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Howard Phillips Lovecraft en Orión Literaria, suplemento cultural de diario Despertar de Oaxaca,

México, publicado el 13 de octubre de 2018.

Howard Phillips Lovecraft fue un escritor estadounidense, autor de novelas y relatos de terror y
ciencia ficción. Se le considera un gran innovador del cuento de terror, al que aportó una mitología
propia, desarrollada en colaboración con otros autores y aún vigente.

Introducción
Howard Phillips Lovecraft nació el 20 de agosto en Providence, Rhode Island, Estados Unidos. Más
conocido en el mundo literario como H. P. Lovecraft. Su padre era un representante de ventas
llamado Winfield Scott Lovecraft y su madre Sarah Susan Phillips Lovecraft. Howard fue hijo único
por lo que recibió toda la atención y el apoyo de sus padres. A la edad de dos años recitaba poesía
gracias a la enseñanza de su madre.

Comenzó a desarrollar una personalidad solitaria que dedicaba su tiempo a la lectura, la


astronomía y especialmente a la literatura macabra. Desde joven se sintió atraído por las novelas
de terror y de ciencia ficción. Cuando tenía 16 años escribió una columna de astronomía para el
Providence Tribune. Luego se fue granjeando algunos pequeños contratos literarios con los que
ayudaba a su madre económicamente, escribió ocasionalmente relatos para revistas de poca
tirada, como Weird Tales.

Escribió Las ratas en las paredes (1924), obra en donde Lovecraft recrea unas divinidades horribles
expulsadas de la Tierra en los tiempos prehistóricos bautizados como old ones. Estos seres
monstruosos también aparecen en Los mitos de Cthulhu (1926) y El horror de Dunwich (1927), y en
novelas como El caso de Charles Dexter Ward (1927).

Otra de sus obras es La música de Erich Zann (1925), y El modelo de Pickman (1927), también se
encuentra La llamada de Cthulhu (1928), cuya telón de fondo es en una isla de los mares del sur en
donde se encuentran unas construcciones ciclópeas prehistóricas, ahora bien, en la obra El horror
de Dunwich (1929) se narra la historia de un espíritu maléfico que crece en Nueva Inglaterra,
pudiendo ser destruido solamente por hombres que manejan las ciencias ocultas.

Podemos atrevernos a decir que este escritor norteamericano lograba crear teorías en sus obras,
por ejemplo en El horror en la literatura (1927), formuló una teoría del género fundada en bases
psicológicas y formales.

Howard Lovecraft fue detectado con un cáncer intestinal, en varios meses su salud se deterioró y
fue internado en el hospital Jane Brown Memorial. Finalmente el 15 de marzo de 1937 murió en la
pobreza y el anonimato. Fue enterrado en el panteón de su abuelo Phillips en el cementerio de
Swan Point. Su fama surgió póstumamente, sus relatos fueron recopilado en varios volúmenes
póstumos: El extraño y otros cuentos (1939) y El cazador en la oscuridad y otros cuentos (1951).
Sus mejores novelas: El caso de Charles Dexter Ward (1928), En las montañas de la locura (1931) y
La sombra sobre Insmouth (1936).

Las ratas en las paredes


(Fragmento)
El 16 de julio de 1923, precisamente después que el último obrero había terminado su tarea, me
mudé a Exham Priory. La restauración había implicado desmedidos trabajos, ya que de la
construcción original apenas si quedaba un montón de ruinas, pero como se trataba de la mansión
de mis antepasados no reparé en gastos. La finca había permanecido deshabitada desde épocas de
Jacobo I, cuando un drama de aspectos espantosamente trágicos, si bien en buena medida
comprensibles, se precipitó sobre el jefe de familia, sus cinco hijos y algunos criados. El tercer hijo,
antecesor mío por línea paterna, único sobreviviente del desdichado grupo familiar, debió
marcharse en medio de un clima de sospecha y terror.

Como el único heredero estaba acusado de asesinato, la finca fue a manos de la corona; el
legítimo dueño no hizo el menor esfuerzo por defenderse o recuperar la propiedad. Enloquecido
por un horror más substancial que el que podía emanar de su propia conciencia o de la ley,
obsesionado por expulsar de su memoria y de su vista aquella mansión, Walter de la Poer,
decimoprimer barón de Exham, se fue a Virginia para establecerse y fundar la familia que un siglo
después era conocida con el nombre de Delapore.

