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De Corazón Mulero a Corazón Fiel

Ed. Ramírez Sauza, P.ThM


DE CORAZÓN MULERO A CORAZÓN FIEL
la escucha que transforma

Había un pequeño niño visitando a sus abuelos en su granja. Él tenía una cauchera con la que
practicaba en el bosque, pero nunca daba en el blanco. Estando un poco desilusionado por esto
regresó a casa para cenar. Regresando a casa, vió a una distancia considerable al pato de la abuela,
en un buen punto, como para ensayar su tiro al blanco. Sin poder contenerse usó su cauchera y, sin
imaginarlo anticipadamente, le dio al pato en la cabeza y lo mató.
Estaba triste, espantado, y todavía en pánico escondió el cadáver del ave en el bosque. Pero su
hermana Lucrecia lo había visto todo, y no dijo nada.

Después de la cena dijo la abuela: -Lucrecia, acompáñame a lavar los platos.-


Pero Lucrecia dijo, -Abuela, Pedro me dijo que hoy quería ayudarte en la cocina, ¿no es cierto
Pedro?- Y ella susurró al oído de hermanito: -¿Recuerdas lo del pato?- Entonces, sin decir nada,
Pedro lavó los platos.
En otra ocasión, el abuelo preguntó a los niños si querían ir de pesca, pero la abuela metió la
cucharada diciendo, -Lo siento, pero Lucrecia debe ayudarme a preparar la comida.- Lucrecia con
una sonrisa dijo, -Yo sí puedo ir, porque Pedro me dijo que a él le gustaría ayudar.- Nuevamente le
susurró al oído, -¿Recuerdas lo del pato?- Entonces Lucrecia fue a pescar y Pedro se quedó.

¡La culpa!
Uno de los sentimientos que son buenos y pésimos a la vez, es la culpa. Es bueno sentir culpa
cuando pecamos, pues al asimilar con sinceridad y reconocimiento nuestros pecados, la culpa nos
puede servir para humillarnos ante Dios y pedir perdón. Después de esto la culpa debe desaparecer.
La culpa es negativa cuando toma el control del corazón y en lugar de llevarnos al arrepentimiento,
nos lleva a huir de él. Hay culpas que no nos dejan reconocer que pecamos y nos alejan de Dios.
Culpas que nos devoran el alma en profundos y oscuros silencios. Y dejamos que nos manipule.
En la vida, a veces en el matrimonio, tenemos una “Lucrecia” o un “Lucrecio” que nos recuerda una
y otra vez “el pato que matamos”. A veces, el pato lleva diez años de muerto y todavía nuestros
corazones albergan culpas por ello. Aún no le hemos confesado al dueño del pato que fuimos
nosotros quien lo dejó sin pato.

Cuando no confesamos nuestros pecados a Dios, no sólo la culpa se enseñorea de nuestros


corazones; la enfermedad del alma y en consecuencia la del cuerpo comienzan a marchitar la vida en
vida. El poeta David lo dice con palabras muy bellas en el Salmo 32.3-4:
Mientras callé, mis huesos envejecieron, pues todo el día me quejaba. 4 De día y de noche me
hiciste padecer; mi lozanía se volvió aridez de verano.

La culpa lo despedazaba por dentro, lo desmoronaba en su interior. La culpa lo maldijo con


insomnios indomables, día y noche hubo un fuego infernal que lo consumía desde las entrañas.

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Este salmo, junto al Salmo 51, es una oración que el rey David elevó al cielo después de que el
profeta Natán lo confrontó por su pecado de adulterio con Betsabé, la esposa de Urías el hitita. Y
también por su pecado de homicidio, porque mató a Urías a fin de quedarse con esa mujer.
Algunos eruditos en Biblia afirman que David ocultó su pecado durante un año.
Fue un año sin confesarse. Un año viviendo, durmiendo, caminando, cenando con la culpa. Siendo
rey de Israel, fue esclavo de la culpa.

Hastiado de vivir encadenado, azotado, manipulado por la culpa; se humilló ante el Señor y confesó
sus pecados. Dejó de reventarse por dentro y derramó su corazón ante Dios. Reconoció a los pies de
su Creador cuán pecador, adúltero, mentiroso, homicida había sido. Pidió perdón. Y vaya cosa más
hermosa: ¡fue perdonado!

