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El camino de Regreso

José de Piérola

Libro Primero

UNO
Copyright © Grupo Editorial Norma, 2007 – Copyright © José de Piérola, 2007

Después tendría que completar los detalles con la imagina-


ción, pero desde que llegó al café, la había asaltado un mal
presentimiento. Como otras veces, eligió una mesa junto a
la ventana, pidió un café con sal y abrió la novela que leía
en esos días, pero fue inútil. No pudo leer ni media página.
Era como si las paredes, la calle, el semáforo de la esqui-
na, todo se hubiera movido de su lugar. No mucho. Unos
milímetros. Lo suficiente como para hacer que esa media
hora que se daban de plazo se hiciera tan incómoda que
más de una vez se sorprendió mirando por la ventana. Una
pareja se abrazó frente a una agencia de viajes, dos amigos
discutieron enfáticamente junto al quiosco de periódicos,
un hombre delgado esperaba el cambio de luz para cru-
zar Diagonal, pero Fernando no llegaba. Se diría que era un
jueves cualquiera en Miraflores. Sin embargo, había algo
en el ambiente, una vibración, un perturbador silencio que
le impedía esperar tranquila al menos probable de sus ami-
gos.
Cuando la llamó al instituto para invitarla al cine,
Fernando había propuesto el Risorgimento, donde acaba-
ban de inaugurar un café adjunto al restaurante, pero Eva
se negó. No podía imaginarse sentada a una de esas mesas


el camino de regreso

donde las cuentas se pagaban con tarjeta de crédito. Menos


aún en un restaurante cuyo afán de exclusividad se procla-
maba con una placa de bronce, develada ante cámaras de
televisión, donde se podía leer en letras cursivas el silogis-
mo acuñado por un ensimismado poeta a principios de los
ochenta: El Perú es Lima, Lima es Larco, y Larco es el Risor-
gimento; por lo tanto, el Perú es el Risorgimento.
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—Lo que pasa —dijo Fernando— es que mi viejo me


está esperando allí. Me ha hecho llamar.
—Entonces te vas a demorar.
—Ni hablar, sólo quiero hacer acto de presencia, es
todo.
—En ese caso —dijo Eva— te espero en el lugar de
siempre, a las seis.
No hacía falta nombrar al Café del Ángel, cuyo pro-
pietario, en un acto de excéntrica grandeza, había dotado
del único vitral público de Miraflores: un ángel vengador
que blandía una espada flamígera sobre el ventanal. Y a
veces era tentador pensar que aquel café, con sus mesas
de madera, su inconfundible aroma a café recién pasado,
sus paredes adornadas con fotograf ías en sepia de una so-
ñolienta Miraflores de los años cuarenta, era un diminuto
Paraíso para ellos dos. Pero esa noche no se sentía a gusto
ni siquiera en su mesa preferida. No sabía cómo explicarlo.
Quizá era culpa de los expedientes que había leído todo el
día. Sorbió su café tratando de alejar la mala sensación.
No tenía razón alguna para estar preocupada. Le ha-
bría bastado caminar dos cuadras para verlo en el Risorgi-
mento, sentado a la mesa de su padre, escuchándolo con
esa reverente atención que lo hacía verse más joven, el mis-
mo chiquillo que ella había conocido de la manera más im-
probable hacía casi cinco años.


josé de piérola

Porque aquella lejana noche, huyendo de los gruesos


tomos de Derecho Procesal, ella había ido a refugiarse al
café de Letras, donde nadie la conocía, y donde podía leer
en paz. En una de las mesas del fondo, se había entrega-
do a la lectura de El corazón de las tinieblas, pero cuando
el narrador todavía estaba a orillas del Támesis, la distrajo
un chiquillo que acababa de entrar en el café. Caminaba
con tanta confianza que todos los parroquianos, inclusive
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el ruidoso grupo de estudiantes de la primera mesa, vol-


