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Reflexiones sobre algunas tendencias y desafíos de la historia cultural

reciente en la producción historiográfica argentina

María Belén Portelli*


Franco Damián Reyna**

I. Introducción

Durante la década de 1980, alentada por la recuperación de la democracia, la


historiografía argentina inició un proceso de expansión, caracterizado por la
incorporación de innovaciones académicas internacionales y la proliferación de nuevos
temas, perspectivas teóricas y propuestas metodológicas. En este contexto, los estudios
de historia cultural cobraron gran auge, conformando un campo de estudios de carácter
amplio, complejo y diverso en cuanto a sus contenidos y líneas de abordaje.
El objetivo de este trabajo consiste en reflexionar sobre algunas tendencias y
desafíos de la historia cultural en la producción historiográfica argentina de las últimas
décadas. La intención es promover un análisis crítico sobre las formas de construir los
relatos históricos en el campo de la historia cultural. Más que la descripción de la
producción existente, se intenta colocar el énfasis en los aspectos teóricos y
metodológicos más significativos involucrados en la construcción del conocimiento
histórico. En particular, se exploran aquellas líneas de indagación que intentan superar
las visiones más esquemáticas que reducen el mundo social a una mera construcción
cultural y exploran nuevas vías para pensar las múltiples y complejas imbricaciones
existentes entre cultura y sociedad.
El texto se organiza en dos partes. En primer lugar, se realiza un recorrido por las
tradiciones, tendencias y corrientes más importantes de la historia cultural del siglo XX
hasta la actualidad, con el fin de reconocer y caracterizar las rupturas y continuidades
producidas en los estudios históricos referidos a la cultura. En el curso de esta
indagación, se exploran las transformaciones del concepto de cultura y su impacto en la
configuración del conocimiento histórico. En segundo lugar, se indaga el desarrollo de
la historia cultural en la Argentina, analizando algunas obras que reconstruyen las
realidades pretéritas desde una perspectiva que restituye la dimensión social de la
cultura, vinculando los procesos simbólicos con las prácticas sociales y materiales en las
cuales se inscriben y adquieren significado.

II. De la historia de las mentalidades a la “nueva historia cultural”

Hacia mediados del siglo XIX y principios del XX, la cultura era pensada en
términos eruditos y asociada al plano artístico, literario o de las ideas, compuesta por
figuras, motivos, temas, símbolos, conceptos, ideales, estilos y sentimientos. Sólo
algunas sociedades o, más exactamente, determinados grupos sociales podían tenerla,
pues se la consideraba un elemento propio y constitutivo de las elites educadas. La
cultura era concebida como una esfera autónoma que prestaba casi nula atención a sus
relaciones con el mundo de lo económico, lo político y lo social. El concepto invocaba,
* Doctoranda en Historia (Universidad Nacional de Córdoba) - Becaria Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (CONICET) - Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti” (Unidad
Asociada al CONICET)
** Doctorando en Historia (Universidad Nacional de Córdoba) - Becario Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) - Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A.
Segreti” (Unidad Asociada al CONICET)
además, la existencia de una cultura homogénea, a partir de la unidad o consenso
cultural entre los sujetos.1
Esta historia se dedicaba al estudio de las ideas como construcciones concientes de
un espíritu individualizado y utilizaba categorías generales, abstractas e intemporales
para dar cuenta de un “espíritu de la época”, aislando los sistemas de pensamiento de las
formas concretas de la vida social.2 Las ideas eran así definidas como simples
abstracciones, productos de individualidades, construcciones conscientes y autónomas.
Ejemplos representativos de esta tendencia fueron los Ensayos sobre la literatura
italiana de 1600 (1911) y Anécdotas y perfiles del "Settecento" (1914), de Benedetto
Croce, y El historicismo y su génesis (1936), de Friedrich Meinecke.
Partiendo de la crítica sistemática a esta historia tradicional de las ideas, y en el
marco de su propuesta de historia global, los fundadores de la Escuela Annales
rescataron el estudio de lo mental. Ello implicaba el estudio de los sistemas de
creencias, valores y representaciones propios de una época o de un grupo en una
determinada sociedad, otorgando prioridad a las actitudes colectivas sobre las
individuales y valorizando la importancia de los hombres comunes frente a la
centralidad de las elites educadas.3 El interés se desplazó de las ideas concientes a las
instancias subjetivas mentales, a los comportamientos inconscientes de la realidad
histórica.4 En consecuencia, se comenzaron a estudiar las percepciones, los procesos de
pensamiento cotidianos y las ideas implícitas de las representaciones colectivas.
Además, se propuso reubicar las ideas, las obras, los valores y el conjunto de los hechos
culturales de una época en el seno de los contextos sociales en los cuales se
desarrollaban.5
Marc Bloch se aproximó a la historia de las mentalidades en su obra Los reyes
taumaturgos (1923), donde estudió el nacimiento, la transmisión y la instrumentación
de la creencia de que los reyes de Francia e Inglaterra, a partir de su coronación, tenían
el poder de curar a través del tacto. Pero fue Lucien Febvre quien se encargó de definir
de manera más precisa esta nueva forma de hacer historia que, sin embargo, no recibió
de él una denominación acabada, pues se refirió a ella como “historia de la
sensibilidad”, “historia de la vida afectiva” o “historia de las emociones”. 6 En el primer
volumen de la Enciclopedia francesa (1937), definió la noción de “utillaje mental”
como un conjunto de instrumentos o herramientas (lingüísticos, conceptuales, afectivos)
disponibles y compartidos en una época concreta, que organizaban las formas de pensar
y sentir, la percepción y la representación del mundo.7 Posteriormente, este concepto
jugó un papel central en El problema de la incredulidad en el siglo XVI: la religión de
Rabelais (1942), donde la cuestión de develar si Rabelais era creyente o ateo se
convirtió en una indagación sobre la posibilidad de la incredulidad en el siglo XVI, en
una época en que la religión tenía una fuerte presencia en la vida cotidiana de los
hombres.
En los años „60 y „70, la tercera generación de Annales colocó a la historia de las
mentalidades en el centro de la agenda historiográfica, definiendo un nuevo campo de
estudios específico y predominante. Los trabajos del medievalista Jacques Le Goff
resultaron claramente representativos de esta historia, sin olvidar los aportes de Georges
Duby, Philippe Aries y Michel Vovelle, entre otros.8
Los historiadores de las mentalidades reconocieron la importancia de las instancias
subjetivas mentales, no materiales, inconscientes y colectivas en la explicación
histórica. En otras palabras, lo mental pasaba a formar parte de la realidad cotidiana. Al
tener por objeto las actitudes habituales y repetitivas, esta historia comenzó a hacer uso
de la estadística y el análisis matemático. De esta manera, el estudio histórico de las
mentalidades incorporó modelos cuantitativos que priorizaban el uso de conjuntos
documentales masivos y anónimos, asociándose con una historia serial que establecía
relaciones causales entre largas cadenas y series de datos que privilegiaban la repetición
de los fenómenos de una misma naturaleza.9 Las diferencias, establecidas de antemano
en el análisis de la sociedad, eran pensadas al interior de los procesos de larga duración
que producían representaciones y comportamientos compartidos por todos los miembros
de una misma época.10
A decir de Roger Chartier, el éxito de esta historia de las mentalidades estuvo
asociado al contacto propuesto, dada la diversidad de su objeto, con otras ciencias
sociales como la antropología, la psicología y la sociología, y la consecuente
apropiación de temas provenientes de estas áreas, que cuestionaban la primacía
intelectual y académica de la historia. 11
Sin embargo, no dejaron de formularse objeciones a este tipo de historia. En primer
lugar, se plantearon una serie de críticas respecto a la indefinición, imprecisión y
ambigüedad del propio concepto de mentalidad, que resultó el objeto de una práctica de
investigación más que de una teorización sistemática. 12 Distintos especialistas
formularon definiciones muy diferentes entre sí, de manera que el término
“mentalidades” terminó por aglutinar un conjunto heterogéneo de abordajes y criterios
para recortar el objeto de estudio. Asimismo, se le señaló su creciente desconexión de la
historia social y económica, dada la atención casi exclusiva concedida a los elementos
inconscientes como si fueran completamente independientes del todo social,
reivindicando la autonomía y autosuficiencia explicativa de las distintas dimensiones de
lo mental.13 Otro motivo de crítica fue su tratamiento de las mentalidades como
entidades homogéneas, como si todos los grupos compartieran los mismos supuestos y
categorías mentales, lo que no hacía más que simplificar la realidad ignorando la
complejidad y diversidad de las expresiones humanas. Finalmente, al privilegiar el
estudio de lo colectivo, lo automático y lo repetitivo, se la acusaba de relegar el
problema del tiempo y, en consecuencia, de dificultar la comprensión del cambio, por
cuanto no lograba explicar cómo se producía el paso de un sistema de creencias a otro. 14
Desde finales de los años „70, la historiografía inició una revalorización del análisis
cultural desde nuevas perspectivas que rompieron con los postulados de la historia de
las mentalidades. Estos virajes se produjeron en el marco de los fuertes
cuestionamientos a los fundamentos epistemológicos del conocimiento social e histórico
formulados en el campo de las ciencias sociales. Fue un camino abierto por los efectos
de la revolución cultural del mayo francés, el proceso de erosión del colonialismo y las
múltiples revueltas juveniles, populares y obreras que tuvieron lugar en distintas partes
del mundo ante la guerra de Vietnam. También el boom y el crecimiento económico
perdieron el impulso de años anteriores, dando lugar a una crisis mundial profunda que
limitaba las esperanzas del progreso material y “redescubría” la pobreza, lo cual
implicaba una transformación de todos los mecanismos de reproducción de las formas
de cultura en las sociedades modernas.
El quehacer historiográfico no se mantuvo exento de los alcances de estas
transformaciones contextuales y sufrió un proceso de importantes virajes que
modificaron tanto su forma de acercamiento como su poder explicativo de la realidad.
En efecto, hicieron crisis los grandes modelos macro-teóricos de explicación histórica a
partir de su incapacidad para dar cuenta de la diversidad humana y de las grandes
transformaciones sociales, económicas, políticas y culturales de la época.
Los cuestionamientos a la capacidad explicativa de los enfoques estructuralistas
generaron un creciente interés de los historiadores por revalorizar el carácter activo y
reflexivo de la acción humana. Desde una concepción estructurista de la realidad social,
se postuló la interacción causal e históricamente cambiante de la agencia humana y las
estructuras reales, entendidas como entidades condicionantes pero no determinantes del
comportamiento de los actores históricos, quienes disponían de un margen variable de
autonomía para desarrollar su acción en el marco de las restricciones del contexto.
La reacción contra los determinismos estructuralistas animó el surgimiento de un
“giro cultural” que tomó forma en la historiografía en la década del „80. A ello
contribuyó el trabajo de Edward Thompson, La formación de la clase obrera en
Inglaterra. 1780-1832 (1963), donde el historiador marxista británico tomó distancia del
reduccionismo resultante del enfoque dicotómico de las relaciones entre base y
superestructura. Enfatizando las complejidades y contingencias de los procesos
históricos y rescatando la capacidad estructurante de la agencia humana, Thompson
analizó el surgimiento de la clase obrera centrando la atención en las dimensiones
culturales de la realidad social. Contra la concepción marxista ortodoxa que hacía
derivar la clase de la transformación de las fuerzas productivas, Thompson resaltó el
carácter histórico de este concepto, determinado en gran medida por el modo en que las
experiencias de hombres y mujeres reales eran interpretadas y transmitidas
culturalmente por medio de tradiciones, valores e ideas. 15
De gran importancia resultaron también los aportes de otro pensador marxista
británico, Raymond Williams, quien en La larga revolución (1961) y Marxismo y
Literatura (1977) se posicionó contra una concepción unívoca de la cultura y la definió
como una “experiencia ordinaria”, que todos los seres humanos producen y comparten,
y como un espacio de lucha permanente por la definición de significados. Para
Williams, la cultura constituye un proceso dinámico, una actividad humana primaria
que estructura las formas, las instituciones, las relaciones sociales y las artes, lo que
expandió el concepto, su campo y su capacidad cognitiva. De allí que, desde un punto
de vista materialista, postulara la idea de que las prácticas culturales son producto y
producción de un modo de vida determinado. Al respecto, la posición del materialismo
cultural modificó la mirada al objeto, ya que los productos de la cultura dejaban de ser
meros bienes u objetos para convertirse en prácticas sociales: el análisis cultural debía
desentrañar las condiciones particulares en las que se da la práctica. En definitiva, a
través de este deslizamiento de la causalidad cultural desde las fuerzas impersonales
objetivas hacia los problemas del significado que privilegian lo subjetivo, lo cotidiano,
lo marginal, el autor buscó explicar la intersección de lo cultural y lo social. Advirtiendo
contra la autonomización de la cultura, la experiencia y el lenguaje, señaló que todas
ellas tienen una ubicación social y nacen de una práctica social, cuyos significados
varían de acuerdo a los diferentes escenarios históricos en los que tienen lugar.
Un gran impulso para los estudios de historia cultural lo dio también Clifford Geertz
en La interpretación de la cultura (1973), donde el antropólogo norteamericano definió
la cultura desde un punto de vista semiótico, al indicar que se trataba de un texto, es
decir, de una trama, una urdimbre o un sistema interrelacionado de símbolos y
significados en el que los individuos estaban insertos. 16 De ello infirió el carácter
eminentemente interpretativo del trabajo antropológico, como un proceso de búsqueda
de los significados simbólicos de los fenómenos culturales a través del mecanismo de la
“descripción densa”.
Estas propuestas inspiraron el desarrollo de lo que Lynn Hunt llamó en 1989 “nueva
historia cultural”, que manifestó su interés por rescatar el papel de la subjetividad y los
significados en la vida social y la construcción simbólica de la realidad. Se valoró el
efectivo rol de las diferencias y contrastes culturales como fuerzas decisivas que
impulsan el cambio, la experiencia y la representación histórica. Si las ciencias sociales
habían asumido tradicionalmente la existencia de patrones objetivos de relaciones, el
desafío era ahora estudiar el mundo social desde la perspectiva de los hombres que la
componen, en la multiplicidad de relaciones que establecen entre ellos y con la
naturaleza, en las formas como la gente se ha apropiado y transformado su mundo. 17 De
allí que comenzara a cuestionarse fuertemente el olvido del sujeto y se enfatizara la
significación e importancia de la experiencia de los actores sociales (lo cotidiano, lo
vivido, lo transmitido a través de significados culturales y prácticas sociales) frente a la
supuesta eficacia de las estructuras y los procesos culturales masivos. En el intento por
establecer una comprensión más cualitativa de la vida de la gente “común”, una historia
más cultural, más subjetiva, más cercana a la experiencia de los actores sociales, la
historia se “humanizó” en sentido antropológico y rehuyó la perspectiva de las
colectividades y las regularidades a favor de lo singular y lo irrepetible. 18
Al situar a la cultura del lado de la agencia, las preguntas que preocuparon a los
historiadores estuvieron vinculadas a todos los aspectos del comportamiento humano,
los sistemas de valores, los modos de vida, los usos y las prácticas cotidianas. Ello trajo
aparejado una gran expansión temática hacia aspectos antes relegados, como el cuerpo,
el sexo, los rituales, el trabajo, la vivienda, la alimentación, la enfermedad, la
criminalidad, la prostitución y la homosexualidad, las sociabilidades, la memoria, el
imaginario o el ocio y los deportes.19
Para dar cuenta de actores y fenómenos tan diversos, se apeló a todo tipo de
documentos. Los datos que de allí se obtenían ya no eran tomados fidedignamente como
custodios de una verdad incontrastable, sino que los historiadores adquirieron
conciencia de su carácter construido a partir de las operaciones de selección e
interpretación que sobre ellos ejercían.
Sin embargo, la “nueva historia cultural” no se caracterizó por la unidad de su
enfoque, sino más bien por la diversidad de objetos de investigación, referencias
teóricas y perspectivas metodológicas. Muchas vertientes se han abierto en estas últimas
décadas, vinculadas con la fragmentación, especialización y relativismo del objeto de
estudio, parcelado en distintas subdisciplinas con sus propios temas y presupuestos
teóricos y metodológicos. Estos revisionismos aparecen como respuestas a las
deficiencias explicativas de los anteriores paradigmas. Sin embargo, no llegan a
conformar un nuevo paradigma hegemónico que los unifique y les de coherencia.

