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Florencio Sánchez

Trinidad Barrera López

Si el proceso teatral hispanoamericano consigue canalizarse hasta alcanzar una


madurez que lo encamine a la universalidad, en ese proceso es inevitable referirse a
la labor de un uruguayo intemporal, Florencio Sánchez (1875-1910). Su figura es
paradigma de las tablas en un sentido doble: en la evolución del teatro
hispanoamericano del siglo XX y en el campo teatral rioplatense (Argentina y
Uruguay), uno de los panoramas más lúcidos y valiosos de la escena teatral
hispanoamericana del primer tercio de este siglo y específicamente en el período que
vamos a tratar: la «década gloriosa» del costumbrismo (1900-1910).

Contexto socio-cultural
Si bien las fechas de 1884-86 marcan un hito en el proceso dramático
rioplatense1, gracias a las representaciones circenses del popular Juan Moreira, sería
injusto hacer tabla rasa de los años anteriores. En 1783 se crea el Teatro de la
Ranchería, gracias al virrey Vértiz. Seis años más tarde se representaría allí
el Siripo de Lavardén. Hacia mediados de este mismo siglo se advierte la presencia
de algunas piezas que ejemplifican, de forma temprana, un costumbrismo ceñido
especialmente a los hábitos y formas del habla campesina, aunque sean obras de
autores urbanos (fenómeno no tan extraño si se piensa en la poesía gauchesca). En
esta vía del realismo pintoresquista merece citarse El amor de la estanciera,
atribuido por Ricardo Rojas a Juan Bautista Maziel, y cuya fecha de composición
podría estar entre 1787 y 1792, obra de la que nos dice Guillermo Ara que «entraña
solidaridad del sentir criollo frente a la soberbia y la fanfarronería del extranjero»2,
sentimiento que se nos antoja similar al que se advierte en los Diálogos
patrióticos de Bartolomé Hidalgo. Dicha pieza es interesante además, porque, como
sainete, muestra algunas características de este género chico que tan amplia
repercusión tendría en los próximos siglos.
En 1792 se incendia la Ranchería y se vuelve a los primitivos corrales o
tabladillos improvisados. En 1804 se inaugura el Coliseo Provisional de Comedias
que conoció cierres y aperturas por motivos políticos. De todos modos, los años
siguen pasando sin que se vea crecer un público interesado en mantener una vida
teatral. Así resume Lafforgue el panorama: «nuestro teatro emite sus primeros
balbuceos hacia el fin de la época colonial, y no constituyen más que sonidos de
débil eco sus esfuerzos posteriores, hasta que comienza entre 1880 y 1910 a hablar
ton voz madura»3. El propio Florencio Sánchez no duda en reconocer que «de
Labardén a nuestros días se habían producido cosas esporádicas de producción
teatral, toda ella ingenua cuando no del todo inferior, servil en la forma y vacua en la
esencia»4.
De todos modos en la singladura de este teatro se puede apreciar una línea
localista, de carácter militante, costumbrista o gauchesca que se remonta al siglo
XVIII y que puede ser enlazada con ese acontecimiento teatral que fue el Juan
Moreira de 1884 y toda una corriente que, conocida bajo el nombre de drama rural
o gauchesco, cubrirá la escena rioplatense desde finales del siglo XIX hasta 1910
aproximadamente, precisamente el período en que se inserta Florencio Sánchez, uno
de sus mejores cultivadores, cuyo «lugar debe situarse en la intersección de las
coordenadas más significativas del arco dibujado por el teatro rioplatense que se va
poniendo en la superficie hacia 1880 y languidece sobre 1930»5.
Si en el desenvolvimiento teatral hispanoamericano del presente siglo se pueden
señalar tres etapas, la época que tratamos y nuestro autor pertenecen a la primera: la
generación realista, donde a algunos resabios románticos se mezclan el realismo
social de la época, los visos naturalistas y el costumbrismo heredado que afectan por
igual al sainete criollo y a las modalidades de dramas rurales o urbanos; buen
ejemplo de ello es el mismo Sánchez en Cédulas de San Juan, Barranca abajo o En
familia. La densidad dramática de las obras del uruguayo, los ejemplos diversos que
ofrece su nutrida producción, permiten colocarlo como el eje supremo del teatro en
esta época pues, si por un lado, enlaza y supera el «gauchismo» de Moreira
(D. Zoilo en Barranca abajo), por otro, abre el teatro a dramas universales, de tesis,
que laten al mismo ritmo europeo (v. gr. Nuestros hijos) o modifica la finalidad del
sainete criollo (El desalojo, por ejemplo).
