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ZAZIE
EN EL "METRO"
PLAZA & JANES, S. A.
Editores BUENOS AIRES • BARCELONA - MÉXICO, D. F.
CAPITULO PRIMERO
« ¿Por qué apestan tanto? —se preguntó Gabriel, abrumado—. Es increíble, no se limpian
jamás. En el periódico dicen que ni el once por ciento de las viviendas de París tienen cuarto de
baño, cosa que no me sorprende, pero uno se puede lavar sin ellos. Todos esos que me rodean
no deben de hacer grandes esfuerzos. Por otra parte, tampoco es una selección entre lo más
cochambroso de París. No hay razón. El azar los ha reunido. No puede suponerse que la gente
que aguarda en la estación de Austerlitz huela peor que la que espera en la estación de Lyon.
No, de verdad, no hay razón. Pero ¡qué olor, de todos modos!»
Gabriel se sacó de la manga un pañuelo de seda color malva y se taponó las napias.
— ¿Qué es lo que apesta así? —dijo una mujer en voz alta.
No pensaba en ella al decirlo; no era egoísta; lo que quería era hablar del perfume que emanaba
del caballerete.
—Esto, buena mujer —contestó Gabriel, que era rápido en la réplica—, es Barbouze, un
perfume de chez Fior.
—No debería permitirse que la gente apestara de este modo —continuó la chismosa, segura de
estar en su derecho.
—Si lo comprendo bien, buena mujer, crees que tu perfume natural hace la competencia al de
los rosales. Pues bien, te equivocas, buena mujer, te equivocas.
— ¿Lo estás oyendo? —dijo la buena mujer a un tipejo que estaba a su lado, probablemente el
que tenia derecho a ella legalmente—-. ¿Estás oyendo cómo me falta al respeto, ese gran
marrano?
El tipejo examinó la pinta de Gabriel y se dijo que era un tío fuerte, pero los tíos fuertes suelen
ser bonachones y no abusan nunca de su fuerza; sería una cobardía por su parte. Muy jaque,
gritó:
—Apestas, eh, gorila.
Gabriel suspiró. Otra vez recurrir a la violencia. Esta obligación le asqueaba. Ya desde el primer
hombre, siempre había ocurrido lo mismo. Pero, en fin, lo que hace falta, hace falta. No era
culpa suya, de Gabriel, si los débiles siempre encocoraban a todo el mundo. Sin embargo, le
dejaría una oportunidad al moscardón.
— ¿A que no lo repites? —dice Gabriel.
Un poco asombrado de que el jampón replicara, el tipejo se tomó tiempo para espetar la
respuesta:
—Repetir ¿qué?
No estaba descontento de su fórmula, el tipejo. Sólo que, como su costilla insistió, se inclinó
para proferir este pentasílabo monofásico:
—Loquelasdicho...
El tipejo se atemorizó. Era el momento, para él, de forjarse algún escudo verbal. El primero que
encontró fue un endecasílabo:
—Primero, le prohibo tutearme.
—Cobardica —replicó Gabriel con sencillez.
Y levantó el brazo como si quisiera darle un tortazo a su interlocutor. Sin insistir, éste se dejó
caer al suelo, entre las piernas de la gente. Tenía muchas ganas de llorar. Afortunadamente, he
aquí que el tren entra en la estación, lo que cambia el paisaje. El gentío perfumado dirige sus
múltiples miradas hacia los que llegan, que comienzan a desfilar, con los hombres de negocios
en cabeza a paso ligero con sus carteras de mano por todo equipaje y su aire de saber viajar
mejor que los demás.
Gabriel mira a lo lejos; ellas, ellas deben de estar atrás, las mujeres siempre están atrás; pero no,
que surge una mocosa y le dice:
—Yo soy la Zazie, apuesto que tú eres mi tito Gabriel.
—Yo soy, en efecto —responde Gabriel, ennobleciendo su tono—. Sí, soy tu tito.
La chica se ríe. Gabriel, sonriendo educadamente, la toma en brazos, la levanta a la altura de sus
labios, la besa, ella le besa, y él la vuelve a bajar.
—No hueles nada bien —dice la pequeña.
—Barbouze de chez Fior —explica el coloso.
— ¿Me pondrás un poco detrás de las orejas?
—Es un perfume de hombres.
—Ya ves el objeto —dice Jeanne Lalochére que se acerca por fin—. Has querido encargarte de
él; pues aquí lo tienes.
—Todo se arreglará —dice Gabriel.
— ¿Puedo confiar en ti? Comprenderás que no quiero que se haga violar por toda la familia.
—Pero, mamá, sabes bien que la última vez llegaste justo a tiempo.
—En todo caso —dice Jeanne Lalochére—, no quiero que se repita.
—Puedes estar tranquila —dice Gabriel.
—Bueno. Entonces os encuentro aquí pasado mañana para el tren de las seis y sesenta.
—Andén salida —dice Gabriel.
—Natürtich —dice Jeanne Lalochére, que había estado «ocupada»—. A propósito, y tu mujer,
¿qué tal?
—Bien, gracias. ¿No vendrás a vernos?
—No tengo tiempo.
—Cuando tiene un fulano es así —dice Zazie—, la familia ya no cuenta para ella.
—Hasta la vista, cariño. Hasta la vista, Gaby.
Y se larga.
Zazie comenta los acontecimientos: —La tiene loquita.
Gabriel se encoge de hombros. No dice nada. Coge el maletín de Zazie. Ahora, dice algo. —
Andando —dice.
Y se lanza, proyectando a derecha e izquierda todo lo que se encuentra en su trayectoria. Zazie
galopa detrás.
—Tito —grita—, ¿tomamos el «metro»?
—No.
— ¿Cómo que no?
Se ha parado. Gabriel hace alto también, se vuelve, deja el maletín y se pone a explicar:
—Pues sí: no. Hoy, no se puede. Hay huelga.
-— ¿Hay huelga?
—Pues sí: hay huelga. El «metro», ese medio de transporte eminentemente parisiénse, se ha
quedado dormido bajo tierra, porque los empleados de las taladradoras han cesado el trabajo.
—Ah, los muy cerdos —exclama Zazie—, ah los muy asquerosos. Hacerme eso a mí.
—No te lo hacen solamente a ti —dice Gabriel perfectamente objetivo.
—Me importa un pito. Me ocurre a mí, yo que era tan feliz, tan contenta y lo demás de irme a
pasear en «metro». Mecachis, qué asco.
—Tienes que ser razonable —dice Gabriel, cuyas palabras se matizaban a veces de un tomismo
ligeramente kantiano.
Y pasando al plano de la cosubjetividad, añadió:
—Además, hay que darse prisa: Charles espera.
— ¡Oh, ésta la conozco! —protestó Zazie, furiosa—, La he leído en las memorias del general
Vermot.
—No —dijo Gabriel—, no, Charles es un amiguete y tiene cacharro. Me nos lo he reservado
precisamente a causa de la huelga, su cacharro. ¿Has comprendido? En marcha.
Asió de nuevo la maletita con una mano, y con la otra arrastró a Zazie.
Charles, en efecto, esperaba leyendo en un semanario la crónica de los corazones sangrantes.
Buscaba, ya hacía años que buscaba, una jamona a quien poder hacer donación de las cuarenta y
cinco cerezas de su primavera. Mas las tales que, así por las buenas, se lamentaban en aquella
gaceta, las encontraba siempre sea demasiado bobas, sea demasiado falsas. Pérfidas o solapadas.
Husmeaba la paja en las vigas de las lamentaciones y descubría el mal bicho en potencia en la
muñeca más lastimada.
—Buenos día, pequeña —le dijo a Zazie sin mirarla, poniendo cuidadosamente la publicación
bajo sus nalgas.
—No es fea su albardilla —dijo Zazie.
—Sube —dijo Gabriel—, y no seas «snob».
—«Snob», mis narices —dijo Zazie.
—Graciosa, tu sobrinita —-dijo Charles, instándola a la charla.
Con mano ligera, pero poderosa, Gabriel hace sentar a Zazie en el fondo del cacharro, y luego se
instala a su lado.
Zazie protesta.
—Me estás chafando —aúlla loca de rabia.
—Eso promete —observa sucintamente Charles con voz apacible.
Arranca.
Ruedan un poco; luego, Gabriel, con gesto magnífico, muestra el paisaje.
—¡Ah, París —profiere en tono alentador—, qué bonita ciudad! Mira qué bonito es eso.
—Y a mí qué —dice Zazie—, yo lo que quería era ir en «metro».
—¡El «metro»! —muge Gabriel—. ¡El «metro»! ¡Míralo!
Y señala con el dedo algo en el aire.
Zazie frunce las cejas. Desconfía.
—¿El «metro»? —repite—. El «metro» —añade con desdén—, el «metro» está bajo tierra, el
«metro». Vaya, hombre.
—Ése —dice Gabriel— es el aéreo.
—Entonces, no es el «metro».
—Te explicaré —dice Gabriel—. A veces, sale de tierra y vuelve a remeterse.
—Cuentos.
Gabriel se siente impotente (gesto); luego, deseoso de cambiar de conversación, señala de nuevo
algo en el camino.
—¡Y eso! —muge—. ¡Mira! ¡El Panteón!
—¡Qué cosas hay que oír!. —dice Charles sin volverse.
Conducía lentamente para que la pequeña pudiese ver las curiosidades, instruyéndose encima.
—¿Acaso no es el Panteón? —pregunta Gabriel.
Hay algo de burlón en su pregunta.
—No —-dice Charles con fuerza—. No, no y no, no es el Panteón.
—Entonces, ¿qué es, según tú?
La guasa del tono se vuelve casi ofensiva para el interlocutor, quien, por lo demás, se apresura a
confesar su derrota.
—No lo sé —dice Charles,
—Eso. Ya lo ves.
—Pero no es el Panteón.
Y es que Charles es un terco, a pesar de todo.
—Se lo preguntaremos a un transeúnte —propone Gabriel.
—Los transeúntes son todos unos mastuerzos.
—Eso sí que es verdad —dice Zazie.
Gabriel no insiste. Descubre un nuevo tema de entusiasmo.
—Y eso —exclama—, eso es...
Pero le corta la palabra una exclamación de su cuñado.
—Ya lo tengo —grita éste—. El chisme que acabamos de ver no era el Panteón, era la estación
de Lyon.
—Tal vez —dice Gabriel con desenfado—, pero ahora ya pertenece al pasado, no hablemos más
de él, en tanto que eso, pequeña, mira si no es mono como arquitectura, son los Inválidos...
—Has metido la pata —dice Charles—, eso no tiene nada que ver con los Inválidos.
—Bueno —dice Gabriel—, si no son los Inválidos, dinos lo que es.
—No estoy seguro —dice Charles—, pero todo lo más es el cuartel de Reuilly.
—Vosotros —dice Zazie con indulgencia—, vosotros dos sois unos guasones.
—Zazie —declara Gabriel adoptando un aire majestuoso encontrado sin dificultad en su
repertorio—, si te gusta ver de verdad los Inválidos y la tumba auténtica de Napoleón, yo te
llevaré.
—Napoleón, mis narices —replica Zazie —. No me interesa nada ese engreído, con su
sombrero a lo tonto.
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—Entonces, ¿qué es lo que te interesa? Zazie no contesta.
—Sí —dice Charles con inesperada amabilidad—, ¿qué es lo que te interesa? —El «metro».
Gabriel dice: Ah. Charles no dice nada. Luego, Gabriel reanuda su discurso y vuelve a decir:
Ah. —¿Y cuándo se va a terminar, esa huelga? —pregunta Zazie, inflando sus palabras de
ferocidad. —Yo qué sé —dice Gabriel—, yo no hago política.
—No es política —dice Charles—, es por el cocido.
—Y usted, señor —le pregunta Zazie—, ¿hace huelga alguna vez?
—Naturalmente, caramba, para hacer subir la tarifa.
—Más bien tendrían que bajarla, su tarifa, con un carretón como el suyo, que no los hay más
pringosos. ¿No lo habrá encontrado a orillas del Marne, por un casual?
—En seguida llegamos —dice Gabriel, conciliador—. Ahí está el estanco de la esquina.
—¿De qué esquina?
—De la esquina de mi casa donde vivo —responde Gabriel candorosamente.
—Entonces —dice Charles—, no es ése.
—¿Cómo? —dice Gabriel—. ¿Pretenderás que no es ése?
—Ya está bien —exclama Zazie—, vais a empezar otra vez.
—No, no es ése —responde Charles a Gabriel.
—No obstante, es verdad —dice Gabriel mientras pasan delante del estanco—; a ése no he ido
nunca.
—Dime, tito —pregunta Zazie—, cuando desbarras así, ¿lo haces aposta o es sin querer?
—Es para hacerte reír, hija mía —responde Gabriel.
—No hagas caso —dice Charles a Zazie—, que no lo hace aposta.
—No tiene gracia —dice Zazie.
—La verdad —dice Charles— es que tan pronto lo hace aposta como no.
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—¡La verdad! —exclama Gabriel (gesto)—. ¡Como si tú supieras lo que es! Como si alguien en
el mundo lo supiera. Todo eso es falso: el Panteón, los Inválidos, el cuartel de Reuilly, el
estanco de la esquina, todo. Sí, falso.
Añade, abrumado:
—¡Qué penal
—¿Quieres que nos paremos a tomar el aperitivo? —pregunta Charles,
—Buena idea,
—¿En La Cave?
—¿En Saint Germain-des-Prés? —pregunta Zazie, que ya se agita.
—Pero ¿qué te has creído, hijita? —dice Gabriel—. Está completamente pasado de moda.
—Si quieres insinuar que no estoy al día —dice Zazie—, yo puedo contestarte que tú no eres
más que un viejo tonto.
—¿Has oído? —dice Gabriel.
—Qué quieres —dice Charles—, es la nueva generación.
—La nueva generación —dice Zazie— te manda a eso...
—Vale, vale —dice Gabriel—, hemos comprendido. ¿Y si fuésemos al estanco de la esquina?
—De la verdadera esquina —dice Charles.
—Sí —dice Gabriel—. Y después te quedas a cenar con nosotros.
—¿No estaba convenido?
—Sí.
—Entonces...
—Entonces, lo confirmo.
—No hay por qué confirmarlo, ya que estaba convenido.
—Entonces, digamos que te lo recuerdo, por si lo habías olvidado.
—No lo había olvidado.
—Conque te quedas a cenar con nosotros.
—Bueno, porras —dice Zazie—. ¿La tomamos, esa copa?
Gabriel se extrae con habilidad y ligereza del cacharro. Todos se sientan en torno a una mesa, en
la acera. La camarera se acerca con negligencia. Zazie expresa en seguida su deseo:
—Un cacocaló —va y pide.
—No hay —van y le contestan.
—¡Vaya! —protesta Zazie—, ¡Vaya mundo!
Está indignada.
—Para mí —dice Charles —será un beaujolais.
—Y para mí —dice Gabriel—, leche con granadina. ¿Y tú? —le pregunta a Zazie.
—Ya lo he dicho: un cacocaló.
—Te han dicho que no hay.
—Lo que quiero es un cacocaló.
—Por mucho que lo quieras —dice Gabriel con suma paciencia—, estás viendo que no tienen.
—¿Por qué no tienen ustedes? —pregunta Zazie a la camarera.
—Pues eso (gesto).
—Una cerveza con gaseosa, Zazie —propone Gabriel—, ¿no te gustaría?
—Lo que quiero es un cacocaló y nada más.
Todos se ponen pensativos. La camarera se rasca un muslo.
—Aquí al lado tienen. En casa del italiano.
—Bueno —dice Charles—, ¿viene ese beaujolais?
Van a buscarlo. Gabriel se levanta, sin comentarios. Desaparece con celeridad y pronto vuelve
con una botella de cuyo gollete emergen dos pajas. La pone delante de Zazie.
—Toma, pequeña —dice con voz generosa.
Sin decir palabra, Zazie coge la botella y se pone a tocar el canutillo.
—Ya está, lo ves —dice Gabriel a su compañero—, no era difícil. A los chicos basta con
comprenderles.
CAPÍTULO II
—Es aquí —dice Gabriel.
Zazie examina la casa. No comunica sus impresiones.
—¿Qué dices? —-preguntó Gabriel—. ¿Te vale?
Zazie hizo un signo que parecía indicar que se reservaba la opinión.
—Yo —dijo Charles— voy a ver a Turandot; tengo algo que decirle.
—Comprendido —dijo Gabriel.
—¿Qué es lo que hay que comprender? —preguntó Zazie.
Charles bajó los cinco peldaños que conducían de la acera al café-restaurante La Cave, empujó
la puerta y se acercó al mostrador de zinc, que era de madera desde la ocupación.
—Buenos días, señor Charles —dijo Mado Piececitos, que estaba sirviendo a un cliente.
—Buenos días, Mado —respondió Charles sin mirarla.
—¿Es ella? —preguntó Turandot.
—Esatamente —respondió Charles.
—Es más alta de lo que pensaba.
—¿Y qué?
—No me gusta. Se lo he dicho a Gaby: no quiero cuentos en casa.
—Mira, tráeme un beaujolais.
Turandot le sirvió en silencio, con aire meditabundo. Charles se sopló su beaujolais, se enjugó el
bigote con el dorso de la mano y luego miró distraídamente hacia fuera. Para hacerlo, había que
erguir la cabeza, y no se veía más que pies, tobillos, bajos de pantalones y a veces, con suerte,
un perro completo, un basset. Colgada al postigo, una jaula albergaba a un loro triste. Turandot
llenó el vaso de Charles y se sirvió un trago. Mado Piececitos fue a ponerse detrás del
mostrador, al lado del dueño, y quebró el silencio.
—Señor Charles —dice—, es usted un melancólico.
—Melancólico, mis narices —-replica Charles.
—De verdad —exclamó Mado Piececitos— que no está usted hoy muy amable.
—Ma hace gracia —dijo Charles con aire siniestro—. Así es como habla la mocosa.
—No comprendo —dijo Turandot, un poco mosca.
—Muy sencillo —dijo Charles—. No puede decir una palabra, la chiquilla, sin añadir después:
y mis narices.
—¿Y une el gesto a la palabra? —preguntó Turandot.
—Todavía no —respondió gravemente Charles—, pero ya llegará.
—Ah, no —gimió Turandot—; ah, eso no.
Se cogió la cabeza con las manos e hizo el fútil simulacro de querérsela arrancar. Luego
continuó su discurso en estos términos:
—No quiero en casa a una zarrapastrosa que diga esas impertinencias, caramba. Ya lo estoy
viendo, pervertirá a todo el barrio. Dentro de ocho días...
—No se queda más que dos o tres días —dijo Charles.
—¡Son demasiados! —gritó Turandot—. En dos o tres días habrá tenido tiempo de escandalizar
a todos los viejos chochos que me honran con su clientela. Ni quiero líos, ¿me oyes?, no quiero
líos.
El loro, que se mordisqueaba una uña, bajó la mirada e, interrumpiendo su toilette, intervino en
la conversación.
—Hablas —dijo Laverdure—, hablas, esto es todo lo que sabes hacer.
—Tiene toda la razón —dijo Charles—. Después de todo, a mí no tienes que contar tus
historias.
—Me cisco en él —dijo Gabriel afectuosamente—, pero me pregunto por qué has ido a repetirle
las palabrotas de la pequeña.
-—Yo soy franco —dijo Charles—, Además, no puedes ocultar que tu sobrina es una mal
educada. Dime, ¿es que tú hablabas así, de chico?
—No —responde Gabriel—, pero yo no era una niña.
—A la mesa —dice dulcemente Marceline, trayendo la sopera—. Zazie, a la mesa.
Se pone a verter dulcemente contenidos de cazo en los platos.
—Ja, ja —dice Gabriel con satisfacción— caldo.
—No exageremos —dice dulcemente Marceline.
Zazie acude por fin a reunirse con ellos. Se sienta y comprueba, despechada, que tiene hambre.
Después de la sopa, había morcilla con patatas saboyanas, y después foie-gras (que Gabriel traía
del cabaret; no podía remediarlo, estaba al alcance de su mano), y luego un postre de lo más
azucarado, y después café repartido en tazas, café porque Charles y Gabriel currelaban los dos
de noche. Charles se fue en seguida después de la sorpresa esperada de una granadina al kirsch;
Gabriel no entraba en su tajo antes de las once. Alargó las piernas por debajo de la mesa y
sonrió a Zazie, que estaba muy tiesa en su silla.
—Así que, ahora es cuestión de irse a dormir, ¿no?
—¿«Irse», quién? —preguntó ella.
—Pues tú, claro —respondió Gabriel cayendo en la trampa—. ¿A qué hora te acostabas, allá?
—Aquí y allá, son dos cosas distintas, espero.
—Sí —dijo Gabriel, comprensivo.
—Por eso me dejan aquí, para que no sea lo mismo que allá. ¿O no?
—Sí.
—¿Dices que sí porque sí o es que lo piensas de veras?
Gabriel se volvió hacia Marceline, que sonreía:
—¿Ves lo bien que razona una mocosa de esta edad? Uno se pregunta qué necesidad hay de
mandarlas a la escuela.