tearon a mirarlo. Le devolvió la sonrisa las dos muchachas
que lo siguieron con la mirada, ilusionadas, pero siguió de
largo hasta llegar a la mesa de Eva, donde se sentó sin ser
invitado.
No era la primera vez que le ocurría. Los seductores
eran una molestia que una mujer aprendía a manejar du-
rante el primer año de universidad. El método más senci-
llo era ignorarlos como se ignora una mosca que ha caído
del fluorescente. Era un método con pocas posibilidades
de éxito, porque los seductores, como perros que siguen
el rastro del celo, no se desalentaban fácilmente. Lo peor
era que algunos confundían el silencio con la turbación. De
modo que optó por otra táctica.
Dejó el libro en la mesa, boca abajo, como quien in-
terrumpe la lectura sólo por unos instantes. El muchacho,
quizá de unos diecinueve, la miraba sonriendo. No se podía
negar que era atractivo. El pelo negro, ligeramente ondu-
lado, contrastaba con sus ojos sepia. Quizá si fuera mayor,
quizá si hubiera dejado que ella lo invitara a sentarse, pero
en esas circunstancias no había más remedio que librarse
de aquel chiquillo que en un exceso de confianza se había
atrevido a sentarse en la mesa de una mujer.
—¿Eres mi alumno?


el camino de regreso

Era suficiente para que la mayoría de seductores de


bolsillo, entre avergonzados y asustados, se pusieran de pie,
muchas veces tropezando con su propia silla, antes de ale-
jarse con una fingida soltura. Pero éste no se movió.
—No —dijo, negando con la cabeza, luego se inclinó
para leer el título del libro—. Pero contigo sería capaz de
aprender cualquier cosa.
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—Imposible —dijo Eva—. Lo que yo enseño no lo


aprenderías nunca.
—Ponme a prueba.
Ella lo miró. Había cierta gracia en su forma de son-
reír, la gracia de las facciones levemente exageradas de los
adolescentes, aunque de lejos, por la confianza con la que
actuaba, quizá podía pasar por adulto.
—Lección número uno —dijo Eva—: saber dejar en
paz a una mujer que lee.
Lo dijo con naturalidad. La reacción usual era una
mirada de macho herido, movimientos bruscos, tirando la
silla si cabía, luego la media vuelta antes de alejarse gru-
ñendo un insulto que no se habían atrevido a decirle en su
cara. También había de los otros, los que se ponían de pie
con una mirada despectiva, como diciendo, «tú te lo pier-
des, nena». Pero la reacción del muchacho la sorprendió.
Por un instante la miró con un inmenso desamparo.
Fue la primera vez que Eva creyó ver en el fondo de sus ojos
a un niño triste, arrodillado, que llora sin que nadie sepa
consolarlo. Fueron unos segundos. El muchacho se puso de
pie, sonriendo incómodo, y devolvió la silla en su lugar.
—Discúlpame —dijo—. Tienes razón, con permiso…
Se despidió inclinando la cabeza, pero sin exagerar,
luego se dirigió a la puerta, ignorando a las muchachas que
lo seguían con la mirada. Eva se preguntó si se trataba de


josé de piérola

un consumado actor. Tenía compañeras que aguantaban


niños crecidos sólo por un mal desarrollado instinto ma-
ternal. Ella jamás lo haría. Sin embargo, en un gesto que
recordaría muchas veces en los años por venir, levantó la
mano para llamarlo. El muchacho dudó, como si temiera
una humillación, pero al final decidió regresar, caminando
otra vez con esa confianza adulta que le salía tan natural.
—Siéntate —dijo Eva, señalando la silla—. Disculpa la
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brusquedad, es que hay cada tipo…