El enfoque microhistórico para el estudio de la cultura

A partir de los años „70, un grupo de historiadores italianos (como Edoardo Grendi,
Carlo Ginzburg, Carlo Poni y Giovanni Levi) elaboró una serie de estudios desde una
metodología original, que logró trascender las fronteras de la península y constituirse en
una de las perspectivas más fructíferas de la historiografía de las últimas décadas. Sin
articular una nueva ortodoxia o escuela histórica, la microhistoria reunió obras muy
distintas entre sí, de referencias teóricas múltiples y heterogéneas, afirmándose como
una práctica historiográfica, una forma particular de hacer historia íntimamente ligada a
la experiencia de investigación.
El principio unificador de la microhistoria se basa en la reducción de la escala de
observación. Este procedimiento analítico es aplicable con independencia de las
dimensiones del objeto estudiado, pues no consiste en estudiar cosas pequeñas sino en
centrar la atención en un punto pequeño para dar respuesta a problemas generales. La
observación microscópica revela factores anteriormente no observados, pues a medida
que se reduce la escala emergen datos nuevos que presentan conexiones, vínculos y
configuraciones inéditas, haciendo aparecer “una cartografía diferente de lo social”. 20
Operar en una escala reducida permite reconstruir “lo vivido”, es decir, captar las
diferentes acciones emprendidas por los individuos. Sin embargo, lo particular sólo es
revalorizado en la medida en que su observación puede brindar claves de acceso a
dinámicas de orden más general. La centralidad otorgada al individuo deriva de su
capacidad de ofrecer una modulación particular y original de la historia global. De allí
que la microhistoria no brinda una versión atenuada o parcial de la realidad macrosocial,
sino una versión diferente.21 Así, fenómenos habitualmente estudiados a nivel global,
como la afirmación del Estado moderno o la formación de la sociedad industrial, pueden
ser vistos en términos muy diferentes si se intenta aprehenderlos a partir de las
estrategias individuales y las trayectorias biográficas de los hombres que
experimentaron tales procesos.
En consecuencia, la escala de observación se redujo y comenzó a centrarse tanto en
episodios o circunstancias aparentemente insignificantes de una pequeña parte de su
sociedad y su tiempo, como en individuos o comunidades manejables, sean
personalidades representativas o grupos sociales concretos, como modo particular de
acceso a la realidad. Los objetos pasan a ser captados, ahora, a través de vivencias
individualizadas, de estudios de casos puestos en función de su situación y operatividad
social.22
La vertiente más culturalista de la microhistoria fue plasmada en el texto de Carlo
Ginzburg, El queso y los gusanos (1976), donde el historiador italiano logró reconstruir
el sistema de valores y el mundo interior de la cultura campesina europea del siglo XVI
a través del examen minucioso de la cosmovisión del molinero Menocchio. Ginzburg
partió de la crítica a la historia de las mentalidades por omitir las implicaciones de las
divisiones sociales en la cultura, desconociendo que los significados de los símbolos
variaban de acuerdo con los distintos grupos de la sociedad y, por tanto, debían
estudiarse desde sus diferentes dimensiones sociales. 23 Asimismo, señaló la dificultad
de esta historia para captar la cultura generada por las clases subalternas, pensados
como agentes activos de la producción cultural, más allá de las imposiciones de los
grupos dominantes. En este sentido, se distanciaba también de la clásica historia de las
ideas, que identificaba el concepto de cultura con las clases dominantes formalmente
educadas, sin reconocer la entidad cultural de los fenómenos y expresiones
pertenecientes al ámbito popular. Finalmente, contra el tratamiento cuantitativo y serial
de los hechos culturales, señaló la necesidad de rescatar los casos excepcionales, cuya
singularidad podía brindar nuevas claves para complejizar la comprensión de las
estructuras culturales. De esta manera, Ginzburg inauguró un nuevo modelo de historia
cultural, tendiente a rescatar la heterogeneidad y diversidad de las múltiples culturas de
las clases subalternas desde el punto de vista de los sometidos, redescubriendo sus
rasgos específicos y sus lógicas particulares frente a la cultura hegemónica, insistiendo a
la vez en la móvil y cambiante interrelación entre la cultura de elite y las culturas de las
clases populares.24
Otras manifestaciones del enfoque microhistórico provenientes de la tradición
anglosajona tuvieron una gran influencia en la historia cultural. En El regreso de Martin
Guerre (1982), Natalie Zemon Davis reconstruyó la historia de un campesino francés
del siglo XVI que abandonó su hogar y a su regreso, tras largo tiempo de ausencia,
descubrió que un impostor había ocupado su lugar afirmando ser el auténtico Martin. A
través este episodio, la historiadora norteamericana encontró nuevas claves para
reconstruir el mundo campesino y la vida de los hombres y las mujeres. La escasez y
dispersión de las fuentes disponibles obligó a Zemon Davis a emplear un procedimiento
metodológico particular, consistente en hacer uso de la imaginación en el marco de un
contexto de posibilidades o de significados probables, para elaborar una interpretación
verosímil de los hechos estudiados. Asimismo, el trabajo hacía manifiesta la influencia
de la antropología simbólica de Clifford Geertz, en el intento de abordar la dimensión
interpretativa de los actos humanos.
Fue Robert Darnton, por su parte, quien desarrolló con mayor claridad el intento de
explicar el contenido simbólico de los hechos históricos. En La gran matanza de gatos y
otros episodios en la historia cultural francesa (1984), reconocida como una referencia
básica de la nueva historia cultural, el historiador norteamericano se propuso reconstruir
el mundo simbólico de la Francia del siglo XVIII desde la óptica de las clases
populares, explorando el sentido de los cuentos y los ritos. Para ello, aplicó los
postulados propuestos por Geertz para decodificar la trama de significados que los
actores otorgaban a sus palabras y a sus acciones.
Zemon Davis y Darnton se concentraron en el estudio de casos específicos, bajo el
principio de que la reducción de la escala de observación permite exhumar lo marginal,
lo excepcional y los hombres sin voz, ofreciendo una vía de acceso a factores
anteriormente no observados que revelan aspectos de gran importancia para la
comprensión de la antigua sociedad francesa. 25 Asimismo, al abordar el estudio de las
clases populares, estos autores debieron enfrentar la escasez o ausencia de fuentes, en la
medida en que los mismos protagonistas no produjeron sus propios documentos y su
presencia sólo se revela de manera solapada, oscura y tangencial. Se puede detectar en
ellos, además, un claro interés por la dimensión propiamente narrativa de la historia,
mediante el uso de determinados recursos de la literatura para la construcción del
discurso, sin negar su estatus de ciencia ni la posibilidad de dar cuenta de hechos reales.

