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Sobre las letras y la educación

Alejandro Bekes

Los estudiantes de nivel superior, los directivos de las instituciones


educativas, los responsables de tutorías y programas de becas, suelen pedir
a los docentes de letras ayuda práctica para mejorar el nivel general de
escritura académica. ¿Cómo escribir correctamente monografías, reseñas,
ensayos o informes de lectura? Sería tal vez sencillo responder a ese pedido,
si no hiciera falta responder antes a la pregunta implícita: ¿Cómo escribir? Se
da por supuesto que todos los estudiantes de esos niveles leen y escriben;
sin embargo, a la vista de los resultados, se advierte con dramática claridad
que hay una gran distancia entre lo que realmente leen y escriben y lo que
se espera que lean y escriban.
Lo paradójico es que, cuando esos docentes de letras dan su respuesta,
esta casi nunca es oída; a menudo, ni siquiera parece haber sido registrada
por quienes habían formulado la pregunta. La respuesta, sin embargo, no es
arcana: para aprender a escribir, hay que leer. Y no leer un resumen que se
aprende para un examen: sino leer de verdad, leer por necesidad vital. Sólo
así puede llegar a producirse la experiencia de la lectura. Y sin ella, no hay
desarrollo posible de la escritura propia, en el sentido cabal del término.
Jorge Larrosa, que tanto ha pensado y escrito sobre esto, nos recuerda
esta máxima medieval: Nihil potest homo intellegere sine phantasmate; vale
decir, que la mente humana necesita imaginar para comprender. El
pensamiento abstracto no es posible sin el previo cultivo del pensamiento
concreto; y ¿cómo puede desarrollarse este sin la imaginación? ¿Y dónde
encontraremos la imaginación, sino en las ficciones literarias? Por
“imaginación” entiendo, por supuesto, algo distinto de lo que hace nuestra
mente cuando miramos cine o televisión, porque en estos casos vemos casi
todo, lo que equivale a decir que imaginamos poco y nada. Si la máxima
latina es cierta, si nadie puede acceder a lo abstracto salteándose lo
concreto e imaginable, entonces nadie podrá escribir una monografía o un
ensayo decente si no pasó primero por los agradables caminos de la lectura
de esparcimiento.
Es cierto que podemos distinguir entre el cultivo de la literatura en sí
misma (en sus distintos géneros: ficción narrativa, teatro, poesía...) y la
experiencia de la lectura. En efecto, el niño oye, repite e inventa relatos y
poesías, mucho antes de aprender a leer. Pero la lectura abre todo un mundo
de posibilidades nuevas; por algo ha dicho Umberto Eco que los libros son
para nosotros lo que eran los viejos para las tribus prehistóricas. Son más
que eso, sin duda: son amigos discretos, que solo hablan si los abrimos y
que no ventilan ante nadie los secretos que les confiamos; son viajeros del
tiempo, que nos permiten revivir el pasado y prefigurar el futuro; son puertas
que la fantasía abre a lo extraño, a lo inquietante y a lo prohibido; son
almácigos de expresiones inéditas, que revitalizan y renuevan el idioma
común; son espejos donde mirar nuestro vivir y tratar de entenderlo; son
senderos en un bosque donde acechan la emoción y el asombro; son, en fin,
incitaciones al pensamiento, espuelas y tábanos que no dejan estarse quieto
al noble caballo del alma. Nuestra civilización dispone para esto de un
instrumento de empleo sencillo y de infinita versatilidad: el abecedario.
Y si esto parece ingenuo, leamos lo que escribió Galileo Galilei hace
cuatro siglos:

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Tengo un librito, mucho más breve que los de Aristóteles y Ovidio, en
el que están contenidas todas las ciencias y del que cualquiera puede, con
poquísimo estudio, formarse una idea perfecta: es el alfabeto; y no hay
duda de que quien sepa acoplar y ordenar esta y aquella vocal con esta y
aquella consonante obtendrá las respuestas más verdaderas a todas sus
dudas y extraerá enseñanzas de todas las ciencias y todas las artes...