Pero volvamos a una fecha, 1884, la del éxito del drama Gutiérrez-Podestá,
gracias a la confluencia de cuatro elementos socio-estéticos: un público popular, que
ya desde 1880 y gracias a la divulgación del Martín Fierro, se encontraba
especialmente predispuesto a estos temas; unos intérpretes criollos: el grupo de
actores, los Podestá, familia de saltimbanquis, que por su origen uruguayo, su raíz
inmigratoria y su difusión rioplatense, reunían todos los elementos propicios para
dar verosimilitud a la escena nacional: una estructura circense «que si, por un lado,
catalizaba los componentes anteriores hacia la producción, por el otro, en la
vertiente de la distribución, facilitaba su curso en virtud del nomadismo vinculado a
sus giras»6 y por último, unos autores nativos con unos textos de resonancias propias
y una crítica estable. No hay que olvidar que, por aquellos años, la gran masa del
público buscaba diversión en los espectáculos circenses (una minoría culta asistía al
teatro para presenciar obras de procedencia española o europea). El señuelo para la
presa fue sin duda la escenificación de este «bandido» gaucho. En 1884, en
beneficio del circo Hermanos Cario, se representa, con la intervención de José J.
Podestá, payaso del Circo Humberto I, la pantomima Juan Moreira, adaptación de la
novela folletín homónima de Eduardo Gutiérrez. El mimodrama como espectáculo
circense era habitual en aquel entonces, pero mientras comúnmente era de origen
italiano, ahora se trata de uno criollo. El éxito fue tal que, dos años después, se le
añaden diálogos al mimo y el circo Podestá-Scotti repone el Juan Moreira. En 1889,
el espectáculo logra un clamoroso éxito en Montevideo que se repite en un local
menor de Buenos Aires, hasta llegar al centro de la ciudad en las temporadas de
1890 y 1891. En sólo siete años la primitiva pantomima dialogada llegó a ser el
espectáculo más popular del teatro argentino. De este modo se va logrando esa gran
masa de público, pero además se prepara el paso de la pista de circo al escenario.
El filón de este drama rural no iba a ser desaprovechado por autores alertas,
argentinos y uruguayos, que fueron sacando de su pluma pálidas piezas imitativas.
Pero habrá que esperar a Calandria (1896) de Martiniano Leguizamón para que
aparezca el resorte que nos permite conectar dicha modalidad a las obras de
Sánchez. Con Calandria asistimos a la reinserción del gaucho como peón trabajador;
de las dos soluciones para el gaucho, si Moreira representa la del gaucho metrero,
alzado y sanguinario, Calandria muestra la del gaucho «civilizado»: «Pero ha
nasido, amigasos, el criollo trabajador» (pareciera que estemos ante las dos partes de
la obra de Hernández). Reacción contra el culto del «matonismo», del rebelde que
pobló los dramones en un proceso de idealización de sus elementos negativos, una
vez desaparecido el gaucho real, que culmina en el Moreira de Gutiérrez. «A partir
de Calandria -apunta Amelia Sánchez Garrido-, y hasta fines de siglo, el teatro
criollo representado por los Podestá iba a fluctuar entre el drama a lo Moreira y la
pieza en que se pretendía reflejar el ambiente rural más que el drama de
cuchilleros»7. En 1901, al separarse los hermanos Podestá, se crean dos compañías
de actores criollos, se entra así en la «década gloriosa», con el amanecer del siglo,
donde a la corriente autóctona que hemos visto hay que sumar, dentro de un
contexto general de Hispanoamérica, un auge del costumbrismo, que abarca las tres
primeras décadas y donde se busca en el teatro, como en la novela, el
descubrimiento del rasgo propio y regional. «Los escritores de toda América, no
sólo la hispánica, se han percatado de que para expresarse necesitan reconocerse a sí
mismos e identificarse, ante quienes leen sus obras, como algo que está cerca»8. Y
aunque cuente con el defecto de una justificación excesiva de vicios o virtudes, a
veces, por el camino de la intención cómica se llega a la preocupación dramática;
precisamente será Florencio Sánchez, junto con Roberto J. Payró y Ernesto Herrera,
quien dé, una vez más, el toque maestro a esa modalidad.