Yo también he pecado. Es igual de putrefacto o peor que David guardar en mi corazón y en silencio
mis pecados por largas semanas. La culpa se me ha trepado al cuello y me manipula como quiera. La
vergüenza se apodera de mi ser y me cuesta mirar con libertad y alegría a los ojos de Uds.
Dios también ha tenido que valerse de sus siervos los profetas para que me encuentren en mis cuevas
de culpa y oscuridad. Los envía para que me exhorten. Para que denuncien mis pecados y me
muestren el camino de retorno a la cruz de Cristo.
Allí, a los pies de la cruz hay una fuente inagotable de perdón para pecadores como nosotros. Diario
debemos ir para ser lavados, renovados, purificados. No cargue más con sus pecados escondidos en
sombras.
Muchos silencian sus pecados de pornografía. Otros silencian sus pecados de lujuria. Otros silencian
sus pecados de adulterio virtual (chat eróticos). Otros silencian sus pecados de infidelidad. Otros
silencian sus pecados de homosexualidad u otra perversión. Y en tanto persisten en no confesar sus
pecados, envejecen sus huesos, día y noche padecen culpa, se les marchita el alma.

Pero como David podemos confesar nuestros pecados, porque el que los confiesa y se aparta alcanza
misericordia. Porque quien confiesa al Señor sus pecados es inmediatamente perdonado.
De cara a la cruz de Cristo no “necesitamos cosméticos o maquillajes espirituales para agradar a
Dios. Podemos aceptar nuestra pobreza, nuestra falta de poder, nuestra necesidad” (B. Manning).
Cuando confesamos nuestros pecados, dice Brennan: “al mirar hacia arriba, nos sorprende encontrar
los ojos de Jesús abiertos maravillados, comprendiendo y mirándonos con gentil compasión.”
Cuando con sinceridad y total transparencia confieso mis pecados ante el Señor, puedo escuchar
cómo su corazón susurra al mío: “vete en paz. No peques más.”

Cuando Dios perdona a un hijo suyo los pecados, el alma del hijo siente una brisa fresca que calma
la aridez de un afligido corazón. Experimenta un descanso que ningún crucero del Caribe ni costa de
Cancún puede otorgar. Cuando Dios perdona un hijo, la alegría encuentra su camino de regreso a
nuestros rostros, la mirada se puede encontrar con la de su prójimo y su oración encuentra de nuevo
la ruta al deleite sagrado.

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Los vv. 6 y 7 dicen,
Por eso, todos tus fieles orarán a ti mientras puedas ser hallado. Aunque sufran una gran
inundación, las aguas no los alcanzarán. 7 ¡Tú eres mi refugio! ¡Tú me libras de la angustia!
¡Tú me rodeas con cánticos de libertad!
El hijo perdonado se sumerge en la oración. El hijo perdonado se sumerge en la presencia de Dios.
En hijo perdonado canta cánticos de liberación. Se vive confiado en los brazos de su redentor.

