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Alejandro Bekes
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Tengo un librito, mucho más breve que los de Aristóteles y Ovidio, en
el que están contenidas todas las ciencias y del que cualquiera puede, con
poquísimo estudio, formarse una idea perfecta: es el alfabeto; y no hay
duda de que quien sepa acoplar y ordenar esta y aquella vocal con esta y
aquella consonante obtendrá las respuestas más verdaderas a todas sus
dudas y extraerá enseñanzas de todas las ciencias y todas las artes...
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libertad reaparecerá, sin embargo, como lo cuenta Tácito, durante el reinado
de Trajano y sus sucesores, hasta Marco Aurelio.
A lo largo de la historia antigua y moderna, no obstante, sorprende ver
cómo los propios escritores (que en ciertos casos también eran políticos o
intentaban influir en la vida política) han objetado la libertad e incluso el
valor de la cultura letrada. Los blancos más frecuentes de tales objeciones
fueron los poetas.
El ejemplo más conocido es el de Platón, que criticó ásperamente a
Homero (a quien sin embargo se sabía de memoria) acusándolo de
corromper la mente de los ciudadanos, y concluyó por expulsar a los poetas
de su República ideal. En lugar de la libre inspiración, siempre sospechosa,
Platón quiere que todo en la ciudad esté sometido a la vigilancia de los
filósofos, a quienes él, por razones de pura teoría, supone libres de
sospecha. Este afán de destituir a la poesía o ficción literaria reaparece en la
Edad Media, con aquella prevención de Tomás de Aquino contra las
“mentiras”, vale decir, contra las metáforas de los poetas. Dante Alighieri (o,
si no fue él, un discípulo que sabía imitar bien el latín del maestro) respondió
vigorosamente a ese reparo escolástico en la famosa Epístola a Cangrande
della Scala. En ella defiende la dignidad de la poesía, cuyo lenguaje –dice– se
asemeja al de la Historia Sagrada por cuanto tiene, además de un sentido
literal, otros tres (alegórico, moral y anagógico). Dante estima que su propia
poesía debe ser leída de la misma forma que se lee la Biblia. Se ven así
perfilarse, a lo largo del tiempo, dos posiciones bien claras sobre el valor de
la poesía y del arte literario en general, y el eje de la discusión es, en el
fondo, el valor educativo que ese arte puede tener. En distintas épocas,
personajes más o menos notables reabren el debate, aunque no siempre de
manera explícita. La hermosa Defensa de la poesía, de Shelley (1822), que
concluye diciendo que los poetas son los legisladores no reconocidos del
mundo, fue escrita como respuesta a la antigua condena de Platón –lo que
demuestra, de paso, la vigencia de Platón entre los románticos ingleses–
pero sin duda era también un modo de refutar el natural recelo que siente
por los poetas la burguesía dominante. Antes, en el siglo XVII, el célebre
empirista John Locke había aconsejado a los nobles ingleses que no
permitieran a sus hijos perder el tiempo en cosas tan frívolas, tan poco
serias y sensatas, como la poesía.
Por supuesto, se puede ir más lejos. Tres siglos después de Platón, en el
comienzo de su libro Comentarios a la guerra de la Galia (c. 51 a.C.), Julio
César afirmaba que los belgas son, entre todos los galos, los más aguerridos,
porque están en conflicto casi continuo con los germanos, sus vecinos, y
porque “son los más alejados del refinamiento y la civilización de la provincia
romana, y muy rara vez llegan a ellos los mercaderes que podrían traerles
cuantas cosas sirven para afeminar los espíritus (ad effeminandos animos)”.
El lector no puede dejar de preguntarse cómo es posible que puedan
enfrentar a tales enemigos los soldados de Julio César, que por ser romanos
están dentro de ese refinamiento y civilización que afeminan al hombre.
César escribía a mediados del siglo I a.C. El elogio de la barbarie
reaparece después en la Germania de Tácito, escrita hacia el año 100 d. C., y
ya en época moderna, aun con más elocuencia y ardor, en el curioso
Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), de Rousseau. La tesis de este
último es sencilla: cuanto más ilustrado es un pueblo, cuanto más avanzadas
están en él las ciencias, las artes y, en general, la civilización, más corrupto
es, más vicioso y más débil. Empieza por censurar los usos corteses de una
sociedad hipócrita, que sirven para disimular la maldad y la mezquindad.
