r
ma drástica y entró en
u n a p r o fu n d a crisis.
D estacados dirigentes e
instituciones vecinales
se v ie ro n te n ta d o s a
participar en los expe
rimentos del gobierno
de Uriburu de crear una
scena callejera en Buenos ii res, febrero de / 930, Junta de Vecinos N ota-
bles y un C oncejo D eliberante de características corporativas. E sas
propuestas fueron, en cam bio, objeto de la m ás profunda repulsa
por parte de un núm ero im portante de otras asociaciones. D esde
estos ám bitos se consideraba el experim ento gubernam ental com o
“p erfectam ente ilegal” a la vez que se lo tach ab a de “anacronism o
intolerable” . Se agregaba seguidam ente que tal intento c o rp o ra ti
vo “repugna a nuestro sentim iento dem ocrático po r su aspecto ca
lificado y excluyente” , fundam entalm ente po rq u e “la ciudad no
puede descom ponerse en alm aceneros y zapateros, en boticarios y
panaderos. P ara la ley sólo hay ciudadanos” .
P ara m uchas asociaciones populares de esta índole, sin duda,
com enzaba un im portante reflujo, pro d u cto del quiebre de la tra
m a socio-política en relación con la cual encontraban su propia
razón de ser. M uchas, sin em bargo, no se resignaban, e intentaban
rep ro d u cir y conservar de m anera m ilitante y testim onial en el pla
no interno aquellas características que se estaban perdiendo en los
niveles m ás generales de la política y la gestión urbana. D e tal
m anera, com enzaron a hacerse nuevos llam am ientos para agilizar
la vida interna de las instituciones. U no de ellos expresaba en aque
llos acuciantes m om entos: “D eben crearse núcleos de p ro p ag an
da, listas de candidatos, cam pañas para la elección de los m ejores,
vida dem ocrática, en fin...”
P ara ese entonces, la sociedad com enzaba a experim entar se
rios cam bios, que auguraban o tro s m ayores todavía. E sto s fueron
particularm ente visibles en la política nacional y local y, sobre todo,
en la nueva fisonom ía que com enzaban a adquirir los sectores p o
pulares.
Korn. Francis. Buenos Aires: los huéspedes del 20. Buenos Aires, Grupo Editor
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Shipley, Robert. Ort the outside looking in: A social history o f the “Porteño ”
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de doctorado, Rutgers University, 1977.
243
Su intento de organizar un sindicato alternativo fracasó y le ganó
enem igos. A dem ás, la Federación O brera M arítim a, que había sido
su sindicato m ás fuerte, sufrió severas derro tas en la década de
1920, y nunca se recuperó.
Tam bién la econom ía em pezó a cam biar a fines de los años vein
te, aunque la naturaleza de esa transform ación fue im perceptible
para m uchos contem poráneos. L as grandes fábricas estaban co
m enzando a coexistir con el taller artesano. L os sindicatos por
oficio tradicionales tenían dificultades para incorporar a los tra b a
ja d o re s en las fábricas m ás grandes, que incluían m uchos obreros
sin calificación, quienes no se habían iniciado en la tradición de la
sindicalización. E stas tendencias se hicieron m ás intensas durante
los años treinta.
LA UNIÓN FERROVIARIA
245
tendencia cam bió radicalm ente durante el año dram ático de 1929.
La depresión, desde ya, intensificó to d o s los antiguos problem as
de la clase obrera y de los sindicatos, la desocupación creció, y los
em presarios aprovecharon la situación para bajar salarios y cam
biar condiciones de trabajo. H asta el em pleo estatal dejó de ser un
refugio seguro, dado que los sueldos se pagaban sistem áticam ente
tarde. Las tensiones ideológicas crecieron: estibadores anarquis
tas y s in d ic a lis ta s se tiro tearo n en el intento de m antener sus res
pectivas cuotas de trabajo en los pu erto s de R osario y B uenos A i
res. A su vez, el cada vez m ás débil gobierno de Y rigoyen no e sta
ba en posición de auxiliar a los trabajadores. Sin em bargo, y a
p esar de esto s problem as, algunos integrantes del m ovim iento
obrero estuvieron entre los pocos sectores de la sociedad que in
ten taro n pro teg er al gobierno constitucional. El líder ácrata D iego
A bad de Santillán sostendría, m uchos años m ás tarde, que algu
nos líderes anarquistas y sin d ic a lis ta s planearon una huelga g en e
ral para defenderlo, aunque fallaron en su intento. L os sindicatos
no estaban en condiciones de lanzar una huelga general exitosa,
ya que eran dem asiado débiles y políticam ente m arginales.
246
extirpar el comunismo. Claramente, se trataba de una nueva etapa
en la violencia dirigida por el Estado: fue el primer intento siste
mático de suprimir ideologías y prácticas a través de la violencia
estatal.
E n general, la actividad sindical se hizo difícil. D e acu erd o con
el im portante dirigente de los trabajadores gráficos, René Stordeur,
p o r ejem plo, el sindicato estaba sosteniendo una gran huelga co n
tra la em presa Fabril Financiera en los días inm ediatam ente an
teriores al golpe. L uego del 6 de setiem bre, el jefe de Policía m a
nifestó al grem io: “E ste escándalo se ha term inado, se acabó la
huelga” ; los dirigentes se sintieron com pelidos a darle fin. E sta
situación no fue, en m odo alguno, singular: un gran núm ero de
em presas utilizó la represión general existente para rebajar sala
rios, cam biar condiciones de trabajo y despedir trabajadores. Q uie
nes protestaban, en esa coyuntura, podían ser fácilm ente reem pla
zados. La em presa norteam ericana U nión Telefónica com enzó con
los despidos el m ism o día del golpe, y ellos tuvieron com o vícti
mas, en particular, a los dirigentes sindicales, entre quienes estaba
Luis Gay, el secretario general de la F ederación O breros y E m
pleados Telefónicos.
L os sindicatos pudieron h acer po co y aun la sim ple celebración
de reuniones era difícil. N o obstante, a aquellas organizaciones
que el gobierno no consideraba dem asiado peligrosas se les per
m itió funcionar en un nivel m ínim o, realizando las reuniones den
tro de locales cerrados, por ejemplo. P o co s días después de la tom a
del p o d er po r los m ilitares, se constituyó oficialm ente la C G T con
la fusión de la U S A y de la CO A. Se estableció que el C om ité
E jecutivo se conform aría con igual cantidad de representantes de
am bas organizaciones, y no se determ inó ninguna form a de cam
biar esa disposición; tal circunstancia abrió el cam ino para p roble
m as posteriores.
A p esar de que la tendencia dom inante en el gobierno veía en la
pura represión la m ejor política para seguir con el m ovim iento
obrero, existía una segunda tendencia, corporativista, cuya p re
sencia brindó la oportunidad para que ciertos sindicatos intentaran
alguna acción en com ún con el E stado. L os corporativistas creían
que el papel estatal en las relaciones laborales debía ser im portan
te, y que los sindicatos tenían un lugar en el proceso, pero siem pre
subordinados al E stado. El más notorio de estos funcionarios era
el presidente del D epartam ento N acional del Trabajo, E duardo
M aglione, quien desde su cargo trató de evitar que las firm as saca
ran ventaja de la situación política y económ ica a expensas de los
trabajadores, em peorando de ese m odo los problem as de desem
pleo. Sin em bargo, el poder del D N T era m uy lim itado: M aglione,
p o r ejem plo, tra tó de fo rzar a la U nión Telefónica a aceptar algu
nas concesiones favorables al sindicato, p ero la com pañía lo igno
ró. A ello se sum aba que M aglione no contaba con la cooperación
plena del resto del gobierno, en particular de quienes conducían la
Policía, cuyas acciones tuvieron una incidencia m ucho m ás am
plia que la del D N T en la vida cotidiana de las organizaciones
obreras.
A pesar de la actitud de M aglione, fue éste un período v erd ad e
ram ente som brío para los sindicatos y para los trabajadores. Las
pocas huelgas que ocurrieron fueron actos de desesperación, con
muy reducidas posibilidades de éxito. M ás de las tres cuartas par
tes de las huelgas que tuvieron lugar en B uenos A ires a lo largo de
1931 fueron derrotadas, y aquellas que fueron exitosas o llegaron
a soluciones negociadas involucraron a m enos de 800 trab aja
dores.
L as im plicancias a largo plazo de esta etapa extrem adam ente
difícil fueron tam bién am plias. L a C G T recom enzó su política de
cooperación con el gobierno, aun con un gobierno que apenas es
taba dispuesto a dar alguna pequeña ayuda. E ste hecho reflejaba
varios fenóm enos diferentes: los sin d ic a lis ta s habían desarro lla
do, durante los gobiernos radicales, el hábito de depender del g o
bierno; la U nión Ferroviaria, gracias a su reputación, podía casi
siem pre acceder a los despachos de los funcionarios oficiales. Ella
dom inaba la CGT, y la d o tab a de una cierta credibilidad. Así, rápi
dam ente, la C G T se transform ó en un interlocutor aceptado po r el
régim en, interviniendo a m enudo en los intentos de liberar presos
o de perm itir la actividad norm al de los sindicatos. La dirigencia
de la C G T fue duram ente criticada p o r hum illar públicam ente a la
organización, al alabar la im posición de la ley m arcial a cam bio de
obtener la conm utación de la pena de m uerte dictada contra tres
choferes anarquistas. En realidad, dadas las circunstancias g en e
rales, la dura represión y su creencia en el v alor de la vida hum ana,
no le quedaban m uchos cam inos. N o obstante, la C G T pudo hacer
poco, m ás allá de aliviar apenas la situación m iserable de los tra
bajadores.
A su vez, la represión dio una nueva form a al m ovim iento o b re
248
ro. El anarquism o, ya declinante, nunca se recuperó de la rep re
sión inm ediatam ente p o sterio r al golpe y durante los años treinta
fue apenas una fuerza m arginal. L os cam bios en las form as de
trabajo contribuyeron a desplazar a los anarquistas, quienes ha
bían sido fuertes en sectores com o el de los carreteros, que cada
vez se tornaba m ás anacrónico. Sobre los com unistas, la represión
tuvo un im pacto m ucho m enos dram ático. A unque sus organiza
ciones tam bién fueron em pujadas a la clandestinidad, la existen
cia de una estru ctu ra partidaria les perm itió sobrevivir. El partido
distribuyó m ilitantes a lo largo del país para agrupar a los tra b a
jadores: R ufino G óm ez, por ejem plo, fue enviado por el PC a
C o m o d o ro R ivadavia, donde organizó en prim er lugar células
del partido, antes de intentar la creación de un sindicato entre los
o breros del petróleo. G racias a este tipo de tácticas, los sindicatos
dirigidos po r com unistas estuvieron en condiciones de reaparecer
luego de que la represión se aquietó, durante la presidencia de
Justo.
252
entre una apariencia dem ocrática y su dependencia del v o to frau
dulento, hizo crecer la im portancia de los socialistas. M ientras los
radicales, todavía el mayor p artido del país, se abstuvieron de par
ticipar en los procesos electorales, las fuerzas del gobierno necesi
taro n del P artido Socialista para obtener ciertos aires de legitim i
dad y para que las apoyara en ciertas cuestiones cruciales: la C o n
cordancia era inestable, y el P artido Socialista co ntaba con 43 di
putados. P o r lo tanto, el gobierno neoconservador estaba dispues
to a proporcionarle ayuda en m aterias que no consideraba vitales,
pero que sí eran decisivas para los socialistas.
En 1932, la F ederación de E m pleados de C om ercio, que tenía
estrechos lazos con el P artido Socialista y dirigía Ángel Borlenghi,
un hom bre políticam ente m uy hábil, com enzó una serie de cam
pañas políticas. E sas cam pañas buscaban com pensar el hecho de
que era difícil organizar a los em pleados de com ercio, ya que e sta
ban dispersos, a lo largo de grandes áreas, en innum erables neg o
cios. Los com ercios en los cuales los trabajadores estaban o rg an i
zados podían sufrir una com petencia desventajosa por parte de
aquellos en los que no habia presencia sindical, ya que sus co sto s
laborales eran m ás altos. A dem ás, m uchos em pleados de com er
cio se concebían a sí m ism os com o m iem bros de la clase m edia; si
bien sus salarios y sus condiciones de trabajo no eran, con fre
cuencia, m ejores que los de la clase obrera, tendían a ser reticentes
a sindicalizarse o a realizar una huelga. B orlenghi percibió que a
través de la presión política el gobierno podía ser inducido a e sta
blecer m ejores condiciones de trabajo. T odos los com ercios, y no
sólo aquellos en los que la organización era fuerte, deberían en
tonces acep tar las m ejoras, y el papel del sindicato sería ayudar a
que las leyes fueran apro b ad as y hacerlas cumplir. Las m ejores
condiciones llevarían así a los em pleados a afiliarse.
La F ederación de E m pleados de C om ercio creó, en 1932, una
confederación nacional de sindicatos del sector, con la intención
de m ovilizar apoyos a escala nacional p ara la sanción de leyes
laborales. B orlenghi y la F ederación tuvieron un éxito so rp ren
dente. U na serie de m anifestaciones en to d o el país recibió respal
do de m iem bros de to d as las fuerzas políticas im portantes. Fueron
aprobadas dos leyes, que a pesar del reclam o de la Federación,
quedaron lim itadas a la C apital: una que establecía el llam ado “ sá
bado inglés” , que fijaba una sem ana laboral de cinco días y m edio,
y o tra que obligaba a los com ercios a cerrar a las ocho de la noche,
lo que lim itaba las largas jo rn a d a s de trabajo. C on m ayor dificul
tad fue prom ulgada una reform a del C ódigo de C om ercio, de ex
tensiones nacionales, que hizo m ás difíciles los despidos. E stas
exitosas cam pañas, cuyo resultado era dependiente de la co o p e ra
ción de la C oncordancia, no sólo m ejoraron las condiciones para
los em pleados de com ercio y para o tro s trabajadores, sino que tam
bién perm itieron el crecim iento de la Federación, que se expandió
desde algo m enos de 1.000 m iem bros en 1932 hasta unos 18.000
en 1936, tam bién se transform ó en una organización en verdad
nacional.
La U nión O b rero s M unicipales, en la que predom inaban los
socialistas, fue otro sindicato que logró un buen desem peño en
aquellos años. C ontribuyó a ello el hecho de que el intendente de
B uenos A ires necesitara la coo p eració n del C oncejo D eliberante,
donde los socialistas eran una fuerza m uy im portante.
Sin em bargo, el éxito de estos dos sindicatos fue una excep
ción. La m ayoría todavía enfrentaba los problem as creados p o r la
m ala situación económ ica, p o r la hostilidad em presarial y p o r la
indiferencia del gobierno, esto últim o en el m ejor de los casos.
A un la organización m ás fuerte, la U nión Ferroviaria, tuvo serias
dificultades. H acia 1932, era el único sindicato verdaderam ente
grande. Decía representar a to d o s los trabajadores de los ferro ca
rriles con la excepción de m aquinistas y fogoneros, y en aquel año
prom ediaba los 67.799 cotizantes de cu o tas sindicales; el núm ero
total de ferroviarios afiliados a la C aja de Jubilación del se cto r era
de 138.441, incluyendo a directivos y a m aquinistas. La depresión
golpeó a los ferrocarriles con dureza, y com o los salarios eran un
porcentaje significativo de los co sto s totales, las com pañías apela
ron a los despidos durante el período de U riburu, aunque no está
clara la envergadura de esas m edidas. De to d o s m odos, los intere
ses del sindicato y del g obierno coincidían: el gobierno no quería
ver crecer la desocupación, sin duda alarm ado po r el potencial
im pacto social y político, y tam p o co lo deseaban, naturalm ente,
las organizaciones ferroviarias. La adm inistración continuaba vien
do a los sindicatos com o los m ejores g aran tes de la relativa paz en
los ferrocarriles. Así, bajo una considerable presión gub ern am en
tal, las com pañías y las dos organizaciones sindicales elaboraron
soluciones p o r separado, que efectivam ente reducían salarios aun
que de m anera parcialm ente cam uflada y tem poraria, a cam bio del
fin de los despidos. La importancia de este comprom iso en el lar-
254
go plazo, más que en la demostración de la envidiable posición de
los ferroviarios si se la compara con la de otros trabajadores, resi
dió en el malestar y la inquietud que las reducciones generaron en
las bases de la Unión Ferroviaria.
El desco n ten to se agravó durante los años iniciales del régim en
de Justo. U na vez más, las com pañías insistieron en una rebaja de
sueldos; la dirección de la U nión F erroviaria se dividió entre quie
nes estaban dispuestos a aceptarla y aquellos que sostenían que ya
se habían realizado dem asiadas concesiones. L o s partidarios de la
prim era posición ganaron, desconociendo un congreso especial del
sindicato; las m edidas fueron m ás tard e confirm adas en gran parte
po r un arbitraje en el que el mism o Justo estuvo involucrado. M ien
tra s los ferroviarios eran fo rzad o s a hacer concesiones, en retribu
ción estuvieron en condiciones de pro teg erse de los despidos. El
propio hecho de que Justo participara en un arbitraje señala la
im portancia de los ferroviarios.
Sin em bargo, los disidentes utilizaron el d esco n ten to en las b a
ses para to m a r el control del sindicato. Y a la m odificación en la
dirección de la U nión F erroviaria correspondió, dada su im portan
cia, un cam bio en la distribución del p o d e r d en tro de la CGT: los
s in d ic a lis ta s fueron m arginados.
A unque las fricciones entre los líderes de la U nión Ferroviaria
habían existido desde fines de los años veinte, recién cristalizaron
durante las disputas libradas en to rn o a la baja de salarios. Las
facciones principales eran dos; los con tem p o rán eo s denom inaron
“ sindicalistas” a la facción que tenía el poder, en ta n to que los
rebeldes fueron llam ados “ socialistas” , pero las etiquetas eran en
gañosas. H abía m iem bros del P artido Socialista en am bos bandos,
y las diferencias de opinión claras fueron escasas hasta 1932-1933.
A unque los “ socialistas” estaban m ás próxim os al PS, am bos g ru
pos estaban dom inados por hom bres que creían que los partidos
políticos debían m antenerse al m argen de los asu n to s sindicales.
P ero existían o tra s diferencias y o tras áreas de tensión: quienes
tenían el p o d er no deseaban com partirlo, y los que estaban fuera lo
querían para sí m ism os. L a rivalidad entre los representantes de
los trabajadores de las dos com pañías m ás g randes tam bién ju g a
ba; A ntonio Tram onti y o tro s líderes de los trab ajad o res del F e rro
carril Sud siem pre habían dom inado el sindicato, y los hom bres
con base en el C entral A rgentino creían que no tenían la cu o ta de
p o d e r que les c o rresp o n d ía. En 1934, la facció n “ so cialista” ,
liderada por José Dom enech, se hizo del control de la Unión Fe
rroviaria, abriendo una etapa de confrontación dentro de la CGT.