El estudio de las prácticas y las representaciones

En el ámbito historiográfico francés, Roger Chartier definió el proyecto de una


“nueva historia cultural” como el paso “desde la historia social de la cultura a la historia
cultural de la sociedad”.26 En El mundo como representación, publicado en 1989 en la
revista Annales, Chartier señaló tres deslizamientos que habían marcado la ruptura de
los paradigmas que habían sustentado las prácticas historiográficas hasta ese momento:
el proyecto de una historia global que pudiera articular los diferentes niveles de la
totalidad social, la identificación territorial de los objetos de investigación y la
explicación de la diferencia cultural a partir del desglose de la sociedad en rígidas
categorías socio-profesionales construidas a priori sobre la base de determinaciones
económicas.27
La propuesta del autor consistió en dejar de estudiar a las sociedades como rígidas
estructuras para concebirlas como un entramado de relaciones sociales, en el seno de las
cuales los individuos y los grupos construían sus propias representaciones con las que
daban sentido al mundo. Se trataba, entonces, de superar la dicotomía entre estructuras
objetivas y representaciones simbólicas, “incorporando bajo la forma de
representaciones colectivas las divisiones de la organización social”. 28
La noción de representación colectiva permitía captar de manera articulada el
proceso de configuración de los esquemas de percepción por los cuales la realidad es
construida por los distintos grupos que componen una sociedad. Las representaciones
eran constituyentes de la realidad objetiva, como matrices que modelan las prácticas, a
través de las cuales el mundo social es construido, pero tales matrices incorporaban las
divisiones de la organización social, pues las relaciones económicas y sociales
constituían campos de la práctica y la producción cultural. De esta forma, Chartier
sostuvo que los objetos culturales no podían estratificarse y fijarse socialmente de
acuerdo a las jerarquías socio-profesionales. Pero, al mismo tiempo, su perspectiva
regresó sobre lo social, centrando su atención en “las estrategias simbólicas que
determinan posiciones y relaciones y que construyen, para cada clase, grupo o medio,
un ser percibido constitutivo de su identidad”.29
Chartier aplicó esta metodología en su obra Lecturas y lectores en la Francia del
Antiguo Régimen (1987), consagrada al estudio de las prácticas de la lectura en el
ámbito francés entre los siglos XVI y XVIII. Allí indagó en las interrelaciones
existentes entre el mundo del texto y el mundo de los lectores y las formas en que los
significados discursivos fueron reinterpretados por los distintos grupos sociales. Para
ello, planteó el análisis del contenido dado a leer y el impreso en tanto soporte material,
así como los usos diferenciales del material y las prácticas de la lectura. La lectura debía
ser englobada dentro de un marco social, cultural e institucional y el análisis no debía
abandonar las prácticas específicas que las producían. Pensar lo social como espacio por
el que circulaban los textos le obligó a plantear cómo se produjeron y cuál fue la
apropiación de los mismos, qué comunidades interpretativas los emplearon y con qué
enunciados los rellenaron. El resultado de esta operación fue una historia cultural en la
que los agentes ponían en práctica sus saberes, recursos, tradiciones, dentro del
horizonte limitado que al que pertenecían, donde los usos y las prácticas eran el
elemento constitutivo de la realidad y tenían un significado por el que se combatía o
negociaba.30

Los desafíos del giro lingüístico

A comienzos de la década del „70, hizo su aparición el denominado giro lingüístico,


que desplazó el foco de atención desde el fenómeno social al discurso, otorgó
centralidad al lenguaje como factor estructurante de la realidad. En 1973, el historiador
norteamericano Hayden White publicó Metahistoria: la imaginación histórica en la
Europa del siglo XIX, donde procuró mostrar que la historiografía carecía de todo
criterio formal de verdad, de manera no se diferenciaba de la literatura. Las narraciones
históricas eran meras “ficciones verbales”, cuyo contenido era resultante de la invención
y la facultad imaginativa del propio historiador. Esto negó a la exposición histórica toda
referencia a la realidad para considerarla una rama de la retórica.31
Desde la teoría literaria, Roland Barthes y Jacques Derrida se basaron en la
semiótica de Ferdinand de Saussure, que concebía al lenguaje como un sistema cerrado
en sí mismo, para señalar que el texto era independiente al mundo exterior. Con ello, el
relato histórico perdía su referencialidad para convertirse en una unidad cerrada sin
relación con la realidad.32
La creciente atención al lenguaje y a las estructuras discursivas cuestionó el modelo
causal de la vieja historia social y buscó sustituirlo por modelos que proclamaban la
naturaleza lingüísticamente construida de la sociedad y de la experiencia individual.33
La realidad era constituida por los códigos semióticos, de modo que toda práctica era
resultado del funcionamiento de estructuras inconscientes e impersonales. En
consecuencia, los fenómenos culturales y sociales debían ser comprendidos por
referencia al código lingüístico subyacente en la sociedad, por cuanto ellos mismos eran
estructurados por el lenguaje.34 La conclusión lógica de estas posturas era sostener que
el discurso “producía” el sujeto, que no constituía un agente dotado de libertad y
conciencia sino más bien una posición creada por el discurso.
En el seno mundo anglosajón, el giro lingüístico adquirió gran influencia en el
desarrollo de la historia intelectual definida por la llamada Escuela de Cambridge,
organizada alrededor de los años setenta en torno a Quentin Skinner y John Pocock.
Esta perspectiva tomó como punto de partida la crítica a las vías tradicionales para el
estudio de la historia de las ideas, en tanto elementos intemporales aislados de su
momento histórico concreto y con aplicación universal, o bien como reflejos de
determinaciones objetivas (en referencia a los factores religiosos, políticos y
económicos).35 En contraposición, la Escuela de Cambridge propició un enfoque
contextual, partiendo del lenguaje y las categorías de pensamiento propios de la época
estudiada. El objetivo central era comprender el sentido de los textos a partir de su
contexto específico, dado por las condiciones semánticas de producción o las categorías
lingüísticas disponibles para un autor determinado.36