—Yo —declaró Zazie— quiero ir a la escuela hasta los sesenta y cinco años.
—¿Hasta los sesenta y cinco años? —repitió Gabriel, un si es no es sorprendido.
—Sí —dijo Zazie—, quiero ser maestra.
—No es mal oficio —dijo dulcemente Marceline—. Hay la jubilación.
Añadió esto automáticamente porque conocía bien la lengua francesa.
—Jubilación, mis narices —dijo Zazie—. Yo, no es por la jubilación que quiero ser maestra.
—No, claro —dijo Gabriel—, ya lo sospechábamos.
—Entonces, ¿por qué es? —preguntó Zazie.
—Tú nos lo explicarás.
—¿No lo adivinas, solo?
—Es lista la juventud de hoy en día, de todos modos —dijo Gabriel a Marceline.
Y a Zazie:
—Entonces, ¿por qué quieres ser maestra?
—Para fastidiar a las chicas —respondió Zazie—. Las que tengan mi edad dentro de diez años,
dentro de veinte años, dentro de cincuenta años, dentro de mil años, siempre chicas que
fastidiar.
—Bueno —dijo Gabriel.
—Tendré toda la mala uva con ellas. Les haré lamer el piso. Les haré comer la esponja del
encerado. Les clavaré compases en el pompis. Les daré puntapiés en las nalgas. Con botas, pues
las llevaré. En invierno. Así de altas (gesto). Con grandes espuelas para acribillarles la carne de
las posaderas.
—¿Sabes? —dijo Gabriel con calma—. Según dicen los periódicos, no es precisamente en ese
sentido que se orienta la educación moderna. Precisamente es todo lo contrario. Se tiende a la
suavidad, a la comprensión, a la amabilidad. ¿Verdad, Marceline, que dicen eso en el periódico?
—Sí —contestó dulcemente Marceline—. Pero tú, Zazie, ¿es que te han maltratado en la
escuela?
—¡No faltaría más!
—Por otra parte —dijo Gabriel—, dentro de veinte años, ya no habrá maestras: serán sustituidas
por el cine, la teleúve, la electrónica y tinglados parecidos. También lo ponía el papel el otro
día. ¿Verdad, Marceline?
—Sí —respondió dulcemente Marceline.
Zazie consideró ese porvenir un instante.
—Entonces —declaró—, seré astronauta.
—Eso es —dijo Gabriel, aprobador—. Eso es, hay que ser de su tiempo.
—Sí —continuó Zazie—, seré astronauta para jorobar a los marcianos.
Gabriel, entusiasmado, se dio una palmada en los muslos:
—Tiene ideas, la pequeña.
—De todos modos, tendría que ir a acostarse —dijo dulcemente Marceline—. ¿No estás
cansada?
—No —contestó Zazie, bostezando.
—Está cansada, esta pequeña —continuó dulcemente Marceline, dirigiéndose a Gabriel—;
tendría que ir a acostarse.
—Tienes razón —dijo Gabriel, que se puso a pergeñar una frase imperativa y, de ser posible, sin
réplica.
Antes de que hubiese tenido tiempo de formularla, Zazie le preguntó si tenían la teleúve.
—No —dijo Gabriel—. Prefiero el cinemascope— añadió con mala fe.
—Entonces, podrías convidarme a cinemascope.
—Es demasiado tarde —dijo Gabriel—. Además, no tengo tiempo; entro en mi tajo a las once.
—Podemos prescindir de ti —dijo Zazie—. Mi tía y yo iremos las dos solas.
—No me gustaría —dijo Gabriel lentamente, con aire feroz.
Miró a Zazie a los ojos y añadió malignamente:
—Marceline no sale nunca sin mí.
Prosiguió:
—Eso no te lo voy a explicar, pequeña, sería demasiado largo.
Zazie desvió la mirada y bostezó.
—Estoy cansada —dijo—, voy a acostarme.
Se levantó. Gabriel le ofreció la mejilla. Ella le besó,
CAPÍTULO III
En un rincón de la estancia, Marceline había instalado una especie de cuarto de aseo, una mesa,
una jofaina, un bocal, todo como si hubiese sido en una aldea apartada. Así Zazie no se sentiría
inadaptada. Pero Zazie estaba inadaptada. Usaba y conocía múltiples maravillas del arte
sanitario. Asqueada por aquel primitivismo, se humedeció un poco aquí y allá y se pasó el peine
una sola vez por el pelo.
Miró al patio: no pasaba nada. En el piso, lo mismo, parecía no pasar nada. Con la oreja pegada
a la puerta, Zazie no percibía el menor ruido. Salió silenciosamente de su habitación. El salón
comedor estaba oscuro y en silencio. Y andando con un pie justo delante del otro, palpando la
pared y los objetos, lo que es todavía más divertido si se cierran los ojos, llegó a la otra, que
abrió con notables precauciones. La otra estancia estaba igualmente a oscuras y en silencio;
alguien dormía en ella apaciblemente. Zazie volvió a cerrar, hizo marcha atrás, lo que siempre
es divertido, y al cabo de un rato sumamente prolongado alcanzó una tercera puerta que abrió
con no menos grandes precauciones que las precedentes. Se encontró en la entrada que
alumbraba con dificultad una ventana adornada de cristaleras rojas y azules. Otra puerta más
que abrir y Zazie descubre la meta de su excursión: el doblewecé.
Como era a la inglesa, Zazie vuelve a tomar contacto con la civilización para pasar allí un buen
cuarto de hora. Encuentra el lugar no solamente útil sino alegre. Está muy limpio, esmaltado.
El papel de seda se arruga gozosamente entre los dedos. En aquel momento de la jornada hasta
hay un rayo de sol: un vapor luminoso baja del postigo, Zazie reflexiona largo rato y se pregunta
si va a tirar de la cadena o no. Pues seguramente eso va a producir confusión. Titubea, se decide,
tira, la catarata se precipita y Zazie espera, pero nada parece haberse movido: es la casa de la
bella durmiente del bosque, Zazie vuelve a sentarse para contarse el cuento en cuestión,
intercalando primeros planos de actores célebres. Se extravía un poco en la leyenda pero, final-
mente, recobrando su sentido crítico, acaba por declararse que los cuentos de hadas son muy
tontos y decide salir.
De nuevo en la entrada, repara en otra puerta que verosímilmente debe dar sobre el rellano;
Zazie da vuelta a la llave dejada por ilusoria precaución en la cerradura: eso es, ya está Zazie en
el rellano. Vuelve a cerrar la puerta tras de sí, y luego, muy despacito, baja. En el primero, hace
una pausa: nada se mueve. Hela aquí en la planta baja; y he aquí el corredor, la puerta de la calle
está abierta, un rectángulo de luz y ya está, Zazie ha salido.
Es una calle tranquila. Los automóviles pasan por ella tan raramente que se podría jugar a la
coxcojilla en la calzada. Hay algunas tiendas de uso corriente y de aspecto provinciano. La
gente va y viene con paso razonable. Cuando cruzan, miran primero a la izquierda y después a
la derecha, uniendo el civismo al exceso de prudencia. Zazie no está del todo decepcionada,
sabe que está de veras en París, que París es un gran pueblo y que todo París no se parece a
aquella calle. Sólo que para darse cuenta de ello y estar segura del todo, hay que ir más lejos.
Que es lo que empieza a hacer, con aire disciplicente.
Pero Turandot sale bruscamente de su tasca y, desde abajo de los escalones, le grita:
—Eh, pequeña, ¿adónde vas así?
Zazie no le contesta y se limita a avivar el paso. Turandot trepa los peldaños de su escalera:
—Eh, pequeña —insiste Turandot, y sigue gritando.
Zazie adopta de pronto el paso gimnástico. Toma un viraje ceñido. La otra calle se halla
notoriamente más animada. Zazie corre ahora a buen tren. Nadie tiene tiempo ni preocupación
de mirarla. Pero Tu-randot galopa también. Hasta va lanzado. La alcanza, la agarra del brazo y,
sin decir palabra, con gesto enérgico, le hace dar media vuelta. Zazie no vacila. Se pone a
chillar:
—¡Socorro! ¡Socorro!
Ese grito no deja de llamar la atención de las amas de casa y de los ciudadanos presentes. Aban-
donan sus ocupaciones o desocupaciones personales para interesarse por el incidente.
Tras este primer resultado satisfactorio, Zazie arremete de nuevo:
—No quiero ir con el señor, no conozco al señor, no quiero ir con el señor.
Etcétera.
Turandot, seguro de la nobleza de su causa, no hace caso de las vociferaciones. Pronto se da
cuenta de que obró mal al comprobar que se halla en el centro de un corro de moralistas severos.
Ante aquel público selecto, Zazie pasa de las consideraciones generales a las acusaciones
particulares, concretas y detalladas.
—Este señor —va y dice así por las buenas—, me ha dicho cosas sucias.
—¿Qué te ha dicho? —pregunta una señora, engolosinada.
—¡Señora! —exclama Turandot—. Esta niña se ha escapado de su casa. Yo la acompañaba a
casa de sus parientes.
El corro se carcajea con un escepticismo sólidamente entintado ya.
La señora insiste; se inclina hacia Zazie.
—Anda, pequeña, no tengas miedo, dime lo que te ha dicho el malvado señor.
—Es demasiado sucio —murmura Zazie.
—¿Te ha pedido que le hicieras cosas?
—Eso es, señora.
Zazie desliza en voz baja algunos detalles al oído de la buena mujer. Ésta se yergue y escupe a
la cara de Turandot.
—Asqueroso —le suelta de propina.
Y le escupe encima por segunda vez, en plena jeta.
Un tipo inquiere:
—¿Qué le ha pedido que le hiciese?
La buena mujer desliza los detalles zázicos en el oído del tipo:
—¡Oh! —exclama el tipo—. Jamás se me había ocurrido eso.
Y repite así, como si nada, más bien pensativo: —No, jamás.
Se vuelve hacia otro ciudadano:
—De veras, escuchen esto... (detalles). Es increíble.
—Verdaderamente, hay cerdos completos —dice el otro ciudadano.
Mientras tanto, los detalles se propagan en el gentío. Una mujer dice:
—No lo comprendo.
Un hombre se lo explica. Saca un trozo de papel de su bolsillo y le hace un dibujo con un
bolígrafo.
—Vaya —dice la mujer, pensativamente.
Añade:
—¿Y es práctico?
Se refiere al bolígrafo.
Dos amateurs discuten:
—Yo —declara uno, he oído contar que... (detalles).
—Eso no me extraña demasiado —replica otro—; me han afirmado que... (detalles).
Empujada fuera de su zoco por la curiosidad, una tendera se entrega a algunas confidencias:
—Aquí donde me ven, mi marido, un buen día, ¿no le da la idea de...? (detalles). ¿Dónde habría
ido a descubrir esa pasión, díganme ustedes?
—Tal vez había leído un mal libro —sugiere alguien.
—Puede ser que sí. En todo caso, yo que les hablo, le dije a mi marido: quieres ¿qué? (detalles).
Nanay, voy y le digo yo. Ve a que te vean los moros, si eso te apetece y no me fastidies más con
tus porquerías. Esto es lo que le dije a mi marido que quería que yo... (detalles).
El corrillo aprueba.
Turandot no ha escuchado. No se hace ilusiones. Aprovechando el interés técnico suscitado por
las acusaciones de Zazie, se ha escabullido. Dobla la esquina pegado a la pared y se apresura
hacia su taberna, se mete detrás del mostrador de zinc, que es de madera desde la ocupación, y
se sirve un gran vaso de beaujolais que ingiere de un trago, y repite. Se seca la frente con algo
que le sirve de pañuelo,
Mado Piececitos, que estaba mondando boniatos, le pregunta:
—¿Eso no marcha?
—No me hables. Jamás en mi vida había tenido tanta gindama. Todos esos imbéciles me
tomaban por un sátiro. Si me quedo, me descuartizan.
—Eso le enseñará a hacer de terranova —dijo Mado Piececitos.
Turandot no contesta. Hace funcionar la pequeña teleúve que tiene bajo el cráneo para volver a
ver en sus actualidades personales la escena que acaba de vivir y que ha estado a pique de
hacerle entrar, si no en la historia, por lo menos en la sección de sucesos. Se estremece
pensando en el sino que ha evitado. De nuevo el sudor le corre por la cara.
—Mecachis, mecachis —tartamudea.
—Rajas —dice Laverdure—, rajas y es todo lo que sabes hacer.
Turandot se enjuga y se sirve un tercer beaujolais.
—Mecachis —repite.
Es la expresión que le parece más apropiada a la emoción que le turba.
—Total, ¿qué? —dice Mado Piececitos—. No se ha muerto usted.
—Hubiera querido verte allí.
—No quiere decir nada eso de «hubiera querido verte allí». Usted y yo somos diferentes.
—¡Oh! No discutas, no estoy de humor.
—¿Y no cree usted que habría que advertir a los otros?
—Es verdad esto, caray no lo había pensado. —Abandona su tercer vaso lleno aún y se
precipita. —Toma —dice dulcemente Marceline, que está haciendo calceta.
—La pequeña —dice Turandot jadeante—, la pequeña, eh, pues bien, se ha largado.
Marceline no contesta, va directamente a la habitación. Esato. La chavala se las ha pirado.
—Ya la he visto —dice Turandot—, y he tratado de atraparla. ¡Nada! (gesto).
Marceline entra en la habitación de Gabriel, le sacude, pero es pesado, difícil de mover, aún más
de despertar; le gusta dormir, resopla y se agita, cuando duerme duerme, no se le saca del sueño
así como así.
—¿Qué, qué? —acaba por gritar.
—Zazie se ha largado —dice dulcemente Marceline.
La mira. No hace comentarios. Comprende rápidamente, Gabriel. No tiene un pelo de tonto. Se
levanta. Va a dar una vuelta por la habitación de Zazie. Le gusta darse cuenta de las cosas por sí
mismo, a Gabriel.
—Tal vez está encerrada en los doblewecés —dice con optimismo.
—No —responde dulcemente Marceline—. Turandot la ha visto cuando se las piraba.
—'¿Qué has visto exactamente ?—le pregunta a Turandot.
—He visto que se las piraba y entonces la he alcanzado y he querido traértela.
—Eso está muy bien —dice Gabriel—-. Tú eres amigo.
—Sí, pero la pequeña ha amotinado a la gente y chillaba que yo le había propuesto hacerme
cosas.
—¿Y no era verdad ?—pregunta Gabriel.
—Claro que no.
—No se sabe nunca.
—Conforme, no se sabe nunca.
—Ya ves.
—Déjale que continúe —dijo dulcemente Marceline.
—-Pues, he aquí que la gente se agrupa alrededor de mí, dispuesta toda a partirme la cara. Me
tomaban por un sátiro, los imbéciles.
Gabriel y Marceline se tronchan de risa.
—Pero cuando a un momento dado he visto que ya no se fijaban en mí, me he escabullido.
—¿Tenías miedo?
—Ni que lo digas. Jamás en mi vida tuve una gindama semejante. Ni cuando los bombardeos.
—Yo —dice Gabriel—, nunca tuve miedo durante los bombardeos. Como eran ingleses,
pensaba que sus bombas no eran para mí sino para los «fridolinos», puesto que yo les aguardaba
con los brazos abiertos, a los ingleses.
—Era un razonamiento estúpido —observa Turandot.
—No quita que yo jamás tuve miedo y ni siquiera un rasguño, incluso durante los peores mo-
mentos. Los «frisones», ellos, tenían un cerote que no podían con su alma, se precipitaban a los
refugios, los muy cagones, en tanto que yo me quedaba afuera mirando los fuegos artificiales,
¡pum!, un depósito de municiones que vuela, la estación hecha polvo, la fábrica en añicos, la
ciudad llameando, un espectáculo de bigote.
Gabriel termina, suspirando:
—En el fondo, no era mala vida.
—Lo que es yo —dice Turandot— no tengo motivos para felicitarme de la guerra. Con el
mercado negro, no sé cómo me las componía, pero siempre estaba degustando multas, me
birlaban el género, el Estado, el fisco, los controles, me cerraban la tienda; en junio del 44
apenas si tenía un poco de oro escondido, y afortunadamente, porque en aquel momento llegó
una bomba y se acabó. Mala pata. Afortunadamente, heredé esta barraca, que si no...
—No tienes por qué quejarte, a fin de cuentas —dice Gabriel—; te das buena vida, y es un
oficio de gandul el que tienes.
—Me gustaría verte a ti. Extenuante es mi oficio, extenuante, y malsano por si fuera poco.
—¿Qué dirías, entonces, si tuvieses que currelar de noche como yo? Y dormir de día. Dormir de
día es tremendamente cansado, sin que lo parezca. Y no hablo ya de cuando le despiertan a uno
a una hora inverosímil como hoy... No quisiera que fuese lo mismo todas las mañanas.
—Habrá que encerrar con llave a la pequeña —dice Turandot.
—Me pregunto por qué se habrá largado —murmura pensativamente Gabriel.
—No ha querido hacer ruido —dice dulcemente Marceline—, así que por no despertarte, se ha
ido a pasear.
—Pero no quiero que se pasee sola —dice Gabriel—, la calle es escuela de vicios, todo el
mundo lo sabe.
—Tal vez ha hecho lo que los periódicos llaman una fuga —dice Turandot.
—Eso no tendría gracia —dice Gabriel—, habría que avisar a la policía, probablemente. Y
entonces yo, ¿cómo quedaría?
—¿No crees —dice dulcemente Marceline—, que deberías tratar de encontrarla?
—Yo —dice Gabriel—, yo me vuelvo a acostar.
Y se orienta en dirección de la piltra.
—No harías más que tu deber, recuperándola —dice Turandot.
Gabriel se ríe burlonamente. Melindroso, imita la voz de Zazie:
—Deber, mis narices —va y declara.
Añade:
—Ya se encontrará ella sola.
—Suponte —dice dulcemente Marceline—, suponte que tropiece con un sátiro.
—¿Como Turandot? —pregunta Gabriel graciosamente.
—No le veo la gracia —dice Turandot.
—Gabriel —dice dulcemente Marceline—, tendrías que hacer un pequeño esfuerzo para
recobrarla.
—Ve tú.
—Tengo la colada al fuego.
—Tendría usted que dar la ropa a los chismes automáticos americanos —dice Turandot a
Marceline—; eso sería menos trabajo para usted; así es como lo hago yo.
—¿Y si —dice Gabriel finamente—, si le gusta a ella hacerse la colada? ¿Eh? ¿En qué te metes?
Hablas, hablas, es lo único que sabes hacer. Tus chismes americanos los tengo aquí.
Y se da una palmada en la nalga.
—Toma —dice Turandot irónicamente—, yo que te creía americanófilo.
—¡Americanófilo! —exclamó Gabriel—. Empleas palabras cuyo sentido no conoces.
¡Americanófilo! Como si eso impidiese lavar la ropa sucia en familia. Marceline y yo, no
solamente somos americanófilos, sino, además, cabeza de chorlito, y a la vez, lo oyes, cabeza de
chorlito, A LA VEZ, somos coladófilos. ¿Eh? ¿Te basta con eso (pausa), cabeza de chorlito?
Turandot no encuentra nada que contestar. Vuelve al problema concreto y presente, a la camisa
que no es tan fácil de lavar.
—Tendrías que correr detrás de la chiquilla —aconseja a Gabriel.
—¿Para que me pase lo mismo que a ti? ¿Para que me haga linchar por el vulgo?
Turandot se encoge de hombros.
—También tú —dice con tono despreciativo—, charlas, charlas, es todo lo que sabes hacer.
—Anda, ve —dice dulcemente Marceline a Gabriel.
—Me estáis jorobando los dos —rezonga Gabriel.
Entra en su habitación, se viste metódicamente, se pasa la mano tristemente por el mentón que
no ha tenido tiempo de depilarse, suspira y reaparece,
Turandot y Marceline, o más bien Marceline y Turandot, discuten sobre los méritos o deméritos
de las máquinas lavadoras. Gabriel besa a Marceline en la frente.
—Adiós —le dice con gravedad—, me voy a cumplir con mi deber.
Estrecha vigorosamente la mano de Turandot; la emoción que le embarga no le permite
pronunciar otra frase histórica más que «me voy a cumplir con mi deber», pero su mirada se
empaña de la melancolía propia de los individuos a quienes acecha un gran destino.
Los otros se recogen.
Sale. Ha salido.
Afuera, husmea el viento. No percibe más que los olores habituales y muy particularmente los
que emanan de La Cave, No sabe si ha de ir hacia el norte o hacia el sur, pues la calle está
orientada así. Pero una llamada interfiere sus vacilaciones. Es Gridoux, el remendón que le
llama desde su chiscón. Gabriel se acerca.
—Apuesto que busca usted a la chiquilla.
—Sí —gruñe Gabriel sin entusiasmo.
—Yo sé dónde ha ido.
—Usted lo sabe siempre todo —dice Gabriel con cierto mal humor.
«Éste —se dice a sí mismo con su vocecita interior—, cada vez que hablo con él, me exagera mi
inferioridad de complejo.»
—¿No le interesa saberlo? —pregunta Gridoux.