Así, cuando hasta su organización m ás fuerte atravesaba difi
cultades severas, el m ovim iento obrero sólo podía esperar un cam
bio favorable una vez que la econom ía hubiera m ejorado lo sufi
ciente com o para p o d er arrancar cierto p o d er de m anos de los
em presarios. H asta entonces, era m uy fácil reem plazar a los tra b a
jad o re s que se plegaban a una huelga, y m uchas com pañías e sta
ban al borde de la quiebra. H acia 1934-1935, la econom ía urbana
com enzó a recuperarse de los efectos de la depresión, y la política
económ ica favoreció la sustitución de im portaciones y la afluen
cia de capital extranjero. La tendencia, iniciada en los años veinte,
de coexistencia de pequeños establecim ientos con o tro s m ayores
se intensificó. H acia 1935, había 722 fábricas con m ás de 101 tra
bajadores, que em pleaban a 223.520 personas; en 1941, la cifra
había crecido hasta los 1.130 establecim ientos, con 366.882 tra
bajadores. Sin em bargo, el núm ero de pequeños establecim ientos
continuó su expansión y a m enudo ellos operaban ju n to con los
grandes en algunas industrias. En la industria de la seda artificial,
p o r ejem plo, el hilado se hacía en g randes fábricas m ultinaciona
les, m ientras que el tejido se ejecutaba en com pañías nacionales
de tam año considerable y en dim inutos talleres con uno o d o s tela
res. H abitualm ente, se entendía que en las g randes fábricas la o r
ganización sindical era m ás fácil que en los establecim ientos p e
queños.
La declinación de la im portancia relativa de la pequeña em pre
sa tuvo consecuencias diversas. El papel de los trab ajad o res califi
cados se to rn ó m enos crítico, dado que los sem icalificados y no
calificados eran cada vez más. Tam bién creció el núm ero de tra b a
jad o re s industriales sindicalizados. E stas tendencias dañaron se
veram ente a los s in d ic a lis ta s , que tenían su base principal entre
los obreros calificados de establecim ientos pequeños. P or otra parte,
la m ás im portante organización de orientación s in d ic a lis ta , la F e
deración O breros M arítim os, declinaba desde sus d erro tas de los
años veinte. El sin d ic a lis m o estaba perdiendo posiciones tan to en
algunas industrias que dejaban de ser artesanales para introducir
m áquinas — p o r ejem plo, en la fabricación de m uebles— com o en
los ferrocarriles. L os lazos que había cultivado diligentem ente con
radicales y antipersonalistas en los años veinte eran m enos im por
tantes; la U CR, fuera del poder, podía ofrecer p oca ayuda concreta
y nunca había p rovisto el tipo de auxilio institucional — locales,
propaganda— que partidos com o el Socialista o el C om unista brin
daban regularm ente. El antipersonalismo, que form aba p arte del
oficialism o, entendía que necesitaba po co de la aproxim ación a
las fuerzas obreras, dado que no podía ganar las elecciones en la
ciudad de B uenos Aires. F u era de la Capital, la C oncordancia so
lía depender del fraude y, p o r lo tanto, no necesitaba buscar v o to s
p o r o tro s cam inos. Sin em bargo, el oficialism o podría haber p ro
cedido de o tro m odo: en 1931, cuando las reglas de ju e g o político
to d av ía estaban indefinidas, los con serv ad o res de la provincia de
B uenos A ires habían u bicado en su lista de candidatos a diputados
a dos m iem bros de la U nión Ferroviaria. U no de ellos, B ernardo
B ecerra, había tenido un papel central en el sindicato desde su
fundación, e incluso había sido su vicepresidente. A unque am bos
fueron elegidos, B ecerra, el m ás conocido, m urió antes de asum ir
el cargo. L os co nservadores nunca profundizaron este experim en
to, al parecer exitoso. Sin duda lo consideraron innecesario, dado
que los v o to s podían ser “ producidos” de o tro s m odos.
LA CUESTIÓN DE LA UNIDAD
263
acciones p o r el estilo. La visibilidad de la huelga p ro v o có la inter
vención del DN T, aunque su intento falló po r el rechazo de los
em presarios a aceptar los térm inos propuestos. E n enero de 1936,
los com unistas organizaron una huelga de solidaridad p o r 24 h o
ras, que p ronto se extendió a 48; a pesar de no recibir el apoyo de
la CGT, contó con unos 50.000 participantes, incluyendo taxistas
y colectiveros. L a violencia fue intensa, especialm ente el prim er
día: trolleys y tren es fueron apedreados, se quem aron óm nibus y
fue volcado un tren lechero. H ubo entre cu atro y seis m uertos,
incluyendo tre s policías. E sta violencia produjo el resultado d e
seado: la intervención del M inisterio del Interior, que tenía c a p a
cidad para conseguir una solución acordada. L os albañiles habían
recibido el apoyo de la m ayoría de los o b rero s especializados en la
construcción, y estaban en vías de crear un sindicato m ás grande:
la huelga y la v ictoria obrera galvanizaron a los trab ajad o res y
d iero n a sus líd e res el p re stig io n e c e sa rio p a ra o rg a n iz a rlo s
sindicalm ente.
267
existencia no significaba que los trab ajad o res pudieran opinar de
m asiado acerca de las condiciones de trabajo en la fábrica, ya que
era im posible hacer cum plir lo acordado, salvo en aquellos luga
res donde los trabajadores tenían fuerza suficiente para garantizar
lo po r sí m ism os. H a sta las leyes que regulaban las condiciones de
trabajo eran ignoradas con frecuencia, en particular fuera de B u e
nos Aires, y sólo los trab ajad o res altam ente calificados tenían ca
pacidad real para co n tro lar sus condiciones de trabajo.
El ascenso com unista fue adem ás favorecido po r el infortunio
de o tro s grupos. L os anarquistas y los s in d ic a lista s habían sido
m arginados. La ayuda que el P artido Socialista podía brindar a los
sindicatos declinó cu an do su im portancia en el sistem a político
com enzó a dism inuir, con el levantam iento de la abstención de la
U nión C ívica Radical en 1935. L uego de las elecciones de 1938 y
1940, el socialism o sólo retuvo cinco bancas en D iputados. El neo-
conservadurism o había dejado de necesitar al PS para o to rg a r le
gitim idad al sistem a, y no tuvo ya razones para com placerlo. La
F ederación de E m pleados de C om ercio, po r ejem plo, pasó buena
parte del período p osterior a 1935 tratando de p roteger los logros
que había alcanzado previam ente en la arena legislativa. Su única
iniciativa nueva fue un plan de jubilaciones que, a pesar de una
cam paña que recordaba las de años anteriores, exitosas, fue ap ro
b ada con m ucha dificultad en D iputados y nunca se tra tó en Sena
dores.
Tam poco estaba el P artido Socialista en condiciones de p ro p o r
cionar el m ism o tipo de ayuda organizativa que los com unistas, o
no estaba dispuesto a hacerlo. Para ser ju sto s con el PS, m uchos
dirigentes o b rero s afiliados eran casi s in d ic a lis ta s en su rechazo a
la introm isión de la política en sus organizaciones, prefiriendo
perm anecer independientes y lim itando, de ese m odo, el auxilio
que el partido podía darles. P o r o tra parte, el PS se debilitó en
1936 p o r una escisión de su ala izquierdista y juvenil, que fundó el
Partido Socialista O brero, aunque esa circunstancia no tu v o im
p acto en el m ovim iento sindical.
L os gru p o s que no estaban vinculados al Partido C om unista su
frieron tam bién un golpe, a raíz de una disputa ocurrida en la U nión
Ferroviaria. E n 1938, reactualizando el viejo conflicto, los s in d i
c a lista s se fueron del sindicato, form ando la F ederación O breros y
E m pleados Ferroviarios. Tenían el apoyo activo del gobierno de
O rtiz, que había sostenido buenas relaciones con el ala sindicatis-
268
ta de los ferroviarios m ientras había sido m inistro de O bras P úbli
cas de Alvear. O rtiz necesitaba desesperadam ente hallar aliados
políticos, dado que su cam bio de línea, que ahora se dirigía contra
los m ecanism os del fraude electoral, había co rtad o los lazos con
quienes lo habían llevado al poder; el presidente buscaba un sindi
cato que pudiera ser su aliado. Sin em bargo, la escisión sólo incre
m entó la inquietud laboral en los ferrocarriles: los dos sindicatos
com pitieron p o r el favor de gru p o s de trabajadores que ya estaban
descontentos, y les fue difícil establecer disciplina alguna. L os re
sultados no fueron los que la adm inistración deseaba, y bajo p re
sión del gobierno la nueva organización se disolvió en 1940.
E sto s pro ceso s tenían lugar en una sociedad en la cual las ten
siones se estaban haciendo m uy fuertes, lo que reflejaba, en parte,
el colapso del co nsenso liberal que había dom inado el pensam ien
to de la elite política desde al m enos la segunda m itad del siglo
X IX . L a búsqueda de nuevas ideologías y fórm ulas políticas se
había acelerado con la aparición del fascism o, la depresión y lue
g o el ascenso nazi. E n la izquierda, los roces se atenuaron cuando
en 1935 el Partido C om unista adoptó la estrategia de Frente P o p u
lar, que aunque nunca fue creado form alm ente, p o r la reticencia de
radicales y socialistas, hizo posible un espíritu de cooperación. Si
bien las suspicacias se m antenían, los adherentes de m uchas te n
dencias ideológicas del m ovim iento obrero lograron colaborar entre
sí. El punto m ás alto de esta cooperación, desde el punto de vista
sim bólico, fue la m anifestación del Prim ero de M ayo de 1936,
patrocinada en conjunto por el PC, el PS, la U C R y la m ayor de las
dos versiones de la CGT. L a política com unista de aliento a la
creación de una coalición de centroizquierda, aunque frustrada,
les perm itió hacer u so de la intervención estatal para solucionar
problem as laborales: los com unistas se p resentaron com o líderes
responsables, que tratab an de evitar las huelgas constantes a tra
vés de la firm a de co n tra to s por sectores de la industria. O rtiz y
Fresco, por m om entos, encontraron atractiva la posibilidad, ya que
ofrecía paz social; am bos se m ostraron dispuestos a so p o rtar el
crecim iento de los sindicatos com unistas que tuvo lugar después.
El espíritu de solidaridad dentro del m ovim iento o brero y de la
izquierda en general se vio fortalecido, adem ás, po r un aconteci
m iento externo: la g u erra civil en E spaña. En el m ovim iento o b re
ro se m anifestó un raro sentido de unidad, y sindicatos y trabaja
dores abrazaron con fervor la causa de la R epública. L os periódi-
269
Integrantes de una comisión de la CGT, principios de la década de 1940.
EL CONFLICTO SE RENUEVA
- 272
Enrique Dickmann (centro) rodeado de obreros de la fábrica Ducilo,
19 de noviembre de 1940.
Horowitz, Jocl .Argentine Unions, the State and the Rise ofPerón, 1930-1945,
Berkeley, 1990.
Lobato. Mirta Zaida. “La mujer trabajadora en el siglo XX: un estudio de las
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tinas: 1940-1945, Buenos Aires, De Belgrano, 1980.
Torre. Juan Carlos (comp.). La form ación del sindicalismo peronista, Buenos
Aires, Legasa, 1988.
higiénica
293
m asivam ente, lográndose la erradicación de la endem ia: los diez
mil casos de paludism o d etectad o s en el m es de enero de 1941
apenas sobrepasaban los 200 en el m ism o m es de 1949. Para esos
años, las cam pañas educativas hablaban de “vivienda antim osquito”
com o un necesario e im prescindible recurso en la lucha antipalú
dica.
La tuberculosis fue probablem ente la enferm edad que m ás aten
ción concitó en los años treinta. En to rn o de ella se articuló un
discurso y una suerte de subcultura que penetró con fuerza singu
lar la literatura, el ensayo sociológico, las letras de tango, los ar
tículos de diarios y revistas de circulación masiva. Tanto el E stad o
com o diversos sectores de la sociedad civil participaron de la cam
paña antituberculosa. A to d o lo largo del últim o tercio del siglo
X IX y hasta la apertu ra dem ocrática que siguió a la reform a elec
toral de 1912, los gobiernos conservadores ofrecieron el m arco
político que perm itió la creación y consolidación de una b u ro cra
cia adm inistrativa que fue capaz de transform ar la cuestión de la
tuberculosis en un problem a público. Trabajando desde el D epar
tam ento N acional de H igiene o desde dependencias de los gobier
nos locales y las asistencias públicas m unicipales, los m édicos
higienistas lideraron este esfúerzo. N o fue un g ru p o totalm ente
hom ogéneo. A lgunos explicaban este rol a partir de lo que en ese
entonces se entendía com o solidarism o social, o tro s reconocían
que el cuidado de la salud, en tan to cuestión social, era parte de los
derechos individuales, y otros, por fin, encontraban en el proble
ma de la tuberculosis una prioridad en una agenda destinada a
construir la “raza nacional” . Pero estas diferencias tendían a diluirse
al m om ento de establecer el rol que debía ju g a r el E stad o en estas
iniciativas. Tal vez p o r eso, la nueva b u ro cracia m édico-adm inis
trativa pudo sentar las m odestas bases de una red institucional de
asistencia antituberculosa. C on to do, a com ienzos de siglo el C o n
greso apenas discutió el tem a y la producción legislativa directa o
indirectam ente relacionada con la tuberculosis fue pobre, quedan
do las m ás de las veces circunscripta a los problem as de la higiene
o a evitar el contagio de la enferm edad.
Las adm inistraciones radicales y, m ás tarde, los gobiernos que
siguieron al golpe m ilitar de 1930 no p rodujeron grandes cam
bios. La novedad vino por el lado de un discurso m ás enfática
m ente intervencionista desde el punto de vista de las responsabili
dades del E stado. En los años treinta, profundizando una tenden-
294
cia esbozada en la década anterior, se subrayó la necesidad de una
dirección única de la lucha antituberculosa, sea a la m anera n o rte
am ericana — en que la iniciativa privada dirigía, p ero asum iendo
que el E stad o acom pañaba y apoyaba el esfuerzo— , a la inglesa
— en que todo el esfuerzo estaba en m anos del E stado— , o a la de
la Italia fascista — en que el E stado ju g ab a el rol dirigente y pautaba
y organizaba la iniciativa privada— . En el C ongreso N acional la
cuestión apareció con insistencia, pero sólo produjo propuestas le
gislativas parciales que nunca lograron plasm arse en una ley que
efectivam ente m otorizara la centralización de la lucha y que im
pulsara lo que los especialistas percibían com o el m ás efectivo re
curso para controlar la tuberculosis, esto es, un seguro obligatorio
contra la enferm edad que aunara los esfúerzos del E stado, del capi
tal y del trabajo. Para los años treinta, el E stado estaba m ucho más
afianzado. Tam bién la posición de la burocracia m édico-adm inis
trativa se había consolidado, aunque es posible que haya perdido
algo de la relativa autonom ía que había g o zado a com ienzos de
siglo y, tal vez, parte de su eficiencia. En cualquier caso, fue a nivel
de las adm inistraciones de las grandes ciudades, en prim er lugar la
de B uenos Aires pero tam bién la de otras del interior, que aparecie
ron instancias locales de coordinación capaces de expandir servi
cios y aum entar el núm ero de hospitales y dispensarios barriales.
El P rim er Plan Q uinquenal del gobierno p eronista retom ó la
prédica y los objetivos ya anunciados en las dos décadas an terio
res pero subrayando, com o nunca antes, el protagonism o y la fun
ción reg u lad o ra del E stad o en la expansión de los servicios hospi
talarios tan to en B uenos Aires, donde la m ortalidad tuberculosa ya
estaba controlada, com o en el interior del país, donde estaba en
ascenso o estable. C on todo, y puesto que el interior se había tran s
form ado en una región que expulsaba población hacia el L itoral,
la tuberculosis en B uenos A ires com enzó a ser asociada a los m i
g rantes internos. Así, el im pulso industrializador que atraía m ano
de o b ra de las provincias tam bién recargaba la dem anda de servi
cios asistenciales que siem pre habían sido deficitarios. F ue hacia
finales de la década del cu aren ta y com ienzos de la del cincuenta
cuando la irrupción de los antibióticos transform ó radicalm ente el
problem a de la tuberculosis en las grandes ciudades argentinas, en
particular las del Litoral. Allí ya no se tratab a tan to de tu b ercu lo
sos que se m orían sino de tuberculosos que debían acceder a una
terapia que finalm ente era eficaz. En cualquier caso, fueron años
295
signados po r una im portante expansión de la red hospitalaria, la
creación de nuevas agencias estatales abocadas a cuestiones de la
salud y, com o gran novedad, las contribuciones excepcionales a
m utualidades obreras.
En la década de 1930, a los esfuerzos liderados por el E stad o se
sum aron sociedades barriales, g ru p o s políticos y organizaciones
étnicas y laborales que participaron con m ayor o m enor fervor en
la cam paña antituberculosa. Sin duda el m ás relevante de estos
esfuerzos fue el de la Liga A rgentina co n tra la T uberculosis, crea
da en 1901 tratan d o de replicar en el ám bito local la experiencia
norteam ericana. D esde sus com ienzos la Liga apuntó a construir
un consenso en to rn o a la necesidad de com batir la tuberculosis.
E sa agenda adquirió to d a su relevancia en 1935, cuando la C ruza
da A ntituberculosa N acional fue presentada a la opinión pública
com o “una em presa de to d o s sin distinciones de tendencias filosó
ficas y políticas” . Su com isión directiva honoraria, adem ás de contar
con la presencia del presidente A gustín P. Ju sto y del intendente
de B uenos Aires, M ariano de Vedia y M itre, reunió a figuras tan
dispares com o el arzobispo de B uenos Aires, Luis C opello, y el
gran rabino de la A rgentina, D avid M ahler; el senador socialista
M ario B ravo y quien había sido presidente de la nacionalista Liga
P atriótica A rgentina, M anuel Carlés; el senador dem ócrata p ro
gresista L isandro de la Torre y el presidente de la B olsa de G ana
dos, R o b erto D ow dall; el presidente del Jockey Club, M anuel Al-
zaga U nzué, y el del C entro de A lm aceneros, M anuel E ntenza.
L as finanzas de la L iga resu ltab an del a p o rte de sus so c io s y
de no m uy g en ero so s subsidios del gobierno, especialm ente cuan
do se los co m p arab a con los que recibían las trad icio n ales so cie
dades de beneficencia. A ellos se sum aban los rec u rso s o rig in a
dos en la recau d ació n de una ju g a d a especial de la lotería o el
d erech o de u so de los talleres tip o g ráfico s del E stad o o la d istri
bución sin carg o de sus revistas de difusión, to d o s ellos o b ten i
dos p o r lo general a p a rtir de las co n ex io n es de sus m iem bros
d irig en tes con el E stad o . Su p recaria situ ació n financiera la lle
vó a im pulsar una y o tra vez cam pañas para c a p ta r co n trib u cio
nes de la población.
La L iga creó y m antuvo instituciones destinadas a atender las
necesidades del tuberculoso pobre que, se suponía, debían servir
de referencia cuando el E stad o o las m utualidades étnicas u o b re
ras se lanzaban con sus propias iniciativas antituberculosas. Así,
2 96
inicialm ente bregó por aum entar el núm ero de sanatorios — h a
ciéndose eco de las terapias que desde m ediados de fines del siglo
X IX indicaban buena alim entación, higiene, aire puro y d escan
so— . P ero m ás tarde, cuando fue evidente que levantar una red de
sanatorios que atendiera la dem anda de miles de tub ercu lo so s era
m ás que ilusorio, centró to d o su esfuerzo en am pliar el núm ero de
cam as en los hospitales y en crear y sostener dispensarios an titu
berculosos barriales y p rev en to rio s para los así llam ados “niños
pretuberculosos” . Junto con la Sociedad A rgentina de T isiología
— la entidad que desde com ienzos de la d écada del trein ta buscó
rep resen tar los intereses de los m édicos especializados en enfer
m edades pulm onares— , la L iga im pulsó la coordinación de to d as
las organizaciones antituberculosas a nivel nacional. C oncretada
en 1936, la F e d e ra c ió n A n titu b e rcu lo sa A rg en tin a se p ro p u so
— sin éxito— hacer un u so m ás eficiente de los lim itados recursos
de atención d esarrollados por m ás de veinte instituciones privadas
asistenciales, étnicas, laborales y profesionales.