El muchacho extendió la mano.
—Fernando —dijo—. Fernando Robles.
—Eva Franco —dijo ella—. ¿De literatura?
—Nada que ver. Ingeniería.
—¿Qué haces por acá? ¿Te perdiste?
—Por allá nunca pasa nada —dijo Fernando, aceptan-
do la broma—. Pasaba por aquí y…
—Viste una mujer sola y decidiste atacar.
—Discúlpame —dijo—. Hay veces en que no sé cómo
actuar.
Eva lo miró sonriente. Era un hombrecito cuya con-
fianza no se debía a la madurez sino al hecho de haberlo
tenido todo en la vida. Nunca nadie le había dicho que no.
—Así que aprenderías cualquier cosa, ¿no?
—¿Sonó muy cursi?
—Pasadito de moda —dijo Eva—. Lo habría dicho mi
padre.
Esa misma noche, tomándose un café, Eva compren-
dió que la diferencia de edad, unos seis años, no era nada
comparada con los mundos diferentes de los que venían.
Ella se pagaba los estudios trabajando como profesora su-
plente, llegaba a la universidad en microbús y los únicos
placeres que podía pagarse era un par de tragos de vez en


el camino de regreso

cuando y un libro cada fin de mes. Fernando, por el contra-


rio, estudiaba ingeniería a tiempo completo, manejaba su
propio auto, y no había discoteca donde no lo conocieran
por su nombre, ni fin de semana que no lo pasara en alguna
playa del sur. También había otra diferencia. Eva estudiaba
abogacía porque tenía la vaga esperanza de defender ino-
centes algún día. Fernando sólo necesitaba el título porque
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ya tenía el futuro asegurado en el negocio de su padre.


De no haber sido por aquel encuentro fortuito, ella
quizá habría terminado abogacía un año después sin ha-
berlo visto jamás; pero ella había estado leyendo en aquel
café, Fernando había elegido su mesa, y, después, cuando
todavía podían ser dos extraños que pasan por la misma
universidad sin verse jamás, ella lo había llamado. Ése había
sido el principio de aquella improbable amistad, no exenta
de atracción f ísica, que de vez en cuando se da entre un
hombre y una mujer. El saber que no llegarían a ser otra
cosa les permitía tratarse como amigos. Estoy aquí, conti-
go, para compartir el momento presente, sin la presión ni
el cálculo de motivos ulteriores. Había distanciamientos.
Cuando Fernando estrenaba una novia celosa. Cuando Eva
salía con alguien. Pero pronto volvían a encontrarse, y era
como si se hubieran visto el día anterior.
Fue así como supo que el carácter expansivo, bullicio-
so, al parecer muy seguro de sí mismo de su amigo, era una
especie de abrigo con el que se protegía. Su padre era hijo
de un capataz trujillano que gracias a un matrimonio afor-
tunado había heredado una inmensa hacienda arrocera. La
Reforma Agraria los había dejado sin propiedades, pero el
padre de Fernando, ajustándose a la situación, se había mu-
dado a Lima con los ahorros familiares, que no eran pocos.
Probó sin fortuna un negocio pesquero que casi lo deja en


josé de piérola

la ruina, pero logró establecer una fábrica de barquillos que


le dio suficiente holgura económica. La madre de Fernan-
do era la segunda hija de un empresario minero de origen
italiano. Y aunque el noviazgo tuvo visos de escándalo, se-
guido por los fotógrafos de sociales de los años sesenta, la
pareja se casó en la Catedral de Lima, y tuvo dos hijos. Pero
la historia siempre quedaba trunca. A Fernando le costaba
trabajo completarla.
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Piezando comentarios, miradas y frases sueltas, Eva


