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Principio fundamental
Avisos mas finos para el manejo de uno mismo
Aclaraciones para no atarse a la exageración ni angustiarse en los detalles
¿Cómo hablar de Dios a los 'niños de la calle?
MI EVANGELIO
Profesión de fe
Yo Ignacio, tu servidor: A Dios se le sirve sirviendo a los humanos
TÚ ELIGES
Un día completo
Para llegar a tomar decisiones
Breve comentario sobre la Relación de San Ignacio con las mujeres de su tiempo
AYUDAS PARA UBICAR EL CORAJE Y LA RABIA EN LA PAREJA
PERDONAR A LA PAREJA
EL SÍNDROME DE MEAUX
Principio fundamental
1. En los adentros del corazón humano hay siempre por lo menos algo de luz y de verdad, que nos
hace sabernos fruto del amor e invitados a cultivarlo para vivir en paz y ser felices. Este es el destino
y la plenitud de todo ser humano, que sólo en la libertad puede realizarse.
2. Por tanto, hemos de crecer en esa libertad, independizándonos en lo posible de cualquier cosa que
nos ate: sentimientos, pensamientos y conductas que interiormente nos amarran, y modos de ser de
la sociedad que no nos permiten ser quienes queremos ser.
3. Para esto es indispensable que demos rumbo a nuestras preferencias e intereses, de tal modo que
nada decidamos o elijamos sino lo que más nos ayude a alcanzar nuestro destino.
4. La seguridad de que es posible la atestiguan la historia y las palabras de Jesús, que nos ayuda a
que se nos muestre lo más hondo de nosotros mismos.
Avisos mas finos para el manejo de uno mismo.
Estos avisos son para quienes ya intentan entregarse a Jesús, y van descubriendo el
camino para hacerlo. Pero cuando falta esa primera decisión, pueden hacer más
daño que provecho.
1. El camino de Jesús es de alegría profunda y paz, y no de tristeza o confusión.
Estas son contrarias a Jesús, y proceden de engaños, falsedades o apariencias.
2. Una alegría y paz profunda e inesperada descubre la presencia de Jesús, que
invita y atrae hacia lo suyo. Por inesperada se entiende la que no venga de
imaginaciones, recuerdos, sentimientos o razonamientos con que uno la ande
procurando.
3. Estos empeños nuestros (imaginaciones, razonamientos, etcétera) pueden dar
origen a diversos tipos de entusiasmos y satisfacciones: unos que nos impulsan a la
libertad en la causa de Jesús, y otros que lo hacen en sentido contrario.
4. Es muy común empezar con buen rumbo y terminar perdiéndolo, o empezar con
libertad y terminar con ataduras, por no descubrir cómo uno mismo poco a poco se
engaña casi sin querer.
5. Hemos de estar muy atentos a los procesos de nuestros pensamientos y planteos.
Si de principio a fin son positivos, para seguirlos. Pero si empiezan con buen rumbo
y luego van desviándose, o si se va perdiendo la verdadera libertad, o la tranquilidad
y paz profundas, entonces habrá que resistirse a ellos.
6. Cuando esto anterior sucede, ayuda mucho detenerse a revisarlo: cómo poco a
poco se fue cayendo en el engaño y se fue perdiendo la libertad, y se fue2. Una
alegría y paz profunda e inesperada descubre la presencia de Jesús, que invita y
atrae hacia lo suyo. Por inesperada se entiende la que no venga de imaginaciones,
recuerdos, sentimientos o razonamientos con que uno la ande procurando.
3. Estos empeños nuestros (imaginaciones, razonamientos, etcétera) pueden dar
origen a diversos tipos de entusiasmos y satisfacciones: unos que nos impulsan a la
libertad en la causa de Jesús, y otros que lo hacen en sentido contrario.
4. Es muy común empezar con buen rumbo y terminar perdiéndolo, o empezar con
libertad y terminar con ataduras, por no descubrir cómo uno mismo poco a poco se
engaña casi sin querer.
5. Hemos de estar muy atentos a los procesos de nuestros pensamientos y planteos.
Si de principio a fin son positivos, para seguirlos. Pero si empiezan con buen rumbo
y luego van desviándose, o si se va perdiendo la verdadera libertad, o la tranquilidad
y paz profundas, entonces habrá que resistirse a ellos.
6. Cuando esto anterior sucede, ayuda mucho detenerse a revisarlo: cómo poco a
poco se fue cayendo en el engaño y se fue perdiendo la libertad, y se fue uno
apartando de Jesús y lo suyo; y cómo se perdió la alegría y la paz interiores; para
así sacar lección de la experiencia, para cuando de nuevo se empiece a presentar el
caso.
7. A quien va siguiendo más y más el camino de Jesús, las invitaciones o solicitudes
de él le parecen como connaturales, y los contrarios le resultan estridentes; y
sucede a la inversa a quien no es dueño de sí y carece de rumbo y libertad. Y la
razón es clara: que algo entra con suavidad en lo que se le parece y choca con lo
que le es contrario, como una gota de agua que de muy diversa manera cae en una
esponja mojada o en una piedra.
8. Cuando se dan la paz y alegría inesperadas, señales de la presencia de Jesús, hay
que tener mucho cuidado, pasadas ellas, en el tiempo que sigue, en que uno queda
como predispuesto por lo anterior. Porque muchas veces en este tiempo se le
ocurren a uno cosas o proyectos que no son ya los de Jesús, o aun son contrarios a
él y a su causa; y para distinguir unos de otros hace falta detenerse mucho a
examinarlos, antes de darlos por válidos y comenzar a realizarlos.
Aclaraciones para no atarse a la exageración ni angustiarse en los
detalles.
0. Te escribo, Dolores, en familia, por intentar una respuesta a la pregunta que de una amiga tuya me
transmites. Me dices, en efecto, que 'una gente querida que trabaja con Niños de la Calle, te pide
ayudarle a preparar una catequesis. De dónde partir para anunciar a Dios si no puede ser como Padre
y Madre'.
Y, como es costumbre, quiero empezar por precisar algún uso de los términos, por deslindar el
planteo de la cuestión: Ante todo, distinguir entre 'anunciar a Dios' y 'catequizar':
1. Entiendo el 'anunciar a Dios' tuyo como 'evangelización': dar la buena noticia a quien la necesita,
formule o no formule verbalmente la pregunta. Y creo que no siempre es buena noticia el anunciar o
el informar de Dios: Juzgo, por el contrario, que, en muchos casos, la buena noticia será
precisamente la contraria: el no anunciarlo o, si vale decirlo así, el 'desinformar' acerca de él:
La cultura galilea parece haber sido muy religiosa en tiempos de Jesús (como quizá lo sea hoy la de
esos 'niños de la calle', y como lo era sin duda la misma de Jesús). Y tal vez por ello frecuentemente
Jesús habló de Dios, o aun le habló a él. Pero no siempre hizo lo mismo:
Claros casos son, a como los relatan los textos evangélicos, los de su trato con un romano y con una
cananea, y, en momentos cruciales, con el procurador Poncio Pilato:
El primero de ellos lo narran Mateo, Lucas y Juan, y ni uno de los tres menciona a Dios: Un hombre
tiene un problema, y acude a Jesús pidiendo ayuda. Jesús le dice que ya su hijo sanó, y el capitán le
cree y se retira, alegre. No recibió un 'anuncio' referente a Dios, sino la buena noticia que deseaba.
El segundo, referido por Marcos y Mateo, es del todo paralelo: La mujer busca en Jesús curación
para su hija; aun humillada, insiste, y él le repite lo mismo: que su hija ya sanó. No recibió un
'anuncio' referente a Dios, sino la buena noticia que deseaba.
El tercer caso Juan lo relata con lujo de detalles. Entre ellos, ni en palabras del uno ni del otro es
mencionado Dios (a no ser, quizá, al cuestionar Jesús el poder de quien se acaba de afirmar dueño
absoluto de Jesús (Jn 19:10-11).., razón quizá por la que Pilato ya no se esforzó demasiado por
dejarlo en vida y libertad).
Parece, pues, claro que, al menos para Jesús, 'dar buenas noticias a los pobres' no significó
necesariamente hablarles de Dios... Pero, ¿qué, cuando se trataba de su pueblo?
Es obvio que su conflicto fue con ese pueblo (excepto quizá, relativamente, con un pequeño 'resto' de
él), y tanto más lo fue con aquéllos de ese pueblo que más sabían de Dios: escribas, fariseos,
sacerdotes...