El desarrollo de la escritura alfabética coincide, en la antigüedad, con la


aparición de la filosofía, de la crítica social y religiosa, y en algunos lugares,
de la democracia. Repasemos a grandes rasgos este período, donde se
echaron los primeros cimientos de la cultura letrada.
Los primeros sistemas de escritura que se crearon, la escritura
jeroglífica en Egipto y la cuneiforme en Sumeria, eran muy complicados y
estaban reservados a los sacerdotes y a los escribas. Estos acrecentaron su
poder, al ser depositarios de esta especie de magia, que permitía preservar
y transmitir a distancia la palabra de los dioses y de los reyes. Hacia el siglo
XI a.C., los fenicios inventaron el alfabeto, sistema mucho más simple que
ellos mismos difundieron en sus andanzas comerciales y que con sucesivas
modificaciones se expandió hasta la India (por el Este) y hasta Italia (por el
Oeste). La facilidad con que se puede aprender el alfabeto supuso un peligro
para la casta dominante; para conjurarlo, en Oriente apareció el concepto de
la “escritura sagrada”. No así en Grecia, donde, si bien existía un repertorio
de textos muy respetado, atribuido a Homero y a otros poetas más o menos
legendarios, ninguno de ellos era tenido por sagrado. Los poemas homéricos,
por otra parte, habían circulado en forma oral, por boca de los rapsodas,
durante mucho tiempo, antes de ponerse por escrito en una fecha que
algunos sitúan en el siglo VIII a.C., otros en el VII y otros en el VI. Esa larga
vida oral impuso la existencia de variantes, porque la memoria humana es
inventiva. Además, los griegos eran politeístas; los muchos dioses
desalientan la presencia de un poder religioso central. De este modo, la
escritura aparece en la Hélade ligada a la libertad de pensamiento. Ya el
siglo VI a.C., el poeta Jenófanes de Colofón cuestiona la visión homérica y
propone la existencia de un único dios, de carácter no antropomórfico, pues
como él dice, “si los caballos y los bueyes tuviesen manos y supiesen pintar,
harían a sus dioses con figuras de bueyes y de caballos”. En la época de oro
de Atenas, entre el fin de las guerras médicas y la pérdida de la
independencia a manos de Filipo de Macedonia (es decir, entre 478 y 337
a.C.), los historiadores, los poetas, los sofistas, los grandes oradores y
finalmente Platón y Aristóteles, harán de la escritura un arte de gran
refinamiento y complejidad.
En la época helenística, la pérdida de autonomía de las póleis griegas,
con la imposición de autarquías en que el ciudadano común tenía pocas
probabilidades de intervenir, hizo que la creación literaria y retórica se
alejara de la arena política. Esta aparente limitación favoreció el surgimiento
de la crítica y de la historia literarias; el Museo y la Biblioteca de Alejandría
son la primera cuna de todo lo que hoy concebimos como saber literario y
lingüístico. Un proceso semejante se repite después en Roma. A la libre
expresión de la época republicana, bien representada por Salustio, Cicerón,
Catulo y Lucrecio, sucede el tiempo del Principado, en que vemos cómo se
va cerrando lentamente el círculo de la opresión sobre los poetas. Todavía
Virgilio y Horacio se declaran libres, vale decir, aplauden y convalidan el
poder creciente del Príncipe por una presunta convicción personal. Pero de a
poco esa libertad desaparece, como lo anuncia claramente el relegamiento
de Ovidio. Tras períodos muy oscuros, como la tiranía de Domiciano, cierta