El tema central del teatro costumbrista será la definición empecinada y el
análisis psicológico del protagonista de su historia: el criollo (mestizo lo llama
Solórzano) enfrentado a unos problemas específicos que vienen determinados por el
contexto social y político en el que se inserta. En la zona platense y en estos
momentos influye: a) la europeización de Buenos Aires a partir de 1880. El progreso
material y el capitalismo extranjero provocan un crecimiento físico de la «Gran
Aldea» que contribuye al florecer de una opulenta burguesía; y, b) el aumento de la
inmigración europea, sobre todo italiana (en 1914, el veinticinco por ciento de la
población de Buenos Aires era de origen italiano). Este segundo factor incide de
forma decisiva en la configuración de la sociedad que empieza a cambiar
necesariamente ante el empuje de dichas fuerzas.
Marcado por el impacto regionalista se desarrolla paralelamente el sainete
criollo cuyas raíces añejas, ya vimos, pero ahora, debido a los acontecimientos
políticos de 1890, adquiere por la vena satírico-política, un merecido auge que llega
hasta 1915 con las figuras de Nemesio Trejo, Ezequiel Soria, Carlos Mauricio
Pacheco y posteriormente Alberto Vacarezza. Del sainete al «grotesco criollo»,
cuatro decenios de éxito de público mantuvo la evolución de esta modalidad
costumbrista, de las manos finales de Armando Discépolo y Francisco Defilippis
Novoa.
Por último, se suele hablar de una tercera modalidad del teatro
rioplatense, «teatro de aliento» (Castagnino) o «realista-naturalista». Del realismo en
contacto con otros modelos de importación europea: Braceo, Hervieux, Berstein,
Wilde, Benavente, Ibsen, etc., representados además en Buenos Aires, florece en el
Río de la Plata, todo un movimiento teatral inspirado, a más de sus raíces
nacionales, en la escuela naturalista, el Teatro Libre de Antoine y el realismo
italiano, y que tiene en Florencio Sánchez y Gregorio de Laferrere sus dos mejores
mentores.

Contexto personal
La corta y trágica vida de Florencio Sánchez, muerto a los treinta y cinco años,
es un puente tendido entre Uruguay y Argentina (Montevideo, Buenos Aires, La
Plata o Rosario). Circunstancias fortuitas hicieron que fuera a terminar sus días a
Italia, concretamente en Milán, en el hospital de la caridad «Fate bene fratelli». Este
viaje, ordenado en 1909 por el presidente uruguayo Claudio Williman «para
informar sobre la concurrencia de la Expresión Artística de Roma», no sólo vendría
a culminar uno de sus más acariciados sueños sino que, como se sabe por su
correspondencia, abría dimensiones insospechadas de internacionalización a su
teatro. En carta a Pablo Minelli le dice a propósito de una lectura de Los
muertos: «un éxito estruendoso, tan grande que esta mañana Grasso, acompañado
del Dr. Mariani, ha estado en el manicomio a estudiar tipos alcoholizados... Marazzi,
el empresario de Grasso..., se compromete, por contrato público, a hacerme traducir
al italiano y dialectos, por literatos y autores dramáticos ya conocidos, como Braceo,
Capuana, etc., aquellas de mis obras ya escritas que resulten adaptables a estos
escenarios...»9 Más adelante, en la misma carta, anuncia su deseo de probar fortuna
en España y Francia. Sus ilusiones y esperanzas fueron cortadas de raíz por la
tuberculosis. Corría el año 1910.
La agitación, los sobresaltos, los reveses económicos marcaron su vida.