Por milenaria tradición, para ese pueblo creyente (o por lo menos, crédulo), parecía esencial se le
hablara de Dios..; pero no precisamente para anunciarlo (al menos desde Moisés ya era anunciado,
con antecedentes de Abraham, Isaac y Jacob); sino, más bien, lo que urgía era 'se le desinformara'
acerca de él:
El pueblo era, como todo 'pueblo', fundamentalmente un pueblo que sufría; incluídos en él leprosos,
ciegos, hambrientos, paralíticos, tullidos, y otros (tipificados algunos en Magdalena, Zaqueo, Leví,
Nicodemo, Samaritana, y aun los 'Doce' (alguno con suegra y otros con papá y mamá); y todavía
otros más, como unos novios en apuros o una madre cuyo hijo acaba de morir...
En común tienen todos ellos su insatisfacción o percepción de necesidades más o menos
perentorias.., y lo que Jesús les anuncia es que ellas tienen solución. Y no es raro que al hacerlo
hable de Dios... Pero, ¿¡de qué Dios!? De uno identificable descriptiva o narrativamente por
algunos de sus más patentes rasgos (el que está en el cielo, el que hace salir el sol, el que nos libró de
Egipto, el que dio la ley a Moisés, etcétera); pero del cual niega Jesús, con sus hechos y palabras, un
buen número de 'atributos' (es decir, de cosas que se le atribuyen comúnmente):
Es un Dios, en efecto, que no se preocupa demasiado de que las leyes sean cumplidas, ni mucho
menos de castigar a quien no las cumpla; un Dios que antepone siempre sobre cualquier valor al
hombre, a todo hombre: su vida, su esperanza, su dignidad, su libertad...
Juan resume esto diciendo que no hay otro Dios que amar, y Pablo en Atenas ensaya hablar del
venerado como 'Desconocido', y canta, desde su incipiente teología judeo-romana, al amor... Pero
todo esto es posterior, y pertenece más a la catequesis que a la evangelización.
Jesús mismo también es catequista, no sólo con sus 'Doce', pero principalmente para ellos. Como,
ambas cosas, lo son ellos también, como los presenta Lucas al narrarnos sus 'Hazañas', y se ve por las
'cartas' que a algunos de ellos tradicionalmente se atribuyen.
Porque Jesús, como después 'los doce' y los escritores de las cartas, no trataban sólo de dar buenas
noticias (aunque generalmente lo hacían, según sus diversas mentalidades y culturas); sino también,
y muy principalmente, de ver de apoyar al grupo naciente y creciente: a esa iglesia 'apostólica',
portadora, ella sí, de buenas noticias para todos.
No es, me parece obvio, la finalidad de la evangelización el incorporar gentes a la iglesia, sino el
aliviar a la sufriente humanidad; pero, para ello, es bueno que siga referida a su maestro, y que, por
tanto, en alguna manera sepa de él.
Y, si para ello le ayuda conservar signos y rituales, ¡bienhayan ellos..! Pero, si no, ¿qué sentido
tienen?
En todo caso, no creo que sea recta catequesis la de hacer aprender de memoria el símbolo
nicenoconstantinopolitano ("nuestra fe se ha nicenoconstantinopolizado, ¿quién la puede
desnicenoconstantinopolizar? –El desnicenoconstantinopo-lizador que la
desnicenoconstantinopolizare buen desniceno-constantinopolizador será"); como ni tampoco el
seguir malrepitiendo enseñanzas agustinianas o tomistas..; pero ni siquiera teilhardianas, rahnerianas,
delubacanas o ratzingerianas. ¿Qué entendería de todo este párrafo un 'niño de la calle'?
Y, tras este cuasipreámbulo, quiero ir llegando al punto preguntado, por no correr el riesgo de no
pasar de sólo un preámbulo..:
2.
Empezaré por preguntarme esto: ¿qué necesita el 'niño de la calle'?: ¿Qué le urge a él sentir, saber o
comprender?, ¿qué siente, sabe o piensa, que le destruye o estorba dignidad, libertad, humanidad..?
¿Qué duda, sospecha, intuye, ha oído, medio se cree y medio no se cree?
Para quien esté cerca de él, creo no será muy difícil saberlo (o intuirlo, sospecharlo); dado por obvio
que 'estar cerca de él' es ante todo quererlo (lo cual supone quererlo tal como es).
El 'niño de la calle', pienso yo, es una casi frustrada posibilidad de llegar a ser persona..; pero lo es,
muy en primer lugar, por percibirse así a sí mismo:
No quiero decir que sea ése el origen primero temporal de sus deficiencias o carencias, pues las
actuales vienen creciendo desde que un espermatozoide y un óvulo se unieron en alguna trompa de
Falopio: Me refiero, sí, a la raíz, principio y fundamento de la condición sufriente del 'niño de la
calle':
Creo que el 'niño de la calle' sufre y se frustra por estar en alguna manera persuadido de que es
simple basura, condenada a medio subsistir: de que no vale nada, no merece nada, no es digno de
nada..; persuasión que se siente agudizada si se le añade la de que en alguna manera tiene culpa en
ella.
A quien está cerca del niño, esta persuasión última parece estúpida del todo; pero no siempre así al
niño, a quien, tratado frecuentemente como contaminante cucaracha, se le hace introyectar esa
persuasión, y se le confirma diariamente.., a veces, aun por quien trata de 'ayudarlo':
No es 'ayuda' lo que el niño necesita: lo primero es que sepa que él no tiene la culpa. Y esto no se le
puede hacer saber a base de charlas o de prédicas: Le voy más al atajo andado por Jesús para
adentrarse al chaparrito de la higuera: "¡Invítame a comer!"
Para mí, dar la buena noticia va por ese rumbo..:
Que sienta el niño que, por muy basura que se crea, hay alguien tan creyente en él que le pide que le
comparta el alimento: alguien que no se asquea de lo que el niño come, ni de cómo lo consigue,
dónde y con quién lo come, o en que forma...
Pienso yo que esta experiencia repetida hace al menos sospechar al niño que no es él mera basura; o,
por lo menos, que está con él alguien que es tan basura como él.., con lo que al menos sospechará
que, si es basura, no es la única basura (y que, si es malo, por lo menos tiene un cómplice).
Tarde o temprano, en una cultura con resabios religiosos, la sospecha colindirá con otras
aprehensiones, que no la dejarán matar la duda para esplender en su verdad (la que nos hace libres);
y, compartiendo la comida (como Jesús en Jericó, en Jerusalén o en Emaús), es más fácil consolidar
y bruñir un poco esa verdad:
Podrá tal vez pedirse al niño que narre algo de su infancia, o decírsele que ya uno la imagina (por
que la evoque siquiera para sí): no para mostrarle lástima por ella, sino para, en la forma que el
espíritu sugiera (ya dijo Jesús que él nos asesoraría en los tribunales, y no hay tribunal alguno
supremo al que es un niño), darle a sentir que, al menos para mí, el no es culpable...
¿Para esto hará falta hacer alguna referencia a Dios..? No será remoto que la haga (aunque no
siempre necesario u oportuno), porque no será raro que el niño fantasee que Dios también lo culpa a
él.
No creo que la misión del evangelizador sea la de mantener la idolatría, perenne germen y abono
ubérrimo de las esclavitudes; ni creo ser iconoclasta si niego que valga más conservar una imagen o
idea falsa de Dios "para purificarla poco a poco", que destruirla de un hachazo:
Nuestro Dios, se dice él dijo de sí mismo, es celoso, y no tolera compartir con otros dioses, y aun el
Vaticano II atribuye a los cristianos el ateísmo en incremento, por opacar en vez de transparentar la
concepción de Dios:
Temo que quien apoyara la esperanza de un niño en un dios que lo atormenta en vez de hacerlo
sonreír, habría de tener por dichos para la sí párrafos consignados en Mateo como reproches –o
bravatas– contra los fariseos, y que haría mejor si se echara al mar, molar al cuello.
Si el niño comparte conmigo su comida de hambre –o, si no conmigo, con quien sea–, ese niño ama;
y, si ama, conoce a Dios, aunque no sepa que lo conoce (cosa que más suele ser que próvida,
supervacánea, o aun nociva).
Y de allí se sigue todo lo demás...
3.
Y concluyo, resumiendo:
Catequizar al 'niño de la calle' no tiene sentido, al menos en tanto que no haya hecho sangre suya la
buena noticia recibida, y le nazca transmitirla a los demás.
Comunicarle ésta será evangelizarlo; y el arte de evangelizar no estriba en saber decir bonitos
parlamentos de Dios (Papá o Mamá), sino en propiciar que el evangelizando ame, para que así, sin
más, conozca a Dios.
Quien ama se halla a sí mismo, y, en sí mismo, halla su verdad, y, así, su libertad, su dignidad, su
dignidad... germinal siempre, provisional, parcial, como que humana habrá siempre de ser.
Es obvio que esto supone la indeleznable convicción de que el niño de la calle es 'autorredimible':
que tiene en sí, como todo homínido, lo necesario para humanizarse, para irse haciendo más
humano.., convicción que inspiró a Jesús desde el Jordán hasta la Calavera, y a la que la teología
cristiana latina llama, desde siglos, el Espíritu de Dios.
4.
