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Una nueva novela de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) resulta necesariamente un
acontecimiento de mercado, en tanto que es una nueva-novela-de un Premio Nobel,
figura esencial del boom, presencia mediática intensiva, etc. Desde un punto de vista
literario, si recordamos que es una nueva-novela-de un narrador al que tanto hemos
admirado, aproximarse a ella tiene el interés de situarla en el mapa de su producción:
cabe preguntarse si el peruano, que cumple ochenta años en 2016, ha desarrollado
algo que quepa considerar como “estilo tardío”, o al menos calibrar qué papel jugará
esta pieza en el dibujo total de su trayectoria. Finalmente, a una nueva-novela-de
Mario Vargas Llosa también cabría, si se quisiera, abordarla como Eloy Fernández
Porta reclamaba a la crítica española hacer las cosas en su ya lejano Afterpop, es
decir: analizando su consistencia propia y específica, y no su condición de nueva-
novela-de.
Son, en fin, tres aproximaciones posibles a la existencia de estas Cinco esquinas que
acaba de aparecer entre nosotros, y la primera admite pocas dudas: he aquí un libro
que no puede omitirse en las páginas de Cultura. La segunda y la tercera formas de
lectura, cada una a su modo, arrojan en cambio un resultado similar: Cinco esquinas es
una novela mediana, eficaz pero no memorable. Claro que poner nota sólo es la
parte más tosca de la tarea crítica; intentemos añadir algo.
El propio autor, en la contraportada del libro, resume muy bien los aspectos más
evidentes de Cinco esquinas: su trama arranca con una escena lésbica inesperada
entre dos amigas de la alta sociedad limeña, allá en los años de Fujimori; luego, se
convierte en una novela de chantaje con trasfondo político y voluntad de crítica al
periodismo amarillo y a las alcantarillas del estado peruano, que discurren por un
trazado sorprendentemente similar a las del terrorismo y la mafia; hay un escándalo
sexual que afecta a un ingeniero prestigioso, un asesinato, el rostro siniestro del
Poder; y finalmente, una relativa redención del oficio del periodismo. Y esos son los
tonos que van alternándose: el erótico, centrado sobre todo en la relación
secreta pero muy festiva que desarrollan dos mujeres descritas como bellezas; y
el sociopolítico, camuflado levemente de thriller. Y aunque queden lejos las
novelas ‘totales' más ambiciosas de Vargas Llosa, su estrategia narrativa sigue
aspirando a mostrar una realidad social lo más amplia posible, de la alta burguesía a
los caídos en desgracia por culpa de las muy variadas formas de la injusticia, aquí
entendida como el resultado de la corrupción masiva, individual o sistémica; o a
combinar varias líneas de acción y hasta ensayar una polifonía de voces en el capítulo
XX.
Hay varias cosas innegables: una es que Cinco esquinas se lee con ligereza
agradablemente lúdica, si no comercial. Otra, que los contornos de su lectura crítica de
la realidad son tirando a obvios (por ejemplo: que la prensa amarilla es un asco lo
saben hasta sus consumidores, y es una de esas afirmaciones que, expresada como
se hace aquí, sólo puede generar un consenso insustancial). Y otra, que Mario Vargas
Llosa ha sido uno de los arquitectos más dotados de la narrativa de las últimas cinco
décadas, una virtud que el tiempo puede diluir pero no arrasar: reducida en sus
proporciones, esta novela sigue siendo un ejemplo de buena estructura y sentido
del ritmo. En cambio, no creo que logre dibujar personajes realmente
interesantes: tenemos un periodista grasiento como Rolando Garro; otra periodista
inquieta llamada Julieta Leguizamón y apodada la Retaquita; unas “niñas malas”
llamadas Chabela y Marisa; un viejo recitador de poemas que malvendió su arte y
luego cayó en desgracia, de nombre Juan Peineta (muy intencionadamente, se indica
que tiene “setenta y nueve años”, la edad del autor); o el célebre y siniestro Doctor que
ejerce de mano derecha de Fujimori, remedo de Vladimiro Montesinos. Ni ellos, ni el
ingeniero Enrique Cárdenas o el abogado Luciano Casas bellas llegan a constituirse
plenamente como criaturas vivas, pero tampoco lo hacen como portadores de ideas
fuertes o al menos figuras paródicas del todo eficaces. La aproximación a la
sexualidad femenina sigue aspirando al juego desprejuiciado que fueron otros pasajes
de la obra de Vargas, pero el lector tiene serias dudas sobre el interés que puedan
presentar esos pasajes de erotismo plastificado (“aturdida por la excitación y el
placer” es un ejemplo al azar de las numerosas fórmulas extrapolables de Nobel a
bestseller mainstream que vamos encontrando aquí) y me temo que más cargados de
juicios previos de lo que desearían aparentar.
Hay una cita fabulosa de Historia de un deicidio, ese gran ensayo de Vargas Llosa: toda
novela es “un asesinato simbólico de la realidad”. Cinco esquinas revalidan esa
concepción del género, puesto que de algún modo constituye una venganza de la
ficción contra Fujimori y su acción ejecutiva, una versión alternativa de la realidad
aunque básicamente compatible con ella. La coherencia del libro con la trayectoria
anterior del narrador es impecable, sólo que languideciente. Antes nos
preguntábamos por la posibilidad de un “estilo tardío” en el libro, pero el resultado no
es tanto eso como un debilitamiento estilístico, una pérdida de precisión: los
peruanismos suenan genéricos, el detallismo desenfocado, las “sabrosas carcajadas”
a cliché... Tampoco la penetración de sus ideas es particularmente brillante, y menos
todavía cuando roza el didactismo acerca del buen o el mal periodismo, las miserias
del poder o el uso de la violencia.