Una historia cultural vinculada a lo social

La incorporación de estos virajes ha contribuido decisivamente a la renovación de la


práctica historiográfica y la construcción del conocimiento histórico. Sin embargo, los
enfoques revisionistas corren el riesgo de transformarse en una nueva ortodoxia. En los
últimos años, no pocos autores cuestionaron el creciente distanciamiento entre lo
cultural y lo social que se operaba en numerosas investigaciones, lo que en ocasiones se
ha manifestado como una autonomización de lo cultural, en una visión idealista y
descontextualizada de la cultura. El propio Chartier advirtió los peligros de asumir una
nueva visión reduccionista centrada en la cultura como una realidad autónoma y externa
al mundo social, concibiendo a los rituales y otras formas de acción simbólica como
simples manifestaciones de un sistema coherente de significados. 37 Por esta razón, el
historiador francés insistió en la necesidad de trazar las múltiples y complejas relaciones
de los objetos culturales con sus espacios de producción, de difusión y de recepción.
Se impone, entonces, la necesidad de evitar la individualización y autonomización
de lo cultural propiciando enfoques más integradores que vinculen el sistema de las
obras culturales con el sistema de relaciones sociales en las cuales se produce, funciona
y adquiere significado. En otras palabras, es dentro del contexto social donde las
acciones humanas se llenan de sentido. Las interpretaciones culturales, entonces, no
deben ser divorciadas de lo que la gente realiza y de lo que le es impuesto por la fuerza.
Los estudios históricos culturales deben siempre incluir un análisis de las circunstancias
de vida, trabajo y autoridad bajo las cuales las personas actúan y elaboran sus
interpretaciones.38
Lo cultural, siguiendo a Antoine Prost, es indisoluble de lo social,
fundamentalmente porque toda cultura es cultura de un grupo.39 No hay cultura si no es
compartida, pues la cultura es mediación entre los individuos que componen el grupo,
entre el individuo y su experiencia. La historia cultural debe ir y venir de la experiencia
al discurso sobre la experiencia. En síntesis, en lugar de convertir a la historia cultural
en un terreno enteramente autónomo, es necesario internalizar que no hay historia más
que de grupos, de manera que toda historia es social. Pero los grupos sólo construyen su
identidad en la diferencia con otros grupos, por medio de representaciones; por ello toda
historia es, a la vez e indisociablemente, social y cultural.
La cultura aparece como una dimensión que forma parte y atraviesa todas las
prácticas sociales, es actuada y vivida desde el punto de vista de los actores. Esta
concepción simbólica, significativa, cultural de las prácticas, de raíz antropológica, es
constitutiva de las propias subjetividades. Si el sujeto aparece en la escena de la historia,
lo hace únicamente dentro una cultura, del contexto de la producción social de
significado.
Siguiendo este modelo, la cultura no es un elemento inmaterial, sino parte de la
realidad operante. No se refiere únicamente a un tema específico, a una entidad, no es
una cosa a la que se le pueda atribuir algo, sino que está en todas partes y se muestra al
momento de las prácticas; tampoco puede ser considerada como un subsistema que sólo
reproduce las condiciones económicas, sociales y políticas de la población, sino más
bien como un producto de su constante interacción con las experiencias subjetivas y las
formas simbólicas que la constituyen y transforman. En este caso, la distinción entre
cultura y sociedad es solo analítica. No se trata de elegir entre dos niveles diferenciados
de la realidad estudiada, como si fueran espacios autónomos e individuales, con lógicas
y normas propias y específicas. Ninguna de estas dimensiones es suficientemente
explicativa por sí misma, por lo que es necesario estudiar las múltiples y complejas
interacciones entre los símbolos y las acciones sociales.
La cultura se conforma como clave de explicación histórica, que da sentido o
significado a nuestra experiencia, a las acciones y al conjunto de las relaciones sociales.
La cultura, así entendida, hace referencia al conjunto de procesos, de hechos simbólicos
de la sociedad. Es la organización social del sentido, en tanto pautas de significado
interiorizadas por los sujetos en forma de esquemas o representaciones que se
materializan, se objetivan en formas simbólicas, las que son reconocidas e interpretadas
por otros sujetos y permiten a los individuos comunicarse y compartir experiencias,
concepciones y creencias, siempre en contextos históricos específicos y socialmente
estructurados.40
La realidad del símbolo no se agota en su función de significación, sino que abarca
también los usos que hacen del mismo los usuarios para actuar sobre el mundo y
transformarlo según sus intereses. 41 Por lo tanto, la cultura no es solamente un sistema
de significados que deben ser descubiertos, sino también un instrumento que orienta la
acción sobre el mundo, a través de lo cual se construye realidad. Como señala Hans
Medick, la cultura debe ser explorada:

“…como un elemento y un medio de la activa construcción y representación de


las experiencias y relaciones sociales y sus transformaciones. Los modos
culturales y las formas de expresión están así presentes como un motor histórico,
como un elemento que modela las expectativas, la acción y sus consecuencias en
el hecho histórico. Son factores que operan en la estructuración del mundo
social, de la clase, la autoridad, las relaciones económicas y su transformación
histórica.” 42

Los significados son influenciados y moldeados por las condiciones materiales


objetivas de vida y los cambios en esas condiciones, al tiempo que las relaciones
sociales y económicas son producidas en la esfera cultural de significado. La cultura es
el marco, el repertorio de códigos de significación e interpretación por medio del cual
los sujetos operan en la realidad.43 Esta historia socio-cultural obtiene su materia prima
del mundo de las representaciones colectivas, es decir, de la manera como un grupo
social determinado se ve a sí mismo frente a la realidad a la que está abocado y como es
visto por otros grupos sociales. 44 Así, a través del estudio de las prácticas y
representaciones de los sujetos, la historia cultural se llena de contenido y densidad
social.
Por otro lado, considerando las recientes críticas formuladas a las concepciones
excesivamente sistemáticas del giro lingüístico, se torna necesario utilizar una noción
más amplia y matizada del discurso como un ámbito de prácticas que supera lo
estrictamente lingüístico e incluye fenómenos como las instituciones, las coyunturas
políticas, las actividades económicas y demás campos de la actividad humana
usualmente situadas fuera de la esfera discursiva. 45
Al decir de William Sewell, el énfasis sobre el lenguaje como un sistema cerrado ha
conducido a un debilitamiento del contenido social de la historia, al desterrar del
análisis las transformaciones en la estructura material de la sociedad. 46 Si bien las
actividades humanas implican determinados usos lingüísticos que a la vez las
constituyen, no pueden reducirse a meras realizaciones semióticas dado que son,
simultáneamente, acciones desarrolladas en determinados contextos materiales.
En efecto, los recientes trabajos sobre el discurso destacan la importancia de analizar
las interconexiones entre los lenguajes y las prácticas sociales, ya que la sociedad se
construye semióticamente mediante un conjunto de sistemas de significados, al tiempo
que esa construcción simbólica cristaliza en instituciones y en formas materiales de
existencia humana. Toda construcción de significado se localiza en la intersección del
lenguaje y la práctica material, por cuanto ocurre en el seno de contextos dinámicos y
cambiantes, donde los actores sociales resignifican los conjuntos de signos y discursos
históricamente construidos.
De esta manera, se evita caer en la reducción del mundo social a una mera
construcción discursiva, pues el lenguaje sólo adquiere sentido y significación dentro de
ámbitos sociales e históricos concretos y específicos. En definitiva, se afirma la
relevancia de la mirada sostenida por el giro lingüístico, pero la misma es reinterpretada
a favor de la revitalización de la historia social, colocando la estructura y la práctica, el
lenguaje y lo material en una relación dialéctica y cambiante.47

III. La historia cultural en la Argentina

El fin de la dictadura militar dio lugar a la reconstrucción de los espacios


universitarios y los ámbitos de investigación, así como la multiplicación de los
encuentros académicos y la publicación de revistas especializadas. Ello permitió que los
estudios históricos iniciaran una etapa de expansión y profesionalización sin
precedentes en el pasado de la disciplina. 48 La apertura cultural y la renovada fluidez de
los contactos con los centros universitarios extranjeros permitieron la recepción de los
recientes desarrollos de la historiografía mundial, lo cual generó la proliferación de
nuevos temas, perspectivas teóricas y propuestas metodológicas y se tradujo en una
producción abundante y heterogénea.
En este contexto de renovación historiográfica, los estudios de historia cultural
cobraron gran auge. En un artículo publicado en 1986 en la revista Punto de Vista,
Hilda Sábato examinó los planteos de la obra La gran matanza de gatos de Robert
Darnton, explorando las posibilidades y límites de esta nueva historia cultural. Allí
mismo, hizo referencia a las críticas a la historia de las mentalidades, el acercamiento a
la antropología simbólica de Clifford Geertz, los enfoques hermenéuticos, los
postulados de Hayden White, las recientes teorías del lenguaje y los aportes de Carlo
Ginzburg, dando cuenta de las discusiones más resonantes del ámbito historiográfico
internacional en torno a los nuevos enfoques y modelos interpretativos de la historia
cultural.49 Cuatro años después, Oscar Terán constató que la producción histórica
nacional no había quedado al margen de los estímulos de una historiografía
internacional cada vez más interesada en “la descripción y análisis de los fenómenos
simbólicos”.50 Ello se hizo aún más evidente en 1997, cuando el Programa de Historia
Intelectual del Centro de Estudios e Investigaciones de la Universidad Nacional de
Quilmes -integrado por historiadores como Carlos Altamirano, Oscar Terán, Adrián
Gorelik, Elías Palti y Jorge Myers- lanzó el primer número de la revista Prismas. Desde
sus inicios, esta publicación se fijó como objetivo constituir un espacio de difusión
propio para los estudios históricos de las ideas, los intelectuales, la cultura y el
pensamiento, constatando así la creciente importancia que al análisis de las dimensiones
simbólicas de la realidad había adquirido en la historiografía nacional.
De esta manera, durante los dos últimos decenios la historia cultural logró adquirir
una creciente presencia en los contenidos curriculares y programas de investigación de
los ámbitos académicos nacionales, lo cual ha redundado en una extensa producción
historiográfica que ha pasado a ocupar un lugar decisivo en encuentros científicos,
libros y revistas especializadas. La diversidad de temas, perspectivas teóricas y
propuestas metodológicas constituye uno de sus rasgos principales, conformando un
campo de estudios de carácter amplio, complejo y diverso.
No se pretende aquí ofrecer un estado de la cuestión completo y exhaustivo sino
explorar los enfoques teórico-metodológicos presentes en la producción historiográfica
reciente dedicada al estudio de la cultura. El corpus bibliográfico seleccionado para el
análisis está integrado por La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en
Buenos Aires, 1887-1936 (1998), de Adrián Gorelik, y tres obras colectivas: Formas de
historia cultural (2004), coeditada por Marta Madero y Sandra Gayol, Los lugares del
saber. Contextos locales y redes transnacionales en la formación del conocimiento
moderno (2007), compilada por Ricardo Salvatore, y La ley de los profanos. Delito,
justicia y cultura en Buenos Aires (1870-1940) (2007), dirigida por Lila Caimari. Estos
cuatro trabajos han sido publicados en el lapso de los últimos trece años y han gozado
de una amplia difusión en la historiografía nacional. Pese a la diversidad de sus temas y
enfoques, comparten un rasgo que permite agruparlos: todos ellos se destacan por su
intento de superar las visiones más esquemáticas que caen en la reducción del mundo
social a una mera construcción cultural. Incorporando los debates internacionales sobre
las limitaciones del giro lingüístico y los riesgos del reduccionismo cultural, estas obras
se caracterizan por explorar nuevas vías para pensar las múltiples y complejas
imbricaciones entre los fenómenos culturales y el mundo social.
Partiendo de la lectura de estas obras, es posible delinear una serie de núcleos
problemáticos en torno a la historia cultural, a través de los cuales se pueden identificar
las distintas operaciones teórico-metodológicas que desarrollan sus esfuerzos por salvar
la separación dicotómica entre cultura y sociedad.