Nota: Si no logro que me invite a comer el 'niño de la calle', ganancia en ningún modo nugatoria nos
será acompañarlo y gozar juntos si trata de panzabajear a una panzarribada cucaracha..; pues, a fin de
cuentas, su auténtico éxito en la tarea de hacerse humano no dependerá sino de lo que haya hecho en
favor o disfavor de a quien perciba como 'más pequeño' que él..; con lo que yo seré, por él, también
humano: Me recibirá él, en efecto, en las 'moradas eternas', redimidos ambos por una cucaracha
panzarriba.
Félix
MI EVANGELIO
Sin saber con precisión ni el cómo ni el por qué, avanzaba yo íntegrado en una
marcha o peregrinación, a través de parajes desiertos, entre arenas, rocas y cactáceas.
El río humano se movía a paso acompasado y lento.
Era el río de los desharrapados, el río del desperdicio humano: ladrones,
drogadictos, prostitutas, traficantes, cholos, borrachos, indígenas, madres solteras,
vaquetones de barrio... Un río despreciado y solidario, pecador y creyente, que
expresaba su vaguísima esperanza en la monotonía desentonada de su único canto a
gritos repetido:
Desde el Cielo una hermosa mañana
la Guadalupana, la Guadalupana, la Guadalupana bajó al Tepeyac.
Este clamor esperanzado, mezclado con aromas de sudor, de alcohol, de orines y
de marihuana, penetraba la bóveda azul y luminosa, y entraba al corazón tierno de Papá,
quien sonreía, con la mirada humedecida.
El ínterminable río iba virtiendo su contenido humano (o infrahumano) en algo así
como un tiradero de basura, en el que en asquerosa y maloliente promiscuidad hervía un
mar de brazos, piernas, cabezas y cuerpos desnudos. De vez en cuando, una
motoconformadora enorme removía aquel mar de desperdicios, y lograba opacar la
monótona esperanza:
La Guadalupana, la Guadalupana, la Guadalupana bajó al Tepeyac .
Dos o tres años después, un miércoles por la noche, bajo luna casi llena, volví con
mi hermano a aquel sitio, para enfrentarme con Jesús: para pedirle cuentas, y exigirle
una respuesta:
Te oímos, Jesús, en la sinagoga de tu pueblo, y, meses más tarde, en la Montaña;
¡Qué hermoso platicas de tu Papá y de sus sentimientos, sus planes y regalos; pero
cómo son falsas tus palabras!.
Jesús, ante aquel basurero que seguía cantando la Guadalupana, tuvo que
quedarse callado. Se le veía triste, nervioso, preocupado. Como muchas otras noches,
se retiró un poco de nosotros.
Al otro día, jueves, Jesús nos invitó a cenar. Desde allí, en la cena, y a lo largo del
día siguiente, viernes, fue él respondiendo, una a una, a todas mis interrogantes.
Y a partir del tercer día, y hasta hoy, y para siempre, está conmigo y con mi
hermano, para que llevemos a todos la verdad del beso de Papá..; beso que Papá nos dio
antes, en el tiradero de basura, perdidos en el desperdicio humano, cuando él puso a su
Hijo con nosotros.
Profesión de fe
1. ¿Creen ustedes en Dios, padre nuestro y de todos los seres humanos, que está orgulloso
de cada uno de nosotros, sus hijos, porque nos quiere y nos ama sin medida, y por eso nos
comprende, nos acompaña, nos ayuda y ve sólo todo lo bueno que hay en cada uno de
nosotros..; quien como padre bueno quiere que todos sus hijos sepamos ayudarnos a ser
libres, y que compartamos como hermanos lo que él nos regaló para todos?
2. ¿Creen ustedes en Jesús, que vivió su infancia y adolescencia en la pobreza, que salido
de su casa, se metió al agua, invitado por Juan Bautista, y que estando allí oyó en su
corazón que Dios le decía: "tú eres mi hijo, estoy orgulloso de ti, te quiero mucho y
puedes contar siempre conmigo"..; que le creyó a Dios y comprendió que eso era para
todos los seres humanos, y se dedicó a vivirlo y a decirlo, buscando compañeros entre los
pobres y estando siempre en favor de los pobres..; por lo cual fue amenazado y
destruido, pero nunca aniquilado, puesto que a punto de morir perdonó a quienes lo
clavaban en la cruz..; ¿creen en ese Jesús, orgullo de la raza humana, que sigue vivo a
nuestro lado, que nos invita a gozar de su papá, y a actuar como él actuó, que como
amigo nos acompaña y consuela, y nos anima siempre a levantarnos y a vivir como él
vivió, viendo por los demás y estando a su servicio?
3. ¿Creen ustedes en la luz que siempre hay en lo más hondo de su consciencia, como en
la de todo ser humano; en el amor y bondad que siempre hay en lo más profundo del
corazón de ustedes y de todos, en el consuelo, la fortaleza, la esperanza, la alegría..; en
todo eso que Dios nos regala a todos sus hijos, y que recibimos de Jesús..; ¿creen en eso
que hay en su consciencia, a lo que llamamos Espíritu Santo, y que en nosotros vale más
que cualquier cosa, porque nos hace conscientes y libres, y nos da nuestra libertad y
humanidad?
4. ¿Creen ustedes en su familia, en la que Dios les dio quien los amamantara de bebés,
quien los alimentara y enseñara los primeros pasos de la vida; y, así también, creen en
sus amigos verdaderos, que los acompañan y ayudan en las buenas y en las malas, y en la
pareja a la que libremente han elegido o van a elegir, para darle felicidad y compartir
todo con ella, y multiplicar con placer la familia humana de los hijos de Dios que él les
confíe; ¿creen, pues en su familia, en sus amigos verdaderos y en la mujer a la que aman
o a la que van a amar?
6. ¿Creen ustedes en Sonora y en México, país y patria en que Dios nos dio la vida y en el
que tantas cosas nos regala, para que juntos lo mejoremos, y entreguemos a las
generaciones siguientes una Sonora mejor y un México mejor y más fraterno?
7. ¿Creen ustedes en la comunidad cristiana toda, en la más cercana, aquí mismo, dentro
del Cotume: en quienes aquí los apoyan en su crecimiento, en su fe y en su libertad; y en
toda la comunidad: la católica, que tiene en el papa Juan Pablo II su signo humano de
unidad, y, aquí en Hermosillo, en el Obispo, Ulises..; y en la comunidad toda de quienes
creemos en Jesús y hemos recibido su espíritu y su tarea..; ¿creen en esta comunidad
cristiana, así como también en la comunidad de todos los seres humanos, como hijos de
Dios, y hermanos todos?
8. ¿Creen ustedes en ustedes mismos: en que son buenos y pueden ser mejores, en que
vale la pena el empeño por crecer en consciencia y libertad, en cuidar la propia salud y el
propio cuerpo, y cultivarlo por medio del deporte; en que vale la pena cultivar los
propios sentimientos, así como también la inteligencia y las habilidades manuales, con la
seguridad de que, con ayuda de Dios y de los demás, cada uno de nosotros puede hacerse
auténticamente libre y auténticamente hombre?
9. Lo repito: ¿Cree cada uno de ustedes en sí mismo, seguro de que puede salir adelante y
superarse, y en que las dificultades, los errores nuestros y de los demás, las caídas y las
penas, son oportunidades para superarnos, acompañados por Jesús, que siempre está
cerca de nosotros en ellas?
10: Lo repito por tercera vez: ¿Cada uno de ustedes tiene fe en sí mismo, y está seguro de
ello?
1. Soy Ignacio de Loyola. En la España de hace cinco siglos, la de los descubrimientos y conquistas,
mi adolescencia transcurría en la corte de Fernando el Rey Católico, gracias a muy añejas amistades
de mis padres.
Llegué así a mis veinticinco años, sin más afán que el de acomodarme bien en mi mundo, como
cualquier joven de ahora: soñaba en dominar.., y no veía otro camino que el de aceptar también ser
dominado. Aspiraba a una dama de la más alta sociedad, y no quería servir sino a los más grandes
señores, para lucrar de ellos y exigir que me sirvieran quienes no hubieran logrado treparse tan alto
como yo.
Mi ansia por ser más me llevó a embarcarme en una aventura militar, de la que salí herido y
derrotado. Mi despertar fue duro, con una pierna destrozada que dolía y me inutilizaba por
completo. Y con meses de obligado ocio, primero en cama, después en un sillón...
2. Horas y horas de soñar y divagar me llevaron al planteo fundamental: ¿en qué se me está yendo la
vida?, ¿a qué quiero dedicarla? O, en otras palabras, ¿qué estoy haciendo de mí mismo?, ¿qué quiero
hacer de mí en delante?