supo que el abrigo protegía al niño de ocho años que una
noche, después de escuchar una pelea en el cuarto de sus
padres, había visto por la ventana el Alfa-Romeo rojo de su
madre, alejándose por la Salaverry, el pañuelo verde revo-
loteando con el viento. Al día siguiente, desde esa misma
ventana, había visto el Alfa-Romeo con los faros reventa-
dos y el capó abollado, remolcado por la grúa que lo traía.
Eva era la única que sabía aquella parte de la historia del
muchacho que entre tragos en el Trovadicción de Barran-
co, películas en algún cine club que ella elegía, largas cami-
natas por Miraflores, se había convertido poco a poco en el
hombre joven que ahora, cuando ella acababa de cumplir
los treinta, la hacía sentirse un poco vieja.
Se encontraban en todas partes, pero desde hacía un
tiempo el Café del Ángel, a media cuadra del Parque Ken-
nedy, se había convertido en el punto de reunión obligado.
Lo frecuentaban tanto que el mesero se acercó a pregun-
tarle:
—¿Don Fernando no llega?
Usaba la formalidad bromista que Fernando había co-
rrespondido desde el primer día. Eva iba a responder que
no, no llegaría esa noche, porque ella lo había esperado ya
media hora, el plazo razonable que permite ser generoso


el camino de regreso

sin estrujar el alma. De modo que sólo le quedaba pagar el


café e irse. Ya tendría tiempo de jalarle las orejas. Sin em-
bargo, aquella noche no se sintió disgustada por el plantón.
Es más, haciendo una excepción única, que sólo podría
comprender después, en retrospectiva, decidió quedarse
en aquella mesa diez minutos más. Diez minutos que en
términos siderales no son nada, pero que en términos hu-
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manos pueden serlo todo, porque ahora estaba segura de


que esos diez minutos le habían salvado la vida al menos
probable de sus amigos.

Cinco semanas después, Fernando salía del Trento, un


pequeño restaurante de comida italiana que quedaba en
el corazón mismo del barrio que en San Francisco llama-
ban «Little Italy». Todavía no era medianoche, pero ya los
comercios de Columbus Street habían cerrado, dejando
encendido el aviso de neón: closed. Cruzó la calle, pasó
frente al Café Roma, todavía oloroso a café recién tosta-
do, y mientras avanzaba, oyendo el quejido de los rieles del
tranvía para turistas, pensó en la ironía de haber viajado
tan lejos para llegar al barrio más parecido a Miraflores que
se podía encontrar en San Francisco.
No sólo era el hecho de que Columbus Street cortara
Washington Square en diagonal. También al otro lado de
las copas de los árboles había una iglesia católica como la
iglesia del Parque Kennedy. Era como si el destino quisie-
ra que no olvidara. Más de una noche le había bastado le-
vantar la mirada hasta las torres de la iglesia para caer por
el tobogán de la memoria. De nada le servía regresar por
Beach Blanket Babylon, luego Grant, sólo para evitar Was-
hington Square. Cuando llegaba a la esquina de Stockton y
Filbert, el campanario aparecía otra vez, recortado contra


josé de piérola

el cielo nocturno por los reflectores montados en la reja de


hierro. Entonces tenía que apretar los dientes, alejar la mi-
rada, esperar que la realidad concreta, la hilera de buzones
de correo, por ejemplo, lo salvara.
Por otro lado, la urgencia de recordar no duraría para
siempre. Se lo habían dicho en el Trento. Con el tiempo,
la noche de Miraflores no sería más que un recuerdo, un
momento que lo había marcado, pero que dejaría de do-
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ler, «eventualmente», como decía Gretchen. No le quedaba


más remedio que creerles porque en cinco semanas toda-
vía no le había tocado su primera cuota de olvido. Seguía
recordando con porfiada exactitud hasta los detalles más
inútiles, como si el aire caliente, cúprico de aquella noche,
le hubiera sensibilizado la memoria. Todavía podía ver, por
ejemplo, los círculos de fieltro verde pegados a las patas de
las sillas caídas. Todavía recordaba el olor picante a vino
que hierve en alguna parte. Más de una vez se sorprendió
mirando el reloj cuando faltaban diez minutos para las sie-
te. Pero aun si quisiera olvidar, la cicatriz, esa línea rosada
que le recorría el reverso de la mano, del dedo meñique
hasta la base del pulgar, se lo recordaría siempre. Estoy
aquí, parecía decirle, porque soy el camino que siempre te
llevará a aquella noche.
Llegó a la esquina de Stockton y Filbert, pero en lugar
de detenerse y levantar la mirada, lanzó una bocanada de
aire que se condensó con el frío. No quería ver el campa-
nario aquella noche. Dobló la esquina, y avanzó calle arri-
ba hasta llegar al edificio de tres pisos donde ahora vivía.
Mientras subía las escaleras de mármol, tratando de no ha-
cer ruido, supo que lo mejor sería acostumbrarse a su nue-
va vida. Quizá debía buscar su propio departamento. Se
mudaría, empezaría a comprar muebles, ocuparía su tiem-


