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Oscar Mejía Quintana*
Modernidad y reacción
Además de sus obvias implicaciones jurídicas, la Carta del 91 configuró en Colombia un
proyecto social-democrático de modernidad política, pluralista y tolerante, que ha debido
enfrentarse a la cultura jurídico-política formalista y súbdito–parroquial derivada de la
Constitución de 1886.
Estos rasgos muestran la ambición del proyecto radical. Aparejado a este catálogo de
aspiraciones, encontramos en realidad un modelo de democracia restringida, como la que
siempre ha caracterizado al país, pero de carácter incluyente, en términos simbólicos.
Como bien lo puntualiza Urrego, la Regeneración entroniza símbolos como el himno nacional
y valores como el catolicismo y la hispanización como ideal nacional, que hasta hoy se
reivindican:
El mito de la Constitución
Colombia –un país que en tiempos de la Colonia fue algo más que una capitanía por razones
administrativas, pues solo al final transita al Virreinato– con la Constitución del 91 logra
vislumbrar los horizontes de modernidad que durante 100 años le había birlado la
Constitución del 86.
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Por segunda vez en su historia, después de la Constitución del 63 y quizás las reformas
liberales del 1936 y de 1945, el país se asoma tímidamente a una modernidad política que le
había sido esquiva [2].
En este discurrir histórico surge naturalmente el mito de la Constitución del 91, que a todas
luces aspira a fundar un proyecto de modernidad integral en Colombia, con un Estado social
de derecho como instrumento de paz y de reconciliación, cuyos ejes estructuradores fueron:
Esta fue la profunda huella que la Constitución del 91 intentó imprimir en nuestra identidad
política [3].
Más allá de sus aciertos en la defensa de derechos fundamentales, tampoco logró concretar
otra de sus grandes aspiraciones: la de una auténtica democracia participativa.
La Constitución no logró echar las bases para una verdadera reconciliación nacional –la paz–
ni para el respeto a los derechos mínimos, como podía ser el respeto a la vida. Este fue su
gran fracaso y su gran debilidad, pues dejó abierta la posibilidad de un nuevo proceso
constituyente.
La Constitución del 91 fue un pacto que nació estructuralmente débil, tanto en términos del
contractualismo más ortodoxo (como decir el hobbesiano), para el cual la paz es el principio
básico del orden social, como del liberalismo clásico que pretende la participación popular
mayoritaria.
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Débil, incluso porque el día mismo en que se elige la Asamblea constituyente, el 9 de
diciembre de 1990, se desata la ofensiva contra Casa Verde, que había sido el símbolo de los
diálogos de paz durante más de diez años, hecho que signó el origen de la Carta como un
pacto de guerra tanto como un pacto de paz.
Hay que reconocer que el Constituyente del 91 falló estruendosamente: perdimos una
oportunidad histórica para resimbolizar, para remitologizar nuestra identidad nacional y, desde
esa recreación, consolidar ese patriotismo constitucional que nunca hemos podido
concretar [4].
Para muchos, esa Constitución era el marco perfecto para la paz: el Estado social de derecho
definía una especie de “revolución institucional”; para juristas y politólogos optimistas, incluso
encarnaba la opción emancipatoria que le permitiría a la guerrilla asimilarse sin problema al
sistema [5].
Las FARC, en un error histórico del que muy seguramente no se recuperarán jamás, quisieron
aprovechar la situación –de manera desleal no solo con el gobierno sino con la Nación– no
para concretar la paz, sino para profundizar la guerra. El proceso se rompe ante el cinismo de
continuar los secuestros, los asesinatos y los ataques indiscriminados.
Y en el ánimo del país se produce una reacción, no solo contra las FARC y la guerrilla en
general, sino contra el espíritu democrático de la Constitución del 91. Una reacción ciega
cuya primera expresión será el triunfo de Álvaro Uribe en las elecciones del 2002: más que la
persona en sí, era la guerra total contra la guerrilla que la población autorizaba ante la
impotencia de una Constitución que en 12 años no había logrado superar el conflicto.
De una parte, los candidatos cercanos al proceso pierden las elecciones frente a un
aspirante cuestionado, no solo por sus políticas como gobernador de Antioquia sino por
sus mismos vínculos oscuros, tanto con el paramilitarismo como con el narcotráfico.