No hallando con qué desaburrirme, empecé a leer el Evangelio. Y poco a poco empecé a cambiar
mis sueños, y a sentirme con éstos nuevos más en paz que con los anteriores. Y me decidí por un
nuevo amor y por un nuevo servicio: no amaría ya sino a Jesús y no serviría ya sino a mi Dios.
Emprendí un nuevo andar y hacer camino, con largos meses de saborear detalle a detalle el
Evangelio. Y comprendí que no había otro amor a Dios que el de Jesús, ni otro servicio a Dios que el
que se hace a los humanos.
Y me lancé a invitar a otros a vivir una experiencia semejante a la mía, y a seguir de cerca a Jesús, en
el amor y servicio a los más débiles y pobres, con quienes compartía yo el pan que mendigaba, y a
quienes les hablaba de Jesús.
Lo hacía sin ningún título, y provoqué por eso la desconfianza de las autoridades religiosas, que,
según los estilos de mi época, hasta en la cárcel me encerraron. Eso me decidió a estudiar: No por
lograr una posición económica o un instrumento de prestigio o de dominio, sino para mejorar mi
capacidad de servicio y para que me reconocieran la libertad de comunicar a otros la buena noticia de
Jesús.
En la universidad hallé buenos amigos entre los pobres, y supe contagiar a algunos de ellos mis
ideales, hasta que nos comprometimos a formar un grupo: para acompañar a Jesús, que vino a servir,
no a ser servido, y para hacernos también compañeros entre nosotros, ayudándonos a ser leales en la
entrega total nuestra a Jesús y a su causa.
3. Armados ya con título universitario, servíamos a los enfermos de los hospitales públicos,
visitábamos a los presos y dábamos a las prostitutas y a los pobres la Buena Noticia de Jesús,
considerando que era lo mejor que podíamos hacer para servir a los demás.
La vida nos llevó a Roma y a entrevistarnos con el Papa. Nos alegró recibir permiso de él para ser
ordenados de presbíteros, porque veíamos en el presbiterado una excelente herramienta de servicio.
No teníamos otro anhelo que el de servir a Dios, pero sabíamos que a Dios se le sirve sirviendo a los
humanos: que la gloria de Dios está en la plenitud de vida de la familia humana.
El grupo, convertido en Compañía de Jesús por decisión del Papa, me pidió un nuevo servicio: el de
ayudar a mantenernos coordinados y unidos; servicio tanto más necesario cuanto que ya para esas
fechas Xavier, uno de los primeros compañeros (hoy patrono del Seminario de Hermosillo), iba ya de
camino a servir al Evangelio y a los pobres en el lejanísimo Japón.
4. Un siglo y poco más había pasado, cuando el joven Eusebio Kino repitió mi misma experiencia:
los originales Ejercicios. Y él y sus compañeros a su tiempo dieron a Sonora un muy válido servicio.
El secreto de estos compañeros, como de nosotros, los primeros jesuitas, es sencillo: 1) Todos los
seres humanos son iguales, y tienen derecho a vivir y crecer en libertad. 2) No hay otro amor u otro
servicio a Dios que el amor y servicio a sus hijos, los humanos, especialmente a quienes más
amenazada ven su libertad y su consciencia. 3) Este servir a Dios, que se realiza en las más
múltiples tareas, suele acarrear incomprensiones y persecusiones; pero éstas no apartan de Jesús, sino
que acercan más a él.
5. He sido reconocido por las autoridades de la Iglesia como un buen acompañante en los asuntos del
espíritu, y mis Ejercicios siguen siendo escuela de amor incondicional a Jesús y de servicio: Servicio
a él, y sólo a él; servicio que no es real sino en solidaridad de iglesia o comunidad para servir a los
humanos, especialmente a los pobres, más presentes al corazón de Dios cuanto su vida se ve más
amenzada.
Jesús no distinguió entre samaritanos y judíos, ni Pablo entre judíos, griegos y romanos. Ni hubo
para Kino ópata, pima o español, sino tan sólo humanos, tan dignos de confianza y tan sabios y
buenos como él. Tampoco yo distinguiría hoy latinoamericano, chino, gringo o musulmán: Me
esmeraría en capacitarme mejor para la tarea en que se previera un más eficaz o urgente servicio a
los demás, deseoso sólo de servir a todos en respeto y libertad, para gloria de Dios en el crecimiento
libre, feliz y armonioso de sus hijos.
Tu servidor,
Ignacio de Loyola, s.J.
TÚ ELIGES
Era un gerente único, porque contaba con varias meseras que lo habían
seguido de restaurante en restaurante. La razón por la que las meseras
seguían a Lucas era por su actitud; él era un motivador natural: Si un
empleado tenia un mal día, Lucas estaba ahí para decirle al empleado
cómo ver el lado positivo de la situación.
Ver su estilo realmente me causó curiosidad, así que un día fui a buscar a
Lucas y le pregunte: No lo entiendo..: no es posible ser una persona
positiva todo el tiempo... ¿Cómo le haces?...
Lucas me respondió:
"Sí lo es", dijo Lucas. "Todo en la vida tiene que ver con elecciones;
cuando quitas todo lo demás, cada situación es una elección. Tu eliges
cómo reaccionar ante cada situación, tu eliges cómo dejar que la gente
afecte tu estado de ánimo, tu eliges estar de buen humor o estar de
mal humor. En resumen, tú eliges cómo vivir la vida".
Varios años mas tarde, me enteré de que Lucas hizo algo que nunca debe
hacerse en un negocio de restaurante: una mañana dejó abierta la puerta
de atrás y fue asaltado por tres ladrones armados; mientras trataba de
abrir la caja fuerte, su mano, temblorosa por el nerviosismo, resbaló de la
combinación. Los asaltantes sintieron pánico y le dispararon. Lucas tuvo
la suerte de ser encontrado relativamente pronto y llevado de a una
clínica emergencia. Después de ocho horas de cirugía y varias semanas
de terapia intensiva, Lucas fue dado de alta aún con fragmentos de bala
en su cuerpo.
Le pregunté también qué fue lo que pasó por su mente en el momento del
asalto. Me contestó: "Lo primero que vino a mi mente fue que debí haber
cerrado con llave la puerta de atrás. Después, cuando estaba tirado en el
piso, recordé que tenía dos opciones: podía elegir vivir o podía elegir
morir. Elegí vivir."
Un día completo
Así titulé, hace cosa de un mes, otra nota, y así titulo ésta, a la que pudiera titular 'otro día completo'. Pero el título,
igual que el puesto, podría valer para cualquiera. Porque, en realidad, todos los días vienen completos. Y, aunque a
veces parece que nos afanamos por descompletarlos, hay Alguien que los recoge uno a uno y los completa.
Sin embargo, nosotros no somos iguales cada día. Nos cambian el calor y la comida, el trabajo o el entretenimiento,
una noticia, un encuentro... Y por eso la compleción del día no nos es siempre tan saboreada y tan sabrosa.
Hoy no fue así. Me siento muy contento, y quiero compartirlo. Nada fuera de lo común hice ni padecí en el día, pero
hoy lo gocé más. Quizá por lo cenado anoche, uno de tantos medios por los que Papá nos comunica más sensiblemente
su gozo cuando quiere.
Hoy lo sentí desde temprano: Andaba yo molesto desde ayer, que me llegó el recibo del agua. De fijo me cobran 11
metros cúbicos al mes, cuando no consumo más de 8 (que en todo caso cuestan igual que cuestan 10), y pago por eso
39 en vez de 34 pesos y centavos. Pero el asunto no era ése, sino que, siendo ayer miércoles 12, me daban de paso para
pagar sin recargo sólo hasta medio día del sábado, día 15.
Por lo pronto, fui a pagar, temprano, y a pie. Medido con reloj, no hice sino 22 minutos, 21 de ellos de camino de ida y
vuelta, por calles del Cerro de la Campana y del inmediato Centro de Hermosillo.
Ya me había yo, más que bañado, remojado, y tomado una taza chica de café. ¡Me vino tan bien el caminar..! Y no
sólo ello, sino el ver el empezar del día (no el solar: el laboral): empleadas barriendo la banqueta frente a sus lugares de
trabajo, vendedores semifijos acabando de acomodar su mercancía, etcétera; con un sol aún discreto y respetuoso, que
más acaricia que tatema.
Vuelto a casa, me bañé de veras, y me prepare para visitar a los chavos del Cotume. A uno de ellos, llevaba yo un libro,
regalo de un seminarista: El maravilloso Principito, que me sigue siendo inspirador.
De camino me comí, como suelo, una manzana grande, y, mediante un cuarto de hora de Volkswagen, entré
inmediatamente, saludo previo a la portera.
Me enteré de que el destinatario del libro estaba en el pabellón tres, donde suelen estar algunos castigados, y,
acompañado por mensajes radiados que me iban abriendo reja a reja, llegue hasta donde él.
Lo halle feliz, como puede serlo uno a los 19 años: acababan de entregarle notas aprobatorias de tres exámenes de
preparatoria abierta, con lo que es probable la termine antes de salir, para octubre quizá o para diciembre.