Enseguida atribuye estos males a la curiosidad científica (que ve, de paso,
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como enemiga de la verdadera religión) y al cultivo de las artes y de las
letras. Estas actividades, hijas de la ociosidad, menoscaban la disposición de
los hombres a la virtud, los acostumbran a la comodidad, los afeminan y, en
consecuencia, los hacen menos aptos para la guerra. Según Rousseau, pues,
lo más meritorio que los hombres podemos hacer es matarnos unos a otros,
y lo peor, tratar de entender el mundo que nos rodea o crear obras de arte
que nos enseñen a verlo. Incluso la “ignorancia” socrática es tomada
literalmente como loa de las costumbres sanas y sencillas de las sociedades
primitivas, ignorantes y rústicas. No deja de asombrar que Rousseau abone
su razonamiento con multitud de ejemplos tomados de la historia: como si la
historia no formara parte de esas artes y ciencias tan denostadas. Que una
persona ajena a las letras las desprecie y prefiera ejercicios más violentos no
puede sorprender demasiado; que un escritor lo haga, en cambio, llama la
atención. Creo que los elogios que un hombre civilizado dedica a los
primitivos nacen de una ilusión nostálgica, de una proyección del hartazgo o
del despecho. Pero quien esto hace se contradice siempre: es un hombre de
letras que quiere destituir las letras. Es, en el mejor de los casos, lo que
Milan Kundera llama “un ingenioso aliado de sus sepultureros”.
De todas maneras, a este sofisma ya había contestado Pericles, en la
oración fúnebre que le atribuye Tucídides, cuando explica que las libertades
y el esplendor artístico de Atenas no han disminuido el valor de sus
soldados, sino todo lo contrario, porque defienden algo –su ciudad, su
civilidad, su “refinamiento”– que vale tanto como la propia vida.
Peor que todas las críticas que he mencionado es, o parece ser, la
censura en todas sus formas, la represión y la vigilancia policial sobre la
imaginación humana, desventura que han conocido los más grandes
creadores, desde Fray Luis de León y San Juan de la Cruz, en la España
ferozmente inquisitorial de Felipe II, hasta los poetas rusos que terminaron
sus días en Siberia o que se suicidaron por no acatar las directivas de Stalin,
dictador ante cuya crueldad y omnipotencia parecen juegos de niños las
barbaridades de los Zares. Los escritores argentinos perseguidos por la
dictadura militar son un ejemplo sin duda más cercano y sensible para
nosotros.
Hoy, pese a vivir en una época donde se proclama la plena libertad de
expresión, donde parece que tenemos, para usar la magnífica expresión de
Tácito, licencia para decir lo que sentimos e incluso para sentir lo que
queremos, hay otras formas, más sutiles, pero no menos efectivas, de
censura; hay, también, métodos “sofisticados” (en el cabal sentido de la
palabra) para alejar a los hombres, jóvenes y adultos, de la ficción poética.
Así, aun más chocante que el intento de destituir la literatura por parte
de filósofos o estadistas, es ese mismo intento en el lápiz de ciertos teóricos
y críticos de la literatura, que gustan de los cuadros y tablas de doble
entrada, con los cuales se proponen reducir la aventura literaria a esquemas
abstractos, como si quisieran (para usar la frase de Hamlet) arrancarle el
corazón de su misterio. Desde luego, no creo que puedan lograrlo, porque su
sordera para la poesía los mantiene muy lejos del corazón palpitante del
texto; por desgracia, sí pueden desanimar a muchos, a todos aquellos que
van a los libros buscando un consejo, una palabra de aliento o un confidente
que los ayude a entender lo que viven.
