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EL PATERNALISMO

Manuel Francisco Artíles

Las perspectivas posibles de la noción de paternalismo no están


en general, según nos parece, suficientemente estudiadas en sí mis-
mas. Nos proponemos por lo tanto incluir nuestro aporte en el
contexto que orienta el conjunto de trabajos del presente volumen
y que apuntan convergentemente a la figura de: el padre.
Diversos son los niveles posibles de análisis de esa noción de
paternalismo; nos esforzaremos en la medida de nuestras posibili-
dades, por plantear elementos que la clarifican en el espectro teó-
rico estructural y relacional concreto. Estos elementos hacen posible
develar el trasfondo ideológico que aparece en sus distintas concre-
ciones como "actitudes-comportamientos" en dependencia de las
"ideas-representaciones sociales" que las dirigen.
Obviamente podemos hacer una "lectura" del término mismo
en cuestión. Hablamos de paternalismo. Aquí el "ismo" es un sufijo
de "paternaT. Un sufijo con un particular carácter de desdeñoso,
de peyorativo calificativo del término "paternal" al cual está auna-
da-mente vinculado. Y de eso se trata, de señalar con tal construc-
ción gramatical una desviación que la paternidad puede padecer.
Si el comportamiento y el sentimiento paternal son lo bueno y ge-
nuino, el paternalüwrao será expresión negativa y adulterada de la
conducta de un padre con su hijo así como el barroquismo o el pa-
cifismo serán expresiones negativas y adulteradas del arte barroco
y de la búsqueda de la paz, respectivamente.
En el Diccionario de Sociología, editado por H. Pratt Fairchild *
se nos dice que el paternalismo es la "forma de dominación y
protección que se asemeja a la ejercida por el padre sobre el niño
pequeño. Hay paternalismo político, industrial, etc.". Se trata por
lo tanto de un determinado comportamiento ("de dominación y
protecci6n") que es figurable analógicamente ("se asemeja") al
que puede tener un padre con su hijo ('niño pequeño"). Compor-
tamiento que, como se señala, se hace visible en lo "político",
"industrial", más los "etc." que ocuparán nuestra atención como
algo más que el neutro y generalizador apéndice de una definición.
1
H. Pratt Fairchild, Diccionario de Sociología, p. 212, Fondo de Cul-
tura Económica, México-Bs. As., 1960.

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Estamos pues, ciñéndonos al Diccionario, ante una determi-
nada modalidad relacional del comportamiento humano, indivi-
dual y social, que se nos hace perceptible por la peculiar forma
que presentan el tener (dominar) y el dar (proteger) vinculados
a la posible relación de un padre respecto de su hijo pequeño, es
decir, de alguien socialmente ubicado en condiciones de supe-
rioridad ("sobre") respecto de otro en inferioridad, en relación
de dependencia por lo tanto.

LA FIGURA DEL PADRE

Tratemos ahora de orientarnos a nuestro tema desde el ángulo


que se nos ofrece primariamente como la radical del mismo: la
figura de "el padre". En relación a ella surge como "idea-represen-
tación social", generadora de la "actitud-comportamiento" que le
es correlativo, la noción de paternalismo.
Aclaremos los términos. Nos parece aceptable entender por
"ideas representaciones sociales", "las ideas políticas, jurídicas, mo-
rales, religiosas, estéticas y filosóficas de una sociedad determinada.
Estas ideas se dan bajo la forma de diversas representaciones del
mundo y del papel del hombre dentro de él".2 Por "actitudes-com-
portamientos", "el conjunto de hábitos, costumbres y tendencias a
reaccionar de una determinada manera".3 Ambos elementos funcio-
nan respectivamente como sistemas de percepción y expresión de
las mismas en el interior de las ideologías, entendidas no como "re-
presentaciones objetivas, científicas del mundo, sino representaciones
llenas de elementos imaginarios; más que describir una realidad, ex-
presan deseos, esperanzas, nostalgias... pueden contener elementos
de conocimiento, pero en ellos predominan los elementos que tienen
una función de adaptación a la realidad. Los hombres viven sus
relaciones con el mundo dentro de la ideología. Es ella la que
transforma su conciencia y sus actitudes y conductas para adecuarlas
a sus tareas y a sus condiciones de existencia".4
La Metapsicología psicoanalítica a partir de Freud, nos afirma
que hay un "momento" en la vida de todo hijo en el cual el padre
adquiere una relevancia definitiva que lo ubica plenamente en su
rol genitor. Es el "momento" que enfrenta todo niño y en el cual
se ve abocado a la dolorosa tarea de asimilar su autodefinición per-
sonal, su autonomía en crecimiento, su identidad en fin.
2
M. Harnecker, Los conceptos elementales del materialismo histórico,
Ed. Siglo Veintiuno, Bs. As., 1973, pág. 97.
3
Ibid., pág. 98.
* Ibid., pág. 98.

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Ligado a la madre con fuertes raíces psicobiológicas que se
manifiestan en el irracional nivel de lo emocional y que la palabra
Deseo, psicoanalíticamente entendida, concreta, debe desprenderse
de tal ligazón para encaminarse a su plena personalización, es decir,
su identidad individual, gracias a la identificación con su padre. En
la madre se halla su pasado, hecho de lo imaginario, de lo apersonal,
de la ilusión de la felicidad perfecta, "oceánica", del predominio de
lo irracional y emocional que lo cierra a la percepción de "el otro" y
el mundo, la realidad. Es la figura del padre quien lo abre e instala
en la realidad, surgiendo en su vida como Modelo, como Ley y
como Promesa de futuro y libertad. El vínculo madre-hijo está sella-
do por las experiencias primarias de unión y fusión afectivas que el
sujeto querría ver perdurar, corriendo así el riesgo insuperable de
una tortuosa inmadurez evolutiva. La imagen paterna implicará asu-
mir una distancia y una renuncia respecto de lo que la madre repre-
senta para el niño y con esto una percepción, aún pre-moral, de la
Ley, como señalamiento relaciona!, limitativo y exigitivo respecto del
mero deseo narcisista que aspira a la posesión total y definitiva de
ese 'bien" que la madre simboliza, al irracional deseo de serlo y
tenerlo todo.
El padre es ese "tercero" que aparece señalando los límites que
la realidad marca en toda vida, en sí misma y en sus circunstancias.
El esférico y cálido mundo de lo imaginario es hendido por esa pre-
sencia y gracias a ella surge la dimensión de un devenir personal que
implica la aceptación de sí mismo y los otros, de la propia libertad,
del futuro creativo, de la vinculación intencional con los otros, de
una existencia que se hace coexistencia, de una existencia que se
hace historia.
Frente a mi padre, Modelo, Ley, Promesa, adquiero conciencia
de que la palabra que me dirige diciéndome: —tú eres mi hijo— me
•señala mi propia identidad personal por la cual descubro que "ellos",
mi madre y mi padre, son "otros" y yo soy "Yo". "El padre es aquel
en quien y por quien adviene la diferencia",5 sintetiza muy bien Guy
Rosolato. El padre simboliza "la interdicción y la fuerza disciplinante
que permite, por el dominio de los deseos, la formación psíquica del
ser humano".6 Y es a partir de esa "renuncia" y "dominio" que
el niño va conformándose al mundo de sus padres, a las múlti-
ples exigencias socio-culturales de los mismos, sus representantes
y su entorno más o menos distante. Es decir, acepta encaminarse
por las vías de una humanización únicamente alcanzable por la
adecuada socialización cuyo cauce pasa lógicamente, pero no ex-
clusivamente, por las figuras parentales, intermediarias ambas de
su ubicación en el mundo. "Inspirado" en sus padres moldeará sus
5
G. Rosolato, Du Tere, en: L'Evolution Psychiatrique, París, T. XXXI,
pág. 476.
6
G. Mauco, Psicoanálisis y Educación, Ed. Carlos Lohlé, Bs. As., 1969,
pág. 45.

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propias conductas y pautas de inserción social en una sociedad
que en definitiva ya ha sido interiorizada por él, dado que ha sido
ella la que a su vez, ha "inspirado" y pautado los recursos y mo-
dalidades educativas de esa matriz parental en la cual surge como
individuo.
Psicodinámicamente pues, "liquidadas" esas identificaciones
primarias (al padre y a la madre), que temporariamente son útiles
al niño para alcanzar su identidad, queda éste ubicado en el juego
de interrelaciones sociales donde, positiva o negativamente, desarro-
llará su peculiar modo de existencia como adulto.

El padre paternalista

Dijimos más arriba que el padre enfrenta a su hijo con la reali-


dad. Expresamos también que es a través de las ideologías, en su
"función de adaptación a la realidad", cómo "los hombres viven sus
relaciones con el mundo" transformando según aquellas "su concien-
cia y sus actitudes y conductas para adecuarlas a sus tareas y a sus
condiciones de existencia".7
Corresponde ahora que nos centremos en la descripción del padre
paternalista, es decir, de cierta modalidad del ejercicio de la pater-
nidad que se ve realizada según pautas de conducta que repro-
ducen al nivel familiar una ideología caracterizable precisamente
como paternalista.
Podríamos decirlo todo afirmando que si según G. Rosolato:
"el padre es aquel en quien y por quien adviene la diferencia",
y ya sabemos lo que "diferencia" implica, el padre-paternalista es
aquel "en quien y por quien adviene" la in-diferenciación... Las
consecuencias son obvias. La trascendencia de las mismas surge
claramente en un texto de J. M. Pohier: "No puede haber relación
ni comunicación sino en el campo en el cual diferencia y similitud
se encuentran establecidas por el reconocimiento de la separación
que hace de cada uno un irreductible incomunicable respecto del
otro en aquello que le es específico. Xo hay posibilidad de iden-
tificación constructiva sino en el reconocimiento de la separación y
la diferencia: es entonces cuando el hijo puede devenir semejante
al padreé 5 El padre paternalista, por la confusión e indiferenciación
que inspiran su conducta, "castrará" a su hijo impidiéndole la posi-
bilidad de ser a su vez padre al intentar mantenerlo definitivamente
"ahijado".
Lo que antecede nos va dando ya las notas donde resuena
nuestro tema.
7
M. Harhecker, o. c, pág. 97.
8
Pohier, La patemité de Dieu, L'Inconscient, 1968 (N 9 5), pág. 7.

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Situado ante el autoritarismo violento del padre que exige su-
misión incondicional e impone arbitrariamente su voluntad (—"aquí
el padre soy yo!") en un desacreditado estilo, clásico diríamos, eco
del "patriarca" romano; y ante la moderna versión del "padre-com-
pinche" que oculta su impotencia de autoridad tras guiños y pal-
maditas de complicidad alentadora (—"vos y yo nos entendemos,
eh?"), el tipo paternalista de padre podrá verse, sutil pero efec-
tivo en la apariencia de un amor cuya solicitud tutelar resulta
paralizante y anuladora de su objeto. "Un amor paterno semejante
asfixia y paraliza al hijo en lugar de conducirlo a la autonomía. Lo
que hace particularmente nociva esa tutela afectiva es que desarma
al que se somete a ella. La autoridad brutal puede provocar la rebel-
día o suscitar el afán de lucha. En cambio, el paternalismo, con
sus manifestaciones de amor posesivo inhibe las fuerzas de eman-
cipación. Ata al sujeto con los lazos de aparente ternura que le
impiden afirmarse y le obligan a ser un objeto para el padre abu-
sivo . . . La angustia entonces es grande, porque la culpabilidad se
ve aumentada cuando es preciso liberarse de una influencia que
quiere pasar por amorosa y no pide más que amor y sumisión"9 dice
acertadamente G. Mauco, quien señala un elemento que nosotros
hemos subrayado en el texto original: las "manifestaciones de amor
posesivo", por considerarlo clave, en un plano psicológico, de esta
trágica adulteración de la paternidad. Párrafos más abajo desarro-
llaremos este concepto.
En el paternalismo se halla un peculiar componente de sutileza
que hace su poder impalpable y por ende temible. Un padre auto-
ritario, desembozadamente dictatorial, claramente evidencia su jue-
go en la represión10 por la cual intenta cerrar el paso a su hijo pre-
sentándose al mismo predominantemente como La Ley. •. el pa-
ternalista pensamos que se hace sentir por otra instancia que lla-
maremos presión; aparece el padre, pre-dominantemente, como Mo-
delo. Si la represión cierra el paso, la presión empuja suavemente
hacia donde se quiere que el otro vaya. ¿Y puede haber presión
más sutil y penetrante que aquella que se reclama del amor dado,
de la gratitud debida, de la abnegación ofrecida, de las excelentes
intenciones, de los sacrificios realizados, de la experiencia previso-
ra, de la tutela vigilante?... no hay hipocresía alguna en todo
esto... y allí está lo desesperante para el hijo.. . ¿porque cómo
defenderse y aún enfrentar a quien sólo puede acusarse de un
exceso de solicitud y buenas intenciones? Justamente el "exceso" de
inocentes y pequeñas ligaduras perdió al gigante Gulliver entre los
enanitos juguetones.
Ha sido Heidegger quien elaboró la idea de solicitud (Sorge)
como optimación de un vínculo relacional acuñado en un autén-
9
G. Mauco, La Paternidad, p. 44, Ed. Studium, Madrid, 1973.
10
Este término lo usamos en su acepción corriente, no psicoanalítica.

