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Castro Pérez Alejandra

0009
Introducción al pensamiento social y político
moderno

ACTIVIDAD DE APRENDIZAJE

RESUMEN DE THOMAS HOBBES Y EL LEVIATÁN

En Tomás Hobbes (1588-1679) tenemos, en frase de J.-J. Chevallier, a «un hombre de la


gran especie intelectual, de los que cada siglo produce dos o tres». Cualquiera que sea la
actitud que ante sus posiciones se adopte, preciso es reconocer la pujanza de su espíritu
creador, la peculiar originalidad de sus construcciones mentales, imponentes por la
trabazón lógica.

Inclinado al estudio de las humanidades y más tarde de las matemáticas, poco dado en a
la actividad política, Hobbes está obsesionado, y espantado, por las disensiones públicas,
por la sedición en cualquiera de sus formas. Con británico humor resumiría en una
ocasión su estado de ánimo, reconociendo que el miedo y él eran hermanos gemelos.

De espíritu precoz y ágil, y ayudado por un tío suyo, estudió el joven Tomás en Oxford una
filosofía escolástica que le resultaba antipática y de la que, como Descartes, se
desprendería luego, si bien con mayor dificultad. Enseñó algún tiempo matemáticas al
príncipe de Gales, futuro rey Carlos II. Regresó a su patria en 1651, a raíz de la amnistía
concedida por Cromwell. Aunque muy criticado por los partidarios del rey, Carlos II siguió
distinguiéndole con su amistad cuando en 1660 volvió a ocupar el trono, sin que ello le
pusiera a salvo de duros ataques, procedentes tanto de clérigos como de seglares. A los
noventa y un años murió aquel gigante fornido, hombre de mundo de ingenio agudo e
irónico, a la vez triste y tímido, y en quien la audacia intelectual contrastaba con el pánico
vital.

En la extensa obra literaria y filosófica de Hobbes, tres tratados están consagrados


especialmente a la filosofía jurídica y política. Su obra más famosa, Leviatán, o la materia,
forma y poder de una república eclesiástica y civil (Leviathan, or the Matter, Form and
Power of a Commonwealth, Ecclesiastical and Civil), escrita en 1649 cuando ya pensaba
Hobbes regresar a Inglaterra, se editó en Londres en 1651 (versión latina, París, 1656).
Este último tratado llamaba ya la atención por su título, que da una impresión de misterio,
reforzada aún por la portada, que representaba un gigante constituido por una multitud de
seres humanos, que tiene en la mano derecha una espada y en la izquierda un báculo,
una ciudad a sus pies, y sobre su cabeza el versículo bíblico Non est potestas super
terram quae comparetur d (Job, 41, 24).

Hobbes profesa un materialismo mecanicista y determinista que reduce la realidad a sus


elementos últimos y simples para explicarla única mente por el juego de sus movimientos.
El estudio del hombre se integra en esta concepción fundamental. De ahí la preocupación
de Hobbes por asimilar la psicología y la política a la física y aplicarles el método
matemático.

La política sólo puede constituirse como ciencia si parte de un análisis objetivo del hombre
tal como es y así descubre el resorte más oculto de su obrar. El egoísmo hace de la
autoconservación el principio práctico supremo y tiene como corolario un obsesivo temor
de la muerte. La tendencia más profunda del hombre es el afán de seguridad. En función
de la autoconservación se define lo bueno y lo malo. Según los propios términos de
Hobbes, hay un deseo perpetuo e incesante de poder y más poder, al que sólo la muerte
pone término.

De esta antropología pesimista se sigue la famosa caracterización hobbesiana del estado


de naturaleza del hombre como un estado de lucha de todos contra todos. Los hombres
son por naturaleza iguales; todos pueden de alguna manera lo más y lo peor, a saber:
matar a otro, incluso al más fuerte. No hay distinción alguna, en tal estado, entre lo «justo»
y lo «injusto», que, como veremos, presuponen un poder superior de mando. Ni cabe
presumir la buena fe de los demás si nos prometen algo. Pues en la guerra las virtudes
cardinales son la fuerza y el fraude. De ahí que la condición natural de la humanidad sea
de radical inseguridad, y ésta trae consigo la imposibilidad de toda cultura: la vida en el
estado de naturaleza, según la célebre frase del Leviatán (cap. XIII) es «solitaria, pobre,
desnuda, bestial y breve». El temor a la muerte, unido a la preocupación de defender la
propia existencia, ahoga cualquier otra consideración.
Surge la sociedad civil o Estado mediante el contrato de cesión, pero la originalidad de
Hobbes consiste en que este contrato, lejos de suponer para el poder establecido una
limitación, asegura por el contrario su carácter absoluto e ilimitado. Porque no hay, según
Hobbes, dos contratos (de unión y de sumisión), sino uno solo, de los individuos entre sí,
que acuerdan someterse a un tercero. El tercero, el gobernante, no es parte en el
contrato, y no tiene, por tanto, obligación alguna con res pecto a los contrayentes, fuera de
la de protegerles. Su función consiste en asegurar la paz, y para ello puede imponer a
todos su voluntad, sin condiciones. Ello es así porque Hobbes admite en el hombre dos
principios: el instinto y la razón.