E n los años trein ta la m ortalidad p o r tuberculosis tendía a decli
nar pero a un ritm o muy m odesto. Tal com o lo reconocía un estu
dio de m ediados de esa década, la explicación de ese descenso era
“tan com pleja com o la com plejidad de la epidem iología de la tu
berculosis” . N u m erosas narrativas epidem iológicas — apenas es
bozadas en el entresiglo y en franco desarrollo a partir de los años
veinte y tre in ta — se prop u siero n establecer el rol y la relevancia
tan to de lo que se dio en llam ar los factores “biológicos” com o de
los “ socio-am bientales” en los avatares de la m ortalidad tu b erc u
losa. M iradas con la ventaja que da el tiem po, algunas de estas
narrativas lucen arbitrarias y hasta delirantes, o tras razonables y
otras, por fin, apenas tentativas y exploratorias. Todas, de un m odo
u otro, eran parte de la incertidum bre que m arcaba a un saber to
davía insuficiente e ineficaz.
L o s intentos de explicación particularm ente atentos a los “fac
to re s biológicos” consideraron la virulencia del bacilo, el nivel de
la inm unidad colectiva, la herencia y la raza. A quellas c o n c en tra
das en los “facto res socio-am bientales” tendieron a destacar, por
un lado, el rol de las intervenciones m édicas — desde las institu
ciones de atención, profilaxis y educación a la generalización de
ciertas terap éu ticas— y, p o r o tro, las condiciones m ateriales de
vida que podían alterar positiva o negativam ente la resistencia al
contagio. Y aun cuando en ciertas o p ortunidades se debatió la im
297
portancia relativa de estos factores, la caracterización de la tu b er
culosis com o una enferm edad social hizo que se prestara especial
atención a la im portancia de las condiciones m ateriales de vida.
Así, a lo largo de los años treinta — y en rigor, desde la década
an terio r— , se consideraron un sinfín de variables para explicar los
avatares de la epidem iología tuberculosa, desde “ la vivienda insa
lubre y su m ala ventilación” a “la naturaleza del trabajo y duración
de las jo rn a d a s laborales” , “ el nivel de d esg aste físico” , “la ali
m entación deficiente” , “ el alcoholism o que q u ebranta el nivel de
vida de la fam ilia o b rera ” , “ el nivel de los salarios” . E n 1936, un
inform e del D ep artam en to N acional de H igiene indicaba que la
tuberculosis tenía una etiología com pleja y m ulticausal p o r lo cual
debía prestarse atención a “ los facto res orgánicos y am bientales,
am bos unidos íntim am ente bajo el denom inador com ún de la p o
sición social” . A ellas debían sum arse los facto res relacionados
con la vivienda, el hacinam iento, la alim entación y la situación
económ ica. El estudio concluía en que era “ la situación económ i
ca no sólo el m ás interesante de los facto res am bientales en la
epidem iología de la tuberculosis sino tam bién la causa m ediata y
fundam ental de los m ism os fac to re s” .
El lugar correlativo que ocupaba la tuberculosis entre las enfer
m edades m ás hom icidas varió con el paso del tiem po. En 1911, la
gastroenteritis de los m enores de dos años ocupaba el prim er puesto
seguida p o r la tuberculosis. En 1916, 1921 y 1926 pasó a encabe
zar el g ru p o y finalm ente en 1930 descendió de nuevo al segundo
rango, aventajada po r las enferm edades cardiovasculares que g a
naron el prim er lugar. D esde 1911 a 1930 se registró un m oderado
y rítm ico descenso de la m ortalidad tuberculosa, con tendencia al
estacionam iento. M ás allá de la m ayor o m enor confianza de las
estadísticas, que podían registrar casos de tuberculosis com o b ron
quitis, bronconeum onías o neum onías, o viceversa, las tendencias
de la m ortalidad tu b ercu lo sa revelan que los avatares de la enfer
m edad no fúeron los m ism os cuando se m ira el conjunto del te rri
torio nacional. En 1936, p o r ejem plo, po r cada 100.000 habitantes
de la provincia de F orm osa m orían 60 p o r tuberculosis m ientras
que en las de Tucum án, Salta y Jujuy el to tal rondaba los 240.
E sto s contrastes, condicionados por factores sociales, económ i
cos, epidem iológicos, m édicos e higiénicos, locales y regionales,
fúeron particularm ente m arcados cuando se com paraban algunas
áreas del interior con la ciudad de B uenos Aires. En la capital se
298
trata, en general, de una curva parecida a la de m uchas ciudades
europeas o am ericanas de tam año similar. E n tre 1878 y 1889 el
índice de m ortalidad osciló entre 300 y 230 p o r 100.000 habitan
tes; le siguieron unos años de descenso y, desde com ienzos de la
últim a década del siglo X IX y hasta 1907, una suerte de m eseta
con índices inferiores a 200 pero siem pre por arriba de 180. E ntre
1908 y 1912 se registró un m oderado descenso y a partir de 1912
la curva inició un ciclo ascendente coincidente con los años de la
guerra, culm inando en 1918 con un índice de casi 250 po r 100.000
habitantes. D e 1 9 1 9 a 1932 el índice de la m ortalidad se m antuvo
estacionario, con una muy tím ida tendencia decreciente que nunca
logró ponerse p o r debajo de 170; a partir de 1933 com enzó un
sostenido descenso, paulatino hasta m ediados de la década del
cuarenta y bien acelerado a partir de 1947. E n 1953 el índice de
m ortalidad tuberculosa era del 29 por 100.000 habitantes. Para
esos años, en que ya se estaba generalizando el uso de los antibió
ticos, la gente no se m oría de tuberculosis com o en el pasado. Se
tra tab a entonces de acceder a terapias específicas exitosas y servi
cios que, aun cuando se expandieran, no lograban acom pañar una
dem anda que crecía m ás rápido y que, com o era de esperar, se
volcaba hacia aquellas áreas m ejor servidas. Así, la capacidad de
los hospitales de las g randes ciudades quedaba rápidam ente supe
rada po r la dem anda. E n particular los de B uenos Aires, que de
bieron servir no sólo a los tuberculosos porteños, para esos años
cada vez m enos, sino tam bién a los provenientes de algunas p ro
vincias del interior donde la tuberculosis seguía siendo un grave
problem a.
A to d o lo largo del período y en to d as las regiones los m ás afec
tad o s fueron siem pre hom bres y m ujeres entre los 20 y 29 años de
edad, es decir, en los años de m ayor potencialidad laboral. Su peso
relativo en el conjunto de afectados tendió a dism inuir de m odo
contem poráneo al descenso de la m ortalidad tuberculosa general,
desplazándose a edades m ás avanzadas. L a diversidad en los rit
m os de descenso y sus im plicaciones sociales y políticas se p o
nían en evidencia una y o tra vez. N o sólo aparecían, com o era de
prever, en los periódicos inform es del D epartam ento N acional de
H igiene que circulaban en tre m édicos y especialistas en salud.
Tam bién hacían titu lares en los diarios de circulación m asiva, re
velando una vez m ás cóm o la cuestión de la tuberculosis estaba
saturada de significados y usos definitivam ente m odelados p o r un
299
repertorio de cuestiones e
ideas que excedían holga
307
d a d e s de b e n eficen cia, de d ife re n te im p o rta n c ia y n a tu ra le z a .
E n B uenos A ires la A sistencia Pública tuvo a su cargo una red
de hospitales y estaciones sanitarias disem inados por los barrios.
A ellos se sum aban m aternidades y dispensarios que p ro p o rcio n a
ban leche aséptica a las m adres que no podían alim entar en form a
natural a sus hijos, conform ando tem pranam ente un conjunto de
instituciones destinadas a la protección del em barazo, el p arto y
los dos prim eros años de vida del niño. U na im portante red de
organizaciones caritativas privadas y religiosas tam bién tom ó a su
cargo la atención m édica y la asistencia social de la población in
digente. La Sociedad N acional de B eneficencia fúe la m ás im por
tante de estas instituciones, tanto po r su peso social y político com o
p o r su continuada presencia a lo largo de m ás de un siglo, hasta
que gran parte de su actividad term inó absorbida p o r la Fundación
E va Perón. D edicados a la protección de la población fem enina en
situación de desam paro o enferm edad y a la gestión de hospitales y
orfanatos, el H ospital R ivadavia y el H ospital de N iños respectiva
m ente, instalados en nuevos y m odernos edificios en 1887 y 1894,
constituyeron claros exponentes de la m agnitud de los recursos
que m anejaba. A m ediados del siglo X IX los hospitales de colecti
vidades com enzaron a construir sus prim eras instalaciones y al des
pegar el siglo X X se consolidaron, expandieron y m odernizaron.
E stas novedades en m ateria de infraestructura de servicios de
atención no irrum pieron con igual fuerza en el interior del país y
sólo en aquellas ciudades donde la actividad económ ica derivada
de la integración al m ercado nacional o internacional había traído
cierta prosperidad, la m edicina diplom ada y sus profesiones e ins
tituciones lograron afianzarse. Al d espuntar la segunda década del
siglo, po r ejem plo, favorecida po r la actividad de su puerto, la
ciudad de R osario contaba con cinco hospitales de antigua cons
trucción, refaccionados y d o tad o s de agua corriente y cloacas, y
p royectaba la construcción de un gran hospital, “m oderno” , para
conm em orar el C entenario. Para esos años M ar del Plata disponía
de un hospital m anejado p o r la Sociedad de B eneficencia y de la
A sistencia Pública dependiente del gobierno m unicipal. E n C ó r
doba, la m odernización hospitalaria tu v o que lidiar con una muy
vieja infraestructura que se iría renovando pero a un paso muy
lento. En o tra s áreas del interior el gobierno nacional realizó un
esfuerzo destinado a com pensar la escasa disposición o capacidad
de las provincias para hacerse cargo de la construcción de servi-
cios de atención m édica. C on ese objetivo se aprobó en 1906 una
ley que creaba la C om isión de A silos y H ospitales R egionales,
do tán d o la con un 5 po r ciento de los beneficios producidos po r la
L o tería de B eneficencia N acional. E sta iniciativa perm itió la ins
talación de un asilo de alienados en Oliva, del S anatorio Santa
M aría para tub ercu lo so s y del H ospital R egional del C entro en
Bell Ville. E n la segunda y la te rc e ra décadas del siglo, la com i
sión creó los hospitales regionales de C haco, La Pam pa, M isio
nes, Río N egro, y el H ospital Regional A ndino de La Rioja. P ara
esos años subsidiaba cerca de mil instituciones de beneficencia
que tenían a su cargo servicios de atención m édica y asistencia
social, entre las que se contaban 307 hospitales de m uy diversa
capacidad ubicados en diferentes lugares del país. La im portancia
de esto s subsidios fue m otivo de m uchas críticas por parte de unos
po co s contem poráneos que veían con disgusto cóm o la elite se
m ostraba caritativa usando recursos del E stado. Las finanzas de la
Sociedad de B eneficencia son reveladoras: recibía de ta n to en ta n
to algunas grandes donaciones de particulares que favorecieron
periódicam ente la expansión de su capacidad instalada, pero era el
ap o rte estatal el que g arantizaba el funcionam iento diario de la
institución. En 1910, la Sociedad cubría con recursos propios no
m ás del 19 p o r ciento del to tal de su presupuesto y en 1935 apenas
un 10 po r ciento.
Tam bién a nivel provincial y m unicipal regía este sistem a de
transferencia de recursos del secto r estatal al privado. La distribu
ción de subsidios no obedecía a un plan m etódico, sino solam ente
a la influencia puesta en ju e g o po r las respectivas instituciones
ante el C ongreso y las a u to rid ad es del m unicipio. Las m ás de las
veces, eran m édicos los que facilitaban el acceso a los fondos p ú
blicos por parte de estas organizaciones caritativo-filantrópicas
donde ellos m ism os ejercían funciones directivas. Así, trabajando
en agencias estatales, en sus co nsultorios y en la filantropía p arti
cular institucionalizada, estos m édicos no sólo eran p o rtad o res de
un saber profesional en m ateria de asistencia m édica y social sino
tam bién oficiaban a la m anera de notables. E n esa capacidad p o
dían cam inar con soltura los pasillos de la m ás alta burocracia
estatal o del C ongreso N acional y sacar to d as las ventajas posibles
de un sistem a de representación política donde sólo unos pocos
entendían que ésa era la form a de acceder y ob ten er favores del
Estado.
U na de las principales fuentes de los recursos destinados a ase
g u rar la atención m édica del indigente eran los beneficios de la
L otería N acional. L a ley 3.313, de 1895, asignaba un 60 por ciento
del to tal para la construcción de hospitales y asilos públicos en
B uenos A ires y un 40 po r ciento para el m ism o objeto en las p ro
vincias. P ara esos años en algunas ciudades ya funcionaban los
reg istro s m unicipales de pobres que, se suponía, debían reglam en
ta r el acceso a la atención. L a certificación de la condición de p o
bre estaba a cargo del com isario de la sección policial o del p resi
dente de la C om isión A uxiliar de H igiene P arroquial del resp ecti
vo dom icilio. El certificado habilitaba gratuitam ente a su p o rta d o r
a los servicios aunque en algunos años y para ciertas prácticas era
obligatorio el pago de una pequeña suma. L a filantropía estatal de
los años del cam bio de siglo tam bién produjo la figura del “pobre
de solem nidad” , el pobre carente de to d o recurso, incluida la apti
tud para el trabajo. C uando en 1919 los socialistas llegaron po r
prim era vez al C oncejo D eliberante en B u en o s A ires denunciaron
el carácter infam ante de la “tarjeta de pobre” y obtuvieron su anu
lación. Se proponían hablar en nom bre de quienes, ellos creían,
sentían que su respetabilidad había sido avasallada. D e to d o s m o
dos, y m ás allá de la existencia de las reglam entaciones de p o b re
za, la atención en los hospitales era libre y g ratuita para casos de
urgencia, así com o en el
Instituto Pasteur, encarga
do de la profilaxis contra
la rabia, en el H o sp ita l
M u ñ iz , lu g a r de a is la
m iento para enferm os in
fecciosos, y en el H o sp i
tal Tornú, donde se inter
naba a los tuberculosos.
E n el H o s p ic io de las
M ercedes, para alienados,
se v e n ía n e s tip u la n d o
desde fines del siglo X IX
los m o n to s a p ag ar po r
cada una de las categorías
de internados, siendo gra
tu ita para lo s pobres de
Internos de! Hospicio de las Mercedes, 1931 so le m n id a d y p a ra lo s
D a d o r Gregorio Aráoz Alfaro con la Comisión de Beneficencia en el dia de
Id colecta por el tuberculoso. 1930.
IM M G E M H M O . u n v i n i n . d a a rtm m á m
K X H U M U I* * ) P - ira .
M U ilita i
n p a n a n r n t.iv . » uaa» ** E - p a n a .
m r f l n E l « M i ó 4» la i n c l u i o s . a u a » in * a
p r o d u c to d « c n w K.o).>«in. <«**.- !<• » p n«iaa
« ido. IHr w u M l L o h a « ab aD - I♦ a d a m i
lu id o r l n a i i t 'i A n te a m » H p#
d a r » '* it u U a r n » . w a u b a u p a r» )- >\)aim
i » afi I t j a a a i o r r i a a ( w l r i M . d a n fUarv* i » r »
»r*> lia u n a » f k iU d r ■ r f a r n a «ta- «»* i» j a » a « ,
,,u - A m é ric a
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C H w lf lím d l aa h a n * M a
a la R a p d U ii^ . m
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-la» K) p r o .
irt* > m i t r a , n a lir ia m » * n *J e a a o .I r a a -
, a a i r a n ja r u m a r n al liu * c al. la rri* » r»
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LA T A I 1 .4 W « I IX T IIC H
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m tnntt un n.«o«A
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na»u». l a l a »
t / » a Umm - W n r • r a * * a * « n a - * ^ » a -
to a u a l» m i a t a t t v an f
» * • » ^ * a í aM*w la ^ ^ 4. a a l a A m a
I f M lM 4 . la A n
g a a lta r 4
a m ra n la m a
¿al a a rl
c upaa «W k u . lL_, ~ J am t a aa tl a «d a
• * * » a o .« * ) h no ,r * n u f , aa r a i l *
l» a " r * a * P » r r r i >r»
b u h . H d r » aa r a r k m M
" J 1 * 111" ai n u > o b»oif>
3 24
“com er pan integral, frutas, verduras y lácteos” , “facilitar el m ovi
m iento regular de los intestinos” , “beber po r lo m enos seis vasos
de agua p o r día”, “trabajar y dorm ir en am bientes bien aireados” ,
“aprovechar to d as las ocasiones para exponer la piel desnuda al
aire y al sol”, “usar ropa interior liviana y p o ro sa ” , “bañarse to d o s
los días” , “higienizarse escrupulosam ente la boca y los d ientes” ,
“p racticar ejercicios físicos” . C on esos consejos, la revista anun
ciaba el cam ino que debía culm inar en una ancianidad sana y vital
tan to en lo m ental y espiritual com o en lo físico.
Así, desde m uy diversas p o stu ras políticas e ideológicas, un
dom inante e im preciso discurso eugenésico positivo perm eó el tem a
de la salud. A lgunos fueron eugenistas doctrinarios, o tro s refor
m istas sociales del m ás variad o ropaje, y p rácticam en te to d o s
n e o la m arc k ia n o s. C re y e n d o firm em en te q u e c ie rto s cam b io s
m edioam bientales podían m odificar y beneficiar lo que llam aban
el “ capital g en ético ” de la población, to d o s ellos destacaban la
necesidad, incluso la urgencia, de “ m ejorar la raza” utilizando re
cursos y estrategias de nutrim ento, de la buena alim entación a la
difusión de la cultura higiénica. N o buscaban pureza racial, sino
fortalecim iento de los cu erpos individuales y del cuerpo de la na
ción m ediante acciones m édicas, m orales y sociales. Así, la m edi
cina m ezclaba los hallazgos de la revolución pasteuriana y la bac
teriología m oderna con las posibilidades de cam bio asociadas a la
educación y la lucha contra la pobreza. Fue en ese co n tex to que se
reco n o ciero n las dim ensiones sociales de ciertas enferm edades y
la necesidad de unir atención m édica con asistencia social. P o r ese
cam ino se fue definiendo el program a de acción de diversas agen
cias estatales y de num erosas organizaciones privadas, to d a s ellas
de algún m odo involucradas en la lucha co n tra la tuberculosis, el
paludism o, las enferm edades venéreas o la pro tecció n de la in
fancia.