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tico reconocimiento de "el otro" y que se da en la responsabilidad
por el mismo. Un modo tal que convierte a la autoridad en alguien
capaz de autorizar al otro, es decir, de hacerlo autor de sí mismo
por la mediación solícita de quien, en nuestro tema, sería el
padre. Pero el paternalismo traiciona tal solicitud así concebida,
instrumentándola para sus fines de dominio captativo. Psicoanalí-
ticamente esa captación, que hace del hijo una posesión, nos pa-
rece netamente narcisista, especular, en el sentido de que ese
"otro" es desconocido en cuanto "otro" y amado como semejanza,
como prolongación de sí. En un amor paternalista no se "dan" hijos
al mundo sino que "se tienen". La vivencia constante de tal padre, y
esto con una generosidad consciente habitualmente, es de que sus
hijos sean y vivan a su imagen y semejanza... Ciertamente se es un
poco Dios en tal actitud, y no es infrecuente verla en personas que
adhieren a convicciones religiosas cristianas. La tríada clásica, Dios,
Padre, Rey, resuma su antiguo sabor en ella... El carácter genitor
y de autoridad se entremezclan aquí superyoicamente, es decir, como
una vivencia internalizada del deber moral que transita y se encar-
na en las figuras concretas que la familia y la sociedad proponen al
niño a fin de pautar su conducta.
De aquí que una de las secuelas educativas en los hijos así
amados, es la culpa. Dijimos que, en lo manifiesto, la autoridad es
ejercida en este caso no por represión sino por presión. Pero esta
presión, en el fondo, no es sino una represión sutil y disfrazada que
busca impedir toda reacción defensiva, que desarma toda resistencia
en nombre del amor dado y el agradecimiento debido. El camino
del amor paternalista es complejo, sinuoso, contradictorio a veces,
Su fin es el dominio del otro inerme. Este dominio se presenta como
solicitud, abnegación, protección. Se protege hasta la parálisis, por-
que se teme que lo que el otro puede hacer sea malo o le traiga males
irreparables; se busca impedir experiencias dolorosas y frustrantes.
Se trata en definitiva de hacerle bien al hijo, a pesar de él, y aún
contra é l . . . aquí se hace evidente el tóxico oculto. El otro es abso-
lutamente descalificado en cuanto persona y reducido a un "minus
habens", a un "débil" existencial (cuando no un pseudo "débil men-
tal" como en el caso de las "oligotimias") por quien el padre decide
vivir para evitarle todo mal y procurarle todo b i e n . . . Todo el mal
que el hijo "no sabrá" evitar y todo el bien que "no sabrá" procurarse
por sí mismo. Ante tal dogmática decisión lo único que queda es
solverle la vida paternalísticamente. El proceso es lógico... pero las
premisas fallan.
Hemos destacado las características de dominio y protección en
la conducta que analizamos. En realidad se trata de sobreprotección,
de allí la "asfixia" en el niño. Esa "asfixia" nos lleva a puntualizar
algunas consecuencias educativas de tal relación en la personalidad
infantil como lo señala Robert L. Schaeffer: "Resulta difícil abordar
el problema de la sobreprotección basándose exclusivamente en he-

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chos, ya que este proceso (la palabra "proceso" corresponde en este
caso) es de naturaleza esencialmente dinámica y descriptivamente
intangible..,""."
"Con respecto a la conducta del padre sobreprotector podemos
preguntarnos: ¿satisface las necesidades emocionales básicas del ni-
ño? Estas necesidades son tres:
1) Necesidad de seguridad, tanto emocional como física.
2) Necesidad de comprensión.
3) Necesidad de libertad, a fin de desarrollarse como indivi-
duo.
El padre sobreprotector no logra en general, llenar estos re-
querimientos en forma adecuada.
1) El padre sobreprotector típico satisface, es cierto, la de-
manda de seguridad, pero lo hace acentuando la dependen-
cia del niño. Este encuentra una especie de seguridad en
la dependencia emocional; pero seguridad y dependencia no
son sinónimos...
2) El padre sobreprotector impone al niño normas similares a
las del adulto. Desde muy temprano debe ser una pequeña
"persona grande", hablar únicamente cuando se le dirige la
palabra, andar bien vestido, buscar la compañía de los ma-
yores en lugar de ensuciarse como los demás chicos, obtener
las mejores notas en la escuela, no decir ni comprender las
"malas palabras", contar todo cuanto piense o hace (aún en la
adultez), etc. . . .
3) El niño necesita libertad para desarrollarse como individuo
en toda la extensión del término: echar los cimientos de su
personalidad, escoger sus compañeros, hacer las cosas a su
manera, pero, sobre todas las cosas, elegir, porque única-
mente aprende cuando experimenta los resultados, buenos o
malos, de sus propias decisiones... Toda elección, toda reso-
lución, corre por cuenta de los padres: vestidos, comidas,
juegos, libros, escuela y, en último término, también su ma-
trimonio. ..
"El "mariquita", "el nene de mamá", es sólo un niño cohibido y
reservado que nunca sufre contratiempos y tiene siempre las manos
limpias y el cabello peinado, que es incapaz de jugar con los demás
(le gustaría hacerlo pero se limita a mirar como juegan los otros),
saca buenas calificaciones en la escuela (por lo menos en "conducta")
y acata sin chistar todo cuanto se le dice. Pero hay niños sobreprote-
gidos que se vuelven extremadamente agresivos, tratan de dominar
todas las situaciones e inclusive a todas las personas de su ambiente,
11
R. L. Schaeffer, La sobre-protección en las relaciones familiares. P. M.
Symonas y otros. Ed. Paidós, Bs. As., 1965.
de una manera que revela en forma inequívoca hasta qué punto ne-
cesitan seguridad y estabilidad".12
Se nos perdonará la larga cita pero creemos que expresa muy
bien el desolador panorama de un niño urgido por la autoridad que,
honesta pero trágicamente, destruye aquello tan amado que intenta
construir.
"Tan amado" hemos dicho, pero, ¿qué clase de amor es ése que
se alimenta de su objeto? Lo hemos insinuado ya. Se trata de un
amor captativo, de un amor-posesivo13 donde la protección, o mejor,
la sobreprotección-desprotectora, está al servicio de la necesidad de
dominación que devora a su vez al padre paternalista. Emocional-
mente, el célebre juego dialéctico de "el amo y el esclavo" (domina-
dor-dominado) es reproducido aquí. La necesidad de dominar a su
hijo acaba por alienar al padre paternalista en su amor.
Erich Fromm 14 al tratar del autoritarismo como relación sado-
masoquista, establece elementos que también pueden referirse a la
relación que analizamos.
Pensamos que el análisis que Max Pagés hace de la noción de
amor-•posesivo resulta útil para ahondar en la trama personal de la
figura paternalista como una. forma del mismo; teniendo en cuenta
que su prototipo está dado en la relación amante-amada (ej. Tristán
e Isolda) y que la relación que estudiamos es la de padre-hijo,
ésta tendrá notas diferenciales que le son propias, pero ambas
permanecen como edificadas sobre el denominador común del
Deseo que "es en la concepción freudiana, uno de los polos del
conflicto defensivo: el deseo inconsciente tiende a cumplirse res-
tableciendo, según las leyes del proceso primario, los signos li-
gados a las primeras experiencias de satisfacción".15 "Experien-
cias de satisfacción" cuya matriz está dada por la matriz simbió-
tica que vincula "oceánicamente" a madre-hijo con tal profun-
didad que la imprescindible separación será vivida luego como
una insatisfacción fundamental, verdadero "agujero" emocional que
el sujeto intentará "rellenar" luego infructuosamente, con distintos
amores "satisfactorios" hasta llegar a aceptar tal frustración radical
como insuperable, abriéndose a la realidad histórica de otros objetos
de amor no vividos ya como posibles "rellenos" sino en su concreta
y actual realidad. Esto supone pues aceptar la propia "falta de", la
radical insuficiencia no ya psicológica sino existencial, resuelta no en
el mundo de lo imaginario que es "ilusión" y "fantasía", sino en el
orden simbólico donde es construida la realidad como tiempo y es-

12
R. L. Schaeffer, La sobreprotección en Las relaciones familiares, P.
M. Syrnondt y otros, Biblioteca del Educador Contemporáneo, Ed. Paidós,
Bs. As., 1965, pág. 55 a 57.
13
14
Cfr. M. Pagés, La de affective des groupes, Ed. Dunod, París, 1970.
Cfr. E. Framm, El miedo a la libertad, E. Paidós, Bs. As., 1959, pág.
165 y ss.
15
J. Laplanche y J. B. Pontalis, Vocabulaire de la PsychmuAyse, Ed.
P.U.F., París, 1967, pág. 120.

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pació personal. En este orden aparece el Otro como verdadera alte-
ridad, en lo imaginario permanece como suplencia nostálgica y reem-
plazo cosificante que se desliza inevitablemente hacia ese intento de
fusión que es el amor-posesivo como la "tendencia a poseer al ser ama-
do, a incorporarlo, a ser poseído e incorporado por él hasta que se
vea realizada la fusión perfecta entre amado y amante"16 como in-
tento de perfecta reciprocidad y absoluta plenitud, es decir, la total
satisfacción que cubre la vieja herida y permanente frustración afec-
tiva.
Psicodinámicamente ve Pagés al amor posesivo como una for-
mación defensiva. ¿Defensiva de qué? Nos dirá que de la inevitable
asociación del amor con el sentimiento de separación, asociación que
concibe como la "experiencia fundamental directriz del comporta-
miento individual y colectivo". Reparación normal, por lo tanto, de la
frustración más arriba enunciada. La negativa a vivir tal asociación
se realizará por medio de su contrario: la disociación. Por ésta se
establece un amor que niega la separación (amor-posesivo) y una
separación sin amor (hostilidad); por tal recurso el sujeto tratará, en
definitiva, de eliminar la angustia del sentimiento de separación que,
normalmente, implica su asociación al amor. Esta angustia de se-
paración es el dolor ante el inevitable "estar separado" del ser amado
y en la cual el hombre percibe su entrañable incomunicabilidad de
"ser-para-sí" que le impide ser totalmente para-el-otro y con-el-otro,
que lo remite a la esencial soledad de su condición humana, cumbre
tenebrosa vivida como un abismo que amenaza tragarlo.
Por la disociación el dolor es suprimido al ser suprimido el amor
por medio de la hostilidad y el sentimiento de separación es suprimido
al vivirse la ilusión del amor posesivo. Dos rechazos implica por lo
tanto esta disociación: uno, de la angustia, otro del amor auténtico.
La alteridad que es reconocimiento del Otro como Otro se excluye
por la posesividad del amor y se la transforma en alteridad-absoluta
que es desconocimiento del otro por medio del odio.
La "experiencia fundamental" es rehusada entonces tras la más-
cara del conflicto amor-odio, cuya constante oscilación pendular pro-
tege contra la conciencia de esa angustia de separación, de la ne-
cesidad de relación e individualidad, del consiguiente dolor moral que
supone la separación.
El Deseo es bastardeado al ser vivido como deseo de poseer
para destruir y como deseo de destruir para afirmar la posesión;
ambos no son sino el rechazo de la relación con el Otro, que arrastra
a la anulación de sí y del otro y, en definitiva, a la supresión de iden-
tidades, lo cual vendría a ser la forma "enloquecida" de una nueva y
negativa simbiosis, o, tal vez, a una desesperación que reduce a una
magma caótica toda posibilidad de vínculo, incluso el simbió-
tico. Si bien esta desoladora realidad del amor-posesivo puede
16
M. Pagés, o. c, pág. 364.