Cuando empezaba mi carrera docente, existía en Concordia una escuela
donde se había prohibido enseñar literatura. En la materia pertinente sólo
podían enseñarse textos de tipo expositivo e informativo. ¿Quiénes habían
decidido eso? Nada menos que los profesores de Lengua y Literatura. Parece
que una profesora a quien todos veneraban había dicho, hacía tiempo, que a
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alumnos que iban a aprender a soldar y a martillar no tenía sentido
enseñarles la rima consonante o la diferencia entre un narrador omnisciente
y un cronista objetivo. La profesora en cuestión se había jubilado, pero, como
suele suceder, las discípulas fueron más papistas que el Papa; si un docente
nuevo se hubiera arriesgado a leerles a sus alumnos un cuento o una poesía,
se habría ligado una suerte de interpelación parlamentaria por parte de sus
propios colegas... No exagero absolutamente nada.
Por mi parte, creo que los alumnos que van a una escuela a aprender a
soldar también tienen alma, también tienen padres, madres y hermanos,
también aman y odian, también tienen que afrontar la pubertad y la
adolescencia, entre tantas otras cuestiones, por lo que también a ellos la
poesía y la ficción tienen algo que decirles, incluida la rima consonante. Es
más: serán ciudadanos, y saber que un cronista objetivo es todo menos
objetivo puede ser una buena herramienta para ejercer la ciudadanía.
No falta quien piense que la literatura “miente”, mientras que la ciencia
“dice la verdad”. Contra semejante ingenuidad escribió Nietzsche, hace un
siglo y medio, el texto que se titula “Sobre verdad y mentira en sentido
extramoral”. Allí aparece una pregunta realmente filosófica, que es la
siguiente: “¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades?”
En la vida práctica, damos por sentada una respuesta afirmativa; hacemos y
deshacemos proyectos, etapas, viajes, rutinas, amores y odios... olvidando
que todas estas cosas son ante todo palabras; “vivir un gran amor” o “hacer
un viaje” son expresiones abstractas y genéricas que no podrían representar
jamás cada beso, cada discusión, cada emoción compartida, cada ángulo del
rostro amado, cada gesto que vemos, nunca del mismo modo, porque
cambia la luz o porque cambia nuestra mirada. Realmente –dice Nietzsche–
no hay dos hojas iguales, pero todas entran para nosotros en la categoría de
“hoja”, sin importarnos que sea lanceolada, compuesta, oval, palmeada,
acicular, o que sea de tal árbol o de tal otro. De la intuición al concepto hay
un camino del que muy rara vez tenemos conciencia, porque el lenguaje nos
provee de los conceptos ya hechos, ya lisos y comunes, organizados y
ligados entre sí en discursos repetidos una y mil veces. Por eso suelen
parecernos tan originales los niños, que todavía no dominan la convención,
o, mejor dicho, no están tan dominados por ella; por eso pueden agradarnos
la poesía y el chiste, que suelen descomponer lo compuesto y despertar en
nosotros una evocación de la percepción pura, de aquella manera de sentir
el mundo que tuvimos de niños.
Un siglo antes de Nietzsche, Kant había medido, por así decir, la
distancia entre la “cosa en sí”, inalcanzable para nosotros, y nuestra
percepción de la cosa, condicionada por los a priori de la conciencia: el
espacio, el tiempo y la causalidad. Luego Hegel había dicho que la razón
está también condicionada por la historia y por su manifestación en el
lenguaje. Nietzsche agrega a esto la observación (anticipada en el siglo XVIII
por Giambattista Vico) de que, en la conformación misma del lenguaje, que
es el espejo fiel de la conformación de la mente del hombre, hay que buscar
las raíces de nuestra visión del mundo, más que en el mundo mismo. Y
escribe:
¿Qué es la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias,
antropomorfismos, en una palabra, una suma de relaciones humanas que
han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que,
después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas,
obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo
son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas
que han perdido su imagen y que ahora ya no se consideran como
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monedas, sino como metal. No sabemos todavía de dónde proviene el
impulso hacia la verdad: pues, hasta ahora solamente hemos hablado de la
obligación que la sociedad establece para existir, la de ser veraz, es decir,
usar las metáforas usuales, o sea, dicho en términos morales: la obligación
de mentir según una convención fija, [...] siguiendo hábitos seculares.