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Cuando el pecado te hace feliz

como un concepto extendido en una pareja de novios. Como mucho entusiasmo la chica
(una amiga a quien hace poco tiempo conocí) me comentó que estaban muy prontos a
casarse, noticia que confieso me alegró muchísimo. Luego, añadió con emoción que ¡esta
sería una boda diferente a cualquier ceremonia tradicional! Me aclaró que no se refería
precisamente al evento, sino al hecho de que ella y su pareja llevaban ya varios meses
viviendo juntos. (Sorpresa. No lo sabía.) Habían compartido libremente como pareja, todo
con una muy buena intención, con el permiso y consentimiento de sus padres incluso. Por
supuesto, ellos querían aprender a amarse, a disfrutarse el uno al otro, a “conocerse” (desde
hábitos, carácter, personalidad, hasta su sexualidad). Me contó también ¡cuánto disfrutaban
de una relación maravillosa! (y debo confesar aquí que ella se veía mucho más feliz que
otras parejas cristianas que conozco). Finalmente agregó que al llegar el día de su boda,
ambos buscaban la bendición de Dios para su relación. (Sorpresa. No supe qué decir.)

Para cualquiera de nosotros con cierto grado de conocimiento (o madurez) espiritual, sería
evidentemente sencillo describir la relación de esta señorita con su novio como una falta a
los principios de Dios. Llamaríamos su pecado fornicación. En efecto, eso es; no obstante,
ellos lo llamarían una bendición.

Recientemente también leí un mensaje publicado en el foro de mi sitio en Internet. Un


joven cristiano escribía para buscar un consejo en medio de una situación difícil. Transcribo
aquí la primera parte de su mensaje (y mientras lo lees, te animaría a ir pensando qué le
responderías a este chico):

“Tengo 22 años, mis padres son pastores. Hace 2 meses me puse de novio con la secretaria
de la iglesia de 23 años (la conozco hace 4), es hermosa, la amo y sé que es la mujer de mi
vida. El tema es que todo se fue dando muy rápido. Yo era virgen, ella no y le pesaba
mucho. Nos dejamos llevar por nuestros deseos y tuvimos relaciones varias veces en una
semana. En estos días ella comenzó a tener pequeños síntomas que nos alarmaron y nos
llevan a pensar que quizá esté embarazada”.
La pregunta específicamente es planteada en la segunda parte de su mensaje; aunque uno
casi puede intuir cuál será. Podemos ya anticiparnos a saber qué va a decir, cómo se siente,
y cuáles son sus alternativas inmediatas para lidiar con el pecado. Pues bien, continuemos
leyendo entonces su caso.

“Mi problema es que estoy MUY FELIZ, sé que estuvo mal, sé que pequé y me arrepentí
delante de Dios, pero tener un hijo con ella es lo más hermoso que me pueda pasar.
Obviamente voy a reconocer a mi hijo y a casarme con ella. Todavía no he hablado con
mis padres… es un tema que me pesa mucho, pero más me pesa estar tan contento…. ¿qué
hago?”.
Un caso más de un pecado “bonito”, casi “positivo”. Aquellos de nosotros que quizás
hemos crecido más bien con un pensamiento pesimista, posiblemente hubiésemos saltado a
defender la fe y promulgar que la Biblia declara que relaciones como estas son catalogadas
como pecaminosas. Tal vez para afirmar nuestro juicio, habríamos recurrido a
señalamientos como “el pecado no puede hacerte realmente feliz”. O bien, con el deseo de
convencer a una pareja que no se desenvuelva en este tipo de relación, habríamos agregado
la mala noticia de las posibles consecuencias (embarazo no deseado, infidelidad,
enfermedades de transmisión sexual, sentimiento de culpa o de baja autoestima,
desaprobación de los padres y la sociedad y otros más en el repertorio). No obstante, en
estos casos, y en muchos otros, este bagaje de argumentos resulta poco efectivo.

Recientemente he tenido que hacerme la pregunta (como si me aconsejara a mí mismo)


sobre las razones que tengo para no pecar. Y es que muchas veces aparece frente a mí la
tentación con su sutil y enfermizo engaño, y me detengo a pensar qué impide que no ceda a
su seducción. En algunos casos, mi cuestionamiento más bien busca qué me motiva para
rechazarla (pienso que son dos cosas diferentes).

Lógicamente, he aprendido tres grandes argumentos que intentan detenernos en nuestra


búsqueda del pecado (así fui educado, con muy buena intensión): la culpa, la vergüenza, y
las consecuencias.

En el primer caso hemos dicho que el pecado te hace sentir miserable (y créanme, lo he
experimentado, generalmente miro hacia atrás y me pregunto cómo pude ser tan tonto de
hacer o decir aquello). Naturalmente, le hemos dicho a cualquiera que está jugando con el
pecado, que éste cobrará su factura haciéndole sentir muy mal, castigándole con tristeza y
remordimiento demasiado pesados para desear. Muchas veces es así. Pero, ¿qué de aquellas
situaciones cuando el pecado realmente te hace sentir mejor? ¿Las has visto? ¿Las has
experimentado? Bueno, ¿qué tal una tensión comprometedora donde la mentira te provee
una salida y un alivio? ¿Qué de aquel pecado sexual que te hace sentir feliz? ¿Qué de aquel
rey que luego de su adulterio con Betsabé encontró la paz y la solución a sus problemas al
asesinar a Urías? El sentimiento de culpa no será siempre el mejor antídoto.