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darse en las relaciones altamente erotizadas del hombre y la
mujer o de los homosexuales de ambos sexos, y aún alcanzar un
segundo grado de realización en la del dictador ante la masa que
lo sigue, allí es el poder dominante su rasgo principal; en la situa-
ción padre-hijo los condicionamientos culturales de una civilización
judeo-cristiana como la nuestra, suavizan y modifican esa realiza-
ción de acuerdo a modalidades, donde los rasgos típicos quedan
suavizados y disimulados por una sublimación, en su sentido psi-
coanalítico, más o menos lograda.
La nota más tipificante en la relación paternalista surgirá de
lo que Pagés denomina "relación privilegiada"'.". Ciertamente que
la misma se da necesariamente en toda forma del amor-posesivo
puesto que está implicada esencialmente en el ya expresado -proceso
de disociación. Pensamos por nuestra parte que en la relación
que analizamos pasa a ser su elemento destacado operando cen-
trípetamente para afirmar el dominio y la sobreprotección que lo
caracterizan a su vez. En tal sentido nos animaríamos a definir el
paternalismo (padre-hijo) como la "relación privilegiada' a la cual
un padre lleva a su hijo con la finalidad de asegurarse el dominio
y sobreprotección del mismo. La posible generalización del con-
cepto podría enunciarse como la "relación privilegiada" que un
individuo o estructura social instituye sobre otro individuo o es-
tructura social con la finalidad de asegurarse el dominio y sobre-
protección del mismo considerado en situación de inferioridad.
Volviendo al punto de análisis actual del tema, de acuerdo
con nuestra definición, el padre-paternalista engendra en su hijo
la determinada actitud que lo lleva a éste a constituirlo como figura
privilegiada en una relación privilegiada. Según Pagés l8 , "la rela-
ción privilegiada sitúa a una persona, una divinidad, una idea, una
colectividad, sobre y a partir de los demás hombres y hace de
las mismas objeto de elección de sentimientos positivos y nega-
tivos . . .
La primera relación privilegiada se establece con los padres.
Es la misma que reencontramos en las relaciones con todas las
figuras de autoridad, educadores, jefes y personas investidas de
una autoridad social cualquiera... El fenómeno primitivo de la
búsqueda de placer en el niño constituye inicialmente a la madre
y al padre como objetos privilegiados, fuentes de satisfacción u
obstáculos al placer". Y más adelante: "La concentración de nuestros
afectos en una relación privilegiada nos protege contra la aprehen-
sión de la soledad y de la separación como una condición univer-
sal de la existencia. Nuestros males resultan así exteriores y loca-
lizados . . . " "La figura privilegiada es por lo tanto la máscara de
nuestra angustia rehuida... La relación con la figura privilegiada
es por lo tanto relación de alienación en la medida en que está
17
O. c, pág. 387 y ss.
18
O. c , pág. 387.

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fundada sobre un rechazo de nosotros mismos y de una proyec-
ción sobre el otro y uno mismo. La identificación entraña la im-
posibilidad de desarrollar una individualidad personal ya sea en
la tendencia a la imitación de la figura privilegiada (padre, jefe,
maestro), ya sea en la tendencia sistemática a la oposición". Tras-
ladar al registro de la relación paternalista de padre-hijo la reso-
nancia de estas afirmaciones del autor y sus consecuencias sociales
y psicológicas nos parece obvio por el momento. Querríamos hacer
hincapié ahora en una oportuna diferenciación que saca a luz a
un personaje que, hasta el momento, ha permanecido en una pre-
sencia no por oculta menos real y constante en nuestro escenario:
la madre sobreprotectora. Caracterizada por su maternalismo, pa-
ralelo pero distinto del paternalismo, su figuración se ha plasmado
en la conocida "idische mame" de la tradición familiar judía.
Si bien el trasfondo del comportamiento en términos de per-
turbación de la personalidad es afín a ambos tipos de padres, su
realización difiere. Creemos que la madre-maternalista está más
caracterizada por una prolongación del vínculo simbiótico con su
hijo. Hay por lo tanto una poderosa realidad vivida que basamen-
ta esta conducta y debido a ello el hijo no es tanto cosa, instru-
mento como en el padre-paternalista, cuanto objeto de sentimiento
materno de asimilación posesiva al propio yo. El hijo es propiedad
de ella porque sigue siendo su prolongación de raíces psicobioló-
gicas. Ella vive esto con un estremecimiento visceral que el padre
no puede tener. Ella reclama un "adquirido" derecho de propiedad,
su seducción no es "conquista", como en el padre, sino simple ejer-
cicio de retención de "lo suyo". Por otra parte, en concordancia con
ciertas modalidades masculina y femenina, el dominio maternalista
se realizará más bien por una quejosa e invoeativa seducción que por
una imposición de autoridad, "legal" diríamos, propia del padre. El
paternalista impone, entre tierno y rígido, su voluntad de posesión,
la maternalista acude a todos los recursos de la sensibilidad feme-
nina, del reproche, los celos, la sensualidad, para proponerse cons-
tantemente al hijo como un ser imprescindible al mismo y poseerlo
desde la voluntad misma del hijo, alimentando las nostalgias infan-
tiles del Deseo en cuya raíz está esa madre y no el padre. Diríamos
que la madre intenta no perder su ser puesto que ella "ha sido" con
su hijo, y el padre intenta aumentar su ser acoplándose el hijo en
su afán de construirlo como réplica, a "su imagen y semejanza".
Usando una terminología artística diríamos que si el hijo para el
padre es "réplica", para la madre es "reproducción".
Volviendo al autor poco más arriba citado, vemos que estos dos
tipos de padres se establecen firmemente como figuras privilegiadas
en la relación privilegiada que normalmente sirve de matriz exis-
tencial a todo hombre, relación padres-hijos que "es el prototipo de
la relación privilegiada: concentración de afectos, jerarquía absoluta
y figuras de autoridad, alienación e identificación, ambivalencia son

45
la regla, por otra parte, de los hijos hacia los padres e inversa-
mente".19
Dijimos ya que el paternalismo "engendra" tal relación con su
finalidad fenoménica de dominio y sobreprotección. Al hacerlo sabe-
mos que aliena la persona del hijo, pero también aliena la relación
de sus normales posibilidades dadas por un auténtico amor donde el
reconocimiento de la alteridad, del otro como otro, distinto y separa-
do, es esencial. En tal sentido coincidimos con el planteo de Pagés al
expresar que el amor auténtico "no niega la separación, por el con-
trario la reconoce. Está fundado sobre ella misma. No niega la indi-
vidualidad de los seres amados, la incomprehensión, los desacuerdos,
los conflictos, aún las rupturas, sino que reconoce, a través y sobre
ellas mismas, una solidaridad fundamental en una común miseria,
que por nada es desmentida, y que es tejida incesantemente. Podría
decirse que es la conciencia de un vínculo amenazado y sin embargo
indestructible. Porque es consciente de la separación, el amor autén-
tico difiere profundamente del amor posesivo. No está fundado sobre
un deseo y una creencia en la fusión: romántica fusión de almas o
bien mística unión, o bien mutua posesión de los cuerpos... El amor
posesivo es una tendencia desesperada por negar la separación por
la fusión".20
La fusión que intenta tal padre afectivamente está cargada de
un sentimiento de fruición, de gozo, al complacerse en su hijo con
un narcisista carácter especular; el padre se ve en su hijo y el poder
dominarlo le causa el supremo placer de hacerlo a su propia imagen.
Ciertamente que tal egocentrismo es justificado con la explicitada
y reiterada necesidad de protección atribuida al hijo como un ser
indefenso y débil a quien es necesario salxxir a toda costa. En este
punto la actitud paternalista puede llegar a adquirir connotaciones
religiosas que hacen de esa actitud una exigencia de conciencia que
sella con un marcado tono moral tales relaciones. Se tratará entonces
de que el hijo sea perentoriamente bueno, íntegro, y la actividad del
padre podrá adquirir contornos de cruzada redentora o de Inquisi-
ción celosa de esa integridad moral en nombre "de los más altos
y sagrados principios". ¿Puede imaginarse la significación aplastante
de un padre que se atribuye el respaldo de Dios y una iglesia para
dar legalidad a su sobreprotección y dominio? Correlativamente, el
hijo no estará sólo cargado con sentimientos de culpa, nacidos de la
relación paterno-filial, sino de una conciencia de pecado originada
en sus ingratitudes respecto del "representante vivo de Dios" ante
quien se halla luchando entre el sometimiento o la rebeldía. En tal
coyuntura el conflicto moral se ve agravado por el religioso, y la cul-
pa hecha pecado rezuma al niño favoreciendo su hundimiento perso-
nal en una rendición incondicional ante potencias netamente insupe-
rables. El rigorismo moral y una religiosidad infantilmente mítica
19
O. c, pág. 393.
20
O. c, pág. 325.

46
sellarán su futuro. El lema "Dios, Familia y Propiedad", que en rojos
pendones blasonan en nuestro medio atildados adolescentes, ilustra
estas consecuencias nefastas.
Se trata aquí de una forma de la autoridad paterna que se enraiza
y ejerce a partir de la trama relacional más arriba expresada. En
el padre-paternalista ordinariamente no hallaremos el ejercicio de
una autoridad violenta, no lo necesita, pero sí una autoridad riguro-
sa y celosa que juegue siempre entre los polos de ternura-rigor, sin
fijarse en ninguno. Indudablemente que esto lo hace menos evi-
dente y "acusable", pues tal vaivén rápidamente puede justificarse
con principios llenos de intocable respetabilidad. Vertical, jerár-
quica, sacral, se impondrá reclamando su "privilegio" lleno de las
más loables intenciones. Esclaviza sí, pero con cadenas de oro,
haciendo así difícil la protesta, puesto que impone preciados va-
lores cuya negación acarrea confusión y culpa. Coincidimos aquí,
una vez más con Pagés, quien señala con una proyección político-
social, que: "la relación privilegiada es el fundamento del racismo
así como de aquello que, más comúnmente, ciertos autores han de-
nominado "personalidad autoritaria"... "el respeto incondicional a
los padres, la adhesión a los valores familiares tradicionales, están
estrechamente en correlación con actitudes racistas".21 Sabemos que
tales actitudes se originan en el rigorismo moral, el sometimiento
ciego, el prejuicio, la división del mundo en buenos y malos (blan-
cos-negros, judíos-cristianos, comunistas-anticomunistas, etc.). La
urgencia de "pureza", el principismo, abstracto, la verticalidad jerár-
quica, engendran luego esas timoratas personalidades que atrinche-
ran su fragilidad en paranoides discursos e irracionales persecucio-
nes purificadoras. Volveremos sobre el tema.