Aparece como “nieve en verano” el vv. 8. A mí me resulta sorprendente. El vv. 8 es una voz
atravesada. Una voz que interrumpe al orante del Salmo 32. No pide permiso, no pide la palabra, no
hace señal de que va a interrumpir. Extraordinariamente “mete la cucharada” diciendo:
Yo, te voy a hacer que entiendas. Voy a enseñarte el camino que debes seguir, y no te voy a
quitar los ojos de encima. No seas como el caballo ni como la mula…
Mi reacción y pregunta a la vez fue esta: ¿y quién es éste que habla en los vv. 8 y 9?
Quien habla en los vv. 8 y 9 del Salmo 32 es Dios. Él interrumpe la oración del orante, “mete la
cucharada”, se toma la palabra sin pedir permiso. Antes de que siga hablando, el orante necesita
escuchar. ¿Y qué necesita escuchar? Estas hermosas palabras:
«Mis ojos están puestos en ti. Yo te daré instrucciones, te daré consejos, te enseñaré el camino
que debes seguir. 9 No seas como el mulo o el caballo, que no pueden entender y hay que
detener su brío con el freno y con la rienda, pues de otra manera no se acercan a ti.»
Cuando David estuvo orando en arrepentimiento por sus pecados, escuchó la voz de Dios. Grabe
estas palabras con oro sobre su corazón: “Hasta que no escuches la voz de Dios cuando oras, no has
orado.” Algunas personas vienen y me dicen, -pastor, estuve orando toda la mañana por “x” motivo.
¡Qué bendición!- Y les pregunto: -qué le dijo Dios?- Me miran como si yo no hubiese entendido lo
que me dicen, y reaccionan diciendo: -pastor, yo estuve orando. Osea…- Les digo, -sí. Entiendo que
estabas orando. Y por eso mismo te pregunto, qué te dijo el Señor.- Me dicen, ¡nada! A lo que
respondo, ve y ora de nuevo, hasta que Dios no te hable, no habrás orado.
No es tanto lo que decimos a Dios en oración lo que transforma al cristiano sincero, es lo que
escucha de parte Dios cuando ora.
Es la voz de Dios en nuestras oraciones la que transforma nuestro pecaminoso corazón.
Es la voz de Dios en nuestras oraciones la que llena el vacío en nuestro interior.
Es la voz de Dios en nuestras oraciones la consuela el alma.
Es la voz de Dios en nuestras oraciones la que da fuerzas al que no tiene ningunas.
Es la voz de Dios en nuestras oraciones la que llena de risa y alabanzas nuestras bocas.
Es la voz de Dios en nuestras oraciones la que llena de esperanza nuestros futuros.
Oye la voz de Dios. Escucha su corazón cuando estás en oración.
No seamos como mulas. Nos dice el Salmo 32.
Cuando Dios interrumpe la oración de David para hablarle, le dice básicamente 3 cosas muy bellas:
1. Te estoy mirando.
2. Yo soy tu maestro.
3. No seas terco.

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La mirada de Dios es dulce, liberadora, transformadora y amorosamente insoportable. Nada escapa
de los ojos de Dios. No podemos ocultarle lo que hacemos ni lo que decimos ni lo que pensamos ni
lo que escribimos ni lo que miramos. Él todo lo ve. Recuerda lo que Dios te dice hoy: “Te estoy
mirando”. Cuando trabajas, no trabajas cuando tu jefe te mira, sino cuando Dios te mira. No evitas
mirar con lujuria otras personas porque tu cónyuge te mira, sino porque Dios te mira. No evitas
ciertas páginas web porque tu familia puede verte, las evitas porque Dios te está mirando. No cruzas
un semáforo en rojo porque las cámaras de multan, no lo haces porque Dios te está mirando.

Dios no sólo nos mira, también nos enseña. Él es nuestro Maestro. Él nos enseña sus mandamientos,
que son vida. Él nos enseña sus caminos, que son vivificantes. Él nos enseña su voluntad, que es un
deleite. Él nos enseña a vivir, que es alegría al corazón. Él nos enseña cómo agradar al Padre, que es
salvación. Él nos enseña a no caer en tentación, que es integridad. Él nos enseña a amar, que eso es
felicidad. Él nos enseña a adorar al Padre en espíritu y en verdad, eso es hermoso. Él nos enseña a
trabajar, lo cual es dignificante. Él nos enseña a administrar, lo que viene a ser sabio.
Nuestros corazones y nuestras mentes precisan de humildad para rendirse a las enseñanzas de
nuestro Maestro. Sobre todo, que nos enseñe el reino de Dios y su justicia. Que nos enseñe el
misterio de Dios para conocerlo y deleitar en él nuestra existencia. Que nos enseñe el itinerario de
cada día y así caminar en él, por él y para él.

El Señor interrumpe la oración de David para decirle: te estoy mirando, soy tu maestro y deja la
terquedad. Claro que Dios no lo dice así de lindo en el Salmo 32, lo dice así de fascinante y
contundente: “no seas como la mula”. Mi abuelita hubiera dicho, “deja de ser terco como una mula”.
La terquedad del corazón es una enfermedad que nos está deshumanizando. Es una desgracia que nos
está despojando de la oportunidad de vivir con libertad. Es un como un virus que nos deforma por
dentro y en efecto dominó, deforma nuestras relaciones.