En el segundo caso, apelamos a la dignidad y el testimonio. ¡Qué vergonzoso y humillante


sería ser descubiertos en pecado! Quizás debo agregar, ¡qué miedo! Nuevamente, también
lo he vivido (y no es muy agradable estar platicando frente a frente con alguien que tiene
preguntas acerca de las cosas que yo pensaba que nadie sabía). Sin embargo, ¿no es cierto
que sería posible desarrollar tal habilidad para no ser descubiertos, a tal grado que
podríamos guardar el pecado en secreto? ¿No es esto lo que nos sorprende cuando una
pareja de novios que lideran algún ministerio nos confiesa acerca de sus encuentros
sexuales? ¿No es esto lo que nos asusta de cualquier otro pecado sexual? ¿Y qué del rencor,
la envidia, o el odio? ¿Dónde dejaríamos los problemas con trastornos alimenticios? Nadie
lo sabe, nadie los ve; todos son secretos. Y otra vez, parece que nuestro argumento no
funciona.

En tercer lugar, nuestro intento de persuadir nuestras decisiones lejos del pecado se
concentra en las consecuencias negativas del mismo. Por supuesto, creo que el pecado
nunca trae bendición, pero tampoco veo en la vida práctica cómo trae todas las maldiciones
que normalmente promulgamos. De hecho, aquí también es posible aprender a controlar las
consecuencias, y a sobrevivir con ellas. De hecho, podríamos debatir entre las
consecuencias inmediatas y las de largo plazo; las individuales y las que afectan a quienes
nos rodean. Pero no creo que estos debates sean de mucha relevancia para el chico que
prefiere ver pornografía y masturbarse que salir a tener relaciones sexuales. No creo que
sea gran cosa para aquellos que violan la ley y no son atrapados (lo vivo a diario cuando
veo que personas transgreden las normas de tránsito y llegan antes que yo a sus destinos).
Tampoco creo que esto limite la rebeldía. El temor a lo que pueda pasar no es algo que nos
frene de pecar; más bien parece que nos desafía a encontrar otra manera de desviar lo que
podría acontecer. En efecto, cuando hablamos de consecuencias, tenemos que reconocer
que hablamos de riesgos y no de hechos.

En pocas palabras, tenemos que aceptar la realidad que muchas veces el pecado no nos hace
sentir mal, no es descubierto, y tampoco nos garantiza un rayo del cielo. En lugar de
aprender a abandonar el pecado, estamos descubriendo formas de no culparnos por él,
estrategias para esconderlo y mecanismos para controlar sus frutos negativos. Nuestros tres
argumentos principales contra la desobediencia, derribados.

En ningún momento estoy abogando a favor del pecado. No estoy afirmando que sea una
bendición, un beneficio desobedecer. Más bien pretendo indagar (de nuevo) acerca de las
razones, las explicaciones, los argumentos, para llevar una vida de santidad. En otras
palabras, ¿cuál es entonces una buena razón para no pecar? ¿Qué es lo que debe pues
motivarnos a vivir en obediencia?

Sin lugar a duda, encontramos desde la creación que el pecado tiene serias consecuencias
sobre nuestra persona (Génesis 2:16-17). Adicionalmente, sabemos con certeza que Dios es
fiel en disciplinar (discipular) a sus hijos cuando es necesario; es decir, en el momento de la
desobediencia Dios interviene a nuestro favor y nos corrige (Hebreos 12:5-6).

No obstante, se hace totalmente inútil el seguir centrando nuestra argumentación acerca del
pecado en nosotros mismos (culpabilidad, vergüenza y consecuencias). Me atrevo a agregar
que nuestra opinión sobre el tema mismo ni siquiera cuenta (o sea, ¿te parece justo que la
humanidad entera pague el precio de la muerte eterna solamente porque dos personas
decidieron comer la fruta equivocada?).

Al enfocarnos en nosotros mismos, y por ende en nuestra propia opinión, seremos presa
fácil del relativismo moral. Cada uno tendrá su propio punto de vista, su propia verdad, su
propia historia que narrar. Cada cual se convertirá en juez de su misma existencia. Daremos
paso a la mente subjetiva y concluiremos que solamente porque algo sea malo para ti, no
tiene que ser malo para mí.

Sin embargo, si vamos a convertirnos en hombres y mujeres guiados por el Espíritu,


entonces tendremos que reconocer una razón superior para vivir en la pureza de la santidad
y desechar el engaño del pecado. Tu opinión y la mía no cuentan. Tendremos que orientar
nuestra decisión de obedecer más allá de las consecuencias, por encima de la simple
sumisión a las normas escritas. Cada cosa tiene su lugar.