Los "educastradores" paternalistas


Últimamente, Jules Celma, un audaz, discutido y discutible
maestro primario francés, reprimido con mayor o menor acierto por
la sociedad de su país en su experiencia, acuñó el juego de palabras
educa-stra-cién y educa-stia.-dor para denunciar el sistema habitual
de enseñanza. Estas palabras, en su clara referencia quirúrgica, tra-
tan de expresar el problema psicológico y moral que determinadas
actitudes docentes pueden acarrear a quienes se ven sometidos a
las tareas de aprendizaje tanto en el nivel primario como secundario
o universitario.
La castración a la cual se alude ciertamente no es la anatómi-
ca, sino que evoca la amplitud que el mismo Freud, al enunciar el
"complejo de castración", quiso dar al término. Con él, Freud
quiere señalar el profundo, inconsciente sentimiento que puede afec-
tar a una persona cuya identidad, cuya integridad emocional, se ven
21
O. a, pág. 391.
47
fuertemente alteradas por sentimientos de disminución que le hacen
impotente para asumir su totalidad personal en forma independiente
y segura. Vinculado al momento edípico evolutivo, tal "complejo"
hipoteca con vivencias de frustración y culpa el futuro relacional
del sujeto como alguien "menos hombre".
Los anteriores renglones sugieren ya hacia dónde se orienta la
ubicación de la noción de paternalismo en referencia a la educa-
ción escolar y la enseñanza en general. Sabemos que lo que lla-
mamos "la escuela", en todos sus niveles, es una lógica y psicológica
prolongación del hogar; las de "primeras nociones" lo es por ex-
celencia. Cabe por lo tanto a todo educador un rol de continuador
y reemplazante de los padres cuyo peso no escapa a una elemental
observación. El mismo es vivido en la constelación de autoridad,
emanante de la autoridad paterno-materna, por el niño o el joven,
con un carácter de prolongación y delegación de los mismos, que
nuestra sociedad se encarga de reforzar hasta la desmesura. La ma-
ternalista vocación de muchas maestras es ya figura literaria y en
obras como "La maestrita de los obreros" se la explícita suficiente-
mente. El dominio y la sobreprotección alcanzan en ellas típicas
notas de una abnegación apostolizante y sentimental de la cual
emergen, inmaculadas en su blanco guardapolvo, como mártires
de su salvífica misión.
No podemos dejar de reconocer que tal situación se transforma
hoy rápidamente bajo la presión de modificaciones de la sociedad
general y familiar que da a los educandos una capacidad de reac-
ción años atrás desconocida, pero no por ello el espíritu y la
práctica de tal "educación" ha cedido significativamente. Es que
los educadores, a su vez, han sido educados para educar en un
esquema de autoritario paternalismo en el cual su receptor es a
priori descalificado en sus capacidades personales. En nuestro me-
dio aún no ha entrado el concepto de que el educador no es sino
un facilitador del aprendizaje y no el dueño del mismo. El esquema
capitalista en el cual la enseñanza se halla enmarcada hace de ella
una adquisición cuya propiedad, a su vez, privilegia a sus posee-
dores selectivamente en el juego de oferta y demanda al cual
contribuye, concentrando así el poder en los estratos mediadores
de una sociedad de explotación y lucro. El niño y el joven son
"a-maestrados" para recibir un "caudal" de conocimientos como
instrumento de ascensión social y afirmación de poder excluyente,
desposeedor de quienes no tienen acceso a tales recursos. El apren-
dizaje no es facilitado sino administrado por los educadores no sólo
a nivel pedagógico sino socioeconómico.
El educador-paternalista opera "educastradoramente" cuando
anestesiando, con la conocida mezcla de rigor-ternura, toda posible
rebelión del educando (y la rebelión no es la subversión sino la
desesperación de la impotencia) limita, desvía o anula la espontánea
capacidad de aprendizaje y autoaprendizaje del mismo, bajo razones

48
de autoridad y protección que lo hacen dueño del devenir inte-
lectual y moral de los sujetos, a quienes se esfuerza por modelar
según esquemas considerados los más aptos para "sacarlos buenos".
Es él quien decide absolutamente qué y cómo aprender, qué con-
viene y qué no debe saberse, aún a pesar del mismo interesado,
puesto que su rol es el de ignorante ante quien tiene ese saber que
él necesita. Tal educador da y el otro recibe, afirmando así una
inferioridad radical en la relación que estructura luego una ne-
fasta mentalidad competitiva en la cual tener más conocimiento
equivaldrá a ser más como persona; el clásico "cuanto tienes tanto
vales". Esto es lo que está en juego aquí, la estimación o desestima
de los valores y capacidades personales susceptibles de emerger
como recursos propios desde el fondo del individuo. La confianza
o desconfianza en esa capacidad propia de cada individuo por la
cual el mismo, en un medio adecuado, puede llegar a descubrir y
realizar su persona en función de necesidades e intereses que le
son propios, para sí y su entorno social.
La tradición liberal de la enseñanza prevalece reforzando así
la noción de "la cultura" como supremo valor al cual individualis-
tamente debe aspirarse, haciendo de la misma garantía de un poder
moral y social en el cual son sumergidos lo auténticamente perso-
nal y comunitario. La noción de cultura como bien común a dis-
tribuir en pro de una liberación y toma de conciencia del hombre
como unido a los otros hombres para la realización de la sociedad
a fin de que el supremo valor sea él y no otro objeto alienante,
aún bajo el rótulo de "cultura", está ausente de esta forma de pa-
ternalismo. Destaquemos que en nuestra actualidad la mentalidad y
actitud que estudiamos resulta sin embargo anacrónica, realmente
fuera de época. El valor "Cultura" en nuestra sociedad ha dejado de
ser en buena parte un objeto, aún elitista, de consumo, la misma se
orienta por un capitalismo económico en el cual es reemplazada por el
afán de poder y capacidad adquisitiva de "cosas".
En este sentido el psicólogo francés Rene Diatkine en un repor-
taje afirma lo siguiente: "no debe olvidarse que la familia, la escuela,
no son sino la expresión de las estructuras sociales a las cuales perte-
necen. No se modificará la sociedad repensando la escuela. Esta se
encuentra presa de una contradicción entre la tendencia al elitismo y
la necesidad de la democratización. Toda la finalidad de la ense-
ñanza es la que está puesta en cuestión. Saber griego, latín, estudiar
los clásicos, era en otros tiempos el signo de que se pertenecía a cierta
élite y los niños la aceptaban como tal. Hoy el problema está en
saber cómo hacer para enseñar a un número mayor de niños
cierta cantidad de cosas que son esenciales. Por otra parte, es
difícil evitar que un docente esté más interesado en los niños que
se parecen más a lo que él era que a otros".22
22
S. Lannes, Entretien par: L'Express va plus loin avec Rene Diatkine,
L'Express, N? 1158, París, 1973, pág. 84.

49
El educador busca realizar su paternalismo haciendo "discí-
pulos" a su "imagen y semejanza" y no de acuerdo con lo que
éstos le piden, según los reclamos del momento histórico y la
sociedad de la cual son fruto y en la cual surgen sus personales y
peculiares necesidades.
Obviamente el mal que acusamos no se ciñe a la actividad
individual de los docentes, es estructural, en forma inmediata, de
los organismos educacionales responsables de orientar la ense-
ñanza ligados a estructuras sociopolíticas económicas que los en-
marcan y que esos organismos traducen en su nivel, como señala
Diatkine.
Volviendo a la figura concreta del educador-paternalista pode-
mos discernir la problemática a la cual, como persona, se ve abo-
cado. Jacques Ardoino la resume diciendo: "De hecho, el educador
jamás habrá sido más útil que cuando haya logrado hacerse inútil
dado que esto será el signo de su doble victoria: sobre sí mismo y
sobre aquél a quien él formaba. Pero no le es fácil aceptar esto. Es
por eso que muy frecuentemente en el educador se encuentra un
"maternalismo" o "paternalismo", como se quiera, perturbador de
la conquista de tal autonomía para aquellos que tienen por objetivo
el alcanzarla, perturbador consecuentemente para la acción educa-
tiva auténtica... Bajo el pretexto de ocuparse de él (el niño) se
exagera su fragilidad, su insuficiencia de maduración. Se le priva
de sus responsabilidades, de alguna manera se lo deviriliza literal-
mente y se lo arrincona en un mundo hecho a su medida".23
Como un padre o una madre, todo responsable de un proceso
educativo debe saber "dar lugar al que viene", al educando, hacerse
él mismo camino y no obstáculo por un amor posesivo que intenta
retener-para-sí a quien, hasta por oficio, se debe ayudar a lanzarse
en la flecha del propio crecimiento. Los mil veces justificados inten-
tos de protección, de orientación, resultan a la postre sólo la trama
sutil, en mayor o menor grado, por la cual se busca eludir esa "muer-
te" en el otro que implica un auténtico respeto y confianza por
las posibilidades personales de aquél mismo, cuya vida se renuncia
a dominar y dirigir sobreprotectoramente erigiendo la "relación pri-
vilegiada" que ya hemos descripto.
Nos parace útil contrastar estas sombras con la luz que sobre las
mismas puede arrojar el planteo de Carl Rogers, psicoterapeuta y
educador norteamericano aún poco o mal conocido en nuestro medio,
y a cuyo pensamiento y práctica adherimos. En los últimos años su
obra operativa y escrita ha promovido una auténtica revolución en
los campos de la psicoterapia y la educación, al replantear profun-
damente las mismas desde el ángulo de su concepción de la relación
humana y de las desvalorizadas posibilidades de autogestión en el
23
J. Ardoino, Propos actuéis sur l'education, Ed. Gauthier-Villars, Pa-
rís, 1969, pág. 70.

50
paciente y el educando, cuyo aspecto positivo ha puesto de relieve
a través de una práctica y estudio sistemáticos.
Con relación a nuestro tema en el cual, siguiendo su opinión,'
vemos la tarea del educador como una facilitación del aprendizaje,
no una posesión del mismo, lo cual anula la tentación del paterna-
lismo educativo así como el autoritarismo represivo, podemos leer
en una de sus obras lo siguiente: "Enseñar quiere decir 'instruir'".
Personalmente no me interesa gran cosa instruir a alguien sobre lo
que debería conocer o pensar. "Transmitir conocimientos o una téc-
nica" se dice. Entonces, ¿por qué no ser más eficaz y utilizar un
libro o una enseñanza programada? "Hacer saber". Aquí yo me erizo.
No tengo deseo alguno de hacer saber cosa alguna a nadie. "Mostrar,
guiar, dirigir". ¿No hay ya demasiada gente guiada y dirigida? Por
lo tanto he llegado a la conclusión de que verdaderamente pienso
exactamente lo que proclamo. Para mí enseñar constituye una acti-
vidad relativamente poco importante y ampliamente superada"...
"Creo que nos hallamos confrontados a una situación enteramente
nueva en materia de enseñanza: Ja finalidad de la enseñanza, si que-
remos sobrevivir, no puede ser sino facilitar él cambio y el aprendi-
zaje".24
Y más adelante, refiriéndose a la persona del educador, afirmar
"Las actitudes que parecen ser eficaces para promover el aprendizaje
pueden ser descriptas. Ante todo, existe en el facilitador una au-
tenticidad transparente, una voluntad de ser persona, de ser y vivir
los sentimientos y pensamientos del momento. Cuando esta auten-
ticidad comporta un aprecio positivo, una real solicitud por el otro,
una confianza y un respeto por la persona que aprende, entonces el
clima favorable para el aprendizaje se encuentra reforzado. Cuando
esta autenticidad comporta una "escucha" empática, sensible y pre-
cisa, entonces existe efectivamente un clima que libera y estimula
un aprendizaje y un desarrollo personal autodetermínados. Se confia
al estudiante su propio desarrollo".25 Indudablemente estamos lejos
aquí de las actitudes características del "educastrador" que mutila
ese "desarrollo personal autodeterminado", del cual habla Rogers,
en función de sus propias necesidades y "buenas intenciones".
Insertado en la situación edípica que ha ligado al hijo a sus
padres, el educador prolonga la misma como figura de autoridad,
según el planteo de Freud; de aquí el impacto negativo, la profunda
resonancia psicológica que en el niño puede alcanzar, para someterlo
o rebelarlo, la presencia del educador paternalista. De aquí la sutil
y acertada imagen que ve en una renovada "castración" el fracaso
por construir realmente un hombre dueño de sí y solidario de sus
iguales.