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libertad reaparecerá, sin embargo, como lo cuenta Tácito, durante el reinado
de Trajano y sus sucesores, hasta Marco Aurelio.
A lo largo de la historia antigua y moderna, no obstante, sorprende ver
cómo los propios escritores (que en ciertos casos también eran políticos o
intentaban influir en la vida política) han objetado la libertad e incluso el
valor de la cultura letrada. Los blancos más frecuentes de tales objeciones
fueron los poetas.
El ejemplo más conocido es el de Platón, que criticó ásperamente a
Homero (a quien sin embargo se sabía de memoria) acusándolo de
corromper la mente de los ciudadanos, y concluyó por expulsar a los poetas
de su República ideal. En lugar de la libre inspiración, siempre sospechosa,
Platón quiere que todo en la ciudad esté sometido a la vigilancia de los
filósofos, a quienes él, por razones de pura teoría, supone libres de
sospecha. Este afán de destituir a la poesía o ficción literaria reaparece en la
Edad Media, con aquella prevención de Tomás de Aquino contra las
“mentiras”, vale decir, contra las metáforas de los poetas. Dante Alighieri (o,
si no fue él, un discípulo que sabía imitar bien el latín del maestro) respondió
vigorosamente a ese reparo escolástico en la famosa Epístola a Cangrande
della Scala. En ella defiende la dignidad de la poesía, cuyo lenguaje –dice– se
asemeja al de la Historia Sagrada por cuanto tiene, además de un sentido
literal, otros tres (alegórico, moral y anagógico). Dante estima que su propia
poesía debe ser leída de la misma forma que se lee la Biblia. Se ven así
perfilarse, a lo largo del tiempo, dos posiciones bien claras sobre el valor de
la poesía y del arte literario en general, y el eje de la discusión es, en el
fondo, el valor educativo que ese arte puede tener. En distintas épocas,
personajes más o menos notables reabren el debate, aunque no siempre de
manera explícita. La hermosa Defensa de la poesía, de Shelley (1822), que
concluye diciendo que los poetas son los legisladores no reconocidos del
mundo, fue escrita como respuesta a la antigua condena de Platón –lo que
demuestra, de paso, la vigencia de Platón entre los románticos ingleses–
pero sin duda era también un modo de refutar el natural recelo que siente
por los poetas la burguesía dominante. Antes, en el siglo XVII, el célebre
empirista John Locke había aconsejado a los nobles ingleses que no
permitieran a sus hijos perder el tiempo en cosas tan frívolas, tan poco
serias y sensatas, como la poesía.
Por supuesto, se puede ir más lejos. Tres siglos después de Platón, en el
comienzo de su libro Comentarios a la guerra de la Galia (c. 51 a.C.), Julio
César afirmaba que los belgas son, entre todos los galos, los más aguerridos,
porque están en conflicto casi continuo con los germanos, sus vecinos, y
porque “son los más alejados del refinamiento y la civilización de la provincia
romana, y muy rara vez llegan a ellos los mercaderes que podrían traerles
cuantas cosas sirven para afeminar los espíritus (ad effeminandos animos)”.
El lector no puede dejar de preguntarse cómo es posible que puedan
enfrentar a tales enemigos los soldados de Julio César, que por ser romanos
están dentro de ese refinamiento y civilización que afeminan al hombre.
César escribía a mediados del siglo I a.C. El elogio de la barbarie
reaparece después en la Germania de Tácito, escrita hacia el año 100 d. C., y
ya en época moderna, aun con más elocuencia y ardor, en el curioso
Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), de Rousseau. La tesis de este
último es sencilla: cuanto más ilustrado es un pueblo, cuanto más avanzadas
están en él las ciencias, las artes y, en general, la civilización, más corrupto
es, más vicioso y más débil. Empieza por censurar los usos corteses de una
sociedad hipócrita, que sirven para disimular la maldad y la mezquindad.
Enseguida atribuye estos males a la curiosidad científica (que ve, de paso,
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como enemiga de la verdadera religión) y al cultivo de las artes y de las