Personaje intuitivo y autodidacta, como gran parte de la generación uruguaya del
900, a la que pertenece; bohemio, asiduo contertulio de cafés donde asistían literatos
y hombres de pensamiento avanzado: José Ingenieros, Roberto Payró, Alberto
Ghiraldo, Joaquín de Vedia, Evaristo Carriego; calle Florida, el «Aue's Keller», el
Café de los Inmortales, etc.; derrochador y juerguista, son curiosas las cartas que
escribe desde Italia, motivadas casi siempre por la penuria económica. En suma, una
vida tan intensamente vivida y sentida que, aunque materialmente fuese corta, quizá
en su caso, fuese más completa que la de otros a su edad, ya que con quince años lo
encontramos practicando el periodismo en La voz del pueblo, periódico de Minas
(Uruguay) y subiendo a las tablas para representar un papel en Marcela o ¿cuál de
los tres? de Bretón de los Herreros. A los diecisiete intenta balbucear una pieza
teatral «joco-serio-mímico-burlesca» que tituló Los soplados, de la que sólo vieron
la luz unas cuantas escenas, publicadas en el periódico, en agosto de 1891. En esta
primera y bisoña experiencia en un diario pequeño se advierte ya una facilidad en el
manejo del lenguaje coloquial que, con posterioridad, definiría el teatro sanchezco.
El periodismo se convierte desde ese momento en su «modus vivendi».
Cuando en 1892 se marcha a Buenos Aires, en La Plata encontrará un oscuro
trabajo de oficinista del que saldrá, como en el caso anterior, no por su propia
voluntad. El trabajo estable no parecía ser su estrella. En 1893 lo encontramos de
nuevo en Montevideo, enfrascado en el periodismo: crónicas y reportajes para El
Siglo, y poco más tarde, La Razón y El Nacional tras la revuelta de Aparicio Saravia
en la que participó personalmente. Por aquellos años, tras abandonar el partido
blanco -tradición familiar-, se afilia al Centro Internacional de Estudios Sociales, de
Montevideo, de orientación anarquista, gana un concurso con Ladrones (esbozo de
su posterior Canillita) y estrena el scherzo en un acto Puertas adentro. Corre el año
1897. Al año siguiente será Rosario y la secretaría de redacción de otro periódico La
República, del que fortuitamente llegaría a ser director y finalmente expulsado por
su orientación revolucionaria. Le seguirían El País, El Sol, Caras y
Caretas, etc. Mientras tanto iban saliendo de su pluma piezas que no alcanzaban el
éxito. Cuando lo expulsaron de La República marchó a Rosario, allí escribiría La
gente honesta (versión primera de Los curdas, que compró José J. Podestá en 50
pesos, pero que no dio a conocer hasta seis años después, en el apogeo de la fama de
Sánchez), «sainete de costumbres rosarinas» al que se prohibió su puesta en escena.
No fue esa la suerte de Canillita que obtuvo el aplauso del público en su estreno
rosarino (1902), y sin embargo Buenos Aires le dio la espalda, al no interesarse por
ella ningún empresario. A pesar de todo, el éxito estaba próximo, en 1903 llegaría de
la mano de M'hijo el dotor, estrenada en el Teatro de la Comedia, el 13 de agosto,
por la compañía de Jerónimo Podestá. De estas primeras obras, anteriores a M'hijo...,
comenta acertadamente Lafforgue que «ya están presentes algunos de los rasgos
distintivos del teatro sanchezco; así puede apreciarse sus dotes para la pintura
costumbrista, para plasmar un lenguaje colorido, directo y de gran fuerza expresiva,
para superar el melodrama en situaciones escénicas que lo bordan»10.
A partir de su éxito teatral -lo que le permitió casarse con su amor de siempre,
Catalina Raventós-, Sánchez escribe unas diecisiete obras y se estrena
finalmente Los curdas. En total se conservan veinte piezas teatrales, aunque no todas
merezcan el calificativo de excelentes11, la cantidad se alía mal con la calidad si
media entre ambas la escasez de tiempo y de dinero.

