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Muerte clínica
Unos años después, me fui a pasar unas vacaciones cortas a México con otro
sacerdote, para recuperar fuerzas. Nos quedamos en un balneario a orillas del
mar. Una mañana fui a dar un paseo por la costa para rezar el rosario. El mar
estaba calmado, la superficie del agua estaba totalmente lisa y no había olas.
Al principio, no tenía intención de bañarme. Sin embargo, después de un rato,
entré en el agua en la que flotar era un placer. Así que empecé a nadar a lo
largo de la orilla. Me tumbé boca arriba. Pasaron unos minutos…
Levanté la cabeza y me di cuenta de que me había alejado bastante de la
orilla. Sin embargo, el mar seguía siendo poco profundo, así que no me
preocupé y pensé: «No pasa nada, pronto regresaré». Así que me empecé a
nadar crol hacia la playa. Pero sentí que me estaba alejando de ella... Entonces
empecé a nadar más rápido, pero sin efecto alguno: ¡estaba alejándome! En
este momento me empecé a dar cuenta: «¡Había marea!». Efectivamente,
había corrientes, ¡y yo no me había dado cuenta de las banderas rojas que
advertían de ello! El agua a lo largo de la orilla parecía estar calmada, no había
olas porque había marea baja. ¡Así que me alejaba cada vez más! Entonces sí
que estaba ya lejos de la orilla. En aquel momento pensé: «Qué curioso, ni por
un momento he sentido miedo de que me pueda ahogar o de que algo malo
me suceda». Sentía una gran paz interior. Solo trataba de mantenerme fuerte y
respirar. Me invadió la convicción de que «todo saldrá bien, ¡esa no sería mi
muerte!». Estaba convencido de que alguien me vería y me salvaría. Como si
alguien me dijera en mi interior: «¡No tengas miedo!». Mientras tanto, el mar
me llevó tan lejos que a mi alrededor empezaron a surgir unas olas cada vez
más grandes. Poco a poco me adentraba en el infinito espacio del océano. ¡Ya
no era una broma! ¡Estaba a cientos de metros de la orilla! Una ola me
impactó, me dio la vuelta y me quedé sin poder respirar. La corriente me
arrastró bajo el agua. Al subir a la superficie abrí los ojos, pero la corriente me
había desplazado tanto que ya no sabía dónde estaba... Buscaba algo de luz,
porque sabía que con ella encontraría el aire. Subí a la superficie, ¡pero en este
momento comenzó mi verdadera lucha por la vida! Enormes olas seguían
golpeándome sin tregua. Me hundía cada vez más y más, y me resultaba cada
vez más difícil subir a la superficie. ¡Es cuando empecé a pensar que la
corriente me arrastraría tanto que al final ya no podría salir a la superficie! Sin
embargo, la lucha continuaba... En aquel momento todavía no pensaba en la
muerte. No obstante, hubo otro golpe de ola, con el que conseguí tomar algo
de aire, que traté de mantenerlo el mayor tiempo posible. Esta vez me hundí
tan profundamente que me encontré en un lugar totalmente oscuro. En esa
oscuridad, fui incapaz de determinar el espacio en el que me encontraba ni la
dirección de la que provenía la luz. ¡No sabía cómo salvarme! Me estaba
quedando sin aire en los pulmones… Pasaron varios segundos. En aquel preciso
momento me di cuenta que en breve moriría. Traté de salvarme y hacer
movimientos a ciegas con las manos, pero las profundidades en las que me
encontraba estaban envueltas en una oscuridad impenetrable... Sentí que mis
pulmones se estrechaban y era consciente de que me estaba muriendo. Había
llegado el final…
Solo podía pensar una cosa: me había muerto, ¡por lo cual en breve me
compareceré delante de Dios! Ya he tenido alguna experiencia con Dios (en la
visión relacionada con mi milagrosa salvación de un accidente de coche – N.
del E.). En mis pensamientos dije: «Dios, ¡voy hacia ti!», «Dios, ¡sé
misericordioso conmigo!», «¡Recibe mi alma!». Y en ese momento vi la luz de
la presencia de Dios. Estaba entonces plenamente consciente; mi vista era
aguda y tenía consciencia de mis sentidos, nunca antes me había sentido
mejor. Vi como mi cuerpo se separaba de mí. Oí una voz que me decía: «No te
preocupes por el cuerpo. ¡No lo necesitas!». Vi mi cuerpo como si estuviese
encogido, como un bebé en el vientre de su madre. Dios había creado para mí
una especie de burbuja de aire de vidrio transparente. Y vi dos rayos de luz.