De otra, la esperanza frustrada de la paz y el cansancio ante una guerrilla prepotente y
torpe se convierten en un odio social no solo contra ésta, sino contra la izquierda
democrática en general, que la población canaliza mediante la política de seguridad
democrática de Uribe.
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Sufrimos entonces un proceso análogo al del Leviathan de Hobbes: abjuramos de la libertad,
incluso de la democracia, para acabar con el flagelo de la guerrilla, por seguridad. Los diques
democráticos estallan y Uribe cataliza ese sentimiento a través de una política de mano dura
y poco corazón, que en 8 años permitió recuperar para el Estado colombiano el espacio no
solo territorial sino político perdido frente a la guerrilla durante lustros.
A las grandes mayorías que se reclamaban uribistas poco les importan el Estado de derecho,
las garantías constitucionales, los procedimientos jurídicos, las instituciones democráticas, los
frenos y contrapesos concebidos por la Constitución del 91, el ordenamiento legal, nacional o
internacional.
En su sentimiento de rabia contra la guerrilla solo atinan a apoyar al líder en su guerra frontal
contra aquellos, sin límites ni cortapisas de ninguna índole: ni jurídicas, ni políticas, ni morales.
La Patria uribista
Sin duda, el punto culminante del sitio a la Constitución del 91 fue la segunda administración
de Uribe:
de una parte, los golpes implacables a las FARC, que el país saluda sin recatos;
de otra parte la exacerbación de un patrioterismo cifrado en símbolos de guerra,
machismo y desprecio a la legalidad nacional o internacional.
“Patria” como sinónimo de intransigencia política, con sesgos más que antidemocráticos, en
cuanto se escuda en una “democracia electoral de mayorías” y en unas mayorías legislativas
no importa que en una buena proporción estuvieran sub judice, sesgos totalitarios en el
sentido de discriminar y estigmatizar toda crítica, de justificar toda ilegalidad por parte del
gobierno de esas mayorías, de bendecir toda práctica autocrática y nepotista, así sea inética.
Los partidos políticos se convierten en apéndices o enemigos del ejecutivo: en ambos casos
se pierde la posibilidad de un control efectivo, ya interno de gobierno, ya externo de
oposición, que deja a la sociedad sin mediaciones frente a un autoritarismo feroz, que incluso
captura a los medios de comunicación de impacto y circulación nacional [11]–salvo a escasos
columnistas y contadas revistas y periódicos nacionales- y a la mayoría de alcance regional.
La guerrilla nunca logró transitar a una cultura política tolerante, participativa, crítica,
proactiva. Se quedó en los mismos esquemas súbdito-parroquiales de sus adversarios:
la distinción amigo-enemigo fue también la suya. Presos del marxismo estalinista, jamás
pudo superar el autoritarismo esencialista de la ortodoxia, despreciando la democracia y
la constitución por burguesas y capitalistas.
Igual pecado cometieron los sectores hegemónicos de la izquierda legal, tanto el
prosoviético como el maoísta. Ninguno logró deslindar fronteras con una guerrilla que
transitó a la delincuencia y el terrorismo, que le cerró la posibilidad de ser alternativa
política, como se la ha cerrado la misma derecha.
Esa izquierda nunca asumió ladefensa de la Constitución como un proyecto propio: solo la vio
como un instrumento coyuntural en momentos de peligro autoritario, sin adueñarse de su
ideario socialdemócrata, por los torpes resabios de su ideario estalinista [12].
El sitio a la Constitución ha venido también del pueblo mismo que no entiende de Estado de
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derecho ni de debido proceso, que prefiere la fuerza a la razón, el atajo al consenso, la
inmediatez de la solución violenta a la construcción paciente de la alternativa concertada.
Sitio, además, con contadas excepciones, convalidado por unos medios de comunicación
amedrentados, haciendo eco de los “cantos de sirena” de la Presidencia para desviar la
atención de la ciudadanía sobre hechos evidentes de corrupción, ausencia de ética en el
manejo de lo público e incluso ilegalidad, como hoy en día va quedando en evidencia.
Conclusiones
A veinte años de promulgada, la Constitución del 91 todavía está sitiada. De su corta y
conflictiva existencia se derivan algunas conclusiones:
Un proceso que al tener que ser refrendado popularmente, le impone el reto a la ciudadanía
de mantenerlo abierto, haciendo de la Constitución un pacto, no solo por la paz y la
reconciliación, sino hoy, después del embate autoritario que casi la acaba, un consenso por la
Constitución misma, la democracia y la institucionalidad [18].
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