letras. Estas actividades, hijas de la ociosidad, menoscaban la disposición de
los hombres a la virtud, los acostumbran a la comodidad, los afeminan y, en
consecuencia, los hacen menos aptos para la guerra. Según Rousseau, pues,
lo más meritorio que los hombres podemos hacer es matarnos unos a otros,
y lo peor, tratar de entender el mundo que nos rodea o crear obras de arte
que nos enseñen a verlo. Incluso la “ignorancia” socrática es tomada
literalmente como loa de las costumbres sanas y sencillas de las sociedades
primitivas, ignorantes y rústicas. No deja de asombrar que Rousseau abone
su razonamiento con multitud de ejemplos tomados de la historia: como si la
historia no formara parte de esas artes y ciencias tan denostadas. Que una
persona ajena a las letras las desprecie y prefiera ejercicios más violentos no
puede sorprender demasiado; que un escritor lo haga, en cambio, llama la
atención. Creo que los elogios que un hombre civilizado dedica a los
primitivos nacen de una ilusión nostálgica, de una proyección del hartazgo o
del despecho. Pero quien esto hace se contradice siempre: es un hombre de
letras que quiere destituir las letras. Es, en el mejor de los casos, lo que
Milan Kundera llama “un ingenioso aliado de sus sepultureros”.
De todas maneras, a este sofisma ya había contestado Pericles, en la
oración fúnebre que le atribuye Tucídides, cuando explica que las libertades
y el esplendor artístico de Atenas no han disminuido el valor de sus
soldados, sino todo lo contrario, porque defienden algo –su ciudad, su
civilidad, su “refinamiento”– que vale tanto como la propia vida.
Peor que todas las críticas que he mencionado es, o parece ser, la
censura en todas sus formas, la represión y la vigilancia policial sobre la
imaginación humana, desventura que han conocido los más grandes
creadores, desde Fray Luis de León y San Juan de la Cruz, en la España
ferozmente inquisitorial de Felipe II, hasta los poetas rusos que terminaron
sus días en Siberia o que se suicidaron por no acatar las directivas de Stalin,
dictador ante cuya crueldad y omnipotencia parecen juegos de niños las
barbaridades de los Zares. Los escritores argentinos perseguidos por la
dictadura militar son un ejemplo sin duda más cercano y sensible para
nosotros.
Hoy, pese a vivir en una época donde se proclama la plena libertad de
expresión, donde parece que tenemos, para usar la magnífica expresión de
Tácito, licencia para decir lo que sentimos e incluso para sentir lo que
queremos, hay otras formas, más sutiles, pero no menos efectivas, de
censura; hay, también, métodos “sofisticados” (en el cabal sentido de la
palabra) para alejar a los hombres, jóvenes y adultos, de la ficción poética.
Así, aun más chocante que el intento de destituir la literatura por parte
de filósofos o estadistas, es ese mismo intento en el lápiz de ciertos teóricos
y críticos de la literatura, que gustan de los cuadros y tablas de doble
entrada, con los cuales se proponen reducir la aventura literaria a esquemas
abstractos, como si quisieran (para usar la frase de Hamlet) arrancarle el
corazón de su misterio. Desde luego, no creo que puedan lograrlo, porque su
sordera para la poesía los mantiene muy lejos del corazón palpitante del
texto; por desgracia, sí pueden desanimar a muchos, a todos aquellos que
van a los libros buscando un consejo, una palabra de aliento o un confidente
que los ayude a entender lo que viven.
Cuando empezaba mi carrera docente, existía en Concordia una escuela
donde se había prohibido enseñar literatura. En la materia pertinente sólo
podían enseñarse textos de tipo expositivo e informativo. ¿Quiénes habían
decidido eso? Nada menos que los profesores de Lengua y Literatura. Parece
que una profesora a quien todos veneraban había dicho, hacía tiempo, que a
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alumnos que iban a aprender a soldar y a martillar no tenía sentido
enseñarles la rima consonante o la diferencia entre un narrador omnisciente