La dramaturgia de Sánchez
Más que un pormenorizado recorrido por la biografía del escritor
montevideano12, nos interesa especialmente detenernos en dos colaboraciones
periodísticas que arrojan bastante luz sobre su ideología y preocupación social, nos
referimos a las Cortos de un flojo, leídas en Montevideo en 1901, y El caudillaje
criminal en Sudamérica, así como sus conferencias sobre El Teatro Nacional donde
resume sus ideas: «Que Florencio Sánchez, en fin, no cree en la religión, y la
combate, nunca se ha desayunado con frailes crudos, ni almuerza arcángeles fritos; y
si ataca en sus obras los principios morales y sociales en vigencia, siguiendo los
ideales y las tendencias del pensamiento contemporáneo, no ataca personas ni
corporaciones determinadas, ni exacerba el concepto, ni extrema el vocablo
de vaciar su pensamiento en los moldes del realismo, única forma a su juicio, de
que el teatro lleve su alta misión educadora del sentimiento y la conciencia
humana»13. Sánchez cree presuntuoso hablar de un teatro nacional «cuando aún
estamos por definirnos étnica y socialmente» y prefiere la denominación de «teatro
regional argentino», y si reconoce la importancia de Moreira como punto de
arranque, ello no le impide abominar de esta apología del matón a cuchillo, pues con
él «quedaba erigido el teatro de la fechoría y el crimen, como idea, y el mal gusto,
como forma», aunque a pesar de todo, de sus frutos posteriores, se obtuvo
la «pintoresca Calandria..., obra sana y honesta llevando un poco de verdad y de
poesía al teatro gaucho». Ocurre que Sánchez, por experiencia propia, en la
montonera de Aparicio Saravia, está en desacuerdo con esos «ídolos gauchos con
redoma y santuario» que «salvo la guapeza hereditaria, no tienen más cualidad que
la de saber jinetear potros, decir paradas, y usar corbatas de la bandera oriental,
chambergo requintado y clavel blanco en la oreja» y precisamente en ese «ensayo de
psicología»de João Francisco es donde descarga Sánchez todo su desprecio hacia el
caudillaje criminal americano, al estilo del insuperable Facundo. Definitivamente,
en la dicotomía civilización vs. barbarie, opta por la primera.
Frente a ese gaucho pendenciero, se inclinará por aquel otro que anunciara
Leguizamón, el gaucho trabajador, insertado en la sociedad rural, que es lo mismo
que criollo campesino. Estos serán los personajes emblemáticos de sus dramas
rurales. El costumbrismo del campo rioplatense es marco inapreciable para los
conflictos allí instalados, conflictos de su tiempo y lugar, con total independencia
frente a los tópicos establecidos: ya sea la xenofobia contra el gringo o el estoicismo
gaucho. Sus personajes tienen individualidad propia y vivos perfiles humanos, pero
más que como personas nos interesan como símbolos -curiosamente apoyado en
algunos nombres propios: Zoilo, Robustiana, Victoria, Próspero, etc.- que le sirven a
Sánchez para dar su «mensaje educador» y romántico: el triunfo de la civilización y
del progreso frente al pasado. En estas piezas rurales dicha dualidad está corporizada
en dos factores: ideas tradicionales ancestrales frente a ideas contemporáneas
(Olegario/Julio, Cantalicio/Nicola) cuya solución feliz en M'hijo el dotor se
convierte en desdichada en Barranca abajo, pues D. Zoilo no puede resistir su
situación y se suicida. Así como el ombú es símbolo de la destrucción de lo viejo
en La gringa: «Un árbol criollo que no sirve ni pa leña...» (esc. VII, acto III) con el
casamiento de Victoria y Próspero, Sánchez está jugando de nuevo su opción por lo
actual, el progreso, el moverse al ritmo de los tiempos, que pasa por aceptar una
realidad incuestionable: la inmigración italiana, así como el crisol de razas. Su
trilogía rural (M'hijo..., La gringa, Barranca abajo) es explícita al respecto: con una
pintura excelente de cuadros rurales, se centra en tipos humanos locales y sus
conflictos, como el generacional entre padres e hijos, ya sean Julio o Próspero.