Y no está castigado... Al recibir las buenas notas, pidió al comandante un sitio semi aislado, para adelantar su prepa
con más paz, y, tras entrevista con trabajadora social y con psicóloga, el director en persona se lo concedió, gustoso.
Charlamos algo más de media hora, y salí del tres al dos, aprovechando que había puertas abiertas por el regreso de
otro chavo, que había ido a la psicóloga.
Pasé tranquilamente al uno, moviéndome como en mi casa (o mejor que en ella, porque el Cotume no lo barro yo), y de
camino, atravesando el dos, me hallé a otro chavo, a quien llevaba yo la constancia de su Confirmación, hace ya más de
un año, en el mismo Cotume. No fue asunto mío, pero había yo logrado tramitársela con éxito.
En el uno estuve como una hora a la reja de una celda, de chavos de reciente ingreso. Por cierto, con los llegados ayer,
los menores allí tutelados eran hoy 180.
En la celda estaban siete, en espera de mejor acomodo, probablememte hodierno o próximo. Y estaban alegres, lo que
me alegró bastante. Aunque quejosos también, por supuesto.
A la insistencia de uno de ellos, le ofrecí llevarle un cigarro... para cuando consiguiéramos permiso de la dirección para
hacerlo... Y nos dedicamos a redactar entre todos -en la imaginación, no en el papel- la carta con que pediríamos el
permiso:
"Ciudadano Señor Director del Centro Intermedio de Tutelaje de Hermosillo del Consejo Tutelar para Menores
Infractores del Estado Libre y Soberano de Sonora..."
La carta la habríamos de firmar el chavo interesado y yo, a más de los testigos o certificadores de las firmas, más
quienes tenían responsabilidad de asegurar que el tal cigarro no dañaría al menor ni a la población toda de menores
tutelados, quienes además firmaban de conformidad con que se concediera el excepcional permiso sólo a ese menor, sin
precedente alguno que exigiera luego se les concediera a otros...
Y terminaba con los acostumbrados "con copia para", que iban desde el guardia en turno, pasando por la Ciudadana
Presidente del Consejo Tutelar, hasta el Ciudadano Presidente Vicente Fox, último este a quien me opuse, por aquello
de la soberanía de nuestro estado sonorense...
Total: una amena hora de simplezas jocosas, en la que nos sorprendió la comida que llegaba, puntualmente a la una.
Me insistían en que comiera con ellos; pero me esperaban ya mi amigo médico de 82 años y mi amiga y feligrés
sabatina esposa suya, para una 'comida de viejitos', sencilla y tan sabrosa casi como la charla que la condimenta.
Terminamos con helado abundantísimo, de esos de vainilla, fresa y chocolate, y él, para irse ya a dormir, cumplió una
de sus domésicas obligaciones: la de lavar los platos (no los cacharros, que le tocan a su mujer y no eran muchos, pues
todo lo había cocinado o calentado en microondas -el helado exceptuado, por supuesto).
Regresé a mi casa, a unas diez calles, atravesando por el mero centro de Hermosillo, por el costado de Catedral y de la
Plaza Zaragoza.
Me saludó la perrita ("Freude"), feliz de mi regreso, y dormí una siesta de boa del Principito, en espera de que el sol
declinara, para pasar a mis labores académicas.
Aseguro que fueron completas y completaron bien el día, hasta que, cercanas ya las doce, llegó la hora de la cena.
De ellas escribiré otro día, pues es la una, y de la cena sólo diré que fue de mermelada de durazno cuchareada, hecha
por mí con unos ocho kilos de durazno (¿pues de qué habrían de ser..?), regalo del seminario el martes, cuando les
regalaron los que caben al tope en una caja de pickup, entregados personalmente por quien los cultiva en Magdalena de
Kino, a poco más de dos horas carreteras al norte de Hermosillo...
Buenas noches.
Félix
a) Responder:
¿Qué siento cuando hago esta x afirmación?
¿Qué siento en el corazón?
¿Qué siento en mi cabeza?
¿Qué siento en mis entrañas?
Oro un rato con esos sentimientos, los pongo en el corazón de Dios, de María, de
Jesús, se los repito, a lo mejor lloro con ellos o me río, se los doy...
Los dejo caer, tomo distancia....
Recojo una o dos cosas las más importantes o más claras, me hago consciente
de ese mecanismo que uso... No me justifico, lo acepto naturalmente, sin
ponerle valor moral: “bueno o malo”, simplemente acepto lo que estoy haciendo
o no haciendo, lo pongo en manos de Dios, lo oro, se lo confío a María, a Jesús.
Orar con ellos y sentir la respuesta en mi cuerpo, me siento en paz, serena, sin
tensión, sin dolores físicos (puede haber dolor interno, tristeza serena) al ver
estos pasos y cómo los ordené... hay algo frente a lo que todavía siento que mi
cuerpo me dice una palabra... ¿cuál?
Confiarlos a Dios, ponerlos en sus manos y en las de María.. dejarlos caer...
tomar distancia.
e) Evaluar (el nombre podría ser también 'releer')... Es decir, ver cómo se va
viviendo lo que se decidió, si se llevan a cabo los pasos previstos y qué
producen.
A lo mejor descubro que calculé mal el tiempo para cada paso a dar.., o que
necesito darme espacios personales después de cada paso dado, para asumir
las consecuencias, vivirlas serenamente, manejar el duelo o el dolor, alegrarse
profundamente.., etc.
Dedicar unos minutos cada día al final para ver cómo se vivió ese día, qué va
diciendo mi cuerpo, qué sentimientos tengo..; brevemente, solamente para
hacerlo consciente, nombrarlos y ponerlos en su sitio...
Celia es una vieja amiga. Desde que nos conocimos, nunca he dudado de su amistad, y
por lo mismo, tampoco de su deseo de procurarme el mayor bien posible, a veces
aunque ni siquiera esté a su alcance. Desde entonces he sentido la seguridad de que
cuento con ella y creo que ella siente eso mismo hacia mí. Nos tenemos una gran
confianza mutua y, en suma, es para mí lo que se llama, en el sentido fuerte de la
expresión, una amiga incondicional.
Hace unas semanas, recibí una llamada de Celia, desde Guadalajara, donde ella vive.
Me invitaba a un lugar apartado, en el estado de Hidalgo, por mal nombre conocido
como Arroyo Seco, a ver a un sujeto al que, según le contaron, le llaman el "Chamán de
Chamanes" y que, según los díceres, les devuelve la salud a los enfermos del cuerpo y
del alma.
Mi mal es una pérdida creciente de motivación en el trabajo. Alguno podría replicar que
ésa no es una enfermedad, pero para mí lo es, y como estoy convencido de que lo es,
pues por lo menos si ésa no lo es, la hipocondria sí que lo es, pues según los que dicen
que saben de la materia, está bien tipificada como una enfermedad psicológica.
De modo que mi respuesta a Celia fue sencillamente que no creía en tal hombre. Se lo
dije así, directamente y sin preámbulos, tomándome la libertad del caso para
responderle a una amiga tan cercana. Sabía que la podía contrariar, pero acepté correr
ese pequeño riesgo.
Ella, sin embargo, en vez de molestarse volvió a insistirme en ir a ver al tal Chamán,
pues según lo que cuentan de él, estaba segura de que me podía ayudar.
Por pura y simple amistad tomé su insistencia como un gesto bien intencionado de su
parte. Dada mi habitual torpeza para expresar el cariño, en comparación con su
extroversión innata, además que con ella tengo pocas oportunidades para hacerlo,
siento una especie de deuda con ella en este aspecto, así que me quedé pensando un
instante, antes de responderle. Ella, dotada de ese agudo instinto femenino para
aprovechar este tipo de coyunturas, remató en ese mismo momento con que al fin y al
cabo no sería cosa más que de ir y volver el mismo día, que ella se encargaría de
preparar la comida, que tomara el viaje como un paseo para convivir, y no recuerdo
qué otro de esos ardides que lo acaban siempre desarmando a uno y haciéndolo
traicionar su postura inicial, que ingenuamente creía más firme que un roble.
Nos encontramos al día siguiente, muy de mañana. Ella llegaba de su tierra, para
encontrarnos en la Central del Norte y de allí tomar el camión hacia el lugar del paseo.
La terminal se encontraba poblada a su nivel normal, es decir repleta. Conseguimos los
boletos que ella indagó donde se vendían, pues yo no pensaba mover un solo dedo
para ir a exhibir mis miserias ante quien imaginaba no era más que un charlatán, o a lo
más uno de esos parasicólogos o médiums, a quienes ubico en un mismo conjunto de
timadores de incautos.