Era una luz completamente diferente a la que me abrazaba. Sabía que eran dos
ángeles aunque no tenían forma humana. Esos ángeles, esos dos rayos de luz,
llevaban mi cuerpo a alguna parte. Oí: «No te ocupes de ello, no lo necesitas
ahora». Era una visión preciosa. En ese momento, aparté mi atención de mi
cuerpo porque vi una luz diferente. Mi alma se deleitaba con la belleza de lo
que hay después de la muerte. Caminaba, observaba y me encontré en una
especie de habitación rectangular. En la parte superior no había techo, sino un
espacio, como si hubiese estado mirando al hermoso cielo; en los lados había
paredes como si estuviesen hechas de luz. Estaba bañado en una luz que tenía
ciertos límites. Todo eso convencionalmente lo llamé «habitación». Era una
especie de antesala. Yo me percibía a mí mismo como una persona viva, con
manos, piernas, etc. Es difícil describir lo que vi, porque no hay referencias
terrenales que se puedan comparar con esto. Esa luz tampoco tenía su
equivalente en la luz terrenal. Estaba bañado en una luz que era Amor. En
algún momento aquella sala comenzó a alargarse y extenderse. Al fondo de
este espacio, vi algo así como una catedral. Hermosas luces y colores
comenzaron a aparecer, todo acompañado de música. Aquella catedral parecía
una catedral gótica, pero hecha de vidrio, cristales de luz. ¡Qué maravilla!
Sabía que quería entrar allí, era el cielo… Era lo que en las Escrituras se llama
la Nueva Jerusalén («Se abrió en el cielo el santuario de Dios» Ap 11,19). Vi la
entrada al templo y sentí un gran deseo de entrar. Sin embargo, tuve que
esperar, ya que a mi alrededor empezaron a reunirse personas vestidas con
hermosas túnicas blancas y con diferentes tonos pastel (rosa, verde o azul).
Cada uno de estos colores (p.ej. el blanco puro) simbolizaba algo diferente. Era
inexplicable. Estaban de pie en sus largas túnicas y tenían las manos juntas.
Me veían, pero parecía que me ignoraban. Yo era uno de ellos, pero no el más
importante. Así que pregunté: «¿Qué pasará aquí, por qué venís y qué hacemos
aquí?». Nadie me respondía, así que traté de preguntar otra vez… Me
sorprendió una cosa: entre esas personas reconocía a los difuntos de mi
familia, a mis conocidos difuntos y a personas que conocí en la tierra. Sin
embargo, la mayoría eran personas que no conocía. También vi a gente, más o
menos, de mediana edad. Pero cuando les hacía preguntas, no me respondían.
Así que entendí que no tenía que preguntarles nada. No era el momento
adecuado. Me hicieron entender que algo importante iba a suceder. En el
momento en que aún les hacía preguntas, apareció mi padre, que había
fallecido hace muchos años. Se me acercó y se puso a mi lado izquierdo, ya
que a mi derecha, en forma de rayo de luz, estaba mi ángel de la guarda (en
aquel momento no conocía su nombre). Mi padre, como si me abrazara, me
dijo: «¿Por qué preguntas? No preguntes nada, ya lo sabes todo».
Juicio detallado
Tuve una visión de toda mi vida. El mal y el bien, mis pensamientos, palabras y
actos estaban grabados como en un disco duro en el ordenador. Fue como si
Dios presionara un botón y me mostraran una película en una gran pantalla.
Con los ojos de mi alma vi todo el mal y todo el bien que había hecho en mi
vida –toda mi vida, desde que nací hasta entonces –y todo el mal y todo el bien
que viví. Cuando me vi en esa luz, inmediatamente me venían a la mente
algunas citas de la Biblia, adecuadas para la situación en la que me
encontraba. Cuando había luz, enseguida escuchaba la cita: «Yo soy la luz del
mundo; el que me sigue no camina en tinieblas» (Jn 8,12). También había citas
sobre el amor. La luz y el amor: era el mismísimo Dios. Sabía que estaba vivo,
gracias a esa luz. Comprendí que en mi hay tanta vida en función del grado de
conexión que tengo con la luz, y que –como criatura de Dios –soy parte de esa
luz. Empecé a entender lo que es el alma y cómo Dios había creado mi alma y
mi cuerpo, y acto seguido Él me encomendó una misión. Comprendí las
siguientes palabras: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Cuando le causo dolor a
alguien con mis palabras o acciones, no sé cuánto dolor le causo a esa
persona. Ella puede manifestarlo a través de la ira o la rebeldía, pero solo ella
misma sabe cuánto le dolió eso. ¿Seguro que lo sabe solo ella? No. Jesús, que
vive en el alma de dicha persona, conoce su dolor, porque es el dolor de Dios
en ella. Jesús, que habita en el alma del prójimo, es el mismo Jesús que habita
en mi alma. Por lo tanto, al analizar un acto o una palabra que dije, Dios me
permitió conocer el dolor que entonces le causé al prójimo. Y conocí la
gravedad de mi pecado, es decir, cuánto dolor le causé a Jesús. Fue un dolor
aterrador, aplastante y desgarrador como un tsunami. Sufría por los
pecados que no fueron enmendados o confesados adecuadamente. El
pecado que fue perdonado y enmendado no dolía; solo me hacía saber
que había sido cometido. No habría podido aguantar el dolor que, a
través de mis pecados, le hice sufrir a Dios, si en aquel momento no
hubiese estado bañado en aquella luz y en el Amor que me sostenía. Y
entonces vi todos mis buenos pensamientos, palabras, actos, oraciones y
sufrimientos que ofrecía a Dios durante toda mi vida. Fue como un bálsamo,
como un amor, como un soplo de aire fresco. En un momento llegué a conocer
toda mi vida y supe quién era yo a los ojos de Dios. Llegué a saber cuánto bien
y cuánto mal había en mi vida: nada permanecía oculto. Por eso, mi padre me
dijo: «Ya lo sabes todo». Él sabía que pude conocer el estado en el que me veía
ante Dios, en el que estaba inmerso. Un rato después escuché las palabras de
Jesús (no lo veía, pero sabía que era Jesucristo): «Te rodean aquellos a los que
tú ayudaste a salvarse. Han venido a reunirse contigo para adorar a Dios, ante
quien estás. Estas rodeado de personas a las que ayudaste a salvarse con tu
oración, sufrimiento y amor».