Dicho conflicto alberga, como en las cajas chinas, otra dicotomía más general:
hombre tradicional/hombre nuevo (Olegario, Cantalicio, Zoilo/Julio, Próspero,
Nicola, José Luis). Si en lo dos primeros casos, el acercamiento, la comprensión, el
pacto (con su hijo Julio, con el gringo Nicola) salvan de momento la situación,
aunque dramáticamente son soluciones precipitadas, en el caso de Zoilo, tal pacto no
es posible, entre otras cosas porque su propia familia le ha dado la espalda, y el
único ser que lo comprendía, su hija Robustiana, muere y ya no le queda «ni fortuna,
ni hijos, ni honra, ni tranquilidad». De la comedia a la tragedia, las tesis de Sánchez,
cimentadas en la fe en el progreso científico y la ética liberal, son explícitas: a las
pautas tradicionales es posible y deseable suplantarlas, siempre que la medida a
adoptar sea pausada y ambos flancos cedan un poco, es lo que hacen Julio y su padre
al final de la obra u Olegario y Nicola, al aceptar el amor de sus respectivos hijos;
sin embargo, en Barranca Abajo, el abandono, la fatalidad y la incomprensión
instaladas desde el inicio de la pieza, dejan sin ninguna salida al viejo Zoilo. Con
este final, el autor nos está avisando sobre un posible peligro en situaciones como
éstas, aquejadas de una injusticia social evidente, con la que Sánchez estuvo siempre
en desacuerdo. A pesar de su vinculación al liberalismo avanzado de entonces, con
raíces anarquistas, como apunta Walter Rela, «nunca excluyó en las soluciones de su
teatro, la visión humana que entendió como la única verdadera»14. Con estas tres
obras, Sánchez supera la visión provinciana de lo gauchesco y expresa
magníficamente el conflicto autoridad/libertad, como afirma Ara, bajo una óptica
personal y sin prejuicios, aunque no exenta de contradicciones -frutos, según Viñas,
de la fluctuación ideológica del mismo Sánchez.
La crisis del patriarcado rural es el eje que aúna a estas tres obras, bajo
diferentes matizaciones (ver cuadro página siguiente).
No vamos a repetir los elogios que la crítica ha arrojado sobre Barranca abajo,
como la mejor obra de Sánchez y como una de las mejores del teatro
hispanoamericano, sólo apuntar que, tras ella, resultaba difícil que superase la
temática que venía tanteando en M'hijo y La gringa. Tras el suicidio, por alusión, de
Zoilo -final tratado de improbable en un gaucho-, Sánchez había entonado el canto
del cisne, cerrando con broche de oro el libro que en su día abriera Hernández: la
sociedad ha cambiado, sigue cambiando y hay que adaptarse a los nuevos tiempos.
Factores tradicionales Factores nuevos
campo ciudad
M'hijo
(Olegario) (Julio)
campo tradicional nuevas formas campesinas
La gringa criollo gringo
(Cantalicio) (Nicola)
campo tradicional
organización económica distinta
Barranca criollo
(D. Juan Luis)
(Zoilo)
Barranca abajo fue su última pieza de ambiente rural, en adelante trasladará los
conflictos humanos al ámbito de la ciudad, centrándose en la clase baja o medio
burguesa. En 1905, el mismo año de Barranca abajo, salen de su pluma tres piezas
más: el sainete Mano Santa y dos de sus mejores obras de ambiente urbano: En
familia y Los muertos. La hipocresía de esta clase social ya había sido tanteada
en Puertas adentro y La gente honesta (1902), así como las recreaciones de
ambientes, problemas y formas de vida de las clases bajas, con su hacinamiento y
pobreza, habían aparecido en Canillita(1902) y La pobre gente (1904).