Fue así que me entregué a la plática, y ella, que tampoco le halla a eso del cotorreo de
largo metraje, pues ya sabrás. Tan absortos íbamos que ni nos acordamos de las
muchas incomodidades del viaje y desde el principio nos adentramos en cuestiones
muy personales de cada uno. Creo que las multitudes deefeñas invitan a tocar nuestras
intimidades, porque siendo ambientes tan públicamente anónimos, curiosamente
invitan a la privacidad, sin necesidad siquiera de bajar la voz, pues uno se suele decir,
con algo de ingenuidad: ¿qué importa que oigan quienes en la vida volveremos a ver?
Como te decía por teléfono –exclamó ella, sacándome de mis cavilaciones–, esta onda
vale la pena. No sé que otras razones me dio en ese sentido, pero que es mejor
agrupar aquí en un etcétera, porque además no las podría repetir, puesto que traté en
vano de escuchárselas, esforzándome inútilmente por vencer mi resistencia al tema
por el puro cariño que le tengo. La única que se me quedó fue aquélla de: "oye nomás
a los que van junto a nosotros", me dijo por lo bajo, "casi todos van también a ver al
Chamán, ya corrió la noticia Dios sabe hasta dónde y me imagino que aquello va a
estar a reventar".
Recuerdo que dijo eso, porque de inmediato sentí un fuerte impulso a gritar: ¡¿sabes
qué? yo me regreso en este mismo instante, me cai!, pero sólo mascullé: para
turbamultas me bastan y me sobran las del D.F. Me contuve de decir más para evitar
hacer sentir mal a Celia. Me descubrí de nuevo haciendo depender mi conducta de ella.
¡Carajo!, me dije: a ver si ese pseudochamán me quita al menos esta enfermedad de
estar siempre tratando de evitarle a los demás posibles molestias por mis reacciones,
que en realidad han de ser más producto de mi imaginación que otra cosa.
Lo que recuerdo mejor es que la plática fluyó en un tono muy agradable a lo largo del
viaje. Del contenido sólo retengo algunos retazos. Le pregunté que podría ser lo que
más quisiera que le sucediera en su vida. Me respondió que tenerme siempre muy
presente. Que cuando nos tuviéramos que despedir me pudiera seguir sintiendo tan
cerca como en los momentos en que nos hallábamos codo a codo.
Celia me preguntó: —¿quién te dio ese suéter?— Yo: —una amiga—. Y ella: —¿tú crees
que se molestaría si me lo regalaras—? Y yo, –para ahuyentar su posible inhibición– le
contesté, mientras me lo quitaba para entregárselo: —dártelo no puedo, porque es un
regalo que aprecio, pero te lo puedo prestar por tiempo indefinido—.
Me quedó ese hecho en la memoria porque hubo un detalle muy llamativo que me dejó
pensando: se trataba de un suéter muy viejo y maltratado, que aun había perdido su
forma original y hasta se notaba desteñido. Tenía además dos tonos distintos de color
café, porque había sido tejido con saldos de estambre. Para colmo no le faltaban
algunos cabos sueltos, señal de que se había atorado en algún alambre o rama sin
darme cuenta, y por último completaba el estado deplorable de la prenda el que no
recordaba el último año en que tuvo la suerte de encontrarse con el agua y el jabón.
El desdichado suéter tenía una sola virtud: la de dejar al descubierto la viveza del
sentimiento de Celia hacia mí. No le podía importar el suéter para cubrirse del frío,
porque además ya a esas horas hacía calor, sino que a aquel despreciable objeto no le
quedaba otra misión más que ser el símbolo que le permitiría tenerme presente
durante mi ausencia.
En el diálogo que tuvimos a lo largo del viaje, lo que más me llamó la atención fue el
gran interés que ella ponía en mis palabras, como quien quisiera decirme cuánto me
quería desde la forma misma en que atendía a mis labios y a mis gestos.
Tengo muy grabado el sentimiento de halago que me provocó tal atención, por lo cual a
mi vez me sentí estimulado a abrirme totalmente con ella y hablarle de lo que fuera,
francamente el tema era lo de menos, con tal de conjurar la soledad con nuestra
comunicación, de seguir oyendo su voz, que no era otra sino la mismísima voz de la
compañía y de acurrucar nuestras almas en el cálido regazo de aquella conversación.
El viaje ya podía alargarse todo lo que quisiera, nosotros flotábamos en una dimensión
en la que el tiempo simplemente perece detenerse.
Entonces me fue brotando del pecho un solo sentimiento, pero de manera tumultuosa,
incontenible: el agradecimiento. Y tengo presente que le dije esto que sentía cada vez
que en la plática venía a cuento, y a veces aunque no viniera. Mostrar el
agradecimiento ha sido uno de esos actos acertados que a uno le dejan la sensación de
que al menos por haberlos realizado, se siente uno capaz de aceptar todo el caudal de
errores cometidos por uno mismo a lo largo de la vida, incluyendo los que aun le faltan
por cometer.
Y es que tenía mucho que agradecerle, vaya, el solo hecho de hacerme sentir tan
seguro de su amistad, o el más pragmático de haberme hecho tan corto el viaje.
Realmente no me di cuenta cuándo fueron pasando cada una de las tres horas desde
que salimos, otras veces tan enfadosamente interminables. Ya estábamos llegando a
nuestro destino cuando vi el reloj.
Llegamos al lugar, que no alcanzaba el nombre de pueblo, pues más parecía un caserío
rural. Sin embargo, había mucho movimiento de gente, misma que en su mayoría era
parte de la romería que se disponía a caminar hasta Arroyo Seco, a buscar al tal
Chamán.
Al avanzar unas cuadras, vimos cómo se agregaba más y más gente a la ya nutrida
peregrinación, desde distintos rumbos, como afluentes que engruesaban aquel río
humano, cuyo caudal crecía amenazando desbordar los límites del camino de
terracería.
Nosotros íbamos hacia la parte de atrás, avanzábamos en parte por nuestro propio pie,
y en parte llevados por aquel tumulto, levantando nubes de polvo al caminar y en
momentos estorbándonos sin querer unos a otros.
Era notorio que la gran mayoría era muy pobre. Bastaba ver su ropa raída, sus
huaraches y su piel curtida. A la media hora de caminar bajo aquel sol abrasador, ya
olíamos todos a ganado. Ibamos personas de todas las edades y portes, unos
visiblemente enfermos, otros aparentemente sanos, pero sin duda como yo, con algún
mal interno, de esos que van carcomiendo la felicidad y la paz interior, quién sabe si
más rápidamente que las mismas dolencias físicas.
Me acuerdo que durante ese trayecto de pronto volteé a ver a Celia, y la noté apenada.
Sabía que lo estaba porque es notorio cómo en esa situación rebusca las palabras para
tratar de evitarle al otro un sobresalto y rehuye un poco la mirada para no ser
descubierta. A pregunta expresa admitió su pena, la cual obedecía a que yo pudiera
sentirme mal por creerme objeto de su lástima por cierta minusvalidez, semejante a la
de los lisiados o enfermos mentales con los que nos mezclábamos en ese penoso
peregrinar hacia la tierra prometida.
Por toda reacción sólo atine a besarla en la mejilla. Fue la mejor manera de decirle
cuánto bien me hacía esa enorme caricia en que se convertía para mí toda su persona.
Los pobladores del lugar nos precisaron luego que la policía rural se había llevado preso
al Chamán, acusado por el médico local, quien por lo visto era uno de esos señores de
horca y cuchillo. Los cargos eran de charlatán y engañador, evasor de impuestos y
azuzador de motines o algo así.
Mi reacción espontánea fue desahogarme con un sonoro: "¡Me carga la madre!", tanto
apretujarnos y tragar pinole polvoso para nada...¿para nada?... pero ¿qué no era mi
tirada inicial el cotorreo con Celia y lo demás era por seguirle el rollo nada más?...
¡ándale! ¿qué a poco ya me la estaba tragando yo también?... No, no, no, si yo soy un
intelectual, hijo de la ciencia y de la civilización occidental, de la edad de la Razón,
vaya, esa que desbarata los mitos y supercherías, que no son sino secuelas de las
épocas oscurantistas.
Lo que sí sentía entonces era mucha compasión por la gente aquella, que encima de
sus males se había quedado vestida y alborotada, como las novias de rancho. Y se veía
tan jodida, con lo que le había costado haber llegado hasta allá, y no se diga a los
enfermos que tuvieron que atreverse a dejar la cama para lidiar con una silla de ruedas
o unas muletas, auxiliados por un lazarillo o un cireneo acomedido, que lograron
convencer para que los trajera, en algunos casos casi a cuestas.
Celia y yo nos quedamos mirando un momento a los ojos, con las cejas levantadas
como diciendo ¡¿y 'ora?! Algo me hizo a mí apresurarme a decirle que por mí no
importaba la cosa, que de cualquier manera mi intención no había sido otra que la que
ella misma me había propuesto: pasear por ahí, comer en alguna fondilla cercana y
luego regresar. Le insistí en que no había ningún problema, pues total, que más se
había perdido en el sismo de 1985, etc. Le decía todo eso con la idea de evitar que
fuera a sentirse frustrada porque sin duda en el fondo aún guardaba la ilusión de que el
Chamán hiciera algo por mí, y por lo tanto le brotaría la sensación de haberme traído
de balde.