Exham Priory quedó abandonado y con el tiempo engrosó el inventario de propiedades de la


familia Norrys. La original arquitectura de la mansión la hizo objeto de continuados estudios;
constaba de torres góticas que se levantaban sobre una infraestructura sajona o románica con
cimientos que, por su parte, congregaban una mezcla de estilos: romano, druida o el címrico
originario, si es posible atenerse a las leyendas. Estos cimientos eran muy peculiares, ya que por
uno de los lados se unían a la sólida piedra de la ladera montañosa, desde cuya cima el priorato
vigilaba un valle solitario que se extendía por tres millas al oeste del pueblo de Anchester.

Los arquitectos y artistas se entretenían embelesados en el estudio de aquella extraña pieza de


épocas remotas, pero los lugareños la odiaban con oscura inquina. Era un odio que se arrastraba
desde hacía siglos, cuando aún moraban allí mis antepasados, y que perduraba hasta ahora,
cuando el abandono la había llevado a casi desaparecer tragada por el musgo y la vegetación.
Antes que pasara un día desde mi llegada, la gente de Anchester ya me había hecho saber que yo
era el descendiente de una familia maldita. No obstante, ya esta semana los obreros han hecho
desaparecer lo que quedaba de Exham Priory y ahora se afanaban por borrar las huellas de sus
cimientos. Siempre he estado al tanto de la historia real de mi estirpe familiar; sé muy bien que el
primero de mis antepasados norteamericanos se refugió en las colonias perseguido por una
atmósfera de extrañas sospechas. Los detalles, en cambio, se me escapan puesto que han sido
sepultados por la reticencia que sobre ellos mantuvo durante generaciones la familia Delapore.
Contrariamente a lo que les sucede a los colonos de las cercanías, es raro que nos vanagloriemos
de antepasados que participaron en las Cruzadas o de incluir en nuestra estirpe héroes medievales
o renacentistas; no se nos trasmitieron otras tradiciones que aquellas que contenía el sobre
lacrado que todo propietario latifundista legaba al primogénito antes que estallara la Guerra Civil
con la orden de una apertura estrictamente póstuma. Sólo nos enorgullecíamos en la familia con
las glorias alcanzadas luego de la emigración, esplendores de un linaje virginiano orgulloso y
honorable, aunque algo reservado y poco sociable.

Toda nuestra fortuna se perdió durante la guerra y la existencia familiar se vio profundamente
conmovida por el incendio de Carfax, morada de la familia al borde del río James. Mi anciano
abuelo murió entre las llamas y con él se consumió el sobre lacrado que nos ataba al pasado. Aún
hoy recuerdo el incendio; mis ojos de siete años contemplaban alterados a los soldados federales
vociferar, a las mujeres contorsionarse desvalidas y a los negros rezando y dando alaridos. Mi
padre era soldado del ejército y combatía en la defensa de Richmond; luego de infinitas gestiones,
mi madre y yo conseguimos trasponer las líneas enemigas y juntarnos con él.

Al finalizar la guerra, nos dirigimos al norte, de donde era oriunda mi madre, y allí me hice grande
y, a la larga, como corresponde a cualquier yanqui perseverante, me hice rico. Ni mi padre ni yo
nos enterarnos jamás del contenido del sobre testamentario. Por mi parte, atrapado por el
rutinario devenir de las actividades mercantiles de Massachusetts, perdí todo interés en los
misterios que, seguramente, ocultaba mi árbol genealógico. ¡Con cuánto alivio habría entregado
Exham Priory a los murciélagos, a las telarañas, al musgo y a la vegetación si hubiese tenido
aunque fuese una remota idea de lo que se escondía tras sus muros!