El pacto ha transformado la multitud en persona civil, representada por el soberano. La


sociedad civil, república o commonwealth es así como un hombre artificial que quiere y
actúa por todos y cada uno de sus miembros. Hobbes la designa con el nombre de un
monstruo bíblico, Leviatán, y ve en ella al «Dios mortal», que bajo el Dios inmortal trae a
los hombres las bendiciones de la paz y la seguridad.

Hobbes rechaza la distinción aristotélica de las formas de gobierno fundada en un criterio


cualitativo, por lo que sólo se atiene al número de quienes poseen el poder supremo.
Ahora bien, la lógica de la transferencia hace que lo más idóneo sea, conferir el poder
supremo a uno solo. La monarquía es para Hobbes la forma de gobierno óptima, la que
con mayor garantía de éxito duradero instaura la paz y la seguridad. La peor es la
democracia.

La expresión más genuina del poder absoluto, ilimitado e indivisible del soberano es la
facultad de dar leyes. Llegamos así a la teoría hobbesiana del derecho, que supone un
giro radical con respecto al iusnaturalismo de inspiración aristotélico-tomista, y una vuelta
a la tradición occamista. El derecho surge propiamente del Estado y pende del Estado. No
hay injusticia donde no hay ley, y no hay ley donde no hay una voluntad superior que se
impone. Es la voluntad del soberano la que crea artificialmente lo justo y lo injusto.

En el estado de naturaleza no hay matrimonio, y el poder sobre los hijos corresponde a la


madre, pues fuera de una disciplina legal de la unión sexual ¿cómo establecer la
paternidad? Cierto es que en el estado de naturaleza rigen ya principios racionales de
conducta, que Hobbes llama «leyes de la naturaleza»; pero no son leyes propiamente
dichas, sino meras conclusiones intelectuales acerca de lo que hay que hacer u omitir
para conservar su integridad, y carecen de la seguridad de una reciprocidad, por faltar
precisamente un poder superior que las sancione: en una palabra, son reglas morales,
inmutables por referirse a la interioridad del alma, pero incapaces por sí mismas de
asegurar la paz. El derecho propiamente dicho se origina con el Estado.

Con su rigurosa vinculación del derecho al Estado, es Hobbes uno de los máximos
definidores del positivismo jurídico. Ahora bien, ello no implica para Hobbes un despotismo
arbitrario. Una de las obligaciones del buen rey consiste cabalmente en hacer buenas
leyes. El autor del Leviatán parece incurrir aquí en contradicción consigo mismo. Es de
observar sin embargo que ley buena no quiere decir ley justa, por cuanto la justicia es
creación de la ley; quiere decir ley que establece lo necesario para el bien del pueblo; y
así, el bien del soberano se identifica con el de los súbditos, cuya protección es
precisamente lo que justifica su poder.

El carácter absoluto e indivisible de la soberanía hace que el poder civil no pueda admitir
otro poder junto al suyo, no sólo en lo temporal, sino también en lo espiritual. En Hobbes
como en la ciudad antigua, lo religioso se subordina a lo político, y el dualismo cristiano de
la coordinación jerárquica da lugar a un monismo con predominio de lo temporal. No
admite por de pronto Hobbes una Iglesia universal que abarque a todos los cristianos. La
Iglesia es para él meramente una reunión de hombres que profesan la fe cristiana, unidos
en la persona del soberano, por orden del cual tienen que congregarse, y sin cuya orden
no pueden hacerlo. La Iglesia es Iglesia nacional: es simplemente la sociedad civil en
cuanto está integrada por cristianos. En realidad, Hobbes reducía el contenido dogmático
del cristianismo a dos creencias esenciales e intangibles: la misión mesiánica de Jesús y
la obediencia a las leyes. Todo lo demás era secundario, quedando al arbitrio del
monarca.

Se trata, en conclusión, de un cesaropapismo, hostil al puritanismo y más aún al


catolicismo. Hobbes fue un enemigo encarnizado de la Iglesia de Roma hizo una dura
crítica especialmente en la última parte, «El Reino de las Tinieblas», de su obra principal
La única limitación que pone a la facultad del soberano de decidir cuestiones religiosas es
que sus definiciones obligan sólo a un acatamiento externo, permaneciendo el súbdito
libre de su convicción en el fuero interno. Así se explica, en todo caso, que el gigante que
figuraba en la portada de la primera edición del Leviatán tuviera en sus manos, además de
la espada, el báculo.

La importancia del asunto para Hobbes se refleja claramente en el detenimiento con que
considera las cuestiones religiosas en el Leviatán, consagrándoles más de la mitad de la
obra. Lo que cabe inferir acerca de sus convicciones personales sobre la materia no
justifica el ardor puesto en la discusión. Hobbes no fue precisamente un espíritu religioso.
Pero advirtió plenamente el peligro que para su concepción de la omnipotencia estatal
representaba cualquier organización eclesiástica autónoma.