Indudablemente, En familia y Los muertos dan el tono mayor de Sánchez en esta
modalidad. Si en M'i hijo el dotorpadre e hijo se muestran seguidores de principios
morales distintos, fruto del distinto tipo de vida que han llevado, en las piezas
urbanas entran en juego causas diferentes. La decadencia económica, el libertinaje,
la ruina moral o la hipocresía social parecen instalarse cómodamente en el seno de
esas familias que se mantienen unidas superficialmente y el mínimo resorte es
suficiente para que se desaten todos los problemas que subyacen en el fondo. Con
pretensiones científicas y moralizadoras, Sánchez se interna en las «pasiones» de la
mano de un naturalismo que llega a la denuncia de los aspectos más sombríos de la
sociedad del momento, como cuando Mercedes, de En familia, dice: «No hay
recurso que se desprecie por indigno para asegurar el techo y el pan... ¿Qué digo? El
techo que es indispensable para guardar las apariencias, y tú sabes bien que en
semejante situación, los escrúpulos y la vergüenza son el primer lastre que se
arroja» (acto I, esc. VIII). En casi todas estas piezas hay un personaje que lucha por
la vida y por su felicidad frente a una familia hostil. Es lo que le ocurre a Damián
de En familia, cuyos intentos de rescatar a su familia del «desbarranque» resultan
infructuosos frente a la descomposición ética avanzada de todos y cada uno de sus
miembros. Sólo frente a su familia, como Zoilo, no alcanza la grandeza trágica del
criollo campesino. Y es precisamente la figura del padre de En familia, Jorge, la que
nos conecta con el protagonista central de Los muertos, Lisandro, un hombre
destruido por el vicio del alcoholismo. Obra con la que Sánchez ofrece un fiel
tributo al naturalismo vigente. La degradación física y psíquica a que han llegado
Jorge y Lisandro nos lleva a ver las infidelidades conyugales de Puertas adentro o
esas juergas alegres de Ernesto y Adolfo en La gente honesta como «inocentes».
Indudablemente en esa pintura costumbrista a que Sánchez nos tiene habituados
existen matices. En Los muertos será la mujer de Lisandro la que reclame su derecho
a ser feliz y a disponer de su vida a su antojo, sin conseguirlo. Las tesis de Sánchez
se hacen, a partir de esta obra, más y más doctrinarias: «los que no saben vivir, los
inadaptables, están muertos» (acto II, esc. III), los hombres «en cuanto tienen un
vicio, están muertos» (acto II, esc. V), «Hombre sin carácter es un muerto que
camina» (acto II, escena VI); en El pasado (1906) se reivindica el derecho a que el
pasado de los padres no recaiga sobre los hijos y ataca los prejuicios sociales como
en Nuestros hijos (1907) donde se defiende la maternidad en una mujer soltera, y
en Los derechos de la salud (1907), los derechos de los seres sanos a elegir su vida
independientemente de esas «ramas sin savia enredor del viejo tronco
inconmovible».
En su línea anarquista, el uruguayo proclama a lo largo de sus últimas obras los
derechos humanos frente a las leyes sociales o los convencionalismos, temas
universales con los que su dramaturgia entronca con modalidades europeas de su
época -Ibsen, Braceo, Suderman, etc.Estamos de acuerdo con Roberto Giusti,
cuando dice: «El pasado contiene en germen una idea que Sánchez había de llevar a
la escena, resueltamente dramatizada, seis meses después, en Nuestros hijos... Al
prejuicio que ata, El pasado opone la vida que liberta; a las tiránicas exigencias
sociales, los invencibles derechos del corazón»15. Su última pieza, Un buen
negocio (1909), nada aporta al conjunto, ya que es una de las más flojas.
Está claro que las cuestiones sociales fueron las principales preocupaciones del
teatro sanchezco, ya fuesen dentro del plano de lo local (ambientes rurales o urbanos
de los «conventillos») o de lo universal (las piezas que acabamos de ver).
Analicemos, pues, el aporte de Sánchez en estas piezas menores, que podemos
rotular sainetes, ubicadas en su mayoría en los ambientes urbanos de baja extracción
social, a excepción de uno, quizá el más festivo si hacemos caso omiso de su final,
nos referimos a Cédulas de San Juan (1904)16. Aunque participa de la estructura
sainetesca, escapa al análisis que pretendemos Mano Santa (1905), de intención
meramente satírica y final feliz como La gente honesta.
El sainete orillero o criollista ofrecía en aquella época un modelo prácticamente
fijo. Contaba entre sus personajes «tipos» o estereotipos: el gallego, el gringo, el
taita y la percanta (china) del arrabal. El choque pasional, solucionado con la
puñalada maleva, y el dar con los huesos en la cárcel (la cana lunfarda) eran
ingredientes típicos. Más que de conflicto dramático habría que hablar de choques
de individuos de igual signo, se limitaban a una sola acción, lentamente preparada,
que concluye y se resuelve con una gran rapidez. Pero es en el lenguaje, donde
reside su principal carga, el lunfardo arrabalero, reforzador del realismo y técnica
expresiva a la vez. Su finalidad era divertir; lo importante, el efecto logrado a través
de chistes y retruécanos, el «cocoliche», o el «gallego» acriollado y lunfardista. A
ello habría que sumar la música, el canto y posteriormente el baile.