el camino de regreso

po con las necesidades pequeñas, pero urgentes: compras


en el supermercado, lavandería los fines de semana, una
cita los lunes por la noche. Cosas que también ocupaban la
mente de sus compañeros de trabajo en el Trento. Llegado
el caso, podía recurrir a la cirugía para que le borrara la
cicatriz, quizá así podría empezar de nuevo.
Los vecinos tenían ya las luces apagadas. Su herma-
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no, que en Lima había sido un trasnochador de primera, se


acostaba temprano porque dictaba su primera clase a las
ocho de la mañana. De vez en cuando, sin embargo, encon-
traba despierta a Matilde, su cuñada, con quien compartía
una cerveza, escuchándola hablar con su delicioso acento
español sobre su adolescencia en Madrid. Esa noche en-
contró el departamento en silencio, apenas alumbrado por
la lámpara de la sala.
Dormía en el sofá cama, y cuando tenía suerte, si el
Trento se llenaba de parroquianos, llegaba lo suficiente-
mente cansado como para caer en un sueño tan profun-
do que ni siquiera los escuchaba cuando salían a trabajar.
Había veces, sin embargo, en que las horas pasaban lentas.
Ésas eran las noches que odiaba.
Tan pronto cerró la puerta notó que lo esperaba una
sorpresa. La lámpara de la sala iluminaba un sobre de re-
borde rojiblanco apoyado en el plato de cerámica de las
manzanas. Era extraño que la visión de un sobre le produ-
jera esa suerte de velocidad interior tan cercana a la alegría.
Decidió posponer el placer. Dejó su mochila en el clóset,
fue a la cocina para sacar una cerveza de la refrigeradora y
bebió un sorbo contemplando el sobre que resplandecía en
la penumbra de la sala. Desde allí podía ver que era grue-
so. Una carta larga, llena de detalles, una carta que le haría
creer, mientras la leía, que todavía estaba en Lima.

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josé de piérola

Se sentó en el sillón junto a la lámpara, y tomó otro


trago antes de abrir el sobre. Lo sorprendió encontrar sólo
una hoja escrita a mano. Lo que hacía bulto era un recorte
de periódico cuidadosamente doblado. Mucho después se
preguntaría qué habría pasado si aquella carta se perdía,
como a veces también ocurría en el correo gringo. Quizá
habría seguido viviendo en San Francisco. Washington
Square habría seguido recordándole el Parque Kennedy,
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Columbus Street le habría hecho pensar en Diagonal, la


iglesia católica le habría hecho pensar en la Iglesia Virgen
Milagrosa. Sin embargo, con el tiempo, con los nuevos ami-
gos, quizá con los nuevos amores, los recuerdos habrían
empezado a perder sus contornos afilados. Habría llega-
do a ser un inmigrante más, como Ernesto, como Samuel,
como Gretchen, sus compañeros del Trento que también
habían llegado a San Francisco huyendo de recuerdos que
quizá nunca llegarían a olvidar.
Pero aquel recorte puso en marcha un mecanismo im-
posible de detener. Un mecanismo que había estado ocul-
to en algún pliegue interior, esperando, contando los días,
hasta que una señal lo recobrara a la vida.