Juan José Scbrcli. M artínez Estrada: una rebelión inútil. Buenos Aires,
Palestra, 1960.
p ara m arcar lím ites Y el golpe del 6 de setiem bre fue un aconteci
m iento lo bastante contundente com o para q u e se lo haya conside
rad o una fro n tera decisiva, un nudo que c o n d en sa las crisis, m últi
ples y concurrentes, que ag o taro n el ciclo de la A rgentina agroex-
portadora. Tan contundente, en su im pacto puntual y en sus deplo
rables efectos políticos, que pareció legítim o trasladar sin m ás esos
efectos a la caracterización de la vida literaria. D e m odo que, así
com o una corriente historiográfica elaboró u n a im agen m onolítica
de los años trein ta que se resum ía en la fó rm u la “década infam e” ,
en los estudios literarios es posible en c o n trar todavía tan to esa
m ism a denom inación com o la repetición acrítica de las evaluacio
nes que conlleva. Así, en 1986, el crítico inglés John K ing señaló
que el período com prendido entre los años tre in ta y com ienzos de
los cuarenta “ suele no ser to c a d o p o r los críticos, que lo conside
ran un período yerm o, entre la vanguardia de los veinte y el ‘b o o m ’
de finales de los cincuenta y los sesenta” , y en 1996 la conocida
revista literaria T ram as dedicó un núm ero a la época y lo tituló,
sin conflicto aparente, “L a d écada infam e” .
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evasión, los tex to s q u e B o r g e s y B i o y C asares escribieron en los
años treinta — tex to s de los que S u r fue vehículo privilegiado—
revelan una intervención polém ica fuerte en el cam po literario,
encam inada a disputar un espacio a las tendencias realistas y psi
cológicas que consideraban dom inantes en la narrativa, rep resen
tadas po r escritores com o M anuel G álvez y E d u ard o M allea.
D esde u n a poética tributaria del realism o que confiere a sus
novelas cierta virtud docum ental, en H o m b r e s e n s o le d a d , publi
cado en 1938, G álvez tem atizó con insistencia la soledad que aque
ja ría a algunos seres especialm ente sensibles, en particular a los
escritores. P ero si se revisa ese docum ento im prescindible que son
sus R e c u e r d o s d e la v id a lite ra ria , que se publicaron entre 1961 y
1965, se advertirá que la profusión de actividades grem iales, edi
toriales, institucionales y sociales que G álvez desplegaba en esos
años perm itirían poner en duda el v alo r testim onial de aquella
tem atización de la soledad, al m enos en lo que se refiere a su ca
rrera de escritor.
E n cu an to a M allea, hizo del silencio un dram a central en su
ex ten sa literatu ra, p o r lo que sería erró n eo reducirlo a m ero re
flejo de u n a c o y u n tu ra histórica: el patetism o que d esplegó en
sus te x to s p rim eros p ersistió a lo largo del tiem po sin d em asia
das variantes. E n rigor, L a b a h ía d e s ile n c io vino a c o ro n a r en
1940 u n a d é c ad a no tab lem en te e lo c u e n te en su tray ecto ria. D es
pués del parén tesis que siguió a los C u e n to s p a r a u n a in g le s a
d e s e s p e r a d a , de 1926, publicó C o n o c im ie n to y e x p r e s ió n d e la
A r g e n tin a y N o c tu r n o e u ro p e o nueve años m ás tarde. L a c iu d a d
j u n t o a l r ío in m ó v il ap areció en 1936, y en los tre s años siguien
tes lo hicieron H is to r ia d e u n a p a s ió n a r g e n tin a , F ie s ta e n n o
vie m b re y M e d ita c ió n en la co sta . En E l s a y a l y la p ú r p u r a (1941)
reunió algunos de los en say o s y co n feren cias que aco m p añ aro n
esa abu n d an te producción. P o r o tra parte, su co locación en el
cam po intelectual p arece haber e sta d o al abrigo de las fru s tra
ciones que aquejaban a sus personajes: con sus c arg o s en el su
p lem ento literario de L a N a c ió n y en la rev ista S u r, M allea o c u
pó p o siciones de p o d e r específicas de ese cam po, y es sabido
que su prestig io nacional e internacional su p erab a p o r e n to n ces
al de B orges.
A lgunos estudios históricos han destacado la apatía que se ha
bría ap o d erad o de la vida política argentina en la década del trein
ta, com o consecuencia de la depresión económ ica, el fraude elec
toral y la represión. C uando se aceptan esas caracterizaciones, re
sulta natural considerar que el correlato inevitable de esa apatía
fueran el silencio frente a las cuestiones políticas, la ausencia de
debates y la general decadencia de la vida intelectual. L os datos
disponibles, que indican una incesante actividad del m undo litera
rio, perm iten poner en duda la segunda afirm ación. B anquetes,
cong resos internacionales de escritores, conferencias de visitantes
extranjeros, fundaciones de revistas y de editoriales, creación de
instituciones académ icas y artísticas, polém icas y o tra s m anifesta
ciones culturales se sucedían, al m enos en B uenos Aires. D esde
m ediados de la década, ju n to con una cierta recuperación eco n ó
mica, los sucesos de la escena internacional contribuyeron a inten
sificar ese dinam ism o: los avances del fascism o y del nazism o, el
giro de los partidos com unistas hacia los frentes populares, la p o
lítica del panam ericanism o, los sucesivos im pactos de la guerra
civil española y de la Segunda G uerra repercutieron con intensi
dad entre los escritores, y en ese clima se insertaron los debates
nacionales sobre el filofascism o de los sectores gobernantes, la
represión, el fraude y los avances del clericalism o. Todo esto con
firió a ese período un sesgo m uy característico, en el que cobraron
especial relieve dos tem as cruciales: la responsabilidad de los in
telectuales y el lugar de la cultura en las m odernas sociedades de
m asas.
341
posiciones del catolicism o nacionalista de derecha en el plano cul
tural, y sobre to d o en el político.
De to d as estas publicaciones, la m ás significativa com o e x p o
nente de los cam bios en el cam po literario, p o r su proyecto y p o r el
prestigio que alcanzó, fue sin ninguna duda Sur. Las parcialida
des y om isiones en que incurrió son bien conocidas, y leer la acti
vidad literaria de los años treinta desde S u r no brinda un inventa
rio exhaustivo. P ero ofrece a cam bio una perspectiva renovadora
de las grandes líneas que articularon la literatura culta en el p e
ríodo.
E sta lectura de la literatura desde S u r perm ite form ular algunos
planteos. El prim ero indica que lo verdaderam ente representativo
del cam bio literario en esos años no fue, com o se ha repetido hasta
el hartazgo, el ensayo de tem a nacional. E ste tenía ya una larga
tray ecto ria en la literatura argentina, y los del trein ta constituyen
una inflexión particular de un desarrollo que había conocido o tro s
m om entos de alta densidad conflictiva, com o el rosism o o el C en
tenario. P o r o tra parte, en esa inflexión, las im ágenes de la A rgen
tina que prodigaron los visitantes extranjeros fueron tan to o m ás
m ovilizadoras que los efectos del golpe militar. U na segunda co n
sideración señala que lo m ás representativo del cam bio literario
en esos años fúe, en cam bio, el conjunto de transform aciones de la
narrativa, buena parte de las cuales se originaron en el co razó n de
S u r M allea, Silvina O cam po, B ianco, B ioy C asares y B o rg es fue
ron, ju n to con R oberto A rlt, sus exponentes m ás relevantes. P or
últim o, o tro rasgo novedoso fue la intensidad de los debates polí
tico-ideológicos g enerados p o r los conflictos de la escena interna
cional, que tensionaron el entero cam po intelectual argentino has
ta p roducir reagrupam ientos y dividir posiciones de un m odo has
ta entonces inédito. D ada la centralidad que to d as estas cuestiones
adquirieron en sus páginas, cabe afirm ar que lo m ás rep resen tati
vo de lo nuevo en esos años fúe, precisam ente, la aparición de Sur.
Victoria Ocampo
y su público
L a em ergencia de S u r obe
d e c ió a u n a c o n fig u ra c ió n
nueva, en la cual el dinero y
I letona Ocampo junto a Ortega y Gasset.
Madrid. 1929. el capital social de V ictoria
O cam po resultaron tan deci
sivos com o la consolidación
de la autonom ía relativa del cam po literario y la form ación de un
nuevo secto r de público culto. C om o se ha visto, hacia 1930 con
tinuaban m ultiplicándose las instituciones, publicaciones y activi
dades que brindaban a los escritores m ayor cantidad de espacios
con m ecanism os internos de legitim ación para desarrollar sus ca
rreras. Junto a eso, se puede d etectar la paulatina aparición de un
secto r nuevo de público, pequeño pero capaz de apreciar una pu
blicación que pusiera a su alcance las novedades de la literatura y
el arte m odernos. C om o tantas veces lo ha m ostrado la historia de
la literatura, cada am pliación del público genera alguna divisoria.
En este caso, se trataba de un proceso resultante del crecim iento
cualitativo del público lecto r que la m ovilidad social ascendente,
desde fines del siglo X IX , había ayudado a constituir. Se habían
alcanzado así ciertas condiciones de posibilidad para una publica
ción distinta de las existentes, que cristalizaron en torno de la fi
gura nuclear de Victoria Ocampo.
O cam po no había participado de los m ovim ientos de van g u ar
dia y ni siquiera ocupaba una posición em inente en el cam po lite
rario, a pesar de que O rteg a y G asset había publicado su ensayo
D e F r a n c e s c o a B e a tr ic e en la R e v ista d e O c c id e n te . P ara ese tra
bajo, O cam po había buscado la aprobación de G roussac y de Á n
gel de E strada, dos elecciones bien reveladoras, por lo tradiciona
les, de las diferencias entre la debilidad de su colocación en el
cam po literario y la solidez de una posición social, que le facilita
ba el acceso a espacios y pro tag o n istas de reconocido prestigio
dentro y fuera del país. P recisam ente el origen social de V ictoria
O cam po y de o tro s m iem bros del grupo fue con frecuencia m otivo
de críticas descalificadoras que encasillaron a S u r com o órgano
cultural bien de la oligarquía, bien de los gob iern o s surgidos del
golpe del treinta, una lectura m uy prim aria que sin em bargo no ha
dejado de reiterarse hasta hoy.
Definiendo el rumbo
W aldo Frank
II altlo hrank (de pie en el centro), en la Sociedad tle . irte Sativo, donde se le
ofreció una audición de hades v cantos autóctonos, noviembre de 1929.
dadera u n ió m ístic a del m undo hispanoam ericano debían ser, a su
juicio, los intelectuales.
El p ro tagonism o que F rank asignaba a las m inorías intelectua
les no se lim itaba a este papel encam inado a restau rar unidades
cósm icas. Tam bién denunció, en una línea paralela a la de o tras
voces representativas de la época, com o la de Julien B enda, la
responsabilidad que les to ca b a en los m ales del presente. El título
de un artículo publicado en S u r lo decía brevem ente en 1940:
“N u e stra culpa en el fascism o” . Sin em bargo, su confianza en la
benéfica fuerza latente de las m inorías culturales nunca dism inu
yó. E n 1942, F rank predicaba en B uenos A ires “la guerra pro fu n
da” co n tra el capitalism o y el m undo m oderno, y solía iniciar sus
discursos llam ando a sus oy entes “herm anos y herm anas” ; en esa
fecha afirm aba: “Y he aquí lo que digo: que una m inoría dentro de
una m inoría, teniendo de su parte la conciencia del destino del
hom bre, puede salvarse; y puede salvar el m undo” . E stas v etas de
su pensam iento generaron respuestas entusiastas en la intelectua
lidad argentina y latinoam ericana.
Un docum ento invalorable de esas respuestas es el volum en
W aldo F r a n k in A m e r ic a F lispana, editado en 1930 po r el Instituto
de las E spañas en los E stad o s U nidos. R eúne colaboraciones de
los intelectuales m ás d estacados del continente y testim onios pe
riodísticos del inm enso éxito que tuvieron las conferencias que
F rank pronunció en su gira de 1929. A unque un prefacio institu
cional declara explícitam ente el c a rá c te r no oficial del viaje, el
prólogo que abre el libro lo celebra com o parte de las estrategias
necesarias para acom pañar las crecientes inversiones de los E s ta
dos U nidos en A m érica L atina con p ro d u cto s culturales destina
dos a las m inorías intelectuales, m ás refinados que el cine y capa
ces de rev ertir la “yankifobia” inducida p o r escritores com o D arío
y R odó. F a lta b a n un o s p o c o s años p a ra que las po líticas del
panam ericanism o se to rnaran m ás activas, pero de to d o s m odos
en 1929 F rank parecía lejos de reunir las condiciones de un em isa
rio ideal, pues apenas term inó de escribir A m é r ic a h isp a n a en 1931,
cum plió con el rito em blem ático de los intelectuales de izquierda
de ese período, y viajó a la U nión Soviética. N o obstante, com o ha
puntualizado John King, su viaje a A m érica L atina de 1942 fue
financiado p o r la Oficina del C oord in ad o r de A suntos Interam eri
canos, creada por N elson Rockefeller, en la que trabajó algunos
años M aría R osa Oliver.
L a prim era visita de Frank a la A rgentina fue prom ovida po r el
e ditor Sam uel G lusberg y co n tó con los auspicios del Instituto
C ultural A rgen tin o -N o rteam erican o y de la F acultad de Filosofía
y L etras de la U niversidad de B uenos Aires. L os m ateriales rec o
gidos en la publicación del In stitu to de las E spañas perm iten ap re
ciar la am plitud del arco ideológico que abarcaban las adhesiones
a Frank, desde una elogiosa nota de Julio Fingerit publicada en
C r ite r io , h a sta e n sa y o s de Ju a n M a rin e llo y de Jo sé C a rlo s
M ariátegui, o artículos en C r ític a y en L a N a ció n .
U no de los te x to s m ás sorprendentes de esa recopilación es el
poem a “A W aldo F rank” , de M artín ez E strada, que se había publi
cado en la revista de G lusberg, L a Vida L ite ra ria . U na alusión a
W alt W hitm an, “ ¡Oh capitán, mi capitán!” , abre el poem a, y des
pués de esa salutación llama a los escritores a sum arse a un ejérci
to “joven, altruista y veraz” que recorrería to d a A m érica en una
cruzada que p arece anim ada p o r un espíritu de regeneración v an
guardista. El optim ism o de eso s v ersos de 1929 contrasta vivida
m ente con las “espléndidas am arguras” , com o las calificó B orges,
de R a d io g r a fía d e la p a m p a , de 1933. Sin em bargo, las huellas de
F rank son evidentes en algunas proposiciones nucleares de M artí
nez E strada. U na de ellas es la visión del m estizaje com o un facto r
negativo de resentim iento y de conflicto; otra, la atribución de un
efecto de alejam iento de la realidad a la pam pa; luego, la chatura
de B u en o s A ires y la pen etració n en ella de la violencia de la pam
pa; p o r ultim o, cierto aire de fam ilia en la concepción de la co n
q u ista c o m o u n a e m p re sa p a ra d ó jic a . F ra n k e scrib ió q u e la
conquista fue tributaria de la im aginación fáustica española, una
a v e n tu ra m o d e rn a re a liz a d a co n e sp íritu m ed iev al, M a rtín e z
E strada, que los b arcos de los conquistadores, a m edida que avan
zaban en el espacio, retro ced ían en el tiem po.
A la inversa de lo que o c u rre con R a d io g r a fía d e la p a m p a ,
las huellas de F rank son b o rro sa s en E l h o m b r e q u e e s tá s o lo y
e s p e ra . M ás p recisam ente, están bo rrad as. E n las prim eras edi
ciones — que fu ero n seis e n tre 1931 y 1933— , Scalabrini O rtiz
se refería con gran sim patía a Frank: “W aldo F rank quiere c a te
qu izarlo s [a los no rteam erican o s], W aldo F rank es un so ñ a d o r
que se eq u ivocó al nacer. E s un p o rteñ o . E s m acanudo. ¡Qué lás
tim a! ¡N os hubiera v en id o ta n bien un hom bre así! Y allá no lo
van a ap ro v e c h a r” . E n ediciones p o ste rio re s ese elogio d e sap a re
ció. N o sería ilícito in te rp re ta r que esa cen su ra se inscribe en la
I letona Ocampo con Eduardo AiaUea, cii Roma, 1934.
La radiografía velada
Vacilaciones y definiciones
Roger Caillois y Pepe Manco en I illa en la política
Ocampo, San Isidro, circa / 940.
R o g er Caillois fue un viajero
especial. Vino a la A rgentina a
dar unas conferencias en 1939, invitado p o r V ictoria O cam po. El
estallido de la guerra le im pidió volver a su país hasta 1945. E scri
bió un par de ensayos sobre el ám bito pam peano, p ero felizm ente
no se sintió obligado a brindar un diagnóstico sobre Am érica. H izo
algo m ás original: para m antener una conexión viva con la cultura
resistente de la Francia ocupada, obtuvo de V ictoria O cam po re
cursos para editar una revista, L e ttre s F ra n q a ise s, y una colección
de libros en francés, L a p o r te étro ite, cuyos beneficios se d estina
rían al C om ité Francés de S oco rro de V íctim as de la G uerra. Allí
realizó las prim eras traducciones de B orges al francés. C uando
regresó a Francia, dirigió la colección L a c ro ix d u S u d ¡, en la que
difundió literatura latinoam ericana. Se convirtió así en uno de los
364
p o c o s v i a j e r o s q u e c o n t r i b u y e r o n al propósito im plicado en el p r o
yecto de S u r de d a r a co n o cer A m érica a los europeos.
El apoyo de S u r a esas publicaciones en francés significaba una
decidida tom a de posición política, a la que no se había llegado sin
vacilaciones. E n 1934, V ictoria O cam po y E d u ard o M allea dieron
en Italia las conferencias que luego se publicarían com o S u p r e m a
c ía d e i a lm a y d e la sa n g re y C o n o c im ie n to y e x p re sió n d e la A r
g e n tin a , invitados po r instituciones culturales fascistas. E n esa
ocasión, O cam po llegó a obtener una audiencia con M ussolini.
P ero a partir 1935, la cuestión de la responsabilidad de las m ino
rías y de los escritores que había despuntado con L eo F errero se
increm entó visiblem ente a partir de un par de artículos de A ldous
H uxley y E d u ard o M allea. En ese m ism o año, un ensayo de N ic o
lás B erdiaev, “ P ersonalism o y m arxism o” , introdujo la tem ática
m ás decididam ente política. B erdiaev com partía el ideal m arxista
de una sociedad sin clases, pero consideraba que la ausencia de
una teoría de la persona conducía al régim en com unista al to ta lita
rism o. P roponía un “ socialism o personalista” , que a su juicio se
correspondía con el verdadero cristianism o. C on estos tex to s se
introdujeron en S u r los debates en to rn o a la gran opción, tan difí
cil de resolver para los liberales de la época, entre com unism o y
fascism o.
Las posiciones de la revista se orientaron en dos direcciones
principales: la defensa de la cultura com o un v alor superior y la
defensa de la persona com o garantía de las libertades. La prim era
de esas líneas estuvo representada principalm ente por figuras com o
Huxley, Bernard Shaw, Benda, Leo y Guglielm o F errero, y en 1938
se le dedicó un núm ero especial titulado “ D efensa de la inteligen
cia” , en el que, adem ás de los colaboradores extranjeros, escribie
ron O cam po, M allea y Canal Feijóo. La segunda se apoyó en d o c
trinas de filiación católica, com o el personalism o de Em m anuel
M ounier y el hum anism o integral de Jacques M aritain.
La irrupción de la política en S u r y su alineación cada vez más
explícita c o n tra los regím enes to ta lita rio s e n co n tró una fuerte
m otivación en la guerra civil española. L os m iem bros de S u r no
fueron, por cierto, brigadistas, y no participaron en los congresos
internacionales de apoyo a la causa republicana. P ero la revista
difundió con perseverancia un ideario totalm ente o p uesto al de
regím enes totalitario s integristas com o el franquism o, que eran
apoyados por la Iglesia C atólica argentina. En 1936 se publicó la
“C a rta sobre la independencia” de M aritain, que proponía una
política “auténticam ente cristiana” , resp etu o sa de la persona, te n
diente a la elim inación de las divisiones de clase, pero no m enos
o p u esta a la “concepción com unista-atea que a la concepción to ta
litaria o fascista de la vida social” .