—Estoy obligado a interesarme.
—Entonces, ¿lo cuento?
—Son graciosos los zapateros —responde Gabriel—, no paran nunca de trabajar, se diría que
les gusta eso, y para demostrar que no paran nunca, se meten detrás de un escaparate para que
les admiren. Como las cogedoras de puntos a las medias.
—Y usted —replica Gridoux—, ¿dónde se mete para que le admiren?
Gabriel se rasca la cabeza.
—En ningún sitio —dice blandamente—, yo soy un artista. No hago nada malo. Además, no es
el momento de hablarme así, que lo de la chica es urgente.
—Hablo de eso porque me agrada —responde Gridoux con calma.
Levanta la nariz de su trabajo.
—Entonces —pregunta—, condenado charlatán de mis perendengues, ¿quiere usted saber algo
o no quiere saber nada?
—¿No le digo que es urgente?
Gridoux sonríe.
CAPÍTULO IV
Como conciudadanos y comadres seguían discutiendo el caso, Zazie se eclipsó. Echó por la
primera calle a la derecha, luego por la de la izquierda, y así sucesivamente hasta llegar a las
puertas de la ciudad. Soberbios rascacielos de cuatro o cinco pisos bordeaban una suntuosa
avenida en cuyas aceras se amontonaban piojosos cestos. Un gentío espeso y malva chorreaba
un poco de todas partes. Una vendedora de globos Lamoriciére y una música de tiovivo añadían
su nota púdica a la virulencia de la demostración. Maravillada, Zazie tardó un rato en advertir
que, no lejos de ella, un edículo de forja barroca plantado en la acera se completaba con la
inscripción METRO. Olvidando en seguida el espectáculo de la calle, Zazie se acercó a la boca,
con la suya seca de emoción. Bordeando a pasitos una balaustrada protectora, descubrió por fin
la entrada. Pero la verja estaba cerrada. Una pizarra colgante ostentaba una inscripción en tiza
que Zazie descifró sin dificultad. La huelga continuaba. Un olor a polvo ferruginoso y
deshidratado ascendía suavemente del abismo prohibido. Desolada, Zazie se echó a llorar.
Encontró tanto placer en ello, que fue a sentarse en un banco para lloriquear con más
comodidad. Al cabo de un rato le distrajo de su dolor la percepción de una presencia vecina.
Esperó con curiosidad lo que iba a producirse. Se produjeron unas palabras, emitidas por una
voz masculina en falsete, palabras que formaban la frase interrogativa que sigue:
—Entonces, hija mía, ¿tienes mucha pena?
Ante la estúpida hipocresía de aquella pregunta, Zazie redobló el volumen de sus lágrimas.
Tantos sollozos parecían apretujarse en su pecho, que se dijera que no tenía tiempo de
estrangularlos a todos.
—¿Tan grave es? —preguntaron.
—Oh, sí, señor.
Decididamente, ya era hora de ver la jeta que tenía el sátiro. Pasando sobre su rostro una mano
que transformó los torrentes de lágrimas en riachuelos cenagosos, Zazie se volvió hacia el tipo.
No pudo dar crédito a sus ojos. Lucía gruesas gafas ahumadas, bombín, paraguas y tupido
bigote. «No es posible —se decía Zazie con su vocecita interior—, no es posible, es un actor
que anda de juerga, uno del tiempo antiguo». Con el pasmo, hasta se le olvidó reírse.
El hizo una especie de mueca amable y tendió a la niña un pañuelo asombrosamente limpio.
Zazie lo cogió, depositó en él un poco de la cochambre húmeda que se estancaba en sus mejillas
y completó esta ofrenda con copiosos mocos.
—Anda, veamos —decía el tipo con tono alentador—, ¿qué pasa? ¿Tus padres te pegan? ¿Has
perdido algo y tienes miedo de que te riñan?
¡Pues no hacía pocas hipótesis! Zazie le devolvió el pañuelo muy humedecido. El otro no
manifestó ningún asco al meterse de nuevo aquella basura en el bolsillo. Continuó:
—Hay que decírmelo todo. No tengas miedo. Puedes tener confianza en mí.
—¿Para qué? —preguntó Zazie, tartamudeando y socarrona.
—¿Para qué? —repitió el tipo, desconcertado.
Y se puso a rascar el asfalto con su paraguas.
—Sí —dijo Zazie—, ¿por qué he de tener confianza en usted?
—Pues —respondió el tipo, cesando de rascar el suelo—, porque me gustan los niños. Las
chiquillas. Y los chiquillos.
—Es usted un viejo cerdo, sí.
—En absoluto —declaró el tipo con una vehemencia que extrañó a Zazie.
Aprovechando esta ventaja, el señor le ofreció un cacocaló, allí, en la primera tasca que se
encontrase, sobrentendiendo: en pleno día, delante de todo el mundo, una proposición bien
honesta, vaya.
No queriendo mostrar su entusiasmo ante la idea de soplarse un cacocaló, Zazie se puso a
considerar gravemente a la multitud que, al otro lado de la calzada, se canalizaba entre dos
hileras de puestos.
—¿Qué hace toda esa gente? —preguntó.
—Van al Rastro —dijo el tipo—, o, mejor dicho, es el Rastro quien va hacia ellos, pues
comienza aquí.
—Ah, el Rastro —dijo Zazie con la expresión de quien no quiere dejarse asombrar—, es ahí
donde se encuentran chatarras baratas que luego se revenden a un «amerló» y no se ha perdido
el día.
—No hay solamente chatarra —dijo el tipo—, también hay plantillas higiénicas, lavanda, clavos
y hasta chaquetas que no han sido usadas.
—¿También hay excedentes americanos?
—Claro. Y también vendedores de patatas fritas. De las buenas. Hechas por la mañana.
—Es estupendo, los excedentes americanos.
—Si se quiere, hasta hay mejillones. De los buenos. Que no envenenan.
—¿Tienen bluejeanses, esos excedentes ame-canos?
—Hace un rato largo que los tienen. Y brújulas que funcionan en la oscuridad.
—¡A mí qué me importan, las brújulas! —dijo Zazie—. Pero los bluejeantes (silencio)...
—Podemos ir a verlo —dijo el tipo.
—¿Y qué más? —dijo Zazie—. No tengo ni lata para ofrecérmelos. A menos de birlar un par de
ellos.
—Vamos a ver, de todos modos —dijo el tipo.
Zazie había terminado su cacocaló. Miró al tipo y le dijo:
—Ya le veo venir con sus camelos.
Y añadió:
—¿Vamos allá?
El tipo paga y se sumergen en la multitud. Zazie se escabulle, desdeñando los grabadores de
placas de bicicleta, los sopladores de vidrio, los demostradores de nudos de corbata, los árabes
que ofrecen relojes, y los que ofrecen cualquier cosa. El tipo le sigue a los talones, es tan sutil
como Zazie. De momento, ésta no tiene ganas de darle esquinazo, pero se previene a sí misma
de que el asunto no será cómodo. No hay duda, es un especialista.
Se paró en seco ante un puesto de excedentes. De golpe, ya no se mueve. Ya no se mueve en
absoluto. El tipo frena secamente, justo detrás de ella, El comerciante inicia la conversación.
—¿Es la brújula lo que desea? —pregunta con aplomo—. ¿La tea eléctrica? ¿La canoa
neumática?
Zazie tiembla de deseos y ansiedad, pues no está segura del todo de que el tipo tenga
verdaderamente intenciones deshonestas. No se atreve a enunciar la palabra anglosajona que
diría lo que ella quiere decir. Es el tipo quien la pronuncia.
—¿Tendría usted unos bluejeanses para la pequeña? —le pregunta al revendedor—. Eso es lo
que te gustaría, ¿no?
—Oh, sí —susurra Zazie.
—¿Que si tengo bluejeanses? —dice el chamarilero—. ¡Pues no faltaba más! Hasta tengo de
esos que positivamente no se desgastan con el uso.
—¡Hombre! —dice el tipo—. Piense que ella seguirá creciendo. El año que viene no se podrá
poner ya esa prenda, y entonces, ¿qué se va a hacer con ella?
—Será para el hermanito o la hermanita.
—No tiene.
—Dentro de un año, puede tenerlos (risa).
—Pocas bromas con eso —dice el tipo con aire lúgubre—, que su madre acaba de morir.
—¡Oh! Dispensen.
Zazie mira un instante al sátiro con curiosidad, con interés incluso, pero son detalles a
profundizar más tarde. Interiormente, patalea, no aguanta más y pregunta:
—¿Tendría mi talla?
—Claro que sí, señorita —contesta el feriante, versallesco.
—¿Y cuánto vale?
También es Zazie quien hace esta pregunta, Automáticamente. Porque es ahorrativa pero no
avara. El otro le dice lo que vale. El tipo mueve la cabeza. No le parece demasiado caro. Por lo
menos es lo que deduce Zazie de su comportamiento.
—¿Podría probarlos? —pregunta ella.
El vendedor se queda de un aire: se cree en casa Fior, esa pequeña mocosa. Sonríe con todos los
dientes y dice:
—No hace falta. Mire estos.
Despliega la prenda y la suspende delante de ella. Zazie arruga la nariz. Hubiese querido pro-
bárselos.
—¿No serán muy grandes? —vuelve a preguntar.
—¡Mire! No le llegarán más abajo de la pantorrilla y fíjese sin son estrechos que a duras penas
podrá usted meterse dentro, señorita, a pesar de que sea muy delgada, no es por decirlo.
Zazie tiene la garganta seca. Unos bluejeanses. Así por las buenas. Para su primera salida
parisiense. ¡Pues no sería estupendo!...
El tipo, de golpe, toma una expresión meditabunda. Se diría que ahora ya no piensa en lo que
ocurre a su alrededor.
El comerciante vuelve a la carga.
—No se arrepentirá, vaya —insiste—, son muy sólidos, positivamente indesgastables.
—Ya le he dicho que me importa un comino que sean indesgastables —responde distraídamente
el tipo.
—Sin embargo, no es moco de pavo la duración —insiste el comerciante.
—Pero —dice de repente el tipo—, de hecho, a propósito, tengo entendido, si lo comprendo
bien, ¿proceden de los excedentes americanos, estos bluejeanses?
—Natürlich —contesta el feriante.
—Entonces, tal vez pueda explicarme esto: ¿había mocosos en el ejército de los «amerlós»?
—Había de todo —responde el feriante, sin desconcertarse.
El tipo no parece convencido.
—Bueno, vaya —dice el revendedor, que no tiene ganas de fallar una venta a causa de la
historia universal—, se necesita de todo para hacer una guerra.
—Y esto —pregunta el tipo—, ¿cuánto vale?
Son unas gafas para el sol. Se las pone.
—Las regalo a todo comprador de bluejeanses —dice el buhonero, que ya ve el negocio en el
bolsillo.
Zazie no está tan segura. Bueno, qué, ¿va a decidirse? ¿Qué espera? ¿Qué se cree? ¿Qué quiere?
Seguramente es un mal bicho, no un asqueroso inofensivo, sino un verdadero mal bicho. Hay
que desconfiar, hay que desconfiar, hay que desconfiar, bueno, pero, los bluejeanses...
Por fin, ya está. Los paga. La mercancía es envuelta y el tipo se pone el paquete bajo el brazo,
bajo su brazo. Zazie, en su fuero interno, empieza a encalabrinarse de firme. ¿Conque todavía
no se ha terminado el asunto?
—Y ahora —dice el tipo—, vamos a tomar un piscolabis.
Camina delante, seguro de sí mismo. Zazie le sigue, mirando el paquete de soslayo. Así llegan a
un café-restaurante. Se sientan. El paquete es depositado sobre una silla, fuera del alcance de
Zazie.
—¿Qué quieres? —pregunta el tipo—. ¿Mejillones o patatas fritas?
—Las dos cosas —responde Zazie, que se siente enloquecer de rabia.
—Traiga mejillones para la pequeña —dice el tipo tranquilamente a la camarera—. Para mí,
será un moscatel con dos terrones de azúcar.
Esperando la comida, no se dicen nada. El tipo fuma apaciblemente. Servidos los mejillones,
Zazie se les echa encima y se zambulle en la salsa, chapotea en el jugo, se embadurna. Los
lamelibranquios que han resistido la cochura son extraídos de su concha con una ferocidad
merovingia. Por poco la chiquilla no los masticaría dentro. Cuando lo ha liquidado todo, pues
bien, no dice que no a las patatas fritas. Bueno, dice el tipo. Él saborea su mezcla a sorbitos,
como si fuese chartreuse caliente. Traen las fritas. Están excepcionalmente hirvientes. Zazie,
voraz, se quema los dedos, pero no la boca.
Cuando todo está terminado, sorbe su cerveza con gaseosa de un tirón, emite tres pequeños
eructos y se deja caer sobre su silla, agotada. Su rostro, por el cual pasaron sombras
antropofágicas, se aclara. Piensa con satisfacción que todo eso lleva de adelantado. Luego se
pregunta si no sería hora ya de decirle alguna cosa amable al tipo, pero, ¿qué? Tras un gran
esfuerzo da con esto:
—¡Pues no le echa usted tiempo a vaciar su vaso! Papá pimplaba diez como éste en el mismo
tiempo.
—¿Bebe mucho tu papá?
—Es decir que bebía. Ha muerto.
—¿Estuviste muy triste cuando murió?
—Que va (gesto). No tuve tiempo con todo lo que pasaba (silencio).
—¿Qué pasaba?
—Me tomaría otra caña, pero no con gaseosa, una verdadera caña de verdadera cerveza.
El tipo la pide y además, una cucharilla para él. Quiere recuperar lo que queda de azúcar en el
fondo del vaso. Mientras se entrega a esta operación, Zazie lame la espuma de su caña y luego
contesta:
—¿Lee usted los periódicos?
—A veces.
—¿Se acuerda de la modista de Saint-Montron que le partió el cráneo a su marido de un
hachazo? Pues bien, era mamá. Y el marido, naturalmente, era papá.
—¡Ah! —dice el tipo.
—¿No lo recuerda?
No parece muy seguro. Zazie está indignada.
—Jolín, pues hizo bastante ruido. Mamá tenía un abogado venido de París ex profeso, uno céle-
bre, uno que no habla como usted ni como yo, un imbécil, vamos. No quita que la hizo absolver,
así (gesto), por las buenas. La gente hasta aplaudió a mamá y por poco la lleva en volandas. Ese
día nos corrimos una juerga. Una cosa apenaba a mamá y es que el parisiense, el abogado, no se
hacía pagar con rajas de salchichón. Fue glotón, el mal bicho.
CAPÍTULO V
El tipo se calló y Zazie reanudó su relato con estos términos:
—Papá estaba, pues, solo en casa, solo y esperaba, no esperaba nada de especial, pero esperaba,
y estaba solo, o, mejor dicho, se creía solo, espere, va usted a comprender. Vuelvo, pues (hay
que decir que papá estaba como una cuba, papá), y se pone a besarme, lo que era normal puesto
que era mi papá, pero entonces se pone a acariciarme, y entonces yo digo ah no, porque sabía lo
que buscaba el canalla, pero cuando le dije ah no eso jamás, él salta sobre la puerta y la cierra
con llave y gira los ojos haciendo ja ja, ja, exactamente como en el cine; era del demonio. Tú
acabarás en la cazuela, declamaba, acabarás en la cazuela, hasta babeaba un poco cuando pro-
fería estas inmundas amenazas, y finalmente se me echó encima. No me costó mucho zafarme
de él. Como iba cargadísimo, dio con las narices en el suelo. Se levanta. Y vuelve a correr detrás
de mí, en fin, en resumen, una verdadera corrida. Hasta que acaba por atraparme. Y recomienza
el sobeo. Pero en aquel momento, la puerta se abre despacito, porque tengo que decirle que a
mamá le había dicho, salgo, voy a comprar espáguetis y costillas de cerdo, pero no era verdad,
era para engañarle, y se había ocultado en el cuarto donde se hace la colada y donde había es-
condido el hacha, y volvía en silencio y naturalmente traía consigo su manojo de llaves.
Avispada, ¿eh? —Eh, sí —dijo el tipo. —Entonces, pues, abre la puerta despacio y entra
muy tranquilamente; papá pensaba en otra cosa el pobre botarate, no prestaba atención, vaya, y
así fue como tuvo el cráneo partido. Hay que reconocer que mamá tomó bien la medida. No era
bonito de ver. Más bien asqueroso. Como para darme complejos. Y así es como fue absuelta.
Por mucho que yo dije que era Georges quien le facilitó el hacha, no sirvió de nada, dijeron que
cuando se tiene un marido que es un canalla de ese calibre, no se puede hacer otra cosa más que
cargárselo. Ya se lo he dicho, hasta la felicitaron. El colmo, ¿no le parece?
-—La gente... —dice el tipo—... (gesto). —Después, se las tuvo conmigo, me dijo: maldita
imbécil, ¿qué necesidad tenías de contar esa historia del hacha? Bueno, qué, le contesté, ¿no era
verdad? Maldita imbécil, me repitió y quería sacudirme, en medio de la alegría general. Pero
Georges la calmó y después estaba tan contenta de haber sido aplaudida por la gente que no
conocía, que ya no podía pensar en otra cosa. Durante cierto tiempo, por lo menos.
—¿Y después? —preguntó el tipo.
—Bueno, pues después fue Georges quien se puso a rondarme. Entonces mamá dijo que no
podía de todos modos matarles a todos, que ya empezaría a parecer raro, y entonces le puso de
patitas en la calle y se privó de su fulano a causa de mí. ¿No está bien eso? ¿No es una buena
madre?
—Eso sí —dice el tipo, conciliador.
—Sólo que, no hace mucho, ha encontrado otro y es lo que la ha traído a París, le va detrás, pero
a mí para no dejarme sola víctima de todos los sátiros, y los hay, vaya si los hay, me ha confiado
a mi tito Gabriel. Parece que con él no tengo nada que temer.
—¿Y por qué?
—Eso no lo sé. Llegué ayer y no he tenido aún tiempo de darme cuenta.
—¿Y qué hace el tito Gabriel?
—Es guarda de noche, no se levanta nunca antes de las doce o la una.
—Y tú te has largado mientras roncaba aún.
—Eso es.
—¿Y dónde vives?
—Por ahí (gesto).
—¿Y por qué llorabas hace un rato en el banco?
Zazie no contesta. Empieza a fastidiarle el tipo ese.
—Te has perdido, ¿no?
Zazie se encoge de hombros. No cabe duda de que es un mal bicho.
—¿Sabrías decirme las señas del tito Gabriel?
Zazie pronuncia grandes discursos con su vocecita interior: pero bueno, en qué me meto, qué se
imagina, lo que le va a pasar no lo habrá robado.
Bruscamente, se levanta, se apodera del paquete y escapa. Se mezcla con la muchedumbre entre
la gente y los puestos, corre delante en zigzag y luego vira de golpe tan pronto a la derecha, tan
pronto a la izquierda, corre y luego camina, se apresura y luego acorta el paso, reanuda el trote y
da vueltas y revueltas.
Estaba por empezar a reírse del buen hombre y de la cara que estaría poniendo, cuando
comprendió que se mostraba contenta demasiado pronto. Alguien caminaba a su lado. Ninguna
necesidad de alzar los ojos para saber que era el tipo, pero, no obstante, los levantó; no se sabe
nunca, tal vez era otro, pero no, era el mismo precisamente y no parecía tener el aire de
encontrar que hubiese ocurrido nada anormal; andaba así, muy tranquilamente.
Zazie no dijo nada. De soslayo, examinó los al-redores. Habían salido del tumulto, ahora se
hallaban en una calle de mediana anchura frecuentada por buenas gentes con cara de tonto,
padres de familia, jubilados, buenas mujeres que paseaban a sus chavales, un público bien, vaya.
Está todo en su punto, se dijo Zazie con su vocecita interior. Tomó aliento y abrió la boca para
lanzar su grito de guerra: «¡Al sátiro!» Pero el tipo no era del primer vuelo. Le arrancó
furiosamente el paquete, y se puso a zarandearla profiriendo con energía las siguientes palabras:
—'¿No te da vergüenza, pequeña ladrona..., aprovecharte mientras yo estaba de espaldas...?
CAPÍTULO VI
—¿Qué se estarán contando? —preguntó Zazie, terminando de ponerse los bluejeanses.
—Hablan demasiado bajo —dijo dulcemente Marceline, con la oreja pegada a la puerta de la
habitación—. No alcanzo a comprenderlo.
Mentía dulcemente, la Marceline, pues oía perfectamente al tipo, que decía así: «¿Entonces es
por eso, porque es usted un canco, que la madre le ha confiado a la niña?» Y Gabriel que
respondía: «Pero si le digo que no lo soy. Bueno, hago mi número vestido de mujer en un local
de maricas, pero eso no quiere decir nada. Lo hago sólo para hacer reír al público. Pero yo,
personalmente, no lo soy. La prueba es que estoy casado».
Zazie se miraba en el espejo y se le caía la baba de admiración. Lo que es caerle bien, los
bluejeanses le caían bien. Se pasó las manos por las nalguitas ceñidas a modo y perfección, y,
sumamente satisfecha, exhaló un hondo suspiro.