24
C. Rogers, Liberté pour apprendre, Ed. Dunod, París, 1972, pág. 102.
25 Ibid., pág. 126.

51
Paternalismo "en el Nombre del P a d r e . . . "
"En el nombre del Padre y del Hijo... y del Espíritu Santo"
dice la litúrgica y popular invocación que las distintas iglesias cris-
tianas han pronunciado desde hace veinte siglos sobre nuestra cul-
tura occidental. En ella hay dos palabras claves que alcanzan sig-
nificaciones frecuentemente ignoradas: Padre, Hijo... así con ma-
yúsculas. Más allá de otras consideraciones es exacto reconocer que
el Cristianismo a través de la reflexión teológico-filosófica ha
sido una decisiva matriz de nuestro m indo actual y un impulso
hacia esa búsqueda del hombre por comprenderse a sí mismo y su
entorno histórico y físico. Las célebres disputas de la era patrística
y del medioevo iluminaron, con el respaldo de un Aristóteles res-
catado por la erudición monacal, conceptos fundantes de nuestra
cultura tales como: persona, libertad, dignidad humana, por ejem-
plo. En tal perspectiva emergen las nociones de paternidad y filia-
ción que heredamos. Estas debieron enfrentarse nada menos que
con el férreo y absolutista concepto patriarcal de las mismas que la
antigua Roma les imprimió desde los tiempos de la República. El
Cristianismo, en virtud de sus presupuestos teológicos, doblega la
orgullosa rigidez de aquéllas e injerta en ellas la cepa nueva donde
la relación paterno-filial es reconstruida "a imagen y semejanza"
de la relación que vincula al Dios-Padre con la Persona de su Hijo
en una situación donde el Amor, la distinción recíproca y el mutuo
reconocimiento refluyen para constituirse Persona en el Espíritu
Santo, la tercera de la Santísima Trinidad en la tradición eclesial.
Esta gigantesca transformación nocional no permanecerá en la abs-
tracción, y la historia de la cultura y aún la Psicología Profunda de
Freud, deberán reconocer las transformaciones, fieles o infieles a
la misma, que en el orden sociofamiliar le seguirán a través de los
siglos.
La palabra "padre", entre nosotros, está por lo tanto cargada
con determinadas raíces teológicas que acentúan el peso de la mis-
ma al preñarla de connotaciones religiosas que enfatizan su rol de
mediación con los distintos estratos, psicológico, social, político, a
los cuales puede ligarse. Hombres de la autoridad de un Ricoeur,
Vergote, Pohier, Rosolato, han dedicado últimamente extensos tra-
bajos, como este mismo en el cual se inserta nuestra colaboración,
a estudiar, desde algunos de los ángulos enunciados, esa figura cul-
iuralmente clave que es el padre.
Partiendo de una afirmación de San Pablo como la siguiente todo
•paterxwlismo de inspiración religiosa deberá quedar desautorizado:
"En efecto, son hijos de Dios aquellos que son conducidos por el
Espíritu de Dios: Ustedes no han recibido un espíritu que los haga
esclavos y los lleve a sentir miedo, sino un Espíritu que hace de
ustedes hijos adoptivos y por el cual invocamos: ¡Abba! ¡Padre! Ese
mismo Espíritu atestigua en nuestros corazones que somos hijos de
Dios! (Carta a los Romanos, VIII-14-16.)

52
Lamentablemente las cosas no se han dado así. La concreta
encarnación de esa doctrina, amasada con la arcilla humana, tomó
formas donde emergen los elementos justamente señalados por
Freud, más arcaicos y precristianos, que dan lugar a estructuraciones
entre las cuales, una vez más, podemos reconocer un paternalismo-
reiligioso.
En las figuras que, de una u otra forma, aparecen en las igle-
sias como representativas de cierto orden jerárquico o como investi-
das de un liderazgo doctrinal, moral o administrativo, la tentación
del paternalismo, con las mismas características de dominio y sobre-
protección ya señaladas, surge para engendrar en individuos y
grupos religiosos los efectos igualmente señalados en su oportunidad.
También pastores, religiosas y religiosos, sacerdotes y obispos están
ligados al esquema proyectivo de la situación edípica y, en cuanto
figuras de autoridad, en este caso eminentemente moral-superyoica,
heredan el potencialmente aplastante poder de la misma. Como se
comprenderá fácilmente tal poder está altamente potenciado por
ejercerse "en el nombre de Dios"... en relación al tema que tra-
bajamos: "en el nombre del Padre"... Altísimo, Todopoderoso, Ubi-
cuo. La capacidad de infiltración profunda en la personalidad hu-
mana que alcanza quien se presenta en nombre de ese Padre es
enorme. Su presencia podrá agitar los fantasmas más remotos de
una inconsciente e ingenua culpabilidad infantil y podrá hacer de
los mismos torturantes pecados y diabólicas tendencias. El pastor,
en denominación general, que asume la actitud paternalista carga
sobre sí la misión suprema, "ex oficio" diríamos, de "salvar" a quien
religiosamente motivado se le confíe. Pero ese paternalismo enfatiza
esa misión de modo tal que sus propias necesidades personales,
ya estudiadas en los ejemplos del progenitor y el educador, lo
llevan a traicionar y traicionarse en la misma. En trágica dicotomía,
por salvar el "alma" pierde a la persona. El ejercicio de una auto-
ridad moral y doctrinaria "en el Nombre del Padre" es un campo
selectivo de las posibilidades para dominar y absorber al otro con
las más sagradas excusas. En este caso la sobreprotección se reviste
de la túnica de la salvación potenciando hacia la trascendencia a
la cual apunta, su capacidad de sometimiento. La estructuración
de una "relación privilegiada" ve notablemente facilitado su camino
abriendo paso así al "amor posesivo". El desarrollo relacional de
este último, negación del Amor que es el auténtico mensaje religio-
so, podrá convertirse, desde las figuras religiosamente paternalistas,
en un instrumento de esclavización y amedrentamiento donde nau-
fraga la advertencia de San Pablo. Los fieles de una iglesia o grupo
religioso pasarán fácilmente a una situación de inferioridad, de
"minus habentes", característica de las disputas o tensiones entre
clérigos y laicos, en lucha estos últimos por un reconocimiento y
rol que frecuentemente se ven negados en nombre de una protectora

53
autoridad que detenta el poder de decisión moral, doctrinario y
administrativo, "para salvación" de los mismos.
Nuestras afirmaciones no querrían alimentar una decadente crí-
tica liberal o un prejuicio intelectualista. No acusamos hipocresía, ni
malas intenciones, que también podrá haberlas, por supuesto, en el
religioso paternalista. El problema es mucho más complejo y hon-
do, pues trata de conductas reguladas por sistemas, de origen es-
tructural, habitualmente no conscientes y hasta inconscientes, en
sentido psicoanalítico, a un nivel social e individual.
Si acudimos como fuente de información y clarificación a au-
tores que se hallan en una posición de compromiso religioso per-
sonal, podremos leer lo siguiente en referencia a nuestra anterior
reflexión: "Padre a la vez próximo y lejano, deseado y temible, fas-
cinante y desorientador, fuerte y humillado: si la catequesis cris-
tiana quiere promover el desarrollo pleno de las actitudes cristianas,
deberá significar la Paternidad divina de una manera que no sea
por medio de las imágenes parentales (sean paternas o maternas),
evocar otras actitudes, otros sentimientos que los suscitados por la
felicidad de un dulce ambiente familiar, hacer tender hacia una
realidad final que sea distinta a una prolongación en el cielo de
un padre y una madre felizmente reencontrados"... "Una cateque-
sis que, bajo el pretexto de cautivar los corazones, enfatice aún más
los contornos, correrá el riesgo de reforzar, sin saberlo y a pesar de
sus buenas intenciones, los condicionamientos de base, retardando
más bien la madurez espiritual, especialmente en aquellos que han
experimentado una adhesión prefereneial más marcada por alguna
de las imágenes paranetales. Por el contrario, mejor esclarecida,
la catequesis se esforzará por descubrir, más allá de los rasgos pa-
rentales condicionados por la cultura o la historia individual, cuáles
son los caminos que mejor permiten acceder al Padre "en espíritu
y verdad.20
Podemos discernir aún más la complejidad si reparamos que
la figura del pastor o sacerdote, como ejemplo muy significativo, es
en la Iglesia Católica Romana invocado en la vida corriente, aún
fuera de los medios católicos, con la palabra: padre. No es esto
simple fórmula. En tal denominación emerge nuestro tema, en un
nivel psicológico de análisis, ligado a sus raíces edípicas, por lo
tanto, ligado a esa trama genético-evolutiva de la personalidad donde
la presencia y rol del sacerdote-padre será vivido, por niños y adul-
tos, con consecuencias que, positiva o negativamente, pueden mar-
carlos desde ese hondón claroscuro donde las palabras y los gestos
del mismo caen produciendo resonancias a las cuales no es fácil
eludir o asimilar adecuadamente. "Padre" y educador, la figura
sacerdotal da de lleno en profundidades en las cuales se atrincheran
aglutinadamente los ecos de la matriz familiar, de míticos y sociales
20
A. Godin S. J. y M. Hallez, Images parentales et paternité divine, en
Lumen Vitae, Vol. XIX,' N» 2, Bruxelles, 1962, pág. 276.

54
arquetipos, de irracionales sentimientos de carácter mágico, sexual,
culposo y agresivo. El genio de Freud osó asomarse a estos abismos
y tanteó audazmente la sombra de los mismos en su proyección
religiosa.
Lo que antecede y seguirá es aplicable por igual al pastor,
sea católico o protestante, sea denominado o no con la palabra:
padre. Se trata, más allá de la palabra, de su significación vivencial
y las vinculaciones que su figura misma implica en relación a su
rol y la capacidad evocativa del mismo.
Esta significación es planteada una vez más por estudiosos que,
desde su ubicación religiosa, tratan de ver también en una pers-
pectiva psicológica; así en referencia al párrafo precedente podemos
leer que: "la situación del sacerdote en tanto, que él es a la vez figura
de identificación, inspirador y modelo de la vida cristiana (es la
de) aquel que constantemente busca reenviar a un otro distinto a él
mismo. Sin embargo, ese otro no es cualquier otro: él es Dios, él es
el Padre. ¿Qué significa para la economía libidinal de un sujeto
ponerse en tal situación en la cual es él, a la vez, aquel a quien se
llama "padre" y aquel que reenvía al Padre por excelencia?"2r
Esa "economía libidinal" deriva en la ambigüedad que el psi-
coanálisis esclarece, y se afirma en el patinoso trasfondo emocional
del pastor que debe sostenerse y sostener su mensaje en el esfuerzo
constante por no traicionarlo en función de sus propios compromisos
inconscientes. El citado texto nos dirá al respecto que: "El pastor
está siempre tentado por decir no lo que él ha visto y entendido
junto al Padre, sino junto a sus padres, es decir, hablar desde su
fondo propio, de seguir sus deseos (épithumia). Es notable que
para el Evangelio ser verdadero es conocer la voluntad del Padre
y mentir es hablar a partir de sí mismo. Además, dar testimonio
del Padre, es aceptar la ley del deseo del Padre, es vivir, en tanto
que cumplir los deseos propios es idéntico a desear la muerte del
otro"28.
El pastor-paternalista, al ejercer ese paternalismo "en el nombre
del Padre" y no en la dramática verdad de su propio nombre se hace
culpable de matar a aquel mismo a quien intenta salvar. Lo hace dis-
frazado objeto de sus deseos disfrazados, apoderándose del otro
puesto al servicio de sus necesidades no sólo espirituales sino
incluso materiales. La tentación del ejercicio de un poder sutil-
mente envuelto en evangélicas o eclesiales razones, puede brin-
dar un placer de autoexaltación y supremacía difícilmente su-
perable. Poder erigirse bajo la faz de "padre" y pastor como juez,
censor, administrador, maestro y médico de vidas ajenas resulta
una fáustica tentación. La minorización del creyente realizada, una
vez más, en el vaivén del rigor-ternura ya conocido, se hace apenas
27
L. Beirnaert, C. Darmstader, A. Godin y otros: La relation pastorale,
Ed. du Cerft, París, 1968, pág. 112.
28
L. Beirnaert, C. Darmstader, A. Godin y otros, o. c, pág. 143.