Remontémonos por un momento al relato de Deuteronomio 6. Este es un pasaje


fundamental en la fe del pueblo de Dios, una norma de prioridad en el hijo de Dios (Mateo
22:34-40).
El verso 1 declara: “Éstos son los mandamientos, preceptos y normas que el Señor tu Dios
mandó que yo te enseñara, para que los pongas en práctica en la tierra de la que vas a tomar
posesión”. Dios está hablando muy en serio aquí. Por medio de las palabras
“mandamientos”, “preceptos” y “normas” vemos que esto no ha sido dejado al gusto del
lector en calidad de sugerencia. La obediencia requerida es sin lugar a duda una exigencia.
El emisor de la orden es el mismo Dios, el Señor. Luego, encontramos en seguida una
descripción de las consecuencias de la obediencia. Después de la orden, viene la
recompensa. Los versos 2 y 3 afirman: “para que durante toda tu vida tú y tus hijos y tus
nietos honren al Señor tu Dios cumpliendo todos los preceptos y mandamientos que te doy,
y para que disfrutes de larga vida. Escucha, Israel, y esfuérzate en obedecer. Así te irá bien
y serás un pueblo muy numeroso en la tierra donde abundan la leche y la miel, tal como te
lo prometió el Señor, el Dios de tus antepasados”. Como era de esperarse, el resultado de
seguir las normas es la bendición. Sin embargo, los siguientes dos versos cobran un giro
dramático, hasta cierto punto inesperado en la narración. De la orden y las consecuencias,
nos movemos hacia un nivel superior. Seamos francos. Nosotros solemos dejar nuestro
razonamiento del pecado y la obediencia solamente al ras de lo humano, de las normas y
los resultados. Tratamos de motivar y convencer a otros en este mismo plano (incluso nos
predicamos a nosotros mismos esas lecciones). Pero muy pocas veces hemos entendido que
lo más importante en nuestra vida no es el seguir normas. Pocas veces hemos comprendido
que la prioridad de nuestra existencia no es solamente cumplir con la religión ni tampoco
simplemente obedecer la Biblia. Hemos sido llamados para gozar de una relación personal
con el Dios verdadero. “Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Ama al
Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Grábate en el
corazón estas palabras que hoy te mando” (v.4-6).
La orden, el mandamiento principal gira alrededor de una relación. El amor a Dios es la
motivación correcta para obedecer todos sus mandamientos. La entrega total en esa relación
es el verdadero mandamiento a obedecer.
Cada vez que puedo aprovecho las oportunidades para que todos se enteren de que no me
gusta la cebolla (así que, por si no lo sabías, ya te enteraste). Sin embargo, a mi esposa, le
encanta la cebolla (he allí un problema). Así que muchas veces tenemos que tomar
decisiones acerca de los alimentos, especialmente cuando se trata de ordenar una pizza. A
mí me gusta sin cebolla, y a ella le gusta con… eso (ya ni quiero escribir la palabra). Por
supuesto, hay varias formas creativas de resolver el asunto, pero he notado que la solución
más común al dilema es que mi esposa decide que nuestra pizza no contenga cebolla. ¿La
razón de su decisión? No es que no le guste (le encanta), no es que sea dañina para su salud
(al contrario), no es que no tenga ganas (ella se sacrifica).

Sencillamente, pienso que es una decisión de amor. Porque me ama, y quiere agradarme (y
claro, no quiere perder la bendición de mis besos), ella decide libremente honrarme. Es por
una relación no centrada en ella misma que puede actuar así.

De manera similar, voy a tomar la decisión consciente de no pecar porque amo a Dios. Voy
a dar los pasos firmes para alejarme de mi desobediencia porque amo a Dios. Voy a pagar
el precio de morir a mis deseos porque amo a Dios. No voy a centrarme en mi mismo, mis
argumentos, mis beneficios, mis sacrificios, mis opiniones, sino en Dios y mi relación de
amor con él.
Debido a que tengo una relación personal con el Dios verdadero, cada día de mi vida me
esforzaré por amarle más en obediencia. Procuraré que mis pensamientos, palabras y
acciones no sean desagradables para Él. Si voy a ser santo, será porque Él es santo (I Pedro
1:16; Levítico 11:44-45; 19:2). Si voy a obedecer, es porque le amo (Juan 14:15).
Es tiempo de regresar a esa intimidad con Dios y de abandonar cualquier lógica en exceso
que justifique o condene nuestra conducta. No importa si tu pecado funciona bien (y dicho
sea de paso, espero que no sea así). Deberás abandonarlo por algo más importante: tu
relación de amor con Dios.

Él sigue exigiendo una santidad intachable, deseando diariamente relacionarse contigo sin
estorbos. Él sigue buscando las oportunidades de premiar tu obediencia. Quizás la próxima
vez que la tentación aceche, o que consideres que pecar no sería tan malo, podrías recordar
tu relación de amor con Dios.

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