—¿De veras no oyes nada? —pregunta—. ¿Nada de nada?
—No —responde dulcemente Marceline, mintiendo todavía, pues el tipo decía: «Eso no quiere
decir nada. En todo caso, no negará usted que como la madre le considera un cacorro le ha
confiado la niña». Y Gabriel tenía que reconocerlo. «Algo hay de eso, algo hay de eso»,
concedía.
—¿Cómo me encuentras? —dijo Zazie—. ¿No queda mono?
Marceline, dejando de escuchar, la contempló.
CAPITULO VII
Gridoux almorzaba en la tienda, lo que le evitaba perder un cliente, si éste se presentaba; aunque
a tal hora nunca ocurría. Almorzar allí mismo presentaba, pues, una doble ventaja, puesto que
como ningún cliente aparecía a esa hora, Gridoux podía zampar con toda tranquilidad. El yantar
era en general un plato de picadillo parmentier humeante que Mado Piececitos le traía hacia la
una.
—Creí que hoy serían callos —dijo Gridoux agachándose para alcanzar su litro de tinto escondi-
do en un rincón.
Mado Piececitos se encogió de hombros. ¿Callos? ¡Mito! Y Gridoux lo sabía bien.
—¿Y el tipo? —preguntó Gridoux—. ¿Qué dice?
—Está terminando de jalar. No habla.
—¿No hace preguntas?
—Nada.
—¿Y Turandot tampoco habla?
—No se atreve.
—No es curioso.
—No es que no sea curioso, es que no se atreve.
—¡Vaya!
Gridoux se puso a atacar su picadillo, cuya temperatura había descendido hasta un grado
razonable.
—¿Y después? —preguntó Mado Piececitos—. ¿Qué va a ser? ¿Brie? ¿Camembert?
—¿Está bien el Brie?
—Psé...
—Entonces, del otro.
Al alejarse Mado Piececitos, Gridoux le preguntó:
—¿Y él? ¿Qué ha jalado?
—Como usted. Exactamente.
Corrió para salvar los diez metros que separaban el chiscón de La Cave. Contestaría más
extensamente dentro de un rato. Gridoux juzgaba, en efecto, claramente insuficiente el informe
proporcionado, pero parece nutrir con él su meditación hasta la presentación de un queso
moroso por la sirvienta que vuelve.
—Entonces... —preguntó Gridoux—. ¿Y el tipo?
—Termina su café.
—¿Y qué cuenta?
—Nada todavía.
—¿Ha comido bien? ¿Tiene buen apetito?
—Parece que sí.
—¿Qué ha tomado, para empezar? ¿La hermosa sardina o la ensalada de tomates?
—Como usted, ya se lo he dicho, exactamente como usted. No ha tomado nada para empezar.
—¿Y de bebida?
—Tinto.
—¿Un cuartillo? ¿Media botella?
—Media. La ha vaciado.
—¡Ah, ah! —dijo Gridoux, notoriamente interesado.
Antes de atacar el queso, con un hábil movimiento de succión hizo desaparecer filamentos de
buey empotrados en varios sitios entre su dentadura.
—¿Y en cuestión de dobleuwecé? —volvió a preguntar—. ¿No ha ido al dobleuwecé?
—No.
—¿Ni siquiera para mear?
—No.
—¿Ni siquiera para lavarse las manos?
—No.
—¿Qué cara pone ahora?
—Ninguna.
Gridoux ataca una amplia rebanada de queso que ha preparado metódicamente, rechazando la
costra hacia la extremidad más alejada y reservando así lo mejor para el final.
Mado Piececitos le contempla, con aire distraído, sin ninguna prisa ahora, y eso que el servicio
no ha terminado y hay clientes que deben estar pidiendo la cuenta; el tipo de marras, por
ejemplo. Se apoyó contra la pared y aprovechando que Gridoux no podía discurrir porque estaba
comiendo, abordó sus problemas personales.
—Es un tipo serio —dice—. Un hombre que tiene oficio. Un buen oficio, pues el taxi es bueno,
¿verdad?
—(Gesto.)
—Ni demasiado viejo ni demasiado joven. Buena salud. Robusto. Seguramente con ahorros. Lo
tiene todo a su favor, Charles. No hay más que una cosa: es demasiado romántico.
-—Sí, ya — reconoció Gridoux entre dos degluciones.
—Lo que llega a irritarme cuando le veo abrir la correspondencia de una paparrucha para
mujeres. ¿Cómo es posible que crea, le digo yo, como puede usted creer que encontrará ahí
dentro el pájaro soñado? Si el pájaro estuviese tan bien como eso, sabría hacerse desanidar solo,
¿verdad?
—(Gesto.)
Gridoux está en su última deglución. Ha terminado la rebanada, sorbe pausadamente un vaso de
vino y deja la botella en el rincón.
—¿Y Charles? —pregunta—. ¿Qué contesta a eso?
—Contesta en broma, como: ¿y tu pájaro, te lo has hecho desanidar a menudo? Guasas, vaya
(suspiro). No quiere comprenderme.
—Tienes que declararte.
—Ya lo he pensado, pero la cosa no se presenta nunca bien. Por ejemplo, alguna vez le
encuentro por la escalera. Pero en esos momentos no puedo hablarle como debería. Tendría que
invitarle una noche a cenar. ¿Cree usted que aceptaría?
—En todo caso, no sería amable de su parte rehusar.
—Precisamente, Charles no es siempre amable. Gridoux denegó con la cabeza. En el umbral, el
dueño gritaba: —¡Mado!
—¡Ya voy!—respondió ella con la fuerza necesaria para que sus palabras hendiesen el aire con
la velocidad y la intensidad deseadas.
»En todo caso —añadió para Gridoux en tono más moderado—, lo que pregunto es qué tendría
mejor que yo, según su idea, la andova que encontrase en los anuncios del periódico: ¿el chisme
de oro, o qué?
Un nuevo alarido de Turandot no le permitió emitir otra hipótesis. Se lleva el cubierto y
Gridoux vuelve a encontrarse solo con sus zapatos y la calle. No reanuda su trabajo en seguida.
Lía lentamente uno de sus cinco cigarrillos del día y se pone a fumar pausadamente. Hasta
podría decirse, por su aspecto, que reflexiona acerca de algo. Cuando el cigarrillo está casi
consumido, apaga la colilla y la coloca cuidadosamente en una cajita de pastillas Valda, cos-
tumbre adquirida durante la ocupación. Después alguien le pregunta: «¿Tiene un cordón para los
zapatos, que el mío acaba de romperse?» Gridoux alza los ojos y, lo hubiera apostado, es el tipo,
quien continúa como sigue:
—No hay nada más fastidioso, ¿verdad?
—No lo sé —responde Gridoux.
—Los necesito amarillos. Castaño, si lo prefiere, pero no negros.
—Voy a ver lo que tengo —dice Gridoux—. No le garantizo que tenga de todos los colores que
usted me pide.
No se mueve y se limita a mirar a su interlocutor. Éste finge no advertirlo.
—De todos modos no los quiero irisados.
—¿Cómo dice?
—Color arcoiris.
—Esos, de momento no los tengo. Y de los demás colores, tampoco me quedan.
—Y en esa caja, ¿no hay cordones para los zapatos?
—Oiga, no me gusta que husmeen así en mí casa —gruñe Gridoux.
—No va usted a negarse, de todos modos, a vender un cordón para los zapatos a un hombre que
lo necesita. Sería tanto como rehusar un trozo de pan a un hambriento.
—Está bien, no trate de enternecerme.
—¿Y un par de zapatos? ¿Se negaría a vender un par de zapatos?
—¡Ah, ahí mete usted la pata! —exclamó Gridoux.
—¿Por qué?
—Soy zapatero, no vendedor de calzado. Ne sutor ultra crepidam, como decían los antiguos,
¿Comprende usted el latín, acaso? Usque non ascendam anch'io son pittore adiós amigos amén y
basta. Pero, claro, no puede usted apreciar eso; no es usted cura, es bofia.
—¿De dónde ha sacado usted eso, me hace el favor?
—Bofia o sátiro.
El tipo alzó tranquilamente los hombros y dijo sin convicción ni amargura:
—Insultos, eso es lo que se saca como agradecimiento cuando se devuelve una niña perdida a
sus parientes. Insultos.
Y, tras un hondo suspiro, agrega:
—Pero ¡vaya parientes!
Gridoux despegó sus nalgas de sobre la silla para preguntar con aire amenazador:
—¿Y qué tienen de malo, sus parientes? ¿Qué tiene usted que decir de ellos?
—¡Oh! Nada (sonrisa).
—Dígalo ya.
—El tito es marica.
—No es verdad —gritó Gridoux—, no es verdad, le prohibo que diga eso.
—No tiene usted nada que prohibirme, amigo mío, no tengo órdenes que recibir de usted.
—Gabriel —profirió Gridoux solemnemente— es un honrado ciudadano, un honorable
ciudadano. Por lo demás, todo el mundo le quiere en el barrio.
—Una seductora.
—Me está usted fastidiando ya con sus aires de superioridad. Le repito que Gabriel no es
marica, está claro, ¿sí o no?
CAPÍTULO VIII
—¡Ah, París! —exclamó Gabriel con entusiasmo glotón—. Toma, Zazie —añadió bruscamente
indicando algo muy distante—. ¡Mira! ¡El «metro»!
—¿El «metro»? —dijo ella.
Y frunció las cejas.
—El aéreo, claro —dijo Gabriel bobamente.
Antes de que Zazie hubiese tenido tiempo de protestar, volvió a exclamar:
—¡Y aquello! ¡Allá! ¡Mira! ¡El Panteón!
—No es el Panteón —dijo Charles—. Es los Inválidos.
—Ya empezamos otra vez —dijo Zazie.
—Pero es que —gritó Gabriel—, ¿acaso no es el Panteón?
—No, es los Inválidos —respondió Charles.
Gabriel se volvió hacia él y le miró en el blanco de los ojos:
—¿Estás seguro? —le pregunta—. ¿Tan seguro estás?
Charles no respondió.
—¿De qué estás absolutamente seguro? —insistió Gabriel.
—Ya lo tengo —aúlla entonces Charles—, el tinglado ese no es los Inválidos, es el Sacré-
Coeur.
—Y tú —dice Gabriel jovialmente—, ¿no serás por un casual el condenado bobo?
—Los bromistas chistosos de vuestra edad —dijo Zazie— me dan pena.
Miraron entonces en silencio el panorama y luego Zazie examinó lo que ocurría unos trescientos
metros más abajo siguiendo la plomada.
—No es tan alta como eso —observó Zazie.
—De todos modos, apenas si se distinguen las gentes —dijo.
;
—Sí —dijo Gabriel olfateando—, se les ve poco, pero a pesar de todo se les siente.
—Menos que en el «metro» —dijo Charles.
—¡Pero si no lo coges nunca! —dijo Gabriel—. Yo tampoco, por lo demás.
Deseosa de soslayar aquel penoso tema, Zazie dijo a su tío:
—No miras. Asómate, es divertidísimo.
Gabriel hizo una tentativa para echar un vistazo a las profundidades.
—Jolín —dice retrocediendo—, me da vértigo.
Se enjugó la frente y perfumó el lugar.
—Yo —añade— me bajo. Si todavía no os basta, os aguardo en la planta baja.
Se marcha antes de que Zazie y Charles hayan tenido tiempo de retenerle.
—Hacía sus buenos veinte años que no había subido —dijo Charles—. Y eso que he traído a
mucha gente.
A Zazie le importa un bledo.
—No se ríe usted muy a menudo, que digamos —le dice—. ¿Qué edad tiene usted?
—¿Qué edad me echas?
—Pues, no es usted joven: treinta años.
—Y quince más.
—Bueno, pues entonces no tiene usted el aspecto demasiado viejo. ¿Y tito Gabriel?
—Treinta y dos.
—Bueno, pues él parece más.
—Sobre todo no se lo digas, que se pondría a llorar.
—¿Por qué? ¿Porque practica la hormosesualidad?
—¿De dónde has sacado eso?
—El tipo se lo decía a tito Gabriel, el tipo que me ha traído a casa. Decía el tipo que se puede ir
a la cárcel por eso, por la hormosesualidad. ¿Eso qué es?
—No es verdad.
—Sí, es verdad que lo ha dicho —replicó Zazie, indignada que pueda ponerse en duda una sola
de sus palabras.
—No es eso lo que quiero decir. Quiero decir que, respecto a Gabriel, no es verdad lo que decía
el tipo.
—¿Qué es hormosesual? Pero eso, ¿qué quiere decir? ¿Que se pone perfumes? —Eso es. Lo
has comprendido. —No hay como para ir a la cárcel. —Claro que no.
Meditaron un instante en silencio mirando el Sacre Coeur.
—¿Y usted? —preguntó Zazie—. ¿Lo es usted, de hormosesual?
—¿Es que tengo pinta de marica? (1)
—No, puesto que es usted chófer.
—Entonces, ya ves.
—No veo nada.
—No voy a hacerte un dibujo.
—¿Dibuja usted bien?
Charles se volvió hacia otro lado y quedó absorto en la contemplación de las agujas de Santa
Clotilde, obra de Gau y Ballu, y luego propuso:
—¿Y si bajáramos?
—Dígame —preguntó Zazie sin moverse—, ¿por qué no está usted casado?
—Es la vida.
—¿Por qué no se casa usted?
—No he encontrado a nadie de mi gusto.
Zazie silbó de admiración.
Pues no es usted poco «snob» —dice.
—Es así. Pero, dime, tú, cuando seas mayor, ¿crees que habrá muchos hombres con los que que-
rrás casarte?
—Un momento —dijo Zazie—. ¿De qué estamos hablando? ¿De hombres o de mujeres?
—Se trata de mujeres para mí y de hombres para ti.
(1) Juego de palabras intraducible. En el original, pédale (pedal y, también, marica); de ahí la réplica siguiente.
—No se puede comparar —dijo Zazie.
—No te equivocas.
—Es la monda, usted —dijo Zazie—. No sabe nunca bien lo que piensa. Debe ser agotador.
¿Por esto se pone serio tan a menudo?
Charles se digna sonreír.
—Y yo —dice Zazie—, ¿le gustaría?
—Eres una chiquilla.
—Hay chicas que se casan a los quince años, hasta a los catorce. Hay hombres que les gusta
eso.
—Entonces, ¿yo, te gustaría?
—Claro que no —respondió Zazie con sencillez.
Tras haber saboreado esta verdad primera, Charles volvió a tomar la palabra en estos términos:
—Tienes ideas extrañas, ¿sabes?, por tu edad.
--Eso es verdad, y hasta me pregunto de dónde las saco.
—No soy yo quien podría decírtelo.
—¿Por qué se dicen unas cosas y no otras?
—Si no se dijese lo que se tiene por decir, no nos comprenderíamos.
—Y usted, ¿dice siempre lo que tiene por decir para hacerse comprender?
—(Gesto.)
—De todos modos, no se tiene obligación de decir lo que se dice, y se podrían decir otras cosas.
—(Gesto.)
—¡Contésteme de una vez!
—Me fatigas las meninges. Eso no son preguntas.
—Sí, son preguntas. Sólo que son preguntas que no sabe usted contestar.
—Creo que todavía no estoy preparado para casarme —dijo Charles pensativamente.
—¡Oh! —dijo Zazie—. No todas las mujeres hacen preguntas como yo.
—-Todas las mujeres, fíjate, todas las mujeres. ¡Si no eres más que una chiquilla!
—¡Oh! Perdón. Ya estoy formada.
—Ya está bien. Nada de indecencias.
—Eso no tiene nada de indecente. Es la vida,
—Vaya con la vida.
lejos— de la plaza de la República, se amontonan las tumbas de parisienses que fueron, que
subieron y bajaron escaleras, que fueron y vinieron por calles y que tanto hicieron que al fin
desaparecieron. Un fórceps les trajo, un coche fúnebre se los lleva, y la torre se enmohece, y el
Panteón se resquebraja más aprisa que los huesos de los muertos demasiado presentes se
disuelven en el humus de la ciudad impregnada de preocupaciones. Pero yo soy vivo y aquí se
para mi saber, pues del taximano fugitivo en su cacharro de alquiler, o de mi sobrina suspendida
a trescientos metros en la atmósfera, o de mi esposa la dulce Marceline que permanece en el
hogar, no sé en este momento preciso y aquí mismo no sé más que esto, alejandrinamente: casi
muertos están, puesto que ausentes son. Mas ¿qué veo yo por encima de los cocos pilosos de las
buenas gentes que me rodean?
Unos viajeros formaban círculo en torno a él, tomándole por un guía complementario.
Volvieron la cabeza en dirección de su mirada.
—¿Y qué ve usted? —preguntó uno de ellos, particularmente versado en la lengua francesa.
—Sí —aprobó otro —, ¿qué es lo que hay que ver?
—En efecto —añade un tercero—, ¿qué debemos ver?
—¿Quéhayquever? —preguntó un cuarto—, ¿quéhayquever? ¿kaikever? ¿kaikever?
—¿Kaikever? —respondió Gabriel—, pues (amplio gesto), Zazie, Zazie mi sobrina, que sale de
la torre y viene hacia nosotros.
Las cámaras crepitan y luego dejan pasar a la niña. Que se está riendo.
—Entonces, tito... ¿Hacemos recaudación?
—Ya lo estás viendo —respondió Gabriel con satisfacción.
Zazie se encogió de hombros y miró al público. No vio a Charles y lo hizo observar.
—Se ha largado —dijo Gabriel.
—¿Por qué?
—Por nada.
—Por nada, no es ninguna respuesta.
—Bueno, pues, se ha largado porque sí,
—Tenía una razón.
—Sabes, Charles... (gesto).
—¿No quieres decírmelo?
—Lo sabes tan bien como yo.
Un viajero interviene:
—Male bonas horas collocamus si non dicis isti puellae the reason why this man Charles went
away.
—Amiguito —le respondió Gabriel—, métete en lo que te importa. She knows why and bothers
me quite a lot.
—¡Oh! —exclamó Zazie —. Ahora resulta que sabes hablar lenguas extranjeras.
—No lo he hecho adrede —respondió Gabriel bajando modestamente los ojos.
—Most interesting —dijo uno de los viajeros.
Zazie volvió a su punto de partida.
—Todo esto no me dice por qué Charles se las ha pirado.
Gabriel se puso nervioso.
:
—Porque tú le decías cosas que él no comprendía. Cosas que no son de su edad.
—Y tú, tito Gabriel, si te dijese cosas que no son de tu edad, cosas que no comprendieses, ¿qué
harías?
—Inténtalo —dijo Gabriel con tono miedoso.
—Por ejemplo —continuó Zazie, despiadada—, si te preguntase: ¿eres un hormosesual o no?
¿Lo comprenderías? ¿Sería de tu edad?
—Most interesting —dijo un viajero (el mismo que hace un rato).
—¡Pobre Charles! —suspiró Gabriel.
—Contestas, sí o qué —gritó Zazie—. ¿Comprendes esta palabra: hormosesual?
—Claro que sí —aulló Gabriel—. ¿Quieres que te haga un dibujo?
La multitud, interesada, aprobó. Algunos aplaudieron.
—No eres capaz —replicó Zazie. Entonces fue cuando Fedor Balanovich hizo su aparición.
—¡Vamos, en marcha! —se puso a vociferar—. ¡Schnell! ¡Schnell! ¡Subamos al autocar y
adelante!
—Tal vez podrías llevarnos a casa. Con esa huelga de los transportes públicos, uno no puede
hacer lo que quiere. No se ve ni un taxi en el horizonte.
—No vamos a volver ya —dijo Zazie.
—De todos modos —dijo Fedor Balanovich—, tenemos que pasar primero por la Santa Capilla
antes de que cierren. Luego —añadió dirigiéndose a Gabriel—, es posible que te lleve a casa.
—¿Y es interesante la Santa Capilla? —preguntó Gabriel.
—¡Santa Capilla! ¡Santa Capilla! —fue el clamor general turista, y los que lo lanzaron, ese
clamor turista, arrastraron a Gabriel hacia el autocar en un impulso irresistible.
—Les ha caído bien —dijo Fedor Balanovich a Zazie, que se había quedado, como él, atrás.
—No hay que pensar —dijo Zazie— que voy a dejarme pasear con todos esos terneros.
—A mí —dijo Fedor Balanovich—, plin.
Y volvió a subir ante su volante v su micro, utilizando en seguida este último instrumento:
—¡Vamos, de prisa! —altavoceaba jovialmente—. ¡Schnell! ¡Schnell!
Los admiradores de Gabriel le habían instalado ya cómodamente y, provistos de aparatos
adecuados, medían el grado de luz a fin de sacarle el retrato con efectos de contraluz. Por bien
que todas estas atenciones le halagasen, se preocupó, no obstante, del destino de su sobrina.
Enterado por Fedor de que la susodicha se negaba a seguir el movimiento, se soltó del círculo
encantado de los xenófonos, se apeó y saltó sobre Zazie, a quien agarró del brazo y arrastró
hacia el autocar.