Sum ado a la condena del antisem itism o, este ideario resultó in
tolerable para las jerarq u ías eclesiásticas y sus órg an o s de difu
sión cultural y doctrinaria. En 1937, el sacerd o te Julio M envielle
publicó en C rite rio un artículo virulento co n tra M aritain, al que
llamó “ el filósofo abogado de los ro jo s” , en el que atacó tam bién a
S u r, al referirse a “ sus am igos de la Sociedad H ebraica y del Pen
Club, los ju d aizan tes y com unoides de S u r y la pasquinería po rte-
ña” . A taques com o éste dieron lugar a la publicación de la “P o si
ción de S u r ”. Leída h o y puede p arecer difusa. L eída sobre el tras-
fondo de la alianza que ocupaba el p o d er en esos años, de la que
form aban parte sectores m ilitares y clericales, no lo era tanto. P o r
( amida del Pen ( !ub en el Plaza lintel. De pie, primero desde la izquierda,
Córdova [turburu y Eduardo Mallea; sentados, segundo de la izquierda.
Juan Pablo EchagUe. Emilia Bertolé, Alfonsina Slorni. setiembre de 1930.
si fuera poco, en el mismo número se publicaron dos artículos
muy contundentes: “Católicos fascistas y católicos personalistas”,
del católico no integrista Rafael Pividal, y “Sobre la guerra santa”,
un ensayo de Jacques Maritain que negaba la justificación de la
guerra “en nombre de Cristo Rey”, que esgrimían los católicos
franquistas, con palabras que aún hoy conservan una conm ovedo
ra vigencia:
/ /> 1 B de lo s
L A B Q U IE B R A S
NOMBRES...
m r U se i ir di la*
|l | h r f * . l o * ¡ u d i » , «o
K.sl»fc minhiM ••«lo» iilr.'. lo* judíos reídiann
> * c u m Jo - u liL /« n H V a -
en vi iiiutnln un i>Un il«nBMrida u iiín n a d ,
iN o u f ln K r p a r a d ñ > l n u u r
«•uvo é x i t o r n d i r u « l I ( t9 t r a n c i a p o r I.W r r i - >•» u I» H .ir i ». >•.(» • iu « r t h u L iO f » f u r o jm i
tim in » . rll w i v i c I m i % v i h * . *>n s n r j o r u l i s d " . I V m H (w. p U i, e n líiM 'k i t r a b n ia
m r i o i n •** s i e m p r e ilifíifil dar u » m riU r. A vcer«* la «*•- t a r t o M i M l l U i n É l Iw n
LOE C A S A W X M T O f A R IS T O C k A T irO á
i inn m i »ttm n a i f e v io la rlo , o i q t ii u r i » r« i*-*i*.ii»*iol c a r i a i n a i n i l i l u r í u i t l> n n
t iiit«in« r««- f*>r»a l*i» « r a « im ! « vMrw m n ^IiU i > *r c a r i a * e n « I M9 o o 4 * Io n
_
>•**’ ' " t - a m ea rla .Ir r i p H i - * > t l a d <te « a i'X r: < IU fn r* • » w » . e* i u d ii K n r l o lr n
\ \
*M ^ i,, m ......................... .......................... .............. ” '• * ... ...............
I i n ^ K n . .........................n o m n . . . . ........... ............
• I O ». ~ ■ t f.M . U M . I
. . .
l u n o l l d r e l l o s |M »l4 l i r n « q u e l o * n m d r i u o i T »1 U # b s * - turra | . r o la IteOtU
U rl* .w iw t f t q u e , c u « n |w t U b i e n o r* a n u a d o y ro n A '• «l*-lilttn »” ju r i. .tro» |m i-., .r- jii . i . i ,. V i cm h i n .in e < iit i a la i|U t n<^
r l It i» t in t o 1* d r í c n ’m d e s p i e r t o , » t m e n d m t a o o
*c<>m« un r>r<met*..i. .,fl*»*.«U |. . .u . ir ) re fe rim o v runa riño. ry<
n n iM i . i, t i r n o a o tr o * , U * f o W e n io * d e c r c ta M M i Ib
r-. ............ . ni .n « n .. .1.1 ... ................... Iimi o o ju « lu . S í lla m a
Berooa lm n h ln ¿ « | < • • u lr a ii» i'<W W i ► * « d e m u A j •••>« jtn ip iir . lia n m ( 'u o ^ r t t U o l.imi
p r n h lb íe ió n a b * d n t a i n i n U m •*»■>•. r i i l M H «r» f rW ilrn » .1/ »*i ln«l“
lad o . ¿L in d o t inocvntr
nom bre, tcrd a d T
LA PREN SA
K u rn o Kl lla n ro Tu-
r.M .H -o •»- I - tar ••«.Va . o p e ra tiv o L im itado. c*m
• 'M f l » »-*• i « U | «lk 1-4
» rd r r n la r a llr San I aiín
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l in f o f l* p o n * ‘ i* i|o - i l r r , q ih ' r - t m lu lo qm * i l
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t ie r r a , r l v r r il n d r n i p o d e r « • a*, h e a h í r l n n l o o m i * t r -
p a - M ir á a n u e s t r a * i n » - r i o . l a r j f n n n im ú s p r * « f n n
n in * 'K l o ro , la n i A* d a u n e r i * r U in t r l lf f i 'n
f r a n d r p o t e n c i a á i- l a t ie r í a d e l m u m ío . | K « e m tú
r r n . . . r l o ro , q n r e * In r l p o r v e n ir !* '
L p la n m d e s a r r o lla a r m o n io a a m e n t e y f r e n t e a
R L C A P IT A L IS M O IK T R B N A C T O H A L
E « u a v u u c e v ic t o r io s o s ó lo c a b e a d o p t a r u n a p o
It t lc » : la p o lít ic a d a t p o « T 0 m . le c t o r , * 1 ü m e o
r e c u r s o q u e e s c a p a a l d o m in io j u d i o . . .
369
W ast era uno de los escritores que m ás vendía en esos años, el
único, según G álvez, que vivía de lo que ganaba con sus libros, y
esos libros, adem ás de ser populares en cuanto al éxito de ventas,
eran lectura cotidiana en las escuelas religiosas. P o r o tra parte, los
m ism os delirios se leían en m uchas publicaciones católicas y na
cionalistas, sin el aten u an te de perten ecer a la ficción. El periodis
m o, la publicidad, la m oda, el cine, la opinión pública, el laicism o,
el sistem a electoral y la dem ocracia parlam entaria, en suma, to d o s
los signos liberales de la m odernización política y cultural, eran
los objetos fav o rito s de denigración en esas publicaciones. L as
ficciones de W ast no hacían sino repetir y reforzar ese discurso.
P o r si lo ficcional no fuera suficiente, E l K a h a l y O ro abundan en
largas tiradas de citas que sin dem asiado refinam iento buscan su
brayar los enunciados ideológicos y conferir una dim ensión sim
bólica a las acciones. A lgunas provienen del tex to bíblico y de
otros libros religiosos; otras, de los P r o to c o lo s d e lo s S a b io s d e
S ió n y dem ás libelos ap ó crifo s que difundían el antisem itism o.
L a novela de W ast narra adem ás otras historias que sería ilus
trativo analizar con detalle: historias de cóm o se hacen ricos los
judíos, historias de traiciones y de engaños, historias de am ores y
de conversiones religiosas. H acia el final, la conversión del p ro ta
gonista, y con ella la resolución del conflicto am oroso, resulta
posible gracias a la irrupción de un acontecim iento tan ex trao rd i
nario que el capítulo lleva po r título “L o que jam ás los ojos vie
ro n ” . E ra el C ongreso E ucarístico Internacional de 1934, “aquella
serie de días m ilagrosos que no se olvidarán” . E n una noche aún
m ás m ilagrosa, M auricio K ohen, quien po r suerte para él era sólo
a m edias ju d ío y cuando niño había sido bautizado, es “trasp asad o
po r el ardiente d ardo de la gracia” , y se convierte al catolicism o.
El C ongreso E ucarístico de 1934 escenificó el acontecim iento
m ás prom isorio p ara la alianza entre gobierno, ejército y clero que
se anudó en esa década, y la cerem onia de la com unión de los
hom bres prom ovió un im portante acercam iento m asculino a la
Iglesia. M ás que la fe religiosa, lo que se intensificó fúe la aso cia
ción im aginaria e n tre catolicism o e identidad nacional. A ese fin
contribuía la p resencia de m uchos católicos nacionalistas en las
instituciones culturales oficiales: Ibarguren, po r ejem plo, era p re
sidente de la A cadem ia A rgentina de L e tra s y M artínez Zuviría,
directo r de la B iblioteca N acional.
En R ecuerdos de la vida literaria G álvez dice haberse adelanta
do a W ast con el tem a de las conversiones en el C ongreso E ucarís-
tico. C uenta que en 1935 escribió L a n o c h e to c a a su f i n . L a acción
de esa novela transcurre enteram ente en la noche de las com unio
nes m asculinas, cuyo im pacto hace que to d a una banda de perio
distas sem idelincuentes, que bien podían pertenecer al diario C rí
tica , uno de los m ás denigrados en las publicaciones de la derecha
católica nacionalista, se arrepientan, se confiesen y com ulguen. E n
esta novela se denuncia o tra sociedad secreta: la m asonería, origen
de m uchos m ales según los católicos nacionalistas. El p rotagonis
ta, por ser hijo de un m asón, ni siquiera ha sido bautizado y su
abrum adora inm oralidad se debe, con to d a evidencia, a la carencia
de educación religiosa. P ero ante el espectáculo im ponente de la
com unión m ultitudinaria, recibe la ilum inación de la fe. L a reso lu
ción de la tram a es perfectam ente acorde con la condensación tem
poral que exige el verosím il realista, tal com o G álvez lo practica
ba: en la “ noche m ilagrosa” , el crápula ya cuarentón se convierte,
recibe el bautism o, escribe to d a su historia y decide hacerse cura.
376 -------
y jerárquica, en cuya cúspide colocaba a los m ilitares. C on sus
com isiones por ram as de actividad, sus jefes y sus directores, L a
g r a n d e A rgentina de L ugones tiene un diseño que se parece asom
brosam ente al que propone el A strólogo en L o s sie te locos. A m
bos tex to s abrevaban en el m ism o terreno ideológico; am bos tra
bajaban con restos dispersos del discurso fascista y de saberes té c
nicos y seudocientíficos que circulaban en diversos secto res del
cam po intelectual. Fascism o y ocultism o se cruzaban en L ugones,
y volvieron a cruzarse en las ficciones de Arlt. Pero el A strólogo
hacía con esa m ezcla una farsa subversiva destinada a los m argi
nales: “Q uiero ser m anager de locos, de los innum erables genios
apócrifos, de los desequilibrados que tienen entrada en los centros
espiritistas y bolcheviques. [. . .] L iterato s de m ostrador, inventores
de barrio, profetas de parroquia, políticos de café y filósofos de
centros recreativos [...]” . L ugones, en cam bio, com ponía la im a
gen del escrito r com o legislador e im aginaba para sí la función de
guía intelectual de los jefes del futuro poder militar. En este aspec
to, L a g r a n d e A r g e n tin a puede leerse com o el reverso de L o s siete
lo co s.
Libros
Prieto. Adolfo. "El hombre que está solo y espera", en Estudios de literatura
argentina. Galerna. Buenos Aires. 1969.
Sarlo. Beatriz. Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930. Nueva
Visión. Buenos Aires. 1988.
Revistas
Gramuglio, María Teresa: Sarlo. Beatriz y Warley. Jorge A. "Dossier sobre Sur".
en Punto de Jista. VI. N° 16. Buenos Aires, abril-julio de 1983. págs. 7-14.
Gramuglio. María Teresa. "Sur en la década del treinta. Una revista política".
en Punto de Vista. IV. N° 28. Buenos Aires. 1986. págs. 109-117.
Tramas. Para leer la literatura argentina. Vol. II. N° 5. Narvaja, Córdoba. 1996.
I
E
n su p o lé m ic o p o e m a
“L as b rig a d a s de c h o
que” , publicado en C o n
tra. L a re v ista d e lo s fr a n c o
tira d o re s, en agosto de 1933,
Raúl G onzález T uñón p red e
cía para la A rgentina un fu tu
ro revolucionario que estaba
m ás cerca de lo que parecía;
un fu tu ro revolucionario c u
y o s signos eran visibles en la
inm ediatez del presente:
M a la b a ris ta s del h a m b re y
ratero s de poca m onta refugia
dos en hoteles de un peso o en
fondines m iserables son los p ro
tagonistas de los relatos de E nri
que G onzález Tuñón, quien eli
gió narrar la o tra cara del desem
pleo: la de aquellos que, quebra
dos po r la falta de trabajo, ro b a
ban para pagar un café con leche
en el Puchero M isterioso o una
sórdida cam a de hotel pues de
las p lazas, de no ch e, tam b ién
eran expulsados. “U n guardián
de plaza pública es un rep resen
tan te de la sociedad. [...] L os sin
trabajo y sin hogar van a e n tre
cerrar sus ojos doloridos de sue
ño y el guardián no perm ite que
lo s v a g a b u n d o s d u e rm a n . E s
enem igo del sueño al aire libre,
bajo el am paro g ratu ito de los
árboles” , sostuvo en C a m a s d e s
d e u n p eso , de 1934. E n sus relatos, com o en el tan g o discepoliano,
se cuestionan las categorías con las cuales se solía describir una
sociedad m ás igualitaria, vivida com o lo irrem ediablem ente per
dido:
HACIA LA REVOLUCIÓN
392
vención política. Los escritores que se consideraban de izquierda,
m uchos de ellos cercanos al Partido C om unista, problem atizaron
en libros, tex to s periodísticos y artículos aparecidos en pequeñas
publicaciones, y en ocasiones a partir de sus propias experiencias
com o viajeros internacionales a la R usia de los soviets y a la E sp a
ña lacerada de la g u erra civil, cuál debía ser el rol del intelectual
com prom etido; cuáles eran las funciones del arte revolucionario
en una sociedad capitalista; cóm o era posible participar, desde la
literaratura, en la construcción de una sociedad sin clases.
Elias C astelnuovo, po r ejem plo, viajó a R usia en 1932 para “ver
y palpar” cóm o se vivía y se trabajaba bajo el nuevo orden revolu
cionario. P ara este hijo de inm igrantes, las prerro g ativ as del viaje
diferían de las de los m iem bros de las clases dom inantes: C astel
nuovo, quien carecía del capital sim bólico para conectarse con las
elites intelectuales de París, pudo acceder al contacto de o tro s “via
je ro s ilustres” , quienes, com o él, analizaban la estru ctu ra política
surgida de la revolución; tam bién pudo apropiarse de o tra lengua
— el ru so — , considerada en sus testim onios de viaje com o el n u e
vo idiom a universal. Si, com o señala D avid Viñas, el viaje es d es
de com ienzos del siglo X IX un tem a perm anente que enhebra las
diversas flexiones del intelectual argentino, el viaje de izquierda
reform uló la dicotom ía P arís-B uenos A ires con la traslación del
m odelo ideológico-cultural hacia lo que Aníbal P once denom inó
una “tercera ciudad” : M oscú o M adrid. L a postulación de una te r
cera ciudad aludía tam bién a la fírm e creencia sostenida p o r la
Iglesia C atólica que, después del C ongreso E ucarístico de 1934,
había instalado la certeza de que “R om a o M o scú ” era la única
alternativa política existente.
M adrid, en cam bio, fue el espacio im aginario y la ciudad em
blem ática en la poesía de Raúl G onzález Tuñón. D esde su viaje
com o cronista a la A sturias del O ctubre R ojo de 1934 y a las trin
cheras del frente republicano, el viaje estético en dirección a E u
ro p a se convirtió en el viaje m ilitante:
“Madrid
De todas partes hacia ti venimos
con fusiles o versos a tus muros.
Flamante capital de todas partes.
¡novia del mundo!” (La muerte en M adrid , 1937)
L a inm inencia de la revolución abrió entonces la discusión so
bre el arte y su función en una sociedad de clases. G onzález Tuñón
proclam ó la necesidad de un arte revolucionario cuyo contenido
social co rresp o n d iera tam bién a una nueva técnica literaria; así, en
“ A n o so tro s la poesía” , incluido en L a ro sa b lin d a d a , de 1936,
sostenía: “Llam o técnica nueva al conocim iento y a la superación
de to d as las técnicas, a la desenvoltura que nos da ese conoci
m iento, a la libertad de tonos, ritm os, im ágenes, palabras, y a lo
que siem pre tuvieron los poetas de cada época creadora, a lo que
sigue la línea poética que nació con la prim era palabra pro n u n cia
da por el hom bre en la tierra: a la personalidad de un p o e ta ” .
L a idea de una revolución posible fue planteada no sólo en té r
m inos políticos y económ icos: la literatura apostaba por la rep re
sentación de un nuevo orden social que tam bién alterara las reglas
que regían la vida privada. Así, p o r ejem plo, en C a m a s d e sd e un
p e so , E nrique G onzález Tuñón vinculaba la revolución con un
cam bio en las costum bres: “ V endrá el am or libre com o vendrá la
em ancipación económ ica de los hom bres. L a sociedad burguesa
ha entristecido al amor. L o ha relajado. H a llevado el am or al p ro s
tíbulo. H e aquí lo que es el am or burgués; el am or con p reserv ati
vo, el am or que se lava con perm anganato” . A lgo parecido p ro p o
nía Arlt en su novela E l a m o r brujo, de 1932, que fue prom ocionada
por la revista com unista A c tu a lid a d en su núm ero 3 con un aviso
publicitario que insólitam ente señalaba: “L a novela describe las
alternativas de un personaje que tra ta de orientarse hacia el com u
nism o a través de la m araña de las contradicciones de la bu rg u e
sía, a cuyo servicio trabaja en calidad de ingeniero” . D esconcer
tante aviso porque, por un lado, la novela efectivam ente cuestiona
la m oral burguesa enfocada a trav és de las relaciones entre hom
bres y m ujeres, al ap o sta r po r un cam bio revolucionario que tam
bién altere las reglas que regulan la esfera privada: bajo el cap ita
lism o, las m ujeres “habían nacido para enfundarse en un cam isón
que les llegaba a los talones y hacerse la señal de la cruz antes de
dorm irse. Pavoneaban una estru ctu ra m ental m odelada en to d as
las restricciones que la hipocresía del régim en burgués im pone a
sus desdichadas servidoras” . Pero por o tro lado, las ensoñaciones
de su p rotagonista E stanislao Balder, m ás que revelar a “un p e rso
naje que tra ta de orientarse hacia el com unism o” , enfatizan la con
fusión ideológica de un ingeniero de clase m edia: ‘“ E stas m ujeres
tienen que ser hechas pedazos por la revolución, violadas por los
ebrios en la calle’, se decía a veces B alder” . A sim ism o, la novela
pro p o n e reflexiones am biguas sobre los vínculos entre vida priva
da y esfera pública, entre lucha de clases y m oral burguesa, y plan
tea las contradicciones de los asalariados que, en lugar de pelear
p o r sus derechos, buscan p ertenecer a la burguesía: “C ualquier
m ecanógrafa, en vez de pensar en agrem iarse para defender sus
derechos, pensaba en engatusar con artes de vam piresa a un creti
no adinerado que la pavoneara en una voiturette. N o concebían el
derecho social, se prostituían en cierta m edida, y en determ inados
casos asom braban a sus gerentes del lujo que gastaban, incom pa
tible con el escaso sueldo g an ad o ” . O defienden el orden social:
enfrentado a A lberto, un m ecánico que p o stula la necesidad de
so sten er las convenciones sociales, B alder piensa: “¿En qué país
estam os? E ste obrero que tiene la obligación m oral de ser revolu
cionario m e viene a conversar a mí que soy un ingeniero, de la
necesidad de resp e tar los convencionalism os sociales. Q ué lásti
m a no esta r en Rusia. Ya lo habrían fusilado” .