La historia cultural urbana

En las dos últimas décadas, la historia urbana emprendió un proceso de renovación a


partir del énfasis otorgado al análisis de las dimensiones culturales para el estudio
histórico de la ciudad. Como señaló Hilda Sábato, durante los años „60 y „70, la historia
de las ciudades argentinas se escribió principalmente en clave de la sociología y la
planificación urbanas.51 José Luis Romero rompió con esta tendencia al proponer una
reflexión cultural de la problemática en su libro Latinoamérica, las ciudades, las ideas
(1976). Bajo su influencia, la historia cultural urbana se constituyó desde los „90 en un
ámbito fecundo de producción historiográfica, a partir de diversos estudios que
abordaron el proceso de modernización de la ciudad. Cabe mencionar aquí, entre otros,
los trabajos de Francisco Liernur, Graciela Silvestri, Anahí Ballent, Fernando Aliata,
entre otros. Sin embargo, en esta línea se han distinguido los aportes de Adrián Gorelik,
cuyo enfoque se ha centrado en el estudio “del modo en que la ciudad y sus
representaciones se producen mutuamente”. 52
En La grilla y el parque, Gorelik afirmó su pretensión de analizar la ciudad como
objeto material y cultural, para cuyo abordaje estudió dos artefactos materiales
construidos como figuras de la cultura, la grilla y el parque, que fueron interpretados en
función de su rol y significado en el proceso de constitución del espacio público
metropolitano. En este sentido, el autor se cuestionó acerca de la formación de una
metrópolis en la pampa entrelazando la historia de la ocupación progresiva de la llanura
y la historia de la producción de las redes de sentido que representan lo que es la
ciudad.53 El análisis combinó la observación de la expansión urbana con el proceso de
formación de la ciudad en términos culturales, ya que ésta se entiende no sólo como
artefacto material sino también como una producción cultural configurada a partir de
discursos, representaciones, proyectos, vestigios materiales, etc. Las fuentes de acceso a
esos rastros se han destacado por su gran heterogeneidad y densidad y han revelado
diversas maneras de percibir y vivenciar la ciudad. Entre ellas se incluyeron censos de
población, mapas, planos, fotografías, literatura de época, notas de viaje, diarios de
sesiones del Congreso, discursos, memorias de funcionarios, correspondencias, actas
municipales, etc.
A través de su análisis, Gorelik procuró dar cuenta del modo en que un artefacto
material (la grilla, el parque), en tanto objeto cultural, influyó en la idealización de la
relación orgánica entre esfera pública y espacio público, y en la construcción de una
ciudadanía generadora de un discurso reformista que propuso enlazar la sociedad civil
con el sistema político. En este punto, el autor discutió la categoría de espacio público:
lejos de conformarse con la definiciones clásicas vertidas por la teoría habermasiana y
retomando las apreciaciones formuladas por Hilda Sábato en el escenario local,
reinterpretó su contenido de acuerdo a la realidad específica a la que refería su trabajo y
al tipo de historia cultural que el autor practicaba. El espacio público sería, entonces,
una cualidad política de la ciudad, atravesada por una experiencia social que al mismo
tiempo la organiza y le da forma. En efecto, la aparición del barrio hacia la década del
„20, como dispositivo social y culturalmente conformado, implicó la producción de un
territorio identitario local en el espacio público moderno que configuró una visión
política de la ciudad como espacio abstracto de construcción de la ciudadanía.
A partir de la articulación entre la cultura urbana y la historia cultural, a largo del
trabajo de Gorelik se puede observar una lógica de análisis en donde las
representaciones aparecían como elementos modeladores de los fenómenos sociales,
que a su vez configuraban el universo simbólico. La ciudad, en sus diferentes formas,
era constituida por la cultura y, al mismo tiempo, constituye la cultura, produce
significaciones que influyen en su propia materialidad. Por ella circulan imágenes,
proyectos, discursos, saberes, formas, objetos, prácticas, etc., que son resignificados por
los actores en función de su contexto social.

La producción de saberes y conocimientos modernos

El libro compilado por Ricardo Salvatore, Los lugares del saber (2007), abordó la
compleja y dinámica articulación de lo local y lo transnacional en el problema de la
construcción de conocimiento en la modernidad. Los distintos ensayos intentaron
explicar el modo en que diversos saberes, vinculados a disciplinas como la traducción
literaria, la medicina, la paleontología, la teoría legal y la arquitectura moderna, se
insertaban en los mapas del conocimiento internacional. ¿Cómo se construyen
conocimientos en y desde un lugar particular?, ¿cuál es la influencia de los saberes
circulantes en plano internacional?, ¿de qué manera las redes académicas y
profesionales contribuyeron a transferir una trama de conocimientos entre diferentes
comunidades intelectuales?, ¿cuál es el aporte del flujo transnacional de materiales,
textos y expertos a la construcción local de conocimiento?, ¿de qué manera se produce
la apropiación de una obra? Estas fueron algunas preguntas que este libro intentó
contestar.
El análisis tendió a tomar distancia del modelo del “encuentro” y elaborar una visión
menos dicotómica y unilineal que el esquema emisor-receptor, para destacar las
múltiples y variadas mediaciones, intersecciones y superposiciones que se producen en
todo contacto cultural. Los ensayos dieron cuenta de la forma en que distintas empresas
del conocimiento se construían mediante una compleja articulación del localismo y lo
transnacional. Estas relaciones entre contextos locales y flujos transnacionales de
saberes involucraban una serie de actividades como traducciones, viajes, circulación de
representaciones geográficas e intercambio de materiales. Así, por ejemplo, Andrés
Reggiani analizó los viajes que muchos estudiantes realizaron a las escuelas de
medicina de Francia y Alemania entre 1870-1940 como una instancia crucial para la
transmisión de conocimientos, técnicas y tratamientos reconocidos en el ámbito
internacional. En muchos casos, las elites intelectuales locales se valieron de una red de
contactos para el ingreso de saberes y teorías internacionales, lo cual funcionaba
también como fuente de reconocimiento, prestigio o legitimidad para algunos
individuos del ámbito académico local. Esto es lo que mostró Irina Podgorny al
describir las redes sociales y los medios de comunicación a través de los cuales se
producía el intercambio de mamíferos fósiles entre Argentina y los museos de Europa.
De esta manera, analizó la forma en que naturalistas argentinos como De Ángelis y
Muñiz se vinculaban con sus pares europeos por medio de cartas, envío de
encomiendas, dibujos, libros y publicaciones que facilitaban la circulación de fósiles, así
como la validación de los sistemas clasificatorios de los naturalistas locales y su
inserción en los ámbitos de sociabilidad científica de la época, canalizada a través de las
sociedades eruditas de París y Londres.
Asimismo, el trabajo de Marta Penhos reveló que algunos conocimientos
internacionales se desarrollaron a partir de la recolección y sistematización de evidencia
local. Así, la Expedición Malaspina (1789-1794) a la Patagonia se lanzó con el fin de
obtener información precisa sobre la geografía de los confines del imperio español en
un momento en que éste era amenazado por otras potencias europeas. Los escritos e
imágenes (bocetos y acuarelas) elaborados para registrar y representar el territorio
fueron analizados como fuentes que permitían reconstruir un proceso de producción de
conocimiento plagado de incertidumbres y fuertemente condicionado por los intereses
de la corona española.
De la misma manera, el libro incluyó trabajos que analizaban la forma en que
determinados autores, obras o ideas fueron acogidos en un contexto particular. Pero el
fenómeno de la apropiación fue entendido como un proceso activo por el cual ciertos
saberes son adoptados y adaptados a las condiciones locales, adquiriendo entonces
nuevos significados. El trabajo de Hernán González Bollo mostró cómo la preocupación
por la “desnatalidad” y el agotamiento de la raza blanca en la demografía europea
dieron lugar al desarrollo de una nueva fórmula estadística (la tasa neta de
reproducción) que se difundió hacia otros países a través de red de expertos. En su
recepción local, el problema de la “desnatalidad” fue resignificado de acuerdo a las
condiciones particulares, focalizándose en la preocupación por preservar la población y
proteger el binomio madre-hijo para dar lugar a la promoción y el diseño de políticas
sociales progresistas, tomando distancia del componente racial que inspiró a este
proyecto intelectual en Europa.
Ello implicó una toma de distancia de una definición esencialista de “lo local” y “lo
transnacional”, como si se tratara de entidades limitadas a priori a partir de ciertas
propiedades intrínsecas, a favor de un criterio propicio a concebir ambas categorías
como el resultado de un complejo proceso de cruces, contactos, intercambios y
circulaciones, como un producto histórico resultado de prácticas sociales y culturales
particulares.
Este enfoque restituyó la capacidad explicativa de los contextos, resaltando la
importancia de estudiar las condiciones específicas de producción de los saberes y las
diversas formas de recepción y apropiación del pensamiento intelectual en el marco
espacial y temporal preciso en el cual se implanta y resignifica.
Por otra parte, este libro sugirió estudiar la historia cultural concediendo atención al
estudio de las prácticas, que excedían lo estrictamente lingüístico e implicaban
instituciones, decisiones políticas, intereses económicos y relaciones sociales. De esta
manera, la cultura fue conceptualizada como una esfera integrada por la articulación
dinámica entre la construcción de significados y la iniciativa humana.
La producción de conocimiento se inscribió en una densa trama de relaciones y
vínculos materiales a través de los cuales fue posible la difusión de saberes, ideas y
conceptos. Se destacó, así, la importancia de los contactos y los intercambios,
revalorizando la materialidad de la circulación de figuras culturales, obras e ideas.
Como señaló Patrick Joyce, en los últimos años se produjo un verdadero “giro material”
en la historiografía que puso de manifiesto la relación entre la acción humana y las
condiciones materiales, constituyéndose en una alternativa para superar de la distinción
entre cultura y sociedad.54 En este sentido, los viajes, los libros, los dibujos, las cartas y
los objetos fueron revalorizados como portadores de conocimientos y relaciones
sociales, permitiendo captar la materialidad de la producción simbólica y cultural. De
esta manera, se hizo evidente que el conocimiento no sólo se constituía a través de los
discursos, sino también a partir de las prácticas sociales y la vida material. Estudiar los
intercambios y la circulación de ideas, objetos e información remite a la infraestructura
material que operó en la producción y transmisión de conocimiento. Pero también se
recuperó el lugar de las redes sociales que posibilitaron el intercambio de saberes y de
los agentes humanos que actuaron intencionalmente resignificando el contenido de los
discursos. Por esta vía, se restituyó, entonces, el contenido social de la cultura,
ponderando el poder explicativo de las realidades sociales y las matrices materiales en
la construcción de los significados.