Es Dios quien salva, y nosotros, mientras vivimos en la tierra, tenemos no
solo que preocuparnos de nuestra propia salvación, sino que también contribuir
a la salvación de los demás, con nuestras elecciones y con el testimonio de una
buena vida. Hemos de ser un signo de Dios para ayudarles a conocerlo y
amarlo. Tenemos que hacer que otros también sean salvados. Aquellos a
quienes ayudamos a salvarse con nuestra oración, sufrimientos o de cualquier
otra forma, los encontraremos después de la muerte. Aquellos que mueran
antes que nosotros, en el momento de nuestra muerte saldrán a nuestro
encuentro. Ellos también rezan por nosotros, independientemente de si están
en el cielo o en el purgatorio. Porque el hecho de que se encuentren en el
purgatorio, y no en el infierno, tal vez también nos lo deban a nosotros. El
hecho de que su purgatorio sea más corto o que sus sufrimientos sean más
suaves, es el fruto de nuestra oración y de nuestras ofrendas: las santas Misas,
las Comuniones y nuestras buenas obras. Y ellos nos las recompensan porque
son muy agradecidos, y en el cielo rezan por nosotros sin cesar, para que el
momento de nuestra muerte sea una experiencia de amor verdadero, que es
Dios. Así fue el juicio detallado.
Dios me permitió recordar ciertas imágenes. Cuando pienso en ello; el cielo
abierto, la música celestial y las hermosas vistas del cielo vuelven a mí, como
si viniesen a través de un cristal, a través de la luz.
Bestia
Vuelta a la tierra
Anhelaba el cielo todo ese tiempo, porque a lo lejos veía aquella luz y
fragmentos de la vida celestial que me atraían tanto. Deseaba entrar allí. Y en
ese momento, el Señor Jesús se me apareció en forma humana y corporal.
Quería preguntarle cuándo podría entrar en el cielo. Sabía que todo era la
gracia divina y que yo no la merecía, pero sabía también que mi confesión de
fe y mi súplica de misericordia no eran insignificantes. ¡Sentía un gran deseo
de entrar al cielo! Y entonces escuché estas palabras: «Te mando de vuelta a la
tierra». Comencé una especie de disputa con Jesús, porque no quería volver a
la tierra, ¡me sentía tan bien allí! El Señor Jesús me dijo: «Sí, sé que quieres
estar aquí, porque Yo también quiero que estés aquí conmigo lo antes posible.
Porque deseo que cada alma esté conmigo feliz y lo antes posible, pero tu
misión en la tierra aun no ha terminado. Todavía tienes que sufrir mucho, rezar
mucho y amar mucho, para traerme muchas almas». ¡El Señor Jesús tiene una
ternura y delicadeza increíbles que son indescriptibles! Yo le respondí: «¡No!».
Así que Jesús continuó: «Vuelve y cuenta lo que has visto. Dile a todo el
mundo lo mucho que amo a cada alma. Dile a todos lo mucho que
anhelo a cada alma, que quiero que estén felices y sumergidas en Mí.
Diles a todos que espero a cada uno de ellos. Dile a todos que pueden
encontrarme, vivo y verdadero, en la tierra. Tal y como tú me ves
ahora, de la misma forma, en la tierra, cada persona puede
encontrarme en la Santa Comunión. En la Santa Misa os espero a
todos. Cuando el sacerdote levanta la Hostia en el momento de la
consagración, no bajéis las cabezas, no cerréis los ojos, ¡miradme! Porque
desde esa Hostia Yo os miro, observo vuestra vida, os veo a vosotros, os miro
con amor y por amor vengo a los que me reciben con amor, para llenar sus
almas con Mi amor y con el poder para combatir el mal. ¡Háblales de ello!».
¿Alucinaciones?
Ángel