Mi padre falleció en 1904 y no dejó mensaje alguno para mí ni para mi hijo único, Alfred, un chico
de diez años y huérfano de madre. Fue precisamente Alfred quien produjo una moderada
revolución en la transmisión de la historia familiar. Pese a que yo sólo había conjeturado
esporádica y burlonamente con él sobre este tema, cuando fue enviado a Inglaterra en 1917,
como oficial de aviación, me escribía constantemente contándome algunas leyendas ancestrales
muy interesantes. Según lo que me refería, circulaba sobre los Delapore una exótica y bastante
siniestra historia. Un compañero de mi hijo, el capitán Edward Norrys, del Cuerpo Aéreo Real, vivía
cerca de la mansión familiar, en Anchester, y conocía unas supersticiones campesinas que harían
las delicias de cualquier novelista truculento. Norrys naturalmente no las creía, pero a mi hijo le
divertían, razón por la cual fueron el tema de muchas de las cartas que me escribió. Finalmente
estas leyendas hicieron que concentrara mi atención en nuestro solar de ultramar y me
impulsaron a comprar y reparar mi herencia, que Norrys mostró a Alfred y, más aún, pudo
ofrecérnosla por un precio muy razonable, puesto que un tío suyo era el actual propietario.

Adquirí Exham Priory en 1918, pero casi en seguida olvidé los planes de restauración para atender
a mi hijo que regresaba inválido de la guerra. Vivió dos años más, durante los cuales me consagré
íntegramente a su atención, abandonando incluso la dirección del negocio a mis socios.

En 1921, preso de una gran desolación, sin motivaciones, marginado de toda actividad laboral y
sintiendo el peso de la ya casi presente vejez, decidí entretener el resto de mis días ocupándome
de la nueva posesión. En diciembre llegué a Anchester y me alojé en casa del capitán Norrys, un
joven algo entrado en carnes pero amable, que apreciaba mucho a mi hijo. De inmediato me
ofreció su ayuda para recopilar planos y anécdotas que sirvieran para las obras de restauración. La
presencia de Exham Priory no me producía emoción alguna; en realidad se trataba de una masa de
abandonadas ruinas medievales devorada por el musgo, sembradas de nidos de grajos, en
precario y amenazador equilibrio al borde de un precipicio impresionante, sin pisos o cualquier
otro rastro de interiores excepto los muros de piedra de las torres.

La llamada de Cthulhu
(Fragmento)

El Horror en Arcilla
A mi parecer, no hay nada más misericordioso en el mundo que la incapacidad del cerebro
humano de correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio
de mares negros e infinitos, pero no fue concebido que debiéramos llegar muy lejos. Hasta el
momento las ciencias, cada una orientada en su propia dirección, nos han causado poco daño;
pero algún día, la reconstrucción de conocimientos dispersos nos dará a conocer tan terribles
panorámicas de la realidad, y lo terrorífico del lugar que ocupamos en ella, que sólo podremos
enloquecer como consecuencia de tal revelación, o huir de la mortífera luz hacia la paz y seguridad
de una nueva era de tinieblas.

Los teósofos han adivinado la imponente grandeza del ciclo cósmico en el que nuestro mundo y la
raza humana no son sino un incidente transitorio. Los filósofos han hecho insinuaciones acerca de
extrañas supervivencias en términos que podrían helar la sangre si no se enmascarasen tras un
suave optimismo. Pero no procede de ellos la visión de épocas prohibidas que me hace sentir
escalofríos cada vez que pienso en ella y me vuelve loco en mis sueños. Esa pequeña visión, como
todas las pavorosas visiones de la realidad. fue el producto de una reconstrucción accidental a
partir de varias cosas diferentes, en este caso un antiguo artículo de periódico y las notas de un
profesor fallecido. Espero que nadie más sea capaz de repetir esta reconstrucción; de hecho, si yo
viviera lo bastante, jamás aportaría conscientemente un solo eslabón más a tan horrible cadena.
Creo que el profesor también tenía intención de silenciar aquella parte de la que tuvo
conocimiento, así como de haber destruido sus notas si no le hubiera sobrevenido una repentina
muerte.