y un cronista objetivo. La profesora en cuestión se había jubilado, pero, como
suele suceder, las discípulas fueron más papistas que el Papa; si un docente
nuevo se hubiera arriesgado a leerles a sus alumnos un cuento o una poesía,
se habría ligado una suerte de interpelación parlamentaria por parte de sus
propios colegas... No exagero absolutamente nada.
Por mi parte, creo que los alumnos que van a una escuela a aprender a
soldar también tienen alma, también tienen padres, madres y hermanos,
también aman y odian, también tienen que afrontar la pubertad y la
adolescencia, entre tantas otras cuestiones, por lo que también a ellos la
poesía y la ficción tienen algo que decirles, incluida la rima consonante. Es
más: serán ciudadanos, y saber que un cronista objetivo es todo menos
objetivo puede ser una buena herramienta para ejercer la ciudadanía.
No falta quien piense que la literatura “miente”, mientras que la ciencia
“dice la verdad”. Contra semejante ingenuidad escribió Nietzsche, hace un
siglo y medio, el texto que se titula “Sobre verdad y mentira en sentido
extramoral”. Allí aparece una pregunta realmente filosófica, que es la
siguiente: “¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades?”
En la vida práctica, damos por sentada una respuesta afirmativa; hacemos y
deshacemos proyectos, etapas, viajes, rutinas, amores y odios... olvidando
que todas estas cosas son ante todo palabras; “vivir un gran amor” o “hacer
un viaje” son expresiones abstractas y genéricas que no podrían representar
jamás cada beso, cada discusión, cada emoción compartida, cada ángulo del
rostro amado, cada gesto que vemos, nunca del mismo modo, porque
cambia la luz o porque cambia nuestra mirada. Realmente –dice Nietzsche–
no hay dos hojas iguales, pero todas entran para nosotros en la categoría de
“hoja”, sin importarnos que sea lanceolada, compuesta, oval, palmeada,
acicular, o que sea de tal árbol o de tal otro. De la intuición al concepto hay
un camino del que muy rara vez tenemos conciencia, porque el lenguaje nos
provee de los conceptos ya hechos, ya lisos y comunes, organizados y
ligados entre sí en discursos repetidos una y mil veces. Por eso suelen
parecernos tan originales los niños, que todavía no dominan la convención,
o, mejor dicho, no están tan dominados por ella; por eso pueden agradarnos
la poesía y el chiste, que suelen descomponer lo compuesto y despertar en
nosotros una evocación de la percepción pura, de aquella manera de sentir
el mundo que tuvimos de niños.
Un siglo antes de Nietzsche, Kant había medido, por así decir, la
distancia entre la “cosa en sí”, inalcanzable para nosotros, y nuestra
percepción de la cosa, condicionada por los a priori de la conciencia: el
espacio, el tiempo y la causalidad. Luego Hegel había dicho que la razón
está también condicionada por la historia y por su manifestación en el
lenguaje. Nietzsche agrega a esto la observación (anticipada en el siglo XVIII
por Giambattista Vico) de que, en la conformación misma del lenguaje, que
es el espejo fiel de la conformación de la mente del hombre, hay que buscar
las raíces de nuestra visión del mundo, más que en el mundo mismo. Y
escribe:
¿Qué es la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias,
antropomorfismos, en una palabra, una suma de relaciones humanas que
han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que,
después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas,
obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo
son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas
que han perdido su imagen y que ahora ya no se consideran como
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monedas, sino como metal. No sabemos todavía de dónde proviene el
impulso hacia la verdad: pues, hasta ahora solamente hemos hablado de la
obligación que la sociedad establece para existir, la de ser veraz, es decir,
usar las metáforas usuales, o sea, dicho en términos morales: la obligación
de mentir según una convención fija, [...] siguiendo hábitos seculares.