Las cámaras crepitaron.
—Me haces daño —gemía Zazie, loca de rabia.
Pero también ella fue llevada hacia la Santa Capilla por el vehículo de gruesos neumáticos.
CAPÍTULO IX
—Abrid de par en par los tragaluces, partida de cabritos —dijo Fedor Balanovich—. A la
derecha vais a ver la estación de Orsay. No es moco de pavo como arquitectura y puede
consolaros de la Santa Capilla si llegamos demasiado tarde, cosa que puede ocurrir con todos
esos atascos a causa de la huelga de mis pecados.
Compartiendo una incomprensión unánime y total, los viajeros se quedaron en Babia. Los más
fanáticos de entre ellos no habían prestado, por lo demás, ninguna atención a los gruñidos del
altavoz y, encaramados en sentido contrario sobre los asientos, contemplaban con emoción al
archiguía Gabriel. Éste les sonrió. Entonces, esperaron.
—Santa Capilla —intentaban decir—. Santa Capilla...
—Sí, sí —dijo él amablemente—-. La Santa Capilla (silencio) (gesto), una joya del arte gótico
(gesto) (silencio).
-—No empieces a desbarrar otra vez —dijo agriamente Zazie.
—Continúe, continúe —gritaron los viajeros, ahogando la voz de la chiquilla—. Queremos oír,
queremos oír —añadieron, en un gran esfuerzo berlitzsculiano.
—No vas a dejarte tomar el pelo, espero —dijo Zazie.
Le atenazó con las uñas un pedazo de carne a través del tejido de su pantalón, y le pellizcó
rabiosamente. El dolor fue tan intenso, que gruesas lágrimas
comenzaron a resbalar por las mejillas de Gabriel. Los viajeros que, pese a su gran experiencia
del cosmopolitismo, no habían visto todavía llorar a un guía, se inquietaron; analizando aquel
extraño comportamiento, unos según el método deductivo y los otros según el inductivo,
concluyeron en la necesidad de una propineja. Se hizo una colecta, que se puso sobre las rodillas
del pobre hombre, cuyo rostro volvió a ponerse sonriente más por el término del sufrimiento que
por gratitud, pues la cantidad recogida no era considerable.
—Todo esto debe de parecerles bien singular —dijo tímidamente a los viajeros.
Una francófona bastante distinguida expresó la opinión común:
—¿Y la Santa Capilla?
—Ah, ah —dijo Gabriel, e hizo un amplio gesto.
—Ahora va a hablar —dijo la dama políglota a sus congéneres en su idioma nativo.
Algunos, animados, se subieron sobre los asientos para no perder nada del discurso ni de la
mímica. Gabriel carraspeó para darse ánimos. Pero Zazie volvió a empezar.
—¡Ah! —exclamó Gabriel en voz alta.
—¡Pobre hombre! —comentó la dama.
—¡Canallita! —murmuró Gabriel frotándose el muslo.
—Yo —le sopló Zazie en la oreja— me largo a la próxima luz roja. Así que, tito, ya ves lo que
tienes que hacer.
—Pero, luego, ¿cómo haremos para volver a casa? —gimoteó Gabriel.
—No te digo que no tengo ganas de volver.
—Pero nos seguirán...
—Si no nos apeamos —dijo Zazie con ferocidad—, les digo que eres un hormosesual.
—Primero —repuso apaciblemente Gabriel—, no es verdad, y segundo, no lo comprenderán.
—Entonces, si no es verdad, ¿por qué el sátiro te lo ha dicho?
—-Ah, dispensa (gesto). No está del todo demostrado que haya sido un sátiro.
—Pues no sé lo que te hace falta. —¿Qué me hace falta? ¡Hechos! Y, con aire de iluminado,
hizo un amplio gesto, que impresionó fuertemente a los viajeros fascinados por el misterio de
aquella conversación que unía a la dificultad del vocabulario tantas asociaciones de ideas
exóticas.
—Por lo demás —añadió Gabriel—, cuando lo trajiste, nos dijiste que era bofia.
—Sí, pero ahora digo que era un sátiro. Además, tú no entiendes nada de eso.
—Oh, perdón (gesto), sé lo que es. —¿Sabes lo que es?
—Perfectamente— respondió Gabriel, vejado—, he tenido que rechazar a menudo los asaltos de
esas gentes. ¿Te extraña?
Zazie lanzó una carcajada.
—¡No me extraña en absoluto! —dijo la dama francófona, que comprendía vagamente que se
estaba en el capítulo de los complejos—. ¡Oh, no! ¡En absoluto!
Y contemplaba al coloso con cierta languidez. Gabriel enrojeció y estrechó el nudo de su cor-
bata tras haber comprobado, con mano pronta y discreta, que su bragueta estaba bien abrochada.
—Mira —-dijo Zazie, que ya estaba cansada de reírse—, eres un verdadero tío de familia.
Bueno, ¿nos largamos?
Volvió a pellizcarle fuertemente. Gabriel dio un saltito gritando ¡ay! Claro que hubiese podido
arrearle un tortazo y romperle a la niña dos o tres dientes, pero ¿qué habrían dicho sus
admiradores? Prefería desaparecer del campo de su visión a dejarles la imagen pustulosa y
reprensible de un verdugo de niños. Habiéndose producido un atasco considerable, Gabriel,
seguido de Zazie, se apeó tranquilamente haciendo pequeños signos de connivencia a los
desconcertados viajeros, hipócrita maniobra destinada a engañarles. Efectivamente, los citados
viajeros se pusieron en marcha antes de haber podido tomar las medidas del caso. En cuanto a
Fedor Balanovich, las idas y venidas de Gabriella le dejaban totalmente indife-
rente, no se preocupaba más que de conducir a sus corderos al sitio convenido antes de la hora
en que los guardas del museo se van a beber, por ser irreparable una falla semejante, en el
programa, pues al día siguiente los viajeros partían hacia Gibraltar a los antiguos parapetos. Tal
era su itinerario.
Después de haberles visto alejarse., Zazie soltó una risita y luego, por una costumbre
rápidamente adquirida, asió a través de la tela del pantalón un cacho de carne del muslo del tío
entre sus uñas y le imprimió un movimiento helicoidal.
—¡Leñe! —chilló Gabriel—. No tiene gracia ese jueguecito, ¿no lo has comprendido aún?
—-Tito Gabriel —dijo Zazie apaciblemente—, todavía no me has explicado si eres hormosesual
o no; primo, y secundo, dónde has ido a pescar las bonitas cosas en lengua extranjera que
soltabas hace poco. Responde.
—Por ser una mocosa, sabes seguir con tus ideas —observó Gabriel lánguidamente.
—Contesta, pues —y le sacudió un buen puntapié en el tobillo.
Gabriel se puso a saltar a la pata coja haciendo visajes.
—¡Ay! ¡Ay! —gemía.
—Contesta —dijo Zazie.
Una señora que merodeaba por la esquina se acercó a la niña para decirle estas palabras:
—Pero, vamos, pequeña, le haces daño a este pobre señor. No hay que maltratar así a las
personas mayores.
—Personas mayores, mis narices —replicó Zazie—. No quiere contestar a mis preguntas.
—No es una razón válida. La violencia, pequeña, hay que evitarla siempre en las relaciones
humanas. Es sumamente censurable.
—Censurable, mis narices -—replicó Zazie—. No le pregunto qué hora es,
—Las dieciséis y cuarto —dijo la señora.
—¿Quiere usted dejar en paz a la chica? —dijo Gabriel, que se había sentado en un banco.
—Me parece que es usted un educador algo raro —dijo la señora.
—Educador, mis narices —fue el comentario de Zazie.
—La prueba, no tiene usted más que oírla hablar, (gesto); es de una grosería... —dijo la dama
manifestando todos los signos de una viva repugnancia.
—Ocúpese usted de sus nalgas, ya está bien —dijo Gabriel—. Yo tengo mis ideas sobre la
educación.
—¿Cuáles? —preguntó la señora, posando sus posaderas sobre el banco al lado de Gabriel. —
Primo, la comprensión.
Zazie se sentó al otro lado de Gabriel y le pellizcó sólo un poquitín.
—¿Y mi pregunta? —preguntó mimosamente—. ¿No se contesta?
—De todos modos, no puedo tirarla al Sena —murmuró Gabriel frotándose el muslo.
—Sea comprensivo —dijo la señora con su sonrisa más encantadora.
Zazie se inclinó para decirle: —A ver si dejamos de hacerle la rosca a mi tito. Ya sabe usted que
está casado.
—Señorita, sus insinuaciones no son de las que se hacen a una señora en estado de viudez. .
—Si pudiese largarme... —murmuró Gabriel.
—Antes, contestarás —dijo Zazie.
Gabriel miraba el azul del cielo fingiendo el más absoluto desinterés.
—Na parece querer atenderte —observó la dama viuda objetivamente.
—Pues no tendrá más remedio que hacerlo. Y Zazie hizo ademán de quererle pellizcar. El tito
botó aún antes de ser tocado. Las dos personas del sexo femenino se regocijaron grandemente.
La de más edad, moderando los sobresaltos de su risa, formuló la pregunta siguiente:
—¿Y qué es lo que quieres que te diga? —Si es hormosesual o no.
—¿Él? —preguntó la señora (pausa)—. No cabe duda,
—No cabe duda ¿de qué? —preguntó Gabriel en un tono harto amenazador.
—Que es usted una.
Lo encontraba tan divertido que casi cacareaba.
—Pero, oiga usted... —dijo Gabriel dándole una palmadita en la espalda que le hizo soltar el
bolso.
—No hay modo de hablar con usted —dijo la viuda, recogiendo diversos objetos desparramados
sobre el asfalto.
-—No eres amable con la señora —dijo Zazie.
—Y no es dejando sin respuesta las preguntas de una niña como se la educa —añadió la viuda
volviendo a sentarse a su lado.
—Hay que ser más comprensivo —añadió Zazie, hipócritamente.
Gabriel rechinó los dientes.
—Ande, dígalo, si lo es o no lo es.
—No, no y no —respondió Gabriel con firmeza.
—Todas lo dicen —observó la señora, nada convencida.
—En el fondo —dijo Zazie—-, me gustaría saber qué es eso.
—¿Qué?
—¿Qué es un hormosesual?
—¿Es que no lo sabes?
—Lo sospecho, pero me gustaría que él me lo dijese.
—¿Y qué es lo que adivinas? —Tito, saca tu pañuelo de bolsillo. Gabriel, suspirando, obedeció.
La calle quedó perfumada.
—¿Ha comprendido usted? —preguntó finamente Zazie a la viuda, quien observa en voz baja:
—Barbouze de chez Fior.
—Ni más ni menos —dijo Gabriel—, metiéndose el pañuelo en el bolsillo—. Un perfume de
hombre.
—Eso es verdad —dijo la viuda.
Y a Zazie:
—No has adivinado nada de nada.
Zazie, horriblemente vejada, se vuelve hacia Gabriel :
—Entonces, ¿por qué el tipo te ha acusado de eso?
—¿Qué tipo? —pregunta la dama.
—Te acusaba de hacer la carrera —replicó Gabriel dirigiéndose a Zazie.
—¿Qué carrera? —preguntó la dama.
—¡Ay! —gritó Gabriel.
—No exageres, pequeña —dijo la señora con fingida indulcencia.
—No necesito sus consejos.
Y Zazie volvió a pellizcar a Gabriel.
—Son verdaderamente encantadores, los niños —murmuró distraídamente Gabriel encajando su
martirio.
—Si no le gustan los niños —dijo la señora—, uno se pregunta por qué se encarga de su
educación.
—Eso —dijo Gabriel— es una historia muy diferente.
—Cuéntemela —dijo la dama.
—Gracias —dijo Zazie—, la conozco.
—Pero yo —dijo la viuda— no la conozco.
—¡Y a mí qué!. Vamos, tito, ¿y esa respuesta?
—Ya te he dicho que no, no y no.
—Tiene continuidad en las ideas —observó la dama, cuyo comentario le parecía original.
—Una verdadera mulita —dijo Gabriel con ternura.
La dama hizo luego esta observación, no menos juiciosa que la precedente:
—No parece conocerla muy bien a esta niña. Se diría que está usted descubriendo sus diferentes
cualidades.
Envolvió la palabra cualidades entre comillas.
—Cualidades, mis narices —rezongó Zazie.
—Es usted muy lista —dijo Gabriel—. De hecho, no la tengo en mis brazos sino desde ayer.
—Ya lo veo.
—¿Qué es lo que ve? —preguntó Zazie acerbamente.
—¡Ella qué sabe!... —dijo Gabriel encogiéndose de hombros.
Desdeñando este paréntesis más bien peyorativo, la viuda añadió:
—¿Y es su sobrina?
—Esatamente —respondió Gabriel. —Y él, es mi tía —añadió Zazie, que creía la broma
bastante nueva, lo que se excusó en atención a su temprana edad.
-—¡Hello! —exclamaron gentes que se apeaban de un taxi.
Los más eufóricos de entre los viajeros, con la dama francófona al frente, a vueltas de su
sorpresa, iban a la caza de su archiguía a través del dédalo luteciano y el magma de los atascos,
y acababan de echarle el guante con un estruendo infernal. Manifestaban gran alegría, pues no
tenían rencor alguno hasta el punto de no sospechar siquiera que no les faltaban motivos de
tenerlo. Agarrando a Gabriel al grito de ¡Montjoie Santa Capilla! le arrastraron hasta su
vehículo, le encajaron dentro con cierta habilidad y se le amontonaron encima para que no
emprendiese el vuelo antes de que les hubiera mostrado su monumento favorito con todos los
detalles. No se preocuparon de llevarse consigo a Zazie. La dama francófona le hizo
simplemente un pequeño signo amistoso y de seudoconnivencia irónica cuando el cacharro
arrancó, en tanto que otra dama, no menos francófona por lo demás, pero viuda, daba saltitos
profiriendo alaridos. Los ciudadanos y las ciudadanas que a aquella hora se hallaban en la
esquina se replegaron a posiciones menos expuestas al follón.
—Como siga chillando así —rezongó Zazie—, hay un guindilla que es capaz de acercarse.
—Pequeño ser estúpido —dijo la viuda—; precisamente grito por eso: ¡A los guíakidnapperós!
¡A los guíakidnapperos! (1).
Por fin se presenta un guindilla alertado por los balidos de la señora.
—¿Pasa algo? —pregunta.
—No le hemos llamado —dijo Zazie.
—Pero arman ustedes un jaleo... —dijo el guindilla.
—Hay un hombre que acaba de hacerse raptar —dijo la dama, jadeando—. Y guapo hombre,
por cierto.
(1) O sea: a los secuestradores de guías.
—Caray —murmuró el guindilla, interesado.
—Es mi tía —dijo Zazie.
—¿Y él? —preguntó el guindilla.
—Es él que es mi tía, torpón.
—¿Y ella, entonces?
Designaba a la viuda.
—¿Ella? No es nada.
El policeman se calló para asimilar la cáscara de la situación. La dama, estimulada por el epíteto
zázico, concibió sobre la marcha un proyecto audaz.
—Corramos al encuentro de los guíakidnapperos —dijo—, y en la Santa Capilla le liberaremos.
—Pilla muy lejos —observó el guardia burguesamente—. No soy campeón de cross.
—No pretenderá que tomemos un taxi y que lo pague yo.
—Tiene razón —dijo Zazie, que sabía el valor del dinero—. Es usted menos tonta de lo que
creía.
—Muchas gracias —dijo la dama, encantada.
—No hay de qué —replicó Zazie.
—De todos modos, es muy amable —insistió la dama.
—-Está bien, está bien —dijo Zazie modestamente.
—Cuando haya terminado con todas sus zalemas... —dijo el guindilla.
—No le pedimos nada —dijo la dama.
—Así son las mujeres —exclamó el guardia—. ¿De modo que no me piden nada? Me piden
sencillamente que pille un dolor de costado, sí. Si esto no es nada, entonces ya no comprendo
nada de nada.
Y añadió con aire nostálgico:
—Las palabras ya no tienen el mismo sentido de antaño.
Y suspiraba mirando el extremo de sus bigotes.
—Todo eso no me devuelve a mi tío —dijo Zazie—. Volverán a decir que he querido fugarme y
no será verdad.
—No se inquiete, hija mía —dijo la viuda—. Yo estaré aquí para testimoniar su buena voluntad
y su inocencia.
—Cuando se es verdaderamente inocente —dijo el guardia—, no se necesita a nadie.
—El canalla —dijo Zazie—, le estoy viendo venir. Todos son iguales.
—¿Tanto les conoce, mi pobre hijita?
—No me hable, mi pobre señora —respondió Zazie, melindrosa—. Figúrese que mamá le partió
el cráneo a mi papá con un hacha. Así que, después de aquello, imagínese si habré visto
policías.
—Eso, ya... —dijo el guardia.
—Y todavía los guindillas no es nada —dijo Zazie—. Pero lo que es los jueces... Esos sí que...
—Todos unos granujas —dijo el guardia con imparcialidad.
—Bueno, pues, tanto a los policías como a los jueces, yo les pude —dijo Zazie—. Así (gesto).
La viuda, maravillada, la miraba.
—Y a mí -—dijo el guardia—, ¿cómo te las vas a apañar para poderme?
Zazie le examinó.
—Usted —dijo—, ya he visto su cara en algún sitio.
—Me extraña —dijo el gurimán.
—¿Por qué? ¿Por qué no puedo haberle visto en otro sitio?
—En efecto —dijo la viuda—. La pequeña tiene razón.
—Muchas gracias, señora —dijo Zazie.
—No hay de qué.
—Que sí, que sí.
—Me están tomando el pelo —murmuró el guardia.
—Entonces... —dijo la viuda—. ¿Es todo lo que sabe usted hacer? Muévase un poco, hombre.
—Yo —dijo Zazie— estoy segura de haberle visto en algún sitio.
Pero la viuda había trasladado bruscamente su admiración sobre el guindilla.
—Muéstrenos sus talentos —va y le dice, acompañando estas palabras con una ojeada
afrodisíaca y vulcanizadora—. Un guapo agente de policía como usted ha de conocer muchos
trucos. Dentro de la legalidad, claro está.
—Es un ternero —dijo Zazie.
—Que no —dijo la dama—. Hay que animarle. Hay que ser comprensiva.
Y de nuevo le miró con ojos húmedos y termógenos.
—Aguardan —dijo el gurimán puesto súbitamente en movimiento—, van ustedes a ver lo que
van a ver. Van ustedes a ver de lo que es capaz Trouscaillon.
—¡Se llama Trouscaillon! —exclamó Zazie, entusiasmada.
—Pues yo —dijo la viuda ruborizándose ligeramente—, yo me llamo madame Mouaque—.
Como todo el mundo —añadió.
CAPITULO X
A causa de la huelga de los funiculares y de los metrolebuses, rodaba por las calles mayor
número de vehículos diversos, en tanto que, a lo largo de las aceras, peatones y peatonas,
fatigados o impacientes, hacían auto-stop, fundando el principio de su logro en la solidaridad
inusitada que debía suscitar en los usuarios las dificultades de la situación.
Trouscaillon se situó también en el bordillo de la acera y, sacando un silbato de su bolsillo,
extrajo de él algunos sonidos desgarradores.
Los coches que pasaban prosiguieron su camino. Unos ciclistas lanzaron alegres gritos y se
fueron, despreocupados, hacia su destino. Los dos ruedas motorizados aumentaron su estruendo
y no se pararon. Por lo demás, no era a ellos a quienes se dirigía Trouscaillon.
Hubo un claro. Un atasco radical debió de haber congelado en alguna parte toda la circulación.
Luego, una conducción interior, aislada pero bien fútil, hizo su aparición. Trouscaillon zureó.
Esa vez, el vehículo frenó.
—¿Qué pasa? —preguntó el conductor agresivamente a Trouscaillon que se acercaba—. No he
hecho nada malo. Conozco muy bien el código de circulación. Jamás me han multado. Y traigo
mi documentación. Entonces, ¿qué? Sería mejor que se fuese usted a hacer funcionar el «metro»
en vez de estar aquí fastidiando a los buenos ciudadanos. ¿No le basta con eso? ¡Caray, lo que
necesita!
Se va.
CAPÍTULO XI
En la terraza del café de los Dos Palacios, Ga
que soportar la vida, de momento que basta una nade-
una asamblea cuya atención parecía tanto mayor cuanto que la francofonía estaba más
dispersada en ella.
—¿Por qué? —decía—. ¿Por qué no se tendría que soportar la vida de momento que basta una
nadería para privarnos de ella? Una nadería la trae, una nadería la anima, una nadería la
desmorona, una nadería se la lleva. De lo contrario, ¿quién soportaría los golpes del destino y
las humillaciones de una buena carrera, los fraudes de los tenderos, las tarifas de los carniceros,
el agua de los lecheros, los nervios de los padres, el furor de los profesores, las broncas de los
sargentos, las bajezas de los satisfechos, los gemidos de los infortunados, el silencio de los espa-
cios infinitos, el olor a coliflor o la pasividad de los palos de tormento, si no se supiese que la
mala y proliferante conducta de algunas células ínfimas (gesto), o la trayectoria de una bala
trazada por un anónimo e involuntario irresponsable, viniera inopinadamente a evaporar todas
estas zozobras en el azul del cielo? Yo que os hablo, he reflexionado a menudo acerca de estos
problemas, mientras, vestido con un tutu, muestro a cabritos de vuestra especie mis muslos,
naturalmente bastante vellosos, hay que decirlo, pero profesionalmente depilados. He de añadir
que si tal es vuestro deseo, podéis asistir a ese espectáculo a partir de esta noche.