Cabe detenerme de nuevo aquí en el gusto notable que nos daba a los dos, no sabría
decir a quién de los dos le alegraba más, pero lo que era más que evidente era ese
relativizar el entorno por buscar estar, gozar, y vivir intensamente el momento juntos,
todo lo demás valía en la medida en que sirviera para estar más conviviendo más
cercanos, más acompañados, más comprendidos y queridos.
Era tan inútil enojarse de nuestra negligencia –por usar una palabra muy poco
expresiva para el denotar idiotez extrema–, que ya ni siquiera nos contrariamos. Hubo
que pensar con más sensatez esta vez –o mejor dicho, hubo que pensar esta vez–, para
no sucumbir por la inviabilidad biológica a la que puede arrojarnos el romanticismo, así
que localizamos el único jacal que rentaban para hospedarse en el lugar y nos
dispusimos a volver hasta el día siguiente. Aquella ranchería estaba tan marginada de
servicios que no tenía ni caseta telefónica, por lo cual ni valía la pena preocuparse por
avisar a nuestras respectivas casas de nuestro retraso. Ya llegaríamos cuando
llegáramos.
Al día siguiente nos levantamos tarde, aprovechando las condiciones del incidente para
tomarnos unas minivacaciones improvisadas. Nos volvimos a entregar a la plática tan
instintivamente, que cualquiera diría que la comunicación para nosotros no era un
medio sino un fin, o mejor, El Fin último de toda nuestra existencia.
Es curioso, –me digo al recordar cómo se dio aquella convivencia– que no sólo durante
la plática nos comunicábamos, sino también , y acaso intercambiábamos lo más íntimo
y propio de cada uno en los ratos que pasábamos sin decirnos nada. Simplemente en el
hecho de estar juntos, y eventualmente cruzar una mirada sencilla y profunda. Y es que
vivíamos silencios cargados de significado. Lo escribo con la certeza maciza de que una
y otro estábamos presentes en el silencio generado entre los dos. Y aun nos llegaba a
invadir una especie de temor sagrado de que si habláramos, podíamos romper el
encanto y esfumar ese nivel tan hondo de intimidad, al que sólo mediante ese silencio
atento y compartido lográbamos acceder.
No era algo que acordáramos hacer expresamente, sino que surgía de repente, gracias
a la empatía creciente que cultivábamos, semejante a un acuerdo espontáneo e
implícito, de esos que se dan como un regalo inesperado, como un fruto maduro del
arte del encuentro, que ha nacido y crecido a través de un largo camino por los
inimaginables vericuetos de la amistad.
Tengo presente que ella hablaba más que yo, ya de camino hacia el camión de regreso,
al tiempo que mirábamos a nuestro alrededor, más para aderezar nuestra plática, que
por interés en el panorama más bien sombrío que ofrecía aquel olvidado lugar.
Eso mismo comentábamos cuando nos volvimos a hallar muy cerca del arroyo del
Chamán. Al darme cuenta hice ademán de tomar otro rumbo, pero ella señaló con el
dedo hacia la manta, la cual ya había sido cambiada. Esta vez decía: Fue liberado el
Gran Chamán. Estará con nosotros a la puesta del sol.
Quedarse a esperarlo nos suponía alargar otro día el viaje y lo peor era que no había
modo de avisar a los nuestros, quienes con suerte ya estarían preocupados de que no
hubiéramos aparecido. Sin embargo, ya se nos había metido el demonio de la
expectación, el cual suele ser uno muy difícil de exorcizar del cuerpo, así que ni
tratamos de oponerle resistencia. Y es que todo lo que nos había supuesto el viaje era
como subir a una alta montaña y quedarse a unos pasos de la cima.
Ahora yo era el más entusiasmado con la idea de quedarnos ¡cómo carajos no!, ¿qué
tal si fuera cierto que de pura chiripada el médico lírico ese me fuera curando? Además
la gran mayoría de la gente ya se había ido, lo cual significaba tener al curandero casi
para nosotros solos ¿a quién se le iría a ocurrir andarse yendo en ese momento? ¿quién
iría a andar poniendo objeciones de fundamentos científicos a esas alturas?... ¡hágame
el favrón cabor!
La sana irresponsabilidad que se hace pasar por amistad, nos volvió a impedir dividir
nuestras opiniones, así que nos quedamos y hasta celebramos que hasta nos
sintiéramos los más fanáticos de todos, por habernos quedado a esperar al aprendiz de
brujo, en un rancho tan olvidado de la mano de Dios.
Llegó la puesta del sol, por cierto muy bella, de un rojizo capricho que se acentuaba en
la base de las pocas nubes distribuidas caprichosamente sobre el horizonte, como
colocadas para inspirar a poetas y pintores.
No es de extrañar entonces que en este tipo de servicios curativos uno se sienta más
tomado en cuenta, y que la imprecisión se refleje también a la hora de cobrar sus
honorarios, incomparablemente más económicos que los de nuestros curanderos con
títulos del extranjero.
Continuó la espera, que supimos endulzar con otra amena plática. No sabría decir
cuánto tiempo pasó, porque mi absorbente compañía me amenazaba con sustraerme
por completo del tiempo y del espacio, agravando el efecto de mi propia naturaleza
distraída.
Por fin llegó el esperado Chamán, a quien tengo que reconocer que para entonces ya lo
esperaba, quiero decir que ya esperaba algo de él, mucho más que presenciar su
protagonismo de un simple fenómeno antropológico. Era una especie de intuición de
que algo iba a pasar, aunque sin poder sospechar todavía qué.
El conjunto del escenario era más bien austero y feo. Lo único llamativo era una
rudimentaria y vieja pila de concreto, ya muy deteriorada por el uso y por las huellas
del tiempo. Medía unos diez metros de largo por tres de ancho, y su profundidad era
suficiente para cubrir de agua hasta el pecho a una persona adulta de altura promedio.
A pesar de no alcanzar el tamaño de una alberca mediana, resultaba suficiente para los
diez o doce convocados por la fama del Chamán. Desde antes de que éste llegara,
habíamos empezado a platicar unos con otros, pues la cercanía que da el haber venido
esforzándonos por llegar al mismo lugar y en pos de un mismo sujeto, más el compartir
una seria necesidad y una esperanza de curación, nos permitió identificarnos
rápidamente y nos invitó a romper el hielo.
Padecer una enfermedad lo puede a uno aislar de los demás y volver huraño, pero
puede también acercarlo a quienes viven en condiciones similares, y hacerlo mucho
más comprensivo de sus males. El caso es que a los que estábamos ahí la situación nos
facilitó la socialización, ya fuera para indagar sobre remedios para diversos males, o
simplemente para desahogar nuestras penas y exteriorizar nuestro anhelo de recuperar
nuestra salud.
—¿Y usted a qué vino?— me abordó una anciana en un tono tan indefenso que no pude
sino creer que lo hacía de buena fe, así que no me atreví a darle una evasiva. Pero sí
me alcanzó a sorprender su pregunta, porque al momento me pareció que no me iba a
poder explicar, ni ella entendería lo que me pasaba, de modo que le dije que mi mal
era del corazón, que sufría una extraña dolencia que ni los médicos ni los psiquiatras
podrían detectarme, pues aunque antes he dicho que era hipocondria, pensándolo
mejor debo retractarme, o mejor señalar que la tal hipocondria es el nombre de los
males que no tienen más síntomas que la sensación de encontrase enfermos, pero eso
lo sabe cualquier enfermo antes de que alguien se lo diga, así que decir hipocondría no
es sino decir que se trata de una enfermedad no identificada.
Si tuviera que calificar mi enfermedad, en todo caso sería la depresión, ese llamado
mal de nuestro tiempo, muy propiciado por los aspectos desoladores de nuestra
realidad social.
Mis síntomas son –continué mi confesión– los de una grave enfermedad: distracción
continua por no hallar nada interesante o estimulante, pérdida de la alegría por las
cosas sencillas de la vida, insatisfacción de mí mismo, de modo que ya nada acaba por
importarme ni ilusionarme. Ya no busco sino quedarme solo para autocompadecerme
de padecer tan virulento mal y aun para evitar la molestia de provocar en otros el vano
intento de ser consolado, pues tenía la certeza de que ya todo era inútil.