Esto escribía Nietzsche en 1873. Pasaron cuatro décadas y Saussure


encontró la clave que faltaba. Dice, en su Curso de Lingüística, que la
palabra no guarda con su significado una relación motivada, sino arbitraria;
la figura de una mano se parece a una mano, y la huella de un perro en la
arena es el reverso de la forma que tiene la pata de un perro; en contraste,
el perro en castellano se llama perro y en italiano cane sin razón alguna,
porque sí; y, aunque esto parecería abrir la puerta a la busca de nuevas
expresiones, los miembros de una comunidad lingüística seguimos llamando
a las cosas como las llamaban nuestros mayores; “la lengua (dice Saussure)
es herencia de una época precedente”. Además, “en todo instante, la
solidaridad con el pasado pone en jaque la libertad de elegir”. Y el perfecto
cierre: “Precisamente porque el signo es arbitrario no conoce otra ley que la
tradición, y precisamente por fundarse en la tradición puede ser arbitrario.”
Todos hemos oído alguna vez a un escritor incipiente que afirma que no
quiere leer para no verse influido por otros autores. De hecho, está ya
influido por sus padres, por sus amigos, por la escuela, por la televisión y por
todas las personas reales o virtuales que frecuenta; el lenguaje que emplea
es una tradición comunitaria y ese lenguaje le impone todas las formas
conceptuales de que se vale su pensamiento, e incluso buena parte de las
líneas discursivas que vinculan entre sí esas formas. El declive natural de lo
ya dicho y oído arrastra buena parte de lo que queremos decir, lo que hace
difícil determinar cuánto de los que decimos es realmente invención nuestra
y cuánto es inercia de alguno de los discursos vigentes. En esta misma frase
que acabo de articular, no dejo de sospechar que la metáfora del declive y
su corolario de la inercia sean probablemente el eco de algo que he leído u
oído en alguna parte. El lenguaje que empleo no nació libre de pecado en
una isla desierta; me lo presta la comunidad en que vivo, estoy inmerso en
él, pienso en él y gracias a él, y no puedo desligarme de su familiaridad, que
es, como diría Pascal, una segunda naturaleza.
Tenemos, sin embargo, algunas maneras de soltarnos, siquiera
parcialmente, de esas cadenas invisibles. Una de ellas es aprender otro
idioma, en lo posible pensar y vivir en otro idioma. Es la manera más eficaz
de entender que el nuestro es apenas uno de los muchos modos de nombrar
y de concebir el mundo. Para un hispanohablante, por ejemplo, la jornada se
divide (como mínimo) en tres partes: mañana, tarde y noche, pero para un
anglófono, en cuatro: morning, afternoon, evening, night; lo que implica que
no hay en inglés un equivalente para tarde. En castellano usamos el mismo
verbo para esperar el colectivo y para esperar que las cosas mejoren, pero
que en inglés se usa to wait en el primer caso y to hope en el segundo. En
castellano nos parece clara, evidente y necesaria la diferencia entre “es
loco” y “está loco”, afirmaciones que en inglés o en francés se dicen del
mismo modo, con palabras idénticas, dejando en todo caso la distinción al
contexto.
El esfuerzo por la libertad de pensar no se limita, por supuesto, a
aprender idiomas; se funda, con más razón, en la lectura y el estudio. Es
claro que quien lee no siempre sale ileso de la experiencia; es claro que hay
lecturas perturbadoras, incluso peligrosas, como la de ciertos libros del
propio Nietzsche, a quien he citado, y que no entiendo cómo pueden
venderse en los kioscos, dado que son veneno de alta toxicidad. Pero un libro
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ayuda a relativizar el influjo de otro; por eso decía Santo Tomás: Timeo
hominem unius libri; el hombre de un solo libro tiende a ser un fanático. En
general, por otra parte, la literatura de ficción tiene la ventaja de ser
potencialmente menos dañina que la literatura filosófica.
Hay otra ventaja: la poesía y la ficción nos sitúan de lleno en la
ambigüedad natural e inevitable del lenguaje. El lenguaje, según acaba de
señalar Nietzsche, es figura; pensemos en la “lengua”, que es un órgano del
cuerpo antes que ser una técnica tradicional del hablar; pensemos en
“alma”, que en su origen es el soplo vital; pensemos en una mano de
pintura, en una casa matriz o en un mar de gente. Ni siquiera es cierto que
el lenguaje de las ciencias (la jerga de una ciencia, que Ortega y Gasset
llamaba una “pseudolengua”) escape a esta regla. También en ciencias se
usan metáforas; tenemos un brazo de palanca, una rama de la biología, una
célula madre (dejando aparte que célula significa en latín “celda”), un haz de
luz, la órbita de un planeta... (No puedo ni quiero dejar de mencionar aquí un
soneto de Milton, aquel poeta inglés que se quedó ciego, y que para hacer
sentir la tragedia de su ceguera dice que en las órbitas de sus ojos sin visión
se apagaron los astros.)
La literatura es además una escuela de alta retórica, y la retórica es una
escuela de pensar, si atendemos a lo que señalaba Henri Meschonnic: que
decir las cosas de otra manera es decir otras cosas. No da lo mismo decir
que el tiempo cura las penas, que decir, como La Fontaine, “en las alas del
tiempo la tristeza se vuela”. No da igual que una chica diga que le gusta un
muchacho, a que diga, como Sor Juana: “al imán de tus gracias, atractivo,
sirve mi pecho de obediente acero”. El ingenio retórico puede forzar la
expresión hasta territorios insospechados, muy lejos de la trivialidad del
concepto. Cuando Francisco de Quevedo escribe: “Risueña enfermedad son
las auroras”, parte de la noción general de que cada nuevo día que vivimos
nos acorta la vida; por sinécdoque, todo aquello que acorta la vida puede
verse como una enfermedad; pero la aurora es, al mismo tiempo, un
momento alegre del día, y es metáfora trillada decir que “ríe el sol”. De todo
ello surge la inesperada imagen. Quevedo abre otro de sus sonetos con el
verso: “Harta la toga del veneno tirio”: lo que quiere significar, literalmente,
que la toga está impregnada en púrpura; ese tinte se obtenía de un molusco
venenoso, y los que traficaron con él fueron los fenicios, cuya capital más
importante era Tiro... Y releamos, del mismo poeta español, los versos que
pintan la risa de su amada Lisi, cuyos labios
pronuncian con desdén sonoro hielo
y razonan tal vez fuego tirano
relámpagos de risa carmesíes...

