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0009
Introducción al pensamiento social y político
moderno
ACTIVIDAD DE APRENDIZAJE
Inclinado al estudio de las humanidades y más tarde de las matemáticas, poco dado en a
la actividad política, Hobbes está obsesionado, y espantado, por las disensiones públicas,
por la sedición en cualquiera de sus formas. Con británico humor resumiría en una
ocasión su estado de ánimo, reconociendo que el miedo y él eran hermanos gemelos.
De espíritu precoz y ágil, y ayudado por un tío suyo, estudió el joven Tomás en Oxford una
filosofía escolástica que le resultaba antipática y de la que, como Descartes, se
desprendería luego, si bien con mayor dificultad. Enseñó algún tiempo matemáticas al
príncipe de Gales, futuro rey Carlos II. Regresó a su patria en 1651, a raíz de la amnistía
concedida por Cromwell. Aunque muy criticado por los partidarios del rey, Carlos II siguió
distinguiéndole con su amistad cuando en 1660 volvió a ocupar el trono, sin que ello le
pusiera a salvo de duros ataques, procedentes tanto de clérigos como de seglares. A los
noventa y un años murió aquel gigante fornido, hombre de mundo de ingenio agudo e
irónico, a la vez triste y tímido, y en quien la audacia intelectual contrastaba con el pánico
vital.
La política sólo puede constituirse como ciencia si parte de un análisis objetivo del hombre
tal como es y así descubre el resorte más oculto de su obrar. El egoísmo hace de la
autoconservación el principio práctico supremo y tiene como corolario un obsesivo temor
de la muerte. La tendencia más profunda del hombre es el afán de seguridad. En función
de la autoconservación se define lo bueno y lo malo. Según los propios términos de
Hobbes, hay un deseo perpetuo e incesante de poder y más poder, al que sólo la muerte
pone término.
La expresión más genuina del poder absoluto, ilimitado e indivisible del soberano es la
facultad de dar leyes. Llegamos así a la teoría hobbesiana del derecho, que supone un
giro radical con respecto al iusnaturalismo de inspiración aristotélico-tomista, y una vuelta
a la tradición occamista. El derecho surge propiamente del Estado y pende del Estado. No
hay injusticia donde no hay ley, y no hay ley donde no hay una voluntad superior que se
impone. Es la voluntad del soberano la que crea artificialmente lo justo y lo injusto.
Con su rigurosa vinculación del derecho al Estado, es Hobbes uno de los máximos
definidores del positivismo jurídico. Ahora bien, ello no implica para Hobbes un despotismo
arbitrario. Una de las obligaciones del buen rey consiste cabalmente en hacer buenas
leyes. El autor del Leviatán parece incurrir aquí en contradicción consigo mismo. Es de
observar sin embargo que ley buena no quiere decir ley justa, por cuanto la justicia es
creación de la ley; quiere decir ley que establece lo necesario para el bien del pueblo; y
así, el bien del soberano se identifica con el de los súbditos, cuya protección es
precisamente lo que justifica su poder.
El carácter absoluto e indivisible de la soberanía hace que el poder civil no pueda admitir
otro poder junto al suyo, no sólo en lo temporal, sino también en lo espiritual. En Hobbes
como en la ciudad antigua, lo religioso se subordina a lo político, y el dualismo cristiano de
la coordinación jerárquica da lugar a un monismo con predominio de lo temporal. No
admite por de pronto Hobbes una Iglesia universal que abarque a todos los cristianos. La
Iglesia es para él meramente una reunión de hombres que profesan la fe cristiana, unidos
en la persona del soberano, por orden del cual tienen que congregarse, y sin cuya orden
no pueden hacerlo. La Iglesia es Iglesia nacional: es simplemente la sociedad civil en
cuanto está integrada por cristianos. En realidad, Hobbes reducía el contenido dogmático
del cristianismo a dos creencias esenciales e intangibles: la misión mesiánica de Jesús y
la obediencia a las leyes. Todo lo demás era secundario, quedando al arbitrio del
monarca.
La importancia del asunto para Hobbes se refleja claramente en el detenimiento con que
considera las cuestiones religiosas en el Leviatán, consagrándoles más de la mitad de la
obra. Lo que cabe inferir acerca de sus convicciones personales sobre la materia no
justifica el ardor puesto en la discusión. Hobbes no fue precisamente un espíritu religioso.
Pero advirtió plenamente el peligro que para su concepción de la omnipotencia estatal
representaba cualquier organización eclesiástica autónoma.
No menos sometido al soberano está aquel otro poder espiritual, tradicionalmente unido al
eclesiástico, pero ahora cada vez más autónomo, que constituye el saber. Las
afirmaciones científicas y filosóficas pueden implicar consecuencias prácticas, por lo que
quedan sometidas a la apreciación del poder público.
Así procura Hobbes impedir la sedición, que significa la vuelta al estado de naturaleza y a
la guerra de todos contra todos. El rey no puede ser juzgado sino por Dios. Únicamente si
el soberano falla a su misión de garantizar la paz y la seguridad, quedan los súbditos en
libertad para someterse a otro, incluso a un poder extranjero. Porque junto a la república
por institución hay la república que se obtiene por adquisición.
Cabe considerar como límite al deber de obediencia de los súbditos otro que viene dado
por la finalidad del contrato social, consistente en ofrecer seguridad a los contrayentes:
nadie, en efecto, puede por ninguna clase de pacto quedar obligado a no resistir a quien
intente darle muerte, herirle o causarle otro daño físico. De esta reserva se ha deducido la
existencia en el pensamiento de Hobbes de un verdadero derecho de resistencia del
súbdito frente a la acción-límite del Estado que le amenace en su vida e integridad, por
cuanto surge entonces una antinomia entre dos derechos opuestos que sólo la fuerza
puede resolver.
En definitiva, la legitimidad depende de la eficacia.
Hobbes reserva la expresión «derecho de gentes» (Law of nations) para las relaciones
interestatales. Ahora bien, se trata de un mero derecho natural: el derecho natural en
cuanto se aplica a las relaciones interestatales. El estado de naturaleza es una realidad
entre las sociedades políticas; las relaciones entre éstas son de carácter puramente moral,
pues carecen de toda garantía, al faltar un superior común, un super- Leviatán que pueda
imponerlas.
Hobbes ha compartido el destino «de los que miraron el Demonio cara a cara», en frase
de Paulo Meréa
Por otra parte, la lucha entre Behemot y Leviatán ha ido superando la divisoria entre la
esfera interna y la esfera externa de la vida de las sociedades políticas. Mientras siga
imperando entre ellas el estado de naturaleza, los beneficios del contrato social serán
ilusorios y frágiles. Pero el mecanismo de Hobbes es incapaz de salvar la antinomia. Esta,
en verdad, sería insoluble, de no resultar unilateral el pesimismo antropológico de Hobbes.