E sto s hom bres de letras com prom etidos con algún tipo de tran s
form ación profunda del orden social y político im pulsaron, en esos
años, un conjunto de iniciativas m uy variadas. D esde ya, publica
ron sus obras de ficción, sus poem as y ensayos, sus m em orias de
viajes; tam bién organizaron encuentros, congresos y cam pañas de
propaganda, con fines m últiples que siem pre se quisieron solida
rios. Sim ultáneam ente, participaron en la creación de institucio
nes, d ictaron conferencias, hablaron en actos políticos y tam bién,
desarrollando una práctica particularm ente extendida en la época,
fundaron revistas. A lgunas de ellas fueron efím eras; o tras se co n
virtieron en el ám bito en el que se libraron intensas y fugaces p o
lém icas; es posible pensar, por o tra parte, que sus lectores fueron
con frecuencia m enos de lo que las direcciones hubieran deseado.
Sobre ese abigarrado conjunto de revistas culturales, señalaba
la revista católica C rite rio en 1933: “D esde hace algunos m eses se
n o ta en la ciudad una m ultiplicación so sp ech o sa de publicaciones
de carácter com unista, especialm ente soviético. Prim ero H o y A r
g e n tin a , que felizm ente p ara las letras, las ideas y el buen gusto
desapareció antes de dar la tercera entrega. L uego C o n tra que, con
los m ism os red acto res de la anterior, sigue sus pasos con m ayor
m odestia editorial. A hora se publica A c t u a l i d a d — económ ica, li
teraria, artística, científica, pero sim plem ente soviética— que lle
va sus tiros contra C la rid a d , a la cual acusa de socialdem ócrata
reeditando la literatura com bativa de Lenin en la Iskra . A c tu a lid a d
tiene los m ism os red acto res de C o n tra y T iem p o s N u e v o s — otra
m uestra m ás de la proliferación m arxista revolucionaria— a p a re
ce escrita por los m ism os. L as que hem os citado son solam ente
algunas de las que se ofrecen en los quioscos de la capital a la
curiosidad incauta de las inteligencias desprevenidas. Siendo m u
chas, p ero dirigidas p o r la m ism a voluntad hacia idéntico fin, su
circulación ha de ser forzosam ente m ayor que si se tra tara de una
sola. Q uien m aneje los hilos de la pro p ag an d a bolchevique en el
país sabe lo que hace, siendo evidente que su co nducta se ajusta a
las instrucciones que salen de Rusia para to d o el m undo” .
Sin em bargo, no to d o s los escritores involucrados en estas em
presas coincidían en el tipo de revolución que deseaban, y m enos
aún, com partían los m odos de realizarla. D esde com ienzos de la
d é c a d a h a s ta 1936, se p ro d u je ro n d u ro s e n fre n ta m ie n to s y
sorpresivos disensos entre los sectores de izquierda, cuyas huellas
pueden leerse, con particular claridad, en aquel conjunto de publi
caciones. L os escritores de izquierda se dispersaban y se reagru-
paban, atravesados por los nuevos debates que recorrían O cciden
te, dejando atrás la tranquilizadora dicotom ía que en los años veinte
los ubicaba en B oedo o en Florida, en la “literatura social” o en “el
arte p o r el arte” .
En las nuevas revistas que se fu n d aro n en los tem p ran o s años
trein ta, la política se im puso com o p reo c u p a c ió n central y, p o r lo
tan to , definió qué lugares se ocu p ab an en el cam po cultural. P o r
que en los años veinte, com o sostiene L iliana C attán eo , la rev is
ta C la rid a d , dirigida p o r A nto n io Z am o ra, funcionaba co m o el
esp acio que ag lutinaba a las d iferen tes v ersio n es de la izq u ierd a
local, una izquierda que, tal com o se sostenía en el subtítulo “T ri
buna de P en sam ien to Izq u ie rd ista ” , com p ren d ía al socialism o,
al anarquism o, al com unism o, a los p rim ero s g ru p o s tro tsk istas,
al geo rg ism o , ju n to a lo que se co n sid erab a la “ju v e n tu d in d e
p e n d ie n te ” , e stu d ia n te s e in telectu ales, y tam bién a m ilitantes de
organism os u n iv ersita rio s y sindicales. En cam bio, en los años
tre in ta la necesidad de definir u b icacio n es p o líticas m ás p recisas
co n d u jo a cada se cto r a reivindicar espacios diferenciados, a d i
sentir y polem izar. El alejam iento de L eó n id as B arletta, uno de
sus se cre ta rio s de redacción, a finales de 1929 fue el prim er sín
to m a de la disp ersió n del g ru p o inicial de C la r id a d y de la e le c
ción de cam inos d iv erso s una vez a g o ta d a s las p o lém icas de
B o edo con los rep re sen ta n te s de la v a n g u ard ia e stética de la n u e
va generación. C om o se verá m ás adelante, en los treinta, B arletta
editaría, desde m ayo de 1931, su p ro p ia revista, llam ada M e tr ó
p o lis . D e lo s q u e e s c r ib e n p a r a d e c ir a lg o , que fue ó rg an o del
T eatro del Pueblo, do n d e se c o n cen tró el elenco m ás reco n o cid o
de B oedo.
Claridad*, po r su parte, continuó publicándose durante to d a la
década, cada vez m ás inclinada a transform arse en una revista cuyo
eje era la política. N aturalm ente, se seguían publicando poem as y
cuentos, y la sección de crítica literaria continuaba aspirando a
funcionar com o una guía de la “buena literatura” , com prom etida y
de denuncia, para la organización de las bibliotecas populares. A
ese objetivo contribuía buena parte de los libros publicados po r la
editorial Claridad. P ero los artículos sobre el fascism o y el im pe
rialism o, sobre la g u e rra de E spaña y los crím enes nazis, se im pu
sieron en las páginas de C laridad, a la reflexión referida a las letras
o al arte, al tiem po que el aprism o en el exilio y la izquierda del
P artido Socialista fueron dos de los gru p o s de m ayor presencia en
la revista.
A su vez, en las vanguardias la política am pliaba su espacio a
expensas de la estética, y sus revistas se caracterizaron precisa
m ente p o r su intensa politización. L a persistencia de la dicotom ía
F lorida-B oedo continuó funcionando a la hora de definir estilos
periodísticos, m odelos estéticos y posiciones políticas. El cierre
d q M a r tín F ie rro , la principal revista vanguardista de los años vein
te, dejó un espacio vacío que p ro p u estas sim ilares buscarían o cu
par. P ero en los treinta, la idea de sostener una revista que, com o
M a r tín F ie rro , p ropusiera un m odelo de intervención en el cual se
excluyera la representación de los principales debates políticos,
resu ltó inviable.
En efecto, du ran te los años en que salió a la calle (1 924-1927),
M a r tín F ie r r o excluyó la política de su agenda de intereses. L as
p o cas reflexiones políticas que se publicaron — ap arecidas sobre
to d o en los prim eros núm eros— ubicaron a la revista en un esp a
cio cercano a las reivindicaciones de izquierda. P o r ejem plo, en
su prim er núm ero se publicó la “ D eclaración de H aya de la Torre,
Conrado \'alé Roxlo, 17-10-1941.
“El Suplemento
Lo dice siempre sin querer
o queriendo que me convenza:
'Sólo sirve para envolver
el suplemento de La Prensa
Crisol
Plagiar estudios no oses,
pues tu fama se irá a pique,
no hagas como Luis Enrique
Osés.”
DISPERSIONES Y POLÉMICAS
415
entre otros. A dem ás, la com pañía llevaba sus funciones a plazas
públicas y cines de barrio, ed itaba boletines, p ro g ram ab a co n fe
rencias y publicaba M e tró p o lis . D e lo s q u e e s c rib e n p a r a d e c ir
a lg o , el ó rg an o oficial del T eatro del Pueblo. E n estas activida
des, según O svaldo Pellettieri, es clara una p ro p u esta teatral que
se caracterizó p o r una idea didáctica del te a tro de acuerdo con el
m odelo p ro p u esto p o r R om ain R olland, el activism o de sus m iem
bros organizados en com isiones directivas, asam bleas, entes de
lectura, y un antagonism o explícito c o n tra la tradición anterior,
especialm ente co n tra el te a tro com ercial. C om o reseñó A rlt en E l
M u n d o , años después de su inauguración: “L a cueva de la calle
C orrientes, v e in te c e n ta v o s la e n tra d a , fúe siendo conocida p o r el
público. L a gente, con excepción de cierto s intelectuales, o b ser
vaba con sim patía el esfúerzo de este g ru p o de artistas en semilla,
que con bolsas, rafia, fondos de canastas, papel y algunas lam pa-
ritas pintadas, confeccionaban los decorados. Al poco tiem po, en
el T eatro del P ueblo se anunció un p ro g reso . L o s cajones de
querosén fúeron sustituidos p o r bancos de tablones. U n hum ani
tario carpintero fió la m adera. L os acto res del te a tro hacían el
trabajo, p o r turno, de ordenanzas, de lavapisos, de pintores, m a
quinistas, apuntadores, adm inistradores, p o rte ro s y boleteros. Lo
hacían to do. C ualquier a c to r de la com pañía del T eatro del P u e
blo puede hacer trabajos de sastre, puede confeccionar una pelu
ca postiza, dibujar un traje, p ro y ectar un decorado. A la fuerza
ahorcan, y ellos tenían que hacerlo to do. Y lo hicieron. L o hicie
ron to d o , incluso su destino a trav és de nueve años de durísim a
lucha” .
Tam bién durante 1931, apareció N e rvio . C iencias, A rtes, L e
tra s, revista dirigida por V. P. F erreira que, si en un com ienzo se
postuló com o una revista que m ilitaba p o r el pacifism o y en contra
del im perialism o, poco después devino en una revista claram ente
anarquista, en la cual se publicaron artículos de A lfonso L onguet,
Isidoro A guirrebeña, S. K aplan, C o sta Iscar y tex to s literarios de
A lfonsina, P o rto g alo , Yunque, C astelnuovo, C. Brum ana, C am pio
C arpió, A ristóbulo Echegaray.
Si bien en su prim er núm ero N e r v io se definió com o un “órgano
ecléctico, independiente en absoluto, [que] tiene trazad o de ante
m ano su camino: servir lealm ente de m entor a to d o s aquellos que
se en cuentran deso rien tad o s y anhelan iniciarse en la senda que
conduce a la V erdad” y publicó num erosos tex to s literarios, m uy
pronto tom ó un cariz exclusi
vam ente político y grem ial, di
ferenciándose de las p ro p u es
tas políticas de izquierda, tanto
de los socialistas com o de los
comunistas. En octubre de 1932
sostenía:
"Resolver el problema de la
desocupación y la miseria,
sin resolver el de la libertad,
pretender superar el capita
lismo y sus contradicciones,
dentro o fuera de él, con el
recurso del fortalecimiento
de las instituciones opresi
vas del Estado, fundar en la
violencia de arriba, la solu
ción del presente caos, es la
reed ició n del c írc u lo de
Vico. De ahí la responsabi
lidad de las fu e rz a s li
bertarias en esta hora de vio
lencia. De su acción y de despertar, esperemos que surja el
verdadero espíritu contra la guerra, contra la violencia v con
tra sus culpables”.
417
rusos P o r u n a R u s ia libre, fechado en diciem bre de 1934 y firm a
do po r M axim ov, y se definió com o una revista libertaria cuyo
deber era sostener una política de alta confrontación tanto con el
gobierno de A gustín P. Justo (que detenía a sus colaboradores, con
fiscaba sus ediciones e impidió, en m ás de un m om ento, su libre
circulación) com o con el resto de las fuerzas de izquierda.
En abril del año siguiente, una escisión del g rupo de B o edo par
ticipó en la creación de la revista A c tu a lid a d . E c o n ó m ic a , P o líti
ca, S o cia l. L os prim eros proyectos para sacar esta revista estuvie
ron en m anos de dispersos disidentes del Partido C om unista y de
un g rupo de intelectuales liderado p o r Elias C astelnuovo. Final
m ente, el pro y ecto se fue m odificando y la revista que salió a la
calle era un v o cero oficioso del Partido C om unista. Su prim era
época constó de ocho núm eros, que aparecieron entre abril y o c tu
bre de 1932 con la dirección de C astelnuovo, quien no figuró com o
director; su segunda época, en cam bio, com enzó en febrero de
1933 con la dirección de R icardo A randa. Se tra tó de una revista
que publicaba no tas que vinculaban una posición m arxista a las
p rácticas artísticas y las actividades culturales. D esde su prim er
núm ero se definió com o una revista m arxista y publicó artículos
sobre econom ía com unista y política internacional. Las dos firm as
del ám bito literario local que prevalecieron fueron las de R o b erto
Arlt y Elias C astelnuovo, quienes publicaron notas en to d o s sus
núm eros. Arlt, po r ejem plo, usó su saber de cronista profesional
para registrar espacios urbanos y situaciones sociales v ed ad o s en
sus A g u a fu e r te s p o r te ñ o s publicadas en el diario E l M u n d o . Así,
escribió notas sobre los o b rero s que hacían huelga en los frigorífi
cos de Avellaneda o sobre los d esocupados que vivían en P uerto
N uevo, a quienes entrevistó en com pañía de un delegado del Par
tido Com unista. A través de sus reportajes, ilustrados con num ero
sas fotografías, A rlt se enfrentó a las reales condiciones de explo
tación en que trabajaban miles de o b rero s y a la m iseria producida
p o r la desocupación y la falta de vivienda. En su confrontación
con los m ilitantes o b rero s y con el m undo del trabajo, sus certezas
com o periodista e intelectual de izquierda en traron en crisis:
422
d a d , la revista se propuso, en su primer núm ero de m ayo de 1936,
poner al alcance de los estudiosos los tex to s de la biblioteca socia
lista tradicional, así com o artículos que, apelando al m aterialism o
dialéctico , ren o v ab an la ciencia y la c u ltu ra p ara “ e sc la re c e r
— m ediante el tratam iento directo de los clásicos del p roletaria
do— los cam inos que conducirán a la liberación del hom bre” . En
sus siete n ú m ero s, pu b licó a rtíc u lo s de C a rlo s M arx, G e o rg
Plejanov, A natoly L unacharsky, G eorg Lukács, entre otros, que
todavía no habían sido trad u cid o s al castellano. La única firm a de
a u to r nacional fúe la de Aníbal Ponce quien, en su sección “C o
m entarios m arginales” , se dedicó a analizar cada uno de los ar
tículos publicados. La revista entonces proveyó m ateriales de lec
tura, reseñas de libros y de revistas sólo de izquierda con la idea de
arm ar una enciclopedia del intelectual de izquierda.
La necesidad de sostener pro p u estas culturales capaces de uni
ficar a diversos sectores de izquierda y de centro atenuó n o to ria
m ente el to n o revolucionario que caracterizaba a las revistas de
izquierda de com ienzos de los años treinta. El ejem plo que m ejor
ilustra esto s dos m om entos de la izquierda argentina es la posición
de Raúl G onzález Tuñón, en quien se produjo, claram ente, una
conversión entre la radicalidad revolucionaria de L a s b r ig a d a s d e
c h o q u e de 1933 y el to n o conciliatorio de sus artículos periodísti
cos publicados en U n id a d e n 1936.
E n efecto, el largo poem a publicado en C o n tra en agosto de
1933, que puede ser leído com o el program a estético-político de la
revista, se ubicaba — com o ha señalado Jo rg e B occanera— entre
la gestualidad anarquista y los m anifiestos vanguardistas, para gritar
un llam am iento poético y político: “F orm em os no so tro s, cerca ya
del alba m otinera, / las brigadas de choque de la Poesía. / D em os a
la dialéctica m aterialista el vuelo lírico / de nuestra fantasía. / ¡Es
pecialicém onos en el rom anticism o de la revolución!” . El poem a
repetía anafóricam ente la palabra “co n tra ” y diseñaba un n o so tro s
y un ellos a trav és del cual arm ar un m apa del cual, salvo los c o
m unistas, to d o s quedaban excluidos:
42 5
nes, en el inestable cruce de la política y las letras, habían inten ta
do reconciliar am bas vanguardias: Z am ora, G onzález Tuñón y
B arletta volvían a hallar un lugar en el cual convivir. La realidad
internacional, signada por la guerra civil española y la g uerra m un
dial, se im puso a los debates locales y reestru ctu ró nuevam ente el
cam po cultural y político. E n efecto, si, com o afirma Fran^oís Furet,
la R evolución R usa de o ctu b re de 1917 había adquirido en los
años de la posg u erra la categoría de acontecim iento universal, fue
con el ascenso de H itler y con la guerra civil española de 1936
cuando se con cen traro n y sim plificaron las pasiones políticas del
siglo al reducir la com plejidad en dos bandos, fascistas y antifas
cistas. P or lo tanto, las cuestiones debatidas, dentro de los E stados
o entre ellos, fueron de carácter transnacional y en ellas los inte
lectuales y los artistas fueron los que se dejaron ganar m ás fácil
m ente p o r los sentim ientos antifascistas: com o señala Eric H obs-
baw m , los intelectuales occidentales fueron los prim eros en m ovi
lizarse en m asa en co n tra del fascism o; y si al com ienzo form aban
un estrato todavía reducido, fueron sum am ente influyentes po r
que, entre otras razones, incluyeron a los periodistas que en los
países no fascistas de O ccidente cum plieron la función de alertar a
sus lectores acerca de la naturaleza del nacionalsocialism o. E sa
necesidad de aunar to d o s los esfuerzos en frenar el avance del na
zism o y el fascism o, y en conform ar un F rente U nico de intelec
tuales puso en el centro de las preocupaciones valores m ás univer
sales, com o los de dem ocracia, justicia y libertad, opacando la idea
de la revolución posible y cercana que rigió el pensam iento y la
m ilitan cia de m u ch o s in te le c tu a le s a c o m ie n z o s de los añ o s
treinta.
b ib l io g r a f ía
Gramuglio. María Teresa. “Sur en la década del treinta: una revista política", en
Punto de J'ista, N° 28, noviembre de 1986.
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Sebreli. Juan José. M artínez Estrada. Una rebelión inútil. Buenos Aires. Catá
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434
socialism o, por ejemplo, había cosechado algunas adhesiones; el
Partido Comunista variaba su actitud hacia ellos según la etapa de
la estrategia que estuviera atravesando, pero conservaba cierta ca
pacidad de convocatoria. El nacionalismo fue, inicialmente, un
m ovim iento de intelectuales, mientras que con el radicalismo ocu
rrió que varios grupos culturales creyeron ver en ese movimiento
el agente ütil para construir la sociedad que en otros ámbitos ha
bían soñado, y se atribuyeron el papel de guías doctrinarios.