Mi conocimiento del asunto se remonta al invierno de 1926-27 momento en que tuvo lugar la
muerte de mi tío abuelo George Gammel Angell, profesor emérito de Filología Semítica en la
Universidad de Browm, en Providence, Rhode Island. El profesor Angell era una autoridad
reconocida en inscripciones de la antigüedad, y con frecuencia habían recurrido a él los directores
de museos importantes; a esto se debe que su fallecimiento a la edad de noventa y dos años sea
recordado por muchos. En el ámbito local el interés se acrecentó por las oscuras circunstancias de
su muerte. El profesor sufrió una extraña dolencia mientras volvía del barco de Newport; tal y
como dijeron los testigos, se derrumbó de repente tras haber recibido el empellón de un negro
con aspecto de marinero que había salido de uno de los raros y oscuros callejones de la escarpada
pendiente que constituía un atajo entre los muelles y la casa del difunto en Williams Street. Los
médicos fueron incapaces de encontrar ningún trastorno visible, pero terminaron por apuntar,
tras una discusión, que la causa de la muerte debía ser una lesión desconocida del corazón,
causada por el rápido ascenso de un hombre ya mayor por una colina tan pronunciada. En aquel
momento no vi razón alguna para disentir de ese dictamen, pero más tarde me vi inclinado a
cuestionarlo... e incluso más que cuestionarlo.

Como heredero y albacea de mi tío abuelo, que había muerto viudo y sin hijos, debía examinar sus
papeles con cierta minuciosidad; a tal fin llevé todos sus archivos y cajas a mi alojamiento en
Boston. La mayoría del material que correlacioné será publicado más adelante por la Sociedad
Americana de Arqueología, pero había una caja que me resultó sumamente misteriosa, y que me
sentí reacio a enseñar a otros ojos que los míos. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que
se me ocurrió buscar en el llavero que el profesor llevaba siempre en su bolsillo. Entonces pude
abrirla, pero parece que fuera solamente para toparme con una barrera más fuerte e
infranqueable. ¿Cuál podía ser el significado de aquel extraño bajorrelieve de arcilla, y de los
inconexos apuntes, notas y recortes que encontré? ¿Había comenzado mi tío a creer semejantes
supercherías en sus últimos años? Decidí emprender la búsqueda del excéntrico escultor
responsable de aquel claro trastorno de la paz mental de un anciano.
El bajorrelieve era una tosca pieza rectangular de algo más de dos centímetros de grosor y con una
superficie de unos trece por quince; de origen evidentemente moderno. Por el contrario, su
diseño distaba mucho de resultar moderno en lo que se refiere al tema y a lo sugerido por la obra
ya que, aunque los caprichos del cubismo y el futurismo son muchos y descabellados, no suelen
servir para reproducir la enigmática regularidad que se esconde tras la escritura prehistórica y,
ciertamente, el grueso de aquellos diseños parecía ser algún tipo de escritura. Sin embargo, y a
pesar de estar muy familiarizado con los papeles y colecciones de mi tío, la memoria me fallaba al
intentar identificar a qué tipo pertenecía, o incluso al intentar recordar alguna pista de la más
remota afinidad de aquella con otras escrituras.

Sobre esos presuntos jeroglíficos se encontraba una figura con evidente propósito pictórico,
aunque su ejecución impresionista impedía hacerse una idea clara de su naturaleza. Parecía
tratarse de algún tipo de monstruo, un símbolo que lo representase, o una forma que sólo una
imaginación enfermiza podría llegar a concebir. No estaría traicionando al espíritu de aquella cosa
si digo que mi imaginación, algo calenturienta de por sí, creía percibir en ella, de forma
simultánea, las figuras de un pulpo, un dragón, y una caricatura de ser humano. Una cabeza
viscosa y cubierta de tentáculos destacaba sobre un cuerpo grotesco y escamoso con unas alas
rudimentarias; pero era el perfil general de toda ella lo que resultaba más espantoso. Detrás de la
figura quedaba insinuado un ciclópeo trasfondo arquitectónico.