55
perceptible para él mismo, dado que una institución sagrada y una
presencia Divina "garantizan legalmente" sus intenciones y obras.
En tal situación, la "filtración" en su conducta de superyoicos me-
canismos que vinculan su figura a la pareja parental, al padre
particularmente, y a los personales conflictos de la relación con sus
propios padres, es capaz de producir en su rebaño idénticas reac-
ciones de sometimiento o rebeldía, donde el plano de la Fe se ve
inundado y contaminado por un irracional turbión emocional. "Los
rasgos de paternidad puestos en duda, corresponden a los diversos
tipos de intervención sacerdotal, los cuales son "protestados" por-
que no dan lugar a una relación recíproca, más aún, igualitaria. Para
resumir, lo que es rechazado no es tanto la paternidad del sacer-
dote cuando el paternalismo, aun cuando sólo tenga la atenuada
forma consistente en afirmar y hacer sentir que, pese a todo, sigue
siendo el padre",29 así insinúa el sacerdote J. C. Sagne o. p. la crisis
actual donde la actitud del pastor-paternalista se ve cuestionada
desde el interior mismo de las iglesias.
Una vez más el "amor posesivo", antitética deformación de la
Caridad evangélica, socava a la misma desde sus entrañas oscura-
mente humanas. El pastor-paternalista "quiere-para-sí", intentando
colmar vanamente el Deseo que subtiende su presencia de testigo y
conductor religioso. De hecho, niega la alteridad fraternal que de-
biera primar en su acción y convierte, a quienes lo siguen, en ins-
trumentos de sus necesidades primarias bajo el pretexto de una
autoridad y protección moral-religiosa. Despersonaliza, ahoga a los
otros, haciendo de su Mensaje no un anuncio liberador sino orde-
namiento esclavizador, justamente en ese lugar humano tan sensible
como es la conciencia moral y existencial de los creyentes. El dominio
y la sobreprotección ejercida "en el Nombre del Padre" le darán
una falsa superioridad, mezcla de rigor y benevolencia que, como
en el. caso del padre-paternalista, pero con un respaldo infinita-
mente superior, le conceden un poder sobre las "almas" capaz de
gravitar con toda la fuerza que la asociación de lo paternal y reli-
gioso pueden alcanzar en personalidades a las cuales se infantiliza
arrolladoramente. Cierta literatura "piadosa", el clima espiritual de
más de una congregación religiosa, particularmente las femeninas,
el de organizaciones de laicos y el ambiente de parroquias, atesti-
guan esta doloras realidad.
El gigantesco y frenado impulso que en la Iglesia Católica Ro-
mana, por ejemplo, suscitó la figura del Papa Juan XXIII, a través
del Concilio Vaticano II, puso en evidencia la gravedad de la si-
tuación dentro de esa comunidad y, de hecho y aún doctrinalmente,
este problema se vio positivamente tocado al replantearse la relación
de clero y laicado, superiores y religiosos. Una situación similar ha
29
J. C. Sagne. o. p., Le pretre comme figure paternelle ou l'ambiva-
lence du frére ainé, en Supplement de la Vie Spirituelle, N9 91, Ed. du Cerf,
París, 1969.

56
sacudido a otras iglesias cristianas; fruto de una generalizada toma
de conciencia. Psicosocialmente, familia e iglesias se ven obligadas a
una autocrítica allí donde el desarrollo de nuestra sociedad cuestio-
na, racional e irracionalmente motivada, toda autoridad paternalista.

El paternalismo "terapéutico"
En ese "todo" no podemos omitir al que alcanza también a
médicos y psicoterapeutas, gestores de un paternalismo-'terapéuti-
có". Clásico en el médico, el célebre "médico de la familia" prototí-
picamente, nuevo en la figura polifacética del piscoterapeuta.
Como muy bien señala el desaparecido Michael Balint30 de la
Tavistock Clinic de Londres, todo enfermo va hacia su terapeuta,
médico o psicoterapeuta, haciéndole un "ofrecimiento" de sus sínto-
mas que implican "depositar" su persona sufriente en sus manos cali-
ficadas como las de un experto. Surge aquí la problemática que en-
tronca con nuestro tema.
Las respuestas, como observa Balint, contribuyen a dar la forma
última de la afección en la cual el enfermo se fijará. Los éxitos sólo
temporales y parciales o los fracasos de la acción terapéutica, son
vividos por el paciente como sucesivos rechazos a su "ofreci-
miento". Podríamos decir que el terapeuta los condiciona y no ya,
esta es la cuestión, en función de su ciencia sino de su personalidad
total.
Quien acude al tratamiento, reflexivamente o no, exige un ró-
tulo que dé nombre a su afección, que "localice" eso "que siente
ahora" y por lo cual ve afectado extrañamente su habitual modo de
existir. Una actitud, en mayor o menor grado dependiente, caracte-
riza tal situación.
La multiplicidad de exámenes, la aplicación de terapias raciona-
les, al mostrarse inoperantes, deterioran la relación que se torna tensa
y angustiante. El terapeuta es amenazado por un oscuro sentimiento
de culpa y frustración personal.
De modo general en la actividad curativa y en las circunstancias
descriptas se dan dos actitudes típicamente negativas: una, la llamada
por Balint "función apostólica" y la otra, "la fantasía de omnipoten-
cia" que señala el Psicoanálisis.
El paciente viene a someterse a tratamiento y el profesional lo
tratará según su estilo personal. La subjetividad insalvable de todo
tratamiento es el elemento humano en el cual el proceso terapéutico
se moverá, exitosamente o no.
Surge la "función apostólica" del terapeuta en cuanto tiende,
automáticamente, a "convertir" (de aquí lo apostólico) al enfermo a
30
M. Balint, Le Médecin, son malade et la Maladie, Ed. P.U.F., Pa-
rís, 1960.
su "creencia" terapéutica. Todo terapeuta ubica a su ciencia en el
contexto de su mundo "creencial", y éste, en la ideología del grupo
social al cual pertenece. Resulta así la relación terapeuta-paciente
un compromiso entre los ofrecimientos y exigencias del enfermo y la
respuesta "creencial" e ideológica del terapeuta. Este último tiene
dificultad, particularmente el médico, para implicarse psicológica-
mente con el paciente, diríamos que hace "resistencia" al mismo.
Puede así por un mero examen físico, por la excusa del respeto a su
intimidad, eludir la personalización que la situación podría exigirle.
Más aún cuando las complicaciones psicológicas del paciente se in-
tuyen tales, que lo pondrían en cuestión a él mismo. Comienza aquí
la tentación del "maniobrerismo" o manipuleo de la relación. Un
tratamiento correcto pero "objetivo", la batería de medicamentos,
la derivación apresurada al especialista, la indicación de radiogra-
fías, etc., sirven en la oportunidad para evitar su implicación median-
te adecuadas "racionalizaciones" profesionales, usadas para evitar la
angustia experimentada.
El patemalismo se convierte aquí también en un recurso pro-
tector que manipula al otro-sufriente a través del dominio y la
sobreprotección aparentemente "terapéuticas".
La figura del "buen papá", típica de ciertos médicos, llena de
benevolencia, consejos e indicaciones que extralimitan el área co-
rrespondiente de una terapia física o psicológica, cohonesta su an-
gustia colocándola en una intocable posición de superioridad, acen-
tuando la "regresión" infantil de todo enfermo.
El terapeuta no advertido puedo actuar "apostólicamente" de
mil maneras distintas solicitando la "conversión" para eludir su frus-
tración personal. Así caerá en el patemalismo de la reiterada y su-
perficial consulta telefónica, el conceder exámenes o análisis que
sabe estériles, la prescripción de placebos, el rotular afecciones y
prometer mejorías dudosas. A la benevolencia paternalista podrá
suceder el mismo rigor y actuará entonces agresivamente ante la
insumisión del "im-paciente", y proyectará su resentimiento en la
urgencia o inconsideración del cobro de honorarios, la negligencia
del examen, la parquedad de las visitas, la derivación al especialista
con un pronóstico amenazante. Con tal actitud intenta doblegar al
recalcitrante y cuando éste, luego de un alejamiento, vuelve, podrá
producirse una especie de pacto de caballeros o reconciliación padre-
hijo. El terapeuta depondrá su celo "apostólico" y el paciente dismi-
nuirá o variará los síntomas fijándose en un tipo de afección satis-
factoria para ambos, las investigaciones psicosomáticas lo atestiguan,
en función de los conflictos emocionales de las partes en litigio.
Juega en la base de la interrelación señalada un factor psicoso-
cialmente condicionado que podemos asociar a la "fantasía de omni-
potencia" señalada en el Psicoanálisis.
Ese mecanismo psicológico de profundidad, típico de la etapa
infantil y cuya perseverancia o reviviscencia en el adulto es común,

58
está estimulado en el terapeuta, psicoanalistas incluidos, por el rol
y status del mismo en nuestra sociedad vivido en ella con el eco
de confusas y antiguas imágenes colectivas. Ellas lo vinculan a las
imágenes superyoicas y mágicas en las cuales aparece nimbado de
la omnipotencia que el inconsciente atribuye al padre, al mago, al
dios. No por nada, entre los primitivos, el hechicero y el "médico"
de la tribu, se confunden en un solo individuo. Sociológicamente el
médico, por ejemplo, es una consagrada figura de prestigio social.
"M'hijo el dotor" de Florencio Sánchez, es algo más que una
pieza de nuestro teatro costumbrista. Ser médico o psicoanalista, en
la mentalidad colectiva, representa una promoción personal y social
prestigiosa que está asociada a una posición de privilegio y poder.
En tal contexto los mecanismos de dependencia, de abandono,
de refugio, de sometimiento, en fin, el esquema de relación infantil,
es la respuesta automática del paciente. Tal actitud estimula a su
vez en el médico el automatismo correlativo de autoridad, deslizán-
dose fácilmente al establecimiento de una relación paternalista tera-
peuta-paciente que alimenta su necesidad de autoaseguramiento, au-
tosatisfacción y dominio. (
La "fantasía de omnipotencia", pasiva en uno, activa en otro,
es un factor despersonalizante, antiterapéutico; la misma engendra
las actitudes clínicas y psicoterapéuticas de apoyo con las cuales, sal-
vo casos realmente indicados y límites, se pretende asegurar la
curación por medio de una paternalista maniobra de sugestión trans-
ferencial cuyos resultados no pueden ser sino los ya conocidos de
frustración y defraudación en el enfermo o de patológica adhesión
a la persona del terapeuta.
Thomas Szasz en una interesante obra 31 analiza la problemática
psicosocial subyacente en la actividad del terapeuta demitifican-
do su rol; dice, por ejemplo: "es necesario considerar que las ac-
titudes terapéuticas atribuidas tradicionalmente a la "bondad",
son maniobras encubiertas del terapeuta para subestimar y so-
juzgar al paciente. Recordemos, en este sentido, la relación entre
el blanco sureño de clase acomodada y su esclavo negro. El amo
trataba a su sirviente con "bondad" y "consideración"; en realidad,
le dispensaba un trato mucho más benevolente que el que recibía
el negro en la jungla industrial del Norte (como los partidarios
de la supremacía blanca están siempre muy dispuestos a recordar-
nos), pero esta misma "bondad" formaba parte del código de la
esclavitud.
De igual modo, mucho de lo que se considera "ética médica"
no es más que un conjunto de reglas que ejercen el efecto de
infantilizar y someter de manera permanente al enfermo. Sólo si

31
T. Szasz, El mito de la enfermedad mental, Ed. Amorrortu, Bs. As.,
1973, pág. 190.

59
subscribimos en forma seria y honesta a una ética igualitaria, de-
mocrática, se podrá asegurar el cambio hacia posiciones de mayor
dignidad y autorresponsabilidad para los individuos privados de
sus derechos, ya sean estos "esclavos", "pecadores" o "pacientes".
Esto implica tratar a las personas con respeto, consideración y
dignidad en cualquier circunstancia". Szasz afirma en su trabajo
que el enfermo al solicitar auxilio terapéutico ejerce un derecho,
establece una relación igualitaria. Tal auxilio no es dádiva ni con-
cesión de la sociedad en la persona del profesional, sino reclamo
legítimo de un servicio en el cual todo autoritarismo o supremacía
debe ser excluido como pretensiosa ideologización de un vínculo
que busca, en sus raíces, sostener un sistema de explotación, en
este caso, del área salud, en beneficio de quienes representan, en su
nivel, una estructura de dominio y dependencia.
Pensamos que el terapeuta satisface una obligación social para
con un igual al cual no da la salud. El llamado "paciente" es en
realidad agente con el terapeuta de su propia recuperación. Aquí no
caben paternalismos.
Este último punto nos lleva a considerar como modelo de nues-
tras afirmaciones el transformador concepto relacional que en el
vínculo psicoterapeuta-"paciente" ha establecido y desarrollado ope-
rativamente el ya citado Carl Rogers.
Su perspectiva invierte los polos tradicionales de tal relación,
en la cual el paciente es realmente tal y debe ir hacia el terapeuta,
dando lugar a una situación en la cual es el psicoterapeuta quien va
hacia quien lo reclama, obligado a sumirse en el campo de signi-
ficaciones del mismo, abriéndose de "persona a persona" (Rogers)
sin pretender llevarlo a su propio campo teórico o existencial por me-
dio de interpretaciones subjetivas, consejos, directivas, opiniones, o
cualquier tipo de intervencionismo por el cual suscite en el "paciente"
actitudes de dependencia o sumisión, así sea en nombre de una te-
rapéutica transferencia. Su modalidad fue por eso caracterizada
como "no-directiva" o "centrada en el paciente".
Carl Rogers expresa al respecto: "Si el terapeuta adopta un
rol de autoridad o una actitud de superioridad, el paciente reaccio-
nará naturalmente con una actitud de sumisión y dependencia. Di-
cho de otro modo, si uno juega al "papá" el otro jugará al "nene".
Por el contrario, si el terapeuta se presenta como igual, el paciente
tendrá tendencia a responder como igual, si no inmediatamente al
menos gradualmente. Aclaremos que la actitud de superioridad no
toma necesariamente formas groseramente manifiestas, pretencio-
sas o condescendientes. La misma puede provenir de un compor-
tamiento extremadamente simple cuando se da en una situación
que se presta a la percepción de relaciones de superioridad-infe-
rioridad, tal como es el caso de la terapia. Así, acordándose la
prerrogativa de formular cualquier pregunta, de juzgar sobre el
valor racional, moral o práctico de las cosas que le confía el pa-