Cultura de elite y cultura popular: una relación circular

A mediados de la década del „90, bajo la influencia de la perspectiva culturalista de


Edward Thompson, la historia social argentina desarrolló un interés particular por el
estudio de los sectores populares desde un abordaje que afirmaba la gravitación de la
cultura en los procesos sociales. Así, en Sectores populares, cultura y política, Buenos
Aires en la entreguerra (1995), Luis Alberto Romero y Leandro Gutiérrez exploraron la
formación de los sectores populares urbanos desde una perspectiva socio-cultural,
entendiendo que los sujetos sociales se constituían históricamente en el plano de la
cultura. Esta propuesta derivó en una gran cantidad de trabajos que, desde distintos
ángulos y perspectivas, estudiaron las clases populares urbanas en la Argentina de la
modernización subrayando las dimensiones simbólicas de los procesos sociales. Sin
embargo, con frecuencia estos postulados fueron lanzados como meros principios
programáticos que no llegaron a hacerse efectivos en el proceso de construcción del
conocimiento histórico.55
Recientemente, algunas producciones de la historia cultural argentina centraron su
interés en el análisis de las articulaciones entre la cultura letrada y los sectores
populares. Esta perspectiva tomó distancia de los enfoques unilineales que adoptaban un
criterio socio-económico como clave explicativa de las diferencias culturales. Contra la
simplificación de tales modelos, el desafío consistió en rescatar el repertorio simbólico a
través del cual, más allá de su propia heterogeneidad interna, la cultura de elite y la
cultura popular son conformadas como tales y pueden interpretar y transformar su
mundo. Entre ambas se manifiestan vínculos de circularidad por medio de los cuales
cada una se apropia, transforma o resiste motivos, intereses, producciones y
significaciones del otro. No obstante, ello no soslaya el hecho de que, en toda práctica
histórica, los sujetos que interactúan se caracterizan por la desigualdad de recursos que
presentan y la consecuente sujeción a determinadas relaciones asimétricas, jerárquicas
de dominación, culturalmente conformadas a través de representaciones y discursos. De
ahí que la cultura aparezca como un escenario de lucha por la imposición de sentidos y
la afirmación de la propia singularidad de los actores. De esta manera, cultura de elite y
cultura popular no constituyen dos esferas autónomas y opuestas, con rasgos propios y
lógicas específicas, sino espacios culturales que se configuran mutuamente en un
proceso histórico, dinámico y cambiante de múltiples vínculos e interconexiones.
La compilación de Lila Caimari, La ley de los profanos. Delito, justicia y cultura en
Buenos Aires (1870-1940), reunió una serie de trabajos que, desde diversos enfoques
interdisciplinarios, procuraron reflexionar sobre algunos discursos “profanos”
construidos alrededor de la ley, el castigo y el delito entre finales del siglo XIX y
principios del XX. Caimari definió a los discursos “profanos” como aquellos que no
provenían de profesionales o de expertos, y que circulaban fuera de los ámbitos
académicos consagrados, por medio de la prensa, la literatura, el cine y la fotografía. Sin
embargo, lejos de establecer separaciones dicotómicas entre el universo de la cultura
letrada y el mundo de “lo profano” como si se tratara de esferas aisladas u opuestas
entre sí, el enfoque centró la mirada en la dinámica de sus articulaciones y contactos
múltiples, que implicaban el rechazo, la adaptación y la reformulación de los discursos
y fórmulas de cada uno de ellos. Interesó dar cuenta del modo en que las definiciones
científicas, policiales y jurídicas sobre el delito fueron apropiadas y resignificadas por
los individuos ajenos a los espacios especializados, en un proceso de construcción de
subjetividades, maneras de mirar y pensar a través del lenguaje y los conceptos.
La preocupación de los autores no se visualizó tanto en la reconstrucción de los
componentes objetivos del crimen, la ley o la justicia en la ciudad, en la recreación de
macro modelos teóricos de análisis o en su materialización en fórmulas estadísticas.
Más bien, el eje reposó en el análisis de la producción, circulación y consumo de los
discursos, saberes, imágenes, visiones o representaciones que los sujetos construyeron
en torno al orden social, las trasgresiones, el peligro o las identificaciones atribuidas a sí
mismos y a los “otros”. Por esta vía, se privilegió el acceso a las dimensiones
simbólicas de las prácticas y los comportamientos humanos a fin de poder acercarse a la
comprensión de los sentidos implicados en ellos y de las tensiones y conflictos allí
generados.
Esta perspectiva cuestionó aquellas interpretaciones ortodoxas y unidimensionales
que planteaban la suficiencia explicativa de los mecanismos de control social, que
llevaron a restringir las competencias y capacidades de elección de los sujetos frente a
las imposiciones normativas y los mecanismos estructurales. Frente a ello, el enfoque
propuesto revalorizó la acción estructurante y transformadora de los agentes históricos,
rescatando su capacidad de absorber, modificar, adaptar y usufructuar en provecho
propio las normas de control, regulación y reputación social provenientes de las
instituciones estatales. De esta manera, nuevos sujetos tradicionalmente excluidos o
marginados fueron rescatados de la invisibilidad e incorporados a la historia como
agentes activos y racionales, que pueden resistir y alterar los procesos de normalización
social. Así, los actores alejados de los circuitos oficiales recuperaron su protagonismo al
resignificar los conocimientos y valores dados y desplegar estrategias de acción acordes
a la percepción e interpretación que hacían de su realidad, como representaciones de lo
deseado y lo permitido.
Así, por ejemplo, se rescató la importancia de los fotógrafos y los cronistas que
reconstruían los hechos delictivos valiéndose de estrategias y recursos narrativos a partir
de los cuales elaboraban conceptualizaciones y modelos sobre el crimen y el criminal.
Los actores de estas historias no se veían movilizados sólo por razones específicamente
económicas, políticas o jurídicas, sino también por motivaciones culturales que las
atravesaban y orientaban.
En este sentido, la cuestión del honor apareció como una problemática común en
varios artículos preocupados por su papel como elemento regulador y transformador de
las relaciones sociales. Lejos de constituir una entidad abstracta, el honor fue entendido
como un valor que daba sentido a las prácticas, como un conjunto de virtudes y
principios que modelaba los comportamientos de los hombres y actuaba como principio
de diferenciación social. Fue el caso de la huelga de cocheros de 1899 en Buenos Aires
trabajada por García Ferrari, que no puede entenderse si no se analizan las
configuraciones simbólicas vinculadas al uso de los retratos fotográficos, en un
momento en que se debatían la capacidad estatal para controlar e identificar a los
individuos y la legitimidad de nuevas técnicas de identificación. En el imaginario de la
época, las técnicas fotográficas estaban asociadas con la identificación de delincuentes,
por lo que su extensión a otros grupos generó resistencias, ya que denotaba un sentido
estigmatizante para los implicados que sentían “herido” su honor.
En cada uno de los casos, las referencias contextuales a la Buenos Aires de finales
del XIX y mediados del XX ocuparon un lugar preponderante y operaron, más que
como marcos estáticos donde tenía lugar la acción, como factores que configuraron y
dieron sentido a los fenómenos estudiados. Como se advirtió en el análisis de Gorelik, la
ciudad se experimenta y sus transformaciones permiten explicar y son explicadas por las
representaciones que se forman de ella. Al respecto, entre las consecuencias visibles de
los cambios socioeconómicos y demográficos de la modernización, se observó un
aumento de la criminalidad en términos reales e imaginarios y de su exposición tanto en
los ámbitos especializados como en revistas, la prensa o la literatura. Las relaciones
impersonales comenzaron a volverse más anónimas y se generalizó la desconfianza
hacia un “otro” ahora desconocido, al mismo tiempo que creció la capacidad estatal de
control social y centralización del derecho, la justicia y el castigo. La prensa, en tanto,
incorporó nuevas tecnologías y diversificó su público y mercado periodístico.
En este marco, la justicia y el crimen lograron traspasar la esfera de los especialistas
y penetrar entre los habitantes de la ciudad, quienes se apropiaron del saber por medio
de diversas prácticas y representaciones, e institucionalizaron espacios donde leer
normas y trasgresiones, donde construir imágenes y valoraciones de sí mismos y de los
demás. Ello se plasmó en las solicitadas a los diarios analizadas por Gayol, que se
conformaban como instancias ajenas a la justicia ordinaria a través de las que
profesionales, comerciantes, empleados, etc., pudieron defender la dignidad y
reputación de su imagen ante la opinión pública.
Todos los artículos analizados se aproximaron a su objeto recurriendo a la
indagación de pequeñas porciones de la realidad, de casos concretos, trascendentes por
sí mismos, pero que actuaban también como forma de entrada de las prácticas y
representaciones de los habitantes. Esto supuso un uso más amplio e intensivo de
fuentes provenientes de diferentes campos, científicos y no científicos. El interés por
estos discursos y representaciones condujo a los historiadores a la búsqueda de una
amplia y heterogénea documentación, que incluyó los debates parlamentarios, los
periódicos y los tratados de derecho, junto con otras fuentes menos convencionales
como los registros policiales y jurídicos, la literatura o los cancioneros populares. Las
representaciones del hombre criminal en la Revista Criminal, las solicitadas en La
Nación y La Prensa, la espectacularización de los secuestros, la resistencia al retrato
fotográfico de los cocheros, la construcción de la imagen del anarquista ligada a la
delincuencia, la ley y el crimen en la literatura borgeana o los recursos narrativos de los
timadores en las estafas permitieron reconstruir diferentes dimensiones de la vida social
bajo la lupa del repertorio simbólico que los dotaba de sentido.
El libro y la lectura: soportes materiales y prácticas sociales