No menos sometido al soberano está aquel otro poder espiritual, tradicionalmente unido al
eclesiástico, pero ahora cada vez más autónomo, que constituye el saber. Las
afirmaciones científicas y filosóficas pueden implicar consecuencias prácticas, por lo que
quedan sometidas a la apreciación del poder público.

Así procura Hobbes impedir la sedición, que significa la vuelta al estado de naturaleza y a
la guerra de todos contra todos. El rey no puede ser juzgado sino por Dios. Únicamente si
el soberano falla a su misión de garantizar la paz y la seguridad, quedan los súbditos en
libertad para someterse a otro, incluso a un poder extranjero. Porque junto a la república
por institución hay la república que se obtiene por adquisición.

Cabe considerar como límite al deber de obediencia de los súbditos otro que viene dado
por la finalidad del contrato social, consistente en ofrecer seguridad a los contrayentes:
nadie, en efecto, puede por ninguna clase de pacto quedar obligado a no resistir a quien
intente darle muerte, herirle o causarle otro daño físico. De esta reserva se ha deducido la
existencia en el pensamiento de Hobbes de un verdadero derecho de resistencia del
súbdito frente a la acción-límite del Estado que le amenace en su vida e integridad, por
cuanto surge entonces una antinomia entre dos derechos opuestos que sólo la fuerza
puede resolver.
En definitiva, la legitimidad depende de la eficacia.

Hobbes reserva la expresión «derecho de gentes» (Law of nations) para las relaciones
interestatales. Ahora bien, se trata de un mero derecho natural: el derecho natural en
cuanto se aplica a las relaciones interestatales. El estado de naturaleza es una realidad
entre las sociedades políticas; las relaciones entre éstas son de carácter puramente moral,
pues carecen de toda garantía, al faltar un superior común, un super- Leviatán que pueda
imponerlas.

El Leviatán no ha de interpretarse, como a veces se ha hecho, en el sentido del


totalitarismo moderno. Porque no obstante su apología del Estado, «divinidad mortal»,
Hobbes profesa un individualismo que mitiga las consecuencias prácticas de su
absolutismo. El Estado de Hobbes no tiene un fin en sí, sino que está al servicio de los
individuos. Este individualismo se refleja cabalmente en la teoría hobbesiana de la
persona colectiva como mera ficción. Las sociedades son cuerpos «artificiales»,
reductibles, de hecho, a sus respectivos superiores, que los representan y encarnan. El
Estado no es para Hobbes una excepción, aunque se distingue de las demás sociedades
únicamente en la medida en que él las autoriza.

La consecuencia es la identificación entre sociedad y Estado y entre Estado y gobierno.


Con razón ha señalado G. H. Sabine que «es este individualismo tajante el que hace de la
filosofía de Hobbes la teoría más revolucionaria de la época. A su lado su defensa de la
monarquía era superficial». De hecho, su teoría de la soberanía podía ser igualmente
favorable a un régimen de asamblea, con tal de que éste resultara eficaz. Lo mismo servía
para justificar la monarquía tradicional que una dictadura.

La índole equívoca del pensamiento hobbesiano explica las divergencias de interpretación


de que ha sido objeto y la dificultad de su apreciación unitaria. Lo que Hobbes en definitiva
quiere es, como Epicuro, que le dejen cultivar tranquilo su jardín. También se ha visto en
él a un teórico del «Estado neutral» (C. Schmitt). F. Toennies, fundándose en la
importancia que el Leviatán concede al problema del poder espiritual, ha podido afirmar
que la subordinación de éste a la voluntad del Estado significa en realidad para Hobbes la
libertad del pensamiento y su emancipación con respecto a la tutela eclesiástica. Lo que
en todo caso intuyó claramente Hobbes es que la existencia de un poder central supremo,
actuando mediante órganos calificados por su competencia y no por la tradición, y
esencialmente consagrado a dar leyes, sería la característica del Estado moderno.

Hobbes ha compartido el destino «de los que miraron el Demonio cara a cara», en frase
de Paulo Meréa

Por otra parte, la lucha entre Behemot y Leviatán ha ido superando la divisoria entre la
esfera interna y la esfera externa de la vida de las sociedades políticas. Mientras siga
imperando entre ellas el estado de naturaleza, los beneficios del contrato social serán
ilusorios y frágiles. Pero el mecanismo de Hobbes es incapaz de salvar la antinomia. Esta,
en verdad, sería insoluble, de no resultar unilateral el pesimismo antropológico de Hobbes.

En conjunto, es Hobbes una personalidad muy inglesa, cuyo papel ha resumido


certeramente un reciente historiador de la filosofía (A. Rivaud), al decir que «ha
contribuido ampliamente a la formación del espíritu británico, sediento de orden exterior y
de libertad interior, de actividad regulada y de fantasía».

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