A su vez, las situaciones coyunturales locales e internacionales
desafiaban las explicaciones disponibles, e im pulsaban m odifica
ciones, a veces profundas y o tras efím eras, en las actitudes de los
partidos. Así, los activistas culturales del radicalism o discutieron
con continuidad la cuestión de la intervención estatal en la eco n o
mía, que se confundía con los debates sobre los destinos del libe
ralism o y la dem ocracia. G ru p o s de la izquierda cultural y p artida
ria asum ieron la cuestión del im perialism o, y el m anifiesto fu n d a
cional de F O R JA fue uno de los tex to s discutidos. Las oscilacio
nes del P artido C om unista entre la estrategia de clase contra clase,
la de frente popular, la de antiim perialism o vehem ente de 1939 a
1941 y la de unión dem ocrática contra el fascism o, fueron tam
bién evidentes. D eben sum arse a esto s ejem plos las evoluciones
que siguieron los gru p o s nacionalistas: m uchos de ellos pasaron
del conservadurism o radicalizado de fines de los años veinte a
posiciones que pueden llam arse fascistas. E n el conjunto naciona
lista suele incluirse tam bién a la m encionada FO R JA , aunque su
origen radical obliga a to m ar precauciones; tam p o co el forjism o
definió su program a de una vez y para siem pre.
El cruce de desplazam ientos ideológicos de envergadura con
decisiones coyunturales, que afectaba a to d o el m undo político,
tuvo una influencia crucial en los m odos en que cada g ru p o leía la
historia de la sociedad en la que actuaba. E sa lectura era precisa
m ente uno de los elem entos a los que recurrían para explicar cada
tom a de posición ante la realidad.
El radicalism o solía p ro p o n er una visión del pasado nacional
que en sus rasgos generales se acom odaba a la tradicional, con
alguna m odificación. M ayo era concebido com o el m om ento funda
cional; la dictadura rosista era criticada; se reivindicaban los hé
roes de la organización nacional y se subrayaba la traición del
roquism o a ese program a. P or o tra parte, a lo largo de la década
to d o s los sectores internos ejecutaron con tesón un ejercicio im a
ginario que el radicalism o había ensayado desde su creación: el
enlace del partido con la historia nacional. C uando los intelectua
les y dirigentes radicales narraban la historia de su agrupación,
relataban — o creían relatar— la historia de la nación. El espíritu
del radicalism o habría estado presente en M ayo a través de la ac
ción de M oreno, o en la lucha contra Rosas, que el recién insurrec
to A rturo Jauretche evocaba en el poem a gauchesco E l P a so d e lo s
L ib r e s , de 1934. Todo el radicalism o sostenía que existía sólo una
batalla im portante, que ocupaba p o r com pleto el escenario políti
co e histórico, enfrentando al privilegio con la nación desde M ayo
de 1810, en un eterno y decisivo com bate. El argum ento continua
ba, naturalm ente, sosteniendo que la nación era expresada políti
cam ente po r la U CR. E sta m anera de concebir la historia y el pre
sente era funcional a la resistencia, clásica en la cultura política
argentina, al reconocim iento de la pluralidad de representaciones.
D e to d o s m odos, en el radicalism o, que desde el punto de vista
ideológico estaba todavía lejos de definir un perfil preciso, las
unanim idades no eran absolutas. En 1930, p o r ejem plo, el conspi
rador m ilitar de 1893 y 1905 L auro L agos, ex diputado nacional y
funcionario del partido, abría su libro D o c tr in a y a c c ió n ra d ic a !
con un hom enaje a D o rreg o , la obra contenía apreciaciones críti
cas hacia Y rigoyen. Tres años después, el g rupo yrigoyenista del
A teneo Radical B ernardino R ivadavia celebraba un acto para rei
vindicar el “ radicalism o am ericanista de Y rigoyen” . Allí, una a p a
sionada m ilitante aludía en su discurso a las rebeliones radicales
de esos años, destacando que una de ellas se había producido en
E n tre Rios, “ cuna y m adre de la gloria libertadora de 1852” , que
había term inado con el gobierno de Rosas. Q uien en cam bio elo
giaba la política exterior de R osas, en 1934, era el m inistro de
Interior de Justo, L eopoldo M eló, radical pero antipersonalista, en
un discurso público que m ereció el elogio del nacionalista Julio
Irazusta.
A pesar de los m atices, aquello que inm ediatam ente después
del golpe de E stad o del 6 de setiem bre rechazaba el radicalism o
en conjunto era la interpretación de sus adversarios que hacía de
Y rigoyen un nuevo R osas y que, en ocasiones, veía en U riburu un
Lavalle de la hora. L os radicales p ronto sostuvieron que era en
cam bio U riburu el heredero lejano del rosism o. E n los tiem pos
cercanos al derrocam iento, pocos radicales deseaban que sus g o
biernos fueran com parados con los de Rosas, a pesar de que en el
m ovim iento de rehabilitación iniciado en 1934 participarían algu
nos de ellos.
L aurentino O lascoaga, ex funcionario radical, por ejem plo, par
ticipó en la Junta po r la R epatriación de los R estos de Rosas, crea
da en 1934, ju n to con D ardo C orvalán M endilaharzu, tam bién di
rigente radical, co lab o rad o r del diario L a N a c ió n y m iem bro co
rrespondiente de la Ju n ta de H istoria y N um ism ática, institución
que se transform aría en A cadem ia N acional de la H istoria. M ás
notorio fue el caso de Julio Irazusta, antiguo hom bre de L a N u e v a
R e p ú b lic a y uno de los fundadores de la interpretación revisionis
ta a través de la obra que publicó ju n to con su herm ano Rodolfo,
L a A r g e n tin a y e l im p e r ia lis m o b ritá n ic o , en 1934. U nos años des
pués, en ocasión de la cam paña de A lvear para la elección presi
dencial, Irazu sta se afilió a la U C R. L o s itinerarios posibles que se
abrían en los años treinta eran, de este m odo, m uchos: el rosista
Irazusta apoyaba a Alvear, m ientras que Jauretche, antirrosista hasta
hacía m uy poco, se em peñaba en la prédica forjista.
L a izquierda, po r su parte, se encontraba sacudida po r los deba
tes que enfrentaban a los p artidos que la constituían, y no lograba
organizar una interpretación com partida. H acia ag o sto de 1934,
antes del cam bio a la línea de frentes populares, la revista S o v ie t
del C om ité C entral del P artido C om unista publicaba un artículo
de R odolfo Ghioldi sobre J. B. A lberdi; se cum plían cincuenta
años de su m uerte, y los hom enajes eran corrientes. El artículo
trazab a las líneas centrales de la interpretación com unista oficial
de la historia argentina, señalando que la obra de A lberdi se vincu
laba a la “ llam ada ‘tradición de M a y o ’, que nadie define clara
m ente” . Para m uchos, “ esa tradición de M ayo sería la encarnación
de la dem ocracia. El coloniaje era el feudalism o; M ayo, la dem o
cracia” . G hioldi, im pugnando esta versión, sostenía en una rápida
resolución de lo que m ás adelante sería el problem a del m odo de
prod u cció n dom inante: “E s ésta una de las m últiples falsificacio
nes de la historia argentina. A ntes y después de M ayo hubo el régi
m en feudal” . Alberdi, com o E cheverría, Sarm iento y M itre, “te
mía fundam entalm ente a las m asas” . Pero, concede irónico Ghioldi,
“ Alberdi tiene sus propios m éritos, y son principalm ente su d esa
rrollo consecuente de una política de entrega al capital extranjero
y su to m a de partido p o r los caudillos feudales del litoral en las
luchas internas entre los bandos de hacendados” .
Alberdi habría m irado con sim patía la obra de R osas p orque
“ supo co n ten er los levantam ientos de la m asa cam pesina, en plena
ebullición p o r la sum isión fo rzad a y violenta al régim en del sala
rio” . E sto explicaría tam bién el legado que San M artín hizo de su
sable: “Es que en el fondo, los personajes de la historia argentina
han sabido apreciar el inm enso servicio que R osas p restó a la cau
sa feudal, cim entando los privilegios de los hacendados y de la
gran propiedad” . T odos ellos “propiciaban un régim en de orden
bajo form as m onárquicas. R osas, sin m onarquía, les dio el orden:
por eso el gran reconocim iento de San M artín, de A lberdi, de U r-
quiza” .
E stas opiniones, publicadas en una revista oficial del partido,
no sólo eran intervenciones en la discusión sobre el siglo X IX . En
el artículo referido a A lberdi, el sentido de la operación era explí
cito: “El congreso socialista de Santa Fe, previo repudio del m ar
xism o, declara que las fuentes ideológicas del P artido Socialista
deben buscarse en A lberdi, Sarm iento, M itre. L a burguesía, la
pequeña burguesía, el PS, la intelectualidad, buscan de paralizar
al proletariado am arrándolo a la ideología alberdiana” , m anifesta
ba Ghioldi al com ienzo de su trabajo. El cierre era m ucho más
duro: A lberdi era el “ hom bre que la reacción y el socialfascism o
adelantan en la cruzada antim arxista. El v o cero de los caudillos
feudales litoralenses y del capital extranjero es agitado ahora ante
las m asas” , que G hioldi im agina en plena m ovilización, para “ c o
rrom perlas ideológicam ente” .
En cuanto al panteón nacional del P artido Socialista, Ghioldi
era preciso. El PS había afianzado ya su lectura del pasado, cons
truyendo una tradición nacional con la cual filiarse. A lfredo P ala
cios la planteaba, de m anera sum aria, al reincorporarse al partido
en 1930, recuperando “ com o patrim onio de nuestro pueblo la no
bleza esp artan a de San M artín, el idealism o febril de R ivadavia, la
progresista inquietud de Alberdi, el anhelo ascendente de Sarm ien
to, el justiciero fervor de E cheverría, el sentido dem ocrático de
M itre” . El pensam iento de M ayo se hacía en esta versión “liberta
d o r y ju sticie ro ” , y Palacios entendía que “en la tradición argenti
na está el germ en de la dem ocracia fu tu ra” .
La inclusión de San M artín en la crítica com unista era una m a
nifestación contra la v asta acción que llevaba adelante el gobierno
justista, ju n to a sectores del ejército, por instaurar un nuevo culto
al héroe, que ha sido analizada en detalle po r E duardo H ourcade.
Ese esfuerzo del E stado nacional, al que se sumaron varios g o
biernos provinciales, incluyó desde la creación del Instituto San-
martiniano en 1933, con fuerte presencia militar, hasta el decreto
de Justo que estableció, ese mismo año, dedicar el 17 de agosto a
la conm em oración pública de San Martín, ratificando la definitiva
incorporación de la fecha al calendario ritual de la argentinidad.
E ntre los m últiples actos públicos y privados, que cubrieron toda
la década, tu v o lugar la publicación en 1932 de la H is to r ia d e!
L ib e r ta d o r G e n e ra ! D o n J o s é d e S a n M a rtín , de José P. O tero,
poco después designado presidente del Instituto Sanm artiniano,
donde San M artín era presentado com o m odelo de la nacionalidad
y se destacaban sus condiciones m ilitares y de hom bre de gobier
no. R icardo Rojas, po r entonces un op o sito r radical, respondió un
año m ás tard e con E l s a n to d e la esp a d a . Sin dudar de la condi
ción de héroe central de la argentinidad, R ojas hacía de San M ar
tín un m ilitar que “opone a la fuerza arbitraria del instinto, la fuer
za p ro te c to ra del espíritu” , un “asceta del patriotism o” . El intelec
tual m ás rep u ta d o del radicalism o ofrecía así una visión altern ati
va de la acción de San M artín, m ientras el partido se m antenía al
m argen de las celebraciones oficiales. En to rn o a la figura de San
M artín se libraba así una explícita co ntroversia interpretativa.
L os frentes de polém ica que proponía el com unism o eran to d a
vía m ás am plios. En 1934, Ghioldi sostenía que era natural que
“ahora, bajo el régim en de la reacción, se organice la repatriación
de los resto s de Rosas. Faltaría, acaso, erigirle un m onum ento, en
el cual el o rnam ento principal fuese la figura del presidente Justo
prendido a las ubres del rosism o: O rden, A utoridad, Sum isión” .
La curiosa im agen de un Justo rosista revela, una vez más, la de
pendencia de estas lecturas del pasado de las disputas presentes.
Tanto los rosistas com o los “ señorones de la Junta de H istoria” ,
sostenía G hioldi, contribuían a “ m antener la espesa red de falsifi
cación que aprisiona a la historia argentina” , en una coincidencia
con la denuncia que luego harían circular, m ucho m ás am pliam en
te, los revisionistas.
E stas vetas en la interpretación de la izquierda no fueron del
to d o fugaces. A lvaro Yunque sostenía en 1937, desde las páginas
de C la rid a d , que con m otivo del hom enaje a E steban Echeverría
“ se m overán las péñolas de los h istoriadores a fin de presentarnos
sólo la parte erudita del acontecim iento, y las de los socialfascistas,
siem pre em peñados en paralizar la labor ren o v ad o ra de la actual
juventud, presentándole com o guías a [...] Rivadavia, E cheverría,
A lberdi, Sarm iento, Ju sto ” . Y agregaba: “L os falsificadores de la
historia argentina vieron en R osas una potencia dem oníaca que
desvió al país de la ruta dem ocrática y libertadora de M ayo” . En
rigor, M ayo habría sido “una revolución hecha por propietarios,
con el fin de adm inistrar para provecho propio la aduana de B u e
nos A ires y para seguir enriqueciéndose haciendo intervenir el ca
pital extranjero, en este caso el inglés” . M ayor consideración le
m erecía José H ernández, quien “en 1869 — ¡en plena presidencia
del ‘c iv iliz a d o r’ Sarm iento!— fundó un periódico [...] en el que
pueden leerse sus pro testas contra el abuso que se com etía arrean
do al gauchaje hacia los contingentes, a pelear co n tra los indios,
para defender la tierra de o tro s” .
E n 1937, la evocación de H ernández no era una novedad en la
izquierda: un año antes, su retrato hecho pancarta figuraba en una
xilografía que representaba una m ovilización del fru strad o F rente
Popular. El cartel era de la A IA PE, agrupación de intelectuales
prom ovida por el PC y po r entonces presidida po r Aníbal Ponce;
ju n to al de H ernández, aparecían los retrato s de Lenin y M arx. De
acuerdo con O scar Terán, po r estas fechas Ponce, quien form aba
parte de la constelación com unista aunque no estuviera incorpora
do al partido, desarrollaba una reconsideración del gaucho que había
com enzado a esbozarse hacia 1934. En su exilio m exicano, Ponce
ubicaba esa reconsideración en la m ás am plia tare a de pensar de
un nuevo m odo la “cuestión nacional” .
L o s debates, indirectos en ocasiones, entre las form aciones de
la izquierda, se hicieron m ás frecuentes en la segunda m itad de la
década. En 1937, por ejem plo, el com unista E duardo A stesano
polem izaba m uy duram ente con el aprista Daniel Faleroni sobre la
R evolución de M ayo en las páginas de C la r id a d P ero fue durante
los años de la Segunda G uerra M undial cuando se produjo el m o
vim iento m ás im portante entre esto s grupos, que se reflejó en la
aparición de trabajos de envergadura sobre historia argentina a cargo
de intelectuales com unistas. E sta vez, eran m ilitantes culturales
que se dedicaron con continuidad a la práctica de la historia, no
dirigentes que ocasionalm ente opinaron sobre el pasado. Tam po
co se tratab a de historiadores profesionales, condición que los pro
pios involucrados hubieran repudiado, sino de una figura frecuen
te en los años treinta: la del intelectual que, sin form ación especí
fica y po r fuera de los circuitos académ icos, se em peñaba con cons
tancia en la construcción de interpretaciones históricas utilizando
alguna versión, no siempre tosca, de las “ reglas del m éto d o ” . En
ese movimiento se inscribió el trabajo de R odolfo P u iggrós titula
do D e la c o lo n ia a la Revolución, publicado en 1940. El propio
P u iggrós publicaba M a r ia n o M o r e n o y la re v o lu c ió n d e m o c rá tic a
a rg e n tin a en 1941, y E duardo A stesano presentaba C o n te n id o s o
c ia l d e la R e v o lu c ió n d e M a y o . P uiggrós continuó la serie con L o s
c a u d illo s e n la R e v o lu c ió n d e M a y o un año m ás tarde, y con R o
sas, e l p e q u e ñ o , explícita crítica al revisionism o y a la presunción
de que el gobierno rosista hubiera abierto la posibilidad de un d e
sarrollo capitalista autónom o, en 1943. T odos los trabajos fueron
publicados p o r editoriales vinculadas al partido.
Así, los com unistas precisaban, desplegaban, y m uchas veces
rectificaban, la explicación del p roceso histórico argentino que el
propio partido había ensayado pocos años atrás. Tal actitud obede
ció a una decisión político-cultural que m aduró sólo en la segunda
m itad de la década, aunque m uy rápidam ente: p o r debajo de los
cam bios de coyuntura, la inclinación a la integración en la co m u
nidad política nacional se hacía evidente. A m edida que crecían
esos aires reform istas, la izquierda com unista se hacía cargo de
ofrecer su propia versión, detallada, del pasado de la nación.
Tam bién los nacionalistas reinterpretaban el pasado. L a evolu
ción de las agrupaciones de esa estirpe fue com pleja en los años
treinta: los grupos eran m uchos y reconocían varios orígenes; las
tentativas de unidad fracasaron y el nacionalism o tenía relaciones
de m uchas caras con el p o d er político y con el militar. E n el nacio
nalism o se reconocían desde el antisem itism o v ulgar de la publi
cación L a M a r o m a hasta las em presas culturales que se dirigían a
los intelectuales, com o S o l y L u n a y la católica C r ite r io ; desde el
conservadurism o radicalizado, pero republicano, hasta el fascis
mo. E n el conjunto tan variado de intelectuales y activistas del
nacionalism o, el aprecio a la figura de R osas fue abriéndose paso
paulatinam ente; entre las brigadas de la L egión C ívica se c o n ta
ban las llam adas “G eneral L avalle” y to d av ía en 1937, un dirigen
te de la m ism a agrupación continuaba utilizando la equiparación
con R osas para d enostar a Y rigoyen. D esde el revisionism o, atra
pado entre su proclam a de cientificidad y la utilización política de
sus argum entos, se lanzaron m ás de una vez advertencias acerca
de la inviabilidad del m odelo rosista para el presente. Pero durante
la Segunda G uerra M undial, la asociación se afirm ó y el rosism o
pasó a ser la posición dom inante entre los nacionalistas, convir
tiéndose en pieza clave de su repertorio, m ientras m uchos de ellos
hacían explícita su sim patía por el Eje. A ojos de sus opositores, la
defensa de R osas fue un síntom a indudable de adhesión al fas
cism o.
Las im ágenes del pasado nacional que los grupos políticos cons
truyeron en los años treinta no solían ser, entonces, estables y cla
ras. T am poco era probable que lo fueran: a visiones del m undo
relativam ente inciertas, som etidas a polém ica y a una prueba per
m anente de sus capacidades explicativas frente a la realidad, c o
rrespondían interpretaciones del pasado tam bién cam biantes y en
m uchos sentidos im precisas. La sorpresa de los hom bres que se
proclam aban h erederos de la R eform a U niversitaria de 1918 ante
la reivindicación de F acundo que inició Saúl Taborda, uno de ellos,
hacia 1935, fue una prueba m ás de ese estado. De cualquier m odo,
nadie dudaba de que el debate sobre el pasado era un elem ento
central para la polém ica política, ni de la utilidad del análisis del
pasado de cara al presente. T am poco del valor político que tenía
hacer circular sus rep resen tacio
nes de la historia nacional en la
sociedad. En ese punto, nada los
separaba de los historiadores pro
fesionales.