En Formas de historia cultural (2004), Marta Madero y Sandra Gayol incorporaron


una definición de historia cultural entendida como las formas de producción,
reproducción, circulación y uso de los escritos, imágenes y demás bienes simbólicos. El
objeto era, entonces, la cultura como un ámbito extenso inextricablemente ligado a lo
social.
Los trabajos que reunió el volumen incorporaron el programa delineado por Roger
Chartier para desarrollar una historia del libro como un discurso lingüístico y como un
artefacto material. En contra de las visiones más estructuralistas o semióticas, que
estudiaban el texto como si se tratara de un sistema de signos con capacidad
autorreferencial, la metodología aplicada otorgó valor explicativo a los autores, los
editores y los lectores en tanto agentes activos en el proceso de creación de sentidos.
Ello implicó revalorizar la materialidad de los objetos escritos, lo que condujo al
análisis de los formatos, soportes y formas concretas del texto como factores materiales
que incidieron en la construcción de significados. El trabajo de Graciela Batticuore
abordó la importancia de leer y tener libros a comienzos y mediados del siglo XIX,
observando la preocupación de los lectores cultos por los detalles de las ediciones
lujosas, la persistencia de los manuscritos en la circulación de las obras, el robo de
libros, el prestigio social que otorgaba la posesión de una biblioteca personal, el valor
comercial de las publicaciones y la temprana afirmación de la noción de propiedad de
las obras literarias.
Por otra parte, la problemática del consumo colocó en el centro del análisis los usos
diferenciados que los destinatarios hacían del material escrito. De esta manera, se tomó
distancia de las interpretaciones que reducían el rol del actor al de un mero receptor
pasivo, para considerar que la significación de los textos también dependía de las
competencias, las convenciones, los usos y las prácticas de la lectura. Por tanto, el
consumo cultural implicó otra instancia de producción en la que los receptores se
constituían en agentes creativos y activos de la producción de significados. Esta
perspectiva tendió a estudiar las diversas formas de apropiación de los textos, inscritas
en prácticas específicas y diferenciadas, fundadas en la organización del mundo social.
Lo esencial radicó, entonces, en relacionar las obras culturales con el conjunto de
relaciones sociales dentro de las cuales se producen y funcionan. El trabajo de José
Emilio Burucúa analizó dos pinturas realizadas por Carlos Enrique Pellegrini en Buenos
Aires durante el primer tercio del siglo XIX: una que mostraba a una joven con un libro,
el Telémaco de Fenelón, y un tríptico de retratos entre los que estaba Juan José
Viamonte, gobernador de la provincia de Buenos Aires, con una leyenda en francés que
evocaba la crítica de Fenelón al absolutismo. A partir de allí, Burucúa buscó los indicios
que permitían captar los diferentes usos del mismo texto: como una apropiación poética
de la joven, atraída por los contenidos amorosos de la obra, y un programa político en
sintonía con las propuestas de moderación formuladas por Fenelón. Por su parte,
Mariano Plotkin reconstruyó la recepción y reformulación de los conceptos del
psicoanálisis en las publicaciones populares argentinas entre 1930 y 1950, a través de la
interpretación de los sueños, un tema de interés general que fue clave para su difusión
fuera de los ámbitos académicos. El psicoanálisis fue interpretado de diversas maneras,
como medio de reforma social o técnica de autoconocimiento, autoayuda, curación,
telepatía y premonición. Con ello, el acto de recepción activa de una teoría implicó una
tarea de resignificación que derivó en la creación de nuevos saberes.
El estudio de la cultura política

El trabajo colectivo compilado por Gayol y Madero también indagó en los vínculos
de la historia cultural con los enfoques y postulados de una historia política que, desde
la década del „70, operó como un proceso de ampliación de los márgenes de lo político
hacia las múltiples y variadas dimensiones de la realidad social.
Esta reformulación de su objeto de estudio propició el acercamiento de la historia
política al universo de significaciones que hacen inteligibles los comportamientos
políticos. En este sentido, el concepto de cultura política adquirió importancia en el
análisis histórico, por cuanto aludía a un conjunto de representaciones, valores, normas,
creencias e imaginarios compartidos que permiten captar las motivaciones de los actores
y hacen inteligibles los comportamientos políticos.56
En esta línea, el trabajo de Hilda Sábato analizó el levantamiento que enfrentó a las
fuerzas rebeldes de Buenos Aires con el ejército nacional en 1880. Tradicionalmente, el
hecho fue interpretado por la historiografía como resultado de la resistencia de la elite
dirigente porteña a perder su poder ante la consolidación del Estado nacional. Sin
embargo, la autora observó cómo los principales periódicos de la época anunciaron con
entusiasmo que el pueblo de Buenos Aires se encontraba en lucha y era necesario
armarse para la movilización. Sábato indagó en los motivos por lo cuales los rebeldes
apelaron a la violencia como forma de acción política, aún cuando sabían que su derrota
era previsible ante la superioridad de las fuerzas oficiales. Se trató, entonces, de estudiar
el hecho desde la óptica de los propios revolucionarios, procurando rescatar el sentido
de un comportamiento que a los ojos del investigador actual aparecía como insensato o
irracional. Para ello, la autora remitió a la cultura política de la época, cuyos rasgos
incluían la idea del derecho a la rebelión frente al despotismo y la imagen de la
ciudadanía en armas, los valores del honor y la gloria, y un amplio conjunto de prácticas
políticas gestadas desde comienzos del siglo XIX. De esta manera, se detectó una trama
de ideas, imágenes, representaciones, valores y prácticas que restituyeron el significado
del acontecimiento político y permitieron comprender la acción de los rebeldes.

Reflexiones finales

En las últimas décadas, la historiografía nacional experimentó una fase de


crecimiento y prosperidad como resultado del incremento de las investigaciones en el
área y la diversificación de temáticas y abordajes teórico-metodológicos. Uno de los
síntomas de esta renovación historiográfica fue el desplazamiento hacia los estudios de
historia cultural, incorporando las discusiones y los enfoques más resonantes de una
historiografía internacional. Así, la práctica histórica intensificó su interés en la
comprensión de las dimensiones simbólicas de la realidad y la historización de sujetos,
aspectos y momentos considerados poco relevantes en los enfoques estructurales que
predominaron en las ciencias sociales hasta la década del „70.
Sin embargo, el denominador común de la producción historiográfica ha sido un
marcado proceso de segmentación del objeto de estudio y las perspectivas de análisis en
una serie de historias fragmentadas carentes de una visión de conjunto. En sus versiones
más extremas, el giro cultural ha derivado en un nuevo reduccionismo que considera a
la cultura como una realidad autónoma y externa al mundo social. Por su parte, el giro
lingüístico ha otorgado centralidad al lenguaje como factor estructurante de la realidad,
desterrando del análisis las transformaciones en la estructura material y reduciendo la
acción humana a una mera realización semiótica.
Ante esta realidad, se impone la necesidad de superar la atomización y el
individualismo culturalista de algunos planteos, propiciando enfoques más integradores
que permitan comprender la historia de las sociedades pasadas. Al estudiar al hombre en
todas sus circunstancias de vida, el compromiso del historiador debe girar en torno al
interés por articular el modo de acceso particular y vivencial al objeto de estudio con el
marco contextual del que forma parte y donde adquiere sentido.
Los trabajos analizados no agotan el conjunto de producciones en materia de historia
cultural, pero dan cuenta de una serie de perspectivas e interpretaciones que procuraron
franquear la separación dicotómica entre cultura y sociedad, estudiando las múltiples y
complejas imbricaciones entre los fenómenos culturales y el mundo social. En términos
generales, estas obras recuperaron la constante interacción entre cultura y sociedad
como clave de explicación histórica, mediante el reconocimiento del carácter
culturalmente construido de las prácticas sociales a partir de las representaciones que los
diferentes actores y grupos erigen sobre ellas, al tiempo que esa construcción simbólica
cristaliza en instituciones y en formas materiales de existencia humana. Por esta vía,
restituyeron el contenido social de la cultura y la gravitación de lo cultural en la
producción de los hechos sociales, destacando la relación dialéctica y cambiante entre
las representaciones y las prácticas.
Ello condujo a estos análisis a recuperar la capacidad explicativa de las dimensiones
materiales que intervienen en la producción simbólica y cultural. En este sentido, los
viajes, los libros, los dibujos, las cartas y los objetos fueron revalorizados como
portadores de conocimientos y relaciones sociales, en tanto que los formatos, soportes y
formas concretas del texto fueron estudiados como factores materiales que incidieron en
la construcción de significados.
Asimismo, la producción historiográfica analizada procuró rescatar la acción
estructurante y transformadora de los actores históricos en el marco de las estructuras
que condicionaban sus límites y posibilidades. En algunos casos, los sectores
subalternos y dominados, tradicionalmente excluidos o marginados de la historia
tradicional, fueron incorporados como agentes activos, capaces de modificar los
sistemas de normalización social. Por otra parte, los estudios de la lectura colocaron el
centro del análisis en los destinatarios del material escrito, no como simples receptores
pasivos, sino como sujetos activos que desplegaron sus competencias y prácticas para
crear nuevos sentidos y representaciones de la obra.
De esta manera, en el conjunto de las obras se advierte el esfuerzo por superar las
interpretaciones elaboradas sobre la base de modelos esquemáticos y unicausales, para
desarrollar una explicación pluricausal e interconectada, atenta a las múltiples
relaciones entre los factores sociales, culturales, políticos y ecónomicos que componen
la realidad. La desaparición de las ortodoxias y jerarquías explicativas en el campo
histórico abre juego al desafío de los investigadores por dar cuenta en sus análisis
específicos de la totalidad del proceso social, en términos de la conexión causal del todo
con las partes y de las partes con el todo. En definitiva, como advertía Marc Bloch: “La
ciencia no descompone lo real sino con el fin de observarlo mejor, gracias a un juego de
luces cruzadas cuyos rayos constantemente se combinan e interpenetran. El peligro
comienza cuando cada proyector pretende verlo todo por sí mismo; cuando cada cantón
del conocimiento se cree una patria”.57