Los escritos que acompañaban a aquella rareza, dejando a un lado un montón de recortes de
prensa, habían sido escritos hace poco de la mano del profesor Angell, y no había pretensión
literaria alguna en su estilo. Lo que parecía ser el documento principal se titulaba “Culto de
Cthulhu” en caracteres trazados concienzudamente para evitar una lectura equivocada de una
palabra tan inaudita. El manuscrito estaba dividido en dos secciones, estando titulada la primera
“1925-Los sueños y trabajos sobre los sueños de H.A. Wilcox, 7 Thomas St., Providence, Rhode
Island”, y el segundo “Narración del inspector John. R. Legrasse, 121 Bienville St., Nueva Orleans,
La., 1908 A.A.S. Mtg. -Notas sobre los mismos y sobre el relato del profesor Webb”. El resto de los
papeles manuscritos eran notas breves, algunas de ellas acerca de extraños sueños de personas
diversas, y otras, menciones de libros y revistas teosóficos (particularmente el Atlantis y el
continente perdido de Lemuria de W. Scott Elliot). El resto eran comentarios acerca de longevas
sociedades secretas y cultos secretos, con referencias a varios pasajes de fuentes mitológicas y
antropológicas como puedan ser La rama de oro de Frazer y la Brujería en la Europa occidental de
la señorita Murray. Los recortes aludían a extrañas enfermedades mentales y a una ola de locura o
demencia colectiva que tuvo lugar en la primavera de 1925.

La primera mitad del manuscrito principal daba cuenta de un suceso bastante peculiar. Parece ser
que el 1 de Marzo de 1925, un hombre moreno y delgado, de aspecto neurótico y excitado, se
presentó en casa del profesor Angell llevando el singular bajorrelieve, todavía húmedo y fresco. En
su tarjeta de visita aparecía el nombre Henry Anthony Wilcox, y mi tío lo reconoció como el
benjamín de una excelente familia que le resultaba conocida. En los últimos tiempos el joven
Wilcox había estado estudiando escultura en la Escuela de Diseño de Rhode Island y viviendo solo
en el edificio Fleur-de- Lys, cercano a dicha institución. Wilcox era un joven precoz de genio
reconocido pero de una gran excentricidad, y ya desde la niñez había entusiasmado a gente con
las extrañas historias y sueños que tenía por costumbre relatar. Decía de sí mismo que era
“'psíquicamente hipersensible”, pero la gente formal de aquella antigua ciudad comercial le
tomaba simplemente por un “tipo rarito”. Al no mezclarse demasiado con sus compañeros de
estudio se apartó gradualmente de la vida social, y en aquel momento sólo se relacionaba con un
grupo de estetas de otras ciudades. Incluso el Club de Arte de Providence, en su celo
conservacionista, lo dejó por imposible.

Con motivo de la visita, según se leía en el manuscrito del profesor, el escultor pidió bruscamente
la ayuda de mi tío para que, dados sus conocimientos arqueológicos, identificara los jeroglíficos
del bajorrelieve. Habló de una manera tan distraída y afectada, y que indicaba tal presunción, que
anulaba cualquier simpatía que pudiera sentirse por él. Mi tío le contestó con cierta brusquedad,
ya que la notable frescura de la tablilla implicaba parentesco con cualquier cosa excepto con la
arqueología. La réplica del joven Wilcox, que impresionó a mi tío hasta el punto de recordarla y
anotarla al pie de la letra, estuvo caracterizada por un matiz fantásticamente poético que debió
marcar sin duda toda la conversación, y que tal y como he podido comprobar más tarde, resultaba
muy propio de él. Lo que dijo fue: “¡Claro que es nueva! La hice la pasada noche en un sueño que
tuve sobre extrañas ciudades; y los sueños son más antiguos que la ensoñadora Tiro, la
contemplativa Esfinge, o la misma Babilonia cercada de jardines”.

Fue entonces cuando comenzó su inconexo relato, que de repente avivó un recuerdo aletargado
de mi tío, y se ganó su fervoroso interés. La noche anterior había tenido lugar un leve terremoto,
el de mayor intensidad de los últimos años en Nueva Inglaterra; y la imaginación del joven Wilcox
había resultado fuertemente afectada. Al irse a dormir tuvo éste un sueño sin precedentes sobre
ciclópeas ciudades de titánicos sillares de piedra y monolitos que alcanzaban el cielo, chorreando
todo el conjunto légamo de color verde y anunciando un horror latente. Los muros y pilares
estaban cubiertos de jeroglíficos, y desde algún punto bajo el suelo le llegó una voz que no era tal;
una sensación caótica que tan solo la imaginación podría transliterar en sonido, cosa que intentó
hacer por medio de un revoltijo casi impronunciable de letras: “Cthulhu fhtagn”.

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