—¡Hurra! —exclamaron los viajeros de confianza.
—Pero, dime, tito, cada vez tienes más público.
—Ah, estás aquí, tú —dijo Gabriel tranquilamente—. Bueno, ya lo ves, sigo con vida y hasta en
plena prosperidad.
—¿Les has enseñado la Santa Capilla?
—Han tenido potra. Estaban cerrando, pero aún hemos tenido tiempo para hacer los cien metros
ante las vidrieras. Están así (gesto), por lo demás, las vidrieras. Están encantados (gesto), ellos.
¿Verdad, my gretchen lady?
La turista aludida asintió, encantada.
—¡Hurra! —gritaron los demás.
—¡A por los guíakidnapperos! —añadió la viuda Mouaque, seguida de cerca por Trouscaillon.
El guindilla se acercó a Gabriel e, inclinándose respetuosamente, se informó de su salud.
Gabriel respondió sucintamente que era buena. El otro prosiguió entonces su interrogatorio
abordando el problema de la libertad. Gabriel aseguró a su interlocutor de la extensión de la
suya, que además juzgaba a su conveniencia. Cierto que no negaba que hubo al principio un
atentado incontestable a sus derechos más imprescriptibles a ese propósito, mas finalmente,
habiéndose adaptado a la situación, la había transformado hasta tal punto, que sus raptores se
habían convertido en esclavos suyos y que pronto dispondría a su guisa del libre albedrío de
aquéllos. Añadió, para terminar, que detestaba que la policía metiese la nariz en sus asuntos, y
que como el horror que le inspiraba semejante proceder no estaba lejos de producirle náuseas,
sacó del bolsillo un trozo de seda de color lila (ese que no es blanco), pero impregnado de
Barbouze, el perfume de Fior, y se taponó las napias.
Trouscaillon, apestado, se excusó, saludó, en posición de firmes, ejecutó la media vuelta
reglamentaria, se alejó y desapareció en la multitud acompañado por la viuda Mouaque que le
perseguía al trote corto.
—¡Cómo le has puesto las peras a cuarto! —dijo Zazie a Gabriel haciéndose sitio a su lado—.
Para mí, va a ser un helado de fresa y chocolate.
—Me parece que ya había visto su cara en algún sitio— dijo Gabriel.
—Ahora que ya se ha evaporado la bofia —dijo Zazie—, tal vez vas a contestarme. ¿Eres un
hormosesual o no?
—Te juro que no.
Y Gabriel, extendiendo el brazo, escupió en el suelo, lo que chocó un poco a los viajeros. Iba a
explicarles este rasgo del folklore galo, cuando Zazie, adelantándosele en sus intenciones
didácticas, le preguntó por qué, entonces, el tipo le había acusado de serlo.
—Ya volvemos a empezar —gimió Gabriel.
A los viajeros, que comprendían vagamente, les parecía que aquello ya no tenía ninguna gracia
y se consultaron en voz baja y en sus idiomas nativos. Unos eran de opinión de tirar la chiquilla
al Sena, otros de embalarla en una manta de viaje y dejarla en consigna en una estación
cualquiera, tras haberla rellenado de algodón en rama para insonorizarla. Si nadie quería
sacrificar una manta, una maleta podría convenir, apisonando bien.
Inquieto por estos conciliábulos, Gabriel se decide a hacer algunas concesiones.
—Bueno—dijo—, te lo explicaré todo esta noche. Mejor aún, lo verás con tus propios ojos.
—¿Qué es lo que veré?
—Ya lo verás. Te lo prometo.
Zazie se encogió de hombros.
—Las promesas, a mí...
—¿Quieres que vuelva a escupir en el suelo?
—Ya basta. Salpicarías mi helado.
—Entonces, déjame en paz. Ya lo verás, queda prometido.
—¿Qué es lo que verá esta pequeña? —preguntó Fedor Balanovich, que había terminado de
arreglar su choque con el sanctimontronés, quien, por lo demás, había manifestado vivas ganas
de desaparecer del rincón.
Se instaló a su vez al lado de Gabriel y los viajeros le hicieron sitio respetuosamente.
—La llevo esta noche al Monte de Piedad —respondió Gabriel (gesto)—, y a los demás
también.
—Un momento —dijo Fedor Balanovich—, eso no forma parte del programa. Yo tengo que
acostarles temprano, pues han de partir mañana por la mañana para Gibraltar, a los antiguos
parapetos. Este es su itinerario.
—En todo caso —dijo Gabriel—, eso les gusta. —-No se dan cuenta de lo que les espera —dijo
Fedor Balanovich.
—Será un recuerdo para ellos —dijo Gabriel. —Y para mí también —dijo Zazie, que proseguía
metódicamente experimentos sobre los sabores comparados de la fresa y del chocolate.
—Sí, pero —dijo Fedor Malanovich—, ¿quién pagará en el Monte de Piedad? No se avendrán a
pagar un suplemento.
—Les tengo bien amarrados —dijo Gabriel.
—A propósito —le dijo Zazie—, creo que me está volviendo la pregunta que quería
hacerte.
—Bueno, guárdatela —dijo Fedor Balanovich—. Deja hablar a los hombres.
Impresionada, Zazie cerró el pico. Pasó por azar un camarero y Fedor Balanovich le dijo:
—Para mí, será un zumo de cerveza.
—¿En taza o en lata? —preguntó el camarero.
—En un ataúd —respondió Fedor Balanovich, que hizo seña al camarero de que podía
disponer.
—Esta es definitiva —se arrisca a decir Zazie—. Ni el general Vermot hubiese encontrado eso
solo. Fedor Balanovich no presta ninguna atención a las palabras de la niña.
—Así, entonces —le pregunta a Gabriel—, ¿crees que se les podría imponer un plus?
—¿No te digo que les tengo en el bolsillo? Hay que aprovecharse. Por ejemplo, ¿dónde los
llevas a cenar?
—¡Ah! Lo que es eso, les cuidamos. Tienen derecho al Buisson d'Argent. Pero lo paga
directamente la agencia.
—Mira. Yo conozco una cervecería en el bulevar Turbigo donde costará muchisísimo más
barato. Tú te vas a ver al dueño de tu restaurante de lujo y te haces devolver algo de lo que él
cobrará de la agencia; será en provecho de todo el mundo y, encima, donde yo les llevaré, se
van a dar una panzada. Naturalmente, pagaremos con el suplemento que les pediremos para el
Monte de Piedad. En cuanto a la devolución del otro restaurante, nos lo partimos.
—¡Qué astutos sois los dos! —dijo Zazie.
—Eso ya —dijo Gabriel— es pura malicia. Todo lo que yo hago es para agradarles (gesto).
—No pensamos más que en eso —dijo Fedor Balanovich—. En que se vayan con un recuerdo
inolvidable de esta urbe ínclita llamada París. A fin de que vuelvan.
—Bueno, todo marcha bien —dijo Gabriel—. En espera de la cena, experimentarán el sótano de
la cervecería: quince billares y veinte «ping-pongues», único en París.
—Será un recuerdo para ellos —dijo Fedor Balanovich.
—Y para mí también —dijo Zazie—. Porque, mientras tanto, yo me iré a pasear.
—No por el bulevar Sebastopol, sobre todo —dijo Gabriel, asustado.
—No te preocupes —dijo Fedor Balanovich—, que ella tiene seguramente defensas.
—No quita que su madre no me la ha confiado para que se dé un garbeo entre las Halles y el
Cháteau d'Eau.
—No haré más que dar unos pasos delante de tu cervecería —dijo Zazie, conciliadora.
—Razón de más para que crean que haces la carrera —exclamó Gabriel, espantado—. Sobre
todo con tus bluejeanses. Hay aficionados.
—Hay aficionados a todo —dijo Fedor Balanovich, en hombre que conoce la vida.
—No es amable para mí, que digamos —dijo Zazie, haciendo melindres.
—Si ahora se pone a hacerte carantoñas a ti —dijo Gabriel—, ya lo habremos visto todo.
—¿Por qué? —preguntó Zazie—. ¿Es un hormo?
—Querrás decir un normal —rectificó Fedor Balanovich.
—Suprema, ésta, ¿verdad, tito?
Y golpeó el muslo de Gabriel, que se estremeció. Los viajeros les miraban con curiosidad.
—Deben de empezar a aburrirse —dijo Fedor Balanovich—, Ya es hora de que les lleves a tus
billares para distraerles un rato. Pobres inocentes que creen que esto es París.
—Olvidas que les he enseñado la Santa Capilla —dijo Gabriel orgullosamente.
—¡Bobo! —dijo Fedor Balanovich, que conocía a fondo la lengua francesa por ser natural de
Bois-Colombes—. Es el Tribunal de Comercio lo que les has hecho visitar.
—Me estás tomando el pelo —dijo Gabriel, incrédulo—. ¿Estás seguro?
—Suerte que Charles no está aquí —dijo Zazie—. La cosa se complicaría.
—Si no era la Santa Cosa —dijo Gabriel—, en todo caso era bien bonito.
—¿Santa Cosa? ¿Santa Cosa? —preguntaron, inquietos, los más francófonos de los viajeros.
—La Santa Capilla —dijo Fedor Balanovich—. Una joya del arte gótico..
—Así (gesto) —añadió Gabriel.
Tranquilizados, los viajeros sonrieron.
—Entonces —dijo Gabriel—, ¿se lo explicas?
Fedor Balanovich «ciceronó» el asunto en varios idiomas.
—Vaya —dijo Zazie con aire de entendido—, es listo el eslavo.
Tanto más cuanto que los viajeros expresaron su conformidad sacando dinero con entusiasmo,
atestiguando así el prestigio de Gabriel y la extensión de conocimientos lingüísticos de Fedor
Balanovich.
—Mi segunda pregunta es precisamente ésta —dijo Zazie—: Cuando te he encontrado al pie de
la torre Eiffel, hablabas el extranjero tan bien como él. ¿Qué te pasaba? ¿Y por qué no vuelves a
hacerlo?
—Eso —dijo Gabriel— no puedo explicártelo. Son cosas que pasan no se sabe cómo. La
genialidad, vaya.
Terminó su vaso de granadina.
—¡Qué quieres! Los artistas son así.
CAPITULO XII
Trouscaillon y la viuda Mouaque habían recorrido un trecho de camino, lentamente, juntos, pero
recto frente a ellos, y además en silencio, cuando advirtieron que caminaban juntos, lentamente,
pero recto frente a ellos, y además en silencio. Entonces se miraron y sonrieron: sus dos
corazones habían hablado. Se quedaron cara a cara preguntándose qué podrían decirse y en qué
lenguaje expresarlo. Entonces la viuda propuso conmemorar sobre la marcha aquel encuentro
vaciando una copa y entrar a tal fin en la sala del café del Velocípedo, bulevar Sebastopol, don-
de algunos vendedores del mercado central se humedecían ya el tubo ingestivo antes de acarrear
sus hortalizas. Una mesa de mármol les ofrecía su diván de terciopelo y mojarían los labios en
sus cañas de cerveza, en espera de que la sirvienta de tez lívida se alejase para dejar por fin que
las palabras de amor brotasen a través de la efervescencia del líquido. A la hora en que se beben
zumos de fruta de colores fuertes y licores fuertes de colores pálidos, permanecerían en el
susodicho diván de terciopelo, intercambiando, en la turbación de sus manos entrelazadas,
vocablos prolíficos en comportamientos sexuados para un porvenir poco lejano. Pero, alto ahí,
le respondió Trouscaillon, no puedo inmediatamente, por mor del uniforme; déme tiempo para
cambiarme de pingos. Ella le dio cita para el aperitivo en la cervecería del Esferoide, más arriba
a la derecha. Pues vivía en la calle de Rambuteau.
La viuda Mouaque, vuelta a la soledad, suspiró.
«Estoy cometiendo locuras", dijo en voz baja para sí misma. Pero estas pocas palabras no
cayeron insustancialmente e ignoradas en la acera; cayeron en los oídos de alguien que nada
tenía de sorda. Destinadas al uso interno, aquellas palabras provocaron, no obstante, la respuesta
siguiente: «¿Y quién no las comete?» Interrogativamente, pues la respuesta era percontativa.
—¡Toma! ¡Eres tú! —dijo la viuda Mouaque.
—Os estaba mirando, hace un rato; estabais graciosos los dos, el poli y usted.
—A tus ojos —dijo la viuda Mouaque. —«¿A mis ojos?» ¿Qué, «a mis ojos»?
—Graciosos —dijo la viuda Mouaque—. A otros ojos, no graciosos.
—A los no graciosos —dijo Zazie—, que les zurzan.
—¿Estás sola?
—Sí, querida, me estoy paseando.
—No es hora ni barrio para dejar a una chiquilla que se pasee sola. ¿Qué ha sido de tu tío?
—Acompaña a los viajeros. Les ha llevado a jugar al billar. Mientras tanto, tomo el aire. Porque
a mí, el billar, me da tres patadas. Pero he de verles para jalar. Después iremos a verle bailar.
—¿Bailar? ¿A quién?
—A mi tito.
—¿Baila, ese elefante?
—Y en tutu, además —replicó Zazie orgullosamente.
La viuda Mouaque se quedó de un aire. Habían llegado las dos a la altura de una tienda de
comestibles al por mayor y al detalle; del otro lado del bulevar a dirección única, una farmacia
no menos mayorista y no menos detallista vertía sus luces verdes sobre una multitud ávida de
camomila y de embutidos campesinos, de bombones y de santónicos, de gruyere y de ventosas,
una multitud que la vecindad aspiradora de las estaciones comenzaba, por otra parte, a
enrarecer. La viuda Mouaque suspiró.
—¿No te molesta que ande un poco contigo?
—¿Quiere usted vigilar mi conducta?
—No, pero me harás compañía.
—Eso no me importa. Prefiero estar sola.
La viuda Mouaque volvió a suspirar.
—Y yo que me siento tan sola... tan sola...
—Sola, mis narices —dijo la chiquilla con la corrección de lenguaje que le era habitual.
—Sé comprensiva con las personas mayores —dijo la dama con la voz llena de agua—. ¡Ah! Si
tú supieras...
—¿Es el guindilla que la pone en este estado?
—Ah, el amor.,, cuando lo conozcas...
—Ya me decía yo que a fin de cuentas me espetaría usted porquerías. Si continúa usted, llamo a
un guardia..., a otro...
—Es cruel —dijo la viuda Mouaque amargamente.
Zazie se encogió de hombros.
—Pobre vieja... Ande, que no soy un mal bicho. Le haré compañía hasta que se reponga. Tengo
buen corazón, ¿eh?
Antes de que la Mouaque hubiese tenido tiempo de responder, Zazie había añadido:
—De todos modos... un bofia. Yo, vomitaría.
—Te comprendo. Pero, qué quieres, ha sido así. Tal vez si tu tío no hubiese sido
guiakidnappeado...
—Ya le dije que está casado. Y mi tía está infinitamente mejor que usted.
—No hagas propaganda de tu familia. Mi Trouscaillon me basta. Me bastará, mejor dicho.
Zazie se encogió de hombros.
—Todo eso es cine —va y dice—. ¿No tiene usted otro tema de conversación?
—No —repuso enérgicamente la viuda Mouaque.
—Bueno, pues entonces —dijo no menos enérgicamente Zazie—, le comunico que la semana
de buenas obras ha terminado. Hasta más ver.
—Gracias de todos modos, hija mía —dijo la viuda Mouaque con indulgencia.
Cruzaron a la vez separadamente la calzada y volvieron a encontrarse frente a la cervecería del
Esferoide.
—¡Toma! —dijo Zazie—. Otra vez usted. ¿Me está siguiendo?
—Me gustaría más verte en otra parte —dijo la viuda.
—Ésta es definitiva. Hace cinco minutos que no podía quitármela de encima. Ahora tengo que
largarme. ¿Es el amor que la pone así?
—¿Qué quieres? Por decirlo todo, tengo cita aquí mismo con mi Trouscaillon.
Del sótano se oía un gran bullicio. ¡Ja, ja!
—Y yo con mi tito —dijo Zazie—. Están todos ahí. Abajo. ¿No les oye agitarse en plena
prehistoria? Porque, como ya le he dicho, a mí, el billar...
La viuda Mouaque detallaba el contenido de la planta baja.
—No está ahí, su bergante —dijo Zazie.
—Todavía no —dijo la dama—. Todavía no.
—Claro que no. Jamás hay bofias en las tascas. Está prohibido.
—Ahí —dijo la viuda finamente— metes la pata. Ha ido a vestirse de paisano.
—¿Y será usted capaz de reconocerle en ese estado?
—Le amo —-dijo la viuda Mouaque.
—Entretanto —dijo Zazie rotundamente—, baje a tomar una copa con nosotros. Tal vez esté en
el sótano. Tal vez lo ha hecho adrede.
—No hay que exagerar. Es bofia, no espía.
—¿Y usted qué sabe? ¿Le ha hecho confidencias? ¿Ya?
—Tengo confianza —dijo la señora, no menos extática que enigmáticamente.
Zazie se encogió de hombros una vez más.
—Ande..., una copa, eso le renovará las ideas.
—¿Por qué no? —dijo la viuda, quien, habiendo mirado la hora, acababa de comprobar que
todavía tenía que aguardar dos minutos a su «poligoló».
Desde lo alto de la escalera se percibía cómo unas bolitas resbalaban ágilmente sobre tapetes
verdes, y otras, más ligeras, que rayaban la niebla que se elevaba de las cañas de cerveza y de
los gaznates húmedos, Zazie y la viuda Mouaque distinguieron el compacto grupo de viajeros
reunido en torno a Gabriel, que estaba meditando una carambola sumamente difícil. Habiéndola
logrado, fue jaleado en diversos idiomas.
—Están contentos, ¿eh? —dijo Zazie, orgullosa de su tito.
La dama pareció asentir con la cabeza.
—¡Serán bestias!... — añadió Zazie con ternura—. Y todavía no han visto nada. Cuando Gabriel
se muestre en tutu, vaya cara pondrán.
La dama se dignó sonreír.
—¿Qué es exactamente un marica? —le preguntó familiarmente Zazie, como una vieja
compañera—. ¿Un fileno, un canco, un hormosesual? ¿Hay matices?
—Mi pobre hijita —dijo suspirando la viuda, que de vez en cuando volvía a encontrar restos de
moralidad para los demás en las ruinas de la suya pulverizada por los atractivos del poliman.
Gabriel, que acababa de fallar un tacazo a seis bandas, las vio entonces y les hizo un breve
saludo con la mano. Luego prosiguió fríamente el curso de la serie, desdeñando el fracaso de su
última carambola.
—Me vuelvo arriba —dijo la viuda con decisión.
—Buena suerte —dijo Zazie, y se fue a ver el billar de más cerca.
La bola motriz estaba situada en f2, la otra bola blanca en g3 y la colorada en h4. Gabriel se
disponía a efectuar un «massé», y a tal fin ponía tiza azul en su taco. Dijo:
—Es de un pesado subido, la señora esa.
—Tiene un «flerte» terrible con el poliman que ha venido a hablarte cuando hemos estado en la
tasca.
—Me importa un bledo. De momento, déjame jugar. Nada de bromas. Calma. Sangre fría.
En medio de la admiración general, levantó su taco para darle luego a la bola motriz a fin de
hacerle describir un arco parabólico. El tacazo, apartándose de su justa apreciación, rasgó el
tapete con un «siete» que significaba un valor de mercancía tarifado por los dueños del
establecimiento. Los viajeros, que, sobre chismes contiguos, se habían esforzado en lograr un
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resultado semejante sin haberlo conseguido, expresaron su admiración. Era hora de ir a cenar.
Tras haber hecho una colecta para pagar los daños y arreglar la cuenta equitativamente, Gabriel,
una vez hubo recuperado a su gente, incluyendo a los jugadores de ping-pong, la llevó a comer a
la superficie. La cervecería en la planta baja le pareció adecuada para esta empresa, y se
acomodó en un banco antes de haber visto a la viuda Mouaque y a Trouscaillon que estaban a
una mesa uno frente al otro. Le hicieron expresivos signos, y a Gabriel le costó reconocer al
poliman en el endomingado que hacía melindres al lado de la dama. No escuchando sino las in-
termitencias de su corazón bondadoso, Gabriel les invitó con un gesto a que se uniesen a su
guateque, lo que aquéllos no dejaron de hacer. Los extranjeros se sofocaron de entusiasmo ante
tanto color local, en tanto que camareros en mandil empezaban a servir, acompañada de cañas
de cerveza enfriadas, una choucroute nauseabunda entreverada de salchichas grasas, de
tocino rancio, de jamón curtido y de patatas engrilladas, aportando a la apreciación inconsi-
derada de paladares bien dispuestos la ffina efflorescencia de la cocina ffrançaise.