60
ciente, o aún el guardar un largo y observador silencio, el terapeuta
puede producir una impresión de indudable superioridad. Para un
psicoterapeuta rogeriano tal impresión es algo que directamente
contraría la activación de las fuerzas de crecimiento. En la me-
dida en que el terapeuta afirma su superioridad, el paciente expe-
rimenta su inferioridad o lo que él vive como tal".32
El endiosamiento del psicoterapeuta es un hecho que no es difícil
de palpar a diario por razonables mecanismos transferenciales, pero
también por el establecimiento de destructores vínculos pater-
nalistas, por medio de los cuales, no sin pretensiones "terapéuti-
cas", se cultiva una dependencia en la cual el dominio y sobrepro-
teccién, que ya conocemos, campean la situación, acentuando los
conflictos con una frecuente remisión o desplazamiento de sínto-
mas, que producen en la víctima la ilusión de su "curación" en
manos del paternal taumaturgo. Improcedentes "terapias de apoyo"
son el espacio preferido para operaciones donde se disfrazan la
inepcia del terapeuta y sus neuróticas necesidades afectivas, tan
ilegítimamente satisfechas.
Al respecto, Rogers anota: "Reconozcamos que, salvo en casos
excepcionalmente raros, esta "gerencia" del pensamiento y la vo-
luntad del paciente se hace sin cálculo alguno de parte del terapeu-
ta. No hay duda de que, aceptando ese homenaje, el terapeuta
medio está animado de intenciones fundamentalmente generosas.
Sin embargo, el simple hecho de que lo acepte prueba que carece
de madurez emocional y competencia profesional. La "generosidad"
que no implica madurez no está casi en condiciones de engendrar
resultados muy satisfactorios".33 En nuestra experiencia hemos cons-
tatado tal deficiencia no sólo en psicoterapeutas, sean médicos o
psicólogos, sino particularmente en médicos clínicos, ginecólogos
y psiquiatras clásicos, quienes por su área de trabajo se ven con-
frontados con una problemática emocional del paciente que los
desborda y confunde. En tal situación unos se ven como compelidos
a "hacer algo" para ayudar al paciente, cayendo en el estableci-
miento del típico paternalismo que analizamos; otros, derivan en el
mismo por su "fantasía de poder" ligada fuertemente a una ideología
en virtud de la cual, por su rol y status, la sociedad les ha conce-
dido el poder de curar. Esa convicción, paternalísticamente asi-
milada, les permite operar con una presunción en la cual no
dudan en asumir el control y la orientación de quien reclama sus
servicios, como alguien respecto de quien un manipuleo legalizado
está dentro de sus derechos amparando la posesividad del enfermo
reducido a fuente de satisfacciones y depositario de frustraciones
hondamente personales.
32
C. Rogers y M. G. Kinget, Psychoterapie et Relations Humaines, Ed.
Beatrice-Nauwelaerts,
33
París, 1962, Vol. I ,pág. 97.
O. c. üág. 107.

61
El paternalismo al poder

Hemos definido anteriormente el paternalismo en su noción


más general como la "relación privilegiada" que un individuo o
estructura social instituye sobre otro individuo o estructura social,
con la finalidad de asegurarse el dominio y sobreprotección del
mismo, considerado en situación de inferioridad. Sabemos que la
misma tiene su propia versión en la relación padre-hijo y sabemos
también cómo a esta relación, en un orden social la hallamos encar-
nada en "actitudes-comportamientos sociales" generados por las
correspondientes "ideas-representaciones sociales". Estos dos siste-
mas, dijimos, son el contenido de las ideologías.
Las "ideas" están ligadas a un modo ideológico de percepción
de la realidad, las "actitudes" expresan concretamente ese modo
ideológico en la realidad social.
Las ideologías, se habla así de ideologías dominantes, dominan
con un peso gigantesco por medio de las racionalizaciones, y aún
más por las irracionalidades que las subtienden, el cuadro social
donde operan a través de las distintas instancias mediadoras.
En un planteo netamente marxista la ideología dominante se-
rá la de la clase dominante. Pensamos que en un planteo no mar-
xista, y que por lo tanto no vea la esencia de la dinámica social en
la lucha de clases y la consecuente dictadura de la clase proletaria,
la ideología dominante será atribuible a elementos sociopolítico-
económicos, cuyas raíces admitirán una plurideterminación que, sin
excluir la lucha de clases, reste a ésta su carácter de determina-
ción unívoca. Por el momento la cuestión, para nosotros, queda
abierta.
El paternalismo a través de los siglos se ha estructurado como
una ideología que realiza la definición del mismo que acabamos de
consignar. Insertado en el esquema relacional emergente de la dis-
torsión del vínculo padre-hijo, socialmente se estructurará instau-
rando sistemas autoritarios donde el poder aparecerá con las notas
de dominio, sobreprotección e inferiorización. En una perspectiva
socio-económica, el padre se asegurará un poder que facilite la ex-
plotación del clan o núcleo familiar. En una perspectiva sociopolí-
tica-económica determinadas y variables estructuras de poder (Rey,
Iglesia, Nobleza, Dictador, Partido o Monopolio) reproducirán la
institución (e institucionalización) de la "relación privilegiada" que
asegura la posesión deseada.
Acabamos de decir que el paternalismo se ha estructurado "a
través de los siglos"... ¿podríamos decir a través de los milenios?
Inspirado en los planteos antropológico-psicoanalítícos de Freud, Ge-
rard Mendel3* ha desarrollado una sugestiva hipótesis sobre el rol
si
G. Mendel, La crise des generations, Ed. Payot, París, 1969, cfr. del
mismo autor su obra anterior La révolte contre le Pére, en la misma Ed., 1968.

62
psicosocial de la figura paterna en la civilización humana y su posible
actualización sociopolítica. Las citas del autor nos resultan ineludi-
bles para concretar el eje de su pensamiento.
No somos partidarios de un reductivismo psicologista, menos
aún cuando se trata de discernir una ideología, pero estimamos que
la reflexión socio-psicoanalítica de Mendel aporta posibles luces en
tal tarea. No olvidemos las raíces que en lo psíquico individual y
colectivo hemos ya puesto de relieve, en la primera parte de este
trabajo, respecto de la relación padre-hijo.
"Así, hasta la muy reciente revolución neolítica, hace 6000 años,
es decir, durante decenas de miles de años, el hombre vivió de
los dones de la Tierra, de la Naturaleza, aprehendida consciente y
más aún inconscientemente, como la Madre: cosecha, caza, pesca."
"En 'La Revolte contre le Pére', hemos emitido la hipótesis de
que el nacimiento del Padre psíquico fue muy posterior al de la
Madre-psíquica, que ésta estuvo ligada a la realización progresiva
de un sueño, de la humanidad, a un perfeccionamiento de la de-
fensa contra la angustia del fusionamiento con la imago materna,
a una estructuración al nivel psíquico de un proceso análogo a
aquel que, al nivel orgánico, da nacimiento, por ejemplo, a la homeo-
termia. La elaboración del Padre-psíquico resulta de un meca-
nismo dependiente del principio general de constancia u homeos-
tasis: la tendencia a la autorregulación y a la constancia de los medios
externos."
"A fin de luchar contra la relación cuasi fusional y de dependen-
cia casi absoluta del Yo respecto de las imagos-maternas, la imagen
del padre fue lentamente interiorizada durante la Prehistoria; durante
esta oscura y muy larga noche de los tiempos que precedió a la
era neolítica... "Insistamos sobre el punto siguiente: todo pro-
greso en la interiorización de la imagen paterna arrastraba una
modificación de las Instituciones socio-culturales, las cuales, reflejo
de esta interiorización, las transmitían tal como eran a la generación
siguiente. Por el juego de esta "herencia social" los miembros de
la tribu no partían de un grado cero de la interiorización sino de
un punto y adquirido."
"La terminación de la interiorización de la imago paterna en-
traña la revolución neolítica. Protegido el hombre, intrapsíquicamen-
te, de la fusión con las imagos maternales por el mediador paterno,
se atreve a poner su mano sobre la naturaleza, se atreve a no
ser ya el hijo obediente y sumiso de la Madre, sino proceder a
su explotación metódica, a su utilización racional (cultura, mi-
nería, tejeduría, etc.)".35
Hasta aquí plantea el autor una especie de protohistoria
del paternalismo en el cual desemboca la misma y que es lo que nos

35 O. c, pág. 204 a 206.

63
resulta interesante destacar. Prosigue así su elaboración Mendel
hasta llevarnos al punto en cuestión: "A estas dos dimensiones in-
trapsíquicas: la Madre y el Padre, con sus prolongaciones externas:
la Madre-Naturaleza y el Padre-social, rápidamente habría de unir-
se una tercera dimensión.'
"Esta tercera dimensión está ligada a las consecuencias de la
actividad científica y del desarrollo del Útil. Esta tercera dimen-
sión es la de la técnica y la tecnología... Esta potencia de la
naturaleza "natural" o de la nueva naturaleza tecnológica se ejerce
sobre el hombre doblemente: primero, buscando imponerle su ley
(un solo valor: la vida, un solo derecho: el del más fuerte, respecto
del primer caso; en el segundo, un único valor: el desarrollo téc-
nico acelerado convertido en una finalidad en sí mismo; un único
derecho: obrar en esta dirección); luego, dado el hecho de que
ella tiende a desposeer a la Humanidad de su ideal que es ser ella
misma su propia finalidad y dado además que la misma impone al
hombre una fuerza contra la cual se siente impotente, la nueva na-
turaleza tecnológica es vivida en ambos casos como el retorno a
la situación del niño solo, sin padre, junto a una Madre arcaica
y todopoderosa, fuera y dentro de él, ante la cual se siente im-
potente."
"Luego de la revolución neolítica la evolución de las socieda-
dades aparece ligada a la problemática entre estos dos pares de
fuerzas: la Tecnología y el Padre-social."36
Por este laberíntico recorrido sociopsicoanalítico nos lleva
Mendel a su desembocadura tenebrosa. Acorralado el hombre ante
esta potencia que lo amenaza recurre a una fatal regresión de nivel
sociopolítico: el facismo, como recurso salvador y prototipo actual
del paternalismo. "Esa (regresión), dirá el autor, corresponde al
imposible y falacioso ensayo de retorno a la posición tradicional,
luego de la revolución neolítica, según la cual el individuo estaba
"protegido" por un Padre-social, encarnación de un Poder social,
específicamente paternal por lo tanto".37 "Más allá del analfabe-
tismo político, la sociedad está organizada de tal manera que los
padres son sucesores de los padres en el curso del desarrollo del
niño (o más bien, la apariencia de Padres). Dios-Padre ("Padre
Nuestro que estás en los cielos"), el maestro de escuela, el profesor,
el oficial durante el servicio militar (al coronel se le llama "padre
del regimiento"), el patrón, los sacerdotes ('Padre"), etc. Se trata
aquí de un proceso de condicionamiento psicopolitico que llevará
al sujeto a votar por el candidato del tipo "Padre protector".38
.. ."Cuando un candidato pide que se le haga confianza, él se pro-
pone como un Padre adoptivo protector y marca, implícitamente,
36
37
O.c, pág. 208.
O.c, pág. 214.
38
O.c, pág. 217.

