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¿Acaso podría desconocer la hábil y genial reconstrucción de la historia moral que nos
ofrecen Freud y Nietzsche? ¡Con cuánto rigor contradice las santas doctrinas, las
buenas consciencias y las almas meditativas! En verdad sería despreciar al
conocimiento sólo por ser éste cruel, sólo por ser sanguinario, sólo por ser
violentamente cierto. Parir hijos trae dolores, engendrar estas ideas también trae
sufrimientos, pero la vida ama la existencia por muy tormentosa que sea, mientras
seamos seres sensibles estamos condenados al placer y la agonía, tenemos que
vérnoslas con ambos, tenemos que vivir ambos y aunque prefiramos uno tenemos que
aceptar al otro, pues doble pesar es el pesar no querido: tenemos que amar incluso
nuestras aflicciones.
No por ello hay que engañarnos sobre ésto, si algo muestran los estudios éticos es que
pese a la razón y la justicia, la ignorancia y la perversidad acechan y calumnian
nuestros días, contradicen nuestros ideales y desvían nuestros corazones, nuestros
sangrientos, convulsivos y jadeantes corazones, que nunca descansan de bailar, nunca
cesan el compás, aún en las armonías más discordantes, aún en las melodías más
melancólicas y tristes ¡Hasta Aquiles lloraba a su madre!
Uno bien puede amar al hombre por ser hombre, por ver en los corazones dispersos
un mismo latido, pero tampoco por ello deja de amar distintivamente a la madre que
lo parió ni al padre que le vió nacer, ni al perro dulce compañero, ni al amigo de la
virtud se deja de buscar, ni de preferir.
La condición moral exige eso todo el tiempo: elige, elige, o por lo menos cree que
eliges, diferencia, juzga lo preferible, desprecia lo indeseable, prefiere el bien doloroso
al mal lisonjero, encarnamos la dolorosa discordancia entre la naturaleza y la
consciencia, eso que ni qué. ¿Pero elegir una doctrina a la qué asirme? En el fondo la
pregunta encierra más bien otra: ¿en qué ethos habito? ¿en la cruz del pecado pero
también del amor? ¿en la montaña del egoísmo? ¿o en la cueva del deseo?
He visto esos tres lugares, he visto esas pisadas y yo mismo las volví a marcar y
ninguna tiene suficiente cabida para mí, a ninguna le llamo hogar, sin embargo en
todas he dormido, en todas he habitado ¿en verdad alguien podría tener la última
palabra en éstos asuntos? Sólo el Dios pero no un hombre, y a pesar de ello queremos
tenerla. Creo en el amor, creo en el poder, creo en la paz, creo en la violencia, lamento
mi contrariedad pero aún con ella me paro lo más firme que puedo frente al mundo,
frente al fado y sí, es doloroso, quizá luego mi herida se haga una imborrable cicatriz:
duele nacer, también duele vivir, pero lo volvería a hacer.