1
Peter BURKE, Formas de Historia Cultural, Madrid, Alianza, 2000, pp. 232-237.
2
Roger CHARTIER, El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural, Barcelona, Gedisa,
1999, pp.16-17.
3
Peter BURKE, Formas de Historia Cultural… cit., p. 207.
4
Michel VOVELLE, Ideología y mentalidades, Barcelona, Ariel, 1985, p. 12.
5
Jacques REVEL, Un momento historiográfico. Trece ensayos de historia social, Buenos Aires, Manantial, p.
93.
6
Ibíd.
7
CHARTIER Roger, El mundo como representación… cit., pp. 19-22.
8
En Piedad Barroca y descristianización. Actitudes ante la muerte en Provenza en el siglo XVIII 1973),
Michel Vovelle investigó el cambio de mentalidad operado en el siglo XVIII frente la muerte. La obra de
Duby, El domingo de Bouvines (1973), analizó las concepciones de la guerra en la sociedad feudal y su
influencia en los acontecimientos bélicos. Posteriormente publicó Los tres órdenes o lo imaginario del
feudalismo (1978), donde explicó la estructuración de la sociedad medieval en un sistema tripartito en función
del discurso elaborado y difundido por la Iglesia. Philippe Ariès escribió El hombre ante la muerte (1977),
dedicado a estudiar las distintas actitudes del hombre frente al acto de morir. Le Goff analizó las relaciones
entre el tiempo, el trabajo y la cultura en Tiempo, trabajo y cultura en el Occidente medieval: dieciocho
ensayos (1977), pero una de sus obras más importantes y significativas fue El nacimiento del Purgatorio
(1981), dedicado al estudio de surgimiento de la idea del purgatorio y el cambio de estructuras mentales
relacionadas con el mundo del más allá en la Europa feudal de los siglos XII y XIII.
9
Roger CHARTIER, El mundo como representación… cit., p. 25.
10
Roger CHARTIER, El presente del pasado. Escritura de la historia, historia de lo escrito, México D.F.,
Universidad Iberoamericana, 2005, p. 17.
11
Ibíd., p. 18.
12
Carlos Antonio AGUIRRE ROJAS, La Escuela de los Annales. Ayer, hoy, mañana, Montesinos, Hardcover,
1999, pp. 162-163.
13
Carlos BARROS, “La contribución de los terceros Annales y la historia de las mentalidades. 1969-1989”,
en: Proyecto Arjé. Comunidad filosófica interdisciplinaria, 2004, [en línea], disponible en http://www.h-
debate.com/cbarros/spanish/articulos/mentalidades/arje.htm, consultado el 08-11-2009.
14
Peter BURKE, Formas de Historia Cultural… cit., pp. 217-220
15
Georg IGGERS, La ciencia histórica en el siglo XX. Tendencias actuales, Barcelona, Idea Books S.A.,
1998, pp. 78-80.
16
Clifford GEERTZ, La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 1987, p.20.
17
Hans MEDICK, “Missionaries in the Rowboat? Ethnological ways of knowing as a challenge to social
history, en: Alf LÜTKE, The History of everyday life, Princeton, Princeton University Press, 1995, pp. 41-71.
18
Beatriz MOREYRA, “Tradición y renovación en los estudios sobre grupos sociales en la historiografía
social cordobesa (Argentina)”, en: Diálogos, Maringá, Vol. 7, No 1, 2003, pp. 69-115.
19
Beatriz MOREYRA, “La historiografía en las últimas décadas: permanencias, virajes y retornos críticos”,
en: IV Jornadas Municipales de Historia de Córdoba, Córdoba, 2005, p. 14.
20
Jacques REVEL, “Microanálisis y construcción de lo social”, en: Entrepasados, Buenos Aires, No 10, Año
V, 1996, p. 154.
21
Ibíd., p. 150.
22
Carlos SERRANO, “Historia cultural: un genero en perspectiva”, en: Historia Social, Valencia, No 26,
1996, pp. 97-111.
23
Santiago MUÑOZ ARBELÁEZ y María Cristina PÉREZ PÉREZ, “Perspectivas historiográficas: entrevista
con el profesor Giovanni Levi”, en: Historia Crítica, Bogotá, No 40, enero-abril 2010, p. 201.
24
Carlos Antonio AGUIRRE ROJAS, “El queso y los gusanos. Un modelo de historia crítica para el análisis
de las culturas subalternas”, en: Carlo GINZBURG, Tentativas, Rosario, Prohistoria Ediciones, 2004, pp. 9-
38.
25
Fabián Alejandro CAMPAGNE, “Las búsquedas de la historia. Reflexiones sobre las aproximaciones
macro y micro en la historiografía reciente”, en: Entrepasados, Buenos Aires, No 13, Año VI, 1997, pp. 79-
100.
26
CHARTIER Roger, El mundo como representación… cit., p. 53.
27
Ibíd., p. 49.
28
Ibíd., p. 56.
29
Ibíd., p. 57.
30
Justo SERNA y Anaclet PONS, La historia cultural. Autores, obras, lugares, Madrid, Akal Ediciones,
2005, pp. 167-168.
31
Paul RICOEUR, Tiempo y Narración, Tomo I, Madrid, Ediciones Cristianidad, 1987, pp. 273-286.
32
Georg IGGERS, La ciencia histórica… cit., pp. 98-99.
33
Gabrielle M. SPIEGEL, “La historia de la práctica: nuevas tendencias en historia tras el giro lingüístico”,
en: Ayer, Madrid, No 62 (2), 2006, p. 27.
34
Ibíd., pp. 22-23.
35
Quentin SKINNER, “Significado y comprensión en la historia de las ideas”, en: Prismas. Revista de
historia intelectual, Quilmes, No 4, 2000, pp.149-191.
36
Elías J. PALTI, “La nueva historia intelectual y sus repercusiones en América Latina”, en: História
Unisinos, Río Grande do Sul, No 11(3), setembro/dezembro 2007, pp. 300.
37
Justo SERNA y Anaclet PONS, La historia cultural… cit., p. 174.
38
Hans MEDICK, “Missionaries in the… cit.
39
PROST Antoine, “Social y cultural, indisociablemente”, en: Jean Piere RIOUX y Jean Francois SIRINELLI
(dir.), Para una historia cultural, México, Taurus, 1999, pp. 151-155.
40
Gilberto GIMÉNEZ, Estudios sobra la cultura y las identidades sociales, México, Conaculta-Iteso, 2007, p.
56.
41
Ibíd.
42
Hans MEDICK, “Missionaries in the… cit., p. 53.
43
Justo SERNA y Anaclet PONS, La historia cultural… cit., p. 186.
44
Alicia ALTED VIGIL, “De una historia de la cultura a una historia socio-cultural de la España
contemporánea”, en: René RÉMOND [et. al.], Hacer la Historia del siglo XX, Madrid, Biblioteca Nueva,
2004, p. 361.
45
Gabrielle M. SPIEGEL, “La historia de la práctica… cit., p. 29.
46
William H. SEWELL, “Por una reformulación de lo social”, en: Ayer. Revista de Historia Contemporánea,
Madrid, No 62 (2) , 2006, p. 52.
47
Beatriz MOREYRA, “Los desarrollos de la historia social contemporánea: ¿hacia un nuevo giro social?, en:
Silvia MALLO y Beatriz MOREYRA (coord.), Miradas sobre la historia social en la Argentina en los
comienzos del siglo XXI, Córdoba, Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti” - Centro de
Estudios de Historia Americana y Colonial, 2008, p. 85.
48
Roy HORA, “Dos décadas de historiografía argentina”, Punto de Vista, Buenos Aires, No 69, 2001, p. 42.
49
Hilda SÁBATO, “La historia intelectual y sus límites”, en: Punto de Vista, Buenos Aires, No 28, 1986, pp.
27-31.
50
Oscar TERÁN, “Apuntes sobre la historia de las ideas”, en: Espacios de crítica y producción, Buenos
Aires, No 8-9, Diciembre 1990-Enero 1991, pp. 1-2.
51
Hilda SÁBATO, “La historia en fragmentos: fragmentos para una historia”, en: Punto de Vista, Buenos
Aires, No 70, 2001, p. 45.
52
Su obra más distintiva fue La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-
1936 (1998). Posteriormente compiló Miradas sobre Buenos Aires: historia cultural y crítica urbana (2004).
53
Adrián GORELIK, La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936,
Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1998, p. 14.
54
Patrick JOYCE, “Materialidad e historia social”, en: Ayer. Revista de Historia Contemporánea, Madrid, No
62 (2), 2006, p. 73.
55
Fernando J. REMEDI, “Los grupos sociales en la historiografía social argentina de las décadas de 1980 y
1990. Un recorrido por las revistas de historia”, en: Beatriz MOREYRA y Silvia MALLO (comp.), Pensar y
construir los grupos sociales. Actores, prácticas y representaciones. Córdoba y Buenos Aires, siglos XVI-XX,
Córdoba, Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti” - Centro de Estudios de Historia
Americana Colonial, 2009, p. 65.
56
Serge BERNSTEIN, “La cultura política”, en: Jean Piere RIOUX y Jean Francois SIRINELLI (dir.), Para
una historia cultural, México, Taurus, 1999, p. 405.
57
Marc BLOCH, Apología para la historia o el oficio del Historiador, México, Fondo de Cultura Económica,
2001, pp. 147.

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