Me perdía en tan distraídas cavilaciones, cuando Celia me tiró del brazo para
regresarme a la realidad real, e indicarme que el Chamán me estaba llamando. No se
dirigía a mí porque quisiera encontrarse conmigo especialmente, sino simplemente
porque estaba llamando a uno por uno de los presentes y a mí me tocaba el turno.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que no se trataba de un tipo común, es decir
como nosotros, aunque en nada nos distinguiéramos externamente. Sería el brillo de
sus ojos vivos y grandes, o la energía que sin duda emanaba de su cuerpo, el caso es
que había algo en él que atrajo poderosamente mi atención. Me contrastaba el hecho
de que siendo ese magnetismo tan real y siendo tan fuerte ese algo que me atraía
hacia él, proviniera de alguien tan diametralmente opuesto a un personaje de fama o
de poder. Más aún, actuaba como si no se diera cuenta de poseer eso inexplicable.
De momento, esa naturalidad con la que se conducía me hizo pensar que tal vez ese
hecho no era sino mi propia imaginación, o alguna sugestión causada por la
expectativa colectiva en torno a él.
Me acerqué a él, le tendí la mano para saludarnos con el rito ordinario, al tiempo que le
dije mi nombre, como acostumbro, a lo cual él sólo contestó con un lacónico "hola" y
me invitó con un gesto a entrar en la pila, como lo estaban haciendo los demás antes
que yo.
Viendo lo que hacían los demás, acepté de buena gana quedarme en paños menores,
para poder meterme al agua.
Dicho sea de paso, nadie parecía tener miradas eróticas o pudor, en buena parte
porque nuestros cuerpos no alcanzaban a sugerir tales sentimientos y también porque
aquel ambiente era muy familiar, por lo que nos sentíamos hermanados, aunque no
nos hermanara sino el más elemental instinto de acuerparnos frente a la indigencia que
nos azotaba por igual, y tal vez nuestra común ilusión en que aquel hombre haría algo
por nosotros. Todo lo demás era lo de menos.
Al principio sentí el agua muy caliente, tanto que creí que no la iba a poder aguantar.
Luego el cuerpo se fue acostumbrando a ella, y sintiéndola muy agradable y
acariciante.
Se notaba que el agua era corriente y estaba muy limpia, pues permitía ver claramente
nuestros pies en el fondo de la pila. La sensación predominante era de una gran
libertad, junto con una deliciosa experiencia de acogida. Era como si hubiera vuelto
momentáneamente al seno materno, protegido de la sordidez del mundo circundante
por un cálido torrente de líquido amniótico, lo cual me introducía leentaameentee en un
clima de paz que nunca creí que algún pobre mortal pudiera llegar a vivir en este Valle
de Lágrimas.
Me quedé allí varios minutos, o tal vez fueron segundos, casi sin moverme, dejando
estar el cuerpo por completo, cediéndole al empuje del agua la tarea de lidiar con las
cuestiones de la gravedad, totalmente suelto, digamos despreocupado aun del
esfuerzo de existir, limitando al máximo el gasto de energía, al grado de temer un poco
llegar a caer en uno de esos trances de fakir.
A unos metros de donde nos encontrábamos los dos, se hallaba Celia, también dentro
del agua. Alcancé a verla un instante antes de entrar en diálogo con el Chamán,
observando la escena, muy pendiente de aquel encuentro y de lo que pudiera estar a
punto de suceder.
Para ese momento, personalmente ya había ido cultivando una gran fe en ese hombre
y en sus poderes sobrenaturales. Me pareció que bastaría con una palabra de su boca
para que yo quedara convertido en otro hombre completamente nuevo y pleno.
Me preguntó qué me pasaba. Yo, tratando de decírselo en una sola frase, le respondí
las palabras que en ese momento me vinieron a la mente: "He perdido la capacidad de
amar, señor, ayúdeme". El solamente añadió, con voz muy grave: "Ese mal no puedo
remediarlo, pero tiene remedio, no pierda la fe, siga buscando... disculpe". Y se volteó
a seguir atendiendo a los enfermos que lo jalaban por detrás con insistencia.
Caí en el más amargo y horrible de los desamparos. Luego que logré reaccionar, me
dominó un coraje inusual en mí. ¡¿Disculpe?!... con un vil "disculpe" hacía saltar en
pedazos la esperanza que con tantos trabajos y cuidados había logrado conservar
hasta ese desdichado momento.
Salí del agua maldiciendo a aquel merolico, pensando en cómo había sido posible que
ese embustero hubiera sido liberado y anduviera haciendo de las suyas impunemente
contra esa pobre gente indefensa, en cuánta razón tenía el respetable galeno que lo
había acusado... Y con esas y otras muchas razones trataba de digerir aquel desenlace
de pesadilla.
Luego de secarme con la toalla que llevaba en el morral, me cambié la ropa interior,
me vestí y esperé a que Celia hiciera lo mismo, para emprender el regreso cuanto
antes.
Ya andando hacia el sitio de donde saldría el autobús, me desahogué sin traba alguna
con ella, recapitulando los movimientos interiores que había tenido desde el principio
del viaje, sin preocuparme por repetirle mucho de lo que ya habíamos vivido juntos. Lo
único que quería era sacar lo que me revolvía las entrañas y me hacía daño. Le conté
cómo mi incredulidad inicial se había ido trocando en aceptación de ver al Chamán,
luego en una expectativa que terminó en fe ciega, y finalmente cómo esa fe ciega me
llevó a estrellarme tan escandalosamente contra aquellas crueles palabras del
Charlamán, con las que me mandaba de regreso como había llegado, o mejor dicho,
mucho peor, con una decepción más a cuestas, como para acabar de documentar mi
pesimismo, que con lo acontecido ya pasaba a ser catastrofismo.
Me tomó del brazo, apenas encima del codo, expresándome su cercanía comprensiva, y
así seguimos caminando, sin prisa, como diciendo con los gestos que no había ya ni a
dónde ir ni para qué. Era evidente que ya todo perdía sentido para mí, y por su andar
solidario a mi lado, en cierto modo también para ella, puesto que a juzgar por la
expresión de su cara, lo lamentaba tanto o más que yo.
Por primera vez viajábamos en silencio, el mío con el agrio sabor del fracaso, el suyo de
respeto y delicadeza. Llegamos a la terminal del D.F. y nos despedimos, pues ella
habría de transbordar para continuar a Guadalajara. Nos abrazamos y yo le agradecí
muy sinceramente su compañía. Se me grabó muy hondo que si algún sentido aún le
quedaba a mi vida, ella se lo llevaba con nuestra separación.
Parecía que sólo quedaba el difícil reencuentro con los nuestros, con lo cual acabaría
aquella aventura. No vale la pena detenerme en lo que pasó al regresar a casa. Basta
imaginar los reclamos justificados que todos hemos oído alguna vez, en situaciones
como ésta.
A los pocos días de haber vuelto a casa, me levanté con una ansiedad creciente, a la
que no le hallaba explicación alguna.
Sin causa que pudiera identificar aún, comencé a recuperar rápidamente la alegría
perdida y a reencontrar el gusto por los pequeños detalles de la vida. Sentía como si un
volcancito empezara a hacer erupción dentro de mí. Era un deseo creciente de salir a
encontrar a mi gente querida, a los compañeros de lucha y de derrota, a los amigos
nuevos y viejos, para contagiarles mi gozo inexplicable, convivir con ellos y soñar con
ellos qué hacer para que otros muchos despertaran a esta explosión interna de
regocijo, para hablar e intentar lo imposible, la fraternidad local, nacional, universal y
otros muchos sueños quijotescos.
No podía ocultar ese cambio radical que estaba revolucionándome por dentro, pero
tampoco sabía dar razón de él y de su origen. Por supuesto que no le veía relación
alguna con el reciente y fallido viaje con Celia a Hidalgo. No atinaba a atar cabo alguno,
por más que me esforzaba.
No había podido hallar la causa de mi mutación simplemente porque cada vez más
esperaba que el cambio llegara de algún milagro espectacular, mirando en dirección
diametralmente opuesta a donde se hallaba la causa eficaz de mi transformación.
Perdiéndome cada vez más en mi propio laberinto, no podía siquiera imaginar que para
encontrar la salida era preciso caminar en sentido contrario al que caminaba.
Intuir ese secreto fue lo que despertó en mí tan desmesurado agradecimiento, y me fue
liberando de tantas ataduras y heridas internas. Después de haber estado tan
decepcionado de mí mismo, había estado tratando de reencontrar la ilusión perdida de
mi vida como el ciego que busca en un cuarto obscuro a un gato negro que ni siquiera
está allí.
El secreto de lo que viví, a pesar de todo lo que hice inconscientemente para evitar que
el milagro sucediera, no era nada nuevo, era algo casi obvio, pero por obvio muy
olvidado por mí, y no estaba sino en dejar que lo cotidiano de una sencilla amistad
como la de Celia, se radicalizara, hasta desplegar todo el poder transformador de una
amistad.
Aquel día debió haber sido como cualquier otro para la inmensa mayoría de la
humanidad. Ciertamente, no para mí.
diciembre de 1995