Vivimos la época donde vivir según el parecer de cada uno es admirable. Donde cada quien piensa y
hace como le venga en gana, y elogiamos semejante despropósito.
Dejamos de escuchar porque elegimos el síndrome de la “mula terca”. Los hijos mandan callar a sus
padres. Los estudiantes mandan callar a sus profesores. Los empleados mandan callar sus jefes. La
ciudadanía manda callar las autoridades institucionales. Las iglesias mandaron callar a su Dios.
No quieren oír la voz de Dios. Quieren profecías al oído, pero no quieren escuchar a Dios. Quieren
predicadores que calce muelas y les haga llover escarcha en las manos, pero no quieren escuchar a
Dios. Quieren que Dios haga milagros financieros, que en sus cuentas bancarias aparezcan
sobrenaturalmente millones de pesos, pero no quieren escuchar a Dios.
Quieren ir a los conciertos de Alex Campos, de Hillsong, de IBI o de Jesús Adrián Romero; pero no
quieren oír a Dios. ¡Que se calle! Queremos sueños, visiones y voces al oído, pero que Dios se calle.
Sospecho que la Iglesia moderna quiere callar a su Dios.
Una iglesia con el síndrome de mula: terca.
Dios nos dice, “no al yugo desigual”. Oiga pues.
Dios nos dice, “no al adulterio”. Oígalo pues.
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Dios nos dice, “no a la infidelidad”. Oígalo pues.
Dios nos dice, “no ames al mundo ni las cosas que hay en el mundo”. “Pare bolas” pues.
Dios nos dice, “no idolatre las bendiciones que le doy; ámame más que a tu casa, que a tu carro, que
a tu finca, que a tu bicicleta”. Oígalo pues.
Sospecho que la Iglesia moderna quiere callar a su Dios.

El silencio de Dios provoca caos, desorden, muerte, desgracia, soledad, amargura, desdichas,
vergüenzas, hastío por la vida, fragmentaciones en el hogar.
La voz de Dios, por el contrario, trae orden, contenido y belleza a la existencia. Su voz trae vida. Su
voz endulza el existir con alegría, fe, esperanza, amor.
Con razón el autor de Hebreos nos exhorta así de hermoso, en el cap. 3.15: “«Si hoy escuchan
ustedes lo que Dios dice, no endurezcan su corazón...»” Mejor dicho, Si escuchan la voz de Dios no
tengan oreja de mula”. Oídos sin entendimiento. Escucha sin obediencia y sin amor.
Cada que Dios te hable escúchalo, en lugar de llevar en la mala al pastor que te predica, en lugar de
abandonar las Escrituras, en lugar de estar buscando una Iglesia más condescendiente con tu pecado,
¡escúchalo! ¡Óyelo!
A los pies de la cruz, Dios nos arranca las orejas de mula para darnos los oídos de su Hijo Jesús.
El que tenga oídos para oír, oiga lo que hoy Dios le dice a la Iglesia.
Este, creería yo, es el pecado más grave del siglo XXI: la iglesia que ya no escucha a su Dios.

¿Recuerdan a Pedrito, el niño que mató el patico de la abuela?


A punto de terminar sus vacaciones en casa de los abuelos, Pedro estaba realizando sus propias
tareas y las de Lucrecia. Se cansó de eso, finalmente él no pudo más. Así que fue donde la abuela y
confesó que había matado al pato. Su dulce abuela se arrodilló, le dio un gran abrazo y le dijo, -
Amorcito, yo ya lo sabia. Estuve parada en la ventana y lo vi todo. Lo que me preguntaba era, ¿hasta
cuándo permitirás que Lucrecia te tenga como esclavo?-

Es una terquedad muy propia de la mula, saber que está en pecado y no viene a los pies de Cristo a
pedir perdón. David fue terco como mula casi un año. 12 meses sin confesar su pecado.
Hoy, arranquémonos las orejas y el corazón de mula, y en oración pidamos un nuevo corazón.
Nuevas orejas. Nuestro Dios es amplio en perdonar, en donar nuevas orejas y nuevo corazón.

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