Zazie, al probar el yantar, manifestó claramente que era pura bazofia. El policía, educado por su
madre portera en una sólida tradición de estofado de vaca, la dama a su vez experta en patatas
fritas auténticas, y Gabriel, aunque acostumbrado a las comidas raras de los cabarets, se
apresuraron a sugerir a la niña ese cobarde silencio que permite a los figoneros corromper el
gusto del público en el plano de la política exterior, desnaturalizar para uso de extranjeros la
magnífica herencia que la cocina de Francia recibió de los galos, a quienes se debe, entre otras
cosas, como todos sabemos, sus famosos pantalones, la tonelería y el arte no figurativo.
—De todos modos, no me impediréis decir que es asqueroso.
—Claro que sí, claro que sí —asintió Gabriel—, no quiero obligarte. Yo soy comprensivo,
¿verdad, señora?
CAPÍTULO XIII
Mado Piececitos miró sonar el teléfono durante tres segundos y después, al cuarto, se dispuso a
escuchar lo que pasaba al otro cabo del hilo. Bajó el instrumento de su perchero y le oyó en
seguida emplear la voz de Gabriel que le declaró tener que decirle dos palabras a la parienta.
—Y volando —añadió.
—No puedo —dijo Mado Piececitos—, estoy sola, el señor Turandot no está aquí.
—Hablas —dijo Laverdure—, hablas, es todo lo que sabes hacer.
—So bestia —dijo la voz de Gabriel—, si no hay nadie cierras la puerta, y si hay alguien le
pones en la calle. ¿Has comprendido, capullito?
—Sí, señor Gabriel.
Y colgó. No era tan sencillo. Había, en efecto, un cliente. Naturalmente, hubiera podido dejarle
solo, puesto que era Charles, y Charles no era un tipo capaz de ir a meter mano en el cajón de la
registradora para birlar alguna moneda. Un tipo honrado, el Charles. La prueba: acababa de
pedirla en matrimonio.
Mado Piececitos había apenas empezado a reflexionar sobre este problema, cuando el teléfono
se puso a sonar otra vez.
—¡Leñe! —rugió Charles—. No hay medio de estar tranquilos en este burdel.
—Hablas, hablas —dijo Laverdure, a quien la situación ponía nervioso-—, es todo lo que sabes
hacer.
Mado Piececitos volvió a coger el auricular, y se oyó propulsar un cierto número de adjetivos,
cada uno de ellos más desagradable que el otro.
—No cuelgues, bruja, que no sabrías dónde llamarme. Y date prisa. ¿Estás sola o hay alguien?
—Está Charles.
—¿Qué le quieren a Charles? —dijo Charles noblemente.
—Hablas, hablas —dijo Laverdure—, es todo lo que sabes hacer.
—¿Es él quien chilla tanto? —preguntó el teléfono.
—No, es Laverdure. Charles me habla de matrimonio.
—¡Ah! Se decide —-dijo el teléfono con indiferencia—. Eso no le impide ir a buscar a
Marceline, si es que tú no quieres subir las escaleras. Hará eso por ti, espero, el Charles.
—Voy a preguntárselo —dijo Piececitos.
(Una pausa.)
—Dice que no quiere.
—¿Por qué?
—Está enfadado con usted.
—El muy cretino. Dile que se ponga al aparato.
—Charles —gritó Mado Piececitos (gesto).
Charles no dice nada (gesto).
Mado se impacienta (gesto).
—Bueno, ¿viene o no viene? —pregunta el teléfono.
—Sí —dice Mado Piececitos (gesto).
Finalmente, Charles, tras haber vaciado su vaso, se acerca lentamente al auricular; luego,
arrancando el aparato de manos de su tal vez futura, profiere esta palabra cibernética:
—Diga.
—¿Eres tú, Charles?
__Si
—Entonces corre y vete a buscar a Marceline que tengo que hablarle con urgencia.
—Y yo te digo que no tengo que recibir órdenes de nadie.
Y cuelga.
Luego volvió al mostrador detrás del cual Mado Piececitos parecía soñar.
—Entonces —dijo Charles—, ¿qué piensas de ello? ¿Es sí o es no?
—Se lo repito —susurró Mado Piececitos—, me lo dice así, sin avisar... Es un choque, yo no
podía preverlo, eso pide reflexión, señor Charles.
—Como si no hubieses reflexionado ya.
—¡Oh, señor Charles, qué escéptico es usted! El timbre del chisme se puso de nuevo a telefo-
noncionar.
—Bueno, pero, ¿qué le pasa?, ¿qué le pasa?
—No le hagas caso —dijo Charles.
—No hay que ser tan duro; de todos modos es un compañero.
—Bueno, pero la chica en suplemento no arregla nada.
—No piense en la chiquilla. A esa edad es lícito. Como aquello seguía roncando, de nuevo
Charles se puso al aparato descolgado.
—Oiga —aulló Gabriel.
—Díííga —dijo Charles.
—Anda, no hagas el imbécil. Ve y corre a avisar a Marceline, que ya empiezas a jorobarme.
—Comprende —dijo Charles con tono superior— que me estás estorbando.
—Bueno —bramó el teléfono—, ¡lo que hay que oír! ¿Estorbarte a ti? ¿Qué estás haciendo de
importante?
Charles puso enérgicamente la mano sobre el auricular y, volviéndose a Mado, le preguntó:
—¿Es sí? ¿Es no?
—Es sí —respondió Mado Piececitos, enrojeciendo.
—¿De veras? —(Gesto.)
Charles liberó el auricular y comunicó la cosa siguiente a Gabriel, que seguía estando presente
al otro cabo del hilo.
—Mira, tengo una noticia que darte.
—No me importa. Ve a buscar...
—A Marceline, ya sé.
Luego se lanza a toda velocidad:
—Mado Piececitos y yo acabamos de prometernos.
—Buena idea. En el fondo, he reflexionado, no merece la pena...
—¿Has comprendido lo que te he dicho? Que Mado Piececitos y yo nos casamos.
—Si eso te acomoda... Pues... Marceline no vale la pena que se moleste. Dile solamente que me
llevo a la pequeña al Monte de Piedad para ver el espectáculo. Hay unos viajeros distinguidos
que me acompañan y algunos amigos, una pandilla, vaya. Así es que mi número de esta noche
voy a cuidarlo... Con tal que Zazie lo aproveche, es una verdadera suerte para ella. Además, es
verdad, no tienes más que venir tú también con Mado Piececitos, eso constituirá una celebración
de vuestro noviazgo, ¿no es verdad? Eso se moja, yo pago, y, por añadidura, espectáculo.
Además, Turandot puede venir también, el so memo, y Laverdure, si creéis que puede divertirle,
y Gridoux, no hay que olvidar a Gridoux. ¡Condenado Gridoux!
Y dicho esto, Gabriel cuelga.
Charles dejó colgando el auricular y, volviéndose hacia Mado Piececitos, intentó decir algo
memorable.
—Entonces —va y dice—, ¿está hecho? ¿El asunto concluido?
—¡Y cómo! —dijo Madeleine.
—Nos casamos, Madeleine y yo —dijo Charles a Turandot que volvía.
—Buena idea —dijo Turandot—. Os convido a un reconfortante para mojar eso. Pero me
fastidia perder a Mado. Trabajaba bien.
—¡Pero si me voy a quedar! —dijo Madeleine—. Me aburriría en casa, mientras él hace el taxi.
—Esto es verdad —dijo Charles—. En el fondo, nada habrá cambiado, excepto que, cuando nos
queramos, será dentro de la legalidad.
—Uno siempre acaba por razonar —dijo Turandot—. ¿Qué vais a tomar?
—Cualquier cosa —dijo Charles.
—Por una vez, seré yo quien te sirva —dijo Turandot galantemente a Madeleine, dándole una
palmada en las nalgas, cosa que no tenía costumbre de hacer excepto en las horas de trabajo, y
entonces solamente para caldear la atmósfera.
CAPÍTULO XIV
El cacharro quedó lleno y Charles arrancó. Turandot se sentó a su lado y Madeleine al fondo,
entre Gridoux y Laverdure.
Madeleine miró al loro y preguntó después en torno:
—¿Creéis que el espectáculo le divertirá?
—No te preocupes —dijo Turandot, que había corrido el cristal de separación para oír lo que
decían detrás de él—, sabes perfectamente que se divierte a su manera y cuando tiene ganas de
ello. Así que, ¿por qué no mirando a Gabriel?
—Esos animalitos —declaró Gridoux—, no se sabe jamás lo que comprenden.
—Hablas, hablas —dijo Laverdure—, es todo lo que sabes hacer.
—¿Ve usted? —gritó Gridoux—. Entienden más de lo que generalmente se cree.
—Esto es verdad —aprobó Madeleine fogosamente—. Es muy verdad, esto. Por lo demás,
nosotros, ¿acaso entendemos algo de algo?
—¿Algo de qué? —preguntó Turandot.
—De la vida. A veces, se diría un sueño.
—Son cosas que se dicen cuando uno está por casarse.
Y Turandot da una sonora palmada en el muslo de Charles, a riesgo de hacer dar un traspiés al
taxi.
—No me chinches —dijo Charles.
—No —dijo Madeleine—, no es eso, no estaba pensando solamente en la boda, pensaba así...
por pensar.
CAPITULO XV
Marceline se había quedado dormida en un sillón. Algo la despertó. Miró la hora con ojos
parpadeantes, no sacó de ello ninguna conclusión especial y, por fin, comprendió que llamaban
a la puerta, muy discretamente.
Apagó en seguida la luz y no se movió. No podía ser Gabriel porque, cuando volviese con los
demás, haría, naturalmente, un estruendo como para desvelar el barrio. No era tampoco la
policía, visto que el sol no había salido aún. En cuanto a la hipótesis de un ratero codicioso de
los ahorros de Gabriel, era como para sonreírse.
Hubo un silencio y luego se pusieron a accionar el tirador. No consiguiendo esto ningún
resultado, empezaron a hurgar en la cerradura. Esto duró algún tiempo. «No entiende mucho»,
se dijo Marceline. Finalmente, la puerta se abrió.
El tipo no entró en seguida. Marceline respiraba tan débilmente y con tanta astucia que el otro
no podía oírla.
Por fin dio un paso. Buscaba el interruptor a tientas. Dio con él y se hizo la luz en el vestíbulo.
Marceline reconoció en seguida la silueta del tipo: era el supuesto Pedro-excedentes. Pero
cuando hubo dado la luz en el cuarto donde ella se hallaba, Marceline creyó haberse
equivocado, pues el personaje no usaba bigotes ni gafas ahumadas.
—Le doy miedo, ¿eh? —preguntó galantemente.
—Nanay —respondió dulcemente Marceline.
Y mientras, una vez sentado, se volvía a poner el calzado, ella comprobó que no se había
equivocado en su primera identificación. Era precisamente el tipo que Gabriel había echado por
la escalera.
Una vez calzado, miró de nuevo a Marceline sonriendo.
—Esta vez —dijo—, aceptaría con gusto un vaso de granadina.
—¿Por qué «esta vez»? —preguntó Marceline liando las últimas palabras de su pregunta entre
comillas.
—¿No me reconoce usted?
Marceline titubeó y luego asintió (gesto).
—¿Se pregunta usted qué es lo que vengo a hacer aquí a estas horas?
—Es usted un fino psicólogo, señor Pedro.
—¿Señor Pedro? ¿Por qué «señor Pedro»? —preguntó el tipo muy intrigado, adornando el señor
Pedro con algunas comillas.
—Porque así se llamaba está mañana —respondió dulcemente Marceline.
—¿Ah, sí? —hizo el tipo con aire desenfadado—. Lo había olvidado.
(Silencio).
—Bueno —continuó—, ¿no me pregunta lo que vengo a hacer aquí a una hora semejante?
—No, no se lo pregunto.
—Es una lástima —dijo el tipo—, porque yo le hubiese contestado que he venido para aceptar
la invitación a un vaso de granadina.
Marceline se dirigió silenciosamente la palabra a ella misma para comunicarse la reflexión
siguiente:
—Tiene ganas de que le diga que es idiota, pero no le daré ese gusto, ah, no, no.
El tipo miró a su alrededor.
—¿Ahí dentro es dónde está? (gesto).
Designa el pringoso aparador.
Como Marceline no contesta, se encoge de hombros, se levanta, abre el mueble, saca la botella y
dos vasos.
—Tomará usted un poco, ¿no? —propone.
—Me impediría dormir —responde dulcemente Marceline.
CAPITULO XVI
Trouscaillon se había vuelto a poner el uniforme de policía. En la plazoleta cercana al Monte de
Piedad, aguardaba, melancólico, el cierre del establecimiento. Miraba pensativamente (al
parecer) a un grupo de clochards que dormían sobre la reja de un pozo del «metro», saboreando
la tibieza mediterránea que emanaba de aquella boca y que una huelga no había bastado para
refrescar. Meditó también unos instantes sobre la fragilidad de las cosas humanas y sobre los
proyectos de las ratas que no se llevan a término al igual que los de los antropoides, y luego se
puso a envidiar —sólo unos instantes, no hay que exagerar— la suerte de aquellos deshereda-
dos, desheredados, tal vez, pero liberados del peso de las servidumbres sociales y de los
convencionalismos mundanos. Trouscaillon suspiró.
Un sollozo peor le hizo eco, lo que turbó el ensueño trouscaillonense. Qué es, qué es, qué es, se
dijo el ensueño trouscailloneuse revistiendo a su vez el uniforme de gurimán; y, mirando en
torno; en la oscuridad con ojo avizor, descubrió el origen de la intervención sonora en la
persona de un quídam sentado y quieto en un banco. Trouscaillon se acercó a él no sin haber
tomado las precauciones de costumbre. Los clochards seguían durmiendo, pues se las sabían
todas.
El individuo pretendía dormitar, lo que si no tranquilizó a Trouscaillon, tampoco le impidió
dirigirle la palabra en estos términos:
—¿Qué hace usted aquí? ¿Y a una hora tan avanzada?
—¿Y a usted qué le importa? —respondió el llamado x.
Trouscaillon se había hecho igual pregunta mientras soltaba las suyas. Sí, ¿a él qué le
importaba? El oficio lo exigía, y desde que había perdido a Marceline, tenía más bien tendencia
a enternecerse, Pero luchando con esta funesta inclinación, prosiguió así la conversación:
—Sí —dijo—, eso me incumbe.
—Entonces —dijo el hombre—, en ese caso es diferente.
—¿Me autoriza, pues, a formular de nuevo la proposición interrogativa que hace unos instantes
enuncí ante usted?
—Enuncié —dijo el oscuro.
—Enuncí —dijo Trouscaillon.
—Enuncié, con e final.
—Enuncié —dijo por fin Trouscaillon-—. ¡Ah! La gramática no es mi fuerte. Y esto es lo que
me ha jugado malas pasadas. Dejémoslo. Entonces...
—Entonces, ¿qué?
—Mi pregunta.
—Bueno —dijo el otro—, la he olvidado. Con el rato que hace...
—Entonces, ¿tengo que volver a empezar?
—Al parecer.
—¡Qué lata!
Trouscaillon, temiendo una reacción por parte de su interlocutor, se abstuvo de suspirar.
—Ande —dijo éste cordialmente—, haga un pequeño esfuerzo. Trouscaillon hizo uno de
aúpa.
—Nombre apellidos fecha de nacimiento lugar de nacimiento número de registro de los seguros
sociales número de cuenta corriente libreta de la caja de ahorros recibo del alquiler recibo del
agua recibo del gas recibo de la electricidad tarjeta semanal del «metro» tarjeta semanal del
autobús prospecto nevera llavero salvoconducto bula papal y tutti frutti venga sin frases su
documentación. Y todavía no abordo la cuestión automóvil tarjeta gris faro piloto pasaporte
internacional y tutti quanti porque todo esto no debe de entrar en sus posibilidades.
Estas vociferantes exclamaciones hicieron surgir de las tinieblas a dos agentes ciclistas,
—Alboroto nocturno —gritaron los dos ciclistas—, estruendo lunar, bronca somnívora,
medianoche (1) vociferante. Pero ¿qué es esto? —gritaban los dos ciclistas.
Gabriel, discretamente, dejó de agarrar a Trouscaillon por las solapas de su guerrera.
—Un momento —exclamó Trouscaillon dando pruebas de gran valor—, un momento: ¿acaso
no me habéis mirado? Observad mi uniforme, Soy poli, ved mis alas.
Y agitó su esclavina.
—¿De dónde sales, tú? —dijo el ciclista calificado para entablar diálogo—. Jamás se te ha visto
por el sector.
—Es posible —respondió Trouscaillon animado por una audacia que un buen escritor no sabría
calificar de otro modo que insensata—. Es posible, pero no quita que policía soy y policía me
quedo.
—Pero y esos otros —dijo el ciclista con aire malicioso—, esos otros (gesto), ¿son todos polis?
—No lo querríais. Pero son dulces como el hisopo.
—Todo eso no me parece muy católico —dijo el ciclista que hablaba.
El otro se contentaba con hacer visajes. Terrible.
—Sin embargo, hice mi primera comunión —replicó Trouscaillon.
—Oh, hete aquí una reflexión que huele poco a bofia —exclamó el ciclista que hablaba—.
Olfateo en ti al lector de esas publicaciones insurrectas que quieren hacer creer en la alianza del
hisopo y de la porra blanca. Ahora bien, ¿me oye usted? (y se dirige al corro), la policía a los
curas... (gesto)...
Esta mímica fue acogida con reservas, salvo por Turandot, que sonrió servilmente. Gabriel se
encogió manifiestamente de hombros.
—Tú —le dijo el ciclista que hablaba—. Tú, apestas (pausa). A mejorana.
(1) En castellano en el original.
—¡Mejorana! —exclamó Gabriel despectivamente—. Es Barbouze, de Fior.
—¡Oh! —dijo el ciclista, incrédulo—. Veamos a ver.
Se acercó para olisquear la chaqueta de Gabriel.
—A fe mía -—dijo luego casi convencido—. Venga a ver —añadió dirigiéndose a su colega.
El otro se puso a olisquear a su vez la chaqueta de Gabriel.
Asintió con la cabeza.
—Pero —dijo el que sabía hablar— no me dejaré impresionar. Apesta a mejorana.
—Me pregunto qué demonios pueden entender estos alcornoques de eso —dijo Zazie
bostezando.
—¡Caray! —dijo el ciclista que sabía hablar—. ¿Lo ha oído, subordinado? Esto roza la injuria.
Esta mocosa se burla de nosotros como el otro con su mejorana.
—Nada de eso —dijo Gabriel—. Se lo repito: Barbouze, de Fior.
La viuda Mouaque se acercó para olisquear.
—Lo es —dijo a los dos ciclistas.
—Nadie la ha llamado —dijo el que no sabía hablar.
—Esto es verdad —murmuró Zazie—. Se lo he dicho ya hace un rato.
-—Convendría tratar de ser educada con la señora —dijo Trouscaillon.
—Tú —dijo el ciclista que sabía hablar—-, harías mejor no llamando la atención sobre tu jeta.
—Convendría tratar de serlo —repitió Trouscaillon con una valentía que emocionó a la viuda
Mouaque.
—¿No harías mejor estando acostada a estas horas?
—Ja, ja —repuso Zazie.
—Enséñanos tus papeles —dijo a Trouscaillon el ciclista que sabía hablar.
—Esto no se ha visto nunca —dijo la viuda Mouaque.
—Tú, vieja, cierra el pico —dijo el ciclista que no sabía hablar.
—¡Ja, ja! —soltó Zazie.
—Sed educados con la señora —dijo Trouscaillon, que se volvía temerario.
—Otra frase impropia de un bofia —dijo el ciclista que sabía hablar—. Tus papeles —aulló—,
y pronto.
—¡Qué divertido es esto! —-dijo Zazie.
—De todos modos es un poco fuerte —dijo Trouscaillon—. Ahora me piden a mí los papeles,
mientras que a esa gente no se les pide nada.
—Esto, esto no está bien —dijo Gabriel.
—¡Qué basura! —dijo Gridoux.
Pero los ciclistas no cambiaban de idea así como así.
—Tus papeles —gritaba el que sabía hablar.
—Tus papeles —gritaba el que no sabía.
—Alboroto nocturno —sobreaullaron en este momento nuevos policías, completados, éstos, por
un coche celular—. Bronca lunar, estruendo somnívoro, medianoche vociferante... Ah, pero,
¿qué es esto?
Con olfato perfecto, subolieron a los responsables y sin vacilar embarcaron a Trouscaillon y a
los dos ciclistas. El total desapareció en un instante.
—De todas maneras hay una justicia —dijo Gabriel.
—La viuda Mouaque se lamentaba.
—No hay que llorar —le dijo Gabriel—. Era un poco falsote su galán. Además, ya estábamos
hartos de su persecución. Hala, venga a comerse una sopa de cebolla con nosotros. La sopa de
cebolla que mece y consuela.