HISTORIA E
HISTORIADORES
4 59
dad, exaltando sus virtudes y
evitando to d a inform ación que
se aparte de tales propósitos,
com o asim ism o to d a posición
te n d e n c io s a o p o lé m ic a q u e
p u e d a o rig in a r c o n fu sió n en
los alum nos” . E rnesto Palacio
coincidía, desde el revisionis
m o, insistiendo en la falta de
unidad nacional a causa de la
inm igración; sostenía en 1939
que ante los alum nos de las es
cuelas prim arias “ es necesario
[...] lim itarse al relato ap o lo g é
tico, con vistas a la form ación
cívico-m oral” , y criticaba que
“ en vez de insistirse [...] sobre
la grandeza m oral de los crea
d o re s de la n a c io n a lid a d , se
acentúa el aspecto polém ico” .
L os m anuales que el m inis
terio aspiraba a controlar, pu-
EmestoPalacio, periodista de la revista El . .. . , „
Hogar, durante la Transmisión de adhesión al bllcadoS en Su m ay o n a en B u e '
'ortgreso Eucaristico p o r Radio Splendid, ¡934,
nos Aires, constituían un co n
ju n to en extrem o uniform e. El
estilo, el m odo de argum enta
ción, la configuración de un relato del pasado nacional, aparecían
reiterados hasta el infinito. Sin em bargo, no se tra tab a de un m ate
rial particularm ente “ retrasad o ” respecto de las evoluciones de la
historiografía profesional argentina en los años treinta, en cuya
producción el cum plim iento estricto de la preceptiva m eto d o ló
gica no había provocado, en general, una renovación en las inter
pretaciones ni la apertu ra de frentes de investigación que se d e sta
caran p o r su audacia.
L os historiadores profesionales, p o r su parte, no desatendían
del to d o a este otro m undo, el de los tex to s escolares; escribir
m anuales no sólo era un vehículo de extensión del propio saber al
resto de la sociedad y de intervención en la ta re a patriótica que se
atribuían esos hom bres, sino que tam bién representaba una form a
de inserción laboral. L evene había publicado un m anual destinado
a la secundaria ya en 1912, m ientras que el núcleo de la N ueva
E scuela H istórica lo había hecho, colectivam ente, en 1917, con el
M a n u a l d e h isto ria d e la c iv iliza c ió n a rg en tin a . E n los años trein
ta, R icardo C aillet B ois publicaba L a e n se ñ a n z a d e la h isto ria e n
¡a e sc u e la p r im a r ia , y aparecía en 1939 una nueva edición de aquel
m anual de Levene. La Sociedad de H istoria A rgentina, en tanto,
ju zg a b a pertin en te com entar, en la sección de crítica bibliográfica
de su A n u a r io , un m anual de A lfredo G rosso publicado en 1940.
E n el com entario se hacia n o tar que “ la exposición que presenta el
señor G ro sso revela un m anejo abundante y variado de la biblio
grafía m ás m oderna” . C om o se encargaba de reco rd ar el propio
crítico, en un tono sorprendentem ente laudatorio, el libro aparecía
cu aren ta y ocho años después de la publicación del R e s u m e n d e
h isto ria p a tr ia de G rosso.
T am poco despreciaban los h istoriadores el problem a de la en
señanza de su disciplina. E n el II C ongreso Internacional de H isto
ria de A m érica celebrado en 1937, uno de los tan to s que tuvieron
lugar en el período, el académ ico A lberto Palcos dedicó su ponen
cia al asunto, al igual que Levene. Tam bién asum ió esa cuestión
Juan M antovani, p edagogo y responsable com o funcionario del
M inisterio de Instrucción Pública de un plan de reform a de la en
señanza secundaria presentado en 1937, que no sería aplicado. En
palabras de M antovani, que to d o s los ponentes habrían suscripto,
“el estudio de la historia patria es un facto r determ inante en la
form ación en el pueblo del sentim iento de la auténtica naciona
lidad” .
E sta convicción, que hundía sus raíces en el siglo X IX , conti
nuaba así extendida a fines de los años treinta. P ero una de las
claves para la realización de ese anhelo fallaba, y ni los histo riad o
res ni los funcionarios educativos advirtieron el obstáculo. L os
centros de form ación de recursos hum anos capacitados para in
vestigar y enseñar historia eran po r entonces muy pocos, y se ubi
caban en la F acultad de Filosofía y L etras de B uenos A ires, en la
F acultad de H um anidades y C iencias de la E ducación de la U ni
versidad de La Plata, y en la U niversidad de C uyo, fundada a fines
de la década. Tam bién funcionaban carreras de H istoria en Institu
to s N acionales del P rofesorado de B uenos A ires y de Paraná, este
últim o desde 1933. El de C atam arca se inauguraría en 1942.
U nos años después, cuando esos centros de form ación de per
sonal eran m ás num erosos, las cifras resultaban elocuentes: hacia
1948, poco después del cierre de nuestro período, en el P rofesora
do de H istoria y G eografía de la U niversidad N acional de C uyo
había 123 cursantes; en L a Plata, eran alum nos del D o cto rad o y
del P rofesorado 75 personas. L a C arrera de H istoria de la Facultad
de Filosofía y L etras de la U niversidad de B uenos A ires contaba
con 62 cursantes, y aquel año egresaban de sus aulas 4 profesores
de historia. El to tal de alum nos de la carrera en el Instituto del
P rofesorado de C apital era de 112, y en to d o el país se graduaban
34 profesores de historia de los profesorados. A cargo de las clases
en las escuelas norm ales, donde estudiaban los fu tu ro s m aestros a
quienes se encargaba la “form ación en el pueblo del sentim iento
de la auténtica nacionalidad” , había entre o tro s profesionales 319
abogados y sólo 58 d o cto res en Filosofía y L etras, de los que no
to d o s eran especialistas en historia.
L o s d a to s indican que aquella v o cació n p o r utilizar la e n se
ñanza de la h istoria en la que p arecía la enorm e ta re a de refo rza r
la conciencia nacional d isponía de h u e ste s m uy m en g u ad as p ara
ser llevada adelante, al m enos con las c a ra c te rístic a s que los his
to ria d o re s p ro fe sio n a les deseaban para ella. P o rq u e si bien la di
m ensión “ p a trió tic a ” de esa m isión no exigía ser dirigida y eje
cu tada p o r historiadores, su co stad o científico sí requería esa p re
sencia. Sin duda, el cam bio de alguna de las variab les p ara v o l
v er m ás atra ctiv a la e n tra d a a la pro fesió n en condición de d o
cen te estab a fuera del alcance de la acción de los h isto riad o res;
la salarial era una de ellas. P ero es ev idente que no se disponía
de la m asa crítica necesaria p ara o c u p a r las h o ras d ed icad as a la
enseñanza de la h isto ria en escuelas n orm ales y secu n d ario s, ni
para c o n d u cir aquella o tra em presa de tan largo aliento. L a cir
cu n stan cia hacía tam b ién visible una singularidad del p ro c e so de
organización de un cam p o profesional en tre los h isto ria d o res ar
gentinos: aunque poblado po r m uchas instituciones, a unos treinta
años de las acciones iniciales de la N u e v a E scu ela H istó rica éste
era to d av ía un esp acio social m uy estrech o , cuyas segundas lí
neas no se reclu tab an aún e n tre quienes se habían fo rm ad o en los
c e n tro s ed u cativ o s q u e el p ro p io g ru p o había im pulsado y c o n
tro la d o en gran m edida.
Por su parte, los hetero g én eo s elencos de funcionarios que, ta n
to en el nivel nacional com o en los provinciales, tenían a su cargo
la política educativa, incluían a algunos hom bres vinculados a los
g ru p o s nacionalistas. M aría D olores B éjar ha examinado el caso
de la provincia de B uenos Aires, donde una reform a había im plan
tad o la enseñanza religiosa en 1936, subrayando la cercanía del
gobierno de Fresco con la Fundación A rgentina de E ducación. La
entidad era dirigida po r A lberto B aldrich y tenía entre sus inte
g rantes a Jordán B runo G enta, am bos dirigentes del nacionalism o
católico; O ctavio S. Pico, cercano a fines de los años veinte al
g ru p o nacionalista de L a N u e v a R e p ú b lic a , y luego a la católica
C riterio , m inistro de U riburu, fue designado presidente del C o n
sejo N acional de E ducación p o r Justo. A com ienzos de los años
cuarenta, el secretario de ese C onsejo era A lfonso de Laferrére,
tam bién antiguo integrante de L a N u e v a R e p ú b lic a y je fe hacia
1929 de la Liga R epublicana.
Sin em bargo, esos funcionarios no se m ostraron entusiasm ados
p o r la aplicación, en el área educativa, de los planteos sobre el
pasado que estaban realizando los revisionistas, sus com pañeros
en o tro s proyectos políticos y culturales. P o r cierto, existían zonas
de la v isió n re v is io n is ta en c ie rn e s q u e no e ra n fá c ilm e n te
integrables en los discursos históricos que desde esas reparticio
nes se im pulsaban. P ero fundam entalm ente ocurría que no era ne
cesario apelar a la reivindicación de R osas para intentar difundir
el program a de orden, de organización jerárq u ica de la sociedad y
de exaltación de las características culturales propias, en que aque
llos funcionarios estaban em peñados: la tradición disponible era
útil para ese objetivo y exhibía la ventaja de ser adm itida. San
M artín era enaltecido po r el E stad o com o jefe militar, los lazos de
la historia argentina con la de E spaña y la reconsideración favora
ble de la acción española en A m érica eran ensayados p o r Carbia,
Levene y M olinari, to d o s ellos h istoriadores profesionales y nom
bres prom inentes de la N ueva Escuela. La Iglesia había logrado
co n stru ir una im agen de Sarm iento, y en general del conjunto de
proceres argentinos, que podía recuperar po r com pleto, y conse
guía instalarse con com odidad en la historia nacional sin plantear
argum entos polém icos. Ni la identificación del ejército con la na
ción, ni el hispanism o, ni la interpretación católica, estaban ausen
tes en la versión escolar, aunque no fueran sus notas dom inantes.
Las conducciones educativas, y los nacionalistas que form aron parte
de ellas, no hallaron ninguna versión m ás útil que la tradicional
para insistir en la tarea que se habían asignado, con perfiles más
abiertos, con disidencias y debates, hacía tan to tiem po: en pala
bras de 1941, lograr que “al estudiar los asuntos históricos” , m aes-
tro s y alum nos se dedicaran a “exaltar el am or a la P atria con el
ejem plo de las virtudes de los hom bres de ayer” .
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Lg com isión obtuvo d reconocim iento legislativo, y se sancio
nó así, en ju nio de 1934, una ley que la autorizaba a erigir el m o
num ento en plaza C onstitución y com prom etía el ap o rte del g o
bierno. Al año siguiente, cuando se cum plían 125 años del naci
m iento de A lberdi, se lanzó una colecta popular para reunir fon
dos, que inauguraba oficialm ente el presidente de la com isión,
A dolfo C arranza, a trav és de un m ensaje transm itido po r Radio
Stentor. A lberdi era presentado por C arranza com o un héroe civi
lizador, que “luchó siem pre en favor de la perfección de las co s
tum bres y leyes atrasadas de A m érica” y “co n cretó las nuevas re
g la s c o n v e n ie n te s p a ra a b a tir el d e s o rd e n , la a n a rq u ía y el
caudillism o” . L a opinión debió haber co n trariad o a Ghioldi, para
quien A lberdi era, visiblem ente, un aliado de los “caudillos feu
dales” .
C om o había ocurrido con los m onum entos a Sarm iento, Riva-
davia y M itre, quienes im pulsaron el de A lberdi recurrieron a la
extendida red escolar para recolectar dinero. En 1938, el C ongre
so aprobaba el proyecto del senador socialista M ario B ravo, que
aco rd ab a un subsidio gubernam ental al m onum ento; tam bién se
aprobaban las bases del concurso que, a tono con lo que había
ocurrido en o p o rtunidades anteriores, prescribía que los m ateria
les debían ser elegidos “dentro de la producción nacional” . A lo
largo de esos cuatro años, entre 1934 y 1938, el secretario de la
com isión fue Ism ael B ucich E scobar, quien no había encontrado
obstáculo para, en 1934, form ar parte sim ultáneam ente de la C o
m isión p o r la R epatriación de los R esto s de R osas, y para colabo
rar luego con Levene, en calidad de secretario de la C om isión N a
cional de M useos y de M onum entos y L ugares H istóricos a partir
de 1938. B ucich E sco b ar íu e incorporado a la A cadem ia N acional
de la H istoria en 1941.
E sa C om isión N acional de M useos y de M onum entos y L uga
res H istóricos se m ostró muy activa desde su organización en 1938.
Su acción, en lo que hace a los m useos, se inspiraba en una co n
cepción que E nrique U daondo, a cargo del de Luján, definía en su
ponencia ante el II C ongreso de H istoria de A m érica: “U n m useo
de historia es el tem plo cívico de la P atria” . L a obra de U daondo
había sido valorada p o r Benjam ín Villafañe, siem pre desbordado,
quien lo hacía el “P ontífice M áxim o del nacionalism o” , en “cuyo
corazón arde una pira levantada a las virtudes de los m ás grandes
h o m b r e s del pasado” . E ntre “los aplausos que se prodigan a las
patadas de foot-ball y caballos de carrera, m antiene vivo el fuego
sagrado de la estirpe en ese santuario del M useo de Luján” , agre
gaba Villafañe. U daondo, m iem bro de la Junta de H istoria y N u
m ism ática desde 1922, había sido el p ro m o to r de la prim era con
m em o ració n del co m b a te de O blig ad o en 1934.
En los años siguientes, la C om isión N acional indagó provincia
po r provincia qué sitios y edificios m erecían ser considerados his
tóricos, prom oviendo leyes y decretos que los declararan tales. U na
de esas leyes, de 1941, hizo de la C asa de T ucum án un m onum en
to nacional, e im pulsó los estudios que llevaron a su reco n stru c
ción; la casa restaurada se inauguró en 1943, cuatro años después
de que el C abildo reacondicionado abriera sus puertas en B uenos
Aires. E n 1936, Vialidad N acional, el A utom óvil Club A rgentino
e Y PF habían invitado a la Ju n ta de H istoria y N um ism ática a
colaborar en la instalación de carteles identificatorios y conm e
m orativos en los lugares históricos, que esas reparticiones habían
com enzado ya, en una prueba de que tales afanes no conm ovían
sólo a los estudiosos del pasado. L a institución aceptó, y se form ó
una com isión integrada p o r los presidentes de aquellas entidades y
algunos m iem bros de la fu tu ra A cadem ia. Las ju n ta s de estudios
históricos y ciertos gobiernos provinciales se com prom etían en
esfuerzos sim ilares, y tam bién lo hacía el ejército.
L os relatos del pasado iban encontrando, a través de estas ac
ciones, su anclaje territorial, cubriendo to d o el país y haciendo
posible reconocer, a pesar de los cam bios ocurridos, el paisaje en
que las luchas del siglo X IX habían tenido lugar. En ciertas ciuda
des del interior existían sitios que habían sido objeto de cuidado,
po r el valor histórico que se les atribuía; sin em bargo, eran ahora
las zonas rurales las que se incorporaban al escenario, con indica
ciones de los lugares rem o to s de una batalla o la referencia al na
cim iento de cierto personaje en una aldea, posibles en buena parte
po r la extensión de la red carretera.
A instancias de la C om isión de M useos, en esta m ism a línea y
retom ando iniciativas de 1928, el P o d er E jecutivo decretó en 1942
que las nuevas estaciones ferroviarias, o aquellas cuyos nom bres
fueran cam biados, deberían llevar denom inaciones que refirieran
a “la tradición o al folklore” . L a inquietud folklórica de intelectua
les y funcionarios tenía antecedentes, p ero a fines de la década de
1930 tom ó nuevo vigor. En 1921, el C onsejo N acional de E d u ca
ción organizaba la prim era recolección de piezas m usicales y p o é
ticas folklóricas, a cargo de m aestros de escuela. U na vez m ás, en
las instrucciones enviadas la inm igración se dibujaba com o un
peligro para la “noble tradición del p asad o ” ; tam bién una vez más,
los m aestros eran convocados a una “obra p atriótica” . N a tu ra l
m ente, el docum ento indicaba que los “elem entos ex ó tico s” aso
ciados a la inm igración debían ser expurgados. H acia 1939, la C o
m isión de Folklore del C onsejo N acional de E ducación reto m ó la
iniciativa; en este caso, los resultados se reunieron en una. A n to lo
g ía F o lk ló r ic a A rg e n tin a , publicada en 1940. D esde 1926, culti
vando un tip o de estudio folklórico m ás académ ico, Juan A lfonso
C arrizo venía publicando sus propios cancioneros populares: en
aquel año había sido el de C atam arca; en 1933, el de Salta, editado
p o r la U niversidad de Tucum án; luego el de T ucum án en 1937 y el
de L a Rioja en 1942. O tro especialista, A ugusto C ortazar, asum ía
el tem a E l fo lk lo r e y e l c o n c e p to d e la n a c io n a lid a d en un libro de
1939; D raghi L ucero recopilaba el cancionero de M en d o za y Di
Lullio el de Santiago del E stero. El m ovim iento culm inó en la
fundación del In stituto N acional de la Tradición en 1943, que fue
dirigido inicialm ente po r C arrizo.
El interior y sus habitantes, que ya desde el C entenario habían
sido vistos p o r algunos hom bres de letras com o el lugar y los suje
to s en los que la auténtica nacionalidad debía buscarse, eran ahora
explorados po r el E stado, am ojonados sus lugares y fijadas sus
“ referencias históricas” , recopilados sus cantos y leyendas que,
parecía entender un sector de la elite, agregaban un to n o inofensi
vam ente p opular al pasado nacional que debía celebrarse. E s posi
ble que el supuesto de que esos habitantes del interior habían sido,
luego de la conquista, gauchos se encontrara m uy extendido. En
ese sentido se m anifestaba la A grupación B ases, que en la cam pa
ña po r el m onum ento a A lberdi desplegó grandes esfuerzos. P or
los m ism os años, el g rupo se dedicó tam bién a im pulsar o tro ho
m enaje y o tro m onum ento, que tenían precisam ente al g aucho y a
José H ernández com o destinatarios.
EL PASADO Y EL FUTURO
Buch. Esteban. O juremos con gloria morir. Historia de una épica de Estado ,
Buenos Aires. Sudamericana. 1994.
. “Por una historia de los modos en que una sociedad intenta dar cuenta
de su pasado”, en Rivista di Storia della Storiografia Moderna. Roma. 1995.
Pagano, Nora y Galante, Miguel. “La Nueva Escuela Histórica: una aproxima
ción institucional del Centenario a la década del 40", en F. Devoto (comp.). La
historiografía argentina en el siglo X X , tomo I, citado.
Romero, Luis Alberto. “Una empresa cultural: los libros baratos”, en Gutiérrez.
Leandro y Romero. Luis Alberto. Sectores populares, cultura y política. Bue
nos Aires en la entreguerra. Buenos Aires. Sudamericana. 1995.
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NUEV A HISTORIA ARGENTINA
TOMO 8 : El peronismo
Período: Del peronismo (1943-1955)
Dirección de tomo: Juan Carlos Torre