Sánchez utilizará los principales elementos y «decorados» de ambiente, así
como tipos y personajes con su habla peculiar, pero cambiará radicalmente la
finalidad: a la diversión viene a sustituirla el análisis de las causas del dolor humano,
a través de la conducta sufriente de sus protagonistas: Canillita, Zulma, Indalecia, la
«Tigra», Moneda falsa o Marta Gruni. Lo cómico se hace trágico de su mano. A un
ambiente de miseria, de conventillos, de bajos fondos, donde reina la podredumbre,
la delincuencia, el alcoholismo, la holgazanería o la prostitución -motivos
naturalistas que trazan el cuadro social- se superponen unos protagonistas llenos de
candor, bondad, ingenuidad, que intentan luchar contra ese orden que se les impone,
aunque no lo consigan... Indalecia: «Bueno... si... Hagan de mí lo que quieran» (El
desalojo); Moneda Falsa: «Tenía usted razón. Esos diez fallutos todos eran
míos» (Moneda Falsa); la aceptación final de la prostitución en Zulma o de su
destino ya trazado en la «Tigra».
Como en el caso de Zoilo, estos seres agónicos se encuentran radicalmente
solos frente a su familia, aunque casi siempre cuenten con alguna persona que los
comprenda, D. Braulio en Canillita, Cuaterno en La pobre gente, el canastero
en Marta Gruni, Genaro en El desalojo, etc. Sánchez reserva los rasgos cómicos a
los «tipos» saineteros que rodean a los personajes centrales: la vecina chismosa
en Canillita, los clientes del café en La Tigra, el ingenuo del «toco
mocho» en Moneda Falsa, etc. Como en los casos anteriores, también aquí Sánchez
tiene una propuesta: justicia social para los pobres, pero no «falsos paños calientes»,
como los que se pretenden en El desalojo, idea que recoge el Sr. Díaz en Nuestros
hijos.
Su ideario, avanzado, está ceñido especialmente a su amor a la vida y al prójimo
y articulado de acuerdo con los cánones del anarquismo romántico. Como apunta
Schaefer Gallo «si bien puede atisbarse adherencias primarias en su dramatismo, la
concepción equilibra la trascendencia por el hondo sentido humanista del diálogo;
por el colorido ambiental; por los resortes vernáculos con que articula a sus
personajes; y, sobre todo, por el área social que abarcan los problemas que expone,
analiza, discute y resuelve, o entrega para su enmienda»17.
A todo este amplio contenido ideológico que hace atractiva y vigente, aún hoy,
gran parte de su producción, habría que añadir el excelente manejo del lenguaje en
todas y cada una de sus piezas, de acuerdo con la modalidad elegida, siendo las más
significativas el habla campesina en las piezas rurales o el uso del cocoliche y el
lunfardo en los sainetes. Maneja las situaciones coloquiales con destreza y libertad;
imprecisiones léxicas, simplificaciones sintácticas, giros campesinos, elisiones o
redundancias están en razón de la extracción social del personaje. Analfabetismo,
dialectismo, jergas arrabaleras están condicionando a determinados personajes de su
teatro, ya sean en los dramas rurales o en los sainetes de conventillos. En ambos
medios la influencia lingüística italiana va a tener una importancia capital18,
fomentada en parte por el auge del costumbrismo en las primeras décadas de siglo.
En síntesis, debemos afirmar la relevancia del teatro sanchezco por su auténtica
visión del acontecer humano, catalizada con los moldes dramáticos a su alcance,
fruto de un compromiso personal con lo afectivo que transmite mutatis mutandi a
esos seres de ficción, cuyas dimensiones y resonancias los han hecho tan
perdurables como el autor de sus días. Sánchez fue más allá de lo que le exigía su
tiempo, no se limitó a retratar una sociedad sino a transfigurarla, y aunque no llegue
a alcanzar dichas cotas en toda su obra, con él, el teatro rioplatense inició su etapa
adulta.

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