CAPÍTULO XVII
Una lágrima cayó sobre un cuscurro ardiente y se volatilizó.
—Vamos, vamos —dijo Gabriel a la viuda Mouaque—, recóbrese. Uno de perdido, diez de
encontrados. Feúcha como es usted, no le costará volver a dar con otro bribón.
Ella suspira, insegura. El cuscurro se desliza en la cuchara y la viuda se lo proyecta, humeante,
en el esófago. Sufre de ello.
—Llame a los bomberos— le dice Gabriel. Y vuelve a llenarle el vaso. Cada bocado moua-
quiano es regado así con severo moscatel.
Zazie se ha reunido con Laverdure en el sueño. Gridoux y Turandot se debaten en silencio con
los hilos del queso rallado.
—Estupenda, ¿eh? —les dice Gabriel—, esta sopa de cebolla. Se diría que tú (gesto) le has
metido suelas de botas, y que tú (gesto) has añadido agua de tu fregadera. Pero esto es lo que me
gusta: la llaneza, lo natural. La pureza, vaya.
Los otros aprueban, pero sin comentarios.
—Bueno, Zazie, ¿no te comes la sopa?
—Déjela dormir —dice la viuda Mouaque con voz derrumbada—. Déjela soñar. Zazie abre un
ojo.
—Toma, todavía está aquí, la tía esa.
—Hay que tener compasión de los desgraciados —dijo Gabriel.
—¡Qué bueno es usted! —dice la viuda Mouaque—. No es como ella (gesto). Los niños, ya se
sabe: no tienen corazón.
Vació su vaso e hizo signo a Gabriel de que deseaba vivamente que se lo llenase de nuevo.
—Cuidado lo que puede llegar a desbarrar —dice Zazie débilmente.
—Bah —dice Gabriel—. ¿Qué importa? ¿Verdad, viejo platillo? —añade dirigiéndose a la prin-
cipal interesada,
—¡Ah, qué bueno es usted! —dice ésta—. No es como ella. Los niños, ya se sabe: no tienen
corazón.
—¿Es que nos va a cascar los oídos mucho rato así? —preguntó Turandot a Gabriel
aprovechando una deglución afortunada.
—Cuidado que sois duros, vosotros —dijo Gabriel—. De todos modos tiene una pena, este viejo
cascote.
—Gracias —dice la viuda Mouaque con efusión.
—De nada —dice Gabriel—. Y volviendo a la sopa de cebolla, hay que reconocer que es un
invento notable.
—¿Ésta? —preguntó Gridoux quien, al final de su consumición, rascaba con energía el fondo de
su plato para recuperar el gruyere adherido aún a la loza—. ¿Ésta en particular o la sopa de
cebolla en general?
—En general —respondió Gabriel con decisión—. No hablo nunca sino en general. No hago
medias-raciones.
—Tienes razón —dijo Turandot, que había acabado igualmente su parte—, no hay que buscarle
tres pies al gato. Ejemplo: el moscatel escasea, es la vieja que lo sopla todo.
—Es que no es indecoroso —dijo la viuda Mouaque sonriendo beatamente—. Yo también hablo
en general, cuando quiero.
—Hablas, hablas -—dijo Laverdure despertando sobresaltado por un motivo desconocido por
todos y por él mismo—, es todo lo que sabes hacer.
—Ya estoy harta —dijo Zazie rechazando su ración.
—Espera —dijo Gabriel, atrayendo vivamente hacia sí el plato—, te voy a terminar esto. Y
que nos manden dos botellas de moscatel y una de granadina —añadió, dirigiéndose a un
camarero que circulaba por los parajes—. Y a él (gesto), le olvidamos. Tal vez masticaría algo...
—Eh, Laverdure —dijo Turandot—, ¿tienes hambre?
—Hablas, hablas —dijo Laverdure—, es todo lo que sabes hacer.
—Esto —dijo Gridoux—, esto quiere decir que sí.
—No eres tú quien vas a enseñarme a comprender lo que él dice —-dijo Turandot con altanería.
—No me lo permitiría —dijo Gridoux.
—No quita que lo ha hecho —intervino la viuda Mouaque.
—No emponzoñéis la situación —dijo Gabriel.
—Tú comprendes —dijo Turandot a Gridoux—, y yo comprendo lo que tú comprendes tan bien
como tú. No soy más imbécil que otro cualquiera.
—Si comprendes tanto como yo —dijo Gridoux—, entonces es que eres menos imbécil de lo
que pareces.
—Lo que es parecerlo —dijo la viuda Mouaque—, lo parece.
—¡Qué cara dura tiene ésta! —dijo Turandot—. Ahora me colma de injurias.
—Esto es lo que pasa cuando no se tiene prestigio —dijo Gridoux—. El más menguado os
escupe en la cara. Conmigo no se atrevería.
—Toda la gente es alcornoque —dijo la viuda Mouaque con súbita energía—. Usted incluido —
añadió por Gridoux.
Inmediatamente recibió una sonora bofetada.
La devolvió con no menos presteza.
Pero Gridoux tenía otra en reserva que retumbó sobre el rostro mouaquiano.
—¡Mecachis en tal por cual! —aulló Turandot.
Y se puso a dar saltitos entre las mesas, tratando vagamente de imitar a Gabriella en su número
de La muerte del cisne.
Zazie había vuelto a dormirse. Laverdure, sin duda por espíritu de venganza, intentaba proyectar
un excremento fresco fuera de la jaula.
Mientras tanto, las bofetadas iban prodigándose entre Gridoux y la viuda Mouaque, y Gabriel se
partía de risa viendo a Turandot tratando de escabullirse.
Pero todo esto no era del gusto de los camareros de los Nictálopos. Dos de ellos especializados
en ese género de hazañas, agarraron súbitamente a Turandot cada uno de un brazo y,
encuadrándole alegremente, pronto le llevaron afuera para proyectarle sobre el asfalto de la
calzada, interrumpiendo así el merodeo de algunos taxis morosos en el aire agrisado y fresco de
la madrugada.
—Eso sí que no —dijo Gabriel—-, eso sí que no.
Se levantó, atrapando a los dos camareros que volvían satisfechos hacia sus ocupaciones
caseras, y les hizo sonar el coco uno contra el otro con tal fuerza y bella manera que los dos
jaques se derrumbaron pulverizados.
—¡Bravo! —exclamaron a coro Gridoux y la viuda Mouaque, quienes, de común acuerdo,
habían interrumpido su intercambio de correspondencia. .
Un tercer camarero entendido en materia de broncas, quiso conseguir un triunfo relámpago.
Agarrando un sifón, se propuso hacer resonar su masa contra el cráneo de Gabriel. Pero Gridoux
había previsto la contraofensiva. Otro sifón, no menos compacto, arrojado por cuenta suya, fue,
al término de su trayectoria, a deteriorar el coco del astuto.
—¡Mecachis en retal! —aulló Turandot, quien, habiendo recobrado el equilibrio en la calzada a
expensas de los frenos de algunos vehículos nocturnos particularmente madrugadores, irrumpía
de nuevo en la cervecería manifestando un incontenible afán de lucha.
A la sazón, manadas de camareros surgían de todas partes. Jamás pudo creerse que hubiese
tantos. Salían de las cocinas, de los sótanos, de las dependencias. Su masa compacta absorbió a
Gridoux y luego a Turandot, que se había aventurado entre ellos. Pero no lograban reducir a
Gabriel tan fácilmente. Como un coleóptero atacado por una columna mirmidona, como el buey
asaltado por un banco de sanguijuelas, Gabriel se sacudía, se debatía, proyectando en
direcciones variadas proyectiles humanos que se iban a romper mesas y sillas o a rodar entre los
pies de los clientes.
El ruido de esta controversia acabó por despertar a Zazie. Al ver a su tío presa de la jauría
tabernaria, gritó:
—¡Valor, tito!
Y apoderándose de una botella de agua la arrojó al azar contra el tumulto. Tan elevado es el
espíritu combativo de las muchachas francesas. Siguiendo este ejemplo, la viuda Mouaque
diseminó ceniceros a su alrededor. De tal suerte el espíritu de imitación puede mover a actuar a
las menos dotadas. Entonces se oyó un estrépito considerable: Gabriel acababa de desplomarse
sobre la vajilla, arrastrando entre los añicos siete camareros enfurecidos, cinco clientes que
habían tomado partido y un epiléptico.
Levantándose en un solo movimiento, Zazie y la viuda Mouaque se acercaron al magma
humano que se agitaba en el serrín y la loza. Algunos sifonazos bien aplicados eliminaron de la
competición a algunas personas de cráneo frágil. Gracias a lo cual Gabriel pudo incorporarse,
rasgando, por así decirlo, la cortina formada por sus adversarios y revelando al mismo tiempo la
escacharrada presencia de Gridoux y de Turandot tendidos en el suelo. Algunos chorros de agua
de seltz dirigidos sobre sus jetas por el elemento femenino y camillero les hicieron recobrarse. A
partir de aquel momento, el resultado del combate ya no ofrecía dudas.
Mientras los clientes tibios o indiferentes se eclipsaban sigilosamente, los encarnizados y los
camareros, ya sin resuello, se desinflaban bajo el puño severo de Gabriel, el mango siderante de
Gridoux y el pie virulento de Turandot. Una vez acorchados, Zazie y Mouaque les arrastraban
hasta la acera, donde amateurs benévolos, por simple bondad de alma, les disponían en pilas.
Sólo Laverdure no tomaba parte en la hecatombe, alcanzado dolorosamente al empezar la
reyerta en el perineo por un fragmento de sopera. Yaciendo en el fondo de su jaula, murmuraba
entre gemidos: velada encantadora, encantadora velada; traumatizado, había cambiado de disco.
Aun sin su concurso, la victoria fue pronto total.
Eliminado el último antagonista, Gabriel se frotó las manos con satisfacción y dijo:
—Ahora me tomaría con gusto un café con leche.
—Buena idea —dijo Turandot, que pasó detrás del mostrador mientras los otros cuatro se
acodaban en él.
—¿Y Laverdure?
Turandot partió a la búsqueda del animal que encontró refunfuñando. Le sacó de la jaula y se
puso a acariciarle llamándole su gallinita verde. Laverdure, tranquilizado, le contestó:
—Hablas, hablas, es todo lo que sabes hacer.
—Esto es verdad —dijo Gabriel—. ¿Y ese café?
Tranquilizado, Turandot reenjauló al loro y se acercó a las máquinas. Trató de hacerlas
funcionar, pero por desconocer aquel modelo empezó por escaldarse una mano.
—¡Uy, uy, uy!, —dijo con toda sencillez.
—¡Maldito torpe! —dijo Gridoux.
—¡Pobre minino! —dijo la viuda Mouaque.
—¡Mierda! —dijo Turandot.
—El café con leche, para mí —dijo Gridoux—, y que sea bien blanco.
—Y para mí —dijo Zazie—, con piel encima.
—Ahahahahahh —respondió Turandot, que acababa de echarse un chorro de vapor en plena
jeta.
—Sería mejor pedirle que lo hiciera a alguien del establecimiento —dijo Gabriel plácidamente.
—Eso es —dijo Gridoux—, voy a buscar uno.
Fue a escoger entre el montón el menos lisiado. Que remolcó.
—Estuviste fenómeno, ¿sabes? —dijo Zazie a Gabriel—. De hormosesuales como tú no debe de
haber manojos.
—¿Y cómo desea la señorita el café con leche? —preguntó el camarero devuelto a la razón.
—Con cáscara —dijo Zazie.
—¿Por qué persistes en calificarme de hormosesual? —preguntó Gabriel con calma—. Ahora
que me has visto en el Monte de Piedad, tienes que tener una opinión.
—Hormosesual o no —dijo Zazie—, en todo caso estuviste verdaderamente supremo.
—Qué quieres —dijo Gabriel—, no me gustaban sus modales (gesto).
—Oh, señor —dijo el camarero designado—, bastante lo sentimos, créalo.
—Es que me insultaron —dijo Gabriel.
—¡Ay, señor —dijo el camarero—, se equivoca usted!
—Que sí —dijo Gabriel.
—No te preocupes —le dijo Gridoux-—, siempre somos insultados por alguien.
—Esto está bien pensado —dijo Turandot.
—Y ahora —preguntó Gridoux a Gabriel—, ¿qué piensas hacer?
—Pues tomarme este café.
—¿Y después?
—Pasar por casa y llevar la pequeña a la estación,
—¿Has echado un vistazo afuera?
—No.
—Pues ve a ver.
Gabriel fue.
—Evidentemente— dijo, al volver.
Dos divisiones blindadas de vigilantes nocturnos y un escuadrón de spahis jurasianos acababan,
en efecto, de tomar posiciones en torno de la plaza Pigalle.
CAPÍTULO XVIII
—Tal vez tendría que telefonear a Marceline —dijo Gabriel.
Los otros siguieron bebiendo su café en silencio.
—La que se va a armar —dijo el camarero en voz baja.
—A usted nadie le llama —replicó la viuda Mouaque.
—Voy a llevarte donde te he tomado —dijo Gridoux.
—Está bien, está bien —dijo el camarero—, ya no hay modo de bromear.
Gabriel volvía.
—Es raro —dijo—. No contestan.
Quiso beber su café con leche.
—¡Porras! —añadió—. Está frío.
Asqueado, lo dejó sobre el mostrador.
Gridoux fue a ver.
—Se acercan —comunicó.
Abandonando el mostrador, los otros se agruparon a su alrededor, excepto el camarero, que se
camufló debajo de una silla.
—No parecen estar contentos —notó Gabriel.
—No queda gracioso —murmuró Zazie.
—Espero que a Laverdure no le molestarán —dijo Turandot—. El no ha hecho nada.
—Y yo, ¿qué? —dijo la viuda Mouaque—. ¿Qué he hecho yo?
—Irá usted a reunirse con su Trouscaillon —dijo Gridoux encogiéndose de hombros.
—¡Pero si es él! —exclamó la viuda,
Pasando por encima del montón de «sonados» que formaban una especie de barricada ante la
entrada de los Nictápolos, la viuda Mouaque manifestó la intención de precipitarse hacia los
asaltantes que avanzaban con lentitud y precisión. Un buen puñado de balas de metralleta atajó
la tentativa. La viuda Mouaque, sosteniéndose las tripas con las manos, se desplomó.
—Qué estupidez —murmuró—. Yo que tenía rentas.
Y murió.
—Eso se pone mal —hizo observar Turandot—. Con tal de que Laverdure no reciba un mal
golpe. Zazie se había desmayado.
—-Tendrían que poner cuidado —dijo Gabriel, furioso—-. Hay niños.
—Ahora podrás hacerles tus observaciones —dijo Gridoux—. Aquí están.
Aquellos señores, fuertemente armados, se hallaban ahora simplemente del otro lado de los
cristales defensa tanto más débil cuanto que en su mayor parte habían sido rotos en la reyerta
precedente. Aquellos señores, fuertemente armados, se detuvieron en línea, en medio de la
acera. Un personaje, con el paraguas colgando debajo del brazo, se destacó del grupo y, pasando
por encima del cadáver de la viuda Mouaque, penetró en la cervecería.
—¡Toma! —dijeron a coro Gabriel, Turandot, Gridoux y Laverdure.
Zazie seguía desvanecida.
—Sí —dijo el hombre del paraguas (nuevo)—, soy yo, Arún Aráquida. Yo soy yo, aquel a quien
habéis conocido y a veces mal reconocido. Príncipe de este mundo y de varios territorios
conexos, me agrada recorrer mis dominios bajo aspectos variados tomando las apariencias de la
incertidumbre y del error, que, por lo demás, me son propios. Policía primario y menguado,
hampón noctinauta, indeciso perseguidor de viudas y de huerfanitas, esas imágenes fugaces me
permiten endosar sin temor los riesgos menores del ridículo, de la tontería y de la efusión
sentimental (gesto noble en dirección de la difunta viuda Mouaque). Apenas haber sido
considerado como desaparecido por vuestras ligeras conciencias, reaparezco en plan de
triunfador, y hasta sin ninguna modestia. ¡Mirad! (Nuevo gesto no menos noble, pero que
abarcaba esta vez el conjunto de la situación).
—Hablas, hablas —dijo Laverdure—, es...
—He aquí uno que me parece bueno para la cazuela —dijo Trouscaillon, perdón, Arún
Aráquida.
—¡Jamás! —exclama Turandot, apretando la jaula contra su pecho—. ¡Antes perecer!
Con estas palabras, comienza a hundirse en el suelo asi cómo, por lo demás, Gabriel, Zazie y
Gridoux. El montacargas los baja a todos hasta la cueva de los Nictálopos. El manipulador del
montacargas, sumido en la oscuridad, les dice suavemente, pero con firmeza, que le sigan y se
apresuren. Agitaba una lámpara eléctrica, signo de reconocimiento y a la par de las virtudes de
la pila que la alimentaba. Mientras en la planta baja los señores fuertemente armados, bajo el
choque de la emoción, se disparaban ráfagas de metralleta entre las piernas, el pequeño grupo,
siguiendo la orden y la luz supradichas, se desplazaba con notable rapidez entre las estanterías
atestadas de botellas de moscatel y de granadina. Gabriel llevaba a Zazie, desvanecida aún,
Turandot a Laverdure, malhumorado aún, y Gridoux no llevaba nada.
Bajaron una escalera, luego traspusieron el umbral de una puertecita y se hallaron en una
alcantarilla. Un poco más lejos, traspusieron el umbral de otra puertecita y se hallaron en un
pasillo de ladrillos barnizados, oscuro y desierto aún.
—Ahora —dijo dulcemente el lampadóforo—, si no queremos hacernos notar, cada uno tiene
que irse por su lado. Tú —añadió por Turandot—, tendrás dificultades por el pájaro.
—Lo pintaré de negro —dijo Turandot con aire sombrío.
—Todo eso —dijo Gabriel—, no tiene ni pizca de gracia.
—Yo —dijo el lampadóforo —me llevo a la pequeña. Tú también, Gabriel, eres un poco
visible.
Además, he traído su maletita conmigo. Pero debo de haber olvidado algo. He ido con prisas.
—Cuéntame.
—No es el momento.
Las lámparas se encendieron.
—Ya está -—dijo suavemente el otro—. El «metro» vuelve a funcionar. Tú, Gridoux, tomas la
dirección Etoile, v tú, Turandot, la dirección Bastilla.
—¿Y nos apañamos como podamos? —dijo Turandot.
—Sin betún a mano —dijo Gabriel—, tendrás que dar pruebas de imaginación.
—¿Y si yo me metiera en la jaula —dijo Turandot—, y fuese Laverdure quien me llevase?
—Es una idea.
—Yo —dijo Gridoux—, me vuelvo a casa. La zapatería es, afortunadamente, una de las bases
de la sociedad. ¿Y qué distingue un zapatero de otro zapatero?
—Es evidente.
—Entonces, ¡hasta la vista, muchachos! —dijo Gridoux.
Y se alejó en la dirección Etoile.
—Entonces, ¡hasta la vista muchachos! —dijo Laverdure.
—Hablas, hablas —dijo Turandot—, es todo lo que sabes hacer.
Y volaron en la dirección Bastilla.
CAPÍTULO XIX
Jeanne Lalochère despertó bruscamente. Consultó su reloj de pulsera depositado sobre la
mesilla de noche; eran las seis y pico.
—No puedo entretenerme.
Se entretuvo, no obstante, unos instantes para examinar a su fulano quien, desnudo, roncaba. Le
miró al por mayor y luego al detalle, considerando sobre todo con lasitud y placer el objeto que
tanto la ocupara durante un día y dos noches y que ahora se parecía más a un niño después de
haber tomado el biberón que a un galante granadero.
—Y es de un tonto, además...
Se vistió rápidamente, echó diversos objetos en su bolso y se arregló la cara.
—No puedo llegar con retraso. Si es que quiero recuperar a mi hija. Conozco a Gabriel. De
seguro que serán puntuales. A menos que les haya ocurrido algo.
Apretó el tubo de labios contra su corazón.
—Con tal de que no haya ocurrido nada...
Ahora ya estaba lista. Miró a su galán otra vez.
—Si vienes a buscarme... Si insiste... Tal vez no le diré que no. Pero no seré yo quien le vaya
detrás.
Cerró despacio la puerta tras de sí. El hotelero le llamó un taxi y a la media estaba en la
estación. Echó un vistazo y bajó al andén. Poco después, llegaba Zazie acompañada por un tipo
que le llevaba la maleta.
—¡Toma! —dijo Jeanne Lalochère—. Marcel.
—Como usted ve.
—¡Pero si está durmiendo de pie!...
—Hemos estado de juerga. Hay que excusarla. Ya mí también hay que excusarme si me las
piro.
—Comprendo. Pero. ¿Y Gabriel?
—Dejémoslo. Bueno, uno que se larga. Hasta más ver, pequeña.
—Hasta la vista, señor —dijo Zazie, completamente ausente.
Jeanne Lalochère la hizo subir al apartamiento.
—Entonces, ¿te has divertido mucho?
—Así, así.
—¿Has visto el «metro»?
—No.
—Entonces, ¿qué has hecho?
—He envejecido.