Quien tenga un poco de oído para la poesía reconocerá en estas


transposiciones un fin más alto, alcanzar la expresión capaz de delinear
(como dice Eco) un contenido diferente.
La poesía, por el ambiguo rumbo, por el camino aparentemente difuso o
falaz de las figuras y de las resonancias, puede asomarse adonde no llegan
los tratados, en la exploración de esas regiones psíquicas donde la luz de la
conciencia se vuelve crepuscular, y que son, por eso mismo, reacias al
lenguaje podado y circunspecto de la teoría. Pues como sugería ya Nietzsche
en el texto que citábamos, lo que se gana en precisión cortante se pierde en
intuición simpática y abierta: el concepto es el cementerio de la intuición.
Abramos un libro; abramos Hamlet, príncipe de Dinamarca. El príncipe
Hamlet finge estar loco para ver si puede comprobar lo que le ha dicho el
fantasma de su padre, a saber, que este no fue mordido por una serpiente,
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como se dijo, sino que la serpiente que tronchó su vida ahora lleva la corona.
Esa serpiente es Claudio, hermano del muerto, que después de asesinarlo se
casó con la viuda, madre del príncipe. Hamlet dice, comentando la rapidez
de ambos sucesos, que los restos del banquete fúnebre se sirvieron como
fiambres en la fiesta de bodas... Claudio, sospechando que Hamlet finge y
sabe algo, manda dos hombres, Guildenstern y Rosencranz, a espiarlo.
Hamlet se da cuenta y le entrega a Guildenstern, sin aparente sentido, una
flauta, y le dice que la toque. El otro se excusa, y dice que no sabe tocar;
Hamlet insiste, el otro vuelve a excusarse. El príncipe dice:
“¡Mira entonces que cosa indigna haces de mí! Querrías hacerme
sonar, como si conocieras todos mis orificios. Querrías arrancar el corazón
de mi misterio. Querrías tocarme desde la nota más baja hasta la más alta
del registro. Y hay mucha música, excelente voz, en este pequeño órgano:
¿cómo es que no puedes hacerlo hablar? Caramba, ¿piensas que soy más
fácil de tocar que una flauta?

La poesía nos advierte y recuerda que no somos entes mecánicos,


previsibles, de fácil ejecución; que para hacernos sonar hace falta algo más
que ponernos los dedos encima. La poesía se parece, además, a la música; y
sin música la vida entera sería un error.
Es cierto, por otra parte, que una poesía como la de Shakespeare, o
como la de Dante o la de Virgilio o la de Racine, para citar apenas algunos
clásicos, puede ser muy extraña para el lector principiante; sus códigos son
complejos, hay que estudiarlos si uno quiere entenderlos. Pero el esfuerzo
vale la pena, porque la recompensa es magnífica: entender, aprenderse de
memoria, atesorar en nuestra mente el monólogo de Hamlet, o la confesión
de Fedra a Hipólito, o la confesión de Francesca da Rímini a Dante, o el
soneto “Amor constante más allá de la muerte”, de Quevedo, o la historia del
rey Candaules, contada por Heródoto, o la oda a Leucónoe, de Horacio, son
bienes –dice George Steiner– que ningún tirano, que ni el tiempo mismo
podrá robarnos. Y que siempre nos acompañan, nos alientan, nos ayudan a
entender la vida, nos recuerdan que somos humanos.

Concordia, 3 de octubre de 2018

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