Querido Fernando:

Dudé mucho antes de enviarte esta carta. Pero como te


hice una promesa, la estoy cumpliendo. No sé si hago bien.
No sé si los amigos deban cumplir todas las promesas: algu-
nas son abismos. De todas maneras, allá va la noticia que
apareció hoy en El Comercio.
Si estás viendo noticias del Perú, cosa que dudo, sabrás
que Vanguardia Roja sigue avanzando. No es que estén con-
trolando la «cuarta parte» del país como dicen, pero están

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el camino de regreso

cada día más presentes en nuestras vidas. Los apagones que


antes eran un accidente mensual son ahora un problema
semanal. Todos los negocios han comprado generadores de
electricidad. Supongo que pensarán que mientras ellos ten-
gan luz el resto del país se puede hundir en las tinieblas.
Muchos empiezan a preguntarse qué va a pasar si ga-
nan. ¿No te parece absurdo? Inclusive los generalotes que
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están perdiendo la guerra se preguntan qué diablos va a


pasar si la llamada «gran ofensiva» de Vanguardia Roja
llega a Lima como predicen sus agoreros subterráneos.
Los que pueden han empezado a comprar casas en
Miami, por si acaso, pero nosotros, los ciudadanos de a pie,
no sé qué vamos a hacer. Sólo sé que no ganarán. No pueden
ganar. No hay lógica en esto. Sólo fe.
Lo que trato de decirte sin lograrlo es que hasta ahora,
a pesar de la incertidumbre, cada vez que se apagan las
luces me alegro de que por lo menos uno de mis amigos más
queridos esté lejos. Es por eso que me siento tan estrujada
por dentro; atrapada entre mi palabra empeñada y mi ca-
riño de amiga. Sólo puedo pedirte que tomes esta noticia
con la distancia necesaria. Son nuestras circunstancias las
que nos dan las opciones pero somos nosotros quienes toma-
mos las decisiones.
Te quiere,

Eva

lima (Andina). El día de ayer, a las 8:05 de la mañana,


en momentos en que se aprestaba a salir de su domicilio,
el juez Demetrio Ayala Iguíñez fue ultimado por uno de los
denominados «grupo especial de aniquilamiento» de Van-
guardia Roja. Los dos miembros de la Policía Nacional que

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josé de piérola

lo acompañaban trataron de repeler el ataque pero cayeron


abatidos por el superior fuego combinado de los atacantes.
Según testigos oculares, dos delincuentes subversivos hu-
yeron en un volkswagen, mientras el tercero se quedó para
rematar al juez antes de huir corriendo.
Era el segundo atentado contra la vida del juez Ayala
Iguiñez. Después de recibir la Orden del Sol por haber con-
denado a más de mil delincuentes subversivos, el juez Ayala
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Iguíñez había propuesto la transferencia de todos los casos


de terrorismo al Tribunal Militar, recomendando, además,
se tipificara dicho delito como traición a la Patria, para el
cual el Código de Justicia Militar contempla la pena capital.
Fuentes autorizadas informaron que la Policía Nacio-
nal ha identificado a tres de los seis vanguardistas que par-
ticiparon en el sangriento atentado. Se trata de Clara Baldo-
mero, alias camarada Luz, ex estudiante de la Universidad
Nacional de Ingeniería, acribillada por efectivos de un pa-
trullero de la Policía Nacional en momentos en que se diri-
gía en motocicleta al lugar de los hechos, presumiblemente
en su calidad de unidad de repaso, de acuerdo al modus
operandi de dicha organización subversiva. También cayó
abatido René Soldevilla Pillaca, alias camarada Eduardo, ex
obrero de Lanatex. El tercer vanguardista identificado es
Antonio Toledo Rabassa, alias camarada Abel, también ex
estudiante de la Universidad Nacional de Ingeniería.
En categoría de primicia, este diario ha confirmado
por fuentes fidedignas que Antonio Toledo Rabassa fue
uno de los dos delincuentes subversivos responsables del
coche bomba que hace poco más de un mes cobrara veinte
muertos y más de doscientos heridos en Miraflores. Anto-
nio Toledo Rabassa, así como los otros dos subversivos no
identificados, se encuentran prófugos. (j. peralta).

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