64
por tal39 hecho, el lugar que tendrá el elector y ciudadano: el de un
niño".
Remontándose un poco en el planteo de Mendel nos encontra-
mos con una conceptualización que nos servirá para nuestro ulterior
desarrollo: "El Facismo, cualquiera sea, se define para nosotros por
la existencia de un Poder social tenido en apariencia como "Padre
político protector"; éste no sólo castra al individuo como Todo Padre
político o religioso sino que obedece en realidad a los valores "de
la naturaleza" (la vida como único valor; el derecho sin reserva del
más fuerte, etc.), segregados por esta nueva naturaleza que es la
potencia tecnológica destructora de los valores, vivida inconscien-
temente como nuevo avatar de la Madre arcaica.
El Facismo es la potencia arbitraria, ilimitada, total, de la
Madre arcaica expresada bajo la máscara de un se-dicente:
"Padre".40
Podríamos concluir, por nuestra cuenta, que cuando el hombre
retrocede ante la urgencia de realizar su propia madurez, social en
este caso, recae en el infantilismo facista al cual lo arrastra su bús-
queda del protector paternalista sociopolítico. Tal protección arras-
tra además a esa ruptura absurda de la humana fraternidad que es
el racismo. Recordemos la afirmación de Pagés: "La relación pri-
vilegiada es el fundamento del racismo, así como de aquello que,
más comúnmente, ciertos autores han denominado: personalidad
autoritaria".
Tal "autoridad", decimos nosotros, impone el racismo como
prenda de adhesión por la cual se discrimina a los "fieles" e "infie-
les" al régimen, con consecuencias que sabemos pueden llegar hasta
las atrocidades de toda persecución.
Su consecuencia es su hundimiento en esa nueva Madre-Natu-
raleza tecnológica que lo absorberá posesivamente cosificándolo
y simbiotizándolo bajo el rígido control del Padre-protector y pro-
vidente. Tal panorama fue muy bien sugerido por Orwell en su
obra "1984, y en films como "Farenheit 465" y el reciente: "La
dase obrera va al paraíso".
Frecuentemente se ha vinculado el paternalismo, fuere familiar
o social, al desarrollo de la burguesía en apogeo durante los siglos
XVIII y xix y hoy decadente en sus formas más puras. Su perfil psico-
social41 nos lo señala con características donde juegan fundamental-
mente el individualismo, el afán de poder y lucro, el conservadorismo,
el celo por el orden establecido, el nacionalismo, el aristocratismo,
la ambivalencia.
39 o . c, pág. 222.
i0
O. c, pág. 219.
41
Cfr. sobre este tema el excelente capítulo de Henri Lefebre, Psycholo-
gie des classes sociales en Traite de Sociologie, G. Gurvitch y otros. Ed.
P.U.F., París, T. II, 1960.

65
La burguesía industrial, particularmente, ante la "rebelión de
las masas" necesitó en nuestro siglo erigir Padres-protectores que
la aseguraran. Sabemos que los agobiadores ejemplos de un Hitler
y un Mussolini son casi inexplicables sin captar la red industrial y
financiera contando con la cual pudieron erigir sus expresionistas
imperios totalitarios. Distintos y hasta refinados grados de la
técnica y la tecnología fueron puestos literalmente a su servicio
para asegurar el orden establecido. Carismáticos, Redentores, Sal-
vadores, los distintos caudillos de uno y otro lado del Atlántico,
pues no debemos olvidar nuestra aún no acabada historia de "cau-
dillaje", se irguieron en la figura del Caudillo, Führer, Líder, Jefe,
Duce...
El aislamiento del proletariado y la dimisión de la burguesía
hacen posible esos "monumentos" vivientes de "Padres de la Pa-
tria"... En irónica paráfrasis podemos decir que: "ti Duce sem-
pre se-duce" ... Hay siempre un fatal juego de enajenación, de
fascinación, en el cual el "Conductor" (Duce) seduce, etimológi-
camente, "Ueva-tras-de-sí", arrastra, multitudes que ven en él ese
Padre-protector que asegurará entre riguroso y benevolente un
"orden familiar". Todo fascismo, y sus formas son variadas, teje
una historia llena de intriga, traición, sometimiento, obsecuencia,
entre los "hermanos" dispuestos a mantener en su puesto a seme-
jante "Padre". En una "relación privilegiada' por antonomasia, que
busca alimentar constantemente ese goyesco padre "devorando a
sus hijos", su posesividad ejercida por formas de dominio y sobre-
protección va desde lo ridículo hasta lo aberrante.
Una exhaltación místico-vitalista, el supernacionalismo, una
infantilizada entrega "al "Salvador", son las "wagnerianas" notas
que en muchos textos, particularmente del nazismo y "fascismo",
escuchamos no sin estremecimiento. Aquí el Paternalismo se cons-
tituye en esa seudoepopeya donde naufraga lo auténticamente hu-
mano. Enorme caballo de Troya, el don que de sí hace el Padre-
protector encierra tan sólo su poderosa fuerza para saquear a quie-
nes lo reciben con infantil alegría.
Las hipótesis de Mendel ya anotadas, en las cuales la nueva
Madre-Naturaleza-Tecnológica es la que, en último término, sos-
tiene a tal "Padre-seductor", podrían corroborarse a un nivel polí-
tico-socioeconómico si no olvidamos que ordinariamente, la pater-
nalista burguesía industrial es la que "paga" el montaje escénico
asegurando así sus intereses de todo tipo. Pensamos que nuestro
análisis puede pecar por "tipificante" en el plano social. Cabría
preguntarse sobre la dinámica que, en nuestro medio latinoameri-
cano, ha jugado la burguesía terrateniente y sobre la emergencia
de los caudillos en áreas socialistas.
Si miramos nuestra realidad histórico-social encontramos una
ilustración sugestiva en Pérez Amuchástegui al consignar lo si-
guiente: "Para emancipar a las masas ignorantes es preciso edu-
carlas. Las masas no tienen sino instintos: son más sensibles que
racionales; quieren el bien y no saben dónde se halla; desean ser
libres y no conocen la senda de la libertad'.,42 Este pensamiento
de Echeverría está hondamente arraigado en la oligarquía pa-
ternalista. Conforme a tales conceptos, la cosa pública no puede
dejarse en las manos de personas no acostumbradas al "métier"
político. Por otra parte, la "razón colectiva" en que reside la sobe-
ranía del pueblo, se halla en los círculos ilustrados, activos, crea-
dores de la cultura, pero no en las campañas bárbaras y pasivas,
ni en la masa ignorante. De acuerdo con los principios de Echeve-
rría, estas últimas tendrán que aprender las pautas señaladas
por quienes están "civilizados", antes de pretender manejar los
intereses del Estado.
La oligarquía protege a todos. Y es una "oligarquía paternalis-
ta", porque tiene el sincero convencimiento de que la masa popular
queda bajo su tutela y salvaguardia".43
Los latigazos de un liberalismo decimonómico marcan en rojo
nuestro autóctono paternalismo oligárquico en frases como las an-
teriores. Esa oligarquía se da como misión la emancipación (iróni-
camente la etimología de esa palabra es "liberación") de "las masas
ignorantes" a quienes con desdén protector ven como irracionales,
ciegas y necias. En ella se hacen sensibles esa autosuficiencia e
inferiorización del otro, ese tutelaje salvacionista "cultoso" y mo-
ralista que, entre el rigor y la benevolencia, hemos destacado ya
como elementos que lo definen, aún dentro del más "sincero con-
vencimiento" sin duda también existente.
Nuestra historia, grande y menuda, ha conocido muchas fa-
cetas y coyunturas de ese paternalismo oligárquico, sus personajes
ya los conocemos. Recientemente lo vivimos, en su forma oligárqui-
ca-militar, "católica" y moralizante, y esa forma da lugar al fin a
un paternalismo populista, que resonantemente se abre paso en las
masas, ansiosas de ver saciados sus reiterados reclamos, en el fondo,
siempre defraudados.
Es que el paternalismo político no es unívoco. El totalita-
rismo fascista nos muestra su forma paroxística, pero antes de
llegar a ella hay un largo recorrido de modalidades mitigadas en
las cuales balancea su peso, una vez más, enfatizando sus pola-
ridades que dan lugar a matices que van desde el despotismo al
laissez-faire.
No deberíamos omitir el mencionar el paternalismo-socioeconó-
mico, con todas sus implicancias políticas, que representó el colo-
nialismo "clásico" o el más o menos solapado neocolonialismo ac-
tual. En ellos la empresa colonial asume el rol que analizamos en
42
E. Echeverría, Dogma Socialista, Bs. As., La Facultad (Bibl Ar-
gentina, Vol. I I ) , 1915, pág. 185-187.
43
A. J. Pérez Amuehástegui, Mentalidades argentinas (1860-1930), Ed.
Eudeba, Bs. As.,1965, pág. 19-20. El subrayado es nuestro. Resumimos la
substancia del texto.

67
nombre de las "patrias" de ultramar, o más recientemente, en el
de los anónimos monopolios internacionales. En relación a los mis-
mos, el Ministro de Economía denunció en abril último que: "Mien-
tras el mundo evoluciona, los organismos financieros continúan ma-
nejándose como si fuera posible preservar una estrategia de opera-
ciones que respondía muy parcialmente a las verdades de hace una
década. Además hoy más que nunca es imposible basar las relaciones
entre países en principios de paternalismo, desbordados por la época
y las aspiraciones de nuestros pueblos".
Las empresas coloniales instituyen Protectorados y Dominios
que intentan disimular su finalidad de explotación y sometimiento
(de sobreprotección y dominio paternalista) con pretensiones ci-
vilizadoras y salvadoras. El esquema concreto puede variar pero
la realidad disfrazada es siempre la misma, ya lo hemos visto, y
el paternalismo político se realiza en el ejercicio del poder po-
lítico-económico con características constantes que nos son co-
nocidas.

CONCLUSIONES

Intentando una perspectiva de antropología metapsicológica


—Freud la intentó— podríamos decir que la horda humana se en-
cauzó hacia la hominización al tener que realizar un mutuo reco-
nocimiento fraternal que la salvara del caos fratricida. Muerto el
Padre despóticamente protector, sólo un "salto" humano podía sal-
var la situación.
En ese camino evolutivo de la Humanidad, que aún está en
proceso, una progresiva humanización dependerá en buen grado
de que el grupo humano sepa realizarse fraternalmente aceptando una
herencia de paternidad no paternalista como horizonte en el cual se
concreta, evitando, una vez más, un nuevo caos fratricida.
En nuestro recorrido hemos tratado de descubrir la trama del pa-
ternalismo. Nos parece inadecuado, por lo visto, considerarlo como
engendrado en una distorsionada relación familiar padre-hijo. Pen-
samos más bien que, en lugar de reducirlo a esta matriz donde es
enorme el peso psicológico, debemos ver en ella una realización mo-
delo, a partir de determinadas condiciones de la personalidad hu-
mana (¿occidental solamente?1) puesta en situación de familia. Pero
esa relación en sí sería derivación, primaria tal vez, de una ideología
de poder. Hemos señalado que, en sus distintas formas, se revela
con las notas de un dominio opresivo en relación a un polo inte-
riorizado, frente al cual se constituye como relación privilegiada.
En un nivel de realidad psicosocial, históricamente desarrollado,
esa ideología paternalista de dominio-opresión-inferiorización, ha en-
gendrado sus modos: familiar, educacional, económico, político, etc.

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de realización. En el fondo de todos ellos resuenan tal vez los ecos
"hobbesianos" de esa ya conocida "lucha del hombre contra el hom-
bre", insertada en el multisecular y reiterado esfuerzo por construir
una sociedad fraternal, una sociedad de adultos iguales que no ne-
cesiten oprimir, explotar o inferiorizar a sus pares, ni someterse, in-
teriorizarse o protegerse infantilmente, erigiendo seudo-padres, sean
éstos individuos o instituciones.
El paternalismo: Ideología de poder-opresivo, marcaría por lo
tanto una constante psicosocial en torno de la cual los distintos mo-
mentos históricos, tejidos por los complejos sistemas de "ideas repre-
sentaciones" y "actitudes comportamientos" que conforman esa tota-
lidad estructural, expresan ese común denominador y (dominador)
ideológico.
Entiéndase que al vislumbrar ese trasfondo de "lucha' humana
no postulamos una reducción moral del problema, sutil paternalismo,
ni aún un ontologismo idealista que nos hablara de una fatal "esencia"
humana en acción. Creemos que la visión ha de ser la de una dia-
léctica antropológieo-social.
En el juego incesante de estos polos el paternalismo como ideo-
logía de poder hace su historia.

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